Post on 30-Dec-2015
description
¿ADÓNDE VA LA CULTURA URUGUAYA?
Carlos Real de Azúa
El presente trabajo, cuya primera parte publicamos en este número, fue escrito para el suplemento del diario El Comercio de Lima, constituyendo con otro de Emir Rodríguez Monegal “¿Adónde va la literatura uruguaya?” la contribución nacional a un planteo conjunto en torno a los rumbos de la vida espiritual iberoamericana.1
I
Es corriente que los uruguayos imaginen a su país ornado de cierta superioridad
en el conjunto de Iberoamérica. Y alguna vez tuvieron sus razones. Hacia la mitad del
siglo pasado, la constelación (en buena parte argentina) que ensayó la palabra y los
gestos románticos tras las murallas del Montevideo sitiado; a principios del presente,
nuestra great generation de modernistas y americanistas; la temprana extensión y
ambición, en seguida, de todos los grados de la enseñanza, fueron determinantes de un
brillo indiscutido. Un brillo que, paradójicamente, la reducida magnitud territorial del
país, su escaso peso en términos de poder, hacían más excepcional, más digno de
atención y de aplauso. Lo cierto es que, desde entonces, la fórmula resabiada de una
nación “pequeña por su extensión pero grande por su espíritu” ha sido para los
uruguayos uno de esos eficaces excitantes del orgullo local (o uno de esos lenitivos de
sus depresiones y sus fracasos), que los pueblos encuentran o se inventan. Aunque se
reconocía que el Espíritu nunca sopla donde “uno” quiere y que ciertas individualidades
egregias no son (simplemente) el resultado de un ambiente caldeado exactamente,
creíase que, de algún modo, operaba en el nuestro un carismas que las seguiría
suscitando. Por ello después de esa gran floración del 900 (que los más optimistas, los
más patrióticos de las siguientes generaciones, no dejaban de reconocer que en
cualquier plano quedaba irrepetida), todavía la satisfacción del “nivel”, sino la de la
1 ? Nota de los editores de Marcha. En la trascripción del texto corregimos todas las erratas que advertimos en el original. Toda
intervención en el mismo consta entre corchetes o en notas al pie. [Nota de los docentes del curso: P.R./ A. G.].
“cima”, parecía posible. Y con esta conversión aquel estado de ánimo hallaría, de
precaria manera, varias décadas de sobrevivencia.
Entiéndase bien que no se quiere sugerir que tal satisfacción sólo deba registrase
en un puro y clausurado pretérito. La conformidad con nuestra cultura, la abundante
réplica que alguna rara comparación desfavorable encuentra, nos estaría diciendo que, si
no en los sectores creadores o, por lo menos, enterados, esta conformidad ante la
actividad cultural en el país (desechamos in limine la indebida hipóstasis de una “cultura
uruguaya”), es uno de los ingredientes más firmes de nuestra personalidad social. Pero
si, como tantas veces se ha observado, la fe en la ciencia no es Ciencia, ni tenerla define
al científico, la satisfacción, y aun la reverencia, ante la cultura (y aun la tonante
“defensa”) no configuran “el ser culto”.
II
LOS VIEJOS SUPUESTOS
Es imprescindible, sin embargo, antes de pasar a otra cosa, tratar de definir en
qué creencias (o en qué mecanismos) descansaba y descansa este optimismo, ya que su
ruptura y, seguramente, su falsedad, serán las que dibujen, a contrario2, la inocultable
crisis. La pregunta y pronóstico del título (que tiene algo de pie forzado) descansa en
buena parte en el diagnóstico de un presente generosamente recortado y este a su vez se
enfeuda, dramáticamente, en la precisión o el desvarío de los pronósticos pasados.
Si desde la época de Ariel, de Lógica Viva, de Los éxtasis de la montaña y de los
Cuentos de amor de locura y de muerte hasta el fin de la Guerra Mundial II se recortan
los supuestos, se tendrían, más o menos, los siguientes:
1) El “supersistema”, que diría Sorokin, es la Modernidad cultural, inmanentista,
naturalista, optimista, humanista, esencialmente “sensista” (sin rechazar,
psicológicamente, lo supernatural y lo místico). Este “supersistema”, con dilatada
vertiente literaria y una científica mucho más corta, experimentaría un desarrollo que va
desde la impostación “idealista” y antipositivista de principios de siglo hasta la boga
muy posterior de un sociologismo, un economismo y un historicismo distintos a
aquellos que el idealismo revisara.
2 ? Así en el original.
2) Concebido fundamentalmente como un gran organismo que cubre a
Occidente entero, pensábase que especiales circunstancias geográficas e históricas (estar
al margen, ver todo en perspectiva, no sufrir bajo “las maldiciones del pasado”) hacían
de la tarea cultural iberoamericana una síntesis, feliz y enriquecedora, de las diversas
culturas nacionales que aquel “supersistema” integraba. Sería una versión más libre y,
sin duda, más desembarazada, pero también sustancialmente idéntica (salvo una o dos
generaciones de retraso) a aquella versión europea que las relaciones de dominio y una
serie de perspectivas (de centrismos) raciales, de clase, de continente, identificaban con
“lo universal”.
3) En la conciencia de ese deber, tan vivo en Rodó y al cabo, tan íntimamente
estéril, lo específicamente uruguayo agregaba (también) una nota distinta y en cierto
modo contradictoria. Nuestra condición de país étnicamente europeizado, chico, sin
desmesuras ni tragedias, de clima o de extensión o de raza (no éramos una “república de
indios”) nos puso orgullosamente al margen de las características (entendidas como
lastres y no como posibilidades) de lo americano. Nuestra ubicación en la periferia
atlántica del hemisferio nos permitiría, así, ser personajes, sin ser protagonistas, de la
peripecia común, estar a sus maduras sin estar a sus verdes, tener protegida la
retaguardia sobre una Europa paterna, nutricia, segura a través de un océano que el
poder inglés (o norteamericano) asían firmemente.
4) ¿Cuál era el contorno de “la cultura” (no ya su hálito) cuya residencia, cuya
trascendencia así se contemplaba? Fundamentalmente, las actividades “superiores” del
espíritu: ciencia, filosofía, artes; un repertorio de valores “desinteresados” que ningún
estamento asumía especializadamente y que una fe de tipo iluminista (inteligencia,
alfabetización) confiaba que fueran irradiando sobre crecientes sectores de la sociedad.
Pensábase, sin embargo, que las circunstancias del desarrollo americano y las urgencias
de una vida social practicona y turbia mutilaban en exceso a esa cultura de una última
dimensión “libre” o “desinteresada” de su ejercicio. La confusión de lo “desinteresado”
con lo que (según Dewey) no tiene un interés específico, la identificación entre el
interés en sentido lato y el interés material, inmediato, puede parecer demasiado extraña
a todas nuestras presentes concepciones. Sin embargo, la necesidad de “lo
desinteresado”, como la de “lo libre” en oposición a lo profesional y a lo reglamentado
fue, durante décadas, la gran aspiración de nuestra cultura, postulándose en unas
Humanidades y en unas Ciencias que florecerían con que sólo el Estado las dotara
generosamente.
