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Secuenciación de contenidos
Lengua Castellana y Literatura 1º de Bachillerato (LOMCE) Alumnos cuyo primer apellido comience con las letras L-Z:
Profesor: Juan Manuel Oliver Cabañes LIBRO DE TEXTO: Lengua castellana y Literatura de 1º Bachillerato. Editorial Casals eds. de 2015 y sigs. ISBN: 978 84 218 4957 6
Siguiendo el índice del libro de texto, en la programación trimestral que a continuación se detalla se señalan los apartados que se trabajarán a lo largo del curso.
Trimestre 1º LENGUA:
Tema 1: Clases de palabras I
Tema 2: Clases de palabras II LITERATURA:
Tema 8: La literatura medieval
Tema 9: El Prerrenacimiento
Lectura completa del Poema de Mío Cid, edición en castellano moderno. Se sugiere la de
editorial Castalia, Colección Odres nuevos, versión de López Estrada.
Trimestre 2º
LENGUA:
Tema 3: El sintagma. Las funciones sintácticas.
Tema 7: Las variedades de la lengua.
LITERATURA todos los temas que abarcan EL RENACIMIENTO:
Tema 10: El Renacimiento: la poesía.
Tema 11: El Renacimiento: la prosa y el teatro.
Tema 12: El Barroco: la poesía.
Tema 13: El Barroco: la prosa y el teatro.
Lectura completa de las tres novelas ejemplares de Cervantes siguientes: La española
inglesa, Rinconete y Cortadillo y El licenciado Vidriera, se recomienda la ed. de Castalia
Didáctica nº 15.
Lectura de los textos incluidos en el anexo I de esta programación.
Trimestre 3º
LENGUA:
Tema 4: La oración.
Tema 5: El texto y sus propiedades.
Tema 6: Formas de organización textual. Los medios de comunicación.
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LITERATURA:
Tema 14: Neoclasicismo y Prerromanticismo.
Tema 15: Romanticismo, Realismo y Naturalismo
Lectura completa de la obra teatral Don Juan Tenorio de José Zorrilla. Lectura de los textos incluidos en el anexo II de esta programación.
ANEXO I (TRIMESTRE 2º):
Garcilaso de la Vega:
Soneto X
¡Oh dulces prendas, por mi mal halladas,
dulces y alegres cuando Dios quería,
Juntas estáis en la memoria mía,
y con ella en mi muerte conjuradas.
¿Quién me dijera, cuando las pasadas
horas q’en tanto bien por vos me vía,
que me habiades de ser en algún día
con tan grave dolor representadas?
Pues en una hora junto me llevastes
todo el bien que por términos me distes,
llevame junto el mal que me dejastes;
si no, sospecharé que me pusistes
en tantos bienes porque deseastes
verme morir entre memorias tristes.
Soneto XXIII
En tanto que de rosa y d’azucena
se muestra la color en vuestro gesto,
y que vuestro mirar ardiente, honesto,
con clara luz la tempestad serena;
y en tanto que’l cabello, que’n la vena
del oro s’escogió, con vuelo presto,
por el hermoso cuello blanco, enhiesto,
el viento mueve, esparce y desordena:
coged de vuestra alegre primavera
el dulce fruto, antes que’l tiempo airado
cubra de nieve la hermosa cumbre;
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marchitará la rosa el tiempo helado,
todo lo mudará la edad ligera
por no hacer mudanza en su costumbre.
Fray Luis de León:
A Francisco Salinas Catedrático de música de la Universidad de Salamanca
El aire se serena
y viste de hermosura y luz no usada,
Salinas, cuando suena
la música extremada
por vuestra sabia mano gobernada.
A cuyo son divino
mi alma, que en olvido está sumida,
torna a cobrar el tino
y memoria perdida
de su origen primera esclarecida.
Y como se conoce,
en suerte y pensamiento se mejora;
el oro desconoce
que el vulgo ciego adora:
la belleza caduca engañadora.
Traspasa el aire todo
hasta llegar a la más alta esfera,
y oye allí otro modo
de no perecedera
música, que es de todas la primera.
Ve cómo el gran maestro
a aquesta inmensa cítara aplicado,
con movimiento diestro
produce el son sagrado
con que este eterno templo es sustentado.
Y como está compuesta
de números concordes, luego envía
consonante respuesta,
y entrambas a porfía
mezclan una dulcísima armonía.
Aquí la alma navega
por un mar de dulzura, y, finalmente,
en él ansí se anega,
que ningún accidente
extraño y peregrino oye o siente.
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¡Oh desmayo dichoso!
¡Oh muerte que das vida! ¡Oh dulce olvido!
¡Durase en tu reposo
sin ser restituido
jamás a aqueste bajo y vil sentido!
A aqueste bien os llamo,
gloria del apolíneo sacro coro,
amigos, a quien amo
sobre todo tesoro,
que todo lo demás es triste lloro.
¡Oh! Suene de contino,
Salinas, vuestro son en mis oídos,
por quien al bien divino
despiertan los sentidos,
quedando a lo demás adormecidos.
San Juan de la Cruz
En una noche oscura,
con ansias en amores inflamada,
(¡oh dichosa ventura!)
salí sin ser notada,
estando ya mi casa sosegada.
A oscuras y segura,
por la secreta escala disfrazada,
(¡oh dichosa ventura!)
a oscuras y en celada,
estando ya mi casa sosegada.
En la noche dichosa,
en secreto, que nadie me veía,
ni yo miraba cosa,
sin otra luz ni guía
sino la que en el corazón ardía.
Aquésta me guïaba
más cierta que la luz del mediodía,
adonde me esperaba
quien yo bien me sabía,
en parte donde nadie parecía.
¡Oh noche que me guiaste!,
¡oh noche amable más que el alborada!,
¡oh noche que juntaste
amado con amada,
amada en el amado transformada!
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En mi pecho florido,
que entero para él solo se guardaba,
allí quedó dormido,
y yo le regalaba,
y el ventalle de cedros aire daba.
El aire de la almena,
cuando yo sus cabellos esparcía,
con su mano serena
en mi cuello hería,
y todos mis sentidos suspendía.
Quedéme y olvidéme,
el rostro recliné sobre el amado,
cesó todo, y dejéme,
dejando mi cuidado
entre las azucenas olvidado.
