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El paralelepípedo Rasta _ XLI Son más de cinco mil los libros que descansan en las estanterías que recorren de un lado a otro el despacho de Gustavo Altamira. Aún siendo un número elevado, Gustavo los conoce todos. Menos uno, que nunca antes estuvo ahí, pero que ahora -y esa evidencia es incontestable- sí está. Gustavo se da cuenta nada más entrar en su lugar de trabajo de que algo no va bien. No puede precisarlo, pero algo falta, o sobra, algo desentona con la rutina meticulosa de su día a día. Pero ¿qué? Quieto y expectante, en la entrada del estudio, Gustavo somete a un barrido visual riguroso la habitación intentando establecer qué es exactamente lo que está ocurriendo mientras su nariz aletea y él se eriza, en estado extremo de alerta, y va girando su cabeza ciento ochenta grados a razón de segundo por grado. Lo inmediato es pensar que alguien, una visita quizá, le ha robado algún ejemplar. Cierra los ojos para controlar el inicio de ansiedad que esta suposición le empieza a provocar, y, concentrado mientras intenta calmarse respirando profundamente, se da cuenta de que no es así. Ha olfateado algo nuevo. Hay un libro en algún lugar del despacho que ayer no estaba. Es así, lo sabe, no en vano el estudio ha crecido a la misma velocidad que su dueño. Novela tras novela, poemario tras poemario, ensayo tras ensayo, el despacho se amplió en riqueza a la vez que lo hicieron los horizontes de Gustavo. Puede notarlo. Es un libro. Y aún puede apreciar algo peor: Él no lo ha leído. En el momento en que éste descubrimiento se transforma en certeza, a paso acelerado se acerca a la estantería del lado izquierdo de la habitación, esquivando su sencilla mesa de trabajo de madera lacada en color blanco - al igual que todas las estanterías - y un poco coja por culpa del desnivel que provoca pisar la historiada alfombra persa. La mesa está atestada de papeles que, sin embargo, guardan un extraño orden dentro de su microcosmos caótico. Gustavo despliega la escalera de tres peldaños que se apoya en un lateral de la estantería y decide ir paso a paso, rastreando cada milímetro, en busca de ese preciado tesoro que, misteriosamente, sabe que se alberga desde hace muy poco en su estudio. Repasa todos los lomos de novela alemana a lo largo de los siglos, sigue por Francia, Italia, España… Y una hora más tarde termina de visitar Europa sin haber desvelado el enigma y con la camisa totalmente pegada a la espalda por el sudor. Pasa a la sección poemas y ensayos europeos, escalera en ristre, y peina anaquel tras anaquel sus lomos, sin descubrir nada nuevo si exceptuamos el darse cuenta de que no está en absoluto en forma. Salta al módulo sudamericano y de un solo paso atraviesa el océano con la única ayuda de su escalera y sin mojarse, y en su búsqueda revisita a Benavides, Benedetti, Bioy Casares, Bolaño, Borges, todos ellos vecinos de balda según su criterio organizativo. «Debería redistribuir Sudamérica

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El paralelepípedo Rasta _ XLI

Son más de cinco mil los libros que descansan en las estanterías que recorren de un lado a otro el despacho de Gustavo Altamira. Aún siendo un número elevado, Gustavo los conoce todos. Menos uno, que nunca antes estuvo ahí, pero que ahora -y esa evidencia es incontestable- sí está.

Gustavo se da cuenta nada más entrar en su lugar de trabajo de que algo no va bien. No puede precisarlo, pero algo falta, o sobra, algo desentona con la rutina meticulosa de su día a día. Pero ¿qué? Quieto y expectante, en la entrada del estudio, Gustavo somete a un barrido visual riguroso la habitación intentando establecer qué es exactamente lo que está ocurriendo mientras su nariz aletea y él se eriza, en estado extremo de alerta, y va girando su cabeza ciento ochenta grados a razón de segundo por grado.

Lo inmediato es pensar que alguien, una visita quizá, le ha robado algún ejemplar. Cierra los ojos para controlar el inicio de ansiedad que esta suposición le empieza a provocar, y, concentrado mientras intenta calmarse respirando profundamente, se da cuenta de que no es así. Ha olfateado algo nuevo.

Hay un libro en algún lugar del despacho que ayer no estaba. Es así, lo sabe, no en vano el estudio ha crecido a la misma velocidad que su dueño. Novela tras novela, poemario tras poemario, ensayo tras ensayo, el despacho se amplió en riqueza a la vez que lo hicieron los horizontes de Gustavo. Puede notarlo. Es un libro. Y aún puede apreciar algo peor: Él no lo ha leído.

En el momento en que éste descubrimiento se transforma en certeza, a paso acelerado se acerca a la estantería del lado izquierdo de la habitación, esquivando su sencilla mesa de trabajo de madera lacada en color blanco - al igual que todas las estanterías - y un poco coja por culpa del desnivel que provoca pisar la historiada alfombra persa. La mesa está atestada de papeles que, sin embargo, guardan un extraño orden dentro de su microcosmos caótico.

Gustavo despliega la escalera de tres peldaños que se apoya en un lateral de la estantería y decide ir paso a paso, rastreando cada milímetro, en busca de ese preciado tesoro que, misteriosamente, sabe que se alberga desde hace muy poco en su estudio. Repasa todos los lomos de novela alemana a lo largo de los siglos, sigue por Francia, Italia, España… Y una hora más tarde termina de visitar Europa sin haber desvelado el enigma y con la camisa totalmente pegada a la espalda por el sudor. Pasa a la sección poemas y ensayos europeos, escalera en ristre, y peina anaquel tras anaquel sus lomos, sin descubrir nada nuevo si exceptuamos el darse cuenta de que no está en absoluto en forma. Salta al módulo sudamericano y de un solo paso atraviesa el océano con la única ayuda de su escalera y sin mojarse, y en su búsqueda revisita a Benavides, Benedetti, Bioy Casares, Bolaño, Borges, todos ellos vecinos de balda según su criterio organizativo. «Debería redistribuir Sudamérica por países», piensa, pero lo descarta por falta de tiempo y porque la urgencia de saber qué hay de nuevo por allí, y aún peor, quién lo trajo, le impele a seguir buscando, ya sin resuello tras dos horas de búsqueda.

Está empapado en sudor y nota cómo el polvo acumulado entre los libros le ronda la nariz buscando un estornudo que no llega. Suenan las doce en el reloj. Tiene dos horas. A las dos de la tarde Raimunda vendrá a anunciarle que la comida está en la mesa y nunca, jamás que él recuerde, ha hecho esperar a nadie ni se ha saltado horario alguno. Tiene, en definitiva, dos horas para encontrarlo, sí o sí. No podrá comer si no lo hace. No puede dejar de ir a comer por ello. Sencillamente, sólo puede encontrarlo.

La siguiente hora la pasa íntegramente entre Norteamérica y Asia, donde ya los estornudos le sobrevienen a razón de cinco seguidos con intervalos de un minuto de descanso. Le lloran los ojos y bizquea, y entrevé los títulos de los lomos empañados pero no tiene tiempo de buscar sus gafas. Se siente muy cansado, como si el posar los ojos en cada uno de sus ejemplares le hubiera obligado a repasar cada historia. Le duele la cabeza, los brazos, no ve bien, pero no puede dejar de buscar y no duda por un momento que no está equivocado. Solamente una pregunta lo acucia y enerva ¿Dónde está? En el reloj suena la una.

La una de la tarde y ya sólo le queda un módulo. El peor bloque de todos, el dedicado a la narrativa breve. Colecciones de relatos ordenados sin ningún criterio, ya que siempre le resultó imposible. No pudo ordenarlos por autor porque tiene muchas recopilaciones integradas por varios escritores. No pudo ordenarlos por países porque tiene muchas colecciones temáticas que no entienden de fronteras. No pudo ordenarlos por temáticas porque hubiera necesitado tantas etiquetas para rotular las estanterías que se hubiera vuelto loco. Así que mira el módulo con infinito cansancio, pasa su palma abierta por la frente sudorosa, su manga por los ojos llorosos, coge la escalera y comienza por arriba, ansioso ya y con prisas de contrarreloj.

Y roza con el dedo índice de la mano derecha a Carver y se ensucia con su realismo… y toca a

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Fernández Cubas, a Clarín, a Faulkner, acaricia lomos de Quim Monzó y sonríe sin detenerse… y roza a Yourcenar, a Medardo Fraile, a Montero y a duras penas un lomo finísimo de Monterroso… Roza a Kipling, a Menéndez Salmón, acaricia a Poe con un escalofrío, y cuando toca a Kafka le parece ver una cucaracha por el rabillo del ojo, corriendo por el anaquel hasta esconderse detrás de Cheever. Acaricia a Capote, a Woody Allen, a un tal Gaiman que no acaba de recordar bien quién es y no puede pararse a redescubrirlo… a Mercedes Cebrián, a Bryce Echenique, a toda la nueva guardia argentina, «ché, pibes, aquí me ven como un boludo, buscando a toda prisa qué fue lo que no me leí»… Roza a Millás y a Cortázar, pasa por Foster Wallace pensando cuánto hace que no va a jugar al tenis y sintiéndose muy cansado… Toca a Tomeo, a Márquez, a Bukowski, a Silvina Ocampo y…

Suenan las dos en el reloj.

Raimunda aparece a los diez segundos secándose las manos en el delantal blanco, anudado atrás a duras penas porque la puede abarcar por muy poco, y, como cada día, le anuncia: «Señor Altamira, ya tiene la comida en la mesa, ya puede venir».

Gustavo sólo ha conseguido revisar la mitad del módulo cuentístico y no puede con su alma. Se siente sucio, sudoroso y rebozado en polvo añejo, cansado de buscar y recordar en tiempo récord tantas historias leídas y vividas. Desesperado porque no encontró el tesoro, la novedad, aún sabiendo que sigue ahí, en alguna parte. La impotencia le sorprende invadido de imágenes fugaces de mil y una historias distintas. Quiere llorar, quiere ducharse, quiere dormir… si pudiera lo haría todo a la vez: Mezclar sus lágrimas con la ducha mientras duerme de pie con la cabeza apoyada en una baldosa blanca y cuadrada. Lo que desde luego no quiere ni puede hacer es comer.

Raimunda lo mira, ceja en alto, impresionada con su aspecto desastroso cuando el señor siempre está impecable. Ahuyenta de un manotazo al aire este pensamiento y con un giro orondo le precede en dirección al salón.

— Señor Altamira, por cierto. Me he tomado la molestia de calzar su mesa de trabajo, no sé como no le incomoda que cojee por pisar la alfombra sólo en tres patas, no entiendo cómo puede usted trabajar así… No ponga esa cara, no he usado nada suyo para nivelarla, aunque algunos libros irían muy bien para eso… pero no, he usado uno mío, una novela rosa muy bonita que está de moda ahora, y que casa muy bien con la alfombra y así apenas se ve, parece un recorte añadido ¿a que no se ha dado cuenta? Pues hala, la mesa ya no cojea ¿ve que bien? No ponga esa cara, yo ya he leído la novelita, y no guardo los libros como usted… ocupan mucho espacio, y hay que ser más práctico en ésta vida señor Altamira, hay que buscarle utilidad a las cosas…

Gustavo se gira mientras Raimunda sigue monologando en dirección al salón sobre su falta de pragmatismo y, desde el pasillo, entrevé el canto amarillento del paralelepípedo que calza su mesa. Con un cansancio infinito rompe a llorar en silencio dejando que sus lágrimas labren caminos limpios sobre su rostro cubierto con polvo de siglos.

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Ana Herrera

Clase VXI

Inicio de Javier Ariza

Amor Extraño

“ Son miles las veces que he creído pensar de este modo en ti, pero hoy me he tenido

que rendir a la evidencia de que no era así. Me equivocaba. Como me equivoqué al decirte lo

que te dije. Como me equivoqué al hacer lo que hice. Como me estaré equivocando ahora, al

contarte lo que dije y lo que hice. Pero necesito contártelo todo. Así que escucha... “

Tus ojos eran mentirosos haciéndome creer que me pertenecías, provocando en mí la

pasión de una mente enferma. Afortunadamente cuando te encarcelaron por la muerte de tu

amante, fue un tiempo de terapia para mí que me devolvió la serenidad y la calma. El duro

acontecimiento me ayudó a vencer mi locura. Si, estaba loco a causa de lo que yo creía un

gran amor. Por las noches me escondía como un delincuente frente a tu casa, para contemplar

tu silueta detrás de los cristales, dando rienda suelta a mil fantasías. Una noche vi entrar un

hombre sin que tú se lo impidieras. Quise matarle, rabioso de celos, pero como un bellaco

volví a la noche siguiente para esconderme como siempre y contemplarte a mi gusto. Las

visitas de tu amante se repetían hasta el día en que después de un gran altercado, intentó

estrangularte. La lucha fue muy dura, la suerte quiso que tuvieras cerca unas tijeras y

agarrándolas a tiempo, diste un golpe certero y el agresivo amante cayó al suelo sin vida,

después de intentar atacarte de nuevo

Mi testimonio fue importantísimo. Un caso de legítima defensa. El tiempo que estuviste

en la cárcel me sirvió de terapia, reflexionando sobre mi extraño amor y mi enajenación. Al

salir de la cárcel en tu hermoso rostro se adivinaban las huellas de los sufrimientos pasados.

Supongo que haber matado a un ser humano deja una huella imborrable. Ahora soy un

hombre renovado y sereno. Tenía que decírtelo. Ya conoces toda mi trayectoria sentimental,

mi elucubración, mis celos y mi amor por ti. Aunque tú ahora me quieres regalar tu cariño, ya

es tarde. Seré tu amigo si tus ojos son sinceros al cruzarse con los míos. Te ofrezco mi amistad

porque ya me considero un hombre equilibrado. Tenía verdadero interés en que lo supieras. Si

me necesitas me encontrarás siempre.

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La buhardillaAndrea H. MingorancePrincipio por Javier Ariza

La mañana en la que Ernesto entró a su nueva casa por primera vez, era la de un día soleado, de los de buen augurio. Al mediodía el viento revoltoso se dedicó a jugar con las ramas del árbol que daba sombra al dormitorio, causando gran estropicio de cristales rotos. La tarde fue corta y lluviosa, de las de libro, copa y chimenea; y el anochecer fue pródigo en extraños sonidos y susurros. En la madrugada se adueñaron de la casa fuertes golpes, sonidos de pasos y alaridos. Ya de mañana, con la tímida salida del sol Ernesto ya no tenía dudas: éste había sido sólo su primer día en una casa endemoniada.

Sin embargo, nadie le creyó. Intentó llamar a la agencia inmobiliaria pero solo unos interminables pitidos le contestaron. Ernesto suspiró profundamente, ya era lo suficientemente mayorcito para andarse creyendo cuentos de fantasmas. Desde ese momento intentó no hacer caso a los pasos, a los sollozos, a las sombras que inundaban su casa por la noche. Simplemente cerraba con fuerza los ojos y esperaba pacientemente a dormirse. El vodka le ayudaba a no escuchar. Una copa antes de irse a la cama y los fantasmas desaparecían con mayor rapidez.

Durante el día la casa estaba tranquila. Tras llegar de trabajar, Ernesto se tumbaba en el sofá a fumar un cigarrillo e inhalaba la quietud y el silencio. A veces bajaba al sótano y se ponía a investigar las pertenencias que habían dejado los anteriores propietarios de la casa. Por las fotos había sido una pareja joven pero no disponía de más información ya que la inmobiliaria no le había dado detalles y él tampoco había preguntado. También había intentado subir a la buhardilla pero había encontrado que la puerta estaba cerrada con llave. No le había dado mucha importancia a ese hecho.

Una noche se le acabó el vodka. Permaneció tumbado en la cama con la mirada clavada en el techo durante un rato. Al poco escuchó pasos que bajaban de la buhardilla. En el pasillo alguien corría con pies ligeros y se escuchó una débil risa infantil. Ernesto siguió mirando el techo, intentando convencerse de que era una ilusión. Los pasos siguieron bajando y se pararon en algún lugar determinado del piso de abajo. Entonces empezaron los susurros.

Ernesto no aguantó más. Salió de la cama y se deslizó fuera de la habitación en dirección a la planta baja. Se paró en medio del salón, con los sentidos alertas. Durante unos segundos no pasó nada, sin embargo, Ernesto permanecía de pie con todos los músculos en tensión. De repente una pequeña figura envuelta en sombras apareció corriendo en el pasillo. Ernesto la siguió y llegó a la puerta de la cocina. Estaba cerrada, él nunca la cerraba. El corazón palpitaba desbocado en su pecho así que se ordenó a sí mismo calmarse. Alargo la mano para asir el pomo pero una risa proveniente de detrás de la puerta lo detuvo. Cogió aliento y abrió la puerta.

Allí no había nadie. Ernesto empezó a preguntarse si no había sido todo una alucinación. Entonces se percató de que encima de la mesa había una llave dorada. En el piso de arriba se escucharon pasos apresurados. Ernesto no dudó, cogió la llave y subió nuevamente. Cuando llegó a la puerta de la buhardilla comprobó que seguía cerrada. Introdujo la llave y la puerta se abrió.

La habitación estaba en penumbra. Tras encender las luces, lo primero que le llamó la atención fue la cama colocada junto a la pared. Luego su mirada vagó por las estanterías repletas de peluches, muñecas y cuentos. Solo había una ventana en la habitación pero estaba tapada por unos gruesos tablones firmemente arraigados a la pared.

De repente, Ernesto escuchó cómo se cerraba la puerta a sus espaldas y se giró bruscamente. Estuvo a punto de gritar al descubrir una niña que lo observaba fijamente. El

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pelo rubio, casi blanco, le caía sobre la cara dejando ver apenas unos ojos oscuros en los que Ernesto creyó detectar un brillo rojizo. Vestía un vestido blanco y rosa pero se fijó, con horror, que estaba cubierto de sangre y cenizas. Su piel pálida presentaba algunas quemaduras por lo que Ernesto no supo si la sangre era suya o no.

— ¿Quién eres?— preguntó Ernesto sin atreverse a moverse, paralizado por el miedo. La niña no dijo nada. Sonrió durante un segundo y entonces desapareció. Ernesto se

quedó quieto cerca de la cama, intentando calmar su respiración. Pero sintió una caricia fría en su espalda y no pudo evitar un alarido de terror. Se dio la vuelta y vio a la niña sentada en la cama, en sus manos sostenía una muñeca de trapo que, al igual que ella, estaba cubierta de sangre.

— Papá y mamá decían que estaba endemoniada— comentó con tristeza mientras arrullaba a la muñeca—. Por eso me encerraron aquí, decían que era por mi bien, pero….

Ernesto la contemplaba aterrorizado mientras barajaba sus opciones. La puerta estaba cerrada e intuía que no se abriría si ella no quería. No había salida así que se quedó quieto escuchando a la niña.

— Yo solo quería ir a la escuela y jugar con los otros niños— continuó ella alzando la mirada hacia Ernesto—. Un día trajeron a un cura, decían que con la ayuda de Dios me iba a poner bien. Pero el cura salió huyendo nada más verme.

— ¿De quién es esa sangre?— preguntó Ernesto en un susurro— Yo solo quería jugar con los otros niños— repitió ella—. Una vez se olvidaron cerrar

la puerta con llave. Así que por la noche salí de la habitación y fui al cuarto de papá y mamá. Estaban durmiendo.

