Post on 18-Dec-2014
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LA MEMORIA
HERIDA.
Mª Luisa de la Peña Fernández.
PRÓLOGO
Hace ahora setenta años un grupo de
mujeres valientes y luchadoras fundaron en
Valencia la Federación Nacional de Mujeres
Libres. Mi abuela Carmen Martín Gago fue
una de aquellas mujeres anónimas que
formaron parte de un innovador proyecto
que por sus ideas avanzadas no fue
suficientemente comprendido en aquella
España de los años 30. Mujeres como Lucía
Sánchez Saornil, Mercedes Comaposada,
Consuelo Berges, Suceso Portales, Conchita
Liaño o Lola Iturbe se lanzaron a defender
en aquellos tiempos convulsos, los
derechos básicos que debía tener toda
mujer. Las pocas veces que mi abuela
rompía su silencio, al que le habían
obligado tantos años de represión, siempre
era para hablarme con vehemencia y
emoción de su experiencia en Mujeres
Libres. A pesar de haber sido diezmadas,
dispersadas, silenciadas y olvidadas, sus
ideas siguen vigentes. Sólo hay que
asomarse a algunos de sus escritos, para
comprobar cuánto les debemos cuando
disfrutamos de cosas tan obvias como la
libertad sexual, la libertad de opinión, el
derecho a la enseñanza y el acceso a la
cultura o al mundo laboral.
Mujeres como Pilar Molina Beneyto o Marta
Ackelsberg han hecho una estupenda labor
de estudio y recuperación de la memoria
histórica de estas mujeres, pero a mí me
gustaría rendirlas un pequeño homenaje
literario, y rescatarlas así del olvido al que
las condenaron setenta años de historia.
Si algo aprendí de mi abuela es que nunca
debemos renunciar a la utopía. Sus sueños
de un mundo mejor y más justo en el que las
mujeres recuperáramos el lugar que siempre
debimos tener, son el testigo entregado, la
antorcha de luz que debemos tomar las
mujeres de este nuevo siglo. Nosotras, las
nietas de aquellas mujeres libres,
pertenecemos a una estirpe de mujeres
luchadoras que, aun diezmadas, vencidas y
amordazadas, supieron sembrar en nosotras
la semilla de sus ideales, y sus enseñanzas
han conseguido germinar, tímidamente, a
través del tiempo y la memoria. Aún queda
mucho por hacer, pero las conquistas
conseguidas no deben ser silenciadas y
ninguneadas en la larga historia de la lucha
social de la mujer. En agradecimiento y
como homenaje a todas ellas, seguiremos
adelante. Porque otro mundo es posible,
para las que ya no están, para las que todavía
estamos y para las que un día estarán.
Historias del corazón.
Cada acontecimiento deja una huella en
nuestro corazón que poco o nada tiene que ver con la duración, sino más bien con la intensidad de lo vivido. Hay episodios que, aun siendo muy breves, permanecen inalterables en nuestro recuerdo.
Son las historias del corazón, esas
que nos hacen ser quienes somos, que nos
marcan para siempre y que se empeñan en
regresar a nuestra memoria con una
palabra, con un olor, con una imagen o con
una canción…
Represión
Cárceles, rejas, cadenas.
Muros, tapias, cementerios.
Niños escuálidos, tristes…
Hambre, miseria y silencio.
Reencuentro…
Se abrazaron y lloraron…Lloraron por todo el
tiempo que habían permanecido separadas, por
todo lo que les había mantenido unidas a pesar
de la distancia, por todo lo que les habían
arrebatado…
No se habían vuelto a ver desde aquel triste
día del año 39. Era marzo y llovía. Sabían que
todo estaba perdido, o al menos lo intuían. Pero
apenas podían sospechar cuánto les quedaba aún
por sufrir, cuánto dolor tendrían que soportar,
cuánta desesperanza…
Para Julia el exilio, la soledad, el país
extraño. Otra lengua, otras gentes, otro cielo…
Caravanas de tristeza, campos de refugiados.
Madres que lloran, niños que lloran, hombres que
lloran – rabia, impotencia, locura. Y gritar, gritar,
gritarle al mundo: “¡No, no, nosotros no! ¡No nos
abandonéis! ¡No nos sacrifiquéis! ¿Por qué? ¿Por
qué? ¿Por qué?...”
Para Aurora otra clase de exilio, el exilio
interior. El silencio, el miedo. Las puertas
cerradas, las ventanas cerradas, las bocas
cerradas… Nunca mirar atrás, nunca mirar a
nadie, que nadie te mire, que no te reconozcan,
que no te delaten. Doblar la esquina, ¡El brazo en
alto! ¡Franco! ¡Franco! ¡Franco! El “viva España”,
el “oriamendi”, el “cara al sol”…Pero al final te
encuentran, te arrastran por los pasillos, no
puedes escaparte… Y luego los golpes, las celdas,
el frío… “¿Qué será de mi niño? ¿Qué será de mi
madre? ¿Qué será de nosotras?”
Y ahora, sesenta años después, han vuelto
a reencontrarse. Los nietos se empeñaron, las
buscaron, las “desamordazaron”, las “regresaron”,
y aquí están todas. “Un homenaje tardío, pero
necesario.” Eso habían dicho. “Tú fijate, ¡qué chicos
estos! ¡Con tantas historias como les hemos
contado…! Hablando y hablando tejimos nuestras
vidas en el inmenso tapiz de su memoria…”
¡Hay tanta gente! ¡Tantos rostros que un
día se quedaron atrás, detenidos, callados, en la
sombra fugaz, en el gris sempiterno de una
fotografía! “Rosita, ¡si eres tú! Soy Benigna, la
“Beni”. ¿No te acuerdas?” …” ¿Y qué fue de
Conchita? ¿Y Suceso? ¿Y Amparo? ¿Qué sabéis de
Teresa? ¿Y Lola? …Carmen murió… ¡qué pena!”