Miguel de Cervantes
Al túmulo del rey Felipe II en Sevilla
«¡Voto a Dios que me espanta esta grandeza
y que diera un doblón por describilla!;
porque, ¿a quién no suspende y maravilla
esta máquina insigne, esta braveza?
¡Por Jesucristo vivo, cada pieza
vale más que un millón, y que es mancilla
que esto no dure un siglo, ¡oh gran Sevilla,
Roma triunfante en ánimo y riqueza!
¡Apostaré que la ánima del muerto,
por gozar este sitio, hoy ha dejado
el Cielo, de que goza eternamente!».
Esto oyó un valentón y dijo: «¡Es cierto
lo que dice voacé, seor soldado,
y quien dijere lo contrario miente!».
Y luego en continente
caló el chapeo, requirió la espada,
miró al soslayo, fuese, y no hubo nada
Lope de Vega:
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¿Qué tengo yo, que mi amistad procuras?
¿Qué interés se te sigue, Jesús mío,
que a mi puerta, cubierto de rocío,
pasas las noches del invierno escuras?
¡Oh, cuánto fueron mis entrañas duras,
pues no te abrí! ¡Qué extraño desvarío,
si de mi ingratitud el hielo frío
secó las llagas de tus plantas puras!
¡Cuántas veces el Ángel me decía:
«Alma, asómate ahora a la ventana,
verás con cuánto amor llamar porfía»!
¡Y cuántas, hermosura soberana,
«Mañana le abriremos», respondía,
para lo mismo responder mañana-
Un soneto me manda hacer Violante
que en mi vida me he visto en tanto aprieto;
catorce versos dicen que es soneto,
burla burlando van los tres delante.
Yo pensé que no hallara consonante
y estoy a la mitad de otro cuarteto;
mas si me veo en el primer terceto
no hay cosa en los cuartetos que me espante.
Por el primer terceto voy entrando
y parece que entré con pie derecho,
pues fin con este verso le voy dando.
Ya estoy en el segundo, y aun sospecho
que voy los trece versos acabando;
contad si son catorce, y está hecho.
Ya no quiero más bien que sólo amaros,
ni más vida, Lucinda, que ofreceros
la que me dais, cuando merezco veros,
ni ver más luz que vuestros ojos claros.
Para vivir me basta desearos,
para ser venturoso, conoceros,
para admirar el mundo, engrandeceros,
y para ser Eróstrato, abrasaros.
La pluma y lengua, respondiendo a coros,
quieren al cielo espléndido subiros,
donde están los espíritus más puros;
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que entre tales riquezas y tesoros,
mis lágrimas, mis versos, mis suspiros,
de olvido y tiempo vivirán seguros.
Luis de Góngora:
Letrilla
Ándeme yo caliente
y ríase la gente.
Traten otros del gobierno
del mundo y sus monarquías,
mientras gobiernan mis días
mantequillas y pan tierno;
y las mañanas de invierno
naranjada y aguardiente,
y ríase la gente.
Coma en dorada vajilla
el Príncipe mil cuidados,
como píldoras dorados;
que yo en mi pobre mesilla
quiero más una morcilla
que en el asador reviente,
y ríase la gente.
Cuando cubra las montañas
de blanca nieve el enero,
tenga yo lleno el brasero
de bellotas y castañas,
y quien las dulces patrañas
del Rey que rabió me cuente,
y ríase la gente.
Busque muy en hora buena
el mercader nuevos soles,
yo conchas y caracoles
entre la menuda arena,
escuchando a Filomena
sobre el chopo de la fuente,
y ríase la gente.
Pase a medianoche el mar
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y arda en amorosa llama
Leandro por ver su dama,
que yo más quiero pasar
del golfo de mi lagar
la blanca o roja corriente,
y ríase la gente.
Pues Amor es tan cruel
que de Píramo y su amada
hace tálamo una espada,
do se junten ella y él,
sea mi Tisbe un pastel
y la espada sea mi diente,
y ríase la gente
Mientras por competir con tu cabello,
oro bruñido el Sol relumbra en vano;
mientras con menosprecio en medio el llano
mira tu blanca frente al lilio bello;
mientras a cada labio, por cogello.
siguen más ojos que al clavel temprano;
y mientras triunfa con desdén lozano
de el luciente cristal tu gentil cuello:
goza cuello, cabello, labio y frente,
antes que lo que fue en tu edad dorada
oro, lilio, clavel, cristal luciente,
no sólo en plata o vïola troncada
se vuelva, mas tú y ello juntamente
en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada.
[Contra Don Francisco de Quevedo]
Anacreonte español, no hay quien os tope,
que no diga con mucha cortesía,
que ya que vuestros pies son de elegía,
que vuestras suavidades son de arrope.
¿No imitaréis al terenciano Lope,
que al de Belerofonte cada día
sobre zuecos de cómica poesía
se calza espuelas, y le da un galope?
Con cuidado especial vuestros antojos
dicen que quieren traducir al griego,
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no habiéndolo mirado vuestros ojos.
Prestádselos un rato a mi ojo ciego,
porque a luz saque ciertos versos flojos,
y entenderéis cualquier gregüesco luego
Fábula de Polifemo y Galatea
[Fragmento]
[…]
Donde espumoso el mar sicilïano
El pie argenta de plata al Lilibeo,
Bóveda o de las fraguas de Vulcano
O tumba de los huesos de Tifeo,
Pálidas señas cenizoso un llano,
Cuando no del sacrílego deseo,
Del duro oficio da. Allí una alta roca
Mordaza es a una gruta de su boca.
Guarnición tosca de este escollo duro
Troncos robustos son, a cuya greña
Menos luz debe, menos aire puro
La caverna profunda, que a la peña;
Caliginoso lecho, el seno obscuro
Ser de la negra noche nos lo enseña
Infame turba de nocturnas aves,
Gimiendo tristes y volando graves.
[…]
Francisco de Quevedo:
Letrilla
Poderoso caballero
es don Dinero.
Madre, yo al oro me humillo,
él es mi amante y mi amado,
pues de puro enamorado
de continuo anda amarillo;
que pues, doblón o sencillo,
hace todo cuanto quiero,
poderoso caballero
es don Dinero.