5) Aunque este ideal y sus logros provisorios no se condicionaran a sistema
político definido, operaba la convicción de que la libertad, espiritual, social, económica
y las garantías formales de la democracia configuraban su ámbito inmejorable. Hasta el
30 todo esto era lo seguro; a partir de ese entonces y ante un jaque universal que
amenazaba muchísimo más que a ellos, el cuadro da presupuestos políticos e
institucionales se carga de una intensa (y ambigua) religiosidad. Los últimos años de la
Década Rosada, el decenio largo que corre desde la reocupación del Rhur hasta el fin de
la Segunda Guerra Mundial harán de la Democracia no sólo el mejor modo de
convivencia social sino toda una concepción de la vida, una cosmovisión, una cultura.
III
LAS DOS CULTURAS
Nuestra actual situación tiene que ser la que refrende, o desmienta, el acierto o
desacierto de esos supuestos sobre los que, durante cerca de medio siglo, nos movimos.
¿Qué fenómenos, entre la innominada masa, destacar?
Ante todo una separación creciente, neta, entre la cultura concebida como
privilegiada ocupación de ciertos espíritus selectos y la cultura entendida como
repertorio de valores e ideales últimos de la colectividad, de instituciones y modos de
vivir de la comunidad entera. Siempre ha sido normal una diferencia entre ambas: de
calidad, de espiritualidad, de intensidad. Fenómeno rigurosamente actual, en cambio
(que muchos identifican con “la rebelión de las masas”, el maquinismo, la ruptura de la
estratificación, la magnitud de la propaganda), es el de un “divorcio” total entre las dos.
En el Uruguay, como en todas partes, se ha repetido el proceso.
La cultura, en sentido “intelectual”, ha seguido viviendo entre forcejeos,
sostenida en la vocación sacrificada de unos pocos y apoyada (a lo más) en dotaciones
presupuestarias del Estado siempre crecientes y siempre insuficientes. No es posible
ocultar que como una comunidad se hace normalmente más densa, más enmarañada y
más “seccional”, pese a millones y a vocaciones, nuestra cultura pierde cada día
influencia en la comunidad y cada día se ve reducida un poco más a los ambientes
especializados (y aun profesionalizados). La otra Cultura en sentido amplio, como en
todas partes aparece de más en más enfundada a las consignas y a los intereses de los
grupos dominantes: capital, castas políticas, poderes nacionales del Mundo (no sólo de
Occidente, con ser lo occidental lo prevalente). Opera a través de la avasallante
masificación de los medios de propaganda y publicidad que el maquinismo y la técnica
han puesto en manos de los fuertes. Y no es, naturalmente, un puro hecho nacional que
el caudal casi complejo de cultura que se nos sirve responda a los patrones fijados por
los que tienen en el mundo los hilos de la cultura de masas: cadenas internacionales de
radio, revistas, agencias informativas, cine, editoriales. Estos patrones: “el
entretenimiento”, la noticia, la emoción erótica, “lo sensacional”, la vulgarización
científica; estos patrones (y todos los valores implícitos que ellos portan) son, y sin
escape, la cultura para el noventa y nueve por ciento de las gentes. Como a todas las
comunidades subdesarrolladas les ocurre, como a todos los continentes “periféricos” les
pasa, estos repertorios que se nos infligen cuentan poco con nuestro visto bueno y para
nada con nuestra inspiración. Internacionales y unificados, dejan, naturalmente, una
escasa (sino nula) posibilidad para cualquier expresión creadora de esas notas
diferenciales que todos los pueblos alguna vez tuvieron; que los nuestros tal vez tengan
(todavía). Y si se piensa que hasta detrás de las Cortinas (de hierro o de bambú) los
grandes de la música popular y del cine occidental son adorados, ¡hasta qué punto “la
masa” no pasará triunfalmente las aduanas de una sociedad como la uruguaya! Una
sociedad que desde el más lejano pasado hizo timbre de orgullo de su receptividad para
lo extranjero, una sociedad incapaz de la suspicacia (salvo las suspicacias políticas
especializadas) de ver detrás de lo que se le ofrece los cebos de alguna dominación. (O,
por lo menos, de ver las correlaciones, naturales, entre lo uno y la otra).
Lo cierto es que sólo en ciertas formas semicultas del humorismo, periodístico o
radial, en la crónica deportiva, en la música popular y en el deporte mismo es que
pueden refugiarse hoy, y no sin desajustes, las efusiones (broncas o desagarradas o
chabacanas o sensibleras) de algunos rasgos propios. Las nostalgias terruñistas que se
expiden en cierto cursi folklorismo nada significan; es en las anteriores expresiones que
los mitos y los cultos nacionales: el tango y su dios, el fútbol y sus semidioses, el mate y
sus fantasmas, en cuanto diferenciantes, tienen vida. Es en las anteriores expresiones
que nuestros carismas nacionales: el misterioso (y fallido) de la “sangre charrúa”, el de
la imprevisión, la improvisación y el ocio poseen, por ahora, cierta indudable eficacia
religadora y aun religiosa; salvan, mal que les pese a muchos, cierta fisonomía
uruguaya. Comprobamos el hecho, nada menor; puede pasar, más allá de él, que todo se
fosilice mañana irremisiblemente, que todo se haga característica de algún “uruguayo
invisible”. Podría pasar también que el caudal de vivencias se integre un día en algún
enérgico prospecto nacional que, deliberadamente, lo utilizara. (Y que sin duda saldría
de muy distintos hontanares).
Más diferenciados, aunque igualmente graves, son los ya aludidos rasgos de “la
otra” cultura. Ante todo, una inocultable esterilidad, una parquedad de frutos que podría
engranarse en la tan debatida esterilidad de América entera, latente desde los polemistas
que comentara Antonello Gerbi hasta las diatribas de Baroja o de Papini. Una cultura de
repetidores. Una cultura de consumidores. Una cultura de espectadores. Pobre esa
cultura por las tres definiciones en su instancia creadora; aun extrañamente configurada
en ella.