— ¿Y… y qué pasó?— preguntó Ernesto aunque sabía que no le iba a gustar la respuesta

— Les acuchillé y luego les prendí fuego — dijo la niña sin inmutarse— y me quedé allí viendo cómo eran devorados por las llamas. Quería que ardiera toda la casa pero los bomberos llegaron pronto y sofocaron el fuego.

— ¿Qué quieres de mí?— preguntó Ernesto angustiado, incapaz de seguir escuchándola.

— Quiero que me liberes, por favor— dijo la niña con una profunda tristeza en su mirada inerte.

Ernesto no pudo negarse. Cuando empezó a amanecer, el fuego lamía los cimientos de su casa y se extendía rápidamente hacia la buhardilla. Pero para entonces él ya estaba muy lejos.

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CLASE XLI

MutaciónPor Mónica Balladore

Cuando Gregorio Samsa se despertó una mañana después de un sueño intranquilo, se encontró sobre su cama convertido en un monstruoso insecto. Se sintió y se palpó diferente. Contempló las paredes llenas de cuadros demasiado analizados, tablas de estadísticas por todas partes. El único color lo daban las curvas azules y rojas bajando y subiendo en vaivenes de mercado. Samsa se había vuelto tan adicto a su trabajo que dormía en una cama rebatible en la oficina de su empresa. Lo primero que hizo fue mirar el reloj que estaba sobre el escritorio y constató que faltaba una hora para que llegaran las empleadas administrativas. Con esfuerzo se levantó para mirarse en el espejo. Como la imagen le resultaba increíble, se tocaba, pero la aspereza peluda de su cuerpo coincidió con lo que veía. Tenía, además un par de ojos esféricos que le permitían abarcarlo todo sin voltearse. Pensó en lo ventajosos que le podrían haber sido para el control minuciosamente detallista que ejercía sobre sus empleados. Después observó el par de alas en su espalda lo que disipó todas sus dudas: se había convertido en una mosca negra, común, doméstica pero asquerosa. ¡Inmensa y horripilante mosca! El tamaño aumentaba la repugnancia. Deambuló nervioso, pensó y repensó la manera de solucionar el problema. El tiempo transcurría y la hora se acercaba. La primera en llegar sería su hija. ¿Le explicaría a ella? Pensó el modo y las palabras pero inmediatamente percibió que era inútil: no podía hablar. Estaba encarcelado en el cuerpo de un insecto, con sus facultades intelectuales ilesas pero sin el poder de la expresión. De dimensiones humanas, con patas y alas de mosca, su peso no le permitía volar y la natural facultad de adherencia del insecto para caminar techos y superficies lisas, se convertía para Samsa en un problema adicional. Logró pulsar el botón de la alarma y una ensordecedora sirena invadió la oficina. Su cerebro estallaba por el sonido externo mezclándose con las íntimas reflexiones personales. Sus ojos daban vueltas y parecía que se desorbitaban. Un remolino de recuerdos desfilaba saltando como una película rebobinándose loca. Los esfuerzos para llegar a construir lo que tenía habían sido ¿excesivos? ¿Lo habían llevado a una alucinación? No, él siempre había sido una persona sagaz que sabía anteponerse a los hechos. Siempre supo abrir el paraguas antes de la lluvia. Cuando su mujer le pidió el divorcio, él ya había gestionado poner su patrimonio a salvo. ¿Amigos? No tenía tiempo para ello. En cuanto a sus hijos, simplemente lo habían desilusionado, eran unos inútiles. ¿Por qué ninguno de sus tres había heredado de él la constancia y perfección que lo caracterizaba en todas sus facetas? Se lo había preguntado varias veces en voz alta delante de ellos, ¡los tres con títulos universitarios! Los hijos habían permanecido mudos, debió haber entendido el lenguaje de sus miradas. Ese detalle, observado desde sus recién adquiridos ojos esféricos, aumentaba como visto a través de una lupa. Encarcelado en su cuerpo de mosca, le pareció tener frente a sí, la mirada de la hija mayor, la que había aceptado trabajar junto a él. Efectivamente, alertada por la empresa que se encargaba de monitorear el lugar, concurrió con la llave. Estaba parada allí, firme, petrificada, lo contemplaba extasiada, casi ¿incrédula? A su alrededor, policías y bomberos en actitud alerta y temerosa. Por fin detuvieron la sirena, el silencio helaba, sacudía más que el ruido. Samsa, arrinconado contra la pared, distaba mucho de ser el jefe que solía poner a los otros en situación de creerse insecto. Comenzaron a llegar las empleadas, el cadete, el correo y la camioneta de reparto. Todos con la cotidiana puntualidad exigida, todos mostraban la misma expresión consternada y no atinaban más que preguntar: « ¿Dónde está Samsa?» La pregunta se multiplicaba en el ambiente y en su cerebro mosquil, amplificada, taladraba hasta límites infernales. Lo anulaba, no lograba encontrar el modo de mostrarles que allí estaba, que a

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pesar de su apariencia de insecto, él era Gregorio Samsa, el jefe, el dueño, el que pagaba los sueldos y a quien debían el bienestar de sus familias. Ellos eran los inútiles, estúpidos al extremo que no podían reconocerlo. Su enorme cabeza estallaba y llegó al máximo cuando vio al jefe de bomberos entrar decididamente con una caja de insecticida en aerosol que repartió entre los presentes. Muy pronto fueron vaciando sobre él los envases, estornudando por el aroma, pero deseosos de deshacerse del monstruo. Ellos no dijeron nada y Samsa no pudo, pero en él último estertor supo, en las entretelas de la conciencia, que lo habían reconocido y que, precisamente por eso, se apuraron en rociarlo.

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CLASE XLI con el inicio de Nora Avalle

HOMBRE CON CAMISA EN TONOS DE MARRÓNLUVA

“Jamás volví a encontrarla desde aquella vez. Sólo recuerdo las manos extendidas, las suyas, las mías. Luego la bruma se devoró la imagen y mi memoria. Al tercer día ya no recordaba lo que estaba buscando”.

No sé porqué escribí esas líneas, pero el releerlas me acongoja. Guardo el papel en el bolsillo de la camisa, dejo la lapicera sobre el escritorio y me acerco a la ventana. No tengo idea del tiempo transcurrido desde que comencé a escribir. Seguramente, ya es casi mediodía porque veo gente caminando hacia el edificio por los senderos empedrados del parque, entre filas de eucaliptos y aromos florecidos. Una mujer se detiene a observarme a través de la ventana de mi habitación. Es todavía joven y lleva el cabello largo recogido como al descuido, con una pinza que deja caer algunos mechones sobre su frente y a los costados de la cara. Me conmueve y desearía acariciarlo. Entonces siento curiosidad por saber cómo se me ve y me estudio mi imagen en el espejo del ropero que me refleja de cuerpo entero cuando me paro a los pies de la cama: Veo a un hombre de mediana edad, alto y algo desgarbado, aunque no logro definir el color de los ojos, una bruma entre grises y celestes. Lleva un jean y una camisa a cuadros en tonos de marrón con un bolsillo donde unos momentos antes guardó algo. El olor de la comida me recuerda los sabores y los sonidos de los domingos. Alguien me conduce hasta una mesa del comedor donde ya está sentada una mujer. Es la mujer del parque. Creo distinguir un lunar, semioculto bajo el cabello, en el nacimiento de su cuello; hasta me parece sentirlo bajo las yemas de los dedos. Pero no me atrevo a rozarlo porque no sé cómo reaccionará la desconocida. Ella me sonríe y unas líneas casi imperceptibles se le dibujan a cada lado de la boca. Desearía recorrerlas con mis labios pero al mismo tiempo me siento terriblemente incómodo. Querría sentarme solo en otra mesa, entonces parece que ella percibe mi intención porque, sin tocarme, acerca su mano a la mía y me aclara:

- No te preocupes. Voy a acompañarte sólo el tiempo que dure el almuerzo.

No se lo digo, pero me sentiría más seguro si se fuera enseguida, porque su perfume me inquieta y su proximidad me obligaría a acercar más mi mano a la de ella. Para evitarlo, me la llevo al pecho y descubro, en el bolsillo de la camisa, un papel; lo coloco sobre la mesa, entre ella y yo. Quedo atrapado por el bullicio del comedor, por los aromas de la comida entremezclados con los perfumes, por los diferentes matices de las voces, por la variedad de rostros y gestos, por las corridas de los pocos chicos entre las mesas…Una mujer está frente a mí con una bandeja de comida y bebidas. Es la mujer del lunar que se sienta. ¿Querrá que conversemos mientras comemos? Como parece concentrada en su plato puedo seguir espiando el comedor a cada lado de su silueta. A un costado y a otro y por encima de ella, el movimiento los ruidos y los colores se desplazan hasta que todo se funde en un casi silencio, en una casi nada de algunas personas que todavía charlan en voz baja.Una mujer se sienta a mi lado. Es la mujer que acercó los platos de comida ahora vacíos; los aparta, desliza un papel bajo mi palma e intenta cerrar mi mano para que lo retenga. Pero yo la retiro y guardo la nota en el bolsillo de la camisa. Una mujer empuja la puerta vidriada y sale al sol de la tarde mientras se suelta el cabello. Intento tocarlo pero ella se aleja. Es la mujer que quiso cerrar mi mano sobre unas líneas que me entristecen y no sé porqué:

“…Entonces ella partió a construir más recuerdos; a buscar lo que no sabía si existía”.

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ClaseXLI

¿Ves aquello que está en la niebla?

Juan todavía temblaba cuando entró al jardín. Puso llave a la puerta y se detuvo unos instantes para levantar el cierre del abrigo y dar dos vueltas a la bufanda alrededor del cuello. Observó que mientras en el jardín la lluvia caía sobre las ramas sin hojas, más allá del cerco el sol dibujaba en el piso la frondosidad de la copa de los árboles. Lo tomó como una buena señal y se sintió aliviado. Casi no recordaba la última vez que había reparado en el aroma primaveral de la calle. Dos o tres semanas, el tiempo transcurrido desde aquella tarde en que la enana lo había invitado a entrar.

La casa de la enana se distinguía entra brumas, siempre circundada por una humedad cenagosa que a la distancia difuminaba otros detalles. Solía mirarla por la ventana en cada pausa por concluir una novela, aún reconociendo que turbaba su imaginación al punto de encontrarse a veces sentado frente al teclado, con la mirada perdida, envuelto en la telaraña que la enana sin saberlo iba tejiendo entre intrigas y suspenso.

Hacía nada que se había mudado a ese valle, donde apenas se desmigaban algunas casa en desencajada armonía, buscando encontrarse a solas con sus ficciones. Esa tarde, abrumado de silencio, decidió salir a caminar, sin dejar de reconocer que la intrigante casa de la niebla le alentaba el paseo.

Sus pasos y el tiempo quedaron detenidos frente al jardín. Era –un cuadro inacabado, deslucido, sin tiempo. Desde unas monocromías sepia escucho la voz, que no condecía con el entorno por lo altanera.—El problema está en el final –afirmó con total convicción-

En un principio creyó que era su conciencia, acicateándolo, aunque su mirada la encontró en el sitio desde donde se hizo oír.—A cuál final se refiere? – preguntó Juan ya algo preocupado.—A los vacíos, los sinsentidos, los finales de los cuentos, anímese, anímese -dijo parada sobre un umbral demasiado alto para su pequeñez, mientras sostenía la puerta franqueándole la entrada.

La mirada no tenía donde detenerse en esa estancia única y vacía: una alfombra, una silla, un gato. Como si leyese el pensamiento agregó:—El resto fue borrado, ya no existe.—Por qué siempre los finales son difíciles? - preguntó Juan, como para definir el tema, aunque ya no le cabían dudas de que hablaban de lo mismo.—Porque los personajes escapan, no quieren ser manipulados, eligen su propia aventura. Aire, necesitan libertad, pero ese es el punto, el escritor se asusta, no estaba en sus planes, en su esquema, entonces empieza a borrar palabras, adjetivos que subliman pero parecen obvios - y en sus ojitos había una mezcla de resignación y fastidio- fragmentos muertos aparecen archivados por siglos. Debajo de esa alfombra mueren las palabras desechadas.—Usted, usted quién es – dijo Juan descompuesto. De pronto comenzaban a acorralarlo miles de metáforas, frases sueltas, pesados hipérbaton, expresiones artísticas y rebuscadas, algunas palabras alentadoras. Verdaderos cadáveres literarios. Era como la papelera de reciclaje.—Yo? Yo fui sólo un buen inicio que no pudo crecer, y aquí estoy, descartada. Cada vez que un escritor fracasa, nos quedamos sin tiempo, sin color, sin imagen, en este limbo, donde no podemos morir a menos que el autor decida matarnos.

No tuvo el valor de abandonarlos en ese invierno agonizante. Dos o tres

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semanas fue el tiempo que le llevó recoger los fragmentos para una nueva novela. Nora Avalle

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Clase XLI. El inicio apócrifoArnau—César Sención._

"El Analista"

—Algunas chicas visten como putas. No digo que lo seas, pero te disfrazas de puta. Si yo fuera vestido de policía por la calle, la gente vendría a preguntarme donde está tal calle, y yo les diría “Ah, lo siento, no soy policía”. ¡Si vas vestida como puta, no te cabrees si te pago una copa, joder!

Lulú se levantó con el entrecejo estremecido, se cubrió con la sabana y se fue al lavado refunfuñando:

—No. —Gritaba Lulú —Solo ves lo malo de mí, cada vez que te sacias las ganas, me recriminas y botas del cuarto con estos improperios como si fuera un excremento.

—Solo es un consejo, se corre el rumor de que coqueteas a todo el que te pasa cerca. Evito que la cosa se torne peor.

—Serán cabalas tuyas. Me sorprendes con estas groserías.—¿No quieres reconocerlo? Serás una fracasada.Lulú se introduce en el lavado, se asea y sale caminando despacito hacia cama, arrastrando

la sabana, arriba cubre la mitad de sus senos, atrás descubierta la espalda y al desnudo partes de las nalgas. El esposo pretende hacerla reflexionar, sacarla de su terquedad, y añade.

—Ahí está la muestra, no dejas de llamar la atención ¿Y qué me dices de esa befa, Lulú?—Yo no veo que es lo que hago mal que tanto te irrita, dime: ¿cual es la falta que cometo, y

que llama tanto la atención?—Acaso no ves ese espíritu lascivo, seductor que te domina. —Le reclama Miguel

levantándose de la cama, cubriéndose con la almohada —No comprendo cómo pude enamorarme de una mujer tan lujuriosa y bellaca como tú.

—Amor mío, reconozco lo alegre que soy; pero te prohíbo rotundamente que me hables de este modo —exclamó Lulú avergonzada, halándole la almohada con furia.

—Tus padres te han hablado bastante de esto... ¿Te acuerdas?—¡Calla maldito! —Ella indignada le lanza la almohada en la cara.—No, no me callaré hasta que no aceptes lo que te digo. —Él se baja a recoger la almohada

y la pone encima de la cama —Soy tu espeso y no permitiré que te vistas como una cualquiera.—Prefiero terminar contigo que prohibirme de estos encantos. —Dice Lulú mientras da tres

pasos hacia al frente, suelta la sabana y toma una blusa descotada que tenía encima de la mesita de noche, se la ciñe a su pecho, modela, y sus grandes y deliciosos senos se mueven de izquierda a derecha, según el giro que da la mujer. —¿De estas cosas quieres privarme?

—¡Ay, cómo me seducen estos benditos senos! Senos jugosos, sedientos de caricias, —Piensa en voz alta el esposo para sus adentros, y teme que de la misma forma seduzca a todo hombre que la contemple con malicia, como por ejemplo, aquí al lado de ellos vive un hombre nuevo que aunque lo disimula muy bien, no puede ocultar su sentir. A su juicio, así hay muchos en la vecindad, y si empieza a deducir...no acabará nunca.

—Pero que ciego eres cariño. No comprendes que la mercancía que no se exhibe no se vende.

—Estas en un error Lulú, ya esa mercancía tiene dueño. —Se le acerca y con ternura la toma por los hombros, la abraza fuerte y con caricias le besa el cuello —No te incomodes si en cada paso encuentras un maniático que te acose y te invite a una cita.

—¡Que Dios me libre!—¿Ves por que te lo digo?El susurro del esposo y los suaves besos hicieron que Lulú cerrara los ojos, inclinara el oído

y abriera la boca con agónico suspirar. Ella cuelga las manos por encima del cuello del esposo, deja caer la blusa, y oprime su pecho contra el pecho velludo de Miguel, hasta fundirse en uno solo.

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Los dos desnudos van jugueteando mosaico por mosaico hasta el baño, se introducen a la bañera. (La libido reapareció a su debido tiempo, lo mismo que fueron llegando los gemidos, orgasmos y las estimulaciones), desaparecerá, sin que se acuerden de la discusión que habían tenido. Se manosean y aprietan para extraer de la vida, todos los goces supremos. El espíritu lascivo de Lulú se elevó hasta alcanzar un orgullo titánico: sus ventosas absorbieron del elixir superior su apetecida excitación y su lengua pegajosa lamió el cuerpo de aquel hombre como lo hace una ninfa divinizada.

Para él las estimulaciones pasaron de incesante a intensa, superaron las alegrías del cielo. Al introducirse en la bañera él: lenta y cadenciosamente la penetra. Lulú se sumerge entre la espuma, derretida lo besa, se envuelve y menea con sereno orgullo desde los hombros hasta el vientre su esqueleto; disfruta mientras succiona el miembro con orgullo libidinoso. Ella para esto no tiene ningún recato, él no le exige dignidad. No se abstienen de esbozar: gritos, gemidos agónicos, con los “ay” y la brevedad que hace posible la expiración.

El acto sexual, en su avance por ahogar la vigorosa pasión, proporcionó en ellos satisfacción inmensa, al mismo tiempo, la fuerza pasional se acrecentó con la intensa emoción que se siente al estar dentro del agua fría. Animaron la burbujeante espuma que terminó asfixiándolos, es decir: por un lado, la sofocación por los movimientos constantes dentro del agua, y por el otro lado, respirando el aire que el otro expira, la excitación se hizo mayor.

A Miguel, estrepitoso escalofrío le bajó desde la nuca hasta la ingle, por la espina dorsal, incitándole la eyaculación que terminó inundando de semen el vientre de Lulú: Rápido tembleque, con electrizante alivio, al cabo de la última infusión gritó:

—¡Muévete así maldita puta, bésame, muérdeme, sí, sí, toma, toma, jooodeeeer!Ella descolgada en la bañera, con el agua en el pecho y cubierta las cejas de espuma,

extenúa de regocijo.—¡Uf sí, magnífico!

Arnau —César Sención._

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La redenciónMax Chirinos

A Rasta, por su primer párrafo

Hubo una vez un tipo al que nunca le ocurría nada. Absolutamente nada. Se levantaba por la mañana, desayunaba, iba a trabajar, cumplía con sus obligaciones y horarios, volvía a casa después del trabajo, encendía el televisor y apagaba el cerebro, se iba a dormir… y vuelta a empezar.

Ese tipo era yo…

Aún recuerdo esa sombría tarde cuando le mostré mi primer examen reprobado — ¿Acaso no te das cuenta de todos los sacrificios que hago para brindarte esta educación?—. Nunca he podido olvidar esa lapidaria pregunta, ni tampoco su cansado rostro exhibiendo esa natural decepción.

Desde que Papá se marchó, Mamá se la pasaba ordenando el abigarrado depósito donde almacenaba las antigüedades, juguetes para niños y ropa importada que ofrecía a las mamás de mis compañeros de la primaria de Stern.

