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©Oscar Pizarro González 2011
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Prólogo
En un deseo genuino por compartir contigo algo que sea divertido y útil, me hizo pensar en muchas cosas. Pensé en cómo podía impactar tu vida
utilizando diferentes medios que sean dinámicos y atractivos. Pensé en una herramienta que te llevará a un mundo de imaginación, creatividad; una realidad en múltiples perspectivas, pero sobre todo a la propia reflexión del
mundo que nos rodea.
Pues meditando en cuál podría ser esa herramienta, comprendí que la pieza esencial de ella, debía ser la palabra. Es a través de la palabra que nosotros podemos imaginar y representar en nuestras mentes el mundo que
nos rodea, pues todo lo material, lo tangible, no penetra en nuestro pensamiento sino es a través de la palabra. Esto se hace posible si nosotros
nombramos las cosas, les damos cualidades y le atribuimos acciones. Por eso, la palabra es tan necesaria en nuestras vidas para comprender todo lo que habita en nuestro alrededor. Entonces, debemos entender que los textos como
tejidos de palabras, son el modelo ideal para pensar y reflexionar sobre todo aquello que forma parte de nuestra vida cotidiana y que nos permite adquirir
una enseñanza para usarla en el camino de la vida.
A fin de cuentas, concluí que el mejor regalo que podría hacerte sería un mundo lleno de sorpresas a través de la lectura. Parece que se nos ha olvidado lo divertido que es leer y lo bueno que es navegar el mundo con
nuestra mente a través de la palabra escrita. Es la lectura (específicamente el mundo de los cuentos, de las historias) lo que nos permite expandir nuestro
conocimiento a través de la diversión, de la investigación y de la reflexión. Esto nos permitirá obtener nuestro propio resultado de lo que significa la vida. No olvidemos lo divertido que es pensar y de creernos inteligentes cuando
llegamos a conjeturas y conclusiones. También la lectura sirve de modelo para escribir, más bien, atrevernos a crear nuestras propias aventuras y sobre todo
tomar decisiones sabias para enfrentar las situaciones de nuestro diario. Date la oportunidad de explorar lo divertida y dinámica que es la lectura
y verás que tus conocimientos se expandirán y tendrás otras herramientas que te mantendrán firme en un mundo en el que cada día se pierden los valores y
nos hacemos entes sumamente individuales. Comparte esto con quienes te rodean y disfruten juntos de esta travesía. El cuento espera porque pongas tu ingenio a prueba y retes al escritor con tus teorías, conjeturas y reflexiones.
Adelante y éxito en este nuevo camino que emprenderás. Te aseguro que no te arrepentirás de él.
Oscar Pizarro González
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Conviértete en un detective en el proceso de lectura
Para muchos de nosotros, el proceso de lectura tiende a ser un proceso muy
pesado. Muchas veces el acercamiento que tenemos para leer es negativo porque
posiblemente hemos tenido experiencias no muy agradables con la lectura. Sin
embargo, leer es una actividad como cualquier otra que puede ser divertida.
Lamentablemente para las clases tenemos que leer, por lo que se convierte en una
actividad obligatoria. Démosle otro giro a la lectura. De ahora en adelante haremos
de esta una actividad propia y muy interesante si nos convertimos en detectives de la
lectura.
Recuerdan ustedes los dibujos animados “¿Dónde en el mundo está Carmen
Sandiego?”. Estos muñequitos consistían en la búsqueda de una astuta ladrona que iba
a diferentes partes del mundo a robar monumentos históricos de gran valor cultural.
Esto provocaba que el ingenio de dos jóvenes investigadores se pusiera a prueba para
intentar capturarla. Para ellos poder dar con el paradero de Carmen Sandiego, debían
estudiar de dónde provenía ese monumento y qué importancia tenía para la cultura a la
cual pertenecía. Por tanto, ellos tenían que leer e investigar (utilizar medios
tecnológicos para este proceso) y viajar a diversos lugares para lograr el objetivo de
capturarla. Aunque su propósito era detener a la delincuente, ellos aprendían un
montón sobre otras culturas y a través de esta animación, nos presentaban de una
forma diferente y dinámica, todo el conocimiento posible que nos rodea y que forma
parte de nuestra cultura. Entonces por qué no pensar que la lectura es un juego de
investigación en el cual uno como investigador va a descifrar la situación que se está
planteando, averiguar los móviles según las características de los personajes hasta que
finalmente se dé con la solución del caso. Esto nos ayudaría a ver la lectura de otra
forma.
Si logramos hacer esto en el proceso de lectura y nos hacemos lectores
activos, nos divertiremos mucho y nos convertiremos en lectores eficaces, activos y
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perspicaces. De esta forma podremos adquirir un amplio vocabulario, conocer la
variedad de la lengua a través de diferentes épocas y lugares del mundo, un buen
manejo de la comunicación escrita y oral, así como el desarrollo de las destrezas que
nos provocan el pensamiento crítico y que finalmente nos lleva a la construcción del
conocimiento propio.
Para que tengas una estructura que te permita acercarte a la lectura y a la
misma vez te diviertas, te recomiendo lo siguiente:
1. Pregúntate: ¿Con qué propósito yo me acerco a esta lectura?
2. Acércate al título cuestionándote: ¿Qué me sugiere el título sobre la lectura?
¿Qué podría esperar de la lectura?
3. Comienza a leer y marca aquellos aspectos que son importantes: vocabulario o
palabras que no conoces, personajes, lugares en que se desarrolla la historia,
descripciones que presenta de los lugares, personajes o de la situación o
situaciones que plantea el cuento.
4. Haz relaciones de elementos que se te presenten en la lectura: relaciona una
cosa con otra para ver los diferentes paradigmas que puedas encontrar.
También puedes relacionar lo que dice el texto con tus experiencias personales.
Es más, piensa en lo que conoces sobre el tema y debátelo, compáralo y/o
abunda sobre ello. Esto te permitirá establecer comunicación con el escritor
aunque no esté presente al lado tuyo, pues su objetivo es comunicarte algo y
que tú reacciones a ello.
5. Debes hacer un resumen sobre lo que estás leyendo. Lo puedes hacer al final de
un párrafo o capítulo, como también al final del texto.
6. Otra alterativa es ir comentando lo que lees al margen de la página (a esto se le
conoce como glosas). Esto lo acostumbran hacer los grandes estudiosos para ir
comprendiendo, interpretando y analizando lo que leen, a la vez que sintetizan
lo analizado.
7. Utiliza alguna estructura o esquema que te permita recopilar todo lo que has
leído a través del texto para que lo analices y llegues a tus propias
conclusiones. Un ejemplo de ello es lo que encontrarás a continuación que es
una estructura que te puede servir de guía para relacionar los elementos más
importantes de la lectura. Puedes hacerlo partiendo de los temas más
relevantes o de los términos más importantes, datos o personajes que se
destacan en el texto.
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Escribe de acuerdo al
texto, cuál es tu objeto
de estudio: si es el título,
un personaje, la situación
que se plantea, etc.
Describe aspectos
importantes que ayuden a
comprender el objeto de
estudio que presentas.
Presenta aspectos
que son
importantes que
rodean al objeto de
estudio:
personajes, lugares,
entre otros.
Describe y conecta ideas,
pistas o conclusiones de
esos aspectos que rodean
al objeto de estudio.
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Resumiendo para ir comprendiendo…
Para muchas personas, comprender un texto significa tomarlo por partes e ir
despedazando lo que cada una de ellas dice. Esto es un proceso que conlleva una
reflexión continua sobre ¿qué yo entendí, en mis propias palabras, sobre lo que se
habla en el texto? Para ello, recurren a realizar pequeños resúmenes de párrafos
o fragmentos del texto que destacan un tema o una situación en particular.
A continuación te proveo una herramienta que te podría ayudar a realizar
resúmenes del texto por párrafos, por segmentos, por los temas o cómo se mueve
la problemática dentro del texto. En la primera parte de la tabla, colocarás el
capítulo, número de párrafo o tema que estás trabajando. La segunda parte de la
tabla es para que escribas el resumen del aspecto que estas mencionando. Es
importante que coloques y resumas de forma ascendente para que lleves un orden
cronológico de las cosas. Ejemplo:
Cuento: Viaje a la semilla de Alejo Carpentier
Parte 1:
Había unos hombres desconstruyendo una casa y éstos ven a un viejo dando vueltas alrededor de la propiedad observando y tarareando palabras incomprensibles. Ya se asomaba la tarde y la casa estaba casi desconstruida, prácticamente sin ningún decorativo. De ella solo quedaba la estructura desnuda.
Es importante que el resumen lo hagas en tus propias palabras y que revises lo
que escribiste y lo compares con lo que leíste para ver si el resumen expresa lo
comprendido de la lectura. En este proceso, tu cerebro está trabajando en el
análisis del texto que finalmente te dará una síntesis del mismo. Cuando hablamos
de análisis es procesar la información por partes o aspectos como los presentas en
el resumen. Por el contrario la síntesis es cuando ya tú tienes un marco general de
los aspectos trabajados y construyes tus propias conclusiones para tomar un juicio
respecto a lo que estudiaste o investigaste en el texto.
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“Bitacoriando” mis pasos por la lectura
Hoy día, gracias a los medios cibernéticos y las redes sociales, hacemos
constante uso de la herramienta de la bitácora. ¿Qué es una bitácora? Pues
como dicen por ahí en buen español, es un “blog”. La bitácora originalmente era
un instrumento de navegación que se fijaba en la cubierta cerca del timón, ya
que allí se instalaba la aguja náutica que facilitaba la navegación. La bitácora
albergaba un cuaderno que se le conocía como el “cuaderno de la bitácora”. Es
allí donde se relataba el desarrollo de los viajes. Eventualmente, la bitácora ha
sido utilizada para narrar de forma cronológica diferentes contenidos que
muestran un proceso de estudio de cualquier cosa, esto lo hace ser un
instrumento de carácter científico. Esto facilita el proceso de compartir con
otros los hallazgos o las reflexiones realizadas de forma organizada y
sistemática.
Nosotros podemos aplicar el uso de la bitácora en la navegación de un
texto. Cuando leemos, estamos navegando un mundo conocido y, a la misma vez
desconocido, que parte de la realidad y creatividad de otra persona. Es una
navegación que necesita evidenciar nuestro proceso de reflexión en la medida
que vamos leyendo. Leer no debe ser meramente decodificar las grafías o
palabras que se nos presenta en el texto, sino desmenuzar y comprender qué se
nos está queriendo decir en este tejido de letras.
A continuación te presento un ejemplo de una bitácora que puedes utilizar
para seguir el proceso de lectura que estás realizando. En él puedes evidenciar
cómo tu agilidad en la lectura ha avanzado; cómo el proceso de comprender,
analizar, sintetizar y reflexionar se ha ido potenciando; cómo se desarrolla
dentro del texto la situación que se plantea y cómo se desenvuelven los
personajes de forma tal que permiten llevar el problema a su máximo punto de
desenvolvimiento y finalmente una solución.
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Para el ejemplo, evidenciaremos brevemente cómo ha ido avanzando mi
proceso de lectura a través del cuento “La muñeca menor” de Rosario Ferré.
Fecha de
lectura.
Capítulo
o
párrafo
que leo.
Situación que
plantea el
texto.
Personajes
y descrip-
ciones.
Punto de
mayor
intensidad
en el texto
que leo.
Solución
del
conflicto.
Temas que
presenta.
Reflexión
sobre lo
leído.
1 de agosto de 2011
Primer párrafo
Una tía solía sentarse en el balcón a mirar el río donde se bañaba cuando joven y en el cual fue mordida por algo extraño en la pantorrilla.
Una tía- le gustaba hacer muñecas. Al parecer es una persona mayor y tiene sobrinos o sobrinas.
Disfrutando del agua, la tía sintió que la mordían en la pantorri- lla.
La sacaron del agua y se la llevaron para la casa.
Contempla-ción de la naturaleza. La vida cañaveral.
Hay que tener cuidado cuando nos metemos al agua, pues podemos encontrar animales peligrosos. Por eso hay que conocer primero el agua para estar más seguros de ella.
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Índice
Prólogo 2
Conviértete en un detective en el proceso de la lectura 3
Resumiendo para ir comprendiendo 6
“Bitacoriando” mis pasos por la lectura 8
Índice 10
Cuentos 13
¿Qué es un cuento? 14
Cuentos de Puerto Rico 15
Manuel A Alonso
La linterna mágica 16
Perico Paciencia 19
Abelardo Díaz Alfaro
El Josco 24
Santa Clo va a la Cuchilla 28
Emilio Díaz Valcárcel
El asedio 31
Rosario Ferré
La muñeca menor 38
José Luis González
En el fondo del caño hay un negrito 42
La noche que volvimos a ser gente 45
La carta 54
René Marqués
En la popa hay un cuerpo reclinado 55
Pedro Juan Soto
Campeón 64
Cuentos de Hispanoamérica 69
Isabel Allende
Dos palabras 70
De barro estamos hechos 76
Juan José Aureola
Ágrafa musulmana en papiro oxyrrinco 83
Carta a un zapatero que compuso mal unos zapatos 83
Mario Bennedetti
A imagen y semejanza 86
La noche de los feos 87
Requiem con tostadas 90
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Alfonso Bioy Casares
La trama celeste 93
Jorge Luis Borges
Las ruinas circulares 116
Los dos reyes y los dos laberintos 119
Juan Bosh
La mujer 120
Alejo Carpentier
Los advertidos 123
Viaje a la semilla 130
Julio Cortázar
Carta a una señorita en París 139
Casa tomada 144
Historias de cronopios y famas 148
La noche boca arriba 150
Lejana 155
Rubén Darío
El Rubí 161
El velo de la reina Mab 167
Marcos Denevi
Dulcinea del Toboso 169
La inmolación de la belleza 169
José Donoso
Una señora 170
Gabriel García Márquez
El ahogado más hermoso del mundo 174
Leopoldo Lugones
La lluvia de fuego (Evocaciones de un descarnado de Gomorra) 178
Augusto Monterroso
Caballo imaginando a Dios 186
Dejar de ser mono 186
El burro y la flauta 186
El dinosaurio 187
La mosca que soñaba que era águila 187
La rana que quería ser una rana auténtica 187
Senel Paz
No le digas que la quieres 188
Horacio Quiroga
A la deriva 194
El almohadón de plumas 197
La gallina degollada 200
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Más allá 206
Manuel Rojas
El vaso de leche 214
Juan Rulfo
Es que somos muy pobres 221
No oyes ladrar los perros 224
Cuentos de España 229 Leopoldo Alas (Clarín)
¡Adios, Cordera! 230
Gustavo Adolfo Bécquer
El gnomo 237
Los ojos verdes 248
Camilo José Cela
Pequeña parábola de “Chindo” perro de ciego 254
Miguel Delibes
El amor propio de Juanito Osuna 256
Rafael Diste
El regreso 261
Enrique Jardiel Poncela
El amor que no podía ocultarse 263
El amor tomado del natural 266
Ana María Matute
Bernardino 271
Los chicos 277
La rama seca 280
Rosa Montero
La gloria de los feos 286
Emilia Pardo Bazán
Al buen callar 287
El corazón perdido 290
Un poco de ciencia 291
Joaquín Ruyra
Noche de ánimas 294
Juan Valera
El doble sacrificio 298
Las gafas 303
Bibliografía 304
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¿Qué es el cuento?
En algún momento dado de nuestra vida, todo el mundo ha tenido la necesidad
de contar. Sí, desde los números que son los que nos establecen orden cuando
designamos posiciones a las cosas, hasta relatos o historias que nos han pasado o
simplemente son producto de nuestra imaginación. Aunque no lo crean, entre contar
números y relatar una historia no existe mucha diferencia, pues el cuento viene de la
palabra “computum” que significa cálculo o cómputo. De ahí sale el concepto de contar
datos o sucesos. Este arte es uno de los más antiguos, ya que todos tenemos la
capacidad de contar algo, ya sea que le sucede a uno, a alguien o a varias personas.
Estos sucesos van ligados a una importancia propia, ya que pueden formar parte de
nuestra cultura o vivencia social. Además, los cuentos nos permiten adquirir
aprendizaje a través de las experiencias narradas, para modificar nuestros estilos de
vida.
Entre las características que posee el cuento están: narración escrita en prosa
(lenguaje de uso común); de carácter ficticio, aunque puede estar basado en un hecho
real; de poca extensión o narración corta, por ende, concentra la atención del lector
en una sola acción, lugar, tiempo y pocos personajes. También existen diferentes
clasificaciones de cuentos de acuerdo a los temas y los movimientos literarios que han
existido a través de la historia. Cuando hablamos de un movimiento literario, hablando
de un auge en la forma de escribir que se enmarca en una cierta época y que afecta,
no solo el estilo de la escritura, sino los temas que de acuerdo a una vivencia social,
emergen.
Los cuentos se clasifican en: cuentos de hadas, cuentos heroicos, las leyendas
locales, cuentos etiológicos (explican el origen de algo), el mito (contiene significado
religioso), cuentos de animales o fábulas y los chistes que comúnmente hacemos para
divertirnos. No importa el tipo de cuento, todos cumplen con una misma estructura
narrativa que es exposición (parte en la que se presentan los personajes con sus
descripciones, se nos da detalles del tiempo y espacio en que se desarrolla la historia
con un problema dado); el desarrollo o punto culminante (parte del cuento en que el
problema se intensifica) y el desenlace (donde se resuelve el problema).
Es importante que conozcas la estructura del cuento para que tengas presente
a la hora de leer, lo que te puedes encontrar en este mundo maravilloso. El cuento es
solo uno de los tantos géneros que existen que a través de la palabra nos trasmiten un
mensaje y que nos hace pensar sobre diferentes temas de la vida. Disfruta ahora de
la selección de múltiples cuentos y desarrolla gustos por alguna clasificación, algún
autor, algún estilo, para que eventualmente te conviertas en un agente que nos regalen
experiencias a través de las historias y el mundo de las palabras.
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La linterna mágica
Manuel A. Alonso
Una de las cosas que distinguen mi carácter, y que en él sirven de contraste a ciertos
arranques impetuosos, es la grandísima flema con que muchas veces me detengo, aun en los
parajes más públicos, a mirar objetos que son tenidos por la gente de frac y levita como
indignos de llamar su atención; así no es extraño hallarme con tamaña boca abierta parado
delante de una tienda de estampas contemplando una testa contrahecha de Napoleón, un
Gonzalo de Córdoba patituerto o un Luis XIV jorobado, y allí me estoy largo rato para
despedirme después con una sonrisa: tampoco es raro el verme detenido en medio de una
calle, estorbando, si es menester, a los que pasan, para oír la ensarta de disparates con que
un ciego publica el romance nuevo, donde se da razón de la batalla sangrienta de los doce
Pares de Francia contra los moros mandados por don Juan de Austria.
Un día, no muy lejano de éste en que escribo, iba yo por una calle muy concurrida,
cuando picó mi natural curiosidad un grupo de personas apiñadas alrededor de una especie
de cajón pintado de verde y colocado sobre un trípode de cuatro palmos de elevación, y que
tenía en el frente que daba a los espectadores un cristal de forma circular. Cada uno de los
que se acercaban a mirar por él entregaba un par de cuartos a un hombre extravagantemente
vestido, que tocaba el tamboril; mientras, un muchacho de unos doce años, cubierto de
harapos y no tan limpio como cualquier cosa sucia, gritaba sin parar, diciendo:
-Vamos, señores; ¿quién por dos cuartos no ve todos los países de la tierra y de la
luna? Reparen el ahorro de dinero que esto puede proporcionarles. Aquí, aquí, señores y
señoras de ambos sexos, y verán, sin necesidad de estropearse corriendo en un carruaje, de
marearse navegando, ni de morirse de hambre y de asco en las posadas, todo lo que pasa
desde la isla del gigante Revientapanzas, situada en el cuerno izquierdo de la luna, hasta los
trópicos del polo norte, y desde allí hasta la casa del Preste Juan de las Indias.
Los circunstantes pagaban e iban mirando uno después de otro por el cristal,
retirándose después muy satisfechos; el muchacho gritaba más fuerte cuando disminuía el
número, y así continuó por un largo rato; íbame yo a marchar, cuando le oí que decía entre
varios otros despropósitos:
-Ea, señores, aprovechen el día, que esto no se logra sino una vez al año; saquen
esos cuartejos que se les están pudriendo en los bolsillos, y prevengan otros por esta noche,
que el maestro dará una gran función de magia en la calle de los Imposibles, número
treinta, primera habitación bajando del cielo. Allí verán ustedes cómo se adivina lo que ha
de venir, y se dice lo que cada prójimo piensa de los demás, y los demás de él.
Al escuchar esto me acerqué al que el muchacho llamaba maestro, y que en realidad
le convenía este dictado en la ciencia de los embrollos y mentiras.
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-Oiga, usted -le dije-, ¿sería usted capaz de alcanzar lo que pensarán de cierta obrita
en cierto país que yo sé?
-Sí, señor, y por de pronto digo: que esa obrita se titula El jíbaro y usted es el autor.
Quédeme pasmado, y él añadió:
-No es extraño la turbación de usted; lo mismo sucede a todos; pero, perdone usted
que no puedo entretenerme, y si quiere ver maravillas no deje de ir esta noche a mi casa.
En efecto, llegué a ella de los primeros, y después de aguardar cerca de dos horas, se
corrió una cortina, y empezó la función por mi pregunta, que había sido la primera, después
de un rato de música de pito y tamboril,
-Muchacho -dijo el charlatán-, métete dentro del diablo.
Así llamaba una cara disforme, mal pintada en un lienzo blanco, detrás del cual se
metió el asqueroso muchacho.
-¿Estás ya listo?
-Sí, señor, ya estoy dentro.
-Vamos, pues; dime lo que ves; prosiguió el maestro, a guisa de magnetizador.
-Señor, veo una ciudad en que hay unos cuantos que oyen leer un libro: los unos
ríen, los otros bostezan; qué bueno es esto, dicen unos; que malísimo, dicen otros; cada cual
cree conocer mejor que los demás dónde está el mérito y dónde las faltas.
-Bueno, muchacho; y, ¿qué más?
-Hay uno que dice que el autor es rubio; otro que moreno, y otro que negro.
-Muchacho, sigue, ésos son unos tontos.
-Señor, hay una vieja que dice que es hereje.
-Chico, chico, deja esa vieja, que después de haber dado, como se dice, la carne al
diablo, quiere dar ahora los huesos a Dios.
-Hay dos guapos mozos que en cada personaje ven un retrato de una persona que
conocen.
-Pues dale un coscorrón a cada uno de esos guapos mozos, para que aprendan a ver
la falta y no el culpable, y para que sean más nobles y no crean tan bajo al autor.
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-Señor, señor, veo a dos que están a punto de desafiarse, porque el uno dice que el
autor es frío, y el otro que demasiado caliente.
-Déjalos que se rompan las narices, que los dos piden peras al olmo.
Habló después el muchacho de infinidad de tipos, que no dejaron de servirme de
diversión: poetas que jamás han escrito un verso, literatos que ¡Dios nos asista!, críticos
ignorantes que hallaban un defecto en el perfil de cada letra, y amigos desconsiderados que
todo lo aplaudían; finalmente dijo:
-Ahora alcanzo a ver unos señores muy comedidos que discuten sin enfadarse y que
hacen con mucha calma sus observaciones.
-Pues sal de dentro del diablo, para que no digas algún despropósito contra esos
señores, que deben ser hombres de talento.
Salió efectivamente de detrás de la cortina, y yo de la casa pensando en lo que había
oído.
Al día siguiente fui a buscar al charlatán para que me dijera cómo supo todo aquello
de ser yo el autor de El jíbaro.
-Muy sencillamente -me respondió-: días pasados estuve donde imprimen la obrita,
allí le vi a usted y hasta leí una prueba vieja que me dio uno de los cajistas que es amigo
mío. En cuanto a la opinión que de ella formarán, eso es cosa olvidada ya y poco más o
menos de todas se forma la misma, según el caletre de cada uno de los que la leen.
¡Dichoso yo!, exclamé cuando me vi lejos de aquella buena pieza, dichoso yo que
no seré juzgado según me ha predicho este perillán, porque en Puerto-Rico ni hay quien me
crea de ninguno de los colores del iris, ni viejas que me tengan por hereje, ni guapos mozos
que me consideren capaz de copiar a un individuo determinado para hacer públicos sus
defectos, ni majaderos que me crean frío ni caliente; sino personas instruidas y juiciosas
que me tienen por templado, cual conviene al escritor de costumbres, y ajeno a toda pasión
mezquina, v lo que es más ni siquiera tengo un enemigo, y carezco de envidiosos émulos,
porque carezco también del mérito que pudiera acarreármelos. ¡Dichoso yo! que estoy
cierto de que al concluir de leer este libro dirán mis paisanos lo que yo dije al comenzarle:
Es el fruto de muchas horas robadas al sueño y al descanso de una profesión noble y santa a
que se dedica.
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Perico Paciencia
Manuel A. Alonso
Tratábase de celebrar la fiesta del santo patrón de un pueblo de esta Isla, y siguiendo
la costumbre establecida en casos semejantes, comenzó el Alcalde por abrir una suscripción
en la que pronto figuraron los nombres de las principales personas de dicho pueblo. Vivía
en el mismo un vecino joven que el señor Cura recogió cuando niño porque tuvo la
desgracia de perder a sus padres, y lo había criado, dándole la educación que pudo, pues el
buen señor hasta de lo necesario solía privarse para socorrer a los desgraciados y esto
quiere decir que su bolsa estaba tan limpia de dinero como su alma de pecados.
Pedro González, que así se llamaba el niño, creció teniendo siempre a la vista el
buen ejemplo del sacerdote y como de suyo era bien inclinado, llegó a ser el mozo más
honrado, servicial y bonachón; tanto que lo conocían todos por el nombre de Perico
Paciencia, y así le llamaban sin que por ello se le diera un comino.
Pensando sin duda en hacer una buena obra iba nuestro hombre por la calle, cuando
se encontró con el Alcalde, que, con la lista en una mano y el lápiz en la otra, le interpeló
de este modo:
-Vamos, Perico, a ver con cuánto te apuntas para los gastos de la fiesta.
-Señor Alcalde, con mucho gusto; lo que siento es que no tengo más que un peso,
que si más tuviera vería usted qué pronto se lo entregaba, como hago con éste.
Y, en efecto, entregó cuatro pesetas, único caudal que poseía en aquel momento y
que llevaba consigo.
-Pero algo más puedo hacer: usted tendrá que mandar por los músicos al pueblo
vecino porque aquí no los hay; yo tengo mi caballito, iremos los dos y se ahorra el alquiler
de un hombre y un caballo. Además iré también a llevarlos después de la fiesta.
-Gracias, Perico, gracias y acepto tus ofrecimientos. Mañana temprano es preciso
marchar.
-Lo dicho, señor Alcalde, al amanecer saldré de aquí para estar de vuelta antes del
mediodía, porque a las doce debo disparar los truenos y repicar las campanas.
A la mañana siguiente llegaba Perico con una recua de siete caballos a la casa del
director de la orquesta; mas el Alcalde parece que en materia de repartos no era muy
inteligente y había echado la cuenta sin los violines, el trombón y el contrabajo, de modo
que, después de estar a caballo los seis músicos, se encontró Perico con que tenía que
acomodar en el séptimo caballo, que era el suyo, dos violines con su caja, el contrabajo con
la suya, un trombón y su no pequeña humanidad. No vaciló por esto y dos horas después
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entraba en su pueblo precedido de los músicos y el caballo cargado con los demás
instrumentos, menos el contrabajo que llevó sobre su cabeza para que no sufriera la menor
avería.
Media hora después, repicaba las campanas que era un gusto y entre uno y otro
repique disparaba una porción de truenos que sin subvención de ningún género había
fabricado. Por la noche cantó en la salve, dirigió la alborada, disparó los cohetes y dio
muchos vivas al Santo patrón y al Alcalde, que lo había dejado a pie y con carga. Al día
siguiente tocó el Ave María, cantó en la misa y cuidó del arreglo del salón en que por la
noche debía darse el baile. Llegó la hora de éste y con ella la de recoger Perico el premio de
todos sus trabajos. Ya el Alcalde, el Síndico y demás notables acompañados de sus caras
mitades y no menos caras hijas ocupaban la sala, y la juventud masculina tosía, se arreglaba
el cuello de la camisa o hacía otras cosas por el estilo, aguardando el momento de poner en
juego las piernas al compás de la música. Perico se presenta a la puerta vestido con una
levita nueva, que así como el resto de su traje no estaba muy conforme con el último figurín
de modas, aunque podía pasar, y unos botines que le apretaban sin piedad, pero no piensa
en esto cuando se trata de bailar con la hija del Alcalde, de quien estaba secretamente
enamorado. Desde aquel sitio descubre a la niña que lleva un hermoso traje, regalo de su
papá y comprado con el producto de la visita de tiendas de aquel año; los ojos de Perico se
anublaron y su corazón dejó de latir y empezó a galopar. Perico se quedó como todos nos
hemos quedado en iguales circunstancias.
Mientras tanto la escogida concurrencia estaba escandalizada.
-¿Cómo -decía uno- atreverse a venir al baile un hombre que lleva recados de todo
el mundo?
-Y que ha traído los músicos -añadía otro.
-Y el contrabajo a cuestas.
-Y que dispara truenos.
-Y que toca las campanas.
-Y que da vivas al Patrón y al Alcalde.
-Y que arregló esta sala.
-Pues lo que es yo -decía la chica del Alcalde- no bailo con él. ¡No faltaba más! Un
hombre que fue descalzo a llamar la comadre cuando el último parto de mamá.
-Ahí tiene usted -añadía la señora del Síndico- lo que son las cosas, ese chico
aunque hijo de mi prima Josefa (que en gloria esté) como el Cura es así tan... tan... pues...
tan llano, no le ha enseñado más que a ser honrado.
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-Verdad, doña Brígida, pero no puede entrar en la buena sociedad porque sus
costumbres y sus modales no son de lo mejor -dijo la señora del abastecedor de la carne,
íntimo amigo del Alcalde.
Éste, lejos de calmar la tormenta la aumentaba sonriendo a uno, guiñando el ojo al
otro, y dando la razón a todos. Por último, cuando vio que la opinión era unánime se dirigió
a Perico, que repuesto algo de su emoción penetraba resueltamente a donde más le valiera
no haber entrado.
-Perico, óyeme una palabra.
-Sí, señor -contestó poniéndose colorado, porque pensó que habían sorprendido su
secreto amor.
-Mira, Perico: siento lo que voy a decirte; pero es preciso. Los concurrentes al baile
tienen a mal el que hayas venido, y yo te aconsejo que te vayas para evitar un lance.
-Pero ¿qué he hecho yo para que me echen así? ¿No soy un hombre honrado y
trabajador? ¿No están ahí mis parientes?
-Es cierto: pero ellos tienen una posición que tú no tienes y tus circunstancias y las
mías no me permiten admitirte.
-Y ¿por qué no? Mi padrino ¿no me ha enseñado lo que saben todos esos señores?
¿No cumplo con todos mis deberes? ¿No he pagado como ellos los gastos de la fiesta? Y,
además, ¿no he trabajado sin cesar para que quedara lucida?
-No sé qué decirte, hijo; pero el caso es que tienes que marcharte, porque así lo
quieren y yo te mando que lo hagas.
-Bien, señor Alcalde, bien; me voy por obedecerle; pero maldito si entiendo el
motivo, y le juro que no he de parar hasta dar con la explicación de todo esto.
Aquella noche no durmió Perico; más de dos horas pasó hablando con el Cura, que
estaba despierto cuando llegó a su casa y que se admiró de verle volver tan temprano y
nada alegre.
A la mañana siguiente se presentó de nuevo al Alcalde.
-Señor Alcalde -le dijo- aquí estoy a cumplir lo ofrecido. Vengo para ir a llevar los
músicos.
-Perico: mucho siento lo de anoche, no fue culpa mía; pero qué quieres, las
circunstancias...
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©Oscar Pizarro González 2011
-Usted, señor Alcalde, hizo lo que creyó bien hecho, yo haré lo que debo y nada
más.
***
Quince años después de lo que acabo de referir llegó también el día de la fiesta y
para convidar a ella se repartían esquelas redactadas así: "Don Pedro González, Síndico de
la Junta Municipal de... comisionado por ésta y los demás vecinos contribuyentes, tiene el
honor de invitar a usted para la fiesta que en obsequio del Patrón celebrará dicho pueblo en
los días de... de los corrientes; esperando se sirva usted concurrir para mayor lucimiento."
Don Pedro González, Síndico de la municipalidad y vecino influyente, no era otro
que Perico Paciencia. Nada se hacía en el pueblo sin contar con su voto, y el antiguo
Alcalde se envanecía de tenerle por yerno; pues hay que saber que aquella misma hija suya
que no quería bailar con Perico llegó después a quererle de veras, de modo que cinco años
más tarde era su esposa.
¿Qué había hecho Perico para que de tal manera variase de opinión?
Perico hizo lo que cualquier hombre honrado y laborioso puede hacer, y llegó a
donde no podía menos de llegar.
Al salir del baile donde no lo admitieron, por no creerle bastante digno, fue
inmediatamente a contarle todo al sacerdote, su segundo padre. Éste fue poco a poco
calmándole y cuando lo hubo logrado, le dijo en resumen:
-Hijo mío: tan pobre como tú, no dudé en recogerte cuando murieron tus padres;
seis años tenías entonces; yo no era joven y hoy he llegado a ser viejo. Pensé, lo primero,
en hacerte honrado y laborioso, y, gracias a Dios, lo he conseguido; todos te estiman porque
tienes ambas cualidades, pero mi pobreza no me permitía gastar en buenas ropas y calzado
para ti lo que otros más infelices necesitaban para no morirse de hambre, tu corazón era y
es hermoso, tu ropa fea y remendada, hasta que hace poco has podido comprar otra mejor
con el producto de tu trabajo. Aspiras a alterar con las principales personas del pueblo y
nada más justo; por tu bondad lo mereces, si bastara ella sola para lograrlo, y por tu origen
ninguno hay que te aventaje; sólo falta el que no lo solicites, sino que aguardes a que tus
méritos te allanen el camino y que te busquen los mismos que hoy te rechazan.
"Nada de odios, nada de chismes; refrena hasta tu bondad; si algo puedes dar, dalo
con discernimiento, y no dejes que la vanidad te lleve, sin que tú mismo lo conozcas, a ser
despilfarrador cuando piensas ser generoso. Trabaja mucho y sin cesar y yo te aseguro que
serás de los primeros, aquí donde hoy eres de los últimos. Cuando tengas una casa en la que
reine la abundancia, no te faltarán amigos y querrá entrar en ella siendo tu esposa la mejor y
más bella de las jóvenes que hoy no te miran siquiera. Ánimo, pues y en lugar de
lamentarte como un niño, pórtate como un hombre."
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©Oscar Pizarro González 2011
Perico, como he dicho, no durmió aquella noche pesando en las palabras del señor
Cura. Al día siguiente había tomado su partido. Cuando volvió al pueblo después de llevar
los músicos a nadie habló de lo ocurrido en el baile; si se lo recordaban no se daba por
entendido. No faltó alguno de esos enredadores, que por desgracia hay, que le aconsejó que
se quejara al Capitán General Gobernador Civil, delatando ciertos pecadillos verdaderos o
falsos que se atribuían al Alcalde; Perico contestó que el oficio de delator no le hacia
maldita la gracia y que no quería servir de instrumento a nadie; y que lo que quería era
trabajar y nada más que trabajar. En una palabra, se condujo tan bien que los vecinos
empezaron a confesar que era un excelente chico, y como su tema era siempre el trabajo,
acabaron por ayudarle y protegerle, de suerte que la pequeña tienda, que debiendo cuanto
en ella había, estableció al principio, se convirtió pocos años después en la mejor del
pueblo, sin que a nadie debiera un centavo.
Allí se reunía lo más escogido en los días festivos; la niña que tanto había hecho
penar al pobre Perico, iba a hacer sus compras y echaba al dueño unas miradas y le sonreía
de un modo que al recordarlo equivocó más de una cuenta.
Al primer baile que concurrió, lejos de ser rechazado, todos querían obsequiarle, y
más de una mamá pensó que era joven, bien parecido y que tenía con qué sostener los
gastos de una familia. Perico nada advirtió, porque estaba deslumbrado y sólo veía a
Angelina, su antiguo tormento; dirigiose a ella y esta vez conoció que se alegraba al bailar
con él... lo demás se suprime para no cansar al benévolo lector. Unos meses después se
casaron y cuento concluido.