IV
TRADICIÓN, SITUACIÓN Y ALINEACIÓN
Si, a cubierto del floripondio americanista, aceptamos la presente inferioridad de
nuestra cultura, especialmente en sus dimensiones científicas, técnicas e ideológicas, es
sólo una limpia aceptación de la realidad el que tomemos de las metrópolis todos los
patrones culturales básicos. (Distinta será una actitud más extrema que tendremos
oportunidad de revisar). La participación de todos los pueblos en los bienes universales
de la cultura es un librecambio que sólo soporta un criterio único de medida, y uno de
los pocos aspectos positivos que podrán anotarse en este cuadro es el general repudio de
las nuevas generaciones del país a una apreciación más laxa o más enternecida de lo
nativo respecto a lo extranjero. El extendido desdén por lo uruguayo que tantos quejosos
anotan, es lamentable en cuanto falsifica una recta perspectiva, en la cual, de acuerdo
con la lógica (y con la óptica) los objetos más cercanos tienen mayor volumen, pero es
loable en cuanto importa adherir a un solo sistema axiológico y dejar que este funcione
sin interferencias sentimentales, por adverso que su resultado pueda ser a las gloriolas
del lugar. Seguro, sin embargo, resulta, que el conocimiento, el trato (ya que no la
forzada valoración positiva) de lo nuestro: historia, contorno, personas, es deseable en sí
en cuanto nos arraiga en cierto ámbito que de ineluctable modo es una de las áreas (la
más pequeña) de nuestra tradición. No es inoportuno, empero, recordar que nuestra
Tradición, con mayúscula, es tan vasta como todo un mundo y que ese “arraigo” en el
ámbito puede pagarse (y se paga) en peligros y en realidades de alienación vital e
intelectual. Ese llevar nuestra concreta vida a otra imaginaria o hipostasiada entidad, ese
estar en otro lado (más acá, má s allá) de aquel en que debemos hallarnos, es perceptible
en nuestras valoraciones aldeanas, en nuestras preocupaciones ínfimas, en nuestros
rutinarios debates inacabables, en nuestros planteos literarios y puramente verbales, en
nuestra ignorancia del mundo tremendo y dinámico que nos envuelve como una piel
ajena, en nuestra fidelidad a las “ideologías” más gastadas; en una palabra, esa
alienación del intelectual nacional no es, sin embargo, la mera consecuencia de un
arraigo tradicional y, en puridad, no podría jamás serlo. Es más bien el resultado de
vivir en un limbo tan extraño a lo que importa y sigue importando (esto es la Tradición
en grande) como al impacto de los meteoros violentos del presente, de la situación
histórica mundial, de la crecientemente inédita condición del hombre. Pues pasa, en
realidad, que aquella óptica de la cercanía en el espacio, madre de los regionalismos y
nacionalismos más o menos inocuos, se cruza con otra, y muy distinta, que es la del
tiempo. Una óptica que hace que sea más decisivo para nuestro destino cualquier cosa
que esté ocurriendo en algún subterráneo laboratorio del Altai o de Nebraska que las
gestas (o los gestos) de nuestros fundadores, nuestros civilizadores y nuestros políticos.
Una óptica que coloca más cerca de nosotros el desarrollo del África, el neorrealismo
italiano o la técnica norteamericana que las querellas de la 14 y la 15, los “poemarios”
de A[sociación] U[ruguaya] D[e] E[scritores], o la cuestión del colegiado.
El funcionamiento de nuestra cultura vive, en realidad, más acá de esta
problemática y este ser cultural de repetidores, de consumidores y de espectadores,
significa que muchas veces no llegue siquiera a la conciencia de disyuntivas y de
fatalidades.
Trazo concreto de ese funcionamiento es, por ejemplo, la pobreza visible del
“momento ideológico” de nuestra cultura y de sus elementos conceptuales, frente a la
moderada prosperidad de su “momento fantástico”. Menos curioso es, en cambio, el de
la mayor vitalidad de los elementos universales respecto a los condicionados, residentes,
nuestros. Pero las dos características engarzan bien y así, mientras el teatro y, sobre
todo, el cine, suscitan una labor crítica de sorprendente solvencia y seguridad, en tanto
que flanquean una necesidad social y un consumo cada día mayores, la ausencia de un
pensamiento de entidad (ya sea político, sociológico, o filosófico) es (sin desmedro de
calidades que trabajan en estos campos) especialmente visibles. (Hace setenta años una
cuestión como la religiosa; hace cuarenta otra como la institucional; hace veinte la
irrupción totalitaria, suscitaron debates altos y densos; decidieron posiciones auténticas
y bien fundadas. Desde esa época, nuestro país no conoce verdadera lucha de ideas y es
desolador cómo todo se resuelve hoy en base a disciplinas de pandil la y al argumento
ad hominem más inferior).
No creemos posible aplaudir o refrendar esa tendencia. Inserto en un mundo
cuyas vigencias se aceptan en su más empobrecida, en su más publicitada versión, el
uruguayo culto se refugia (no hay otro verbo viable) en un mundo espectral de imágenes
y fantasías que, aunque toquen de algún modo la condición y los problemas íntimos del
hombre, los tocan de través y homogeneizados rigurosamente por un formalismo
estetizante que desprecia contenidos (y mensajes) como una instancia previa y exterior
al arte. Mientras una dedicación sostenida sirve esa cultura de imágenes y fantasías, una
problemática del hic o del nunc es atendida sólo en la más gruesa simplificación política
o en las formas más insapientes de la erudición coleccionista. Sin concepto, sin sentido
y noción de las conexiones entre lo nacional, lo americano y lo universal, estos afanes
eruditos sólo suelen interesar a algunos señores ansiosos de homenajes y fotografías. Y
si bien es cierto que las técnicas de la antropología, la historia económica y social y la
sociología comienzan a hacerse presentes, por ahora están sin duda demasiado limitadas
a los ambientes académicos y, salvo excepciones, parecen excesivamente faltas de
ingenio personal, de material empírico sobre el que trabajar y, seguramente, de eco.
Este eco no es más, claro, que una imagen del insustituible espacio en que las
manifestaciones de cultura operan, influyen y, en puridad, existen. Un rasgo ya
insinuado pero que puede resultar (aun) sorprendente es la desigual audiencia con que
pueden contar las más pedestres manifestaciones del teatro (para poner un ejemplo) y el
silencio, resentido o burlón, que no es inusual que rodee nuestras pocas obras
importantes de investigación histórica, crítica o social. Hace cincuenta u ochenta años
las obras históricas de Bauzá o algunos ensayos de Rodó, solían suscitar debates
nacionales; hoy, es posible que cosas similares pasen en una gacetilla pero en cambio se
nos atiborre de discusiones sobre la tentativa (uruguaya o argentina) del más ínfimo
aprendiz de dramaturgo.
No poco tiene que ver con esto la actitud de nuestra floreciente prensa que sirve
a esa “cultura de masas” que es también en buena parte un epifenómeno de su influencia
y de esa elección deliberada de un nivel bajo, que sólo por excepción admite cierta
propaganda para los intelectuales de la casa o la [...]3 y (esto muy a menudo) los
3 ? El original está empastelado. Ilegible.
conflictos materiales de los servicios de prensa de las naciones occidentales (y de
alguna medio oriental). Todos esos textos, no siempre mediocres, pugnan por el
respectivo brillo de influencias y políticas y nada tienen que ver, en el fondo, con la
“cultura”.
