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tercer lugar Iván Seménnikov

FeDerico zurita HecHt

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Federico René Zurita Hecht (Arica,1973), es Doctor © en Literatura con mención en Literatura Chilena e Hispanoamericana por la Universidad de Chile. Además, es Licenciado en Lengua y Literatura por la Universidad Alberto Hurtado y ejerce como docente en la Universidad Alberto Hurtado y en el Instituto Profesional Arcos. También es crítico de teatro en el medio digital Revista Intemperie y autor de los dramas Se preguntan por la muerte de Clitemnestra y Mil y una formas de pago (este último coescrito junto a Gabriela Lobos Guillaume), ambos llevados a escena por la Compañía de Teatro La Porcina en 2011 y 2012, respectivamente. Autor del drama Apocalipsis a la hora de comer, llevado a escena por la Compañía de Teatro Pejelagarto en 2015 y autor de los libros de cuentos El asalto al universo (Eloy Ediciones, 2012) y Lo Insondable (La Pollera Ediciones, 2015).

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Ya me encaramaba en los treinta años cuando salí por primera vez del país en que

nací. Curioso era aquel asunto, si se consideraba que descendía de inmigrantes, de mujeres y de hombres que, siendo muy jóvenes, niños incluso, habían dejado atrás su hogar y nunca regresaron a él. En la ocasión de mi primer viaje al extranjero, en agosto del año 2004, el destino fue Lima, la capital extranjera más cercana. Me quedé una semana en un hostal no muy cómodo, pero comí bien y conocí lugares bellos. Para mí, que nunca supe de lujos, fue un buen viaje. Un año después, ir a los aeropuertos se me hizo una actividad habitual. La llegada repentina del éxito literario, que incluyó traducciones a cuatro lenguas, me llevó en pocos meses, entre otros lugares, a Buenos Aires, Sao Paulo, La Habana, México, Lisboa y Madrid, en promoción de mi libro. Los críticos no fueron amigables y dijeron cosas como «Iván Seménnikov es un jugo de guayaba y pescado» o «cita a Virgilio, Balzac y Nabokov, pero no los entiende» o «alardea de la cáscara que cubre su inmenso vacío» o incluso «En consecuencia a su origen chino y ruso, su prosa no escatima en ingredientes disonantes». Sin embargo, mientras peor me trataron, más aumentaron las ventas de mi primer libro. La agitación inicial terminó. Luego vendrían otros estruendos. Antes, sin embargo, debía cumplir los compromisos editoriales. Debía escribir mi segundo libro. Fortuitamente, aún en la época de los viajes promocionales, pensé en escribirlo más adelante, mientras realizara otro viaje, uno a un lugar lejos de casa, donde pudiera fingir que realizaba el viaje de vuelta al hogar que mi abuelo paterno, un inmigrante más en mi familia, nunca realizó. «Sería una buena historia», pensé.

Nunca antes tuve la plata necesaria para emprender el viaje que hice. Tal vez era un mal escritor, pero no era un petulante ni un ostentoso. París, Londres, Nueva York no estaban entre mis anhelos. En Madrid, al terminar las promociones, tomé un avión a Moscú y, desde allí, otro a Yakutsk, en Siberia Oriental, la ciudad más fría del mundo. Mi padre, que se llama Boris en honor a su abuelo que ni siquiera conoció, nació en 1938 en la misma ciudad sudamericana en que yo nací. Yo fui su cuarto hijo, el único que tuvo con su segunda esposa, una mujer china que nació en 1940 arriba de un barco en el trayecto entre Shangai y San Francisco. Mi abuelo paterno, en cambio, en honor de quien fui nombrado Iván, nació en 1890 cerca de Yakutsk, Rusia, pero sus ojos también eran achinados. Hasta 1908, mi abuelo