Tal es la historia de Perico Paciencia, que nunca he olvidado y que creo representa
al vivo la de nuestra Isla. Pobre y desvalida era al comenzar el siglo presente y Dios sabe lo
que de ella hubiera sido sin el bien natural de sus habitantes y los socorros que recibió.
Como Perico tuvo quien le ayudara, pero también el protector empobreció y no pudo hacer
más que conservarle la vida y hacerla honrada; el vestido era viejo y remendado, zapatos no
pudo hasta más tarde comprarlos. ¡Pobre sacerdote que no podría dar aquello de que él
mismo carecía!
Pasaron años: Perico creció, robusto y bonachón hasta más no poder, y creyó que
podía asistir al baile; para ello se necesitaba algo más que ser bueno y no fue admitido. Tal
fue la situación de la Isla en el año 1837, cuando se le negó la representación en Cortes.
Entonces hicimos como Perico, siguiendo lo que nuestra buena índole, más que nuestra
escasa instrucción, nos aconsejó. Parece que un santo repitió a nuestros oídos: "Nada de
odios, nada de chismes. Trabaja y cuando tus méritos te hagan acreedor nadie te negará lo
que hoy no puedes conseguir el que te otorguen". Siempre que alguno nos daba un mal
consejo cerrábamos los oídos y nunca reñimos con quien no debíamos reñir.
Este comportamiento hizo que se empezase por reconocer que éramos buenos
chicos; después no faltó quien dijese que era preciso ayudarnos, y hace años que una parte
de la prensa aboga en nuestro favor. Hoy el clamor es casi unánime y los que dirigen el
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©Oscar Pizarro González 2011
baile tratan sobre si se nos envía una esquela de convite; de modo que debe esperarse que al
fin... Perico se casará con la hija del Alcalde.
¡Cuidado, señor novio! ¡Cuidado! Tenga usted juicio; si no, aunque pueda usted
mantener la mujer, aunque su ropa sea a la última moda, aunque baile usted a las mil
maravillas y por más que lo conviden; no hará otra cosa que... llevar a cuestas el contrabajo.
El Josco
Abelardo Díaz Alfaro
Sombra imborrable del Josco sobre la loma que domina el valle del Toa. La cabeza
erguida, las aspas filosas estoqueando el capote en sangre de un atardecer luminoso.
Aindiado, moreno, la carrilluda en sombras, el andar lento y rítmico. La baba gelatinosa le
caía de los belfos negros y gomosos, dejando en el verde enjoyado estela plateada de
caracol. Era hosco por el color y por su carácter reconcentrado, huraño, fobioso, de
peleador incansable. Cuando sobre el lomo negro del cerro Farallón las estrellas clavaban
sus banderillas de luz, lo veía descender la loma, majestuoso, doblar la recia cerviz,
resoplar su aliento de toro macho sobre la tierra virgen y tirar un mugido largo y potente
para las rejoyas del San Lorenzo.
-Toro macho, padrote como ése, denguno; no nació pa yugo -me decía el jincho
Marcelo, quien una noche negra y hosca le parteó a la luz temblona de un jacho. Lo había
criado y lo quería como a un hijo. Su único hijo.
Hombre solitario, hecho a la reyerta de la alborada, veía en aquel toro la
encarnación de algo de su hombría, de su descontento, de su espíritu recio y primitivo. Y
toro y hombre se fundían en un mismo paisaje y en un mismo dolor.
No había toro de las fincas lindantes que cruzase la guardarraya, que el Josco no le
grabase en rojo sobre el costado, de una cornada certera, su rúbrica de toro padrote.
Cuando el cuerno plateado de la luna rasgaba el telón en sombras de la noche, oí al
tío Leopo decir al jincho:
-Marcelo, mañana me traes el toro americano que le compré a los Velilla para
padrote; lo quiero para el cruce; hay que mejorar la crianza.
Y vi al jincho luchar en su mente estrecha, recia y primitiva con una idea demasiado
sangrante, demasiado dolorosa para ser realidad. Y tras una corta pausa musitó débilmente;
como si la voz se le quebrase en suspiros:
-Don Leopo, ¿y qué jacemos con el Josco?
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-Pues lo enyugaremos para arrastre de caña, la zafra se mete fuerte este año, y ese
toro es duro y resistente.
-Usté dispense, don Leopo, pero ese toro es padrote de nación, es alebrestao, no
sirve pa yugo.
Y descendió la escalera de caracol y por la enlunada veredita se hundió en el mar de
sombras del cañaveral. Sangrante, como si le hubieran clavado un estoque en mitad del
corazón.
Al otro día por el portalón blanco que une los caminos de las fincas lindantes, vi al
jincho traer atado a una soga un enorme toro blanco. Los cuernos cortos, la poderosa testa
mapeada en sepia. La dilatada y espaciosa nariz taladrada por una argolla de hierro. El
jincho venía como empujado, lentamente, como con ganas de nunca llegar, por la veredita
de los guayabales.
Y de súbito se oyó un mugido potente y agudo por las mayas de la colindancia de
los Cocos, que hizo retumbar las rejoyas del San Lorenzo y los riscos del Farallón. Un
relámpago cárdeno de alegría iluminó la faz macilenta del jincho.
Era el grito de guerra del Josco, el reto para jugarse en puñales de cuernos la
supremacía del padronazgo. Empezó a mover la testa en forma pendular. Tiró furiosas
cornadas al suelo, trayéndose en el filo de las astas tierra y pasto. Alucinado, lanzó
cabezadas frontales al aire, como luchando con una sombra.
El jincho en la loma, junto a la casa, aguantó al toro blanco. El Josco ensayó un
tranco ligero, hasta penetrar en la veredita. Se detuvo un momento. Remolineó ágil y
comenzó a estoquear los pequeños guayabos que bordean la veredita. La testa coronada se
le enguirnaldó de ramas, flores silvestres y bejucales.
Venía lento, taimado, con un bramar repetido y monótono. Alargaba la cabeza, y el
bramar culminaba en un mugido largo y de clarinada. Raspó la tierra con las bifurcadas
pezuñas hasta levantar al cielo polvaredas de oro. Avanzó un poco. Luego quedó inmóvil,
hierático, tenso. En los belfos negros y gomosos la baba se le espumaba en burbujas de
plata. Así permaneció un rato. Dobló la cerviz, el hocico pegado al ras del suelo,
resoplando violentamente, como husmeando una huella misteriosa. En la vieja casona la
gente se fue asomando al balcón. Los agregados salían de sus bohíos. Los chiquillos de
vientres abultados perforaban el aire con sus chillidos:
-El Josco pelea con el americano de los Velilla.
En el redondel de los cerros circunvecinos las voces se hicieron ecos. Los chiquillos
azuzaban al Josco.
-Dale, Josco, que tú le puedes.
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El Josco seguía avanzando, la cabeza baja, el andar lento y grave. Y el jincho no
pudo contenerse y soltó el toro blanco. Este se cuadró receloso, empezó a escarbar la tierra
con las anchas pezuñas y lanzó un bronco mugido.
Jey... Jey... Oiseee... Josco -gritaba la peonada.
-Palante, mi Josco- vibró el jincho.
Y se oyó el seco y violento chocar de las cornamentas. Acreció el grito
ensordecedor de la peonada.
-Dale, jey. . . Josco.
Las cabezas pegadas, los ojos negros y refulgentes inyectados de sangre, los belfos
dilatados, las pezuñas firmemente adheridas a la tierra, las patas traseras abiertas, los rabos
leoninos erguidos, la trabazón rebullente de los músculos ondulando sobre las carnes
macizas.
Colisión de fuerzas que por lo potentes se inmovilizaban. Ninguno cejaba; parecían
como estampados en la fiesta de colores del paisaje.
La baba se espesaba. Los belfos ardorosos resonaban como fuelles. Separaron
súbitamente las cornamentas y empezaron a tirarse cornadas ladeadas, tratando de herirse
en las frentes. Los cuernos sonaban como repiquetear de castañuelas. Y volvieron a unir las
testas florecidas de puñales.
Un agregado exclamó:
-El blanco es más grande y tiene más arrobas.
Y el jincho con rabia le ripostó:
-Pero el Josco tiene más maña y más cría.
El toro blanco, haciendo un supremo esfuerzo, se retiró un poco y avanzó egregio,
imprimiéndole a la escultura imponente de su cuerpo toda la fuerza de sus arrobas. Y se vio
al Josco recular arrollado por aquella avalancha incontenible.
-Aguante mi Josco- gritaba desesperado el jincho.
-No joya; usté eh de raza.
El Josco hincaba las patas traseras en la tierra buscando un apoyo para resistir, pero
el blanco lo arrastraba. Dobló los corvejones tratando de detener el empuje, se irguió
nuevamente y "rebuleó" rápido hacia atrás amortiguando la embestida del blanco.
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-Lo ve; es mah grande -añadió con pena un agregado.
-Pero no juye -le escupió el jincho.
Y las patas traseras del Josco toparon con una eminencia en el terreno, la cual le
sirvió de sostén. Afirmado, sesgó a un lado, zafando el cuerpo a la embestida del blanco,
que se perdió en el vacío. A éste faltó el equilibrio, y el Josco, aprovechándose del
desbalance del contrario, volteó rápido y le asestó una cornada certera, trazándole en rojo
sobre el albo costado una grieta de sangre. El blanco lanzó un bufido quejumbroso,
huyendo despavorido entre la algarabía jubilosa del peonaje. El jincho vibrante de emoción
gritaba a voz en cuello:
-Toro jaiba, toro mañoso, toro de cría.
Y el Josco alargó el cuerpo estilizado, levantó la testa triunfal, las astas filosas
doradas de sol, apuñaleando el mantón azul de un cielo sin nubes.
El blanco siempre se quedó de padrote. Orondo se paseaba por el cercao de las
vacas.
Al Josco trataton de uncirlo al yugo con un buey viejo que lo amaestrara, pero se
revolvió violento poniendo en peligro la vida del peonaje. Andaba mohíno, huraño, y se le
escuchaba bramar quejoso, como agobiado por una pena conmensurable.
Tranqueaba hacia el cercao de los bueyes de arrastres, de cogotes pelados y de
pastar apacibles. Levantando la cabeza sobre la alambrada, dejaba escapar un triste mugido.
Se veía buey rabisero, buey soroco, buey manco, buey toruno, castrao.
Aquel atardecer lo contemplé al trasluz de un crepúsculo tinto en sangre de toros,
sobre la loma verdeante que domina el valle del Toa. No tenía la arrogancia de antes, no
levantaba al cielo airosamente la testa coronada; lo veía desfalleciente como estrujado por
una inmensa congoja. Babeó un rato, alargó la cabeza y suspendió un débil mugido,
descendió la loma y su sombra se fundió en el misterio de una noche sin estrellas. A eso de
la medianoche me pareció escuchar un mugir dolorido. El sueño se hizo sobre mis
párpados.
Al otro día el Josco no aparecía. Se le buscó por todas las lindancias. No podía
haberse pasado a las otras fincas, no había boquetes en los mayales, ni en las alambradas de
las guardarrayas. El Jincho iba y venía desesperado. El tío Leopo apuntó:
-Tal vez se fue por el camino del Farallón a las malojillas del río.
El Jincho hacia allá se encaminó. Regresó decepcionado. Luego se dirigió hacia una
rejoya entre árboles en la colindancia de los Cocos, donde el Josco solía sestear. Lo vimos
levantar la manos y con la voz transida de angustia gritó:
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-Don Leopo, aquí está el Josco.
Corrimos presurosos donde el Jincho estaba, la cabeza baja, los ojos turbios de
lágrimas. Señaló hacia un declive entre raíces, bejucales y flores silvestres. Y vimos al
Josco inerte, las patas traseras abiertas y rígidas; la cabeza sepultada bajo el peso del cuerpo
musculoso.
Y el Jincho con la voz temblorosa y llena de reconvenciones exclamó:
-Mi pobre Josco, se esnucó de rabia. Don Leopo, se lo dije. Ese toro era padrote de
nación; no nació pa yugo.
Santa Clo va a La Cuchila
Abelardo Díaz Alfaro
El rojo de una bandera tremolando sobre una bambúa señalaba la escuelita de Peyo
Mercé. La escuelita tenía dos salones separados por un largo tabique. En uno de esos
salones enseñaba ahora un nuevo maestro: Mister Johnny Rosas.
Desde el lamentable incidente en que Peyo Mercé lo hizo quedar mal ante Mr. Juan
Gymns, el supervisor creyó prudente nombrar otro maestro para el barrio La Cuchilla que
enseñara a Peyo los nuevos métodos pedagógicos y llevara la luz del progreso al barrio en
sombras.
Llamó a su oficina al joven y aprovechado maestro Johnny Rosas, recién graduado
y que había pasado su temporadita en los Estados Unidos, y solemnemente le dijo: "Oye,
Johnny, te voy a mandar al barrio La Cuchilla para que lleves lo último que aprendiste en
pedagogía. Ese Peyo no sabe ni jota de eso; está como cuarenta años atrasado en esa
materia. Trata de cambiar las costumbres y, sobre todo, debes enseñar mucho inglés, mucho
inglés."
Y un día Peyo Mercé vio repechar en viejo y cansino caballejo la cuesta de la
escuela al nuevo maestrito. No hubo en él resentimiento. Sintió hasta un poco de
conmiseración y se dijo: "Ya la vida le irá trazando surcos como el arado a la tierra."
Y ordenó a unos jibaritos1 que le quitaran los arneses al caballo y se lo echaran a
pastar.
Peyo sabía que la vida aquella iba a ser muy dura para el jovencito. En el campo se
pasa mal. La comida es pobre: arroz y habichuelas, mojo, avapenes, arencas de agua,
bacalao, sopa larga y mucha agua para rellenar. Los caminos casi intransitables, siempre
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llenos de "tanques". Hay que bañarse en la quebrada y beber agua de lluvia. Peyo Mercé
tenía que hacer sus planes a la luz oscilante de un quinqué o de un jacho de tabonuco.
Johnny Rosas se aburría cuando llegaba la noche. Los cerros se iban poniendo
negros y fantasmales. Una que otra lucecita prendía su guiño tenue y amarillento en la
monotonía sombrosa del paisaje. Los coquíes punzaban el corazón de la noche. Un gallo
suspendía su cantar lento y tremolante. A lo lejos un perro estiraba un aullido doliente al
florecer de las estrellas.
Y Peyo Mercé se iba a jugar baraja y dominó a la tiendita de Tano.
Johnny Rosas le dijo un día a Peyo: "Este barrio está muy atrasado. Tenemos que
renovarlo. Urge traer cosas nuevas. Sustituir lo tradicional, lo caduco. Recuerda las
palabras de Mr. Escalera: Abajo la tradición. Tenemos que enseñar mucho inglés y copiar
las costumbres del pueblo americano".
Y Peyo, sin afanarse mucho, goteó estas palabras: "Es verdad, el inglés es bueno y
hace falta. Pero, ¡bendito! si es que ni el español sabemos pronunciar bien. Y con hambre el
niño se embrutece. La zorra le dijo una vez a los caracoles: 'Primero tienen ustedes que
aprender a andar para después correr.'"
Y Johnny no entendió lo que Peyo quiso decirle.
El tabacal se animó un poco. Se aproximaban las fiestas de Navidad. Ya Peyo había
visto con simpatía a uno de sus discípulos haciendo tiples y cuatros de cedro y yagrumo.
Estas fiestas traían recuerdos gratos de tiempos idos. Tiempos de la reyada, tiempos de
comparsa. Entonces el tabaco se vendía bien. Y la "arrelde" de carne de cerdo se enviaba a
los vecinos en misiva de compadrazgo. Y todavía le parecía escuchar aquel aguinaldo:
Esta casa tiene
La puerta de acero,
Y el que vive en ella
Es un caballero.
Caballero que ahora languidecía como un morir de luna sobre los bucayos.
Y Johnny Rosas sacó a Peyo de su ensoñación con estas palabras: "Este año hará su
debut en La Cuchilla Santa Claus. Eso de los Reyes está pasando de moda. Eso ya no se ve
mucho por San Juan. Eso pertenece al pasado. Invitaré a Mr. Rogelio Escalera para la
fiesta; eso le halagará mucho."
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Peyo se rascó la cabeza, y sin apasionamiento respondió: "Allá tú como Juana con
sus pollos. Yo como soy jíbaro y de aquí no he salido, eso de los Reyes lo llevo en el alma.
Es que nosotros los jíbaros sabemos oler las cosas como olemos el bacalao."
Y se dio Johnny a preparar mediante unos proyectos el camino para la "Gala
Premiere" de Santa Claus en La Cuchilla. Johnny mostró a sus discípulos una lámina en
que aparecía Santa Claus deslizándose en un trineo tirado por unos renos. Y Peyo, que a la
sazón se había detenido en el umbral de la puerta que dividía los salones, a su vez se
imaginó otro cuadro: un jíbaro jincho y viejo montado en una yagua arrastrada por unos
cabros.
Y mister Rosas preguntó a los jibaritos: "¿Quién es este personaje?" Y Benito,
"avispao" y "maleto" como él solo, le respondió: "Místel, ese es año viejo colorao."
Y Johnny Rosas se admiró de la ignorancia de aquellos muchachitos y a la vez se
indignó por el descuido de Peyo Mercé.
Llegó la noche de la Navidad. Se invitó a los padres del barrio.
Peyo en su salón hizo una fiestecita típica, que quedó la mar de lucida. Unos
jibaritos cantaban coplas y aguinaldos con acompañamiento de tiples y cuatros. Y para
finalizar aparecían los Reyes Magos, mientras el viejo trovador Simón versaba sobre "Ellos
van y vienen, y nosotros no." Repartió arroz con dulce y bombones, y los muchachitos se
intercambiaron "engañitos".
Y Peyo indicó a sus muchachos que pasarían al salón de Mr. Johnny Rosas, que les
tenía una sorpresa, y hasta había invitado al supervisor Mr. Rogelio Escalera.
En medio del salón se veía un arbolito artificial de Navidad. De estante a estante
colgaban unos cordones rojos. De las paredes pendían coronitas de hojas verdes y en el
centro un fruto encarnado. En letras cubiertas de nieve se podía leer: "Merry Christmas".
Todo estaba cubierto de escarcha.
Los compadres miraban atónitos todo aquello que no habían visto antes. Mister
Rogelio Escalera se veía muy complacido.
Unos niños subieron a la improvisada plataforma y formaron un acróstico con el
nombre de Santa Claus. Uno relató la vida de Noel y un coro de niños entonó "Jingle
Bells", haciendo sonar unas campanitas. Y los padres se miraban unos a otros asombrados.
Mister Rosas se ausentó un momento. Y el supervisor Rogelio Escalera habló a los padres y
niños felicitando al barrio por tan bella fiestecita y por tener un maestro tan activo y
progresista como lo era Mister Rosas.
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©Oscar Pizarro González 2011
Y Mister Escalera requirió de los concursantes el más profundo silencio, porque
pronto les iba a presentar a un extraño y misterioso personaje. Un corito inmediatamente
rompió a cantar:
Santa Claus viene ya...
¡Qué lento caminar!
Tic, tac, tic, tac.
Y de pronto surgió en el umbral de la puerta la rojiblanca figura de Santa Claus con
un enorme saco a cuestas, diciendo en voz cavernosa: "Here is Santa, Merry Christmas to
you all!"
Un grito de terror hizo estremecer el salón. Unos campesinos se tiraron por las
ventanas, los niños más pequeños empezaron a llorar y se pegaban a las faldas de las
comadres, que corrían en desbandada. Todos buscaban un medio de escape. Y Mister Rosas
corrió tras ellos, para explicarles que él era quien se había vestido de tan extraña forma;
pero entonces aumentaba el griterío y se hacía más agudo el pánico. Una vieja se persignó y
dijo: "¡Conjurao sea! ¡Si es el mesmo demonio jablando en americano!"
El supervisor hacía inútiles esfuerzos por detener a la gente y clamaba
desaforadamente: "No corran; no sean puertorriqueños batatitas. Santa Claus es un hombre
humano y bueno."
A lo lejos se escuchaba el griterío de la gente en desbandada. Y míster Escalera,
viendo que Peyo Mercé había permanecido indiferente y hierático, vació todo su rencor en
él y le increpó a voz en cuello: "Usted, Peyo Mercé, tiene la culpa de que en pleno siglo
veinte se den en este barrio esas salvajadas."
Y Peyo, sin inmutarse, le contestó: "Míster Escalera, yo no tengo la culpa de que ese
santito no esté en el santoral puertorriqueño."
El asedio
Emilio Díaz Valcárcel
I
Una familia normal y feliz, pensó apoyada sobre el volante. Un padre gordo y de
apariencia próspera, recién afeitado, una bella pareja de niños, y una madre que alcanza ya
los treinta años, mofletuda, satisfecha como toda mujer que siente colmados sus instintos
cardinales.
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©Oscar Pizarro González 2011
Sintió subírsele a la garganta el confuso sentimiento de ilegitimidad que permanecía
anclado en ominoso acecho en el fondo de su espíritu. Un espíritu contrahecho, pensó,
regocijándose en su propio flagelo. O tal vez el espíritu esté intacto, murmuró agarrándose
a una posible reconciliación consigo misma. Pero ningún alivio provino de este
pensamiento. Y, sin saber por qué, tiró molesta de su falda hacia abajo, como si con ello
cortara el torturante fluir de pensamientos que había comenzado justamente cuando ella
detuvo el automóvil frente al edificio de departamentos. La falda, que delataba unas caderas
secas, no era lo suficientemente larga para cubrir las rodillas nudosas, casi masculinas.
Neida no vendría a las tres. Tenía que cumplir compromisos con sus amigas, hablar
del matrimonio, del joven actor de la última hora, de la temporada playera. Tenía que
desenvolverse naturalmente entre los suyos. La podía ver sin mucho esfuerzo: menuda y
ágil, primorosa en su ceñido traje beige.
Esperó quince minutos, apoyada aún sobre el volante. El hombre gordo y de
apariencia próspera, la madre mofletuda y la bella pareja de niños, que durante un largo
rato habían estado detenidos frente a la escalera principal del edificio en actitud de esperar
a alguien, decidieron al fin entrar por la gran puerta de cristal esmerilado. (El macho
vigilante y serio, cumpliendo a cabalidad su tradicional misión, seguido de la sumisa
hembra y de la cría -meditó.) Imaginó esa familia ubicada en un siglo remoto: una tosca
guarida en una cueva, el macho y la hembra en cueros, la cría comida por piojos y pústulas
hoy desconocidos, trepando dificultosamente el primer peldaño de la historia humana. Esta
imagen del origen del hombre la movía a risa. Era su desquite.
Neida, la maldita, la irresponsable Neida no vendrá -se dijo. Atisbó hacia el tercer
piso torciendo el cuello por la ventanilla del auto hacia afuera: allí estaban las begonias, los
geranios, la jaula con el canario que nunca canta, todo lo que resultaba familiar a su figura.
Pero no vio la fina mano posada en la baranda, ni el dorado cabello reflejando el sol de la
tarde. Encendió el motor y arrancó calle arriba. Al infierno si no quiso venir, se dijo.
Manejó durante quince minutos por las calles abandonadas. Eran las calles del
domingo. Estaba aburrida. La radio sólo le ofrecía sermones religiosos. Se dirigió a las
afueras de la ciudad.
II
Vio el letrero (LUGO’S) y se detuvo. Estacionó su automóvil cerca de la entrada y
entró al establecimiento. En el patio interior danzaban lentamente unas parejas. Se sentó a
una de las mesitas y pidió una bebida. Era su rutina. De casa de Neida al Country Club y de
ahí al infierno. Afuera, los automóviles pasaban rugiendo por la ancha carretera de
cemento.
Sospechó que tendría visita. Unos hombres la miraban moviendo los labios.
Exactamente lo de siempre. Dos vientres abultados pasaron rozándose ante su nariz,
movidos por la ligera música del gramófono, bajo el revuelo de hojas arrancadas por la
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incipiente brisa veraniega. El árbol de mango se elevaba en medio de la plazoleta, una
plazoleta resquebrajada y llena de hojarasca. A la gente, a la estúpida gente le gusta la
naturaleza, meditó. Neida con sus geranios y su canario machorro. El amor a la naturaleza,
al orden, a la perfección...
-¿Bailamos, señorita?
Se sintió incómoda. Era como si le acreditaran un acto heroico que no le pertenecía,
como si efectivamente hubiera habido una terrible equivocación al dirigirse a ella y
condecorarla con las palabras. Pero tenía que participar de la farsa.
-Gracias. Espero a alguien.
No dio importancia al gesto del hombre. Ya no la alcanzaban. Estaba sola en el
fondo de una soledad sin nombre, sin esperanzas de salir alguna vez hacia un mundo cálido
y deseado, el mundo de los otros.
Desde una mesa, cuatro hombres la miraban y sonreían. Pensó que la habían
descubierto. Se levantó y fue hasta el salón de las damas. El letrerito le despertó la amarga
sensación de ilegitimidad que la abrumaba siempre que debía enfrentarse a sí misma. Se
empolvó la nariz descuidadamente, ojeó su cuerpo seco y anguloso, se arregló distraída el
severo cuello de anchas solapas, abotonado casi hasta la asfixia, y salió nuevamente a la
plazoleta de baile. Sentía un ligero dolor de cabeza. Vas a tener problemas a la noche, se
dijo. Tendrás que tomar por centésima vez ese maldito sedante.
Un matrimonio joven y dos niños ocuparon la mesa de al lado. Otra vez la imagen
del matrimonio feliz, pensó. Los niños, como si hubiesen estado esperando el instante en
que sus padres apoyaran los codos sobre la mesa, irrumpieron en el salón de baile, saltando,
interrumpiendo en ocasiones a los bailadores. No los quiso mirar. Los odiaba. Temía que se
le acercaran con sus latentes amenazas. Frente a ellos siempre estaría desarmada. Cada niño
encubría el embrión de un enemigo: mientras mantuvieran su inocencia, no había por qué
temer al peligro escondido en cada uno; pero sabía que con el correr del tiempo el
conocimiento de la desgracia ajena les daría suficientes armas para la maldad. Había que
esperar a que el germen creciera y se manifestara para entonces atacarlo debidamente.
Entretanto, no tendría razones suficientes para demostrar su odio.
-¿Bailamos?
Hubiera golpeado aquella mano de dedos tabacosos extendida ante sus ojos, pero en
cambio alzó la cara y movió negativamente la cabeza. Los niños la rozaron con su juego.
-Cuidado, pueden darse un golpe -dijo con disimulada furia (tuvo que decirlo, tuvo
que aceptar que dos chicos jugaban frente a su mesa y que cuatro ojos paternales la
observaban llenos de orgullo y estudiando en ella una posible reacción).
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Pegó los labios a su vaso y sorbió con lentitud el gintonic. Adivinaba un sordo
movimiento subterráneo, manos y rodillas acariciadas debajo de las mesas; un rumorante
mundo de palabras íntimas y pasos bailados. Vio, sin proponérselo, al grupo de hombres
que la vigilaban desde una mesa. Había aprendido a esquivar con éxito esa clase de mirada.
Siempre que observaba a un hombre con detenimiento advertía su pronta petulancia, su
inmediata preparación para el combate. El primitivo cazador, orgulloso y sobreposeído por
sus dotes: el oscuro origen de la primacía y la actual petulancia masculina, meditó. Tendrás
que quedarte recluida en casa. Tendrás que huir antes de que te encierren como a un animal
extraño.
La camarera le trajo otro vaso de bebida. La miró un momento.
-¿Qué le pasó a tu prima?
-Se fue. No quiere trabajar más aquí.
-¿Dónde trabaja ahora?
-No lo sé. Dijo que se iba a casar.
-¿Sí?
-Sí. Ella dijo eso.
-¿Y tú, cuándo te casas?
-¡Cristiana!
-Todas las mujeres ambicionan casarse. ¿No te gustaría a ti?
-Claro. Pero los hombres son tan difíciles de entender que a veces es preferible
quedarse soltera.
-Sí, algunas mujeres preferimos quedarnos solteras.
-¿Usted es soltera?
-Desde luego. Tengo mala suerte.
-No diga eso -dijo la chica-. La suerte la hace una misma.
-Es verdad. Yo misma he hecho mi mala suerte. Pero no me arrepiento. Y prefiero
salir con amigas, no con hombres. Las amigas somos más sinceras.
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Sorbió el brebaje mirando de reojo el cuerpo enjuto de la muchacha, los tirantes que
le prestaban un aire absurdamente infantil, el talle alto, ridículo. Sin embargo, estaba
formada exactamente igual que las demás.
-¿Y usted, espera a alguien?
La pregunta de la muchacha era inútil, pero el ritual debía ser ejecutado en su más
mínimo detalle.
-Vine a tomar el fresco. No hay mucho que hacer los domingos por la tarde. ¿Por
qué no te sientas un momentito?
-Ahora no puedo. Usted comprenderá, el trabajo.
No, no era sólo el trabajo, pensó mientras sonreía amablemente a la muchacha. Las
curiosidades (ella era una curiosidad, estaba segura de eso) interesan a las personas, pero no
tanto como para acercárseles peligrosamente. Sólo sirven para ser observadas desde lejos,
desde la seguridad de un balcón, o a través de un espeso cristal, o desde un enrejado de
zoológico.
La camarera le devolvió la sonrisa y se fue a atender a otros clientes.
-Estoy segura de que Dios Nuestro Señor no permitirá que nuestros hijos vayan a
otra guerra -gritaba una mujer de mediana edad en una mesa cercana.
-Las guerras son fenómenos que pertenecen a los hombres -graznó el vejete que
estaba a su lado-. Ellos saben cómo sacarles buen partido.
-Tú te olvidas de Dios -chilló la rubia mujerona, pegando los labios al vaso de
cerveza-; tú te olvidas de Él, y todos nos olvidamos y ahí está el resultado, las muertes, mi
marido muerto en la guerra.
-Eso estuvo bien -dijo el vejete-. Si no hubiera sido por eso, no estaríamos juntos
disfrutando esta hermosa tarde.
-¡No hables de mi difunto marido! -sollozó la mujer, apresurándose a ingerir un
largo sorbo-. Por lo menos respeta su memoria, ya que no respetas a su pobre viuda.
-Dios lo tendrá en su regazo.
-Eso es lo único que me tranquiliza, Liborio. Sírvete otro trago.
Si es verdad que Dios existe, pensó ella, debe ser lo más sadista que conoce la
humanidad.
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Los niños, después de corretear un largo rato por entre las mesas, regresaron
jeremiqueando donde sus padres.
-Yo se los decía -gruñía la madre-. Encima de eso debiera darles una paliza.
-¡Agustina, Agustina! -intervenía el hombre.
La camarera la observaba desde el fondo del salón. Ella le hizo una discreta señal
con la mano. Es ridícula, pensó, ridícula. La muchacha le sonrió y caminó hacia la barra.
(La mujer de los primeros siglos, sin espejos, sin almizcle, sin Revlon... ahora los afeites,
los tirantes, el rouge, la absurda estrategia.)
La camarera puso la cuenta sobre la mesa.
-¿A qué hora sales?
-A las doce, a la una, depende de los clientes. ¿Por qué?
-Por nada. Pensé que podría venir a charlar un rato. Podríamos dar un paseo; no te
imaginas lo sola que me siento.
La muchacha limpió la mesa, cobró, luego dijo:
-Lo siento de veras. Será otro día.
-¿Pero por qué? Yo tengo un carro, te puedo llevar a tu casa. Tú y yo nos podríamos
llevar muy bien.
-Venga otro día. Hoy viene a buscarme un amigo.
Estaba mintiendo, pero se vio obligada a sonreírle. Ridícula, pensó envuelta en una
súbita llama de rabia, ningún hombre se preocuparía por tu asqueroso cuerpo. Bebió un
sorbo más. Las parejas bailaban en alegre torbellino, bajo la fresca brisa del anochecer. Es
hora de que te largues, se dijo; no vale la pena gastar el tiempo entre esta basura.
III
Su departamento estaba ubicado en un quinto piso, frente a la avenida central del
elegante suburbio capitalino.
Entró al amplio dormitorio y encendió la luz. Se contempló en el espejo. Te estás
poniendo vieja, murmuró; te estás poniendo vieja sin haber logrado nada de la vida, sin
haber sido ni siquiera un poco sincera. La imagen de Neida apareció en su memoria:
sonriente, juguetona, un poco inocente ante sus palabras, burlándose de sus continuas
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lecturas, de las reproducciones de pintura moderna, pero seria, intolerante cuando llegaban
los momentos íntimos, incapaz de ceder ante sus impulsos.
Levantó el auricular y marcó un número. Contuvo el aliento mientras hablaba:
-... sí, soy yo... ¿está Neida?
Mientras escuchaba la respuesta, le llegaba el ruido acolchado por la altura, de
voces humanas y de bocinazos. A esa hora la ciudad entera empezaba a hervir llena de vida.
Neida tal vez estaría perdida en ese tumulto. Tenía los ojos fijos en la primorosa
reproducción de un Modigliani: una mujer en tonos ocres y rojizos, con un largo cuello
estilizado. La copia fue comprada en Macy’s el invierno pasado, luego de la visita al Museo
de Arte Moderno, después de las largas charlas sobre Arte y Personalidad Contemporáneos.
Neida se había reído mucho de ese cuadro, y se había dejado caer sobe el canapé
descuidadamente mostrando una blanca rodilla. Esa noche ella descubrió la furia con que
Neida subrayaba sus negativas. Y el cuadro quedó allí, testigo mudo e inútil de otra noche
perdida.
-... sí... muchas gracias, cuando regrese le dice que la llamé, gracias...
Colgó el auricular de un golpe. Miró hacia la ventana, cerca de la cual colgaba un
grabado de Rafael Tufino. Un grupo de hombres desyerbando, trazados con vigorosas
líneas. Esa puede ser la felicidad, meditó; en esos brazos nudosos y en esos rostros
contraídos por la miseria hay un serio compromiso con la vida, una sinceridad de
propósitos que tú, la scholar, la humanista, nunca has tenido.
Escuchó el creciente rumor nocturno. Domingo en la noche. Las parejas enamoradas
bailaban bajo la luna, o hablaban en su particular jerga en los automóviles estratégicamente
estacionados. El mundo, ese brillante mundo poblado de ruidos y luces fluorescentes se le
desplomaba encima. Los cinematógrafos estaban repletos de jóvenes parejas, de jadeos;
dedos ciegos como el instinto se sumergían en un mar de enaguas almidonadas. No quería
pensar en la honradez del campo -representada en cierto sentido, en parte, por el grabado
junto a la ventana- en la honradez amatoria del campo, en las orillas de los ríos, en el cálido
abandono de los bosques, en los anónimos jergones primitivos donde el amor es más puro y
menos dialéctico. El mundo seguía su curso, el curso normal, trazado por algún asesino. El
rumor subía por la ventana: voces de hombres, de mujeres, risas, risas que golpeaban el
centro mismo de su existencia.
Se asomó a la ventana. Vislumbró las siluetas en trajes de noche, los abrigos, la
alegría, los descotes, el constante bullicioso fluir humano por la puerta del Casino. Casi
podía adivinar la blancura de los dientes, la suavidad innominable de los cuellos femeninos,
el concienzudo acicalamiento general, las espantosas manos de los hombres.
Sacó la cabeza ventana afuera. La brisa caliente, bochornosa, que pesaba sobre el
ruidoso tráfago de la ciudad, le produjo vértigo. Escupió hacia la noche, hacia la
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humanidad, hacia aquella multitud de seres altivos y bárbaramente normales que la
asediaban con el alarde de la felicidad. Escupió una, dos, tres veces, hasta que sintió que el
llanto, un llanto duro que se negaba a humedecer su rostro, se cuajaba bajo sus párpados.
La muñeca menor
Rosario Ferré
La tía vieja había sacado desde muy temprano el sillón al balcón que daba al
cañaveral como hacía siempre que se despertaba con ganas de hacer una muñeca. De joven
se bañaba menudo en el río, pero un día en que la lluvia había recrecido la corriente en cola
de dragón había sentido en el tuétano de los huesos una mullida sensación de nieve. La
cabeza metida en el reverbero negro de las rocas, había creído escuchar, revolcados con el
sonido del agua, los estallidos del salitre sobre la playa y pensó que sus cabellos habían
llegado por fin a desembocar en el mar. En ese preciso momento sintió una mordida terrible
en la pantorrilla. La sacaron del agua gritando y se la llevaron a la casa en parihuelas
retorciéndose de dolor.
