Los Cuadernos de Viaje
UNA TARDE PARA
JULIO
Manuel de Lope
Aprincipios de verano fuimos recorriendo diversos lugares, playas, campos de viñedo y mausoleos. Una tarde se la dedicamos a Julio.
«Convéncete de que aquí no vamos a encontrar nada, dijo Juan mientras visitábamos el cementerio, a Cortázar lo enterraron en París». Yo guardaba la esperanza de ver su nombre sobre alguna losa, iba a decir ver su firma, pero efectivamente, allí no había nada, sólo tumbas, lo cual, de alguna forma, era una decepción. La iglesia, a flanco de aquel pitón rocoso, dominaba la llanura orientada hacia poniente. Se veían, diminutos, los cultivos, la ruta sinuosa de los Alpes, la de Aníbal, y el contrafuerte escarpado de la sierra que separa la Provenza costera de la comarca interior. «Aquí no encontraremos nada que nos pueda servir, prosiguió abarcando con un gesto el inmóvil rebaño de cruces, uno no se lleva recuerdos de los cementerios, sino amargor de estómago». Y volvimos los ojos hacia el castillo ensangrentado, casi comestible, que coronaba el cerro, como si releyéramos las páginas de alguna de sus novelas, 62 Modelo para armar, una fortaleza exudando resplandores crepusculares sobre el plato de un vecino de mesa. Así era la escritura de Cortázar, capaz de transformar, en un brevísimo traspiés de la semiología, a un comensal burgués en el Marqués de Sade. Sobre el pueblo se derramaba la representación inquietante de su nombre: Saignon. El cementerio quedaba encerrado en una media luna de sombra. Nos dirigimos hacia la salida entre dos hileras de mármol. «Ahí es donde entierran a los indigentes del municipio», dijo Juan señalando los contenedores de basura estacionados con implacable lógica a la puerta del camposanto.
«lY ahora?». «Nos queda un último recurso. Preguntare
mos en el Ayuntamiento». Al otro lado de la plaza el Ayuntamiento era
una casa sin carácter, que nada mejoraba con saber que allí el autor había acudido en vida a pagar sus impuestos locales, documentos preciosamente archivados ahora, en espera de que algún erudito llegue a exhumarlos para relacionar ciertos desengaños novelísticos con eventuales recargos del 20 % por atrasos. Uno no alcanza a medir qué estúpidas amenazas se ciernen sobre la actividad de un artista, porque de niño creyó, y de adolescente soñaba, que tal vida se construye sobre un plano imaginario poblado única-
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mente por cuanto el artista evoca, y al cual no tienen acceso ni acreedores, ni especialistas universitarios.
La secretaria municipal levantó la vista de sus papeles. No, ella no había conocido al escritor argentino. Tampoco podía indicarnos a ciencia cierta la ubicación (ésa era la palabra para Julio) de la casa del autor. Regresó su mirada a redactar sin interés un aviso. Quizá nos hallábamos ante la última instancia de lo posible. Juan, que conoce el funcionamiento de las instituciones y es canario, evocó para ella la isla de Tenerife, las playas de ensueño, las volcánicas pasiones, las oportunas tarifas por ocho o quince días todo incluido. Supo la muchacha de la existencia de unas islas frente a la costa africana donde, precisamente, ni se redactaban avisos ni partes de defunción. Sonrió con dulzura, como si la nostalgia fuera para ella un lugar de lengua confusa perdido en el océano. Se levantó y nos indicó con un gesto que la siguiéramos a la gruta encantada donde se hallaban las carpetas del catastro. Eran grandes pliegos, emparedados en cartón, con las parcelas geométricamente distribuidas, como fas tumbas del cementerio. En uno de aquellos mamotretos, oloroso a tintas pasadas, nos señaló con un lápiz el camino.
«Pueden mentir los exégetas, pero el catastro, Juan, no miente».
Por fin sabíamos, con una precisión de papel milimetrado, a dónde nos debíamos dirigir.
Juan me habló de su primer encuentro con el autor, y de su monumental estatura, que le hacía caminar con un desinterés ultraterreno. Se había topado con Cortázar en Amsterdam, hacía muchos años. El afable gigante se inclinó para derramar algunas palabras sobre el joven periodista quien ( él mismo lo decía) le había sacado mucho jugo a aquellos cinco minutos en la calle. Una página entera en un diario de Tenerife. Más tarde, contando París con siete millones de habitantes y centenares de miles de kilómetros de arterias, el timbre de un portal pulsado al azar un jueves de aguacero le abrió sorprendentemente las puertas de su domicilio, una casualidad estadísticamente imposible, que Juan atribuía a la influencia del realismo mágico. Y o lo atribuía simplemente a una dirección previamente apuntada en su libreta.
«Quién sabe. Después de la intensidad con que uno leía Rayuela».
«Quién sabe», dije yo, pensando que no menos sorprendente resulta que uno se convierta en estatua de sal, de pura admiración, o cite fragmentos cuya coherencia, al cabo del tiempo, sólo construye la propia memoria, como si se hubiera frecuentado, no la obra, ni el autor, sino un territorio superior de existencia literaria:
Los Cuadernos de Viaje
Soy el oso de los caños de la casa, subo por los caños en las horas de silencio. Soy el oso que va por los caños.
en lectura nocturna de cronopios y famas, cuando a uno se le formaban, como arenas, los sedimentos de lo que más tarde sería su propia vida de escritor.
