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LA CIUDAD VISIBLE

David Masello

e orno una visión, Manhattan aparece y reaparece a través de los parabrisas de los automóviles, atrayéndolos hacia el centro de la gran metrópolis del este».

* * *

Entrar a bordo de un automóvil en Manhattan significa cosas diferentes para los viajeros que allí arriban diariamente a trabajar, procedentes de New Jersey, Long Island y el condado de Westchester. Cada ruta revela su mensaje único en relación a la ciudad que es su destino inme­diato.

Desde el condado de Rockland y el norte del estado de New Jersey el paisaje tiene ahí aires rurales, de escaso desarrollo; luego, llegando al puente George Washington, se produce una re­pentina y sobrecogedora confrontación con la urbe. Existe ahí una nueva escala en lo habita­cional, un fenomenal sentido de la densidad.

Tras haber atravesado la mezcla extensa de zonas industriales, residenciales, y propiamente urbanas, que precede al túnel Lincoln, el auto­movilista tiende la mirada -a través del ancho

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Hudson- hacia un perfil del horizonte de Man­hattan que, como una naturaleza muerta, parece huero de actividad, amén de remoto.

En contraste con semejante aparición lejana, la realidad de la animada naturaleza de la ciudad constituye una poderosa presencia vista desde las carreteras de Long Island y Queens. Esa sen­sación de movimiento hiperactivo pasa a ser una realidad en cuanto el automovilista hace una pausa en la zona de acceso a las taquillas de pea­je del túnel Midtown. Allí se percibe un anima­do, vivaz «collage» de luces piloto de frenada en los coches circulando al otro lado del río, huma­reda procedente de las centrales térmicas, aire en gaseosas ondulaciones, y las parpadeantes lu­ces de los rascacielos.

Desde Westchester se origina un abrupto cambio entre la suave y familiar hojarasca domi­nando el paisaje, y las duras realidades del Bronx. Es el pasajero, más que el conductor del vehículo en sí, quien puede apreciar de manera óptima los panoramas urbanos; pero incluso di­cho observador pasivo obtiene aquí sólo unas impresiones a ráfagas. Un tráfico frenético en sus paradas y arranques, como en su marcha continuada, desalienta cualquier género de con­templación del paisaje urbano que guarda. Po­der saborear las visitas es algo que queda obsta­culizado por· la falta de puntos de detención fá­cilmente accesibles en todos los accesos clave por vía terrestre. Por ello, esos espectaculares

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Autopisra de Long Islam!. 1 'i:,ra el<' \!a11haHa11.

panoramas de la silueta global de Manhattan si­guen sin poderse examinar desde las autopistas y los puentes que a los mismos conducen. Eso sí, una parada fija para todos los conductores es la del peaje; este lugar constituye la entrada ofi­cial y terrenal en la urbe, marcando, además, la transición hacia un paisaje nuevo.

Para los viajeros cotidianos las vistas más re­veladoras de Manhattan no son ninguna imagen romántica, de postal, congelada bajo una luz perfecta. Ahora bien, aún los perfiles menos ce­lebrados gloriosamente del horizonte urbano más famoso del planeta, aparecen repletos de sorpresas que colorea la cambiante iluminación y el punto de vista siempre distinto que cabe apercibir detrás del parabrisas del coche.

«Aquella mañana aparecía suspendida ante él la vasta, brillante Babilonia, comparable a algún enorme objeto iridiscente, a una joya brillante y dura, donde no cabía separar partes ni marcar cómodamente diferencias. Centelleaba y oscila­ba, y se fundía toda a la par; y lo que en un mo­mento dado pareciera superficie, al siguiente era todo hondura», escribió Henry James en Los Embajadores. James pudo haber pensado, per­fectamente, al redactar esas líneas, en el acceso a Nueva York a través del túnel Midtown y con procedencia de Long lsland.

