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La actualidad de Descartes
Dr. Juan Carlos Moreno Romo
Universidad Autónoma de Querétaro, México
Descartes, filósofo de moda
Este verano, el influyente periódico español El País recomendaba a sus lectores
que se llevaran a la playa un libro de filosofía, que por su parte el New York Times
calificaba como “uno de los mejores del año”: Los huesos de Descartes, del periodista y
filósofo estadounidense Russel Shorto.1 La extraña operación mediática, y
mercadotécnica también, y acaso asimismo un tanto cuanto ideológica, hacía recordar
una portada de Le Nouvel Observateur de hará unos diez años, dedicada a un Sócrates
de originales y desenfadados lentes obscuros, y a la “demanda de filosofía” —y de
sentido por ende— que por entonces se presentaba como un asunto de mucha
“actualidad”. Los franceses, explicaba el editorial de la revista, echaban de menos sus
maîtres à penser de los tiempos de Sartre o de Foucault, y estaban a la espera de que
otros vinieran a tomar el relevo.2 “Otros” entonces, y no forzosamente —o más bien
forzosamente no— los de siempre, no los clásicos que son, dicho sea de pasada, los que
constituyen o hacen la “tradición filosófica”.
Russel Shorto, por su parte, lo que en esencia ofrecía en su libro era, como no
sin cierto gancho reza su subtítulo, el relato de Una aventura histórica que ilustra el
eterno debate entre fe y razón, lo que desde luego apunta bien, hay que admitirlo, a la
1 Cfr. Russel Shorto, Los huesos de Descartes, traducción de Claudia Conde, Duomo ediciones, Barcelona,
2009. El artículo de El País al que me refiero es “Un montón de huesos”, de Félix de Azúa, de la edición
del 15 de julio del 2009. El 5 de septiembre del mismo año, en el mismo periódico, Luis Fernando
Moreno Claros insiste en el mismo libro en su artículo “El magisterio de Descartes”; y ya el 13 de junio
Manuel Rodríguez Rivero lo había mencionado en su artículo “Consolación de la filosofía”.
2 Véanse el No. 1801 de Le Nouvel Observateur, de mayo de 1999.
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centralidad, y a la actualidad del pensamiento, y del ejemplo, y no sólo de los huesos o
de las “reliquias laicas” de Descartes, al mismo tiempo que a cierta preocupación, por
otra parte, sin duda también de mucha actualidad política e ideológica, cual es la de la
paradójica amenaza resentida por la en nuestros tiempos harto frágil o fragilizada
“tradición ilustrada” —o “de la Razón”, escrita con mayúsculas—, de un retour en force
o vuelta de la tradición, o de las tradiciones propiamente dichas.
La nostalgia de los tardo, o de los neo-iluministas se previene, es curioso
constatarlo, contra las “nostalgias” —y de paso también y sobre todo contra las
revaloraciones— de las otras tradiciones, y hasta es posible que en muchos sentidos los
revolucionarios de ahora resulten ser más bien los verdaderos reaccionarios, o
viceversa, como ya apuntaba Husserl, por ejemplo, en su famosa conferencia de mayo
de 1935 sobre “La filosofía en la crisis de la humanidad europea”, en la que
reivindicaba la razón —y la filosofía, y la tradición filosófica— al mismo tiempo que se
deslindaba de los excesos de la Ilustración y del racionalismo.3
“Jefe de conjurados”, y de acuerdo a una a estas alturas ya muy vieja tradición
que se remonta al Discurso preliminar de la Enciclopedia, de d’Alembert, y a antes
aún,4 Descartes es recuperado sin embargo una vez más, en nuestros días, como el
símbolo de esa superficial tradición de la ruptura con la tradición, y de esa “Razón”
marcionista o enemiga de toda tradición, e incluso, en cierto modo, también de la
tradición filosófica seria y profunda. “Él llevó sus errores metafísicos —escribe por la
misma época el famosísimo Voltaire, en su catorceava carta filosófica, “Sobre Descartes
y Newton”— hasta pretender que dos y dos no son cuatro sino porque Dios lo ha
querido de esa forma. Pero no hay exceso —observa el gran publicista— en decir que
era estimable incluso en sus extravíos: él se equivocó —subraya—, pero fue al menos
con método, y con un espíritu consecuente; destruyó las quimeras absurdas con las que
se infatuaba a la juventud desde hacía dos mil años; enseñó a los hombres de su tiempo
3 Cfr. Edmund Husserl, La crisis de las ciencias europeas y la fenomenología trascendental, Crítica,
Barcelona, 1991, p. 347.
