Post on 20-Oct-2015
Días de azoro
© 2012, Noé Agudo
D.R. © Lectura Global, S.C.
Representante legal: Alicia VelázquezNovedades 61, Col. El RecreoAzcapotzalco, C.P. 02070, México, D.F.Correo electrónico: info@letradenube.com
ISBN: 978-607-9266-01-1
Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita del editor, la reproducción total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, pero no así la mención de la obra en muros y sitios personales de las redes, la reseña del contenido, la recomendación a otros lectores, la opinión sobre la obra y en general todo esfuerzo de animación a su lectura.
Hecho en México • Made in Mexico
Días de azoro
Días de azoro
Noé Agudo
Índice
Arrojado del paraíso (a manera de presentación)
La tarde de los dones
¿Tienen sangre las iguanas?
Espíritus de la montaña
El día que el mar se salga
Por eso regreso solo
La cuaresma opaca I
La cuaresma opaca II
La poesía en los árboles
El alma de los animales
Una tarde con Rufino
Un relato de sangre y sombras
El hombre que podía mirar lejos (tarde de septiembre)
Regreso a Santa Cata (tío Julián)
Fuera del nido
Arrojado del paraíso
omo Satanás, yo también vivo expulsado del paraíso. Nací en el corazón de la Sierra Sur,
donde el sol, el viento y la lluvia templaron mi alma y mis huesos infantiles. La neblina de la
tarde me arrulló en su seno y provocó mis primeras ensoñaciones. A los diez años me enviaron a
esta ciudad horrenda, donde supuestamente vendría a estudiar, pero me emplearon como mocito.
Así que las peleas y patadas del futbol callejero diluían la nostalgia por mis encinos, pinos y
oyameles, también por mis arroyos, los cerros y sus cumbres en las que algunas noches presencié
llover estrellas. Regresé algunas veces, pero mi edén ya no me reconocía. Por eso tuve que buscar
en el estudio los fragmentos de mi infancia rota y decidí quedarme para siempre con mi alma
infantil. Cuando llegó el momento de decidir, le dije a un amigo que me inscribiera en la carrera que
mejor podría estudiar. Me inscribió en periodismo y fue un acierto: en ese camino conocí mujeres
maravillosas que restañaron mis heridas; hallé ventanas para dejar volar algunas partes sanas y
buenas de mi persona; también encontré armas fabulosas para combatir a los demonios del
resentimiento, del odio y la venganza. Algunas publicaciones que he hecho, dirigido y coordinado
son las siguientes: El Nieto del Ahuizote, Cronopio, Multidisciplina, Automundo Deportivo,
Ángulos —del diario El Universal—, Pasaporte 2000, Geografía Universal, Vogue-México, Varón-
México, Divorcio. Vida Nueva, Suplemento Cultural de Gaceta CCH, Gaceta Bachilleres, Guía VTP
de Mexicana de Aviación, Comunidad Vallejo y Continuum. He vivido extrañas pero intensas
aventuras con cada una de estas publicaciones. Y el viaje sigue.
¿Gustos? Acariciar la madera bien pulida de una mesa, el vino tinto, descubrir que una
intuición era cierta, entender a los animales, el café negro, una mujer delgada y melancólica, los
días lluviosos, las habitaciones en penumbra, la alta noche y el silencio.
Mi música es Bach, Haendel, Albinoni, Teleman, Vivaldi. Pero en las mañanas luminosas
escucho a Mozart, buen rock, los sones, el joropo venezolano, la vidala argentina y la cueca chilena.
Las tardes las prefiero con siringa, yaraví y huapango. Cuando la noche inicia elijo la canción
italiana, española o francesa (podría morir gustoso teniendo como fondo Bajo los cielos de París,
C
con Juliette Greco). En general me gusta escuchar toda la buena música, no importa el género, pero
sí la hora y mi estado de ánimo.
Ahora entiendo por qué Borges decía que sólo podía leer libros que habían cumplido cien
años: a veces uno pierde el tiempo; la disciplina puede reñir con el buen gusto. Hoy sólo leo textos
viejos. Así como Bach es mi dios en la música, Dostoievski lo es en la literatura y Brueghel el Viejo
y el Bosco en la pintura. Releo a los poetas del Siglo de Oro, aún no termino a los cronistas de la
conquista y deseo adentrarme en los testimonios que sobreviven del México prehispánico.
Resultado de estas vivencias son los textos que aquí presento.
La tarde de los dones
También hacían otra ceremonia, que tomaban con las manos a los niños y
niñas apretándoles por las sienes [y] los levantaban en alto; decían que así
los hacían crecer, y por esto llamaban a esta fiesta izcalli, que quiere decir
de crecimiento.
Fray Bernardino de Sahagún, Historia general de las cosas de
Nueva España, Libro Segundo, capítulo XXXVII , parágrafo 38
e lo dijo mi tío Homobono por primera vez: “Serás afortunado”. Siempre prudente, mi
madre corrigió un poco este vaticinio, pues dicho así invitaba a quedarse cruzado de brazos
o a echarse a dormir. Ella dijo: “Sufrirás mucho para lograr lo que deseas, pero al final lo
conseguirás”. La vida, siempre generosa para quien la acepta sin remilgos, me confirmó después
que ambas afirmaciones eran ciertas, y puso en mi camino amigos con mayor experiencia para
enseñarme que todo sufrimiento es tan sólo una forma de mantener alerta el espíritu, que se atrofia
cuando uno olvida agradecer, rehúye un nuevo propósito o piensa que todos los amaneceres son
iguales.
Varios regalos me han sido dados en la vida, pero quiero recordar ahora los de un día lejano
de mi niñez, porque es una forma de agradecerlos y disfrutarlos otra vez. Avanzábamos un
mediodía por un llano mi hermana mayor, una amiga suya y yo, a quien todavía tenían que llevar de
la mano. Entre las caprichosas formas de la orografía montañosa destacan las cimas de los cerros:
algunos terminan en una alta y aguda punta; otros rematan en una joroba o loma, y otros más
forman un llano, es decir, un largo terreno tendido en la altura, al que conforman varias cimas
planas. En la sierra los llanos son muy apreciados porque es posible cultivarlos metiéndoles arado, y
así la milpa crece a plenitud y da más frutos; son lugares muy seguros para echar a pastar el ganado,
pero sobre todo lo agradecen los caminantes cuando atraviesan uno, porque les permite aligerar su
marcha, respirar a sus anchas y contemplar el amplio paisaje a su alrededor, como nosotros lo
hacíamos en ese momento.
M
—Va a llover —dijo mi hermana—. Esas nubes avanzan rápido, son muy negras y están
demasiado cargadas.
Miramos hacia donde señalaba y pudimos comprobar lo que decía: densos y oscuros
nubarrones se amontonaban en el horizonte; los imaginé como un conjunto de briosos caballos a
punto de iniciar un galope. Tal vez no traíamos con qué protegernos, quizá ella consideró peligroso
continuar bajo la lluvia, o simplemente quiso que descansáramos, porque cuando dejamos atrás el
llano y caminábamos por la falda de un monte señaló un ranchito que quedaba abajo del camino,
más adelante, y dijo que allí nos quedaríamos mientras pasara la lluvia.
Bajamos por un sinuoso y estrecho sendero. Antes de llegar a la casa pasamos por una
umbrosa hondonada donde alguien había limpiado el terreno y construido una pequeña poza; el
suelo y las piedras estaban cubiertas de musgo verdoso a su alrededor. El agua era cristalina y se
veía tan fresca que nos detuvimos a beber. Era pura y transparente, se veía el rebullir de la arena de
donde el agua brotaba en el fondo de la poza. Unos metros más abajo habían plantado berros,
yerbabuena, cilantro y chile. Su verdor era distinto al del monte que nos rodeaba, y eso hacía ver a
las plantitas más frágiles y tiernas. Me pregunté cómo las mantenían a salvo del ganado.
Precisamente nosotros veníamos de ver a la Artemisa, una vaca que gusta pastar cerca del
rancho de Matías, y siempre se mete entre su cañaveral y platanares. Era una vaca hermosa, no sólo
por el color de su pelaje blanco y pardo, con lunares rojos y negros, sino porque cada año paría un
becerro, y a veces dos, como en esta ocasión. Lástima que fuera tan hábil para saltar los cercados y
ahora hasta a sus dos becerros lograba pasar entre los huertos, y los tres causaban muchos más
destrozos.
Los ladridos de un perro alertaron de nuestra presencia, al tiempo que una bandada de
escandalosas urracas vino a posarse sobre los árboles. La amiga de mi hermana cogió una vara y
ella apretó más fuerte mi mano cuando nos acercamos. Era una casa con tejado de paja y paredes de
varas. La rodeaba un amplio patio de tierra amarilla, parejo y bien apisonado; al lado había otra
casa, más pequeña, con paredes de barro y techo de tejas; también una troje llena de mazorcas y
calabazas que se elevaba como medio metro del suelo. Debajo se acurrucaban unas hermosas
gallinas coloradas que ya presentían la lluvia.
Una mujer apareció en la puerta de la casa y exclamó sonriente:
—¡Vinieron a visitarme!
—Sí —contestó mi hermana—, ya estamos por aquí. ¿No muerde?
—No, ladra sólo para avisar. ¡Ya cállate, Tunante! —gritó la mujer ante los ladridos
incesantes del perro. Aún me da risa recordar su nombre y la amistosa actitud con que se acercó
después de ver a su ama conversar con nosotros.
—Pasen por aquí, no tarda en comenzar a llover.
—Por eso hemos venido —dijo mi hermana—, vimos que la lluvia se viene fuerte y
preferimos protegernos aquí, aún nos falta mucho por llegar.
—Hicieron bien —dijo la mujer, y nos acercó unos banquitos de guarumbo para que nos
sentáramos—. En el cerro caen rayos, es peligroso, aquí estarán seguros mientras la lluvia pasa.
Voy a cocer un poco más de xhomill para que coman.
—No se moleste, por favor —protestó vehemente mi hermana—, en cuanto termine de
llover nos iremos.
—Pero antes comen —sentenció sonriente la mujer, mientras sacaba de un costal unas
vainas secas de frijol—. Éste es puro cuarenteño. No tarda en llegar el hombre con sus dos hijas, es
lo que andan trayendo del rastrojo, allá abajo.
—¿Se dio bien el cuarenteño? —intervino por primera vez Yolanda, la amiga que nos
acompañaba.
—Huuy, mucho, muy bonito, mire. ¡Qué enormes ejotes! Las plantas parecían crecer solas
y se enredaban frondosas a las plantas de maíz. Mi marido quiere sembrar más, aprovechando que
las lluvias no se quieren ir todavía. Pero le digo que mejor siembre frijol de mata, es más resistente.
El cuarenteño es un frijol que se siembra al pie de rodrigones que se dejan o se clavan con
ese propósito, y junto a las cañas de maíz cuando son ya grandes, pues los necesitan para trepar por
ellos; es un frijol de enredadera. Cuando están plenamente desarrollados sus ejotes y granos
adquieren un color rojo o morado. Entonces se cortan, se ponen a secar y ya secos se les aporrea
dentro de unos costales. Así se separan los granos de las vainas y, tratándose de cualquier otro tipo,
éstas simplemente se tirarían entre el rastrojo para abonar la tierra. Pero tratándose del cuarenteño
sus vainas son muy valiosas, los campesinos cuidan de secarlas muy bien para que se puedan
conservar durante mucho tiempo. Así almacenan comida para los días de privación. Nunca las había
comido hasta ese día y tenía curiosidad por probar algo que a simple vista parecía basura.
La mujer sumergió una y otra vez las vainas en un tecomate lleno de agua. Luego las fue
depositando en una olla de barro que ya tenía en el fuego. Recuerdo que en esa casa todo era rústico
y natural. Las paredes eran de otate, unas varas lisas semejantes al carrizo pero de una corteza
durísima. Ataban las varas con resistentes tiras vegetales llamadas yacuas, flexibles como correas
sacadas de un cuero bien curtido, pero más resistentes. Luego reforzaban el cercado sujetando tres
pulidos troncos arriba, en medio y abajo de la pared de varas.
Los soportes del tejado eran gruesos horcones de palo tinto, una madera de tono rojizo, dura
y resistente como el acero. Se hallaban colocados a cierta distancia uno del otro, pues la casa era
alargada, como una galería. Los horcones sostenían un entramado de palos menos gruesos, sobre los
que se había colocado la gruesa capa de paja. Con el tiempo esta capa se hacía tan firme e
impenetrable que parecía de una sola pieza y ninguna gota o torrente de agua la podía traspasar.
—Permítanme un momento, iré por unas hierbas de olor al pozo, antes de que ya no me lo
permita la lluvia —dijo la mujer y salió presurosa hacia donde nos habíamos detenido a beber agua.
—¿Tú los conoces? —preguntó Yolanda.
—Sí —respondió mi hermana—, ésta es la casa de Ausencio; él y su mujer hacen ollas y
comales, y mi mamá siempre les compra. Mira qué bonitas ollas y jarros usan; no tienen platos de
peltre ni de loza, todo lo que usan es de barro y ellos mismos los hacen.
Entonces me di cuenta que antes de los catres, pegados a la pared del fondo, había unos
maderos sobre los cuales estaban colocados diversos objetos de barro crudo, tal vez para que se
orearan. Comprendí por qué el patio era tan parejo, seguro que allí ponían a secar los objetos que
fabricaban. En un rincón había varios jicalpextles llenos de arcilla y sobre un basto tronco varios
montoncitos de barro con formas aún indefinidas.
Al tiempo que unas gruesas gotas empezaban a caer, llegó corriendo la mujer con un
manojito de hierbas en su mano. Detrás venía un hombre sudoroso, cargando un enorme costal. Fue
y lo arrojó en la troje; detrás suyo dos muchachas hicieron lo mismo con sendos costales de menor
tamaño.
—¡Buenas tardes, ya están por acá! —exclamó el hombre, como si hubiera sabido que
llegaríamos.
—Vinimos a protegernos del agua —le respondió mi hermana.
—¡Qué bueno, qué bueno! Yo también, por eso suspendí la jornada. Le dije a mis hijas que
nos viniéramos, no se puede trabajar bajo la lluvia. Viene fuerte, pero en un rato pasará.
Aún puedo ver al hombre parado en el centro de la casa, la camisa desabotonada, respirando
profundamente y sonriendo satisfecho. Era como de cincuenta años, delgado, con unos dientes
blanquísimos. Se abanicaba con su sombrero al tiempo que preguntaba a mi hermana:
—¿Fueron al rancho? ¿Cómo está el jefe? ¿Está en el pueblo ahora?
—Laven sus manos para comer —pidió la mujer—, ya hace hambre y el xhomill está listo.
Dales agua —dijo a una de las muchachas, quien fue a llenar una jícara de una enorme olla
colocada junto a la pared.
—¿Te lavas? —me invitó. Fui con ella hacia la puerta y allí enjuagué mis manos con los
chorritos que dejaba caer de la jícara. Sonreía y me di cuenta que sus cabellos sueltos olían a jabón,
a limpio. Me quedé contemplando la lluvia y me pregunté qué habría sucedido si hubiéramos
continuado. Estaríamos empapados y avanzaríamos con temor de los rayos. Arriba se escuchaba el
rebumbio de los truenos.
—Ven acá —llamó mi hermana. Habían colocado los banquitos al centro de la habitación y
allí, al tiempo que la mujer iba vaciando suficiente xhomill en unos paxtles de color rojizo, las
muchachas los fueron poniendo en círculo, en el piso. En medio colocaron un jicalpextle repleto de
grandes tortillas, y luego trajeron otros platitos con sal, chiles y uno muy especial que contenía unos
trocitos de bejuco o vara.
—Es palo de chile —explicó el hombre al ver mi curiosidad—. Se come así, mira.
Despegó un pedazo de cáscara y luego extrajo de ella unos gruesos hilos blancos que llevó a
su boca.
—Mmm, ¡ya me dio hambre! Siéntense y coman. El palo de chile le da un mejor sabor a
cualquier comida; esto se recomienda a quienes han perdido el apetito o están chípil, y entonces
comen hasta diez de estas tortillas.
El hombre reía satisfecho. Siguiendo su ejemplo, cada uno tomó una tortilla, la partió a la
mitad y luego en pedazos más pequeños hasta poder formar con ellos una cucharita con que se
recogía el caldo del xhomill y así llevarlo a la boca. ¡Dios!, cuando lo probé sentí que su sabor me
conectaba directamente con la tierra y sobre lo que en ella había. Fue como si en estas vainas secas,
reblandecidas por el cocimiento, se hubiera concentrado el olor de la lluvia sobre las hojas, el aroma
de pinos y encinos que uno aspira en las alturas, el néctar perfumado del malvarisco, el jugo que la
raíz del quiebraplatos deja en la boca cuando se deshace, el sabor inefable de esas delgadas vetas de
barro que los venados lamen en el monte. Era un sabor que conmovía mi experiencia infantil porque
traía simultáneamente lo que conocía y lo que apenas intuía: las tardes cubiertas de neblina, el canto
de las aves, la dulzura y delicia de los frutos silvestres; tuve la certeza de que ningún sabor podría
traerme el mundo que esas vainas secas y su jugo me ofrecían. Mastiqué y volví a llevar muchas
veces las cucharaditas rebosantes de ese jugo salobre a mi boca y con cada bocado se desbordaban
mis sensaciones y me dejaban sin palabras, sin aliento ni conciencia para mirar qué ocurría en ese
momento a mi alrededor. Mi alma de niño, temblorosa como los millares de hojas sacudidas por la
lluvia, experimentó por primera vez una quietud y comprendió que nunca jamás se repetiría un
sabor como ése, que se repartía sobre mi lengua y caía en mi estómago, aunque en realidad se
extendía a todos mis sentidos, pues se depositaba en la memoria, en la experiencia, en el saber y en
todo aquello que hace a uno una persona, un ser humano, un individuo con recuerdos. Tal vez a mi
corta edad yo debería disfrutar y sorprenderme con el extraño sabor de los numerosos frutos que iba
conociendo, con las golosinas y dulces que a esa edad deseamos, pero este sabor me hacía sentir
parte de la montaña, de las plantas, de sus raíces, frutos y aroma, de parte del barro cocido que
contenía mi comida, del rumor y el olor de la lluvia cayendo sobre el monte.
Mucho tiempo después pregunté a mi hermana si recordaba con qué había condimentado la
mujer de Ausencio el xhomill de esa tarde inolvidable, que nunca más en mi vida he vuelto a
probar. Ella sonrió como si supiera algo y me respondió del modo más natural: “¿Con qué? Pues
con sal, ajo, cebolla y un manojito de cilantro silvestre, ése que le ponemos a las calabacitas
tiernas”.
Tal vez el hombre se dio cuenta de la conmoción que experimentaba en esos momentos,
pues se me quedó mirando sonriente y preguntó:
—¿Es el más chico? ¿Es el nene?
—No —respondió mi hermana—, todavía sigue una mujer. Ella es la más pequeña, la
última.
—¿Te gustan los toritos? —me preguntó el hombre—. ¿Sabes echar torito?
“Echar torito” significa juntar las manos y soplar por el hueco que se forma entre los
pulgares. Algunos pueden obtener un melancólico silbido que, si ágiles y precisos pueden mover
sus dedos, más hermosas melodías logran. Los muchachos mayores lo hacen muy bien y cuando se
sientan a descansar en las cumbres algunos logran crear melodías realmente melancólicas. Pocos
saben que con este hecho reanudan un antiguo entretenimiento del mundo prehispánico.
—Bueno, estás muy chico todavía —dijo Ausencio—, así que mejor te llevarás un buen
torito, ¿quieres?
—Ajá —respondí, y miré a mi hermana para saber si no había sido imprudente. Cuando vi
que todo estaba bien, me atreví a preguntar:
—¿Un torito de maíz?
—No, uno que suene, uno que de verdad puedas tocar. Tendrá sus cuernos, orejas, cola, y lo
podrás sonar cuando quieras.
—Coman palo de chile —invitó la mujer. Lo probé. Despegué esa delgada fibra blanca y la
puse en mi boca. Tenía un ligero y agradable picor que estimulaba el apetito y dejaba una sensación
de frescura y pureza en la boca.
—Aquí hay un picante para ti —dijo Ausencio, y me pasó un tierno chile que exhalaba un
penetrante aroma. Lo mordí, no era picoso, y nuevamente percibí el olor de la tierra pura y húmeda,
como cuando se escarba para llegar a la guarida de un armadillo y múltiples raíces combinan el
aroma de sus partes trozadas con la tierra suelta. Al terminar de comer, la mujer sirvió una infusión
de hojas de naranja endulzada con miel silvestre.
—Esa miel es de una colmena que encontré ayer entre el rastrojo —dijo el hombre—. Era
una gran colmena, casi llenamos cuatro jicalpextles con su cera y su miel. Si se quedan, podemos
hacer charamuscas.
Hubiera querido decir que sí, quedarme a vivir en esa casa para comer xhomill, beber esta
infusión deliciosa, jugar en el patio parejito que, a pesar de la copiosa lluvia, no lograba formar
ningún charco pues parecía absorberla totalmente. Me acerqué a mirar cómo caía la lluvia desde la
puerta. A pesar de que no estábamos en una parte muy alta, sino en uno de los pliegues del cerro, la
pendiente me permitía ver caer millones de gotas transparentes sobre encinos, carnizuelos,
guarumbos, canelilla y garrobales que abundaban en la zona. El golpeteo de las gotas provocaba un
rumor sordo sólo interrumpido por el retumbar de los truenos sobre la montaña. Me maravillaba esa
inagotable cascada blancuzca que acribillaba sin compasión la tierra y los árboles, y la avidez con
que la recibían hojas, tallos, hierba y el seno mismo de la tierra. Y entonces sucedió: miraba la
lejanía cuando advertí cómo la cortina se quebró, pareció hacer una ondulación para dejar pasar un
poderoso meteoro que la quisiera atropellar. Luego volvió a su postura inicial para ondular hacia el
lado opuesto. De pronto suspendió por un instante su frenética caída. Pareció tomar un respiro para
acompasar su danza: breves pasos hacia la izquierda; uno, dos, tres, y luego una prolongada
ondulación a la derecha. Era como si alguien moviera con suficiente gracia un transparente velo
blanco desde las alturas. Elevé la vista pero allí sólo había nubes, nubes y más nubes que parecían
no terminar de vaciarse nunca. Nadie excepto yo era espectador de ese prodigio: la lluvia danzaba
en el aire antes de caer; millares de gotas habían acompasado su ritmo y se movían como las
poderosas caderas de una giganta al compás de alguna misteriosa música. Estuve contemplando
embelesado ese espectáculo único y presentí que nunca más lo volvería a presenciar. A partir de
entonces he visto caer la lluvia a plomo, inclinada por el viento, en una suave brisa o en furiosas
ráfagas sobre la tierra o el mar, pero nunca más como en ese sitio y en esa tarde.
Había terminado mi bebida cuando una de las muchachas se acercó para preguntarme si
quería más, levanté mi mano y entonces aprecié la gracia del tosco jarrito. Su padre, Ausencio, me
pidió que me acercara. No me di cuenta cuándo los ágiles dedos de este hombre habían cogido un
poco de barro, lo habían humedecido, amasado y velozmente dado forma. Había moldeado un
hermoso toro de barro que levantaba desafiante su cabeza, adornada por unos largos cuernos. En ese
momento lo pulía, mojando su dedo índice que luego pasaba con delicadeza sobre el animal de
arcilla. Había hecho un orificio como de alcancía sobre el testuz, uno circular bajo la panza y uno
más pequeño bajo la cola, que levantaba y hacía reposar graciosamente sobre el cuadril. Estos
detalles le daban viveza y originalidad al juguete.
Yo veía admirado esa simétrica representación de arcilla y no comprendía cómo la podía
haber hecho mientras conversaba con las mujeres y yo veía danzar la lluvia durante, me pareció,
sólo unos breves instantes. “Te habías quedado embelesado con tu jarrito en las manos y fue
entonces cuando el señor te vio y se puso a hacerlo”, me dijo mi hermana después. “Le gustó
mirarte cómo estabas perdido, viendo la lluvia”.
Con un tizón delgado desprendió las brasas más rojas de un tronco que ardía en el fogón y
luego las quebró y ordenó para formar una camita. Allí acostó al toro y después de un rato le dio
vuelta con dos ramitas, cual si fuesen tenazas; con ellas le acercó brasas hasta cubrirlo por
completo. Luego de un rato que sólo él supo calcular, lo sacó con las mismas ramas. El barro había
adquirido un opaco tono rojizo y en otras partes era completamente negro, así que tenía un hermoso
color. El hombre levantó las cejas al observarlo, hizo un gesto afirmativo y me dijo, para contener
mis ansias:
—Vamos a esperar un poquito. Quiero que lo pruebes para saber cómo suena. Vamos a
dejarlo que se enfríe.
Cuando al fin se enfrió un poco lo puso en una hoja de maíz y me indicó:
—Mira, prueba aquí, en medio de los cuernos. Sopla y con el hoyito de la panza puedes
variar el tono.
Entonces puse mi boca sobre la ranura, soplé y un silbido agudo resonó en el ambiente.
—Pon el dedo cordial en el hueco de la panza —me dijo—, con ése controlarás el sonido.
Lo hice y el sonido mejoró, se hizo más grave. Moví una y otra vez el dedo y descubrí que
podía combinar los tonos.
—Allí está, ¡ya aprendiste! —exclamó el hombre feliz. Sonreía como si hubiera hecho una
travesura y no el mejor regalo a un niño. Me miraba como un padre ve a su hijo cuando le ha traído
una camisa y le ha quedado perfecta, o como el hermano cuando entrega su guitarra o su objeto más
preciado al hermano menor, que tanto lo ha deseado. Cuando rememoro ese momento muchas
lágrimas se agolpan en mis ojos, como la lluvia que aún veo.
—Bueno, nos tenemos que ir —dijo mi hermana.
—Sí, miren qué bonito aclaró —agregó la mujer—. Por eso conviene que llueva fuerte,
porque después se aclara bonito, creo que hasta volverá a salir el sol.
—¡Sí! —exclamó Yolanda con alegría—, así podremos llegar al pueblo todavía con la luz
del día.
—¿Quieres totomoxtle para que envuelvas tu torito? —preguntó cariñosa una de las
muchachas. Moví afirmativamente la cabeza porque no podía hablar de la alegría, y entonces ella
trajo unas amplias hojas de maíz donde coloqué el regalo.
Dimos las gracias, cogimos nuestras redes y fuimos hacia la puerta.
—¡Esperen! —pidió la mujer—, lleven un poco de cuestomate y otro poquito de miltomate
a tu mamá. Le dices que le envío muchos saludos. Pronto iré a verla.
Mi hermana tomó las dos bolsas de tomate silvestre: uno rojo, pequeño, y otro verde, con
cáscara, y los guardó dentro de la red. Salimos al patio.
—¡Ah, falta lo más importante, ya se me estaba olvidando! —exclamó preocupado el
hombre—. Ah, no, no te puedes ir sin esto. Coloca aquí tu toro —me ordenó. Lo puse donde me
indicaba y entonces dijo:
—Baja tus brazos así, ponlos a los lados. Pon tu cuerpo flojo y respira lo más profundo que
puedas.
Entonces colocó sus toscas manos sobre mis sienes y me levantó de un jalón del suelo.
—Esto es para que crezcas, hijo. De aquí —tocó su cabeza—. Toma tu toro y, ahora sí, ya
se pueden ir.
Caminamos en silencio. La tierra olía a deliciosa humedad; de vez en cuando alguna rama
nos mojaba con el rocío y algunas aves volvían a salir. Cuando llegamos al camino amplio,
miramos hacia abajo donde quedaba la casita, con su patio amarillo, su techo de paja negra y la
pequeña troje al lado. No supe si algo mío se quedaba allí o era yo el que me llevaba los regalos y
su recuerdo para siempre. Lejanos se oían los ladridos de Tunante.
—Ésas son gentes antiguas, hijo —me explicó mi padre al día siguiente, cuando me miró
tocar mi torito de barro—. Ellos continúan las costumbres de nuestros antepasados, las que se
perdieron cuando nuestros ancestros dejaron la cima. Pero ellos las siguen; no sólo se niegan a usar
objetos y productos que no sean los que toman de la tierra, también conservan muchos cono-
cimientos de nuestros antepasados.
¿Tienen sangre las iguanas?
endría seis años cuando vi por primera vez el mar. Mi padre me paró sobre la arena húmeda y
me preguntó: ¿qué te parece? Le respondí que sentía hundirme y que el mar parecía elevarse a
lo lejos. Sentía cierto temor. No al mar sino a lo que había en él. Un libro ilustrado de mi madre me
había mostrado un enorme congrio enroscado en los pilares de un palacio submarino. Ahora sé que
el congrio es un pez largo, de forma casi cilíndrica, que se pesca en el Mar del Norte, entre otros
lugares, pues su carne es comestible y deliciosa. Pero el dibujante lo había imaginado como una
larga serpiente y yo les tengo horror. Luego Jonás, la ballena, el ave Roc y tantas historias que mi
madre me leía. Temía que albergara a algunos de esos seres.
—Estoy seguro de que te va a gustar —me dijo mi padre—. Anda, vamos a quitarnos la
ropa para que puedas entrar.
Habíamos llegado al mediodía. No sé cómo, pero mi padre siempre conocía a alguien en
cada lugar donde llegábamos. Por el camino fuimos dejando las piñas. En todas partes querían que
se las vendiera, pero él respondía que eran un encargo; aceptaba venderles cuatro, o seis, pero hasta
allí, y por eso alcanzaron a llegar dos con esta señora del puerto que él conoce.
Por la mañana salimos de Paso del Caballo, donde vive su primo Macedonio. Allí
permanecimos tres días mientras pizcaban las mazorcas y desgranaban el maíz. Una vez que
estuvieron listas las ocho fanegas mi padre dijo que vendríamos al puerto, para que yo conociera el
mar. Así que llegamos a la casa de esa señora que nos ofreció café, según ella, pero yo tuve que
escupirlo cuando lo tomé. Sabía a olotes quemados.
—Es café de la costa —me explicó mi padre—, si no te gusta vamos a pedir a la señora que
te haga un té de canela.
T
—¿No le gustó? —preguntó la anciana—, ¿y por qué no me trajo café de la sierra? Yo le
hubiera comprado todo.
—Ya no queda, vendí toda la cosecha y ahora hay que esperar a la siguiente.
—¡Dichosos ustedes que tienen! Por aquí es muy caro y casi nadie lo trae.
Salimos a caminar por la playa y me gustó la suavidad de la arena. Me quité los huaraches y
así la pude palpar con los pies: tierna, finita, ¡cómo podría correr veloz si así fueran los caminos de
la sierra!, pensé. El mar tenía un aroma extraño; no olía a sal ni a pescado ni a tortugas, como yo lo
esperaba; olía a soledad, o cosas viejas, a abandono. Pero me complacía su movimiento, su intento
incesante por abarcar más tierra. Estate quieto allí, le ordenaba; comprendí por qué los vientos que
produce nos llegan con tanta furia allá en la sierra. Eran descargas de su enojo por no alcanzar más
tierra.
—¿Cuándo regresaremos? —pregunté.
—Tal vez hoy mismo —dijo—, regresaremos a Paso del Caballo y mañana temprano
cargaremos las bestias y nos iremos. Vamos a ir lentos ahora, porque los animales irán con mucho
peso, y la mayor parte del camino es pura subida. ¿Quieres que ya nos vayamos?
—No —le respondí presuroso—, vayámonos mañana. Me está gustando el mar y quiero
pasar la tarde aquí.
Me gusta viajar con mi papá, aunque a veces no sé para qué me lleva. Como ahora, que
llevaremos maíz. Cada mula cargará más de cien kilos y yo no puedo ayudarle a subir esos bultos;
ni siquiera podré arrear las mulas, porque iré montado. Tampoco platicamos, él se concentra en su
silencio y yo voy mirando el paisaje, imaginando cosas.
Eran los últimos minutos del atardecer, cuando la bola rojiza que en ese momento es el sol
parece dudar entre hundirse o permanecer flotando sobre la superficie. Desde las cumbres de las
montañas, en la sierra, el sol parece estallar en millares de fragmentos incandescentes que se
esparcen por todo el horizonte. A ras del mar sólo se ve una redonda bola de fuego que pretende
hundirse completa. Una, dos, tres…, de súbito desaparece tras la inmensa línea incesante, y el niño
extasiado espera ver la humareda que se produce cuando un objeto caliente entra al agua. Pero sólo
puede ver un intenso resplandor y percibe una sombra tenue a su alrededor. Los grillos comienzan a
cantar.
—Ahora sí, ¿nos vamos?