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Iván permaneció en Yakutsk donde trabajó en labores agrícolas y, ocasionalmente, como pastor de renos junto a su hermana gemela Nadia. Tras un largo viaje, llegó a establecerse a mi ciudad en 1916, donde se casó con mi abuela Mafalda, una mujer aimara de ojos achinados nacida en Mollendo, con lo que la fuente genética de mis rasgos dominantes era, para mí, un acertijo. Mi abuela murió en 1941; mi abuelo sobrevivió hasta 1989, sin regresar jamás a su Siberia natal. Desconozco tanto los motivos para salir de casa como los antecedentes de lo que ocurrió en los ocho años que se tardó en viajar desde el nororiente de Siberia al surponiente de Sudamérica. Varias veces, eso sí, lo escuché contar sobre su vida campesina en Yakutsk, sobre su hermana Nadia, a quien siempre recordaba con nostalgia, sobre su trabajo en la agricultura y en el pastoreo de renos, y sobre los veranos con 30 grados y los inviernos con 40 bajo cero. Cuando aún era un niño y se acercaba la navidad, yo recordaba sus historias de campo y le pedía que me contara cómo eran los renos. Nunca fueron como yo esperaba. Con el paso de los años, eso ya no importó. Fortuitamente, dije antes, pensé en Yakutsk como destino. Hubo un hecho que me empujó a tal decisión. A Shangai y a Mollendo iría en otros momentos. En 2005, por una nota pequeña en un diario, me enteré que una tal Nadia Seménnikova se encaramaba ya en los 115 años y había sido postulada por las autoridades de Yakutsk para ser reconocida por una institución internacional como la mujer más anciana del mundo. La identificación del uso en femenino de mi apellido fue una alerta, la resonancia del nombre Nadia fue un impacto. En solo tres segundos pensé, primero con euforia, «Esa mujer es la hermana de mi abuelo»; y, luego con escepticismo, «Eso es imposible». El resto del día me balanceé entre la euforia y el escepticismo, y a la mañana siguiente decidí averiguar.

Fui a la embajada rusa a buscar ayuda. Les dije que tenía la hipótesis de que la famosa mujer Nadia Seménnikova podría ser mi tia abuela. «¿Quién?», preguntaron ellos. «La mujer más anciana del mundo», les expliqué. Prometieron ayudarme. En los siguientes días, que fueron de incertidumbre, solía quedarme pensando en que los hijos de Nadia posiblemente fueron sobrinos de mi abuelo y eran primos de mi padre. Los hijos de los primos de mi padre eran, por tanto, primos míos en segundo grado. Pese a la distancia física que nos separaba, la distancia genética, supuse, era pequeña. Si hubiésemos crecido en la misma ciudad, pensé también, tal vez habríamos jugado juntos, habríamos tenido lazos, y, en cambio, ni siquiera nos habíamos mirado a los ojos. Me pregunté, además, que tal vez mis primos, tal como mi abuelo y su descendencia, tenían, aún viviendo a más de mil kilómetros de la frontera Ruso-China, los ojos achinados y llevaban, como marca disonante, un apellido ruso. Tal vez, supuse, les habrían hecho las mismas preguntas que a mí: ¿Cómo es posible que esos ojos y ese apellido sean parte de una misma persona?

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Tres semanas después, la embajada me puso en contacto con un hombre llamado Alexander Bochkarev. Me explicaron que el padre de Alexander era el hijo menor de Nadia Seménnikova. Hablé con Alexander por el altavoz del teléfono. Un funcionario de la embajada sirvió de intérprete. Alexander era una persona amable y amena, quien se tomó el tiempo necesario para responder mis preguntas y explicar las historias que le contó su abuela. Me confirmó que, efectivamente, su abuela Nadia solía hablar de su hermano gemelo Iván, que salió de Yakutsk sin destino definido y sin haber cumplido ni veinte años de edad. Dijo, además, que nunca regresó y que, aunque ella quiso buscarlo, el mundo se le hizo tan ancho y desconocido. Ella solo sabía de Yakutsk y renos. Solo esos datos confirmaban que Nadia era mi tia abuela y que Alexander era mi primo en segundo grado. Alexander también me hizo preguntas sobre mi abuelo. Él también necesitaba una confirmación, lo que me hizo comprender que su familia, conformada en torno a Nadia, desarrolló tres generaciones que vivieron todo un siglo en torno a la ausencia de Iván Seménnikov.

