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FICHTE Y SCHELLING La Filosofía del siglo XIX Emerich Coreth, Peter Ehlen y Josef Schmidt

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Fichte & Schelling

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FICHTE Y SCHELLING

La Filosofía del siglo XIX Emerich Coreth, Peter Ehlen y Josef Schmidt

DE KANT AL IDEALISMO ALEMÁN

De Kant arranca el movimiento del idealismo alemán, que

representa una cumbre de la filosofía moderna por la elaboración

especulativa y sistemática del pensamiento. Dicho en palabras breves y

simples, el idealismo significa el entender la realidad como un

acontecimiento espiritual, «disolviendo» lo real dentro de lo ideal. Este

movimiento espiritual, representado principalmente por Fichte, Schelling

y Hegel, sólo ha sido posible gracias a Kant, quien realiza el giro

transcendental del conocimiento objetivo a las condiciones subjetivas de

su posibilidad. Pero con ello Kant plantea unos problemas que ya no es

capaz de resolver. Su pensamiento se guía por el principio fundamental

de que todo conocimiento es síntesis de lo múltiple. La pluralidad

supone unidad. Ni la pluralidad como tal ni su unificación serían

posibles ni comprensibles sin una unidad precedente.

Pese a este principio de la unidad, en Kant irrumpen contrastes y

oposiciones que no conducen a la unidad. Y son precisamente esas

oposiciones sin resolver las que recoge el pensamiento subsiguiente

llevándolas a un desarrollo ulterior. Y son principalmente los problemas

de visión y pensamiento, razón teórica y práctica, sujeto y objeto.

1. Visión y pensamiento

Ya en el ámbito del conocimiento teórico aparece en Kant la

dualidad de visión sensible y pensamiento intelectual. Y ciertamente

que Kant está empeñado en encontrar la unidad: el conocimiento sólo

surge por la síntesis de visión y pensamiento. Pero la unificación fáctica

supone una unidad originaria. Al comienzo de la Crítica de la razón pura

el propio Kant señala que «hay dos ramas del conocimiento humano,

que quizá brotan de una raíz común, pero que a nosotros nos es

desconocida» (A 15, B 29). Y al final habla del «punto en que la raíz

común de nuestra fuerza cognitiva se divide y echa dos ramas» (A 835,

B 863). Kant no avanza más en la cuestión del fundamento unitario de

las fuerzas cognitivas; pero parece ponerlo inicialmente (A) en la

imaginación, y más tarde (B) en el pensamiento puro de la inteligencia o

de la razón. Kant se mantiene indeciso, y la raíz común sigue siendo

desconocida.

La solución de ese problema, entendiendo la dualidad desde una

unidad originaria, la intenta Karl Leonhard Reinhold (1757-1823), que en

líneas generales ha merecido escasa atención, pero que en la historia

del problema ocupa un lugar importante entre Kant y Fichte. Era oriundo

de Viena y estaba en el noviciado de los jesuítas cuando, en 1773, la

Compañía fue abolida; ingresó entonces en los barnabitas y estudió

teología en Viena; pero cayó bajo la influencia de la ilustración y entró

en contacto con algunos fracmasones, escapando de la orden; en el

«Deutscher Merkur» fue colaborador de Wieland, cuya hija desposó.

Llegó a convertirse en un kantiano convencido. Sus Briefe über die

kantische Philosophie (Cartas sobre la filosofía kantiana, 1786-1787)

contribuyeron de manera decisiva a la difusión y comprensión de Kant.

En 1787 fue llamado a Jena como profesor de filosofía, y gracias a él la

ciudad se convirtió en el centro de la filosofía moderna, primero

kantiana y luego idealista (de Jena salieron, en efecto, Fichte, Schelling

y Hegel). Allí redactó sus obras: Versuch einer neuen Theorie des

menschlichen Vorstellungsvermógens (Ensayo de una nueva teoría de

la imaginación humana, 1789), Beitrage zur Berichtigung bisheriger

Missverstandnisse der Philosophen (Contribuciones para corregir los

malentendidos pasados de los filósofos, 1790) y Über das Fundament

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des philosophischen Wissens (Sobre el fundamento del saber filosófico,

1791). En 1794 acude a una llamada de la Universidad de Kiel, donde

su pensamiento todavía experimentará varios cambios.

Reinhold pretende dar un fundamento más profundo a la filosofía

kantiana y desarrollarla de un modo consecuente. La dualidad de visión

y pensamiento la reduce a una unidad más originaria, que cree

encontrar en el concepto de representación (Vorstellung).

«Representar» significa tener algo en la conciencia en un sentido

amplísimo, ya antes de distinguir entre percepción sensible y

pensamiento conceptual, poniendo ese algo delante o enfrente como

«objeto» (Gegenstand). Y en tal sentido formula Reinhold el principio de

conciencia: «En la conciencia se da la representación diferenciada del

representante y de lo representado, y está referida a ambos» (Beitrage,

144); o bien: «La representación se distingue por el sujeto del objeto y

sujeto, y está referida a ambos» (Über das Fundament, 79).

De un modo que ciertamente está condicionado por Kant, pero que

a su vez apunta ya a la nueva fenomenología (Husserl), plantea

Reinhold la cuestión de cómo una cosa se constituye en objeto de la

conciencia. Y señala a este respecto una oposición original de sujeto y

objeto, que anticipa ya directamente la problemática fichteana del yo y

del no yo, y que abre los caminos al pensamiento dialéctico de todo el

idealismo hasta Hegel: el yo se realiza a sí mismo en tanto que en el yo

se le opone al yo un no yo (Fichte). Con ello piensa Reinhold reducir la

problemática de Kant a un acontecer unitario original. Y desde ahí

desarrolla consecuentemente el pensamiento kantiano, la diferencia

entre visión y pensamiento, las formas aprioristas de la visión sensible,

de la inteligencia y de la razón, que suponen no obstante como material

la «cosa en sí». Y en la medida en que lo mantiene no se convierte en

un idealista completo.

2. Razón teórica y práctica

Fichte decía que hubiera podido estar de acuerdo con Reinhold, si

hubiera estado en juego únicamente el conocimiento teórico. Pero la

tensión kantiana entre saber teórico y práctico persiste y hay que

superarla. Con ello recoge otro problema, que en Kant había quedado

pendiente: la oposición entre razón teórica y razón práctica. La razón

teórica queda circunscrita al campo de la experiencia posible y de la

mera manifestación. Con ello la metafísica no se puede alcanzar por la

vía del saber teórico, y no es posible como ciencia. A la razón práctica,

sin embargo, se le abre un acceso a la metafísica, aunque no por el

saber sino por la fe. En Kant lo teórico no se hace práctico ni lo práctico

teórico. El saber teórico no puede determinar un obrar moral práctico,

en modo alguno puede proporcionarle normas, ni puede fundamentar la

obligatoriedad incondicionada del deber moral. Si, por el contrario, la ley

moral se fundamenta únicamente en la razón práctica, que se determina

a sí misma de forma autónoma, que se da a sí misma la ley del obrar y

hace con ello posibles los postulados de la razón práctica, nada gana

con ello el conocimiento teórico. En tanto que saber, no se amplía ni

enriquece con la fe práctica. Ambos campos están distanciados, pese a

lo cual la misma razón es la que debe ejercer las funciones teóricas y

las prácticas.

Este problema lo recoge Fichte para transformar la dualidad en una

unidad mediante la idea básica de que «la razón es práctica»

(Sámtliche Werke, I, 22). La razón es actividad, autorrealización del yo

o, como dice el propio Fichte, «acción operativa» (Tathandlung) de la

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autoposición del yo. No parte —como Reinhold— de un «hecho» de la

conciencia, sino de una «acción operativa»: la autoposición, la

autorrealización del yo, es decir, un elemento activo o práctico, que

precede a la dualidad de conocimiento teórico y obrar práctico. Como

fundamento común de unidad y de origen es condición para la

posibilidad de cualquier actividad racional.

Con ello Fichte supera resueltamente a Kant, que sólo había

alcanzado el yo en su función formal condicionante, pero no en su

autorrealización real y actual. Eso es lo que ocurre en Fichte: el yo es

actividad, acción operativa; con otras palabras, es originariamente

práctico. Mas si a toda conciencia objetiva precede —como condición

de su posibilidad— la conciencia de mismidad, y si ésta se fundamenta

en la autoposición del yo, el objeto del conocimiento sólo puede

consistir en una contraposición del no yo mediante el yo. La «cosa en

sí» kantiana, conocida en su peculiaridad contradictoria, será dejada de

lado, y con ello se habrá dado el paso decisivo hacia el idealismo

subjetivo.

3. Sujeto y objeto

El problema realmente central, heredado de Kant, afecta a las

relaciones de sujeto y objeto. Tras el «giro copernicano» de Kant el

objeto ya no determina al sujeto, sino éste a aquél. No es nuestro

conocimiento el que «ha de regirse por los objetos», sino que «los

objetos han de regirse por el conocimiento» (Crítica de la razón pura, B

XVI). Al mismo tiempo Kant se mantiene inconmovible en la finitud del

conocimiento humano. No es productor sino receptivo, no es un

conocimiento creador sino asuntivo, por lo que está referido a la visión

sensible y está limitado al campo de la experiencia posible.

Si, pese a ello, el sujeto debe determinar su objeto, en tanto que

sujeto conocedor finito y receptivo no puede determinar su objeto como

éste es en sí, sino sólo como se le aparece. El conocimiento humano no

sólo está limitado a una experiencia posible, sino también dentro del

campo de la experiencia a la mera manifestación; no alcanza la cosa en

sí, que en Kant, sin embargo, siempre se supone.

Con ello se plantea tanto el problema del objeto como el del sujeto

del conocimiento. Si el objeto del conocimiento es mera manifestación,

¿se manifiesta en ella la cosa en sí, vela o desvela, oculta o revela

dicha manifestación la cosa en sí? ¿Qué es lo que conocemos? El

objeto del conocimiento continúa en la oscuridad. Lo mismo ocurre con

el sujeto: ¿Quién o qué conoce? No el sujeto empírico, porque al venir

dado sensiblemente y ser temporalmente mutable no puede constituir el

último punto unitario de la apercepción transcendental.

Mas tampoco el sujeto metafísico según Kant: el alma como

substancia espiritual, que ciertamente ha de ser pensada como idea de

la razón pero que no viene dada sensiblemente, y por lo mismo no

puede ser conocida. Se supone siempre un sujeto transcendental como

condición formal pura: pero no es posible conocerlo o determinarlo en sí

mismo. ¿Sigue siendo mi yo propio e individual o una magnitud general

y supraindividual, razón y conciencia en general o un yo absoluto, un

sujeto absoluto? Objeto y sujeto, los dos polos entre los que se realizan

el conocer y el obrar, continúan estando en plena oscuridad.

En el idealismo de cuño kantiano se impone el anhelo de superar la

autolimitación del conocimiento a la experiencia posible y a la mera

manifestación y recuperar así un horizonte de validez absoluta, un

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«saber absoluto», como lo llaman desde Fichte a Hegel. Pero un

conocimiento incondicionalmente válido ya no puede fundamentarse,

tras el giro transcendental de Kant, desde el objeto sino sólo desde el

sujeto; ya no por la validez absoluta ontológica del objeto, sino sólo por

una posición absoluta del sujeto. Si los contenidos del conocimiento

sólo valen referidos (en relación con) al sujeto, y si a su vez ese punto

de referencia es absoluto, un sujeto absoluto, entonces el conocimiento

referido al mismo y válido para el sujeto absoluto tiene a su vez una

validez absoluta. Se trata resueltamente de alcanzar lo absoluto en la

subjetividad de la conciencia.

Pero ello exige superar la oposición empírica de sujeto y objeto para

poder aprehender lo absoluto. Todo el idealismo es una lucha singular

del pensamiento por lo absoluto; y ello primordialmente no por motivos

teológicos sino filosóficos, y ante todo por motivos de teoría del

conocimiento. Un saber absolutamente válido sólo se puede alcanzar y

asegurar bajo la condición ineludible de lo absoluto.

Superar la dualidad de sujeto y objeto para alcanzar lo absoluto es

ya el problema de Fichte. Para él lo absoluto es el «yo absoluto» o el

sujeto absoluto, que se pone a sí mismo en la acción operativa y que se

contrapone al no yo. Y pronto se alzará Schelling en contra objetando

que con ello no se supera realmente la dualidad sujeto-objeto, sino que

lo absoluto se sitúa en uno de los polos de la oposición, la subjetividad,

ya que lo absoluto se entiende como una magnitud subjetiva ligada al

yo, mientras que se anula la objetividad como un mero no yo. Ahora

bien, el objeto ha de entenderse y ser reconocido como el polo opuesto

del sujeto y con el mismo valor para poder superar de forma más radical

aún la dualidad sujeto-objeto.

Esto le lleva a Schelling a la «identidad absoluta», que por encima

de cualquier diferencia, incluso de la diferencia primera y suprema de la

conciencia entre sujeto y objeto, es una «indiferencia absoluta»: ni

sujeto ni objeto, o ambas cosas a la vez en una unidad absoluta y

todavía indiferenciada.

En contra vuelve a objetar Hegel que de una identidad pura y

absoluta —la «identidad de la identidad» de Schelling— no puede surgir

ni se puede captar diferencia de ningún tipo; vendría a ser «la noche en

la que todos los gatos son pardos». De ahí que la identidad de lo

absoluto deba pensarse de tal forma que incluya ya en sí

originariamente el poder y la necesidad de la diferenciación; es decir,

que lo absoluto se realiza en su identidad por la posición y eliminación

de elementos no idénticos. A la identidad absoluta de Schelling opone

Hegel la identidad dialéctica: «Identidad de la identidad y de la no

identidad.»