Mi padre me toma de la mano y comenzamos a caminar. El puerto es un lugar triste a esta
hora, a pesar de que las casas se empiezan a iluminar. Aquí hay luz eléctrica, pero nuestras velas y
quinqués de petróleo resplandecen con mayor intensidad. Tal vez porque la oscuridad allá es mayor.
Cualquier lucecita es más intensa si la tiniebla es profunda, dice mi madre cuando me anima a
arrepentirme de mis travesuras.
Ya era avanzado el día cuando llegamos a Paso del Caballo. El tío Macedonio no estaba y
debimos esperar un rato, pero valió la pena. Llegó cargando cuatro enormes garrobos de piel blanca
y negra. Les había atado las fauces, y sus manos y patitas sobre la espalda. Así no pueden morder ni
escapar.
—¡Mira, primo, qué hermosas iguanas te conseguí! Son cuatro garrobos a los que ya les
tenía echado el ojo. ¡Gran banquete que se van a dar!
—Gracias, primo. ¿Y cuánto va a ser? No me gusta que nada más me los regales. Quiero
pagar por tu trabajo, son muy hermosos animales y estoy seguro que no te fue sencillo agarrarlos.
—Nada, nada. Pero para que no te sientas mal hagamos un trato: prométeme que para el
siguiente viaje me traerás dos docenas de piñas. Creo que por cuatro iguanotas está bien. Además,
me has comprado maíz, es un dinero que no esperaba. Vamos, dime que aceptas y ahorita mismo
cargamos las bestias.
—Bueno —dijo mi padre—, te traeré sin falta las piñas.
Iniciar una caminata por la costa es la mejor forma de olvidar el calor, sobre todo cuando el
camino avanza por las márgenes de un gran río, como el que seguimos. Nos llega su frescura y en
sus orillas siempre hay grandes árboles. Ahora voy montado, contemplando el paisaje y mi padre se
ha adelantado para jalar una mula y así guiar a las demás. Yo y el Canelo cuidamos que ninguna se
atrase, pero ni necesidad hay, pues todas son obedientes cuando llevan mucha carga; también mi
caballo lleva un gran peso, le han colgado las iguanas, carga con nuestras cobijas y comida, y
además a mí.
Por aquí el río es muy tranquilo, parece que no avanza. En algunas partes sus aguas se
quedan inmóviles, como si dudaran en llegar al mar. Yo me doy cuenta que fluyen porque puedo
percibir un ligero temblor en la superficie. Además, casi me ahogué cuando pude comprobarlo. Fue
el segundo día que estábamos en la casa del tío Macedonio. Tenía mucho calor y le dije a mi padre
que iría a bañarme al río.
—Nomás con cuidado —me recomendó—. No te vayas a meter en lo profundo.
Primero estuve en la orilla, donde el agua no alcanzaba a cubrirme si me mantenía de pie.
Luego vi una roca planita, un poco más adentro, y fui hacia ella. Allí me senté, miré la quietud de
las aguas y me enjaboné de pies a cabeza. ¡Y fue el jabón! Cuando entró en mis ojos me ardió tanto
que no dudé en zambullirme en lo que parecía un estanque. ¡Diablos, con cuánta fuerza corren las
aguas por debajo! Apenas caí y sentí que la corriente me llevaba; el agua era turbia y no podía ver el
fondo. Pataleé para subir, pero lo único que logré fue avanzar más rápido hacia donde la corriente
me impulsaba. Alcancé a ver unas plantas y entonces comprendí que estaba en el centro del río. Me
dejé llevar por las aguas y así pude ascender a la superficie pero seguía avanzando; seguí la fuerza
del agua y con algunas brazadas procuraba acercarme a la orilla. Así pude salir, en diagonal, y tuve
que regresar desnudo por un buen tramo hasta llegar donde había quedado mi ropa.
Aprendí que donde más tranquilas e inmóviles parecen las aguas es donde más profundas y
fuertes avanzan. Agradecí haber aprendido a nadar en los ríos serranos, porque ellos son estrechos,
veloces y muy fuertes. Sus aguas son heladas y ruidosas, y por eso uno aprende a bracear antes que
a flotar, pues es la única manera de cruzarlos o salir de ellos; sólo se puede nadar con tranquilidad
en algunas grandes pozas que forman de tanto en tanto. Pero este río no hace ruido, avanza en
silencio, aparentemente tranquilo. Antes de llegar al mar se esparce en numerosas ramas en un lugar
que llaman La Barra. Es para facilitar que sus aguas se laven, dice mi papá, el mar sólo decide
aceptarlo cuando ha limpiado su corriente. Sólo entonces le permite mezclarse.
Veo esas grandes rocas y me pregunto cómo llegaron allí, a medio río; sobre todo qué
poderosa mano las alineó en sus márgenes, para contenerlo. Dice mi padre que todo es trabajo del
agua y el viento, pero no puedo creerlo. ¿Cómo las acomodan con tal exactitud? Algunas dan forma
a seres extraordinarios, sobre todo por las noches. Cuando veníamos, imaginé en algunas partes ver
diablos furiosos, grandes serpientes enroscadas, grupos de gente agazapada, la cabeza descomunal
de un chivo viejo, ancianas que se carcajeaban… Mi madre dice que debo tener metido el diablo
porque sólo imagino cosas horribles, pero así se ven las piedras por la noche, no es mi imaginación.
Prefiero el día. Ahora, por ejemplo, qué gusto cruzar por este arenal bajo la sombra de los
sabinos. Todo el terreno que hemos seguido es llano y así continuará hasta Paso Ancho, dice mi
padre. Es el último cruce que haremos y ahí dejaremos el río y nos adentraremos en los cerros, a
subir y subir. Cuando veníamos fue fácil, pura bajada y los animales sin carga. Pero ya imagino
cómo sudarán las mulas y el Canelo ahora que suban con la pesada carga que llevan. Por eso mi
papá me dijo que caminaremos por la noche, a ver hasta dónde alcanzamos a llegar.
Por ahora caminar es muy grato, si no tuviera que arrear las mulas me gustaría apearme de
mi caballo y recoger esas flores que se inclinan hacia el agua, parecen esferas construidas con
millares de pistilos. O llevarme algunas vainas del guanacaxtle. ¡Qué hermosos son estos árboles!
Enormes, ramosos, de un verde parecido al limón amarillo. Me dicen que en ninguna época del año
pierden sus hojas, siempre están verdes; por eso vienen a rumiar bajo su sombra estas vacas que se
mueven perezosamente para que pasemos. También me agrada el aroma que exhalan esas plantas de
grandes hojas peludas; huelen a fuego, a humo, a sequedad; tal vez por eso las llaman “tabaco del
monte”. Pero las que más me gustan son esas flores blanquísimas que crecen sobre las peñas; son
tan hermosas que sólo se lucen sobre las rocas que están a mitad del río. A ver quién es el valiente
que se atreve a llegar a ellas y arrancarlas. Yo lo haría si tuviera tiempo. Me amarraría a una cuerda
y así llegaría a ellas; aunque dicen que debajo de las peñas viven numerosas serpientes y por eso el
agua es verdosa y negra allí.
De muchas maneras se puede distinguir la costa de la sierra. Si por el terreno, la zona
costera es plana en su mayor parte, con algunas leves ondulaciones y promontorios; si por el clima,
aunque sofocante el calor de la costa es menos quemante, gracias a la cercanía de la brisa marina; si
por la flora, casi toda la vegetación de la costa es perennifolia, lo cual le da un verdor permanente,
aunque no tan variado ni intenso como el de la sierra. Todo esto sin reparar en sus productos, fauna,
forma de ser y de hablar de sus habitantes; la costa es un mundo aparte de la montaña. Siempre he
tenido ganas de regresar algún día, recorrer sus pueblos, rancherías y ese río que tanto disfrutaba en
mi niñez.
—¿Y por qué no lo haces? No es algo que se pueda descartar.
Desde la terraza del hotel donde me encuentro el mar se mira apacible, inmóvil. Un barco
pequeño cruza la bahía y yo imagino que es un hipopótamo iluminado. Se ha hecho noche de pronto
y me doy cuenta que no he perdido la manía de imaginar figuras fantásticas. Cuánta tristeza me
produce por la tarde el mar.
—¿Y? ¿Qué pasó entonces? ¿Por qué no puedes olvidar esa primera vez que conociste el
mar?
Algunas mujeres tienen la extraña cualidad de hacerme recordar escenas de mi pasado, no
porque conduzcan la plática hacia esos temas, ni porque les interese especialmente, sino porque
inspiran esos recuerdos, sin saberlo. Como Amabel, que me pregunta y alienta a repetir ese
recorrido que hice hace tanto tiempo en mi infancia. Mañana mismo podríamos tomar un autobús,
llegar a ese puerto, alquilar los caballos y seguir el camino que va por las márgenes del río. ¿Seguirá
igual? ¿Lo habrá modificado el tiempo, los huracanes, mi memoria? ¿A dónde llegaríamos? Me
sentiría morir sin tener un lugar donde llegar en la sierra. Mejor no le hago caso.
Mi padre ha dicho que debemos arrear los animales hacia abajo. Primero los descargó, les
quitó los fustes y luego los ha soltado para que coman. Antes hizo un nudo con las puntas de sus
mecates para evitar que alguno se vaya; en todo caso, si alguno logra que los demás lo sigan, no
llegarán muy lejos. Al Canelo lo ha dejado aparte, le daremos un buen puñado de maíz porque
queremos agradecerle que me haya salvado hoy de ser arrastrado por la creciente. Fue muy hábil, no
se opuso a la fuerza del agua, sino que nadó ligero hacia un punto donde pudimos salir. Allí nos
quedamos un buen rato a esperar que las aguas se calmaran y luego mi papá fue por nosotros. Gran
susto que llevamos. Él más que nadie, yo confié siempre en el Canelo.
—¿Tienes hambre?
—Sí —le contesto—, no hemos comido nada desde que salimos de Paso del Caballo.
—Toma, aquí están las tortillas. Pero no hay agua, tendremos que comer a oscuras y sin
nada de beber.
He dicho que me gusta viajar con mi padre pero no entiendo algunas cosas, como ésta: ¿por
qué quedarnos en el monte y no continuar? Él me había dicho que podíamos llegar a Santa Marta y
estamos ya cerca, desde aquí puedo ver sus luces. Cuando le pregunto por qué no quiso que
llegáramos sólo me responde que aquí estamos más seguros.
Ya había anochecido cuando llegamos a este paraje. Después de cruzar Paso Ancho
empezamos a subir y subir. Cuando casi oscurecía encontramos al único caminante de este día. Era
Ambrosio, un paisano de Santa Cata.
—¿Está lloviendo allá arriba? —preguntó mi padre.
—¡Bruuuto! —respondió con gracia el hombre—, el río de San Baltasar no me dejaba
pasar, tuve que cruzar con un mecate.
Esto significa amarrar un resistente leño al extremo de una cuerda y luego lanzarla para
intentar trabarlo en las ramas de algún árbol en la orilla opuesta. Entonces uno se sujeta a la otra
punta y se lanza al agua para ir acortando la cuerda. Esto es posible hacerlo en los ríos serranos,
porque son angostos, pero en los de la costa es imposible; a veces ni siquiera se alcanza a ver la otra
orilla.
—Así que llueve en la sierra —preguntó afirmando mi padre.
—Desde antenoche empezó a llover y no ha parado. ¿No lo agarró la creciente?
—Sí, en Paso Ancho. Por poco se lleva a mi hijo con su caballo.
—¡Jura a Dios! —exclamó sorprendido Ambrosio y me miró con atención—. Entonces,
está bravo el río.
—Ten cuidado —le recomendó mi padre—. Esta crecida pasó rápida, quiere decir que no se
ha ido toda el agua. Por allí se está acumulando y en cualquier rato se puede desbordar.
—Voy a ser precavido, creo que me quedaré por allí de Los Ciruelos, mañana temprano
seguiré.
—Anda —le dijo mi padre—, que te vaya bien.
—Igual, igual —dijo Ambrosio—, que llegue con bien.
Apenas si nos apartamos del camino para encontrar este pequeño terreno plano donde mi
padre pudo descargar las mulas y colocar en un semicírculo los costales de maíz. Algunos vienen
mojados, pero los pondremos a secar hasta llegar a la casa. Es el primer cerro grande que logramos
encumbrar, pero aún se siente el calor sofocante de la costa.
Mastico estas tortillas duras que seguramente me darán más sed. Tal vez mi padre esperaba
que yo sólo quisiera dormir, pero de verdad tengo hambre. Mastico y mastico las tortillas duras,
pero por más que revuelvo el bocado en mi boca, no pasa. Estas tortillas se llaman tlayudas. A
diferencia de las tostadas —otra forma de prepararlas para que duren muchos días—, las tlayudas
no son quebradizas, son flexibles y resistentes como el cuero. Calentadas sobre las brasas o el comal
se ponen suaves, doraditas, y recuperan su aroma a maíz nuevo. Pero, así, frías, parece que uno
mastica la corteza de un árbol. No las puedo moler por más que trato y mi sed se hace insoportable.
Sólo de recordar las grandes corrientes de agua que hemos atravesado mi desesperación se vuelve
mayor. ¿Y si bajara corriendo al río que dejamos allá abajo? En tres horas iría y volvería. Pero ni
pensarlo, la noche es oscura y mi padre no me dejaría. No sé si podré dormir con esta sed. ¿Por qué
no abrimos un garrobo para beber su sangre?, le pregunto. Él ríe y me dice que estos animales
tienen muy poca sangre, no valdría la pena. Al igual que las serpientes, tampoco las iguanas me
agradan. Su carne sabe a pescado seco y tiene un olor muy concentrado. Mi madre las prepara en
una salsa amarilla llamada shove, o en caldo, pero primero las asa; a ambos guisos les pone pitiona,
una hierba silvestre y aromática. Es un condimento infalible, mejora el aroma y sabor de cualquier
platillo. A veces yo cojo una hojita y la macero con mis dedos, tan sólo para ir aspirando su aroma.
Mi padre me pide aguantar y me promete un buen desayuno para mañana, en alguna casa de
Santa Marta. Puedo soportar el hambre, pero no la sed. La sed desespera, seca la boca y la garganta,
ciega la mirada, en los labios se siente fuego y la nariz respira sequedad. Si pudiera ver en esta
oscuridad buscaría algunas hierbas como el quiebraplatos o el yegotel, las arrancaría para masticar
sus raíces que siempre son jugosas. ¿De verdad las iguanas no tienen mucha sangre? Las que
llevamos son enormes y la hilera de espinas que crece sobre sus lomos me indica que son animales
viejos. Cómo quisiera abrir una y sorberle la sangre. Sé que pueden estar muchos días sin comer ni
beber. Hasta un mes las ha tenido amarradas mi madre antes de guisarlas y como si nada. Siempre
con su cara mansa, indiferentes a quien las toca o las ve, son animales que no parecen estar aquí
sino en otro lugar. Cuando llama a mi padre a comer, y él no acude pronto sino hasta terminar lo
que hace, ella dice que tiene “panza de iguana”, porque soporta el hambre. Y mi papá dice que debo
comer hígado de iguana para no tener sed y así no salir a orinar a cada rato. Pero la sed de ahora no
la soporto; casi no puedo respirar por la resequedad que hay en mi boca y garganta. Así me acuesto
sobre los costales que mi padre ha colocado y miro el cielo cubierto en parte por grandes
nubarrones; en otras aparece cuajado de estrellas. Ojalá y lloviera. Las nubes se mueven veloces
hacia la sierra, hacia donde continuaremos al amanecer. Me gustaría trepar en una para llegar en un
instante a mi casa y disfrutar de toda el agua fresca que quisiera.
—¿Así fue como conociste el mar? Me parecen recuerdos un poco tristes.
Poco antes del amanecer continuamos el viaje. Santa Marta no estaba tan próxima como
creía. Era un pueblo pequeño y de casas ralas, pero me gustó que todas tuvieran un huerto en el que
destacaban los árboles de tamarindo, de guanábana y papaya. Nos detuvimos en la casa de un
conocido de mi padre, donde le ayudaron a descargar los bultos. Nos sirvieron un aromático
chocolate que bebimos acompañado de varias piezas de pan serrano. Antes yo tomé dos vasos de
agua de guanábana, que me supieron tan deliciosos como dos vasos de fresca leche.
—Coman bien, coman bien —nos animaba el dueño de la posada—, tienen que desayunar
bien para que puedan llegar hoy mismo. Ése es el plan, ¿verdad?
—Sí —le contestó mi padre—, hoy mismo llegaremos.
—¿Y ahí termina todo?
Llegamos a casa al anochecer. Después de descansar y comer algo yo quise platicarle a mi
madre cómo había padecido la sed la noche anterior. Más todavía cuando ató los garrobos a una
pata de la mesa, pero bastó un gesto de mi padre para quedarme callado. Sólo le pedí a mi madre
que me avisara cuando matara a las iguanas.
—¿Por qué quieres ver eso? —me preguntó.
—Sólo quiero saber cuánta sangre sueltan —le respondí.
Espíritus de la montaña
Me pregunta Alicia por qué era tan travieso cuando niño y no sé qué decirle, excepto, quizá, que
hasta la fecha me gusta seguir siéndolo. Así como asocio el humor con la inteligencia, y la
discreción con el buen gusto, pienso que un niño travieso es un ser lleno de creatividad e
imaginación, y por lo regular simpatizo con él. De un escritor con tantas alturas y profundidades
filosóficas como Dostoievski, con sus personajes atormentados, complejos, poseídos por ideas
obsesivas y desbordados por pasiones y visiones, he extraído uno de los personajes más sublimes y
nobles cuyo actuar lo dictan el juego y las travesuras, y quiero confesarles que siempre quise ser
como él. Pero no hablaré de Kolya en esta ocasión, pronto les entregaré su retrato para que se
animen a conocerlo directamente. Por ahora quiero referirme a unos personajes míticos que, sin
saberlo, inspiraron o tal vez guiaron mi comportamiento infantil.
Para el Pollo Gallareta
n la mitología indígena de la Sierra Sur destacan los chaneques (aluxes, en voz maya), una
especie de duendes que seguramente tienen su origen en la sobrevivencia del mito
prehispánico de los tlaloques, pequeñas deidades que ayudaban a Tláloc, dios de la lluvia, a regar la
tierra repartiendo el agua con sus vasijas. Casi todos los testimonios coinciden en describirlos como
seres pequeños, de no más de cincuenta centímetros, juguetones, traviesos y capaces de ayudar pero
también de castigar a quienes no los respetan.
La primera vez que oí hablar de los chaneques fue cuando le dije a mi madre que tenía
pereza de iniciar una caminata. Había comido y la pesadez del estómago lleno me hacía considerar
enorme la distancia que debía recorrer para llegar a mi destino. Jamás vi a mi madre tan enojada
como en esa ocasión.
E
—¡Nunca digas que tienes flojera —me gritó—, y menos tan cerca de un arroyo! ¿No ves
que te pueden oír los chaneques? ¡Ay de ti si alguno te escuchó!
—¿Qué me puede pasar? —pregunté.
—Te castigarán, castigan a los niños haraganes arrojándoles piedrecillas y espinas dentro de
sus piernas.
La escuché tan preocupada y sincera que ya no dije nada y simplemente me fui. No había
caminado ni diez minutos cuando sentí el cuerpo ligero, lleno de energía, y había olvidado por
completo la somnolencia y pereza provocadas por el buen comer. Me quedó claro que nunca debía
expresar mi flojera, y menos aún si me encontraba cerca de un arroyo o un manantial, pues se cree
que es allí donde habitan esos seres.
Algunos días después llegó al rancho Isaac, un ahijado de mi madre, cuyo motivo de visita,
coincidentemente, se relacionaba con aquel episodio. El muchacho, un indígena macizo que portaba
un sombrero negro y calzones de manta blancos, se quejaba dolorosamente en el corredor:
—¡Ay, madrina, vengo a ver si usted me puede ayudar! Vea cómo están mis piernas,
supurando. Ya fui al doctor, me he puesto todas las pomadas que me recetó, he tomado las pastillas,
les he echado agua desinfectante y matagusanos… Pero nada, madrina, ay, ay…
Veía al hombre que se quejaba y me condolí de su padecimiento. Unas enormes llagas
sangrantes, que además chorreaban un líquido amarillento, cubrían sus piernas; se había quitado el
sombrero y de su cabello tieso y apelmazado resbalaba sudor como si alguien le hubiera arrojado
una cubeta de agua. Mi madre lo miraba en silencio y le dijo sin más:
—Eso que tienes es chaneque, Isaac. Seguramente tuviste flojera a la hora de emprender un
trabajo y lo dijiste; los espíritus del monte te escucharon y te han castigado. Ve a conseguir unas
ramas de malamujer. Yo te curaré.
La malamujer es un arbusto frondoso y verde, por lo cual no se aprecian a primera vista las
espinas de sus ramas y unos ahuates muy finos que cubren sus hojas. Es signo de mala suerte
encontrarse con uno de estos arbustos. Si aparece en el terreno donde se va a sembrar, hay que ser
valiente y llevar el machete muy bien afilado para cortarlo rápidamente, aunque casi nadie escapa
de ser tocado por alguna de sus hojas; éstas provocan entonces un sarpullido y una comezón
terribles; la piel adquiere un color violáceo y luego aparecen ampollas y granos repletos de un
líquido transparente y la comezón aumenta. Ni el baño ni lavarse constantemente con jabón logran
quitar esa molestia atroz que lleva a algunos, desesperados, a rasgarse la piel por rascarse con
vehemencia. Sólo después de dos semanas la comezón desaparece y ronchas y granos empiezan a
desvanecerse. Ahora, si alguien pasa por descuido bajo uno de estos arbustos, durante la luna llena,
entonces las llagas se extienden por todo el cuerpo. No hay nada tan doloroso y dañino como la
sombra de la malamujer. Unas ramas de este arbusto pedía mi madre a Isaac.
El muchacho se levantó, desenvainó su machete y se fue caminando hacia el arroyo, sabía
dónde encontrar la malamujer. Como a la hora regresó con unas ramas en sus manos. Mi madre
tendió un petate en el corredor, le pidió a Isaac que se acostara allí y que recogiera lo más que
pudiera la manta de sus piernas. Cogió con cuidado el puñado de ramas y empezó a azotar con ellas
las pantorrillas del muchacho. Él aulló de dolor por los piquetes de los ahuates; mi madre movía las
ramas cual si sacudiera un mueble con el plumero. Las hojas se fueron transformando y en un
instante quedaron totalmente marchitas.
—Es chaneque lo que tenías —dijo mi madre—, descansa un rato, que ya quedaste bien. Y
tú —dirigiéndose a mí—, entierra esas ramas.
Las cogí con cuidado y las llevé a enterrar en un pequeño hoyo que cavé donde arrojábamos
la basura. Maravillado, no podía comprender cómo Isaac quedó de pronto agotado, aletargado y
respirando pausadamente, como si se hubiera vaciado en su totalidad. Se quedó dormido, exhausto,
y al poco rato se levantó. Miró azorado a su alrededor, como si no entendiera qué hubiera sucedido;
palpó sus piernas que ya no sangraban y entonces pareció recuperar la memoria.
—¡Madrina, estoy curado! ¡Ya no tengo nada, ya no me duele nada!
***
Durante esa época, ir al valle, es decir a la ciudad, era atravesar a pie la sierra. Esto representaba
subir y bajar cerros, seguir por alguna cañada, caminar durante horas entre la niebla espesa o bajo la
sombra de enormes pinos, donde sólo se escuchaban los extraños cantos de algunas aves
multicolores. (Alguna vez le propuse al compositor y músico Jorge Reyes ir a grabar esos sonidos,
antes que la voracidad de los taladores acabara con los bosques.) Han sido los paisajes más
extraordinarios que he visto y que marcaron mi memoria. Desde alguna de esas montañas se
divisaba el mar, en la lejanía, y contemplar el crepúsculo desde su cima era presenciar un auténtico
cataclismo. Todos los lugares tenían nombre: los arroyos, los llanos, las cimas, las faldas y, por
supuesto, los cerros, que parecen encimarse unos sobre otros para competir cuál se asoma primero
al valle, como si un grupo de muchachos se empujaran para ser los primeros en mirar lo que hay
detrás de un cercado.
En los terrenos de San Miguel, tal vez la parte más solitaria y umbría de la sierra, vivía una
viejita a quien todos llamaban María Chiva. A su ranchito (una choza con paredes de barro y techo
de paja, y un patio con horcones para atar las bestias de carga) llegábamos los viajeros buscando
fuego para calentar las tortillas, para tomar café caliente y sobre todo para comprar pastura para los
animales. Aunque pienso que lo que realmente buscábamos era el calor del hogar, pues allí era la
parte más fría de la sierra, y tal vez por eso el cerro donde se situaba el ranchito de María Chiva se
denominaba Cerro Lumbre.
Pues bien, esa montaña completa pertenecía a los chaneques. Solitaria, densa, siempre
cubierta de sombras, a nadie se le ocurriría venir a vivir aquí, en este paraje mágico, excepto a esta
viejita excéntrica de la que ninguno se preocupaba por saber cómo podía soportar tan enorme
soledad, cómo sobrevivía con sus menguadas fuerzas y qué hacía en este aislamiento. Siempre que
veo las representaciones en piedra o barro del dios viejo, Huehuetéotl, dios del fuego, parece que
miro el rostro arrugado y apergaminado de María Chiva.
Su choza estaba en la parte alta del cerro, así que mucho antes de llegar, me gustaba
bajarme de la montura para seguir a pie. Me encantaba seguir con la mirada unos caminitos
perfectamente trazados sobre los paredones de ambos lados del camino. Cierto día que nos
acompañaba Homobono, un tío que sabía conversar con mucha gracia y todo lo hacía interesante,
me platicó que quienes trazaban esos caminitos eran los duendes. Estaban hechos con tal perfección
y detalle que nadie se podía explicar con qué instrumentos los hacían.
—Es muy simple —dijo Homobono—, los hacen con sus uñas.
—¿Y para qué? —volví a preguntar.
—Esto es paso de viajeros, así que ellos trazan los caminos de la vida de cada uno, sólo que
nadie los puede interpretar. Por eso míralos simplemente como un regalo de los duendes.
Seguramente ellos te estarán viendo ahora, salúdalos, pasa tus dedos por los caminitos, pero nunca
los destruyas.
Yo me quedaba atónito y quería conocer cuál era el camino de mi vida. Y, además, tenía la
sensación de que unos ojillos maliciosos me seguían desde la espesura del bosque.
***
En época de siembras casi siempre me correspondía cuidar la milpa, sobre todo cuando el maíz va a
nacer, porque es cuando los tordos, zanates y cocoxtles lo persiguen. Una pequeña aguja verde es
indicio de que los granos hinchados del maíz han reventado o están a punto de hacerlo, y sobre ellos
se lanzan estas simpáticas aves. Sacan el maíz para comérselo. Esto ocurre en plena temporada de
lluvias, así que hay que ir a cuidar la milpa prevenido con un amplio hule, que mi madre arreglaba
en forma de capa, porque debía permanecer allí todo el día. Sobre todo porque debía estar muy
alerta después de la lluvia, pues es cuando más voraces se vuelven esos pajarracos.
Un día me acompañaban mis dos hermanas, una mayor que yo y la otra menor. De pronto
empezó a llover y corrimos a protegernos bajo el amplio hule que la mayor había llevado. Nos
cubrimos los tres bajo el mismo pedazo y nos quedamos sentados, quietos, contemplando la lejanía.
Bajo la lluvia ningún ave sale de su escondrijo, así que podíamos estar tranquilos mirando llover. El
sembradío estaba en una parte alta; en la sierra hay pocos lugares tendidos donde cultivar, así que a
falta de valles se eligen llanos y lomas para meter el arado, quedando así los cultivos en la parte alta
de los cerros.
Desde donde estábamos se alcanzaba a mirar en la lejanía un conjunto de altas montañas en
las que nadie vivía ni trabajaba. De pronto empezamos a escuchar una especie de tamborileo, como
si a la distancia alguien golpeara una cubeta o tambor, provocando un sonido que se escuchaba
extraño y monótono en aquella lejanía. ¿Qué será?, nos preguntábamos. Sabíamos que nadie vivía
en aquella región, así que no podíamos explicarnos su origen. Cuando dejó de llover retiramos el
hule para escuchar mejor, y entonces miramos una serie de bultos multicolores que se desplazaban
por el lomo del cerro principal de aquella montaña; siempre al ritmo de los tambores, las figuras
parecían danzar, subiendo y bajando por entre el monte.
Nos quedamos atentos, en silencio, mirando cómo se desplazaban con agilidad. Parecían
niños que jugaban durante una gran fiesta. Pero, por muy distantes que estuviéramos, nos
sorprendía la energía y habilidad que tenían para subir una y otra vez. Parecía que se deslizaban
sobre un tobogán, pues se movían con gran ligereza y velocidad. Además, nos azoraba el encendido
color de sus vestidos; de verdad contrastaban con el fondo azulado que el monte adquiere a la
distancia. Y el tam tam de los tambores continuaba. ¿Quién puede hacer una fiesta entre ese
monte?, nos preguntábamos. ¿Por qué suben y bajan en unos segundos lo que a cualquier humano le
llevaría varios minutos? ¿Qué hacen y de dónde han aparecido tantos? Éstas y otras preguntas nos
hacíamos.
Así se cernió la noche, fui a dar un último rodeo al sembradío y el tam tam de los tambores
languideció. Nos retiramos a nuestra casa y allí mi madre me envió por un cántaro de agua al pozo,
junto al arroyo. Las preguntas que me hacía ante lo que había presenciado seguían saltando en mi
mente y me mantenían inquieto, extrañado, tal vez con cierto temor. Por suerte apareció entonces
mi tío Homobono, quien también tenía su rancho cerca y se abastecía del mismo aguaje. Le conté
rápidamente lo que habíamos visto por la tarde. Él identificó el lugar donde divisamos aquellas
figuras como el Cerro Viejo.
—Pura montaña —dijo antes de acercarse hacia mí con aire de misterio y soltarme de
sopetón—: Viste a los genios de la montaña, hijo. Eres afortunado, ¡siempre te protegerán!
Por cierto los aluxes, así llaman a los chaneques en Yucatán, son considerados los
“cuidadores de la milpa”.
El día que el mar se salga
ace un rato mirábamos el horizonte desde la iglesia vieja. Nos gusta subir a esas torres de
ladrillo rojo y gritar desde arriba para escuchar cómo el eco rebota entre las paredes, como si
fuera una ligera pelota de hule que brinca y brinca antes de quedarse quieta. También me gusta
acostarme sobre los viejos muros y mirar cómo las golondrinas pasan veloces formando círculos
oscuros. Cuando Timo se queda callado imagino que esa nube de pajarracos me mira, porque les da
por volar justamente arriba de nosotros.
Pero decía que hace un rato nos quedamos en silencio, contemplando la lejanía. Era la hora
en que las montañas se quedan libres de la calina y el aire que las rodea se vuelve transparente. Sus
perfiles parecen entonces enormes espinazos de bueyes azules, alineados unos detrás de otros, con
sus gibas y lomos de distintos tamaños y formas.
No sé cómo, pero al ver la cordillera recordé la historia del diluvio universal. Será porque
apenas ayer la leí en un librito de tapas azules de mi madre. Timo se sorprendió cuando le dije que
mirara esas bestias gigantescas formadas caprichosamente para delimitar el horizonte.
—¿Sabes para qué están allí? —le pregunté.
—No sé —me respondió—, ¿será porque salieron a comer?
—¡No, cómo crees! Los que están comiendo son los que estiran sus pescuezos hacia el río.
¡Mira! —y le señalé los cerros que ascendían desde el río hasta rematar en el filo de la cordillera.
De verdad parecían los lomos de unos inmensos bueyes que pastaban mansamente—. Desde aquí
puedo ver cuáles son grandes y gordos, cuáles están famélicos, y cuáles son pequeños o bajitos.
H
Pero ve los que forman el cerco, esos que parecen surgir del cielo, que detienen a los demás pero no
hacen eso. ¿Quieres saber qué hacen?
—Sí, dime qué hacen —exclamó Timo entusiasmado, y puso la mano derecha sobre sus
ojos para tratar de ver mejor.
Él es un poco mayor que yo y lo considero mi amigo, aunque no ha sido del todo leal. Hace
algunos días mi papá me trajo un sombrero de fieltro verde. Un día Timo y yo regresábamos de
llevar a los caballos al arroyo para que pastaran. Cuando encumbramos el cerro nos detuvimos a
mirar el verdor que se extendía hacia abajo. Un suave viento sacudía las copas de los árboles y les
daba la apariencia de un mullido colchón verde. Es un terreno donde mi papá está dejando que el
monte crezca, porque así dará buena sombra al café. Comentábamos qué delicioso sería deslizarse
sobre las copas, como si fuéramos unas ligeras ardillas. Entonces Timo dijo:
—¿Por qué no echamos a volar nuestros sombreros? Mira, hacen un giro así y entonces
regresan hacia nosotros.