El médico que la examinó aseguró que no era nada, probablemente había sido
mordida por una chágara viciosa. Sin embargo pasaron los días y la llaga no cerraba. Al
cabo de un mes el médico había llegado a la conclusión de que la chágara se había
introducido dentro de la carne blanda de la pantorrilla, donde había evidentemente
comenzado a engordar. Indicó que le aplicaran un sinapismo para que el calor la obligara a
salir. La tía estuvo una semana con la pierna rígida, cubierta de mostaza desde el tobillo
hasta el muslo, pero al finalizar el tratamiento se descubrió que la llaga se había abultado
aún más, recubriéndose de una substancia pétrea y limosa que era imposible tratar de
remover sin que peligrara toda la pierna. Entonces se resignó a vivir para siempre con la
chágara enroscada dentro de la gruta de su pantorrilla.
Había sido muy hermosa, pero la chágara que escondía bajo los largos pliegues de
gasa de sus faldas la había despojado de toda vanidad. Se había encerrado en la casa
rehusando a todos sus pretendientes. Al principio se había dedicado a la crianza de las hijas
de su hermana, arrastrando por toda la casa la pierna monstruosa con bastante agilidad. Por
aquella época la familia vivía rodeada de un pasado que dejaba desintegrar a su alrededor
con la misma impasible musicalidad con que la lámpara de cristal del comedor se
desgranaba a pedazos sobre el mantel raído de la mesa. Las niñas adoraban a la tía. Ella las
peinaba, las bañaba y les daba de comer. Cuando les leía cuentos se sentaban a su alrededor
y levantaban con disimulo el volante almidonado de su falda para oler el perfume de
guanábana madura que supuraba la pierna en estado de quietud.
Cuando las niñas fueron creciendo la tía se dedicó a hacerles muñecas para jugar. Al
principio eran sólo muñecas comunes, con carne de guata de higüera y ojos de botones
perdidos. Pero con el pasar del tiempo fue refinando su arte hasta ganarse el respeto y la
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reverencia de toda la familia. El nacimiento de una muñeca era siempre motivo de regocijo
sagrado, lo cual explicaba el que jamás se les hubiese ocurrido vender una de ellas, ni
siquiera cuando las niñas eran ya grandes y la familia comenzaba a pasar necesidad. La tía
había ido agrandando el tamaño de las muñecas de manera que correspondieran a la
estatura y a las medidas de cada una de las niñas. Como eran nueve y la tía hacía una
muñeca de cada niña por año, hubo que separar una pieza de la casa para que la habitasen
exclusivamente las muñecas. Cuando la mayor cumplió diez y ocho años había ciento
veintiséis muñecas de todas las edades en la habitación. Al abrir la puerta, daba la
sensación de entrar en un palomar, o en el cuarto de muñecas del palacio de las tzarinas, o
en un almacén donde alguien había puesto a madurar una larga hilera de hojas de tabaco.
Sin embargo, la tía no entraba en la habitación por ninguno de estos placeres, sino que
echaba el pestillo a la puerta e iba levantando amorosamente cada una de las muñecas
canturreándoles mientras las mecía: Así eras cuando tenías un año, así cuando tenías dos,
así cuando tenías tres, reviviendo la vida de cada una de ellas por la dimensión del hueco
que le dejaban entre los brazos.
El día que la mayor de las niñas cumplió diez años, la tía se sentó en el sillón frente
al cañaveral y no se volvió a levantar jamás. Se balconeaba días enteros observando los
cambios de agua de las cañas y sólo salía de su sopor cuando la venía a visitar el doctor o
cuando se despertaba con ganas de hacer una muñeca. Comenzaba entonces a clamar para
que todos los habitantes de la casa viniesen a ayudarla. Podía verse ese día a los peones de
la hacienda haciendo constantes relevos al pueblo como alegres mensajeros incas, a
comprar cera, a comprar barro de porcelana, encajes, agujas, carretes de hilos de todos los
colores. Mientras se llevaban a cabo estas diligencias, la tía llamaba a su habitación a la
niña con la que había soñado esa noche y le tomaba las medidas. Luego le hacía una
mascarilla de cera que cubría de yeso por ambos lados como una cara viva dentro de dos
caras muertas; luego hacía salir un hilillo rubio interminable por un hoyito en la barbilla. La
porcelana de las manos era siempre translúcida; tenía un ligero tinte marfileño que
contrastaba con la blancura granulada de las caras de biscuit. Para hacer el cuerpo, la tía
enviaba al jardín por veinte higüeras relucientes. Las cogía con una mano y con un
movimiento experto de la cuchilla las iba rebanando una a una en cráneos relucientes de
cuero verde. Luego las inclinaba en hilera contra la pared del balcón, para que el sol y el
aire secaran los cerebros algodonosos de guano gris. Al cabo de algunos días raspaba el
contenido con una cuchara y lo iba introduciendo con infinita paciencia por la boca de la
muñeca.
Lo único que la tía transigía en utilizar en la creación de las muñecas sin que
estuviese hecho por ella, eran las bolas de los ojos. Se los enviaban por correo desde
Europa en todos los colores, pero la tía los consideraba inservibles hasta no haberlos dejado
sumergidos durante un número de días en el fondo de la quebrada para que aprendiesen a
reconocer el más leve movimiento de las antenas de las chágaras. Sólo entonces los lavaba
con agua de amoniaco y los guardaba, relucientes como gemas, colocados sobre camas de
algodón, en el fondo de una lata de galletas holandesas. El vestido de las muñecas no
variaba nunca, a pesar de que las niñas iban creciendo. Vestía siempre a las más pequeñas
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de tira bordada y a las mayores de broderí, colocando en la cabeza de cada una el mismo
lazo abullonado y trémulo de pecho de paloma.
Las niñas empezaron a casarse y a abandonar la casa. El día de la boda la tía les
regalaba a cada una la última muñeca dándoles un beso en la frente y diciéndoles con una
sonrisa: ―Aquí tienes tu Pascua de Resurrección.‖ A los novios los tranquilizaba
asegurándoles que la muñeca era sólo una decoración sentimental que solía colocarse
sentada, en las casas de antes, sobre la cola del piano. Desde lo alto del balcón la tía
observaba a las niñas bajar por última vez las escaleras de la casa sosteniendo en una mano
la modesta maleta a cuadros de cartón y pasando el otro brazo alrededor de la cintura de
aquella exuberante muñeca hecha a su imagen y semejanza, calzada con zapatillas de ante,
faldas de bordados nevados y pantaletas de valenciennes. Las manos y la cara de estas
muñecas, sin embargo, se notaban menos transparentes, tenían la consistencia de la leche
cortada. Esta diferencia encubría otra más sutil: la muñeca de boda no estaba jamás rellena
de guata, sino de miel.
Ya se habían casado todas las niñas y en la casa quedaba sólo la más joven cuando
el doctor hizo a la tía la visita mensual acompañado de su hijo que acababa de regresar de
sus estudios de medicina en el norte. El joven levantó el volante de la falda almidonada y se
quedó mirando aquella inmensa vejiga abotagada que manaba una esperma perfumada por
la punta de sus escamas verdes. Sacó su estetoscopio y la auscultó, cuidadosamente. La tía
pensó que auscultaba la respiración de la chágara para verificar si todavía estaba viva, y
cogiéndole la mano con cariño se la puso sobre un lugar determinado para que palpara el
movimiento constante de las antenas. El joven dejó caer la falda y miró fijamente al padre.
Usted hubiese podido haber curado esto en sus comienzos, le dijo. Es cierto, contestó el
padre, pero yo sólo quería que vinieras a ver la chágara que te había pagado los estudios
durante veinte años.
En adelante fue el joven médico quien visitó mensualmente a la tía vieja. Era
evidente su interés por la menor y la tía pudo comenzar su última muñeca con amplia
anticipación. Se presentaba siempre con el cuello almidonado, los zapatos brillantes y el
ostentoso alfiler de corbata oriental del que no tiene donde caerse muerto. Luego de
examinar a la tía se sentaba en la sala recostando su silueta de papel dentro de un marco
ovalado, a la vez que le entregaba a la menor el mismo ramo de siemprevivas moradas. Ella
le ofrecía galletitas de jengibre y cogía el ramo quisquillosamente con la punta de los dedos
como quien coge el estómago de un erizo vuelto al revés. Decidió casarse con él porque le
intrigaba su perfil dormido, y porque ya tenía ganas de saber cómo era por dentro la carne
de delfín.
El día de la boda la menor se sorprendió al coger la muñeca por la cintura y
encontrarla tibia, pero lo olvidó en seguida, asombrada ante su excelencia artística. Las
manos y la cara estaban confeccionadas con delicadísima porcelana de Mikado. Reconoció
en la sonrisa entreabierta y un poco triste la colección completa de sus dientes de leche.
Había, además, otro detalle particular: la tía había incrustado en el fondo de las pupilas de
los ojos sus dormilonas de brillantes.
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El joven médico se la llevó a vivir al pueblo, a una casa encuadrada dentro de un
bloque de cemento. La obligaba todos los días a sentarse en el balcón, para que los que
pasaban por la calle supiesen que él se había casado en sociedad. Inmóvil dentro de su cubo
de calor, la menor comenzó a sospechar que su marido no sólo tenía el perfil de silueta de
papel sino también el alma. Confirmó sus sospechas al poco tiempo. Un día él le sacó los
ojos a la muñeca con la punta del bisturí y los empeñó por un lujoso reloj de cebolla con
una larga leontina. Desde entonces la muñeca siguió sentada sobre la cola del piano, pero
con los ojos bajos.
A los pocos meses el joven médico notó la ausencia de la muñeca y le preguntó a la
menor qué había hecho con ella. Una cofradía de señoras piadosas le había ofrecido una
buena suma por la cara y las manos de porcelana para hacerle un retablo a la Verónica en la
próxima procesión de Cuaresma. La menor le contestó que las hormigas habían descubierto
por fin que la muñeca estaba rellena de miel y en una sola noche se la habían devorado
.―Como las manos y la cara eran de porcelana de Mikado, dijo, seguramente las hormigas
las creyeron hechas de azúcar, y en este preciso momento deben de estar quebrándose los
dientes, royendo con furia dedos y párpados en alguna cueva subterránea.‖ Esa noche el
médico cavó toda la tierra alrededor de la casa sin encontrar nada.
Pasaron los años y el médico se hizo millonario. Se había quedado con toda la
clientela del pueblo, a quienes no les importaba pagar honorarios exorbitantes para poder
ver de cerca a un miembro legítimo de la extinta aristocracia cañera. La menor seguía
sentada en el balcón, inmóvil dentro de sus gasas y encajes, siempre con los ojos bajos.
Cuando los pacientes de su marido, colgados de collares, plumachos y bastones, se
acomodaban cerca de ella removiendo los rollos de sus carnes satisfechas con un alboroto
de monedas, percibían a su alrededor un perfume particular que les hacía recordar
involuntariamente la lenta supuración de una guanábana. Entonces les entraban a todos
unas ganas irresistibles de restregarse las manos como si fueran patas.
Una sola cosa perturbaba la felicidad del médico. Notaba que mientras él se iba
poniendo viejo, la menor guardaba la misma piel aporcelanada y dura que tenía cuando la
iba a visitar a la casa del cañaveral. Una noche decidió entrar en su habitación para
observarla durmiendo. Notó que su pecho no se movía. Colocó delicadamente el
estetoscopio sobre su corazón y oyó un lejano rumor de agua. Entonces la muñeca levantó
los párpados y por las cuencas vacías de los ojos comenzaron a salir las antenas furibundas
de las chágaras.
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©Oscar Pizarro González 2011
En el fondo del caño hay un negrito
José Luis González
I
La primera vez que el negrito Melodía vio al otro negrito en el fondo del caño1 fue
en la mañana del tercero o cuarto día después de la mudanza, cuando llegó gateando hasta
la única puerta de la nueva vivienda y se asomó para mirar hacia la quieta superficie del
agua allá abajo.
Entonces el padre, que acababa de despertar sobre el montón de sacos vacíos
extendidos en el piso, junto a la mujer semidesnuda que aún dormía, le gritó:
-¡Mire... eche p'adentro! ¡Diantre'e muchacho desinquieto!
Y Melodía, que no había aprendido a entender las palabras pero sí a obedecer los
gritos, gateó otra vez hacia adentro y se quedó silencioso en un rincón, chupándose un
dedito porque tenía hambre.
El hombre se incorporó sobre los codos. Miró a la mujer que dormía a su lado y la
sacudió flojamente por un brazo. La mujer despertó sobresaltada, mirando al hombre con
ojos de susto. El hombre rió. Todas las mañanas era igual: la mujer salía del sueño con
aquella expresión de susto que a él le provocaba un regocijo sin maldad. La primera vez
que vio aquella expresión en el rostro de su mujer no fue en ocasión de un despertar, sino la
noche que se acostaron juntos por primera vez. Quizá por eso a él le hacía gracia verla
despabilarse así todas las mañanas.
El hombre se sentó sobre los sacos vacíos.
-Bueno -se dirigió entonces a la mujer-. Cuela el café.
Ella tardó un poco en contestar:
-Ya no queda.
-¿Ah?
-No queda. Se acabó ayer.
Él empezó a decir: ―¿Y por qué no compraste más?‖, pero se interrumpió cuando
vio que en el rostro de su mujer comenzaba a dibujarse aquella otra expresión, aquella
mueca que a él no le causaba regocijo y que ella sólo hacía cuando él le dirigía preguntas
como la que acababa de truncar ahora. La primera vez que vio aquella expresión en el
rostro de su mujer fue la noche que regresó a casa borracho y deseoso de ella pero la
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©Oscar Pizarro González 2011
borrachera no lo dejó hacer nada. Tal vez por eso al hombre no le hacía gracia aquella
mueca.
-¿Conque se acabó ayer?
-Ajá.
La mujer se puso de pie y empezó a meterse el vestido por la cabeza. El hombre,
todavía sentado sobre los sacos vacíos, derrotó su mirada y la fijó durante un rato en los
agujeros de su camiseta.
Melodía, cansado ya de la insipidez del dedo, se decidió a llorar. El hombre lo miró
y le preguntó a la mujer:
-¿Tampoco hay na pal nene?
-Sí. Conseguí unas hojitas de guanábana y le gua hacer un guarapillo horita.
-¿Cuántos días va que no toma leche?
-¿Leche? -la mujer puso un poco de asombro inconsciente en la voz-. No me
acuerdo.
El hombre se levantó y se puso los pantalones. Después se allegó a la puerta y miró
hacia afuera. Le dijo a la mujer:
-La marea ta alta. Hoy hay que dir en bote.
Luego miró hacia arriba, hacia el puente y la carretera. Automóviles, guaguas y
camiones pasaban en un desfile interminable. El hombre observó cómo desde casi todos los
vehículos alguien miraba con extrañeza hacia la casucha enclavada en medio de aquel
brazo de mar: el ―caño‖ sobre cuyas márgenes pantanosas había ido creciendo hacía años el
arrabal. Ese alguien por lo general empezaba a mirar la casucha cuando el automóvil, la
guagua o el camión llegaba a la mitad del puente, y después seguía mirando, volviendo
gradualmente la cabeza hasta que el automóvil, la guagua o el camión tomaba la curva allá
adelante y se perdía de vista. El hombre se llevó una mano desafiante a la entrepierna y
masculló:
-¡Pendejos!
Poco después se metió en el bote y remó hasta la orilla. De la popa del bote a la
puerta de la casa había una soga larga que permitía a quien quedara en la casa atraer
nuevamente el bote hasta la puerta. De la casa a la orilla había también un puentecito de
tablas, que se cubría con la marea alta.
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©Oscar Pizarro González 2011
Ya en tierra, el hombre caminó hacia la carretera. Se sintió mejor cuando el ruido de
los automóviles ahogó el llanto del negrito en la casucha.
II
La segunda vez que el negrito Melodía vio al otro negrito en el fondo del caño fue
poco después del mediodía, cuando volvió a gatear hasta la puerta y se asomó y miró hacia
abajo.
Esta vez el negrito en el fondo del caño le regaló una sonrisa a Melodía. Melodía
había sonreído primero y tomó la sonrisa del otro negrito como una respuesta a la suya.
Entonces hizo así con su manita, y desde el fondo del caño el otro negrito también hizo así
con su manita. Melodía no pudo reprimir la risa, y le pareció que también desde allá abajo
llegaba el sonido de otra risa. La madre lo llamó entonces porque el segundo guarapillo de
hojas de guanábana ya estaba listo.
Dos mujeres, de las afortunadas que vivían en tierra firme, sobre el fango
endurecido de las márgenes del caño, comentaban:
-Hay que velo. Si me lo bieran contao, biera dicho que era embuste.
-La necesidá, doña. A mí misma, quién me lo biera dicho, que yo diba llegar aquí.
Yo que tenía hasta mi tierrita.
-Pues nosotros juimos de los primeros. Casi no bía gente y uno cogía la parte más
sequecita, ¿ve? Pero los que llegan ahora, fíjese, tienen que tirarse al agua, como quien
dice. Pero, bueno y esa gente, ¿de ónde diantre haberán salío?
-A mí me dijieron que por ai por Isla Verde tan orbanisando y han sacao un montón
de negros arrimaos. A lo mejor son desos.
-¡Bendito!... ¿Y usté se ha fijao en el negrito qué mono? La mujer vino ayer a ver si
yo tenía unas hojitas de algo pa hacele un guarapillo, y yo le di unas poquitas de guanábana
que me quedaban.
-¡Ay, Virgen, bendito...!
Al atardecer, el hombre estaba cansado. Le dolía la espalda, pero venía palpando las
monedas en el fondo del bolsillo, haciéndolas sonar, adivinando con el tacto cuál era un
vellón, cuál de diez, cuál una peseta. Bueno, hoy había habido suerte. El blanco que pasó
por el muelle a recoger su mercancía de Nueva York. Y el compañero de trabajo que le
prestó su carretón toda la tarde porque tuvo que salir corriendo a buscar a la comadrona
para su mujer, que estaba echando un pobre más al mundo. Sí, señor. Se va tirando.
Mañana será otro día.
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©Oscar Pizarro González 2011
Entró en un colmado y compró café y arroz y habichuelas y unas latitas de leche
evaporada. Pensó en Melodía y apresuró el paso. Se había venido a pie desde San Juan para
ahorrarse los cinco centavos del pasaje.
III
La tercera vez que el negrito Melodía vio al otro negrito en el fondo del caño fue al
atardecer, poco antes de que el padre regresara. Esta vez Melodía venía sonriendo antes de
asomarse, y le asombró que el otro también se estuviera sonriendo allá abajo. Volvió a
hacer así con la manita y el otro volvió a contestar. Entonces Melodía sintió un súbito
entusiasmo y un amor indecible por el otro negrito. Y se fue a buscarlo.
La noche que volvimos a ser gente
Jose Luis González
¿Qué si me acuerdo? Se acuerda el Barrio entero si quieres que te diga la verdad,
porque eso no se le va a olvidar ni a Trompoloco, que ya no es capaz de decir ni dónde
enterraron a su mamá hace quince días. Lo que pasa es que yo te lo puedo contar mejor que
nadie por esa casualidad que tú todavía no sabes. Pero antes vamos a pedir unas cervezas
bien frías porque con esta calor del diablo quién quita que hasta me falle la memoria.
Ahora sí, salud y pesetas. Y fuerza donde tú sabes. Bueno, pues de eso ya van
cuatro años y si quieres te digo hasta los meses y los días porque para acordarme no tengo
más que mirarle la cara al barrigón, ése que tú viste ahí en la casa cuando fuiste a
procurarme esta mañana. Sí, el mayorcito, que se llama igual que yo pero que si hubiera
nacido mujercita hubiéramos tenido que ponerle Estrella o Luz María o algo así. O hasta
Milagros, mira, porque aquello fue... Pero si sigo así voy a contarte el cuento al revés, o sea
desde el final y no por el principio, así que mejor sigo por donde iba.
Bueno, pues la fecha no te la digo porque ya tú la sabes y lo que te interesa es otra
cosa. Entonces resulta que ese día le había dicho yo al foreman, que era un judío buena
persona y ya sabía su poquito de español, que me diera un overtime porque me iban a hacer
falta los chavos para el parto de mi mujer, que ya estaba en el último mes y no paraba de
sacar cuentas. Que si lo del canastillo, que si lo de la comadrona... Ah, porque ella estaba
empeñada en dar a luz en la casa y no en la clínica donde los doctores y las norsas no
hablan español y además sale más caro.
Entonces a las cuatro acabé mi primer turno y bajé al come-y-vete ése del italiano
que está ahí enfrente de la factoría. Cuestión de echarme algo a la barriga hasta que llegara
a casa y la mujer me recalentara la comida, ¿ves? Bueno, pues me metí un par de hot dogs
con una cerveza mientras le tiraba un vistazo al periódico hispano que había comprado por
la mañana, y en eso, cuando estaba leyendo lo de un latino que había hecho tasajo a su
corteja porque se la estaba pegando con un chino, en eso, mira, yo no sé si tú crees en esas
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cosas, pero como que me entró un presentimiento. O sea que sentí que esa noche iba a pasar
algo grande, algo que no podía decir lo que iba a ser. Yo digo que uno tiene que creer
porque tú me dirás qué tenía que ver lo del latino y el chino y la corteja con eso que yo
empecé a sentir. A sentir, tú sabes, porque no fue que lo pensara, que eso es distinto.
Bueno, pues acabé de mirar el periódico y volví rápido a la factoría para empezar el
overtime.
Entonces el otro foreman, porque el primero ya se había ido, me dice: ¿Qué, te
piensas hacer millonario para poner un casino en Puerto Rico? Así, relajando, tú sabes, y
vengo yo y le digo, también vacilando: No, si el casino ya lo tengo. Ahora lo que quiero
poner es una fábrica. Y me dice: ¿Una fábrica de qué? Y le digo: Una fábrica de humo. Y
entonces me pregunta: ¿Ah, sí? ¿Y qué vas a hacer con el humo? Y yo bien serio, con una
cara de palo que había que ver: ¿Adiós?... ¿y qué voy a hacer? Enlatarlo para vendérselo a
los americanos, que compran cualquier cosa con tal de que venga en lata. Un vacilón, tú
sabes, porque ese foreman era todavía más buena persona que el otro. Pero porque le
conviene, desde luego: así nos pone de buen humor y nos saca el jugo en el trabajo. Él se
cree que yo no lo sé, pero cualquier día se lo digo para que vea que uno no es tan ignorante
como parece. Porque esta gente aquí a veces se imagina que uno viene de la última sínsora
y confunde el papel de lija con el papel de inodoro, sobre todo cuando uno es trigueñito y
con la morusa tirando a caracolillo.
Pero, bueno, eso es noticia vieja y lo que tengo que contarte es otra cosa. Ahora, que
la condenada calor sigue y la cerveza ya se nos acabó. La misma marca, ¿no? Okay. Pues
como te iba diciendo, después que el foreman me quiso vacilar y yo le dejé con las ganas,
pegamos a trabajar en serio. Porque eso sí, aquí la guachafita y el trabajo no son
compadres. Time es money, ya tú sabes. Pegaron a llegarme radios por el assembly line y
yo a meterles los tubos: chan, chan. Sí, yo lo que hacía entonces era poner los tubos. Dos a
cada radio, uno en cada mano. Chan, chan. Al principio, cuando no estaba impuesto, a
veces se me pasaba un radio y entonces, ¡muchacho!, tenía que correrle detrás y al mismo
tiempo echarle el ojo al que venía seguido, y creía que me iba a volver loco. Cuando salía
del trabajo sentía como que llevaba un baile de San Vito en todo el cuerpo. A mí me está
que por eso en este país hay tanto borracho y tanto vicioso. Sí, chico, porque cuando tú
quedas así lo que te pide el cuerpo es un juanetazo de lo que sea, que por lo general es ron o
algo así, y ahí se va acostumbrando uno. Yo digo que por eso las mujeres se defienden
mejor en el trabajo de factoría, porque ellas se entretienen con el chismorreo y la habladuría
y el comentario, ¿ves?, y no se imponen a la bebida.
Bueno, pues ya tenía yo un rato metiendo tubos y pensando boberías cuando en eso
viene el foreman y me dice: Oye, ahí te buscan. Yo le digo: ¿A quién, a mí? Pues claro, me
dice, aquí no hay dos con el mismo nombre. Entonces pusieron a otro en mi lugar para no
parar el trabajo y ahí voy yo a ver quién era el que me buscaba. Y era Trompoloco, que no
me dice ni qué hubo sino que me espeta: Oye, que te vayas para tu casa que tu mujer se está
pariendo. Sí, hombre, así de sopetón. Y es que el pobre Trompoloco se cayó del coy allá en
Puerto Rico cuando era chiquito y según decía su mamá, que en paz descanse, cayó de
cabeza y parece que del golpe se le ablandaron los sesos. Tuvo un tiempo, cuando yo lo
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conocí aquí en el Barrio, que de repente se ponía a dar vueltas como loco y no se paraba
hasta que se mareaba y se caía al suelo. De ahí le vino el apodo. Eso sí, nadie abusa de él
porque su mamá era muy buena persona, médium espiritista ella, tú sabes, y ayudaba a
mucha gente y no cobraba. Uno le dejaba lo que podía, ¿ves?, y si no podía no le dejaba
nada. Entonces hay mucha gente que se ocupa de que Trompoloco no pase necesidades.
Porque él siempre fue huérfano de padre y no tuvo hermanos, así que como quien dice está
solo en el mundo.
Bueno, pues llega Trompoloco y me dice eso y yo digo: Ay, mi madre, ¿y ahora qué
hago? El foreman, que estaba pendiente de lo que pasaba porque esa gente nunca le pierde
ojo a uno en el trabajo, viene y me pregunta: ¿Cuál es el trouble? Y yo le digo: Que viene a
buscarme porque mi mujer se está pariendo. Y entonces el foreman me dice: Bueno, ¿y que
tú estás esperando? Porque déjame decirte que ese foreman también era judío y para los
judíos la familia siempre es primero. En eso no son como los demás americanos, que entre
hijos y padres y entre hermanos se insultan y hasta se dan por cualquier cosa. Y no sé si
será por la clase de vida que la gente lleva en este país. Siempre corriendo detrás del dólar,
como los perros esos del canódromo que ponen a correr detrás de un conejo de trapo. ¿Tú
los has visto? Acaban echando el bofe y nunca alcanzan al conejo. Eso sí, les dan comida y
los cuidan para que vuelvan a correr al otro día, que es lo mismo que hacen con la gente, si
miras bien la cosa. Así que en este país todo venimos a ser como perros de carrera.
Bueno, pues cuando el foreman me dijo de qué yo estaba esperando, le digo: Nada,
ponerme el coat y agarrar el subway antes que mi hijo vaya a llegar y no me encuentre en
casa. Contento que estaba yo ya, ¿sabes?, porque iba ser mi primer hijo y tú sabes cómo es
eso. Y me dice el foreman: No se te vaya a olvidar ponchar la tarjeta para que cobres la
media hora que llevas trabajando, que de ahora palante es cuando te van a hacer falta los
chavos. Y le digo: Cómo no, y agarro el coat y poncho la tarjeta y le digo a Trompoloco,
que estaba parado allí mirando las máquinas como eslembao: ¡Avanza, Trompo, que vamos
a llegar tarde! Y bajamos las escaleras corriendo para no esperar el ascensor y llegamos a la
acera, que estaba bien crowded porque a esa hora todavía había gente saliendo del trabajo.
Y digo yo: ¡Maldita sea, y que tocarme la hora del rush! Y Trompoloco que no quería
correr: Espérate, hombre, espérate, que yo quiero comprar un dulce. Bueno, es que
Trompoloco es así, ¿ves?, como un nene. Él sirve para hacer un mandado, si es algo
sencillo, o para lavar unas escaleras en un building o cualquier cosa que no haya que
pensar. Pero si es cuestión de usar la calculadora, entonces búscate a otro. Así que vengo y
le digo: No. Trompo, qué dulce ni qué carajo. Eso lo compras allá en el Barrio cuando
lleguemos. Y él: No, no, en el Barrio no hay de los que yo quiero. Esos nada más se
consiguen en Brooklyn. Y le digo: Ay, tú estás loco, y en seguida me arrepiento porque eso
es lo único que no se le puede decir a Trompoloco. Y se para ahí en la acera, más serio que
un chavo de queso, y me dice: No, no, loco no. Y le digo: No, hombre, si yo no dije loco,
yo dije bobo. Lo que pasa es que tú oíste mal. ¡Avanza, que el dulce te lo llevo yo mañana!
Y me dice: ¿Seguro que tú no me dijiste loco? Y yo: ¡Seguro, hombre! Y él: ¿Y mañana me
llevas dos dulces? Mira, loco y todo lo que tú quieras, pero bien que sabe aprovecharse. Y a
mí casi me entra la risa y le digo: Claro chico, te llevo hasta tres si quieres. Y entonces
vuelve a poner buena cara y me dice: Está bien, vámonos, pero tres dulces, acuérdate, ¿ah?
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Y yo, caminando para la entrada del subway con Trompoloco detrás: Sí, hombre, tres.
Después me dices de cuáles son.
Y bajamos casi corriendo las escaleras y entramos en la estación con aquel mar de
gente que tú sabes cómo es eso. Yo pendiente de que Trompoloco no se fuera a quedar atrás
porque con el apeñuscamiento y los arrempujones a lo mejor le entraba miedo y quién iba a
responder por él. Cuando viene el tren expreso lo agarro por un brazo y le digo: Prepárate y
echa palante tú también, que si no nos quedamos afuera. Y él me dice: No te ocupes, y
cuando se abre la puerta y salen los que iban a bajar, nos metemos de frente y quedamos
prensados entre aquel montón de gente que no podíamos ni mover los brazos. Bueno,
mejor, porque así no había que agarrarse de los tubos. Trompoloco iba un poco azorado
porque yo creo que era la primera vez que viajaba en subway a esa hora, pero como me
tenía a mí al lado no había problemas, y así seguimos hasta Columbus Circle y allí
cambiamos de línea porque teníamos que bajarnos en la 110 y quinta para llegar a casa,
¿ves?, y ahí volvimos a quedar como sardinas en lata.
Entonces yo iba contando los minutos, pensando si ya mijo habría nacido y cómo
estaría mi mujer. Y de repente se me ocurre: Bueno, y yo tan seguro de que va a ser macho
y a lo mejor me sale una chancleta. Tú sabes que uno siempre quiere que el primero sea
hombre. Y la verdad es que eso es un egoísmo de nosotros, porque a la mamá le conviene
más que la mayor sea mujer para que después le ayude con el trabajo de la casa y la crianza
de los hermanitos. Bueno, pues en eso iba yo pensando y sintiéndome ya muy padre de
familia, te das cuenta, cuando... ¡fuácata, ahí fue! Que se va la luz y el tren empieza a
perder impulso hasta que se queda parado en la mismita mitad del túnel entre dos
estaciones. Bueno, la verdad es que de un momento no se asustó nadie. Tú sabes que eso de
que las luces se apaguen en el subway no es nada del otro mundo: en seguida vuelven a
prenderse y la gente ni pestañea. Y eso de que el tren se pare un ratito antes de llegar a una
estación tampoco es raro. Así que de momento no se asustó nadie. Prendieron las luces de
emergencia y todo el mundo lo más tranquilo. Pero empezó a pasar el tiempo y el tren no se
movía. Y yo pensando: Coño, qué mala suerte, ahora que tenía que llegar pronto. Pero
todavía creyendo que sería cuestión de un ratito, ¿ves? Y así pasaron como tres minutos
más y entonces una señora empezó a toser. Una señora americana ella, medio viejita, que
estaba cerca de mí. Yo la miré y vi que estaba tosiendo como sin ganas, y pensé: Eso no es
catarro, eso es miedo. Y pasó otro minuto y el tren seguía parado y entonces la señora le
dijo a un muchacho que tenía al lado, un muchacho alto y rubio él, tofete, con cara como de
irlandés, le dijo la señora: Oiga, joven, ¿a usted esto no le está raro? Y él dijo: No, no se
preocupe, eso no es nada. Pero la señora como que no quedó conforme y siguió con su
tosecita y entonces otros pasajeros empezaron a tratar de mirar por las ventanillas, pero
como no podían moverse bien y con la oscuridad que había allá afuera, pues no veían nada.
Te lo digo porque yo también traté de mirar y lo único que saqué fue un dolor de cuello que
me duró un buen rato.
Bueno, pues siguió pasando el tiempo y a mí empezó a darme calambre en una
pierna y ahí fue donde me entró el nerviosismo. No, no por el calambre, sino porque pensé
que ya no iba a llegar a tiempo a casa. Y decía yo para entre mí: No, aquí tiene que haber
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pasado algo, ya es demasiado de mucho tiempo que tenemos aquí parados. Y como no tenía
nada que hacer, puse a funcionar el coco y entonces fue que se me ocurrió lo del suicidio.
Bueno, era lo más lógico, ¿por qué no? Tú sabes que aquí hay muchísima gente que ya no
se quieren para nada y entonces van y se trepan al Empire State y pegan el salto desde allá
arriba y creo que cuando llegan a la calle ya están muertos por el tiempo que tardan en caer.
Bueno, yo no sé, eso es lo que me han dicho. Y hay otros que le tiran por delante al subway
y quedan que hay que recogerlos con pala. Ah, no, eso sí, a los que brincan desde el Empire
State me imagino que habrá que recogerlos con secante. No, pero en serio, porque con esas
cosas no se debe relajar, a mí se me ocurrió que lo que había pasado era que alguien se le
había tirado debajo al tren que iba delante de nosotros, y hasta pensé: Bueno, pues que en
paz descanse pero ya me chavó a mí, porque sí que voy a llegar tarde. Ya mi mujer debe
estar pensando que Trompoloco se perdió en el camino o que yo ando borracho por ahí y no
me importa lo que está pasando en casa. Porque no es que yo sea muy bebelón, pero de vez
en cuando, tú me entiendes... Bueno, y ya que estamos hablando de eso, y quieres
cambiamos de marca, pero que estén bien frías a ver si se nos acaba de quitar la calor.
¡Aja! Entonces... ¿por dónde iba yo? Ah sí, estaba pensando en eso del suicidio y
qué sé yo, cuando de repente -¡ran!- vienen y se abren las puertas del tren. Sí, hombre sí,
allí mismo en el túnel. Y como eso, a la verdad, era una cosa que yo nunca había visto,
entonces pensé: Ahora sí que a la puerca se le entorchó el rabo. Y enseguida veo que allá
abajo frente a la puerta estaban unos como inspectores o algo así porque tenían uniforme y
traían unas linternas de ésas como faroles. Y nos dice uno de ellos: Take it easy que no hay
peligro. Bajen despacio y sin empujar. Y ahí mismo la gente empezó a bajar y a preguntarle
al míster aquél: ¡Qué es lo que pasa, qué es lo que pasa? Y él: Cuando estén todos acá abajo
les voy a decir. Yo agarré a Trompoloco por el brazo y le dije: ¿Ya tú oíste? No hay
peligro, pero no te vayas a apartar de mí. Y él me decía que sí con la cabeza, porque yo
creo que del susto se le había ido hasta la voz. No decía nada, pero parecía que los ojos se
le iban a salir de la cara: los tenía como platillos y casi le brillaban en la oscuridad, como a
los gatos.
Bueno, pues fuimos saliendo del tren hasta que no quedó nadie adentro. Entonces,
cuando estuvimos todos alineados allá abajo, los inspectores empezaron a recorrer la fila
que nosotros habíamos formado y nos fueron explicando, así por grupos, ¿ves?, que lo que
pasaba era que había habido un blackout o sea que se había ido la luz en toda la ciudad y no
se sabía cuándo iba a volver. Entonces la señora de la tosecita, que había quedado cerca de
mí, le preguntó al inspector: Oiga, ¿y cuándo vamos a salir de aquí? Y él le dijo: Tenemos
que esperar un poco porque hay otros trenes delante de nosotros y no podemos salir todos a
la misma vez. Y ahí pegamos a esperar. Y yo pensando: Maldita sea mi suerte, mira que
tener que pasar esto el día de hoy, cuando en eso siento que Trompoloco me jala la manga
del coat y me dice bajito, como en secreto: Oye, oye, panita, me estoy meando. ¡Imagínate
tú! Lo único que faltaba. Y le digo: Ay, Trompo, bendito, aguántate, ¿tú no ves que aquí
eso es imposible? Y me dice: Pero es que hace rato que tengo ganas y ya no aguanto más.