4 Cfr. François Azouvi, Descartes et la France. Histoire d’une passion nationale, Fayard, París, 2002, p. 90.
3
a razonar, y a servirse contra él mismo de sus armas; si no pagó con buena moneda —
concluye el autor del Cándido—, es mucho el haber desprestigiado a la falsa.”5
Siguiendo a Richard Watson (quien sigue de lejos e indirectamente al propio
Voltaire), Russel Shorto le atribuye a Descartes, en quien en algún momento llega a
insinuar nada menos que un paralelo crístico (lo que Jesús de Nazaret es para la
Cristiandad, Descartes lo es para la Modernidad), los fundamentos mismos de su
mundo. “La historia que llegó a obsesionarme —escribe— (una historia menor, extraña,
sinuosa e insignificante) se entrecruza con algunos de los acontecimientos más
grandiosos que puedan imaginarse: el nacimiento de la ciencia, el ascenso de la
democracia, el problema filosófico mente-cuerpo y la confusión que aún subsiste acerca
de los ámbitos de la ciencia y de la religión.”6
Ya en otros trabajos he observado cómo en el mundo protestante, y de rebote
también en el católico, Descartes le sirve de pantalla o de máscara a Lutero, y a su harto
más radical y práctico —o impráctico— dualismo, lo mismo que a su fideísmo.7 Esto es
patente en la exitosa biografía que Richard Watson le dedicó al filósofo en el 2002,
vertida al año siguiente al español bajo el título de Descartes, el filósofo de la luz, y
según lo muestra el pasaje recién citado también lo es en el libro de su admirador e
imitador Russel Shorto. Para este último, quien nos explica cómo la Revolución
Norteamericana es menos radical que la Francesa en su repudio de la tradición, y de la
religión principalmente, y quien en efecto manifiesta al respecto una actitud más bien
serena (que contrasta con la de aquella feminista ex musulmana a la que alguna vez le
hizo una entrevista), el virulento teólogo calvinista Gisbertus Voetius habría al final
tenido razón en su combate contra Descartes y contra la razón cartesiana, la cual en
efecto le habría abierto la puerta al ateísmo y al agnosticismo religioso de los modernos.
Es esta una muy curiosa coincidencia entre el obscuro teólogo protestante y el brillante
5 Cfr. Voltaire, Mélanges, Gallimard, París, 1961, p. 58.
6 Cfr. Russel Shorto, op. cit., p. 16
7 Cfr. el capítulo “Descartes, mirador de la filosofía” en mi compilación Descartes vivo. Ejercicios de
hermenéutica cartesiana, Anthropos, Barcelona, 2007, pp. 9 – 58; y también mi comunicación “De
Elisabeth a Leibniz. ¿Está el dualismo luterano en el trasfondo del dualismo cartesiano?”, presentada en
septiembre del 2009 en la Universidad Autónoma de Aguascalientes, en el marco del Homenaje a Laura
Benítez que ahí se organizó, y del que seguramente se publicarán las memorias.
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articulista tardo-ilustrado, a menos que se trate de algo más que de una mera
coincidencia.
Más voltaireano en efecto que los estadounidenses, el autor del citado artículo de
El País, Félix de Azúa, confirma la observación de Shorto al resultar, como hijo, o
como tataranieto que es de la Revolución Francesa, y no de la Norteamericana, más
radicalmente antirreligioso que el autor del libro que comenta. Si aconseja a sus lectores
que se lleven a Shorto a la playa, él por su parte recuerda que leyó a Descartes, en su
juventud, algo más disciplinadamente y bajo la tutela de Víctor Gómez Pin.
“Éramos veinteañeros —escribe—, pero aún guardo el ejemplar tapizado de
anotaciones marginales. El título del tratado, Meditations metaphisiques —le guiña a
sus lectores—, asusta a mucha gente. Lo cierto —observa— es que se leen con suma
facilidad, son la puerta de la filosofía moderna y plantean el interrogante más audaz que
haya conocido el mundo hasta esa fecha: ¿y si lo que llamamos "Dios" no fuera más que
un tahúr? La célebre hipótesis del dieu trompeur —reconoce de Azúa— llevaba ínsita la
intención de contestar que no, que Dios es buenísimo y se desvive por nosotros. El
problema —arguye— es que la duda penetró como un virus en el intelecto europeo y
menos de un siglo más tarde ya se había convertido en una pandemia.” Y como si se
hubiese puesto de acuerdo con Marcel Gauchet afirma que “Occidente sería la primera
cultura mundial que probaría a sobrevivir con sus solas fuerzas y sin la ayuda de ningún
Dios, al que se apartaba de la vida razonable por si las moscas. Aún no lo hemos
logrado del todo —concluye, y muy a tono con la actualidad mediático-ideológica
observa que—: Dios sigue atacando con furia, ahora disfrazado de musulmán.”
Y acaso eso es lo que el articulista quiere a fin de cuentas que todo mundo se
lleve a la playa, o a la capa de mantillo de las opiniones recibidas sin pensar, y sin
degustarlas siquiera.
