Post on 11-Feb-2016
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El artista y la época Por José Carlos Mariátegui
I
EL artista contemporáneo se queja, frecuentemente, de que esta sociedad o esta civilización, no le hace justicia. Su queja no es arbitraria. La conquista del bienestar y de la fama resulta en verdad muy dura en estos tiempos. La burguesía quiere del artista un arte que corteje y adule su gusto mediocre. Quiere, en todo caso, un arte consagrado por sus peritos y tasadores. La obra de arte no tiene, en el mercado burgués, un valor intrínseco sino un valor fiduciario. Los artistas más puros no son casi nunca los mejor cotizados. El éxito de un pintor depende, más o menos, de las mismas condiciones que el éxito de un negocio. Su pintura necesita uno o varios empresarios que la administren diestra y sagazmente. El renombre se fabrica a base de publicidad. Tiene un precio inasequible para el peculio del artista pobre. A veces el artista no demanda siquiera que se le permita hacer fortuna. Modestamente se contenta de que se le permita hacer su obra. No ambiciona sino realizar su personalidad. Pero también esta lícita ambición se siente contrariada. El artista debe sacrificar su personalidad, su temperamento, su estilo, si no quiere, heroicamente, morirse de hambre.
Entre los descontentos del orden capitalista (…) el obrero siente explotado su trabajo. El artista siente oprimido su genio, coactada su creación, sofocado su derecho a la gloria y a la felicidad.
II
Pero, en muchos casos, esta protesta es, en sus conclusiones, o en sus consecuencias, una protesta reaccionaria. Disgustado del orden burgués, el artista se declara, en tales casos, escéptico o desconfiado respecto al esfuerzo proletario por crear un orden nuevo. Prefiere adoptar la opinión romántica de los que repudian el presente en el nombre de su nostalgia del pasado. Descalifica a la burguesía para reivindicar a la aristocracia.
IV
La prensa es particularmente acusada (…) Sobre la suerte de los artistas contemporáneos pesa, excesivamente, la dictadura de la prensa. Los periódicos pueden exaltar al primer puesto a un artista mediocre y pueden relegar al último a un artista altísimo. La crítica periodística sabe su influencia. Y la usa arbitrariamente.
La prensa no es responsable sino de ejecutar lo que los grandes intereses de esta industria decretan (…) En una época en que la celebridad es una cuestión de réclame, una cuestión de propaganda, no se puede pretender, además, que sea equitativa e imparcialmente concedida (…) Se lanza a un artista más o menos por los mismos medios que un producto o un negocio cualquiera.
V
El arte depende hoy del dinero; pero ayer dependió de una casta. El artista de hoy es un cortesano de la burguesía; pero el de ayer fue un cortesano de la aristocracia. Y, en todo caso, una servidumbre vale lo que la otra.
ARTE, REVOLUCIÓN Y DECADENCIA
No todo el arte nuevo es revolucionario, ni es tampoco verdaderamente nuevo. En el mundo contemporáneo coexisten dos almas, las de la revolución y la decadencia. Sólo la presencia de la primera confiere a un poema o un cuadro valor de arte nuevo.
No podemos aceptar como nuevo un arte que nos trae sino una nueva técnica. Eso sería recrearse en el más falaz de los espejismos actuales. Ninguna estética puede rebajar el trabajo artístico a una cuestión de técnica. La técnica nueva debe corresponder a un espíritu nuevo también. Si no, lo único que cambia es el paramento, el decorado. Y una revolución artística no se contenta de conquistas formales.
La decadencia y la revolución, así como coexisten en el mismo mundo,
coexisten también en los mismos individuos. La conciencia del artista es el circo agonal de una lucha entre los dos espíritus (…) Pero finalmente uno de los dos espíritus prevalece. El otro queda estrangulado en la arena.
La decadencia de la civilización capitalista se refleja en la atomización, en la disolución de su arte. El arte, en esta crisis, ha perdido ante todo su unidad esencial.
El sentido revolucionario de las escuelas o tendencias contemporáneas no
está en la creación de una técnica nueva. No está tampoco en la destrucción de la técnica vieja. Está en el repudio, en el desahucio, en la befa del absoluto burgués. El arte se nutre siempre, conscientemente o no, -‐esto es lo de menos-‐ del absoluto de su época (…) El hombre no puede marchar sin una fe, porque no tener una fe es no tener una meta. Marchar sin una fe es patinar sobre el mismo sitio.
Vicente Huidobro pretende que el arte es independiente de la política. Esta
aserción es tan antigua y caduca en sus razones y motivos (…) el caso es que la política (…) es la trama misma de la Historia.
Es frecuente la presencia de reflejos de la decadencia en el arte de la
vanguardia, hasta cuando, superando el subjetivismo, que a veces lo enferma, se propone metas realmente revolucionarias.
LA REALIDAD Y LA FICCIÓN
Pero la ficción no es libre. Más que descubrirnos lo maravilloso, parece destinada a revelarnos lo real. La fantasía, cuando no nos acerca a la realidad, nos sirve bien de poco. Los filósofos se valen de conceptos falsos para arribar a la
verdad. Los literatos usan la ficción con el mismo objeto. La fantasía no tiene valor sino cuando crea algo real. Esta es su limitación. Este es su drama.
Es esa exasperación del individuo y del subjetivismo que constituye uno de
los síntomas de la crisis de la civilización occidental. La raíz de su mal no hay que buscarla en su exceso de ficciones, sino en la falta de una gran ficción que pueda ser su mito y su estrella.