Una cultura de consumidores y de espectadores, con tan prominente atención por
ciertas manifestaciones: cine, música, novela (extranjera), resultará en nuestras
condiciones presentes una actividad en algún modo vicaria, sonambúlica, espectral. Los
tres adjetivos están apuntando (tal vez sin mucha fortuna) a quehaceres que se cumplen
a largo circuito de sus centrales creadoras y de una práctica viva. A modo de la
conocida figura de nuestro “deportista” esto es, aquel que no mueve sus posaderas de
una platea o de una grada, en el empeño cultural, los tipos afines se dan con frecuencia
abrumadora. El del musicólogo, por ejemplo, cuyo trato esencial con su arte se realiza
en lo esencial a través de aquellas “dramáticas lunas negras” de las que hablaba (no en
su mejor momento) Federico García Lorca. El del cineasta, que define entre nosotros
una familia de portentosa erudición y sensibilidad no siempre roma pero privada, al
mismo tiempo, de todo contacto con la poiesis efectiva del tema y de la imagen. El del
crítico, por último, personaje de creciente significación y de actual eficiencia en nuestra
cultura, manejando un material que, cuando es nacional, se le adelgaza bajo los pies,
abocándolo frecuentemente a la digestión de lo ya digerido o, como ya ha pasado, a “la
crítica de la crítica de la crítica”.
V
CONDICIONES DE LA TAREA CULTURAL
Lo más grave parece, dentro de este núcleo de características, la férrea
interrelación de la preferencia “utópica”, una inevitable actitud de consumo, de
espectáculo. Y dentro de ella misma, el agostamiento de las posibilidades creadoras (tan
excepcionales ya entre la general mediocridad de todo lo que se hace) parece una
consecuencia de esa postura marginal ante lo propio y lo “situado”.
Porque, nos plazca o nos desagrade, es en esa dimensión que la creación
auténtica se da con frecuencia aceptable y, a contrario sensu, lo terrible del desarraigo
(hasta donde la realidad sensible y no las “puras ideas” entran en nuestra expresión) es
la instauración irremediable de esa cultura de consumo de que hablamos. Excepciones
tenemos, naturalmente, en direcciones promisorias como la psicología social, la historia
de las ideas, la musicología, la historia social, la lingüística y el cuento. Pero es general
(o dominante) la resistencia a “asumir el contorno” por presencia masiva de “lo otro”,
por déficit de poder creador, por fuerza del enciclopedismo universalista de nuestra
educación, por carencia de una perspectiva interior que nos comunique con nuestra
intrahistoria” y nos sostenga en una Tradición. Y, en fin de fines, porque no hay
magisterios en el Uruguay ni opera en nuestra cultura una efectiva dialéctica.
Las historias literarias y culturales, y hasta las excelentes de D. Pedro Henríquez
Ureña (para no mencionar, horresco referens, las de D. Luis Alberto Sánchez), inventan
con frecuencia un desarrollo interno en nuestras culturas de acuerdo al cual el
movimiento B suele salir del agotamiento interior del movimiento A y por el que la obra
primera de X es el fruto del magisterio senecto de Z. La realidad puede ser un poco
distinta y el movimiento B suele tener poco que ver con nada de lo que le ocurra al
movimiento A, sino con una A' que, a través del Atlántico, se insertó, por paracaidismo,
en la serie. Y la obra de X suele no depender de Z sino de algún libro ultramarino que,
adolescente o maduro, leyó X a la noche o a la siesta.
Además, si bien sea común entre nosotros halagar la vanidad de los ancianos
hablando de su magisterio y sus discípulos, no creemos que las tres últimas
generaciones uruguayas hayan tenido, más allá de la cortesía cultural, maestro alguno
uruguayo. (Aunque la regla pudiera tener excepción en la pintura y en algunas ciencias
especializadas, en las que se trabaja en equipo).
En general, y cuando más, es el prestigio de alguna de sus actitudes humanas lo
que brilla en nuestros grandes. La devoción iberoamericana y la seriedad de la labor
literaria en Rodó, por ejemplo. La adhesión a la fe o a la divisa en Zorrilla de San
Martín, en Acevedo [Díaz], en Viana. La sinceridad, la autenticidad y la humildad ante
la obra en Quiroga o en Fabini. La devoción heroica a la tarea en Figari y en Torres
García. El limpio ejercicio de la inteligencia en Vaz Ferreira.
A pesar de todo, queda esta lejanía de nuestras verdaderas capas nutricias. Y esta
lejanía, fría, sideral, no es más que “un” elemento adverso. Entre las dificultades y las
opacidades que entre nosotros el hombre de cultura afronta podrían alinearse todos los
elementos situacionales que rumia una amarga reflexión americana que tal vez se inicie
en aquella sorprendente carta [a] Sor Filotea [de la Cruz] de [Sor] Juana Inés de la Cruz
en el seiscientos mexicano. Piénsese en la soledad irremediable de cualquiera que
abrace una dirección un poco específica y al margen de la moda, histórica, filosófica o
científica. Esta falta de diálogo tan abrumadora (¿con cuántos podía alternar un lingüista
hasta hace pocos años, un helenista, un medioevalista, un físico-químico?) avala por
otro lado, peligrosamente, prestigios no siempre falsos pero sin práctica fiscalización.
Un riesgo mayor para una sana vitalidad cultural lo constituye todavía, y (lo que
es peor) cada día más, la imposibilidad publicitaria, la práctica asfixia de la
comunicación. La imponen a toda labor creadora una conjuración de circunstancias
adversas: la carestía creciente del libro, la inexistencia absoluta de editoriales (aunque
tengamos poderosísimas impresoras), la muerte sucesiva de las revistas de grupo, la
mediocridad casi general de los suplementos periodísticos. Alguna salida al azul la
constituyen para unos pocos las editoriales argentinas pero, para el resto, sólo el tiro
corto del poema, el cuento o la nota pueden encontrar una precaria y gratuita salida.
Agréguese a esto la (irregular) aparición de algunas publicaciones oficiales y,
especialmente, tres o cuatro de positivo interés: la Revista de la Facultad de
Humanidades, la Revista Nacional, la Revista Histórica, los Anales de la Universidad y
se tendrá el cuadro de las posibilidades de expresión en un buen sector de nuestra
cultura. Mientras en regiones más felices de la tierra se llega a aceptar a regañadientes la
actividad intelectual como “segunda profesión”, el uruguayo se enfrenta con la
necesidad de aceptarla como ocio costoso, cuando es general que los que a él se sientan
llamados sean los que menos posibilidades tienen de darse un ocio cualquiera.
VI
NI JERARQUÍA NI INFLUENCIA
Sumándose a esta subrayada ausencia (o a esta tenue presencia) de lo único
efectivo, que es “una obra”, no vemos claro hasta dónde la falta de influencia y de
positivo prestigio del hombre de cultura en nuestra sociedad pueda (también) ser
favorecida por una correlativa carencia de toda objetivación posible en la jerarquía de
los valores de la inteligencia. Todo está relacionado, es claro. Pero entre nosotros esa
falta es asombrosamente notoria. Y conste que sabemos hasta qué punto esa jerarquía es
difícil, hasta qué punto está desfigurada por el éxito barato y por las inflexiones de lo
político, de lo social, hasta qué punto falseada (y demorada) por el presente y sólo
precariamente asegurada para un “después”. Pero, en otros países, la vasta atención de
un público educado no se deja engañar siempre, y del todo, en lo grueso; la definición
polémica de las generaciones y los balances en que se expresan, fijan perspectivas
axiológicas variables pero conocidas; la actuación institucional de academias y hasta un
surtido sistema de premios, una atenciosa luz sobre las figuras dominantes y surgentes,
definen a escalas de mínimo rigor.