El tiempo y el tempo de las meditaciones
Las meditaciones que el filósofo francés, discípulo de los jesuitas antes que
emblema de los ilustrados, había tenido la ocasión de hacer, por vocación, e incluso por
5
una imperiosa necesidad existencial, apartado de todos, y en especial de toda
conversación que lo divirtiera, en el invierno nórdico y en una “estufa alemana”, ¿qué le
pueden decir al lector distraído de un comentarista suyo, apresurado él mismo, en una
playa veraniega soleada y concurrida? Un Sócrates con gafas de sol, por otro lado,
¿puede interpelar a Fedro de tal manera que lo lleve a interrogarse por su origen y su
destino, y por su pertenencia a un tiempo más profundo y más serio que el de la lectura
de los textos de moda, los ejercicios y los cosméticos? ¿La actualidad de Descartes, y de
la tradición filosófica en general, la pueden recoger e interpretar, y aun marcar esos
artículos, y esos libros de escritura y de lectura rápidas, y de muy grandes y muy
publicitadas tiradas, concebidos para ponerse incluso al servicio de una determinada
“moda” o ideología?
En sus reflexiones de 1970 en torno a “El porvenir de la filosofía”, don Eduardo
Nicol consideraba que antes de filosofar, en nuestros ajetreados y harto saturados días,
se nos imponía el “someter a examen las condiciones de posibilidad de la filosofía”.8
Leía el Discurso del método, y ante la observación del joven Descartes de que las
distintas ocupaciones puramente humanas le parecían vanas e inútiles subrayaba, con el
ejemplo mismo del relato de la vida del filósofo, el carácter liberador de la filosofía: “La
guerra —escribía—, la opresión, la ambición, la violencia, la injusticia, la codicia, la
crueldad, la envidia: la vocación filosófica habría de ser refugio y liberación de todo
esto. Pero es más —observaba—. Pues el trabajo que desempeña el filósofo cumpliendo
su vocación es, por su intención y contenido, una de esas pocas empresas humanas que
se sustraen a las vanidades de la vida. Es ocupación “buena e importante”, propia de los
hombres que son verdaderamente “hombres”. Y esto —subrayaba— tiene “porvenir”.”9
“Pero, ¿cómo se habría sentido Descartes —se preguntaba en seguida el maestro de mis
maestros—, sin una seguridad en la eficacia humana de su vocación? ¿Hubiera podido
emprender, lastrado por esta duda interior, la otra duda metódica, con la cual reformó la
filosofía?”10
“No sabemos cómo hubiese procurado sustraerse al desconcierto de nuestra
época —proseguía el maestro catalán—. Porque en la suya había agitación, pero
8 Eduardo Nicol, Ideas de vario linaje, UNAM, México, 1990, p. 314.
9 Cfr. op. cit., p. 315.
10 Ibídem.
6
también había distancias, en el tiempo y en el espacio: alguna pausa, algún lugar de
reposo como el que Descartes encontró a pocas leguas de los campos de batalla. Hoy —
advertía don Eduardo Nicol— no lo encontraría tan cercano.”11
Y si el desaparecido profesor de la Universidad Nacional Autónoma de México
se planteaba así las cosas hace treinta y nueve años, antes del Internet, los teléfonos
celulares y la dictadura de los puntos y de la “productividad” esta que nos somete a la
desenfrenada competencia, y a la envidia incluso de los “pares”, ¿cuánto no tendríamos
que agregar, por nuestra cuenta, de lo que los desiertos han crecido, y de lo difícil que
nos sigue resultando encontrarle a nuestro trabajo diario de “profesionales de la
filosofía” algún verdadero sentido?
Ahora bien, y a propósito no sólo de nuestras labores cotidianas de profesores o
de investigadores —o de las clases, por ejemplo, que el joven Félix de Azúa tomaba con
Gómez Pin—, para penetrar hondo en la verdadera actualidad de Descartes, y de la
filosofía misma —actualidad en el sentido filosófico del término entonces, más que en
el periodístico— no es suficiente con estudiar, aunque estudiar sea, desde luego, algo
fundamental, e importante. También hace falta Meditar, como apuntaba hace algunos
años Salvio Turró, y como nos lo acaba de recordar Ramón Sánchez Ramón en su
Descartes esencial, y apartarse entonces, al menos una vez en la vida, del camino que
trillan el común de los mortales, para ir al encuentro de la verdadera vocación filosófica,
y de la diosa verdad.12
Hecho esto por lo menos una vez, como les aconseja Descartes a Elisabeth y a
Burman, ya puede uno enfrentarse a los mil y un asuntos de todos los días con esa
nueva seguridad que da el haber filosofado de verdad, y esto es lo que cada uno debe,
por su parte, tratar de actualizar o de volver actual, incluso en estos tiempos tan
difíciles.
