Solucionario: “San Manuel Bueno, mártir””
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SOLUCIONARIO
“SAN MANUEL BUENO, MÁRTIR”
Este título también dispone de guía y ficha técnica
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I.-PRÓLOGO
1.- Marañón dice que San Manuel Bueno, mártir “ha de ser una de mis
obras más leídas y gustadas en adelante como una de las más
características de mi producción toda novelesca”. Unamuno, que
califica su obra no solo de novelesca, sino también de “filosófica y
teológica”, está de acuerdo: “Tengo la conciencia de haber puesto en
ella todo mi sentimiento trágico de la vida cotidiana” (pág. 79).
2.- Afirma que la parte material de un relato no es lo esencial del
mismo, pues el lector puede suplirlo fácilmente con su imaginación:
“dando el espíritu de la carne, del hueso, de la roca, del agua, de la
nube, de todo lo demás visible, se da la verdadera e íntima realidad,
dejándole al lector que la revista en su fantasía” (pág. 79).
3.- Se trata del lago de San Martín de Castañeda, en Sanabria, situado
al pie de las ruinas de un convento. La leyenda dice que en su fondo
se esconde el fantasma de una ciudad, Valverde de Lucerna. Lo visitó
por primera vez el 1 de junio de 1930 (págs. 80-81).
4.- Según sus palabras: las fisonomías, el vestuario, los gestos
materiales, el ámbito material, y, singularmente, el argumento (pág.
80).
5.- A don Manuel lo caracteriza “el pavoroso problema de la
personalidad, si uno es lo que es y seguirá siendo lo que es” (pág. 83);
es decir, el problema del personaje consiste en interrogarse sobre el
sentido de la vida y si existe o no vida después de la muerte.
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La solución que se dará en esta novela es que la vida individual puede
ser inmortal a través de la de los otros: “San Manuel Bueno busca, al
ir a morirse, fundir —o sea salvar— su personalidad en la de su
pueblo” (pág. 83). En este sentido es similar a otros personajes
literarios, como don Quijote o Segismundo (protagonista de La vida es
sueño, de Calderón).
6.- El pasaje de Kierkegaard viene “como estrobo al tolete para sujetar
el remo —aquí la pluma— con que estoy remando en este escrito”
(pág. 84). Es una forma metafórica de expresar que las palabras de
Kierkegaard corroboran y dan consistencia a las de Unamuno.
7.- Es Dios, el Creador, que permitirá (o no) que la lectura de la obra
le sirva al lector para encontrarse a sí mismo.
II.- PRIMERA PARTE
PLANTEAMIENTO (PÁGS. 87-101)
1.- Ángela Carballino es la narradora-personaje de la historia. Es,
pues, una narración en primera persona, lo que implica que toda la
materia narrativa está condicionada por su subjetividad.
La narradora se sitúa al final de la historia, muchos años después de
que los hechos hayan sucedido. Nos va a contar todo lo que sabe y
recuerda sobre el personaje protagonista cuando éste ya ha muerto y
se ha abierto un proceso de beatificación para reconocer su santidad.
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El propósito de su narración no está claro: “Solo Dios sabe, que no yo,
con qué destino” (pág. 87), aunque también su relato es una especie
de confesión personal sobre este hombre que condicionó toda su vida
y a quien llama “mi verdadero padre espiritual, el padre de mi espíritu”
(pág. 87).
2.- De Ángela sabemos que vivió toda su vida en Valverde de Lucerna.
Quedó huérfana de padre muy pequeña, al cuidado de su madre y su
hermano Lázaro, que emigró a América para hacer fortuna. Desde allí,
dio órdenes a su madre para que la enviase a un colegio de religiosas
en Renada, donde esperaba pulir su educación, cuando tenía diez
años. Allí permaneció durante cinco años, en los cuales contactó con
otras niñas de la ciudad, en especial con una, que se convirtió en su
amiga y confidente íntima.
Sin embargo, nunca dejó de estar en contacto, a través de las cartas
de su madre, con los acontecimientos de su pueblo y, en concreto, con
la figura de don Manuel, que ya era venerado por sus habitantes y que
ya desprendía santidad. Su madre le adoraba y estaba enamorada de
él [“claro, que castísimamente” (pág. 88)]; por tanto, siempre le daba
noticias suyas en sus cartas. Cuando regresa a Valverde de Lucerna
tiene quince años y el magisterio del párroco sobre los habitantes del
pueblo es absoluto. Ángela confiesa su curiosidad y apego al
personaje: “Llegué ansiosa de conocerle, de ponerme bajo sus
protección, de que él me marcara el sendero de mi vida” (pág. 90).
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3.- Por aquel entonces, cuando ella abandona su pueblo, don Manuel
tendría unos 37 años. Su físico es austero e impone respeto: “alto,
delgado, erguido, llevaba la cabeza como nuestra Peña del Buitre lleva
su cresta y había en sus ojos toda la hondura azul de nuestro lago”
(págs. 88-89).