Nace en las Indias honrado
donde el mundo le acompaña;
viene a morir en España
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y es en Génova enterrado;
y pues quien le trae al lado
es hermoso aunque sea fiero,
poderoso caballero
es don Dinero.
Es galán y es como un oro;
tiene quebrado el color,
persona de gran valor,
tan cristiano como moro;
pues que da y quita el decoro
y quebranta cualquier fuero,
poderoso caballero
es don Dinero.
Son sus padres principales,
y es de noble descendiente,
porque en las venas de oriente
todas las sangres son reales;
y pues es quien hace iguales
al duque y al ganadero,
poderoso caballero
es don Dinero.
Mas ¿a quién no maravilla
ver en su gloria sin tasa
que es lo menos de su casa
doña Blanca de Castilla?
Pero pues da al bajo silla,
y al cobarde hace guerrero,
poderoso caballero
es don Dinero.
Sus escudos de armas nobles
son siempre tan principales,
que sin sus escudos reales
no hay escudos de armas dobles;
y pues a los mismos robles
da codicia su minero,
poderoso caballero
es don Dinero.
Por importar en los tratos
y dar tan buenos consejos,
en las casas de los viejos
gatos le guardan de gatos;
y pues él rompe recatos
y ablanda al jüez más severo,
poderoso caballero
es don Dinero.
Y es tanta su majestad,
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aunque son sus duelos hartos,
que con haberle hecho cuartos,
no pierde su autoridad;
pero, pues da calidad
al noble y al pordiosero,
poderoso caballero
es don Dinero.
Nunca vi damas ingratas
a su gusto y afición,
que a las caras de un doblón
hacen sus caras baratas;
y pues hace las bravatas
desde una bolsa de cuero,
poderoso caballero
es don Dinero.
Más valen en cualquier tierra
mirad si es harto sagaz,
sus escudos en la paz,
que rodelas en la guerra;
y pues al pobre le entierra
y hace propio al forastero,
poderoso caballero
es don Dinero.
Amor constante más allá de la muerte
Cerrar podrá mis ojos la postrera
sombra que me llevare el blanco día,
y podrá desatar esta alma mía
hora a su afán ansioso lisonjera;
mas no, de esotra parte, en la ribera,
dejará la memoria, en donde ardía:
nadar sabe mi llama la agua fría,
y perder el respeto a ley severa.
Alma a quien todo un dios prisión ha sido,
venas que humor a tanto fuego han dado,
medulas que han gloriosamente ardido:
su cuerpo dejará no su cuidado;
serán ceniza, mas tendrá sentido;
polvo serán, mas polvo enamorado.
"¡Ah de la vida!"... ¿Nadie me responde?
¡Aquí de los antaños que he vivido!
La Fortuna mis tiempos ha mordido;
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las Horas mi locura las esconde.
¡Que sin poder saber cómo ni a dónde
la salud y la edad se hayan huido!
Falta la vida, asiste lo vivido,
y no hay calamidad que no me ronde.
Ayer se fue; mañana no ha llegado;
hoy se está yendo sin parar un punto:
soy un fue, y un será, y un es cansado.
En el hoy y mañana y ayer, junto
pañales y mortaja, y he quedado
presentes sucesiones de difunto.
A una nariz
Érase un hombre a una nariz pegado,
érase una nariz superlativa,
érase una nariz sayón y escriba,
érase un peje espada muy barbado.
Era un reloj de sol mal encarado,
érase una alquitara pensativa,
érase un elefante boca arriba,
era Ovidio Nasón más narizado.
Érase un espolón de una galera,
érase una pirámide de Egipto,
las doce Tribus de narices era.
Érase un naricísimo infinito,
muchísimo nariz, nariz tan fiera
que en la cara de Anás fuera delito.
ANEXO II: (TERCER TRIMESTRE)
José de Espronceda:
Canción del pirata
Con diez cañones por banda,
viento en popa, a toda vela,
no corta el mar, sino vuela
un velero bergantín.
Bajel pirata que llaman,
por su bravura, el Temido,
en todo mar conocido
del uno al otro confín.
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La luna en el mar rïela,
en la lona gime el viento,
y alza en blando movimiento
olas de plata y azul;
y ve el capitán pirata,
cantando alegre en la popa,
Asia a un lado, al otro Europa,
y allá a su frente Stambul:
«Navega, velero mío,
sin temor,
que ni enemigo navío
ni tormenta, ni bonanza
tu rumbo a torcer alcanza,
ni a sujetar tu valor.
Veinte presas
hemos hecho
a despecho
del inglés,
y han rendido
sus pendones
cien naciones
a mis pies.
Que es mi barco mi tesoro,
que es mi dios la libertad,
mi ley, la fuerza y el viento,
mi única patria, la mar.
Allá muevan feroz guerra
ciegos reyes
por un palmo más de tierra;
que yo aquí tengo por mío
cuanto abarca el mar bravío,
a quien nadie impuso leyes.
Y no hay playa,
sea cualquiera,
ni bandera
de esplendor,
que no sienta
mi derecho
y dé pecho
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a mi valor.
Que es mi barco mi tesoro,
que es mi dios la libertad,
mi ley, la fuerza y el viento,
mi única patria, la mar.
A la voz de «¡barco viene!»
es de ver
cómo vira y se previene
a todo trapo a escapar;
que yo soy el rey del mar,
y mi furia es de temer.
En las presas
yo divido
lo cogido
por igual;
sólo quiero
por riqueza
la belleza
sin rival.
Que es mi barco mi tesoro,
que es mi dios la libertad,
mi ley, la fuerza y el viento,
mi única patria, la mar.
¡Sentenciado estoy a muerte!
Yo me río;
no me abandone la suerte,
y al mismo que me condena,
colgaré de alguna entena,
quizá en su propio navío.
Y si caigo,
¿qué es la vida?
Por perdida
ya la di,
cuando el yugo
del esclavo,
como un bravo,
sacudí.
Que es mi barco mi tesoro,
que es mi dios la libertad,
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mi ley, la fuerza y el viento,
mi única patria, la mar.
Son mi música mejor
aquilones,
el estrépito y temblor
de los cables sacudidos,
del negro mar los bramidos
y el rugir de mis cañones.
Y del trueno
al son violento,
y del viento
al rebramar,
yo me duermo
sosegado,
arrullado
por el mar.