Entonces me pongo a pensar rápido porque aquello era una emergencia, ¿no?, y lo único
que se me ocurre es ir a preguntarle al inspector qué se podía hacer. Le digo a Trompoloco:
Bueno, espérame un momentito, pero no te vayas a mover de aquí. Y me salgo de la línea y
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voy y le digo al inspector: Listen, mister, my friend wanna take a leak, o sea que mi amigo
quería cambiarte el agua al canario. Y me dice, el inspector: Goddamit to helI, can't he hold
it in a while? Y le digo que eso mismo le había dicho yo, que se aguantara, pero que ya no
podía. Entonces me dice: Bueno, que lo haga donde pueda, pero que no se aleje mucho. Así
que vuelvo donde Trompoloco y le digo: vente conmigo por ahí atrás, a ver si encontramos
un lugarcito, y pegamos a caminar, pero aquella hilera de gente nos se acaba nunca. Y
habíamos caminado un trecho cuando vuelve a jalarme la manga y dice: Ahora si ya no
aguanto, brother. Entonces le digo: Pues mira, ponte detrás de mí pegadito a la pared, pero
ten cuenta que no me vayas a mojar los zapatos. Y hazlo despacito, para que no se oiga. Y
ni había acabado de hablar cuando oigo aquello que, bueno, ¿tú sabes cómo hacen eso los
caballos? Pues con decirte que parecía que eran dos caballos en vez de uno. Si yo no sé
cómo no se le había reventado la vejiga. No, una cosa terrible. Yo pensé: Ave María, éste
me va a salpicar hasta el coat. Y mira que era de esos cortitos, que no llegan ni a la rodilla,
porque a mi siempre me ha gustado estar a la moda, ¿verdad? Y entonces, claro, la gente
que estaba por allí tuvo que darse cuenta y yo oí que empezaron a murmurar. Y pensé:
Menos mal que está oscuro y no nos pueden ver la cara, porque si se dan cuenta que somos
puertorriqueños... Ya tú sabes cómo es el asunto aquí. Yo pensando todo eso y Trampoloco
que no acababa. ¡Cristiano, las cosas que le pasan a uno en este país! Después las cuentas y
la gente no te las cree. Bueno, pues al fin Trompoloco acabó, o por lo menos eso creí yo
porque ya no se oía aquel estrépito que estaba haciendo, pero pasaba el tiempo y no se
movía. Y le digo: Oye, ¿ya tú acabaste? Y me dice: Sí. Y yo: Pues ya vámonos. Y entonces
me sale con que: Espérate, que me estoy sacudiendo. Mira, ahí fue donde yo me encocoré.
Le digo: Pero, muchacho, ¿eso es una manguera o qué? ¡Camina por ahí si no quieres que
esta gente nos sacuda hasta los huesos después de esta inundación que tú has hecho aquí!
Entonces como que comprendió la situación y me dijo: está bien, está bien, vámonos.
Pues volvimos adonde estábamos antes y ahí nos quedamos esperando como media
hora más. Yo oía a la gente alrededor de mí hablando inglés, quejándose y diciendo que qué
abuso, que parecía mentira, que si el alcalde, que si qué sé yo. Y de repente oigo por allá
que alguien dice en español: bueno, para estirar la pata lo mismo da aquí adentro que allá
afuera, y mejor que sea aquí porque así el entierro tiene que pagarlo el gobierno. Sí, algún
boricua que quería hacerse el gracioso. Yo miré así a ver si lo veía, para decirle que el
entierro de él lo iba a pagar la sociedad protectora de animales, pero en aquella oscuridad
no pude ver quién era. Y lo malo es que el chistecito aquél me hizo su efecto, no te creas.
Porque parado allí sin hacer nada y con la preocupación que traía yo y todo ese problema,
¿tú sabes lo que me ocurrió a mí entonces? Imagínate, yo pensé que el inspector nos había
dicho un embuste y que lo que pasaba era que ya había empezado la tercera guerra mundial.
No, no te rías, yo te apuesto que yo no era el único que estaba pensando eso. Sí, hombre,
con todo lo que se pasan diciendo los periódicos aquí, de que si los rusos y los chinos y
hasta los marcianos en los platillos voladores.., pues claro, ¿y por qué tú te crees que en
este país hay tanto loco? Si ahí en Bellevue ya ni caben y creo que van a tener que construir
otro manicomio.
Bueno, pues en esa barbaridad estaba yo pensando cuando vienen los inspectores y
nos dicen que ya nos tocaba el turno de salir a nosotros, pero caminando en fila y con
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calma. Entonces pegamos a caminar y al fin llegamos a la estación, que era la de tan lejos
de casa, pero tampoco tan cerca porque eran unas cuantas calles las que nos faltaban.
Imagínate que eso nos hubiera pasado en la 28 o algo así. La cagazón, ¿no? Pero, bueno, la
cosa es que llegamos a la estación y le digo a Trompoloco: Avanza y vamos a salir de aquí.
Y subimos las escaleras con todo aquel montón de gente que parecía un hormiguero cuando
tú le echas agua caliente, y al salir a la calle, ¡ay, Bendito! No, no, tiniebla no, porque
estaban las luces de los carros y eso, ¿verdad? Pero oscuridad si porque ni en la calle ni en
los edificios había una sola luz prendida. Y en eso pasó un tipo con un radio de esos
portátiles, y como iba caminando en la misma dirección que yo, me le emparejé y me puse
a oír lo que estaba diciendo el radio. Y era lo mismo que nos había dicho el inspector allá
abajo en el túnel, así que ahí se me quitó la preocupación esa de la guerra. Pero entonces
me volvió la otra, la del parto de mi mujer y eso, ¿ves?, y le digo a Trompoloco: Bueno,
paisa, ahora la cosa es en el carro de don Fernando, un ratito a pie y otro andando, así que a
ver quién llega primero. Y me dice él: Te voy, te voy riéndose, ¿sabes?, como que ya se
había pasado el susto.
Y pegamos a caminar bien ligero porque además estaba haciendo frío y cuando
íbamos por la 103 o algo así, pienso yo: Bueno, y si no hay luz en casa, ¿cómo harán hecho
para el parto? A lo mejor tuvieron que llamar la ambulancia para llevarse a mi mujer a
alguna clínica y ahora yo no voy a saber ni dónde está. Porque, oye, lo que es el día que
uno se levanta de malas.
Entonces con esa idea en la cabeza entré yo en la recta final que parecía un
campeón: yo creo que no tardamos ni cinco minutos de la 103 a casa Y ahí mismo entro y
agarro por aquellas escaleras oscuras que no veía ni los escalones y... ah, pero ahora va
empezar lo bueno, lo que tú quieres que yo te cuente porque tú no estabas en Nueva York
ese día, ¿verdad? Okay. Pues entonces vamos a pedir otras cervecitas porque tengo el
gaznate más seco que aquellos arenales de Salinas donde yo me crié.
Pues como te iba diciendo. Esa noche rompí el récord mundial de tres pisos de
escaleras en la oscuridad. Ya ni sabía si Trompoloco me venía siguiendo. Cuando llegué
frente a la puerta del apartamento traía la llave en la mano y la metí en la cerradura al
primer golpe, como si la estuviera viendo. Y entonces, cuando abrí la puerta, lo primero
que vi fue que había cuatro velas prendidas en la sala y unas cuantas vecinas allí sentadas,
lo más tranquilas y dándole a la sin hueso que aquello parecía la olimpiada del bembeteo.
Ave María, y es que ése es el deporte favorito de las mujeres. Yo creo que el día que les
prohíban eso se forma una revolución más grande que la del Fidel Castro. Pero eso sí,
cuando me vieron entrar así de sopetón, les pegué un susto que se quedaron mudas de
repente. Cuantimás que yo ni siquiera dije buenas noches sino que ahí mismo empecé a
preguntar: Oigan ¿y qué ha pasado con mi mujer? ¿Dónde está? ¿Se la llevaron? Y
entonces una de las señoras viene y me dice: No, hombre, no, ella está ahí adentro lo más
bien. Aquí estábamos comentando que para ser el primer parto... Y en ese mismo momento
oigo aquellos berridos que empezó a pegar mi hijo allá en el cuarto. Bueno, yo todavía no
sabía si era hijo o hija, pero lo que si te digo es que gritaba más que Daniel Santos en sus
buenos tiempos. Y entonces le digo a la señora: Con permiso, doña, y me tiro para el cuarto
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y abro la puerta y lo primero que veo es aquel montón de velas prendidas que eso parecía
un altar de iglesia. Y la comadrona allí trajinando con las palanganas y los trompos y esas
cosas, y mi mujer en la cama quietecita, pero con los ojos bien abiertos. Y cuando me ve
dice, así con la voz bien finita: Ay, mi hijo, qué bueno que llegaste. Yo ya estaba
preocupada por ti. Fíjate, bendito, y que preocupada por mí, ella que era la que acababa de
salir de ese brete del parto. Sí, hombre, las mujeres a veces tienen esas cosas. Yo creo que
por eso es que les aguantamos sus boberías y las queremos tanto, ¿verdad? Entonces yo le
iba a explicar el problema del subway y eso, cuando me dice la comadrona: Oiga, ese
muchacho es la misma cara de usted. Venga a verlo, mire. Y era que estaba ahí en la cama
al lado de mi mujer, pero como eran tan chiquito casi ni se veía. Entonces me acerco y le
miro la carita, que era lo único que se le podía ver porque ya lo tenían más envuelto que
pastel de hoja. Y cuando yo estoy ahí mirándolo me dice mi mujer: ¿Verdad que salió a ti?
Y le digo: Sí, se parece bastante. Pero yo pensando: No, hombre, ése no se parece a mí ni a
nadie, si lo que parece es un ratón recién nacido. Pero es que así somos todos cuando
llegamos al mundo, ¿no? Y me dice mi mujer: Pues salió machito, como tú lo querías. Y
yo, por decir algo: Bueno, a ver si la próxima vez formamos la parejita. Yo tratando de que
no se me notara ese orgullo y esa felicidad que yo estaba sintiendo, ¿ves? Y entonces dice
la comadrona: Bueno, ¿y qué nombre le van a poner? Y dice mi mujer: Pues el mismo del
papá, para que no se le vaya a olvidar que es suyo. Bromeando, tú sabes, pero con su
pullita. Y yo le digo: Bueno, nena, si ése es tu gusto... Y en eso ya mi hijo se había callado
y yo empiezo a oír como una música que venía de la parte de arriba del building, pero una
música que no era de radio ni de disco, ¿ves? Sino como de un conjunto que estuviera allí
mismo, porque a la misma vez que la música se oía una risería y una conversación de
mucha gente. Y le digo a mi mujer: Adiós, ¿y por ahí hay bachata? Y me dice: Bueno, yo
no sé, pero parece que sí porque hace rato que estamos oyendo eso. A lo mejor es un party
de cumpleaños. Y digo yo: ¿Pero así, sin luz? Y entonces dice la comadrona: Bueno, a lo
mejor hicieron igual que nosotros, que salimos a comprar velas. Y en eso oigo yo que
Trompoloco me llama desde la sala: Oye, oye, ven acá. Sí, hombre, Trompoloco que había
llegado después que yo y se había puesto a averiguar. Entonces salgo y le digo: ¿Qué pasa?
Y me dice: Muchacho, que allá arriba en el rufo está chévere la cosa. Sí, en el rufo, o sea en
la azotea. Y digo yo: Bueno, pues vamos a ver qué es lo que pasa. Yo todavía sin
imaginarme nada, ¿ves?
Entonces agarramos las escaleras y subimos y cuando salgo para afuera veo que allí
estaba casi todo el building: doña Lula la viuda del primer piso, Cheo el de Aguadilla que
había cerrado el cafetín cuando se fue la luz y se había metido en su casa, las muchachas
del segundo que ni trabajan, ni están en el welfare según las malas lenguas, don Leo el
ministro pentecostal que tiene cuatro hijos aquí y siete en Puerto Rico, Pipo y los
muchachos de doña Lula y uno de los de don Leo, que ésos eran los que habían formado el
conjunto con una guitarra, un güiro, unas maracas y hasta unos timbales que no sé de dónde
los sacaron porque nunca los había visto por allí. Sí, un cuarteto. Oye, ¡y sonaba! Cuando
yo llegué estaban tocando ―Preciosa‖ y el que cantaba era Pipo, que tú sabes que es
independentista y cuando llegaba a aquella parte que dice: Preciosa, preciosa te llaman los
hijos de la libertad, subía la voz que yo creo que lo oía hasta en Morovis. Y yo allí parado
mirando a toda aquella gente y oyendo la canción, cuando viene y se me acerca una de las
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muchachas del segundo piso, una medio gordita ella que creo que se llama Mirta, y me
dice: Oiga, qué bueno que subió. Vengase para acá para que se dé un palito. Ah, porque
tenían sus botellas y unos vasitos de cartón allí encima de una silla, y yo no sé si eran de
Bacardí o Don Q, porque desde donde yo estaba no se veía tanto, pero le digo enseguida a
la muchacha: Bueno, si usted me lo ofrece yo acepto con mucho gusto. Y vamos y me sirve
el ron y entonces le pregunto: Bueno, ¿y por qué es la fiesta, si se puede saber? Y en eso
viene doña Lula, la viuda, y me dice: Adiós, ¿pero usted no se ha fijado? Y yo miro así
como buscando por los lados, pero doña Lula me dice: No, hombre, cristiano, por ahí no.
Mire para arriba. Y cuando yo levanto la cabeza y miro, me dice: ¿Qué está viendo? Y yo:
Pues la luna. Y ella ¿Y que más? Y yo: Pues las estrellas. ¡Ave María, muchacho, y ahí fue
donde yo caí en cuenta! Yo creo que doña Lula me lo vio en la cara porque ya no me dijo
nada más. Me puso las dos manos en los hombros y se quedó mirado ella también,
quietecita, como si yo estuviera dormido y ella no quisiera despertarme. Porque yo no sé si
tú me lo vas a creer, pero aquello era como un sueño. Había salido una luna de este tamaño,
mira, y amarilla amarilla como si estuviera hecha de oro, y el cielo estaba todito lleno de
estrellas como si todos los cocuyos del mundo se hubieran subido hasta allá arriba y
después se hubieran quedado a descansar en aquella inmensidad. Igual que en Puerto Rico
cualquier noche del año, pero era que después de tanto tiempo sin poder ver el cielo, por
ese resplandor de las millones de luces eléctricas que se prenden aquí todas las noches, ya
se nos había olvidado que las estrellas existían. Y entonces, cuando llevábamos yo no sé
cuanto tiempo contemplando aquel milagro, oigo a doña Lula que me dice: Bueno, y parece
que no somos los únicos que estamos celebrando. Y era verdad. Yo no podía decirte en
cuántas azoteas del Barrio se hizo fiesta aquella noche, pero seguro que fue en unas
cuantas, porque cuando el conjunto de nosotros dejaba de tocar, oíamos clarita la música
que llegaba de otros sitios. Entonces yo pensé muchas cosas. Pensé en mi hijo que acababa
de nacer y en lo que iba a ser su vida aquí, pensé en Puerto Rico y en los viejos y en todo lo
que dejamos allá nada más que por necesidad, pensé tantas cosas que algunas ya se me han
olvidado, porque tú sabes que la mente es como una pizarra y el tiempo como un borrador
que le pasa por encima cada vez que se nos llena. Pero de lo que sí me voy a acordar
siempre es de lo que le dije yo entonces a doña Lula, que es lo que te voy a decir ahora para
acabar de contarte lo que tú querías saber. Y es que, según mi pobre manera de entender las
cosas, aquélla fue la noche que volvimos a ser gente.
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©Oscar Pizarro González 2011
La carta
José Luis González
San Juan, puerto Rico
8 de marso de 1947
Qerida vieja:
Como yo le desia antes de venirme, aqui las cosas me van vién. Desde que llegé enseguida
incontré trabajo. Me pagan 8 pesos la semana y con eso bivo como don Pepe el
alministradol de la central allá.
La ropa aqella que quedé de mandale, no la he podido compral pues quiero buscarla en una
de las tiendas mejores. Digale a Petra que cuando valla por casa le boy a llevar un regalito
al nene de ella.
Boy a ver si me saco un retrato un dia de estos para mandálselo a uste.
El otro dia vi a Felo el ijo de la comai María. El está travajando pero gana menos que yo.
Bueno recueldese de escrivirme y contarme todo lo que pasa por alla.
Su ijo que la qiere y le pide la bendision.
Juan
Después de firmar, dobló cuidadosamente el papel ajado y lleno de borrones y se lo
guardó en el bolsillo de la camisa. Caminó hasta la estación de correos más próxima, y al
llegar se echó la gorra raída sobre la frente y se acuclilló en el umbral de una de las puertas.
Dobló la mano izquierda, fingiéndose manco, y extendió la derecha con la palma hacia
arriba.
Cuando reunió los cuatro centavos necesarios, compró el sobre y el sello y despachó la
carta.
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©Oscar Pizarro González 2011
En la popa hay un cuerpo reclinado
René Marqués
Son of man,
You can not say or guess, for you know only
A heap of broken images, where the sun beats.
T. S. Eliot (The waste land)
A pesar del sol inmisericorde, los ojos se mantenían muy abiertos. Las pupilas,
ahora, con esta luz filosa, adquirían una transparencia de miel. La nariz, proyectada al cielo,
y el cuello en tensión, parecían modelados en cera: ese blanco cremoso de la cera, esa
luminosidad mate del panal convertido en cirio. Lástima que el collar de seda roja ciñera la
piel tan prietamente. Lucía bien el rojo sobre el blanco cremoso de la piel. Pero daba una
inquietante sensación de incomodidad, de zozobra casi.
El cuerpo desnudo estaba reclinado suave, casi graciosamente, en la popa del bote.
Desnudo no. Los senos, un poco caídos por la posición del torso, lograban a medias
ocultarse tras la pieza superior de la trusa azul.
Remaba lenta, rítmicamente. No le acuciaba prisa alguna. No sentía fatiga. El
tiempo estaba allí inmovilizado, tercamente inmóvil, obstinándose en ignorar su destino de
eternidad. Pero el bote avanzaba. Avanzaba ingrávido, como si no existiese el peso del
cuerpo semidesnudo reclinado suave, casi graciosamente, sobre la popa...
El bote pesa menos que el sentido de mi vida junto a ti. Y los remos trasmitían la
levedad del peso a sus manos. Sus músculos, en la flexión rítmica, apenas si formaban
relieve en los bíceps; meras cañas de bambú, apenas nudosos, sin la forma envidiada de
otros brazos, a pesar de las vitaminas que en el anuncio del diario garantizaban la posesión
de un cuerpo deAtlas, de atleta al menos.
Observó su propio pecho hundido. Debo hacer ejercicio. Es una vergüenza. La
franja estrecha de vellos negros separando apenas las tetillas. Dejaré de fumar el mes
próximo. Me estoy matando. No sentía el sol encendido en su espalda. Quizás por la brisa.
Era una brisa acariciante, suave, fresca, como si en vez de salitre trajera humedad de hoja
de plátano o rocío de helechos. Resultaba extraño. Ninguna de sus sensaciones
correspondía a la realidad inmediata. Pero el bote avanzaba. Y su propio vientre escuálido
formaba arrugas más arriba del pantaloncito de lana. Y abajo, entre sus piernas, el bulto
exagerado a pesar de lo tenso del elástico.
Porque hay un absurdo cruel en el sentido equilibrio de ese
alguien responsable de todo; que no es equilibrio, que no tiene
en verdad sentido, que no es igual a mantener el bote a flote
con dos cuerpos, ni hacer que el mundo gire sobre un eje
imaginario, porque estar aquí no lo he pedido yo, del mismo
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©Oscar Pizarro González 2011
modo que nunca pedí nada. Pero exigen, piden, demandan, de
mí, de mí sólo. Eres tan niño. Y tienes ya cosas de hombre. Y no
supe si lo decía porque escribía a escondidas o por lo otro.
Pero no debió decirlo. Porque una madre haría bien en estrujar
cuidadosamente las palabras en su corazón antes de darles
calor en sus labios. Y nunca se sabe. Aunque por saberlo acepté
ir con Luis a la casa de balcón en ruinas donde vivía la vieja
Leoncia con las nueve muchachas. Y comprobaron todas que sí,
que yo tenía cosas de hombre, y gozaron mucho, sobre todo la
bajita de muslos duros y mirada blanda como de níspero. Pero
fíjate que eso no es ser hombre. Porque ser hombre es tener
uno sentido propio. Y ella lo tenía por mí: No te cases joven,
hijito. Y el sentido no estaba en el amor. Porque el amor estaba
siempre en una muchacha negra, o mulata, o pobre o generosa
en demasía con su propia cuerpo. Y no era ése el sentido que
ella tenía para mí, sino una blanca y bien nacida. Y tampoco
era en escribir: Deja esas tonterías, hijito, sino en una
profesión, la que fuese, que no podía ser otra sino la de
maestro, porque no siempre hay medios de estudiar lo que más
se anhela. Y murió al llevarle yo el diploma, no sé si de gusto,
aunque el doctor aseguró que era sólo de angina. Pero de todos
modos murió. Y yo creí que al fin mi vida tendría un sentido.
Pero no se puede llenar una vida vacía de sentido como se
ahita una almohada con guano, o con plumas de ganso, o con
plumas más suaves de cisne. Porque ya yo era maestro. Y no
pasaría necesidades, teniendo una carrera, como había
asegurado ella, ni escribiría jamás. Y te conocía a ti que
prometías dar amor a mi vida, suavidad a mi vida, como pluma
de cisne. Y me casé contigo que entonces tenías los pechitos
erguidos y eras de buena cuna, y creí que sería hombre de
provecho porque no fui más a la casa vieja de balcón en ruinas
(a Leoncia sólo la vi luego cargando el Sepulcro, los Viernes
Santos, en la procesión de las cuatro), y me dediqué a trabajar
como lo hacen los mansos y a quererte como el que tiene
hambre vieja de amor, que eso tenía yo, porque no hay ser que
viva con menos amor que el hijo de una madre que dirige con
sus manos duras el destino, y es esclava de su hijo. Y esa
hambre de amor que yo tenía desde chiquito y que no saciaban
las muchachas de la casa vieja (eran nueve las muchachas)
estaba en mí para que tú la saciaras, y por eso no escribí ya
más, y todo ello para que estés ahora ahí, quieta, en la popa del
bote, como si no oyeras ni sintieras nada, como si no supieras
que estoy aquí, gobernando la nave, yo, por vez primera, hacia
el rumbo que escoja, sin consultar a nadie, ni siquiera a ti, ni a
mi madre porque está muerta, ni a la principal de esa escuela
donde dicen que soy maestro ("mister", "mister", usted es lindo
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©Oscar Pizarro González 2011
y me gusta y el mundo se está cayendo), ni a la senadora que
demanda que yo vote por ella, ni a la alcaldesa que pide que yo
mantenga su ciudad limpia, ni a la farmacéutica que exige que
yo, precisamente yo, le pague la cuenta atrasada, sonriendo,
como sonríen los seres que tienen siempre la vida o la muerte
en sus manos, ni a la doctora que atendió al nene, ni a todas las
que exigen, y obligan, y piden, y sonríen, y dejan a uno vacío,
sin saber que ya otra había vaciado de sentido, desde el
principio, al hombre que no pidió estar aquí, ni exigió nunca
nada; a nadie, ¿entiendes?, a nadie.
¿Por qué se afinaba tanto la costa? La copa de los cocoteros se fundía ya con las
tunas y las uvas playeras. Era una pincelada verde, alargada, como una ceja que alguien
depilara sobre el párpado semicerrado de la arena. El mar parece azul desde la costa, pero
es verde aquí, sólo verde. ¿No había una realidad que fuese inmutable sin importar la
distancia?
Cada remo hacía chas al hundirse en el agua y luego un glú-glú rápido. Y a pesar de
ser dos los remos, el sonido era simultáneo, como si fuese uno. El cuerpo en la popa seguía
ejerciendo una fascinación indescriptible. No era que los senos parecieran un poco caídos.
Eso sin duda se debía a la posición de ella frente a él. Pero el vientre no era tan terso como
la noche de bodas.
-No, así no quiero. Los hijos deforman el cuerpo.
Precisamente allí, donde la pieza inferior de la trusa azul bordeaba la carne tan
apretadamente, se había deformado el vientre.
-Ay, mi pobre cuerpo. Por tu culpa.
Y había crecido ahí, precisamente ahí, en el lugar que había sido terso y que él
besara con la pasión de una luna perdida en la búsqueda inútil de su noche. Hasta que no
pudo crecer más y rompió la fuente de sangre y gritos.
-Es un niño.
¡Qué débil y frágil es! Como son siempre los niños. Aunque la fragilidad de la
embarcación no le impedía llevar el peso de los dos cuerpos rasgando el verde desasogado
del mar. El sol de nadie tenía piedad. Y él remaba sin prisa, el infinito a su espalda. ¡Es tan
frágil la infancia! Tan frágil un cuerpo reclinado suave, casi graciosamente, sobre la popa
del bote.
Ahora no sentía el cansancio de las noches y las mañanas.
-El nene está llorando.
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©Oscar Pizarro González 2011
-Levántate tú. Yo estoy cansada.
Remaba rítmicamente, sin esfuerzo casi, sin fatiga, la brisa salpicando de espuma el
interior del bote.
-Por mí, querido, un televisor.
-No sé si pueda. Este mes...
-La vida no tiene sentido sin televisor.
La vida no tenía sentido, pero el sol evaporaba rápidamente las gotas tenues de mar
sobre la piel de ella.
-Mañana vence el plazo de la lavadora eléctrica.
Cada remo hacía chas al hundirse en el agua y luego un glu-glú rápido, huidizo.
Pero lento, angustioso, enloquecedor, saliendo de la incisión en la garganta del nene por el
tubo de goma con olor a desinfectante.
-Si se obstruye el tubo, muere el niño. (El niño mío, quería decir ella, el niño que
era mi hijo.)
Café negro y bencedrina. Aléjate, sueño, aléjate. Limpiar el tubo, mantener el tubo
sin obstrucciones. Glu-glú, al unísono, los remos saliendo del agua. Glu-glú, el reloj de
esfera negra, sobre la mesa de noche.
-Papi, mami está llorando porque se le quemó el arroz. (Ay, se le quemó el arroz.
Otra vez se le quemó el arroz.)
Glu-glú, y la espuma del tubo, que era preciso limpiar. Cuidadosamente.
Cuidadosamente, con el pedazo de gasa desinfectada.
-Papi, cuando yo sea grande, ¿me casaré también?
Café negro y bencedrina. ¿Por qué los remos empezaban de súbito a sentirse
pesados y recios bajo sus manos? Café negro...
-No puedo más. Quédate tú ahora con el nene.
-Yo no. Los nervios me matan Soy sólo una débil mujer.
Glu-glú. Glu-glú. Minuto a minuto. Glu-glú, en el reloj de la mesa. Glu-glú, en la
punta de los remos. Glu-glú, en los párpados pesados de sueño. Glu-glú. Glu-glú. Glu...
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©Oscar Pizarro González 2011
-Otra vez tarde. Y ayer faltó usted a clase.
-Ayer enterré a mi hijito.
Ya la tierra no se veía. Ya el horizonte era idéntico a su izquierda o a su derecha,
frente a sí, o a sus espaldas. Ya era sólo un bote en el desasosiego del mar. Y ahora que era
sólo eso, ahora que no importaban los límites ni los horizontes, los remos empezaban a
perder su ritmo lento para moverse a golpes secos, febriles, irregulares.
-Este vecindario se ha vuelto un infierno.
-Era bueno cuando nos mudamos.
-Hay algo que se llama el tiempo, querido. Y que pasa. Pero nosotros...
Nosotros somos una pareja de tantas, porque el marido es
maestro y la mujer una bien nacida, y peor hubiese sido si soy
escritor, aunque no estoy seguro. La principal es mujer, y la
senadora es mujer, y mi madre fue mujer, y yo soy sólo
maestro, y en la cama un hombre, y mi mujer lo sabe, pero no
es feliz porque la felicidad la traen las cosas buenas que se
hacen en las fábricas, como se la trajeron a la supervisora de
inglés, y a otras tan hábiles como ella para atraer la felicidad.
Pero mi mujer no. Pero Anita, de la Calle Luna, es feliz cuando
me goza, o aparenta que me goza, a pesar de que es mayor que
aquellas muchachas de la vieja casa de balcón en ruinas (eran
nueve las muchachas y la menor tenía los muslos duros y la
mirada de níspero), pero no pide absurdos, sólo lo que le doy,
que es bastante en un sentido, mas no exige un traje nuevo para
la fiesta de los Rotarios el mismo día en que me ejecutan la
hipoteca, y los cuarenta dólares que me descuentan del sueldo
por el último préstamo y quince más para el Fondo del Retiro,
porque la ley que hizo la senadora es buena y obliga a que yo
piense en la vejez (la de mi mujer quiere decir la ley, porque no
hay ley que proteja al hombre), aunque antes de llegar a esa
vejez que la ley señala no se tenga para el plazo atrasado del
televisor (nadie puede vivir sin televisor, ay, nadie puede), y
ella insiste en que lo eche afuera para conservar el cuerpo
bonito y lucir el traje nuevo (no ése, sino el último, el de la
falda bordada en "rhinestones"), si tan siquiera fuese para
gozarlo (su cuerpo, digo), pero apenas me deja, con esa
angustia de lo completo, y todo por no usar la esponja chica,
como dijo la trabajadora social de Bienestar Público que es en
verdad Malestar Privado o cuando no con aquello de no, me
duele, que Anita me dice porque se conforma con los tragos en
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©Oscar Pizarro González 2011
la barra y los cinco dólares, más dos del cuarto que usamos esa
noche, y no se queja, ni le duele, porque no es bien nacida y
tampoco estoy seguro de que sea blanca.
-¿Es que no tienes vergüenza ni orgullo, querido? La gente decente vive hoy en las
nuevas urbanizaciones. Pero nosotros...
Las puntas del pañuelo rojo que ceñía el cuello tan justamente flotaban al aire
gritando alegrestrap-traps. Él estaba seguro de haber apretado el lazo con firmeza al notarlo
demasiado flojo (por eso ahora parecía un collar de seda), pero lo había hecho con gestos
suaves para no incomodarla, para que no se alterara en lo más mínimo la posición graciosa
del cuerpo sobre la popa. Por lo demás, el bote avanzaba.
-Si yo fuese hombre ganaría más dinero que tú. Pero soy sólo una débil mujer...
Una débil mujer destinada a ser esclava del marido porque yo
soy el marido y ella la esclava. Mi madre era también una débil
mujer. Y si mi hijo no hubiese muerto también habría sido el
amo de dos esclavas y es mejor que muriera. Un maestro no
muere, pero precisa tenerlo todo eléctrico, porque no hay
servicio y cómo ha de haberlo si las muchachas del campo se
van a las fábricas o a los bares de la Calle Luna (a casa de
Leoncia no porque murió un Viernes Santo, mientras cargaba
el Sepulcro en la procesión de las cuatro), y se niegan a servir,
lo cual es una agonía en el tiempo porque creen ser libres, y no
lo son si luego aspiran a salir de la fábrica, y tener, y exigir, y
el marido agonizar, porque la estufa eléctrica es buena, y la
olla de presión también, pero el arroz se amogolla, o se quema,
y las habichuelas se ahuman, y los sáñuiches de "La Nueva
Aurora" no son alimento para un hombre que trabaja, y hay
que gastar en vitaminas que la farmacéutica despacha con su
sonrisa eterna, y a veces me dan tentaciones de pedirle veneno,
pero en casa no hay ratas, aunque es cierto que tengo una
especie de erupción en las ingles, y alguna cosa habrá para esa
molestia (me pregunto si la farmacéutica sonreirá también
cuando le hable del escozor en mis ingles), un polvo que sea
blanco y venenoso porque ahora en el verano es peor (la
erupción, quiero decir), y tengo que llevarla a la playa y me
dará dolor de cabeza hablándome del auto nuevo que debo
comprar, y de las miserias que pasa, y de su condición de mujer
débil y humillada, hasta que me estalle la cabeza y me den
ganas de echarle plomo derretido en todos los huecos de su
cuerpo, pero no le echaré nada porque soy maestro de
criaturas inocentes ("mister", "mister", a esa niña la preñó el
conserje), y para sentirme vivo tengo que ir a la Calle Luna,
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©Oscar Pizarro González 2011
pero a Anita, claro está, ya no le haría daño, y es que en casa
es donde soy el amo, hasta que reviente.
Vio en el fondo del bote sus propios pies desnudos: los dedos largos, retorcidos,
encaramándose uno encima del otro. Me aprietan, madre. Ese número te queda bien,
hijito. Pero me aprietan, madre. Ya los domarás; son bonitos, como si quisieran protegerse,
unos a otros, contra la crueldad del mundo. Y vio luego los pies de ella formando óvalos
casi perfectos, con los dedos suaves y pequeños, las uñas de coral encendido.
-¿Para qué estás amolando ese cuchillo tan viejo?
-Para mañana. Para abrir unos cocos en la playa mañana.
-Me da dentera.
Observó el vuelo de un ave marina sobre el bote: el plumaje tan blanco, los
movimientos tan gráciles, la forma toda tan bellamente encendida de sol. Y el ave se lanzó
sobre el agua y volvió a remontarse con un pez en sus garras. Y eran unas garras poderosas,
insospechadas en la frágil belleza del cuerpo aéreo.
-Tenemos que cambiar la cortina vieja del balcón, querido. ¡Qué vergüenza! Somos
el hazmerreír del vecindario.
El vecindario ríe, y oigo su risa, y debe sus cuentas en la misma farmacia. La
farmacéutica entregándole el pequeño paquete: la calavera roja sobre dos huesos en cruz.
"Uso externo." ¿Veneno para las ratas? Sonriendo, sonriendo siempre.
El cuchillo viejo estaba a sus pies, en el fondo del bote, las manchas negras
oscureciendo el filo.
-¡Cuidado, que el coco mancha!
-No importa, queridita. Pruébalo. Es fresco y dulce. (Uso externo no; interno,
interno.)
-Es demasiado picante.
-No importa, queridita. Vamos a pasear en bote. Y no tendremos agua a mano por
un buen rato. Bebe.
Remaba ahora con furia, sin sentido del rumbo. El bote, inexplicablemente,
describía círculos amplios, más amplios...
-No es que yo sea mala, querido. Es que nací para otra vida. ¿Qué culpa tengo, si el
dinero...?
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©Oscar Pizarro González 2011
Los círculos, cortados limpiamente a pesar del desasosiego del agua, daban la
sensación de que había en ello un propósito definido. ¿Pero lo había? El bote giraba
locamente empezando a estrechar los círculos. ¿Qué busca él bote, qué busca el bote?
-Mami dice que tú eres un infeliz. ¿Por qué tú eres un infeliz, papi?
El sudor de la frente le caía a goterones sobre los párpados, atravesando las pestañas
para dar a la visión del mundo la sensación de un objetivo fuera de foco.
-¿Sabes, querido? Un hombre de verdad le da a su mujer lo que ella no tiene.
Y la nicotina en los bronquios, aglutinándose para obstruir la respiración. El pecho
escuálido era un fuelle de angustia y ruidos, la franja estrecha de pelos separando apenas las
tetillas. Y era desordenada, exasperante la flexión de los brazos moviendo los remos.
El bote acortaba los círculos, los hacía más reducidos, pero siempre inútiles,
furiosamente inútiles, como un torbellino que aparenta tener sentido oculto, sin tenerlo,
excepto el único de girar, girar con rabia atroz sobre sí mismo, devorando sus propios
movimientos concéntricos.
De pronto, dejó de remar. El bote, huérfano de orientación y mando, osciló
peligrosamente. El sudor seguía dando a sus pupilas la visión de un mundo fuera de foco.
Pero reinaba el orden porque allí, de súbito, estaba ahora la anciana de pelo blanco,
semidesnuda en la trusa azul, asqueante, su cuerpo expuesto al sol inmisericorde.
-Eres muy joven para pensar en el matrimonio. No pienses en eso todavía, hijito.
-No pienso en eso, madre. Lo juro. No pienso en eso, ya.
Jadeaba de fatiga, aunque sus brazos permanecían inmóviles, laxos, doloridos,
abandonados los remos que flotaban y se deslizaban de sus manos, y se alejaban, sin
remedio, en el tiempo, sobre lo verde...
-Papi, mami dice que tú no debías...