En la introducción, García de la Concha nos recuerda qué “el buitre” de
Prometeo es habitualmente asociado por Unamuno con la duda que
atormenta de manera permanente (véase pág. 40). Respecto a la
simbología del lago, rodeado de sugerencias y misterio, recordemos
que este entierra un pueblo fantasma sumergido, que es la raíz y la
tradición del pueblo real.
La narradora insiste especialmente en la fuerza que poseía la mirada
del párroco: “Se llevaba las miradas de todos, y tras ellas, los
corazones, y él al mirarnos parecía, traspasando la carne como un
cristal, mirarnos al corazón” (pág. 89).
El último dato importante es el amor que inspira en todos los
lugareños, en especial los niños, pues “empezaba el pueblo a olerle la
santidad; se sentía lleno y embriagado de su aroma” (pág. 89). Lleva
una vida volcada en los demás (no en vano rechazó una brillante
carrera eclesiástica para permanecer junto a su pueblo): “su vida era
arreglar matrimonios desavenidos, reducir a su padres hijos indómitos
o reducir los padres a sus hijos, y sobre todo consolar a los amargados
y atediados, y ayudar a todos a bien morir” (pág. 91).
Concluye la narradora este retrato contando el caso de Perote, a quien
don Manuel convenció para casarse con una antigua novia, madre
soltera de un hijo de otro hombre. Con los años, ya anciano y
enfermo, el hijo adoptado de Perote se terminaría convirtiendo en el
“báculo y consuelo de su vida” (pág. 91).
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4.- El nombre Manuel, que significa “Dios con nosotros” establece ya el
paralelismo con Cristo. Antes, además, se han aportado una serie de
detalles: su vida de sacrificio a los demás, el amor que inspira en su
pueblo y en los niños...
Pero, a partir de la página 91 los paralelismos con Cristo se harán más
evidentes. Como Cristo, realiza curaciones en las aguas del lago,
convertidas en piscina probática o milagrosa. También como él, siente
predilección por las criaturas más débiles y desgraciadas, como Blasillo
el bobo, idiota de nacimiento. Y, sobre todo, su voz milagrosa es capaz
de conmover a su pueblo en los momentos clave.
Aparece el detalle de la misa de Viernes Santo: cuando en el sermón
“clamaba aquello de ‘¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has
abandonado?’, pasaba por el pueblo todo un temblor hondo como por
sobre las aguas del lago en días de cierzo de hostigo. Y era como si
oyesen a Nuestro Señor Jesucrito mismo, como si la voz brotara de
aquel viejo crucifijo a cuyos pies tantas generaciones de madres
habían depositado sus congojas” (págs. 93-94).
Su propia madre, sugestionada por la fuerza de la voz de su hijo, le
responde en uno de sus sermones con un grito, hecho que hizo llorar a
las gentes del pueblo: “Creeríase que el grito maternal había brotado
de la boca entreabierta de aquella Dolorosa —el corazón traspasado
por siete espadas— que había en una de las capillas del templo” (pág.
94).
El bobo cumple un papel coral: sirve para recordarle al pueblo las
palabras santas del párroco. Como imita su tono de voz, a las gentes
se les saltan las lágrimas al oírlo.
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5.- Conseguía que todos los feligreses, durante la misa, recitaran el
credo al unísono: “Y no era un coro, sino una sola voz, una voz simple
y unida, fundidas todas en una y haciendo como una montaña, cuya
cumbre, perdida a las veces en nubes, era Don Manuel” (pág. 95)
Don Manuel sabe potenciar la fe de sus feligreses (simbolizada en la
montaña, a cuyos pies se levanta el pueblo). Sin embargo, don Manuel
se callaba en la parte en la que la oración dice: “Creo en la
resurrección de la carne y la vida perdurable”. Se crea un interesante
contraste entre la fe de su pueblo, que sigue recitando el credo al
unísono, a pesar del silencio del párroco, y el silencio incrédulo de don
Manuel.
Ángela, con un cierto carácter anticipatorio, nos indica que la función
de don Manuel era hacer que los otros creyeran, a pesar de su
incredulidad, y así lo declara explícitamente: “[...] era como si una
caravana en marcha por el desierto, desfallecido el caudillo al
acercarse al término de su carrera, le tomaran en hombros los suyos
para meter su cuerpo sin vida en la tierra de promisión” (pág. 95).
La narradora, pues, establece una línea paralela con Moisés, a quien
Dios castigó a ser el guía de su pueblo hacia una tierra que él nunca
pisaría. En el caso de don Manuel, este actúa como el guía de su
pueblo a la hora de enfrentarse a la muerte con la esperanza de otra
vida: “Los más no querían morirse sino cogidos de su mano como de
un ancla” (pág. 96).
6.- Don Manuel lleva una vida activa y huye de la ociosidad, porque
huye del “pensar ocioso”: “Pensar ocioso es pensar para no hacer nada
o pensar demasiado en lo que se ha hecho y no en lo que hay que
hacer” (págs. 96-97).
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Así, escribía para otros, trabajaba manualmente en las labores de
trilla, partiendo leña, buscando ganado, fabricando juguetes, etc.