Yo era feliz cuando al arribar a mi abigarrado dormitorio desplegaba la inmensa cartulina blanca sobre la diminuta mesa de noche, sacaba mis lápices de colores de la mochila, e iniciaba la tarea que la Miss Packwood nos había encomendado sobre el final de la clase de arte.

Pero los impostergables lenguaje, matemáticas, e inglés pronto interrumpían mi breve momento de paz y placer. —No desperdicies el tiempo en ese pasatiempo que nunca te dará de comer— alguna vez había sentenciado Mamá.

Como cuando uno va reconociendo en el espejo que se está haciendo viejo, así veía como cada vez mi creatividad y talento artístico iban perdiendo su brillo a costa de que el cerebro se moldeara sometiéndose a la predecible y cuadriculada lógica, a las memorizaciones de fechas, sintaxis, ejercicios matemáticos, en fin. Por mí, hubiera dejado todo lo que contaminaba mi inspiración artística, pero yo no podía traicionar a Mamá; con Papá bastaba, así que no descuidé mis calificaciones en el resto de materias. Fui un iluso al creer que terminando el colegio tendría tiempo para dedicarme a mi vocación.

Aún guardo con nostalgia la medalla que me entregó Miss Packwood, fue el primer y último reconocimiento a mi talento artístico. Sigue en su cajita original, y reposa junto a ese mar de libros que consumí durante mi desapasionada estancia en la facultad de derecho. Fueron siete años de ininterrumpidos estudios. La noche en que me gradué con honores, Mamá nos invitó a comer comida china, desde la cabecera de la mesa y con la frente en alto alzó la copa de champaña de esa botella que había guardado celosamente desde que tengo uso de razón —por momentos como estos, vale la pena vivir—. Después de brindar, pasó su algodonada manga por cada ojo.

Los años venideros también conservaron una esencia monótona. Hacía mi rutina con mucha precisión, diariamente Mamá me levantaba por las mañanas, desayunábamos en la terraza, yo leía el periódico y ella miraba el océano, me iba a trabajar al estudio de abogados, cumplía con mis obligaciones y horarios, y, de vuelta a casa, Mamá misma me llevaba el azafate de plata con la sopa caliente al dormitorio, —tu favorita—, yo encendía

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la inmensa pantalla de plasma y me dormía… y vuelta a empezar. Aunque unos me veían como un profesional exitoso, lo cierto es que yo no era nada más que un perfecto autómata.

Pero el día en que Mamá no despertó más todo mi universo se desmoronó, incluso el laboral. Pero lo que se derrumbó fue un mundo para el olvido, para mi fortuna, el peor de todos.

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TRÍO DE ASES

Me acostumbré a andar siempre con el agua al cuello, como devorado por un remolino. Giré en grandes círculos y me sumergí cada vez más. Una poderosa fuerza me impulsaba hacia abajo hasta que sentí que el embudo no tenía fin. Solo me quedaban fuerzas para sobrevivir y como loco aspiré todo el aire del mundo. Entonces, pensé que tal vez no debería oponerme al desdichado destino que por circunstancias de la vida se me había endilgado. He llegado a la compleja conclusión de que la felicidad pasa indefectiblemente por el método DAS: Dinero, amor y salud, en ese orden, los tres pilares a los que aspira el hombre, y los causantes de que yo ya no lo sea. La vida me ha dado palos desde que era un crío, formando parte de una familia pésima en su concepto más conciliador, antagónica al ambiente mágico y fantástico que requiere ser niño, así que nunca pude optar a una relamida hada madrina para revertir las embestidas de alcohol de mi padre en abrazos espontáneos. Mi madre da fe de ello. Luego la escuela, el complicado acceso a un grupo de amigos respetado buscando abrigo social a un carácter débil e inseguro, los canutos como bates en la puerta del colegio, el absentismo escolar, el temario de la calle y el vandalismo en pura inercia, las peleas sin motivo aparente con la nariz empolvada y la sensatez a tomar por culo, siendo esa camaradería, esa piña de colgados que vieron muchas películas de gángsters, la justificación a cualquier fin. Todo eso me lanzó hacia ese espiral de despropósitos, sumergiéndome en mis gérmenes, eximiéndome con el paso de los años de seguir el sendero marcado: el de la universidad, la novia formal con convicciones, los viajes programados, el gimnasio y los paseos dominicales, el niño-hipoteca al que apuntas al fútbol en un astuto acto de inversión, en un patético plan para salir del bucle deficitario que es tu occidental vida. Supongo que la cagué.

Primero fue el amor. A los 23 años me instalé en un pequeño apartamento de las afueras de Figueres con la que en esa época era mi novia, Lara. Empezamos a callejear con 15 años entre tabaco, pugnas de virilidad y baratas ocurrencias ante inocentes y asequibles hembras. Tras decenas de ritos de aparejamiento en parkings y alamedas conseguí camelarme a aquella chica lozana de mechas rubias que siempre iba con el cigarrito colgando de los dedos, hábito que en algún momento del proceso adapté para sentirme más unida a ella. Surgió el amor y pasaron los años, y parecía que después de tantos polvos y navidades compartidas ya nada podría truncar un alegre y longevo noviazgo.

Luego fue el dinero. Ella se ganaba la vida de abogada de oficio y pasaba el día entero

encerrada en su despacho tras montones de legajos, la mayoría referentes a casos post-matrimoniales. En realidad esa tarea, que ya era maquinal, no saciaba las estratosféricas aspiraciones sociales que se había propuesto durante los años de universidad y finalmente cayó en una larga depresión que quiso ocultar con ademanes de intrascendencia y aparente normalidad. Yo ejercía un nimio papel en su consumido día a día, y acabé por sentirme igual de atendido que el espejo donde cada noche, al llegar a casa, se miraba apesadumbrada frotándose sus oscuras ojeras. - ¿Estás bien? – le preguntaba mostrándole mi preocupación – Claro cariño – respondía ella, tajante, con convicción y una sonrisa a fórceps. Yo, para contraste, trabajaba de reponedor en un supermercado local dónde apenas cobraba una cuarta parte de los gastos de la casa, lo correspondiente al uso diario del baño, y el derecho a escoger lado de cama. Pese el desigual ingreso, vivíamos muy bien.

De pronto, amor y dinero se confabularon. Gómez & Argamendi, el bufete de abogados, se fue a pique tras la tonificante muerte del caudillo que avivó las cenizas de la más remota pasión y redució el índice de pertenencias defenestradas. Lara, la principal fuente de ingresos en aquella relación, se había quedado en pelotas y lejos de saber cuáles eran aquellas aspiraciones con las que un día fantaseó, cambió su traje negro de poliéster y el refinado carmín por una corta minifalda y el rojo tomate rebasando los límites de sus finos labios. Ese plan, que decidió de un día para otro, también formaba parte de esa misteriosa y superficial pantalla tintada con la que chocaban sus sentimientos más primarios; esa pantalla de la que yo permanecía distante pero rabiado de curiosidad y con la mano de visera intentando atisbar algo detrás.

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Finalmente, intuí su nueva ocupación cuando me disparó un beso con guiño desde una cuneta de la N-II, y mi cuello, como huella de esa imagen, se resintió durante unos días del anquilosamiento que le produjo ese cruce de vidas a 120km por hora. – ¿Ha ido bien el día cariño? Estás más morena ¿no? – le pregunté en tono sarcástico sin molestarme a ocultarlo. – No. Soy puta. – aseveró. – … “Joder, que resolutiva” pensé. Lo dejamos; pero no del todo, porque mi deuda ahora era cuidar de esa mujer que me mantuvo, económicamente y sentimentalmente, a un nivel óptimo durante siete años, a la que creí querer con convicción, estando rigurosamente integrados en la dinámica del método DAS. ¡Qué alegres fechas aquellas! Mi querida Lara me necesitaba. Con el paso de los meses se vio infectada por la lujuria remunerada y la docilidad a lo vejatorio, por el uso indebido de la silla de playa y por la lacra de la heroína que convertían sus noches de sudor en algo más llevadero. La casa pasó a tener otros inquilinos, los muebles pasaron a manos de mi tía-abuela, el coche paso a ser inútil en mi vida, y lo vendí. Me mudé de realidad y mi vida volvió al cauce de la dependencia parental. Nada había cambiado.

Esa chica... Lara ¿fue un espejismo? ¿A caso pude estar con ella siete años y no morirme de pena al ver como se alejaba, como moría en mi vida? Me dejó sin un duro, y supongo que con el corazón a trizas dejando esos tres pilares con síntomas claros de aluminosis. Ese amor, el único en mi vida, el que se torna un recuerdo cada día más impreciso y aburrido. Ese amor que me alimentaba, literalmente. Ese amor que me curaba. Así fue todo cuanto sucedió en mi vida. Son siete años de apogeo vital en las tres vertientes del método DAS, el resto está virgen, lineal, cuadriculado. Desde entonces son tres pilares agrietados.

Ahora, con 56 años recién cumplidos, y 57 recién encarrilados mi felicidad depende de un trío de ases en una partida de ilimitados participantes. Esa es mi zona de acción, todo aquello que alcanza mi existencia. ¿Vale la pena intentarlo de nuevo? No creo, éste es mi lugar. Siempre sobre la frágil línea de un renegado bienestar, en el que las deudas, las mariposas muertas y la tos ronca se esconden bajo una mortaja de carne trémula. Desinflo mis pulmones y rectifico la carrerilla con la que pretendía prolongar la agonía. ¿Porqué oponer resistencia a un final tan evidente? Dejo muertos los nervios, músculos y razonamientos, y me dejo llevar por el remolino con el que un día empecé a perecer. No quisiera andarme con fatales presunciones sobre mi mala suerte a cambio de palmaditas en la espalda, no, nada de eso. Sólo estoy algo triste, porque hoy estreno cáncer de pulmón, y el tercer pilar, que es el maestro, se ve peligrosamente acechado. Efectivamente, nunca no me dí cuenta; ella tenía las tres respuestas: tierna, abogada y fumadora. Y es que el método DAS siempre funciona, para bien o para mal: Éste es mi envite final. Lo doy todo.

- Trío de Ases señores. Gané.

Arnau Margenet, del inquietante trailer ideado por José Ávila Forero

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Entierro nupcial, por Javier Jiménez (Ximens). Clase XLI.

Su coche iba el primero en la comitiva, tras el furgón fúnebre. Lo seguía tan pegado como una oruga procesionaria. Para no separarse aceleró y, en un stop, no pudo esquivar un gran turismo blanco que le embistió por un costado, llevaba lazos y flores en las manivelas y, dentro, una pareja de novios para casarse. El golpe no fue fuerte, y comenzaron a discutir dónde se apartaban para intercambiar los datos de los seguros. Unos decían de ir todos al cementerio, y otros de ir a la iglesia de la boda. La discusión subió de tono…

(Accidente oportuno, de Pascual Rebollo)

— ¡Lascivos! —insultó la viuda—. ¡Tanta prisa por ir a consumar el matrimonio! No respetar a un anciano ni el día de su muerte.

— ¡Señora, no falte! —replicó el cochero nupcial—. Aquí la única que tenía prisa era usted, que se ha saltado el stop. ¿Qué pensaba, que se le iba a escapar el difunto?

Los novios bajaron de la limusina y los invitados de sus respectivos coches, todos vestidos con trajes alegres y generosos con la belleza, predominando el blanco en vestimentas y carrocerías. Y se acercaron al cruce como palomas.

Los familiares, amigos y deudores del fiambre también bajaron con sus ropajes negros de sus coches oscuros, y como cuervos acudieron a la encrucijada a husmear.

De un Rolls Royce níveo descendió un caballero, y dirigiéndose a la acalorada viuda como Sir Wilson, le presento mis respetos y mi más sincera condolencia, lamento este pequeño incidente en el que sin lugar a dudas es culpable mi cochero, por no dejar pasar primero a las damas. Lady Wellington, al ver tan apuesto joven sesentón, con pantalón beige, chaqueta azul marino y pañuelo de seda, extendió su mano de marfil ceñida por un hermoso guante negro con encajes, y acepto sus disculpas gustosamente, los jóvenes de hoy no conocen la exquisita cortesía que aún mantiene viva nuestra generación.

Mientras, en el coche fúnebre familiar, apartado en una verde pradera, cundía la incertidumbre:

— ¿Facundo? ¿Estás ahí? —indagó el muerto desde las acolchadas tablas donde le habían acomodado la tarde anterior.

El conductor, conocedor de las costumbres de los Wellington de no morirse del todo, no se extrañó de la pregunta, aunque sí le pilló un poco desprevenido, pues estaba atento al remolino de personas que se concentraban en torno a los coches accidentados.

— Diga, señor —respondió tensando el cuerpo y la corbata.— ¿Qué ocurre? ¿Por qué te has detenido? Estoy ya un poco cansado de esta postura tan

rígida, tan inglesa, y quiero que todo acabe para estirar un poco esta carne —se oyó decir al Coronel Wellington con voz hueca.

Facundo le informó del numerito que estaba montando la señora.— Esta mujer —se quejaba el recién muerto—. Nunca cambiará. Toda la vida diciéndome

qué tenía que hacer. Le ha faltado tiempo para coger el coche por primera vez.Aunque no era su costumbre, cuando vivía, mantener este tipo de confianza con el

personal de servicio, el Coronel Wellington se despachó, pues en ello ya no le iba la vida, y así, mientras las partes implicadas en el siniestro establecían la hoja de ruta para la resolución del conflicto, el Coronel contaba que conduciendo era más insufrible aún, e imitando la voz nasal de su mujer decía: ¿por qué no has torcido en esa calle?; tenías que haberte puesto los otros guantes, esos no conjugan con este coche. ¡Dios!, qué ganas tenía de descansar, comentó como primer suspiro póstumo.

— ¿Quién viene al entierro? —terminó preguntando.— ¡Todos, señor! —respondió Facundo mirando por el espejo retrovisor—. La señorita

Elizabeth también, acaba de incorporarse, y si me lo permite, pues sé cuánto la estimaba, viene tan atractiva toda vestida de blanco, con un inmenso velo, como aquella yegua cana que a usted tanto le gustó montar.

— Gracias, Facundo, siempre confié en tu discreción —agradeció la información recordando aquella noche loca dentro de la carroza fúnebre.

Mientras, en el cruce, las cosas se habían calmado. Los asistentes de un festejo y del otro, por eso de que el blanco y el negro se atraen, por el inmenso tapiz verde de las praderas, y por los primeros rayos de sol que aparecieron en lo que iba de año, sacaron botellas de champán

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blancas y vinos negros, se empezaron a mezclar, pareciéndose aquello cada vez más a una partida de dominó que a un accidente de circulación.

Lady Wellington, con los seis primeros botones del vestido negro desabrochados, para que se le pasara el sofoco; una copa llena de burbujas amarillas como su melena; un caballero maduro colgado del brazo que le proporcionaba consuelo y esperanza, y usted perdone, ¿cómo dice que se llama?... Sir Wilson, vaya, las mismas iniciales, pensó, se podría aprovechar toda la loza, la vajilla, la mantelería, los bordados.

— ¿Y qué van a decir los novios? —preguntó la viuda.— Señora mía, esta boda la pago yo —respondió Sir Wilson—. Soy el padrino, pongo la

novia, la dote, pago el festejo, y si digo que usted es la madrina lo será.— ¡Ay!... No sé... así... sin haber dado cristiana sepultura a mi soldado...A medida que el ambiente se hacía más distendido, el asunto de los papeles del seguro

cayó en el olvido, los novios habían vuelto a la limusina, los cristales opacos les dieron privacidad, el velo posaba como lecho nupcial y el vestido «palabra de honor» con rosas blancas había caído hacia abajo mostrando otras dos, y te podías esperar a la noche, le decía la novia. El resto de los invitados retozaba al sol, bastante ligeros de ropas, pero sin perder los sombreros, para que sus lechosas pieles lo continuaran siendo.

Sir Wilson le propuso a Lady Wellington que subiera a su resplandeciente coche, pero ella lo rechazó alegando que no podía dejar solo a su difunto en estos últimos instantes.

— Señor, parece que ya han llegado a un acuerdo —le dijo Facundo al tranquilo pasajero—, se acerca la señora acompañada de un caballero.

— Facundo, por favor, sírvase hacernos hueco, el coche no arranca y este amable señor se ha ofrecido a acompañarnos al cementerio —dijo muy altiva la viuda—. Y luego iremos a celebrar el convite mortuorio en los jardines nupciales.

Los vehículos de ambos festejos se fueron intercalando formando un hermoso teclado de piano. Antes de llegar a la bifurcación del cementerio y la iglesia, y de que la fila se abriera como una cremallera, Facundo, siempre tan discreto, dijo:

— Señora, si me lo permite. Ya conoce lo alegre y parrandero que era su difunto. Creo que si le dieran a elegir preferiría ir a la boda antes que al cementerio.

— ¡Eso está muy bien pensado! —dijo Sir Wilson—. Ya no queda personal de servicio como usted.

Y dirigiéndose a la viuda, la tomó de las manos y con cara seductora le dijo:— Creo que debemos atender la última voluntad de su difunto, y así... —dudó de lo que iba

a decir—, también podría dar la bendición a nuestra naciente amistad...La viuda se ruborizó, soltando sus manos del impetuoso padrino, y le dijo al chofer:— ¡Facundo!, a la iglesia, por favor —Y quitándose discretamente el anillo de casada, lo

tiró por la ventana.

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Elena R. Sesión XLIRUIDO, inicio de Irene Mariñas, continuado por Elena R.

Un día descubrí que todos aquellos ruidos tan molestos que hacían los demás y que ponían mis nervios de punta pasaban a ser divertidos si quien los hacía era yo. Entonces, mis dientes comenzaron a chirriar, igual que hacía mi padre cuando dormitaba en el sillón. Para mi sorpresa me resultó placentero y aquel sonido que días antes me empujaba al borde del parricidio, ahora me ayudaba a conciliar el sueño y a controlar los nervios. Y poco a poco me fui dando cuenta de que, gracias a mi nueva afición, también conseguía otra cosa mucho más importante: atraer la atención de los demás. Mis compañeros de clase fueron los primeros en hacérmelo notar, ya que no hacían otra cosa que reír mis ocurrencias dentales. En cambio, a los adultos nunca les gustó mi ruido, y desde el principio los profesores optaron por echarme de clase, primero por «hacer ruidos de loco», y después por otras razones mucho más subidas de tono. Para cuando logré que me expulsaran del colegio yo ya era consciente de que con el ruido insoportable de mi dentadura podía conseguir lo que quisiera de mis padres. Así es como caí en la cuenta de que si también me negara a hablar, tal vez de esa forma les obligaría a sentirse culpables por su fracaso como padres. Sin embargo, durante los primeros días de mi súbito mutismo voluntario, ellos no hacían más que parlotearme: «¿Estás bien?», «¿Por qué lo haces?», «¡Deja de hacer ese ruido!», «¡Por Dios, habla como una persona!», etc. A todo lo cual yo restaba mudo a la par que frotaba mis dientes más estrepitosamente. Pobres, aun no sabían quién tenía el control.