LA TORRE DE MARFIL
En una tierra de gente melancólica, negativa y pasadista, es posible que la Torre de Marfil tenga todavía algunos amadores. Es posible que a algunos artistas e intelectuales les parezca aún un retiro elegante. El virreinato nos ha dejado varios gustos solariegos. Las actitudes distinguidas, aristocráticas, individualistas, siempre han encontrado aquí una imitación entusiasta.
La Torre de Marfil fue uno de los productos de la literatura decadente.
Perteneció a una época en que se propagó entre los artistas un humor misántropo. Endeble y amanerado edificio del decadentismo, la Torre de Marfil languideció con la literatura alojada dentro de sus muros anémicos. Tiempos quietos, normales, burocráticos, pudieron tolerarla. Pero no estos tiempos tempestuosos, iconoclastas, heréticos, tumultuosos.
Los artistas se veían tratados desdeñosamente por el Capital y la Burguesía.
Se apoderaba, por ende, de sus espíritus una imprecisa nostalgia de los tiempos pretéritos. Recordaban que bajo la aristocracia y la Iglesia, su suerte había sido mejor. El materialismo de una civilización que cotizaba una obra de arte como una mercadería los irritaba. Les parecía horrible que la obra de arte necesitase réclame, empresarios, etc., ni más ni menos que una manufactura, para conseguir precio, comprador y mercado. A este estado de ánimo corresponde una literatura saturada de rencor y de desprecio contra la burguesía. Los burgueses eran atacados no como ahora, desde puntos de vista revolucionarios, sino desde puntos de vista reaccionarios.
En la Edad Media todos sentían una aguda sed de clausura, de aislamiento y
de incomunicación. Sobre una muchedumbre férrea y pétrea de murallas y corazas no cabían sino la autoridad de la torre (…) La crisis definitiva de la torre llegó con el liberalismo, el capitalismo y el maquinismo. En una palabra, con la civilización capitalista.
Los actos solitarios son fatalmente estériles (…) El “torremarfilismo” no ha
sido, por consiguiente, sino un episodio precario, decadente y morboso de la literatura y del arte. La protesta contra la civilización capitalista es en nuestro tiempo revolucionaria y no reaccionaria. Los artistas y los intelectuales descienden de la torre orgullosa e impotente a la llanura innumerable y fecunda. Comprenden que la torre de marfil era una laguna tediosa, monótona, enferma, orlada de una flora palúdica o malsana.
Ningún gran artista ha sido extraño a las emociones de su época. Dante, Shakespeare, Goethe, Dostoievesky, Tolstoi y todos los artistas de análoga gerarquía ignoraron la torre de marfil. No se conformaron jamás con recitar un lánguido soliloquio. Quisieron y supieron ser grandes protagonistas de la historia.
El drama humano tiene hoy, como en las tragedias griegas, un coro
multitudinario. En una obra de Pirandello, uno de los personajes es la calle. La calle con sus rumores y con sus gritos está presente en los tres actos del drama pirandelliano. La calle, ese personaje anónimo y tentacular que la torre de marfil y sus macilentos hierofantes ignoran y desdeñan. La calle, cauce proceloso de la vida, del dolor, del placer, del bien y del mal.
¿EXISTE UNA INQUIETUD PROPIA DE NUESTRA ÉPOCA?
Existe una inquietud propia de nuestra época, en el sentido de que esta época tiene, como todas la épocas de transición y de crisis, problemas que la individualizan (…) No se puede hablar de una “inquietud contemporánea” como de la uniforme y misteriosa preparación espiritual de un mundo nuevo.
Del mismo modo que en el arte de vanguardia, se confunde los elementos de revolución con los elementos de decadencia, en la “inquietud contemporánea” se confunde la fe ficticia, intelectual, pragmática de los que encuentran su equilibrio en los dogmas y el orden antiguo, con la fe apasionada, riesgosa, heroica de los que combaten peligrosamente por la victoria de un orden nuevo.
Lo que se designa con el nombre de “inquietud contemporánea” no es, en
último análisis, sino la expresión intelectual y sentimental. Los artistas y los pensadores de esta época rehúsan, por orgullo o por temor, ver en su desequilibrio y en su angustia el reflejo de la crisis del capitalismo.
Quieren sentirse ajenos o superiores a esta crisis. No se dan cuenta de que la muerte de los principios y dogmas que constituían el Absoluto burgués ha sido decretado en un plano distinto del de su especulación personal.
La inquietud contemporánea, por consiguiente, está hecha de factores
negativos y positivos. La inquietud de los espíritus que no tienden sino a la seguridad y al reposo carece de todo valor creativo. Por este sendero no se descubrirá sino los refugios, las ciudades del pasado. En el hombre moderno, la abdicación más cobarde es del que busca asilo en ellos.
“El artista que no siente las agitaciones, las inquietudes, las ansias de su pueblo y de su época, es un artista de sensibilidad mediocre, de comprensión anémica [...] La ideología política de un artista no puede salir de las asambleas de estetas. Tiene que ser una ideología plena de vida, de emoción, de humanidad y de verdad. No una concepción artificial, literaria y falsa”. (José Carlos Mariátegui. “El artista y la época” Lima, p. 58) “Porque la tradición es, contra lo que desean los tradicionalistas, viva y móvil. La crean los que la niegan, para renovarla y enriquecerla. La matan los que la quieren muerta y fija, prolongación del pasado en un presente sin fuerzas, para incorporar en ella su espíritu y para meter en ella su sangre”. (José Carlos Mariátegui. “El artista y la época” Lima, pp. 129-‐130)