También acompañaba al médico en sus visitas, ayudaba al maestro,
tocaba el tamboril en el baile… Todo ello para huir de los pensamientos
que le atormentaban.
Con el tronco del “nogal matriarcal” bajo el que había jugado de niño
fabrica seis tablas que guarda junto a su cama. Serán, como veremos,
las tablas con las que fabriquen su ataúd.
7.- Don Manuel interviene reivindicando la vida frente a la muerte,
pues su propósito es que “el pueblo esté contento, que estén todos
contentos de vivir” (pág. 99). A la viuda que quiere seguir a su
marido, la convence de que es mejor que permanezca viva “para
encomendar su alma a Dios” (pág. 99).
Respecto al titiritero, cuya esposa enferma muere mientras él trabaja
para hacer reír a los demás, le consuela señalando el carácter “santo”
de su trabajo: “no solo lo haces para dar pan a tus hijos, sino también
para dar alegría a los de los otros” (pág. 100). Le vaticina no solo la
salvación de su esposa, que “descansa en el Señor”, sino la suya
propia: “tú irás a juntarte con ella y a que te paguen riendo los
ángeles a los que haces reír en el cielo de contento” (pág. 100).
8.- La profunda soledad del párroco está asociada a la idea de la
tristeza: “la alegría imperturbable de Don Manuel era la forma
temporal y terrena de una infinita y eterna tristeza que con heroica
santidad recataba a los ojos y los oídos de los demás” (pág. 100). Aquí
la autora expone, en forma de antítesis, cómo la alegría de los otros se
construye a partir del sufrimiento íntimo del párroco.
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“Con aquella su constante actividad, con aquel mezclarse en las tareas
y diversiones de todos, parecía querer huir de sí mismo, querer huir de
su soledad: ‘Le temo a la soledad’, repetía” (pág. 100).
Aquí, por primera vez, encontramos una señal de flaqueza o un punto
débil en el párroco. La razón de que rechazara la vida del claustro, la
razón de su vida volcada en los otros es la incapacidad para afrontar
su soledad, y con ella todo el dolor y el sufrimiento que conlleva: “Yo
no debo vivir solo; yo no debo morir solo. Debo vivir para mi pueblo,
morir para mi pueblo” (pág. 101). El párroco se identifica
personalmente con Cristo en el momento de su pasión y muerte,
identificando su dolorosa vida con el peso de la cruz que transportó
Jesucristo camino del calvario: “Yo no podría llevar solo la cruz del
nacimiento” (pág. 101).
III.- SEGUNDA PARTE
EL SECRETO DE DON MANUEL (PÁGS. 101-120)
1.- Cuando regresa a su pueblo, al que define como “monasterio”,
Ángela viene impregnada de un fuerte sentimiento religioso y deseosa
de ser dirigida espiritualmente por el párroco, al que identifica con “su
abad” (pág. 102). Acude por primera vez a confesarse con el santo,
presa de una tremenda turbación íntima, ante la que el párroco actúa
ofreciéndole consuelo: “Todo eso es literatura” (pág. 102).
Sin embargo, la joven adolescente empieza a intuir la tristeza del
párroco, y sus temores iniciales se transforman “en una lástima
profunda” (pág. 103).
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Vuelve a confesarse con él “para consolarle” (pág. 103), con una
necesidad maternal de protegerle: “[...] empezaba a ser mujer, sentía
en mis entrañas el jugo de la maternidad” (pág. 103).
Esta actitud maternal (muy propia de los personajes femeninos de
Unamuno, por otra parte) está relacionada directamente con el
desasosiego de la propia madre de don Manuel cuando escuchó de
boca de su hijo la frase: “¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has
abandonado?”, pronunciada durante la misa de Viernes Santo (y, por
analogía, identificada también con el sufrimiento de la Virgen
Dolorosa). Implica sufrimiento e impotencia, a la vez que instinto de
protección y ayuda, ante el sufrimiento intuido del santo, que es,
paradójicamente, el sustento de su fe: “Empezaba yo a sentir una
especie de afecto maternal hacia mi padre espiritual; quería aliviarle
del peso de su cruz del nacimiento” (pág. 105).
La manera de ayudar al párroco y a sí misma es participar, como él,
de la vida de los otros para olvidar la angustia personal. Así, Ángela se
vuelca en la vida piadosa: visita enfermos, ayuda a las niñas en la
escuela, y comparte tareas eclesiásticas como diaconisa (pág. 105).
2.- La narradora empieza a intuir parte del secreto de don Manuel al
interrogarle acerca del infierno: entonces descubre que “don Manuel,
tan afamado curandero de endemoniados, no creía en el Demonio”
(pág. 104). Más tarde, al oír a Blasillo imitar la voz de don Manuel con
su “¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?”, se siente
profundamente acongojada.
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Respecto a las ideas de don Manuel sobre el cielo, las dudas vuelven a
invadir a la protagonista. Don Manuel no le habla del cielo al que se va
después de la muerte, sino que le recomienda: “Cree en el cielo, en el
cielo que vemos. Míralo” (pág. 105). Y entonces descubre “no sé qué
honda tristeza en sus ojos, azules como las aguas del lago” (pág.