Sonríen como muchachas, hablan, gritan, se
abrazan. Parece que no hubieran pasado tantos
años, tantas vicisitudes, tantas penas.
Entre la muchedumbre, los familiares, las
autoridades, la prensa; entre tantas y tantas caras
(nuevas, viejas, conocidas, reconocidas, algunas
incluso “irreconocibles”), al fin se han
reencontrado. “¡Aurora!”... “¡Julia!”.
Ahora están sólo ellas, el mundo se ha
parado, el tiempo se ha parado. Marzo del 39, la
lluvia, la tristeza. Y el mismo abrazo cálido, el
ruido de los coches, las bombas, los disparos… Y
su amistad sincera, su lealtad infinita. Incólume el
afecto, inalterable, sobreviviendo al tiempo, al
destino, a la infamia.
“Adiós”, te dije yo. “Adiós”, me contestaste.
Hice amago de levantar el puño y tú me lo bajaste,
y me abrazaste fuerte, y me besaste en ambas
mejillas bebiéndote mis lágrimas. “Nos veremos
muy pronto”, me dijiste. “Muy pronto”, repetí. Y
luego te alejaste, y ya desde el camión, con gesto
sonriente, me levantaste el puño. “¡Salud,
compañera!”. “¡Cuídate mucho!” gritaba yo,
corriendo calle abajo con los pies empapados, la
chaqueta empapada, el rostro empapado… ¡el alma
empapada!
“Ven, abuela, vamos, que va a hablar el
presidente de la organización”. Pero a ellas no les
importa el presidente, ni las cámaras, ni nada.
Ellas sólo quisieran recuperar los años perdidos,
y regresar de nuevo a aquel aciago día. Y para ello
necesitan seguir así, abrazadas, llorando
lentamente todo el dolor guardado, todo el dolor
dormido, todo el dolor callado… Y no decirse
nada, porque no podían imaginar cuántas
lágrimas había dentro de ellas, cuánto dolor
guardaban todavía sus corazones heridos, qué
sima tan profunda asomaba en sus ojos ya
cansados…
“Nos veremos pronto”, dijo una. “Muy
pronto”, repitió la otra. Y se montaron en coches
diferentes, y pusieron rumbo a sus hogares, otra
vez en distinta dirección. Sabían que era difícil
que volvieran a verse (demasiados kilómetros,
demasiados achaques…), pero se sonrieron.
Porque ellas, las mujeres del 36 como ahora las
llamaban, habían perdido una guerra, pero no la
esperanza, ni la dignidad, ni la memoria.
Madre ternura.
“Mi niñito chiquito no tiene cuna.
Su mamá, que le quiere, le va a hacer una....”
Canción de cuna popular.
Mece, madre, a tu hijo,
en el rumor del sueño.
Envuélvele de amor,
protégele del mundo.
Mece, madre, a tu hijo.
Cobíjale en tu seno.
Escucha su silencio,
conjuro de la muerte.
Mece, madre, a tu hijo,
en medio de los gritos,
en medio de la sangre,
en medio de las balas...
Mece, madre, a tu hijo,
y siente su latido,
como la única forma
posible de esperanza.
Campo de los Almendros. Albatera.
Alicante.1939.
“Hoy quisiera llorar un llanto largo, como una
lluvia lenta y bienhechora. Una lluvia que lo
limpiara todo: el horror, el dolor… ¡Sí! Sobre todo
el dolor. El dolor de los vencidos, de los
desahuciados, de los sin patria, de los sin nombre,
de los “parias de la tierra”. Hoy quisiera llorar por
tantas cosas…Pero no tengo lágrimas. Todo a mi
alrededor es un cuadro dantesco: los hombres
mutilados, los niños ateridos, las madres
desoladas, las balas asesinas… ¡Me estoy
quedando ciega, deslumbrada, por tanto
sufrimiento!
Y sólo te veo a ti, mi niña, mi pequeña.
Abrazada a mi pecho te protejo del miedo, te
inundo de ternura. No sé cómo apartarte de
tantas penurias, de tanto infortunio. Yo quise un
mundo nuevo, para ti, para todas…Las mujeres
libres, dueñas de su destino, sonriendo al
mañana. El futuro era nuestro, ¡teníamos tantos
sueños, tantas esperanzas! Íbamos siempre
firmes, con el paso resuelto, con la cabeza alta…
Pero ahora, hija mía, ya no tenemos sueños, tan
sólo pesadillas. Nos lo han quitado todo, nos han
amordazado, nos han humillado. “Tendréis envidia
a los muertos”, nos dijeron. ¡Los muertos! ¿Y qué
somos nosotros? Muertos en vida, cadáveres
errantes, jirones, pedazos, restos…Rotos,
olvidados, abandonados a nuestra suerte, o mejor
dicho, a nuestra desgracia…”
Palabras
“El don más preciado es la libertad…”
“Hoy apenas quedamos las veinteañeras de esa gesta.
Todas las mencionadas han desaparecido. Bastantes
somos las que les debemos mucho. Y la autora de estas
líneas, más que ninguna. Desde aquí quiero reiterar que
nunca las olvide y que las he llevado en mi corazón a
través de tantos años de ausencia física. ¡Ya ves
Mercedes, no hemos desaparecido!... Aquella semillita
que con tanta fe, ardor y esfuerzo sembramos, luchando
contra reloj, porque teníamos el tiempo contado, corto,
¡GERMINÓ!...”
Conchita Liaño.
“Vuelan las palabras, mas como las aves, para
hacer nido”
Díez Canedo.
Los domingos por la tarde eran siempre
especiales para Aurora: su nieta mayor, Irene,
venía a visitarla. Últimamente se veían menos,
porque Irene estudiaba en la universidad y
además trabajaba…Pero los domingos, a eso de
las cinco, buscaba un momento para pasarlo
juntas. Se sentaban allí, en la vieja salita, con café
y magdalenas. A veces venía con ella alguna
amiga, y se hundían en el sillón, y se reían porque
parecía que iba a tragárselas, y bromeaban sobre
la “solera” de los muebles… Y luego, entre risa y
risa, le pedían que les contara cosas sobre la
Revolución.