Alexander y yo seguimos en contacto por email, incluso mientras yo estuve de viaje. Aquello implicó usar traductores en línea y me empujó, además, a comenzar a aprender ruso, asunto que al comienzo se me hizo cuesta arriba. Alexander me contó que tenía treinta y dos años y que hacía clases de Historia Rusa en la Universidad Estatal de Yakutsk. En esas correspondencias me nombró a todos los descendientes de Nadia Seménnikova. Agregó que ninguno de ellos llevaba su apellido y destacó que yo sí lo llevara. Además, dijo que estaba feliz de que la otra mitad de su familia comenzara a aparecer, luego de especular por años si existia en algún lugar del mundo, sin saber dónde. Desde el comienzo, Alexander me pareció una persona muy inteligente o más que yo, al menos. Por mi parte, solo era un escritor despreciado por la crítica, con un titulo universitario en Periodismo; mientras él, en cambio, era un intelectual con publicaciones y carrera académica. Sin embargo, la ligereza con la que habló de la familia me pareció excesiva. Naturalmente, no le mencioné el asunto. Muy probablemente ni siquiera hubiese podido explicar por qué no podíamos hablar de familia. Yo ni siquiera le había contado a mi padre o a mis hermanos de mi hallazgo.

Luego de varios viajes, le conté a Alexander que deseaba ir a Rusia. Yo no tenía muy claro a qué. La escritura ficticia del regreso a casa de un viejo que vivió la mayor parte de su vida como un extranjero y de lo que encontró tras su retorno, parecía una buena excusa. Qué más podía ser, me pregunté varias veces, si luego del entusiasmo inicial, tras la noticia de la sobrevida de mi tia abuela Nadia, las personas que me esperaban allá al otro lado del mundo me parecieron cada vez

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menos relevantes, aunque Alexander me haya caído simpático. Confirmado el hecho de que una vez finalizadas mis actividades en Madrid quedaría desocupado por un tiempo largo, le informé a Alexander cuándo viajaría a Rusia. Mi padre y mis hermanos no estuvieron al tanto de esto. Alexander me puso en contacto con Zina Betunskaya, hija de su prima Ana. Zina tenía veintidós años y acababa de terminar sus estudios de Ciencias Política con mención en Latinoamérica en la Universidad Estatal de Moscú. Ya se estaba alistando para regresar a Yakutsk y no era ningún inconveniente para ella tener que quedarse dos días más para guiarme en mi camino a Siberia Oriental.

La muchacha me esperó en el Aeropuerto Internacional Sheremetyevo en Moscú y, pese a que yo sabía de sus estudios desde antes, solo cuando la vi pude comprobar que hablaba muy bien el español. El asunto me sorprendió, ¿de qué forma ella pudo haberse interesado en Latinoamérica, sino a través de la intuición que la guiaba a creer que aquel pariente perdido, que Nadia tanto extrañó, había dejado descendencia en ese continente? Naturalmente, aquella pregunta sobre la intuición era una estupidez. Zina era una persona inteligente, pude comprobar luego, al igual que su tio Alexander. Más tarde sabría que su interés en Latinoamérica se sostenía en otra cosa, primero en una vergonzosa visión romántica, me confesó Zina, que se formó cuando preadolescente, quizás por el año 1996, a partir de las historias de la revolución cubana, con líderes tanto más frescos y apasionantes que los añejos funcionarios que poquitos años antes llevaron a la caída de la Unión Soviética. Ya más grande, su interés ganó en intelecciones, por cierto. Sí, me sorprendió su español tan fluido, pero me sorprendió mucho más el achinamiento de sus ojos. Ella conocía mi rostro porque vio mi foto en la solapa de mi libro, el que le había enviado en su versión en español algunas semanas antes. Como aún no había traducción al ruso —ni menos al chino—, las dos lenguas que Alexander hablaba, no le pude enviar ningún ejemplar a él. Preferí que así fuera. El trato de la crítica había hecho aumentar la vergüenza que sentia por mi primer libro. Yo no conocía el rostro de Zina. Sin embargo, cuando la vi en el Aeropuerto, la identifiqué inmediatamente. Fueron sus ojos y no el letrero con mi nombre que cargaba en sus manos lo que me confirmó que ella era a quien buscaba.