En definitiva, a partir de entonces decidí comunicarme, o mejor dicho, dirigir a mi familia únicamente con el rechinar de mi dentadura. Por su parte, mi entregada y bondadosa madre, al ver que su hijo se negaba a hablar, enseguida empezó a tratarme con inusual condescendencia y a afanarse en complacer todas mis exigencias. Para conseguirlo, utilicé por primera vez mi táctica un día a la hora de la cena. Al ver que mi madre no me había preparado la comida que yo quería, simplemente me puse a rechinar frenéticamente los dientes para hacerla entender que no pararía mi diabólica actividad hasta que no me plantara sobre la mesa mi plato favorito. Junto con el primer éxito la extorsión se volvió aún más sofisticada. Por ejemplo, si quería un videojuego, pues solo tenía que poner una foto del mismo delante de sus narices y acompañar mi silenciosa demanda con un pequeño chasquido de advertencia. Por lo que si al día siguiente no poseía el objeto deseado, la volvía a atormentar persiguiéndola a todas partes con mi tortura auditiva. Normalmente ella no duraba mucho, el récord es de dos días de acoso continuado. De esta manera mi madre entendió que el crujido dental significaba desaprobación, desprecio, exigencia, mandato. Y como que cada vez más no encontraba ningún motivo para atormentarla porque todo lo disponía a mi gusto, entonces ricé el rizo: al ser buen sabedor de su condición de fanática de la limpieza y del orden, me divertía recriminándole con el crepitar de las muelas y señalando con un dedo acusador cualquier leve mancha que existiese sobre la superficie doméstica. No sabéis el placer que luego me embargaba cuando la veía ahí agachada, dejándose abnegadamente los riñones al estrujar histéricamente el suelo con un estropajo, mientras yo inspeccionaba la operación de pie, mirando como humillantemente encorvaba cada vez más su sudorosa espalda.

Os preguntareis el papel de mi padre en todo esto. Al principio me plantó cara de la única manera que sabía: pegándome. No obstante, el pobre era tan estúpido que no se dio cuenta de que mientras él pronto se cansaba de castigarme a todas horas, yo disfrutaba cada vez más del horrible crujir de mis dientes. Así que mientras él me azotaba, yo me imaginaba a mí mismo como una hiena que lentamente acorralaba a un león malherido: podría recibir algunos zarpazos, pero tarde o temprano el león acabaría devorado por la delgaducha e histérica bestia. No en vano, sabía bien que el tiempo y la paciencia eran fieles aliados de mis diabólicos planes. Finalmente vencido, la única alternativa que le quedó a mi padre fue alargar sus estancias en el bar hasta la madrugada, hora en que volvía balbuciente y como una cuba. Pobre diablo, y pensar que copié mi juego dominador de él. Aun lo puedo ver a través de los grasientos cristales de aquel barucho, encorvado sobre la barra y con la mirada perdida, muchas veces hablando solo. ¡Menudo perdedor!

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La reverencia de mi madre y la alcoholización de mi padre me dejaron el campo libre para derribar el último escollo que quedaba hacia mi triunfo final: mi hermana. La enana pronto se dio cuenta de mis intenciones, pero a diferencia de mi madre, ella decidió plantarme cara desde el principio. Así que empecé a castigarla tirándole de las coletas e insultándola. A todo esto, mi derrotada progenitora no se atrevió a hacerme ningún reproche o advertencia, es más, la regañaba a ella por no entender que «tu hermanito está enfermito». Al verse totalmente desprotegida ante mis ataques, la niña lista optó por una nueva e inesperada estrategia: la indiferencia. Y ante su nueva coraza, yo decidí contraatacar con más violencia. Así es que de los inocentes tirones capilares pasé a los empujones para después acabar abofeteándola con todas mis fuerzas. Tras lo cual ella simplemente se levantaba del suelo, o posaba su mano sobre la ultrajada mejilla, y sin ni siquiera mirarme ni articular palabra alguna salía tranquilamente de la habitación.

Aturdido por su inexpugnable y ácida impasibilidad, empecé a perpetrar nuevas torturas aun más crueles y retorcidas. Primero le tiré por el váter el asqueroso hámster que tanto amaba, luego quemé todos sus libros del colegio, e incluso un día le hundí la cabeza en la pica en la que se estaba lavando el pelo hasta casi ahogarla. Pero el golpe definitivo de humillación total consistió en grabarla sigilosamente mientras se desnudaba para luego colgar las imágenes por todo el colegio. Y aun así, aunque pálida, delgada y con ojeras más que evidentes, inexplicablemente la maldita continuaba con su endiablada entereza, y por supuesto no cedió ni un milímetro ante mis exigencias. Sorprendido, lo primero que pensé es que estaba chiflada. Pero no tardé en darme cuenta de que ella sabía muy bien que por su culpa, la rabia y la frustración poco a poco me estaban consumiendo, y que su determinación era ahora el único motivo de mi cada vez más obsesivo y patético rechinar de dientes.

Y así me torturaba e intentaba torturarla a ella hasta que una noche, estirado en la cama y maquinando nuevas formas de venganza acompañado por el chirriar de mis muelas, de repente noté un horrible y seco «¡crac!». Súbitamente lleno de pánico, me metí la mano en las fauces y saqué mi ensangrentado canino derecho, con lo que exhale un enorme grito que sólo se ahogó al inundarse la boca de sangre. Como una exhalación mi madre entró en la habitación para arrastrarme hasta el lavabo, y mientras me hacía enjuagues dijo tranquilamente que mañana iríamos al dentista. «¡Mañana!» pensé, «¡Puta!, ¡se me ha caído un diente!». Al no poder hablar, de la frustración me tiré al suelo y empecé a restregar los dientes con todas mis fuerzas y sin control: muelas con muelas, incisivos chocando contra incisivos, en un baile sangriento al son de un ruido anormalmente histérico, atroz, mientras sentía mi cabeza como si una barra de acero al rojo vivo me hubiera atravesado las sienes. Al verme convulsionar de esa manera, mi madre empezó a chillar como una loca a la vez que yo me revolvía cabalgando ya sobre una cólera inconmensurable y espoleada por un odio sobrehumano. Pero súbitamente me quedé paralizado al verla allí, ligeramente apoyada en el marco de la puerta, con una leve sonrisa infantil dibujada en su cara serena, la palidez y el negro de las órbitas de los ojos ya desaparecidos. Entonces intenté gritar para apagar en mí, aunque fuera un segundo, los devastadores efectos de su apabullante triunfo final. Sin embargo, en vez de un alarido, lo que me salió de la boca fue un espeso torrente de sangre en el que poco después, lentamente, de uno en uno, fueron cayendo sobre la inesperada alfombra roja los treinta y un dientes que faltaban.

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SESIÓN XLI.- (Relato con principio de Mae).- Loli Pérez.-

“Que te vaya bonito”

<<Doña Brígida Ferrer supo una noche antes que iba a morir. Durante aquella mañana se dedicó a ordenar la mísera habitación de la pensión que se convirtió en su casa desde que su marido la abandonó por una joven de veinte años. Extrañada de no ver venir a la muerte, salió a dar un paseo por el barrio.>>

Escuchó cómo los pájaros trinaban y revoloteaban sobre las ramas de los árboles del parque, se sentó en un sillón metálico y frío, en el kiosco que hacía de bar improvisado bajo un gran ficus, donde se demoraban paseantes solitarios y parejas despistadas. Le pidió al camarero un martini con aceitunas para desayunar.

Pensó que tal vez la muerte sí que había venido y se había llevado a “la mujer ñoña” que había sido durante toda su vida, la que siempre desayunaba un bollito de pan con aceite y un café, la correcta y que siempre había hecho lo que todos esperaban de ella.

Encendió un cigarrillo y exhaló una larga calada, dio un trago al martini. Mirando al infinito intentaba pensar con claridad, para mantener el dolor a raya; si una cosa había aprendido en la vida, era, que todo pasaba porque tenía que pasar y de nada valía andar lamentándose. Sabía que tenía que salir a la calle y enfrentarse a la vida de una vez.

Mejor dicho, cuando salió a la calle, ya había dejado atrás el cadáver de la mujer sumisa y miope, que no se dio cuenta de cómo había ido cambiado su marido, cómo se le habían prendido los ojos, y cómo empezó a usar camisetas y vaqueros, en vez de sus trajes y corbatas de siempre, cómo se dejó crecer melena y las patillas; cómo se volvió más atento y frío con ella, y alguna vez le traía un detalle para encubrir su culpabilidad, cómo empezó a echar más horas en el trabajo pero el dinero cundía menos, cómo cada mes inventaba un viaje de negocios para el fin de semana. Hasta aquel medio día, mientras almorzaban, él enrollaba con lentitud en el tenedor los espaguetis con nata, sin levantar la vista del plato tosió y le dijo con apatía:

―Brígida, me voy, te dejo, ya no te quiero.

Ella empezó a reír, pensando que era una broma de las suyas.

―¡Qué chiste tan malo! ¿cómo sigue?

―No es ningún chiste, no sigue de ninguna manera, querida, me voy de casa.

―¿Y a dónde vas, si se puede saber?―

―Voy a buscar mi felicidad.― Contestó tajante, sin mirarla.

Y fue al dormitorio, metió apresurado en la maleta: unas cuantas mudas, el cepillo de dientes, la maquinilla de afeitar eléctrica, las zapatillas de andar por casa y poco más; se marchó sin despedirse siquiera, dando un portazo.

Entonces ella se quedó mucho rato sentada en el taburete de la cocina, delante del plato de espaguetis con la nata cuajada, sin poder llorar, sin sentir cómo pasaban las

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horas que quedaban de aquel día; la noche la sorprendió aún sin moverse, en mismo sitio, con la osamenta entumecida y las entrañas por los suelos.

Y pensó, que cuando el corazón se rompe, de nada sirve intentar pegar los pedacitos sueltos. Hay que tirarlo a un contenedor especial, para que no contamine, igual que si se tratara de una lavadora o un microondas y comprar uno nuevo. Y eso, era precisamente lo que iba a hacer a partir de ese momento. Lo que no sabía muy bien era cómo podría comprar uno nuevo, si por Internet, acudiendo a eventos o mediante un anuncio por palabras en el periódico. Sabía que no sería fácil, pero tampoco imposible.

Tiró la colilla al suelo y la apagó con la punta del zapato, aplastándola casi deshaciéndola, luego apuró el líquido aguado que quedaba en el vaso de un trago; se colgó el bolso al hombro y salió andando con desparpajo, sobre sus tacones.

Entró en la peluquería, le pidió a la chica que le hiciera un buen corte de pelo, moderno y unas mechas rompedoras de diferentes colores; se maquillo, se hizo la manicura y se pintó las uñas de rojo pasión, extendió las manos al frente mientras veía reflejada en el espejo a la otra mujer, la nueva, le guiñó un ojo y le contestó estirando el dedo corazón y encojiendo los otros:

― ¡A tomar por culo la pena! Él no la merece, ni tu tampoco; ¡que te vaya bonito!...

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La biblioteca. Por Enrique Martínez.

Dedicado a Javier Ariza y sugerido por el párrafo inicial, que es suyo.

Son más de cinco mil los libros que descansan en las estanterías que recorren de un lado a otro el despacho de Gustavo Altamira. Aún siendo un número elevado, Gustavo los conoce todos. Menos uno, que nunca antes estuvo ahí, pero que ahora –y esa evidencia es incontestable– sí está.

Gustavo no es de caer en febriles estados de atolondrada labor investigadora, ni de perder el sueño frente a incógnitas irresolubles. Los orígenes del volumen le traen sin cuidado y, aceptada hace tiempo la posibilidad de estar perdiendo la cordura, ya le ha dado la bienvenida a su hogar.

Como si tuviera alguna opción.Gustavo tiene una Biblia encuadernada en madera negra de olivo del monte Sinaí. A su

derecha, por proximidad filogénica (y no por malicia, como dicen las habladurías) descansa una versión completa de las mil y una noches. Son cinco tomos manuscritos que encuadernó en corcho el pudoroso Galland para evitar su consulta repetida, prefiriendo encomendar al público la versión expurgada. A la derecha de estos ha preparado un lugar para el lomo de cerezo del recién llegado, trasladando por fin las desconocidas e infumables odas florales de Suetonio a la sección de indicadores plausibles.

Pronto Gustavo se acostará por última vez. Y abrirá los ojos enseguida, víctima de una preocupación pasajera. Luego se dormirá. Por la mañana recuperará el sobresalto nocturno al encontrar otro ejemplar inesperado sobre el escritorio, una edición casera de “La inocencia vindicada” impresa al completo en monotipo y cosida con un cordel de cáñamo hilado a mano.

¿Y si fuera cierto?Gustavo ya perdió la razón una vez como resultado de una frivolidad, uno de esos ejercicios

de extravagancia a que son dados los artistas. Mientras escribía “El espejo al otro lado” trató de imaginar una realidad inversa a la que todos pensamos, donde los mares llueven hacia las nubes, en que los peces tratan de imaginar cómo sería beber el aire y los demás nos sujetamos con los pies al asfalto, aturdidos por el espacio que se abre bajo nosotros. Un mundo en que un depredador invisible que dio en llamar La Biblioteca absorbe las ideas de las cabezas de los escritores sacándoselas por los dedos y luego las atesora en pequeños compartimentos revestidos de estantes.

A Gustavo esta idea se le enquistó como una obsesión. Acabó mecanografiando con los dedos enrollados en cinta aislante, intentando transformar el proceso de succión invasora en percusión voluntaria por la interposición de una barrera plástica. Al poner el punto y final estaba convencido de haber sido violado y se prometió no publicar nunca nada más. Incapaz de detener la imaginación, pero firmemente decidido a no claudicar a los apremios rapaces de La Biblioteca, sus tres obras siguientes se perdieron por los rincones del despacho en un dictado sin escribiente. Su siguiente obra, “Trastornos con delirio”, fue el resultado de pasar cinco meses recluido en un pabellón psiquiátrico.

La colección de Gustavo era testimonio y parte de su recuperación. Empezada como terapia a instancia del Dr. Llanes, iría creciendo al ritmo en que desaparecían los psicotrópicos de su vida. Hacia los tres mil tomos, estaba desenganchado completamente y había vuelto a golpear las teclas sin protección, No volvería a pensar en la acumulación constante de peso en las paredes de su estudio por muchos años.

Pronto lo hará.Gustavo se dará cuenta de que son más de cinco mil los libros que descansan en las

estanterías que recorren de un lado a otro su despacho. Recordará haber comprado sólo tres mil y se dará cuenta de que los conoce todos. Menos uno, que nunca antes estuvo ahí, pero que ahora -y esa evidencia es incontestable- sí estará. Los conocerá todos pero serán más de dos mil los que no habrá leído.

Y notará una comezón en los dedos...

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EL ACOSO DE LAS SOMBRAS A Eduardo Izaguirre: Por prestarme el título

Y el inicio de éste cuento.

Intentó, quizás por quinta o sexta vez, dejar de respirar. Logró permanecer sin aire poco más de un minuto. Sintió los ojos casi explotar, las mejillas expandirse, la congestión. Tuvo miedo. En realidad, sintió pánico cuando se dio cuenta de que había escogido un pésimo lugar. Los de la limpieza lo encontrarían, recostado a un lado del wáter, remojado no exactamente con agua. Función de matinée además. Horrible final. En casos como éste, a contracorriente de la norma, la última impresión cuenta más. Y esas cosas, al menos él, no las puede descuidar. Tal vez nunca alcanzó a imaginar su desgracia. Desde el primer turno en su trabajo, Fernando quedó marcado para el resto de su vida. Ese día vestía un pantalón azul oscuro con camisa de dril color kaki. A la altura del bolsillo izquierdo, el logo de la compañía de vigilancia: La silueta de un vigilante y un perro pastor alemán a sus pies. Al cinto, una gruesa correa de lona y un bolillo de madera —como si a punta de madera se pudieran repeler los espantos—. Los últimos visitantes y las plañideras, lo vieron entrar con su piel cargada de melanina y un cuerpo largo como palo de roble. Recibió el turno de seis de la tarde, que lo llevaría por un recorrido de doce horas sin dormir. Atravesó el amplio portón de madera rústica y de inmediato, quedó prisionero entre cuatro hectáreas de tierra y cemento rodeadas por una pared de tres metros de altura. Meses atrás: A Fernando se le vino la navidad encima. Desesperado, sin trabajo y una familia qué mantener. Se aferró al único puesto que había encontrado disponible: vigilante nocturno. —Aunque no reunía el perfil para tal oficio—: un eterno miedo a la oscuridad y un terror a los seres del más allá. De todas maneras tendré un empleo y sustento para la familia —pensó—. Ahora que Marianita la niña mayor: y el preescolar y el dinero extra para los libros y el transporte. Algunas veces, le gustaba machacarse la cabeza al pensar: ¿Qué habría sido de mi vida si estos dos jugadores no se hubieran presentado? En sus recuerdos, pegadas como sanguijuelas, las imágenes de aquel turno de vigilancia en que, le pareció oír algunos ruidos que se agudizaban a medida que se acercaba. Al parecer, se había dado inicio a una nueva excavación. ¿A estas horas de la noche? —se preguntó—. -Allí, en una zanja de dos metros de profundidad, encontró a dos personajes de aspecto andrajoso. Jugaban al dominó sobre un pedazo de madera de cuyos lados, sobresalían pedazos de tela desteñida color carmesí. Al verlo, sorprendidos lo invitaron a jugar, pero él se negó. Somos vecinos del lugar y todas las noches, sin faltar a ninguna, jugamos en éste sitio —dijo uno—. Además, cuidamos para que no roben los pillos —replicó el otro—. Desde que el antiguo vigilante le dio por aparecer y desaparecer sin saberse el porqué —dijeron en coro—. En su nuevo empleo, le era familiar oír aquellas peleas con puños y patadas de los dos sujetos que se hacían trampas en el juego. Hasta que una noche se decidió acompañarlos a jugar. El tipo calvo de los dientes de oro y un collar oxidado con una calavera, dio inicio con el doble seis —se escuchó un sonido seco al golpe de la ficha contra la tabla—. Desde la calavera que colgaba en el cuello del sujeto, el ojo irradiaba un intenso destello de luz verde. —Por lo menos, esa fue la impresión que le quedó a Fernando—. El otro, casi un enano, con un escaso mechón de pelo áspero que le caía desde la coronilla hasta los hombros, colocó el seis y uno. Cada vez que miraba de frente con su único ojo, se podía ver a trasluz el fondo blanco del otro ojo que miraba en sentido contrario, como si no quisiera mirar con su hueco apagado. Y dale con el juego. Una partida. Otra. Y Otra más. Y Fernando siempre pierde. Y se siente impotente. Y no dice nada.

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Y se pregunta: ¿Qué pasó? ¿Si Todo parecía normal? Recordaba que los extraños insistían en que: “se jugaban el alma”. Y Fernando no les podía ganar. Y los andrajosos visitantes con el don de la adivinación. Está a punto de ganarles. Y cierran el juego y siempre perdedor. Un día, las cosas se ponen peor. Fernando sintió que lo acompañaba un leve olor a flores de muerto. —Ya se lo había advertido su mujer—. Cinco pasadas de jabón y no lograba ocultar el almizcle del muerto. Ni las lociones. Ni el perfume. Entonces se convirtió en un muladar andante. Hablaba solo y se empezó a deschavetar. Las malas compañías. El juego. El olor de las almas en pena y ahora la partida de su mujer y de sus hijos. Vecinos y amigos lo vieron deambular como un zombi. Dedicado a la bebida. Hasta que una noche en que ganaba su primera partida, se presentó el jefe: ¿Qué hace usted metido en ese hueco hablando solo? Miró a su lado y en verdad sus amigos ya no estaban. —Solo las fichas del dominó desparramadas por el piso—. Y él sin saber qué decir, sin poder dar ninguna explicación: Es que yo no sé…Pero la verdad es que…Yo voy a…Y el jefe: ¿Por qué viste así? ¿En dónde está su uniforme? Hasta que lo despidió sin consideración. Por eso no recibe salario. Por eso viste como espantapájaros. Por eso, lleno de pánico entró al wáter del cine. Con las mejillas expandidas y los ojos casi a explotar. Y tuvo miedo. Y sintió pánico. Lo encontraron colgado de una soga. En la página de sucesos el periódico comenta: «” […] Era un difunto hermoso. Aquel vigilante vestido con sus mejores ropas. No se le veía la lengua de los ahorcados: había sellado su boca con cinta adhesiva. Tenía los zapatos relucientes, bien embolados, como militar en el día de la independencia. El acoso de las sombras. Función de matinée. Horrible final […] “». En casos como éste, a contracorriente de la norma, la última impresión cuenta más — él sabía que lo primero que se le ve a una persona colgada, son sus zapatos—. Y esas cosas, al menos él, no las podía descuidar.