Contra semejante sistema dialéctico-deductivo, emparentado con el

pensamiento neoplatónico de la unidad universal, vuelve a protestar

Schelling —en su filosofía última, que a la vez completa y supera el

idealismo— en nombre de la libertad de Dios.

Vamos a seguir con más detalle el desarrollo de este problema en

Fichte, Schelling y Hegel.

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EL IDEALISMO ALEMÁN

JOHANN GOTTLIEB FICHTE

Vida y obras.

Johann Gottlieb Fichte nació en 1762 en Rammenau (Oberlausitz).

Era hijo de una familia numerosa y muy modesta. Por casualidad, el rico

hacendado barón de Miltitz descubre las grandes cualidades

intelectuales del joven Fichte, lo acoge en su castillo de Siebeneichen y

cuida de su formación, primero encomendándolo al vecino párroco, para

llevarlo luego a la escuela de Meissen y en 1774-1780 a Schulpforta.

Después acude Fichte a la Universidad de Jena para estudiar teología.

Entre tanto había muerto su protector Miltitz, sin que su familia siguiera

ya ocupándose de Fichte. Y así hubo de abrirse camino en

circunstancias muy difíciles, dando clases particulares, etc. A la vez que

teología estudió también filosofía, literatura y derecho.

Al ser hombre de palabra elocuente, quiso Fichte hacerse

predicador para influir en la educación moral del pueblo.

Filosóficamente, y bajo la influencia de Spinoza, parece propender a un

determinismo, aunque toma también ideas de Leibniz. Durante los años

1784-1788 trabaja como profesor particular en diversos lugares de

Sajonia; en 1788-1790 da clases en Zurich, donde se enamora de

Johanna Rahn, hija de un comerciante, aunque no pudo casarse hasta

1793. Marcha después a Leipzig, donde tiene que hacer frente a sus

necesidades más elementales con la docencia privada y hace sus

pinitos como escritor. Un día en que se encontraba sin apenas qué

comer y casi desesperado le rogó un estudiante que le explicase la

filosofía kantiana. Por entonces Fichte apenas si conocía de Kant algo

más que el nombre. Pero, llevado de la necesidad, accedió y se entregó

al estudio de Kant experimentando un gran entusiasmo. Se le abría un

mundo nuevo: el mundo inteligible del obrar práctico-moral, de la

personalidad libre y moralmente autónoma. Partió para ello de la Crítica

de la razón práctica kantiana, que acababa de aparecer poco antes

(1788) y que iba a ser decisiva para su pensamiento. En carta a su

hermano escribe Fichte: «Aquéllos fueron los días más felices que

jamás he vivido. Preocupado por el pan de cada día, yo era por

entonces, pese a todo, tal vez uno de los hombres más felices sobre la

redondez de la Tierra.»

En 1791 encuentra ocasión de visitar personalmente a Kant en

Konigsberg. Para poder llegar hasta él redactó en algunas semanas el

escrito Versuch einer Kritik aller Offenbarung (Ensayo de una crítica de

toda revelación) dentro por completo del espíritu kantiano. Kant se sintió

muy satisfecho del trabajo y se ocupó de su pronta impresión (1792).

Muchos consideraron el escrito, que en su primera edición apareció

como obra anónima, como de Kant, cuya filosofía religiosa se esperaba

desde largo tiempo. Cuando Kant dio a conocer al verdadero autor,

Fichte se convirtió de pronto en un hombre famoso entre los círculos

especializados.

Poco después Fichte fue llamado a Jena para que explicase

filosofía como sucesor de Reinhold (1794). Ese año y al siguiente

publica los primeros y fundamentales escritos sobre la teoría de la

ciencia (Wissenschaftslehre): Über den Begriff der Wis-senschaftslehre

(El concepto de la teoría de la ciencia, 1794) y Einladungsschrift zu

seinen Vorlesungen (Escrito de invitación a sus lecciones), en que

expone de forma programática lo que entiende y pretende con la teoría

de la ciencia. Poco después siguió Grundlage der gesamten

Wissenschaftslehre (Fundamentos de toda la teoría de la ciencia, 1794-

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1795), que es la obra principal y más conocida de Fichte, completada

luego con el Grundriss des Eigentümlichen der Wissenschaftslehre

(Compendio de lo peculiar de la teoría de la ciencia, 1795). A fin de

hacer más inteligible el enfoque de su pensamiento escribe Fichte tres

tratados o ensayos en el «Philosophisches Journal» (1797): Primera y

Segunda introducción a la teoría de la ciencia, a las que se suma

Versuch einer neuer Darstellung der Wissenschaftslehre (Ensayo de

una nueva exposición de la teoría de la ciencia). Además de algunos

escritos menores, publica Grundlage des Naturrechts (Fundamentos del

derecho natural, 1796) y System der Sittenlehre (Sistema de la

moralidad, 1798). El estudio «sobre el fundamento de nuestra fe en la

providencia divina», publicado asimismo en el «Philosophisches

Journal» (1798), en el que Fichte equipara a Dios con el orden moral del

mundo, desencadena la disputa del ateísmo. Fichte se defiende en

escritos de gran tensión polémica contra el reproche de ateo, pese a lo

cual no pudo impedir su pérdida de la cátedra en Jena (1799).

El destino del hombre (Die Bestimmung des Menschen, 1800)

señala un giro en el pensamiento de Fichte y abre un nuevo período.

Marcha a Berlín donde pronuncia conferencias públicas, y

ocasionalmente también imparte lecciones en Erlan-gen (1805) y

Konigsberg (1806). Es en Berlín, y en rápida sucesión, donde aparecen

otros de sus escritos, como Der geschlos-sene Handelsstaat (El Estado

mercantil cerrado, 1800), Los caracteres de la edad contemporánea

(Die Grundzüge des gegenwartigen Zeitalters, 1801), Anweisungen zum

seligen Leben (Instrucciones para la vida feliz, 1806) y los famosos

Discunos a la nación alemana (Reden an die deutsche Nation), que

Fichte pronunció en Berlín en el invierno de 1807-1808 durante la

ocupación francesa. Fichte seguía trabajando además incansablemente

en la teoría de la ciencia, generalmente en forma de lecciones, que se

publicaron por vez primera como obra postuma (aunque pertenecían a

los años 1801, 1804, 1806, 1810, 1812 y 1813); publicó asimismo

Transzendentale Logik (Lógica transcendental, 1812), Die Tatsachen

des Eewusstseins (Los hechos de la conciencia, 1813) y otros escritos.

En 1809 Fichte fue llamado a la recién creada Universidad de Berlín y

fue elegido su primer rector. Pocos años después, según parece, su

mujer, que había cuidado a los heridos en hospitales militares, le

contagió un tifus exantemático. Tras breve y dolorosa enfermedad murió

en 1814, con sólo cincuenta y dos años de edad.

LA TEORÍA DE LA CIENCIA

1. La razón práctica

Para el pensamiento de Fichte resultó decisivo su encuentro con las

obras de Kant, y muy especialmente con la Crítica de la razón práctica.

Yendo más allá de Reinhold, lo que Fichte pretende es superar la

dualidad kantiana de razón teórica y razón práctica.

Para ello le da pie el propio Kant con su manifiesta primacía de la

razón práctica, que Fichte recoge enfáticamente. Así ocurre ya en la

Reseña de «Enesidemo» (1794), que contiene todas las ideas e

intenciones esenciales de la primera teoría de la ciencia. Fichte subraya

que «la razón es práctica» (I, 22); esto es, que es actividad, realización

activa del yo. El punto de partida no lo constituye un «hecho»

(Tatsache) de conciencia ya dado (Reinhold), sino una «acción

operativa» (Tathandlung) que se ha de poner, en la que se funden

directamente hecho y acción, el acto y su producto. El yo es

originariamente activo y productivo, «práctico» en una acepción que

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precede a la dualidad de razón teórica y práctica, porque también un

conocimiento teórico se fundamenta en esa autoactividad del yo

práctica en su origen. Es una autoposición productiva del yo y una

contraposición del no yo, de mí mismo y de mi mundo, condición que

hace posible el contraste y la relación contrapuesta entre sujeto y

objeto.

Por lo que hace al sujeto, eso significa que, así como Kant nunca

había alcanzado el yo en su realización actual, para Fichte el yo es una

actividad real, una acción operativa que se pone y se completa a sí

misma. Fichte llega a hablar del «yo en sí» (Ich an sich, I, 427s); no es

una cosa en sí, sino una acción en sí; no una mera manifestación sino

una realidad válida en sí misma. Ese yo es para Fichte el origen

posicional del yo y del no yo. Del sujeto transcendental como punto

último e incondicionado de reflexión de la conciencia surge un yo

absoluto o un sujeto absoluto, que se contrapone al objeto como no yo.

De lo cual se sigue para el objeto que, en tanto que no yo, se

convierte en mera posición por parte del yo. La cosa en sí kantiana

queda borrada, sin que tenga sitio alguno en este pensamiento. Para

Fichte es «un capricho, un sueño, una no idea» (I, 17); «un viejo abuso,

fomentado hasta Kant con la cosa en sí» (I, 19). El objeto se convierte

en un mero no yo, que por el yo y para el yo es puesto en el yo. Y con

ello se ha dado el paso decisivo desde Kant al idealismo subjetivo. La

contradicción kantiana de la cosa en sí queda radicalmente eliminada

por cuanto que el objeto es rebajado a posición del yo; pero ese yo ya

no se establece, como en Kant, cual sujeto finito y por ende receptivo,

sino como sujeto absoluto y por tanto abiertamente productivo.

¿Cómo y de dónde lo sabemos? ¿Cómo podemos estar seguros de

ese acontecer originario? La respuesta vuelve a progresar en un punto

decisivo más allá de Kant, que reclamaba ciertamente una visión como

elemento esencial del conocimiento, pero la limita a una visión sensible.

Fichte reclama asimismo resueltamente una visión intelectual. La acción

operativa del yo que se pone a sí mismo es una «actividad que se

refiere a sí misma», que es consciente y está segura de sí misma

inmediatamente. Con ello quiere significar Fichte el carácter esencial-

mente reflexivo del acto espiritual, la reditio in se ipsum (de Tomás de

Aquino) o el ser en sí y el ser para sí (al que se referirá más tarde

Hegel) del espíritu.

Si esto se puede designar atinadamente contemplación o visión es

algo que seguirá discutiéndose. Porque no es una visión temática

objetiva, sino un saber atemático acerca del propio proceso activo:

cuando yo sé, lo que sé es que yo sé; cuando actúo de alguna manera,

lo que sé es que yo obro. La referencia a sí mismo es como tal esencial

al acto espiritual (intelectual). Con ello se constituye la conciencia. La

conciencia objetiva supone la autoconciencia, la conciencia de

mismidad, como subraya Fichte de continuo. En la visión intelectual

percibimos el yo en la autorrealización como una realidad absoluta.

Con ello se da para Fichte un planteamiento directamente seguro

de sí mismo, del que se puede derivar en forma puramente apriorista —

desde el prius absoluto— todo el sistema. Se da aquí —señalando ya la

dirección a todo el idealismo— un giro fundamental en la problemática

de la filosofía transcendental. Kant había partido del objeto de la

conciencia y se había preguntado de un modo transcendental, reductivo

y gradual por las condiciones que hacen posible un conocimiento

objetivo. El movimiento iba del posterius al prius. Pronto, empero, en

Fichte y, siguiendo sus pasos, también en Schelling viene dado

directamente el prius absoluto; esto es, el yo absoluto como origen

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posicional productivo, con lo que se demuestra innecesaria la vía

reductiva ya que basta la referencia a la autovisión directa. A partir de

ahí se puede iniciar de inmediato el movimiento transcendental

deductivo, que puede derivar del punto absoluto «toda la experiencia» y

establecer todo el sistema como «pura ciencia racional a priori».

Eso es lo que ocurre en la teoría de la ciencia de Fichte. Por tal

entiende él —como Reinhold en su Elementarphilosophie— la ciencia

básica transcendental, cuya esencia y cometido expone en el escrito de

invitación El concepto de la teoría de la ciencia (1794). Para él este

concepto ocupa el sitio de lo que hasta entonces había venido

llamándose filosofía o metafísica. La teoría de la ciencia es la ciencia

del saber en general: un saber del saber. Arranca aquí Fichte del hecho

de que toda ciencia tiene un principio fundamental, que ha de dar por

supuesto aunque no pueda fundamentarlo por sí misma. La teoría de la

ciencia debe fundamentar los principios básicos de todas las ciencias;

es decir, proporcionar la base de las ciencias todas a la vez que ha de

fundamentarse a sí misma desde su primer principio básico, que «no es

susceptible de ninguna demostración» sino «directamente cierto», como

«fundamento de todo saber y de toda certeza, contenido y supuesto en

todo saber» (I, 47s). A este programa tan alto intenta responder

Grundlage der gesamten Wissenschaftslebre (Fundamento de toda la

teoría de la ciencia, 1794-1795), que llegó a ser la primera y más

importante de las obras principales de Fichte.

2. Los principios de la teoría de la ciencia

Al comienzo de la teoría de la ciencia de 1794-1795 establece

Fichte los tres famosos principios básicos, que subyacen en todo saber

y de los que habrán de derivarse todos los otros principios del saber y

de la ciencia. Los tres principios supremos se comportan entre sí (en el

sentido de la dialéctica kantiana) como tesis, antítesis y síntesis:

autoposición del yo, contraposición del no yo, y resolución de la

oposición limitando y determinando el yo y el no yo.