Pero debí hacerlo desde hace años. Debí hacerlo. Porque hay
algo que le roe a ella las entrañas, demandando, exigiendo, de
mí, que no tengo la culpa de poseer lo que ella no tiene y nunca
pedí a nadie. Sólo vivir tranquilo, buscando un sentido de mi
vida. O angustiado, no logrando encontrarlo jamás. Pero sin
esa presión horrible de la envidia de ella, sin esa exigencia de
siempre proporcionar a su vida cosas que no entiendo. Ayer se
llevaron la lavadora eléctrica. Porque piensa que ser hombre
es sólo eso. La casa nueva, querido. Pero ser hombre es, por lo
menos, saber por qué está uno en un bote sobre las aguas
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©Oscar Pizarro González 2011
verdes que de lejos parecen ser azules. Y sin embargo, si ella lo
pide. Si tú lo pides...
Lo pedía, dentro de la trusa azul, reclinada en la popa, aquella criatura radiante y
juvenil, de belleza sobrehumana. Baile en los Rotarlos, querido. El sol de nadie tenía
piedad. ¿Me queda bien lo rojo, querido? El cuchillo a sus pies tuvo un chispazo cegador a
pesar de las manchas negruzcas en el filo. Ni pensar en otro hijo. ¡Y con tu sueldo...! Al
inclinarse a agarrarlo sus ojos resbalaron sobre el abultado relieve entre sus piernas. Ay, no,
querido, que me haces daño.
Daño en el alma a un hombre que no pide sino buscar el
sentido de su vida. Llamada urgente del banco. Tampoco mi
hijo lo hubiese encontrado. Llamada urgente... Y es mejor que
muriera. Ejecutaron ya... Pero no puedo. Porque antes he de
saber por qué estoy aquí. Sin prórroga... Y no me han dado
tiempo. Muy señor nuestro, lamentamos…No me han dejado
paz para la búsqueda. Telegrama del Departamento.
Telegrama... ¡Todo lo que quieran por tener la paz!
Lamentamos…Y saber. Saber…
-Cosas de hombre, hijito.
-Sí, madre, del hombre que nunca conociste.
Se puso de pie. El bote osciló bruscamente, pero él logró mantener el equilibrio. En
la popa había un cuerpo. Inmóvil ya, era cierto. Pero el mundo allá, en la playa, seguía
siendo un mundo de devoradoras y de esclavos. Y acá, era un viaje sin retorno. Introdujo el
cuchillo entre su carne y el pantaloncito de baño. Volteó el filo hacia afuera. Rasgó la tela.
Hizo lo propio en el lado izquierdo y los trozos de lana, junto a las tiras de elástico, cayeron
al fondo del bote entre sus pies desnudos.
El bote estaba solo entre el cielo y el mar. Nada había cambiado. El sol era el
mismo. Y la brisa seguía arrancando alegres trap-traps a las puntas del pañuelo de seda
roja. Pero el tiempo, antes inmóvil, empezaba a proyectarse hacia la eternidad. Y ahora él
estaba desnudo en el vientre del bote. Y en la popa había un cuerpo reclinado.
-Un hombre da a su mujer…
Sí, querida, ya lo dijiste antes. Con la mano izquierda agarró el conjunto de tejido
esponjoso y lo separó lo más que pudo de su cuerpo. Levantó el cuchillo al sol y de un tajo
tremendo, de espanto, cortó a ras de los vellos negros. El alarido, junto al despojo
sangrante, fue a estrellarse contra el cuerpo inmóvil que permanecía apoyado suave, casi
graciosamente, sobre la popa del bote.
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©Oscar Pizarro González 2011
Campeón
Pedro Juan Soto
El taco hizo un último vaivén sobre el paño verde, picó al mingo y lo restalló contra
la bola quince. Las manos rollizas, cetrinas, permanecieron quietas hasta que la bola hizo
"clop" en la tronera y luego alzaron el taco hasta situarlo diagonalmente frente al rostro
ácnido y fatuo: el ricito envaselinado estaba ordenadamente caído sobre la frente, la oreja
atrapillaba el cigarrillo, la mirada era oblicua y burlona, y la pelusilla del bigote había sido
acentuada a lápiz.
-¿Qui'ubo, men? -dijo la voz aguda-. Ése sí fue un tiro de campión, ¿eh?
Se echó a reír, entonces.
Su cuerpo chaparro, grasiento, se volvió una mota alegremente tembluzca dentro de
los ceñidos mahones y la camiseta sudada.
Contemplaba a Gavilán -los ojos, demasiado vivos, no parecían tan vivos ya; la
barba, de tres días, pretendía enmarañar el malhumor del rostro y no lo lograba; el
cigarrillo, cenizoso, mantenía cerrados los labios, detrás de los cuales nadaban las
palabrotas- y disfrutaba de la hazaña perpetrada.
Le había ganado dos mesas corridas. Cierto que Gavilán había estado seis meses en
la cárcel, pero eso no importaba ahora. Lo que importaba era que había perdido dos mesas
con él, a quien estas victorias colocaban en una posición privilegiada. Lo ponían sobre los
demás, sobre los mejores jugadores del barrio y sobre los que le echaban en cara la
inferioridad de sus dieciséis años -su "nenura"- en aquel ambiente. Nadie podría ahora
despojarle de su lugar en Harlem. Era el nuevo, el sucesor de Gavilán y los demás
individuos respetables. Era igual... No. Superior, por su juventud: tenía más tiempo y
oportunidades para sobrepasar todas las hazañas de ellos.
Tenía ganas de salir a la calle y gritar: "¡Le gané dos mesas corridas a Gavilán!
¡Digan ahora! ¡Anden y digan ahora!" No lo hizo. Tan sólo entizó su taco y se dijo que no
valía la pena. Hacía sol afuera, pero era sábado y los vecinos andarían por el mercado a esta
hora de la mañana. No tendría más público que chiquillos mocosos y abuelas
desinteresadas. Además, cierta humildad era buena característica de campeones.
Recogió la peseta que Gavilán tiraba sobre el paño y cambió una sonrisa ufana con
el coime y los tres espectadores.
-Cobra lo tuyo -dijo al coime, deseando que algún espectador se moviera hacia las
otras mesas para regar la noticia, para comentar cómo él, Puruco, aquel chiquillo demasiado
gordo, el de la cara barrosa y la voz cómica, había puesto en ridículo al gran Gavilán. Pero,
al parecer, estos tres esperaban otra prueba.
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©Oscar Pizarro González 2011
Guardó sus quince centavos y dijo a Gavilán, que se secaba su demasiado sudor de
la cara:
-¡Vamos pa'la otra?
-Vamoh -dijo Gavilán, cogiendo de la taquera otro taco para entizarlo
meticulosamente.
El coime desenganchó el triángulo e hizo la piña de la próxima tanda.
Rompió Puruco, dedicándose en seguida a silbar y a pasearse alrededor de la mesa
elásticamente, casi en la punta de las tenis.
Gavilán se acercó al mingo con su pesadez característica y lo centró, pero no picó
todavía. Simplemente alzó la cabeza, peludísima, dejando el cuerpo inclinado sobre el taco
y el paño, para decir:
-Oye, déjame el pitito.
-Okey, men -dijo Puruco, y batuteó su taco hasta que oyó el tacazo de Gavilán y
volvieron a correr y chasquear las bolas. Ninguna se entroneró.
-Ay, bendito -dijo Peruco-. Si lo tengo muerto a ehte hombre.
Picó hacia la uno, que se fue y dejó a la dos enfilada hacia la tronera izquierda.
También la dos se fue. Él no podía dejar de sonreír hacia uno y otro rincón del salón.
Parecía invitar a las arañas, a las moscas, a los boliteros dispersos entre la concurrencia de
las demás mesas, a presenciar esto.
Estudió cuidadosamente la posición de cada bola. Quería ganar esta otra mesa
también, aprovechar la reciente lectura del libro de Willie Hoppe y las prácticas de todos
aquellos meses en que había recibido la burla de sus contrincantes. El año pasado no era
más que una chata; ahora comenzaba la verdadera vida, la de campeón. Derrotado Gavilán,
derrotaría a Mamerto y al Bimbo... "¡Ábranle paso a Puruco!", dirían los conocedores. Y él
impresionaría a los dueños de billares, se haría de buenas conexiones. Sería guardaespaldas
de algunos y amigo íntimo de otros. Tendría cigarrillos y cerveza gratis. Y mujeres, no
chiquillas estúpidas que andaban siempre con miedo y que no iban más allá de algún
apretujón en el cine. De ahí, a la fama: el macho del barrio, el individuo indispensable para
cualquier asunto -la bolita, el tráfico de narcóticos, la hembra de Riverside Drive de paseo
por el barrio, la pelea de esta pandilla con la otra para resolver "cosas de hombres".
Con un pujido, pifió la tres y maldijo. Gavilán estaba detrás de él cuando se dio
vuelta.
-¡Cuidado con echarme fufú! -dijo, encrespándose.
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Y Gavilán:
-Ay, deja eso.
-No; no me vengah con eso, men. A cuenta que estah perdiendo.
Gavilán no respondió. Centró al mingo a través del humo que le arrugaba las
facciones y lo disparó para entronerar dos bolas en bandas contrarias.
-¿Lo ve? -dijo Puruco, y cruzó los dedos para salvaguardarse.
-¡Cállate la boca!
Gavilán tiró a banda, tratando de meter la cinco, pero falló. Puruco estudió la
posición de su bola y se decidió por la tronera más lejana, pero más segura. Mientras
centraba, se dio cuenta de que tendría que descruzar los dedos. Miró a Gavilán con
suspicacia y cruzó las dos piernas para picar. Falló el tiro.
Cuando alzó la vista, Gavilán sonreía y se chupaba la encía superior para escupir su
piorrea. Ya no dudó de que era víctima de un hechizo.
-No relajeh, men. Juega limpio.
Gavilán lo miró extrañado, pisando el cigarrillo distraídamente.
-¿Qué te pasa a ti?
-No -dijo Puruco-; que no sigah con ese bilongo.
-¡Adió! -rió Gavilán-. Si éhte cree en brujoh.
Llevó el taco atrás de su cintura, amagó una vez y entroneró fácilmente. Volvió a
entronerar en la próxima. Y en la otra. Puruco se puso nervioso. O Gavilán estaba
recobrando su destreza, o aquel bilongo le empujaba el taco. Si no sacaba más ventaja,
Gavilán ganaría esta mesa. Entizó su taco, tocó madera tres veces y aguardó turno. Gavilán
falló su quinto tiro. Entonces Puruco midió distancia. Picó, metiendo la ocho. Hizo una
combinación para entronerar la once con la nueve. La nueve se fue luego. Caramboleó la
doce a la tronera y falló luego la diez. Gavilán también la falló. Por fin logró Puruco
meterla, pero para la trece casi rasga el paño. Sumó mentalmente. No le faltaban más que
ocho tantos, de manera que podía calmarse.
Pasó el cigarrillo de la oreja a los labios. Cuando lo encendía, de espaldas a la mesa
para que el abanico no apagara el fósforo, vio la sonrisa socarrona del coime. Se volvió
rápidamente y cogió a Gavilán in fraganti: los pies levantados del piso, mientras el cuerpo
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se ladeaba sobre la banda para hacer fácil el tiro. Antes de que pudiera hablar, Gavilán
había entronerado la bola.
-¡Oye, men!
-¿Qué pasa? -dijo Gavilán tranquilamente, ojeando el otro tiro.
-¡No me vengah con eso, chico! Así no me ganah.
Gavilán arqueó una ceja para mirarlo, y aguzó el hocico mordiendo el interior de la
boca.
-¿Qué te duele? -dijo.
-No, que así no -abrió los brazos Puruco, casi dándole al coime con el taco. Tiró el
cigarrillo violentamente y dijo a los espectadores-: Uhtedeh lo han vihto, ¿veldá?
-¿Vihto qué? -dijo, inmutable, Gavilán.
-Na, la puercá esa -chillaba Puruco-. ¿Tú te creh que yo soy bobo?
-Adioh, cará -rió Gavilán-. No me pretgunteh a mí, porque a lo mejol te lo digo.
Puruco dio con el taco sobre una banda de la mesa.
-A mí me tieneh que jugar limpio. No te conformah con hacerme cábala primero,
sino que dehpueh te meteh hacer trampa.
-¿Quién hizo trampa? -dijo Gavilán. Dejó el taco sobre la mesa y se acercó,
sonriendo, a Puruco-. ¿Tú diceh que yo soy tramposo?
-No -dijo Puruco, cambiando de tono, aniñando la voz, vacilando sobre sus pies-.
Pero eh qui así no se debe jugar, men. Si ti han vihto.
Gavilán se viró hacia los otros.
-¿Yo he hecho trampa?
Sólo el coime sacudió la cabeza. Los demás no dijeron nada, cambiaron de vista.
-Pero si ehtabah encaramao en la mesa, men -dijo Puruco.
Gavilán le empuñó la camiseta como sin querer, desnudándole la espalda fofa
cuando lo atrajo hacia él.
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-A mí nadie me llama tramposo.
En todas las otras mesas se había detenido el juego. Los demás observaban desde
lejos. No se oía más que el zumbido del abanico y de las moscas, y la gritería de los
chiquillos en la calle.
-¿Tú te creeh qui un pilemielda como tú me va llamar a mí tramposo? -dijo Gavilán,
forzando sobre el pecho de Puruco el puño que desgarraba la camiseta-. Te dejo ganar doh
mesitah pa que tengas de qué echártelah, y ya te creeh rey. Echa p'allá, infelih -dijo entre
dientes-. Cuando crehcas noh vemo.
El empujón lanzó a Puruco contra la pared de yeso, donde su espalda se estrelló de
plano. El estampido llenó de huecos el silencio. Alguien rió, jijeando. Alguien dijo:
"Fanfarrón que es".
-Y lárgate di aquí anteh que te meta tremenda patá -dijo Gavilán.
-Okey, men -tartajeó Puruco, dejando caer el taco.
Salió sin atreverse a alzar la vista, oyendo de nuevo tacazos en las mesas, risitas. En
la calle tuvo ganas de llorar, pero se resistió. Eso era de mujercitas. No le dolía el golpe
recibido; más le dolía lo otro: aquel "cuando crehcas noh vemo". Él era un hombre ya. Si le
golpeaban, si lo mataban, que lo hicieran olvidándose de sus dieciséis años. Era un hombre
ya. Podía hacer daño, mucho daño, y también podía sobrevivir a él.
Cruzó a la otra acera pateando furiosamente una lata de cerveza, las manos
pellizcando, desde dentro de los bolsillos, su cuerpo clavado a la cruz de la adolescencia.
Le había dejado ganar dos mesas, decía Gavilán. Embuste. Sabía que las perdería
todas con él, de ahora en adelante, con el nuevo campeón. Por eso la brujería, por eso la
trampa, por eso el golpe. Ah, pero aquellos tres individuos regarían la noticia de la caída de
Gavilán. Después Mamerto y el Bimbo. Nadie podía detenerle ahora. El barrio, el mundo
entero, iba a ser suyo.
Cuando el aro del barril se le enredó entre las piernas, lo pateó a un lado. Le dio un
manotazo al chiquillo que venía a recogerlo.
-Cuidao, men, que te parto un ojo -dijo, iracundo.
Y siguió andando, sin preocuparse de la madre que le maldecía y corría hacia el
chiquillo lloroso. Con los labios apretados, respiraba hondo. A su paso, veía caer
serpentinas y llover vítores de las ventanas desiertas y cerradas.
Era un campeón. Iba alerta sólo al daño.
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Dos palabras
Isabel Allende
Tenía el nombre de Belisa Crepusculario, pero no por fe de bautismo o acierto de su
madre, sino porque ella misma lo buscó hasta encontrarlo y se vistió con é1. Su oficio era
vender palabras. Recorría el país, desde las regiones más altas y frías hasta las costas
calientes, instalándose en las ferias y en los mercados, donde montaba cuatro palos con un
toldo de lienzo, bajo el cual se protegía del sol y de la lluvia para atender a su clientela. No
necesitaba pregonar su mercadería, porque de tanto caminar por aquí y por allí, todos la
conocían. Había quienes la aguardaban de un año para otro, y cuando aparecía por la aldea
con su atado bajo el brazo hacían cola frente a su tenderete. Vendía a precios justos. Por
cinco centavos entregaba versos de memoria, por siete mejoraba la calidad de los sueños,
por nueve escribía cartas de enamorados, por doce inventaba insultos para enemigos
irreconciliables. También vendía cuentos, pero no eran cuentos de fantasía, sino largas
historias verdaderas que recitaba de corrido sin saltarse nada. Así llevaba las nuevas de un
pueblo a otro. La gente le pagaba por agregar una o dos líneas: nació un niño, murió fulano,
se casaron nuestros hijos, se quemaron las cosechas. En cada lugar se juntaba una pequeña
multitud a su alrededor para oírla cuando comenzaba a hablar y así se enteraban de las
vidas de otros, de los parientes lejanos, de los pormenores de la Guerra Civil. A quien le
comprara cincuenta centavos, ella le regalaba una palabra secreta para espantar la
melancolía. No era la misma para todos, por supuesto, porque eso habría sido un engaño
colectivo. Cada uno recibía la suya con la certeza de que nadie más la empleaba para ese fin
en el universo y más allá.
Belisa Crepusculario había nacido en una familia tan mísera, que ni siquiera poseía
nombres para llamar a sus hijos. Vino al mundo y creció en la región más inhóspita, donde
algunos años las lluvias se convierten en avalanchas de agua que se llevan todo, y en otros
no cae ni una gota del cielo, el sol se agranda hasta ocupar el Horizonte entero y el mundo
se convierte en un desierto. Hasta que cumplió doce años no tuvo otra ocupación ni virtud
que sobrevivir al hambre y la fatiga de siglos. Durante una interminable sequía le tocó
enterrar a cuatro hermanos menores y cuando comprendió que llegaba su turno, decidió
echar a andar por las l1anuras en dirección al mar, a ver si en el viaje lograba burlar a la
muerte. La tierra estaba erosionada, partida en profundas grietas, sembrada de piedras,
fósiles de árboles y de arbustos espinudos, esqueletos le animales blanqueados por el calor.
De vez en cuando tropezaba con familias que, como ella, iban hacia el sur siguiendo el
espejismo del agua. Algunos habían iniciado la marcha llevando sus pertenencias al
hombro o en carretillas, pero apenas podían mover sus propios huesos y a poco andar
debían abandonar sus cosas. Se arrastraban penosamente, con la piel convertida en cuero de
lagarto y sus ojos quemados por la reverberación de la luz. Belisa los saludaba con un gesto
al pasar, pero no se detenía, porque no podía gastar sus fuerzas en ejercicios de compasión.
Muchos cayeron por el camino, pero ella era tan tozuda que consiguió atravesar el infierno
y arribó por fin a los primeros manantiales, finos hilos de agua, casi invisibles, que
alimentaban una vegetación raquítica, y que más adelante se convertían en riachuelos y
esteros.
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Belisa Crepusculario salvó la vida y además descubrió por casualidad la escritura.
Al llegar a una aldea en las proximidades de la costa, el viento colocó a sus pies una hoja de
periódico. Ella tomó aquel papel amarillo y quebradizo y estuvo largo rato observándolo sin
adivinar su uso, hasta que la curiosidad pudo rnás que su timidez. Se acercó a un hombre
que lavaba un caballo en el mismo charco turbio donde ella saciara su sed.
--¿Qué es esto?--preguntó.
--La página deportiva del periódico--replicó el hombre sin dar muestras de asombro
ante su ignorancia.
La respuesta dejó atónita a la muchacha, pero no quiso parecer descarada y se limitó
a inquirir el significado de las patitas de mosca dibujadas sobre el papel.
--Son palabras, niña. Allí dice que Fulgencio Barba noqueó al Nero Tiznao en el
tercer round.
Ese día Belisa Crepusculario se enteró que las palabras andan sueltas sin dueño y
cualquiera con un poco de maña puede apoderárselas para comerciar con ellas. Consideró
su situación y concluyó que aparte de prostituirse o emplearse como sirvienta en las cocinas
de los ricos, eran pocas las ocupaciones que podía desempeñar. Vender palabras le pareció
una alternativa decente. A partir de ese momento ejerció esa profesión y nunca le interesó
otra. Al principio ofrecía su mercancía sin sospechar que las palabras podían también
escribirse fuera de los periódicos. Cuando lo supo calculó las infinitas proyecciones de su
negocio, con sus ahorros le pagó veinte pesos a un cura para que le enseñara a leer y
escribir y con los tres que le sobraron se compró un diccionario. Lo revisó desde la A hasta
la Z y luego lo lanzó al mar, porque no era su intención estafar a los clientes con palabras
envasadas.
Varios años después, en una mañana de agosto, se encontraba Belisa Crepusculario
en el centro de una plaza, sentada bajo su toldo vendiendo argumentos de justicia a un viejo
que solicitaba su pensión desde hacía diecisiete años. Era día de mercado y había mucho
bullicio a su alrededor. Se escucharon de pronto galopes y gritos, ella levantó los ojos de la
escritura y vio primero una nube de polvo y enseguida un grupo de jinetes que irrumpió en
el lugar. Se trataba de los hombres del Coronel, que venían al mando del Mulato, un
gigante conocido en toda la zona por la rapidez de su cuchillo y la lealtad hacia su jefe.
Ambos, el Coronel y el Mulato, habían pasado sus vidas ocupados en la Guerra Civil y sus
nombres estaban irremisiblemente unidos al estropicio y la calamidad. Los guerreros
entraron al pueblo como un rebaño en estampida, envueltos en ruido, bañados de sudor y
dejando a su paso un espanto de huracán. Salieron volando las gallinas, dispararon a
perderse los perros, corrieron las mujeres con sus hijos y no quedó en el sitio del mercado
otra alma viviente que Belisa Crepusculario, quien no había visto jamás al Mulato y por lo
mismo le extrañó que se dirigiera a ella.
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--A ti te busco--le gritó señalándola con su látigo enrollado y antes que terminara de
decirlo, dos hombres cayeron encima de la mujer atropellando el toldo y rompiendo el
tintero, la ataron de pies y manos y la colocaron atravesada como un bulto de marinero
sobre la grupa de la bestia del Mulato. Emprendieron galope en dirección a las colinas.
Horas más tarde, cuando Belisa Crepusculario estaba a punto de morir con el
corazón convertido en arena por las sacudidas del caballo, sintió que se detenían y cuatro
manos poderosas la depositaban en tierra. Intentó ponerse de pie y levantar la cabeza con
dignidad, pero le fallaron las fuerzas y se desplomó con un suspiro, hundiéndose en un
sueño ofuscado. Despertó varias horas después con el murmullo de la noche en el campo,
pero no tuvo tiempo de descifrar esos sonidos, porque al abrir los ojos se encontró ante la
mirada impaciente del Mulato, arrodillado a su lado.
--Por fin despiertas, mujer--dijo alcanzándole su cantimplora para que bebiera un
sorbo de aguardiente con pólvora y acabara de recuperar la vida.
Ella quiso saber la causa de tanto maltrato y él le explicó que el Coronel necesitaba
sus servicios. Le permitió mojarse la cara y enseguida la llevó a un extremo del
campamento, donde el hombre más temido del país reposaba en una hamaca colgada entre
dos árboles. Ella no pudo verle el rostro, porque tenía encima la sombra incierta del follaje
y la sombra imborrable de muchos años viviendo como un bandido, pero imaginó que debía
ser de expresión perdularia si su gigantesco ayudante se dirigía a él con tanta humildad. Le
sorprendió su voz, suave y bien modulada como la de un profesor.
--¿Eres la que vende palabras?--preguntó.
--Para servirte--balbuceó ella oteando en la penumbra para verlo mejor.
El Coronel se puso de pie y la luz de la antorcha que llevaba el Mulato le dio de
frente. La mujer vio su piel oscura y sus fieros ojos de puma y supo al punto que estaba
frente al hombre más solo de este mundo.
--Quiero ser Presidente—dijo él.
Estaba cansado de recorrer esa tierra maldita en guerras inútiles y derrotas que
ningún subterfugio podía transformar en victorias. Llevaba muchos años, durmiendo a la
intemperie, picado de mosquitos, alimentándose de iguanas y sopa de culebra, pero esos
inconvenientes menores no constituían razón suficiente para cambiar su destino. Lo que en
verdad le fastidiaba era el terror en los ojos ajenos. Deseaba entrar a los pueblos bajo arcos
de triunfo, entre banderas de colores y flores, que lo aplaudieran y le dieran de regalo
huevos frescos y pan recién horneado. Estaba harto de comprobar cómo a su paso huían los
hombres, abortaban de susto las mujeres y temblaban las criaturas, por eso había decidido
ser Presidente. El Mulato le sugirió que fueran a la capital y entraran galopando al Palacio
para apoderarse del gobierno, tal como tomaron tantas otras cosas sin pedir permiso, pero al
Coronel no le interesaba convertirse en otro tirano, de ésos ya habían tenido bastantes por
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allí y, además, de ese modo no obtendría el afecto de las gentes. Su idea consistía en ser
elegido por votación popular en los comicios de diciembre.
--Para eso necesito hablar como un candidato. ¿Puedes venderme las palabras para
un discurso?--preguntó el Coronel a Belisa Crepusculario.
Ella había aceptado muchos encargos, pero ninguno como ése, sin embargo no pudo
negarse, temiendo que el Mulato le metiera un tiro entre los ojos o, peor aún, que el
Coronel se echara a llorar. Por otra parte, sintió el impulso de ayudarlo, porque percibió un
palpitante calor en su piel, un deseo poderoso de tocar a ese hombre, de recorrerlo con sus
manos, de estrecharlo entre sus brazos.
Toda la noche y buena parte del día siguiente estuvo Belisa Crepusculario buscando
en su repertorio las palabras apropiadas para un discurso presidencial, vigilada de cerca por
el Mulato, quien no apartaba los ojos de sus firmes piernas de caminante y sus senos
virginales. Descartó las palabras ásperas y secas, las demasiado floridas, las que estaban
desteñidas por el abuso, las que ofrecían promesas improbables, las carentes de verdad y las
confusas, para quedarse sólo con aquellas capaces de tocar con certeza el pensamiento de
los hombres y la intuición de las mujeres. Haciendo uso de los conocimientos comprados al
cura por veinte pesos, escribió el discurso en una hoja de papel y luego hizo señas al
Mulato para que desatara la cuerda con la cual la había amarrado por los tobillos a un árbol.
La condujeron nuevamente donde el Coronel y al verlo ella volvió a sentir la misma
palpitante ansiedad del primer encuentro. Le pasó el papel y aguardó, mientras él lo miraba
sujetándolo con la punta de los dedos.
--¿Qué carajo dice aquí?--preguntó por último.
--¿No sabes leer?
--Lo que yo sé hacer es la guerra--replicó é1.
Ella leyó en alta voz el discurso. Lo leyó tres veces, para que su cliente pudiera
grabárselo en la memoria. Cuando terminó vio la emoción en los rostros de los hombres de
la tropa que se juntaron para escucharla y notó que los ojos amarillos del Coronel brillaban
de entusiasmo, seguro de que con esas palabras el sillón presidencial sería suyo.
--Si después de oírlo tres veces los muchachos siguen con la boca abierta, es que
esta vaina sirve, Coronel--aprobó el Mulato.
--¿Cuánto te debo por tu trabajo, mujer?--preguntó el jefe.
--Un peso, Coronel.
--No es caro--dijo é1 abriendo la bolsa que llevaba colgada del cinturón con los
restos del último botín.
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--Además tienes derecho a una ñapa. Te corresponden dos palabras secretas--dijo
Belisa Crepusculario.
--¿Cómo es eso?
Ella procedió a explicarle que por cada cincuenta centavos que pagaba un cliente, le
obsequiaba una palabra de uso exclusive. El jefe se encogió de hombros, pues no tenía ni el
menor interés en la oferta, pero no quiso ser descortés con quien lo había servido tan bien.
Ella se aproximó sin prisa al taburete de suela donde é1 estaba sentado y se inclinó para
entregarle su regalo. Entonces el hombre sintió el olor de animal montuno que se
desprendía de esa mujer, el calor de incendio que irradiaban sus caderas, el roce terrible de
sus cabellos, el aliento de yerbabuena susurrándo en su oreja las dos palabras secretas a las
cuales tenía derecho.
--Son tuyas, Coronel--dijo ella al retirarse--. Puedes emplearlas cuanto quieras.
El Mulato acompañó a Belisa hasta el borde del camino, sin dejar de mirarla con
ojos suplicantes de perro perdido, pero cuando estiró la mano para tocarla, ella lo detuvo
con un chorro de palabras inventadas que tuvieron la virtud de espantarle el deseo, porque
creyó que se trataba de alguna maldición irrevocable.
En los meses de setiembre, octubre y noviembre el Coronel pronunció su discurso
tantas veces, que de no haber sido hecho con palabras refulgentes y durables el uso lo
habría vuelto ceniza. Recorrió el país en todas direcciones, entrando a las ciudades con aire
triunfal y deteniéndose también en los pueblos más olvidados, allí, donde sólo el rastro de
basura indicaba la presencia humana, para convencer a los electores que votaran por é1.
Mientras hablaba sobre una tarima al centro de la plaza, el Mulato y sus hombres repartían
caramelos y pintaban su nombre con escarcha dorada en las paredes, pero nadie prestaba
atención a esos recursos de mercader, porque estaban deslumbrados por la claridad de sus
proposiciones y la lucidez poética de sus argumentos, contagiados de su deseo tremendo de
corregir los errores de la historia y alegres por primera vez en sus vidas. Al terminar la
arenga del candidato, la tropa lanzaba pistoletazos al aire y encendía petardos y cuando por
fin se retiraban, quedaba atrás una estela de esperanza que perduraba muchos días en el
aire, como el recuerdo magnífico de un cometa. Pronto el Coronel se convirtió en el
político más popular. Era un fenómeno nunca visto, aquel hombre surgido de la guerra
civil, lleno de cicatrices y hablando como un catedrático, cuyo prestigio se regaba por el
territorio nacional conmoviendo el corazón de la patria. La prensa se ocupó de é1. Viajaron
de lejos los periodistas para entrevistarlo y repetir sus frases, y así creció el número de sus
seguidores y de sus enemigos.
--Vamos bien, Coronel--dijo el Mulato al cumplirse doce semanas de éxito.
Pero el candidato no lo escuchó. Estaba repitiendo sus dos palabras secretas, como
hacía cada vez con mayor frecuencia. Las decía cuando lo ablandaba la nostalgia, las
murmuraba dormido, las llevaba consigo sobre su caballo, las pensaba antes de pronunciar
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su célebre discurso y se sorprendía saboreándolas en sus descuidos. Y en toda ocasión en
que esas dos palabras venían a su mente, evocaba la presencia de Belisa Crepusculario y se
le alborotaban los sentidos con el recuerdo de olor montuno, el calor de incendio, el roce
terrible y el aliento de yerbabuena, hasta que empezó a andar como un sonámbulo y sus
propios hombres comprendieron que se le terminaría la vida antes de alcanzar el sillón de
los presidentes.
--¿Qué es lo que te pasa, Coronel?--le preguntó muchas veces el Mulato, hasta que
por fin un día el jefe no pudo más y le confesó que la culpa de su ánimo eran esas dos
palabras que llevaba clavadas en el vientre.
--Dímelas, a ver si pierden su poder--le pidió su fiel ayudante.
--No te las diré, son sólo mías--replicó el Coronel.
Cansado de ver a su jefe deteriorarse como un condenado a muerte, el Mulato se
echó el fusil al hombro y partió en busca de Belisa Crepusculario. Siguió sus huellas por
toda esa vasta geografía hasta encontrarla en un pueblo del sur, instalada bajo el toldo de su
oficio, contando su rosario de noticias. Se le plantó delante con las piernas abiertas y el
arma empuñada.
--Tú te vienes conmigo--ordenó.
Ella lo estaba esperando. Recogió su tintero, plegó el lienzo de su tenderete, se echó
el chal sobre los hombros y en silencio trepó al anca del caballo. No cruzaron ni un gesto en
todo el camino, porque al Mulato el deseo por ella se le había convertido en rabia y sólo el
miedo que le inspiraba su lengua le impedía destrozarla a latigazos. Tampoco esta dispuesto
a comentarle que el Coronel andaba alelado, y que lo que no habían logrado tantos años de
batallas lo había conseguido un encantamiento susurrado al oído. Tres días después
llegaron al campamento y de inmediato condujo a su prisionera hasta el candidato, delante
de toda la tropa.
--Te traje a esta bruja para que le devuelvas sus palabras, Coronel, y para que ella te
devuelva la hombría--dijo apuntando el cañón de su fusil a la nuca de la mujer.
El Coronel y Belisa Crepusculario se miraron largamente, midiéndose desde la
distancia. Los hombres comprendieron entonces que ya su jefe no podía deshacerse del
hechizo de esas dos palabras endemoniadas, porque todos pudieron ver los ojos carnívoros
del puma tornarse mansos cuando ella avanzó y le tomó la mano.
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De barro estamos hechos
Isabel Allende
Descubrieron la cabeza de la niña asomada en el lodazal, con los ojos abiertos,
llamando sin voz. Tenía un nombre de Primera Comunión, Azucena. En aquel interminable
cementerio, donde el olor de los muertos atraía a los buitres más remotos y donde los
llantos de los huérfanos y los lamentos de los heridos llenaban el aire, esa muchacha
obstinada en vivir se convirtió en el símbolo de la tragedia. Tanto transmitieron las cámaras
la visión insoportable de su cabeza brotando del barro, como una negra calabaza, que nadie
se quedó sin conocerla ni nombrarla. Y siempre que la vimos aparecer en la pantalla, atrás
estaba Rolf Carlé, quien llegó al lugar atraído por la noticia, sin sospechar que allí
encontraría un trozo de su pasado, perdido treinta años atrás.
Primero fue un sollozo subterráneo que remeció los campos de algodón,
encrespándolos como una espumosa ola. Los geólogos habían instalado sus máquinas de
medir con semanas de anticipación y ya sabían que la montaña había despertado otra vez.
Desde hacía mucho pronosticaban que el calor de la erupción podía desprender los hielos
eternos de las laderas del volcán, pero nadie hizo caso de esas advertencias, porque sonaban
a cuento de viejas. Los pueblos del valle continuaron su existencia sordos a los quejidos de
la tierra, hasta la noche de ese miércoles de noviembre aciago, cuando un largo rugido
anunció el fin del mundo y las paredes de nieve se desprendieron, rodando en un alud de
barro, piedras y agua que cayó sobre las aldeas, sepultándolas bajo metros insondables del
vómito telúrico. Apenas lograron sacudirse la parálisis del primer espanto, los
sobrevivientes comprobaron que las casas, las plazas, las iglesias, las blancas plantaciones
de algodón, los sombríos bosques del café y los potreros de los toros sementales habían
desaparecido. Mucho después, cuando llegaron los voluntarios y los soldados a rescatar a
los vivos y sacar la cuenta de la magnitud del cataclismo, calcularon que bajo el lodo había
más de veinte mil seres humanos y un número impreciso de bestias, pudriéndose en un
caldo viscoso. También habían sido derrotados los bosques y los ríos y no quedaba a la
vista sino un inmenso desierto de barro.
Cuando llamaron del Canal en la madrugada, Rolf Carlé y yo estábamos juntos. Salí
de la cama aturdida de sueño y partí a preparar café mientras él se vestía de prisa. Colocó
sus elementos de trabajo en la bolsa de lona verde que siempre llevaba, y nos despedimos
como tantas otras veces. No tuve ningún presentimiento. Me quedé en la cocina sorbiendo
mi café y planeando las horas sin él, segura de que al día siguiente estaría de regreso.
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Fue de los primeros en llegar, porque mientras otros periodistas se acercaban a los
bordes del pantano en jeeps, en bicicletas, a pie, abriéndose camino cada uno como mejor
pudo, él contaba con el helicóptero de la televisión y pudo volar por encima del alud. En las
pantallas aparecieron las escenas captadas por la cámara de su asistente, donde él se veía
sumergido hasta las rodillas, con un micrófono en la mano, en medio de un alboroto de
niños perdidos, de mutilados, de cadáveres y de ruinas. El relato nos llegó con su voz
tranquila. Durante años lo había visto en los noticiarios, escarbando en batallas y
catástrofes, sin que nada le detuviera, con una perseverancia temeraria, y siempre me
asombró su actitud de calma ante el peligro y el sufrimiento, como si nada lograra sacudir
su fortaleza ni desviar su curiosidad. El miedo parecía no rozarlo, pero él me había
confesado que no era hombre valiente, ni mucho menos. Creo que el lente de la máquina
tenía un efecto extraño en él, como si lo transportara a otro tiempo, desde el cual podía ver
los acontecimientos sin participar realmente en ellos. Al conocerlo más comprendí que esa
distancia ficticia lo mantenía a salvo de sus propias emociones.