Movió su brazo para trazar un círculo con el sombrero y yo pude ver cómo el viento lo
regresaba a su lugar.
—Si quieres yo arrojo primero el mío —dijo, y lo cogió de un ala para hacerlo girar como
un plato.
—Bueno —le respondí—, vamos a lanzarlos, pero no muy fuerte. El mío es nuevo y no lo
quiero perder.
—¡Eso no va a pasar! —exclamó confiado—, sólo ponlo con la copa hacia abajo. Mira, así.
Allá va el mío.
El sombrero salió disparado hacia el frente; luego dio un giro hacia la derecha y completó el
círculo para caer a nuestros pies.
—¿Ves cómo sí regresa? —exclamó triunfante.
—Ahora va el mío —dije, y lo lancé suavemente hacia adelante. Pero no regresó. Voló en
línea recta hacia abajo. Por suerte pude ver claramente dónde cayó, así que fui corriendo por él.
—Tienes que lanzarlo más fuerte —dijo Timo—, si no, no adquiere impulso para dar la
vuelta. Mira, ¡así! —y volvió a arrojar su sombrero, que nuevamente salió girando y luego hizo un
círculo casi perfecto en el aire.
Así estuvimos lanzándolos por un buen rato. Yo, sin querer aventar mi sombrero con
fuerza, y él haciendo círculos cada vez más redondos para animarme. Creo que mi sombrero pesaba
más por ser nuevo, y por eso en lugar de girar se iba recto como una piedra hacia abajo. Por fin,
convencido de que lo que hacía falta era lanzarlo con mucha fuerza, me decidí a hacerlo con toda la
potencia de que era capaz. El sombrero salió disparado hacia abajo y yo lo seguí con la mirada
ansiosa. Pareció que iniciaría una vuelta, pero sólo fue el impulso que le dio el aire para elevarlo un
poco y luego lanzarlo en línea recta hacia abajo, hasta desaparecer en un impreciso lugar del monte.
Traté de grabarme con mucha fuerza en mi memoria el color y las formas de las copas de los
árboles donde había desaparecido, para ir a buscarlo allí exactamente.
—¡Vamos, vamos! —dijo Timo—, ¡yo pude ver dónde cayó!
Bajamos corriendo y nos metimos presurosos entre el monte; pero a pie de árbol era difícil
ver sobre cuáles puntas estaba enramado. Pensamos que estaba en las copas más altas, porque la
fronda era tupida en esa parte y por lo mismo buscábamos arriba y abajo. Yo volví una y otra vez al
lugar desde donde lo había lanzado, con el fin de ver exactamente dónde pudo caer; ahora en este
árbol, en ese otro de verde fulgor, en aquél de esbelto tronco. Cayó la tarde con nuestro desánimo.
Pronto anochecería y teníamos que ir por los caballos, así que decidimos aplazar la búsqueda para el
día siguiente.
Yo tenía la secreta esperanza de que el viento lo bajara de las ramas donde seguramente
estaba atorado, y que ya lo encontrara en el suelo el día siguiente. Regresé a mi casa con la
preocupación de que mi papá o mi madre me preguntaran dónde estaba mi sombrero nuevo, pero
afortunadamente nadie me preguntó nada.
Al día siguiente volvimos a buscarlo más temprano y por más vueltas que dimos ya no lo
pudimos hallar. ¿Lo arrastraría el viento mucho más lejos? Me resigné y lo di por perdido. En la
casa contestaba con vaguedades cuando alguien me preguntaba por qué no me ponía mi sombrero
nuevo.
Entre Timo y yo nada cambió. Siempre pasaba por él cuando llevaba a pastar a mis
animales, dos caballos y un mulo, y él desataba rápido sus dos tordillos y me alcanzaba en el
camino. Emprendíamos entonces una veloz carrera hasta llegar al camino que nos llevaba al arroyo.
Era muy empinado y por eso allí bajábamos despacio. Como montábamos a pelo, resbalábamos por
el lomo hasta terminar en el pescuezo de los animales y a veces salíamos por sus cabezas. Por eso,
cuando iniciábamos el descenso simplemente nos volteábamos sobre sus lomos para sujetarnos de
sus colas y así descendíamos la inclinada pendiente. Los animales soportaban pacientes y mansos
esta extraña forma de montar y avanzaban obedientes. La gente que nos encontraba reía por la
forma en que íbamos y a veces nos regalaban una fruta. Timo montaba el más alto de sus tordillos y
yo iba en el Canelo.
Un día mi hermana mayor encontró a Timo por el camino y descubrió que llevaba un
sombrero de fieltro verde, igual que el mío. Le había volado las alas recortándolas en forma de
picos y esto lo hacía ver chistoso cuando se lo ponía, dijo mi hermana. “¿Es el tuyo, verdad?”,
preguntó mi madre. “¿Se lo vendiste o te lo robó?” Yo no dije nada, no creí que lo tuviera, él me
ayudó a buscarlo. Pero en mi casa comprendieron por qué no usaba mi sombrero y se enojaron
mucho. Mi hermana me dijo si lo seguiría considerando mi amigo, y yo no supe qué responder. Era
muy probable que Timo hubiera visto dónde estaba el sombrero y luego había ido por él, a solas.
Pero desde entonces descubrí que yo no podía enojarme tan fácilmente, ni me daban ganas de
desquitarme. Bueno, hasta hoy. Aunque no fue intencional, nunca me lo propuse. Las cosas se
dieron por sí solas.
Fue cuando mirábamos el horizonte en dirección a la costa, y yo le decía que los perfiles de
las montañas parecían gigantescos lomos de bueyes.
—Entonces, ¿no sabes qué hacen esos toros allí, alineados unos detrás de otros?
—No, no sé, ¡dime ya qué hacen!
—Detienen el mar para que no se salga —le contesté—. Pero un día el agua les ganará, o no
serán suficientemente fuertes para contenerla, y entonces el mar nos inundará.
Timo buscó la manera de sentarse más cómodo sobre la torre derruida desde donde
mirábamos, y quiso sujetarse, pues buscó maquinalmente algo con las manos.
—Y, eso, ¿cuándo sucederá? ¿Cuándo rebasará el mar las montañas?
—No lo sé exactamente, pero pronto. Ayer lo leí en un libro de historia sagrada de mi
mamá. Allí dice que Dios mandará otra vez un diluvio, pero ahora permitirá que el mar se salga e
inunde la tierra. Dios está harto de rateros, de personas que engañan a sus amigos, de gente que es
capaz de usar objetos que han robado a sus amigos.
—Pero el agua no puede llegar hasta acá, estamos en un lugar muy alto.
—¡Cómo no! Ve aquellas montañas, son mucho más altas que éstas donde estamos, y el
mar desbordará primero a ellas. Nadie escapará, por más que intenten correr hacia arriba, hacia la
cima donde vivieron los antiguos. Porque también vendrán temblores que derrumbarán los cerros
más altos. El agua del mar cubrirá todo: gente, ganado, caballos, ríos, toda la tierra, y primero
aquélla donde viven o trabajen los niños que roban. Ésas serán las primeras partes que cubrirá el
agua, azotando y ahogando a todos. Nadie se salvará. Imagina el mar infinito que se volverá
entonces la tierra. De aquí a esa cordillera azul que alcanzamos a ver en la lejanía, todo será agua. Y
con ella vendrán los congrios, las serpientes de mar, las ballenas que se tragarán todo lo que flote.
Nada quedará.
Me quedé mirando el horizonte y yo mismo pude ver cómo inmensas masas de agua
rebasaban las montañas y se precipitaban entre hondonadas, cañadas y barrancos. Cubrían los
palmares y mangales de la tierra caliente, luego los cañaverales, subían después por sobre los
encinos y pinos hasta llegar a las plantaciones de maíz, plátanos y café. El agua subía rápidamente y
cubría los cerros más altos, hacía que la gente que había corrido a refugiarse allí se desprendiera
como cáscaras secas y se ahogara con mayor desesperación. Cuando volteé a ver a Timo ya no lo
encontré. Se había ido silenciosamente, dejándome solo en las ruinas de la iglesia. Bajé y me fui
corriendo hacia mi casa; cuando pasaba enfrente de donde vive, su mamá me gritó desde el
corredor:
—¡Cómo eres cabrón! ¿Por qué espantaste a mi Timo?
No pude responderle nada porque nada sabía. No pensé que Timo se espantara. Yo sólo le
sugerí la mala acción que tuvo conmigo, por lo de mi sombrero, pero no le dije nada claro ni lo
acusé de nada. Por eso seguí corriendo confiado hacia mi casa, donde ya me esperaba mi madre,
muy enojada. Me reprochó que anduviera de vago toda la mañana y que además hiciera maldades.
“¿Quién te ha metido esas locuras de que el mar se saldrá y nos ahogará?”, me preguntó. ¿Por qué
había espantado a ese muchacho? ¿No sabía que estaba enfermo? ¿A quién se le ocurría decir que el
mar se iba a salir? Mi madre traía una varita en su mano, y conforme me preguntaba se iba
acercando y enojando más y más, hasta que creyó que ya me tenía a su alcance para pegarme. Pero
entonces me escabullí muy rápido y me vine a esconder a este mandimbo. Siempre hago lo mismo
cuando me quiere pegar: me echo a correr y regreso hasta muy tarde, cuando ya se le pasó el enojo.
El mandimbo es un árbol frondoso, sus ramas crecen desde abajo y todas están cuajadas de
hojas. Unas hojas de color verde oscuro que algunos hombres doblan, las meten en su boca y las
hacen sonar armoniosamente. El árbol siempre es verde, da una fresca sombra y dentro de su copa
es tan oscuro que se vuelve un magnífico escondite. Yo puedo ver a todos allá afuera y a mí nadie
me puede mirar. Por eso me gusta el mandimbo, y prefiero llamarlo así y no “laurel de la India”,
como le dicen en el valle.
Desde hace rato estoy escondido entre su espeso ramaje, esperando que a mi madre se le
pase el coraje. La mamá de Timo es su comadre, y como vive cerca, fue corriendo a acusarme de lo
que le hice a su hijo. Por eso mi madre está tan enojada. La comadre le dijo que por el susto a Timo
le había dado un ataque. Dijo que llegó corriendo, agitado, casi sin poder respirar. Empezó a llorar
y entonces le dijo a su mamá que el mar se iba a salir y que todos morirían. Alcanzó a decirle que
Dios estaba harto de los ladrones y que me entregaría el sombrero; le confesó a su mamá que no se
lo había encontrado, sino que era mío. Él había visto dónde estaba, pero no me dijo y prefirió
quedárselo. Hacía mucho esfuerzo para hablar y respirar, platicó la señora, y de pronto cayó al piso,
donde comenzó a convulsionarse. La señora tuvo que atravesarle un olote en la boca porque la
sacudía fuertemente y temió que se fuera a morder la lengua. Luego empezó a arrojar mucha
espuma por la boca y poco a poco se fue quedando quieto, hasta que se quedó dormido. La señora le
dijo a mi madre que en cuanto Timo se repusiera le preguntaría dónde estaba el sombrero y me lo
regresaría.
Mi madre me amenazó que si Timo se muere o se pone más grave a mí me meterán en la
cárcel; luego me llevarán a la costa, a una prisión más segura, para que allí me quede encerrado
seguramente hasta que muera, porque el mar está muy cerquita y peor si se sale. Pero aquí nadie me
encontrará. Si no fuera por el hambre que tengo, me quedaría a vivir entre el mandimbo. Es fresco,
me puedo acostar sobre sus ramas que mece el viento. En un rato empezarán a llegar muchas aves
que vienen a dormir. Con ellas ya no me sentiré solo. Me acompañarán durante la noche.
Por eso regreso solo
Estudiaba el bachillerato. Era un viernes y por un azar me había quedado solo en la escuela.
Cuando iba saliendo llamó mi atención un hermoso cartel con tres colores principales sobre el
fondo blanco del papel pegado en el muro: era un ramo de flores rojas sostenidas por un manojo
de tallos verdes y las letras negras; invitaba a participar en un concurso de cuento. Lo leí con
atención y advertí que el lunes siguiente se agotaba el plazo para la entrega de los trabajos. El
buen diseño y la sencillez del cartel hicieron no olvidarme del concurso y por el camino fui
rumiando la historia a desarrollar. Cuando llegué a mi casa me senté a escribirlo y lo terminé sin
pudor. Eran años de desconfianza hacia el correo, así que lo puse en un sobre y yo mismo decidí
llevarlo a Ciudad Universitaria el siguiente lunes, y así lo hice.
asaron los días, tal vez dos meses, yo había olvidado el cuento pero pude conseguir uno de los
carteles y lo tenía pegado en una pared de mi cuarto. Por eso me conmovió cuando un
compañero, agitando un ejemplar de la Gaceta CCH, me avisaba que estaba propuesto para primer
lugar en ese concurso ya olvidado. Sí, efectivamente, el cuentito ocupó un primer lugar entre varios
trabajos enviados y fue publicado en la Gaceta y después recogido en un libro. Leerlo a la distancia
de casi cuarenta años no puede provocar sino un sentimiento de ternura y piedad. Pero eran mis
inicios y el comienzo de este temor de convocar fantasmas fraguados en los laberintos de la
imaginación. Y aquí es donde ligo esa preocupación.
Recibí un premio de cinco mil pesos por él. Nada más entregarme el cheque el doctor
Fernando Pérez Correa y corrí a comprar un ejemplar de Terra nostra, la más reciente novela de
Carlos Fuentes por esos días y que ansiaba leer. Y hasta allí aproveché el premio, porque ya contaré
después cómo lo perdí todo. Con este relato experimenté también cómo mi vida cambiaba
bruscamente de dirección bajo los efectos de su lectura.
Aquí está ese cuentito y pido disculpas por las erratas y gazapos del adolescente que lo
escribió.
P
Apenas si alcanzo a oírle:
—Bájale la retranca a ese burro.
—Nomás que encumbremos bien, porque si no, se le vuelve a subir.
Hace cuatro horas que salimos del rancho. Cuando salimos estaba fresca la subida, pero
ahorita ya mi papá se pasa la mano por su frente y se talla el sudor. A los dos burros que traemos
también se les empiezan a mojar las costillas. Es que esas dos redes de plátano verde que trae cada
uno en el lomo pesan mucho. Yo apenas si aguanto ponerles una cuando los cargamos.
Ya encumbramos. Me apresuro a bajarles la retranca. Mi papá cuida mucho de cómo van
los animalitos con su carga. Él, desde que era un muchacho como yo, ha andado por estos caminos
tan llenos de piedras. Siempre ha llevado plátanos a Miahuatlán. Este pueblo está muy lejos y por
eso debemos quedarnos por el camino, para que descansen los burritos. Calculo que llegaremos
mañana como a las tres. Y a mí que me entre la flojera de divisar esos cerros tan grandotes que
tenemos que subir.
No sé qué pensamientos lleva mi papá en su cabeza, siempre va callado. Y hace como que
no ve lo que hay por delante, creo que así no se cansa.
Vuelvo la vista hacia atrás y quiero mirar hasta el pie del cerro donde quedó el rancho. Pero
sólo se ven las faldas pelonas con unos puntitos blancos pegados a ellos. Son nuestros paisanos que
limpian la milpa marchita. Lo peor es que no ha llovido y el sol está muy fuerte. Las únicas partes
verdes son los arroyos que están donde se levantan los cerros. Es que ahí hay platanares, siempre
hay agua, casi nunca se secan los arroyitos. Ni en la mera cuaresma.
Por eso mismo todos los de Santa Catarina —de donde somos—, los de San Baltasar y los
de San Miguel siembran platanares en los arroyos. Y son los platanitos los que nos ayudan a
conseguir todo lo que no hay por aquí. Y es que ni el maíz se da bien. Ora que la cría de chivos y de
vacas tampoco da resultado. Viene muy seguido la montera, que es una enfermedad que mata a
todos los animales. Y cuando viene brava hasta a algunos cristianos se lleva. Por eso sólo podemos
llevar plátanos a Miahuatlán.
Ya llevamos más de siete horas de camino. Miro a mi papá para que sepa que allí voy y que
tengo mucha hambre. Pero él camina mustio. Arrea a los burros cuando se detienen a tomar aire,
hasta al mucho rato voltea a verme.
—Llegando a Cerro Hacha nos echamos un taco. Yo creo que ya has de traer mucha
hambre.
—Pero, ¿qué no allí es terreno de los migueleños?
—Por eso mismo nos detendremos en ese lugar. Si nos ven de este lado de la mojonera
lueguito se darán cuenta que somos catarineros. Y como andamos por aquí tan solos, no les faltarán
ganas de tronarnos.
Sabe sabrosa la tortilla y los blanquillos embarrados con chile que mi mamá nos echó. No
sé cómo le hace mi papá para estar tan tranquilo aquí, en la mera tierra de sus enemigos. Recuerdo
que cuando él fue el comisario de los bienes comunales se los echó de enemigos. Entonces supe que
el viejo no tenía miedo. Recuerdo que ningún comisario quería pelear con los migueleños por las
tierras que nos quitaban. Seguido le prendían lumbre a los ocotales y allá iba el fuego. Lo tenían que
venir a apagar todos los topiles y los catarineros que vivían por este rumbo. Ésas y otras maldades
hacían. Por eso, cuando mi papá fue a presentar la queja lueguito le dieron la razón. Y el agente del
ministerio público, que era muy legal, logró que los migueleños dejaran de hacer sus maldades.
Pero yo creo que les fue mejor. Los ocotales no dicen nada cuando los queman y un hombre sí. Y
ese hombre le tocó ser mi padre. Desde entonces yo ando con mucho miedo por aquí y mi papá,
cuando viaja solo, lo hace por la noche.
Ya no sé ni cuántas horas llevamos caminando por estos cerros de Dios. El sol ya se ocultó
y los grillos han empezado a cantar. Si yo estoy cansado cómo estarán los pobres burritos. Sólo mi
papá parece que no siente el cansancio. Va callado, como siempre. Puedo adivinar que va hace y
hace cuentas para saber qué hará para que nos alcance el dinero que nos dejarán los platanitos.
Tenemos que comprar jabón, panela, unas medicinas para mi mamá que a veces se pone mala y una
manta para hacerle un vestido a mi hermanita. Lo peor de todo es que don Joel paga los plátanos
muy barato. Pero qué le vamos a hacer, si es el único que los compra.
—Vamos a dormir en Agua Fría, hijo. Yo creo que allí deben tener rastrojo para los
animales.
—¿Y por qué no mejor nos quedamos en el cerro?, así nos ahorramos lo de la pastura.
—No, hijo, por aquí no podemos quedarnos al aire. Al fin que el dueño de la posada de
Agua Fría me conoce desde hace mucho, y nos trata siempre bien.
Me quedo callado. Yo tampoco quiero quedarme en el cerro. Nomás de pensar en el frío
que hace y en lo solo que se anda por aquí. Y esta oscuridad que me hace ir agarrado de la cola del
burro para no tropezar con las piedras. Los burritos parece que ven en la oscuridad y caminan por
donde no hay piedras. Agua Fría ya es terreno de Santa María. Aquí está el rancho de don José y es
una posada muy buena para todos los que venimos de atrás. Aquí descansan los que salieron muy
temprano de la sierra, como nosotros. Y de aquí saldremos muy temprano también. Es una persona
muy buena don José. A la hora que sea, si un caminante llega, él se levanta a calentar o a preparar
café, o despierta a su mujer para que lo haga. Eso dice, y es cierto. Siempre tiene un lugarcito en su
casa de tejamanil para todos los que aquí se queden. Ya mi papá desensilló a los burritos y vamos a
descansar porque mañana tenemos que salir muy temprano.
—Pon tus huaraches bajo tu cabeza, no sea que algún perro entre y se los lleve. Acuérdate
que las correas traen sebo y eso los llama.
—Me servirán de cabecera, entonces —le contesto.
Cuando despierto y muevo la mano para tantear a mi papá no lo encuentro. No sé desde qué
hora se levantó. Quiero salir y tropiezo con una piedra que un paisano tiene como cabecera. Casi
caigo sobre él pero no despierta. Todo está en silencio. Las pocas estrellas que se alcanzan a ver dan
a entender que ya es de madrugada. Regreso y me acuesto otra vez, pensando que sólo salió a
echarle más rastrojo a los burritos.
Pero ya tardó mucho.
Me da por preguntarle a don José. No. Yo creo que mejor trataré de dormir.
Cuando vuelvo a despertar solamente veo a don Hilario, otro paisano, cargando su mula.
Casi ha aclarado.
—¿Se le desataron los burritos a tu papá? —me pregunta. Hasta ahora me doy cuenta de lo
que ha sucedido y corro a ver donde los amarramos. No están.
—Espera a tu papá aquí —me dice don José—, no tarda en regresar. Me dijo que sólo
buscaría los rastros de los animales. Aunque…, yo estoy seguro que no se desataron solos. Me da la
corazonada que a esos burritos se los robaron.
—¿A qué hora se fue mi papá?
—Pues, serían como las tres de la mañana. Cuando se paró a echarles el resto de la pastura
se dio cuenta que ya no estaban. Luego luego me pidió ocote para ir a rastrear por dónde se habían
ido o para dónde se los llevaron. Le dije que no iba a encontrar nada con esa oscuridad. Y, si se los
robaron, mejor ni buscarle.
Pensé seguirlo, pero ¿dónde? No. Lo mejor es esperarlo un rato más.
—Anda, ven a tomar tantito café. Está muy duro el frío ahorita que amanece.
Ahorita que amanece. Los bultos de plátano están ahí, esperando. Mudos. Se han quedado
sin pies.
—Lo mejor es que vaya a quejarse con las autoridades del pueblo, de otro modo nada
ganará.
—No, don José. Usted sabe que somos muy pobres y esto no lo puedo aceptar. Me robaron
a mis burritos sólo para matarlos. Y usted sabe lo mucho que representan para nosotros esos
animales.
—Son nuestras manos y pies por estas tierras, yo lo sé, pero… ¿Siquiera sabe quiénes
fueron?
—Sí, los hijos de Enedino, el de San Miguel. Los alcancé a divisar cuando iban volteando
el cerro. Y allí atrás, en el barranco, rodaron a los pobres animales.
Don José se queda mirando el suelo, callado, como si comprendiera la inutilidad de lo que
mi padre está por hacer. Él me dice:
—Tú, hijo, aquí me esperas. Regresaré por la tarde. Ayúdale a la señora de don José a
acarrear agua.
No le contesto. Mi papá es muy callado. Yo sé que ahorita está enojado porque las palabras
le salen como si fuera a llorar. Como con mucha tristeza, porque él se pone muy triste cuando se
enoja. Nomás se queda calladito.
—Ahorita vuelvo —me dice, mientras agarra su machete. Me agacho, él se da cuenta y
quiere decirme algo. Pero sólo se me queda viendo. Luego, se va muy rápido. Don José se me queda
ve y ve.
—Ven —me dice—, no estés triste, al rato regresa.
Pero él ya no regresó.
Por eso ahora voy solo. De regreso, sin mi papá. Aunque don José no me lo hubiera dicho,
yo ya sabía lo que había pasado cuando llegó la noche sola, sin mi papá. Y me dio mucha tristeza.
Pero pensé que lo mejor era regresarme, aunque fuera solo. Los migueleños son malos. Seguro que
nomás mataron a los burritos para que mi papá los fuera a buscar. Lo malo es que también a él lo
mataron. Por allí mismo lo venadearon.
Ahora las piedras del camino como que también están tristes. Ya casi no se atraviesan entre
mis pies. Pero yo llevo la tristeza, nomás que se las voy pegando, sólo de pensar lo que va a decir
mi mamá cuando sepa lo que pasó. ¡Cómo se irá a poner de triste! Y mi hermanita que espera la
manta para su vestido. Cuando pasan estas cosas se acostumbra llorar, pero yo no puedo hacerlo. Y
es que apenas hace dos días que íbamos tan juntos. No puedo llorar. Mejor voy a pensar cómo le
voy a hacer para trabajar muy duro, porque mis brazos están todavía muy delgados. Y ahora yo
tendré que trabajar mucho porque soy el único varón que queda en la casa. Eso me decía mi papá.
Que cuando él se fuera yo tendría que trabajar para darle de comer a mi mamá y a mi hermanita.
Creo que así está mejor. Así ya no podré estudiar y no me nombrarán nunca para servir en el
municipio. Por eso fue que eligieron a mi papá, porque él era algo entendido y con eso comenzó su
mala vida. Ya no tenía tiempo para nada. El municipio lo tuvo amarrado tres años. Se endrogó, se
echó de enemigos a los migueleños que son tan malos. No. Por aquí no conviene ser un buen
ciudadano, como dicen los del gobierno. Por eso mejor me voy a poner a rascarle muy duro al cerro.
A ver si pronto junto unos centavitos para comprar aunque sea un solo burrito. Porque mi papá ya
no regresó. Por eso voy solo.
Septiembre de 1975
La cuaresma opaca I
ada como las montañas para percibir el ritmo de las estaciones y el fluir del tiempo. Aquí se
adivina si el verano se ha ido, si ha llegado el otoño o si la primavera estallará cuando esas
nubes negras se derramen sobre la tierra. Desde las alturas se puede divisar la marcha acompasada
de las nubes, arriba, y el golpetear incesante del viento en los arroyos, abajo. Algunas corrientes se
elevan un poco y entonces embisten la fronda de los cerros. La falda parda, amarillenta y seca se
torna blancuzca cuando el viento dobla los tallos y muestra el envés de las hojas de encinos, pinos y
algarrobos. Hay un olor de pastizales secos, de tierra polvosa y de brasas consumidas. Pero también
de muerte.
Cuando voy a Huatulco pido siempre un asiento junto a la ventanilla, del lado derecho del
avión, porque sé que en cierto momento aparecerán los picos erizados de las montañas de Sierra Sur
y en una de ellas reconoceré el cerro más alto, desde cuya cima me gustaba contemplar el horizonte,
cuando niño: montañas azules y un gran misterio hacia el oriente; la lineal perfección del Pacífico y
los colores crepusculares de la muerte del sol, hacia el poniente.
Los gallardos carnizuelos sostienen en sus ramas más alejadas los panales de unas avispas
que la gente de por aquí denomina “de castilla”. En esta época no están llenos de miel sino de larvas
que son una delicia asadas en el comal; sin embargo, intentar bajar uno es exponerse a los piquetes
inmisericordes de las guardianas. Además de deformar el rostro por la hinchazón, su aguijón es
capaz de producir fiebres, calambres, y aun después de dos días uno no se repone todavía de las
picaduras. Hay quien dice que estas avispas han sido capaces de matar un asno.
Me sorprende recordar que cuando era un niño de siete u ocho años ya me gustaba
provocarlas. En cuanto descubría un panal a mi alcance comenzaba a apedrearlo, tan sólo para que
las guerreras furiosas me persiguieran; por muy rápido que corriera algunas veces me alcanzaban y
por más que protegiera mi cara allí era donde con más gusto clavaban su aguijón. Enfrentaba el
dilema, entonces, de entrar con mi rostro hinchado al pueblo y soportar la risa burlona de quienes
N
me veían, o esperar a que anocheciera para que nadie pudiera notarlo. Pero si esperaba la noche
debía enfrentar un horror aún mayor: el camino atravesaba el cementerio y si algo me asustaba era
cruzarlo en la oscuridad. Tantas historias de muerte y muertos conocía.
Desde esa altura miraba el camino que algunas veces avanza por las cumbres de los cerros,
otras serpentea por sus costados o sus faldas y unas pocas aparece y se oculta entre sus pies. En los
arroyos que se hallan en sus bases no deja de fluir al menos un hilo de agua en la temporada de
secas, como la de estos días de cuaresma. Yo recorría ese camino. Por eso sé que antes hay que
limpiar de hojas y ramas donde uno se inclinará a beber, a riesgo de que varias sanguijuelas se
adhieran a los labios, maxilares y nariz, si uno se empina a beber sin ninguna precaución. Muchas
reses mueren de hambre y sed por estos días.
En aquella época mi padre quería irse del pueblo donde vivíamos. Había concluido su
gestión como presidente municipal y estaba cansado de que lo consultaran para cualquier asunto.
Desayunábamos y ya había tres o cuatro personas esperándolo en el corredor. Por la noche, igual,
siempre tenía visitas. A mí me gustaba escucharlos. Por mucho que me mandara a dormir yo
siempre me quedaba hasta el final. Sacudía las brasas del ocote, avivaba la lámpara de gasolina (aún
no teníamos electricidad) o prendía las velas, pero me gustaba estar allí. Sobre todo cuando
hablaban de muerte y muertos.
Un día llegaron esos campesinos de El Peñasco.
—Mire maestro —le dijeron—, queremos que usted se haga cargo de nuestra escuela.
Somos cuarenta comuneros, y si usted acepta se sumarán cinco más. Entre todos nos cooperaremos
para pagarle, una familia lo atenderá cada semana. Hemos construido una casita para que usted viva
allí de lunes a viernes y, si quiere, viene a su casa sábados y domingos. Pero si no, puede quedarse
allá. Lo atenderemos todos los días.
De su mísero bolsillo los campesinos se proponían costear la educación primaria de sus
hijos. Por propia iniciativa habían levantado un fresco galerón con techo de tejas y paredes de
tablas. Con sus propias manos habían construido las mesas y las sillas para los alumnos. Habían
elegido un lugar espléndido, un pequeño terreno plano en la loma de un cerro, que por las noches se
transformaba en el dormitorio de novillos, vacas y becerros que mansamente llegaban a rumiar.
Habían emparejado el terreno y construido una cancha de basquetbol. Con gruesos troncos hicieron
sube y bajas que nos elevaban a alturas insospechadas, y a las orillas dejaron árboles añosos donde
instalar columpios y otros juegos.
—Acepto con una única condición —dijo mi padre—: Mi hijo deberá acompañarme porque
también tiene que estudiar.
—No hay ningún problema —dijo uno de ellos—, también lo cuidaremos.
Así fue como él y yo nos fuimos a El Peñasco, una ranchería situada casi al nivel del mar,
desde donde empiezan a elevarse los cerros, colocados unos sobre otros como por la mano de un
gigante invisible, para constituir esta cordillera inmensa desde cuya cima más alta enhebro estos
recuerdos. De allí partía cada sábado por la mañana, para ir a ver a mi madre, pero por el camino
me ocurría la mar de sucesos. Especialmente en cuaresma, cuando el campo se vuelve pardo, opaco
y seco.
La cuaresma opaca II
Para Alicia Velázquez
legar a El Peñasco fue entrar en otro mundo. De las tierras altas de la sierra a la calidez
envolvente de las riberas. Del campo siempre verde al pardo revolotear del polvo en la
canícula. Del olor de la piña y el café en las alturas al suave aroma de las ciruelas y la caña dulce en
los ribazos. Ni la noche más oscura lograba borrar el resplandor de la tierra caliza sobre la que los
garrobales y el maricacao se dibujaban como sobre un impecable lienzo blanco.
No recuerdo con precisión si se trató de la primera cena, pero la tuvimos en casa de un
campesino al que sólo conocí como “el papá de Julio”. Hombre curtido y de anchas espaldas, esa
noche preguntó a mi padre si nos gustaban las macayumas. “Claro que sí”, dijo mi padre, “tanto el
fruto como los tallos”. El fruto es del tamaño de un melón pero parecido a una teta femenina
(cuando las mujeres amamantan y tienen poca leche se golpean la espalda con este fruto y luego se
lo comen, porque tienen la creencia de que eso aumentará su flujo de leche); es de color verde por
fuera y blanco y fibroso por dentro; se come asado y la pulpa se asemeja a la pechuga de pavo,
aunque tiene un sabor parecido al de los espárragos. Su tallo crece en forma de gruesas enredaderas;
éstas se cortan en trozos de quince a veinte centímetros, se cuecen en ollas de barro con una pizca
de sal, ramitos de hojas aromáticas, también silvestres y, si se puede, algunos dientes de ajo. El
resultado es un cocido cuyo delicioso sabor jamás lo imaginaron Brillat de Savarin o Paul Bocuse.
Después de cenar el papá de Julio contó que días antes había ido al puerto, allí le entregaron
un papel y quería que mi padre le explicara su contenido. Se levantó, fue a una esquina de la
habitación y de unos tecomates que colgaban del techo sacó una hojita. La desdobló con sus manos
callosas y se la extendió a mi padre. Mostraba el dibujo de un hombre que representaba a México y
levantaba un hacha para cortar el tentáculo de un pulpo llamado “Comunismo”, cuyo cuerpo se
asentaba en la isla de Cuba. “Ah, es propaganda contra el comunismo” dijo mi padre. Platicaron un
L
buen rato acerca de esto y así fue como en El Peñasco recibí mi primera lección sobre la Revolución
cubana, tan temida y admirada por esos días.