“La revolución, la revolución… ¡Pues claro
que queríamos hacer la revolución! El pueblo
sufría, pedía a gritos un cambio: PAN, JUSTICIA,
LIBERTAD…Y la República hacía lo que podía.
Pero las cosas iban demasiado lentas, y las fuerzas
conservadoras no querían que nada cambiase. ¡A
ver! ¡Con lo bien que les había ido a ellos durante
siglos! No estaban dispuestos a acatar la voluntad
del pueblo. ¡El Frente Popular! ¡Menudos eran ellos,
los oligarcas, los curas, los patronos, para dejarse
gobernar por el Frente Popular!
Y luego nosotras, las mujeres, para más
“inri”. Dispuestas a reivindicar nuestro papel en la
sociedad, la igualdad real. Queríamos
emanciparnos, liberarnos, adquirir plena
conciencia de nuestra condición. Ser dignas, útiles,
cultas…No queríamos depender de los hombres,
sino ir junto a ellos, codo a codo. Caminando sin
complejos, sin sumisión, sin miedo.
Queríamos decidir sobre nuestras vidas:
decidir en el amor, decidir en el trabajo, decidir en
la política, decidir en la maternidad…”
Cuando hablaba así sus ojos se iluminaban,
y parecía tener de nuevo veinte años. En su
rostro ajado por las penas y los años asomaba una
fuerza del pasado, un viento arrollador, un
entusiasmo venido de otros tiempos…De un
tiempo de utopías, un tiempo donde habitaban
palabras como solidaridad, bien común,
generosidad, libertad…Y eran palabras pájaro,
palabras mariposa: unas volaban alto, libres,
majestuosas… y otras aleteaban suavemente,
como un leve rumor . Y eran suyas, las había
atesorado todos estos años, las había resguardado
en su memoria, ocultas, a salvo de la censura, de
la infamia, de la mediocridad a la que la habían
condenado cuarenta años de silencio. Eran suyas,
suyas y de todas las que quisieran escucharlas y
llevárselas consigo, como una semilla preparada
para germinar…Porque aquellas “divinas
palabras” eran su herencia libertaria, y podían
plantarse en los corazones de otras mujeres
jóvenes dispuestas a recoger el legado, a no
olvidar, a no claudicar, a no acomodarse.
Cuando daban las siete, a veces siete y
media, Irene se marchaba. Ella la despedía desde
la ventana y sonreía feliz: “Ella es libre”, pensaba
mientras la veía correr calle abajo camino de su
casa. Y allí, con la frente apoyada en el cristal,
miraba también al resto de las mujeres que
caminaban por las calles. Solas, acompañadas,
serenas, firmes, decididas, animosas, dueñas de
sus destinos y de sus decisiones… Y un orgullo
secreto crecía en su interior, y escuchaba una voz
que le decía: “¡Germinó! ¡Germinó!”
Visita al penal
Todas las mañanas un grupo de mujeres de
diferentes edades, con niños en brazos o
agarrados fuertemente de sus faldas,
embarazadas, enfermas o simplemente cansadas,
emprendían el camino hacia las cárceles. Como
una caravana de infinita tristeza, caminaban
dispuestas a ver a sus hombres (padres, maridos,
hermanos, hijos...) En sus cestas y bolsas llevaban
lo que habían podido conseguir: tabaco, cerillas,
algo de comida, una camisa limpia, unos
pañuelos… Recorrían los senderos cabizbajas,
tirando de sus cuerpos, arrastrando los pies,
soportando el calor, el frío, la lluvia, el polvo. Pero
nada de aquello importaba si ellos estaban vivos,
si las dejaban verlos.
Aurora formaba parte de aquellas mujeres
que un día creyeron que todo cambiaría, y ahora
se arrastraban por los caminos con el único afán
de sobrevivir.
Creían que si no se dejaban ver, si no
hablaban más de lo necesario, si pasaban
desapercibidos… Pero todo fue inútil; una vecina
habló, se había quedado viuda con tres bocas que
alimentar y una sola cartilla de racionamiento. ¡Al
menos le habían conmutado la pena de muerte
por la de treinta años!
Parecía mentira que toda una generación de
hombres jóvenes, idealistas, dispuestos a empujar
la historia, a no quedarse atrás, estuviera
pudriéndose en los penales. Carne de presidio, eso
eran para los vencedores. De los que habían
conseguido sobrevivir muchos se vieron
empujados a la diáspora del exilio; otros
agonizaban entre rejas, se consumían en los patios
grises de las cárceles. Y otros eran utilizados como
esclavos, construyendo mausoleos para mayor
gloria del régimen.
Cuando no podía ir a verlo mandaba algún mensaje
con el paquete que otras mujeres llevaran. Entre
ellas funcionaba una red de ayuda mutua y
solidaridad que las dignificaba en medio de tantas
humillaciones. Se sentían parte de un mismo tejido,
de una macabra tela de araña que asfixiaba sus
vidas y las de sus seres queridos. Cuando había un
indulto lo celebraban juntas, y cuando alguno de
ellos era ejecutado o moría en su celda, también
lloraban juntas.
Al caer la tarde se disponían a regresar a sus
casas por el mismo camino. Volvían sobre sus
pasos, un poco más tristes, un poco más solas, un
poco más cansadas. Inmersas en sus pensamientos
(“a mis soledades voy/ a mis soledades vengo”),
envueltas en su pena. Huecas, secas, macerando en
su mente las palabras que no se atrevieron a
decirles, para no hacerles más daño, para no
arrebatarles la poca esperanza que aún les
quedaba. ¡Que no las vieran tristes, ni hundidas, ni
desesperadas! “Todo bien, muy bien, no te
preocupes”. “Estamos moviendo papeles, ya verás
como pronto estás en casa”.