Rolf Carlé estuvo desde el principio junto a Azucena. Filmó a los voluntarios que la
descubrieron y a los primeros que intentaron aproximarse a ella, su cámara enfocaba con
insistencia a la niña, su cara morena, sus grandes ojos desolados, la maraña compacta de su
pelo. En ese lugar el fango era denso y había peligro de hundirse al pisar. Le lanzaron una
cuerda, que ella no hizo empeño en agarrar, hasta que le gritaron que la cogiera, entonces
sacó una mano y trató de moverse, pero en seguida se sumergió más. Rolf soltó su bolsa y
el resto de su equipo y avanzó en el pantano, comentando para el micrófono de su ayudante
que hacía frío y que ya comenzaba la pestilencia de los cadáveres.
-¿Cómo te llamas? -le preguntó a la muchacha y ella le respondió con su nombre de
flor-. No te muevas, Azucena -le ordenó Rolf Carlé y siguió hablándole sin pensar qué
decía, sólo para distraerla, mientras se arrastraba lentamente con el barro hasta la cintura. El
aire a su alrededor parecía.tan turbio como el lodo.
Por ese lado no era posible acercarse, así es que retrocedió y fue a dar un rodeo por
donde el terreno parecía más firme. Cuando al finestuvo cerca tomó la cuerda y se la
amarró bajo los brazos, para que pudieran izarla. Le sonrió con esa sonrisa suya que le
achica los ojos y lo devuelve a la infancia, le dijo que todo iba bien, ya estaba con ella, en
seguida la sacarían. Les hizo señas a los otros para que halaran, pero apenas se tensó la
cuerda la muchacha gritó. Lo intentaron de nuevo y aparecieron sus hombros y sus brazos,
pero no pudieron moverla más, estaba atascada. Alguien sugirió que tal vez tenía las
piernas comprimidas entre las ruinas de su casa, y ella dijo que no eran sólo
escombros,también la sujetaban los cuerpos de sus hermanos, aferrados a ella.
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-No te preocupes, vamos a sacarte de aquí -le prometió Rolf. A pesar de las fallas de
transmisión, noté que la voz se le quebraba y me sentí tanto más cerca de él por eso. Ella lo
miró sin responder.
En las primeras horas Rolf Carlé agotó todos los recursos de su ingenio para
rescatarla. Luchó con palos y cuerdas, pero cada tírón era un suplicio intolerable para la
prisionera. Se le ocurrió hacer una palanca con unos palos, pero eso no dio resultado y tuvo
que abandonar también esa idea. Consiguió un par de soldados que trabajaron con él
durante un rato, pero después lo dejaron solo, porque muchas otras víctimas reclamaban
ayuda. La muchacha no podía moverse y apenas lograba respirar, pero no parecía
desesperada, como si una resignación ancestral le permitiera leer su destino. El periodista,
en cambio, estaba decidido a arrebatársela a la muerte. Le llevaron un neumático, que
colocó bajo los brazos de ella como un salvavidas, y luego atravesó una tabla cerca del
hoyo para apoyarse y así alcanzarla mejor. Como era imposible remover los escombros a
ciegas, se sumergió un par de vece para explorar ese infierno, pero salió exasperado,
cubierto de lodo, escupiendo piedras. Dedujo que se necesitaba una bomba para extraer el
agua y envió a solicitarla por radio, pero volvieron con el mensaje de que no había
transporte y no podían enviarla hasta la mañana siguiente.
-¡No podemos esperar tanto! -reclamó Rolf Carlé, pero en aquel zafarrancho nadie
se detuvo a compadecerlo. Habrían de pasar todavía muchas horas más antes de que él
aceptara que el tiempo se había estancado y que la realidad había sufrido una distorsión
irremediable.
Un médico militar se acercó a examinar a los niños y afirmó que su corazón
funcionaba bien y que si no se enfriaba demasiado podría resistir esa noche.
-Ten paciencia, Azucena, mañana traerán la bomba -trató de consolarla Rolf Carlé.
-No me dejes sola -le pidió ella. -No, claro que no. Les llevaron café y él se lo dio a
la muchacha, sorbo a sorbo. El líquido caliente la animó y empezó a hablar de su pequeña
vida, de su familia y de la escuela, de cómo era ese pedazo de mundo antes de que
reventara el volcán. Tenía trece años y nunca había salido de los límites de su aldea. El
periodista, sostenido por un optimismo prematuro, se convenció de que todo terminaría
biem llegaría la bomba, extraerían el agua, quitarían los escombros y Azucena sería
trasladada en helicóptero a un hospital, donde se repondría con rapidez y donde él podría
visitarla llevándole regalos. Pensó que ya no tenía edad para muñecas y no supo qué le
gustaría, tal vez un vestido. No entiendo mucho de mujeres, concluyó divertido, calculando
que había tenido muchas en su vida, pero ninguna le había enseñado esos detalles. Para
engañar las horas comenzó a contarle sus viajes y sus aventuras de cazador de noticias, y
cuando se le agotaron los recuerdos echó mano de la imaginación para inventar cualquier
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cosa que pudiera distraerla. En algunos momentos ella dormitaba, pero él seguía hablándole
en la oscuridad, para demostrarle que no se había ido y para vencer el acoso de la
incertidumbre.
Ésa fue una larga noche.
A muchas millas de allí, yo observaba en una pantalla a Rolf Carlé y a la muchacha.
No resistí la espera en la casa y me fui a la Televisión Nacional, donde muchas veces pasé
noches enteras con él editando programas. Así estuve cerca suyo y pude asomarme a lo que
vivió en esos tres días definitivos. Acudí a cuanta gente importante existe en la ciudad, a los
senadores de la República, a los generales de las Fuerzas Armadas, al embajador
norteamericano y al presidente de la Compañía de Petróleos, rogándoles por una bomba
para extraer el barro, pero sólo obtuve vagas promesas. Empecé a pedirla con urgencia por
radio y televisión, a ver si alguien podía ayudarnos. Entre llamadas corría al centro de
recepción para no perder las imágenes del satélite, que llegaban a cada rato con nuevos
detalles de la catástrofe. Mientras los periodistas seleccionaban las escenas de más impacto
para el noticiario, yo buscaba aquellas donde aparecía el pozo de Azucena. La pantalla
reducía el desastre a un solo plano y acentuaba la tremenda distancia que me separaba de
Rolf Carlé, sin embargo yo estaba con él, cada padecimiento de la niña me dolía como a él,
sentía su misma frustración, su misma impotencia. Ante la imposibilidad de comunicarme
con él, se me ocurrió el recurso fantástico de concentrarme para alcanzarlo con la fuerza del
pensamiento y así darle ánimo. Por momentos me aturdía en una frenética e inútil actividad,
a ratos me agobiaba la lástima y me echaba a llorar, y otras veces me vencía el cansancio y
creía estar mirando por un telescopio la luz de una estrella muerta hace un millón de años.
En el primer noticiario de la mañana vi aquel infierno, donde flotaban cadáveres de
hombres y animales arrastrados por las aguas de nuevos ríos, formados en una sola noche
por la nieve derretida. Del lodo sobresalían las copas de algunos árboles y el campanario de
una iglesia, donde varias personas habían encontrado refugio y esperaban con paciencia a
los equipos de rescate. Centenares de soldados y de voluntarios de la Defensa Civil
intentaban remover escombros en busca de los sobrevivientes, mientras largas filas de
espectros en harapos esperaban su turno para un tazón de caldo. Las cadenas de radio
informaron que sus teléfonos estaban congestionados por las llamadas de familias que
ofrecían albergue a los niños huérfanos. Escaseaban el agua para beber, la gasolina y los
alimentos. Los médicos, resignados a amputar miembros sin anestesia, reclamaban al
menos sueros, analgésicos y antibióticos, pero la mayor parte de los caminos estaban
interrumpidos y además la burocracia retardaba todo. Entretanto, el barro contaminado por
los cadáveres en descomposición amenazaba de peste a los vivos.
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Azucena temblaba apoyada en el neumático que la sostenía sobre la superficie. La
inmovilidad y la tensión la habían debilitado mucho, pero se mantenía consciente y todavía
hablaba con voz perceptible cuando le acercaban un micrófono. Su tono era humilde, como
si estuviera pidiendo perdón por causar tantas molestias. Rolf Carlé tenía la barba crecida y
sombras oscuras bajo los ojos, se veía agotado. Aun a esa enorme distancia pude percibir la
calidad de ese cansancio, diferente a todas las fatigas anteriores de su vida. Había olvidado
por completo la cámara, ya no podía mirar a la niña a través de un lente. Las imágenes que
nos llegaban no eran de su asistente, sino de otros periodistas que se habían adueñado de
Azucena, atribuyéndole la patética responsabilidad de encarnar el horror de lo ocurrido en
ese lugar. Desde el amanecer Rolf se esforzó de nuevo por mover los obstáculos que
retenían a la muchacha en esa tumba, pero disponía sólo de sus manos, no se atrevía a
utilizar una herramienta, porque podía herirla. Le dio a Azucena la taza de papilla de maíz y
plátano que distribuía el Ejército, pero ella la vomitó de inmediato. Acudió un médico y
comprobó que estaba afiebrada, pero dijo que no se podía hacer mucho, los antibióticos
estaban reservados para los casos de gangrena. También se acercó un sacerdote a bendecirla
y colgarle al cuello una medalla de la Virgen. En la tarde empezó a caer una llovizna suave,
persistente.
-El cielo está llorando -murmuró Azucena y se puso a llorar también.
-No te asustes -le suplicó Rolf-. Tienes que reservar tus fuerzas y mantenerte
tranquila, todo saldrá bien, yo estoy contigo y te voy a sacar de aquí de alguna manera.
Volvieron los periodistas para fotografiarla y preguntarle las mismas cosas que ella
ya no intentaba responder. Entretanto llegaban más equipos de televisión y cine, rollos de
cables, cintas, películas, vídeos, lentes de precisión, grabadoras, consolas de sonido, luces,
pantallas de reflejo, baterías y motores, cajas con repuestos, electricistas, técnicos de sonido
y carnarógrafos, que enviaron el rostro de Azucena a millones de pantallas de todo el
mundo. Y Rolf Carlé continuaba clamando por una bomba. El despliegue de recursos dio
resultados y en la Televisión Nacional empezamos a recibir imágenes más claras y sonidos
más nítidos, la distancia pareció acortarse de súbito y tuve la sensación atroz de que
Azucena y Rolf se encontraban a mi lado, separados de mí por un vidrio írreductible. Pude
seguir los acontecimientos hora a hora, supe cuánto hizo mi amigo por arrancar a la niña de
su prisión y para ayudarla a soportar su calvario, escuché fragmentos de lo que hablaron y
el resto pude adivinarlo, estuve presente cuando ella le enseñó a Rolf a rezar y cuando él la
distrajo con los cuentos que yo le he contado en mil y una noches bajo el mosquitero blanco
de nuestra cama.
Al caer la oscuridad del segundo día él procuró hacerla dormir con las viejas
canciones de Austria aprendidas de su madre, pero ella estaba más allá del sueño. Pasaron
gran parte de la noche hablando, los dos extenuados, hambrientos, sacudidos por el frío. Y
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entonces, poco a poco, se derribaron las firmes compuertas que retuvieron el pasado de
Rolf Carlé durante muchos años, y el torrente de cuanto había ocultado en las capas más
profundas y secretas de la memoria salió por fin, arrastrando a -su paso los obstáculos que
por tanto tiempo habían bloqueado su conciencia. No todo pudo decírselo a Azucena, ella
tal vez no sabía que había mundo más allá del mar nitiempo anterior al suyo, era incapaz de
imaginar Europa en la época de la guerra, así es que no le contó de la derrota, ni de la tarde
en que los rusos lo llevaron al campo de concentración para enterrar a los prisioneros
muertos de hambre. ¿Para qué explicarle que los cuerpos desnudos, apilados como una
montaña de leños, parecían de loza quebradiza? ¿ Cómo hablarle de los hornos y las horcas
a esa niña moribunda? Tampoco mencionó la noche en que vio a su madre desnuda, calzada
con zapatos rojos de tacones de estilete, llorando de humillación. Muchas cosas se calló,
pero en esas horas revivió por primera vez todo aquello que su mente había intentado
borrar. Azucena le hizo entrega de su miedo y así, sin quererlo, obligó a Rolf a encontrarse
con el suyo. Allí, junto a ese pozo maldito, a Rolf le fue imposible seguir huyendo de sí
mismo y el terror visceral que marcó su infancia lo asaltó por sorpresa. Retrocedió a la edad
de Azucena y más atrás, y se encontró como ella atrapado en un pozo sin salida, enterrado
en vida, la cabeza a ras de suelo, vio juntos a su cara las botas y las piernas de su padre,
quien se había quitado la correa de la cintura y la agitaba en el aire con un silbido
inolvidable de víbora furiosa. El dolor lo invadió, intacto y preciso, como siempre estuvo
agazapado en su mente. Volvió al armario donde su padre lo ponía bajo llave para
castigarlo por faltas imaginarias y allí estuvo horas eternas con los ojos cerrados para no
ver la oscuridad, los oídos tapados con las manos para no oír los latidos de su propio
corazón, temblando, encogido como un animal. En la neblina de los recuerdos encontró a
su hermana Katharina, una dulce criatura retardada que pasó la existencia escondida con la
esperanza de que el padre olvidara la desgracia de su nacimiento. Se arrastró junto a ella
bajo la mesa del comedor y all.í ocultos tras un largo mantel blanco, los dos niños
permanecieron abrazados, atentos a los pasos y a las voces. El olor de Katharina le llegó
mezclado con. el de su propio sudor, con los aromas de la cocina, ajo, sopa, pan recién
horneado y con un hedor extraño de barro podrido. La mano de su hermana en la- suya, su
jadeo asustado, el roce de su cabello salvaje en las mejillas, la expresión cándida de su
mirada. Katharina, Katharina... surgió ante él flotando como una bandera, envuelta en el
mantel blanco- convertido en mortaja, y pudo por fin llorar su muerte y la culpa de haberla
abandonado. Comprendió entonces que sus hazañas de periodista, aquellas que tantos
reconocimientos y tanta fama le había dado, eran sólo un intento de mantener bajo control
su miedo más antiguo, mediante la treta de refugiarse detrás de un lente a ver si así la
realidad le resultaba más tolerable. Enfrentaba riesgos desmesurados como ejercicio de
coraje, entrenándose de día para vencer los monstruos que lo’ atormentaban de noche. Pero
había llegado el instante de la verdad y ya no pudo seguir escapando de su pasado. Él era
Azucena, estaba enterrado en el barro, su terror no era la emoción remota de una infancia
casi olvidada, era una garra en la garganta. En el sofoco del llanto se le apareció su madre,
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vestida de gris y con su cartera de piel de cocodrilo apretada contra el regazo, tal como la
viera por última vez en el muelle, cuando fue a despedirlo al barco en el cual él se embarcó
para América. No venía a secarle las lágrimas, sino a decirle-que cogiera una pala, porque
la guerra había terminado y ahora debían enterrar a los muertos.
-No- llores. Ya no me duele nada, estoy bien -le dijo Azucena al amanecer.
-No lloro por ti, lloro por mí, que me duele todo -sonrió Rolf Carlé.
En el valle del cataclismo comenzó el tercer día con una luz pálida entre nubarrones.
El-Presidente de la República se trasladó a la zona y apareció en traje de.campaña para
confirmar que era la peor desgracia de este siglo, el país estaba de duelo, las naciones
hermanas habían ofrecido ayuda, se ordenaba estado de sitio, las Fuerzas Armadas serían
inclementes, fusilarían sin trámites a quien fuera sorprendido robando o cometiendo otras
fechorías. Agregó que era imposible sacar todos los cadáveres ni dar cuenta de los millares
de desaparecidos, de modo que el valle completo se declaraba camposanto y los obispos
vendrían a celebrar una misa solemne por las almas de las víctimas. Se dirigió a las carpas
del Ejército, donde se amontonaban los rescatados, para entregarles el alivio de promesas
inciertas, y al improvisado hospital, para dar una palabra de aliento a los médicos y
enfermeras, agotados por tantas horas de penurias. Enseguida se hizo conducir al lugar
donde estaba Azucena, quien para entonces ya era célebre, porque su imagen había dado la
vuelta al planeta. La saludó con su lánguida mano de estadista y los micrófonos registraron
su voz conmovida y su acento paternal, cuando le dijo que su valor era un ejemplo para la
patria. Rolf Carlé lo interrumpió para pedirle una bomba y él le aseguró que se ocuparía del
asunto en persona. Alcancé a ver a Rolf por unos instantes, en cuclillas junto al pozo. En el
noticiario de la tarde se encontraba en la misma postura: y yo, asomada a la pantalla como
una adivina ante su bola de cristal, percibí que algo fundamental había cambiado en él,
adiviné que durante la noche se habían desmoronado sus defensas y se había entregado al
dolor, por fin vulnerable. Esa niña tocó una parte de su alma a la cual él mismo no había
tenido acceso y que jamás compartió conmigo. Rolf quiso consolarla y fue Azucena quien
le dio consuelo a él.
Me di cuenta del momento preciso en que Rolf dejó de luchar y se abandonó al
tormento de vigilar la agonía de la muchacha. Yo estuve con ellos, tres días y dos noches,
espiándolos al otro lado de la vida. Me encontraba allí cuando ella le dijo que en sus trece
años nunca un muchacho la había querido y que era una lástima irse de este mundo sin
conocer el amor, y él le aseguró que la amaba más de lo que jamás podría amar a nadie,
más que a su madre y a su hermana, más que a todas las mujeres que habían dormido en sus
brazos, más que a mí, su compañera, que daría cualquier cosa por estar atrapado en ese
pozo en su lugar, que cambiaría su vida por la de ella, y vi cuando se inclinó sobre su pobre
cabeza y la besó en la frente, agobiado por un sentimiento dulce y triste que no sabía
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nombrar. Sentí cómo en ese instante se salvaron ambos de la desesperanza, se
desprendieron del lodo, se elevaron por encima de los buitres y de los helicópteros, volaron
juntos sobre ese vasto pantano de podredumbre y lamentos. Y finalmente pudieron aceptar
la muerte. Rolf Carlé rezó en silencio para que ella se muriera pronto, porque ya no era
posible soportar tanto dolor.
Para entonces yo había conseguido una bomba y estaba en contacto con un general
dispuesto a enviarla en la madrugada del día siguiente en un avión militar. Pero al
anochecer de ese tercer día, bajo las implacables lámparas de cuarzo y los lentes de cien
máquinas, Azucena se rindió, sus ojos perdidos en los de ese amigo que la había sostenido
hasta el final. Rolf Carlé le quitó el salvavidas, le cerró los párpados, la retuvo apretada
contra su pecho por unos minutos y después la soltó. Ella se hundió lentamente, una flor en
el barro.
Estás de vuelta conmigo, pero ya no eres el mismo hombre. A menudo te acompaño
al Canal y vemos de nuevo los videos de Azucena, los estudias con atención, buscando algo
que pudiste haber hecho para salvarla y no se te ocurrió a tiempo.
O tal vez los examinas para verte como en un espejo, desnudo. Tus cámaras están
abandonadas en un armario, no escribes ni cantas, te queda durante horas sentado ante la
ventana mirando las montañas. A tu lado, yo espero que completes el viaje hacia el interior
de ti mismo y te cures de las viejas heridas. Sé que cuando regreses de tus pesadillas
caminaremos otra vez de la mano, como antes.
Ágrafa musulmana en papiro de oxyrrinco
Juan José Arreola
Estabas a ras de tierra y no te vi. Tuve que cavar hasta el fondo de mí para
encontrarte.
Carta a un zapatero que compuso mal unos zapatos
Juan José Arreola
Estimable señor:
Como he pagado a usted tranquilamente el dinero que me cobró por reparar mis
zapatos, le va a extrañar sin duda la carta que me veo precisado a dirigirle.
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En un principio no me di cuenta del desastre ocurrido. Recibí mis zapatos muy
contento, augurándoles una larga vida, satisfecho por la economía que acababa de realizar:
por unos cuantos pesos, un nuevo par de calzado. (Éstas fueron precisamente sus palabras y
puedo repetirlas.)
Pero mi entusiasmo se acabó muy pronto. Llegado a casa examiné detenidamente
mis zapatos. Los encontré un poco deformes, un tanto duros y resecos. No quise conceder
mayor importancia a esta metamorfosis. Soy razonable. Unos zapatos remontados tienen
algo de extraño, ofrecen una nueva fisonomía, casi siempre deprimente.
Aquí es preciso recordar que mis zapatos no se hallaban completamente arruinados.
Usted mismo les dedicó frases elogiosas por la calidad de sus materiales y por su perfecta
hechura. Hasta puso muy alto su marca de fábrica. Me prometió, en suma, un calzado
flamante.
Pues bien: no pude esperar hasta el día siguiente y me descalcé para comprobar sus
promesas. Y aquí estoy, con los pies doloridos, dirigiendo a usted una carta, en lugar de
transferirle las palabras violentas que suscitaron mis esfuerzos infructuosos.
Mis pies no pudieron entrar en los zapatos. Como los de todas las personas, mis pies
están hechos de una materia blanda y sensible. Me encontré ante unos zapatos de hierro. No
sé cómo ni con qué artes se las arregló usted para dejar mis zapatos inservibles. Allí están,
en un rincón, guiñándome burlonamente con sus puntas torcidas.
Cuando todos mis esfuerzos fallaron, me puse a considerar cuidadosamente el
trabajo que usted había realizado. Debo advertir a usted que carezco de toda instrucción en
materia de calzado. Lo único que sé es que hay zapatos que me han hecho sufrir, y otros, en
cambio, que recuerdo con ternura: así de suaves y flexibles eran.
Los que le di a componer eran unos zapatos admirables que me habían servido
fielmente durante muchos meses. Mis pies se hallaban en ellos como pez en el agua. Más
que zapatos, parecían ser parte de mi propio cuerpo, una especie de envoltura protectora
que daba a mi paso firmeza y seguridad. Su piel era en realidad una piel mía, saludable y
resistente. Sólo que daban ya muestras de fatiga. Las suelas sobre todo: unos amplios y
profundos adelgazamientos me hicieron ver que los zapatos se iban haciendo extraños a mi
persona, que se acababan. Cuando se los llevé a usted, iban ya a dejar ver los calcetines.
También habría que decir algo acerca de los tacones: piso defectuosamente, y los
tacones mostraban huellas demasiado claras de este antiguo vicio que no he podido
corregir.
Quise, con espíritu ambicioso, prolongar la vida de mis zapatos. Esta ambición no
me parece censurable: al contrario, es señal de modestia y entraña una cierta humildad. En
vez de tirar mis zapatos, estuve dispuesto a usarlos durante una segunda época, menos
brillante y lujosa que la primera. Además, esta costumbre que tenemos las personas
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modestas de renovar el calzado es, si no me equivoco, el modus vivendi de las personas
como usted.
Debo decir que del examen que practiqué a su trabajo de reparación he sacado muy
feas conclusiones. Por ejemplo, la de que usted no ama su oficio. Si usted, dejando aparte
todo resentimiento, viene a mi casa y se pone a contemplar mis zapatos, ha de darme toda
la razón. Mire usted qué costuras: ni un ciego podía haberlas hecho tan mal. La piel está
cortada con inexplicable descuido: los bordes de las suelas son irregulares y ofrecen
peligrosas aristas. Con toda seguridad, usted carece de hormas en su taller, pues mis
zapatos ofrecen un aspecto indefinible. Recuerde usted, gastados y todo, conservaban
ciertas líneas estéticas. Y ahora...
Pero introduzca usted su mano dentro de ellos. Palpará usted una caverna siniestra.
El pie tendrá que transformarse en reptil para entrar. Y de pronto un tope; algo así como un
quicio de cemento poco antes de llegar a la punta. ¿Es posible? Mis pies, señor zapatero,
tienen forma de pies, son como los suyos, si es que acaso usted tiene extremidades
humanas.
Pero basta ya. Le decía que usted no le tiene amor a su oficio y es cierto. Es también
muy triste para usted y peligroso para sus clientes, que por cierto no tienen dinero para
derrochar.
A propósito: no hablo movido por el interés. Soy pobre pero no soy mezquino. Esta
carta no intenta abonarse la cantidad que yo le pagué por su obra de destrucción. Nada de
eso. Le escribo sencillamente para exhortarle a amar su propio trabajo. Le cuento la
tragedia de mis zapatos para infundirle respeto por ese oficio que la vida ha puesto en sus
manos; por ese oficio que usted aprendió con alegría en un día de juventud... Perdón; usted
es todavía joven. Cuando menos, tiene tiempo para volver a comenzar, si es que ya olvidó
cómo se repara un par de calzado.
Nos hacen falta buenos artesanos, que vuelvan a ser los de antes, que no trabajen
solamente para obtener el dinero de los clientes, sino para poner en práctica las sagradas
leyes del trabajo. Esas leyes que han quedado irremisiblemente burladas en mis zapatos.
Quisiera hablarle del artesano de mi pueblo, que remendó con dedicación y esmero
mis zapatos infantiles. Pero esta carta no debe catequizar a usted con ejemplos.
Sólo quiero decirle una cosa: si usted, en vez de irritarse, siente que algo nace en su
corazón y llega como un reproche hasta sus manos, venga a mi casa y recoja mis zapatos,
intente en ellos una segunda operación, y todas las cosas quedarán en su sitio.
Yo le prometo que si mis pies logran entrar en los zapatos, le escribiré una hermosa
carta de gratitud, presentándolo en ella como hombre cumplido y modelo de artesanos.
Soy sinceramente su servidor.
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A imagen y semejanza
Mario Benedetti
Era la última hormiga de la caravana, y no pudo seguir la ruta de sus compañeras.
Un terrón de azúcar había resbalado desde lo alto, quebrándose en varios terroncitos. Uno
de éstos le interceptaba el paso. Por un instante la hormiga quedó inmóvil sobre el papel
color crema. Luego, sus patitas delanteras tantearon el terrón. Retrocedió, después se
detuvo. Tomando sus patas traseras como casi punto fijo de apoyo, dio una vuelta alrededor
de sí misma en el sentido de las agujas de un reloj. Sólo entonces se acercó de nuevo. Las
patas delanteras se estiraron, en un primer intento de alzar el azúcar, pero fracasaron. Sin
embargo, el rápido movimiento hizo que el terrón quedara mejor situado para la operación
de carga. Esta vez la hormiga acometió lateralmente su objetivo, alzó el terrón y lo sostuvo
sobre su cabeza. Por un instante pareció vacilar, luego reinició el viaje, con un andar
bastante más lento que el que traía. Sus compañeras ya estaban lejos, fuera del papel, cerca
del zócalo. La hormiga se detuvo, exactamente en el punto en que la superficie por la que
marchaba, cambiaba de color. Las seis patas hollaron una N mayúscula y oscura. Después
de una momentánea detención, terminó por atravesarla. Ahora la superficie era otra vez
clara. De pronto el terrón resbaló sobre el papel, partiéndose en dos. La hormiga hizo
entonces un recorrido que incluyó una detenida inspección de ambas porciones, y eligió la
mayor. Cargó con ella, y avanzó. En la ruta, hasta ese instante libre, apareció una colilla
aplastada. La bordeó lentamente, y cuando reapareció al otro lado del pucho, la superficie
se había vuelto nuevamente oscura porque en ese instante el tránsito de la hormiga tenía
lugar sobre una A. Hubo una leve corriente de aire, como si alguien hubiera soplado.
Hormiga y carga rodaron. Ahora el terrón se desarmó por completo. La hormiga cayó sobre
sus patas y emprendió una enloquecida carrerita en círculo. Luego pareció tranquilizarse.
Fue hacia uno de los granos de azúcar que antes había formado parte del medio terrón, pero
no lo cargó. Cuando reinició su marcha no había perdido la ruta. Pasó rápidamente sobre
una D oscura, y al reingresar en la zona clara, otro obstáculo la detuvo. Era un trocito de
algo, un palito acaso tres veces más grande que ella misma. Retrocedió, avanzó, tanteó el
palito, se quedó inmóvil durante unos segundos. Luego empezó la tarea de carga. Dos veces
se resbaló el palito, pero al final quedó bien afirmado, como una suerte de mástil inclinado.
Al pasar sobre el área de la segunda A oscura, el andar de la hormiga era casi triunfal. Sin
embargo, no había avanzado dos centímetros por la superficie clara del papel, cuando algo
o alguien movió aquella hoja y la hormiga rodó, más o menos replegada sobre sí misma.
Sólo pudo reincorporarse cuando llegó a la madera del piso. A cinco centímetros estaba el
palito. La hormiga avanzó hasta él, esta vez con parsimonia, como midiendo cada séxtuple
paso. Así y todo, llegó hasta su objetivo, pero cuando estiraba las patas delanteras, de
nuevo corrió el aire y el palito rodó hasta detenerse diez centímetros más allá, semicaído en
una de las rendijas que separaban los tablones del piso. Uno de los extremos, sin embargo,
emergía hacia arriba. Para la hormiga, semejante posición representó en cierto modo una
facilidad, ya que pudo hacer un rodeo a fin de intentar la operación desde un ángulo más
favorable. Al cabo de medio minuto, la faena estaba cumplida. La carga, otra vez alzada,
estaba ahora en una posición más cercana a la estricta horizontalidad. La hormiga reinició
la marcha, sin desviarse jamás de su ruta hacia el zócalo. Las otras hormigas, con sus
respectivos víveres, habían desaparecido por algún invisible agujero. Sobre la madera, la
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hormiga avanzaba más lentamente que sobre el papel. Un nudo, bastante rugoso de la tabla,
significó una demora de más de un minuto. El palito estuvo a punto de caer, pero un
particular vaivén del cuerpo de la hormiga aseguró su estabilidad. Dos centímetros más y
un golpe resonó. Un golpe aparentemente dado sobre el piso. Al igual que las otras, esa
tabla vibró y la hormiga dio un saltito involuntario, en el curso del cual, perdió su carga. El
palito quedó atravesado en el tablón contiguo. El trabajo siguiente fue cruzar la hendidura,
que en ese punto era bastante profunda. La hormiga se acercó al borde, hizo un leve avance
erizado de alertas, pero aún así se precipitó en aquel abismo de centímetro y medio. Le
llevó varios segundos rehacerse, escalar el lado opuesto de la hendidura y reaparecer en la
superficie del siguiente tablón. Ahí estaba el palito. La hormiga estuvo un rato junto a él,
sin otro movimiento que un intermitente temblor en las patas delanteras. Después llevó a
cabo su quinta operación de carga. El palito quedó horizontal, aunque algo oblicuo con
respecto al cuerpo de la hormiga. Esta hizo un movimiento brusco y entonces la carga
quedó mejor acomodada. A medio metro estaba el zócalo. La hormiga avanzó en la antigua
dirección, que en ese espacio casualmente se correspondía con la veta. Ahora el paso era
rápido, y el palito no parecía correr el menor riesgo de derrumbe. A dos centímetros de su
meta, la hormiga se detuvo, de nuevo alertada. Entonces, de lo alto apareció un pulgar, un
ancho dedo humano y concienzudamente aplastó carga y hormiga.
La noche de los feos
Mario Benedetti
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Ambos somos feos. Ni siquiera vulgarmente feos. Ella tiene un pómulo hundido.
Desde los ocho años, cuando le hicieron la operación. Mi asquerosa marca junto a la boca
viene de una quemadura feroz, ocurrida a comienzos de mi adolescencia.
Tampoco puede decirse que tengamos ojos tiernos, esa suerte de faros de
justificación por los que a veces los horribles consiguen arrimarse a la belleza. No, de
ningún modo. Tanto los de ella como los míos son ojos de resentimiento, que sólo reflejan
la poca o ninguna resignación con que enfrentamos nuestro infortunio. Quizá eso nos haya
unido. Tal vez unido no sea la palabra más apropiada. Me refiero al odio implacable que
cada uno de nosotros siente por su propio rostro.
Nos conocimos a la entrada del cine, haciendo cola para ver en la pantalla a dos
hermosos cualesquiera. Allí fue donde por primera vez nos examinamos sin simpatía pero
con oscura solidaridad; allí fue donde registramos, ya desde la primera ojeada, nuestras
respectivas soledades. En la cola todos estaban de a dos, pero además eran auténticas
parejas: esposos, novios, amantes, abuelitos, vaya uno a saber. Todos -de la mano o del
brazo- tenían a alguien. Sólo ella y yo teníamos las manos sueltas y crispadas.
Nos miramos las respectivas fealdades con detenimiento, con insolencia, sin
curiosidad. Recorrí la hendidura de su pómulo con la garantía de desparpajo que me
otorgaba mi mejilla encogida. Ella no se sonrojó. Me gustó que fuera dura, que devolviera
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mi inspección con una ojeada minuciosa a la zona lisa, brillante, sin barba, de mi vieja
quemadura.
Por fin entramos. Nos sentamos en filas distintas, pero contiguas. Ella no podía
mirarme, pero yo, aun en la penumbra, podía distinguir su nuca de pelos rubios, su oreja
fresca bien formada. Era la oreja de su lado normal.
Durante una hora y cuarenta minutos admiramos las respectivas bellezas del rudo
héroe y la suave heroína. Por lo menos yo he sido siempre capaz de admirar lo lindo. Mi
animadversión la reservo para mi rostro y a veces para Dios. También para el rostro de
otros feos, de otros espantajos. Quizá debería sentir piedad, pero no puedo. La verdad es
que son algo así como espejos. A veces me pregunto qué suerte habría corrido el mito si
Narciso hubiera tenido un pómulo hundido, o el ácido le hubiera quemado la mejilla, o le
faltara media nariz, o tuviera una costura en la frente.
La esperé a la salida. Caminé unos metros junto a ella, y luego le hablé. Cuando se
detuvo y me miró, tuve la impresión de que vacilaba. La invité a que charláramos un rato
en un café o una confitería. De pronto aceptó.
La confitería estaba llena, pero en ese momento se desocupó una mesa. A medida
que pasábamos entre la gente, quedaban a nuestras espaldas las señas, los gestos de
asombro. Mis antenas están particularmente adiestradas para captar esa curiosidad
enfermiza, ese inconsciente sadismo de los que tienen un rostro corriente, milagrosamente
simétrico. Pero esta vez ni siquiera era necesaria mi adiestrada intuición, ya que mis oídos
alcanzaban para registrar murmullos, tosecitas, falsas carrasperas. Un rostro horrible y
aislado tiene evidentemente su interés; pero dos fealdades juntas constituyen en sí mismas
un espectáculos mayor, poco menos que coordinado; algo que se debe mirar en compañía,
junto a uno (o una) de esos bien parecidos con quienes merece compartirse el mundo.
Nos sentamos, pedimos dos helados, y ella tuvo coraje (eso también me gustó) para
sacar del bolso su espejito y arreglarse el pelo. Su lindo pelo.
"¿Qué está pensando?", pregunté.
Ella guardó el espejo y sonrió. El pozo de la mejilla cambió de forma.
"Un lugar común", dijo. "Tal para cual".
Hablamos largamente. A la hora y media hubo que pedir dos cafés para justificar la
prolongada permanencia. De pronto me di cuenta de que tanto ella como yo estábamos
hablando con una franqueza tan hiriente que amenazaba traspasar la sinceridad y
convertirse en un casi equivalente de la hipocresía. Decidí tirarme a fondo.
"Usted se siente excluida del mundo, ¿verdad?"
"Sí", dijo, todavía mirándome.
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"Usted admira a los hermosos, a los normales. Usted quisiera tener un rostro tan
equilibrado como esa muchachita que está a su derecha, a pesar de que usted es inteligente,
y ella, a juzgar por su risa, irremisiblemente estúpida."
"Sí."
Por primera vez no pudo sostener mi mirada.
"Yo también quisiera eso. Pero hay una posibilidad, ¿sabe?, de que usted y yo
lleguemos a algo."
"¿Algo cómo qué?"
"Como querernos, caramba. O simplemente congeniar. Llámele como quiera, pero
hay una posibilidad."
Ella frunció el ceño. No quería concebir esperanzas.
"Prométame no tomarme como un chiflado."
"Prometo."
"La posibilidad es meternos en la noche. En la noche íntegra. En lo oscuro total.
¿Me entiende?"
"No."
"¡Tiene que entenderme! Lo oscuro total. Donde usted no me vea, donde yo no la
vea. Su cuerpo es lindo, ¿no lo sabía?"