Pronto tuve muchos y nuevos amigos. Con algunos iba a pescar al Río Grande, que marca
los límites con los terrenos de San Bartolomé y San Agustín, dos pueblos loxicha, como el nuestro.
Pescábamos truchas, camarones y “chacales”, unos langostinos de agua dulce que muchos años
después volví a comer en Nueva Orleans, de los criaderos del Misisipi, y casi me hicieron llorar al
evocar ese sabor conocido en mi infancia. Otros amigos me llevaban a sus casas, rodeadas
regularmente por ciruelos, mangos y cocoteros. Eran pequeños grupos familiares que imagino se
fueron asentando en los lugares de su predilección y ahora tenían en la escuela un punto en común.
Por ejemplo, en el arroyo que pasaba al pie de la loma donde estaba la escuela vivían los
Gómez. La familia de Chico Gómez era propietaria de un cañaveral que producía las cañas más
dulces, suaves y jugosas que he probado. Más abajo vivían los Sánchez. De Antonino y su hermano
recuerdo sus frondosos y muníficos árboles de guanábana. Bastaba estirar la mano para arrancar una
que al día siguiente maduraba suave y aromática. Junto a la escuela vivían los Reyes, el papá de
Julio y cuatro hermanos más. Ellos tenían los mejores ciruelos de la región: achaparrados, con
grandes ramajes y como inoculados contra las plagas, en la cuaresma se vestían pletóricos de
colores rojo, verde y dorado; eran las ciruelas maduras que bandadas de pericos nos ayudaban a
comer, pues resultaban demasiadas para nosotros. Y ni pensar en pizcarlas para llevarlas a vender a
la ciudad más cercana, pues ésta se hallaba a dos días y medio de camino. Lo que hacían los
campesinos era cortarlas y ponerlas a secar, para así conservar su dulzura y aroma, y luego las
vendían como ciruelas secas en las poblaciones cercanas.
Hacia las tierras altas vivían los Martínez. Nunca fui a la casa de ninguno de ellos porque
eran las más alejadas de la escuela, pero los acompañé muchas veces a la loma para buscar hongos
de carnizuelo. (Cuando leí El guardián entre el centeno, de J.D. Salinger, me enteré por primera vez
del cornezuelo, el hongo parásito de este cereal; sin embargo, nada tiene que ver con el árbol
esbelto y cubierto de espinas de las tierras templadas, que yo considero sin duda mágico por las
múltiples propiedades que posee. Una de ellas es que, varios años después de muerto, alrededor de
donde se erigió su tronco aparecen en la época de lluvias unos hongos que crecen cual si fueran
dedos y manos de alguien que se esforzara por salir de entre la tierra. Su consistencia es realmente
la de unos jugosos trozos de carne, pero de un color blancuzco y con un aroma y sabor tan sublimes
que cualquier comparación resulta inadecuada. Pero tiene muchas otras virtudes el carnizuelo, de
las cuales hablaré después.) También buscábamos huevos de codorniz y, de ser posible, las
atrapábamos. Leyendo a Jacques Soustelle descubrí que unas aves encopetadas, que la gente de por
aquí llaman cocoxtles, son en realidad un tipo de delicioso faisán cuando se le come asado. Parecen
tan fáciles de cazar porque prefieren huir corriendo antes que volar, así que eran un blanco fácil
para nuestras hondas.
Hacia el oriente vivían más familias. De allí venía un par de hermosas muchachas a las que
nunca me atreví a molestar y sólo recuerdo el nombre de una de ellas: Sirenia. Hace pocos años
acudí a un baile público porque dos de mis ahijados concluían su ciclo escolar. Quien animaba la
fiesta formaba las parejas; primero elegía a las ancianas para bailar con hombres de cualquier edad,
porque de otra forma nadie las sacaba, todos preferimos a las jóvenes. Así que cuando me presentó
con una apacible matrona como de sesenta años, bailé gustoso y complacido con ella. Sólo un rato
después, alguien, enterado de que yo había estudiado en El Peñasco, se acercó a preguntarme con el
aire de quien revela un misterio: “¿Sabe con quién acaba de bailar?” No, le respondí. “Con Sirenia,
su antigua compañera de escuela”, me dijo con voz queda. “¡Ah, el desamparo que provocan los
años!”, pensé, mientras la miraba y recordaba a esa hermosa joven de trece o catorce años que
conocí.
Hacia la juntura del río (así se denomina donde se unen dos o tres corrientes), en los límites
de los terrenos de San Bartolomé y San Agustín, vivía la familia de Otilio, un muchacho muy
inteligente que llegó a ser presidente municipal (varios alumnos de mi padre lo fueron; además de
Otilio recuerdo a Constantino, Crispín y Julio). Con él aprendí a nadar en una enorme y transparente
poza que se formaba cerca de su casa. Después Otilio estudió para profesor, trabajó como tal y
participó en los movimientos magisteriales; finalmente lo arrasó el alcohol; tal vez mucho tuvo que
ver en ello la presencia de los militares en la región, cuando persiguieron al Ejército Revolucionario
del Pueblo, una organización guerrillera que se hizo eco del levantamiento zapatista en 1995.
En una choza cercana a la escuela vivía un hombre solitario que despertaba las más variadas
historias en mi imaginación. Era un anciano como de setenta años, vestido siempre con calzón de
manta y camisa blanquísimos. Lo veía deambular de su casa al patio y algunas veces bajar al pozo
de agua; nadie le hablaba ni él conversaba con ninguno. Sólo sabía su nombre: Eulogio, e
imaginaba que era un matón retirado, o alguien que se había escondido en esa región remota para
olvidarse del mundo. Solía encerrarse en su cabaña cuando los alumnos salían al recreo y aparecía
muy temprano o cuando ya todos se habían ido a sus casas por la tarde. Un día se acercó tembloroso
hasta donde desayunábamos, llevaba un jarro y dos pocillos de peltre blancos. Mi padre se levantó
de inmediato para encontrarlo porque avanzaba con dificultad. Vi que su intención era invitarnos
una taza de lo que llevaba en el jarrito, pero mi papá se lo agradeció y le mostró que justo en ese
momento desayunábamos. Eulogio insistía y mi papá se negaba hasta que pudo convencerlo y lo
acompañó de regreso a su vivienda.
Uno de los árboles más frondosos que rodeaba el amplio patio de la escuela era un jícaro.
Por las noches llegaban a cantar y vigilar entre sus ramas unas enormes lechuzas de plumas gris
perla, “pedreadas” les decía la gente. Las conocía muy bien porque en los primeros días, cuando
llegamos, apareció caída una ya muerta bajo el árbol y la pude observar con calma. Era casi tan
grande como un pavo, su pico durísimo y curvo, y unos ojos enormes y redondos que se negaba a
cerrar aun muerta. Bajo este jícaro también llegó a trabajar un carpintero. Puso su banco de madera,
trajo su garlopa, su cincel y serruchos y se puso a desbastar gruesos troncos de maderas preciosas.
Nunca he escuchado conversar a nadie con tal sabrosura y gracia como lo hacía este hombre que
labraba yugos, escaleras, sillas y unas toscas mesas que seguramente las armaba para durar siglos.
Desde entonces adquirí también el gusto por acariciar la madera pulida y sobre todo por aspirar el
aroma de la caoba, del cuachipil y el huanacaxtle.
Si en el día el bullicio de los alumnos mantenía el patio libre, por las tardes y noches
pertenecía por entero a los animales. Aún me sigue admirando que el ganado busque siempre un
terreno plano donde echarse a rumiar por la noche; allí arribaban hermosas vacas con sus vivaces
becerros, acompañadas por unos impresionantes toros de enormes cuernos que caminaban con gran
majestuosidad. También llegaban asnos, mulos y algunos caballos. Los campesinos estaban tan bien
organizados que a primera hora pasaban a barrer y recoger el estiércol dejado por los animales. Lo
hacían con gusto pues además de que se alternaban semanalmente para ésta y otras tareas, el
estiércol del ganado que juntaban era el mejor abono para sus huertos. Y mi papá lo agradecía, pues
el patio estaba limpio para la clase de gimnasia que ningún día dejó de impartir a sus alumnos por
las mañanas. Algunos padres se acercaban sonrientes a mirar, pues es muy probable que no
entendieran esos movimientos de brazos, piernas y tórax, pensando que bastaba con subir el primer
cerro para hacer el mejor ejercicio.
Uno de mis pasatiempos favoritos cuando me quedaba solo era elegir un toro y colgarme de
su cola. Aprovechaba que estos animales patean lateralmente, no hacia atrás como los mulos, para
colgarme de sus colas y obligarlos a arrastrarme por el patio. Como si entendieran que se trataba de
un juego, me obedecían mansamente.
No obstante las aventuras, la belleza de la región y los nuevos amigos con los que convivía,
extrañaba a mi madre. Tendría unos seis o siete años. Algunas noches claras de luna me sentaba
junto a un árbol y miraba el silencioso astro, imaginando que tal vez mi madre también lo estaría
contemplando en esos momentos y algo me consolaba. Quería mucho a mi padre, vivía contento
con él, pero necesitaba a mi madre; más aún cuando al atardecer el melancólico piar de algunas aves
que buscaban las umbrías frondas para dormir detonaban mi tristeza.
Por eso no había alegría mayor que los viernes por la tarde, cuando partíamos de este rincón
feraz al concluir las clases. Montaba en mi desgarbado caballo y comenzábamos el ascenso; mi
padre nos seguía detrás con un mulo que cargaba nuestras cosas. En cuanto encumbrábamos un
cerro y seguíamos por el espinazo de la montaña, me gustaba mirar el horizonte: los violentos tonos
rojizos y anaranjados que se producen cuando el sol parece hundirse generan en verdad una
sensación de muerte; las nubes parecen estallar en mil fragmentos, como si una enorme explosión
las hubiera partido en trozos minúsculos para dispersarlas sobre las montañas. ¡Cómo no iban a
imaginar nuestros antepasados que el sol moría atravesado por las saetas del flechador del cielo!
Más adelante, cuando las sombras se hacían más oscuras, el lamento de la potzoaca me confirmaba
esta sensación. La potzoaca es un ave nocturna que gusta revolotear por el camino, delante de los
caminantes, lanzando un graznido lastimero que parece decir: “¡Caballero, caballero!”
Cuando por alguna razón mi padre se debía quedar, yo me iba solo, pero entonces partía los
sábados por la mañana y me iba caminando, no se me permitía ir montado. Nunca faltaba que
encontrara a un condiscípulo por el camino. Íbamos jugando y platicando, pues ellos también iban
al pueblo a comprar jabón, panela o cualquier otra mercancía. Mi broma favorita era preguntarles si
querían aprender a escribir bien –aún usábamos el tintero y las plumillas de metal y todos
intentábamos tener bonita letra–. Si mi compañero respondía afirmativamente, lo convencía de lo
fácil que era lograr una letra perfecta realizando un pequeño truco; él se quedaba incrédulo de lo
que le platicaba y, mientras, yo buscaba por el camino el lugar para completar la broma. Esto
sucedía cuando descubría unos pequeños montículos de tierra suelta. Le pedía disimuladamente que
mirara hacia otro lado mientras lo acercaba al montículo y le preguntaba si estaba listo para
aprender a escribir bien. “Estoy listo”, me respondía ansioso. Entonces le pedía que cerrara sus ojos
y que me dejara guiar sus manos. Yo agitaba rápidamente el montón de tierra y millares de
pequeñas hormigas negras se revolvían furiosas. Le pedía a mi compañero que, sin abrir sus ojos,
posara suavemente sus manos sobre ese tapete viviente; las hormigas son tan pequeñas que al
principio ni se sienten y mientras no se las sacuda no hacen nada, pero en cuanto trepaban por sus
brazos el aprendiz de escribano sabía que algo estaba mal. Abría los ojos y, asustado, se las quería
quitar a manotazos, y entonces las hormiguitas picaban furiosas. Era el precio a pagar para tener una
bonita letra.
Cuando iba solo y encontraba mujeres simulaba que tenía ataques. Ponía los ojos en blanco,
me sacudía, me tiraba al suelo, me convulsionaba y revolcaba hasta que alguna empezaba a gritar y
a llorar preocupada. Sólo entonces detenía mi actuación, me ponía de pie, me sacudía el polvo y
echaba a correr porque más de alguna vez me siguieron a pedradas.
Algunos campesinos me miraban como a un verdadero chaneque. Otros, que ya me
conocían, sacaban jícamas, trozos de caña o naranjas y me invitaban. Los acompañaba un rato e iba
contestando a sus preguntas: “¿Por qué solo, Nueé? ¿Por qué no vino tu papá? ¿Quedó el viejo solo
en el rancho? ¿En qué año estudias?” En cuanto veía un panal, me quedaba rezagado para poderlo
apedrear y provocar a las avispas. Me gustaba que me persiguieran, furiosas, y era una satisfacción
lograr evadirlas, aunque casi siempre me alcanzaban. Después seguía mi camino. Me gustaba que
mi madre me viera llegar solo, sano y salvo.
La poesía en los árboles
ba a titular este texto “Los árboles en la poesía” para reseñar cómo todo gran poeta o escritor
tiene en su obra poemas, cuentos, algún capítulo o un libro entero dedicado a un árbol, ya sea
como personaje o tema principal, como elemento inspirador o simplemente como motivo que da
cauce a la historia. Sin embargo, al conversar con La Maga y decirle que me gustaría llevarla a mi
tierra para que conozca mis árboles, su belleza, sus propiedades y mitos, y al reflexionar en que tal
vez mucho del daño que hemos infligido al medio es porque no nos hemos educado en el
conocimiento y el amor hacia la naturaleza, prefiero referirme llana y directamente a algunos de
estos seres silenciosos, imperturbables y generosos, sin los cuales la vida de los humanos
simplemente no sería posible.
Mi infancia, por ejemplo, está atada a mi memoria por dos enormes macahuites, un mulato
y un primavera que rodeaban frondosos la parte frontal del rancho donde comienzan mis recuerdos.
El macahuite (muchos años después descubrí que su nombre significa “madera hambrienta” en
náhuatl, porque con sus troncos se hacían las mortíferas macanas de los guerreros aztecas) es una
especie de corpulenta higuera silvestre. De hojas lisas y duras, parecidas a las del hule, cuyas raíces
levantan las banquetas en la ciudad (hecho que se debe considerar al plantarlos), se diferencia de
éste porque sus hojas son más pequeñas, verdes, y da un fruto redondo del tamaño de una ciruela
(una variedad de higo, en verdad) que los murciélagos y yo nos disputábamos golosos.
Pero no sólo eso. En sus enormes ramas, que no crecen verticales sino apuntando al
horizonte, las aves domésticas tienen un dormitorio seguro; escondidas entre la fronda y dormidas
sobre las ramas más altas, difícilmente una zorra las puede sorprender. En las épocas de sequía,
cuando el campo yermo se cubre con una mortaja parda, las vacas se acercaban hambrientas al
rancho y mi hermano subía con un machete a cortar las puntas de las ramas, las partes más tiernas y
frondosas. Así salvaba a los rumiantes del hambre.
I
Y qué decir de mis juegos. Nunca he tenido columpio más hermoso ni enorme como la
cuerda que mi padre ató a una de las altas ramas del árbol: parecía que volaba y que podía cruzar el
arroyo si me lo proponía. Pero aún no terminan ahí sus dones y beneficios. El macahuite es también
un criadero de hermosas y enormes arañas verdes, panzonas y redondas, que se comen con la mayor
naturalidad en la región. Fácilmente llenaba un cuenco con casi un kilo de ellas buscando entre las
ramas, que luego mi mamá doraba sobre el comal para así devorar unos tacos de deliciosa proteína.
Siendo ya adulto, invité en una ocasión al fotógrafo Héctor García a ese rancho y le pesqué
suficientes arañas que él degustó con fruición. (No olvidemos que Héctor García fue el fotógrafo de
Los indios de México, la monumental obra de don Fernando Benítez.)
Frutero, gallinero, forraje para el ganado, columpio, reservorio de comida, aun muerto el
macahuite seguía proporcionándonos bienestar: en la época de lluvias, de sus ramas semipodridas
surgían unas suaves y deliciosas setas blancas que se pueden comer en un mole amarillo, en un
caldo más reparador y delicioso que el de gallina, o simplemente asadas. Y qué decir de su sombra,
del armonioso paisaje que creaba con su fronda siempre verde, y de la música que interpretaba a trío
con el viento y las vainas secas del tepehuaje que se arrastraban por el suelo. ¡Cómo no quererlos y
defenderlos!
El mulato es un árbol con una fina cascarilla roja, que se cae con simplemente pasar la
mano por encima del tronco. Esa delgada y frágil capa es como el demasiado maquillaje que usan
algunas mujeres y sirve sólo para darle su coloración roja superficial, porque por debajo es verde.
Muchas veces vi tumbar novillos, vacas o caballos con alguna parte de su cuerpo agusanada por una
herida infectada; entonces allí vertían chorritos de agua roja en la que se había cocido un poco de
corteza del mulato. Con esa infusión los gusanos morían, la herida se limpiaba y desinfectaba y
pronto cicatrizaba.
Del primavera, además de ser un árbol bello, que crece muy alto, con sus troncos siempre
rectos, se aprovecha su excelente y resistente madera, y uno también se solaza con los racimos de
flores con que se viste durante la estación que le da nombre. (Por otra parte, Jacquelino, un peón
que trabajaba para mi padre, me hacía con ramas de primavera los trompos más hermosos y
perfectos que he tenido.) Recuerdo muchos árboles más, algunos únicos por su hermosura, otros por
su utilidad o por sus increíbles propiedades, y algunos más por los placeres que me proporcionaron
durante mis años infantiles.
En 1983 pude entrevistar a Julio Cortázar. Lo admiraba tanto que a la hora de redactar la
entrevista y entregarla para su publicación me bloqueé, cualquier arranque me parecía mediocre e
indigno para un escritor de su talla. Leía por esos días Guerra y paz, de Tolstói. Así que cuando
llegué al capítulo donde el príncipe Andrei Volkonski se detiene a contemplar un enorme y viejo
roble, con el que se identifica por su agotamiento y vejez, encontré la solución: Cortázar era como
Volkonski, Cortázar era ese viejo roble que, añoso y casi seco, renace carnoso y umbrío, “extasiado
inmóvil bajo los rayos de sol en la primavera”, demostrando que la vida no termina a ninguna edad.
Y así arranqué la entrevista.
Pienso que hemos podido soportar el desastre y nos reconciliamos con la ignorancia y la
estupidez humanas cuando leemos los poemas que Octavio Paz, por ejemplo, dedicó al chopo o al
maguey, Antonio Machado “A un olmo viejo”, José Hernández al ombú, o recordamos que en la
antigüedad la encina le estaba consagrada a Zeus, el olivo a Atenea y el mirto a Afrodita, por
mencionar algunos dioses y sus árboles. Por desgracia, lo sagrado se ha ido de nuestras vidas.
¿Conocerá la gente los nombres de los árboles con los que convive en la ciudad? ¿Podremos hacer
que renazca el amor y el respeto hacia la naturaleza?
Debemos.
El alma de los animales
dvierto en la mirada de mi perro, que me observa, algo más que los ojos indiferentes de un
animal que sólo mira. Percibo concentración, atención, una mirada casi humana que se (me)
pregunta: ¿Por qué no me habla(s)? Así que le sonrío, voy y acaricio su cabeza y él, agradecido, se
va a echar satisfecho al sol.
Me pregunto si con respecto a los animales no estamos como los europeos “cultos” del siglo
XVI en relación con los indios, que se cuestionaban si tenían alma. No tengo la menor duda de que
los animales sí la tienen, porque a cada rato me dan pruebas de ello. Mis dos perros se “apenan”
cuando expulsan sus desechos, y el padre siempre viene a avisar, no importa si lo hizo él o su hijo;
en alguna ocasión, que lloraba, él vino y subió sus dos manitas a mis rodillas, mientras movía
amistosamente su cola, como diciéndome que estaba allí, conmigo, y me preguntaba qué podía
hacer; cuando voy a dormir dejo la puerta entreabierta porque siempre va a “revisar” que todo esté
bien y sólo entonces él se va a dormir.
Conservo entre muchos recuerdos de mi infancia tres que me confirman los sentimientos de
los animales.
Tenía alrededor de seis años cuando encontré por el camino a un polluelo de pavo
(coconitos, les decimos). Seguramente se salió de algún canasto y quien lo llevaba no se dio cuenta.
Por eso lo recogí y lo llevé a casa. Le daba maíz molido, le pescaba chapulines y así fue creciendo.
Cuando se volvió un señor pavo yo corría en círculos delante de él y, si giraba a la izquierda, él
extendía majestuosa su ala derecha; si giraba a la derecha, recogía esa ala y extendía entonces la
izquierda. Y así nos divertíamos durante horas.
En algún tiempo fui pastor. Cuando por las tardes regresaba cansado con todo el rebaño,
separaba a dos chivatos (así llamamos a los chivos viejos, que hacen de sementales, tienen una
A
enorme barba e impresionantes cuernos) y los alineaba uno con otro; después pasaba una a una mis
piernas sobre sus cuellos y mis brazos sobre sus lomos, y así me llevaban cargando hasta su corral.
Al llegar se mantenían unidos, como pidiéndome que no me bajara.
Pero la historia más bella que viví fue con el Canelo, un caballo de ese color, alto,
desgarbado, de enormes y anchas pezuñas, que parecía cruzar las patas cuando caminaba. Sin
embargo era muy bueno, con él anduve la sierra, viajé a la costa y fui muchas veces al valle. Dos
veces salvó mi vida. En la primera yo tendría seis años y acompañaba a mi padre. Pasábamos por un
desfiladero, yo iba montado en el Canelo y de su silla iba atada una mula. Tal vez ella comió una
hierba venenosa, tal vez le dio un ataque o le atrajo el vértigo del desfiladero, pero a la mitad
simplemente se dejó ir al abismo. Mi caballo resistía, resollaba e inclinaba trompa, lomo y cuello
para no levantar las patas delanteras y dejarse arrastrar. Yo no sabía qué hacer, mi papá se había
quedado atrás y la mula seguía jalando con su peso. El instinto de sobrevivencia me hizo saltar,
justamente cuando el Canelo y la mula rodaban hacia el abismo levantando una polvareda. Cuando
mi padre llegó y se dio cuenta de lo ocurrido, me abrazó, mirando hacia abajo. Después
descendimos, la mula estaba muerta y el Canelo agonizaba. Le quitamos la silla, mi papá trozó los
arreos y allí lo dejamos, para que acabara de morir.
Pero sobrevivió. Dos meses más tarde alguien le avisó a mi papá que su caballo vagaba por
el Cerro Gigante, así que fue por él.
Tiempo después viajamos a la costa. Íbamos cruzando un gran río cuando nos sorprendió la
creciente,* que arrastra troncos, árboles, basura, animales muertos y arrasa todo lo que se atraviese a
su paso. Mi papá ya había alcanzado la otra orilla con los animales cargados de maíz y desde allí me
*La creciente se produce cuando llueve en la sierra y los ríos de la costa reciben repentinamente enormes
masas de agua, que empujan todo lo que se atraviese en su camino. A veces se percibe un ruido horrísono, el agua se enturbia, y entonces hay que regresar o atravesar rápido el río. Todo lo que queda a la mitad simplemente es arrasado.
hacía señas de que regresara. Inteligente, el Canelo se dejó llevar un poco por la creciente hasta
chocar contra un muro de rocas; en el reflujo que allí se formaba pudo nadar y llegar a la orilla.
Dejé el campo para venir a estudiar a la ciudad; en las vacaciones regresaba y allí seguía mi
caballo. Durante la secundaria me propuse no ir hasta que la concluyera. Así que lo primero que
pregunté después de tres años que no iba, fue por él. “Lo solté, lo dejé libre para que muriera, ya
estaba muy viejo”, dijo mi padre. “¿Lo encontraré?” “No te va a reconocer, hijo, los animales libres
se vuelven muy ariscos”.
Pero fui a buscarlo. Me dio mucha alegría reconocer sus huellas, inconfundibles, por el
arroyo donde ramoneaba. Cuando lo hallé más adelante le grité: ¡Canelo! Paró sus orejitas, me miró
y no se movió cuando me acerqué. Dejó de masticar cuando abracé su enorme cuello. Lloré un buen
rato con él, y esa fue la última vez que lo vi.
Una tarde con Rufino
n el cruce de dos caminos, a unos pasos del cementerio, el ingenio de un paisano lo inspiró
para levantar una tiendita. Alejado del pueblo y bajo unos frondosos árboles de mango, el
astuto comerciante advirtió que después de un entierro o al final de un novenario siempre tendría
una clientela segura y nutrida: ¿quién no apetece una refrescante cerveza después de nueve bárbaras
noches de rezos, o al final de una velada de llanto y dolor en la que también se ha derramado el
mezcal? Así que todos los deudos, al finalizar los rituales de despedida en el cementerio, pasan a
tomar sus cervezas mientras los niños y las mujeres se adelantan a volver a casa.
Y al regresar del campo, con ese calor sólido de la tarde que parece inmovilizar cualquier
corriente de aire, qué oportuna resulta la tiendita bajo la frescura de las ramas. Allí me detuve con
mi sobrino a beber una cerveza. Platicábamos contemplando la alta sierra, hacia el norte, cuando
por el camino de San Baltasar apareció Rufino. A pesar de los años y de sus daños, pude
reconocerlo. Él y Jacquelino (juro que así se llama) fueron peones de mi papá en una de las épocas
más felices de mi vida. Junto con mi hermano mayor y otros peones preparaban la tierra, la
sembraban, la limpiaban, y al finalizar la cosecha seguían con el café: pizcarlo, limpiarlo, secarlo y
llevarlo al punto de venta. Eran trabajos que consumían tres o cuatro meses y con ellos y otros
quehaceres se iba el año.
Rufino y Jacquelino eran medios hermanos, muy distintos entre sí. Jacquelino tenía una
cara redonda y una boca ancha que parecía más grande porque siempre que uno le hablaba lo
hallaba sonriente. Rufino era sombrío, de rostro alargado, ojos pequeños y un poco más alto. Yo
veía en ellos la personificación de la línea recta y el círculo. Pero ambos eran amables y serviciales.
Jacquelino me hacía unos hermosos trompos de madera de guayaba o de primavera; su reto
consistía en hacer que cada uno “durmiera más” (es decir, que se quedara más tiempo inmóvil sobre
su eje). Los dejaba compactos, pulidos y exactos, y era un gusto oírlos zumbar.
E
Rufino me mira y dice: “Uyyy, ¡cómo has cambiado! Te recuerdo chiquitito. Así nomás”, y
hace el ademán con el que uno indica el tamaño de un perro. Me da risa y gusto escucharlo mientras
bebemos cerveza. Él habla el zapoteco de esta región así que es un placer oírlo decir: “Voy bish”,
para avisar que va a orinar. “¿Cómo dices cuando te vas a dormir?”, le pregunto. “Voy meme”,
responde. Así habla, mezclando el español con el zapoteco.
—¿Te acuerdas de aquella vez, en San Miguel? —pregunta.
—Cómo no —le respondo—. Mi papá me bajó del caballo, me sentó sobre sus hombros y
caminamos el resto de la tarde y muchas horas en la noche hasta llegar a los linderos de Santa
Catarina. Fue hasta llegar al rancho de un paisano, en Cerro Flores, que descansamos un rato. Allí te
esperamos.
—Los pinches migueleños se lo querían tronar.
—Entonces, ¿fue cierto? —le pregunto. Y recuerdo como entre brumas la sierra, los pinos y
encinos blancos bajo los que pasábamos corriendo. Mi papá sudaba y yo me aferraba al cuello de su
camisa. No íbamos por el camino sino por entre el monte, huyendo yo no sabía de qué.
—Fue cuando él andaba peleando por los linderos del pueblo —me aclara Rufino—. Vimos
cuando tres migueleños iban con los rifles por la loma, querían agarrarnos por detrás. Entonces tu
papá me dijo: “Arreas los animales y te vas con calma. A ti no te harán nada. Es a mí a quien
quieren”.
Sí, lo recuerdo y entiendo bien ahora. El eterno problema de los linderos de los pueblos, que
han provocado muertes, venganzas y persisten a pesar de que hoy ya no se vive en el aislamiento,
como en aquellos años. Mi padre era el representante de los bienes comunales y enfrentó
temerariamente a los tres pueblos con los que el nuestro tenía problemas por sus límites. Fue una
tarea ardua, peligrosa, que requirió una resolución presidencial para dejar bien establecidas las
colindancias. A todos benefició, porque se solucionó un problema de varias generaciones.
Vagamente recuerdo la angustia de ir corriendo entre el monte, sentado sobre los hombros
de mi padre. Él me pedía que me agachara para que no se me fuera a clavar alguna rama en los ojos.
Tendría unos cuatro o cinco años. Llegamos a un rancho, donde un hombre se levantó, preparó café
y sacó un viejo rifle. Luego apagó la luz y así bebimos el café y comimos un pan. Mirábamos hacia
el camino por las rendijas que las paredes tenían, hasta que después de dos horas vimos llegar a
Rufino con los animales. El hombre le dijo a mi padre que nos quedáramos; nadie a esa hora se
atrevería a seguirnos y, por otra parte, ya estábamos preparados. Yo me caía de sueño, creo que me
dormí un rato porque sólo desperté cuando me volvían a montar sobre el caballo. Mi padre decidió
que continuáramos hasta la casa. A partir de ese lugar todo es descenso. Era ya la madrugada y en la
lejanía se oía cantar a los gallos. Montado, presencié uno de los más hermosos amaneceres de mi
vida, porque hacia el oriente se alcanzaba a ver sólo el horizonte lejano, así que pude ver cómo el
alba iba derramando sus colores para iniciar un nuevo día.
Pido otras cervezas y prefiero platicar de otros temas: le pregunto a Rufino qué sabe de esas
piedras labradas y figurillas de barro que se encuentran en las altas cumbres (“Son cosas de los
antiguos” dice); cómo se estableció La Cofradía (“Eso lo decidió el cura”, explica, “era una chulada
de terrenos y ganado que abundaban por allí”); dónde estaba antes este pueblo (“Somos
descendientes de dos pueblos”, ríe: “De San Bernardo y Santo Tomás”); de dónde venimos; cómo
vivían los de antes… Me explica una vieja canción, de la que yo sólo conocía su melodía, que habla
de una competencia para agarrar conejos vivos, y cómo los “antiguos” podían correr y saltar de un
cerro a otro.
Me doy cuenta que Rufino es el sobreviviente de un pasado remoto. Me admira la magia de
sus relatos, su forma de hablar y, a pesar de que bebemos cervezas heladas y que una bombilla
eléctrica se ha encendido, percibo que lo antiguo palpita junto a mí. Y sólo por escuchar a Rufino
esta tarde fue única, pienso, cuando nos despedimos.
Un relato de sangre y sombras
1
Cuánto tiempo se necesita para conocer a una persona? ¿Qué se requiere para lograr hacerse
conocido, aceptado y aun volverse entrañable? ¿Cuánto se debe vivir para decir: “he tenido una
vida”? Hace algunos días recibí una carta de mi hermana, donde me comunicaba la muerte de un
hombre que conocí durante mi infancia. A pesar del poco tiempo que conviví con él, tal vez dos
años, o menos, para mí representó una época completa. Fue un buen amigo, me protegió, me regaló
varias enseñanzas, empezó a prepararme para un tipo de vida que suponía yo llevaría y, a pesar de
todo, nunca lo conocí realmente. Creía saber algo de él, pero cuando intentaba situarlo se
desvanecía como las sombras del amanecer. Quise algunas veces hacer su retrato para presentarlo a
mis amigos, y su historia se difuminaba, parecía carecer de todo referente preciso. Su persona, al
igual que su presencia en aquel entonces, quedaba siempre en la penumbra; pero si el recuerdo de su
persona se perdía entre las brumas y sus orígenes resultaban inciertos, la imagen que me dejó
siempre fue nítida, precisa, como plantada con hondas raíces en mis recuerdos.
Cuando trabajaba como periodista, muchos años después, se me encomendó entrevistar a
una antropóloga francesa que había escrito sobre el culto a una virgen católica en las estribaciones
de la sierra. Como otros varios casos, el fervor y la devoción que despertaba se debían sobre todo a
la identificación inconsciente que la gente hacía de ella con una deidad prehispánica adorada en
aquel mismo lugar. La antropóloga había presenciado y recogido los rituales de esta singular
advocación de la virgen María, logrando un relato que describe cómo misticismo, paganismo y
fanatismo se entrelazan en las imploraciones y en su adoración. El libro revela un mundo
alucinante, rayano en la locura, digno de ser conocido por sí solo. Así que antes de entrevistarla
debí acudir al lugar para constatar los hechos descritos. Llegué al poblado, renté una habitación en
¿
un hotelito y al otro día, temprano, caminé hacia el cerro donde la antropóloga hizo sus
observaciones.