Enormes bloques de pisos descansando en el borde de Queens y del condado de Nassau seña­lan la frontera de la ciudad que se alza de entre

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los impersonales y vulgares suburbios de Long Island, donde casas de dos pisos se presentan en raros y caprichosos ángulos a todo lo largo de la carretera. Una vez superados los últimos vesti­gios suburbiales empieza Queens con toda su variada textura: durante kilómetros, las filas de caravanas-vivienda, inmovilizadas, de costados de aluminio, alternan con breves y un tanto des­cuidadas agrupaciones de tiendas en las inter­secciones con los pasos elevados; a ello le si­guen vastas extensiones de altos edificios de pi­sos, como Lefrak City, cementerios abarrotados, y zonas industriales que se van diluyendo en el vecindario urbano propio. Ocasionalmente la autopista queda por debajo de la rasante de las calles, y las áreas adyacentes a su trazado, por consiguiente, permanecen ocultas. Esta nada es­pectacular entrada en una ciudad como la neoyorquina, siempre rica en espectáculos, y de toda laya, resulta típica del acceso a multitud de urbes en EE UU.

La vislumbre inicial de Manhattan aparece en la curva de la carretera a la altura de los depósi­tos de gasolina de Elmhurst; luego, una vista ya más duradera de la parte media de la ciudad se presenta en la zona central de Queens, camino al túnel Midtown. A esa distancia el perfil de Nueva York asoma de cerca, separado apenas del automovilista por el estrecho curso fluvial del río East. Aquí las edificaciones se encuen­tran tan densamente apretadas unas contra

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otras, son tan voluminosas, que semejan la in­terpretación medieval de un paisaje urbano: cuanto más se aproxima el viajero tanto más bi­zantina resulta la escala. Cada vez que la auto­pista se hunde por debajo del nivel adyacente, queda todavía más puesta de manifiesto la altura de los edificios.

Desde este punto de vista tan ventajoso las proporciones de la ciudad aparecen distorsiona­das: el perfil siluetado de la urbe media se aco­pla a la remota agregación de edificaciones en la punta exterma de la isla, donde los rascacielos de mayor altura -el del World Trade Center, el del Chase Manhattan Bank o el Woolworth- pa­recen dominar la muralla constituida por el complejo de apartamentos que es Stuyvesant Town. Tan densa aglomeración de edificios se­meja de una lejanía escasamente plausible; po­dría tomársela por una ciudad sita en el estado de New Jersey.

Curvas y bajadas en la autopista de penetra­ción a lo largo de los vecindarios de W oodside y Greenpoint revelan, sin embargo, la distancia aún por recorrer. El viajero, tan abrumado ante la escala de la ciudad central, de pronto experi­menta una gran impaciencia por llegar hasta ese perfil del horizonte, de forma que este se haga de algún modo tangible, y busca, también, parti­cipar en la animación urbana.

La descripción de Henry James al referirse a «algún enorme objeto iridiscente» es válida para

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este acceso a la ciudad. Ninguna otra visión se interfiere con las clásicas tonalidades del verde en el inmenso cuartel general de las Naciones Unidas, entre las calles 42 y 48 este, o los inme­diatos edificios de Kevin Roche sitos en la ex­planada de la ONU, o el perfil dentado del Hugh Stubbins Citicorp Center -en la esquina ente las calles 53 y Lexington- y el Empire State con su color pizarra, en el ángulo de la 33 con la Quinta A venida. El panorama queda enmarcado dentro de unas parpadeantes luces de las grandes ante­nas y unas chimeneas parduzcas; además, le presta una cierta calidez el borroso aspecto, en colores rojizos y amarronados, de Stuyvesant Town, la cual se extiende desordenadamente entre las calles 14 y 20 este.

«Durante años me atormentó aquel milagro, los edificios, todos iluminados, incapaces de ex­presar nada procedente y apropiado, aunque constituyan el panorama mayúsculo en esta re­gión», escribió William Carlos Williams en su poema «La Flor». Ese mismo milagro atormen­tado lo representa el perfil de Manhattan para los residentes de las llanuras de New Jersey al otro lado del río Hudson. Desde East Brunswick al túnel Lincoln la ciudad neoyorquina es el des­tino forzoso, aunque no siempre sea declarado tal. En ningún punto a lo largo del viaje de casi cincuenta kilómetros aparecen las palabras «Ciudad de Nueva York» en las señales viarias. Las autoridades avisan únicamente de los acce-

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sos a la urbe: túneles Lincoln y Holland, amén de los puentes George Washington y Verrazzano.