Que es mi barco mi tesoro,
que es mi dios la libertad,
mi ley, la fuerza y el viento,
mi única patria, la mar.»
José Zorrilla:
Oriental
Corriendo van por la vega
A las puertas de Granada
Hasta cuarenta gomeles
Y el capitán que los manda.
Al entrar en la ciudad,
Parando su yegua blanca,
Le dijo éste a una mujer
Que entre sus brazos lloraba:
—Enjuga el llanto, cristiana,
No me atormentes así,
Que tengo yo, mi sultana,
Un nuevo Edén para ti.
Tengo un palacio en Granada,
Tengo jardines y flores,
Tengo una fuente dorada
Con más de cien surtidores.
Y en la vega del Genil
Tengo parda fortaleza,
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Que será reina entre mil
Cuando encierre tu belleza.
Y sobre toda una orilla
Extiendo mi señorío;
Ni en Córdoba ni en Sevilla
Hay un parque como el mío.
Allí la altiva palmera
Y el encendido granado,
Junto a la frondosa higuera
Cubren el valle y collado.
Allí el robusto nogal,
Allí el nópalo amarillo;
Allí el sombrío moral
Crecen al pie del castillo.
Y olmos tengo en mi alameda
Que hasta el cielo se levantan,
Y en redes de plata y seda
Tengo pájaros que cantan.
Y tú mi sultana eres;
Que desiertos mis salones,
Está mi harén sin mujeres,
Mis oídos sin canciones.
Yo te daré terciopelos
Y perfumes orientales,
De Grecia te traeré velos,
Y de Cachemira chales.
Y te daré blancas plumas
Para que adornes tu frente,
Más blancas que las espumas
De nuestros mares de Oriente;
Y perlas para el cabello,
Y baños para el calor,
Y collares para el cuello;
Para los labios.... ¡amor!—
—¿Qué me valen tus riquezas,
Respondióle la cristiana,
Si me quitas a mi padre,
Mis amigos y mis damas?
Vuélveme, vuélveme, moro,
A mi padre y a mi patria,
Que mis torres de León
Valen más que tu Granada.—
Escuchóla en paz el moro,
Y manoseando su barba,
Dijo, como quien medita,
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En la mejilla una lágrima:
—Si tus castillos mejores
Que nuestros jardines son,
Y son más bellas tus flores,
Por ser tuyas, en León,
Y tú diste tus amores
A alguno de tus guerreros,
Hurí del Edén, no llores,
Vete con tus caballeros.—
Y dándola su caballo
Y la mitad de su guardia,
El capitán de los moros
Volvió en silencio la espalda.
Gustavo Adolfo Bécquer:
RIMA VII
Del salón en el ángulo oscuro,
de su dueña tal vez olvidada,
silenciosa y cubierta de polvo,
veíase el arpa.
¡Cuánta nota dormía en sus cuerdas,
como el pájaro duerme en las ramas,
esperando la mano de nieve,
que sabe arrancarlas!
¡Ay, —pensé—, cuántas veces el genio
así duerme en el fondo del alma
y una voz, como Lázaro, espera
que le diga: "Levántate y anda"!
RIMA VIII
¡Cuando miro el azul horizonte
perderse a lo lejos,
al través de una gasa de polvo
dorado e inquieto;
me parece posible arrancarme
del mísero suelo
y flotar con la niebla dorada
en átomos leves
cual ella deshecho!
Cuando miro de noche en el fondo
oscuro del cielo
las estrellas temblar como ardientes
pupilas de fuego;
me parece posible a do brillan
subir en un vuelo,
y anegarme en su luz, y con ellas
en lumbre encendido
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fundirme en un beso.
En el mar en la duda en que bogo
ni aún sé lo que creo;
sin embargo estas ansias me dicen
que yo llevo algo
divino aquí dentro.
Emilia Pardo Bazán (Condesa de Pardo Bazán)
http://ciudadseva.com/texto/vampiro/
Vampiro
No se hablaba en el país de otra cosa. ¡Y qué milagro! ¿Sucede todos los días que un setentón vaya
al altar con una niña de quince?
Así, al pie de la letra: quince y dos meses acababa de cumplir Inesiña, la sobrina del cura de
Gondelle, cuando su propio tío, en la iglesia del santuario de Nuestra Señora del Plomo —distante
tres leguas de Vilamorta— bendijo su unión con el señor don Fortunato Gayoso, de setenta y siete y
medio, según rezaba su partida de bautismo. La única exigencia de Inesiña había sido casarse en el
santuario; era devota de aquella Virgen y usaba siempre el escapulario del Plomo, de franela blanca
y seda azul. Y como el novio no podía, ¡qué había de poder, malpocadiño!, subir por su pie la
escarpada cuesta que conduce al Plomo desde la carretera entre Cebre y Vilamorta, ni tampoco
sostenerse a caballo, se discurrió que dos fornidos mocetones de Gondelle, hechos a cargar el
enorme cestón de uvas en las vendimias, llevasen a don Fortunato a la silla de la reina hasta el
templo. ¡Buen paso de risa!
Sin embargo, en los casinos, boticas y demás círculos, digámoslo así, de Vilamorta y Cebre, como
también en los atrios y sacristías de las parroquiales, se hubo de convenir en que Gondelle cazaba
muy largo, y en que a Inesiña le había caído el premio mayor. ¿Quién era, vamos a ver, Inesiña?
Una chiquilla fresca, llena de vida, de ojos brillantes, de carrillos como rosas; pero qué demonio,
¡hay tantas así desde el Sil al Avieiro! En cambio, caudal como el de don Fortunato no se encuentra
otro en toda la provincia. Él sería bien ganado o mal ganado, porque esos que vuelven del otro
mundo con tantísimos miles de duros, sabe Dios qué historia ocultan entre las dos tapas de la
maleta; solo que…. ¡pchs!, ¿quién se mete a investigar el origen de un fortunón? Los fortunones son
como el buen tiempo: se disfrutan y no se preguntan sus causas.
Que el señor Gayoso se había traído un platal, constaba por referencias muy auténticas y fidedignas;
solo en la sucursal del Banco de Auriabella dejaba depositados, esperando ocasión de invertirlos,
cerca de dos millones de reales (en Cebre y Vilamorta se cuenta por reales aún). Cuantos pedazos
de tierra se vendían en el país, sin regatear los compraba Gayoso; en la misma plaza de la
Constitución de Vilamorta había adquirido un grupo de tres casas, derribándolas y alzando sobre los
solares nuevo y suntuoso edificio.