El prímer principio simplemente incondicional suena así:

«El yo se pone sin más a sí mismo» (cf. I, 91-101). Este principio

básico «debe expresar aquella acción operativa que ni aparece ni

puede aparecer bajo las condiciones empíricas de nuestra conciencia,

sino que más bien está en el fondo de toda conciencia y es la única que

la hace posible» (I, 91). Con otras palabras: siempre que el yo sabe de

un objeto o lo pone de algún modo en la conciencia, se presupone a sí

mismo, al propio yo: yo sé que sé, que quiero o que actúo. Toda

posición de un contenido objetivo supone la autoposición del yo. Y eso

es lo que expresa el principio de identidad: A = A significa yo = yo. Y es

un saber que subyace en toda conciencia. La posición o presuposición

del yo es absoluta, no está condicionada ni depende de la posición de

cualquier otro contenido de la uintiencia. Más bien viene consabido,

presupuesto, en todos los contenidos objetivos de la conciencia. Yo soy

el que piensa y sabe, o el que quiere y actúa: «Yo soy yo.»

El segundo «principio, condicionado por su contenido», está en

antítesis con el primero: «El yo se contrapone simplemente a un no yo»

(cf. I, 101-105). En la conciencia no sólo encontramos un puro yo, sí

que también, y como contenido del yo, un no yo, otra cosa, un objeto.

Pero lo encontramos en la conciencia sólo como algo sabido por el yo,

como objeto de mi saber; es decir, como un contenido puesto en la

conciencia del yo y contrapuesto al mismo: como un no yo puesto en el

yo, por el yo y para el yo. Debe de haber, pues, una necesidad

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originaria de que el yo se contraponga, en el mismo yo, a un no yo. Y

eso es lo que significa el principio de contradicción: A no es no A, yo no

es no yo, sino que se contrapone al no yo como otra cosa.

Los dos primeros principios se contraponen entre sí como tesis y

antítesis. Y reclaman una síntesis, que elimine su oposición.

Eso es lo que ocurre en el tercer «principio básico condicionado por

su forma», el cual pretende reducir a unidad la posición del yo y la

contraposición del no yo eliminando contradicciones: «Yo contrapongo

en el yo al yo divisible un divisible no yo» (cf. I, 105-110). ¿Por qué y en

qué sentido se introduce aquí el concepto de divisibilidad? Yo y no yo

están simplemente contrapuestos. El no yo es la negación del yo, y el

yo es a su vez la negación del no yo. Mas si los dos han de ponerse, no

pueden negarse recíprocamente sin más, sino sólo en parte; es decir,

han de limitarse. El yo es limitado por el no yo, y el no yo queda limitado

por el yo. La negación parcial equivale a limitación. Cada uno de los dos

miembros, el yo y el no yo, está limitado por su opuesto. Ahora bien, la

limitación como negación parcial supone la divisibilidad del yo y del no

yo; esto es, la finitud del yo empírico y del empírico no yo. Mediante la

contraposición el uno está limitado en el otro y por el otro está

determinado.

El tercer principio básico contiene a su vez dos principios: el yo

limita (o determina) al no yo. Y el no yo limita (o determina) al yo. El

principio segundo constituye el principio básico de la teoría de la ciencia

teórica: Conocer o saber es una determinación del yo por el no yo. El

principio primero constituye a su vez el principio fundamental de la

teoría de la ciencia práctica: en el querer y el obrar el yo determina su

no yo. Así deriva Fichte de estos principios toda la teoría de la ciencia

posterior, tanto teórica como práctica y quiere deducir de un modo

puramente apriorista todo el campo de la experiencia teórica y práctica.

3. Conciencia y mediación

Todo lo que con ello se significa podemos intentar resumirlo en dos

principios, que ciertamente no han sido formulados así por Fichte, pero

que, sobre todo en las introducciones a la teoría de la ciencia (1797),

van implícitos de hecho. Podemos calificarlos como principio de

conciencia y principio de mediación; y son de capital importancia para la

inteligencia de todo el pensamiento idealista.

El principio de conciencia o, dicho más exactamente, el principio de

la inmanencia consciente, afirma: Siempre que conozco, pienso o me

represento algo, ya está puesto como contenido de mi conciencia; en

tanto que sabido por mí, en tanto que contenido sabido por mí, está

condicionado por mi conciencia. Cuando pienso algo como condición

previa de mi conciencia, ya sea una cosa en sí, ya sea un yo real que

preyace a la conciencia, ya está con ello puesto en mi conciencia. Ni

siquiera es pensable como condición previa de la conciencia, sino que

se piensa ya necesariamente como condicionado por la conciencia. En

principio —como más tarde subrayará Fichte en la discusión con

Schelling— «no puedo ir más allá del yo».

Síguese de ello que para el yo lo absoluto es el mismo yo: el punto

de reflexión de la conciencia supremo e incondicionado, que ya no es

posible sobrepasar. Es un yo absoluto, un sujeto absoluto, al que

permanecen referidos todos los contenidos de la conciencia, que por lo

mismo son relativos. Pero si son relativos a un sujeto absoluto, y no ya

como en Kant a un sujeto finito y por ende relativo, les corresponde una

validez absoluta (para el sujeto). En ese sentido es revalorizada la mera

11

manifestación; admitir detrás de la manifestación una realidad que

existe entre sí y que para mí es la única realmente válida, resulta

contradictorio. La cosa en sí kantiana es impensable. Todo es puesto en

el yo y para el yo.

Pero ¿por qué se contrapone al yo un no yo? La respuesta la da el

principio segundo, que nosotros queremos designar como principio de

mediación, aunque con lenguaje ya hegeliano. Con ello queremos

indicar que lo primero y absoluto debe mediarse» (sich vermitteln) en el

otro o a través del otro; es decir, que en el saber acerca del otro se llega

a sí mismo, se adquiere la conciencia de mismidad. Cierto que la

conciencia objetiva supone la conciencia de mismidad; pero ésta sólo

puede realizarse en aquélla. La unidad originaria no es todavía saber o

conciencia, sino que antes ha de mediar la contraposición de sujeto y

objeto o (como dice Fichte) de yo y no yo, para llegar a uno mismo.

Si se trata, por tanto, de superar la dualidad de sujeto y objeto para

ascender a la superior unidad de lo absoluto y poder así aprehenderla a

priori, está claro que ese supremo punto unitario, el absoluto

propiamente dicho, todavía no se puede pensar como un ser

consciente, pensante y conocedor, y menos aún como un Dios

personal, puesto que conciencia y personalidad suponen a su vez la

dualidad de sujeto y objeto. Sólo puede ser un absolutum inconsciente o

preconsciente, que primero ha de intervenir en el ser espiritual finito,

esto es, en el yo finito limitado por el no yo con vistas a la conciencia y

personalidad. A ello se suma, especialmente en Fichte, que no sólo el

saber y la conciencia requieren el no yo como objeto, sino también y

sobre todo son el querer moral y el deseo los que exigen la resistencia

del otro. Sólo en la determinación y dominio del no yo se realiza el yo

hasta alcanzar una personalidad moral madura.

Hay aquí un paralelismo sorprendente con el pensamiento

neoplatónico. Ya en Plotino (siglo III) y hasta Proclo (siglo V), el

principio absoluto es el uno originario que precede a toda pluralidad,

incluida la dualidad de sujeto y objeto; y por lo mismo no es, ni puede

ser, un espíritu consciente ni un Dios personal. De ese uno procede por

emanación todo lo demás, y en primer término la razón (nous), que se

concibe como el lugar de las ideas platónicas, de modo que éstas se

convierten en ideas de un espíritu pensante. Aquí aparece ya la

dualidad de pensante y pensado, de sabedor y sabido; o, dicho en

lenguaje moderno, la dualidad de sujeto y objeto.

En su estructura fundamental la misma idea aparece ahora en

Fichte, y va a ejercer una influencia decisiva en todo el idealismo. Pero

mientras que en Schelling y en Hegel son palpables las influencias

neoplatónicas, en Fichte sigue abierta la cuestión acerca del origen de

esa idea; no toda comunidad o similitud de ideas supone

necesariamente dependencia histórica.

4. El problema del yo

Mantener el yo como lo absoluto sin más le resulta difícil a Fichte.

Su lucha con las dificultades y los problemas efectivos halla eco en las

dos introducciones y en la nueva exposición de la teoría de la ciencia

(1797), que clarifican ciertamente su punto de vista pero que no ofrecen

una solución satisfactoria del problema. Al comienzo Fichte había

equiparado —aunque bien es cierto que no de forma inequívoca— el yo

y la conciencia: cualquier cosa que yo piense o conozca está puesta por

mí en mi conciencia. No se puede ir más allá del yo ( = conciencia).

Pero el yo que se pone a sí mismo y se opone a su mundo como no yo

12

no es el yo empírico, sino una entidad transcendental y hasta absoluta,

que precede a mi conciencia finita como condición de su posibilidad.

Fichte habla ahora de una «yoidad» (Ichheit) como una realidad que

supera a todos los sujetos empíricos. En cualquier caso, yo no soy

«consciente» de ser origen posicional productivo de mí mismo y de mi

mundo. Mas ¿cómo puedo pensar un yo absoluto, que precede a mi

conciencia, sin pensarlo y sin convertirlo por tanto en un contenido de

mi conciencia puesto por mí? Lo que quiere decir que con ello se rompe

el principio de conciencia puro.

A esto se añade el problema de la posición (Setzung) misma: el

problema de la autoposición del yo y de la contraposición

(Entgegensetzung) del no yo. Muchas de las afirmaciones de Fichte

(especialmente en la primera teoría de la ciencia) sugieren que el yo se

produce realmente a sí mismo, es su origen causal: como posición en

un sentido ontológico. Según ello, el yo sería causa ontológica de sí

mismo: causa sui. Pero ¿cómo puede ser que algo que todavía no

existe se produzca a sí mismo? A esto se opone otra interpretación: la

autoposición no ha de entenderse ontológicamente, sino en el sentido

de una constitución de la conciencia. No se trata de una autoposición,

de una autocausación real, sino más bien de una autoconstitución de la

conciencia, que sólo surge cuando yo pongo el acto de mi conciencia.

Sólo entonces yo soy yo; sólo entonces contrapongo en mi conciencia

un no yo al yo.

La reciente investigación sobre Fichte más bien tiende a interpretar

que se trata únicamente de la constitución de la conciencia. Aunque

hemos de pensar que tales interpretaciones no representan ninguna

oposición en el sentido fichteano, cuando se toma en serio el principio

de conciencia. Yo no puedo en modo alguno suponer una posición real-

ontológica que se da o se ha dado antes de haber llegado yo a la

conciencia. Yo sólo puedo pensar algo que está puesto por mí en mi

propia conciencia.

Sólo puede tratarse de la constitución de la conciencia, pero de tal

modo que no se supone sino que se elimina una posición ontológica; ni

siquiera es pensable, si vale la ecuación: ser = ser puesto en la

conciencia. De lo cual se sigue que para Fichte el yo es sólo el acto de

la conciencia; es decir, no una substancia espiritual («alma» como la

idea en Kant), ni menos aún una realidad ontológica que preceda a la

conciencia, sino únicamente el proceso actual de la conciencia en el

que ella se pone a sí misma y se contrapone al otro: la acción operativa.

Ello significa una plena dinamización o actualización de la realidad.

El ser del yo es el acto de su conciencia, y el ser del no yo su

contraposición, su estar contrapuesto en la conciencia.

Un idealismo tan subjetivo no parece dejar sitio alguno a Dios. El yo

absoluto no es Dios ni ocupa su lugar. Es sólo el fundamento posicional

incondicionado, la condición absoluta y el punto último de reflexión de la

conciencia; más allá no se puede ir. Mas si a Dios se le pone en el

ámbito del no yo, vendría a convertirse por eso mismo en una posición

del yo, estaría condicionado por el yo, y ya no sería un absoluto sin

más. Muchas veces, entonces como ahora, y debido sobre todo a la

exposición y desarrollo de la idea en Schelling, se ha entendido el yo

absoluto de Fichte cual si equivaliera a Dios u ocupase su lugar. Pero

eso es ciertamente algo que Fichte no pensó. Jamás equipara al yo, ni

siquiera como yo absoluto, con Dios. Y por eso mismo se plantea con

tanta mayor urgencia la pregunta:

¿Puede Fichte pensar a Dios desde la perspectiva de la teoría de la

13

ciencia? ¿Cómo y qué puede pensar de él?

5. La disputa del ateísmo

De la cuestión acerca de Dios se ocupa Fichte en su artículo Sobre

el fundamento de nuestra fe en la providencia divina (1798). En él

identifica a Dios con el «ordenamiento moral del mundo», que es «lo

divino». Con ello, sin embargo, no entiende un orden rígido y formal de

leyes morales, sino un «orden moral vivo y operante» que «es Dios

mismo» (I, 186). Más tarde (en la disputa sobre el ateísmo) distingue

Fichte entre un ordo ordinatus y un ordo ordinans operativo y eficaz (V,

381s). Sólo este último se entiende que «es Dios mismo, sin que

necesitemos de ningún otro dios ni podamos comprender a ningún otro»

(V, 186).

No es necesario ni posible admitir un «ser especial», que sea el

fundamento del ordenamiento moral del mundo. Ese ser debería tener

personalidad y conciencia. Ahora bien, esos conceptos están limitados

a la finitud, y con ellos no se puede entender a Dios. De ahí que «el

concepto de Dios como substancia particular sea imposible y

contradictorio» (V, 188).