José Ávila Forero

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Laboratorio del absurdo. Computencio Barrera. Sesión XLI. Comienzo por Javier Ariza: por su

belleza y complicidad con el lector; por el tono medio sarcástico y picaresco y la incredulidad del

narrador.

Los muertos, —porque muertos estaban, de eso estoy seguro— yacían en el suelo abrazados como

si fueran dos amantes en una postrera demostración de amor. El encanto lo rompían dos detalles: el

primero que estaban justo al lado de la carretera sobre una cama de zarzas de cuya ausencia de

comodidad no me cabe la menor duda; el segundo y más importante, que la sangre que encharcaba

el suelo a su alrededor —y eso lo demostraban todas las evidencias— era la sangre de ambos. Y eso

lo puedo confirmar porque los dos tenían un agujero de bala a la altura del corazón.

El doctor les había dicho bien claro que el agua del vaso de la planta era mortal. Ensanchaba la

visión y hacía que uno viera —a mi me toco oírlo bien clarito cuando lo dijo— las cosas pixeléadas

y cuadriculadas, como en una especie de cubismo modernista. Pero ellos no quisieron entenderlo, ni

yo tampoco. La diferencia entre ellos —ellos los muertos, con su prodigiosa piel blanquísima,

medio tiesos y con ese rigor mortis característico— y yo, era que yo tenía un revólver cargado en el

momento en que los tres nos tomamos el agua de la planta.

Habíamos ingresado —por gusto, ni como negarlo, estoy segurísimo también de eso— al

laboratorio de arte, dizque a probar con el absurdo, con el dadaísmo y otras cosas. Con eso de que

nos creemos literatos (S.A de C.V, mucho gusto) y ya con el agua de la planta en la barriga, ni que

decir. La realidad faudizada. Así que empezamos a escribir —los ahora occisos y yo— y no

paramos durante horas. El laboratorio era angosto con paredes verdes, había trastos de cristal por

todos lados y cuadernos y plumas y lápices y bolígrafos y pociones humeantes y herramientas

azules y ventanas con ojos. Estábamos por el escrito número ocho cuando me levante de la mesa y

fui al baño y me serví algo de comer y vi a un espejo y me imaginé una planta carnívora y

alucinógena y vi al espejo nuevamente y era horrible y entonces le di otro trago al agua de la planta

y todo se hizo cuadros y supe que ellos dos me estaban engañando —ellos los interfectos, que ahora

yacían estúpidamente abrazados a mitad de la carretera—, con una certeza de balazo en el

esternocleidomastoideo. Lo supe como un exceso de “y” en el relato.

Volví al cuarto de pruebas, que era donde escribíamos y los miré ahí besuqueándose libertinamente

y envueltos en una concupiscencia de ángeles (que chingados). Noté que sus escritos eran idénticos

a los míos y entonces descubrí que eran mirones: copiones, falsificadores, calcadores,

reproductores. Por eso no era suficiente nada de lo que rasgueábamos. Agarré el último texto que

habían escrito. Hablaba de una historia de dos amantes y porquería parecida, de dos sujetos que se

amaban y eran felices. Pero había que llevar la literatura hasta el grado máximo de su realización.

Hasta el clímax —color de calcio, igual que los huesos de los muertos—, y no fue suficiente

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quedarse sentado ahí, como idiota monje tibetano “escribiendo”. Así que seguí al pie de la letra el

último escrito.

Por eso agarre el revólver, los subí a la camioneta y me los lleve a la carretera. Les dije que se iban

a morir justamente como el inicio del escrito: “como dos amantes en una postrera demostración de

amor”. Los obligue a que se abrazaran. Disparé. La bala atravesó sus corazones con una diferencia

de un milisegundo: bang bang.

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Miss Amnesia, (de Mario Benedetti) Sesión XLI - Mª José Mellado

La muchacha abrió los ojos y se sintió apabullada por su propio desconcierto. No recordaba nada.

Ni su nombre, ni su edad, ni sus señas. Vio que su falda era marrón y que la blusa era crema. No tenía cartera. Su reloj pulsera marcaba las cuatro y cuarto. Sintió que su lengua estaba pastosa y que las sienes le palpitaban. Miró sus manos y vio que las uñas tenían un esmalte transparente. Estaba sentada en el banco de una plaza con árboles, una plaza que en el centro tenía una fuente vieja, con angelitos y algo así como tres platos paralelos. Le pareció horrible. Desde su asiento distinguía grandes letreros, se puso en pie, notando el temblor de sus piernas y como sus inseguros pasos se negaban a avanzar. Se acercó muy lentamente. Cuando leyó aquellos nombres: bar Paco, Opencor, Vodafone, estanco…, sonrió. Era español y ella lo entendía. Anduvo despacio, parándose delante de cada tienda, intentando atrapar algún detalle que le revelara que ella había estado allí. En el escaparate de una perfumería tropezó con un espejo, y del susto quiso salir corriendo, pero pudo más la curiosidad de descubrir su imagen, y se miró en él. Nunca había visto a aquella chica de unos veintidós años que salió a su encuentro. Tenía una cara agradable, y parecía simpática… pero era una completa desconocida. Aquello le dejó tan estupefacta que repentinamente decidió interrumpir su paseo y regresar a la plaza, quizás alguien volvería allí a buscarla. Se sentó en el mismo banco, buscando la mirada de todo aquel que pasaba, y notando como los ojos de aquellas gentes rehuían los suyos. Quizás vieran su angustiosa necesidad de saber quien era, de explorar hasta el más recóndito rincón de sus propias entrañas, tras alguna pista sobre su identidad. ¿Quién podría entenderla?... Observó todo lo que había a ras del suelo: arena, hierba, hormigas, palomas, gorriones, pies de los paseantes, patas de perros, patas de bancos, papeles, colillas… si era capaz de reconocer todas esas cosas llegaría a reconocerse a sí misma, sólo era cuestión de tiempo,─ o al menos eso quería creer ─. Luego levantó los ojos, contempló asombrada los infinitos matices de verde de las densas copas de los árboles, las nubes, los pájaros e insectos que surcaban ese cielo tan azul. Se quedó fascinada por aquel cielo y pasó horas observándolo… tenía algo que le resultaba tan familiar.

Esperó sentada hasta que sus ojos comenzaron a percibir sólo una densa oscuridad. Hacia calor. Bebió de la fuente, se mojó la cara, y se dejó llevar por el alegre chapoteo de sus manos en el agua, que salpicaron todo su cuerpo, hasta dejar su ropa empapada, y múltiples gotas caminando desordenadas hasta el suelo. Tocó sus zapatos polvorientos y mojados, sintió el cansancio y las ganas de darse un relajante baño, ─ de sales, pensó ─, y recordó la placentera sensación de estar descansada y limpia. No recordaba nombres, ni teléfonos. Cogió unos periódicos de la papelera, y como si fueran unas improvisadas sábanas, arropándose con ellos, se tumbó a dormir en aquel banco. A pesar de todo allí se sentía a gusto. Al día siguiente reuniría el valor para recorrer las calles de la ciudad, aunque ahora lo viera como la aventura de explorar una selva desconocida y peligrosa, y volvió a decirse a sí misma que se sentía muy bien en aquel banco de cálida madera, ─ o al menos que eso era lo que necesitaba creer ─. Desde su improvisada cama se quedó observando como iban muriendo las luces de las ventanas y balcones de las casas vecinas, hasta que le venció el sueño.

Cuando los primeros rayos de sol y el canto de los pájaros le despertaron, se le ocurrió que en los periódicos podría encontrar alguna noticia sobre ella. Pasó la mañana leyendo los que encontró abandonados sobre los bancos y en las papeleras; ojeando febrilmente sus hojas, con la creciente inquietud de ni siquiera saber lo que estaba buscando. Luego se acercó a cualquiera que pasara con uno en la mano. “Por favor, ¿me da su periódico? Es para algo muy importante”. Si se lo daban, aún se atrevía a decirles: “Perdone, ¿usted me conoce a mí?”.Ante esa pregunta, muchos, con una expresión de desconcierto en los ojos, solo apretaban el paso. Nadie respondió más que un lacónico “no” a su segunda pregunta. Un niño salpicado de pecas, de unos cinco años, emocionado gritó: “Yo lo sé, lo he adivinado… eres Carolina, la vecina de mi abuela”. Su madre le dijo enérgicamente “hijo, no molestes a la señorita” y, cogiéndole de la mano, desaparecieron.

Delante de ella pasó una mujer de edad indefinida, desaliñada y con la cara curtida, que arrastraba los pies y un carrito desvencijado por el que asomaban cartones. Musitaba palabras ininteligibles, como si hablara a un interlocutor invisible. Se estremeció pensando que así sería ella, en un futuro no muy lejano y quiso olvidarlo perdiéndose en aquel inmenso cielo. No se atrevía a separase mucho de aquel banco, siempre con la idea de que quizás alguien vendría allí

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a buscarla. Seguro que recordaría ─ tenía fe, aunque las horas transcurrían, y nadie se le acercaba...ni tampoco recordaba ─. Sólo una anciana de apariencia afable, acompañada de un perro pequinés, le pidió permiso para compartir con ella el banco. Comenzó a hablarle de lo agradable que era aquella plaza, pero cuando le preguntó si la conocía, la anciana como un autómata se levantó diciendo que tenía prisa y se sentó en otro banco. No pudo evitar que se le humedecieran los ojos. Pensó que ya era hora de acudir a la policía: ellos descubrirían quien era…le pesaba cada vez más no poder recordar su nombre, su dirección, y que la tomaran por loca… aunque quizás eso es lo que era: una loca fugada de un psiquiátrico, con un terrible crimen a sus espaldas. Algo oscuro y siniestro había cerrado la puerta de sus recuerdos… y acaso fuera mejor tenerlos enterrados para siempre. Sintió un nudo apretándole la garganta y unas enormes ganas de llorar.

Cuando los rugidos de su propio estómago le avisaban que llevaba ya demasiadas horas sin comer, un joven moreno, de aspecto desenfadado, se sentó a tomarse un bocadillo en su banco. Ella sintió que su cara le inspiraba confianza, y le contó su historia. El le ofreció un bocadillo y un refresco, su primera comida desde que había llegado a la plaza, y le dijo que sabía quien era y lo que le había pasado. Durante unos instantes, sintió miedo ante lo que iba a escuchar, y la seguridad de que sería mejor permanecer en un inocente olvido. El notó que a ella le tembló la voz y el cuerpo entero: ─ No, escuche, yo sé quien es usted porque todos los días veo los informativos de la televisión. Hace dos días se estrelló un avión a unos seis kilómetros de aquí. ¿No se ha fijado en las letras bordadas de su blusa…que son las mismas que aparecen en la manga? Mire, “Spanair”, es el nombre de su compañía aérea y usted debe ser la azafata a la que dieron por desaparecida.

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María José Navarro. Clase XLIRelato “El devenir de las horas”Inicio de Angélica Meza

EL DEVENIR DE LAS HORAS

Hemos hablado tanto y tenido tan poco sexo. Él exige una respuesta sencilla y directa a su petición de vernos, pero tengo demasiadas dudas, innumerables secretos le acompañan formando mi propio infierno, en una historia clandestina articulada entre protestas, súplicas y ganas. Además, siempre busco buenas explicaciones para cumplir mis propias promesas, para satisfacer mis ocurrencias; las salidas de tono, mi fingido dolor de cabeza para marcharme de tu lado.

Pienso que me he perdido, porque ya no corro tras mis prisas, son las suyas las que dictan mi ritmo. En cambio, para ti nada ha cambiado, te sabes tan bien el guión que has olvidado las exigencias de su lectura atenta.

He saltado de un tren en marcha y el golpe, lejos de matarme, me ha herido de muerte para el resto de mis días. Siento un deseo enfermizo por un hombre a quien nunca he visto, un deseo que me anula y me colma al mismo tiempo ahogándome en un laberinto de lujuria. Ahora sé que existe un propósito en mi vida y que si no lo llevo a cabo me convertiré en una sombra incierta.

No puedo permanecer más tiempo interpretando este personaje que tú amas tanto. Todo ha cambiado, no sé porqué, te aseguro que no lo he dictado yo, apareció de repente escrito a trompicones, en la pantalla de mi ordenador. Al principio empezó como un juego, él se empeñaba en que inventáramos un futuro, que mostráramos nuestras fantasías ocultas tras la pantalla, empujadas por los instintos, sin reglas, sin normas. Me he dejado llevar, su persistencia amable me ha seducido y en cada contacto ha ido en aumento el hechizo.

Durante tus largas ausencias te he sido infiel, porque he sido más suya en la distancia de lo que jamás fui tuya en nuestra cama.

Me ha citado a las cinco en la biblioteca, tengo miedo, he soñado tanto con sus manos, con sus ojos, con su boca sobre mi sexo… Temo el encuentro pero, cualquier resultado será más esperanzador que quedarse en la sombra con el corazón destrozado.

Las horas se amontonan amorfas alrededor de las cinco. ─¿Estás bien? ─me has preguntado esta mañana.─Sí, ─te he contestado protegida detrás del periódico, ¿cómo mirarte a los ojos y

ocultar tanto amor que no te pertenece? Me he instalado en el nudo de mi estómago y he desterrado los dictados rutinarios del presente.

─¿Quieres que hablemos de algo? ─Me preguntas.“Me gustaría hablar de la despedida, del hombre por el que voy a tirar esta vida, de

mi traición, de mi pena, de que no existe modo alguno de que pueda parar esto”.─No me pasa nada, ─te contesto sin mencionar mis pensamientos─ sólo es

cansancio.Son las cinco menos cuarto, la biblioteca todavía no se ha llenado, busco la sala

azul. Mis piernas se han quedado en la entrada con la mujer que he sido hasta hace unas semanas y me deslizo a un metro del suelo diluida en vapores inflamables. En cualquier momento mi corazón reventará salpicando las hileras de libros.

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Me reconocerá porque llevo un pañuelo verde y el corazón en la garganta. De repente le veo, está de pie, su cuerpo se perfila a través de los huecos de la estantería.

Camiseta verde y chaleco negro. Me gusta su cuerpo, delgado con vaqueros grises. Los libros no me dejan ver su rostro.

El miedo viaja a lomos de una bestia deforme, se mueve entre aristas demasiado afiladas, nuevas heridas se suman a las antiguas, mis venas se han desangrado de golpe cuando reconozco tu cara.

Me dejo caer en uno de los sillones. Ya no estoy flotando, de repente siento todo el peso de la decepción que tendré que arrastrar cuando vuelva a recuperar mis piernas.

─Tuve que hacerlo Marta. ─Me dices al oído─ Tenía que conseguir que volvieras a enamorarte de mí. “Soy él, ese que te trae loca, el que ha compartido tus fantasías y tus deseos…”

He dejado de escuchar tu voz, estoy demasiado afectada para contestarte. Las lágrimas me impiden ver con claridad tu rostro. Abrazo mi duelo y me entrego a la rabia.

¿Por qué a veces, un resorte del que ni siquiera sabíamos que existía, nos borra las huellas y nos inventa un camino nuevo por encima de nuestras decisiones?, a mí me dicta que te deje. No entiendes el porqué, tampoco yo sé muy bien cómo explicarlo, creo que tiene que ver con el poder de la imaginación, con ese mundo fantástico que nos mantiene alejados del significado de lo mortal y lo caduco en nuestra efímera existencia, de esa parte que nos aplasta contra el hastío la mayor parte del tiempo.

No puedo soportar su pérdida, tú me decías “yo soy él, siempre lo he sido”. Pero sigo buscándolo en la pantalla de mi ordenador, en la distancia intangible y sólo cuando creo encontrarle en alguna frase suelta, la adrenalina se manifiesta de nuevo y me elevo sobre el devenir de las horas muertas.

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Corazón en sí mayorPor Raúl Márquez

(Inicio de José Ávila)

Mi madre se sentó en su mecedora a esperar la entrada de papá por el portón, como lo hacía siempre que éste salía de viaje. Solo que esta vez, apretujaba contra su pecho, unos recortes de periódicos amarillentos. Martirizaba el alma oírla gemir entre sollozos. Entonces se refugió en la oración, hasta el día en que alguien tocó a la puerta y trajo consigo un nuevo aire a la casa.

Así llegó a nuestras vidas. Recuerdo su barba espesa y su cabello largo, tal vez inadecuado para un hombre de su edad. Al principio, creíamos que era algún tío lejano, que regresaba a reencontrarse con mamá. A los dos días, sin embargo, lo fuimos comprendiendo todo, tejiendo los hilos de frases que, subrepticiamente, danzaban entre sus conversaciones.

Su nombre era: Juan Carlos Figueroa. De joven, había sido el músico del pueblo. Un ser educado e introvertido, que solía dirigir con gran talento el coro de la iglesia. Para ese entonces, mamá pertenecía al grupo juvenil Amor y Paz. Allí se conocieron. Mi madre quedó prendada de su caballerosidad, de su inteligencia, de su aspecto de guerrillero desvalido, de su ternura poco común entre la gente de San Rafael, que así se llamaba nuestro pueblo.

A los veintitrés años recién cumplidos se marchó a Caracas a estudiar en el Conservatorio Nacional. Un adiós necesario, sin escenitas románticas, sin promesas. A pesar de que entre aquellos jóvenes provincianos no había una relación formalmente establecida, para nadie era un secreto que algo los unía, más allá de la amistad. Al cabo, algunos se compadecieron de la tristeza de la muchacha y quisieron aprovechar la oportunidad para acercarse a ese corazón, sutilmente golpeado por el destino. Entre esos, Gerardo Bolaño, mi papá.

El joven Figueroa triunfó en la música, como quizá ni él mismo lo hubiera imaginado. Era habitual que su nombre y su imagen figuraran en la prensa de la época. Dando entrevistas, antes o después de viajar al exterior, en representación del país. Aunque en los primeros años de su ascendente carrera profesional visitaba a su familia, sobre todo en diciembre o en Semana Santa, luego no se le volvió a ver por el pueblo. De hecho, al cabo de unos cuantos años, su familia completa se mudó a la capital. Entre tanto, ya había nacido María Esther, mi hermana mayor.