— ¿No le bastarían a ese viejo chocho siete pies de tierra? —preguntaban entre burlones e indignos
los concurrentes al Casino.
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Júzguese lo que añadirían al difundirse la extraña noticia de la boda, y al saberse que don Fortunato,
no sólo dotaba espléndidamente a la sobrina del cura, sino que la instituía heredera universal. Los
berridos de los parientes, más o menos próximos, del ricachón, llegaron al cielo: hablose de
tribunales, de locura senil, de encierro en el manicomio. Mas como don Fortunato, aunque muy
acabadito y hecho una pasa seca, conservaba íntegras sus facultades y discurría y gobernaba
perfectamente, fue preciso dejarle, encomendando su castigo a su propia locura.
Lo que no se evitó fue la cencerrada monstruo. Ante la casa nueva, decorada y amueblada sin
reparar en gastos, donde se habían recogido ya los esposos, juntáronse, armados de sartenes, cazos,
trípodes, latas, cuernos y pitos, más de quinientos bárbaros. Alborotaron cuanto quisieron sin que
nadie les pusiese coto; en el edificio no se entreabrió una ventana, no se filtró luz por las rendijas:
cansados y desilusionados, los cencerreadores se retiraron a dormir ellos también. Aun cuando
estaban conchavados para cencerrar una semana entera, es lo cierto que la noche de tornaboda ya
dejaron en paz a los cónyuges y en soledad la plaza.
Entre tanto, allá dentro de la hermosa mansión, abarrotada de ricos muebles y de cuanto pueden
exigir la comodidad y el regalo, la novia creía soñar; por poco, y a sus solas, capaz se sentía de
bailar de gusto. El temor, más instintivo que razonado, con que fue al altar de Nuestra Señora del
Plomo, se había disipado ante los dulces y paternales razonamientos del anciano marido, el cual
sólo pedía a la tierna esposa un poco de cariño y de calor, los incesantes cuidados que necesita la
extrema vejez. Ahora se explicaba Inesiña los reiterados «No tengas miedo, boba»; los «Cásate
tranquila», de su tío el abad de Gondelle. Era un oficio piadoso, era un papel de enfermera y de hija
el que le tocaba desempeñar por algún tiempo…, acaso por muy poco. La prueba de que seguiría
siendo chiquilla, eran las dos muñecas enormes, vestidas de sedas y encajes, que encontró en su
tocador, muy graves, con caras de tontas, sentadas en el confidente de raso. Allí no se concebía, ni
en hipótesis, ni por soñación, que pudiesen venir otras criaturas más que aquellas de fina porcelana.
¡Asistir al viejecito! Vaya: eso sí que lo haría de muy buen grado Inés. Día y noche —la noche
sobre todo, porque era cuando necesitaba a su lado, pegado a su cuerpo, un abrigo dulce— se
comprometía a atenderle, a no abandonarle un minuto. ¡Pobre señor! ¡Era tan simpático y tenía ya
tan metido el pie derecho en la sepultura! El corazón de Inesiña se conmovió: no habiendo conocido
padre, se figuró que Dios le deparaba uno. Se portaría como hija, y aún más, porque las hijas no
prestan cuidados tan íntimos, no ofrecen su calor juvenil, los tibios efluvios de su cuerpo; y en eso
justamente creía don Fortunato encontrar algún remedio a la decrepitud. «Lo que tengo es frío —
repetía—, mucho frío, querida; la nieve de tantos años cuajada ya en las venas. Te he buscado como
se busca el sol; me arrimo a ti como si me arrimase a la llama bienhechora en mitad del invierno.
Acércate, échame los brazos; si no, tiritaré y me quedaré helado inmediatamente. Por Dios,
abrígame; no te pido más».
Lo que se callaba el viejo, lo que se mantenía secreto entre él y el especialista curandero inglés a
quien ya como en último recurso había consultado, era el convencimiento de que, puesta en
contacto su ancianidad con la fresca primavera de Inesiña, se verificaría un misterioso trueque. Si
las energías vitales de la muchacha, la flor de su robustez, su intacta provisión de fuerzas debían
reanimar a don Fortunato, la decrepitud y el agotamiento de éste se comunicarían a aquélla,
transmitidos por la mezcla y cambio de los alientos, recogiendo el anciano un aura viva, ardiente y
pura y absorbiendo la doncella un vaho sepulcral. Sabía Gayoso que Inesiña era la víctima, la oveja
traída al matadero; y con el feroz egoísmo de los últimos años de la existencia, en que todo se
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sacrifica al afán de prolongarla, aunque sólo sea horas, no sentía ni rastro de compasión. Agarrábase
a Inés, absorbiendo su respiración sana, su hálito perfumado, delicioso, preso en la urna de cristal de
los blancos dientes; aquel era el postrer licor generoso, caro, que compraba y que bebía para
sostenerse; y si creyese que haciendo una incisión en el cuello de la niña y chupando la sangre en la
misma vena se remozaba, sentíase capaz de realizarlo. ¿No había pagado? Pues Inés era suya.
Grande fue el asombro de Vilamorta —mayor que el causado por la boda aún— cuando notaron que
don Fortunato, a quien tenían pronosticada a los ocho días la sepultura, daba indicios de mejorar,
hasta de rejuvenecerse. Ya salía a pie un ratito, apoyado primero en el brazo de su mujer, después
en un bastón, a cada paso más derecho, con menos temblequeteo de piernas. A los dos o tres meses
de casado se permitió ir al casino, y al medio año, ¡oh maravilla!, jugó su partida de billar,
quitándose la levita, hecho un hombre. Diríase que le soplaban la piel, que le inyectaban jugos: sus
mejillas perdían las hondas arrugas, su cabeza se erguía, sus ojos no eran ya los muertos ojos que se
sumen hacia el cráneo. Y el médico de Vilamorta, el célebre Tropiezo, repetía con una especie de
cómico terror:
—Mala rabia me coma si no tenemos aquí un centenario de esos de quienes hablan los periódicos.