105). La sospecha de que tampoco cree en el cielo va tomando forma.
3.- Lázaro reivindica la modernidad de la ciudad frente al
embrutecimiento de los pueblos de España: “Civilización es lo contrario
de ruralización; ¡aldeanerías no!” (pág. 106). De hecho, su propósito
es trasladarse a vivir a la ciudad, lejos del atrasado entorno
pueblerino: “En la aldea —decía— se entontece, se embrutece y se
empobrece uno” (pág. 106). Como era de esperar, tanto Ángela como
su madre se oponen rotundamente al cambio, que supondría
prescindir del magisterio de don Manuel.
Respecto al cura, manifiesta abiertamente su irritación contra él,
esbozando ideas anticlericales: “Le pareció un ejemplo de la oscura
teocracia en que él suponía hundida a España” (pág. 106).
Por lo demás, su opinión es que el atraso de España se debe a una
curiosa asociación entre el poder del clero, la influencia de las
mujeres, y el embrutecimiento de los habitantes de las zonas rurales,
considerados por él como unos “patanes” (pág. 107): “En esta España
de calzonazos —decía— los curas manejan a las mujeres y las mujeres
a los hombres… ¡y luego el campo!, ¡el campo!, este campo feudal...”
(pág. 106).
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4.- Conforme va conociendo a don Manuel, Lázaro se va percatando de
la verdadera naturaleza del cura, tan lejana a la que le dictan sus
prejuicios anticlericales. Reconoce que no es un cura como los demás,
pero no por eso se decide a abrazar la religión. Además, sospecha que
guarda alguna clase de secreto: “Es demasiado inteligente para creer
todo lo que tiene que enseñar” (pág. 107).
Los habitantes del pueblo, por su parte, entienden que el antagonismo
que se ha creado con don Manuel solo puede acabar de una manera:
con la conversión del ateo progresista por efecto de la santidad del
sacerdote.
La conversión se produce, en fin, como consecuencia de la muerte de
la madre de Ángela y Lázaro. La anciana, al igual que los otros
habitantes del pueblo, quiere también que esa conversión se produzca.
Sus mayores preocupaciones, en su lecho de muerte, son su propia
salvación y la de su hijo incrédulo. “Yo, padre, voy a ver a Dios” (pág.
108) le dice al párroco. Este, sin embargo, se esfuerza por no mentir
respecto a lo que cree verdaderamente sobre la otra vida, aunque sin
restarle la esperanza a la moribunda: “Dios, hija mía, está aquí como
en todas partes, y le verá usted desde aquí, desde aquí. Y a todos
nosotros en Él, y al Él en nosotros” (pág. 108).
Pero lo que verdaderamente conmueve a Lázaro es la preocupación del
sacerdote porque la mujer acepte su muerte con contento: “El
contento con que tu madre se muera será su eterna vida” (pág. 108).
Por ello hace prometer a Lázaro delante de ella que rezará por su
alma, lo cual es equivalente a que reconozca su conversión. De esta
forma, la mujer muere, “puestos sus ojos en los de Don Manuel” con la
confianza de que va a otra vida en la que volverá a reunirse con sus
dos hijos. (Pág. 109).
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A raíz de este episodio, Lázaro empieza a frecuentar la compañía del
sacerdote. Entiende que su labor de ayudar a bien morir a las gentes
de su pueblo es extraordinaria, en perfecta simbiosis con la tradición
espiritual de los habitantes de Valverde de Lucerna, simbolizada en el
lago con su villa sumergida. “Y creo que en el fondo del alma de
nuestro Don Manuel hay también sumergida, ahogada, una villa y que
alguna vez se oyen sus campanadas” (pág. 110).
La conversión se produce al fin. Lázaro comulga por primera vez el
mismo día en que don Manuel, en el momento de ofrecerle la
comunión, sufre un vahído que le hace tirar la forma al suelo. El propio
Lázaro la recoge y se la lleva a la boca, inmediatamente antes de que
se produzca el canto del gallo (que también cantó, de manera
premonitoria, tras las negaciones de Pedro, como preámbulo de la
pasión y muerte de Cristo).
Lázaro se ha convertido, simbólicamente, en un continuador de la
labor santa de don Manuel; la comunión que él recoge del suelo es una
especie de testigo que le ha pasado el sacerdote para el futuro.
5.- Lázaro ha asumido su nueva labor: fingir que cree para mantener
viva la espiritualidad del resto de los habitantes de Valverde de
Lucerna. Todo ello después de conocer el terrible secreto de don
Manuel; él tampoco cree: “No trataba al emprender ganarme para su
santa causa —porque es una causa santa, santísima—, arrogarse un
triunfo, sino que lo hacía por la paz, por la felicidad, por la ilusión si
quieres, de los que le están encomendados” (pág. 112). Por otra
parte, su actitud dista mucho de la hipocresía: “¿Fingir?, ¡fingir no!,
¡eso no es fingir! Toma agua bendita, que dijo alguien, y acabarás
creyendo” (pág. 112).