Tales afirmaciones dieron pie al reproche de ateísmo, contra el que

Fichte se defiende enérgicamente: «Soportar tranquilo la incriminación

de ateo es una de las impiedades más perversas. El que me dice que

no creo en Dios, me está diciendo que soy incapaz de aquello que

caracteriza realmente a la humanidad y que constituye su verdadero

signo distintivo; me está diciendo que no soy más que un animal...» (V,

194). El reproche le afectó profundamente a Fichte, que no quería ser

ateo.

Su problema, no obstante, era alcanzar a Dios desde un

planteamiento estrictamente transcendental de la cuestión. Difícilmente

puede ponerse en tela de juicio que no lo logró —o al menos todavía

no—. Y así como en las objeciones contra Fichte no se entendió su

problema filosófico, así también hay que conceder que no alcanza al

Dios vivo y personal de la fe cristiana; a ese Dios, según parece, no se

le puede pensar en modo alguno con los principios de la teoría de la

ciencia (cf. I, 253s; 254).

Los escritos de polémica y defensa de Fichte le reportaron más

perjuicio que utilidad. Su enconado tono polémico agravó la situación.

Las cosas llegaron a tal punto que en 1799, con la intervención por lo

demás del ministro de Estado Goethe, Fichte fue removido de su

cátedra de Jena. Su grave enfermedad, la ruptura en su vida y trabajo,

así como la declaración publica de Kant contra Fichte (agosto de 1799),

fueron el empujón hacia una nueva evolución mental, que iría mucho

más alla de la primera teoría de la ciencia.

ULTERIOR EVOLUCIÓN MENTAL

Empieza así el segundo período en el pensamiento de Fichte que

se manifiesta en la obra El destino del hombre (Die Hestimmung des

Menschen, 1800) y en numerosos cambios y giros que realizó hasta el

fin de sus días (1814). A fin de dar una breve panorámica de los

mismos, vamos a centrarnos sólo en dos cuestiones estrechamente

ligadas: la del otro yo y la del ser absoluto.

1. El otro yo

14

Ya en Grundlage des Naturrechts (Fundamento del derecho natural,

1796) y en System der Sittenlehre (Sistema de la moralidad, 1798)

aflora una idea que parece romper la estricta inmanencia de un

idealismo subjetivo. Fichte reconoce que para la fundamentación del

derecho y de la moralidad son de capital importancia las relaciones de

nombre a hombre, del yo con el tú. En el campo del no yo no solamente

hay objetos-cosas, sino también y sobre todo otras personas. Nos salen

al paso otros seres espirituales-personales, pero con el mismo valor y

categoría que nosotros, seres racionales y libres, que forman una

«comunidad de espíritus». Fichte realiza incluso el intento de derivar a

príori del ser del hombre la necesidad de una pluralidad: «El hombre...

sólo llega a ser hombre entre otros hombres...; para que existan

hombres, tienen que ser varios» (HI, 39).

También se esfuerza Fichte por analizar el conocimiento y la

realidad interpersonales.

Con ello irrumpe algo nuevo e importante. Hasta ahora la teoría

moderna del conocimiento —en el racionalismo como en el empirismo y

también en Kant— se orientaba completamente por el conocimiento

objetivo de las cosas, o dicho con mayor exactitud, por el conocimiento

cientificonatural. Se trataba de la posibilidad de comprender el

acontecer regulado por la naturaleza. Con ello todavía no se había

tomado en cuenta la peculiaridad del conocer y del obrar interhumanos.

El primero que se ocupa de este fenómeno es Fichte, al que

seguirán más tarde Feuerbach y, con mayor urgencia y penetración, las

formas más recientes del pensamiento personal e interpersonal. Es

curioso que el problema aflore precisamente en Fichte porque,

estrictamente hablando, rompe los principios de la teoría de la ciencia.

Pero lo que ante todo plantea Fichte no es en modo alguno la cuestión

de si el otro, el otro hombre, existe sólo «para mí», no «en sí» mismo, si

es sólo un no yo puesto en el yo por el propio yo. Supone sin

cuestionárselo que en el otro hombre me sale al encuentro otro yo

espiritual-personal de mi misma categoría.

Lo que sí se plantea Fichte es la cuestión de cómo se unen entre sí

los seres espirituales, de cómo se influyen mutuamente y pueden

formar una comunidad, un «reino de los espíritus». La primera

respuesta dada de cara a una visión realista del mundo no la tiene en

cuenta Fichte: la de que se den unas acciones causales de hombre a

hombre (en el lenguaje y en el obrar) a través del medio del mundo

material; que la realidad material tenga la función esencial y su sentido

específico y propio en ser medio de vida espiritual, de comunicación y

cooperación interpersonales. Esa respuesta se excluye porque, para

Fichte, el mundo objetivo no tiene un ser real, sino que existe sólo como

representación del yo.

Por ello busca Fichte otra respuesta; y de hecho propone dos, que

conducen directamente al problema de Dios. La respuesta primera, que

Fichte intenta dar en System der Sittenlehre, se remite a la armonía

preestablecida de Leibniz. Las acciones libres están predestinadas y

predeterminadas (IV, 226s), con lo que son «puestas en armonía» (IV,

228); «predeterminación y libertad son perfectamente compatibles»

(ibíd.). Pero contra esta solución del problema se alzan graves

dificultades. La armonía preestablecida supone la necesidad de todo el

acontecer: un ordenamiento necesariamente predeterminado en el que

no queda espacio para una actuación verdaderamente libre. Ese era el

problema ya en Leibniz. Mas para Fichte, partiendo de Kant, la libertad

del obrar moral es un punto de pai i ida incuestionable válido. Por ello

no quiere fundamentar la armonía preestablecida en un «orden de

15

necesidad» sino en mi «orden de libertad» (V, 226). ¿Cómo es ello

posible?

Otra dificultad radica en que la armonía preestablecida supone una

presciencia y predeterminación planificadoras por parte de Dios, y en

consecuencia por parte de un Dios personal (|uc todo lo sabe y todo lo

puede, al cual no ha llegado hasta .iliora el pensamiento de Fichte.

¿Cómo explicar, pues, la comunión de los seres espirituales?

En El destino del hombre (1800) da Fichte una segunda respuesta,

y ello partiendo de Dios, que ahora aparece como la «voluntad infinita»

y el «padre de los espíritus». Ya no persiste la necesidad rígida de una

armonía preestablecida, sino la libertad del querer y del obrar humanos.

Pero la acción del hombre no recae directamente sobre otro hombre —

lo cual no sería posible— sino que se remite a Dios, que conoce

nuestras ideas, sentimientos y decisiones y, desde ese conocimiento,

produce en otros hombres los efectos correspondientes (concepción

esta cercana a Malebranche y a Berkeley). «No fluye directamente de ti

a mí y de mí a ti el conocimiento que tenemos uno del otro; nosotros

estamos separados por un ordenamiento limitativo insuperable. Sólo a

través de nuestra común fuente espiritual sabemos respectivamente el

uno del otro; sólo en ella nos conocemos y nos influimos mutuamente»

(II, 301).

2. El ser absoluto

Aparece ahora en primer plano justamente el problema que

desencadenó la disputa acerca del ateísmo y que motivó la expulsión

de Fichte de la Universidad de Jena. El problema de Dios va a ser el

propósito central de todo su pensamiento subsiguiente. Ese esfuerzo

espiritual se inicia ya con El destino del hombre. En dicho libro, escrito

inmediatamente después del fragor de la tormenta que fue la disputa del

ateísmo (verano y otoño de 1799), quiere Fichte llegar a la paz interior y

a una mayor claridad. Y con ello se perfilan unas dimensiones nuevas.

Fichte acomete nada menos que una destrucción de todo su saber,

incluida su propia teoría de la ciencia, y demuestra que ni sabemos ni

podemos saber nada, que con el saber «desaparece» y «se aniquila por

completo» toda la realidad (II, 246): «Ciertamente que no sé nada de

ningún ser, ni siquiera del mío propio. No existe ningún ser.

Personalmente no sé nada y no existo» (II, 245). Todo el saber no es

más que una imagen de imágenes, un sueño de sueños, «sin ninguna

realidad, significación ni finalidad... No puede darse una verdad, porque

en sí misma es algo absolutamente vacío» (II, 246s).

Fichte llega a la convicción de que en el plano del saber estricto (de

la teoría de la ciencia) los otros seres espirituales son meros «productos

de mi propia fantasía» (II, 259). «Pero la voz de la conciencia me llama:

sean lo que fueren esos seres en sí y para sí, tú debes tratarlos como

seres que existen para sí, libres, autónomos y total y absolutamente

independientes de ti» (II, 259), «y esa especulación desaparecerá de

mis ojos como un sueño vano» (II, 260). El reconocimiento de otros

seres espirituales, iguales a mí, que se influyen mutuamente unos a

otros, sólo es posible por la «ley de un mundo espiritual, que no emite

mi voluntad... sino bajo la cual se encuentra mi voluntad y la voluntad de

todos los seres finitos» (II, 295). El autor de dicha ley —y con ello Fichte

va mucho más allá del «ordenamiento moral del mundo»— tiene que

ser una voluntad: no «un ser en reposo permanente, sino una razón

autooperativa»; es decir, una voluntad «que opera pura y simplemente

como voluntad», que es «ley para sí misma», que «está determinada

16

eterna e inmutablemente» (II, 297): es la «voluntad infinita» (II, 299), la

«voluntad eterna» (II, 303), Dios mismo, el «padre de los espíritus» (II,

309).

Fichte llega aquí a una concepción viva de Dios, que sobrepasa con

mucho sus afirmaciones precedentes. Evidentemente esa concepción

se funda en la fe y vivencia religiosas. He aquí cómo Fichte se dirige a

Dios: «Voluntad excelsa y viviente, a la que ningún nombre denomina y

ningún concepto abarca, pero sí que puedo elevar a ti mi ánimo, porque

tú y yo no estamos separados... En ti, el incomprensible, me puedo

entender por completo a mí mismo y al mundo, todos los enigmas de mi

existencia se resuelven y surge en mi espíritu la armonía más perfecta»

(II, 303s).

Pero Dios sigue siendo el incomprensible. La «inteligencia

cavilante» (II, 304) no le comprende; sólo podemos percibirle en el

sentimiento moral y en la humilde entrega a su voluntad. «quien mejor

te comprende es la simplicidad infantil y que se confía... Tú eres para

ella el padre siempre bondadoso y que lo dirige todo a su mayor bien. A

tus designios clementes se confía en cuerpo y alma. Haz conmigo lo

que quieras, dice ella, yo sé que siempre me irá bien» (ibid.).

Pero por muy sabio y operante que Dios aparezca aquí, por muy

padre bondadoso y protector que sea, no es posible hacer afirmaciones

positivas sobre él. «Lo que yo comprendo se convierte en algo finito a

través simplemente de mis conceptos»; ni siquiera una «exaltación y

elevación infinita» llega jamás «a Dios, al infinito, que no soporta

medida alguna» (II, 304). Y en especial es la personalidad lo que no se

puede predicar dr Dios, porque en el concepto de personalidad entran

unos límites. ¿Cómo podría atribuirte aquélla sin éstos? (ibid.). Será

esta una dificultad en la que Fichte tropezará hasta el final.

No obstante, en el mismo contexto hace afirmaciones que sólo

pueden entenderse de un Dios personal; esto es, de un Dios que

conoce, sabe y quiere, de un Dios que actúa y ama libremente. Pero

son afirmaciones de la fe, no del saber. La tensión persiste o irrumpe de

continuo: el saber no puede alcanzar a Dios; sólo la fe penetra hasta él.

Esta fe ha de entenderse en el sentido kantiano de fe racional práctica.

Mas como el propósito de Fichte desde sus comienzos había sido el de

superar esa oposición kantiana, tampoco ahora puede darse por

satisfecho con ello. Y se desata así una lucha intensa en su

pensamiento por llevar al saber lo ya obtenido por la fe.

Un primer paso lo da ya un año después de El destino del hombre

con la teoría de la ciencia de 1801, las conferencias privadas que Fichte

pronunció en Berlín. Allí aparece Dios como el «ser absoluto». Porque

todo saber es un «saber absoluto»; es decir, «el saber no es lo

absoluto, pero en tanto que saber sí que es absoluto» (II, 22); se

caracteriza por el carácter formal de vigencia absoluta. Todo saber

supone el ser. De ahí que el saber en tanto que saber absoluto suponga

también un ser absoluto. Y una consignación sorprendente: según la

primera teoría de la ciencia ser es estar puesto en la conciencia. Ahora

el saber supone el ser, y al tratarse de un saber absoluto, supone un ser

absoluto.. En la teoría de la ciencia de 1804, aunque sólo reelaborado

para las conferencias, ese ser aparece como «luz absoluta», como

«estado luminoso del ser en el saber» (II, 19, etc.).

La idea deriva tanto de la tradición platónica como de la cristiana.

Fichte se vuelve ahora resueltamente al cristianismo, y especialmente al

Evangelio según san Juan, que para él es «el documento más

elocuente del cristianismo» (X, 291); casi se puede hablar de un período

joánico en el pensamiento de Fichte (cf. Medicus 198). En sus lecciones

17

Über das Wesen des Gelehrten (Sobre la esencia del sabio),

pronunciadas en el semestre de verano de 1805 en Erlangen y editadas

al año siguiente, Fichte designa lo absoluto como la «idea divina» (VI,

360ss), que se revela en el género humano.