Fue un espectáculo que en nada desmereció a lo descrito por la estudiosa: hombres llorando
arrodillados frente a una mazorca de maíz; mujeres que arrullaban un pedazo de tronco envuelto en
sábanas y lo mecían en sus brazos; jóvenes besando una bruñida piedra de río a la que dirigían
dulces y apasionadas frases; negros que hablaban a una iguana verde a la que previamente habían
liberado de sus ataduras, y reprendían y conducían por un camino dibujado en el suelo para que por
allí avanzara, como si fuera un animal doméstico; mujeres hincadas y orando compungidas ante un
sombrero sostenido por un tronco clavado en la tierra; hombres con los ojos cerrados que abrían sus
brazos en cruz para dirigir reproches a un oyente imaginario en el horizonte; niños llorando a gritos
porque sus padres los azotaban con ásperas ramas mientras pedían a invisibles espíritus que los
perdonaran... Me senté fatigado bajo un árbol, aturdido por tantas visiones extravagantes y
lastimeras que veía en ese cerro conocido como “Del Pedimento”. Para mejor olvidarlas regresé a la
población donde se halla el templo al que después acuden todos los peregrinos.
Entré a beber cerveza en uno de los múltiples tendajones del lugar, y al poco rato llegaron
un cantante ciego y una muchacha. El hombre tendría unos sesenta años, cantaba las canciones
como si las declamara, pero no por eso desmerecían en ritmo y alegría las melodías arrancadas a su
vieja guitarra. La muchacha, como de doce o trece años, miraba en silencio hacia ningún punto y
sólo al finalizar la canción parecía reaccionar y pasaba un viejo sombrero por entre quienes
bebíamos, para recoger algunas monedas. El hombre tocó y cantó el Alingo lingo, El toro rabón, El
negro de la costa, el Paso de la canoa y varias otras canciones que yo disfrutaba realmente. De
pronto, la muchacha lo guió hacia el rincón donde estaba y el ciego empezó a cantar el corrido de
un asesino apodado La Onza, en el que reconocí de inmediato algunos hechos de los que aquel viejo
amigo de la infancia había sido autor. Puse en el sombrero todas las monedas que traía y pedí que lo
cantara otra vez. El corrido describía el sigilo con el que el asesino se movía, la velocidad y el filo
de su machete, su carácter taciturno, el hecho de que nadie lo viera nunca dormido, y celebraba la
impasibilidad de su cara cuando mataba o cuando algunas veces estuvo a punto de morir. Tenía
como estribillo las siguientes palabras:
Había en su mirada
El destello de la onza
Dicen que si te miraba
Tu cuerpo se agarrotaba.
“¡Vaya!”, pensé, “éste es el regalo que nunca se me hubiera ocurrido pedir en el cerro. ¡En
dónde vengo a escuchar y a enterarme de quién era Avendaño!” Pregunté al cantante si conoció al
hombre del que hablaba el corrido y quién lo había compuesto, pero nada sabía.
—Lo cantan los del conjunto Brillo de Sol —intervino la muchacha—, de ellos lo aprendió
mi abuelo. Pero no sabemos quién lo compuso.
Los demás parroquianos empezaban a verme molestos por tantas veces como pedía el
corrido, así que memoricé los detalles esenciales y me retiré del lugar. Con ellos, con algunas
noticias de la carta de mi hermana y los recuerdos que conservo de aquel hombre, pude armar esta
historia.
2
Llegó por la tarde, a esa hora en que las sombras tenues de la noche aún no logran borrar del todo el
resplandor del ocaso. El mortecino palpitar de la luz agonizante todavía iluminaba las partes altas
del poblado, y su reflejo me permitió vislumbrar a un hombre delgado, de estatura regular, como de
cuarenta años, que se acercaba adonde separábamos el café; su equipaje lo componían una abultada
red de ixtle colgada de su hombro derecho, un gran machete guardado en su funda bajo el brazo del
mismo lado, una bolsa de manta sujeta a su espalda, y una varita que llevaba distraídamente en su
mano izquierda. Se notaba que era zurdo.
Saludó de manera comedida y alargó la mano para decir:
—Aquí le traigo unos cangrejos. Me envía Filadelfo, él me dijo que lo podía buscar en este
pueblo.
—Trae una silla para el señor —dijo mi padre, y yo corrí por ella.
—Así que vienes del puerto —afirmó preguntando mi padre—, dime, ¿cómo está el tiempo
por allá?
—Por ahora llueve mucho —respondió el hombre. Contó que en dos pasos del río tuvo que
cruzar ayudado por unas cuerdas, y en el tercero, el más amplio, debió esperar una tarde y parte de
la noche para que la creciente bajara un poco.
—Los cangrejos los atrapé en Paso Ancho —dijo—; salieron tantos después de la lluvia,
que el camino parecía un tapete movedizo —deslizó de la red una olla de barro y me la entregó. Era
pesada; adentro los cangrejos se movían con un sonido sordo.
—¿Y qué te trae por aquí?
—¿Sabe? Busco trabajo. Filadelfo me dijo que usted me podría ayudar, piensa que soy la
persona que usted necesita.
Mi padre se quedó inmóvil, sosteniendo unos granos de café en sus manos; los miraba
fijamente, sin preocuparse por vaciarlos en el canasto, indicio de que se concentraba en sus
pensamientos. Filadelfo había sido su secretario cuando él fue presidente, y era además su ahijado.
Nunca he conocido hombre más fiel, atento y respetuoso. Cuando mi padre propuso acabar con el
aislamiento de la región y romper la montaña, construyendo una carretera, Filadelfo siempre estuvo
a su lado. Durante los enfrentamientos con quienes se oponían a este proyecto, que consideraban
descabellado e inútil, Filadelfo lo apoyó para contrarrestar esa influencia inmovilizadora y la
resignación de quienes cedían ante la fatalidad; encabezó los trabajos para abrir la brecha,
asistiendo él primero con sus numerosos hermanos. Fueron años difíciles y agotadores, en los que
afloraron las pasiones más diversas que trae consigo una empresa de este calado: resentimientos,
envidias, suspicacias, aunque también firmeza, solidaridad y lealtad. A pesar de mis pocos años de
aquel entonces, yo adivinaba que Filadelfo encarnaba las últimas. Cuando mi padre terminó con su
responsabilidad y la carretera era un hecho —habían entrado los primeros camiones a estos pueblos
olvidados de la montaña—, Filadelfo emigró a la costa. Allí vivía ahora, pero nunca perdió el
contacto con su padrino.
—Pasa a tomar algo y descansa. Mañana hablaremos —dijo mi padre al hombre, y me hizo
el ademán de que lo condujera a la cocina. Me daba cuenta de que no quería conversar más, estando
yo allí presente, pero intuí que él se quedaría.
Al otro día, muy temprano, me dio la primera sorpresa. Como aún no teníamos agua
entubada, había que ir por ella a la pila. Cada uno traía la que podía, dependiendo de sus fuerzas:
una cubeta, dos, un cántaro grande. Era un trabajo difícil porque había que subir con los recipientes
llenos y pesados. Por eso aprovechábamos también para lavarnos y peinarnos junto al estanque.
Pues bien, esa mañana ni uno solo de los objetos con que acarreábamos el agua quedaba vacío.
Todos estaban repletos, incluso la pileta junto al lavadero, como si la hubiera llenado para que
hiciéramos ahí nuestras abluciones. ¿A qué hora lo hizo? ¿Cómo terminó la conversación y qué
acordaron él y mi padre después de que me fui a dormir?
—Llámale a Avendaño para que venga a desayunar —me ordenó mi padre. Así supe cómo
se llamaba, mejor dicho, cómo decirle, porque Avendaño nunca me pareció su verdadero nombre,
pues nunca lo conocí completo. Fui por él al bramadero, donde recogía diligentemente el estiércol
de los animales, que utilizábamos como fertilizante para los cafetos.
Cuando entró en la casa y se sentó a la mesa pude observar que se había aseado y se había
puesto una camisa limpia. Comía sin hacer ningún ruido, sin que se notara el movimiento de sus
manos ni los de su boca. Cuando mi madre quiso servirle otra porción, él dijo que así estaba bien y
dio las gracias. Ante la insistencia sólo aceptó un poco más de café, pero sólo eso. Mucho antes de
que termináramos él ya se ponía de pie, daba las gracias y le decía a mi padre que iba a afilar los
machetes.
—Está bien —dijo éste—, ¿sabes dónde está la piedra?
—Sí, ya la vi —respondió el hombre—. Dio las gracias nuevamente y salió al patio. Era
temporada de lluvias y los hombres mayores se dedicaban a cortar el monte que crecía entre los
cafetales, el cual parecía desarrollarse varios centímetros durante el día, y por eso afilaban muy bien
los machetes.
Desde entonces Avendaño fue un miembro más de la familia. Discreto, educado, siempre
atento y callado, muy pronto fue alguien indispensable en la casa. Por las tardes, cuando regresaban
del trabajo, lo veía descargar rápidamente a los animales; les aflojaba las correas de las sillas y los
llevaba al bramadero, donde los ataba; les daba pastura y después de una media hora les quitaba los
avíos de carga, tal como a mi padre le gustaba que se hiciera. Todo lo hacía eficientemente. Algunas
veces yo salía en la madrugada para ir al baño y a esa hora lo encontraba ya levantado. Silencioso,
parado en un extremo del corredor, alzaba su mano para saludarme. Entendía entonces por qué los
recipientes amanecían llenos y a qué hora iniciaba su trabajo. Yo regresaba a tratar de dormir un
rato más y a veces no lo lograba, pensando qué hacía este hombre para estar siempre despierto.
Porque por la noche era el último en irse a dormir a uno de los cuartos recién construidos en la
entrada. Silencioso, lo veía fumar a la orilla del patio, donde los árboles formaban una densa
sombra, y no sabía hasta qué hora permanecía allí. Daba la impresión de ser una persona cuya
misión era vigilar, siempre vigilar.
3
En ese entonces a mis dos hermanas y a mí nos correspondía pastorear un rebaño de cabras, que
bajo nuestro cuidado había crecido con rapidez. Mi padre las tenía “a medias”* con Onofre, pero
durante el tiempo que las tuvo sólo aumentaron dieciocho o veinte. Onofre decía que se morían, que
los perros atacaban el rebaño o simplemente que las cabras se negaban a parir. Por eso se decidió
que nosotros las cuidáramos.
Salíamos a las siete de la mañana, pasábamos por ellas a su corral y las llevábamos a los
parajes donde había la mejor pastura. Por lo regular era en las márgenes de los ríos serranos, donde
abundaba una variedad de enredaderas que las cabras buscaban con especial gusto; también les
doblábamos cuachipil, un árbol sumamente flexible y cubierto por una frondosa copa cuando es
tierno, y cuando viejo de madera tan dura y resistente como el acero. Estos árboles doblábamos para
ponerlos al alcance de las cabras para que comieran sus hojas, y luego los soltábamos para que se
enderezaran y volvieran a reverdecer. En el otoño el cuachipil se viste de abundantes racimos de
flores amarillas, parecidas a minúsculos gallos, que nosotros cortábamos para comer; mi madre las
cocía con lejía y eso daba al caldo una textura deliciosa. Quienes asistían a la escuela conocían otro
secreto del cuachipil: del tronco de los árboles viejos se desprende una goma oscura y aromática
que, mezclada con unas gotas de agua, se transforma en el más eficaz pegamento para realizar los
trabajos escolares. Todo eso, y la seguridad que daba tener una casa sostenida por horcones de este
árbol, me hace recordarlo con agradecimiento y cariño.
Cuando regresábamos al corral, por las tardes, los rumiantes llevaban sus panzas tan
repletas que apenas podían caminar; en menos de un año convertimos el rebaño de ochenta cabras
en casi doscientas. Siempre estaban gordas, teníamos varias para vender cuando se necesitara y
algunas parían hasta tres veces al año. Ningún perro las atacó mientras las cuidamos, porque
*Así se dice cuando alguien cuida un rebaño y la mitad de los animales que nacen son para él y la
otra para el propietario. El rebaño, por supuesto, sigue siendo del dueño.
nosotros nos prevenimos llevando y adiestrando a los propios. Siempre las contábamos al llegar al
corral, para saber si estaban completas. Un día faltaron dos. Había llovido, ya era noche y ni
siquiera podíamos distinguir cuáles faltaban, así que no tenía sentido regresar al campo. Se lo
dijimos a mi papá y él se enojó mucho. Dijo que a ver cómo le hacíamos para encontrarlas al día
siguiente y que ojalá las halláramos todavía con vida. Siempre discreto y tranquilo, Avendaño dijo
que, aprovechando que el día siguiente sería domingo, y él debía ir por leña, podía ir conmigo a
buscarlas muy temprano; más tarde mis hermanas nos alcanzarían con el rebaño.
—Buena idea —dijo mi padre—, así escucharán sus balidos sin que se mezclen con los del
rebaño.
—Puede ser que fueran a parir —dijo Avendaño—. Lo más seguro es que estén escondidas
en alguna cueva.
Al otro día salimos al alba, me preguntó dónde habían pastado y hacia allí nos dirigimos
rápido. Antes de entrar en esa parte me pidió que subiéramos a la parte alta del monte y desde allí
estuvo oteando.
—Primero iremos a esos dos lugares —dijo, señalando dos enormes peñas que se
distinguían enfrente. No hubo necesidad de ir a los dos, pues las encontramos en la primera y,
efectivamente, ambas habían parido; una de ellas incluso había tenido “cuachos”, es decir, dos
cabritos. A partir de ese día Avendaño me acompañó varias veces.
Ser pastor bajo su guía me permitió conocer el monte como nadie: me enseñó a reconocer
los caminitos de los venados entre el huamil;* a encontrar suaves y variadas setas; a distinguir las
*Se denomina “huamil” o “coamil” al monte tupido pero bajo que crece donde antes había árboles gruesos y altos que han sido cortados para sembrar maíz. Son los espacios donde se ha “rosado” y después de uno o dos años se cubren completamente de monte bajo.
distintas yerbas comestibles, ya fuera junto a un arroyo o en las partes altas de los cerros; me enseñó
a pescar los chapulines más sabrosos y que no fueran amargos, pues esto depende de las yerbas que
comen; me mostró cómo ordeñar las cabras para beber leche fresca y no agotarla y dejar sin comida
a los cabritos; a distinguir las nubes repletas de agua y las que sólo pasan veloces, empujadas por el
viento. Pero sobre todo me enseñó a percibir y entender los sonidos de la naturaleza: el murmullo
del viento, el piar de un ave perdida, el monótono chirriar de los insectos; el desprestigiado chillar
de las cigarras, que en realidad son un canto de vida, porque con él llaman los machos a las
hembras; me advirtió de los matorrales donde observan silenciosas las serpientes, a las que debía
rodear siempre, porque ninguna víbora ataca si no se la molesta; a saber dónde cavar un pocito para
beber agua fresca y pura. Del armadillo me mostró cómo imitarlo haciéndome un ovillo para ir
rodando por entre el monte y atajar los chivos que encabezan el rebaño y volverlos así fácilmente al
camino que debíamos seguir. Conocía las plantas cuya raíz era comestible o las que poseían un
tubérculo jugoso y dulce; también las frutillas silvestres comestibles, según la temporada. Con el
zumbido de las abejas podía distinguir si eran de panal o de colmena. De estas últimas me mostró
que había unas inofensivas, porque carecían de aguijón, y construían su colmena entre la tierra; sólo
había que localizar el minúsculo agujero por donde entraban y luego seguirlas un metro o metro y
medio para hallar la colmena labrada en grandes capas de cera negra rebosantes de miel; muchas
veces nos dimos un atracón de este néctar y llevamos el resto a casa, para hacer charamuscas.
Incluso me enseñó cómo evitar las garrapatas, los pinolillos y aradores.* Después de sus
indicaciones caminé y corrí a diario por entre el monte y estos ácaros nunca me molestaron.
Durante los primeros días que aquel hombre extraordinario estuvo en casa nos dábamos
tiempo para quedarnos un rato a solas con mi madre, y preguntarle si sabía algo más: quién era, de
dónde procedía y a qué había venido realmente.
—Sólo sé que es un peón que trabajará con su padre —nos decía—. Pero no sé de dónde
viene y qué es lo que hará en especial.
*Pinolillos y aradores son ácaros parásitos. Se pegan a la piel y chupan la sangre hasta que mueren. Los pinolillos son negros, se aprecian a simple vista y se hallan comúnmente en los montes de tierras templadas. Los aradores son minúsculos, casi imperceptibles a la mirada, a no ser por su color rojo. Aparecen como pequeñísimos puntos rojos sobre la piel. Causan una comezón terrible y a veces uno los debe sufrir durante dos o tres días, hasta que se hartan y solos mueren.
—Lo envió Filadelfo —intervine.
—¿Ven? Su hermano sabe más que yo. Váyanse ya, los chivos deben estar hambrientos.
Cada uno cogía su red con los alimentos que le tocaba llevar, ataba una cuerda a su
respectivo perrito y salíamos.
El motivo que me permitió conocer un poco más acerca de Avendaño se presentó el día en
que mi padre decidió que había que sacrificar a la Cata y al Cochón. La Cata era una cabra horrible:
los cuernos le habían crecido hacia abajo, como si fueran sus orejas, nunca se preñaba y balaba
dando alaridos; además, siempre quería andar sola, lejos del rebaño. El Cochón era un chivato viejo,
había dado lo mejor de sí preñando a infinidad de cabras, pero sus cuernos le pesaban cada día más
y eran tan grandes que a veces se le enredaban en las ramas y esto lo retrasaba del rebaño.
—Hoy los llevan a pastar cerca del corral —ordenó mi padre—, para que su hermano pueda
traer los dos chivos.
Como era domingo, Avendaño se quedaba en casa para hacer otras tareas. Temprano había
salido con dos mulas para traer leña de encino; a la hora en que regresé ya tenía listos los cuchillos
y una mesa en el patio donde destazaría a los animales. Vi con qué facilidad introdujo el cuchillo en
el pescuezo de ambos chivos, sin darles tiempo de gritar. Observé cómo la sangre brotaba en
torrente, señal de que había tocado directo el corazón. Luego los colgó de sus patas traseras, hizo un
orificio en una de ellas y sopló por allí con gran fuerza. Trazó con pulso firme las líneas para
arrancar la piel y luego la jaló; parecía que les quitaba la camisa o una chamarra por la facilidad con
que la piel se desprendía. Palpó con sus dedos las coyunturas donde se unían las distintas partes del
cuerpo y luego las cortó con suavidad; en unos minutos los chivos quedaron desmembrados en
varias piezas que depositó sobre unas amplias hojas de platanar, mientras otro peón preparaba las
piedras candentes en el enorme agujero donde se cocerían.
—Pregunta a tu papá si podemos bañar la carne con cerveza y jugo de naranja —me
pidió—, dile que así quedará más suave y sabrosa. Luego la cubriremos con la salsa y las hojas de
aguacate.
Cuando regresé para decirle que sí, lavaba meticulosamente las piezas. En una bandeja
había separado las vísceras, pues no sabía si se aprovecharían. A mí me gustaban las tripas secas de
cabra, especialmente si se secaban durante cuatro o cinco días al sol. Me encantaba comerlas
doraditas y crujientes después de asarlas sobre el comal; era lo que más me gustaba de la carne del
chivo. Sonrió cuando se lo comenté y dijo que entonces iríamos a lavarlas. El problema de preparar
las vísceras es que requieren mucha agua para limpiarlas bien y hay que sufrir para acarrear el
líquido. Por eso me pareció muy práctica su propuesta: sólo haríamos un viaje para llevarlas al
arroyo y así podíamos disponer de toda el agua que necesitáramos.
Muchos trucos aprendí ese día, pero sobre todo pude saber algo más de Avendaño: vi la
habilidad con que usaba una varita para volver el envés de las tripas y luego lavarlas perfectamente;
noté cómo buscó un hueco para vaciar los restos de comida de los otros órganos y nunca permitió
que fueran directamente al arroyo (“para que no la coman los camarones de allá abajo”, dijo,
señalando hacia la costa); cortó la hiel con gran facilidad y separó muy bien cada pieza; ni siquiera
las moscas, que se arracimaban en auténticas nubes cuando lavábamos estas vísceras en casa,
tuvieron la oportunidad de acercarse. Cuando las primeras llegaron todo había quedado limpio y
nosotros ya nos retirábamos.
—¿Ha sido carnicero? —me atreví a preguntar.
—Algo así —respondió Avendaño, pensativo, y luego volvió a su mutismo.
4
No sólo para nosotros, sino para el pueblo en general, él se volvió parte de la familia. Iba a trabajar
con mi padre, lo acompañaba en sus viajes, solían ir a campear y dar sal al ganado que por entonces
aún teníamos en las tierras templadas. Si se realizaba algún trabajo poco común, él parecía saber de
todo: albañilería, carpintería, despulpar el café, preparar el fertilizante, cavar cajetes, hacer la
almáciga y, por supuesto, sembrar los cafetos. Lo que me inquietaba era su silencio, su afán por
estar solo, siempre aislado y en las sombras.
Un día vinieron las autoridades municipales a hablar con mi padre. Le preguntaron si el
hombre se quedaría a vivir en el pueblo, porque si era así debía cumplir con todas las obligaciones
de un comunero, es decir, las de un habitante asentado plenamente en Sierra Sur. Haber construido
la carretera nos puso en contacto con la ciudad, pero también abrió las puertas para que los jóvenes
se fueran. Aún quedaba mucha tierra virgen y fértil, sobre todo en la parte alta de la sierra, pero
todos querían ir a la ciudad, a trabajar o al menos a conocerla, y por eso siempre faltaban hombres
para realizar las tareas del municipio. Además, trabajar allí representaba una gran pérdida: no había
ningún pago y se desperdiciaban días preciosos que se requerían para la siembra, la cosecha o la
limpia de los cultivos.
Por eso mi padre prometió hablar con Avendaño, y los del municipio señalaron incluso el
lugar donde podría construir su casa y el terreno que se le otorgaría para cultivar su parcela. Nadie
se preocupó por saber de dónde venía ni quién era, sólo esperaban que fuera un buen contribuyente,
es decir, un nuevo habitante.
La primera responsabilidad cívica para adquirir la total ciudadanía en Sierra Sur era fungir
como topil o policía, si se era alguien que no sabía leer ni escribir, como era el caso de Avendaño.
Los otros trabajaban como empleados o escribientes. A aquellos les correspondían los trabajos más
duros: ir a recoger algún muerto en un paraje lejano. A veces el cuerpo llevaba varios días en el
lugar y lo hallaban descompuesto y con un hedor espantoso; otras, si había fallecido recientemente,
el cadáver pesaba como si fuera de piedra y había que subir con él a cuestas por varios cerros.
Siempre llevaban una botella de mezcal para beber de tanto en tanto y olvidar así el “olor a muerto”
que se les impregnaba en las ropas. A los policías les correspondía también aprehender a los
delincuentes, pero no era lo mismo detener a un borrachín que a un asesino sanguinario armado con
rifle y machete. Su equipo parecía una broma, pues se componía de un chicote trenzado con el
miembro viril seco del buey, y un garrote pulido de caoba. Con estas “armas” cumplían su labor.
Pero pronto Avendaño iba a demostrar para qué servía él.
Una tragedia había ocurrido en el poblado por aquellos días: Otilia, una joven cuya mayor
desgracia, aparte de ser hija única entre hermanos varones, era ser la más hermosa, había sido
entregada por su padre al más inesperado de los múltiples pretendientes que tenía. De forma
inexplicable, el padre había rechazado al más rico, al más valiente, al de mejor reputación, a los
hijos de sus amigos queridos, y la entregó a Cándido, el menos agraciado. Tal vez por ser como era:
apocado, pacato, de orígenes oscuros y tímido hasta la irrisión. Las muchachas se burlaban de él
cuando vestía sus albos calzones de manta y dejaba escapar de la bolsa una puntita del paliacate
rojo para anunciar su soltería. Bueno, pues a este gris individuo le fue entregada la joven de todos
tan deseada, tal vez sólo para que cumpliera su destino.
Pronto se reveló que la humildad de Cándido escondía una inseguridad fatal. En cuanto se
casó con Otilia la llevó a su casa para no dejarla salir nunca más. Resultó un hombre celosísimo,
desconfiado de las mismas aves que, imaginaba, podían haber sido entrenadas para llevarle secretos
mensajes en sus cantos a su mujer. Ella, además de ser la hija mimada de un comerciante bien
instalado, había sido la reina de múltiples celebraciones, la primera en ser invitada a bailar en todas
las fiestas, y amiga de varias muchachas con quienes conversaba en el corredor mientras el padre o
los hermanos atendían la tienda. Así que pasar de esta vida al encierro, y casada contra su voluntad,
como ocurría con la mayoría de las mujeres de la región, se transformó en una ordalía sin fin.
Un día nos enteramos que fueron los propios celos de Cándido los que le dieron al fin su
libertad. Tal vez porque no podía concebir tener una mujer hermosa siempre encerrada, porque
sabía que no la merecía, o irritado por su silencio contumaz, el individuo simplemente la mató. Fue
aprehendido sin oponer ninguna resistencia, se dejó conducir mansamente a la cárcel, y de allí salió
atado hacia el penal de la ciudad más próxima, donde el juez le impondría la pena. A Avendaño y
dos policías más les correspondió llevarlo por un camino que tomaba diez horas: bajar hasta el Río
Grande, atravesar después dos ríos de menor caudal, subir la siguiente cordillera para continuar por
sus cumbres y entonces volver a descender hasta llegar a las tierras calientes de la costa.
Contaron los policías que Cándido iba llorando. Al llegar al primer río se compadecieron de
él y le ofrecieron desatarlo para que fuera mejor, sólo mantendrían atadas las cuerdas de la cintura.
Entonces él dijo:
—Miren, paisanos, lo que he hecho no tiene perdón, y si lo tuviera yo no me lo podría
perdonar nunca. Viviré encerrado, sufriendo cada segundo de mi vida al recordar lo que hice. Por
eso les pido un favor, sólo un gran favor: mátenme aquí mismo, no tiene caso que me lleven.
¡Háganme ese favor! ¡Mátenme por favor!
Asombrados, los hombres nada respondieron y se miraron entre sí. Cuentan que Avendaño
entrecerró sus ojos mientras lo observaba fijamente. “¡Vámonos!”, dijeron, y empezaron a cruzar el
río. Entonces Avendaño se adelantó un poco, hizo el ademán de que se detuvieran, sacó su machete
y de un tajo limpio voló la cabeza de Cándido.
—Saquémoslo del río —dijo—, no quiero que se lo coman los camarones allá abajo.
Y señaló hacia la costa.
5
Nunca fue bravucón sino todo lo contrario: siempre sencillo, amable, comedido, paciente y
respetuoso. Cuando me enteré de su acto pude comprender algunos de sus extraños hábitos: su
mutismo, su afición por las sombras, su aislamiento y la manera siempre silenciosa con la que se
movía; eran los rasgos de un asesino, sólo que él no mataba por odio ni venganza, sino porque eso
es lo que mejor sabía hacer y lo consideraba algo natural. Nadie reclamó la muerte de Cándido ni lo
requirieron las autoridades de la ciudad. En ese aislamiento vivíamos.
Avendaño continuó prestando sus servicios y durante la semana que no lo hacía iba a
trabajar con mi padre. Nunca le tuve miedo, pues la gente que conocía el suceso sabía que lo había
hecho más como un rasgo de compasión que de crueldad. Así que continuó entrenándome: me
enseñó a reconocer las huellas, aun sobre terrenos pedregosos, donde parecía que nada quedaba
grabado. Me dijo cómo evitar el escándalo de las urracas, si quería llegar por sorpresa a algún lugar
y cómo debía caminar por los arroyos donde abundaban esas aves; me mostró cuáles recodos de los
caminos eran los más peligrosos, y me enseñó cómo cruzarlos si representaban algún riesgo; cuándo
debía arrojar la luz de la lámpara, por la noche, si quería sorprender a alguien que acechara. Me
habló del miedo y cómo aprovecharlo, tanto del propio como del que uno podía causar. Mi padre
parecía no darse cuenta, pero creo que sabía todo, porque cuando me empezó a enseñar a tirar, él
mismo le dio la caja de cartuchos y la retrocarga.
Así como llegó, un día decidió irse. El terreno que el municipio le había entregado quedaba
en la parte más alta de la sierra. Cuando alguien subía a la cima veía al pie del despeñadero un
puntito rojo desde el cual se elevaba un delgado hilo de humo blanco. Era la choza cubierta de tejas
de Avendaño. Hasta allí se había remontado para vivir en paz. En cuanto logró la residencia pidió
permiso a mi padre para tratar de hacer su “propia vida”. Dijo que estaba en deuda con él y que lo
consideraría siempre su amigo. Mi padre lo alertó sobre ciertas personas que ya sabían quién era;
tendría que ser muy cuidadoso, le dijo, y procurar no hablar con nadie. Él respondió que ya lo sabía
y por eso precisamente se quería apartar. “No quiero comprometerlo”, dijo.
Alrededor de los diez años me sacaron de la sierra y me llevaron a la ciudad. Fue un hecho
que nunca he comprendido. Aún hoy me sigo preguntando por qué tuvo que ser así. De cualquier
forma, hicimos el camino a pie, así que al pasar por la cumbre de la montaña donde vivía Avendaño
divisé por última vez su ranchito. No lo volví a ver, pero rescatando los fragmentos de alguna
conversación que escuchaba cuando ocasionalmente volvía, siguiendo los múltiples rumores, las
referencias vagas cuando alguien moría asesinado, o entendidos tácitos que apuntaban hacia la
montaña, pude seguir su historia.
Supe, por ejemplo, que era de algún poblado remoto del nuestro, de una región conocida
como la Mixteca Baja. Habían asesinado a su familia completa cuando él tenía doce años. Huyó a la
ciudad donde fue peón de albañil, chofer, mesero y estuvo cinco años en la cárcel. De allí lo rescató
una gavilla de criminales que lo adiestró en su mismo oficio. Anduvo algunos años con ellos pero
luego siguió su propio rumbo. Así fue como llegó a la costa, donde se dedicó a domar mulas y
caballos cerreros; también hacía “trabajos” que, dependiendo de quien fuera y el motivo, a veces ni
siquiera los cobraba. El machete más que el rifle era su instrumento favorito. Nunca mató a nadie
por conveniencia propia, ni siquiera cuando lo provocaban o lo retaban abiertamente. Prefería
apartarse en silencio y por su sigilo le comenzaron a decir La Onza, como llaman los paisanos a los
pumas de la región. Se sabía que era un instrumento de venganza y de justicia para quien se las
quisiera tomar por sus propias manos. Allí lo conoció Filadelfo, quien lo envió con mi padre.
En Sierra Sur siempre hemos tenido matones, algunos sanguinarios. Nadie de ellos
sobrevivía, todos eran asesinados tarde o temprano, pero siempre aparecían otros. Empezaban por
robar ganado, por pelear límites de tierras, por cobrar venganzas y casi siempre solían arrastrar a la
familia completa en este destino atroz. Fue lo que le sucedió a los Ruiz, el viejo y sus cuatro hijos:
Peralto, Medardo, Vicente y Juan. Vicente y Juan, por cierto, fueron conmigo a la escuela. Nunca
percibí la sombra sangrienta que los envolvería más tarde y muchas veces fuimos a bajar cuiles.*
Juan era como una ardilla para trepar a los árboles altos y lisos. Sin embargo, muy pronto seguimos
sendas diferentes. Yo me fui con mi padre a El Peñasco y nunca más volví a ver a ese niño que se
*Macuil o cuil: se conoce así al fruto de un hermoso árbol que crece alto y liso; sus ramas comienzan sólo a diez o quince metros. Pareciera que saben esconder muy bien sus frutos, unas enormes vainas como de grandes ejotes que en su interior guardan granos cubiertos por una sustancia blanca y algodonosa, de un sabor delicioso y dulce. Los árboles proporcionan también excelente sombra a los cafetales.
transformaría en un delincuente cruel. Siendo ya adulto, un día lo encontré por el camino. Iba
desnudo de la cintura hacia arriba, con el enorme machete colgado de la silla y montado sobre un
brioso caballo. No me saludó ni yo lo reconocí, sólo se me quedó mirando con desconfianza y me
pareció natural, pues yo era casi un extraño en el poblado después de tantos años de vivir fuera. En
ese entonces era ya un maleante temido al que nadie se atrevía a enfrentar.