El mismo Tropiezo hubo de asistir en su larga y lenta enfermedad a Inesiña, la cual murió —
¡lástima de muchacha!— antes de cumplir los veinte. Consunción, fiebre hética, algo que expresaba
del modo más significativo la ruina de un organismo que había regalado a otro su capital. Buen
entierro y buen mausoleo no le faltaron a la sobrina del cura; pero don Fortunato busca novia. De
esta vez, o se marcha del pueblo, o la cencerrada termina en quemarle la casa y sacarle arrastrando
para matarle de una paliza tremenda. ¡Estas cosas no se toleran dos veces! Y don Fortunato sonríe,
mascando con los dientes postizos el rabo de un puro.
Emilia Pardo Bazán (Condesa de Pardo Bazán)
http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/esp/pardo/cuentos_de_navidad_y_reyes.htm
“El rompecabezas”
El niño es una de esas criaturas delicadas y precozmente listas, que se crían en las grandes
poblaciones, privadas de aire, de luz, de ejercicio, de alimento sólido y sano, víctimas de las
estrecheces de la clase media, más menesterosa a veces que el pueblo. Siempre limpito, con su pelo
bien alisado, formal, dócil y reprimido naturalmente, Eloy no da en la casa quebraderos de cabeza.
Verdad que si los diese, ¿cómo se las arreglaría para meterle en costura su infeliz madre, viuda sola
y atacada de un padecimiento crónico al corazón? Precisamente la verdadera causa del buen porte y
conducta de Eloy es esa vehemente y temprana sensibilidad que suele despertar en las criaturas el
temor de hacer sufrir a un ser muy amado, de entristecer unos ojos maternales, de agravar una pena
que adivinan sin poder medir su profundidad.
Eloy estudiaba las lecciones al dedillo, porque su madre sonreía con descolorida sonrisa
cuando le oía recitarlas de memoria; Eloy cuidaba mucho la ropa y el calzado, porque se daba
cuenta de que su madre no tenía para comprar y reponer lo manchado o roto; Eloy se recogía a casa
al salir de la escuela, en vez de quedarse pilleando y haciendo demoniuras con sus compañeros,
porque su madre se alegraba al verle volver, y el chiquillo, con la intuición del corazoncito
cariñoso, olfateaba que la melancolía de mamá se aliviaba con su presencia, y que al enviarle a
aprender, separándose de él por largas horas, realizaba un sacrificio.
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Recordaba Eloy, sin embargo, confusa y minuciosamente a la vez, como recuerdan los
niños, tiempos recientes en que su madre no se quejaba, en que vivía gozosa. Es cierto que entonces
un hombre joven, brioso, animado, de pisar fuerte y negros bigotes, vivía en la casa. ¡El papá! Eloy
asociaba su memoria a la de cabalgatas en las rodillas o sobre la punta del pie, violentos besos en
los carrillos, un simpático olor a cigarro fino, risas y juegos y humoradas como de otro muchacho...
Después..., el papá desaparecía, y la mamá tenía a toda hora los párpados hinchados y rojos. La casa
se volvía callada y tristona, y Eloy sentía escrúpulos, recelos de jugar o de pedir alto la merienda,
porque le parecía estar dentro de una iglesia oscura o de un sepulcro. Los conocidos que encontraba
le hablaban en tono compasivo al preguntarle «si había noticias de papá, que estaba en la guerra».
¡En guerra! Por el acento con que madre y los amigos modulaban la frase, comprendía Eloy que la
guerra era una cosa muy terrible, atroz, malísima. ¿Quizá en la guerra papá se podía morir? ¡Ah,
vaya si podía! Como que una tarde, al volver de la escuela, Eloy encontró a su madre con un
síncope, a la criada hipando, a las vecinas del segundo que se lo llevaron y le atracaron a golosinas
«para que no se impresionase, pobre pequeño»... Y al otro día, mamá le reclamó, le abrazó
silenciosa, sin verter una lágrima, y le vistió de negro: traje entero, desde las medias hasta la boina.
El muchacho no sabía definir, no acertaría a explicar en qué consistía la muerte; pero estaba seguro
de que era algo espantoso, y que ese algo les impediría ya para siempre vivir contentos. Lloró a
escondidas por no afligir más a su madre, y rezó las oraciones que sabía, muchas veces, «por el
alma de papá». Desde entonces empezó a empollar firme las lecciones, a no hacer nada malo, a
doblar la chaquetita antes de acostarse, a volver «al reloj» de la escuela, con los libros atados bajo el
brazo. El alma de papá de seguro aprobaba tal proceder.
Sin embargo, el chico más juicioso es chico al fin, y Eloy, como oyese en los primeros días
del año las conjeturas de sus compañeros acerca de lo que le traerían los Reyes, y los proyectos de
zapatos colocados en la ventana o la chimenea, no pudo menos de dar suelta a la imaginación.
También él deseaba que los Reyes le trajesen algo... ¿Por qué no se lo habían de traer, señores? ¿No
había sido bueno el año enterito? Si pusiese su zapato en el alféizar de la ventana, ¿era justo que el
zapato amaneciese vano como avellana vieja?
Afortunadamente, la misma idea de la equidad se había abierto camino en el espíritu de la
madre de Eloy. Ella, que jamás salía, que se ponía a morir en las escaleras, se echó a la calle la tarde
del 5, envuelta en su modesto coleto de paño pasado de moda, y se detuvo en la tienda de juguetes.
Cuando volvió a casa llevaba escondida una cajita plana de cartón. La escasez, al imponer el
cálculo, destruye muchos gérmenes de poesía. ¡Qué no hubiese dado aquella madre por traer a su
niño el fogoso caballo mecánico, la reluciente bicicleta, el caprichoso cinematógrafo, la locomotiva
de vapor con ténder y vagón, raíles verdaderos y caldera de cobre! Pero, ¡ay!, eran caprichos de
media onza, diez duros, quince, y el bolsillo se encogía aterrado... No, no; convenía que el regalo de
los Santos Reyes magos, sabios y doctos, no fuese una inutilidad, sino que coadyuvase a la
instrucción del niño... Y la madre adquirió, por módico precio, un rompecabezas geográfico, nada
menos que el mapa de España... Así, Eloy, jugando, aprendería mejor lo que ya había dado pruebas
de no ignorar, pues en Geografía llevaba el número uno.