Todo el viaje se realiza a través de un típico tejido semi-urbano y semi-rural. Estacionamien­tos para oficinas ante edificios de oscuros acris­talamientos se ven dominados por carteleras de alquiler en todo el tramo de la autopista hacia New Jersey: entre unas y otras aparecen restau­rantes con el estilo de los años cincuenta, tien­das de objetos de regalo, garajes para camiones, que en un tiempo fueron las únicas estructuras a los lados de esta ruta, en tanto ahora dominan racimos de casitas bajas de índole residencial. Al contrario que cualquiera otro de los accesos a la ciudad, este posee una continuada, aunque in­termitente, vista del perfil de Manhattan; una visión que repentinamente desaparece tras un afloramiento de ciertos peñascos. Poco antes de llegar al túnel Lincoln la urbe reaparece en su calidad de «panorama mayúsculo de esta re­gión».

En el trayecto de la ruta interestatal número 95, a lo largo de ciénagas, estaciones de clasifica­ción ferroviaria y similares, suburbios, y atrave­sando la ciudad de Newark, el perfil neoyorqui­no se torna en algo cambiante. En ocasiones tan sólo la punta de la isla, el parque de Battery, puede verse con claridad; en otros momentos únicamente aparecen las áreas centrales. Al atravesar ante el breve estallido de los escasos rascacielos de N ewark, a la izquierda, irrumpe

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todo Manhattan extendido a la derecha del es­pectador.

Irónicamente, la más intensa sensación de po­der contemplar Manhattan acontece en Newark, a unos veintitantos kilómetros de distancia, en un cierto tramo de la interestatal 95, donde se ve virtualmente toda forma de transporte conocida: hay filas de grúas en el vasto puerto para conte­nedores de esa ciudad de New Jersey, y los avio­nes inclinan el morro para aterrizar en las pistas del aeropuerto de Newark, las cuales corren pa­ralelas a la autopista, mientras funcionan al lado los servicios de trenes de cercanías, o de carga, amén de helipuertos y carreteras diversas; todo concurre al servicio de la metrópolis. Tan ani­mado resulta ese tramo de la calzada viaria que una persona desconocedora de la zona puede to­mar equivocadamente el perfil de Newark por un segmento de cualquier barrio de Nueva York. Claro que la auténtica urbe se presenta, como Chartres a través de los campos de culti­vo, justo al otro lado de los pesados pilares me­tálicos, de ennegrecido acero, que sustentan las pistas del aerodromo Pulaski sobre los pantanos del lugar; desde allí no existe la sensación de que un río separe la urbe de tierra firme, por así decir.

El trozo final del acceso a la ciudad comienza en Secaucus, donde una serie de montículos oculta Manhattan, y solamente emergen los ras­cacielos del Empire State y del World Trade

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Center, los cuales apuntan al cielo como enor­mes agujas catedralicias. De repente, la ciudad pasa a ser algo inevitable, a medida que se des­pliega el tejido urbano de Weehawken y Union City. Por un instante toda la isla, densamente apretada, aparece al otro lado del Hudson, en la misma cúspide de la llegada en tirabuzón al tú­nel Lincoln. En el centro de la lenta espiral de acceso se puede apreciar el grueso de la ciudad media, y, aunque grande, con todo sigue resul­tando algo sorprendente remoto y estático.

«Lo contempló una vez más, ese lugar de de­sembarco que corta la respiración, aquel sor­prendente conjunto de increíbles estructuras que la República estableció para salir al encuen­tro del ojo atemorizado del navegante que se acercaba»; de esa manera marcaba el tono Tho­mas Mann en su obra Muerte en Venecia. Una vi­sión igualmente arrebatadora constituye la que se obtiene viajando por la Palisades Parkway ha­cia el puente George Washington, en uno de los accesos a la ciudad de Nueva York.

Durante el verano, por espacio de veintitantos kilómetros a lo largo de la Parkway, atravesando los condados de Rockland y Bergen, un conti­nuado follaje oculta el Hudson, que corre allí muy abajo, y todos los aconteceres y desarrollos tierra adentro. Los pasos elevados, construidos en madera y piedra, amén de las escasas gasoli­neras, recuerdan al viajero las rústicas edifica-

. ciones de la parte alta del estado de Nueva York.