Se sonrojó, y la hendidura de la mejilla se volvió súbitamente escarlata.
"Vivo solo, en un apartamento, y queda cerca."
Levantó la cabeza y ahora sí me miró preguntándome, averiguando sobre mí,
tratando desesperadamente de llegar a un diagnóstico.
"Vamos", dijo.
2
No sólo apagué la luz sino que además corrí la doble cortina. A mi lado ella
respiraba. Y no era una respiración afanosa. No quiso que la ayudara a desvestirse.
Yo no veía nada, nada. Pero igual pude darme cuenta de que ahora estaba inmóvil, a la
espera. Estiré cautelosamente una mano, hasta hallar su pecho. Mi tacto me transmitió una
versión estimulante, poderosa. Así vi su vientre, su sexo. Sus manos también me vieron.
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©Oscar Pizarro González 2011
En ese instante comprendí que debía arrancarme (y arrancarla) de aquella mentira que yo
mismo había fabricado. O intentado fabricar. Fue como un relámpago. No éramos eso. No
éramos eso.
Tuve que recurrir a todas mis reservas de coraje, pero lo hice. Mi mano ascendió
lentamente hasta su rostro, encontró el surco de horror, y empezó una lenta, convincente y
convencida caricia. En realidad mis dedos (al principio un poco temblorosos, luego
progresivamente serenos) pasaron muchas veces sobre sus lágrimas.
Entonces, cuando yo menos lo esperaba, su mano también llegó a mi cara, y pasó y repasó
el costurón y el pellejo liso, esa isla sin barba de mi marca siniestra.
Lloramos hasta el alba. Desgraciados, felices. Luego me levanté y descorrí la cortina doble.
Requiem con tostadas
Mario Benedetti
Sí, me llamo Eduardo. Usted me lo pregunta para entrar de algún modo en
conversación, y eso puedo entenderlo. Pero usted hace mucho que me conoce, aunque de
lejos. Como yo lo conozco a usted. Desde la época en que empezó a encontrarse con mi
madre en el café de Larrañaga y Rivera, o en éste mismo. No crea que los espiaba. Nada de
eso. Usted a lo mejor lo piensa, pero es porque no sabe toda la historia. ¿O acaso mamá se
la contó? Hace tiempo que yo tenía ganas de hablar con usted, pero no me atrevía. Así que,
después de todo, le agradezco que me haya ganado de mano. ¿Y sabe por qué tenía ganas
de hablar con usted? Porque tengo la impresión de que usted es un buen tipo. Y mamá
también era buena gente. No hablábamos mucho de ella y yo. En casa, o reinaba el silencio,
o tenía la palabra mi padre. Pero el Viejo hablaba casi exclusivamente cuando venía
borracho, o sea casi todas las noches, y entonces más bien gritaba. Los tres le teníamos
miedo: mamá, mi hermanita Mirta y yo. Ahora tengo trece años y medio, y aprendí muchas
cosas, entre otras que los tipos que gritan y castigan e insultan, son en el fondo unos pobres
diablos. Pero entonces yo era mucho más chico y no lo sabía. Mirta no lo sabe ni siquiera
ahora, pero ella es tres años menor que yo, y sé que a veces en la noche se despierta
llorando. Es el miedo. ¿Usted alguna vez tuvo miedo? A Mirta siempre le parece que el
Viejo va a aparecer borracho, y que se va a quitar el cinturón para pegarle. Todavía no se ha
acostumbrado a la nueva situación. Yo, en cambio, he tratado de acostumbrarme. Usted
apareció hace un año y medio, pero el Viejo se emborrachaba desde hace mucho más, y no
bien agarró ese vicio nos empezó a pegar a los tres. A Mirta y a mí nos daba con el cinto,
duele bastante, pero a mamá le pegaba con el puño cerrado. Porque sí nomás, sin mayor
motivo: porque la sopa estaba demasiado caliente, o porque estaba demasiado fría, o porque
no lo había esperado despierta hasta las tres de la madrugada, o porque tenía los ojos
hinchado de tanto llorar. Después, con el tiempo, mamá dejó de llorar. Yo no sé cómo
hacía, pero cuando él le pegaba, ella ni siquiera se mordía los labios, y no lloraba, y eso al
Viejo le daba todavía más rabia. Ella era consciente de eso, y sin embargo prefería no
llorar. Usted conoció a mamá cuando ella ya había aguantado y sufrido mucho, pero sólo
cuatro años antes (me acuerdo perfectamente) todavía era muy linda y tenía buenos colores.
Además era una mujer fuerte. Algunas noches, cuando por fin el Viejo caía
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©Oscar Pizarro González 2011
estrepitosamente y de inmediato empezaba a roncar, entre ella y yo lo levantábamos y lo
llevábamos hasta la cama. Era pesadísimo, y además aquello era como levantar a un
muerto. La que hacía casi toda la fuerza era ella. Yo apenas si me encargaba de sostener
una pierna, con el pantalón todo embarrado y el zapato marrón con los cordones sueltos.
Usted seguramente creerá que el Viejo toda la vida fue un bruto. Pero no. A papá lo
destruyó una porquería que le hicieron. Y se la hizo precisamente un primo de mamá, ese
que trabaja en el Municipio. Yo no supe nunca en qué consistió la porquería, pero mamá
disculpaba en cierto modo los arranques del Viejo porque ella se sentía un poco responsable
de que alguien de su propia familia lo hubiera perjudicado en aquella forma. No supe nunca
qué clase de porquería le hizo, pero la verdad era que papá, cada vez que se emborrachaba,
se lo reprochaba como si ella fuese la única culpable. Antes de la porquería, nosotros
vivíamos muy bien. No en cuanto a la plata, porque tanto yo como mi hermana nacimos en
el mismo apartamento (casi un conventillo) junto a Villa Dolores, el sueldo de papá nunca
alcanzó para nada, y mamá siempre tuvo que hacer milagros para darnos de comer y
comprarnos de vez en cuando alguna tricota o algún par de alpargatas. Hubo muchos días
en que pasábamos hambre (si viera qué feo es pasar hambre), pero en esa época por lo
menos había paz. El Viejo no se emborrachaba, ni nos pegaba, y a veces hasta nos llevaba a
la matinée. Algún raro domingo en que había plata. Yo creo que ellos nunca se quisieron
demasiado. Eran muy distintos. Aún antes de la porquería, cuando papá todavía no tomaba,
ya era un tipo bastante alunado. A veces se levantaba al mediodía y no le hablaba a nadie,
pero por lo menos no nos pegaba ni la insultaba a mamá. Ojalá hubiera seguido así toda la
vida. Claro que después vino la porquería y él se derrumbó, y empezó a ir al boliche y a
llegar siempre después de media noche, con un olor a grapa que apestaba. En los últimos
tiempos todavía era peor, porque también se emborrachaba de día y ni siquiera nos dejaba
ese respiro. Estoy seguro de que los vecinos escuchaban todos los gritos, pero nadie decía
nada, claro, porque papá es un hombre grandote y le tenían miedo. También yo le tenía
miedo, no sólo por mi y por Mirta, sino especialmente por mamá. A veces yo no iba a la
escuela, no para hacer la rabona, sino para quedarme rondando la casa, ya que siempre
temía que el Viejo llegara durante el día, más borracho que de costumbre, y la moliera a
golpes. Yo no la podía defender, usted ve lo flaco y menudo que soy, y todavía entonces lo
era más, pero quería estar cerca para avisar a la policía. ¿Usted se enteró de que ni papá ni
mamá eran de ese ambiente? Mis abuelos de uno y otro lado, no diré que tienen plata, pero
por lo menos viven en lugares decentes, con balcones a la calle y cuartos con bidet y
bañera. Después que pasó todo, Mirta se fue a vivir con mi abuela Juana, la madre de mi
papá, y yo estoy por ahora en casa de mi abuela Blanca, la madre de mamá. Ahora casi se
pelearon por recogernos, pero cuando papá y mamá se casaron, ellas se habían opuesto a
ese matrimonio (ahora pienso que a lo mejor tenían razón) y cortaron las relaciones con
nosotros. Digo nosotros, porque papá y mamá se casaron cuando yo ya tenía seis meses.
Eso me lo contaron una vez en la escuela, y yo le reventé la nariz al Beto, pero cuando se lo
pregunté a mamá, ella me dijo que era cierto. Bueno, yo tenía ganas de hablar con usted,
porque (no sé qué cara va a poner) usted fue importante para mí, sencillamente porque fue
importante para mi mamá. Yo la quise bastante, como es natural, pero creo que nunca podré
decírselo. Teníamos siempre tanto miedo, que no nos quedaba tiempo para mimos. Sin
embargo, cuando ella no me veía, yo la miraba y sentía no sé qué, algo así como una
emoción que no era lástima, sino una mezcla de cariño y también de rabia por verla todavía
joven y tan acabada, tan agobiada por una culpa que no era suya, y por un castigo que no se
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merecía. Usted a lo mejor se dio cuenta, pero yo le aseguro que mi madre era inteligente,
por cierto bastante más que mi padre, creo, y eso era para mi lo peor: saber que ella veía esa
vida horrible con los ojos bien abiertos, porque ni la miseria ni los golpes ni siquiera el
hambre, consiguieron nunca embrutecerla. La ponían triste, eso sí. A veces se le formaban
unas ojeras casi azules, pero se enojaba cuando yo le preguntaba si le pasaba algo. En
realidad, se hacía la enojada. Nunca la vi realmente mala conmigo. Ni con nadie. Pero antes
de que usted apareciera, yo había notado que cada vez estaba más deprimida, más apagada,
más sola. Tal vez por eso fue que pude notar mejor la diferencia. Además, una noche llegó
un poco tarde (aunque siempre mucho antes que papá) y me miró de una manera distinta,
tan distinta que yo me di cuenta de que algo sucedía. Como si por primera vez se enterara
de que yo era capaz de comprenderla. Me abrazó fuerte, como con vergüenza, y después me
sonrió. ¿Usted se acuerda de su sonrisa? Yo sí me acuerdo. A mí me preocupó tanto ese
cambio, que falté dos o tres veces al trabajo (en los últimos tiempos hacía el reparto de un
almacén) para seguirla y saber de qué se trataba. Fue entonces que los vi. A usted y a ella.
Yo también me quedé contento. La gente puede pensar que soy un desalmado, y quizá no
esté bien eso de haberme alegrado porque mi madre engañaba a mi padre. Puede pensarlo.
Por eso nunca lo digo. Con usted es distinto. Usted la quería. Y eso para mí fue algo así
como una suerte. Porque ella se merecía que la quisieran. Usted la quería ¿verdad que sí?
Yo los vi muchas veces y estoy casi seguro. Claro que al Viejo también trato de
comprenderlo. Es difícil, pero trato. Nunca lo pude odiar, ¿me entiende? Será porque, pese
a lo que hizo, sigue siendo mi padre. Cuando nos pegaba, a Mirta y a mí, o cuando
arremetía contra mamá, en medio de mi terror yo sentía lástima. Lástima por él, por ella,
por Mirta, por mí. También la siento ahora, ahora que él ha matado a mamá y quién sabe
por cuánto tiempo estará preso. Al principio, no quería que yo fuese, pero hace por lo
menos un mes que voy a visitarlo a Miquelete y acepta verme. Me resulta extraño verlo al
natural, quiero decir sin encontrarlo borracho. Me mira, y la mayoría de las veces no dice
nada. Yo creo que cuando salga, ya no me va a pegar. Además, yo seré un hombre, a lo
mejor me habré casado y hasta tendré hijos. Pero yo a mis hijos no les pegaré, ¿no le
parece? Además estoy seguro de que papá no habría hecho lo que hizo si no hubiese estado
tan borracho. ¿O usted cree lo contrario? ¿Usted cree que, de todos modos hubiera matado
a mamá esa tarde en que, por seguirme y castigarme a mí, dio finalmente con ustedes dos?
No me parece. Fíjese que a usted no le hizo nada. Sólo más tarde, cuando tomó más grapa
que de costumbre, fue que arremetió contra mamá. Yo pienso que, en otras condiciones, él
habría comprendido que mamá necesitaba cariño, necesitaba simpatía, y que él en cambio
sólo le había dado golpes. Porque mamá era buena. Usted debe saberlo tan bien como yo.
Por eso, hace un rato, cuando usted se me acercó y me invitó a tomar un capuchino con
tostadas, aquí en el mismo café donde se citaba con ella, yo sentí que tenía que contarle
todo esto. A lo mejor usted no lo sabía, o sólo sabía una parte, porque mamá era muy
callada y sobre todo no le gustaba hablar de sí misma. Ahora estoy seguro de que hice bien.
Porque usted está llorando, y, ya que mamá está muerta, eso es algo así como un premio
para ella, que no lloraba nunca.
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La trama celeste
Alfonso Bioy Casares
Cuando el capitán Ireneo Morris y el doctor Carlos Alberto Servian, médico
homeópata, desaparecieron, un 20 de diciembre, de Buenos Aires, los diarios apenas
comentaron el hecho. Se dijo que había gente engañada, gente complicada y que una
comisión estaba investigando; se dijo también que el escaso radio de acción del aeroplano
utilizado por los fugitivos permitía afirmar que éstos no habían ido muy lejos. Yo recibí en
esos días una encomienda; contenía: tres volúmenes in quarto (las obras completas del
comunista Luis Augusto Blanqui); un anillo de escaso valor (un aguamarina en cuyo fondo
se veía la efigie de una diosa con cabeza de caballo); unas cuantas páginas escritas a
máquina —Las aventuras del capitán Morris— firmadas C. A. S. Transcribiré esas páginas.
LAS AVENTURAS DEL CAPITÁN MORRIS
Este relato podría empezar con alguna leyenda celta que nos hablara del viaje de un
héroe a un país que está del otro lado de una fuente, o de una infranqueable prisión hecha
de ramas tiernas, o de un anillo que torna invisible a quien lo lleva, o de una nube mágica, o
de una joven llorando en el remoto fondo de un espejo que está en la mano del caballero
destinado a salvarla, o de la busca, interminable y sin esperanza, de la tumba del rey
Arturo:
Ésta es la tumba de March y ésta la de Gwythyir;
ésta es la tumba de Gwgawn Gleddyffreidd;
pero la tumba de Arturo es desconocida.
También podría empezar con la noticia, que oí con asombro y con indiferencia, de
que el tribunal militar acusaba de traición al capitán Morris. O con la negación de la
astronomía. O con una teoría de esos movimientos, llamados "pases", que se emplean para
que aparezcan o desaparezcan los espíritus.
Sin embargo, yo elegiré un comienzo menos estimulante; si no lo favorece la magia,
lo recomienda el método. Esto no importa un repudio de lo sobrenatural, menos aún el
repudio de las alusiones o invocaciones del primer párrafo.
Me llamo Carlos Alberto Servian, y nací en Rauch; soy armenio. Hace ocho siglos
que mi país no existe; pero deje que un armenio se arrime a su árbol genealógico: toda su
descendencia odiará a los turcos. "Una vez armenio, siempre arrnenio." Somos como una
sociedad secreta, como un clan, y dispersos por los continentes, la indefinible sangre, unos
ojos y una nariz que se repiten, un modo de comprender y de gozar la tierra, ciertas
habilidades, ciertas intrigas, ciertos desarreglos en que nos reconocemos, la apasionada
belleza de nuestras mujeres, nos unen.
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Soy, además, hombre soltero y, como el Quijote, vivo (vivía) con una sobrina: una
muchacha agradable, joven y laboriosa. Añadiría otro calificativo —tranquila—, pero debo
confesar que en los últimos tiempos no lo mereció. Mi sobrina se entretenía en hacer las
funciones de secretaria, y, como no tengo secretaria, ella misma atendía el teléfono, pasaba
en limpio y arreglaba con certera lucidez las historias médicas y las sintomatologías que yo
apuntaba al azar de las declaraciones de los enfermos (cuya regla común es el desorden) y
organizaba mi vasto archivo. Practicaba otra diversión no menos inocente: ir conmigo al
cinematógrafo los viernes a la tarde. Esa tarde era viernes.
Se abrió la puerta; un joven militar entró, enérgicamente, en el consultorio.
Mi secretaria estaba a mi derecha, de pie, atrás de la mesa, y me extendía, impasible,
una de esas grandes hojas en que apunto los datos que me dan los enfermos. El joven
militar se presentó sin vacilaciones —era el teniente Kramer— y después de mirar
ostensiblemente a mi secretaria, preguntó con voz firme:
—¿Hablo?
Le dije que hablara. Continuó:
—El capitán Ireneo Morris quiere verlo. Está detenido en el Hospital Militar.
Tal vez contaminado por la marcialidad de mi interlocutor, respondí:
—A sus órdenes.
—¿Cuándo irá?—preguntó Kramer.
—Hoy mismo. Siempre que me dejen entrar a estas horas...
—Lo dejarán—declaró Kramer, y con movimientos ruidosos y gimnásticos hizo la
venia. Se retiró en el acto.
Miré a mi sobrina; estaba demudada. Sentí rabia y le pregunté qué le sucedía. Me
interpeló:
—¿Sabes quién es la única persona que te interesa?
Tuve la ingenuidad de mirar hacia donde me señalaba. Me vi en el espejo. Mi
sobrina salió del cuarto, corriendo.
Desde hacía un tiempo estaba menos tranquila. Además había tomado la costumbre
de llamarme egoísta. Parte de la culpa de esto la atribuyo a mi ex libris. Lleva triplemente
inscrita —en griego, en latín y en español— la sentencia Conócete a ti mismo (nunca
sospeché hasta dónde me llevaría esta sentencia) y me reproduce contemplando, a través de
una lupa, mi imagen en un espejo. Mi sobrina ha pegado miles de estos ex libris en miles de
volúmenes de mi versátil biblioteca. Pero hay otra causa para esta fama de egoísmo. Yo era
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un metódico, y los hombres metódicos, los que sumidos en oscuras ocupaciones
postergamos los caprichos de las mujeres, parecemos locos, o imbéciles, o egoístas.
Atendí (confusamente) a dos clientes y me fui al Hospital Militar.
Habían dado las seis cuando llegué al viejo edificio de la calle Pozos. Después de
una solitaria espera y de un cándido y breve interrogatorio me condujeron a la pieza
ocupada por Morris. En la puerta había un centinela con bayoneta. Adentro, muy cerca de
la cama de Morris, dos hombres que no me saludaron jugaban al dominó.
Con Morris nos conocemos de toda la vida; nunca fuimos amigos. He querido
mucho a su padre. Era un viejo excelente, con la cabeza blanca, redonda, rapada, y los ojos
azules, excesivamente duros y despiertos; tenía un ingobernable patriotismo galés, una
incontenible manía de contar leyendas celtas. Durante muchos años (los más felices de mi
vida) fue mi profesor. Todas las tardes estudiábamos un poco, él contaba y yo escuchaba
las aventuras de los mabinogion, y en seguida reponíamos fuerzas tomando unos mates con
azúcar quemada. Por los patios andaba Ireneo; cazaba pájaros y ratas, y con un
cortaplumas, un hilo y una aguja, combinaba cadáveres heterogéneos; el viejo Morris decía
que Ireneo iba a ser médico. Yo iba a ser inventor, porque aborrecía los experimentos de
Ireneo y porque alguna vez había dibujado una bala con resortes, que permitiría los más
envejecedores viajes interplanetarios, y un motor hidráulico, que, puesto en marcha, no se
detendría nunca. Ireneo y yo estábamos alejados por una mutua y consciente antipatía.
Ahora, cuando nos encontramos, sentimos una gran dicha, una floración de nostalgias y de
cordialidades, repetimos un breve diálogo con fervientes alusiones a una amistad y a un
pasado imaginarios, y en seguida no sabemos qué decirnos.
El País de Gales, la tenaz corriente celta, había acabado en su padre. Ireneo es
tranquilamente argentino, e ignora y desdeña por igual a todos los extranjeros. Hasta en su
apariencia es típicamente argentino (algunos lo han creído sudamericano): más bien chico,
delgado, fino de huesos, de pelo negro—muy peinado, reluciente—, de mirada sagaz.
Al verme pareció emocionado (yo nunca lo había visto emocionado, ni siquiera en
la noche de la muerte de su padre). Me dijo con voz clara; como para que oyeran los que
jugaban al dominó:
—Dame esa mano. En estas horas de prueba has demostrado ser el único amigo.
Esto me pareció un agradecimiento excesivo para mi visita. Morris continuó:
—Tenemos que hablar de muchas cosas, pero comprenderás que ante un par de
circunstancias así—miró con gravedad a los dos hombres—prefiero callar. Dentro de pocos
días estaré en casa; entonces será un placer recibirte.
Creí que la frase era una despedida. Morris agregó que "si no tenía apuro" me
quedara un rato.
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—No quiero olvidarme —continuó—. Gracias por los libros.
Murmuré algo, confusamente. Ignoraba qué libros me agradecía. He cometido
errores, no el de mandar libros a Ireneo.
Habló de accidentes de aviación; negó que hubiera lugares —El Palomar, en Buenos
Aires; el Valle de los Reyes, en Egipto— que irradiaran corrientes capaces de
provocarlos.
En sus labios, "el Valle de los Reyes" me pareció increíble. Le pregunté cómo lo
conocía.
—Son las teorías del cura Moreau —repuso Morris—. Otros dicen que nos falta
disciplina. Es contraria a la idiosincrasia de nuestro pueblo, si me seguís. La aspiración
del aviador criollo es aeroplanos como la gente. Si no, acordate de las proezas de Mira,
con el Golondrina, una lata de conservas atada con alambres.
Le pregunté por su estado y por el tratamiento a que lo sometían. Entonces fui yo
quien habló en voz bien alta, para que oyeran los que jugaban al dominó.
—No admitas inyecciones. Nada de inyecciones. No te envenenes la sangre. Toma
un Depuratum 6 y después un Árnica 10000. Sos un caso típico de Árnica. No lo olvides:
dosis infinitesimales.
Me retiré con la impresión de haber logrado un pequeño triunfo. Pasaron tres
semanas. En casa hubo pocas novedades. Ahora, retrospectivamente, quizá descubra que mi
sobrina estuvo más atenta que nunca, y menos cordial. Según nuestra costumbre los dos
viernes siguientes fuimos al cinematógrafo; pero el tercer viernes, cuando entré en su
cuarto, no estaba. Había salido, ¡había olvidado que esa tarde iríamos al cinematógrafo!
Después llegó un mensaje de Morris. Me decía que ya estaba en su casa y que fuera
a verlo cualquier tarde.
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Me recibió en el escritorio. Lo digo sin reticencias: Morris había mejorado. Hay
naturalezas que tienden tan invenciblemente al equilibrio de la salud, que los peores
venenos inventados por la alopatía no las abruman.
Al entrar en esa pieza tuve la impresión de retroceder en el tiempo; casi diría que me
sorprendió no encontrar al viejo Morris (muerto hace diez años), aseado y benigno,
administrando con reposo los impedimenta del mate. Nada había cambiado. En la biblioteca
encontré los mismos libros, los mismos bustos de Lloyd George y de William Morris, que
habían contemplado mi agradable y ociosa juventud, ahora me contemplaban; y en la pared
colgaba el horrible cuadro que sobrecogió mis primeros insomnios: la muerte de Griffith ap
Rhys, conocido como el fulgor y el poder y la dulzura de los varones del sur.
Traté de llevarlo inmediatamente a la conversación que le interesaba. Dijo que sólo
tenía que agregar unos detalles a lo que me había expuesto en su carta. Yo no sabía qué
responder; yo no había recibido ninguna carta de Ireneo. Con súbita decisión le pedí que si
no le fatigaba me contara todo desde el principio.
Entonces Ireneo Morris me relató su misteriosa historia.
Hasta el 23 de junio pasado había sido probador de los aeroplanos del ejército.
Primero cumplió esas funciones en la fábrica militar de Córdoba, últimamente había
conseguido que lo trasladaran a la base del Palomar.
Me dio su palabra de que él, como probador, era una persona importante. Había
hecho más vuelos de ensayo que cualquier aviador americano (sur y centro). Su resistencia
era extraordinaria.
Tanto había repetido esos vuelos de prueba, que, automáticamente, inevitablemente,
llegó a ejecutar uno solo.
Sacó del bolsillo una libreta y en una hoja en blanco trazó una serie de líneas en
zigzag; escrupulosamente anotó números (distancias, alturas, graduación de ángulos);
después arrancó la hoja y me la obsequió. Me apresuré a agradecerle. Declaró que yo
poseía "el esquema clásico de sus pruebas".
Alrededor del 15 de junio le comunicaron que en esos días probaría un nuevo
Breguet —el 309— monoplaza, de combate. Se trataba de un aparato construido según una
patente francesa de hacía dos o tres años y el ensayo se cumpliría con bastante secreto.
Morris se fue a su casa, tomó una libreta de apuntes —"como lo había hecho hoy"—,
dibujó el esquema —"el mismo que yo tenía en el bolsillo"—. Después se entretuvo en
complicarlo; después —"en ese mismo escritorio donde nosotros departíamos
amigablemente"— imaginó esos agregados, los grabó en la memoria.
El 23 de junio, alba de una hermosa y terrible aventura, fue un día gris, lluvioso.
Cuando Morris llegó al aeródromo, el aparato estaba en el hangar. Tuvo que esperar que lo
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sacaran. Caminó para no enfermarse de frío, consiguió que se le empaparan los pies.
Finalmente, apareció el Breguet. Era un monoplano de alas bajas, "nada del otro mundo, te
aseguro". Lo inspeccionó someramente. Morris me miró en los ojos y en voz baja me
comunicó: el asiento era estrecho, notablemente incómodo. Recordó que el indicador de
combustible marcaba "lleno" y que en las alas el Breguet no tenía ninguna insignia. Dijo
que saludó con la mano y que en seguida el ademán le pareció falso. Corrió unos quinientos
metros y despegó. Empezó a cumplir lo que él llamaba su "nuevo esquema de prueba".
Era el probador más resistente de la República. Pura resistencia física, me aseguró.
Estaba dispuesto a contarme la verdad. Aunque yo no podía creerlo, de pronto se le nubló la
vista. Aquí Morris habló mucho; llegó a exaltarse; por mi parte, olvidé el "compadrito"
peinado que tenía enfrente; seguí el relato: poco después de emprender los ejercicios
nuevos sintió que la vista se le nublaba, se oyó decir "qué vergüenza, voy a perder el
conocimiento", embistió una vasta mole oscura (quizá una nube), tuvo una visión efímera y
feliz, como la visión de un radiante paraíso... Apenas consiguió enderezar el aeroplano
cuando estaba por tocar el campo de aterrizaje.
Volvió en sí. Estaba dolorosamente acostado en una cama blanca, en un cuarto alto,
de paredes blancuzcas y desnudas. Zumbó un moscardón; durante algunos segundos creyó
que dormía la siesta, en el campo. Después supo que estaba herido; que estaba detenido;
que estaba en el Hospital Militar. Nada de esto le sorprendió, pero todavía tardó un rato en
recordar el accidente. Al recordarlo tuvo la verdadera sorpresa: no comprendía cómo había
perdido el conocimiento. Sin embargo, no lo perdió una sola vez... De esto hablaré mas
adelante.
La persona que lo acompañaba era una mujer. La miró. Era una enfermera.
Dogmático y discriminativo, habló de mujeres en general. Fue desagradable. Dijo que había
un tipo de mujer, y hasta una mujer determinada y única, para el animal que hay en el
centro de cada hombre, y agregó algo en el sentido de que era un infortunio encontrarla,
porque el hombre siente lo decisiva que es para su destino y la trata con temor y con
torpeza, preparándose un futuro de ansiedad y de monótona frustración. Afirmó que, para el
hombre "como es debido", entre las demás mujeres no habrá diferencias notables, ni
peligros. Le pregunté si la enfermera correspondía a su tipo. Me respondió que no, y aclaró:
"Es una mujer plácida y maternal, pero bastante linda."
Continuó su relato. Entraron unos oficiales (precisó las jerarquías). Un soldado trajo
una mesa y una silla; se fue, y volvió con una máquina de escribir. Se sentó frente a la
máquina, y escribió en silencio. Cuando el soldado se detuvo, un oficial interrogó a Morris:
—¿Su nombre?
No le sorprendió esta pregunta. Pensó: "mero formulismo". Dijo su nombre, y tuvo
el primer signo del horrible complot que inexplicablemente lo envolvía. Todos los oficiales
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rieron. Él nunca había imaginado que su nombre fuera ridículo. Se enfureció. Otro de los
oficiales dijo:
—Podía inventar algo menos increíble. —Ordenó al soldado de la máquina—:
Escriba, no más.
—¿Nacionalidad?
—Argentino —afirmó sin vacilaciones.
—¿Pertenece al ejército?
Tuvo una ironía:
—Yo soy el del accidente, y ustedes parecen los golpeados.
Si rieron un poco (entre ellos, como si Morris estuviera ausente).
Continuó:
—Pertenezco al ejército, con grado de capitán, regimiento 7, escuadrilla novena.
—¿Con base en Montevideo? —preguntó sarcásticamente uno de los oficiales.
—En Palomar —respondió Morris.
Dio su domicilio: Bolívar 971. Los oficiales se retiraron. Volvieron al día siguiente,
ésos y otros. Cuando comprendió que dudaban de su nacionalidad, o que simulaban dudar,
quiso levantarse de la cama, pelearlos. La herida y la tierna presión de la enfermera lo
contuvieron. Los oficiales volvieron a la tarde del otro día, a la mañana del siguiente. Hacía
un calor tremendo; le dolía todo el cuerpo; me confesó que hubiera declarado cualquier
cosa para que lo dejaran en paz.
¿Qué se proponían? ¿Por qué ignoraban quién era? ¿Por qué lo insultaban, por qué
simulaban que no era argentino? Estaba perplejo y enfurecido. Una noche la enfermera lo
tomó de la mano y le dijo que no se defendía juiciosamente. Respondió que no tenía de qué
defenderse. Pasó la noche despierto, entre accesos de cólera, momentos en que estaba
decidido a encarar con tranquilidad la situación, y violentas reacciones en que se negaba a
"entrar en ese juego absurdo". A la mañana quiso pedir disculpas a la enfermera por el
modo con que la había tratado; comprendía que la intención de ella era benévola, "y no es
fea, me entendés"; pero como no sabía pedir disculpas, le preguntó irritadamente qué le
aconsejaba. La enfermera le aconsejó que llamara a declarar a alguna persona de
responsabilidad.
Cuando vinieron los oficiales dijo que era amigo del teniente Kramer y del teniente
Viera, del capitán Faverio, de los tenientes coroneles Margaride y Navarro.
A eso de las cinco apareció con los oficiales el teniente Kramer, su amigo de toda la
vida. Morris dijo con vergüenza que "después de una conmoción, el hombre no es el
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mismo" y que al ver a Kramer sintió lágrimas en los ojos. Reconoció que se incorporó en la
cama y abrió los brazos cuando lo vio entrar. Le gritó:
—Vení, hermano.
Kramer se detuvo y lo miró impávidamente. Un oficial le preguntó:
—Teniente Kramer, ¿conoce usted al sujeto?
La voz era insidiosa. Morris dice que esperó —esperó que el teniente Kramer, con
una súbita exclamación cordial, revelara su actitud como parte de una broma—... Kramer
contestó con demasiado calor, como si temiera no ser creído:
—Nunca lo he visto. Mi palabra que nunca lo he visto.
Le creyeron inmediatamente, y la tensión que durante unos segundos hubo entre
ellos desapareció. Se alejaron: Morris oyó las risas de los oficiales, y la risa franca de
Kramer, y la voz de un oficial que repetía "A mí no me sorprende, créame que no me
sorprende. Tiene un descaro."
Con Viera y con Margaride la escena volvió a repetirse, en lo esencial. Hubo mayor
violencia. Un libro —uno de los libros que yo le habría enviado— estaba debajo de las
sábanas, al alcance de su mano y alcanzó el rostro de Viera cuando éste simuló que no se
conocían. Morris dio una descripción circunstanciada que no creo íntegramente. Aclaro: no
dudo de su coraje, sí de su velocidad epigramática. Los oficiales opinaron que no era
indispensable llamar a Faverio, que estaba en Mendoza. Imaginó entonces tener una
inspiración; pensó que si las amenazas convertían en traidores a los jóvenes, fracasarían
ante el general Huet, antiguo amigo de su casa, que siempre había sido con él como un
padre, o, más bien, como un rectísimo padrastro.
Le contestaron secamente que no había, que nunca hubo, un general de nombre tan
ridículo en el ejército argentino.
Morris no tenía miedo; tal vez si hubiera conocido el miedo se hubiera defendido
mejor. Afortunadamente, le interesaban las mujeres, "y usted sabe cómo les gusta agrandar
los peligros y lo cavilosas que son". La otra vez la enfermera le había tomado la mano para
convencerlo del peligro que lo amenazaba; ahora Morris la miró en los ojos y le preguntó el
significado de la confabulación que había contra él. La enfermera repitió lo que había oído:
su afirmación de que el 23 había probado el Breguet en El Palomar era falsa; en El Palomar
nadie había probado aeroplanos esa tarde. El Breguet era de un tipo recientemente adoptado
por el ejército argentino, pero su numeración no correspondía a la de ningún aeroplano del
ejército argentino. "¿Me creen espía?", preguntó con incredulidad. Sintió que volvía a
enfurecerse. Tímidamente, la enfermera respondió: "Creen que ha venido de algún país
hermano." Morris le juró como argentino que era argentino, que no era espía; ella pareció
emocionada, y continuó en el mismo tono de voz: "El uniforme es igual al nuestro; pero
han descubierto que las costuras son diferentes." Agregó: "Un detalle imperdonable", y
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Morris comprendió que ella tampoco le creía. Sintió que se ahogaba de rabia, y, para
disimular, la besó en la boca y la abrazó.
A los pocos días la enfermera le comunicó: "Se ha comprobado que diste un
domicilio falso." Morris protestó inútilmente; la mujer estaba documentada: el ocupante de
la casa era el señor Carlos Grimaldi. Morris tuvo la sensación del recuerdo, de la amnesia.
Le pareció que ese nombre estaba vinculado a alguna experiencia pasada; no pudo
precisarla.
La enfermera le aseguró que su caso había determinado la formación de dos grupos
antagónicos: el de los que sostenían que era extranjero y el de los que sostenían que era
argentino. Más claramente: unos querían desterrarlo; otros fusilarlo.
—Con tu insistencia de que sos argentino —dijo la mujer— ayudás a los que
reclaman tu muerte.
Morris le confesó que por primera vez había sentido en su patria "el desamparo que
sienten los que visitan otros países". Pero seguía no temiendo nada.
La mujer lloró tanto que él, por fin, le prometió acceder a lo que pidiera. "Aunque te
parezca ridículo, me gustaba verla contenta." La mujer le pidió que "reconociera" que no
era argentino. "Fue un golpe terrible, como si me dieran una ducha. Le prometí
complacerla, sin ninguna intención de cumplir la promesa." Opuso dificultades:
—Digo que soy de tal país. Al día siguiente contestan de ese país que mi
declaración es falsa.
—No importa —afirmó la enfermera—. Ningún país va a reconocer que manda espías.
Pero con esa declaración y algunas influencias que yo mueva, tal vez triunfen los
partidarios del destierro, si no es demasiado tarde.
Al otro día un oficial fue a tomarle declaración. Estaban solos; el hombre le dijo:
—Es un asunto resuelto. Dentro de una semana firman la sentencia de muerte.
Morris me explicó:
—No me quedaba nada que perder...
"Para ver lo que sucedía", le dijo al oficial:
—Confieso que soy uruguayo.
A la tarde confesó la enfermera: le dijo a Morris que todo había sido una
estratagema; que había temido que no cumpliera su promesa; el oficial era amigo y llevaba
instrucciones para sacarle la declaración. Morris comentó brevemente:—Si era otra mujer,
la azoto.
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Su declaración no había llegado a tiempo; la situación empeoraba. Según la
enfermera, la única esperanza estaba en un señor que ella conocía y cuya identidad no podía
revelar. Este señor quería verlo antes de interceder en su favor.
—Me dijo francamente—aseguró Morris—: trató de evitar la entrevista. Temía que
yo causara mala impresión. Pero el señor quería verme y era la última esperanza que nos
quedaba. Me recomendó no ser intransigente.
—El señor no vendrá al hospital—dijo la enfermera.
—Entonces no hay nada que hacer—respondió Morris, con alivio.
La enfermera siguió:
—La primera noche que tengamos centinelas de confianza, vas a verlo. Ya estás
bien, irás solo.
Se sacó un anillo del dedo anular y se lo entregó.