Pero quien primero murió fue su hermano Peralto; se metió con una mujer casada. El
marido se dio cuenta y soportó en silencio la humillación. Un veinticuatro de noviembre, en las
vísperas de la Gran Fiesta de Sierra Sur, un grupo de jinetes arrancaba las cabezas de gallos vivos
que colgaban de una cuerda en el camino principal. Peralto montaba un gran tordillo y cuando tocó
su turno no alcanzó a coger la cabeza del gallo, aunque casi iba de pie sobre los estribos; el caballo
se asustó, no obedeció el freno y se lanzó incontenible por el camino. La gente se carcajeaba
estruendosa y Peralto regresó para saber quién había elevado la cuerda. Creyó que el marido de su
amante era el culpable y le echó encima el caballo. El hombre ofendido logró atrapar su brazo, y en
un movimiento inaudito lo arrojó hacia abajo del paredón. Peralto cayó de cabeza y se estrelló
contra la roca. En esta ocasión el marido sí logró coger la cabeza del gallo.
El segundo hermano, Medardo, descubrió al igual que muchos que el cultivo de mariguana
lo podía volver rico; el problema era que también la fumaba y combinaba con mezcal, y esto le
impedía estar alerta. Todo mundo sabía que violaba, asesinaba y obligaba a vender su producto,
pero nadie hacía nada. También sabían que un perro con rabia era mucho más pacífico que
Medardo, cuando enloquecido aullaba maldiciones por los cerros. En ese estado un día lo sorprende
un pelotón de soldados. Envalentonado y desquiciado por una mezcla que él ha inventado con
mariguana, mezcal y unas semillas alucinantes que los curanderos del sur usan para “ver”, y que él
llamaba “yerba maistra”, acude a su arsenal de rifles, pistolas y dos metralletas. Se siente invencible
y enfrenta a mansalva al pelotón, y cae cocido por no menos de cien tiros.
A Vicente y Juan les corresponde un final menos apresurado. A Vicente lo recuerdo burlón,
mechudo, con unos pocos dientes pero grandes como los de un caballo. Juan es delgado, nervudo y
despiadado. Son los más chicos y por eso sobreviven a sus hermanos, pero ya se han labrado el
mismo fin. Una sola escena da cuenta de ello: Juan se ha enterado de que un humilde muchacho
vendió su única yunta. Va a su rancho, lo espera por el camino, lo encuentra. “Dame todo el
dinero”, le exige. El muchacho va mansamente por el dinero y se lo entrega. “Ahora híncate”, le
ordena. El otro lo hace y entonces Juan le descerraja un tiro en la cabeza. Todo esto lo contempla la
mujer del difunto.
La gente, harta de robos, asesinatos y otros estropicios, le recuerda a los del municipio que
allí está Avendaño, agazapado en la montaña. No se sabe cómo lo convencen, pero el solitario
matón baja. Serían las tres de la tarde de un sábado cuando alguien avisa que los hermanos han
llegado a su casa. Le dan como apoyo tres policías, ahora sí, armados con rifles, y van sobre los
delincuentes. Estos huyen, pero Avendaño sigue sus huellas. En un recodo los topa de frente. Los
hermanos levantan sus rifles y disparan. Avendaño los mira imperturbable y entonces alza su vieja
carabina y destroza uno a uno los cráneos de ambos.
Los cuatro hermanos muertos han engendrado una numerosa prole, que se propone vengar
en Avendaño la muerte de padres y tíos. Sin preocuparse, el hombre vuelve a su ranchito y los
espera pacientemente. Allí lo van a buscar los del municipio cada vez que lo necesitan, y no pocos
particulares. Su fama se extiende y por el sigilo con que se mueve, por vivir en la montaña y por el
mito que corre de que inmoviliza con su mirada, todos lo conocen como La Onza.
Un día se cansa de esperar y decide regresar a su pueblo, en el que cree que ya nadie lo
recuerda y podrá vivir en paz. Ninguno supo cuándo se marchó y sólo se percataron de que la casita
estaba deshabitada cuando la hierba cubría sus alrededores. Y hasta allí supe de él.
Lo que sigue lo infiero de la carta que me envió mi hermana y de algunas partes del corrido
que escuché en aquella población, donde aún adoran a la virgen cuyo culto estudió la antropóloga
francesa.
Los Ruiz incluían una mujer, nacida entre Vicente y Juan, y que milagrosamente parecía
haber escapado de la suerte de los hermanos. Por el temor que ellos provocaban, o por decisión
propia, permanecía soltera y casi nunca se mostraba. Se dedicó a cuidar al viejo Ruiz, quien vio
morir uno a uno a sus hijos sin que la muerte lo recordara a él. Al final fue esta solterona quien tuvo
que convocar a los sobrinos para decidir lo que debían hacer.
Unos dicen que ella los dirigió personalmente; otros que sólo los azuzó, pero lo que sí se
sabe con certeza es que fue ella quien anduvo averiguando por la región de la costa y varios pueblos
de la sierra hasta localizar a Avendaño. Aun viejo, él había vuelto a su oficio, así que no le fue
difícil acercársele, pretextando vengar a su marido. Después de hallarlo se reunió con los sobrinos y
los llevó hasta él, que por suerte vivía otra vez solo. Dicen que lo cazaron en el recodo del camino
que llevaba a un potrero. El viejo matón olvidó las precauciones y ese día iba montado. Allí nomás
lo tiraron bajo una lluvia de plomo. Cargaron con su cuerpo durante tres días a través de la sierra y
lo arrojaron en pedazos a la puerta del municipio.
Esto último no lo mencionaba el corrido sino la carta. Y yo sólo espero que Avendaño no
haya tenido hijos. En cuanto a Filadelfo, me enteré hace poco que también había muerto, así que
nunca podré saber por qué lo recomendó con mi padre. Yo igual, soy un viejo ahora, pero aún trato
de hallar los fragmentos perdidos de esa infancia interrumpida.
El hombre que podía mirar lejos
A mi padre, quien supo cumplir con su pueblo,
con su familia y consigo mismo
na voz misteriosa me dicta cuando se empalman imágenes, sensaciones, recuerdos. Puede ser
un aroma, una palabra, el armonioso susurrar del viento entre las frondas, el caer de las gotas
en el suelo, la quietud de la luna y el silencio. Esta vez, por ejemplo, la voz me ha sorprendido
mientras velaba el apacible sueño de mi perro. Un animal dormido no es sólo sosiego, sino también
confianza, entrega, aceptación. ¡Tantos trabajos, empeños y fracasos para descubrir en este sueño
cierta forma de plenitud: confiar en el momento, entregarse al reposo, aceptar un destino! A mi
memoria vino nítida, precisa, aún con su persistente aroma de tragedia, esa lluviosa tarde de
septiembre.
Mi madre lloraba en silencio, una buena mujer la consolaba y nosotros —mis dos hermanas
y yo— mirábamos sin comprender. La voz de mi madre sonaba débil, abatida, como si toda la
pesadumbre del mundo fuera suya. Algo pude entender.
Por la mañana se habían llevado a mi padre. Un piquete de soldados rodeó la casa y su
sueño, y en la indefensión de la madrugada lo aprehendieron y ataron. Con la urgencia que inspira
el miedo, nada quisieron saber de sus derechos, de garantías o leyes; simplemente lo ataron y se lo
llevaron.
“Nada pasará, comadre, sea usted fuerte, pronto regresará” escucho decir a la mujer. La
niebla vaporosa se mete por la puerta y por las ventanas de esta casa que hoy siento oprimida y
enlutada. Las gotas que escurren por el tejado y caen entre las tinajas producen un sonido lúgubre.
Han empezado a croar las ranas en el patio. Pronto anochecerá y la neblina se transformará entonces
U
en la húmeda capa de un fantasma. ¡Qué gran dolor, qué enorme pérdida habrá sufrido en vida
quien arrastra tras de sí tanto pesar, frío y desolación!
Después que se lo llevaron, aún oscura la mañana, mi madre fue a la casa del síndico, del
regidor, del alcalde. Nadie se había dado cuenta del secuestro, así que fueron ligando los
antecedentes: el grupo de inconformes con la construcción de la carretera, su abierto desafío a los
acuerdos de la población, la provocadora afrenta a un grupo de trabajadores y las amenazas que han
deslizado. Al seguir las huellas de los militares descubrieron que habían acampado en el lugar que
sólo un conocedor del terreno pudo recomendar: oculto, aunque cercano al poblado para llegar
rápido, efectuar la acción y salir sin ser vistos. Ahora se dirigían hacia el poniente, al presidio de la
costa, donde seguramente tenían planeado llegar al anochecer. Los munícipes acordaron que una
comisión encabezada por Filadelfo siguiera sus pasos para llevarle ropa, buscar qué se necesitaba
para su liberación y mientras tanto hacer notar su presencia, por si intentaban asesinarlo por el
camino.
Mi madre nos contempla y pide que la abracemos. Nos mira uno a uno, quiere decirnos algo
pero su voz se ahoga en el sollozo. Tal vez nos ve indefensos, solos, desamparados, y su congoja se
hace mayor. Tal vez nos imagina creciendo en la orfandad. Entonces la mujer nos lleva a la cocina,
pide que nos sentemos mientras ella calienta algo. Yo quiero saber más y le pregunto: “¿Por qué
doña Licha? ¿Por qué se lo llevaron?”
Ella dice, para consolarnos, que pronto volverá, que no debemos estar tristes. Nos mira
compasiva y pide que comamos. Trata de decirnos algo, pero sólo murmura como para sí misma:
“Envidias, rencores. Lo peor que se da entre nosotros. Lo que nos hace viles. Vean a un presumido
y ése es el más envidioso. Los que ahora ríen, esos fueron”.
—Pero, ¿por qué doña Licha?
—Coman algo, yo les contaré una historia con la que podrán comprender:
“Hubo una vez un lugar donde todo empezó a salir mal. Sus habitantes se desvivían y
luchaban por tener seguridad y bienestar, pero cada vez más problemas surgían y menos seguros
vivían. La tierra ya no daba frutos, el ganado moría de hambre, la gente cercaba los campos; día a
día acaparaban más y más tierras con codicia, pero éstas ya nada producían. El ganado hambriento
brincaba o derribaba los cercados y esto generaba reclamos, peleas, venganzas. Peleaban por un
milímetro de tierra, envidiaban cualquier logro. Mientras más querían mejorar, más complicaciones
creaban. Cercaban sus parcelas, ponían muros a sus patios y no dejaban de espiar a sus vecinos.
Crecieron los disgustos, la envidia y la desconfianza. La población, antes trabajadora, amistosa y
unida, empleaba ahora su tiempo para vigilar a sus vecinos, para exhibir mayor fuerza y para cuidar
sus pertenencias. Todos vivían en el desasosiego.
“Había un hombre que podía mirar muy lejos. Él pudo darse cuenta de lo que les pasaría si
continuaban viviendo de ese modo. Así no lograremos más que pelear y exterminarnos, les dijo. Si
quieren alcanzar el bienestar y la seguridad tendremos que ir detrás de aquellas montañas; allá están
el bienestar y lo que necesitamos para vivir seguros. Pero para que todos podamos ir necesitamos
construir un camino; hagamos primero ese camino.
“—¿Qué le pasa a éste? ¿Pueden creerle? Durante siglos hemos vivido bien aquí y nadie ha
tenido que salir. Además, ¿quién podrá romper la montaña? Eso es algo imposible. No debemos
hacer caso a semejante locura.
“Pero si todos participamos lo podremos lograr —dijo el hombre—. Vean: si no hacemos
nada, pronto se acabará el espacio. Cada día somos más, cada día necesitamos ir a trabajar más
lejos, debemos aprender a aprovechar mejor lo que tenemos. Si antes nadie se había propuesto
romper la montaña es porque la tierra nos alcanzaba, hoy ya no es suficiente. Si seguimos así
continuarán las peleas y terminaremos por acabarnos nosotros mismos. Algunos le creyeron, otros
dudaron y unos pocos se opusieron tenazmente.
“—Dinos —preguntaban los que dudaban—, ¿cómo puedes asegurar que allá están el
bienestar y la seguridad? ¿Has estado allí? ¿Cómo son el bienestar y la seguridad?
“Sí, he estado allí, les contestó el hombre. Allá están los conocimientos, las semillas y el
abono para aprovechar mejor la tierra, esto nos dará el bienestar; también están las leyes, las
medicinas y la educación que nos permitirán vivir sanos, en armonía y respeto; somos muchos,
hemos perdido nuestros viejos conocimientos, ya no podemos vivir sólo con nuestras costumbres;
necesitamos leyes, medicinas, educación. Eso nos dará seguridad.
“Para muchos sus palabras eran ciertas, mostraban un buen sentido. Las tierras eran muy
delgadas, el maíz apenas crecía. En la época de los antiguos, recordaban, las milpas eran tan altas y
la tierra era tan fértil que una sola planta daba cuatro o cinco mazorcas; en el mismo terreno crecían
el frijol, chiles, diversos tipos de tomate, chía y camotes. El ganado se reproducía en abundancia; el
campo era siempre verde, ninguna vaca invadía los cultivos. Tampoco había disputas por los límites
ni mucho menos amenazas de muerte o peleas entre los vecinos.
“La mayor parte de la población estuvo de acuerdo, apoyarían al hombre para abrir el
camino. Otros se opusieron, no quisieron creerle ni colaborarían con su trabajo. El hombre les habló
nuevamente y les pidió que pensaran en sus hijos, en sus nietos y en todos los que venían y estaban
condenando a padecer. Por fin cedieron un poco y dijeron que aceptarían sólo si toda la población
apoyaba la propuesta. Bastaría con que uno solo no quisiera, dijeron, para que la carretera no se
construyera. Igualmente, si nadie se oponía todos se comprometían a trabajar. Los más entusiastas
se encargaron de convencer a los remisos y a los que se oponían tenazmente. Los convencieron
mediante el ruego, las zalamerías e incluso el ofrecimiento de que trabajarían en lugar suyo cuando
algo les impidiera asistir. La finalidad era que todos apoyaran la idea y se mantuvieran unidos, pues
eso despertaría un mayor entusiasmo entre la población.
“Llegado el día en que el pueblo tenía que decidir, la mayoría estuvo de acuerdo. Los pocos
en desacuerdo debieron aceptar públicamente que trabajarían igual que todos. Así fue como
jóvenes, adultos y aun ancianos empezaron el camino. Con machetes, palas, barretas y azadones
salían por las mañanas. A cierta hora del día las mujeres acudían con los alimentos y hacían fuego
para que todos comieran. En ese momento los hombres descubrían que estaban recuperando una
tradición perdida hacía mucho tiempo: la de la convivencia amistosa donde el trabajo y los
alimentos eran comunes, había bromas y risas y sentían que a todos los hermanaba el mismo
propósito. Como los instrumentos de trabajo eran pocos y rudimentarios, se organizaron en grupos
para laborar por semanas. A algunos les tocaba un terreno suave o llano, otros tenían que acometer
inclinadas y pedregosas subidas, pero nadie rehuía sus tareas y todos trabajaban con el mismo
ánimo.
“Pero el resentimiento de aquellos que habían fracasado en su propósito por impedir la
construcción no había desaparecido. Sentían el acuerdo de la mayoría como una imposición y sólo
esperaban un buen motivo para cancelarlo definitivamente. Éste se les presentó cuando todos vieron
el primer tramo del camino: amplio, limpio y parejo; eran unos cuantos centenares de metros pero
se veía hermoso. Entonces hallaron un modo de esparcir la envidia y el desánimo: ¿Vieron lo que se
había logrado durante tantos días de trabajo? ¿Y aun así creían que se podía lograr? ¿Cuántos años
se necesitarían? Miren la montaña —decían— y piensen si esa locura es posible: monte grueso,
cerros infranqueables, enormes peñas, hondos abismos, kilómetros y kilómetros de piedra dura.
¡Cómo creen que lo lograrán! Además, dense cuenta que debemos construir ese camino hasta más
allá de las montañas azules, donde ni siquiera la vista alcanza a llegar. ¡Digan si eso es posible! ¡Al
carajo, yo mañana ya no vendré! Y arrojaban la pala o la barra para dar mayor énfasis a sus
palabras.
“Pronto se propagaron la duda y el desaliento. En los siguientes días comenzaron a faltar, a
llegar tarde o a ausentarse durante largas horas. Un día se presentó solamente el hombre que miraba
lejos y más tarde su esposa, ella nunca dejó de llevarle la comida. El camino había llegado hasta un
agreste paraje donde vivía una anciana solitaria. Cuando vio trabajar al hombre solo, infatigable, le
preguntó por los demás. Él respondió que tal vez habían enfermado o tuvieron algún problema, pero
seguramente mañana se presentarían.
“—No será así —dijo la anciana—, a menos que yo te ayude. Has iniciado una obra útil, tu
idea es buena y eres trabajador, yo te ayudaré.
“—¿Usted? Se lo agradezco, madre, pero este trabajo es muy rudo. No creo que pueda
levantar el pico o llevar una carretilla con tierra. Gracias, pero ya vendrán mis compañeros.
“—Sí, yo me encargaré de que vengan, así es como te ayudaré —dijo la anciana, y se alejó
con una sonrisa traviesa plasmada en su arrugado rostro.
“La anciana era una curandera a la que todas las mujeres respetaban y apreciaban.
Discretamente recorrió cada una de las casas de la población; habló con las esposas, hermanas e
hijas de los hombres y las convenció de su idea. Al día siguiente todas se levantaron más temprano,
hicieron sus labores domésticas y luego se dirigieron con palas, picos y barretas a trabajar en el
camino; llevaron a sus bebés, alimentos y a sus niños mayores para que les ayudaran. Trabajaron
como hormiguitas incansables y no regresaron sino hasta el anochecer. Sorprendidos, los hombres
se disgustaron, algunos intentaron reprocharles, pero al ver la inesperada rebelión de unas mujeres
antes siempre sumisas, y al constatar su inquebrantable decisión, prefirieron callar. Les rogaron que
ya no fueran los días siguientes porque ellos volverían. A la semana siguiente todos los hombres
regresaron. En sus caras se notaba la vergüenza y el arrepentimiento. Trabajaron con más
entusiasmo que nunca para olvidar su intento de deserción y a la hora de la comida volvieron a
disfrutar sus chanzas, recobraron su sentimiento fraternal, y el hombre que miraba lejos supo que la
construcción del camino era irrevocable.
“Eso le pasó a su papá. Él es ese hombre que sabe mirar muy lejos. Regresará y todos los
que no estén de acuerdo con él, o lo odien, se arrepentirán de lo que han hecho. Son los presumidos
y envidiosos, los que no soportan que un hombre pueda ser respetado y obedecido por los demás.
Yo sé que ahora deben estar en la cantina fanfarroneando de lo que han hecho, pero mañana,
cuando se les pase la borrachera, andarán como perros asustados: con la cola entre las patas.
Entonces sus mismas mujeres les reclamarán lo que han hecho, más todavía cuando yo les platique
cómo están mi comadre y ustedes. Vayan con ella y no estén tristes. Acompáñenla. Pronto las cosas
cambiarán, yo se los prometo.”
Las palabras de esa astuta mujer disminuyeron mi pesar y mi miedo en esa tarde lluviosa.
Con el transcurso de los años fui completando la historia, tal vez ya conocida por lo previsible que
suele ser: los desengaños y traiciones que acechan a un hombre cuando decide hacer algo por los
demás. Acaricio el lomo de mi perro dormido y sé que de esta acción sólo puedo recibir
agradecimiento y fidelidad; no así de los hombres, tan imprevisibles y vanos como somos. Siempre
que se haga algo por los demás, no importa la dimensión de esa acción —un pronombre indefinido
puede abarcar desde minucias hasta el todo—, quien lo haga debe saber que lo único seguro que lo
aguarda en algún recodo es la decepción. Y si bien de una niñez difícil conservamos no tanto
recuerdos sino cicatrices, que se vuelven formas de ser, trataré de reconstruir el desenlace.
Siendo presidente municipal, mi padre propuso construir la carretera de la que todos los
gobiernos se desentendían, marginados y olvidados como vivíamos. Como siempre, hubo quien
aceptó alborozado la propuesta y hubo quienes la rechazaron por considerarla imposible o inútil, o
ambas. Era regla sabida en esa población que cuando una propuesta era acordada por la mayoría, se
volvía una ley para todos. A ese principio se sujetan quienes viven bajo los usos y costumbres. Pues
bien, a un grupo de opositores recalcitrantes a la construcción del camino se les aplicó una multa,
que ellos tomaron como una afrenta y una colaboración que los socavaba. Alegaban no tener
recursos ni tiempo para trabajar en la carretera, aunque sí los tuvieron para pagar un picapleitos que
los hizo entablar una demanda por abuso de autoridad; los aleccionó también a entregar dinero
suficiente para que, sin proceso de por medio, el ejército entrara en la sierra a detener a un hombre
pacífico, elegido por ellos mismos como su representante, como si fuera un enrevesado asesino.
Aportaron indicaciones de su exacta ubicación, las personas con quienes vivía, mejor hora para
sorprenderlo, y uno de ellos aceptó guiarlos para cometer precisa, eficaz y rápidamente la villanía.
Temían que la población se opusiera a su detención y secuestro.
No obstante la aceitada disposición del juez, la contante participación de un mando militar
medio y la abyecta colaboración de los demandantes, la farsa no pudo prosperar aunque pudieron
representar muy bien el primer acto. El cabildo completo se presentó a reclamar a su presidente,
nadie sustentó la demanda y cuando la población entera pudo conocer los detalles de la calumnia,
aquellos simplemente desaparecieron. Todos comprendieron mejor que nunca la necesidad de
concluir la carretera. Fue un trabajo que duró años; aún hoy es necesario repararla cuando las
lluvias y derrumbes la dañan. Pero, como en el relato de la mujer aquí evocada, es una tarea que les
recuerda los años heroicos en que un grupo de hombres persistió en un mismo propósito, a pesar de
que parecía imposible, y hallaron en su logro el espíritu de la fraternidad y de la colaboración.
Mi padre regresó a los pocos días con bien y tal vez degustando el veleidoso sabor de un
triunfo pasajero. Muchos problemas seguiría enfrentando, aunque yo ya no estuve allí para
conocerlos. Recuerdo que lo vi llegar cargando un largo bulto en su hombro. Era un enorme atún
rojo, ahumado, que mi madre colgó sobre el hogar de la cocina; de ahí lo fuimos comiendo poco a
poco y de pedazo en pedazo. También el otoño había llegado y con él un cambio central en mi vida.
Regreso a Santa Cata
n día un hombre presiente que pronto llegará su fin. Reúne a su familia y le dice: “Este otoño
quiero visitar mi tierra, saludar a los parientes que aún me recuerdan, conocer a sus hijos y
nietos, visitar las tumbas de los que ya se han ido, despedirme de los paisajes de mi juventud…” La
familia asiente comprensiva. Sabe que el hombre es originario de un difuso poblado de las
estribaciones montañosas del sur, que fue arrancado de allí durante su juventud, enrolado en el
ejército, movilizado por todas las regiones del país y refugiado finalmente en esta ciudad como un
viejo oficial en retiro. Sus hijos y esposa lo escuchan. Ninguno se propone acompañarlo, saben que
el hombre, curtido en sus constantes encuentros con la muerte, ha vislumbrado con entereza su fin y
comienza a prepararse para el viaje definitivo, algo en lo que sólo él puede intervenir.
—¿Cuándo piensas ir? —pregunta su mujer.
—En octubre, cuando hayan levantado las cosechas. Me quedaré todo noviembre, para estar
presente en las fiestas de la virgen. También a ella le llevaré un regalo. ¡Hace tanto tiempo que salí
de allí!, y sin embargo aún sigo viendo los caminos, los montes, la neblina, las distintas temporadas.
Durante octubre se desatan los vientos del otoño, el campo se torna seco y pardo; en las partes altas
comienza a madurar el café y todo indica el fin de un ciclo. Para mí los tres últimos son los meses
más hermosos del año. Quiero pasarlos allá, y volver en los primeros días de enero.
—¿Cómo llegarás? ¿Crees que alguien te reconozca? —pregunta su mujer.
—He mantenido correspondencia con un sobrino lejano, ya le envié una carta anunciándole
mi propósito y sólo espero su respuesta. Creo que él ni siquiera había nacido cuando me sacaron de
allí, pero fue el único que acudió cuando mandé buscar a alguien de mi familia, cierta vez que mi
destacamento estuvo cerca de la sierra. Es un hombre instruido y contestará pronto, por eso tengo
que iniciar los preparativos para el viaje. Pero antes quise informarles.
U
***
A mediados del siglo pasado aún había regiones desconocidas en el interior del país, poblaciones
remotas que sólo sus habitantes sabían que existían. No había ninguna forma de comunicación con
ellas sino llegar caminando directamente, o a lomo de bestias. Por eso sólo eran conocidas por
alguno que otro implacable cobrador de impuestos, por religiosos tercos y comerciantes
persistentes. Casi siempre lugareños hechos a las inclemencias del clima, expertos en la escabrosa
geografía, conocedores de atajos y veredas para recorrer la sierra, la costa y el valle con sus recuas
de mulas y asnos. Ellos intercambiaban mercancías y productos, llevaban los de la sierra a la ciudad
y traían de ésta los que no existían en la montaña: ropa, machetes, herramientas, rifles y otros
objetos industrializados. Los caminos eran difíciles, estrechos y peligrosos. En algunas partes se
avanzaba sobre la piedra viva, en otras entre enormes lodazales que desprendían las pezuñas de los
animales y en algunas más se caminaba entre lechos arenosos que hacían lenta la marcha y
generaban un enorme cansancio en los viajeros. A veces el correo también funcionaba, aunque
lento. Las cartas llegaban hasta la última población del valle y allí se quedaban esperando entre las
gavetas, hasta que por azar algún habitante de la serranía pasaba frente a las oficinas del correo.
Entonces salían corriendo tras él y le decían: “¡Hey, mira: hay muchas cartas para tu pueblo,
llévatelas!” Y así continuaban las cartas el viaje hasta llegar a sus destinatarios, gracias a la piadosa
acción de algún despistado que había asomado sus narices por allí.
Durante los años de la Revolución, cuando los grupos armados del centro o el propio
gobierno los necesitaban, entraban en la sierra para llevarse en leva a los hombres que juzgaban
aptos para la guerra. Simplemente amenazaban con fusilarlos si se negaban a ir y escarmentaban
con uno o dos para convencerlos. Así fue como salieron de su aislamiento los primeros hombres de
esas montañas. Como éste que hoy se dispone a viajar a ellas. Pero a la mitad de la centuria, y
pacificado el país, nadie se acordaba ya de esas poblaciones abandonadas, marginadas del progreso
y los servicios, persistentes en su soledad y en su terco afán de sobrevivencia. Santa Cata era una de
ellas.
Establecida en la parte más intrincada de la sierra, era la herencia de antiguos fundadores
que con sabiduría y tino habían elegido la mejor ubicación para aprovechar los dos climas
prevalecientes en la región: la parte templada de las tierras bajas y la humedad de las partes altas.
Asentada sobre el espinazo de una cordillera, casi escondida en un barranco, Santa Cata se había
erigido con los sobrevivientes de dos poblaciones destruidas por un terremoto ocurrido alrededor de
1850. Sin embargo, su peregrinaje inicial y su separación les habían llevado mucho más tiempo. La
historia fue más o menos así.
***
Al principio fue un grupo numeroso y cohesionado el que decidió abandonar los valles centrales.
Como muchos otros pueblos asediados al concluir la conquista, durante el siglo XVI , estaban
decididos a no mezclarse jamás con los hombres que habían llegado y se iban apoderando de las
mejores tierras. Por eso recogieron sus esteras, guardaron las mejores semillas, acomodaron sus
dioses y reunieron los utensilios que podían llevar. Había que refugiarse en los montes, no se sabía
por cuánto tiempo ni dónde, pero había que huir.
Sabían que más allá de las montañas estaba el mar y al llegar a la costa ya no había adónde
ir. Quedarse a vivir allí era continuar tan inermes como en el valle, por eso había que buscar entre
las montañas un lugar habitable pero a la vez inaccesible. En ese peregrinar y búsqueda de siglos
muchas familias se fueron quedando por el camino: en las márgenes de un río, donde existieran
manantiales o donde encontraran tierra fértil. Ellas dieron origen a los distintos poblados
desperdigados entre los cerros cercanos al valle y que sirvieron de puente entre éste y la sierra. Por
esta cercanía pronto perdieron sus costumbres, su lengua, sus tradiciones y numerosos
conocimientos; vivieron un retroceso; también se quedaron sin dioses, o al menos sin los rituales
con los que afirmaban sus creencias y obtenían el favor de sus deidades. Así, adoptaron dócilmente
la nueva religión que los frailes dominicos y franciscanos les llevaban, y ellos mismos tratarían de
convertir más adelante a sus más reacios compañeros montaña adentro.
Pero el grupo principal continuó. Con ellos iban los sabios, los libros antiguos que no
podían perderse, las piedras labradas que narraban su historia y sobre todo los dioses representados
en piedra y barro. Vivían temporalmente donde hubiera buena caza, en algunas regiones donde el
maíz, la chía y el frijol se reproducían en poco tiempo, permanecían casi siempre en las cimas para
poder otear el horizonte. Recuperaron su habilidad como cazadores y flechadores. Vagaron durante
muchos años, casi sin ropas, famélicos y diezmados por las enfermedades provocadas por la
humedad y el frío de los montes. Muchos hombres jóvenes y fuertes perecieron durante las
escaramuzas que tuvieron que sostener con quienes pretendían devolverlos al valle, para trabajar en
las encomiendas. Aprendieron a consumir frutos desconocidos, numerosas yerbas y tubérculos,
además de insectos y animales salvajes. Su peregrinaje les costó también la pérdida de muchos de
sus sabios, eran demasiado ancianos y en la lucha por la sobrevivencia había poco tiempo para
iniciar a otros más jóvenes.
No se quedaban en un mismo sitio, siempre continuaban errando. Un día hallaron una
montaña que parecía un mirador en el cielo: en la lejanía se apreciaba el horizonte infinito del mar;
hacia el sur y el norte se dominaban los erizados picos de las montañas, que se veían minúsculas
desde las alturas y parecía que se podían tocar con las manos; al oriente los abismos para llegar a la
otra cordillera parecían insalvables y esto les dio la certeza de que habían hallado por fin un lugar
seguro. Tuvieron la sensación de ser dioses al abarcar toda la tierra con la mirada; consideraron que
ése sería su nuevo territorio y por primera vez se sintieron a salvo.
De inmediato trazaron los espacios para el templo y el calpulle; no había más autoridad que
la del mandón y el reducido grupo de ancianos; cada hombre eligió su solar y ayudaron a las
mujeres que habían quedado solas a construir sus casas; desembalaron los ídolos y colocaron las
piedras labradas alrededor de lo que sería el templo; desmontaron los alrededores, procuraron que
no quedara ningún árbol alto porque atraen los rayos; abrieron amplios caminos para llegar a los
aguajes cercanos, y salieron en pequeños grupos para determinar dónde y qué sembrar porque las
lluvias estaban próximas. Algunos jóvenes volvieron por el camino que habían seguido para cazar
gallinas silvestres, faisanes, tapires y venados. Otros más se dirigieron a convencer a sus
compañeros rezagados para que continuaran, porque si se quedaban pronto los descubrirían y los
llevarían inevitablemente hacia ellos, como en verdad sucedió tiempo después.
Cuando ya no habitaban aquella cima, sino los dos poblados donde habían tratado de
incorporar el estilo de las construcciones mestizas, los más viejos recordaban los años de bienestar
que les había brindado ese paraíso suspendido en las alturas. El maíz se daba casi solo, bastaba con
quemar el monte y arrojar el grano para que la planta creciera enorme, con gruesas cañas que
sostenían tres o cuatro elotes; el frijol se enredaba en las cañas o crecía en pequeñas plantas
rebosantes de vainas; las guías de las calabazas se arrastraban por el suelo formando una estera
verde de la que uno podía cortar flores, frutos tiernos y las puntas de las enredaderas; con éstas
preparaban y aún cocinan un delicioso platillo. Cuando las cañas y las calabazas se secaban tenían
granos y frutos para todo el año; de pulpa exquisita, sumamente dulce, la calabaza se podía comer
cortada en pedazos o batida en una refrescante bebida; sus semillas servían para preparar deliciosos
guisos con carne de codorniz, pavos silvestres o iguanas; numerosas variedades de tomate silvestre
y yerbas comestibles aparecían entre la milpa, además de chiles, chía, quelites y otros productos
como los camotes blancos y morados. Cerca de la aldea se podía cazar y montaña abajo se
conseguía una gran variedad de frutos comestibles, dependiendo de la estación: ciruelas, gondoy,
macayumas, chirimoyas, anonas y cuiles. En los arroyos y ríos pequeños se podía pescar truchas,
ranas y cangrejos.