3. La doctrina sobre la religión

Esa evolución mental de Fichte alcanza una forma relativamente

clara y madura en Anweisung zum seligen Leben (Instrucción en orden

a la vida dichosa, 1806) con el subtítulo de «doctrina religiosa». Tales

lecciones berlinesas no son propiamente conferencias científicas sino

«populares», que, sin embargo, exponen los rasgos fundamentales de

su filosofía de aquella época —su «metafísica y ontología», V, 416— de

modo más inteligible que sus escritos estrictamente científicos. Con

ellas alcanza en lo esencial su posición definitiva. Sólo Dios es el ser:

«Ese ser es simple, igual a sí mismo, incambiable e inmutable; en él no

se da ningún origen ni desaparición, ningún cambio ni juego de formas,

sino siempre el mismo ser y existir sereno» (V, 405). Esto parece tener

resonancias eleáticas. Y asimismo es eleática o platónica la distinción

entre vida verdadera y vida aparente. La vida verdadera descansa en el

único ser inmutable, mientras que la vida aparente es una mezcla de

ser y de no ser, de vida y de muerte. Pero ya no es eleático sino de

origen cristiano el que para Fichte el ser sea vida, y el que lo más

profundo y específico que nos vincula a Dios sea el amor (cf. V, 404ss).

Así Fichte configura su concepto de Dios en plena concordancia con la

fe cristiana. Quiere ser cristiano y defiende con convicción la verdad del

cristianismo (cf. V, 448ss).

Fichte distingue aquí entre ser y existir. Ya antes había establecido

la distinción entre el «ser interno» y la existencia como «ser externo»

(X, 217), una proyección de la luz absoluta hacia el exterior como

«existencia de la luz» (X, 245); es decir, como el «ahí» (Da) del ser (cf.

Heidegger). El ser es el ser único y eterno, la plenitud infinita del ser,

pero no un ser muerto y rígido, sino la vida, la luz y el amor (joánicos).

Cuando Fichte, en línea con el pensamiento aristotélico-escolástico,

designa al ser divino actus purus, como un esse in mero acto (así ya en

la Wissensckaftslehre de 1804, X, 208), está afirmando que es el acto

puro del ser y de la vida, de la luz y del amor, la infinita plenitud del ser

y de toda perfección ontológica, que no encaja con la finitud y

mutabilidad del mundo y de nuestra vida espiritual.

Mas, si sólo existe y puede existir un único ser, el ser absoluto de

Dios, ¿qué es lo finito, qué es el espíritu finito? Frente u Dios, único ser

verdadero, nosotros somos la existencia (Da-sein) del ser divino, en

tanto que su imagen, su manifestación ni la conciencia finita, imitación

del modelo divino (V, 440ss). I'ero el mundo es imagen de la imagen. Al

no poder captar ni comprender el ser infinito de Dios, formamos o

proyectamos mi mundo de cosas como imitación de Dios o, mejor,

como copia de la imagen que somos nosotros mismos. Así, pues, el

mundo no existe como realidad en sí, sino más bien como

representación en nosotros, nuestra objetivación necesaria en un

mundo exterior.

En esto Fichte se mantiene fiel al idealismo subjetivo hasta el final,

aunque por lo que respecta al ser absoluto de Dios supera el idealismo

mediante un realismo metafísico. Y en este punto Fichte toma muchos

elementos de la metafísica clásica, tanto a través de la tradición

platónica como de la cristiana.

18

REVISIÓN CRÍTICA

Nosotros, sin embargo, hemos de plantear algunas cuestiones

críticas. Estas no afectan a la primera teoría de la ciencia (desde 1794),

pronto superada por el propio Fichte, sino a su doctrina posterior (a

partir de 1800). Tales cuestiones las podemos resumir en tres palabras

clave: transcendencia, personalidad y creación de Dios.

1. El ser absoluto de Dios es para el Fichte de los últimos años la

plenitud eterna e infinita del ser, que no se identifica con la finitud y

mutabilidad del mundo y que tampoco se agota en la existencia, vida y

obrar del ser espiritual finito. El hombre como espíritu finito no parece

(cual ocurre en Hegel) ser asumido en el Espíritu infinito, el ser

absoluto. Aunque muchas de las fórmulas resultan imprecisas y

problemáticas, apenas debería quedar duda sobre la transcendencia de

Dios en ese sentido. Fichte piensa en un Dios infinito, infinitamente

superior al ser finito. Aunque para la transcendencia de Dios en sentido

pleno también son relevantes las otras cuestiones, con las que a su vez

parece ponerse en tela de juicio.

2. Más difícil resulta la cuestión acerca de la personalidad de Dios.

En la primera irrupción de Fichte en el terreno de la fe religiosa en Dios

—que realiza en El destino del hombre— atribuye indudablemente a

Dios atributos personales: conciencia, conocimiento y saber, un querer

y obrar libres. Pese a lo cual no se atreve a predicar de Dios el

concepto de personalidad, porque piensa que tal concepto va

esencialmente ligado a la finitud. Este escrúpulo lo mantendrá hasta el

final, y hasta parece que se le fue agudizando con el tiempo. Aunque

Dios, el ser absoluto, aparece como fuente infinita de vida espiritual, de

saber, querer y amor, sigue siendo problemático si Dios en sí mismo,

independientemente de nosotros, es saber, voluntad y amor; o si no es

meramente en el saber humano que Dios sabe de sí mismo, si no es en

el amor humano que Dios se ama a sí mismo, de tal modo que Dios

estaría referido a la «producción» por el hombre como el lugar en el que

únicamente se realizan el saber y el amor divinos. Es ésta una idea que

arranca de Spinoza y que se deja sentir en todo el idealismo, pero que

elimina esencialmente la personalidad de Dios. Incluso en el Fichte

último esta cuestión sigue pendiente en la tensión de los textos.

3. En cambio, no hay ningún problema acerca de la creación. Por

una parte, el ser absoluto es fundamento primero y origen de la

existencia finita. Por otra, sin embargo, Fichte no conoce una creación

libre sino sólo un resultado necesario en el sentido de la consecuencia

lógico-matemática de Spinoza, que hasta el final ejerció una influencia

determinante en el pensamiento de Fichte. El triángulo spinozista vale

para Fichte hasta el último momento: Así como de la esencia del

triángulo se sigue la suma de dos ángulos rectos, así también de la

esencia de Dios se sigue el mundo. Es una idea sobre la que insiste

Fichte todavía en la Wissenschaftslehre (Teoría de la ciencia) de 1810.

No obstante lo cual, el ser espiritual finito ha de ser «autónomo y

libre» y obrar desde su propia «fuerza interna»; es decir, desde un

querer moral libre. Ello parece romper la necesidad del curso de las

cosas, pero la libertad queda cuestionada a su vez si no hay un obrar

libre de Dios sino sólo una secuela lógicamente necesaria de la esencia

de Dios. Es una cuestión que habría de quedar pendiente como la

afirmación que hace Fichte en la Wissenschaftslehre (Teoría de la

ciencia) de 1810, que define la esencia de lo «finito» como «ser de Dios

fuera de su ser» (U, 696).

Al final, sin embargo, Fichte ya no se preocupó en modo alguno de

clarificar estas cuestiones teóricas. Ya no le interesaba el saber sino la

19

vida y el amor a Dios. La «inteligencia vacilante» (II, 304) jamás le

alcanzará, ni podrá nunca apresarlo y comprenderlo con el saber. Como

lo experimentamos realmente es con la «simplicidad infantil» (ibid.), con

la entrega, la lonfianza y el amor, porque «en definitiva el amor es

superior a toda razón» (V, 541).

20

FRIEDRICH WILHELM JOSEPH SCHELLING

Vida y obras

Friedrich Wilhelm Joseph Schelling nació en 1775, en Württemberg,

hijo de un pastor evangélico. Durante su niñez influyó sobre él el mundo

de la espiritualidad religiosa del pietismo suabio, que también se

cultivaba en la casa paterna. A los quince años, y siendo un joven de

grandes dotes intelectuales, ingresa en el seminario teológico de

Tubinga, y allí estudia teología al tiempo que traba amistad con Hegel y

Hölderlin, unos cinco años mayores que él. Además de teología estudia

también filología, literatura y filosofía. Después pasa a Leipzig, donde

estudia matemáticas y ciencias naturales (1796-1797); trabaja luego

como profesor particular y estudia en Jena, donde escucha a Fichte,

que le produce una impresión duradera.

De esa época juvenil de Schelling proceden ya sus primeros

escritos filosóficos: Über die Moglichkeit einer Philosophie überhaupt

(Sobre la posibilidad de una filosofía en general) y Vom Ich als Prinzip

der Pbilosopbie (Del yo como principio de la filosofía), ambos

redactados en 1795 y todavía en muy estrecha dependencia de Fichte.

A las Cartas sobre dogmatismo y criticismo (Philosopbiscbe Briefe über

Dogmatismus und Kritizismus, 1796) siguen unos trabajos filosóficos-

naturalistas: Ideen zu einer Philosophie der Natur (Ideas para una

filosofía de la naturaleza, 1797), Erster Entwurf eines Systems der Na-

turphilosophie (Primer proyecto de un sistema de filosofía natural, 1797)

y el escrito Von der Weltseele (Del alma universal, 1798). Ya ese mismo

año de 1798, y por iniciativa de Goethe, es llamado Schelling a Jena

como profesor extraordinario de lilosofía. Allí aparece su System des

transzendentalen Idealismus (Sistema del idealismo transcendental,

1800), en que expone frente a la filosofía natural la filosofía

transcendental como una ciencia básica igualmente justificada. También

publica Si helling una «Zeitschrift für spekulative Physik» (1800-1801),

en la cual aparece la Darstellung meines Systems der Philosophie

(Exposición de mi sistema de filosofía, 1801), que es la obra clave para

su filosofía de la identidad. Le sigue el diálogo Bruno o el principio

natural y divino de las cosas (Bruno oder úher das natürliche und

góttliche Prinzip der Dinge, 1802). Mientras la Exposición se atiene al

modelo de Spinoza, Bruno es un diálogo en el estilo platónico.

La revista, sin embargo, no pudo sostenerse, ni siquiera como

«Neue Zeitschrift für spekulative Physik» (1802); por lo que Sthelling lo

intentó, ahora en unión con Hegel, con el «Kritisches Journal der

Philosophie», que al menos se mantuvo durante dos años (1802-1803),

el tiempo que Schelling permaneció en Jena. Allí entró en estrecho

contacto con el círculo de los románticos, y especialmente con Carolina

Schlegel, mujer de August Wilhelm Schlegel, con la que casó después

que ella se separase de su primer marido; eso fue en 1803, pero

Carolina moría ya en 1809.

El mismo año de 1803 Schelling fue llamado a Würzburgo en

calidad de profesor ordinario, y en 1806 se trasladó a Munich como

miembro de la Academia de ciencias (por entonces no había allí todavía

universidad). En Würzburgo apareció su escrito Philosophie und

Religión (Filosofía y religión, 1804) y en Munich el denominado «escrito

de la libertad»: La esencia de la libertad humana (Philosopbische

Untersuchungen über das Wesen der menschlichen Freiheit und die

damit zusammenhangenden Gegenstande, 1809), inspirados ambos

escritos por un espíritu teosófico romántico. Aproximadamente desde

1810 trabaja Schelling en la Philosophie der Weltalter (Filosofía de las

edades del mundo), que debía convertirse en una gran filosofía y

21

teología de la historia; pero la obra no se logró. Schelling la anuncia una

y otra vez con continuos proyectos y correlaciones; la primera parte la

entrega por dos veces a la imprenta y acaba retirándola. Entre sus

manuscritos se encuentran borradores de Weltalter que certifican su

esfuerzo intelectual de aquellos años. Los años 1806-1820 los pasa

Schelling en Munich; de 1820 a 1826 enseña en Erlangen. En 1827 es

llamado a la recién fundada Universidad de Munich (trasladada allí

desde Ingolstadt y Landshut), prolongándose esta su segunda estancia

muniquesa hasta 1841.

Con la iniciación de las clases en la capital bávara y su confesión en

favor de la «filosofía cristiana» se efectúa un giro en la filosofía posterior

de Schelling. En 1841 es llamado a Berlín. Hacía ya diez años que

había muerto Hegel (1831), pero la influencia de su pensamiento

continuaba siendo fuerte. El rey Federico IV de Prusia quería —como se

dice en la convocatoria a Schelling— combatir «la semilla dragontina del

panteísmo hegeliano». Schelling debía de acudir «no como un profesor

corriente, sino como el filósofo elegido de Dios y llamado a ser el

maestro de su tiempo».

Con el pathos de esta conciencia de enviado se presenta Schelling

en Berlín, pero fallan los resultados. Enseña sobre todo filosofía

religiosa, publicada postumamente como Philosophie der Mythologie

und der Offenbarung (Filosofía de la mitología y de la revelación). El

texto dictado de algunas de sus lecciones se publica sin su

consentimiento y es objeto de críticas enconadas (J. Frauenstádt 1842;

H.E.G. Paulus 1843). Con tal motivo Schelling entabla un proceso

judicial que se vuelve abiertamente contra él. Enfermo y amargado se

retira de la labor docente en 1844, aunque continúa trabajando en

Berlín. El verano de 1854 lo pasa en el balneario Bad Ragaz, Suiza, y

allí muere a los setenta y nueve años de edad el 20 de agosto de 1854.

Schelling es un pensador de extraordinaria apertura y movilidad.