—Efectivamente tienes el rostro de un evenko —me dijo sonriendo, luego de que nos saludamos con un abrazo sobrio y un poco torpe.

—¿Un qué? —pregunté.

—Un evenko —dijo—, es nuestra etnia.

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Senti vergüenza de mi ignorancia. Sonreí. Quise explicarle que tenía ascendencia china y aimara, que el achinamiento de mis ojos podía deberse a otras influencias. Eso habría implicado arruinar el relato que, como ya comenzaba a percibir, los descendientes de Nadia Seménnikova estaban formulando a partir de la aparición de Iván Seménnikov. Por lo demás, siempre llamó la atención de mi padre y sus hermanos lo mucho que yo me parecía a mi abuelo. Tal vez yo sí era un evenko. Tal vez mis abuelos de Shangai tuvieron una ascendencia que vivió más al norte, cerca de la frontera chino-rusa o en Mongolia o incluso en Rusia. Tal vez mi bisabuela aimara descendía de antiguos habitantes asiáticos que miles de años antes viajaron a América a través del Estrecho de Bering. O tal vez la influencia genética de mi abuelo sea insignificante y mi parecido con él se deba a un efecto del azar. Cómo podría saberlo. Contar de pronto con mucho dinero no me hacía más inteligente.

Durante dos días, Zina me llevó de paseo por los lugares más interesantes de Moscú. La última noche antes de volar a Yakutsk, me contó, mientras comíamos en el restaurante del hotel, que descendíamos de campesinos. Me dijo que el padre de Alexander, el más pequeño de los hijos de Nadia, fue el primero en ir a la universidad. La carrera que escogió fue Agricultura. Solo luego de ese logro familiar, la generación siguiente, integrada por Alexander, sus hermanos y primos, entre ellos Ana, la madre de Zina, pudieron escoger libremente qué estudiar en la Universidad Estatal de Yakutsk. Pero solo su propia generación, me explicó también Zina, pudo ir a estudiar a Moscú o incluso a Occidente. También me contó sobre su ciudad, sobre los cuarenta grados bajo cero en invierno, sobre la explotación del diamante y del oro, y sobre la intensificación de la pobreza en los últimos quince años. Me describió una ciudad que se agrieta por el frio y la pobreza. Sin embargo, también me habló del verano, de los renos y de la integración étnica.

—Ahora es agosto —dijo—, habrá un excelente tiempo.

Cuando llegamos al aeropuerto de Yakutsk, nos esperaban Alexander, Ana y otros parientes que, como me enteré después, deseaban conocerme y que en los siguientes meses conocí más en profundidad. Apenas Zina comenzó a saludarlos, pude darme cuenta, echando un vistazo al lugar, que no solo ellos tenían los ojos achinados. La mayoría de las personas a nuestro alrededor los tenían así. Los evenkos, pensé en ese momento (y me sorprendí del modo en que lo dije en mi conciencia), somos habituales en esta zona. Los caucásicos eran minoría, pero los que había no se mantenían aparte de los evenkos, pues se podían observar familias multiétnicas. Zina había tenido razón sobre el tiempo. La temperatura era alta, sin ser agobiante. Alexander fue el primero en saludarme.

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—Iván Seménnikov —dijo mientras se acercaba a darme un abrazo. Luego me presentó al resto, siempre ayudado por Zina que sirvió de intérprete. Un poco nervioso, quise ostentar mi precario conocimiento del ruso. Algunas ideas se entendieron, pero otras las debió explicar Zina. Tras los saludos, emprendimos

el camino a casa. Alexander iba al volante; junto a él estaba su esposa, que era caucásica, y yo iba en el asiento de atrás. En el camino al centro de la ciudad, al costado izquierdo de la carretera, aparecieron unos blocks de departamentos descuidados. No eran muy diferentes a ciertos edificios pobres que pueden encontrarse en mi ciudad, en similar ubicación. Luego de unos minutos, en torno a una rotonda, vi múltiples centros comerciales y coloridos letreros publicitarios.