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Unos acantilados graníticos, con sus severos ángulos alzándose cosa de ciento setenta y tan­tos metros por encima del río, en el llamado Mi­rador de Palisades Point, ocultan la ciudad a la visión aunque se encuentre a apenas dieciséis kilómetros de allí. A dos kilómetros y medio del puente George Washington hay una atalaya, con parada fácil para su mejor aprovechamiento, en el parque estatal de Englewood Cliffs. Allí, mientras la carretera desciende hacia la ribera del Hudson, puede contemplarse Manhattan por debajo del puente en cuestión, perfectamente enmarcada esa vista entre ambos pilares de co­lor plateado. Los automovilistas que no se de­tengan en ninguno de los dos puntos aquí men­cionados es imposible que noten cómo tiene an­te sí todo Manhattan; sólo cuando se hace girar el coche para embocar la salida, que está señali­zada como correspondiente al puente George Washington, aparece la ciudad.

Una confrontación abrupta con la metrópoli se genera en el momento en que el automóvil accede a la calzada superior de esa obra pública. Allí se percibe el insistente racimo de altos edi­ficios que constituye el Hospital Presbiteriano de Columbia, sito en la calle 186. Esa es la pri­mera indicación de la gran urbe, y por tal razón el citado complejo resulta especialmente impre­sionante. Recordando un tanto la explanada del Empire State en Albany, tales edificaciones ac­túan como ciudad-satélite respecto del área ur-

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bana mucho mayor que se extiende más allá. Esa urbe mucho más grande aparece ya cuando se ha recorrido una cuarta parte del trayecto por el puente: allí cabe contemplar todo Manhattan, hasta las torres, achatadas en la distancia, del World Trade Center.

Riverside Park es una ringlera de verdores, que parece un foso protector de la ciudad. Tras la vi­sión, ligeramente ominosa, de los pilares del puen­te a su salida, y de la masa edificada de la calle 168, la vasta concentración de edificios, que se prolon­gan por kilómetros a la orilla del Hudson, casi su­pone un alivio para el automovilista. Hay tiempo para prepararse a la inminente confrontación.

«Estamos entrando, a través de los suburbios, en alguna vasta y arruinada ciudad, cuyas man­zanas y derrumbada arquitectura son mayores que en todas las ciudades vivas del globo», escri­bió Walt Whitman en un poema titulado «Can­ción de Mí Mismo». Yendo en coche las áreas residenciales del condado de W estchester, vía el puente Tappan Zee, cabe observar un minúscu­lo Manhattan allá abajo junto al Hudson, a partir del tercio final de ese puente. Su perfil global, sin embargo, se nos ofrece raramente; tan sólo en los días más claros.

Claro que la ruta más tranquila desde el con­dado de Westchester es la autopista Saw Mill River, que atraviesa conjuntos aislados de resi­dencias suburbanas. Ese recorrido trae a la me­moria visiones de un país anticuado, más aisla-

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do, donde ocasionales semáforos van controlan­do, de tiempo en vez, la velocidad del tráfico.

El carácter un tanto forestal de dicha ruta per­manece así durante todo su trayecto, incluso atra­vesando el municipio, francamente urbano, de Y onkers. A partir de ahí es el color del cielo que tenemos por delante -con sus reflejos del agua, lu­ces, y áreas densamente construidas- lo que nos ofrece indicación de la inminencia de Manhattan. Después, los arracimados bloques de viviendas de Bronx, y las señales viales cubiertas de pintadas, nos revelarán la auténtica metrópoli.

Esa carretera se retuerce a través del resto fi­nal de las zonas sumamente arboladas, el vasto parque Van Cortland, para alcanzar el Bronx. Altos bloques de viviendas, en ladrillos rojos y pardos, van alternando con fugaces y desgarba­das muestras de lo que es la urbe en su zona central. Claro es que el intenso tránsito, acelera­do, y la dureza de unas áreas en ruinas casi, ha­cen que lo único que desee el automovilista es llegar cuanto antes a su destino prefijado.

En la autopista del West Side uno anhela, en vano, que aparezca algo espectacular, inspirador, dentro de la entrada de una gran ciudad. Eso sí, la ruta a lo largo del borde de la isla, a menudo bajo el nivel de la del Riverside Drive, aporta es­casas indicaciones de la inmediata ciudad. El au­tomovilista sólo dispone, como dato al erespecto, de los grandes bloques de apartamentos de New Jersey Palisades.