Recibe de continuo nuevos impulsos que imprimen nuevos desarrollos a

su filosofía. Ello motivó el que en tiempos pasados se tendiese a

reconocer en su pensamiento toda una serie de cambios y de sistemas

totalmente distintos (K. Fischer, W. Windelband). Los investigadores

modernos, por el contrario, acentúan la continuidad de las ideas y

propósitos fundamentales de Schelling, que persisten bajo todos los

cambios. Ya A. Drews (1912) compendiaba en dos los diferentes

períodos: la filosofía de la identidad y la filosofía positiva. A esta

concepción nos atenemos, aunque completándola y modificándola. Así,

pues, hay un primer período, que se inicia con Fichte (1795-1796),

desarrolla el binomio de filosofía de la n.iiiiialeza y filosofía

transcendental (1797-1800) y culmina con la lilosofía de la identidad

(1801-1803). En el segundo período hay un largo tiempo de transición y

preparación (desde 1804 hasta aproximadamente 1810), que se

continúa con los trabajos sobre las edades del mundo (1810-1827)

para, desde el comienzo de las lecciones muniquesas, que tienen su

continuación en Berlín, desembocar en la obra posterior, que madura

con la filosofía de la mitología y de la revelación (1827-1850).

DEL YO A LA IDENTIDAD ABSOLUTA

El yo absoluto

En sus primeros escritos, que Schelling redacta cuando apenas

cuenta veinte años —Über die Form der Philosophie (Sobre la forma de

la filosofía) y Vom Ich ais Prinzip der Philosophie (Del yo como principio

de la filosofía)—, sigue a Fichte en el hecho de partir del yo y de

22

considerar todo lo que pensamos como puesto en el yo por el yo. Pero

va más lejos que Fichte: ese yo es desde el comienzo el yo absoluto, y

por ende eterno e infinito que, a diferencia de lo que ocurre en el Fichte

de los comienzos, ocupa el puesto de Dios. Schelling tiende a objetivar

el puro enfoque transcendental y a darle un carácter metafísico

absoluto. Se podría denominar esto como una marcha hada lo objetivo,

que pronto se echará de ver con mayor claridad. A eso se suma que

Schelling recoge la idea fíchteana de la visión intelectual, aunque yendo

mucho más allá. Lo que en Fichte era la autovisión del yo que se pone y

se realiza sí mismo se convierte en Schelling en una visión directa del

principio absoluto. «En todos nosotros habita una facultad secreta y

maravillosa para devolvernos, por debajo del cambio del tiempo, a

nuestra mismidad más íntima, despojada de cuanto se le ha añadido

desde fuera, y para contemplar allí lo cierno bajo la forma de

inmutabilidad; esa visión es la experiencia más íntima y propia, de la

que depende exclusivamente todo cuanto nosotros sabemos y creemos

de un mundo suprasensible» (Cartas sobre dogmatismo y criticismo, I,

318).

Advertimos aquí en el pensamiento de Schelling una marcha

hacia el misticismo, que procede sin duda de la tradicion pietista suabia,

que más tarde se acentuará bajo la influencia de Böhme y de los

románticos, y que vuelve a aparecer claramente en la obra tardía de

Schelling en que el «éxtasis» ocupa el sitio de la visión intelectual,

recogiendo a su vez un concepto místico. Pero aquí, en la filosofía

primera, el elemento místico de una visión directa de lo absoluto viene a

constituir el punto de arranque del pensamiento filosófico.

2. Naturaleza y espíritu

Cuando Schelling se vuelve después a la naturaleza y, tras un

breve estudio de las ciencias naturales, proyecta una filosofía de la

naturaleza (1797) y cultiva la física especulativa, en el fondo se trata de

un problema fundamental del idealismo alemán: superar la dualidad

finita sujeto-objeto para llegar a un punto unitario y a un fundamento

original absoluto. El deseo de entender esa dualidad desde una unidad

precedente late ya en el pensamiento de Fichte, cuyo yo absoluto tiene

que ser «sujeto-objeto». La dualidad sin embargo se reduce a un yo

absoluto, es decir, a una magnitud yoica y subjetiva, puesta de un modo

absoluto. Schelling intuye que con ello la dualidad de sujeto y objeto no

se supera realmente sino que se reduce una vez más a uno de los

polos de la relación, el del sujeto, mientras que el objeto, como mero no

yo, en el fondo no se explica sino que viene eliminado. Schelling

quiere, por el contrario, salvar la objetividad. Quiere entender sujeto y

objeto como polos equivalentes de la relación; quiere establecer, como

dirá más tarde, un «ideal-realismo» o un «real-idealismo», que Hegel

designará como idealismo objetivo frente al idealismo subjetivo de

Fichte.

Resulta problemático, no obstante, el si todavía puede justificarse

una filosofía natural desde un planteamiento filosófico transcendental

(Kant y Fichte) en el sentido de Schelling. Éste se vuelve directamente a

la objetividad de la naturaleza, entendiendo por tal no la suma, por

ejemplo, de cosas u objetos, sino el principio de la objetividad en

nuestra imaginación y pensamiento, de un modo por consiguiente

idealista. Concibe ese principio como el fundamento (la arkhe o physis

de la filosofía griega) que origina las formas concretas y particulares de

la naturaleza como productos suyos y que, bajo esas formaciones

mutables, se mantiene idéntico a sí mismo como fundamento y sostén.

23

Desde ahí quiere Schelling penetrar especulativamente formas

concretas de la naturaleza, fenómenos físicos y químicos en su esencia

y en sus leyes. Fichte se sintió profundamente defraudado cuando

Schelling, que además se manifestó contra él (por ej. II, 72, etc.),

abandonó el planteamiento transcendental. Y rechaza en redondo la

iniciativa de Schelling: «Toda ilusión es o se convierte necesariamente

en filosofía natural» (Fichte VII, 118).

Cuál era el pensamiento de Schelling se echa de ver claramente en

System des transzendentalen Idealismus (Sistema del idealismo

transcendental, 1800), donde afirma que la filosofía de la naturaleza y la

filosofía transcendental son dos ramas fundamentales de la filosofía con

igual categoría e igualmente originarias: «O lo objetivo se convierte en

lo primero» (III, 340) y de ahí se pasa a lo subjetivo. La filosofía natural

tiene que demostrar el movimiento de la naturaleza hacia la razón, la

espiritualización de la naturaleza, cómo «la naturaleza entera se diluyó

en una inteligencia» (III, 341). Porque «los productos muertos e

inconscientes de la naturaleza no son más que intentos fracasados de

esa naturaleza por reflejarse a sí misma»; la naturaleza muerta es una

«inteligencia inmadura» (ibíd.). «O bien lo subjetivo se convierte en lo

primero» (III, 341) y desde ahí se pasa a lo objetivo. Es el movimiento

inverso del sujeto al objeto, de la razón a la naturaleza. Ello representa

una filosofía transcendental mediante un planteamiento apriorista en la

subjetividad, desde el que ha de derivarse la objetividad. En el

desarrollo toma Schelling muchas ideas de Kant y de la teoría de la

ciencia de Fichte, aunque amplía la dualidad de filosofía teórica y

práctica mediante un tercer elemento, que es la filosofía del arte, que a

su vez es claramente tributaria de la doctrina kantiana sobre lo bello y lo

sublime, aunque al mismo tiempo supone un desarrollo de la misma al

tiempo que va a marcar la dirección a la estética del idealismo (incluso

en Hegel). Pero esta obra de Schelling es sólo un paso que prepara

directamente la filosofía de la identidad, en que culmina la primera

época de su pensamiento.

3. Identidad absoluta

Hasta ahora seguían enfrentadas la filosofía de la naturaleza y la

filosofía transcendental, arrancando del objeto o del sujeto y con un

movimiento que iba de la naturaleza a la razón o, a la inversa, de la

razón a la naturaleza. Esa oposición presiona hacia la unidad, que

Schelling intenta alcanzar con su filosofía de la identidad. Debajo late

siempre, y ahora se plantea de nuevo, el problema de superar la

dualidad de sujeto y objeto en una unidad superior y comprenderlo

partiendo de la misma: la identidad absoluta, que precede a cualquier

diferencia. Ese esfuerzo encuentra expresión principalmente en dos

escritos. Darstellung meines Systems (Exposición de mi sistema, 1801)

intenta presentar el sistema apriorista-deductivo a la manera de Spinoza

(more geométrico). En cambio Bruno —nombre que alude al de

Giordano Bruno— ofrece una conversación al estilo de los diálogos

platónicos. Ya el giro soberano en la forma de exposición certifica la

soltura del escritor Schelling.

Se trata del principio absoluto, de la unidad suprema y primera que

precede como condición a toda la pluralidad y diversidad de fenómenos,

incluida la dualidad fundamental de sujeto y objeto. Viene dado a la

razón directamente en una visión intelectual. Porque «el punto de vista

de la razón» (IV, 115) es precisamente aquel desde el que cabe

comprender toda la pluralidad y diversidad desde la unidad absoluta.

24

Ahí se elimina también la oposición más originaria, que Schelling

designa las más de las veces como objetiva y subjetiva, o como real e

ideal: «La razón es una misma cosa con la identidad absoluta» (IV,

118). Ésta es uno y todo (hen kai pan). Porque la identidad precede a

cualquier diferencia, se define como una «indiferencia absoluta»; no es

ni sujeto ni objeto, o es ambas cosas a la vez en una identidad

originaria todavía no diferenciada: todo es uno en el absoluto. Schelling

llega tan lejos que designa dicha identidad como pura «identidad de la

identidad» (VI, 121). Nada hay fuera de la identidad, que sólo es

infinitamente igual a sí misma. Mas, en tanto que reflexiona sobre sí,

sabiéndose y conociéndose, se pone como sujeto y como objeto del

saber. Pone en la identidad la diferencia del sujeto que sabe y de lo

sabido, y con ella el origen de todas las otras diferencias que están

puestas dentro de la totalidad absoluta y que han de aprehenderse

desde esta última a priori.

Al constituir la oposición de sujeto y objeto hay sin embarggo una

diferencia respecto a Fichte, para quien el yo se contraponía a un no yo,

con lo cual el objeto era lo otro que se enfrentaba al sujeto, era el

resumen y cifra de la objetividad. En Schelling, por el contrario, la

identidad absoluta sabiéndose a sí misma se pone como sujeto y

objeto, de tal modo que la diferencia persiste estrictamente dentro de la

identidad. De ahí que la diferencia de sujeto y objeto no pueda ser

cualitativa sino meramente cuantitativa, una sobrecarga correlativa de lo

subjetivo o lo objetivo, que vuelve a equilibrarse por completo ni la

tolerancia absoluta.

Persiste sólo una diferencia en tanto que se consideran unas cosas

individuales «fuera de la totalidad»; y eso no es más que su

manifestación, no un ser en sí, «pues que el único ser en sí es la

identidad absoluta» (IV, 125); «no existe, pues, nada más que la

identidad pura, en la cual nada puede distinguirse» (ibíd.), «hasta el

punto de que en la consideración del individuo el sobrepeso puede caer

de un lado o del otro» (ibíd.). La oposición sólo se da para un

conocimiento finito e incompleto, y por lo mismo diferenciador; para un

pensamiento que se sitúa en el «punto de vista» de la razón todo es

una sola cosa en la identidad absoluta.

Irrumpe ahora en Schelling con mucha mayor fuerza la idea de

unidad que deriva de Parménides y de Platón (especialmente en su

última época), que a través del neoplatonismo (Plotino y Proclo) influye

en la historia del pensamiento y que en la edad moderna pasa sobre

todo por Giordano Bruno y por Spinoza hasta marcar decisivamente la

filosofía total-unitaria de Schelling. Todo el sistema es un panteísmo o

panmonismo inequívoco, aunque transpuesto en contraposición a

Spinoza a un idealismo.

Las objeciones tenían que llegar, y llegaron no sólo de Hegel sino

también, y antes, de Fichte: «Si lo subjetivo y lo objetivo fueran

indiferentes en origen, ¿cómo habrían podido diferenciarse jamás en el

mundo?» Y en una crítica aniquiladora del sistema de identidad de

Schelling lo califica de «sistema de nulidad» (Fichte II, 66). Hegel

escribe, a su vez, en la Fenomenología: «Oponer ese único saber de

que en lo absoluto todo es igual al conocimiento diferenciador y

completo o que busca y reclama la perfección, o entregar su absoluto a

la noche, en la que, como suele decirse, todos los gatos son pardos, es

la ingenuidad del vacío en conocimiento» (edic. Hoffmeister 19). Si lo

absoluto no es más que pura identidad antes de toda diferencia, de una

identidad tan absoluta no puede surgir diferencia alguna, ni de ella se

puede derivar o aprehender. Se convierte en una noche, en la que

25

«nada se puede discernir», nada preciso se puede conocer y menos

aún explicar. El «punto de vista» de la razón se elimina a sí mismo.

Esta crítica afecta al núcleo mismo del problema. Pero si Hegel

opone a la pura «identidad de la identidad» de Schelling su «identidad

de la identidad y de la no identidad» dialéctica, no deja de ser curioso

que esta idea se encuentre ya en el diálogo de Schelling, Bruno: «En

efecto, dado que nosotros ponemos primero la unidad de todos los

contrarios, pero esa misma unidad, a una con lo que tú designas la

oposición, constituyen a su vez y en realidad la oposición suprema,

nosotros, para convertir esa unidad en la suprema, pensamos también

comprendida esa oposición a una con la unidad que se le contrapone, y

esa unidad la definimos como aquello en que la unidad y la oposición

forman una sola cosa con lo igual a sí mismo y lo desigual» (IV, 236).

Se quiere decir con ello que, si la unidad y la oposición forman una

oposición suprema, lo supremo ya no será la unidad sino la oposición.

Pero si lo supremo ha de ser la unidad, ésta deberá ser una unidad que

sea a la vez unidad y oposición, la unidad de lo que es igual consigo

mismo y de lo desigual; la unidad de la identidad y de la no identidad,

para decirlo con Hegel. Ya en la identidad absoluta tiene que darse o

estar contenida de antemano la diferencia de la pluralidad y diversidad;

de otro modo no podría darse ninguna pluralidad ni diversidad de una

realidad diferenciada.