Nada de esto existe en el Uruguay: ni esa atención vasta, ni ese diálogo
generacional (que alguna vez se insinuó), ni balances ni atención de unos hacia otros ni
institución alguna (oficial o privada) de magisterio suficientemente acatado. Las
promociones provectas consideran, en masa, a las más jóvenes un auditorio muy
inadecuado a un bien entrenado minueto epistolar vocal en el que unos a otros se
reverencian pródigamente de “eminentes” y de “ilustres”. No hay duda [de] que tienen
razón. Pues esas generaciones jóvenes, a su vez, no cuentan para nada con esos mayores
que (salvo poquísimas excepciones), cuando no desconocen, desprecian. Los escasos
premios nacionales que se dispensan (salvo los profesionales) decídenlos jurados
oficiales de competencia nada notoria. Una “infracultura”, una “lumpenliteratura”
ocupan así el escenario que el Estado y cierta prensa patrocinan. Esa bullanga que no
fundamenta prestigios porque más allá del distraído (e indiferente) lector de una noticia,
falta el convencido que la sustente, suele presionar, y tal vez el fenómeno no sea
exclusivamente nacional, el silencio y el apartamiento de los muchos “que callan”
(como Rodó les llamaba). Porque es inevitable que tal conjunto de adversas
circunstancias, mientras lleva a bastantes al rencor y la frustración, lleve a buen número
de gentes a vivir la cultura como ejercicio y no como creación y menos como profesión
(aun segunda). Considerar que vale más vivir con gracia y lucidez que hipar tras una
noticia o un editor displicente puede ser una reflexión exacta. Hacer de la cultura una
conciencia más honda, más rica, más cabal de la vida y no una desenfrenada
“productividad”, o una tonta idolización intelectual es, sin duda, la mejor manera de
omprenderla. Pero como, en verdad, tan radicales oposiciones sólo se dan en los
extremos de cada espectro, es lamentable que el ambiente imponga la disyuntiva con tan
desoladora frecuencia. Y que la imponga sobre tantos que valen más que nuestros
poetas gremiales y sus “poemarios”, nuestros épicos, nuestros inventores de mitos,
nuestros ubicuos académicos.
Puede ser, sin embargo, que tal selección al revés sea sólo una de las causas de
esa escasa presencia del hombre de cultura entre nosotros. Y digamos que cuando se
imagina una situación distinta, no nos referimos a ciertos tipos de prestigio, en verdad
excepcionales, como el del intelectual francés (un Gide, un Mauriac, un Sartre, un
Malraux) obteniendo audiencias y señalando caminos en dominios totalmente ajenos a
su comprobado quehacer. Nos referimos, en cambio, a una presencia más efectiva en la
sociedad, más segura, menos retaceada. Nos referimos a esa cordial atención que es para
los mejores y maduros cierta forma vespertina de la gloire. Nos referimos a un derecho
de audición en aquellas grandes cuestiones colectivas que, por no ser especialidad de
nadie, exigen todos los enfoques. Nos referimos también a aquella justa jerarquización
de que se hablaba.
Las vías de esa cotización y de esa presencia son muy diversas; lo único que
sabemos es que no adoptará ninguna de las formas precarias y vergonzantes (y a
menudo vergonzosas) que en el Uruguay asume. No será el mendrugo de una misión o
de una agregatura en el exterior para el intelectual con rótulo partidario y en especial
oficialista. No será la amistosa “gauchada” con que dos o tres legisladores amigos
compran la obra invendible (o ilegible) de algún escritor en la mala. No será el mero
consentimiento a los grupos de presión económica de hombres de cultura (profesores o
técnicos) que, a todos, el Estado, por debilidad y por cálculo electoral, dispensa. Y que a
nadie califica, no importando (ni lejanamente) reconocimiento de la misión que se
cumple. No será por fin la apología, vacía y capitosa, de ciertos próceres muertos, de
ciertos ancianos que poco incomodan y que son algo así como los bienes de capital
semifijo del inseguro balance del país.
VII
UN RÉGIMEN
En muy pocos de los hechos destacados hemos podido evitar alguna vez el
sustantivo Estado. Tan sabido es que (por tradición) en las sociedades americanas jamás
se prescinde del todo de él como que en las modernas, tampoco (por situación) puede
dejársele de lado. Y ahora, ante la presencia de un libreto que posiblemente sea menos
negro que la realidad y al que pudiera ponérsele como colofón el hecho de que el Estado
dedique a unas miserables remuneraciones literarias (y esto no quiere decir que nos
parezcan buena costumbre) seis o siete veces menos que a recompensas de comparsas
carnavalescas (también ramplonas y comercializadas); ahora, justamente, puede ser útil
una modesta inversión de planteo.
Se da por descontado que el Estado moderno tenga entre sus fines más presentes
el fomento de la cultura en sus aspecto s de producción, transmisión y difusión. Puede
convenir preguntarse, sin embargo, qué cultura es la que promueven los diferentes
regímenes políticos y cuál es la que podrá (o querrá) promover el nuestro.
La primera pregunta, obviamente, no puede ser ahora contestada. Presupone,
además de toda la historia, una tipología.
Preguntémonos mejor por lo segundo; y por las razones que determinan que la
presente conglomeración de fuerzas que integran hoy el régimen y el Estado uruguayo
hagan de la cultura una ocupación tan postergada, tan marginal.
Los regímenes, de algún modo, tienen una conciencia. Sus personeros, los
hombres que los asumen, poseen una cultura, una ética, una tradición educacional. No
es con felicidad que un uruguayo caracteriza su régimen actual pero sabe también que
evitarlo es exponerse a no comprender nada, es perder su tiempo y el de sus eventuales
lectores. No es eludible entonces señalar que el régimen uruguayo presente puede
encarnar cierta configuración que planteaba, en su obra tan perspicaz, Vilfredo Pareto.
Una coalición que basa su funcionamiento en la influencia del dinero y del poder
electoral, apoyada (inestablemente) en el forcejeo de los grupos más poderosos y de una
clase política profesional sólidamente institucionalizada y aun constitucionalizada.
Democracia (rara base histórica de un país americano sin oligarquías estables en el
pasado), pero democracia parada en demagogia, en cubileteo de todos, en facilidad a
todos, en beneficios nominales a todos (y efectivos a unos pocos). Un régimen así irá
rápidamente (y así ha ido el nuestro) al vacío ético que resulta de la progresiva
formalización de los vínculos de la comunidad hacia el puro esquema del Estado de
Derecho. Movido por las dos fuerzas económico-culturales supremas del capitalismo y
la laicización, el primero impregnará toda la sociedad (por medio de esa dialéctica que
tan bien ha estudiado Perroux) de los móviles específicos del dinero y el éxito material;
la segunda, la laicización, provoca inevitablemente la destrucción del sentido de
trascendencia y la ruina de toda vivencia incondicionada de valor.