A tres años de la partida de Figueroa, mis padres se casaron. Fue una ceremonia sencilla. A partir de entonces, se dedicaron a construir un hogar, a punta de cariño, comprensión y mucha tolerancia. Al pasar del tiempo, la familia Bolaño-

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Méndez se embarcó en el velero de la tranquilidad y la vida en común. Aunque papá solía ser un poco agrio con nosotros en cuanto a la demostración de sus sentimientos, igual lo queríamos, así como también estábamos seguros de su amor. Pero hubo un momento en que el velero comenzó a perderse en un mar de contradicciones. Papá comenzó a beber casi todos los fines de semana. Llegaba borracho en la madrugada y nos despertaba a todos, gritando cosas que al principio nos parecían incoherencias, pero que luego fuimos entendiendo. Así comenzó el fin de lo que nunca fue. Por otra parte, estaba su trabajo. Mi padre era chofer de una empresa de transporte pesado. Solía viajar por todo el país. Esa era la razón de sus largas ausencias. Tal vez esta circunstancia aceleró lo inminente; lo que la gente murmuraba a nuestras espaldas: la separación definitiva de mis padres.

Luego la gota que derramó el vaso: papá descubrió los recortes de prensa. Entonces estalló la casa. Mamá pidió perdón, dijo que las cosas no eran como él imaginaba. Pero éste no escuchó razones y se fue para siempre, sin despedirse de nosotros. Ella guardaba la esperanza de que las cosas volvieran a su cause; de que el velero continuara su ruta, mas, para su desgracia, todo llegaba a su fin.

Al cabo de dos meses de la partida de papá, se corrió el rumor de que Juan Carlos Figueroa retornaría al pueblo a vender la casa de sus padres. Ese día, mamá se sentó antes de las cuatro en su mecedora para esperar a papá, como siempre que éste salía de viaje, con un Juan Carlos veinteañero y sonriente, apretujado contra su pecho…

Y entonces alguien, tocó a la puerta…

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Eduardo Izaguirre Godoy

URGENCIAS

Darío comenzó a hilvanar las ideas lentamente. Tras el último cigarrillo de la tarde, tanteó la llegada de Silvana, que en ese mismo instante estaría cruzando la última calle que da al edificio. Pensó en sus largas piernas, en el olor de su cuerpo desnudo, en su mirada seria y esquiva. Se inquietó con la suave niebla que permanecía en lo alto de la habitación, porque sabía de sus condiciones, sobretodo en el acápite concerniente a los cigarros. Y sin embargo, la sola idea de que ella se encontrase frente al ascensor, o ya en él atravesando el centro del edificio, le ponían prácticamente un nuevo rollito de papel y tabaco en los labios que enseguida devolvía a la cajetilla apretujada y casi vacía. La había llevado en algún pliegue, en lo profundo de su maletín, al que prefería ignorar por el momento, casi escondido bajo la única mesa en el cuarto. En eso, lo pilló un primer golpe en la puerta, y luego dos más, clave que anunciaba la llegada de Silvana. Dejó caer el paquete en la alfombra y en tres zancadas estaba abriéndole la puerta y ella sonriendo inusualmente pícara en el pasillo. No esperó que la invitara a pasar, le tomó de las manos haciendo música con las incontables pulseras y se sorprendió de que estés tan frío, Darío ¿te sientes bien?, si hace un calor… en serio ¿te encuentras bien?

Su historia no empezó un verano. Aquella vez, Darío acababa su guardia con la certeza de que algo más podía haber hecho por los cuatro condenados que arribaron durante la madrugada. Necesitaba licor circulando por sus venas y redescubrió el market del grifo vecino. Cogió una botella de ron y se puso a la cola. Sólo ella delante. Sólo ella, su melena ensortijada y sus piernas largas con el escueto abrigo de una lycra casi piel. La vio maldecir, que no tenía el efectivo, que la tarjeta seguramente estaba en casa, y se le ocurrió, con una caballerosidad que creía agonizante, pagarle la botella de agua. El agradecimiento de Silvana fue acartonado, sin sonrisas. La vio salir y trepar a su auto. Él se pagó el ron y cuando por fin salió del local, el carro continuaba frente al market. Un bocinazo, Silvana pidiéndole que se acerque, esta vez sí un rostro menos tenso, y un vamos, te llevo fue suficiente.

Darío ya no pensaba en los cigarrillos, pero sus manos helaban. Silvana percibió el denso olor a tabaco quemado desde el principio, y se dedicó a abrir todas las ventanas de la habitación. No parecía enojada, pero definitivamente había perdido la sonrisa. Él se había sentado al borde de la cama, casi como esperando una reprimenda, contrito y disminuido. Seguramente algo te ha dicho tu mujer. No Silvi, no me ha dicho nada. Darío le observaba cada movimiento: la minifalda subiéndose cuando corría las cortinas, las nalgas apretadas y firmes, su cabello frondoso en sostenido vaivén. Y sin embargo, la urgencia, el arrebato, escaseaban. Silvana permaneció de espaldas y le dijo a Darío que lo amaba, ¿sabes?, y que se odiaba por repetirlo tantas veces, por no pensar en otra cosa que el momento de verte, idiota, cómo quisiera no haberte conocido. Lo que no sabía Silvana es que, salvo algunos matices, él tenía un pensamiento similar.

Más que su propia falta de escrúpulos para trepar al carro de una

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desconocida, a Darío lo descolocaba que fuese una mujer tan sobria. Dijo su nombre, que no lo llevaría a su casa sino a un sitio que le encantaba por discreto y limpio, y que eso no era en absoluto un asunto de negocios… al menos, no esa vez en particular, porque todos tenemos horario, ¿no? Salvo la media sonrisa que le produjo su propio comentario, cualquier otra expresión de alborozo, o por lo menos de una ligera emoción, se hallaban ausentes. Sin embargo, todo cambió en la cama. No le interesó si es que ella fingía o no cada gemido. A Darío sólo le importaba sacarse a la muerte que, sentía, se le había pegado. Fue después de una charla más sustanciosa, al abrigo de un par de espesas frazadas, que Silvana se percató del anillo. ¿Te llevas bien con tu mujer? Sí, muy bien. ¿Y qué haces aquí conmigo? Quizás fue la forma en que la miró —nada en especial—, o el beso que le dio por toda respuesta, lo que abrió un nexo, un sentimiento de pertenencia tan fuerte que los llevó a prolongar esa mañana de hotel por más de dos años.

Hoy no vamos a hacer el amor, ¿verdad? Las palabras de Silvana sufrían el incesante campaneo de las pulseras a merced de su brazo inquieto, porque ella intuía claramente que la había citado para cortar lo nuestro por fin, ¿cierto? Darío intentó explicarse, pero el silencio le ganaba. Tuvo que forzar su voz para enumerar las razones, que su mujer no se merecía esto porque mi vida con ella es buena, yo mismo siento que es para siempre y quiero vivir tranquilo, sin el sobresalto de que me descubra tarde o temprano, ¿puedes entenderlo? Silvana, repentinamente, volvió a esbozar aquel gesto, la media sonrisa de la primera vez mientras conducía a este mismo hotel, irónica, desencantada. Luego, la borró por completo y caminó hasta la cama para sentarse también en ella. Ambos callaron, pero no fue un silencio prolongado. ¿Y si a mí no me da la gana de terminar contigo? dijo ella con la voz desafiante, casi de protesta. Darío, entonces, recordó la noche de su guardia fatal, la sensación de estar poseído por la muerte, de sentirse incapaz de preservar la vida, y miró su maletín, puesto a la sombra de todo. Entonces habría que hacer un corte definitivo, agregó sin inmutarse.

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Clase XLI - Paolo Chávez Cueto

Un Tipo al que Nunca le Ocurría Nada

Hubo una vez un tipo al que nunca le ocurría nada. Absolutamente nada. Se

levantaba por la mañana, desayunaba, iba a trabajar, cumplía con sus obligaciones y

horarios, volvía a casa después del trabajo, encendía el televisor y apagaba el cerebro, se

iba a dormir… y vuelta a empezar. (Rasta)

Una vida en piloto automático puede parecer cómoda de lejos, pero vista, o mejor

dicho vivida desde dentro puede ser devastadora. Ricardo se mudó a Santiago el primero

de Enero del dos mil, haciendo caso omiso a las premoniciones y malos augurios sobre el

nuevo milenio. Las últimas palabras de Gabriela, “ya no tenemos nada en común”, le

impedían seguir compartiendo el mismo cielo. Luego vendría la reducción de personal en

la empresa para la que trabajaba por más de diez años y al día siguiente la muerte de su

perro. “No tiene caso seguir aquí”, pensó mientras empacaba sus pocas pertenencias que

demás cabían en dos maletas. La relación de más de cinco años con Gabriela lo había

apartado tanto de sus amigos que, en el aeropuerto sólo lo despidieron sus padres.

Conseguir trabajo no le tomó mucho tiempo ni esfuerzo, un tipo con una década de

experiencia en ventas, no tuvo mayor problema en ocupar una plaza de principiante en un

centro de atención al cliente. El problema de la vivienda lo resolvió instalándose en un

pequeño cuarto con una única ventana que miraba a un parque muy concurrido por niños

en las mañanas y, por las tardes, por parejas tomadas de las manos y de los labios.

Desde su nueva guarida se movilizaba en autobús, que lo dejaba a una cuadra tanto de

su casa como de la oficina. Y cabe resaltar que vivía con muy poco, aunque quizás lo

necesario. Al poco tiempo de haber iniciado su nuevo trabajo, la oficina celebró en grande

el cumpleaños del señor González, dueño de la empresa, pero Ricardo no asistió; la

excusa del cansancio le impedía ir a la cena. Luego llegarían las festividades por navidad,

a las que Ricardo, bajo excusa de visitas familiares que nunca se concretaron, tampoco

se hizo presente. Al llegar el 3 de marzo, su cumpleaños, se reportó enfermo, no porque

tenía planeada una gran celebración, sino más bien por evadir cualquier intento de

festividad o saludos que se pudieran suscitar en torno a su onomástico. Si a Ricardo no le

sucedía nada trascendental, era quizás porque jugaba a las escondidas con la vida

misma, refugiándose tras esas paredes interrumpidas por una sola ventana.

El teléfono no hacía otra cosa que adornar su mesa de noche, mezclándose con el

reloj despertador y una lámpara tan antigua como su vestuario. El televisor, a manera de

cuadro animado, entretenía las noches de Ricardo hasta anestesiarlo lo suficiente para

regalárselo a Morfeo. De lunes a viernes practicaba el mismo guión, y cuando llegaba el

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sábado y el domingo, volvía al restaurante de comida peruana de la esquina y a la librería

de la cuadra siguiente. Siempre había pensado que la mejor forma de matar el tiempo era

leyendo, como si acaso las manecillas del reloj caminaran más rápido durante la lectura.

Con más dedicación que entusiasmo, cada mañana tachaba un nuevo día en el

calendario que colgaba del refrigerador, con esa paciencia de árbol, deshojó treinta y tres

meses, como si se tratara de un preso que va quitándole días a su condena. Esa noche

en que se estrenaba un nuevo mes, el timbre del teléfono lo hizo saltar de la silla. Agitado,

caminó con prisa hasta la mesa de noche, comprobando antes de levantar el auricular,

que eran las nueve en punto. “Aló”, susurró asustado. “¿Ricardo?” pronunció una voz

distante e incrédula. “Sí, él habla” respondió más resuelto. “¿Ya no te acuerdas de mí…?”,

escuchó decir con tono sensual al otro lado de la línea. Era esa voz femenina que no

escuchaba por casi tres años; la misma que una mañana de verano lo sentenció al decirle

que “ya no tenían nada en común”. Enseguida una imagen delgada y de cabellos lacios

se dibujó en algún paraje recóndito de su memoria. Quiso colgar pero se contuvo. Aunque

el amor ya no era parte de su rutina, la curiosidad lo mantuvo de pie. “Estoy en Santiago y

pensé que podríamos vernos”, lo invitaba una voz más seductora. “No sé, es un poco

tarde, además cómo así me llamas después de tanto tiempo” se defendió de inmediato.

“Es por eso que quiero verte”. El silencio flotó por unos segundos, hasta que finalmente

Ricardo se animó a romper el libreto de los último treinta y tres meses. “Esta bien, voy a

buscarte, ¿dónde estas hospedada?”, respondió resuelto. “Estoy en el aeropuerto…”

escuchó decir mientras el megáfono anunciaba la salida de un vuelo con destino a Miami.

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Fernando Arranz

Los muertos, —porque muertos estaban, de eso estoy seguro —yacían en el suelo abrazados como si fueran dos amantes en una postrera demostración de amor. El encanto lo rompían dos detalles: El primero que estaban justo al lado de la carretera sobre una cama de zarzas de cuya ausencia de comodidad no me cabe la menor duda; el segundo y más importante, que la sangre que encharcaba el suelo a su alrededor — y eso lo demostraban todas las evidencias —era la sangre de ambos. Y eso lo puedo confirmar porque los dos tenían un agüjero de bala a la altura del corazón.Pero aquello que era tan evidente dejaba pendiente una cuestión. ¿Era aquél el lugar donde habían sido ejecutados? O por el contrario habían sido trasladados una vez muertos y lanzados en aquel absurdo lugar para más tarde ponerlos en aquella posición.Las luces de las ambulacias y coches de policía llenaban el lugar. Un veterano comisario daba órdenes que los subordinados ejecutaban con toda diligencia. Fotografíaban la escena, tomaban huellas, recogían las vainas de las balas disparadas, intentaban encontrar el arma homicida, pistas al fin y al cabo que permitieran seguir un rastro.Después el comisario Carmona fijó su mirada en un punto no determinado. Algo de aquella representación le llamaba la atención sin que llegara a expecificarse. Durante sus muchos años de profesión había visto todo tipo de ejecuciones y las escenas de los crimenes eran para él como el escenario para los actores.Allí se había representado una obra. Dos de sus actores se encontraban muertos, por lo que de ellos no obtendría ninguna versión, salvo la que daban sus cuerpos sin vida. Ahora le tocaba a él encontrar el texto, si había más actores y algo muy importante, el director de la obra.Avanzó hacia los cadáveres y observó de cerca los cuerpos de los mismos. Ahora en la proximidad se percató que la mano izquierda de unos ellos, el que parecía que tenía abrazado al otro, mantenía su puño totalmente cerrado. Con sumo cuidado y sus manos protegidas por los guantes de latex intentó abrir el mismo.Cuando lo consiguió recogió el trozo de papel que se desprendió. En el había un mensaje muy corto escrito a máquina.“Nos hemos de ver. Mi pareja ha descubierto nuestra relación. Estaré en nuestro rincón de amor junto al lago”.No había firma ni nombre que les identificara. Si aquél era el amante ¿Quién era el otro?Carmona llamó a su ayudante.—Gonzalo ayúdeme a quitar este cuerpo. Veremos si el otro contiene algún mensaje.No tardaron en dejar el otro cuerpo visible. El comisario fue mirando los diferentes bolsillos del cadaver. Nada, no había cosa alguna que le identificara.La única pista de que disponía hasta el momento, era la existencia del lago que indicaba la nota. Ya era un principio, ¿pero cuál era éste? Recordó que a veinte kilometros del lugar donde habían aparecido los cadáveres se hallaba situada la urbanización “Cuello de Botella” donde se podía disfrutar de una pequeña laguna. Provisto de las fotografías de los muertos cogió su vehículo y tomó rumbo hacia la misma.Cuando llegó a las puertas de entrada a tan ilustre urbanización se encontró con el personal de seguridad. Solicitó a los mismos que mirasen las fotos y le dijeran si reconocían alguno de ellos.No, nos los conocían ni siquiera los habían visto rondando por allí. Carmona pensó que no iba ser fácil dar una solución al caso. Pero no era hombre que se rindiese a la primera.Notó que el estómago le pedía añadir alguna cosa a su escaso desayuno. A la salida de la urbanización había una serie de casas aisladas y junto a ellas una caravana con un pequeño mostrador donde vendían perritos calientes. Pidió uno y se sentó en la única mesa que con dos sillas había en el lugar. Acompañó el bocadillo con una Coca-Cola y siguió dando vueltas al caso.Vió llegar un coche que se acercó a la zona de forma un tanto violenta y del que bajó una mujer rubia. Vestía una blusa azul celeste y unos shorts cortos del mismo color que permitían contemplar

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sus largas y bonitas piernas. Pero cuando miró su cara vió una expresión de angustia.Se dirigió al puesto de los perritos y se puso a hablar con la persona que servía. En un momento dado el volumen de las voces le hizo levantar la vista. La discusión entre ambos era agria y por momentos pensó que iba a ir más allá. Sin embargo, al rato bajo el nivel y se desizo la tensión.Carmona se acercó para pagar. Al sacar la cartera las fotos tomadas a los cadáveres le cayeron a tierra. La mujer que continuaba allí en el mostrador, se agachó para recogerlas. Al ver las imágenes ésta palideció y se tuvo que apoyar para no caer. Carmona se dio cuenta que ante sí tenía una pista.—Señora, ¿los conoce? —Ella esquivaba ahora la mirada, sin duda los conocía pero ¿cuál era la relación?La mujer tardaba en contestar sumida en un shock. Cuando contestó lo hizo con un hilo de voz.—Si. Sólo a éste, es mi marido —luego apuntando la otra fotografía —a éste otro no lo conozco.—Lamento decirla, que ambos han aparecido muertos a veinte kilometros de aquí. Debe acompañarme a comisaria.La mujer rompió a llorar. Sin embargo no opuso resistencia y le acompañó al coche. Carmona se fijó en el rostro del dependiente de perritos. Estaba airado.Montaron en el coche y se dirigieron a la ciudad. Procuró concentrase en la conducción sin embargo, las imágenes del lugar golpeaban su mente distrayendole.Cuando llegaron a la comisaria entraron en el garaje. Aparcados estaban algunos de los vehículos desplazados al lugar del suceso. Su mente recuperó las imágenes que le rondaban y que no había podido definir. Un barro rojo en todas las ruedas de los vehículos. Bajó del suyo y vio lo mismo. ¡Santo cielo! Lo había tenido delante todo el rato y no se había percatado.Llamó a un agente para que acompañara a la mujer a su oficina. Dio media vuelta y volvió hacia el puesto de perritos.Cuando llegó el hombre se encontraba cerrando la caravana.El se aproximó lentamente y cuando lo tuvo a su alcance lo encañó diciendo:—Será mejor que no haga ningún movimiento. Apoye las manos en la caravana. Luego le puso las esposas.—Creo que se equivoca —respondió el sujeto. —No, no me equivoco. Su coche le ha delatado. Será mejor que confiese.Viéndose descubierto el hombre relató lo ocurrido. “Días antes de los sucesos él había hablado con Carla para decirle que su esposo Adrián mantenía relaciones homoxesuales con Ignacio, que era sucompañero sentimental. Ella no le creyó y le dijo que era pura mentira.En su celosía, preparó una trampa a ambos, durante la noche anterior en la caravana.Mandó un mensaje a ambos y los esperó en el interior. Lugar donde sabía mantenían sus encuentros cuando él no estaba.Llegaron por separado, lo que le dio tiempo para acabar con cada uno de ellos. Primero les aplicó una dosis de cloroformo, después los trasladó al lugar donde fueron hallados. Los ejecutó con un disparo en el corazón. Luego los dejó en un fingido abrazo y marchó.Aquella mañana, mientras Carmona tomaba los perritos, Carla le había preguntado si había visto a Adrián. Al negarlo se habían enzarzado en una agria discusión al interpretar ella, que él era conocedor de donde estaban”.Carmona le llevó hasta el vehículo y enfilaron hacia la comisaria. Cuando llegaron y después de entregar a Ramón a los agentes él se dirijió a su despacho.Allí Carla escuchó entre sollozos, el relato del policía. Cuando marchó la mujer, Carmona se puso en su ordenador a escribir el informe sobre los hechos, que tiempo más tarde un juez procedería a juzgar.