La casa se hallaba al final de un camino en pendiente, en los bancales de lo que debían haber sido las huertas del pueblo, abandonadas ahora. Era una construcción de una sola planta, escalonada en tres niveles siguiendo la conformación del terreno. La sola visión del crepúsculo desde aquel lugar infundía el desaliento, no por lo que podía acarrear de muerte y ruina, sino por la escueta imaginación de quien no estaba allí para admirarlo, de quien no contemplaría un crepúsculo nunca más. Nos recibió una muchacha rubia, con los pies descalzos. Nos condujo hacia la piscina, sorteando hierbas y guijarros, como si temiera herirse o desmoronarse en su fragilidad. Luego desapareció de puntillas.
Desde el agua amatista, a través de los glóbulos monstruosos de unas gafas de baño, nos contemplaba un ser anfibio. «Es Ugné Kurvelis, dijo Juan, la lituana». Y hubiera continuado dando detalles de esa biografía que tan minuciosamente conocía si no hubiera sido porque la mujer surgió del agua como un cetáceo blanco, de puro rubio, su arquitectura femenina estragada por los años, sonriente, no tanto desconfiada sino sorprendida entre dos aguas, ése era el caso, situación a la que respondía con cierto automatismo cordial.
:>< ef Ugné hablaba español con ese acento interna
cionalista que uno atribuye a los agentes secretos de la Belle Epoque, cuando las guerras concluían con un acorazado hundido en el Mar del Plata, y las monarquías centroeuropeas enviaban a sus segundones a hacer fortuna a las tierras del café. El interior de la casa guardaba en su distribución el aspecto rural de galpón hortelano que en su origen había sido. Era de cal y canto, baja de techos. «Estoy seguro, dijo Juan, de que si Julio levantara la cabeza se daría un coscorrón contra esa viga». Yo imaginé al gran oso deambulando por el jardín, desperezándose al sol, recluyéndose encorvado a la habitación más reducida donde, dijo Ugné, se ponía a escribir. «Siempre de cara a la pared», añadió como si fuera ella la que le castigara. El gran oso, tras unas líneas, sale de nuevo al jardín, a tumbarse sobre la hierba descifrando la geografía de lashormigas, o perdida la mirada en la llanura donde el general cartaginés diera una batalla, imagina el tema para un tapiz:
El general tiene sólo ochenta hombres, y el enemigo cinco mil.
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Su no-existencia era tan manifiesta, tan indiferente a nuestra presencia en su casa, que producía malestar. En un rincón había mantas de colores, y en la pared el lienzo de un pintor argentino que el escritor había colgado allí por patriotismo, o porque la desastrosa abstracción le sugiriera composiciones orgánicas de otro modo difíciles de describir. A mí me ha inspirado en ocasiones una pescadilla embalsamada y me sigue en mis mudanzas una pala de frontón.
Y o no sé si la desaparición física y el recuerdo que emana de los objetos se combinan para que la sensación de ausencia llegue a ser tan angustiosa que incite a la fuga. Uno percibe las iniciales en el lomo de un libro, o la conversación deja caer otros nombres bien reales, eso sí, y no sabe, perdida la noción del lugar y boqueando por un soplo de aire fresco, si no hubiera sido mejor no pasar del cementerio, o de la tinta azulada del catastro. Porque ya uno imagina ser Cortázar y que dos impertinentes acuden a husmear el olor de los rincones (a cadáver, indefectiblemente · huele a cadáver), y la suprema humillación consiste en haber dejado de existir sin que la vida nos ofrezca el ciclo de renacimiento, que propone la primavera. «Este arbolito lo plantó Julio», dijo Ugné. Era un acebo con las bayas aún verdes que para Navidad serían coloradas.
Una hamaca deshilachada, tendida entre dos árboles, acumulaba insectos y hojas secas. De la bóveda de las catedrales cuelga el sombrero del obispo difunto. Y un buen día el sombrero cae al suelo, reducido a polvo, y se advierte por ese aviso que el alma del obispo ha sido rescatada del Purgatorio.
«lQué?», preguntó la lituana. «Dice que en la catedral de Burgos ... », dijo
Juan. «En una hamaca deshilachada reposan los res
tos de ... ». Ugné nos despidió antes de que yo pudiera
concluir. Entre la maleza lanzaba destellos un estanque abandonado. Un grupo de muchachas recogía fruta de un cerezo, perdidas en lo frondoso del árbol. Un niño pelirrojo lloraba en una callejuela porque alguien le había robado la pelota, y todas esas minucias parecían cargadas de significado, y, de algún modo, el origen de un relato circular.
«Psicológicamente demoledor», comentó Juan.
«Dejaré instrucciones a Monique para que incendie, nuestra casa cuando yo muera», dije yo.
Juan asistió. El dejaría instrucciones para que incendiaran su casa y el despacho en el periódico. Regresamos por una carretera oscura. Y a la mañana siguiente quise recordar cómo empezaba aquel cuento de los fuegos:
Así será algún día su estatua, piensa �irónicamente el procónsul, mientras •-•se deja petrificar por la ovación. �
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