Los últimos fenómenos son generales en Occidente, aunque sean más visibles
aquí por una gran endeblez de la raíz cristiana y –también más paradójicamente– porque
esa impregnación de espíritu capitalista responde a una estructura capitalista tan enteca
como es de suponer y aun veteada de nacionalizaciones. Los primeros elementos:
demagogia, presión anárquica de grupos son más característicamente iberoamericanos.
En el Uruguay, sin embargo, presentan dos especificaciones curiosas y es la primera que
el proceso “industrializador”, con su secuela de obrerismo más o menos postizo y su
creación de una clase de millonarios bastante auténtica, se practique en base a una
filosofía política que adjunta a su inevitable tono socializante notas de liberalismo y no
de nacionalismo, como ha sido lo habitual (o lo es) en los procesos similares de
Argentina, Brasil, México, etc. La segunda (y trágica) especificación es que en un país
que es un dedal y pobre de solemnidad de riquezas naturales, el tan celebrado proceso
no deje poca cosa más que ruina, inflación y artificio a su paso. También ruinas
morales. Entre nosotros es dable ver cómo ciertas virtudes, ciertas actitudes tan
naturaliter cristianas y tan democráticas, al mismo tiempo, han resultado evaporadas en
poco más de tres décadas. Cierto bronco igualitarismo colectivo. Cierto sesgo
antijerárquico que nos inmunizaba de todos los esnobismos sociales. Cierta devoción
por lo que Jacques Maritain llamaba los medios pobres. Cierta austeridad jacobina.
Cierta sinceridad para las grandes palabras. Cierta difusa piedad, medio brahmánica,
que envolvía a hombres y animales y abominaba de toda crueldad. Todas estas
calidades, unidas a las personas de Artigas y/o de Batlle, se han perdido. Se han perdido
irremisiblemente, más allá de la devoción de las frases, en la pendiente de la corrupción
del Estado y la economía, en la mediocridad ilevantable y el cinismo regalón de una
clase gobernante ávida de bienes y privilegios, en el dominio de “los intereses
especiales” y en el impacto de los poderes tuteladores internacionales. Y hemos visto
pasar una acción que se empinaba (y caminaba mal) sobre una fe un poco ilusa, pero
bella, en las posibilidades mejores del individuo a una que piensa (y aun camina peor)
que el lote humano es una discreta porquería al que sólo mueve temor, vanidad o
interés. De Thomas Paine a Maquiavelo (a una maquiavelismo ramplón y sin grandeza).
O, como quien dice, de Piedras Blancas y el Cordobés a Cantegril y el Contralor.
Todos esos regímenes, al que el uruguayo pertenece, se diferencian de los
llamados “totalitarios” en que se conforman con los hombres como son. Al no intentar
como estos cambiar la cabeza de las gentes a contrapelo de sus valores, de sus
afecciones y de sus tendencias, evitan, es claro, los últimos manoseos de la fuerza, las
más graves compulsiones de un poder sin autoridad. Pero este aceptar a los hombres
como son es menos una virtud que una conformidad y una comodidad. Pues si salvan al
individuo de esas lesiones, no lo salvan de esa inevitable corrupción que hace que la
historia tenga que ser (por mano de santos, de héroes, de rebeldes, de reformadores, de
evolucionarios) un constante enderezar la pasta huma na para exigir de ella lo mejor de
sus calidades, de su devoción, de su desinterés. Odian por eso la “política de misión”,
esa política que alguien definiera como un meternos donde no nos llaman. Conocen
(hoy) tan bien como los totalitarios lo inevitable de una instancia política de todas las
cosas y todo lo politizan (en chico, en rastrero, en personal). Pero ese desinterés (ni
éticamente malo ni bueno de por sí) por cambiar el mundo, los deja indiferentes a que
esa instancia política (cuando es más que chicana) tenga a su vez un inexorable
trasfondo cultural (o religioso o metafísico). Y por eso, si no “fuerzan” la cultura, la
descuidan sin remisión. Los regímenes totalitarios le conceden al intelectual
conformista una situación brillante. Los nuestros (por suerte) no lo hacen pero en
cambio aíslan a la clase cultural (en todo lo que desborda las funciones, tan desoídas, de
la técnica) de todo acceso a los planos verdaderamente directores de la comunidad. Si
nos evitan a un Neruda de poeta oficial no nos evitan el espectáculo menor de la AUDE.
Y si carecen de un Ehrenburg, tampoco suscitarán el interés dramático (y ejemplar) de
la trayectoria de un Lukács o de un Ridruejo.
VIII
CULTURA DE UN RÉGIMEN
Ahora bien, ¿qué actitud, qué política de cultura profesará (tendrá que profesar)
un régimen de tal carácter?
Acéptese que cumplirá con buena conciencia el deber más amplio de la
alfabetización y de un mínimo cultural que comprende las enseñanzas primaria y
secundaria: aun le dedicará, como el uruguayo, una parte sustancial de los recursos del
Estado. Lo imponen así la cosmovisión moderna, la ética de cualquier clase dirigente
civilizada y las poderosas presiones locales y de clase que actúan a través de los
aparatos políticos. Súmese a esto el hecho de que la alfabetización (y toda la secuela de
cultura y técnica que hacen crecer cada vez más el mínimo enseñable) ha producido
inesperados resultados. El siglo pasado la concibió como instrumento eminente de
emancipación espiritual y de responsabilidad política; el nuestro la usa, más
prosaicamente, como medio imprescindible de homogeneización y de impregnación por
la propaganda ideológica y económica. Sea como fuere; por las viejas y las nuevas
razones, el Estado uruguayo la cumple en la medida de sus fuerzas, desgraciadamente
mucho menores de lo que exigirían sus irrestrictas promesas de universalidad y
gratuidad. Esas promesas que tanto honor, que tanta novedad, nos dieron en América.
Esta tarea tiene, inexorablemente, varias características. La tenaz nota
(ilustrativa pese a todos los activismos): “instrucción” contra “educación” (ya que no en
balde el ministerio del ramo se califica por el primer fin). Otros rasgos ya se han hecho
explícitos. Parece pues pleonástico insistir en la primacía de la difusión sobre la
creación. La delegación de la actividad creadora a ambientes más sólidos y
privilegiados. La aceptación de ese hecho, lo decíamos, decide que distracciones,
enfoques, valores e ideologías se reciban terminados y sea una cultura menos onerosa,
por ser de confección, la que se imponga. Es imposible escamotear, en cambio, tres
graves consecuencias de esta opción.