Si esta idea, que Hegel expone por vez primera en el escrito sobre

las diferencias existentes entre los sistemas de Fichte y de Schelling

(1801) y que este último expresa en su Bruno (1802), es original de uno

u otro, es algo sobre lo que seguirá flotando la duda; era la época en

que ambos colaboraban estrechamente en Jena. Pero la idea

representará para Hegel el arranque decisivo de todo su sistema,

mientras que Schelling, desde la crítica de Hegel, el amigo de juventud

con quien se había enemistado, hará hincapié una y otra vez en que

éste sólo había desarrollado en forma sistemática lo que él (Schelling)

había pen-y expresado con anterioridad.

CAMBIO Y DESARROLLO ULTERIOR

Precisamente el problema en el que Schelling sufrió la crítica más

encarnizada va a representar el impulso de toda su evolución ulterior.

Se trata aquí para Schelling, como para Fichte, del problema de Dios,

que se le plantea a propósito de la disputa sobre el ateísmo, y que será

el propósito central de su pensamiento posterior. Así en Schelling la

cuestión de si es posible y cómo derivar de la identidad pura la

diferencia de sujeto y objeto en general, así como la diferenciación de

una realidad finita y múltiple, se convierte en el problema motor de toda

su evolución mental posterior. El empeño por resolver dicho problema

se deja ya sentir en Philosophie und Religión (1804) y en el llamado

«escrito de la libertad» (1809).

1. El escrito sobre la religión

Por esa época —Schelling frisaba entonces los treinta años— se

produce un giro en su pensamiento a la vez que una aproximación cada

vez mayor al cristianismo. Ese cambio se ha explicado a menudo

poniéndolo en relación con su llamada a Munich (1806) y por la

influencia del círculo romántico allí existente; la teosofía cristiana de

Jakob Böhme, a través de Franz von Baader, habría influido sobre

Schelling. Ello puede ser cierto, pero no lo explica todo. Desde su hogar

paterno Schelling estaba familiarizado con el pietismo y la ideología

26

mística y teosófica, además de que ya en Jena había tratado con el

círculo romántico. En 1803 es llamado a Würzburgo, donde redacta un

escrito que evidentemente respira un espíritu diferente del mero

pensamiento de identidad: Philosophie und Religión (1804). Dicho

escrito constituía una ampliación notable del Bruno, y en ese sentido

todavía se le puede incluir en la filosofía de la identidad. Pero de hecho

va más allá y se convierte en el arranque del subsiguiente desarrollo

mental. Schelling se plantea \iprocedencia de las cosas finitas del

absoluto (VI, 28ss), cuestión que había quedado pendiente.

Schelling piensa que tal procedencia sólo puede estar en una

«caída respecto de lo absoluto» (VI, 38); no en una «transición

constante» sino únicamente mediante la «ruptura completa de la

absolutez, mediante un salto» (ibíd.), que supone sin embargo libertad.

Ésta no puede ser ni la libertad de Dios mismo, porque condiciona la

caída respecto de Dios y por tanto es una libertad contra Dios; ni

tampoco puede estar en la libertad de los seres individuales finitos,

porque éstos sólo se ponen en su autonomía y libertad por el acto

fundamental de la libertad.

La libertad se funda más bien en que Dios, sabiéndose a sí mismo,

produce una «autorrepresentación», una «autoobjetivación del

absoluto» (VI, 34): una «copia que a su vez es un verdadero absoluto»

(ibíd.). Dicha contrarréplica del absoluto debe ser necesariamente

autónoma y libre, ya que de otro modo no podría representar lo

absoluto. Pero en esa libertad está «el fundamento de la posibilidad de

la caída» (VI, 40), «el fundamento de la realidad pero únicamente en el

propio caído», que justo así produce el mundo sensible (ibíd.).

Mediante tal caída, que Schelling siguiendo a Fichte designa como

acción operativa (en oposición al hecho, VI, 42), se constituye la

«yoidad» como principio de la conciencia finita y del mundo sensible

finito. La idea de la caída respecto de Dios y de la rebelión contra Dios

se remonta, según parece, a Orígenes (Peri arkhon), Por qué caminos o

rodeos haya influido en Schelling es un problema sin resolver. Como

quiera que sea, tanto en Orígenes como en Schelling, es un concepto

de libertad totalmente negativo: la libertad no se fundamenta —en

Schelling todavía no— positivamente en un acto libre de creación de

Dios, sino sólo negativamente en la caída y la rebelión.

2. El «escrito de la libertad»

Ideas similares se desarrollan en el escrito sobre la libertad (1809),

que el propio Schelling relaciona explícitamente con sus obras

anteriores, especialmente con el escrito sobre la religión (cf. VII, 334).

Pero aquí adquiere nuevas dimensiones. Se trata del problema de la

libertad del hombre, del problema del mal y de la personalidad de Dios.

En la cuestión de la libertad del hombre Schelling se separa por vez

primera explícitamente de Spinoza. Mas no lo condena por panteísta

sino por fatalista o determinista (VII, 349). Solo si las cosas están en

Dios y se entienden desde Dios, se puede y debe atribuirles, en tanto

que «autorrevelaciones de Dios» y «representación de la divinidad»

(VII, 347), una «absolutez o divinidad derivada» (ibíd.): «Hasta tal punto

no se contradicen inmanencia en Dios y libertad, que precisamente el

libre, y en tanto que lo es, está en Dios, mientras que el no libre, y en la

medida en que no es libre, está fuera de Dios» (ibíd.). Así, pues, libre

equivale a ser absoluto o incondicionado, a ser divino, a «estar en

Dios». La inmanencia en Dios no elimina la libertad (como en Spinoza),

sino que hace posible, fomenta y asegura la libertad del hombre. De ahí

27

que el verdadero sistema racional tenga que ser un sistema de libertad.

Pero la libertad en su «concepto real y vivo... es una capacidad para

el bien y para el mal» (VII, 352). Si la libertad sólo puede fundarse en

Dios, ¿cómo se explica entonces el mal? Schelling rechaza la

explicación agustiniana del mal como deficiencia ontológica, e intenta

por el contrario entender el mal en su realidad positiva. Pero en tal caso

el mal tiene, por una parte, que proceder de Dios, mientras que, por

otra, al ser Dios bueno y no malo, tendrá que haber en Dios un

fundamento que no sea Dios mismo. Esto lleva a distinguir entre

naturaleza y existencia de Dios. Dios no es el fundamento de su

existencia. Ese fundamento —fundamento originario o infundado

(Urgrund-Ungrund), concepto que deriva de Jakob Böhme— es la

naturaleza en Dios, «una esencia inseparable sí de él, pero distinta»

(VII, 357s). De ese fundamento primero procede la existencia de Dios,

no en un proceso temporal sino eterno: como «nacimiento de las

tinieblas a la luz» (VII, 360), como autorrevelación de Dios desde lo

oculto a lo manifiesto y patente.

Al proceder de Dios todas las cosas finitas, subyace también en

ellas la dualidad de fundamento y existencia, de tinieblas y luz, de

desorden, subordinación y regla, de orden y forma, de oposición entre

realidad e idealidad (cf. VII, 359s). La voluntad, en tanto que deriva de

lo oscuro de la naturaleza, es voluntad ciega, individual y particular;

pero, en la medida en que procede del principio luminoso de la

existencia, es una voluntad universal (VII, 363). «Aquella unidad que en

Dios es indisoluble, tiene que ser separable en el hombre; y ésa es la

posibilidad del bien y del mal» (VII, 364). La realidad del mal tiene su

fundamento exclusivo en la libre voluntad del hombre; pero la

posibilidad del mismo mal se remonta a Dios, aunque no a lo que Dios

mismo es, sino al fundamento de su existencia, la naturaleza en Dios.

Y desde aquí se plantea la cuestión de Dios. A este respecto hace

Schelling algunas afirmaciones que suenan extrañas sobre el trasfondo

anterior de su filosofía de la identidad. Dios como unidad del principio

real e ideal, como unidad de la naturaleza y de la existencia, es la

«personalidad suprema», «espíritu en la inteligencia eminente y

absoluta» (VII, 394s). A esa personalidad viva le compete la libertad.

Pero aquí distingue Schelling: ambos principios son en Dios fuerzas

dinámicas, son voluntad, «voluntad de fundamento» y «voluntad de

amor» (VII, 395). La voluntad de fundamento no es todavía una

voluntad plenamente consciente y libre, sino una voluntad instintiva.

«Simplemente libre y consciente es la voluntad de amor...; la revelación

a ella subsiguiente es actuación y acto» (ibíd.).

Ya aquí va Schelling mucho más allá del sistema de identidad,

incluso con la oposición explícita a Spinoza y a Fichte (cf. VII, 395),

avanzando hasta el Dios personal consciente y libre. Bajo la influencia

de los románticos se abre cada vez más al pensamiento cristiano y

alentado por Franz von Baader conecta con Jakob Böhme. En la

especulación teosófica de éste había un principio luminoso y otro

oscuro, origen del bien y del mal. Ambos principios se fundan en Dios,

tienen en él unidad y orden; pero en el mundo finito se separan y se

combaten. El mal brota únicamente de la sublevación de lo tenebroso

contra la luz, de la naturaleza contra el espíritu. Tales ideas presentan

una cierta correspondencia con la dualidad de lo real y de lo ideal que

Schelling pone en la unidad del absoluto. Con ello se le ofrece a

Schelling la posibilidad de exponer ahora esa dualidad de modo más

concreto: lo real (objetivo) como el principio de lo tenebroso, de la

naturaleza, del que brota el mal; lo ideal (subjetivo) como el principio de

28

lo luminoso, del espíritu, del que procede el bien (cf. Fuhrmans 1954).

Sin embargo, no conviene sobrevalorar la influencia de Böhme. El

espíritu abierto de Schelling recibe estímulos que él reelabora dentro de

su propia evolución mental. Pero consta claramente que ya aquí

reconoce de forma inequívoca la libertad y personalidad de Dios: «La

creación no es un suceso sino un acto. No hay ningún resultado de

unas leyes generales, sino que Dios, esto es, la persona de Dios, es la

ley universal, y iodo cuanto ocurre, ocurre gracias a la personalidad de

Dios» (VII, 396).

Prosiguen estas ideas en las Stuttgaríer Privatvorlesungen (1810),

en que Schelling confiesa claramente la «personalidad absoluta» de

Dios (VII, 434, etc.), a la vez que recoge y desarrolla en forma nueva el

principio de la autocomunicación: para «mediar» (vermitteln) y pasar del

fundamento primero, inconsciente, de su naturaleza a la conciencia y

personalidad, Dios tiene que ponerse como sujeto y objeto. Esa

mediación, sin embargo, no se da en el mundo ni en el tiempo, sino

antes de todos los mundos y tiempos como una autocomunicación

eterna e intradivina. Esta idea la mantiene el Schelling de los últimos

años, y conduce a la eliminación crítica de todo el idealismo (incluido el

de Hegel).

3. La filosofía de las edades del mundo

A un período de máxima productividad del joven Schelling siguen

unas décadas de silencio. Fuera de algunos trabajos menores, como

sus enfrentamientos con Jacobi (1812) y con Eschenmayer (1813), sólo

publica un escrito sobre las divinidades de Samotracia (1815); y nada

más.

El largo silencio, un viejo enigma para los investigadores del

pensador de Württemberg, se ha esclarecido con los borradores de una

filosofía de las edades del mundo, que se encontraron entre sus

manuscritos postumos (M. Schróter 1946, H. Fuhrmans 1954). Desde

aproximadamente 1810 hasta finales de la década de los años veinte

trabajó Schelling en una gran filosofía de la historia, que debía ser su

obra capital. La anunció varias veces, e incluso entregó parte a la

imprenta, pero al final retiró los manuscritos. Se empeñó en la misma,

mas no consiguió rematarla. La obra estaba planeada en tres partes:

pasado, presente y futuro. Sólo la parte primera es conocida en varias

redacciones, mientras que de la segunda sólo han quedado esquemas

y fragmentos, y la tercera falta por completo.

Pero podemos bosquejar a grandes rasgos su pensamiento por

aquella época (cf. H. Fuhrmans 1954).

El pasado se refiere a Dios en sí mismo, antes de todos los

mundos, el presente apunta a este mundo como creación y

autorrevelación de Dios, y el futuro señala el retorno del mundo a Dios,

su consumación definitiva. Esta trilogía sigue claramente el esquema

neoplatónico (Proclo), como el triple paso en el sistema de Hegel: idea,

naturaleza, espíritu. La idea de la necesaria autocomunicación persiste,

sólo que el absoluto no se comunica sólo en el mundo y en el tiempo,

sino antes de este mundo y de este tiempo en un acontecer eterno a

través del cual el fundamento oscuro e inconsciente, la naturaleza de

Dios, en un «anhelo silencioso», incubaciones y sueños, pugna por la

reflexión. Mediante un nacimiento en Dios, la naturaleza se convierte en

espíritu: proyecta como su otro la idea del mundo posible y llega así, en

la contraposición de sujeto y objeto, a ser consciente de sí misma; Dios

se constituye como personalidad consciente y libre.

29

Sin embargo, las ideas de Dios presionan por su realización; con

ellas quiere Dios desarrollar sus propias posibilidades y revelar su

libertad. La libertad del acto creador divino se entiende aquí de forma

mucho más clara y positiva que antes. Ahora significa que Dios puede

poner o no poner la creación con un acto soberano de libertad; la

creación no brota con una regularidad necesaria, ni es una caída

respecto de Dios, sino que deriva de la libre decisión divina.