Había hecho del soliloquio su válvula de
escape. Y al llegar a la casa, cuando todos dormían,
despertaban las palabras y, a solas, daba rienda
suelta a su dolor:
“Te vi entre los barrotes. Acaricié tus manos, tu
rostro macilento, tu dolor infinito…Y no poder
besarte, no poder abrazarte, no poder consolarte, no
poder restañarte las heridas.
Me llevo la sonrisa que intentaste esbozar con los
labios partidos, llagados, doloridos. Me llevo tu
sonrisa, prendida en el ojal de la solapa de mi vieja
chaqueta…Me llevo tus caricias, prometidas,
soñadas. Me llevo tu ternura, tu mirada llorosa. Me
llevo lo que puedo, para seguir viviendo en esta
soledad que compartimos ambos.
Y te dejo mi sombra, cuanto queda de mí, lo poco que
resiste, lo que nos han dejado…
Y me vuelvo a la nada de nuestra pobre casa, de
nuestra pobre mesa, de nuestra pobre cama. Y me
vuelvo al silencio de las mañanas frías, de las
eternas tardes, de las noches insomnes. Vuelvo a mi
vida gastada, desperdiciada, absurda…Apartada de
ti.”
La Maestra.
“No tememos lo: queremos hombres cuya
independencia intelectual sea la fuerza
suprema, que no se sujeten jamás a nada;
dispuestos siempre a aceptar lo mejor, dichosos
por el triunfo de las ideas , que aspiren a vivir
vidas múltiples en una sola vida. La sociedad
teme tales hombres; no puede, pues, esperarse
que quiera jamás una educación capaz de
producirlos.”
Fco. Ferrer i Guardia.Escuela
Moderna.
Cuando llegó a aquel pueblo de Badajoz tan sólo
tenía veinte años y una maleta llena de ilusiones y
proyectos. No estaba segura de poder llevarlos a
cabo todos, pero al menos lo intentaría.
Entró en la vieja escuela de muchachas,
limpió su mesa y los pupitres; luego, puso un jarrón
con flores y abrió las ventanas para que entrara un
poco de aire fresco… ¡Aire fresco! ¡Cuántos aires
nuevos esperaban llevar a las escuelas aquellos
jóvenes maestros y maestras de la República! Y si
hubiesen tan sólo imaginado cuánto odio se
generaba entorno a ellos, cuánto horror se les
avecinaba, cuánta venganza…
Los preceptos de la escuela moderna se los
había enseñado su padre, que estudió a principios
de siglo con los más avanzados pedagogos del
socialismo utópico y libertario. Habían llegado a
Madrid en los años veinte, huyendo de la purga y la
persecución a la que se habían visto sometidos
después de la Semana Trágica, y de la injusta
muerte de Francisco Ferrer. Ella se había formado
en la Institución Libre de Enseñanza, y se sentía
parte de un proyecto común que buscaba sacar a
España de su oscurantismo y su retraso a través del
la alfabetización y la cultura.” No enseñes,
entrégate.” Esa fue la consigna.
Ahora afrontaba su primer destino con
coraje, pero también con incertidumbre. Estaba
lejos de casa, de la civilización, de todas las cosas y
las personas que le eran cercanas y conocidas. Y
estaba allí sola, en mitad de la nada, en un mísero
pueblo de la España profunda y clerical.
“¡La maestra! ¡Ha llegado la maestra!”
gritaban los chiquillos que la seguían desde la plaza
.Desde las casas, algunas mujeres enjutas y
avejentadas miraban recelosas tras los visillos. El
alcalde, que era socialista según le dijo luego, la
recibió con los brazos abiertos y la atosigó a
preguntas sobre la capital, el nuevo gobierno, los
rumores de una conspiración militar, el fascismo
europeo…”¡Parece mentira que llevemos sin maestra
desde diciembre! Pero claro, ya se sabe, aquí, donde
da la vuelta el aire, lo que menos importa es si hay o
no maestra. La gente no se queja porque así las niñas
se ayudan en la casa o en las tareas del campo, y
cuando Juan, el maestro, y un servidor les
propusimos lo de la coeducación, pues se puede
imaginar… ¡pusieron el grito en el cielo! ¿Escuela
mixta? ¡Lo que faltaba! Pues menudos se pusieron
los terratenientes y don Anselmo, el párroco,
cuando estuvieron por aquí los de las misiones con
su camión de libros y su cine ambulante…A ellos no
les hace ni pizca de gracia que los niños de los
campesinos aprendan. Por ellos, todos analfabetos, y
pobres, y embrutecidos, y…” “Marcelino, por dios, no
hace falta que grites, que la vas a asustar...Y,
además, parece cansada. Lo que tiene que hacer es
echar una cabezadita y reponer fuerzas”. Doña
Luisa, la mujer del alcalde, debía de tener treinta y
muchos años. Era una mujer alegre y regordeta que
en nada se parecía a la mayoría de las mujeres de
su pueblo. “Es que, en realidad, yo soy andaluza, de
Huelva; pero conocí a Marcelino y ya ves, acabé aquí,
anclada a la tierra. Y eso es lo que peor llevo: no
poder ver el mar…”Junto a ella pasó los mejores
momentos de su experiencia pedagógica. Desde el
primer momento apoyó sus iniciativas más
arriesgadas, y juntas hicieron la exposición sobre
“salud sexual e higiene”, con el material que le
mandó desde Madrid Julia, una compañera del
sindicato. “¡Y vaya si se lió! ¡Que hasta el cura, el
boticario y toda la derechona del pueblo se
presentaron allí con el Cristo de las procesiones
para ver si así nos sacaban el demonio de dentro!...”
Y las dos se reían aquella tarde de verano del 36,
después de decidir que no volvería a Madrid al
terminar el curso, sino que se quedaría para poder
ayudar a alguna de las niñas más rezagadas; y
aprovecharía para conocer la zona y hacer un
estudio de las necesidades y los problemas que
podría enviar luego al ministerio.