La primera es la imposibilidad práctica de una investigación científica seria y
aunque en algunos dominios la capacidad de nuestros hombres de ciencia esté bien
certificada, la visión de conjunto es desoladora. Y al hacerse en las naciones rectoras
más compleja, más difícil, más cara, más inabarcable la investigación, más
incomunicables sus logros, se ahonda más cada día (contra todos los igualitarismos
ilusorios de los pactos) la apacidad de las superpotencias y la de las naciones
“periféricas” (es el nuevo eufemismo) para hallarse a la altura histórica de los tiempos,
para responder con imaginación y lucidez a sus desafíos. La segunda consecuencia es la
responsabilidad que tal estatus asume en la imposibilidad casi universal de “comunicar”.
De todas las actividades de producción e intermediación, la editorial debe ser tal vez la
única que no reciba en nuestro país primas, tutelas y beneficios. Podrá decirse, es cierto,
que si casi todas los reciben, ninguna (a fin de cuentas) tiene privanza: pero la actividad
editorial viene a quedar, de cualquier manera, como el Mar Muerto, debajo del nivel de
todas las demás.
Mencionemos, para no ser injustos, alguna excepción: el creciente interés estatal
por la música y el teatro y la progresiva irradiación de la Universidad en la sociedad
entera. Los primeros no rectifican lo ya dicho y han sido, en buena parte, fervores
individuales de algunos estadistas empujados desde abajo, como ya se notó, por
presiones sociales muy bien organizadas.
La tercera inevitable consecuencia es la de que un régimen de nuestro tipo
delegue sin ninguna visible resistencia en las máquinas internacionales de opinión la
formación de los patrones mentales y de los usos populares. No operará en él la
posibilidad (siquiera) de una contradicción de intereses entre esas máquinas y la
comunidad que absorbe sus productos; no existirá tampoco una conciencia mínima de
los valores que bajo esa homogeneización se pierden. Es cuando más, en cierto plano
puramente económico que nuestros “industrialistas” desenfundan, de vez en cuando,
ciertas formas ad hoc de protesta “antiimperialista”.
Como toda cultura es (quiérase o no) jerarquía y selección, un mecanismo
cultural como el nuestro valorará siempre determinadas actividades y determinados
tipos humanos. La nuestra desprecia al poeta y en general al escritor (a diferencia de
otros tiempos es descalificación para un profesional publicar un poema, un cuento o una
nota). Acepta al historiador y aun puede convertirlo en figurón oficial a condición [de]
que sea vacuo y conformista. Al sociólogo le desconfía y sólo lo admite como asistente
a congresos. Prefiere naturalmente el “derecho constitucional” a la “ciencia política”.
Porque exalta, sobre todo, al tratadista de derecho y (también) al médico. En el primero
admira al genio custodio de la legalidad del enriquecimiento o al árbitro de nuestros
sutilísimos conflictos políticos y administrativos. Pero es, sobre todo, el gran médico,
guardián del magno bien de la salud y la longevidad, el dios mayor. Nuestro avancismo
fiscal le abre el camino a grandes fortunas y nuestros legisladores han solido dedicar
sesiones parlamentarias a la loa enternecida de sus médicos de cabecera.
Hasta hace poco tiempo, por fin, ciertos sectores en los que sobrevive la
conformidad por los logros de nuestro pasado, alentó el ideal de “exportar” nuestra
cultura. Una conciencia no del todo equivocada de la desalentadora insularidad de las
culturas iberoamericanas se mezcló con una ignorancia cerril de nuestra realidad, de
nuestras posibilidades, de los niveles ajenos y de la propia capacidad de diálogo
internacional. La tonta ilusión que llegó a avergonzarnos a muchos apaga (hoy) bastante
sus fuegos. Sería casi cruel insistir sobre ella.
La situación uruguaya parece pues, en suma, la muy paradójica y muy ejemplar
de un Estado y de un régimen que aseguran, hasta límites prácticamente desconocidos
en América la libertad formal de desarrollo y de expresión pero que, en la dialéctica
capitalista- liberal, vacía a la sociedad de ética, y de saberes; de valores universales y de
calidades nacionales. Subrayando, así, en el juego de las fuerzas creadoras de la cultura
uno de los extremos: el de la libertad, destruye incoerciblemente el otro: convicciones
compartidas, comunes valoraciones, estímulos, entusiasmos, atenciones, exigencias y
desafíos.4 No es mal ejemplo para ofrecer a la reflexión de ciertos ambiguos equipos
iberoamericanos de “defensores”.
IX
EL POSIBLE PRONÓSTICO
¿Será necesario, después de todo esto, hablar de un pronóstico de nuestra
cultura? ¿Existirá para esta algún destino específico, algún porvenir distinto al que
espera a toda esa cultura iberoamericana que (a regañadientes) integramos?
La contestación será (también) nuestra. Si la propia perspectiva, las adhesiones y
los repudios irreprimibles operan en la descripción más somera, ¡cuánto más no
actuarán llegados a este trance, de alguna pedestre manera, profético!
No pensamos, para tratar de ser claros, que la cultura constituya una
superestructura de los sistemas históricos y sociales y sabemos hoy (por lo menos) que
la órbita cultural es mucho más amplia que la de los últimos. Creemos, sin embargo, con
Hartmann, que autonomía no es negación total de “dependencia” y que en las crisis
históricas todos los planos de la actividad del hombre se imantan, misteriosamente,
hacia algún coherente, algún signado destino.
Esto nos lleva a postular apodícticamente que en Iberoamérica toda
reflorescencia cultural (en cuanto empresa aislada y no simple consecuencia) tendrá que
partir de una encarnizada voluntad de destruir la escisión entre una cultura de masas (y
masificadora) y “la cultura”, entendida en aquel sentido más restringido y personal de
que se hablaba. La tendencia natural parece ser la contraria; es decir: que la dinámica
interna de la situación presente resolvería que la cultura de masas fuera cada vez
intensamente despersonalizadora, mecanizadora y antiespiritual y “la otra” más
limitada, más inoperante, más íntimamente estéril. Acaso, dentro de ese cuadro estable,
la cultura de masas pudiera todavía ser peor, agregándose, por ejemplo, a ella, la
fascinación de nuevos gadgets.
Acaso la cultura, en el sentido más angosto, pudiera contar con medios
materiales más generosos y producir, por ello, cuantitativamente más.
4 ? Las dos frases encadenadas con dos puntos están así en el original.
Como uruguayos, se nos ocurre que ni con estas posibilidades contamos. Con un
suelo pobre, con un subsuelo peor, con un Estado desquiciador de la vida económica,
con un aparato maquinístico descalabrado, con una producción estancada, con una
productividad en descenso, con un ideal de holganza y seguridad que mira con horror el
trabajo, lo más probable es que los medios de cultura para todas las escalas, desde las
más charras hasta las más selectas, sean, cada día, crecientemente más escuálidos.
Suponiendo (incluso) vencidas estas pobrezas, todo, en lo sustancial, seguiría lo
mismo. Ahora bien: como no hay en la historia situación asegurada, sabemos que tal
perspectiva responde, en lo sustancial, a un par de prospectos histórico-sociales que no
serán.