El departamento de Alexander quedaba en el séptimo piso de un edificio ubicado en un mejor barrio, cerca de la universidad donde él y su esposa daban clases. Pese a ser menos desolador que los barrios que había visto desde el auto, aparecían entre medio, junto a las calles principales, múltiples sitios eriazos y caminos sin pavimentar. En otras calles pavimentadas, las veredas eran de tierra y las cañerías estaban construidas sobre el suelo. Aquellos tubos metálicos, con su tosquedad, se integraban al paisaje urbano y, cuando debían pasar por sobre la calle, se los disponía haciendo un arco por sobre el pavimento. Los autos, en cada recorrido por las calles de Yakutsk, se veían obligados a pasar por debajo de un gran número de arcos de cañería. La ciudad entera parecía estar a medio construir.

Mi plan para la escritura del libro consistia en arrendar un departamento y adaptarme a la gente, al espacio y al clima. Mi holgura económica me lo permitia, pero Alexander me había invitado a quedarme en su departamento hasta que encontrara uno en arriendo. Sin la presencia de Zina que, tras cuatro años en Moscú, regresaba a la casa de su madre para planificar su futuro, me vería obligado a hablar en ruso con mi primo en segundo grado. Ese primer día no vi a Nadia Seménnikova.

A la mañana siguiente, Alexander me acompañó a ver dos departamentos amoblados en arriendo, que él ya había visto con anterioridad. El primero quedaba en su mismo edificio, en el doceavo piso; el otro, a dos cuadras. El asunto fue sencillo y rápido. Luego de ver el segundo, volvimos donde el corredor de propiedades que nos mostró el primero y concreté el arriendo.

Por la tarde Alexander me llevó hasta la casa de su prima Ana. Ese caluroso miércoles 30 de agosto de 2006 vi a la hermana gemela de mi abuelo por primera vez. Ana también vivía en un departamento. Nadia vivía con ella. Ahora Zina también vivía ahí. Nadia estaba en un dormitorio, sentada en una silla de ruedas,

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asomada a la ventana mirando el tráfico de una calle céntrica. El departamento quedaba en un tercer piso, por lo que la calle no quedaba demasiado lejos de la ventana por la que Nadia miraba hacia el exterior. Ella nos daba la espalda. Ana se acercó a hablarle. Zina y Alexander se quedaron junto a mí. Ana le habló de un modo amable sin que yo pudiera entender qué le decía. Nadia la miró atenta. Luego Ana comenzó a girar la silla de ruedas para que Nadia quedara de espalda a la ventana. Mientras Ana continuaba con esa acción, Zina me tomó del brazo y me guió a que diéramos dos pasos hacia adelante. Alexander nos acompañó. Nadia quedó frente a mí. Desde su silla de ruedas contempló mi rostro con detención y yo contemplé el suyo. No era solo por sus ojos achinados que me recordó a mi abuelo. Había algo en la sonrisa que dibujó entonces que me lo recordaba. Yo también le sonreí. Entonces me habló.

—Iván —dijo fuerte y bien modulado—, Iván Seménnikov.

Lo siguiente que dijo no lo entendí. Luego estiró los brazos hacia mí y Zina tradujo sus palabras.

—Volviste, por fin volviste —dijo Zina.

Me demoré algunos segundos en reaccionar. Luego me acerqué y tomé con mis manos, los brazos extendidos de la hermana de mi abuelo.

—Nadia —dije y sonreí.

—Volviste, por fin volviste —repitió ella—. Iván, Iván.

—Aquí estoy —dije en español. Luego agregué en ruso—: Aquí está Iván Seménnikov.

Nadie en esa habitación intentó explicarle a Nadia quién era yo. Todos la dejamos hablar. Hubo algunas ideas que entendí sin problemas. Otras me las explicó Zina luego de algún gesto que yo le hacía con la mirada.