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Es decir, en su proceso de fingimiento personal el párroco ha confiado
su propia salvación y fe (y, por añadidura, la de Lázaro).
Don Manuel reconoce, trágicamente, ser consciente de una verdad que
los otros hombres desconocen para afrontar la vida: “¿La verdad? La
verdad, Lázaro, es acaso algo terrible, algo intolerable, algo mortal; la
gente sencilla no podría vivir con ella” (pág. 112). Él ha aceptado vivir
con ella y ocultarla a los otros, por eso, paradójicamente, necesita
confiarle su verdad a Lázaro: “Porque si no, me atormentaría tanto,
tanto, que acabaría gritándola en medio de la plaza, y eso jamás,
jamás, jamás. Yo estoy para hacer vivir a las almas de mis feligreses,
para hacerles felices, para hacerles que se sueñen inmortales y no
para matarles. Lo que aquí hace falta es que vivan sanamente, que
vivan en unanimidad de sentido, y con la verdad, con mi verdad, no
vivirían” (págs. 112-113).
Este párrafo es muy importante, porque, por fin, entendemos la
verdadera esencia del personaje, su sentimiento trágico de la vida.
Como Jesucristo en el momento de morir, don Manuel clama por un
Dios que le ha abandonado. En este sentido, la religión es verdadera
en cuanto ofrece a los creyentes una esperanza: “[...] en cuanto les
consuelan de haber tenido que nacer para morir” (pág. 113). Por eso
no hay una religión más verdadera que otra, todas son válidas en
cuanto cumplen el cometido de consolar y aliviar ese sentimiento
trágico de la vida: “La mía es consolarme en consolar a los demás,
aunque el consuelo que les doy no sea el mío” (pág. 113).
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Lázaro no solo ha comprendido íntimamente el dolor y la causa santa
del párroco, sino que, además, ha asumido como propia la religión
incrédula de él, se ha “convertido” a ella; por tanto, trabajará para
mantener viva la fe de su pueblo: “[...] y lo que hace falta es no
despertarle. Y que viva en su pobreza de sentimientos para que no
adquiera torturas de lujo. ¡Bienaventurados los pobres de espíritu!”
(pág. 114).
El carácter santo del sacerdote, por otra parte, no se ha quedado ahí.
Desde el momento en que Lázaro, ya “convertido”, hace partícipe a su
hermana del secreto de don Manuel, ésta ha pasado también a
“convertirse”, es decir, ha recogido otro testigo tendido por el cura
para proseguir su tarea.
6.-Durante la entrevista entre Ángela y don Manuel, la narradora
puede al fin conocer personalmente el íntimo desasosiego del
sacerdote, su dolor extraordinario, que ya no oculta: “Y ahora —
añadió—, reza por mí, por tu hermano, por ti misma, por todos” (pág.
115). Se han invertido los términos. Ángela será ahora, además de
una madre protectora para don Manuel, una especie de sacerdotisa
que le proporciona perdón y consuelo, ofreciéndole la absolución:
“—Y ahora, Angelina, en nombre del pueblo, ¿me absuelves?
Me sentí como penetrada de un misterioso sacerdocio, y le dije:
—En nombre de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, le absuelvo,
padre.
Y salimos de la iglesia, y al salir se me estremecían las entrañas
maternales” (pág. 116).
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El progresivo deterioro del personaje se va agravando a medida que su
amistad con Lázaro se va haciendo más fuerte. Aparece, por primera
vez, la idea de la tentación del suicidio, que don Manuel heredó de su
padre. El lago, con sus aguas, se presenta como una continua
invitación al consuelo, contra la que el párroco debe luchar, al igual
que hizo su padre: “¡Mi vida, Lázaro, es una especie de suicidio
continuo, un combate contra el suicidio, que es igual; pero que vivan
ellos, que vivan los nuestros!” (pág. 117).
Sin embargo asume esa tentación como parte de su labor pastoral:
“Sigamos, pues, Lázaro, suicidándonos en nuestra obra y en nuestro
pueblo, y que sueñe este su vida como el lago sueña el cielo” (pág.
117).
Por contraposición, el sacerdote observa los valores eternos que
representa la naturaleza. “Esa zagala forma parte, con las rocas, las
nubes, los árboles, las aguas, de la naturaleza y no de la historia. [...]
¿Has visto, Lázaro, misterio mayor que el de la nieve cayendo en el
lago y muriendo en él mientras cubre con su toca a la montaña?” (pág.
118).
Todo este proceso de decadencia es muy rápido: “[...] observábamos
mi hermano y yo que las fuerzas de Don Manuel empezaban a decaer,
que ya no lograba contener del todo la insondable tristeza que le
consumía, que acaso una enfermedad traidora le iba minando el
cuerpo y el alma” (pág. 119).