11
Cfr. op. cit., pp. 315 – 316.
12 Cfr. Salvio Turró, Descartes. Del hermetismo a la nueva ciencia, Anthropos, Barcelona, 1985, p. 399; y
Ramón Sánchez Ramón, Descartes esencial. No hay verdad sin evidencia (Introducción y antología),
Montesinos Esencial, Barcelona, 2008, p. 26. Véase también el capítulo II. 4 de mi Vindicación del
cartesianismo radical, Anthropos, Barcelona, 2009 (en prensa).
7
Es esto lo que de veras actualiza la tradición filosófica, que en efecto es una
tradición de duda o de ruptura con respecto a la tradición, pero que no lo es sin ser al
mismo tiempo, y en o por el mismo acto, una tradición de una profunda continuidad
(que es por lo demás lo que en el mundo protestante o ilustrado siempre se le ha
reprochado a Descartes: el que después de la duda haya vuelto a reconstituir la
tradición).
Los articulistas de El País, para volver a los ejemplos de los que hemos partido,
y a la “actualidad” de la que éstos dan testimonio, no dan muestras, ni siquiera, de haber
leído el libro de Shorto con suficiente atención; y el propio Russel Shorto está lejos de
de haber estudiado medianamente bien el pensamiento de Descartes. Ni Russel Shorto
ni Richard Watson, ni Félix de Azúa ni Víctor Gómez Pin dan muestras, por supuesto,
de haber realmente meditado.
El Descartes de la historia, y de la filosofía, contra el de la filosofía
de la historia
Arraigar a Descartes en su propia tradición, y reivindicar su pars construens o su
propia filosofía, frente a la utilización ideológica de su pars destruens, meditar en serio
con él, sería en nuestros días, como en los suyos, algo tremendamente subversivo contra
esa extraña y sospechosa “ortodoxia” de quienes quieren hacer del exigente filósofo de
las Meditaciones un frívolo escéptico de revuelta o de playa. Es lo que he intentado
ampliamente en mi Descartes vivo, en el 2007, y en mi Vindicación del cartesianismo
radical, que aparecerá a finales de este año del 2009, y ni quisiera ni podría repetir aquí
lo que en esos trabajos he sostenido.
Permítanme que me refiera tan sólo a lo que descubrimos al leer la primera parte
del erudito comentario de Denis Kambouchner a las Meditaciones metafísicas: la
oportuna ubicación histórica de las mismas nos las revela del lado, no de la Reforma o
de la Ilustración, como querrían lo mismo Hegel que Maritain, sino del lado de la
8
Contrarreforma, y en la estirpe directísima del jesuita español Francisco Suárez.13
No
era Voetius, como sugiere Shorto, no era el fideísmo fanático el que tenía la razón, ni es
triunfo ninguno de la ciencia o de la Modernidad el establecimiento de una mera razón
sin historia y sin memoria, como quieren los nostálgicos de la Ilustración.
Un viejo y muy certero libro del gran estudioso Henry Gouhier —que
precisamente por certero sigue siendo un libro muy actual— nos recuerda, contra todas
las recuperaciones ideológicas, y contra todas las simplificaciones, lo que ante todo
debemos tener muy claro para poder salvar, y calar en lo más actual del pensamiento de
Descartes. “La lógica del sistema, se dice a placer —leemos en ese texto de 1949—,
habría exigido un Descartes más intrépido que siguiese hasta sus últimas consecuencias
el aliento revolucionario de su genio. Pero la lógica de un sistema —observa Gouhier—,
¿no sería en primer lugar ese sistema?”14
Y desde tan atinada pregunta nos devuelve el discípulo de Gilson, cual debe
hacerlo todo verdadero comentarista, al verdadero sentido, y a la verdadera intrepidez
del pensamiento de Descartes, que radica en su amor, y en su respeto a la verdad. El
sistema de Descartes, nos recuerda Gouhier, “supone una distinción preliminar entre lo
racional y lo histórico: hay ahí dos órdenes, en el doble sentido que requiere el juego de
palabras. El orden racional es el orden porque es racional; de lo que no se sigue de
ninguna forma que el segundo sea desorden; un orden es concebible, aunque sea
histórico, pero se trata de otro orden. La lógica del sistema no comienza a jugar sino
hasta que se ha logrado esta apertura a lo real; no parece que el filósofo lo haya
olvidado o traicionado.”15
13
Cfr. Denis Kambouchner, Les Méditations métaphysiques de Descartes. Introduction générale.
Première méditation, PUF, París, 2005.
14 Cfr. Henri Gouhier, Descartes. Essais, Vrin, París, 1949, p. 270.
15 Ibídem.