Sentía que las niñas la habían cogido
aprecio, que comprendían con cuanta vocación se
había entregado a ellas. La lectura, el dibujo, los
paseos por el campo recolectando hojas y bichos ,
para clasificarlos luego en aquellos cuadernos de
hojas amarillas…Su caligrafía torpe había ido
dando paso a trazos más perfectos, más firmes, más
legibles” Vosotras habéis nacido mujeres, pero no
por ello esclavas” Eso les había dicho. Y las niñas la
miraban con los ojos muy abiertos y las manos muy
sucias. . No, definitivamente no era sólo un trabajo:
era una forma de vivir, de cambiar el mundo.
Lo que ella no sabía es que todo su mundo
se vendría abajo aquel verano. Que todo a su
alrededor se teñiría de sangre… Sangre en las
tapias, en los caminos, en las cunetas, en las plazas
de toros.
Vinieron a por ella una noche. Echaron la
puerta abajo y se la llevaron a empujones hasta un
camión aparcado al fondo de la calle. Allí, apiñados,
asustados y silenciosos, vio los rostros de un grupo
de hombres y mujeres que le resultaban familiares.
Poco a poco fue reconociendo sus rostros uno a
uno: Marcelino, el alcalde; Juan, el maestro; su
amiga Luisa, la mujer del alcalde; varios miembros
de la Casa del Pueblo, un hombre y dos mujeres,
cuyos nombres no conseguía recordar; el hijo
mayor de Luisa y Marcelino, que no tendría más de
catorce años; Don Pedro, el veterinario y Ángel, el
peluquero, que había escrito cuentos y poemas en
la revista Castilla Libre. Sabía que aquello no
presagiaba nada bueno. Se sentó al lado de Luisa y
agarró sus manos temblorosas.
Nadie volvió a verlos. Todo el mundo en el
pueblo sabía que habían sido fusilados en alguna
cuneta. Pero, ¿en cuál? ¿En qué lugar preciso
reposaban sus cuerpos? Todos supieron siempre
quién se los había llevado aquella noche, pero
nadie habló nunca. Se impuso el silencio, el olvido,
la muerte.” Ahora España es una, y grande, y libre.
Eran unos traidores, y unos agitadores, y un peligro
para el pueblo y para la patria. Aquí se ha hecho lo
que se tenía que hacer y punto.” Eso fue todo. Ni una
tumba, ni una lágrima, ni un lamento público.
Han pasado los años. Al borde de un camino
una anciana menuda señala con el dedo hacia un
punto de la nueva carretera. “Es allí”, les ha dicho,
“Si excavan el terreno encontrarán los cuerpos.” Los
jóvenes arqueólogos y los tres periodistas quieren
estar seguros. “¿No tiene usted la menor duda?” Ella
los mira con sus ojos de piedra, duros, grises,
sabios. “Es allí. Mi hermano me lo dijo. El conducía el
camión.”
Se ha quedado esperando mientras ellos
trabajan. Mira a la lejanía intentando traer de
nuevo aquel recuerdo hermoso de su infancia. Y,
con fuerza, aprieta contra el pecho un cuaderno
gastado con tapa de cuero y hojas amarillas.” ¡Aquí!
¡Venid! ¡Hemos encontrado algo!...Son los restos de
una mujer. Debía de ser joven, veinte años a lo sumo.
De complexión menuda. A su lado hay unos zapatos
en bastante buen estado, seguramente fueron
bonitos en su momento. Desde luego eran de buena
calidad… Hasta me atrevería a añadir que
comprados en la ciudad.” La anciana ha conseguido
llegar hasta el lugar con no pocos esfuerzos. Intenta
decir algo pero respira con dificultad. Por fin
consigue recuperar el aliento, y en un supremo
impulso, como si liberara una pesada carga, un
oscuro secreto que ha llevado consigo casi setenta
años, las palabras salen de su cavernosa garganta:
“Esa era mi maestra”, jadea, “mi maestra”.
Cuando acabó la guerra un familiar llegó al
pueblo preguntando por ella. Nadie le supo decir
nada. Nadie le dio razones, ni pistas de su posible
paradero.
Ahora, en lo que queda del viejo colegio,
han puesto una placa que reza así:
“Doña Elena Puig, maestra de primaria,
desaparecida el 14 de agosto de 1936. Encontrados
sus restos mortales en una fosa común setenta años
después. ¡Que la tierra le sea leve!”
Escríbeme a la tierra
A mi tía Eloísa, que no tuvo una tumba donde llorar…
“(…) escríbeme a la tierra
que yo te escribiré”
Miguel Hernández
(I)
Los álamos han traído los nombres de los muertos.
Son muertos olvidados, sepultados…
sin nombre y sin memoria.
(II)
Aquella noche soñé mucho. Me costó conciliar el sueño
y cuando por fin lo hice, imágenes extrañas poblaron
mi mente. Vi a Domingo y a Julián vestidos de traje,
repeinados y perfumados dispuestos a salir. Yo estaba
cosiendo, como siempre, sentada en la salita, mientras
madre- de riguroso luto- contaba las cuentas del
rosario. Nos dijeron adiós y al darse la vuelta para
salir, comprobé que sus chaquetas estaban manchadas
de tierra. Intenté avisarles para que no salieran así,
pero no podía moverme ni articular palabra alguna. La
siguiente escena que recuerdo fue la de dos lápidas sin
nombre en el viejo cementerio del pueblo. Mi madre y
yo arrodilladas, llorando sin consuelo. Me desperté
sobresaltada, bajé a la cocina presa de una profunda e
inexplicable angustia que oprimía mi pecho. Allí
estaban todos, desayunando tranquilamente, como si
nada fuera a pasarles nunca, como si mis terribles
sueños y mis presagios oscuros no fueran más que
tonterías… Domingo reía, con esa risa suya que lo
inundaba todo. “Que no madre, que no. Que son
miedos infundados que tiene usted. Nosotros no le
hemos hecho daño a nadie. Es verdad que tenemos
nuestras ideas y que nuestras ideas no les gustan a
todos los del pueblo, pero eso es todo. Ya verá como
no llega la sangre al río.” Y ahora, con el tiempo
pasado, yo me pregunto: ¿cuánta sangre puede llegar a
contener un río sin desbordarse?, ¿cuánta sangre
puede regar la tierra?, ¿cuánta sangre en las tapias, en
las cunetas, en los escombros, en los caminos?