Como uruguayos sabemos que un período de irresponsabilidad, malabarismo e
ilusión toca a su fin. Toca a su fin inexorablemente, por agotamiento del juego sin que
sea dable predecir detrás la reacción segura o, por el contrario, un interregno de
desquicio supremo tras el cual la entidad misma del país, nuestra existencia
independiente misma, se haría problemática.
También sabemos como iberoamericanos que el plan de los hombres de
negocios a la americana, el de “la libertad de iniciativa”, el del “capitalismo del
pueblo”, el del “respeto a todos los derechos” (pero sobre todo a los de los fuertes)
tampoco será. Ignoramos muchas cosas, pero sabemos (por lo menos) que el destino que
para Iberoamérica desean múltiplemente el Financial News, y nuestras Academias de
Economía, y el señor Julio Dubois, y la Standard Oil y las Cámaras de Comercio, y la
O.E.A. y etc. y etc., podrá tener múltiples calidades y aún parciales y sustanciales
aciertos. Múltiples, sí, salvo el de ser viable.
Supuesta, como creemos, la inviabilidad histórica de este (y aquel) prospecto, la
restauración de una cultura condicionada temporal y especialmente por lo
iberoamericano tendrá que comenzar por el boceto de una nueva estructura en la que el
doble movimiento de comunicación (hacia arriba y hacia abajo) de todos los períodos de
plenitud cultural juegue normalmente. Hacia abajo, desde los estratos más exigentes y
creadores hasta las formas más amplias, cálidas, ligeras y simplificadas. Hacia arriba,
desde las firmes vigencias de base de una colectividad reconstruida hasta las escalas
más altas y por ello más susceptibles a la evasión y al angelismo. Para hacer a los que
en ellas viven, directores y servidores (a la vez) de la comunidad entera. Y sobre todo,
que este doble movimiento sea normal, sea cualitativo, sea sincero. Que sea cualitativo:
no hay necesidad de hacer subir alguna espiritada forma de “sangre charrúa” a los
metafísicos o a los biólogos. No hay necesidad de ir a gritar por las esquinas alguna
forma riderdigerida de la relatividad einsteniana.5 Que sea normal (también); que se
realice naturalmente. Porque hoy, en ambiente universitario, revitalizado el ideal
reformista de difusión cultural, se vuelve a incitar dramáticamente (en alguna Gaceta) a
“volcar la Universidad sobre el pueblo”. Pero la Universidad (su cultura) no es el cofre
de los Reyes Magos ni alcancía en mostrador de banco y no puede “volcarse” igual.
Conviene pensar por ello en la ambigüedad del verbo.
A pesar de este distingo, no es difícil barruntar que también para nosotros esta
tarea se inflexiona de política. Y que políticamente se inserta en la tarea de unidad y
libertad iberoamericana. Esa tarea que, encuadrando el área menor de las
reconstrucciones nacionales parece hoy la única empresa histórica estimulante y digna
de sacrificio para las nuevas generaciones del continente.
X
LOS DILEMAS MAYORES
Las incertidumbres, sin embargo, comienzan aquí. Casi todos los sectores
nuevos de Iberoamérica podrían estar de acuerdo con la indeseabilidad de las
perspectivas que nos ofrecen la gran prensa y casi todos nuestros partidos. Hasta qué
calado, hasta qué distancia es emocionalmente indeseable (y fácticamente inviable)
sería lo polémico. Partiendo de lo nacional y lo popular que parecen ser los dos
adjetivos inevitables de toda tarea colectiva creadora en el continente, unos se detendrán
en la dimensión económica, poniendo su fe en la planificación estatal adecuada, en una
generosa ayuda técnica y en la desarticulación de las oligarquías que han reemplazado
(con pérdida) los descaecidos patriciados.
Otros serían más sensibles (más insensibles también) a las tremendas
compulsiones que significa el proceso de capitalización e inversión nacional, cuando no
se mediatiza el destino propio a determinantes foráneos y se conocen, y se esperan a pie
firme los embates interiores y exteriores que tal programa comporta.
5 ? “Riderdigerida”: Adjetivo irónico que remite a la publicación periódica Reader´s Digest, síntesis informativa y de opinión, en español, elaborada en Estados Unidos, y de gran consumo entre los sectores medios y medio-bajos de América Latina.
Otros, en fin, sin rechazar los planteos anteriores, estaríamos más atentos a la
caducidad cultural de buena parte de “lo moderno” y veríamos hasta qué punto, en el
limbo entre un orden caduco y ya inhabitable y otro apenas delineado, la empresa de
Iberoamérica llama (gravemente, religiosamente, fascinadoramente) a todas las
energías, las devociones y la imaginación de la libertad histórica.
Enumeremos sólo algunos problemas, algunas inverosímiles (e inescapables)
tensiones. Completar (por caso) la “primera industrialización” cuando la segunda
(atómica, ciberbética, etc.) ya ha comenzado en los países técnicamente más avanzados
del mundo. Alcanzar hasta esta, dando a nuestras masas el mínimo necesario de espíritu
industrial conociendo, como conocemos, que este espíritu sufre (ya) de irremediable y
fundamental deterioro; que actúa a contramano de las mejores posibilidades del hombre
y de la cultura. Enajenar, así, a los demonios nuestro cuerpo sin vender (a la japonesa tal
vez más que a la china) nuestra vida (o lo que de ella nos quede). Problema éste de
todos los continentes coloniales o semicoloniales, el nuestro se especifica en el hecho de
que, a diferencia de los otros, nosotros participamos de la mejor tradición de Occidente,
no impuesta, no sobreagregada, sino medular. Superando así lo moderno sin volver por
ello a la rueca y al telar, la famosa “tercera posición” que sabe bien, por lo menos, lo
que es (intemporalmente) indeseable, cobraría una hondura espiritual que la llevaría
muy lejos de su pobre “pensar por simetría”, su estatismo, su retracción ante las
contingencias históricas y esa desconfianza (actoniana) del Poder que sufre entre
nosotros. Esa tarea debería ser muy sensible a las tensiones dialécticas (y necesarias)
entre fuerzas y tendencias indesarraigables. Por un lado aquellas que llevan a la
universalidad, a la contemplación, a la personalidad, a un más allá de toda política o
condicionamiento histórico-social determinado. Por el otro, las de militancia, de
inmanencia, de arraigo y hasta de pesadez pedagógica que pueden ser, en largo lapso,
dominantes y previsibles. Por un lado, también, los impulsos que nos llevan a la
hospitalidad a toda influencia. Por el otro, las necesarias cautelas ante el posible efecto
mediatizador (y colonial) de las culturas ajenas y maduras.
Aunque estos dilemas, estos conflictos no agotarían (naturalmente) la lista
posible.
_______________
Publicado en Marcha, Montevideo, Nos 885 y 886 del 25 de octubre (pp. 22-23) y 1º de noviembre de 1957 (pp. 21-23).