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Pascual Rebollo. Sesión XLI

APEGO

Cuánto se retrasa hoy Boby, ningún día ha tardado tanto, a estas horas siempre está ya en casa. Qué le habrá pasado. Voy a asomarme otra vez al balcón, ya llevo, por lo menos, diez veces. Nada, la calle está desierta, no se ve ni un alma. Qué larga se me está haciendo esta espera. Tengo que tranquilizarme, a ver con el abanico. Por qué tardará tanto, dónde estará Boby, no se me ocurre dónde ha podido ir, lo habrá atropellado un coche, ¡qué horror! me moriría. Volverá, seguro que volverá, cómo no va a volver. Voy a hacerme una tila. Mira que ponen bodrios en la tele, que los vea su abuela. No me cabe en la cabeza que no vuelva, cómo se va a separar de mí, es imposible, con lo unido que ha estado siempre, que no ha hecho nada sin que yo lo consintiera, observándome, en todo momento, con sus dóciles ojos, para ver mi parecer. Es imposible que se vaya. Además, si le hubiera ocurrido algo, va identificado y me llamarían, con los adelantos de hoy en día se localiza rápido a los desaparecidos. No, seguro que no le ha ocurrido nada, se habrá enredado por ahí, pero dónde, si no da un paso solo, no sabría vivir sin mí. Qué caliente está la tila, le echaré un hielo. Ya son las tantas, pues, yo no me acuesto, así es imposible dormir, ni coger un libro, como para leer estoy. Pero qué hago, llamo a la policía, me dirán que, a veces, es normal, que espere un poco más, pero cómo voy a esperar con esta intranquilidad, no hay quien lo soporte. Habrá tenido un accidente, lo habrán secuestrado, estará perdido, ¡pobre Boby! No me hago a la idea de vivir sin él. No veo a nadie por la calle, qué calor hace, qué sofoco, a mí me da algo, y dónde voy, a quién aviso. Cómo voy a despertar a alguien a las cinco de la madrugada, esperaré a las seis. Esto puede conmigo, no aguanto más, qué angustia. He llegado al límite, voy a llamar a mi hermana: “Mira qué hora es y, todavía, no ha regresado Boby a casa”.

- Siempre has tratado a tu marido como a un perro... y…¡tenía que llegar el día en que reaccionara como una persona!

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Arder en ellos Graciela Leiser

Siento el frío de la pistola en la nuca casi antes de oír la puerta del baño abriéndose de golpe, el brazo flaco y lampiño de una persona que no alcanzo a ver me cruza el pecho y me hace girar en redondo, me abrocho rápido el pantalón y avanzo empujado desde atrás, pienso con culpa en que no tiré de la cadena, quizá ni funcionaba.

Los labios helados del arma bajan por mi cuello y siguen descendiendo, hasta convertirse en una piedra que se aprieta contra mi cadera.

—Caminá t-tranquilo, ¿oíste?La voz es rasposa, y el ligero tartamudeo del hombre me humedece la oreja

con alguna gota de saliva. Pega el cuerpo a mi espalda y me apoya la mano libre en el hombro, sin dejar de conducirme hacia afuera.

—Andá hasta la barra y p-pagá. Sin levantar la p-perdiz. Obedezco. En las mesas, los parroquianos siguen hojeando el periódico o

removiendo el azúcar en sus pocillos. A nadie aturde la muchacha que desafina estruendosamente desde la pantalla del televisor. Nadie se sorprende, tampoco, de ver salir a dos hombres juntos del único aseo. Y, sobre todo, nadie parece percatarse de que el tipo que me abraza oculta un arma bajo el pulóver verde que le envuelve la mano.

El camarero recoge las monedas, abre la caja, extrae el vuelto y lo deposita en un plato, que desliza hacia mí sin mirarme.

—Vamos, sa-salí. —Tome la billetera —susurro—. Adentro hay dinero, tarjetas y…Me chista, y aprieta aun más la pistola contra mi saco. La camisa,

transpirada, se me adhiere a la piel.La calle se ve desierta, salvo por alguna vieja que empuja un carrito de

mercado y dos pibes que a esa hora habrían debido estar en el colegio. Rateros, pienso. Y entonces caigo en que usamos la misma palabra para llamar a los que se hacen la rabona y a quienes asaltan, como el tipo que sigue empujándome, esta vez hacia un coche azul estacionado a pocos metros. Acaso lo que esos chicos estén robando sea un poco del sol que, en ese horario, no les pertenece, me digo estúpidamente mientras el brazo lampiño se estira para señalarme el asiento.

—Entrá —ordena, alzando apenas el cañón de la pistola. Bajo los ojos. Sólo alcanzo a distinguir una manga del pulóver, que

descansa, lacia, sobre de la palanca de cambios. Es de lana raída, repleta de bolitas.

—Mire, no voy a denunciarlo. Ni siquiera le vi la cara. Agarre el dinero, el celular… lo que quiera. Yo….

—Los deseos —me interrumpe. —¿Cómo?—Los deseos, quiero. Tendrá alguno, ¿no?—No… No le entiendo —digo, vichando por el rabillo el ojo sin pupila del

cañón. Recortado, seguramente calibre 28—Sus deseos. No tengo t-tiempo para explicaciones. Suelte alguno. ¿Qué c-

cosa es la que más desea en la vida?Sin querer, me sonrío.—Que me deje ir. Que agarre lo que sea y me libere. Ya le dije que…—¡Basta! —aúlla y, por sobre el grito, el sonido del percutor retumba

adentro del coche—. Ese no es un d-deseo. Eso son ganas, nomás. No me

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hacen falta; ganas t-también tengo yo. De matarlo, sin ir más lejos. Déjese de vueltas y s-suelte alguno.

Siento la boca reseca. Apenas puedo despegar los labios para emitir una hilacha de voz:

—No comprendo. Por favor, le daré lo que me pida. Lo que sea. Sólo dígame qué busca.

—Algo que desear. T-todo el mundo tiene algo por lo que está dispuesto a t-todo, menos yo. Lo de desesperarme por un deseo no cuenta: yo q-quiero uno concreto. Que pueda imaginar. Que pueda ver en mi c-cabeza. No tengo nada así, ni uno. Y no es justo. No… no es justo.

El miedo me hace inclinar más la cabeza y taparme la cara. Al mismo tiempo, un olor agrio, como de pis de gato mezclado con comida rancia, se cuela por mi nariz. Si pudiera cerrarla como a los ojos… O al menos tener párpados en las orejas, para no seguir oyendo a este loco.

—Lo vi antes, en el bar, mirando una foto —sigue—. Le… le pasó un dedo por encima, c-como acariciándola. Y sonrió. T-también sonrió, hijo de puta. Yo quiero eso mismo.

Era cierto. Lo había olvidado, pero al sacar los cigarrillos se me había caído la foto de mi esposa. No sé qué hice antes de guardarla de nuevo, pero no iba a ponerme a discutir con el demente. Si él precisaba la foto, la obtendría de inmediato.

—Déjeme meter la mano en el traje y ya mismo se la doy.—¿Es idiota? ¿A quién le interesa una fotografía de alguien que no c-

conoce? Yo lo que quiero es lo q-que sintió. Eso necesito. Lo que haya querido, lo que haya imaginado en ese momento. Algo habrá deseado. No sé… Que le vaya bien a esa mujer. Que siga con usted o que vuelva, o t-tenerla, si es qu-que nunca la tuvo. Yo no espero nada así. Ni de mí mismo ni de nadie. Suéltelo, o se lo saco por las malas.

Disimuladamente, me giro un poco hacia la ventanilla. Algún viandante notaría algo extraño, seguro. Distingo unos pantalones de jean, poco más allá. Tal vez esté preguntándose por qué un tipo lleva la mano envuelta en un sweater dentro de un coche y otro esté cubriéndose la cara. Tal vez, incluso, se haya detenido para llamar a la policía. O tal vez yo haya sufrido anoche una digestión pesada y todo esto sea un mal sueño.

—Baje el arma, hombre —digo—. Hágame caso. Venga, busquemos ayuda para usted. Conozco un psicó…

—Ya me vieron cinco —me interrumpe—. No p-pudieron hacer nada. Demasiado tiempo hace desde que… Algo crónico, me dijeron. Depresión, dijeron. ¿Qué saben ellos? Yo no quiero matarme, como c-creen los matasanos. Aunque tampoco me importa vivir. Ni siquiera al soplar las velas, de chico, recuerdo haber sido capaz de pedir un deseo… C-como una nube se me ponía en la frente. Ni una bici, ni una pelota de fútbol. Nada —y bufa.

Percibo un movimiento a mi izquierda. Separo apenas las yemas y pizpeo. ¿El ojo del cañón ha parpadeado? Pero no oí ningún disparo. Un silenciador, pienso, y comienzo a hablar sólo para asegurarme de que sigo vivo.

—Yo… Yo tengo un deseo que no uso… —de pronto he recordado la comisaría, a dos cuadras de allí—. En mi casa. Lo guardo en casa. No es lejos. Acompáñeme y se lo regalo.

—Ahora cree qu-que el imbécil, soy yo ¿eh? Los deseos no se guardan en la heladera o en el estante de arriba del p-placard. Acá los tiene —y me encañona la sien. A través de la lana percibo el borde metálico y redondo—, acá. Por última vez, largue aunque sea uno.

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No sé si agregó algo. Es todo lo que recuerdo antes del destello y el desmayo, antes de volver en mí y verme dentro de un coche azul, con un tufo agrio como orín. Solo.

Aturdido, abro la puerta. Salgo. Necesito un trago y, tambaleándome, me meto de nuevo en el bar.

—Un c-cortado, p-por favor —le pido al mozo con una voz rasposa que no reconozco de inmediato.

El hombre me observa suspicaz. Quizás tema que me escape sin pagarle. Que sea un pordiosero, por el pulóver verde, raído, que llevo puesto.

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Cuernos.Por Javier Ariza (partiendo de un incio de PEPE AGUILAR)

Cuando abrí la puerta de mi despacho y puede ver a aquella preciosidad, me maldije por haber despedido a Jeanine y que no hubiera nadie que me avisara con tiempo suficiente para cambiarme de ropa. Había llevado puesta la misma camisa incluso para dormir, durante toda la semana. Y mi llamémosle, «viril desaseo» no era en absoluto el producto de un trabajo incesante: símplemente iba hecho un cerdo. Llevaba semanas sin que un mal caso de adulterio me rellenara el bolsillo.

De ese modo, envuelto en mi propia desidia me encontró ella. Metro ochenta de mujer de las de rompe y rasga. Imagínense una tía buena de las de verdad, de piernas largas, falda corta, busto prominente, cuello largo, escote interminable, labios sensuales, ojos seductores, ropa y joyas caras… y además tocada con ese don que tienen algunas mujeres de hacer todo lo que hacen con elegancia y distinción. Entró con paso firme y desenvuelto en mi despacho. Al otro lado de la mesa, llena aún de papeles sin archivar y de migajas de pan del bocadillo de calamares que me había desayunado esa misma mañana, estaba yo con mi camisa y mi orgullo sucios y arrugados, pero tratando de componer una pose lo más seria y profesional posible dadas las circunstancias. Ella se acercó a la pocilga que era mi escritorio y tomó asiento sin esperar invitación, en la silla roída por los ratones que me servía para acoger con comodidad y austeridad a un tiempo a mis cada vez menos numerosos clientes. Ni siquiera trató de disimular el disgusto que sentía ante lo que veía y sobre todo, olía. Tras acomodarse (es un decir) frente a mí, sacó con parsimonia una pitillera del mini bolso que descansaba en su regazo, y sin hacer amago de ofrecerme, extrajo un pitillo tan largo, fino y elegante como ella, llevándoselo con mucho protocolo a sus carnosos labios. Yo, embobado como estaba, tardé varios segundos en darme cuenta de que el cigarro seguía apagado en su boca. Busqué en los bolsillos de mi pantalón el mechero, lo saqué con ímpetu, se me deslizó entre los dedos, fue a parar bajo la mesa, me agaché rápidamente con mucho ruido de entrechocar de vértebras, me demoré un instante bajo la mesa para localizarlo, momento que ella aprovechó para cruzar las piernas con el suficiente cuidado como para que yo no pudiera ver qué escondía entre medias, agarré con frustración el mechero, me golpeé en la cabeza con la mesa y salí a flote con la mejor de mis sonrisas, el mechero encendido y unas ganas locas de echarme a llorar a la par que saltaba por la ventana.

Por alguna razón que desconozco y que me niego a tratar de analizar, Véronique (que así me dijo que se llamaba) tuvo la suficiente confianza en mi imagen de detective eficiente como para adjudicarme sin concurso ni oposición un caso de los convencionales. Lío de cuernos y todo eso. Yo como siempre hago le ofrecí alguno de mis servicios exclusivos, tales como el “francés” (partirle la boca al cabrón), el “griego” (partirle el culo) e incluso el “sueco” (la suma de los anteriores pero contando con la colaboración de unos amigos). Pero por lo visto, a la fina Véronique no le parecieron oportunos. Sólo quería que le proporcionara las suficientes pruebas en soporte fotográfico o de vídeo, como para que su futuro divorcio le saliera a su marido lo más caro posible. Ella no dijo su marido sino, y cito textualmente “a ese pedazo de cabrón hijoputa”, algo que traigo a colación para que quede claro que tal como dijo el sabio “no es oro todo lo que reluce”, que a esta gente pija le gusta afrancesarse el nombre y comportarse todo el rato como si a ellos, (y perdonen la comparación) la mierda les oliera a “eau de roses”, pero a la hora de insultar tiran de repertorio castellano castizo, como todo hijo e hija de vecino.

Tras llegar a un acuerdo en cuanto al importe de mis servicios detectivescos y darme ella, no sin cierta reticencia, algunos detalles que me eran necesarios para el caso, y otros

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tantos que no lo eran pero sobre los que yo sentía cierta morbosa curiosidad, comencé con diligencia mis pesquisas e investigaciones para resolver a satisfacción de la cliente la citada coyuntura.

Cargado con mi cámara digital de primera generación como única herramienta laboral, salvando mi propio ingenio e inteligencia, me dirigí sin más preámbulo que una rápida cervecita acompañada de un pincho de tortilla en “Casa Taller de Jorge” al lugar donde Verónica (dejémonos de ceremonia) me había dicho que encontraría a su actual marido o, -si lo prefieren así- futuro ex marido. En pleno centro financiero de la ciudad. Yo tuve que dar un pequeño rodeo, por no tropezarme con ciertos asesores financieros y banqueros, con los que, por razones que no vienen al caso, no quería darme de bruces ni siquiera a plena luz del día.

Cuando ya estaba cerca del edificio propiedad de la empresa que dirigía el actual marido / futuro ex marido de Verónica, me aposté con mucho cuidado para no ensuciarme los pantalones, entre dos coches aparcados frente a la puerta por la que yo sabía que el cabrón (y así abreviamos) iba a salir más tarde o más temprano para dirigirse a su casa, o a la casa de su amante, o a un hotel caro, o a un motel barato, o vaya usted a saber a dónde. Y estando a la espera, o como decimos en el argot “en están bai”, me encuentro con la sorpresa de que Verónica, por alguna razón que desconozco y que me niego a analizar, está un poco más allá de mi posición, escondida tras una furgoneta estacionada, con una mini cámara en su mano derecha a todas luces de última generación (la cámara) y con toda la pinta de quien no se fía del trabajo que acaba de encomendar a un auténtico profesional (yo).

Pero mientras (yo) pensaba en todo eso y en otras cosas que ahora no recuerdo, y que tampoco si me acordara creo que vinieran al caso, el transportista, -dueño o en el peor de los casos sólo conductor habitual de la furgoneta escondite de Verónica- una vez saldado el compromiso que lo mantenía estacionado en la zona de carga y descarga, puso en marcha el motor del citado vehículo, con tan mala suerte (para Verónica) que el humo que salía del tubo de escape con su habitual color negro y espeso se fue directamente a su cara, lo que hizo que ella, asustada y aturdida se pusiera rápidamente en pie, con tan buena suerte (para ella) que justo en ese momento iniciaba la marcha hacia delante y no hacia atrás la furgoneta, con la mala suerte (para el transportista) de que debido a la sacudida del arranque la puerta trasera del vehículo se abrió de par en par dejando caer un enorme y aparentemente pesado frigorífico, con tan buena suerte (para ella), de que lo hizo justo a sus pies y no sobre su cabeza, lo que instintivamente llevó a Verónica a retroceder de un salto unos metros más, con tan mala suerte (para ella) que al saltar no pudo evitar el tropezón con los raíles habilitados para el paso del tranvía, pero con tan buena suerte (para ella) que ese medio de transporte hacía ya más de medio siglo que no se utilizaba en la ciudad. Pero lo que ya fue realmente el colmo de la mala suerte (para ella) es que precisamente ese día y a esa hora, se producían la reinauguración y puesta en funcionamiento de un nuevo servicio de tranvías, mucho más rápidos y mucho más cómodos (dónde va usted a parar) que los antiguos, dándose además la a priori más que improbable coincidencia de que justo en el mismo instante en que ella, mientras se ponía en pie, miraba hacia donde yo estaba y por consiguiente me veía a mí mirarla, yo estaba a la vez ensimismado viendo cómo uno de estos modernos artilugios se dirigía veloz y cómodo hacia Verónica y a espaldas de ésta… y ya saben: sin un objeto A se encuentra con un objeto B en el mismo punto del espacio-tiempo, siendo el objeto A grande, duro y rápido y el objeto B pequeño, pijo y frágil, el objeto B queda hecho trizas bajo el objeto A. Impepinable.

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Aprovechando la confusión creada por el atropellamiento a Verónica, me acerqué con rapidez a ella para hacer tres cosas que no quería dejar pendientes:

a) Recoger del suelo la mini cámara.b)Hacerle a la accidentada varias fotos rápidas (que luego nunca se sabe si te pueden hacer falta) y guardarme la cámara en el bolsillo.c)Comprobar que como sospechaba desde el momento en que la ví por primera vez, debajo de esa mini falda la pija no llevaba bragas.

De ese modo, y tras dar por finalizada mi participación en el caso, me dirigí a mi despacho para preparar la factura que tenía que cobrar por mi trabajo de ese día, mientras pensaba por el camino a quién coño iba a mandársela para que la hiciera efectiva… ¿al marido?

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Natalie GameroInicio de “Abulia de Acero” de Arnau

En primer lugar me ruboricé, y luego, la situación me provocó el mayor cabreo jamás gastado. Joder... ¡estaba cometiendo un atraco en un jodido Banco de semen! Las burlas reprimidas sonaban por todo el edificio, y yo, era un pollo asándose en su propio sudor. Abrasado de vergüenza, apabullado. Embutido en mi insuficiente pasamontañas que delataba una mirada herida, humillada. Ellos reían, y yo simplemente observaba el gatillo de mi mágnum. Cuando reaccioné, la ira se me convirtió en sangre, en reflejo, en músculo y, sin pensar, le disparé al muy cabrón. Fue cosa de instantes. Todavía me miraba a los ojos y sonreía cuando sintió aquello tibio brotarle del pecho y todos comenzaron a correr y a gritar despavoridos.

El asunto empezó una semana antes del robo. Luis me llamó para que fuera a su casa. Entré, como siempre, sin tocar. Él estaba en el recibo, cuadrando algo extraño con Paco y Ramón. Y digo extraño no por el rock a todo volumen o la montaña de cigarrillos en el cenicero, eso era común, lo que me llamó la atención fueron los planos sobre la mesa.