Una semana después se los llevaron. Fue una mañana
plomiza de septiembre. No volvimos a verlos nunca. Ni
siquiera sus cuerpos. Para reconocerlos, para
llorarlos, para poder descansar en paz… La guerra
acabó, pero nosotras no pudimos enterrar a nuestros
muertos. Habíamos perdido, eso podíamos asumirlo.
Pero la ira, la rabia, la venganza, el terror generalizado
bajo el beneplácito del nuevo régimen, eso no
podíamos comprenderlo. Estábamos solas. Enterradas
en vida. Condenadas al silencio, a la humillación, a la
infamia.
Han pasado los años y todo el mundo parece haberse
empeñado en olvidar, o en hacer como que olvida.
Pero cada septiembre los álamos del bosque que
rodea nuestro pueblo, mecidos por la brisa que
presagia el otoño, traen el eco lejano de sus nombres:
Domingo… Julián…Domingo…Julián…Y como una
plegaria, elevan al cielo sus ramas y dejan caer algunas
hojas… como un llanto suave sobre la tierra.
El regreso.
Abrió la puerta y lo encontró esperando. Perdido,
desolado, hambriento, exhausto. No llevaba
equipaje, tan sólo un sobre descolorido con una
dirección: Bravo Murillo, 132. 1º derecha. Reconoció
su letra; le había escrito esa carta hacía ya tres
años. ¡Pensaba que había muerto! Lo miró
desolada. ¡Estaba tan delgado, tan cansado, tan
triste! No supo qué decir… ¡No dijo nada! Lo
abrazó, y la certeza de ese abrazo pareció
devolverles de nuevo la esperanza.
Pero fue una ilusión, un brillo pasajero: la
realidad se impuso- habéis perdido, necios, ¿es que
no oís? ¡Vencidos! Callad, callad, desterrad las
palabras, ¡cortaos la lengua si hace falta! Pero,
¡silencio! Escondeos en vuestras catacumbas, que
nadie pueda oír vuestro inútil lamento. No quería
que él sintiera su miedo, que pudiera olerlo,
intuirlo siquiera. Intentó no pensar, no recordar.
Cerró la puerta. Se quedó fuera el frío. ¡Qué
largo estaba siendo aquel invierno! Para ellos tardó
mucho en llegar la primavera… El tiempo se detuvo
en aquel dormitorio, entre sábanas blancas y
cajones vacíos. Sobraban las palabras. El amor es
experto en silencios oportunos.
Aprendieron a vivir en el mutismo, en el
sigilo, en la cautela. El tiempo de los ideales había
pasado. Ahora era el tiempo de la supervivencia.
Encogidos, larvados, agazapados, quietos…
Esperando, si acaso, que alguien les anunciara el
esperado regreso de la primavera.
Un día de verano.
Habían hecho muchos planes para aquel 18 de julio.
Conchita y su hermano Guillermo llegarían a buscarla
pronto, y juntos irían al Retiro. Era una pena que no
viniera Elena, la catalana; pero la joven maestra había
preferido pasar el verano en el pueblo donde tenía su
destino. Allí los estarían esperando Rafita y Fernando,
que ya tendrían cogido el sitio en la cola para alquilar
las barcas. Después comerían unos bocadillos y se
reunirían con el resto en el Ateneo. Era un estupendo
plan para un cálido sábado de verano.
Pero nada salió como habían planeado: Rafita, con
sus alpargatas y su camisa blanca se fue a tomar el
cuartel de la Montaña con otros compañeros del
sindicato; Fernando pasó todo el día en la sede del
partido, en Fuencarral; Guillermo y Conchita no
salieron de casa porque su padre, monárquico
convencido, cerró la puerta con llave y dijo que una
cosa era jugar a ser revolucionario, y otra muy
distinta, irse a serlo de verdad.
¡Que insólito día de verano! Tenían veinte años y toda
una vida por delante…Pero aquella mañana el aire trajo
un extraño olor a muerte. En tan solo unas horas, el
verano dejó de ser verano y un viento gélido heló sus
corazones.
Sus vidas se precipitaron al vacío. Fueron engullidos
por el vertiginoso túnel de la historia: la hoz, el martillo,
el puño, la bandera rojinegra, los panfletos, las
proclamas, las reuniones… Soldados improvisados,
enfermeras improvisadas, resistentes improvisados…
“A las barricadas”, “Ay Carmela”, “El ejército del Ebro”,
“Puente de los Franceses”… ¡No pasarán!, ¡No pasarán!...
¡Y vaya si pasaron! Llegaron con sus báculos, sus
águilas, sus yugos y sus flechas. Todo se oscureció. Se
acabaron los ateneos, las casas del pueblo, los libros, las
revistas, las discusiones políticas, los sueños de
libertad. Iban a pagar cara su osadía, sus deseos de
cambio, sus ventanas abiertas.
Había llegado la hora de la venganza. Algunos
habían conseguido huir, pero ella, con un niño de pecho,
una madre enferma y su compañero desaparecido,
¿dónde podía ir? No podía sino aguardar, dejar pasar el
tiempo, aferrarse a la esperanza y al instinto de
supervivencia. Tal vez no fuera suficiente, pero era lo
único que le quedaba.
Poema de amor a mi amado esposo
Un poema de amor.
La luz lechosa de la mañana luchaba por abrirse paso
a través del oscuro cubículo. Sentía frío, un frío húmedo
que le traspasaba los huesos y se quedaba allí, dentro,
muy dentro de su cuerpo, hasta congelar también su
mente y su corazón. Hacía varios días que ya no
pensaba nada coherente. Sus pensamientos eran un
vaivén de ideas inconexas, de imágenes, de rostros sin
nombre… Había perdido la noción del tiempo, y los días
se hicieron semanas, y las semanas meses, y los meses
años, años, años…
Primero pensó que saldría pronto, que todo se
aclararía, que la razón y la justicia se impondrían de
nuevo, que podría volver pronto junto a su marido y su
hijo. Pero los días se sucedían y no ocurría nada.