La aldea disfrutó años de riqueza, tranquilidad y bienestar. Durante muchos años los
habitantes del valle parecieron olvidarlos, a pesar de que por los pueblos cercanos a éste sabían de
su existencia. Aprovecharon la paz para desempolvar los libros antiguos y tratar de entender la
desaparición de su mundo; los viejos comunicaron las enseñanzas secretas a un nuevo grupo de
hombres; buscaron y aprendieron el empleo de plantas y semillas medicinales. Cuentan que fue allí
donde se descubrió el piule, una semilla poderosa que, molida en pequeñas cantidades —la que el
cuenco de la mano izquierda pueda coger—, produce visiones pavorosas pero también dice con
exactitud lo que un hombre desea saber: dónde hallar un objeto perdido, qué remedio aplicar a una
enfermedad, saber si hay cura para un enfermo o pedir a su familia que lo deje morir. El uso de esta
semilla también les permitió comprender la inutilidad de erigir un templo como en los valles; los
viejos dijeron que con un adoratorio sencillo en los cerros más altos estaba bien; así que
desperdigaron sus dioses y al pasar de los años muchos fueron olvidados o confundidos en las
diversas cumbres. Las estelas quedaron en la cima, eran demasiado pesadas para esparcirlas, y
además debían permanecer juntas si se quería entender lo que narraban. Así que simplemente las
enterraron a la espera de otros tiempos. La población aumentó y tuvieron que explorar nuevos
terrenos para el cultivo, hacia el sur. Descubrieron que allí las tierras y el clima eran todavía
mejores, y había variedades de maíz y frijol que podían dar hasta dos cosechas durante el periodo de
lluvias. Muchos comenzaron a levantar chozas en las tierras bajas, pero sólo para guardar las
cosechas, pues nadie pensaba apartarse. Sabían que sólo unidos podían rechazar cualquier intento
de asimilarlos o hacer que volvieran para trabajar en el valle.
Sin embargo, el proceso de asimilación no ocurrió como ellos lo imaginaban. Ningún grupo
extraño vino a sojuzgarlos ni a apresarlos para llevarlos a trabajar a las minas, aunque sabían que
allí estaban. Un día unos cazadores encontraron a un hombre dormido al pie de una encina. Parecía
muerto, cubierto con harapos y una pequeña maleta de cuero que había colocado como almohada
bajo su cabeza. Lo rodearon silenciosos y entonces el hombre despertó, les sonrió tranquilo y con
un ademán los invitó a sentarse. Era un fraile dominico que terminaría su vida consumida por la
locura. Pero antes, en su afán por evangelizar a todas las aldeas esparcidas entre las montañas, se
había lanzado temerariamente siguiendo su huella y preguntando a las que iba convirtiendo por el
camino dónde había más y cómo llegar a ellas. Los poblados más fáciles de evangelizar fueron
aquellos que se habían quedado cerca del valle. Aprovechaban su cercanía para trabajar y adquirir
los productos de los que ellos carecían. Adoptaron esperanzados la nueva religión y consideraron
necesario que sus compañeros encaramados montaña adentro también lo hicieran. Por eso
colaboraban sin ningún reparo cuando los frailes preguntaban dónde había más grupos, cuántos eran
y cómo podían llegar hasta ellos.
El dominico se fingió enfermo y con señales los convenció de que lo llevaran con ellos. Los
hombres lo vieron tan débil que lo consideraron inofensivo y aceptaron traerlo a la cima; allí le
asignaron una troje para que durmiera. Pronto el fraile supo rodearse de niños y mujeres y, a la vez
que les explicaba cómo hacer dulces con miel silvestre, cómo curtir los cueros de venado y ocelote
para lograr piezas suaves, les iba enseñando su lengua y los introducía en la nueva religión.
También los adiestró para sacar largas tiras de corteza con las que hizo hamacas para los mayores y
cunitas colgantes para los bebés; les enseñó a tejer una palma con la que diseñó esterillas,
sombreros para los varones y unos amplios capotes que abrigaban confortablemente el cuerpo y lo
mantenían indemne de la lluvia. Con los niños que más rápido aprendían su idioma formó un
pequeño grupo para que ellos mismos enseñaran a sus padres y a todo aquel que lo quisiera; casi
nadie rechazó aprenderla, pues sabían que era la forma de entenderse con la gente del valle y con
sus compañeros que habían perdido su antigua lengua. El fraile parecía no tener intención de irse
nunca o simulaba estar todavía enfermo cuando alguna vez lo apremiaron para que lo hiciera.
Algunos ancianos contestaban que era inevitable esta mezcla y que era mejor así, sin grandes peleas
ni sufrimientos. Así que lo dejaron estar y él pudo realizar pacientemente su tarea de conversión
religiosa y enseñar su lengua.
No se sabe exactamente por qué, si por quedar cerca de los mejores terrenos o porque se
enteraron de que se pretendía abrir un gran camino que llevara del valle a la costa, un día los
habitantes decidieron bajar a las tierras templadas para establecerse en ellas. Llevaban ya el germen
de la división y, con el pretexto de los augurios que hacían los viejos acerca de cómo sería su vida
en los diversos lugares que veían aptos para habitar, se separaron en dos grupos y cada uno
construyó su propio poblado. Uno se llamó Santo Tomás y el otro San Bernardo, y sus nombres
decían todo acerca de sus nuevas creencias. Excepto unos cuantos, la mayoría enterró a sus dioses
domésticos en la cima, cerca de las piedras labradas, en espera del tiempo que retornará, decían,
cuando los bebedores de la noche vuelvan a nacer.
Desde que el religioso visitó con algunos de ellos las tierras bajas, les dijo que eran buenas
para cultivar plátanos, café y piñas, frutos que ellos desconocían. En las visitas que los habitantes de
las aldeas ya convertidas le hacían, le llevaron semillas y pies para cultivarlos. El religioso
convenció a varios para intercambiar algunas piezas de oro que conservaban por asnos, mulas y
ganado. Muchos beneficios obtuvieron después de este intercambio y de adoptar la nueva fe,
aunque también conocieron nuevos problemas. Si antes las tierras y sus frutos eran de todos, con la
siembra del café y del plátano tuvieron que cercar las parcelas para indicar pertenencia. Todos
entendieron que mientras alguien trabajara un pedazo de tierra nadie podía meterse allí, a menos
que la abandonara y el terreno se hiciese monte nuevamente. Pero había tanta y toda era tan fértil
que debieron pasar muchos años antes de que empezaran las peleas por ellas, y esto ocurrió sobre
todo entre las poblaciones, no entre individuos.
Pronto se adaptaron a un nuevo tipo de vida. Cuando vivían en la cima todo se reducía a
cosechar para subsistir, pero ahora, además de los cultivos para alimentarse que trabajaban durante
la primavera y el verano, para obtener otras ganancias continuaban con el café en otoño e invierno,
mientras que las piñas y plátanos les ocupaban varios días a lo largo del año. Trabajaban más y
algunos empezaron a tener mejores casas, más terrenos y abundantes reses. La misma munificencia
que les brindó la tierra en la cima, se repitió en los lugares bajos. Los platanares se reproducían casi
solos; bastaba sembrar un camote para que en uno o dos meses brotaran diez o doce plantas, y se
siguieran multiplicando cada vez que cortaban una con los frutos ya desarrollados. Crecían distintas
variedades: el exquisito plátano-manzano, de delgada cáscara y dulce y aromática pulpa; el
gigantesco plátano bellaco, que atraía numerosas calandrias cuando maduraba y era muy solicitado
para los guisos en las ciudades del valle; el de cáscara morada, de dulce y rosácea pulpa; el
chaparro, de tallo corto pero capaz de producir enormes y aromáticos racimos, con dos de estos
bastaba para cargar una mula a toda su resistencia; el perón, que gustaba de los terrenos secos de las
laderas; el de guinea, que se reventaba al madurar y atraía parvadas de cenzontles, y tantos tipos
más que crearon mediante injertos.
Descubrieron que los platanares daban una magnífica sombra para el café, así que
combinaron su cultivo en el mismo terreno. El denso ramaje de ambas plantas era de un verdor tan
oscuro que cuando pasaban por debajo parecía que había anochecido. Alrededor de las casas el
canto de los cenzontles daba tanta alegría por las mañanas, que todos despertaban contentos para ir
al trabajo. Por las tardes, en cambio, el melancólico piar de las aves provocaba tal tristeza que
algunas mujeres y niños empezaban a llorar sin saber por qué. Los hombres preferían salir a los
patios y liarse un cigarro mientras la neblina los envolvía en un aura fantasmal.
Hacía mucho tiempo que el religioso había desaparecido, trastornado por el amor que
profesó a una joven que él mismo bautizó como Nicolasa. Un día, ya viejo, llegó en su busca un
grupo de compañeros suyos y se enteraron de su prohibida y pecaminosa relación. Quiso justificarse
diciendo que la mujer se podía volver un animal a voluntad y que a él también lo transformaba
cuando quería. Así fue como, convertidos en leones, explicaba, habían tenido ayuntamiento y
engendrado a esos tres muchachitos tan parecidos a él en su cuello de toro. Sus compañeros no le
creyeron. La gente era tan apacible y entregada a la nueva religión, que creyeron un invento del
fraile la mención de esas extrañas e increíbles prácticas. Él mismo les había mostrado la devoción
con que realizaban los ritos que les había enseñado, si bien algunos las confundían todavía con los
que hacían a los antiguos dioses. Así que se lo llevaron contra su voluntad a continuar
evangelizando las demás aldeas de la montaña, y esta separación le provocó los primeros síntomas
de locura, aun cuando sus compañeros pensaron que los fingía. Un día se presentó desnudo,
escondida la cara tras el largo y enmarañado cabello, rugiendo y moviéndose como un león.
Algunos vecinos de Santo Tomás, donde vivía Nicolasa, se acercaron y lo quisieron ayudar, pero él
corrió al monte como un verdadero animal salvaje. Por allí merodeó algunos años y la gente se
acostumbró a su extravagancia. Un día dejó de acudir al corredor de la casa donde Nicolasa y sus
hijos le dejaban un poco de comida, por las noches. Simplemente desapareció, pero había dejado los
únicos mestizos de la región y la transformación total de la vida de ambas poblaciones.
Sus habitantes vivían aislados pero en paz. Muchos construyeron sus casas con adobe,
blanquearon sus muros y las techaron con lámina de metal, como él les enseñó. Las parcelas
quedaban delimitadas sembrando retoños y los límites entre los terrenos de una población y otra
quedaron marcados por un largo carril que los pobladores acudían a limpiar continuamente, pues el
monte crecía con rapidez. Aprovechaban entonces para convivir amistosamente y al final de la
jornada organizaban una gran fiesta. Sin ningún remilgo los más pudientes ponían un buey o una
ternera para comer, y alguien que conocía el solfeo organizó la primera banda de música.
Aunque los pobladores del valle y de la costa comerciaban con ellos, nunca los
mencionaban cuando las autoridades civiles preguntaban qué gente vivía en las montañas y qué
riquezas poseían. Los desanimaban explicando que sólo eran unos cuantos salvajes que sobrevivían
apenas comiendo plantas silvestres. Para ellos todos los pueblos serranos eran descendientes de
gente rebelde que se habían remontado a las montañas y allí estaban bien por insumisos. Querían
conservar el privilegio de comerciar con ellos por sus magníficos productos: aromáticas y dulces
piñas, maíz limpio y de enormes granos, un café de inigualable aroma y sabor, amplia variedad de
plátanos, diferentes tipos de frijol y mucho ganado vacuno. Los conocedores encargaban extrañas
hierbas para curar diversas enfermedades, frutos silvestres de indescriptible sabor, carne de venado,
hongos comestibles, gatos salvajes y aun ejemplares de la inimaginable danta. Por todas estas
razones a ellos también convenía que los serranos continuaran ignorados.
Pero no sólo por su riqueza Santo Tomás y San Bernardo eran el centro de la vida serrana.
Eran los que más firmes y puras mantenían las antiguas creencias y tradiciones. Un reducido grupo
de ancianos había logrado preservar mucho del conocimiento antiguo: predecir cómo sería la
temporada de lluvias, solicitar permiso al monte para sembrar o cosechar, saber cuándo una
actividad como la caza no se debía realizar, curar las enfermedades, aprovechar las plantas
medicinales, y sobre todo resolver las dudas que preocupan a todo hombre al nacer o enfermar:
¿para qué servirá este nuevo ser? ¿Cuál es su destino? ¿Qué animal lo protege? ¿Con quién podrá
tener buena descendencia? ¿Quién lo dañó? ¿Qué está pagando? ¿Se podrá salvar si estaba
enfermo? Por eso, cuando el terremoto destruyó la mayor parte de los poblados de la sierra, una
madrugada de los primeros días del año 1860, toda la gente del valle y de la costa lo lamentaron:
comprendieron que un mundo diferente y completo se había perdido.
Fue un cataclismo que centró su demoledor movimiento en el corazón de la montaña.
Cerros completos se desgajaron, vertiginosos barrancos se abrieron, nuevas y pronunciadas
pendientes se formaron y una capa de tierra roja cubrió los terrenos cultivados; las fuentes de agua
quedaron cegadas; muchas casas con sus habitantes dormidos fueron cubiertas por toneladas de roca
y tierra y luego rodaron hacia las profundidades. Los sobrevivientes despertaron para darse cuenta
de que sus casas pendían sobre un frágil voladero, mientras los patios, trojes y corrales habían
desaparecido entre la tierra. Los recuerdos conservados de esta madrugada negra hablan de un
zumbido pavoroso procedente del mar, de un rabioso viento que casi derribaba a niños y mujeres, y
de un aroma a tierra húmeda que se extendía por toda la sierra. Cuentan que pasaron en vela el resto
de la noche, buscando porciones de tierra firme donde ordenar los pocos objetos salvados, mirando
el luminoso cielo estrellado, como si de allí pudiera venir la señal que les confirmara que estaban a
salvo. En dirección al mar se veía un intenso resplandor, recuerdan.
Al amanecer descubrieron los estragos. Las montañas principales se desgajaron formando
nuevos cerros; el espinazo de la cordillera se había quebrado justamente donde habitaban y en
algunas partes formaba suaves ondulaciones, mientras en otras surgieron pendientes tan inclinadas
que parecían cortadas a plomo y causaba vértigo asomarse a ellas. La sierra en general era
irreconocible por la gran cantidad de barrancos, nuevos promontorios formados al fondo de los
arroyos y ríos, y montes completos desaparecidos. Apenas ayer recreaban su vista con el verdor del
horizonte, y hoy amanecía transformado en un paisaje pedregoso; la tierra suelta adquiría en partes
una coloración rojiza, y en otras amarillenta o negra. Advirtieron también la gran cantidad de
aguajes que habían aparecido entre las peñas y esto los confortaba en parte, pues era signo de que la
vida podría continuar. También notaron que los terrenos con menos desmembramientos habían sido
los de las tierras bajas, donde casi no se veían huellas del terremoto, pero conforme los cerros se
iban apilando unos sobre otros en las alturas, más quebrantamientos mostraban. Sólo la cima que
los albergó durante su arribo permanecía inmutable y parecía señorear con su fortaleza las demás
cumbres.
No hicieron ni siquiera el intento por descender al fondo del abismo para rescatar los
cuerpos de los que el terremoto se había llevado. Familias completas habían quedado sepultadas
primero entre sus casas y luego bajo toneladas de tierra y piedras. Las casas de ambas poblaciones
se habían desgajado hacia el oriente y bastaba mirar los promontorios formados allá abajo para
saber que era imposible encontrar a alguien con vida. Curiosamente, los cementerios de ambas
poblaciones también habían sido arrasados. Esto les dio la certeza de que una voluntad desconocida
se había propuesto borrar toda huella para indicar a los sobrevivientes que se trataba de un nuevo
comienzo.
Los de Santo Tomás acordaron reunirse con los habitantes de la otra población y ese mismo
día fueron con ellos. Los encontraron en la misma situación y disposición, también preparados para
ir a su encuentro. Hicieron el recuento de su tragedia, enumeraron a los conocidos de una y otra
población para ver quiénes se habían salvado y cuántos eran. Nadie recordó los motivos por los
cuales se habían separado casi un siglo atrás, pero descubrieron que no se guardaban ningún
resentimiento y concluyeron que, en todo caso, los únicos que lo sabían fueron sepultados por el
terremoto la noche anterior. San Bernardo y Santo Tomás decidieron vivir juntos otra vez. Lo
primero que acordaron fue descartar ir a vivir a las tierras bajas, donde el calor provocaba muchas
enfermedades y los trabajos duraban sólo los meses de siembra y cosecha de los cultivos.
Estuvieron de acuerdo en que esas tierras se dejaran para el ganado y que a pesar de los temblores y
la mayor vulnerabilidad de las cimas, convenía permanecer en ellas. Mientras un grupo fue en busca
de algunas reses para comer, otros se dedicaron a rescatar y reunir en un mismo sitio todo lo que
serviría para el nuevo comienzo, y otros más iniciaron el recorrido por los alrededores para hallar el
sitio donde asentarse.
Fueron primero a un lugar llamado Cerro Largo, abajo de donde habían estado las dos
poblaciones desaparecidas. Era una planicie pequeña y apacible, rodeada por gruesos encinos.
Hacia el oriente había un bullente manantial, y cerca de allí dos o tres ojos de agua. Su única
desventaja era que se encontraba en las faldas de la montaña y quedaba del lado de sombra, es decir,
sólo tendrían sol después del mediodía. Los viejos dijeron que allí la gente no abundaría y que poco
a poco se iría acabando. Por eso fue desechado.
Fueron después a una loma cercana, con varios nacimientos de agua, pero la tierra era
fangosa y roja, parecía arcilla. Los sabios dijeron que en ese lugar la gente sería mala, abundarían
los ladrones, habría personas perezosas y asesinas, así que también fue descartado. Siguieron
buscando el resto del día y cuando ya se retiraban vieron en un promontorio el brillo de un objeto
que reflejaba los rayos del atardecer. Parecía llamarlos con sus guiños desde una porción de tierra
suelta que el terremoto había expulsado de las entrañas de un cerro. Fueron allí y se trataba de una
pieza compuesta por delgadas laminillas de un fino metal, colocadas unas sobre otras para formar
pequeñas placas de medio centímetro de espesor; parecía que la tierra las había presionado y
recortado en esas dimensiones que cabían en la palma de una mano. Las juntaron para ver si tenían
grabado algo y pudieron calcular que la pieza completa podría medir un metro cuadrado. ¿Quién
había dejado ese metal, para qué servía y cómo lograron enterrarlo en las profundidades de la tierra?
Los ancianos lo consideraron una buena señal, enterraron otra vez las piezas y decidieron fundar allí
la nueva población.
No era un paisaje majestuoso como el de la alta cima; no se percibía el suave aroma de los
encinos y oyameles, ni el rumor del viento entre los gigantescos pinos que arrullaba las noches de
San Bernardo y Santo Tomás. El promontorio les impediría contemplar donde se asentaron los
antiguos, y las casas se tendrían que erigir en las faldas de una amplia hondonada en cuyo fondo
corría un arroyo. Pero esta misma composición del terreno les daría protección, los mantendría al
abrigo de los fuertes vientos provenientes de la costa y sólo sería visible desde las alturas. Del cerro
desgajado se habían formado varios pliegues y en cada uno de ellos aparecían manchas húmedas,
señal de que bastaba limpiar o ensanchar un poco para encontrar agua. Además, al pie se erigían
añosos sabinos, otro indicio de que el arroyo llevaba suficiente líquido que también sería fácil
descubrir pues los ahuehuetes emergían casi completos de entre los escombros.
Así fue como se decidió dónde fundar el nuevo poblado. Mientras los principales repartían
los terrenos y varios grupos de hombres desmontaban y abrían los espacios para construir las casas,
llegó nuevamente un grupo de religiosos para saber cómo habían sobrevivido. También ofrecieron
su ayuda, pero en realidad su propósito era menos desinteresado: querían convencer a los
sobrevivientes de que construyeran un templo católico. Argumentaban que así tendrían un lugar
para encomendarse a Dios en caso de que nuevas desgracias ocurrieran, y ellos podrían bendecir el
lugar. Las mujeres fueron las primeras en aceptar y los hombres lo consintieron sin mucha
resistencia. La nueva población se llamaría Santa Catalina, como lo propuso el más joven de los
frailes, que recientemente había llegado de una ciudad conocida como Santa Catalina de Siena. Pero
los oídos de los sobrevivientes entendieron Santa Catarina, y así la comenzaron a nombrar,
quedando más adelante simplemente como Santa Cata.
Para construir el templo se requirió hacer una lista con los nombres de todos los habitantes
para anotar la cooperación de cada uno. Sólo entonces los frailes repararon que, en su afán
evangelizador, habían olvidado poner apellidos a los numerosos nombres como Engracia, Nicolasa,
Domitila, Domingo, Antonio, Pablo y Timoteo, con los que llamaron provisionalmente a la gente.
Así fue como, en el momento de entregar su aportación, sus nombres fueron completados con
apellidos como Ruiz, Baños, García y Martínez.
No se equivocaron los videntes en la elección del lugar. Para afianzar la tierra los habitantes
trajeron y sembraron distintas variedades de árboles, cuya sombra habían comprobado benéfica para
los cafetos y platanares; enriquecieron sus solares con nuevas variedades frutales como el aguacate,
el mamey y el mango, y en poco tiempo las cicatrices del sismo habían desaparecido. Pronto
recuperaron también el oscuro verdor de sus anteriores poblaciones; los cenzontles volvieron con
sus alegres cantos matutinos y su melancólico plañir del atardecer; la niebla acudió puntual a
envolverlos con su húmedo aliento durante la temporada de lluvias, y los patios de las casas se
llenaron del incesante croar de renacuajos por la noche. Descender un tanto de las alturas pareció
favorecerlos. Como las tierras bajas casi no fueron dañadas por el terremoto, había suficiente maíz,
frijol y ganado para subsistir. Por eso se dedicaron a recuperar las plantaciones de café, plátano y
piña. Esta última crecía en los terrenos más elevados, así que el colorido de los cerros daba un
magnífico contraste: en sus partes bajas plenas de verdor por los platanares y el café, y más arriba
los amarillos surcos de piña alineados rectamente. Cuando los primeros gobiernos se interesaron
para que estas poblaciones fuesen integradas al país, así fuera sólo para cobrarles impuestos,
recuperaron una palabra del idioma original de sus habitantes para identificarlas: Loxicha, que
significa “lugar de piñas”. Así fue como San Baltazar, Santa Catarina, San Agustín, Santa Marta o
San Bartolomé fueron conocidos simplemente como los Loxicha.
La iglesia fue la construcción más grande de la sierra: de anchas y enormes columnas, sus
gruesas paredes acogían una amplia nave que en nada desmerecía a las de la catedral y templos de
la capital, decían los dominicos. Tenía dos altas torres y una más baja para el campanario. Anexa a
ella estaba la casa curato, donde los frailes vivieron durante los años que llevó la construcción, y
más adelante sirvió para alojar a los sacerdotes que eventualmente los visitaban. El altar principal,
con una pequeña elevación, ostentaba en su parte central una imagen de Santa Catalina, custodiada
por dos arcángeles de tamaño natural. A los lados diversas figuras de santos, vírgenes,
representaciones de Cristo y otros símbolos religiosos parecían hacer guardia al pasillo que
conducía al altar principal. En esos años de bienestar y abundancia llegó el primer y único órgano
en toda la sierra. Tal vez los dominicos, viendo no sólo la riqueza que la tierra daba a sus
moradores, sino que algunos poseían aún antiguas piezas de oro, los convencieron para que
compraran ese pesado órgano que fue traído en partes desde el valle. Aún se recuerda que uno de
los mandones, agradecido porque había sobrevivido al ataque de dos pumas, aportó sin remilgos
una piel completa de víbora de cascabel repleta de monedas de plata; otra matrona entregó dos
magníficas ajorcas de oro puro, algunos más cedieron pendientes, orejeras, laminillas y aun pepitas
de oro, pero hasta el más humilde habitante entregó su cooperación o al menos contribuyó con sus
brazos para traer el órgano y construir la iglesia.
Los religiosos establecieron las celebraciones de la liturgia católica y las fechas en que se
debían realizar, entre ellas muy especialmente las de la virgen, que se acordó serían el 25 de
noviembre, con sus calendas, vísperas y labrado de velas. Casi todas coincidían con el inicio o final
de los principales ciclos agrícolas. Por eso los ancianos sonreían socarrones, pues sabían que el
panquetzaliztli, la celebración más importante del mundo prehispánico, se realizaba también en el
otoño. Pero organizar las celebraciones requería dinero y sobre todo el trabajo de los pobladores.
Por eso los convencieron de que cedieran una porción de tierras y algunas cabezas de ganado para
formar una cofradía, es decir, un lugar dedicado al cultivo de productos y cría de ganado para el
sostenimiento de la iglesia. Todos aceptaron y entregaron su pedazo de tierra; algunos se ofrecieron
para servir como los primeros mayordomos de la virgen, en el entendido de que al año siguiente
otros desempeñarían ese mismo cargo.
También acordaron nombrar formalmente a sus primeras autoridades, ya que en las
sucesivas guerras que asolaban al país llegaban ocasionalmente distintos grupos armados y lo
primero que preguntaban era a quién debían dirigirse para exigir comida, mulas y en algunas
ocasiones hombres para continuar la lucha. Los ancianos y mandones no podían enfrentar estas
exigencias, por eso la población quedaba inerme y, dependiendo de su fuerza, los extraños tomaban
lo que se les antojaba. Los frailes explicaron que, de acuerdo con la organización política del estado
al que pertenecían, debían crear una presidencia municipal. Ellos se encargarían de llevar la
notificación de la formación de este nuevo municipio a la cabecera de la que formaban parte, y así
fue como a ciertas personas se les encomendaron los cargos de presidente, síndico, regidor y otras
denominaciones que ni los mismos frailes conocían bien cuáles serían sus funciones, pero la
costumbre las fue imponiendo poco a poco. Para los hombres fue muy agradable tener una amplia
casa donde reunirse por las tardes, y así repararon en la necesidad de saber leer y escribir. Los
frailes los ayudaron en este propósito. Pronto pudieron iniciar la integración de sus primeros
archivos, hacer un rudimentario listado de contribuyentes, tener una relación de terrenos y redactar
sencillos documentos que daban constancia de la venta de ganado, una parcela o una fanega de
maíz.
Un día los frailes los reunieron para informarles que se tenían que ir. Llevaban viviendo allí
más de cinco años y deseaban quedarse para siempre, dijeron, pero las guerras del centro habían
ocasionado el cierre de sus conventos, la persecución de sus órdenes y tenían que ir a auxiliar a sus
compañeros. Todos los religiosos esparcidos por las poblaciones de la sierra ya se habían ido a la
ciudad, ellos eran los últimos que quedaban, pero ya no podían aplazar más su partida. Ustedes
sigan viviendo sin temor, les pidieron, no olviden las celebraciones ni descuiden la cofradía. Pronto
vendrá un sacerdote para hacerse cargo de esta iglesia. A él deben entregar el dinero e informarle de
cuánto ganado y productos de la iglesia existen. Enviaremos alguien que pueda enseñarles herrería,
porque hace falta reforzar con hierro las columnas; también un maestro, porque las letras deben
aprenderse desde la niñez y aquí hay muchos que ya deberían saberlas. Tal vez regresemos, tal vez
ustedes mismos vayan a buscarnos. Ya no vivan tan aislados, no sean ariscos ni orgullosos con los
hombres del valle; son sus hermanos porque son hijos del mismo padre, como les hemos enseñado.
Ocurrió esto a mediados del siglo XIX , cuando el país apenas se conformaba como nación.
Ni los frailes ni ellos sabían que el olvido y el aislamiento persistirían por muchos años más, pues
se repetían como los ciclos de vientos y lluvias. A pesar de que ahora tenían mayor contacto con el
valle y la costa, pues sus productos eran muy demandados y ellos habían adoptado vestidos,
calzado, rifles y muchos más artículos de la ciudad, apenas si se les notaba en los mercados cuando
entregaban las cargas de sus frutos, café o pieles. Se encerraban en su silencio que se había vuelto
una forma de ser después de tantos años y se confundían con los otros grupos de la sierra. Sólo
hablaban lo indispensable y permanecían en el valle el menor tiempo posible. Compraban lo que
requerían y regresaban a su montaña con sus recuas de mulas y asnos. Sólo bien adentrados entre
los montes decidían fumar un cigarro, conversar suavemente y beber un trago de mezcal que algún
comerciante llevaba. Los habitantes del valle sabían que más allá de los perfiles azules de las
montañas vivía gente, diversa gente, mas nunca los podían identificar entre tantos grupos que
desaparecían como una multitud de fantasmas tras los cerros.
***
El hombre fue colocando sobre la mesa los objetos que sacaba de las maletas. Cuando ya no cabían
más, tomó el primero y con voz amable dijo a la mujer:
—Mire, señora: ésta es una magnífica cafetera. Cuando salí de aquí casi nadie usaba objetos
de peltre, todos tenían ollas de barro; los utensilios completos de la cocina eran de barro, además de
las jícaras, bules y jicalpextles. Ahora veo que sólo conserva el comal y algunas ollas grandes con
ese material. ¡Tenga!, aunque tiene una hermosa jarra de barro para hacer el café, estoy seguro que
esta cafetera de peltre le servirá mucho.
Habían terminado de cenar pues el hombre que los visitaba había llegado por la tarde,
después de dos días de camino. Tendría como sesenta años. Vestía una gruesa chamarra de piel
negra y usaba unos lentes de un delgado armazón de color dorado. A través de estos miró satisfecho
la expectación que había causado con la entrega del primer regalo, y no quiso que el interés
decayera, así que de inmediato tomó otra caja y dijo, dirigiéndose al hombre de la casa:
—A ti no se me ocurrió traerte otra cosa más que estas camisas. Creo que te quedarán bien,
pues aunque no recordaba muy bien tu estatura, me dejé guiar por la edad que supuse tendrías y
parece que no me equivoqué. Por aquí casi todos somos del mismo calado. ¡Tómalas, son para ti!
—Mira —continuó—, para las muchachas o para quienes tú quieras regalarlos. Son unos
cortes que mi esposa compró con la extensión suficiente para que de cada uno salga un buen
vestido, como se acostumbran por acá, a ninguno le faltará tela.
Así fue sacando y entregando uno a uno los regalos que había llevado. A veces decía un
nombre y se quedaba con el paquete en la mano, porque le informaban que esa persona había
muerto. El otro, a quien le decía sobrino, lo reconfortaba diciéndole que quedaban los hijos, algún
nieto y le explicaba que podría visitarlos los siguientes días. Hicieron un repaso de los principales
nombres que recordaba y así hasta revisar todo lo que había traído.
En una esquina de la mesa, casi olvidada, permanecía una cajita de cartón que el hombre se
negaba a regresar a la maleta.
—Y en cuanto a ti, ciudadano —se dirigió al chiquillo que miraba atento desde una sillita
colocada cerca del fogón—, tu papá me habló de ti en su carta de respuesta. Tienes casi la misma
edad de mi hijo, el más pequeño. Por eso a él le pregunté qué podría traerte, qué te gustaría. Y él me
recomendó que te trajera esto, mira, tómalo, es para ti. Espero que te guste.
Y sin más abrió la caja para extraer un hermoso avioncito de combate que tenía grabadas su
matrícula, insignias, bandera y en cuya nariz brillaba una hermosa hélice dorada.
Después de un rato todos se fueron a dormir excepto los dos hombres y el niño. Unas rajas
de ocote ardían, iluminando la habitación, y afuera se escuchaba el chirriar de millares de insectos y
ladridos lastimeros en la lejanía.
—Pues, ahora sí, cuéntame los cambios que se han vivido aquí. ¡No sabes cómo recordaba
este pueblo! Durante muchos años me propuse no venir nunca más, pero conforme envejecía los
recuerdos se hacían cada vez más intensos y apremiante el deseo de venir. Reconocí que mi
amargura no tenía razón de ser. Nadie podía haber hecho nada para impedir que me llevaran.
Vivíamos en un atraso y un aislamiento total en aquellos años, confiados solamente en lo que la
tierra nos daba. Por eso decidí reconciliarme con mi pueblo, con mis familiares que sobreviven y
con mis muertos. Un día decidí escribir para comunicarte mi decisión. ¡Gracias, sobrino, por
ayudarme a volver! Tenía que regresar aunque sea por última vez.
—¿Cuándo se fue de aquí? ¿En el veinte?
—No, en 1918. Era un día de julio, nunca lo he olvidado. Llegaba del trabajo cuando
alguien fue a avisarme que me necesitaban en el municipio. Mi madre se quedó esperando con la
comida caliente porque fui de inmediato, le dije que volvería pronto sin sospechar nada. Tonto de
mí, allí mismo me detuvieron y he regresado hasta ahora, cuarenta y dos años, cuatro meses y tres
días después. Ja, ja, ja, era un cinco de julio. Alguien dijo que yo era buen tirador y por eso me
llevaron. Al día siguiente, al amanecer, salí en la cuerda con tres más de este pueblo y varios otros
de San Baltasar, San Agustín y San Bartolomé. Necesitaban soldados.