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7.- Don Manuel tiene muy claro que las nuevas ideas de progreso
material no aportan felicidad a los pueblos; por el contrario, la religión
sí. Sin embargo, entiende que religión y política no deben mezclarse:
“La religión no es para resolver los conflictos económicos o políticos de
este mundo que Dios entregó a las disputas de los hombres. Piensen
los hombres y obren los hombres como pensaren y como obraren, que
se consuelen de haber nacido, que vivan lo más contentos que puedan
en la ilusión de que todo esto tiene una finalidad” (pág. 119).
Respecto a la lucha de clases, hay una desconfianza de las consignas
marxistas que cifran todo el bienestar humano en los temas
materiales, clamando por la necesidad de una sociedad igualitaria
donde no haya ni pobres ni ricos: “¿Y no crees que del bienestar
general surgirá más fuerte el tedio de la vida?” (pág. 120).
Respecto a la famosa consigna de Marx condenando la religión, su
opinión es concluyente. Reutilizando las propias palabras de él,
concluye que el pueblo necesita una religión que le ayude a vivir:
“Opio… Opio, sí. Démosle opio, y que duerma y que sueñe” (pág. 121).
IV.- DESENLACE Y EPÍLOGO
(PÁGS. 120-134)
1.- El deterioro físico y espiritual del personaje afronta su recta final.
Ya no puede contener su dolor y, por tanto “se le asomaban las
lágrimas con cualquier motivo” (pág. 120), aunque solo Lázaro y
Ángela conocen la verdadera causa de sus tribulaciones. A los ojos del
pueblo, este llanto se interpreta como una muestra más de su
santidad.
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Su último sermón de la pasión en Viernes Santo es el más impactante
de todos los pronunciados por don Manuel. Consigue conmover de una
forma especial al pueblo, sobre todo cuando pronuncia la ya habitual y
característica frase increpando a Dios por su abandono. En el
momento de dar la comunión, se dirige en voz baja a Lázaro para
recordarle la inexistencia de la otra vida (pág. 121). A Ángela, sin
embargo, consciente de que todavía conserva la fe, le pide que rece
por todo su pueblo, por ellos y, sobre todo, por “Nuestro Señor
Jesucristo” (pág. 121).
De esta forma sabemos que, cuando va afrontando sus momentos
finales, el santo vuelve a sentirse identificado con un Cristo al que
considera tan incrédulo como él. La identificación es totalmente
evidente cuando Ángela habla de “nuestros dos Cristos, el de esta
tierra y el de esta aldea” (pág. 121).
El cura retoma las palabras de Calderón en La vida es sueño. Según él,
el mayor delito del hombre es “haber nacido”. La propia existencia es
un pecado, pues implica una condena, un sufrimiento sin límites, que
sólo se alivia con la muerte: “Sí, al fin se cura el sueño…, al fin se cura
la vida…, al fin se acaba la cruz del nacimiento… Y como dijo Calderón,
el hacer bien, y el engañar bien, ni aun en sueños se pierde…” (pág.
123).
EL cura identifica la muerte con el alivio y el descanso: “¡Qué ganas
tengo de dormir, dormir, dormir, sin fin, dormir por toda una eternidad
y sin soñar, olvidando el sueño” (pág. 123).
El único consuelo posible son, por tanto, las buenas obras. El párroco
recuerda a Lázaro y Ángela la labor pastoral de continuación de su
obra que les ha encomendado. Les pide que sigan cuidando de “estas
pobres ovejas” (pág. 123).
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2.- Moisés fue condenado por Dios, al mostrarse incrédulo, a no entrar
en la tierra prometida junto a su pueblo, pese a ser el guía que lo
había trasladado hasta allí. En el momento de morir en el monte Hor,
trasladó el testigo de ser guía de los israelitas a Josué, quien,
finalmente, les hizo entrar en la tierra prometida. Él se comporta igual
que Moisés, cediendo el testigo, esta vez, a Lázaro:
“Sé tú, Lázaro, mi Josué, y si puedes detener el Sol, detenle, y no te
importe el progreso. Como Moisés, he conocido al Señor, nuestro
supremo ensueño, cara a cara, y ya sabes que dice la Escritura que el
que le ve la cara a Dios, que el que le ve al sueño los ojos de la cara
con que nos mira, se muere sin remedio y para siempre. Que no le
vea, pues, la cara a Dios este nuestro pueblo mientras viva, que
después de muerto no hay cuidado, pues no verá nada…” (pág. 124).
3.- Las tablas y la cruz simbolizan la inexistencia de otra vida después
de la muerte, pues le servirán de ataúd. Al igual que murió el nogal [“a
cuya sombra jugué de niño, cuando empezaba a soñar… ¡Y entonces sí
que creía en la vida perdurable!” (pág. 124)] murió la fe del párroco.
Es, pues, la voluntad de don Manuel que lo que quede de él después
de la vida (su cuerpo) repose junto a lo que quedó del nogal matriarcal
que le dio cobijo y esperanza mientras vivía.