Contracción y expansión o —como también se dice— «egoidad»

(Egoitat) y amor, están en equilibrio; o séase, que se entrecruzan la

tendencia del ser a estar en sí y el impulso a donarse. «La divinidad

puede permanecer tranquila en ese equilibrio entre atracción y repulsa;

nada la fuerza a darse ni a salir de sí en esta o la otra forma» (VII, 300).

«Si fuera un mero sí o no, debería acogerse a una u otra manera de

ser, afirmarlo o negarlo. Mas, siendo ambas cosas, y siéndolo de un

modo esencialmente igual, hace que sea la libertad suprema»

(Fuhrmans 1954, 345).

Esta idea de la libertad de Dios pasa a ser el tema central en el

desarrollo ulterior del pensamiento de Schelling.

SU FILOSOFÍA POSTERIOR

1 Filosofía cristiana

En 1827 Schelling fue llamado a la recién instituida Universidad de

Munich. Sus primeras lecciones muniquesas ofrecen ya el enfoque de

su última filosofía. Ya al comienzo declara Schelling: «El cristianismo en

su pureza es el modelo por el que ha de regirse la filosofía... El nombre

realmente decisivo para un filosofía es el de filosofía cristiana; y esa

nota decisiva me la he tomado en serio. Así, pues, el cristianismo es la

base de la filosofía» (Fuhrmans 1955-1956, 280). Estas frases

programáticas anuncian el propósito fundamental de su pensamiento

posterior: una filosofía cristiana como vinculación de idealismo y

cristianismo.

La obra tardía de Schelling, que madurará principalmente en sus

ciclos de lecciones sobre filosofía de la mitología y de la revelación, se

caracteriza por la distinción entre filosofía negativa y filosofía positiva.

La misma dualidad aparece aquí por vez primera, pero ahora bajo el

título de filosofía lógica y filosofía histórica. Sólo una filosofía lógica

domina, según Schelling, todo el pensamiento moderno desde

Descartes y Spinoza hasta Fichte y Hegel; es un pensamiento que se

mueve con una lógica deductiva entre conexiones necesarias de los

principios. El ejemplo clásico lo constituye Spinoza: «Las cosas

individuales finitas... se siguen de la naturaleza de Dios no de manera

diferente a como de la naturaleza del triángulo se sigue que la suma de

los tres ángulos es igual a dos rectos; lo cual quiere decir simplemente

que entre Dios... y las cosas no hay otra conexión que la lógica... sólo

una emanación necesaria, una mera secuencia necesaria de la idea

divina, la cual secuencia se produce modo aeterno... sin intervención de

su voluntad» (Fuhrmans 1955-1956, 280).

Una pura filosofía lógica sólo alcanza la posibilidad; es únicamente

una filosofía histórica la que avanza hasta la realidad. Cuando Schelling

habla de historia, no se interesa primordialmente por la historia o la

historicidad humana; y cuando ve la esencia de una filosofía histórica en

la libertad frente a una necesidad lógica no se interesa tanto por la

libertad del hombre cuanto por la libertad de Dios: el libre acto creador

divino, desde el que en exclusiva y por encima de cualquier necesidad

lógica ha de entenderse la realidad del mundo, de la historia de la

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salvación. De este modo se contraponen filosofía lógica y filosofía

histórica o, como se dirá más tarde, una filosofía negativa y otra

positiva, como «sistema de la necesidad» y «sistema de la libertad» (X,

58; cf. X, 36, etc.).

La filosofía lógica (negativa) no es falsa, sino incompleta. Hay que

completarla y superarla mediante una filosofía histórica (positiva). Sólo

resulta falsa, cuando se pone absolutamente como algo cerrado en sí,

cual ocurre en Hegel y muy especialmente en su Ciencia de la lógica.

La nota específica y esencialmente diferenciadora de una filosofía

positiva, es decir, cristiano-histórica, es para Schelling el reconocimiento

de la libertad de Dios.

2. Filosofía negativa y filosofía positiva

La obra tardía de Schelling sólo se ha conservado en forma de

lecciones, que él pronunció en Munich (1827-1841) y en Berlín (1841-

1844). En ellas se mezclan especulaciones mitológicas y teosófícas, a

menudo fantásticas, con ideas filosóficas nobles, profundas y hasta

geniales. Vamos a intentar exponer sólo su estructura fundamental.

Filosofía negativa es, según la perspectiva racionalista e idealista, «una

ciencia racional pura apriori», en que la razón sólo se supone a sí

misma, pero tampoco puede ir más allá de ella misma. No quiere «nada

más que su contenido originario», pero no como una potencia infinita

del ser, sino como el «acto infinito del ser», el ente mismo (auto to on),

el verdadero ente (ontos on) (XIII, 69s). Ni el ente objetivo (objeto) ni la

razón finita (sujeto) es el puro «es», el ser propiamente dicho. Éste sólo

se puede alcanzar mediante la «exclusión de lo otro, de lo que no es el

ser» (XIII, 70). La ciencia racional pura sólo tiene de ese ser un

«concepto negativo», con lo que «también viene dado el concepto de

una ciencia negativa» (ibíd.).

Con ello Schelling no sólo rechaza su doctrina primera de la visión

intelectual de lo absoluto; carecemos de una visión directa del principio

absoluto. También se alza contra la dialéctica de Hegel, que pretende

recoger y comprender plenamente el absoluto como contenido original

de la razón. Según Schelling nosotros, por el contrario, sólo tenemos un

concepto negativo de lo absoluto, que sólo podemos alcanzar

separándolo del ente finito y relativo. Se llega así al límite de la filosofía

negativa. Su concepto supremo es el «ente mismo», lo «existente

necesario»; pero sólo como posible, como algo pensado y conceptual,

no cual absoluto real ni todavía como el Dios real.

Para poder alcanzar lo absoluto en su ser real, la razón tiene que

salir de sí misma en forma más radical, debe anteponer el ser a sí

misma —a la razón— como «el ser anterior al pensamiento», como «el

ser anterior a toda razón». La salida de sí misma, el abandonarse y

superarse, constituye «la crisis última de la ciencia racional» (XI, 565s),

el sometimiento de la razón al ser, «para, mediante esa sujeción,

llegar... a su verdadero y eterno contenido» (XIII, 165): es el acto del

«éxtasis» (XIII, 163, etc.), el acto fundamental de la filosofía positiva.

El impulso para ello lo da un postulado religioso práctico. El yo

«aspira... a Dios mismo. Es a él en persona al que quiere tener, al Dios

que actúa, en el que hay una providencia... y que es el Señor del ser»

(XI, 566). Desea a Dios, que no está «en la idea», sino «fuera y por

encima de la razón» (XI, 567). «Ese anhelo del Dios real y de redención

por él no es otra cosa que la necesidad de la religión que se va

haciendo cada vez más clara» (ibíd.). Ahora bien, la religión sólo es

posible frente a un Dios real, personal y libre. Con lo cual se postula la

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existencia real de Dios; mas no se demuestra racionalmente. Ni es

propiamente demostrable.

Con el éxtasis se echa un fundamento totalmente nuevo, se supone

un priüs, un «antes» absoluto, que no se puede derivar de ninguna otra

cosa sino que se presupone en todas las demás. Se entiende por ello

una afirmación originaria del ser, que sub-yace a todo pensamiento y

saber, que va más allá de todo ente finito y condicionado hasta llegar al

ser mismo, incondicionado y necesario: se llega al prius absoluto de

todo ente.

Pero aún queda por demostrar que ese prius absoluto sea el Dios

real. Y éste es el lugar en Schelling en el que se entrecruzan y limitan

razón y experiencia, el apriori y el aposteriori. La filosofía negativa había

proyectado en un puro pensamiento racional la posibilidad y había

alcanzado el ente necesario como su prius; pero todo ello en puro

pensamiento, en mero concepto. Al comienzo de la filosofía positiva la

razón ha sacado de sí el ente necesario, ha puesto el ser real y

absoluto antes de toda razón. Ahora la experiencia descubre el mundo

real. Y con ello el proyecto racional apriorista de lo posible se refrenda y

confirma en la realidad. Se demuestra así que el prius absoluto de la

razón es el Dios real y efectivo, que con un acto libre de creación ha

hecho que ese mundo posible se convirtiese en realidad.

Eso quiere decir que el contenido originario de la razón (el prius

absoluto de la filosofía negativa) y el ser absoluto anterior a la razón (el

arranque de la filosofía positiva) se entiende ahora de una manera

concreta como Dios. «Lo incomprensible a priori se hace realidad

comprensible en Dios» (XIII, 165). A través del éxtasis la razón vuelve a

sí misma, y al Dios «exterior a la razón» lo reincorpora al saber de la

razón. «Pone lo transcendente, para transformarlo en el inmanente

absoluto, y para tener a la vez ese inmanente absoluto como un

existente» (XIII, 170). Se cierra con ello un círculo de mediación, en que

la razón, después de salir de sí, vuelve ahora a sí misma mediante el

saber acerca del Dios real como su contenido originario.

3. ¿Superación o consumación del idealismo?

La filosofía tardía de Schelling supera con mucho los

planteamientos de su primera época, yendo más allá de la misma

filosofía, de la identidad y tal vez más allá de todo el idealismo

germánico desde Fichte a Hegel. Pero siguen sin resolverse algunas

cuestiones críticas. La misma dualidad de filosofía negativa y positiva

resulta problemática, porque Schelling es del parecer que en el ámbito

de la mera posibilidad y anterior a toda realidad se puede deducir en

forma puramente a priori un sistema de las esencias y de las leyes del

ser. Con ello se mantiene a priori perfectamente válida la idea de una

ciencia racional pura. Cierto que esa ciencia se reduce al campo de la

mera posibilidad, aunque ampliándose de un modo casi fantástico.

Y aquí surge la pregunta fundamental: ¿Se da alguna vez un

pensamiento de la mera posibilidad anterior a la realidad de todo tipo?

¿Es posible una filosofía radicalmente negativa antes de la filosofía

positiva? Pensar es siempre un proceso real y actual en la realidad del

ser, no en un mero ordenamiento esencial de lo posible anterior a lo

real. El arranque de una filosofía negativa parece dejar de lado la idea

básica de Fichte sobre el proceso real de la acción operativa.

Por lo mismo, también se cuestiona la filosofía positiva: el tránsito

de la filosofía negativa a la positiva aparece como un salto posterior,

que apenas se justifica racionalmente: desde la razón pura al ser real

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de la razón. Para Schelling ¿sigue siendo Ia realidad un mero postulado

práctico de la fe racional en el sentido kantiano, y por ende también la

realidad de Dios es un simple postulado? Schelling no podría pensar

así; su éxtasis es más bien una idea originaria del espíritu, una

afirmación originaria del ser. Pero su salto al ser real resulta tan violento

porque sólo se da a posteriori, después de que la razón haya chocado

contra sus propias fronteras y se haya visto así obligada a salir de sí

misma, cual si no estuviera ya siempre junto al ser y en el ser. Por el

mismo motivo también siguen siendo problemáticas la posición, la

validez y la justificación de la experiencia, pese a su función

fundamental para la filosofía positiva.

Mas, si se piensa en la procedencia espiritual de Schelling, en su

primera filosofía que arranca del idealismo subjetivo, se vuelve al

idealismo objetivo y se incorpora al sistema de identidad y desde el

espíritu cristiano supera el pensamiento panteísta en el sentido de

Spinoza, no deja de ser sorprendente hasta qué punto Schelling se ha

superado a sí mismo y —en una dirección similar a lo que emprendió el

Fichte de los últimos años— se ha adentrado en una metafísica

cristiana.

Para concluir, una pregunta más acerca de cómo se comporta y en

qué relaciones está la obra tardía de Schelling con el idealismo en

general: ¿Sigue perteneciendo al idealismo, quizás incluso como su

corona y culminación, o más bien desde planteamientos esencialmente

ajenos al idealismo proyecta una filosofía de la experiencia y de la

realidad distinta por completo? La verdad está en el medio. La

problemática decisiva del idealismo no la abandona el Schelling de los

últimos años, sino que la piensa en forma consecuente hasta el final.

Tras el Sistema de identidad y hasta las Edades del mundo, el problema

de la autofundamentación transcendental de la razón pasa cada vez

más a segundo plano; pero en la obra tardía lo recoge resueltamente y

lo desarrolla en una forma nueva. Se trata aquí una vez más de la

autofundamentación de la razón desde el punto unitario y el fundamento

original que, cual prius absoluto, precede a todo conocimiento objetivo.

Pero en este problema Schelling llega más allá de donde había

llegado el idealismo hasta entonces, incluso más allá de Hegel, a quien

le sobrevivió casi veintitrés años y a quien combatió encarnizadamente

hasta el final. En efecto, Schelling reconoce que la razón con su

pensamiento no es lo supremo y absoluto, ni es el saber absoluto de

Hegel, sino que en tanto que razón finita nunca puede aprehender y

comprender adecuadamente lo absoluto, y que por tanto no es

precisamente el lugar de la autocomunicación divina, en que lo absoluto

llega a sí mismo en el saber y la conciencia. La razón tiene que dar por

supuesto lo absoluto, ponerlo fuera de sí como «ser anterior a la

razón», que no se comunica consigo en el espíritu finito sino

únicamente en sí mismo: como autocomunicación transcendental, es

decir, concretamente como Dios transcendental y personal, como Dios

que crea de un modo libre y que desde la libertad se ha decidido a la

creación y posición del mundo. En la libertad de Dios ve Schelling el

elemento esencial de una filosofía cristiana: Dios es «el Señor del ser».