—Estuve tentada de pensar que nunca más vería tu rostro —dijo Nadia Seménnikova—, ¿por qué te demoraste tanto en regresar? Yo sabía que vendrías, no sabía cuándo, pero te esperaba; cada día de mi vida te esperé; estás igual, tu rostro es el mismo de siempre; yo te estaba esperando, yo sabía que ibas a venir; Iván Seménnikov, gracias por regresar a casa, gracias por venir a verme; yo sabía que vendrías algún día, te esperé todo el tiempo; Iván Seménnikov, mi pequeño pastor de renos, mi aventurero y soñador, ahora podremos ir al campo, te puedo

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cantar una canción mientras regañas por el trabajo de la tierra, mientras te montas en un reno rebelde.

En las semanas siguientes, ya instalado en mi departamento, los días se me iban en visitas a Nadia y a Alexander. Zina me ayudaba con ambos, pero rápidamente fui necesitando menos de su ayuda. Ana y los otros primos también requerían de mi tiempo, pero en menor medida. «Dejemos que Iván pase tiempo con Nadia», decían comprensivos. El tiempo con Nadia Semménikova se iba en sus historias de la infancia en el campo y junto a los renos; pero también en las historias de Rusia.

—¿Te acuerdas que detestabas al zar? —me dijo en una ocasión en que quiso ser sumaria en precisión—. ¿Te acuerdas que decías que por qué no venía él a plantar la tierra, a reunir a los animales, a cortar la leña? —agregó—. Habrías estado contento cuando lo sacaron. Y a Lenin hasta lo habrías querido.

Nadia hizo una pausa para sonreír y luego de que esa sonrisa desapareció, continuó hablando.

—Al otro, al Stalin no lo habrías querido —dijo. Hizo una nueva pausa—. Yo no quería que mis hijos trabajaran en las minas de diamante —agregó. Luego agachó la cabeza—. Al más pequeño lo pudimos mandar a la universidad para que fuera agricultor y no tuviera que ir a la mina. El campo fue quedando atrás —suspiró— Yo ya no salgo veo la calle por la ventana y ya no hay campo —suspiró otra vez—. ¿Te diste cuenta lo cambiado que está este lugar?

El tiempo con Alexander se me iba en responder a sus preguntas. Ahí era yo el que hablaba y mi ruso fue mejorando rápidamente. Le conté de mi abuelo, de sus hijos y de mis primos. Le hablé sobre lo que mi abuelo me había contado de Yakutsk, lo que él me decía de Rusia y de la Unión Soviética, que le habría encantado conocer. Le conté que deseaba regresar a conocer el socialismo y Moscú, pues nunca estuvo ahí; que a veces se contradecía, que estuvo contento cuando el socialismo llegó a nuestro país y después ya no tanto. Eso me lo había contado mi padre, porque yo nací al final de ese período. Después del fin del socialismo, mi abuelo se indignó con quienes lo destruyeron y luego se enfermó, como si la enfermedad del país se manifestara en su cuerpo.

—Estuvo enfermo varios años —le dije a Alexander—. Yo crecí viéndolo agravarse.

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Con Alexander hablábamos por horas. A veces volvía a las mismas preguntas y yo contaba otra vez lo mismo, pero con mayor manejo del ruso. Mi nueva novela, en tanto, no avanzaba.

El viernes 22 de septiembre nevó por primera vez desde mi llegada a Yakutsk. La temperatura bajó hasta los siete grados bajo cero. Ese día, Alexander fue a mi departamento y me dijo que el invierno se había adelantado. Apenas había comenzado el otoño, pero la primera semana de octubre nevó cinco días seguidos y la temperatura disminuyó hasta treinta grados bajo cero. Yo no salí a la calle. El lunes 9 de octubre se había completado una semana entera desde la última vez que había ido a visitar a Nadia Seménnikova. Por la tarde, Zina me telefoneó para contarme que la hermana gemela de mi abuelo había muerto, que su muerte había sido en paz, sin agonía. Lloré sin aspaviento en la soledad de mi habitación, lloré por la muerte de la mujer más anciana del mundo, quien me contó todas esas maravillosas historias en las últimas semanas. Lloré y no sabía muy bien por qué lo hacía. El día del funeral no nevó. La temperatura se elevó hasta los dos grados bajo cero. Acompañé a la familia al funeral de la hermana de Iván Seménnikov. Luego todos fuimos al departamento de Ana.