4.- “No quiso morirse ni solo ni ocioso. Se murió predicando al pueblo,
en el templo” (pág. 123). Su muerte es, por tanto, coherente con lo
que ha sido su vida. Antes de morir se traslada al templo, donde su
pueblo reza el padrenuestro, el Avemaría, la salve y el credo, como
había hecho tantas veces, al unísono, mientras el cura escucha en
silencio, con los ojos cerrados y cogido de la mano de Blasillo el bobo.
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Al llegar al “creo en la resurrección de la carne y la vida perdurable”
los fieles comprenden que acaba de morir. Elige, pues, para morir, la
frase más característica de su personalidad, la frase ante la que
guardaba silencio cuando rezaba con su pueblo en la iglesia.
La muerte de Blasillo, producida a la par que la del cura, se puede
interpretar como el símbolo del pueblo inocente, incapaz de seguir
“soñando la vida” sin su guía y su padre espiritual. Es la imagen
plástica de la inocencia pura de esas gentes sencillas que “no podrían
vivir con la verdad” y que se aferran al sueño de la vida que
proporciona don Manuel hasta sus últimas consecuencias.
5.-
• La primera reacción del pueblo es la de acudir a la casa del que ya
consideran un santo a recoger sus objetos personales, para
guardarlos como reliquias. Después, no pueden hacerse a la idea de
su muerte: “[...] todos seguían oyendo su voz, y todos acudían a su
sepultura, en torno a la cual surgió todo un culto” (pág. 127).
• Respecto a Lázaro, asume con naturalidad la labor pastoral que le
encomendó el santo, olvidándose para siempre de las ideas de
progreso y esperanza en un mundo mejor que había traído del
Nuevo Mundo: “Él me hizo un hombre nuevo, un verdadero Lázaro,
un resucitado. Él me dio fe. [...] fe en el consuelo de la vida, fe en
el contento de la vida. Él me curó de mi progresismo” (pág. 127). A
los que son como era él les hace un reproche: “no creyendo más
que en este mundo, esperan no sé qué sociedad futura, y se
esfuerzan en negarle al pueblo el consuelo de creer en otro” (pág.
127).
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Por último, señala que al pueblo sólo se le puede convencer a
través de las obras. Por eso, al nuevo cura que llega en sustitución
del santo, sólo se ofrece un consejo: “Poca teología, ¿eh?, poca
teología: religión, religión, religión” (pág. 129).
• Ángela accede, también a continuar la labor pastoral de don
Manuel, sirviendo de apoyo y consuelo a su propio hermano: “Yo
empecé entonces a temer por mi pobre hermano” (pág. 128), dice
consternada.
6.- A pesar de los esfuerzos de Ángela, Lázaro muere, al igual que su
maestro, sin fe en la otra vida, no sin antes pedir a Ángela que
mantenga el testigo que le cedió el párroco encendido: “[...] cuida que
no sospechen siquiera aquí, en el pueblo, nuestro secreto” (pág. 129).
“[...] conmigo se muere otro pedazo del alma de Don Manuel. Pero lo
demás de él vivirá contigo. Hasta que un día hasta los muertos nos
moriremos del todo” (pág. 130).
La muerte de Lázaro viene a reconfirmar la santidad de don Manuel,
pues las gentes, al verle agonizar “encomendaban su alma a Don
Manuel, a San Manuel Bueno, el mártir” (pág. 130). Para su pueblo,
don Manuel ha traspasado ya el umbral de la santidad y lo consideran
con poder suficiente para confiarle la salvación de las almas.
Pero también, Lázaro, como continuador de la labor del santo,
adquiere un cierto grado de santidad: “Mi hermano no les dijo nada,
no tenía ya nada que decirles; les dejaba dicho todo, todo lo que
queda dicho. Era otra laña más entre las dos Valverdes de Lucerna, la
del fondo del largo y la que en su sobrehaz se mira; era ya uno de
nuestros muertos de vida, uno también, a su modo, de nuestros
santos” (pág. 130).
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Ángela queda definitivamente sola para continuar la labor del santo:
“pero en mi pueblo y con mi pueblo. [...] No vivía yo ya en mí, sino
que vivía en mi pueblo y mi pueblo vivía en mí” (págs. 130-131).
Como antes hizo don Manuel y, luego, Lázaro, ha renunciado a su vida
personal para que los otros vivan.
7.- “Y ahora, al escribir esta memoria, esta confesión íntima de mi
experiencia de la santidad ajena…” (pág. 131). El relato se sitúa ahora
en el mismo momento en que se inició, utilizando las mismas palabras.
Recordemos el inicio de la obra: “Ahora que el obispo… [...], quiero
dejar aquí consignado, a modo de confesión…” (pág. 87).
La primera tesis final de Ángela Carballino es que ni don Manuel ni
Lázaro eran tan incrédulos como ellos mismos pensaban, lo cual
expresa en esta primera paradoja perfectamente entendible en su
contexto: “Creo que don Manuel Bueno, que mi San Manuel y que mi
hermano Lázaro se murieron creyendo no creer lo que más nos
interesa, pero sin creer creerlo, creyéndolo en una desolación activa y
resignada” (pág. 131). Ángela ha transformado la incredulidad de los
dos personajes en una vía para llegar a creer en el momento de la
muerte.