Preguntas, preguntas…Querían saber cosas que ella no
sabía: nombres, fechas, lugares. La golpearon mucho,
con rabia, con odio.
Luego se olvidaron de ella y no volvió a saber
nada más del mundo, de su mundo. Un mundo cada vez
más lejano y difuso en su memoria.
Presentía que iba a morir. La fiebre no remitía,
llevaba varios días sin comer y apenas podía tragar ni
siquiera el agua que reposaba nauseabundamente en
aquella escudilla. Se había acurrucado en una esquina
esperando la muerte.
La enterraron en el penal, en un improvisado
cementerio trasero en el que se acumulaban los cuerpos
de las presas ajusticiadas, o de las muertas “por muerte
natural”. Entre las pocas pertenencias que les
entregaron a sus familiares estaba un papel doblado
muchas veces; una hoja de cuaderno cuadriculada y
sucia, en la que estaba escrito, con una letra diminuta y
una esmerada caligrafía, un poema de amor fechado
cuatro meses atrás. Lo había escrito antes de caer
enferma, antes de perder la razón, antes de dejarse
llevar por la oscuridad absoluta, antes de renunciar por
siempre a la esperanza, a la vida, a la libertad.
Es lo único que les quedó de ella: un poema de
amor, un grito de esperanza en medio de la
desesperación, palabras engarzadas como cuentas
pequeñas de un collar ahora roto… Y ruedan las
palabras, como cuentas redondas sobre un suelo
brillante. Ruedan en el recuerdo de los que la quisieron.
Y siguen rodando ahora, setenta años después, cada vez
que alguno de sus nietos relee emocionado aquel
poema.
Exilio
El camino del exilio implica dejar
atrás un armario lleno de vivencias y raíces, y arrastrar por tierras extrañas un baúl lleno de tristezas…
Cartas
“Hoy las nubes me trajeron
volando el mapa de España…”
Rafael Alberti
Querida Aurora:
Hoy me llegó tu olor. Un olor a jazmín y lavanda, a
torrijas con leche y canela, a almendros en flor…
A veces pequeñas cosas me recuerdan a ti. No sé si
habrás podido sobrevivir a tantas penurias, pero yo te
tengo muy presente. Tu recuerdo va siempre conmigo, y
una voz interior me dice que no has muerto, que aún
sigues luchando; que, como yo, no has olvidado quiénes
fuimos, y que, como yo, aún sigues esperando que llegue
el día.
Es curioso, pero el cielo del exilio no es el cielo de
Madrid. Te parecerá extraño, pero aún me acuesto
pensando que, al despertar, iremos juntas al Retiro, o a la
Plaza Mayor y que, tal vez, veremos anochecer en la
Dehesa de la Villa…
Mi más íntimo deseo es morir en mi patria (“Si muero
en tierras extrañas / lejos de donde nací / ¿quién tendrá
piedad de mí?”). Yo, que siempre fui tan europea, tan
cosmopolita, tan “afrancesada”, siento que me han
arrancado el corazón, que me han negado la tierra de
mis antepasados, que me han robado el aire que siempre
respiré, que me han quitado el agua para dejarme sólo la
sed. Y ya no tengo tierra, no tengo aire, no tengo
agua…Tan sólo tengo un fuego que me devora por
dentro: el fuego de la rabia.
Hace unos días fui con mis nietos a ver la tumba de
nuestro querido poeta, Antonio Machado. “Murió el poeta
lejos del hogar / le cubre el polvo de un país vecino…”.
Cuando regresábamos a casa le dije a mis nietos: “Jean,
David. ¡Escuchadme bien! Yo quiero morirme en España.
Nunca lo olvidéis”.
Para ellos tampoco es fácil. Han nacido aquí y nos
pasamos la vida hablándoles de allí. Incluso mi hija,
Paloma, se siente más francesa que española. Cuando
pasé la frontera ella sólo tenía unos meses. Fueron
tiempos terribles: campos de refugiados, hambre,
desolación. Creí que no podría soportarlo. El poco francés
que aprendí en la academia me sirvió para comprender
que estábamos perdidos, desahuciados. Fue un milagro
que pudiera cruzar la frontera. Creí morir en Alicante,
pero una compañera que tenía familia en Francia
consiguió que nos pasaran. A partir de ese momento
estuve sola. Tuve que trabajar en lo que me salía: limpié
casas, horneé pan, serví comidas…Al final encontré
trabajo como sombrerera y volví a involucrarme en la
política. Me reencontré con viejas compañeras pero no
supieron darme noticias tuyas. Empecé a escribirte cartas
a tu antigua dirección pero todas me las devolvían. No
conseguí encontrarte, no conseguí saber de ti.
A pesar de todo he seguido escribiéndote. Porque,
cuando lo hago, te siento más cerca, y me parece que te
estoy hablando allí, sentadas en el rellano de tu portal,
compartiendo confidencias, y recortables, y caramelos…
O contándonos nuestros amores secretos camino de la
academia de costura.
No sé si algún día volveremos a vernos .Nosotras, las de
entonces, ya no somos las mismas… ¿O, tal vez, lo seamos?
Pensamos que sería para poco… ¡y ya van treinta años!
¿Qué nos espera si algún día volvemos? Extraños en tierra
propia, extraños en tierra extraña; desarraigados,
desubicados; ni de aquí, ni de allí; ni de entonces, ni de
ahora. Peregrinos sin rumbo, cargados de recuerdos y de
melancolía.
Eso somos nosotros, barcos a la deriva. Navegamos en
círculos alrededor de Ítaca para no alejarnos demasiado,
esperando que un día alguien anuncie la muerte del
tirano, y podamos entonces desembarcar. Pero… ¿Nos
reconocerá Penélope después de tanto tiempo?