—¡Caray, lo que son las cosas! Yo no había nacido entonces, nací dos años después. Mi
madre era su prima, ella me hablaba de usted.
—Sí, la recuerdo. Éramos casi de la misma edad, yo tenía dieciséis años entonces. Pues me
trajeron de aquí para allá, conocí varias regiones del país; el que hizo la leva en la que me llevaron
fue un general zapatista, luego se hizo carrancista y después ya no supe de él porque me llevaron al
norte. Allí estuve hasta que organizaron al ejército en forma, lo que nos vino bien, porque
reconocieron nuestros grados y antigüedad. Luego nos encerraron en los cuarteles.
—¿Con qué grado se retiró?
—Como primer capitán. No es un gran sueldo, pero con la pensión que me pagan me basta
para vivir; me compré una casa y puse una tienda. Pero, dime, ¿quiénes son los que aún viven? ¿A
quiénes podré ver?
—Pues, de los de su generación y mi madre sólo le quedan dos primos, Aurelio y Amado,
tal vez los recuerde. A ellos les dará gusto verlo, ¡después de cuarenta y dos años! Será como
alguien que ha revivido para ellos. Mi madre murió en el cincuenta y cuatro, cuando este niño
nació.
El chiquillo se esmeraba por avivar la luz. Sacudía las brasas consumidas del ocote y ponía
nuevos pedazos. La madera ardía proporcionando unas vivaces llamas rojas y amarillas con las que
la habitación se iluminaba plenamente. Los hombres siguieron conversando.
—Explícame algo —dijo el visitante—, esta tarde, cuando descendíamos del Cerro Madrón,
vi que el camino era más amplio, más cómodo.
—Sí, es que eso ya es parte de la brecha. Nos hemos propuesto hacer la carretera para ir al
valle. La idea surgió del propósito que tenemos de reconstruir la iglesia; creo que desde que se lo
llevaron nuestro templo estaba en ruinas, y la capilla es insuficiente, ya somos muchos. También
queremos levantar la casa municipal. Ambas obras requieren mucho material. Usted sabe, aquí a
todos nos corresponde poner nuestra aportación. Pero para un jornalero sin mulas ni caballos es
imposible traer el cemento o las varillas. Y cargarlas en la espalda es imposible en estos caminos
tan difíciles, durante casi dos días. Por eso el pueblo aceptó la idea de hacer primero la brecha, para
ayudarnos a traer todo lo que se requiera.
—Es una buena idea. Con la carretera también podrán llevar más rápido sus productos, y
directo a la ciudad. Evitarán a los intermediarios que muchas veces se quedan con la mejor parte.
—Sí, traerá muchos beneficios. Esto lo entiende la mayoría, pero hay algunos que se
oponen. Piensan que es un sueño, una locura, una ilusión. Creen que es imposible vencer a la
montaña.
—Y, el gobierno, ¿los está apoyando? ¿Les da alguna ayuda?
—Nada, ninguna. Ni siquiera nos quisieron apoyar con un ingeniero para trazar la carretera.
“Tome un carrizo, mida el ancho de un camión y con esa anchura síganse”; así me dijo el secretario
de obras del gobierno, ésa fue toda la ayuda que nos dieron.
—¡Desgraciados! Pero cuando ustedes terminen la carretera ellos serán los primeros que
estarán en la ceremonia de inauguración. Se la atribuirán, presumirán los miles de nuevos
kilómetros que han construido y lo registrarán y pregonarán en sus informes.
—Sí, así son.
—¿Y por dónde van ahora? ¿Qué tanto han avanzado? ¿Por dónde la llevarán? Digo, si la
sacan por los terrenos de San Miguel o Santa María me parece imposible. Son montañas de pura
roca, con cerros altísimos y ríos muy profundos.
—No, no iremos por allí. El plan es sacarla por el rumbo de los coatlanes, donde el terreno
es menos escabroso. Por esa ruta la podremos ligar más adelante con una brecha que una compañía
maderera abrió para conectarse con la región. Al ritmo que vamos, tal vez en dos años lo habremos
logrado.
—¡Carajo, cuánto esfuerzo y trabajo! ¡Qué tenacidad la tuya, sobrino! Permíteme llamarte
así, ¿tú los encabezas?
—Sí, no le había podido decir, pero soy el presidente municipal de Santa Cata.
—¡Ah, mira! ¿Por qué no me lo habías dicho? ¡Estoy en la casa del presidente municipal!
¡Me quedaré en la casa del presidente!
Los dos hombres rieron. Sabían que no había ningún beneficio en el cargo, excepto el de
cumplir con un deber: servir a la comunidad de la que son parte. Porque ser un servidor significa
perder días valiosos para limpiar el cafetal, cultivar la milpa o vigilar el ganado. Todos los
habitantes rehuían ocupar algún cargo y eran muy pocos los que sabían leer y escribir. Por eso había
que aceptar, no había de otra.
—Tienes que enviar a este ciudadano a estudiar —dijo el visitante, señalando al niño—.
Este pueblo necesita gente preparada.
—Sí, lo he pensado, ya lo he pensado. ¿Quiere más café? Nos dejaron la olla sobre las
brasas, para que se mantenga caliente.
—Sí, sírveme otra taza. Hace tantos años que no tomaba una bebida tan aromática y de
sabor tan consistente.
—Pues ahora se llevará un poco para que lo beba en la ciudad.
A esa hora de la noche sólo se oía el chirriar de millares de insectos y los ladridos de los
perros. De pronto, una lechuza empezó a graznar en algún árbol cercano a la casa.
—¿Recuerda eso? ¿Sabe lo que significa ese canto?
—Sí —respondió el visitante—, cómo olvidarlo. Mi abuela, que conoció a las gentes de
antes, incluso sabía el conjuro para evitar el mal presagio que traen.
—Y usted, ¿recuerda el conjuro?
—No, ni creo que mi difunta madre lo supiera. ¡Cuánto perdimos con ese temblor! Muchos
conocimientos antiguos se fueron con toda la gente que murió esa noche. Por eso te preguntaba,
¿hasta dónde llevan la brecha?
—Al pie de Cerro Flores. Quienes van limpiando el monte ya dejaron lista la cumbre.
—Pasarán la brecha por la cima, ¿entonces?
—Sí, por allí pasarán. No hay forma de atravesarla por la falda del cerro, es zona de
derrumbes.
—Pues debes de tener cuidado. Se sabe que la cumbre es sagrada, allí hay cosas antiguas
que no conviene ni tocar ni sacar. Son objetos que daban vida a acciones y creencias que la gente ya
olvidó, la tuvo que olvidar para iniciar una nueva forma de vida, ésta que hoy vivimos.
—Sí, todo eso lo sé —dijo el hombre de la casa, bajando la voz—. Le voy a decir algo: fui a
consultar un zahorí, un anciano conocedor y muy respetuoso de todo lo antiguo. Él recibió muchos
conocimientos de sus antepasados, de las pocas personas que sabían y que se salvaron esa noche del
terremoto, en Santo Tomás. Bueno, pues el anciano me dijo más o menos lo siguiente.
“Nada pasará si el camino cruza por allí, me dijo. Los objetos no están en un solo sitio ni
mucho menos en medio del camino. Los antiguos sabían prever y los repartieron por los
alrededores. De hecho, varios infelices han ido a escarbar en la cumbre; creen que nuestros
antepasados eran tan torpes como para enterrarlos en la hondonada que remata la punta, a la vista de
todos. Algunos han tenido suerte y han encontrado idolillos de barro, utensilios aún completos y
una que otra piedra labrada. Esto han encontrado y lo han vendido, por eso buscan más. Buscan el
oro y las piedras preciosas. Hace poco, tres granujas tuvieron el descaro de llevar el brazo de una
difunta. De alguna forma se enteraron que el brazo y la mano de una mujer muerta en el parto sirven
para encontrar riquezas. Varias noches anduvieron golpeando la tierra con ese brazo pero nada
pudieron encontrar. No sabían cómo se usaba ni para qué servía exactamente, ni quiénes podían
usarlo. Quisieron igualarse con los hechiceros y grandes encantadores de la antigüedad. Se
desesperaron, se descuidaron y el brazo se les pudrió y se contagiaron con la gangrena. Los tres
murieron y sus familiares nunca informaron de qué murieron. Por eso, tú sigue con tu trabajo. Es
buena tu idea. Vivirás mucho tiempo para mirar lo que provocarás con ese proyecto. Vas a motivar
muchos cambios, vas a modificar la vida de tu pueblo, vas a transformar la existencia de todos y
algunos hechos no te gustarán, te harán sufrir y tendrás que soportarlos porque los tienes que vivir.
Tú y los tuyos. Pero el plan es bueno para el pueblo, lo necesita. Cuando abran la tierra para
emparejar la brecha encontrarán varias piedras esculpidas. Tráelas. Procura encontrar y traer todas
porque sólo reunidas las podrá leer alguien, un día. No te acobardes, no te venzas, encontrarás
muchas dificultades y disgustos. Tal vez te quieran acabar, pero nada lograrán, sobrevivirás a todos
y a todo.”
—Esto me dijo ese anciano y algunos sucesos se han venido cumpliendo.
—¿Como cuáles, sobrino?
—La oposición al proyecto, de algunos; a otros les he despertado un gran odio; quisieran
verme muerto o encarcelado. Ya lo han intentado. También hemos encontrado dos piedras labradas,
estaban casi a ras del suelo y ni siquiera en la cumbre.
—Y, ¿dónde están? ¿Qué hicieron con ellas?
—Allá siguen, son pesadas, enormes. Sólo las podremos traer cuando llegue allí la brecha.
Pensamos colocarlas sobre una base de madera y arrastrarlas con una yunta, sólo así podrán llegar.
Los dos hombres se quedaron en silencio, mirando el palpitar de las llamitas de ocote. Las
aves nocturnas habían cesado su canto y sólo se escuchaba el incesante y monótono canto de los
insectos. Un sonido envolvente, que invitaba al silencio.
—¿Quiere dormir? Debe estar muy cansado.
—Me gustaría, sobrino. No porque esté cansado, este viejo cuerpo todavía aguanta, sino
porque quiero disfrutar la noche en mi viejo pueblo. Quiero dormir otra vez en Santa Cata.
Fuera del nido
Pero esta casa donde has nacido no es sino un nido, es una posada donde
has llegado, es tu salida en este mundo. Aquí brotas, aquí floreces, aquí te
apartas de tu madre, como el pedazo de piedra que se rompe. Ésta es tu
cuna y el lugar donde reclinarás tu cabeza, solamente es tu posada esta
casa.
Tu propia casa otra es, en otra parte estás prometido, que es el campo
donde se hacen las guerras, donde se traban las batallas… [Palabras que
las parteras aztecas dirigían a los recién nacidos cuando cortaban su
ombligo.]
Bernardino de Sahagún, Historia general de las cosas de
Nueva España, Libro VI, capítulo XXXI , parágrafos 2 y 3
l tío Julián llegó a principios de octubre, cuando los vientos de la costa anuncian el arribo de
una nueva temporada. Ni yo ni mis hermanos sabíamos quién era ni a qué había venido. Poco
a poco nos fuimos enterando de que era un tío lejano de mi papá, que había venido a visitar su
pueblo después de muchos años, que vivía en la ciudad y era un militar. Mi madre agregaba que tal
vez presentía su muerte y por eso vino a despedirse. Era un hombre alto, ya viejo, pero se veía aún
fuerte; usaba unos lentes oscuros y eso lo hacía ver enojado, aunque él trataba de ser siempre
amable con nosotros. Después descubrimos que usaba esos lentes porque tenía una fea cicatriz en el
canto externo de su ojo derecho. Mi madre me ordenó barrer la tejavana donde se guardan los sacos
de café, y allí llevamos después un catre, una mesita y cuatro sillas. Así me di cuenta que no se iría
pronto sino que se quedaría algún tiempo con nosotros.
Durante los siguientes días lo empezaron a visitar varias personas; algunos eran sus
familiares pero ni él ni ellos lo sabían. Mi padre los fue presentando, diciéndole que eran los hijos,
nietos o sobrinos de tal y tal. Algunos lo invitaban a visitar sus ranchos con el fin de que recordara
mejor a sus padres o abuelos, o para reconocer los lugares donde él anduvo en su juventud. Hubo
quien le llevó una vaca y su becerro para que pudiera beber leche fresca todos los días. Supimos que
E
había nacido en una ranchería llamada la Zhivela, donde también tiene su rancho mi papá, con lo
cual dimos por cierto que era su tío, pues compartieron los mismos antepasados.
Todos pronuncian Chibela, pero mi amiga Yolanda me enseñó a pronunciarla y escribirla de
forma correcta, porque es una palabra del idioma antiguo que ella aún habla. Zhivela significa
“Lugar donde hay copal”, y debe ser cierto, porque por los dos caminos que existen para llegar o
salir de la ranchería crecen muchos copalares. Algunos dan una goma oscura, que es la más usada
como incienso. Otros dan una goma blanca, mucho más aromática; ésa la escondemos para mascar
como si fuera chicle; mi madre dice que se nos caerán los dientes si la masticamos, pero es muy
suave y deja una agradable sensación en la boca. En esa ranchería vivieron los antepasados de este
hombre que se quedaba en nuestra casa. Mi papá lo acompañó a todos los lugares donde lo
invitaban cuando él quiso visitarlos, y luego lo llevó por su cuenta a otras muchas partes, porque
anunció que se quedaría hasta diciembre. Tal vez durante esos paseos fueron planeando que se
llevaría a mi hermanito.
Por las noches platicaban. Él recordaba algunas batallas donde participó o donde a su
regimiento le tocó batirse, las cuales casi siempre sucedían en los trenes. Luego nos hablaba de sus
hijos; describía del más pequeño al mayor, y luego seguía con sus hijas. Cuando me veía decía que
yo me parecía a su abuela; a mis hermanos les daba risa imaginar que yo fuera igual a una señora de
la que seguramente ni el polvo quedaba, pero eso confirmaba nuestro parentesco, decía mi padre.
Así pasó octubre y llegó noviembre. Mis hermanos y yo seguíamos cuidando los chivos
durante el día, así que sólo por las noches podíamos saber algo más de él. Cuando vio las frutas que
conseguimos para poner en el altar de los muertos, nos platicó de los grandes mercados de la
ciudad. Allí se conseguía todo tipo de frutas en cualquier época del año, decía. Hablaba de bodegas
donde se apilaban montañas de frutas y verduras, cerros de tomates, papas y cebollas, y
aprovechaba para insistir en la necesidad de que nosotros estudiáramos. Luego nos acompañó a
traer y llevar a los muertos al cementerio.
Cuando se aproxima la fiesta de la virgen, que es el 25 de noviembre, el camino se
transforma; se llena de gente que viene de rancherías para nosotros desconocidas y remotas, como
La Cofradía, El Carrizo, Río Cazuelas, Nueva Esperanza, La Luz. Familias enteras vienen con
animales de carga, puercos, gallinas y alguna vaca o buey dañeros. Como los ranchos están lejos y
hay que vigilar a estos animales, prefieren amarrarlos y traerlos consigo. Así están tranquilos los
días que dura la fiesta; normalmente cuatro o cinco, pero hay quien los extiende a ocho o diez,
dependiendo del dinero o de la cosecha que hayan levantado, y entonces algunos bueyes o vacas
son sacrificados. Aprovechan las fiestas y la presencia del párroco para celebrar bodas, bautizos y
otras ceremonias en las que puede convivir todo el pueblo. Nosotros debemos detener el rebaño de
cabras, orillarlas para que pase la caravana. Sólo cuidamos que no traigan perros bravos porque
éstos se abalanzan sobre los chivos para matarlos; afortunadamente la gente ya sabe cómo son sus
animales y los atan conforme se acercan al pueblo.
La presencia de toda esta gente, que durante la mayor parte del año la pasa trabajando en
sus rancherías, le da un ambiente festivo a Santa Cata; se aprovecha para conocer y ver, para hacer
noviazgos y concertar matrimonios; para formalizar la venta de un terreno o una yunta, para el
intercambio de productos como maíz, frijol y café, y aun para ampliar la casa o construir una nueva
para los recién casados. A nosotros algunos nos preguntan si vendemos los chivos y respondemos
que sí; los quieren para prepararlos en barbacoa para una fiesta, y mi papá ya ha elegido los que se
pueden vender.
El tío Julián esperaba muy especialmente la celebración de estas fiestas. A diferencia de mi
papá, él era un católico devoto de la virgen. El día 25, cuando se realiza la misa principal a la que
acude toda la población, no importa que la mayoría se quede fuera de la iglesia, arrodillada en el
patio, él entregó a la iglesia dos enormes candeleros de latón; el padre los colocó junto al altar y
puso un gran cirio a cada uno, con lo que parecieron dos hermosas columnas doradas que
franqueaban el acceso a la virgen. A todos gustó el obsequio y miraron con respeto y aceptación a
este hombre que había salido muy joven de la población, que había expuesto su vida como militar y
que ahora regresaba ya viejo a agradecer a su patrona el haberlo protegido siempre. Y a llevarse a
mi hermanito, algo que nunca le perdonaré.
***
Sólo ahora que se ha ido me doy cuenta de cuánto lo quería y de que lo extrañaré mucho. Como soy
la más chica, nadie me pregunta nada ni yo hago caso de lo que hablan. Por eso nunca me enteré de
lo que se planeaba. No es que sea mi hermano adorado ni que nos llevásemos muy bien; al
contrario, casi siempre peleábamos y yo prefería aliarme con mi hermana la mayor. Discutíamos
por cualquier cosa: por dónde llevaríamos a pastar al rebaño, cómo llamaríamos a un chivo recién
nacido, cuál perro era el más listo o el más bonito... Este último punto siempre terminaba en pelea
porque nadie cedía; de la discusión pasábamos a los golpes y entonces nosotras lo pellizcábamos y
él nos pateaba con sus pesados huaraches de xhiteco; éramos capaces de hacerle sangrar sus brazos
con los pellizcos pero nunca tardábamos en contentarnos. Él nos daba valor. Se metía donde el
monte era impenetrable o estaba lleno de zarzas; atajaba a los chivos cuando se metían a los
despeñaderos más peligrosos; sabía cómo hallar las cabras que se ocultaban para parir, y siempre
encontraba hierbas comestibles para la hora de la comida. También nos enseñó a ordeñar a las
chivas. De todo esto se ufanaba y decía que sabía muchas cosas más, porque se las había enseñado
Avendaño, un peón que trabajó con mi papá. Una de las cosas que más me gustaba verlo hacer era
cuando se encogía como armadillo para entrar en el monte cerrado; se enroscaba y se dejaba ir
rodando, sin temor de clavarse una rama seca o una espina, o pasar sobre una serpiente. También
me gustaba verlo cuando se subía a la punta de un encino para que lo meciera el viento; como es
flaquito y casi no pesa, podía estar en la parte más delgada del árbol y así el viento lo llevaba de un
lado a otro en un suave vaivén. Sin él ya no llevaremos lejos a los chivos ni podremos ir a buscar
los mejores pastos. También extrañaré sus cuentos. No sé si los leía, o mi mamá o el tío Homobono
se los contaban, pero sabía varios. Apenas ayer nos platicó el de un grupo de changuitos que
querían cruzar un amplio río: para alcanzar la otra orilla se subieron a una rama alta, se fueron
agarrando uno a uno de sus patitas y se balancearon hasta formar una cuerda viva lo suficientemente
extensa como para coger una rama de la orilla opuesta; entonces los changos pequeños pasaron
sobre ellos y, una vez que todos estuvieron del otro lado, la cuerda viviente se fue reduciendo,
conforme cada uno trepaba al árbol. Era muy travieso.
Durante la fiesta pudo hacer algo que siempre quiso ser: un máscara. Así se llama el grupo
de danzantes, casi todos jóvenes y uno que otro adulto o niño como él, que se ponen ropas
multicolores y graciosas máscaras de cartón para divertir a la gente durante las celebraciones de la
virgen. El personaje más grotesco es el que los encabeza, el Viejo, quien lleva una espantosa
máscara de madera, a la que ponen largas barbas y cuernos; él se dedica a chancear con el público, a
contestar con majaderías o burlas a quienes lo provocan; en las manos lleva un chicote con el que
golpea a los niños que se acercan a jalarle la cola, a picarle el culo o acariciar a su vieja, también un
hombre vestido como mujer. Cuando la música toca el Viejo y su pareja bailan haciendo los más
extravagantes pasos, y después los siguen todos los miembros de su corte, es decir, los máscaras
que se alínean en fila según su estatura. Cuando la música cesa el Viejo y su mujer continúan
chanceando y los máscaras se toman de la mano y empiezan a caminar en círculo a la espera de la
siguiente pieza. Allí fue donde lo vimos; era uno de los más chicos y a pesar de las ropas y la
máscara lo pudimos reconocer por sus inconfundibles huaraches de xhiteco: gruesa suela de hule y
baqueta claveteados, cuero tejido arriba y una gran hebilla bien conocida por nosotras porque nos
había lastimado cuando nos pateaba. Fue mi hermana mayor quien primero lo reconoció: “Es él,
dijo, mira sus huaraches de xhiteco; corramos a avisar a mamá”. Fuimos de inmediato a la casa a
informar que andaba bailando vestido de máscara. Mi papá se enojó y dijo: “Vayan por él ahora
mismo y díganle que se quite esos trapos si no quiere que yo vaya por él”. No era bien visto que el
hijo del presidente municipal, del maestro, anduviera como cualquier rapaz. Entonces el tío Julián
intervino y le pidió con mucha calma: “Déjalo, permítele que se dé ese gusto. Es un chiquillo y
quiere hacer lo mismo que sus compañeros”. No del todo conforme, papá nos ordenó que fuéramos
por él. Lo hicimos, pero ni siquiera nos escuchó; echaba a correr con su pareja en cuanto nos
acercábamos. Sabía que lo reprenderían y por eso prefirió llevar su travesura hasta el hartazgo, para
que valiera la pena. Continuó bailando hasta que se cansó y sólo entonces buscó a alguien que lo
sustituyera. Debí suponer por qué el tío Julián lo defendió, por qué pidió a mi papá que fuera
tolerante con él.
Tal vez por ser la más chica nunca me di cuenta de lo que se preparaba. Apenas el día de
ayer, último que nos acompañó, mi mamá nos preparó nuestros alimentos igual que siempre. Mi
hermana mayor cogió la red y nos apresuró pues se hacía tarde. Recuerdo que su perrito no quería ir
y por eso regresó. En el mismo morral donde llevaba sus cosas echó al Valiente, así se llama su
perro, y luego nos alcanzó corriendo. No consentía que se quedara en la casa, no toleraba que su
perro fuera flojo y no lo quisiera acompañar. Camino al corral nos pusimos de acuerdo sobre dónde
llevar a pastar a los chivos. Él nos propuso que los lleváramos por el río. Mi hermana dijo que
apenas un día antes los habíamos llevado por ese rumbo. Entonces él nos mostró la ropa limpia y el
jabón que llevaba en el morral, y nos comentó la petición que mamá le había hecho, de que se
bañara y cambiara por allí. Como papá lo lleva siempre con él a sus viajes, pensé que tal vez lo
acompañaría a dejar al tío Julián al Valle. Nunca creí que se iría con él.
***
No sé si le estamos dando un futuro o sólo le arrebatamos su infancia, pero esto se debe hacer, no
importa cuán doloroso sea para todos. Anoche casi no pude dormir pensando en cómo sería el
momento de la despedida. Y luego en lo que le tocará vivir, en cómo será su vida lejos de nosotros.
Sobre todo porque me ven a mí como el responsable de que se vaya, pues he sido yo el que tomó la
decisión; ésa es también la obligación de un padre, decidir cuando nadie quiere hacerlo, y en
ocasiones como ésta no queda más que una sola opción: la más cruel. Debe irse para ser diferente,
para que su destino cambie o pueda cumplirlo bien, y abandone este círculo de rencores, envidias y
venganzas.
Desde pequeño lo empecé a llevar conmigo a mis viajes. Quería mostrarle el mundo, sus
riesgos, dificultades y peligros: cómo andar en la noche, en quién se puede confiar, cuándo retirarse,
dónde descansar seguro. Después contraté a Avendaño para que lo adiestrara mejor. Así podrá
defenderse, pensé, no estará tan indefenso. Vanas prevenciones, cuando nos toca no hay
escapatoria. También me di cuenta que así lo estaba condenando a repetir mi vida y a hacerla tal vez
peor. La existencia sólo es ligera cuando no se lleva el peso de ningún muerto, pero una vez
manchadas las manos uno debe continuar, ya no hay salida. En eso terminará, pensé, para eso lo
estoy preparando. Por eso es mejor que se vaya.
He esperado mucho tiempo a que mi suerte cambie y ahora me doy cuenta que eso nunca
sucederá si no empiezo por aceptar mi destino. Cuando quise irme de este lugar sólo se me concedió
el tiempo para prepararme un poco y así quedar más atado que nunca. Desde que regresé me
eligieron para desempeñar todo tipo de cargos y comisiones; luego fui maestro, comisariado,
representante de bienes y ahora presidente municipal. Eso me ha permitido conocer y comprender
los problemas de mi pueblo y proponer algunas soluciones. Como la carretera, que ya está en
construcción, y se hará a pesar de todo; es la única manera de romper este aislamiento de siglos.
Pero la gente no lo entiende y algunos son ingratos; mi actuación me ha atraído varios enemigos. De
ellos lo quiero apartar.
Apenas anoche se lo dije: Hijo, acércate un momento, quiero explicarte algo. Mañana te irás
con el tío Julián, debes aprender a hacer una carta, pues es la única manera como nos
comunicaremos de aquí en adelante. Primero pones mi nombre en el sobre, o el de tu mamá o el de
quien quieras escribirle; luego escribirás “Domicilio conocido”, y en la línea que sigue pondrás el
nombre de esta población. Como hay muchas con el mismo nombre por todo el estado, deberás
anotar a continuación el nombre de la cabecera del distrito al cual pertenecemos. ¿Recuerdas tus
lecciones de geografía? Bueno, pues allí pondrás la cabecera del distrito judicial del que esta
población es parte, y finalmente el nombre del estado. Todo eso va en el sobre; en la carta que
echarás dentro podrás decirnos lo que quieras y como puedas.
Miré la pesadumbre en la cara de todos y yo fui el primero en lamentarlo. Sé que es un
niño, los diez años los cumplirá en la próxima primavera, pero si no aprovechamos esta oportunidad
no habrá otra mejor. Entre esperar a que crezca un poco más y enviarlo solo, más tarde, a que se lo
lleve este señor, prefiero esta opción. Además, me doy cuenta que las plantas, mientras más tiernas
se las trasplante, mejor enraízan, más lozanas y firmes crecen en el nuevo terreno. Tal vez él
mismo, mañana cuando crezca, así lo comprenderá y se dará cuenta que fue lo mejor. Por lo que he
hablado con el tío Julián, él se compromete a cuidar que estudie, que se prepare y no permitirá que
se pierda.
Hoy sus dos hermanas se portaron muy bien, ni siquiera se despidieron de él, simplemente
cogieron sus cosas, llamaron a sus perritos y se fueron a pastorear los chivos. En unos días venderé
el grueso del rebaño y buscaré alguien que quiera ir a medias con los pocos que conservaré. Dios
dirá si se reproducen con la misma abundancia con la que lo hicieron bajo el cuidado de su pastor
principal, que hoy se va.
***
No sé qué puede ser más doloroso para una madre, saber que un hijo muere o ver cómo se marcha
contra su voluntad. Como hasta hoy no he perdido ninguno, pienso que el dolor de ver partir a un
hijo pequeño sin saber si volverá algún día es intolerable. Ante la muerte no hay nada que hacer,
sino aceptarla, resignarse a la pérdida; pero aquí el dolor es mayor porque yo puedo evitarlo y no
hago nada, no puedo hacerlo porque tampoco sé si sería lo más correcto. Apenas si pude correr hace
un rato a la casa de mi madre para decirle: “Ya se va, ya se va, venga a despedirse de su nieto; hoy
se va y nadie sabe si regresará o puede ser la última vez que lo veamos”. Sé que exageré y si corrí a
la casa de mi madre es porque yo misma buscaba un poco de consuelo. No sé qué hacer y me
pregunto: ¿cómo pude aceptar esta ocurrencia?
Ni siquiera sabía de la existencia de este tío Julián. Me parece un hombre rígido, pero
aunque fuera cariñoso y tierno, en ninguna parte están los hijos mejor que con sus padres. Él tiene a
sus hijos y seguramente verá primero por ellos y después tal vez se ocupará un poco de él. Nunca le
preguntamos si quería ir, su papá se lo dijo y ya. ¿Cómo puede tomar un niño esa decisión, sino
como una orden? Hace algunos días comentábamos acerca de cuáles son nuestros primeros
recuerdos. ¿Desde qué edad puede recordar un niño? Me platicaba que lo primero que recordaba
haber visto fue el cielo. Dijo que yo estaba sentada en el suelo y él estaba recostado sobre mis
piernas. Contemplaba algunas nubes y la inmensidad del cielo azul. Se concentraba tanto en el azul
que por momentos no sabía si estaba abajo o arriba, decía. Sentía caer en una superficie inmensa y
profunda, me platicaba. Cuando le pregunté dónde era eso, si recordaba el lugar, me dijo que era
una milpa, porque cerca había un montón de mazorcas. Traté de hacer memoria de cuándo
habíamos estado en una milpa donde yo lo tuviera recostado sobre mis piernas, y sólo recordé que
hará unos siete años lo llevé a un lugar donde su papá había sembrado, por el rumbo de Cerro
Gigante. Pero él tendría dos años, o tres, ¡cómo puede recordar! No había nadie que nos ayudara y
entonces yo tenía que desgranar el maíz mientras su padre pizcaba las mazorcas.
He preparado algunas tortas de blanquillos y he puesto también tortillas suaves para que
coman por el camino. ¡Tonta que soy! Por un momento pensé que estos alimentos le alcanzarían
hasta donde fuera y así no pasará hambre. ¡Vanas ilusiones! Eso es apenas para el camino, después
dependerá totalmente de ese señor que en mala hora vino a visitarnos. Quedará a merced de su
bondad o su avaricia, de su compasión o crueldad, de su irritación o buen humor. Muchas veces
habíamos comentado sobre la necesidad de enviarlo a estudiar, pero no así, tan niño. Me arrepiento
ahora de no haberlo consentido más, de no haberle permitido hacer todo lo que quería, de haberle
negado muchas cosas. Porque no lo estamos separando sólo de nosotros, de su familia, de sus
compañeros y amigos, sino de su mundo.
Lo han montado en el Canelo, su caballo, con el que casi ha crecido. Me mira azorado,
pregunta con su mirada qué significa esto, qué debe hacer. No puedo contenerme más y lloro; sé
que tal vez esto lo haga llorar también a él y es justamente lo que yo no quería. Agradezco a mi
madre que se ha acercado a acomodar la tela de su pantalón y le sonríe. Ahora Rufino jala la mula
que irá al frente. Los animales empiezan a caminar y creo que él también va llorando.
Impresión digital a cargo de Editorial Anagma.
Visita www.anagma.com.mx para descargar
cientos de libros gratuitos en los
formatos que necesites.
DÍAS DE AZORO, DE NOÉ AGUDO, SE TERMINÓ DE DIGITALIZAR EL 19 DE OCTUBRE DE 2012 EN LOS TALLERES DE ANAGMA, R.M., EN METEPEC, ESTADO DE MÉXICO. EL CUIDADO DE LA EDICIÓN ESTUVO A CARGO DE LUZ MARÍA BAZALDÚA, EL DISEÑO ES DE LIZBETh MORALES; LA TIPOGRAFÍA ES GAUNTLED CLASSIC. LA EDICIÓN CONSTA DE UN NÚMERO INDETERMINADO DE EJEMPLARES PARA SU DISTRIBUCIÓN Y LECTURA GLOBAL.
Letra de nube
Noé Agudo escarba en su memoria
para recuperar los pedazos de la
infancia rota. Días de azoro es una
deliciosa colección de estampas
surgidas en el corazón de la Sierra
Sur de Oaxaca. Historias fasci-
nantes de montañas que parecen
lomos de bueyes y que detienen
el mar para que no se salga, de
animales que nos preguntan ¿por
qué no me hablas?, de hombres
que hacen música con las hojas
del mandimbo, de arañas verdes
y panzonas que la gente se come.
Con el lenguaje simple y franco
de la gente del campo, Agudo nos
invita a encontrar nuestra propia
sierra. Ésa que se nos pierde cuan-
do nos hacemos adultos; aquélla
donde necesitamos pocas cosas
para ser felices: basta una tarde
luminosa y un columpio colgado en
la rama de un gran árbol. Días de
azoro es una dulce invitación para
asombrarnos otra vez con las co-
sas más sencillas de la vida.