La siguiente tesis es todavía más inquietante. Ángela interpreta que la
incredulidad de ambos fue un designio de Dios para ayudarles a creer:
“Dios Nuestro Señor, por no sé qué sagrados y no escrudiñaderos
designios, les hizo creerse incrédulos. Y que acaso en el acabamiento
de su tránsito se les cayó la venda” (pág. 131).
La tesis sería perfectamente coherente con el relato si, a renglón
seguido, no añadiera esta extraña pregunta sin respuesta: “¿Y yo
creo?”.
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Ahora es Ángela, que hasta ahora había mantenido una fe
inquebrantable, la que abre la puerta a la incredulidad a través de la
duda.
Ángela utiliza la imagen de la nieve cayendo sobre el lago (una imagen
que proviene de boca de don Manuel, y que ya aparecía en la página
118), para incidir en la expresión de sus propias dudas: “Y esta nieve
borra esquinas y borra sombras, pues hasta de noche la nieve
alumbra. Y yo no sé lo que es verdad y lo que es mentira, ni lo que vi
y lo que soñé —mejor lo que soñé o lo que solo vi—, ni lo que supe ni
lo que creí. No sé si estoy traspasando a este papel, tan blanco como
la nieve, mi conciencia que en él se ha de quedar, quedándome yo sin
ella. ¿Para qué tenerla ya?” (pág. 132).
8.- Ángela, ahora que se ha abierto el proceso de beatificación de don
Manuel Bueno, confiesa su secreto a los supuestos lectores de sus
memorias. Pero, sin embargo, entiende que nada de lo escrito aquí
puede llegar a conocimiento de las autoridades que dirigen el proceso:
“Les temo a las autoridades de la tierra, a las autoridades temporales,
aunque sean las de la Iglesia” (pág. 133), dice, como única
explicación.
Sin embargo, el testimonio de Ángela es mucho más trascendente. Ella
es portadora de un secreto, y se ha comprometido a no revelar ese
secreto a las gentes de Valverde de Lucerna, pues eso les mataría la
fe. Por otra parte, acaba de descubrirnos que ella también tiene ciertas
dudas acerca de sus creencias.
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Al igual que don Manuel, que nunca intentó engañar a Lázaro y
consiguió su conversión contándole su “verdad”, ¿no está Ángela
Carballino intentando “convertir” a los lectores (que no se dejarían
“engañar” como los feligreses de su pueblo), al confiarles el “secreto”
de San Manuel que ha ocultado a las autoridades eclesiásticas y a su
propio pueblo?
Y, yendo un poco más allá, ¿no está Ángela Carballino emulando al
propio don Manuel para conseguir que podamos seguir disfrutando “el
sueño de la vida”? En este sentido, Ángela, al igual que antes hizo su
hermano Lázaro, posee una cierta santidad, la santidad que adquieren
todos los que conocen la “verdad” de San Manuel y se esfuerzan en no
mostrarla más que a las personas que serán capaces de comprenderla
y aceptarla en toda su magnitud. Es portadora de un secreto del que
hace partícipes a otros para salvarse.
Y ahora los lectores han recibido el testigo, el único testigo que
quedaba, que pasó de San Manuel a Lázaro, de este a Ángela y de ella
a los que la lean. La narradora les ha ofrecido la posibilidad de ser
continuadores de la labor del santo.
9.- El autor no revela el origen de este manuscrito hallado, ni otros
detalles precisos de la historia: “Te la doy tal y como a mí ha llegado,
sin más que corregir pocas, muy pocas particularidades de redacción”
(pág. 133).
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Obviamente, hace uso de este recurso de verosimilitud, pero no lo
desarrolla con todas sus consecuencias. A los que, leído el texto,
perciban que es muy similar a otras cosas que ha escrito Unamuno, les
dice que: “De la realidad de este San Manuel Bueno, mártir, tal como
me la ha revelado su discípula e hija espiritual Ángela Carballino, de
esta realidad no se me ocurre dudar. Creo en ella más que creía el
mismo santo; creo en ella más que creo en mi propia realidad” (pág.
133). Unamuno recurre a su teoría sobre el creador y la criatura y
reivindica la vida propia de sus personajes más allá de la suya.
Reivindica, también, la verdad que esconde cualquier novela en cuanto
a novela o, quizá diríamos mejor, “nivola”. Por tanto, entiende que su
texto tiene más verdad que cualquier historia real.
Y dentro de la ficción defiende la postura de don Manuel y Lázaro a
propósito de las dudas expresadas por Ángela sobre si hicieron o no
bien en ocultarle la verdad al pueblo. Cree que, en efecto, el pueblo no
solo no les habría entendido, sin que tampoco les hubiera “creído”:
“Habrían creído a sus obras y no a sus palabras, porque las palabras
no sirven para apoyar las obras, sino que las obras se bastan y para
un pueblo como el de Valverde de Lucerna no hay más confesión que
la conducta. Ni sabe el pueblo qué cosa es fe, ni acaso le importa
mucho” (pág. 134).
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