Levantándose a medianoche, dejó el huérfano su zapato entre la fría ceniza de la chimenea
del gabinete, la única de la casa, encendida rarísima vez. Por la mañana, saltó de la cama, descalzo
y tiritando, a ver si los Reyes... ¡Sorpresa inolvidable! Sus majestades se habían dignado venir: allí
estaba la dádiva, el obsequio... ¿Qué encerrará aquella cajita chata, tan mona, con sus filetes
dorados?... Eloy la cogió afanoso, se volvió a la cama blanda y tibia, y allí, con los brazos fuera y el
tronco bien abrigado, desató la cinta y miró... ¡Anda, corcho! Los Reyes le habían traído un mapa...
¡Cómo les constaba el comportamiento de Eloy, su costumbre de «sabérselas»!... ¡De todos modos,
un mapa! ¡Pch!... ¿No valía más un aristón o una linterna mágica igual a la de Pepito Ponzano, que
siempre la estaba refregando por las narices a los otros?... Empezó Eloy a reconciliarse con los
Reyes al averiguar que el mapita era de pedazos, y se desbarataba y volvía a arreglarse... Y ya
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levantado, tomó el café caliente. Mientras mamá se preparaba para ir a misa, Eloy se divirtió, armó
y desarmó el país, barajó a España cien veces, revolviendo a Zaragoza con Valladolid y a
Salamanca con Vigo...
De pronto, meditabundo, interrumpió su tarea e interrogó, inquieto, a su madre:
—Mamá, te han engañado... El juguete está incompleto. Falta aquí mucha España. No
encuentro la isla de Cuba. Ni a Puerto Rico... ¡Falta España!
Arrasáronse los ojos de la madre, y se quedó parada, con el velito a medio prender. Por
último, encogiéndose de hombros:
—¡Esas tierras están tan lejos! —dijo—. Y ya no son de España, mira... Acierta el
rompecabezas, porque... ya no son. ¡Allí murió tu padre...!
Eloy calló: una tristeza mayor que las habituales, desmedida, que no cabía en el alma de un
niño, pesó un instante sobre su pensamiento. Y con ademán expresivo, apartó, rechazó el regalo de
los Reyes.
Benito Pérez Galdós
http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/esp/galdos/el_don_juan.htm
“El don Juan”
«Esta no se me escapa: no se me escapa, aunque se opongan a mi triunfo todas las potencias
infernales», dije yo siguiéndola a algunos pasos de distancia, sin apartar de ella los ojos, sin
cuidarme de su acompañante, sin pensar en los peligros que aquella aventura ofrecía.
¡Cuánto me acuerdo de ella! Era alta, rubia, esbelta, de grandes y expresivos ojos, de majestuoso y
agraciado andar, de celestial y picaresca sonrisa. Su nariz, terminada en una hermosa línea
levemente encorvada, daba a su rostro una expresión de desdeñosa altivez, capaz de esclavizar
medio mundo. Su respiración era ardiente y fatigada, marcando con acompasadas depresiones y
expansiones voluptuosas el movimiento de la máquina sentimental, que andaba con una fuerza de
caballos de buena raza inglesa. Su mirada no era definible; de sus ojos, medio cerrados por el sopor
normal que la irradiación calurosa de su propia tez le producía, salían furtivos rayos, destellos
perdidos que quemaban mi alma. Pero mi alma quería quemarse, y no cesaba de revolotear como
imprudente mariposa en torno a aquella luz. Sus labios eran coral finísimo; su cuello, primoroso
alabastro; sus manos, mármol delicado y flexible; sus cabellos, doradas hebras que las del mesmo
sol escurecían. En el hemisferio meridional de su rostro, a algunos grados del meridiano de su nariz
y casi a la misma latitud que la boca, tenía un lunar, adornado de algunos sedosos cabellos que,
agitados por el viento, se mecían como frondoso cañaveral. Su pie era tan bello, que los adoquines
parecían convertirse en flores cuando ella pasaba; de los movimientos de sus brazos, de las
oscilaciones de su busto, del encantador vaivén de su cabeza, ¿qué puedo decir? Su cuerpo era el
centro de una infinidad de irradiaciones eléctricas, suficientes para dar alimento para un año al cable
submarino.
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No había oído su voz; de repente la oí. ¡Qué voz, Santo Dios!, parecía que hablaban todos los
ángeles del cielo por boca de su boca. Parecía que vibraba con sonora melodía el lunar, corchea
escrita en el pentagrama de su cara. Yo devoré aquella nota; y digo que la devoré, porque me
hubiera comido aquel lunar, y hubiera dado por aquella lenteja mi derecho de primogenitura sobre
todos los don Juanes de la tierra.
Su voz había pronunciado estas palabras, que no puedo olvidar:
—Lurenzo, ¿sabes que comería un bucadu? —Era gallega.
—Ángel mío —dijo su marido, que era el que la acompañaba—: aquí tenemos el café del Siglo,
entra y tomaremos jamón en dulce.
Entraron, entré; se sentaron, me senté (enfrente); comieron, comí (ellos jamón, yo... no me acuerdo
de lo que comí; pero lo cierto es que comí).
Él no me quitaba los ojos de encima. Era un hombre que parecía hecho por un artífice de Alcorcón,
expresamente para hacer resaltar la belleza de aquella mujer gallega, pero modelada en mármol de
Paros por Benvenuto Cellini. Era un hombre bajo y regordete, de rostro apergaminado y amarillo
como el forro de un libro viejo: sus cejas angulosas y las líneas de su nariz y de su boca tenían algo
de inscripción. Se le hubiera podido comparar a un viejo libro de 700 páginas, voluminoso, ilegible
y apolillado. Este hombre estaba encuadernado en un enorme gabán pardo con cantos de lanilla
azul.
Después supe que era un bibliómano.
Yo empecé a deletrear la cara de mi bella galleguita.
Soy fuerte en la paleontología amorosa. Al momento entendí la inscripción, y era favorable para mí.
—Victoria —dije, y me preparé a apuntar a mi nueva víctima en mi catálogo. Era el número 1.003.
Comieron, y se hartaron, y se fueron.
Ella me miró dulcemente al salir. Él me lanzó una mirada terrible, expresando que no las tenía todas
consigo; de cada renglón de su cara parecía salir una chispa de fuego indicándome que yo había
herido la página más oculta y delicada de su corazón, la página o fibra de los celos.