A la mañana siguiente volvió a nevar. La temperatura disminuyó otra vez a treinta grados bajo cero. Por mi ventana veía un manto blanco que cubría la ciudad. Mi libro no avanzaba. «¿Dónde está Yakutsk?», me pregunté. Me senté frente a mi notebook a escribir.

—Debo hallar la ciudad en mi texto —dije en la soledad de mi departamento—, debo escribir sobre Nadia, sobre Yakutsk, sobre el lugar más frío del mundo, sobre la mujer más anciana del mundo.

En las tres semanas siguientes escribí el primer párrafo doce mil veces y en ninguna de esas ocasiones logré llegar al segundo. Afuera nevaba, la temperatura llegó a cincuenta grados bajo cero y aquel mundo que Nadia me presentó en forma de historias se perdía detrás del manto blanco.

—Debo hallarlo —insistia como un loco encerrado.

Sin embargo, aquel mundo no lograba aparecer en la pantalla de mi computador.

—Debo hallarlo —volvía a decir.

Nadia me contó más de cien años de la historia. Pero la horrible página en blanco era tan enceguecedora como el manto blanco en la calle. Y entonces, en

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el instante en que la analogía se pervierte o se hace perfecta, y el mundo y su imagen se confunden, pensé: «Debo salir a la calle a buscar a Yakutsk, escondida detrás de la página en blanco».

La tarde del jueves 2 de noviembre de 2006, cuando los termómetros marcaban cincuenta y siete grados bajo cero, me puse un abrigo, guantes y gorro de piel, y salí a la calle. El frío se colaba por la pequeña porción descubierta en mi rostro, alrededor de los ojos y la nariz. Senti que la página en blanco me engullía pero no para ostentarme como letra en su cubierta, sino para devorarme, sacarme los nutrientes y desecharme. Senti el frío como un peso, como un espacio que se niega a ser un mundo y que llena de blanco cualquier rincón donde este pueda florecer. Senti que me moría congelado en las tierras del otro Iván Seménnikov. Sin embargo, Alexander me encontró, me rescató del peso del color blanco y me llevó de vuelta a mi departamento.

Cuando recuperé el calor, hablamos. Le dije que este no era mi hogar. Me dijo que comprendía. Le dije que lo lamentaba, porque este pudo haber sido mi hogar. Me dijo que en esa pequeña variante del lenguaje, en ese “pudo haber sido”, se erguía la diferencia. En diciembre me despedí de los descendientes de Nadia. Adiós Iván Seménnikov, me dijo Alexander. Parti a Shangai sin haber visto nunca un solo reno. Ahí escribí mi segunda novela en apenas tres meses. La historia no era sobre Nadia o Iván ni transcurría en Yakutsk. Ni siquiera en Shangái. Era un sucedáneo que incluía, sin disciplina alguna, semejanzas a Unamuno, Pushkin y Mo Yan. El editor se empecinó en poner en la contratapa que la había escrito entre Madrid, Moscú y Shangái. La presentación fue en Madrid, en agosto de 2007. La crítica la odió. El mercado la amó. Y, entre otros idiomas, fue traducida al ruso. La encargada de la traducción fue Zina Betunskaya, avecindada ya en Latinoamérica. Por igual fecha me llegó un ejemplar autografiado del nuevo libro de Historia de Rusia de Alexander Bochkarev. Trataba sobre rusos que emigraron en la era zarista. Algunas de las fuentes que Alexander usó para construir su texto fueron los relatos de algunos de sus parientes. Entre ellos figuraba yo. Hoy estoy en condiciones de decir que cuando llegué a Yakutsk en agosto de 2006, los descendientes de Nadia Seménnikova no eran mi familia, pero en diciembre, al partir a Shangai, sí lo eran. Nunca volví a Yakutsk. Mi padre y el padre de Alexander Bochkarev nunca se conocieron. Ellos eran primos, pero no eran familia. Podrían haberlo sido. Sí, como cualquier par de sujetos en el mundo podrían haberse convertido en familia. En ellos, aquel asunto no ocurrió y cada quien se quedó en su mundo a imaginar los cuernos de los renos como tramas complejas y, sin embargo, tan diferentes.

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