— ¿Y, ustedes, qué se traen?— ¡Ah! Nano, qué bueno que llegaste. Tú eres la pieza que falta y, escucha bien, no puedes

decir que no. Es hora de iniciarte, chiquillo. Ya todo está listo. Se trata de un banco, mucho dinero y, contigo, dividido entre cuatro. Mira esto, Nanito —dijo Luis mostrándome los planos.

Según los cálculos de Luis, el atraco al banco nos iba a dejar forrados. Me dieron las instrucciones, un pasamontañas y un arma. El lunes siguiente me pasarían buscando como acordado. Lo pensé mil veces, quise esconderme o irme lejos, pero no lo hice.

Llegado el día, me buscaron a la hora exacta. Nos estacionamos cerca de un edificio pequeño. Entramos por una puerta lateral que nos condujo a un pasillo, extremadamente blanco para ser un banco, pensaba yo, pero seguí adelante sin preguntar. La respiración se me hacía cada vez más corta y el pasamontañas que me dieron apretaba mucho y ayudaba poco. Antes de terminar el pasillo, Luis me dice que pase primero, abra la puerta y controle a los clientes que están del otro lado. Entonces vengo yo de aventado y, ¡arriba las manos!, saco la pistola en una puta sala de espera llena de hombres leyendo revistas. Supongo que se habrán asustado en principio, pero luego hasta los chicos comenzaron a reírse y, ahí, se jodió todo.

Mientras yo todavía sentía el eco del balazo retumbándome en el corazón, rebotando entre el Dios mío y el qué carajos, Paco, que estaba más cerca de Luis, corrió a sostenerlo al ver que se desplomaba.

— ¿Qué haces, Nano? ¿Te volviste loco? —me gritó mientras lo aguantaba en sus brazos.Vi como su cuerpo perdía fuerza y aún así no me pude mover. Me quedé allí congelado,

inerte. Las risas, las burlas, los gritos, el blanco teñido de rojo y de pronto el silencio y nada más que decir. Me di la vuelta y me fui.

— Nano, busca un médico, ¿a dónde coño vas?

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Sisinio Hernán Aguilar

« Cuando la luna se alzó en el cielo, los lobos empezaron a aullar. Los habitantes de Kesth ya estaban acostumbrados a esa sinfonía de lamentos nocturnos provenientes del bosque y apenas conseguían desvelarlos de sus sueños. Kesth llevaba décadas conviviendo con los lobos y sus habitantes habían aprendido a ahuyentarlos para asegurar la aldea. Sin embargo aquella noche un aullido resonó por encima de todos los demás. El ambiente se enfrió rápidamente y los aldeanos salieron de sus casas temerosos.

— Eso no es un lobo— comentó alguien contemplando la maleza que se extendía más allá de los límites de la aldea. »

"Monstruo”, de Andy

Yo me encontraba otra vez después de mucho tiempo en aquella aldea porque nuestro equipo quería introducir una nueva variedad de arroz resistente. No sabía si iba encontrar al menos un campesino que quisiera sembrar la nueva variedad mejorada, sobre todo ahora que había cundido el pánico por ese aullido extraño. Los habitantes de Kesth no me contestaban ni el saludo. Los niños que antes se acercaban con naturalidad me miraban con extrañeza desde sus puertas. La aldea aparece como protegida por los montes del Himalaya y está cerca de un parque de reserva natural. Con los documentos de la administración regional que pude obtener me instalé muy cerca del local de la escuela, donde levanté mi tienda de campaña y esperé el momento adecuado no libre de desazón.

Informé brevemente a mi base de control de monitores. Me dijeron que esperara a que bajara la tensión. Me pasé el día leyendo y preparándome el rancho sin atender a las preocupaciones de la población. Para mí los lobos eran animales nocturnos que se atraían o rechazaban a través de ciertos aullidos.

Al llegar la tarde decidí dar un paseo por los alrededores. Pero ¡oh sopresa! al volver no estaba mi mochila. Comprendí entonces que no era persona grata; era quizás por mi incursión en el lugar como miembro de un programa agrícola. Felizmente pude enviar un mensaje y les pedí calma hasta que averiguara el curso de los acontecimientos.

Me acerqué a hablar en un rudimentario bhojpuri con el representante del lugar, un hombre mayor miembro del Panchayat que caminaba apoyado en un bastón. Me recibió examinándome con una mirada queda. Desde algún tiempo había incursiones de extraños y quien sabe si interesados por esta región fértil y tranquila de la llanura del Ganges. Quería saber si había algo más que les molestaba aparte de los lobos . —La gente cree que usted nos trae novedades que deberían ser experimentadas primero en otro lugar, —me dijo.

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—Este cultivo ya fue introducido con éxtito en el sur de la región. Se trata una variedad de arroz patna.

—Basmati, quiere usted decir, —me corrigió.

No quería entrar en detalles sobre las variedades de arroz, solo quería presentarme y decirle que me quedaría pocos días y hablar con quienes se interesaran sobre las posibilidades de adoptar nuestra semilla. Además no me pareció oportuno hablarle de la desaparición de de mi mochila.

Después de la entrevista decidí dirigirme hacia el bosque. A la distancia se dibujaban las lejanas montañas de donde bajaban probablemente los lobos, cuyos aullidos en noches luna ponían en zozobra a los campesinos. Luego de un buen trecho ya me encontraba en medio árboles elevados. Había pasado la estación de las lluvias y se podía disfrutar de una buena caminata. El graznar de algunas aves me transportaron de repente a un paisaje lúgubre. El verde claro de los ficus, el color rojo de los lychis me los podía imaginar para cuando llegara la primavera y que pertenecían a las áreas protegidas: Zona ideal para guarida de lobos en celo, —pensé.

No podía satisfacer mi curiosidad hasta que me subí a un árbol. Valió la pena el esfuerzo: pude observar una cabaña no muy lejos de allí. Me acerqué sigilosamente. Entré, estaba deshabitada, pero las cenizas del fogón -y sobre todo las pieles guardadas- delataban la presencia humana. ¿Eran delincuentes? No lo sabía.

Me puse en comunicación con mi base, les informé sobre mi hallazgo. Me proporcionaron “lecciones sobre cómo enseñar a un cachorro de lobo aullido a la luna”. Me reí de buena gana y me puse a ensayar, pero mientras jugaba con el teclado de mi cacharro, divisé al fondo del bosque dos sombreros que sobresalían por encima de la maleza cercana a una plantación de arroz. Guardé silencio a la espera de lo que podría ocurrir. Venían armados con rifles de caza, en breve se ocultaría el sol. Necesitaba mucha calma. Los cazadores ingresaron a la cabaña. Media hora después salía el humo blanco. La espera no se me hizo tan larga a pesar de que ya había llegado la noche. La luna arrojaba sus rayos y hacía visible el perfil de la cabaña. Hacía frío, se escuchaba el graznido de las aves nocturnas; agudizaba mis oídos pendiente de la menor señal acústica. Me parecía oír un lejano aullido, pero era sólo una autosugestión

Pasaron muchas horas hasta que por fin se hacía patente un aullido lejano e intermitente. Los cazadores salieron y se mantuvieron de pié en el dintel de la puerta. Ahora no llevaban solo rifles sino algo más que no podía distinguir. Se fueron por el mismo camino por donde habían venido. Poco después oí un aullido muy claro que impuso silencio. Fue entonces cuando empecé muy suavemente, poniéndome los auriculares, a imitar lo mejor que pude el aullido de un lobezno. Estuve mucho rato sumido en mis lamentos. Me imaginaba ingresar a la aldea acompañado de lobos como un moderno Androcles. Pero de pronto, unos gritos marciales me interrumpieron y me sacaron de mis ensoñaciones y lamentos: Eran dos guardabosques que me instaban a que bajara inmediatamente de donde me había subido.

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La sombraPor Angélica Meza

Intentó, quizás por quinta o sexta vez dejar de respirar. Logró permanecer sin aire poco más de un minuto. Sintió los ojos casi explotar, las mejillas expandirse, la congestión: tuvo miedo; bueno, en realidad, sintió pánico cuando se dio cuenta de que había escogido un pésimo lugar. Los de intendencia lo encontrarían recostado a un lado del water, remojado y no exactamente con agua. Miró a su alrededor y se sintió un imbécil; se preguntó por qué ese jueves lluvioso terminó en el baño de una central de camiones, intentando morir. Recordó.

Fue a las tres de la tarde cuando la vio caminar entre los puestos de dulces, cuando esas torneadas piernas tropezaron con un bulto en el suelo fermentado en alcohol: él. Al fin logró lo mirara aunque fuera de reojo, pero en seguido siguió de largo.

- ¡Vuelve acá! –le gritó con una voz áspera.- ¡Que quieres! –le contestó altanera.- ¡Quiero tu amor! –le respondió como un reproche en medio de quejidos.Ella se carcajeó y siguió caminando, mas él estaba enamorado desde tres meses

atrás, habían coincidido en el Cine club, al cual ella asistía religiosamente todos los jueves a la función de las tres, al ciclo del cine francés, mientras él vagabundeaba cerca del lugar en busca de comida.

La primera vez que la miró, se impresionó con ese halo de pureza que refleja al caminar, la creyó una Diosa y comenzó a seguirla. Por lo que ahora sabía que reía sola, a veces se compraba un helado de vainilla, no tomaba el trolebús sino caminaba hasta el metro sin importarle la lluvia, llevaba siempre su mochila repleta de libros y raras veces la vio platicar; siempre todo lo hacía en silencio.

Ese jueves, aunque la gripe le cerraba los ojos y el maldito calor lo acurrucaba al sueño, al constante sueño donde ella aparece; fue a buscarla, para decirle cara a cara que le importaba lo suficiente para cambiar de vida. Quiso alguna tarde ofrecerle un abrazo, decirle que aunque estaba casado con una mujer obsesiva con las apariencias y tener una hija, Matilde, de apenas 3 años, él la amaba. Quiso decirle que deseaba tener un perro y su cuerpo. Ese cuerpo al que llamaba María.

Esa tarde seria diferente. Lo supo desde que encontró dentro de su cartera ese papel casi amarillo donde escribió un nombre, su nombre: María.

La miró de lejos y se echo al suelo como un perro en espera de amo. Sin trabajo desde hacia casi un año, desesperado por tener que cubrir una pensión para ver a su hija y tras dejar atrás sus sueños de ser actor: ella representaba el amor. Para su ex mujer siempre había sido un fracasado, ¡un pobre diablo!, un hombre de aspiraciones pequeñas y el sexo fue lo único que un día los unió, peor ya ni para eso era bueno.

La miro. ¿Era casualidad? No, era destino. Quizás ella lo esperaba y deseaba tanto como él encontrar un alma paralela, una que creyera en él.

Con la boca seca y la mirada fija, corrió tras ella, imaginando arrancarle un beso con toda la dulzura y fuerza que era capaz, su cara enternecida al escucharlo hablar, sin importar su pasado; ser perdonado. Pero como un rayo, sin provocación en medio de la aventura ella se desvaneció a los pies de un auto, seis cuadras adelante.

Se detuvo mientras un tumulto de curiosos acordono el lugar para mirar con morbo

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un incipiente río púrpura debajo de un cuerpo aún tibio. Lloró. El barullo comenzó a indicarlo como el verdugo y al no soportar ser señalo: huyo. A un indigente depresivo no lo quiere nadie. Corrió con los ojos cerrados, temblando de frío, deseando morir, mas su mala suerte lo dejo con vida en medio del único lugar que no se ofende con su presencia, la mierda.

Basada en el inicio de El acoso de la sombra de Eduardo Izaguirre.

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Nocturne in C-sharp Minor, Op. 27, No. 1Geyser López

A Pepe Aguilar, quien me prestó el grito

Me despierta el grito de un bebé. Y apenas abro los ojos siento cómo el aire penetra mi nariz con su hedor acrimonioso de encierro. El bebé llora de manera tormentosa, como si fuese a quedarse mudo, como si quisiera escupir de la boquita pedacitos del pulmón. ¡Qué grito! De repente se calla. Y me doy cuenta, entonces, que la cueva donde me retienen sigue conservando su aversión a lo humano: el olvido tiene más que nunca nido en este sucio y frío calabozo. Un caos de negrura y humedad cubren las paredes pétreas que se menoscaban con mi silencio, con el silencio de todos los hombres que han estado también, aquí condenados. Ya no escucho al bebé, pero ahora, de pronto se aproximan unos pasos ─supongo que desde el fondo del pasillo─ al lugar donde me hallo. Ese andar lento y decisivo del hombre que sabe acercarse, me alivia. Me dice que todo esto acabará. Bendita sea aquella marcha recluta que, ya de memoria, sabrá que al instante de entrompar nuestra mirada serán los suyos los últimos ojos que se quedarán en mi memoria. ¿Saben que olor tiene la muerte? Pues se los digo, acaso, llenándome del pecado absolutista: La muerte huele a madera quemada.

A veces, cuando tarde nos sorprende el final, esto es, desnudo y cubierto de sudor y llagas, con la boca sedienta, con el alma solitaria y el cuerpo encadenado como hiena embarrotada en bagazos excrementicios mezclados con los cabellos ─intenté mantenerme lo más limpio─; A veces, repito, las porquerías cobran nuevas dimensiones: Se convierten en nuestros aliados. Son estas últimas penurias, si bien se mira, las que nos llevamos al otro lado del mundo. Cuando el final se abre ante nosotros como un ventanal, se nos urge simplemente a pensar; Sólo a pensar. Y es que la batalla de momentos que irrumpen en ese instante, ajustado al ritmo galopante del aliento cortado exige, de ya, que no podamos hacer otra cosa. Pensamos para apropiarnos de las viejas sensaciones, pensamos para engañarnos, para que al momento en que la soga abrace el cuello, sean entonces, en nuestra mentira, no la cuerda lúgubre de la justicia que pronto acabará con la garganta, sino las manos suaves o callosas de los seres que más amamos en nuestra vida.

Gracias a mí conoces la fragancia de la muerte. ¿Sabes, ahora, cómo gime? ¿A qué suena? Es el sentido del ritmo el primero que desarrollamos los humanos. Siendo fetos logramos coordinar nuestra minúscula vida al latido visceral de la madre; por ello, ha de esperarse que el individuo considere cardinal el silencio. Todo aquello que tenga ritmo, precisa de una pausa de silencio. ¿A qué suena la muerte? Te lo digo: Suena a bota de soldado pisando un charco de agua; suena a grito de bebé, suena a llanto que se libera como queriendo mojar todo lo que se mueve. Una pausa: A lo lejos se alza la imagen de una mujer: Mi madre, y me tiende los brazos, y me sonríe.

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EL LIBRO, por Mae

El mostrador estaba vacío, el señor Rivas debía estar en el almacén. Tampoco había nadie en las mesas de estudio, ni en los sillones colocados en una esquina. Solo las estatuas de mármol lo contemplaban. Jake sentía sus ojos vacíos clavados en él mientras se dirigía al pequeño laberinto de estanterías. Ricardo Rivas había sido su mentor desde que perdió a sus padres. Jake trabajó con él en la librería hasta que creció y se dio cuenta de que todos esos libros representaban trozos de ilusiones desordenadas. Fue entonces cuando emigró en busca de otras experiencias que no olieran al rancio amarillento de viejas historias.

Hacía tres años que su comunicación con Ricardo se limitaba a algunas llamadas y otras tantas cartas. Pero una semana antes recibió un telegrama que le preocupó:

“Todo lo que toca el hombre se convierte en hombre y uno nace con su quebranto a cuestas.”

Mientras se dirigía a la trastienda pudo observar que la librería apenas había cambiado en esos años. El mismo polvo que dormía el mismo sueño y las mismas estatuas, mutiladas en los ojos, responsables de tantas pesadillas infantiles. Jake abrió la puerta y vio a Ricardo inclinado sobre el único libro que había leído en su vida. Siempre el mismo; una vez y otra y otra más durante toda su existencia. El anciano levantó la vista por encima de sus gafas y esbozó una sonrisa.

— ¡Jake, has venido! ―dijo―, pero siéntate, hace frío, te daré un coñac caliente y…

—Ricardo —interrumpió Jake—.No he venido a tomar coñac. Ni de visita de placer, me preocupa tu telegrama y debo embarcar dentro de tres horas, dime qué te ocurre.

—Siempre tan directo, tan impaciente. Desde pequeño has soñado con vivir una vida que no te corresponde y nunca has pensado que todo hombre tiene un destino y que éste es ineludible —contestó Ricardo y dio unos pasos a lo largo de la habitación en silencio antes de continuar―.Lo que me pasa es que voy a morir y tú eres el elegido para ocupar mi lugar. Desde que tuve uso de razón supe que los libros serían mi vida. Estaba seguro de que si me especializaba en ellos llegaría el día en el que lo haría tan bien que desaparecería entre sus páginas. Ya el tiempo está cumplido.

Mientras decía esto, Ricardo jugaba con el sello de oro que tenía en su dedo meñique. Lo sacó y lo puso en el dedo de Jake. —Todo lo que toca el hombre se convierte en hombre y uno nace con su quebranto a cuestas —dijo en apenas un susurro.

Jake no supo cuánto tiempo estuvo inconsciente sobre el piso. Un sudor frío recorría su cuerpo a la vez que sentía una ofuscación que casi le impedía andar en línea recta. No había rastro de Ricardo y se extrañó de no sentir preocupación por él. Todo lo que deseaba en ese momento era sentarse ante el escritorio y leer ese misterioso libro. Las portadas de cuero curtido eran pesadas, y las páginas pergaminos unidos con un rudimentario método manual. Durante media hora lo único que leyó fueron historias comunes de gente corriente: panaderos, barrenderos, profesores, prostitutas. Aquel libro parecía un diario. Volvió atrás en su lectura y observó que la narración había cambiado. Adelantó y retrocedió una vez más. Nuevamente la misma página mostraba un relato distinto. Jake estaba cada vez más confuso, la cabeza le daba vueltas, no entendía por qué el libro narraba vidas sin un interés especial. Miró su mano y vio el anillo de Ricardo en su dedo meñique. Era un sello de oro labrado. Cogió una lupa y lo observó con detenimiento. La imagen que se mostraba aumentada era un círculo con unas flechas que indicaban un girar eterno y unas letras que decían ″Todo pasa y todo vuelve, eternamente gira la rueda del ser″.

En su cabeza comenzaron a mezclarse palabras e ideas: “todo vuelve”, ”uno nace con su quebranto a cuestas”, “Todo lo que toca el hombre se convierte en hombre”.

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Por primera vez empezaba a entender la extraña vida que Ricardo había llevado. Siempre encerrado, saliendo apenas para lo necesario, leyendo una y otra vez ese libro mientras repetía “la rueda no puede parar”. Ahora la rueda había pasado a sus manos. Sintió la necesidad de tomar aire y se dirigió a la salida de la tienda, algo llamó su atención en las estatuas de las estanterías. Se acercó y las miró una a una. Los ojos no tenían forma humana, sino de un perfecto círculo y entre ellas había una que antes no estaba. Carecía del polvo de las demás y el mármol delataba una talla reciente. La miró más de cerca y pudo reconocer los rasgos de Ricardo.

Ahora ya lo entendía todo. Cada vez que leía una página de ese libro, la nueva vida retomaba su punto de partida. Tenía en sus manos la total elección de un renacimiento. Dejar de leerlo suponía acabar con algo que debía repetirse. Decidió volver a la trastienda y enfrascarse en él, con un poco de suerte encontraría la vida de sus padres, la de Ricardo y hasta podría darse la paradoja de encontrar la suya.

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