Salieron, salí.
Entonces era yo el don Juan más célebre del mundo, era el terror de la humanidad casada y soltera.
Relataros la serie de mis triunfos sería cosa de no acabar. Todos querían imitarme; imitaban mis
ademanes, mis vestidos. Venían de lejanas tierras sólo para verme. El día en que pasó la aventura
que os refiero era un día de verano, yo llevaba un chaleco blanco y unos guantes de color de fila,
que estaban diciendo comedme.
Se pararon, me paré; entraron, esperé; subieron, pasé a la acera de enfrente.
En el balcón del quinto piso apareció una sombra: ¡es ella!, dije yo, muy ducho en tales lances.
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Acerqueme, mire a lo alto, extendí una mano, abrí la boca para hablar, cuando de repente, ¡cielos
misericordiosos! ¡cae sobre mí un diluvio!... ¿de qué? No quiero que este pastel quede, si tal cosa
nombro, como quedaron mi chaleco y mis guantes.
Lleneme de ira: me habían puesto perdido. En un acceso de cólera, entro y subo rápidamente la
escalera.
Al llegar al tercer piso, sentí que abrían la puerta del quinto. El marido apareció y descargó sobre mí
con todas sus fuerzas un objeto que me descalabró: era un libro que pesaba sesenta libras. Después
otro del mismo tamaño, después otro y otro; quise defenderme, hasta que al fin una Compilatio
decretalium me remató: caí al suelo sin sentido.
Cuando volví en mí, me encontré en el carro de la basura.
Levanteme de aquel lecho de rosas, y me alejé como pude. Miré a la ventana: allí estaba mi verdugo
en traje de mañana, vestido a la holandesa; sonrió maliciosamente y me hizo un saludo que me llenó
de ira.
Mi aventura 1.003 había fracasado. Aquélla era la primera derrota que había sufrido en toda mi
vida. Yo, el don Juan por excelencia, ¡el hombre ante cuya belleza, donaire, desenfado y osadía se
habían rendido las más meticulosas divinidades de la tierra!... Era preciso tomar la revancha en la
primera ocasión. La fortuna no tardó en presentármela.
Entonces, ¡ay!, yo vagaba alegremente por el mundo, visitaba los paseos, los teatros, las reuniones y
también las iglesias.
Una noche, el azar, que era siempre mi guía, me había llevado a una novena: no quiero citar la
iglesia, por no dar origen a sospechas peligrosas. Yo estaba oculto en una capilla, desde donde sin
ser visto dominaba la concurrencia. Apoyada en una columna vi una sombra, una figura, una mujer.
No pude ver su rostro, ni su cuerpo, ni su ademán, ni su talle, porque la cubrían unas grandes
vestiduras negras desde la coronilla hasta las puntas de los pies. Yo colegí que era hermosísima, por
esa facultad de adivinación que tenemos los don Juanes.
Concluyó el rezo; salió, salí; un joven la acompañaba, «¡su esposo!», dije para mí, algún
matrimonio en la luna de miel.
Entraron, me paré y me puse a mirar los cangrejos y langostas que en un restaurante cercano se
veían expuestos al público. Miré hacia arriba, ¡oh felicidad! Una mujer salía del balcón, alargaba la
mano, me hacía señas... Cercioreme de que no tenía en la mano ningún ánfora de alcoba, como el
maldito bibliómano, y me acerqué. Un papel bajó revoloteando como una mariposa hasta posarse en
mi hombro. Leí: era una cita. ¡Oh fortuna!, ¡era preciso escalar un jardín, saltar tapias!, eso era lo
que a mí me gustaba. Llegó la siguiente noche y acudí puntual. Salté la tapia y me hallé en el jardín.
Un tibio y azulado rayo de luna, penetrando por entre las ramas de los árboles, daba melancólica
claridad al recinto y marcaba pinceladas y borrones de luz sobre todos los objetos.
Por entre las ramas vi venir una sombra blanca, vaporosa: sus pasos no se sentían, avanzaba de un
modo misterioso, como si una suave brisa la empujara. Acercose a mí y me tomó de una mano; yo
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proferí las palabras más dulces de mi diccionario, y la seguí; entramos juntos en la casa. Ella andaba
con lentitud y un poco encorvada hacia adelante. Así deben andar las dulces sombras que vagan por
el Elíseo, así debía andar Dido cuando se presentó a los ojos de Eneas el Pío.
Entramos en una habitación oscura. Ella dio un suspiro que así de pronto me pareció un ronquido,
articulado por unas fauces llenas de rapé. Sin embargo, aquel sonido debía salir de un seno
inflamado con la más viva llama del amor. Yo me postré de rodillas, extendí mis brazos hacia ella...
cuando de pronto un ruido espantoso de risas resonó detrás de mí; abriéronse puertas y entraron más
de veinte personas, que empezaron a darme de palos y a reír como una cuadrilla de demonios
burlones. El velo que cubría mi sombra cayó, y vi, ¡Dios de los cielos!, era una vieja de más de
noventa años, una arpía arrugada, retorcida, seca como una momia, vestigio secular de una mujer
antediluviana, de voz semejante al gruñido de un perro constipado; su nariz era un cuerno, su boca
era una cueva de ladrones, sus ojos, dos grietas sin mirada y sin luz. Ella también se reía, ¡la
maldita!, se reía como se reiría la abuela de Lucifer, si un don Juan le hubiera hecho el amor.
Los golpes de aquella gente me derribaron; entre mis azotadores estaban el bibliómano y su mujer,
que parecían ser los autores de aquella trama.
Entre puntapiés, pellizcos, bastonazos y pescozones, me pusieron en la calle, en medio del arroyo,
donde caí sin sentido, hasta que las matutinas escobas municipales me hicieron levantar. Tal fue la
singular aventura del don Juan más célebre del universo. Siguieron otras por el estilo; y siempre
tuve tan mala suerte, que constantemente paraba en los carros que recogen por las mañanas la
inmundicia acumulada durante la noche. Un día me trajeron a este sitio, donde me tienen encerrado,
diciendo que estoy loco. La sociedad ha tenido que aherrojarme como a una fiera asoladora; y en
verdad, a dejarme suelto, yo la hubiera destruido.
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