Mirando a España.
Una vez al año, coincidiendo con el inicio de las
vacaciones de verano, Julia y su familia, junto con otras
familias de exiliados, viajaban a Hendaya.
No habían elegido aquel destino estival por sus
monumentos, ni por sus hermosas playas, ni por su
interés histórico o artístico. La razón era meramente
sentimental, incluso “estratégica”, según se mirara: era
el último pueblo de la frontera, ese muro invisible y
doloroso que les separaba de sus raíces, de su pasado,
de su identidad.
Desde allí podían ver las playas de Hondarribia,
mantener el vínculo, nutrirse de recuerdos y de
melancolías. Allí llevaban a sus hijos y a sus nietos para
que no olvidaran de dónde procedían y cuál era el lugar
al que debían volver. Porque ellos volverían, algún día,
no sabían cuándo, pero volverían. Nunca deshicieron
del todo su equipaje, nunca llegaron a echar raíces,
nunca renunciaron al regreso.
Aquella era su estrategia de
supervivencia: mirar a España; asegurarse de que
seguía allí, esperándolos, aguardándolos para acogerlos
de nuevo en su seno, para arroparlos en el supremo
trance de la muerte.
Después de tantos años, morir en España era la
única razón para seguir viviendo.
La memoria herida.
“Querida Irene:
No sabes cuán profundamente me ha afectado la
muerte de tu abuela. Fue una mujer extraordinaria que,
como tantas otras mujeres anónimas, tuvo que
ingeniárselas para sobrevivir a la barbarie de la guerra y
a la brutal represión que vino después. Fue una de las
muchas protagonistas de un tiempo que pudo ser y no
fue, de un sueño roto y de una pesadilla interminable.
Sufrió cárcel, cuidó de su madre enferma, y ambas, en un
esfuerzo supremo y mostrando un gran coraje,
consiguieron proteger a tu padre y evitarle el cruel
destino que tuvieron muchos de los hijos de los presos
republicanos. Sorteó el hambre, la enfermedad, la
desesperación, y se las ingenió para seguir caminando en
un mundo de sonámbulos sin nombre y sin memoria.
Cuando habían conseguido mimetizarse y pasar
desapercibidas en aquel Madrid en blanco y negro,
daguerrotipo cruel de la miseria y la ruina, apareció tu
abuelo. Había estado preso casi cuatro años y todavía le
parecía un milagro que lo hubieran soltado. Pero la
felicidad por su regreso les duró poco tiempo. Veinte años
en las cárceles de Franco minan cualquier salud, y antes
de que aquel infierno acabase murió de tuberculosis.
Aquellos fueron tiempos de silencio y cloacas, de ratas,
de hambre, de desconfianza y de rencor. Tiempos de
infamias y mentiras, de identidades falsas y vidas
reinventadas. “Larga noche de piedra” los llamó el poeta
Celso Emilio Ferreiro… ¿Acaso puede haber frase más
acertada? Oscura como la noche se volvió la esperanza;
duros como la piedra los corazones.
Ya vamos quedando pocos testigos directos de aquellos
aciagos días, y en esta amnesia colectiva en la que
estamos inmersos, me alegra saber que quieres escribir
un libro basado en las memorias de tu abuela. Nada me
hará más feliz que ayudarte a reconstruir su historia, que
es también la mía y la de todos aquellos que plantamos
las semillas de un árbol, cuyos frutos recogerán ahora
nuestros nietos.” La dictadura hizo demasiado daño a
nuestros hijos, hirió de muerte sus sueños y les arrebató
la infancia feliz que debieron haber tenido. Vivieron
rodeados de miedo y medias verdades, no conocieron otra
cosa que los yugos y las flechas y los principios del
movimiento, y tardaron demasiado tiempo en probar la
brisa fresca del pensamiento libre. En casa les
contábamos lo que podíamos, pero no era fácil. Quisimos
protegerlos de nuestras ideas, que no sufrieran más el
odio de los vencedores, la humillación de ser señalados,
insultados, vejados… Tuvimos que esperar a que llegaran
ellos, los nietos, que escuchaban nuestras historias con los
ojos abiertos y que recuperaron el orgullo
arrebatado”…Estas palabras me las escribió tu abuela en
la primera carta que recibí de ella estando en el exilio.
Era el año 70. Te proporcionaré todas sus cartas en las
que me fue desgranando todo lo que le había ocurrido en
aquellos treinta años. Como ya sabes, no volvimos a
vernos hasta el Homenaje a las mujeres del 36. Sé que con
nuestras cartas y lo que ella te contó podrás reconstruirlo
todo siguiendo el hilo de la memoria.
Porque eso es lo único que nos queda, lo único que no
pudieron arrebatarnos, lo que habéis heredado: nuestra
memoria herida.
Tuya siempre. Julia.”
Irene dobló la carta varias veces. La guardó en
un bolsillo de su abrigo, miró alrededor, aspiró por
última vez el olor de su abuela, que aún impregnaba la
casa, y lloró. Lloró por ellas, por todas aquellas mujeres
dignas y valientes, por las que ya no estaban y por las
que pronto no estarían. Lloró de rabia, y de impotencia,
y de ternura… Lloró por lo que pudo ser y no fue, y por
lo que nunca sería, y por lo que tal vez otros lograran
que fuese. Lloró y supo que ya no había vuelta atrás:
tenía que contarlo antes de que el viento del olvido se lo
llevara todo a su paso, antes de que cayera la última
hoja del árbol…Antes de que no quedara nadie que aún
estuviera dispuesto a recordar.
Cruzó con paso firme la acera, y al mirar hacia
arriba, como siempre había hecho cuando se despedía,
creyó ver,- acaso sólo una imagen fugaz, una imagen
sacada de los sueños- , la silueta sonriente de su abuela,
muy joven , que le decía adiós vestida de miliciana.