—Lo calcé en el dedo meñique. Es una piedra, un vidrio o un brillante, con la
cabeza de un caballo en el fondo. Debía llevarlo con la piedra hacia el interior de la mano, y
los centinelas me dejarían entrar y salir como si no me vieran.
La enfermera le dio instrucciones. Saldría a las doce y media y debía volver antes de
señor.
—¿Tenés el papel? —le pregunté.
—Sí, creo que sí —respondió, y lo buscó en su billetera. Me lo entregó
displicentemente.
Era un papelito azul; la dirección —Márquez 6890— estaba escrita con letra
femenina y firme ("del Sacré-Coeur", declaró Morris, con inesperada erudición).
—¿Cómo se llama la enfermera?—inquirí por simple curiosidad.
Morris pareció incomodo. Finalmente, dijo:
—La llamaban Idibal. Ignoro si es nombre o apellido.
Continuó su relato:
Llegó la noche fijada para la salida. Idibal no apareció. Él no sabía qué hacer. A las
doce y media resolvió salir.
Le pareció inútil mostrar el anillo al centinela que estaba en la puerta de su cuarto.
El hombre levantó la bayoneta. Morris mostró el anillo; salió libremente. Se recostó contra
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una puerta: a lo lejos, en el fondo del corredor, había visto a un cabo. Después, siguiendo
indicaciones de Idibal, bajó por una escalera de servicio y llegó a la puerta de calle. Mostró
el anillo y salió.
Tomó un taxímetro; dio la dirección apuntada en el papel. Anduvieron más de
media hora; rodearon por Juan B. Justo y Gaona los talleres del F.C.O. y tomaron una calle
arbolada, hacia el limite de la ciudad; después de cinco o seis cuadras se detuvieron ante
una iglesia que emergía, copiosa de columnas y de cúpulas, entre las casas bajas del barrio,
blanca en la noche.
Creyó que había un error; miró el número en el papel: era el de la iglesia.
—¿Debías esperar afuera o adentro? —interrogué.
El detalle no le incumbía; entró. No vio a nadie. Le pregunté cómo era la iglesia.
Igual a todas, contestó. Después supe que estuvo un rato junto a una fuente con peces, en la
que caían tres chorros de agua.
Apareció "un cura de esos que se visten de hombres, como los del Ejército de
Salvación" y le preguntó si buscaba a alguien. Dijo que no. El cura se fue; al rato volvió a
pasar. Estas venidas se repitieron tres o cuatro veces. Aseguró Morris que era admirable la
curiosidad del sujeto, y que él ya iba a interpelarlo; pero que el otro le preguntó si tenía "el
anillo del convivio".
—¿El anillo del qué?... —preguntó Morris. Y continuó explicándome:— Imaginate
¿cómo se me iba a ocurrir que hablaba del anillo que me dio Idibal?
El hombre le miró curiosamente las manos, y le ordenó:
—Muéstreme ese anillo.
Morris tuvo un movimiento de repulsión; después mostró el anillo.
El hombre lo llevó a la sacristía y le pidió que le explicara el asunto. Oyó el relato
con aquiescencia; Morris aclara: "Como una explicación más o menos hábil, pero falsa;
seguro de que no pretendería engañarlo, de que él oiría, finalmente, la explicación
verdadera, mi confesión."
Cuando se convenció de que Morris no hablaría más, se irritó y quiso terminar la
entrevista. Dijo que trataría de hacer algo por él.
Al salir, Morris buscó Rivadavia. Se encontró frente a dos torres que parecían la
entrada de un castillo o de una ciudad antigua; realmente eran la entrada de un hueco,
interminable en la oscuridad. Tuvo la impresión de estar en un Buenos Aires sobrenatural y
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siniestro. Caminó unas cuadras; se cansó; llegó a Rivadavia, tomó un taxímetro y le dio la
dirección de su casa: Bolívar 971.
Se bajó en Independencia y Bolívar; caminó hasta la puerta de la casa. No eran
todavía las dos de la mañana. Le quedaba tiempo.
Quiso poner la llave en la cerradura; no pudo. Apretó el timbre. No le abrían;
pasaron diez minutos. Se indignó de que la sirvientita aprovechara su ausencia —su
desgracia— para dormir afuera. Apretó el timbre con toda su fuerza. Oyó ruidos que
parecían venir de muy lejos; después, una serie de golpes —uno seco, otro fugaz—
rítmicos, crecientes. Apareció, enorme en la sombra, una figura humana. Morris se bajó el
ala del sombrero y retrocedió hasta la parte menos iluminada del zaguán. Reconoció
inmediatamente a ese hombre soñoliento y furioso y tuvo la impresión de ser él quien
estaba soñando. Se dijo: "Si, el rengo Grimaldi, Carlos Grimaldi." Ahora recordaba el
nombre. Ahora, increíblemente, estaba frente al inquilino que ocupaba la casa cuando su
padre la compró, hacía más de quince años.
Grimaldi irrumpió:
—¿Qué quiere?
Morris recordó el astuto empecinamiento del hombre en quedarse en la casa y las
infructuosas indignaciones de su padre, que decía "lo voy a sacar con el carrito de la
Municipalidad", y le mandaba regalos para que se fuera.
—¿Está la señorita Carmen Soares? —preguntó Morris, "ganando tiempo".
Grimaldi blasfemó, dio un portazo, apagó la luz. En la oscuridad, Morris oyó
alejarse los pasos alternados; después, en una conmoción de vidrios y de hierros, pasó un
tranvía; después se restableció el silencio. Morris pensó triunfalmente: "No me ha
reconocido."
En seguida sintió vergüenza, sorpresa, indignación. Resolvió romper la puerta a
puntapiés y sacar al intruso. Como si estuviera borracho, dijo en voz alta: "Voy a levantar
una denuncia en la seccional." Se preguntó qué significaba esa ofensiva múltiple y
envolvente que sus compañeros habían lanzado contra él. Decidió consultarme.
Si me encontraba en casa, tendría tiempo de explicarme los hechos. Subió a un
taxímetro, y ordenó al chofer que lo llevara al pasaje Owen. El hombre lo ignoraba. Morris
le preguntó de mal modo para qué daban exámenes. Abominó de todo: de la policía, que
deja que nuestras casas se llenen de intrusos; de los extranjeros, que nos cambian el país y
nunca aprenden a manejar. El chofer le propuso que tomara otro taxímetro. Morris le
ordenó que tomara Vélez Sársfield hasta cruzar las vías.
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Se detuvieron en las barreras; interminables trenes grises hacían maniobras. Morris
ordenó que rodeara por Toll la estación Sola. Bajó en Australia y Luzuriaga. El chofer le
dijo que le pagara; que no podía esperarlo; que no existía tal pasaje. No le contestó; caminó
con seguridad por Luzuriaga hacia el sur. El chofer lo siguió con el automóvil, insultándolo
estrepitosamente. Morris pensó que si aparecía un vigilante, el chofer y él dormirían en la
comisaría.
—Además —le dije— descubrirían que te habías fugado del hospital. La enfermera
y los que te ayudaron tal vez se verían en un compromiso.
—Eso me tenía sin inquietud—respondió Morris, y continuó el relato:
Caminó una cuadra y no encontró el pasaje. Caminó otra cuadra, y otra. El chofer
seguía protestando; la voz era más baja, el tono más sarcástico. Morris volvió sobre sus
pasos; dobló por Alvarado; ahí estaba el parque Pereyra, la calle Rochadale. Tomó
Rochadale; a mitad de cuadra, a la derecha, debían interrumpirse las casas, y dejar lugar al
pasaje Owen. Morris sintió como la antelación de un vértigo. Las casas no se
interrumpieron; se encontró en Austratia. Vio en lo alto, con un fondo de nubes nocturnas,
el tanque de la International, en Luzuriaga; enfrente debía estar el pasaje Owen; no estaba.
Miró la hora; le quedaban apenas veinte minutos.
Caminó rápidamente. Muy pronto se detuvo. Estaba, con los pies hundidos en un
espeso fango resbaladizo, ante una lúgubre serie de casas iguales, perdido. Quiso volver al
parque Pereyra; no lo encontró. Temía que el chofer descubriera que se había perdido. Vio
a un hombre, le preguntó dónde estaba el pasaje Owen. El hombre no era del barrio. Morris
siguió caminando, exasperado. Apareció otro hombre. Morris caminó hacia él;
rápidamente, el chofer se bajó del automóvil y también corrió. Morris y el chofer le
preguntaron a gritos si sabía dónde estaba el pasaje Owen. El hombre parecía asustado,
como si creyera que lo asaltaban. Respondió que nunca oyó nombrar ese pasaje; iba a decir
algo más, pero Morris lo miró amenazadoramente.
Eran las tres y cuarto de la madrugada. Morris le dijo al chofer que lo llevara a
Caseros y Entre Ríos.
En el hospital había otro centinela. Pasó dos o tres veces frente a la puerta, sin
atreverse a entrar. Se resolvió a probar la suerte; mostró el anillo. El centinela no lo detuvo.
La enfermera apareció al final de la tarde siguiente. Le dijo:
—La impresión que le causaste al señor de la iglesia no es favorable. Tuvo que
aprobar tu disimulo: su eterna prédica a los miembros del convivio. Pero tu falta de
confianza en su persona, lo ofendió.
Dudaba de que el señor se interesara verdaderamente en favor de Morris.
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La situación había empeorado. Las esperanzas de hacerlo pasar por extranjero
habían desaparecido, su vida estaba en inmediato peligro.
Escribió una minuciosa relación de los hechos y me la envió. Después quiso
justificarse: dijo que la preocupación de la mujer lo molestaba. Tal vez él mismo empezaba
a preocuparse.
Idibal visitó de nuevo al señor; consiguió, como un favor hacia ella —"no hacia el
desagradable espía"— la promesa de que "las mejores influencias intervendrían
activamente en el asunto". El plan era que obligaran a Morris a intentar una reproducción
realista del hecho; vale decir: que le dieran un aeroplano y le permitieran reproducir la
prueba que, según él, había cumplido el día del accidente.
Las mejores influencias prevalecieron, pero el avión de la prueba sería de dos
plazas. Esto significaba una dificultad para la segunda parte del plan: la fuga de Morris al
Uruguay. Morris dijo que él sabría disponer del acompañante. Las influencias insistieron en
que el aeroplano fuera un monoplano idéntico al del accidente.
Idibal, después de una semana en que lo abrumó con esperanzas y ansiedades, llegó
radiante y declaró que todo se había conseguido. La fecha de la prueba se había fijado para
el viernes próximo (faltaban cinco días). Volaría solo.
La mujer lo miró ansiosamente y le dijo:
—Te espero en la Colonia. En cuanto "despegues", enfilás al Uruguay. ¿Lo
prometés?
Lo prometió. Se dio vuelta en la cama y simuló dormir. Comentó: "Me parecía que
me llevaba de la mano al casamiento y eso me daba rabia." Ignoraba que se despedían.
Como estaba restablecido, a la mañana siguiente lo llevaron al cuartel.
—Esos días fueron bravos —comentó—. Los pasé en una pieza de dos por dos,
mateando y truqueando de lo lindo con los centinelas.
—Si vos no jugás al truco —le dije.
Fue una brusca inspiración. Naturalmente, yo no sabía si jugaba o no.
—Bueno: poné cualquier juego de naipes —respondió sin inquietarse.
Yo estaba asombrado. Había creído que la casualidad, o las circunstancias, habían
hecho de Morris un arquetipo; jamás creí que fuera un artista del color local. Continuó:
—Me creerás un infeliz, pero yo me pasaba las horas pensando en la mujer. Estaba
tan loco que llegué a creer que la había olvidado...
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Lo interpreté:
—¿Tratabas de imaginar su cara y no podías?
—¿Cómo adivinaste? —no aguardó mi contestación. Continuó el relato:
Una mañana lluviosa lo sacaron en un pretérito doble-faetón. En El Palomar lo
esperaba una solemne comitiva de militares y de funcionarios. "Parecía un duelo —dijo
Morris—, un duelo o una ejecución." Dos o tres mecánicos abrieron el hangar y empujaron
hacia afuera un Dewotine de caza, "un serio competidor del doble-faetón, créeme".
Lo puso en marcha; vio que no había nafta para diez minutos de vuelo; llegar al
Uruguay era imposible. Tuvo un momento de tristeza; melancólicamente se dijo que tal vez
fuera mejor morir que vivir como un esclavo. Había fracasado la estratagema; salir a volar
era inútil; tuvo ganas de llamar a esa gente y decirles: "Señores, esto se acabó." Por apatía
dejó que los acontecimientos siguieran su curso. Decidió ejecutar otra vez su nuevo
esquema de prueba.
Corrió unos quinientos metros y despegó. Cumplió regularmente la primera parte
del ejercicio, pero al emprender las operaciones nuevas volvió a sentirse mareado, a perder
el conocimiento, a oírse una avergonzada queja por estar perdiendo el conocimiento. Sobre
el campo de aterrizaje, logró enderezar el aeroplano.
Cuando volvió en sí estaba dolorosamente acostado en una cama blanca, en un
cuarto alto, de paredes blancuzcas y desnudas. Comprendió que estaba herido, que estaba
detenido, que estaba en el Hospital Militar. Se preguntó si todo no era una alucinación.
Completé su pensamiento:
—Una alucinación que tenías en el instante de despertar.
Supo que la caída ocurrió el 31 de agosto. Perdió la noción del tiempo. Pasaron tres
o cuatro días. Se alegró de que Idibal estuviera en la Colonia; este nuevo accidente lo
avergonzaba; además, la mujer le reprocharía no haber planeado hasta el Uruguay.
Reflexionó: "Cuando se entere del accidente, volverá. Habrá que esperar dos o tres
días."
Lo atendía una nueva enfermera. Pasaban las tardes tomados de la mano.
Idibal no volvía. Morris empezó a inquietarse. Una noche tuvo gran ansiedad. "Me
creerás loco —me dijo—. Estaba con ganas de verla. Pensé que había vuelto, que sabía la
historia de la otra enfermera y que por eso no quería verme.
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Le pidió a un practicante que llamara a Idibal. El hombre no volvía. Mucho después
(pero esa misma noche; a Morris le parecía increíble que una noche durara tanto) volvió; el
jefe le había dicho que en el hospital no trabajaba ninguna persona de ese nombre. Morris
le ordenó que averiguara cuándo había dejado el empleo. El practicante volvió a la
madrugada y le dijo que el jefe de personal ya se había retirado.
Soñaba con Idibal. De día la imaginaba. Empezó a soñar que no podía encontrarla.
Finalmente, no podía imaginarla, ni soñar con ella.
Le dijeron que ninguna persona llamada Idibal "trabajaba ni había trabajado en el
establecimiento".
La nueva enfermera le aconsejó que leyera. Le trajeron los diarios. Ni la sección "Al
margen de los deportes y el turf" le interesaba. "Me dio la loca y pedí los libros que me
mandaste." Le respondieron que nadie le había mandado libros.
(Estuve a punto de cometer una imprudencia; de reconocer que yo no le había
mandado nada.)
Pensó que se había descubierto el plan de la fuga y la participación de Idibal; por
eso Idibal no aparecía. Se miró las manos: el anillo no estaba. Lo pidió. Le dijeron que era
tarde, que la intendenta se había retirado. Pasó una noche atroz y vastísima, pensando que
nunca le traerían el anillo...
—Pensando —agregué— que si no te devolvían el anillo no quedaría ningún rastro
de Idibal.
—No pensé en eso —afirmó honestamente—. Pero pasé la noche como un
desequilibrado. Al otro día me trajeron el anillo.
—¿Lo tenés?—le pregunté con una incredulidad que me asombró a mí mismo.
—Sí —respondió—. En lugar seguro.
Abrió un cajón lateral del escritorio y sacó un anillo. La piedra del anillo tenía una
vívida transparencia; no brillaba mucho. En el fondo había un altorrelieve en colores: un
busto humano, femenino, con cabeza de caballo; sospeché que se trataba de la efigie de
alguna divinidad antigua. Aunque no soy un experto en la materia, me atrevo a afirmar que
ese anillo era una pieza de valor.
Una mañana entraron en su cuarto unos oficiales con un soldado que traía una
mesa. El soldado dejó la mesa y se fue. Volvió con una máquina de escribir; la colocó sobre
la mesa, acercó una silla y se sentó frente a la máquina. Empezó a escribir. Un oficial
dictó: "Nombre: Ireneo Morris; nacionalidad: argentina; regimiento: tercero; escuadrilla:
novena; base: El Palomar."
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Le pareció natural que pasaran por alto esas formalidades, que no le preguntaran el
nombre; ésta era una segunda declaración; "sin embargo —me dijo— se notaba algún
progreso"; ahora aceptaban que fuera argentino, que perteneciera a su regimiento, a su
escuadrilla, al Palomar. La cordura duró poco. Le preguntaron cuál fue su paradero desde el
23 de junio (fecha de la primera prueba); dónde había dejado el Breguet 304 ("El número
no era 304 —aclaró Morris—. Era 309"; este error inútil lo asombró); de dónde sacó ese
viejo Dewotine... Cuando dijo que el Breguet estaría por ahí cerca, ya que la caída del 23
ocurrió en El Palomar, y que sabrían de dónde salía el Dewotine, ya que ellos mismos se lo
habían dado para reproducir la prueba del 23, simularon no creerle.
Pero ya no simulaban que era un desconocido, ni que era un espía. Lo acusaban de
haber estado en otro país desde el 23 de junio; lo acusaban —comprendió con renovado
furor— de haber vendido a otro país un arma secreta. La indescifrable conjuración
continuaba, pero los acusadores habían cambiado el plan de ataque.
Gesticulante y cordial, apareció el teniente Viera. Morris lo insultó. Viera simuló
una gran sorpresa; finalmente, declaró que tendrían que batirse.
—Pensé que la situación había mejorado —dijo—. Los traidores volvían a poner
cara de amigos.
Lo visitó el general Huet. El mismo Kramer lo visitó. Morris estaba distraído y no
tuvo tiempo de reaccionar. Kramer le gritó: "No creo una palabra de las acusaciones,
hermano." Se abrazaron, efusivos. Algún día —pensó Morris— aclararía el asunto. Le
pidió a Kramer que me viera.
Me atreví a preguntar
—Decime una cosa, Morris, ¿te acordás qué libros te mandé?
—El título no lo recuerdo—sentenció gravemente—. En tu nota está consignado.
Yo no le había escrito ninguna nota.
Lo ayudé a caminar hasta el dormitorio. Sacó del cajón de la mesa de luz una hoja
de papel de carta (de un papel de carta que no reconocí). Me la entregó:
La letra parecía una mala imitación de la mía; mis T y E mayúsculas remedan las de
imprenta; éstas eran "inglesas". Leí:
Acuso recibo de su atenta del 16, que me ha llegado con algún retraso, debido, sin
duda, a un sugerente error en la dirección. Yo no vivo en el pasaje "Owen" sino en la calle
Miranda, en el barrio Nazca. Le aseguro que he leído su relación con mucho interés. Por
ahora no puedo visitarlo; estoy enfermo; pero me cuidan solícitas manos femeninas y
dentro de poco me repondré; entonces tendré el gusto de verlo.
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Le envío, como símbolo de comprensión, estos libros de Blanqui, y le recomiendo
leer, en el tomo tercero, el poema que empieza en la página 281.
Me despedí de Morris. Le prometí volver la semana siguiente. El asunto me
interesaba y me dejaba perplejo. No dudaba de la buena fe de Morris; pero yo no le había
escrito esa carta; yo nunca le había mandado libros; yo no conocía las obras de Blanqui.
Sobre "mi carta" debo hacer algunas observaciones: 1) su autor no tutea a Morris
felizmente, Morris es poco diestro en asuntos de letras: no advirtió el "cambio" de
tratamiento y no se ofendió conmigo: yo siempre lo he tuteado; 2) juro que soy inocente de
la frase "Acuso recibo de su atenta"; 3) en cuanto a escribir Owen entre comillas, me
asombra y lo propongo a la atención del lector.
Mi ignorancia de las obras de Blanqui se debe, quizá, al plan de lectura. Desde muy
joven he comprendido que para no dejarse arrasar por la inconsiderada producción de libros
y para conseguir, siquiera en apariencia, una cultura enciclopédica, era irnprescindible un
plan de lecturas. Este plan jalona mi vida: una época estuvo ocupada por la filosofía, otra
por la literatura francesa, otra por las ciencias naturales, otra por la antigua literatura celta y
en especial la del país de Kimris (debido a la influencia del padre de Morris). La medicina
se ha intercalado en este plan, sin interrumpirlo nunca.
Pocos días antes de la visita del teniente Kramer a mi consultorio, yo había
concluido con las ciencias ocultas. Había explorado las obras de Papus, de Richet de
Lhomond, de Stanislas de Guaita, de Labougle, del obispo de la Rocheia, de Lodge, de
Hogden, de Alberto el Grande.Me interesaban especialmente los conjuros, las apariciones y
las desapariciones; con relación a estas últimas recordaré siempre el caso de Sir Daniel
Sludge Home, quien, a instancias de la Society for Psychical Research, de Londres, y ante
una concurrencia compuesta exclusivamente de baronets, intentó unos pases que se
emplean para provocar la desaparición de fantasmas y murió en el acto. En cuanto a esos
nuevos Elías, que habrían desaparecido sin dejar rastros ni cadáveres, me permito dudar.
El "misterio" de la carta me incitó a leer las obras de Blanqui (autor que yo
ignoraba). Lo encontré en la enciclopedia, y comprobé que había escrito sobre temas
políticos. Esto me complació: inmediatas a las ciencias ocultas se hallan la política y la
sociología. Mi plan observa tales transiciones para evitar que el espíritu se adormezca en
largas tendencias.
Una madrugada, en la calle Corrientes, en una librería apenas atendida por un viejo
borroso, encontré un polvoriento atado de libros encuadernados en cuero pardo, con títulos
y filetes dorados: las obras completas de Blanqui. Lo compré por quince pesos.
En la página 281 de mi edición no hay ninguna poesía. Aunque no he leído
íntegramente la obra, creo que el escrito aludido es "L'Éternité par les Astres" un poema en
prosa; en mi edición comienza en la página 307, del segundo tomo.
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©Oscar Pizarro González 2011
En ese poema o ensayo encontré la explicación de la aventura de Morris.
Fui a Nazca; hablé con los comerciantes del barrio; en las dos cuadras que agotan la
calle Miranda no vive ninguna persona de mi nombre.
Fui a Márquez; no hay número 6890; no hay iglesias; había —esa tarde— una
poética luz, con el pasto de los potreros muy verde, muy claro y con los árboles lilas y
transparentes. Además la calle no está cerca de los talleres del F.C.O. Está cerca del puente
de la Noria.
Fui a los talleres del F.C.O. Tuve dificultades para rodearlos por Juan B. Justo y
Gaona. Pregunté cómo salir del otro lado de los talleres. "Siga por Rivadavia —me
dijeron— hasta Cuzco. Después cruce las vías." Como era previsible, allí no existe ninguna
calle Márquez; la calle que Morris denomina Márquez debe ser Bynnon. Es verdad que ni
en el número 6890 —ni en el resto de la calle— hay iglesias. Muy cerca, por Cuzco, está
San Cayetano; el hecho no tiene importancia: San Cayetano no es la iglesia del relato. La
inexistencia de iglesias en la misma calle Bynnon, no invalida mi hipótesis de que esa calle
es la mencionada por Morris. .. Pero esto se verá después.
Hallé también las torres que mi amigo creyó ver en un lugar despejado y solitario:
son el pórtico del Club Atlético Vélez Sársfield, en Fragueiro y Barragán.
No tuve que visitar especialmente el pasaje Owen: vivo en él. Cuando Morris se
encontró perdido, sospecho que estaba frente a las casas lúgubremente iguales del barrio
obrero Monseñor Espinosa, con los pies enterrados en el barro blanco de la calle Perdriel.
Volví a visitar a Morris. Le pregunté si no recordaba haber pasado por una calle
Hamílcar, o Haníbal, en su memorable recorrida nocturna. Afirmó que no conocía calles de
esos nombres. Le pregunté si en la iglesia que él visitó había algún símbolo junto a la cruz.
Se quedó en silencio, mirándome. Creía que yo no le hablaba en serio. Finalmente, me
preguntó:
—¿Cómo querés que uno se fije en esas cosas?
Le di la razón.
—Sin embargo, sería importante... —insistí—. Tratá de hacer memoria. Tratá de
recordar si junto a la cruz no había alguna figura.
—Tal vez —murmuró—, tal vez un...
—¿Un trapecio? —insinué.
—Sí, un trapecio —dijo sin convicción.
—¿Simple o cruzado por una línea?
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©Oscar Pizarro González 2011
—Verdad —exclamó—. ¿Cómo sabés? ¿Estuviste en la calle Márquez? Al principio
no me acordaba nada... De pronto he visto el conjunto: la cruz y el trapecio; un trapecio
cruzado por una línea con puntas dobladas.
Hablaba animadamente.
—¿Y te fijaste en alguna estatua de santos?
—Viejo —exclamó con reprimida impaciencia—. No me habías pedido que
levantara el inventario.
Le dije que no se enojara. Cuando se calmó, le pedí que me mostrase el anillo y que
me repitiese el nombre de la enfermera.
Volví a casa, feliz. Oí ruidos en el cuarto de mi sobrina; pensé que estaría
ordenando sus cosas. Procuré que no descubriera mi presencia; no quería que me
interrumpieran. Tomé el libro de Blanqui, me lo puse debajo del brazo y salí a la calle.
Me senté en un banco del parque Pereyra. Una vez más leí este párrafo:
Habrá infinitos mundos idénticos, infinitos mundos ligeramente variados, infinitos
mundos diferentes. Lo que ahora escribo en este calabozo del fuerte del Toro, lo he escrito
y lo escribiré durante la eternidad, en una mesa, en un papel, en un calabozo, enteramente
parecidos. En infinitos mundos mi situación será la misma, pero tal vez la causa de mi
encierro gradualmente pierda su nobleza, hasta ser sórdida, y quizá mis líneas tengan, en
otros mundos, la innegable superioridad de un adjetivo feliz.
El 23 de junio Morris cayó con su Breguet en el Buenos Aires de un mundo casi
igual a éste. El período confuso que siguió al accidente le impidió notar las primeras
diferencias; para notar las otras se hubieran requerido una perspicacia y una educación que
Morris no poseía.
Remontó vuelo una mañana gris y lluviosa; cayó en un día radiante. El moscardón,
en el hospital, sugiere el verano; el "calor tremendo" que lo abrumó durante los
interrogatorios, lo confirma.
Morris da en su relato algunas características diferenciales del mundo que visitó.
Allí, por ejemplo, falta el País de Gales: las calles con nombre galés no existen en ese
Buenos Aires: Bynnon se convierte en Márquez, y Morris, por laberintos de la noche y de
su propia ofuscación, busca en vano el pasaje Owen... Yo, y Viera, y Kramer, y Margaride,
y Faverio, existimos allí porque nuestro origen no es galés; el general Huet y el mismo
Ireneo Morris, ambos de ascendencia galesa, no existen (él penetró por accidente). El
Carlos Alberto Servian de allá, en su carta, escribe entre comillas la palabra "Owen",
porque le parece extraña; por la misma razón, los oficiales rieron cuando Morris declaró su
nombre.
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©Oscar Pizarro González 2011
Porque no existieron allí los Morris, en Bolívar 971 sigue viviendo el inamovible
Grimaldi.
La relación de Morris revela, también, que en ese mundo Cartago no desapareció.
Cuando comprendí esto hice mis tontas preguntas sobre las calles Haníbal y Hamílcar.
Alguien preguntará cómo, si no desapareció Cartago, existe el idioma español.
¿Recordaré que entre la victoria y la aniquilación puede haber grados intermedios?
El anillo es una doble prueba que tengo en mi poder. Es una prueba de que Morris
estuvo en otro mundo: ningún experto, de los muchos que he consultado, reconoció la
piedra. Es una prueba de la existencia (en ese otro mundo) de Cartago: el caballo es un
símbolo cartaginés. ¿Quién no ha visto anillos iguales en el museo de Lavigerie?
Además —Idibal, o Iddibal— el nombre de la enfermera, es cartaginés; la fuente
con peces rituales y el trapecio cruzado son cartagineses; por último —horresco referens—
están los convivios o circuli, de memoria tan cartaginesa y funesta como el insaciable
Moloch...
Pero volvamos a la especulación tranquila. Me pregunto si yo compré las obras de
Blanqui porque estaban citadas en la carta que me mostró Morris o porque las historias de
estos dos mundos son paralelas. Como allí los Morris no existen, las leyendas celtas no
ocuparon parte del plan de lecturas; el otro Carlos Alberto Servian pudo adelantarse; pudo
llegar antes que yo a las obras políticas.
Estoy orgulloso de él: con los pocos datos que tenía, aclaró la misteriosa aparición
de Morris; para que Morris también la comprendiera, le recomendó "L'Éternite par les
Astres". Me asombra, sin embargo, su jactancia de vivir en el bochornoso barrio Nazca y de
ignorar el pasaje Owen.
Morris fue a ese otro mundo y regresó. No apeló a mi bala con resorte ni a los
demás vehículos que se han ideado para surcar la increíble astronomía. ¿Cómo cumplió sus
viajes? Abrí el diccionario de Kent; en la palabra pase, leí: "Complicadas series de
movimientos que se hacen con las manos, por las cuales se provocan apariciones y
desapariciones." Pensé que las manos tal vez no fueran indispensables; que los
movimientos podrían hacerse con otros objetos; por ejemplo, con aviones.
Mi teoría es que el "nuevo esquema de prueba" coincide con algún pase (las dos
veces que lo intenta, Morris se desmaya, y cambia de mundo).
Allí supusieron que era un espía venido de un país limítrofe: aquí explican su
ausencia, imputándole una fuga al extranjero, con propósitos de vender un arma secreta. Él
no entiende nada y se cree víctima de un complot inicuo.
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©Oscar Pizarro González 2011
Cuando volví a casa encontré sobre el escritorio una nota de mi sobrina. Me
comunicaba que se había fugado con ese traidor arrepentido, el teniente Kramer. Añadía
esta crueldad: "Tengo el consuelo de saber que no sufrirás mucho, ya que nunca te
interesaste en mí." La última línea estaba escrita con evidente saña; decía: "Kramer se
interesa en mí; soy feliz."
Tuve un gran abatimiento, no atendí a los enfermos y por más de veinte días no salí
a la calle. Pensé con alguna envidia en ese yo astral, encerrado, como yo, en su casa, pero
atendido por "solicitas manos femeninas". Creo conocer su intimidad; creo conocer esas
manos.
Lo visité a Morris. Traté de hablarle de mi sobrina (apenas me contengo de hablar,
incesantemente, de mi sobrina). Me preguntó si era una muchacha maternal. Le dije que no.
Le oí hablar de la enfermera.
No es la posibilidad de encontrarme con una nueva versión de mí mismo lo que me
incitaría a viajar hasta ese otro Buenos Aires. La idea de reproducirme, según la imagen de
mi ex libris,o de conocerme, según su lema, no me ilusiona. Me ilusiona, tal vez, la idea de
aprovechar una experiencia que el otro Servian, en su dicha, no ha adquirido.
Pero éstos son problemas personales. En cambio la situación de Morris me
preocupa. Aquí todos lo conocen y han querido ser considerados con él; pero como tiene un
modo de negar verdaderamente monótono y su falta de confianza exaspera a los jefes, la
degradación, si no la descarga del fusilamiento, es su porvenir.
Si le hubiera pedido el anillo que le dio la enfermera, me lo habría negado.
Refractario a las ideas generales, jamás hubiera entendido el derecho de la humanidad sobre
ese testimonio de la existencia de otros mundos. Debo reconocer, además, que Morris tenía
un insensato apego por ese anillo. Tal vez mi acción repugne a los sentimientos
del gentleman (alias, infalible, delcambrioleur); la conciencia del humanista la aprueba.
Finalmente, me es grato señalar un resultado inesperado: desde la pérdida del anillo, Morris
está más dispuesto a escuchar mis planes de evasión.
Nosotros, los armenios, estamos unidos. Dentro de la sociedad formamos un núcleo
indestructible. Tengo buenas amistades en el ejército. Morris podrá intentar una
reproducción de su accidente. Yo me atreveré a acompañarlo.
C. A. S.
El relato de Carlos Alberto Servian me pareció inverosímil. No ignoro la antigua
leyenda del carro de Morgan; el pasajero dice dónde quiere ir, y el carro lo lleva, pero es
una leyenda. Admitamos que, por casualidad, el capitán Ireneo Morris haya caído en otro
mundo; que vuelva a caer en éste sería un exceso de casualidad.
Desde el principio tuve esa opinión. Los hechos la confirmaron.
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©Oscar Pizarro González 2011
Un grupo de amigos proyectamos y postergamos, año tras año, un viaje a la frontera
del Uruguay con el Brasil. Este año no pudimos evitarlo, y partimos.
El 3 de abril almorzábamos en un almacén en medio del campo; después
visitaríamos una "fazenda" interesantísima.
Seguido de una polvareda, llegó un interminable Packard; una especie
de jockey bajó. Era el capitán Morris.
Pagó el almuerzo de sus compatriotas y bebió con ellos. Supe después que era
secretario, o sirviente, de un contrabandista.
No acompañé a mis amigos a visitar la "fazenda". Morris me contó sus aventuras:
tiroteos con la policía; estratagemas para tentar a la justicia y perder a los rivales; cruce de
ríos prendido a la cola de los caballos; borracheras y mujeres... Sin duda exageró su astucia
y su valor. No podré exagerar su monotonía.
De pronto, como en un vahído, creí entrever un descubrimiento. Empecé a
investigar; investigué con Morris; investigué con otros, cuando Morris se fue.
Recogí pruebas de que Morris llegó a mediados de junio del año pasado, y de
que muchas veces fue visto en la región, entre principios de septiembre y fines de
diciembre. El 8 de septiembre intervino en unas carreras cuadreras, en Yaguarao; después
pasó varios días en cama, a consecuencia de una caída del caballo.
Sin embargo, en esos días de septiembre, el capitán Morris estaba internado y
detenido en el Hospital Militar, de Buenos Aires: las autoridades militares, compañeros de
armas, sus amigos de infancia, el doctor Servian y el ahora capitán Kramer, el general Huet,
viejo amigo de su casa, lo atestiguan.
La explicación es evidente:
En varios mundos casi iguales, varios capitanes Morris salieron un día (aquí el 23 de
junio) a probar aeroplanos. Nuestro Morris se fugó al Uruguay o al Brasil. Otro, que salió
de otro Buenos Aires, hizo unos "pases" con su aeroplano y se encontró en el Buenos Aires
de otro mundo (donde no existía Gales y donde existía Cartago; donde espera Idibal). Ese
Ireneo Morris subió después en el Dewotine, volvió a hacer los "pases", y cayó en este
Buenos Aires. Como era idéntico al otro Morris, hasta sus compañeros lo confundieron.
Pero no era el mismo. El nuestro (el que está en el Brasil) remontó vuelo, el 23 de junio,
con el Breguet 304; el otro sabía perfectamente que había probado el Breguet 309. Después,
con el doctor Servian de acompañante, intenta los pases de nuevo y desaparece. Quizá
lleguen a otro mundo; es menos probable que encuentren a la sobrina de Servian y a la
cartaginesa.
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©Oscar Pizarro González 2011
Alegar a Blanqui, para encarecer la teoría de la pluralidad de los mundos, fue, tal
vez, un mérito de Servian; yo, más limitado, hubiera propuesto la autoridad de un clásico;
por ejemplo: "según Demócrito, hay una infinidad de mundos, entre los cuales algunos son,
no tan sólo parecidos, sino perfectamente iguales" (Cicerón, Primeras Académicas, II,
XVII); o: "Henos aquí, en Bauli, cerca de Pezzuoli, ¿piensas tú que ahora, en un número
infinito de lugares exactamente iguales, habrá reuniones de personas con nuestros mismos
nombres, revestidas de los mismos honores, que hayan pasado por las mismas
circunstancias, y en ingenio, en edad, en aspecto, idénticas a nosotros, discutiendo este
mismo tema? [id., id., II, XL].
Finalmente, para lectores acostumbrados a la antigua noción de mundos planetarios
y esféricos, los viajes entre Buenos Aires de distintos mundos parecerán increíbles. Se
preguntarán por qué los viajeros llegan siempre a Buenos Aires y no a otras regiones, a los
mares o a los desiertos. La única respuesta que puedo ofrecer a una cuestión tan ajena a mi
incumbencia, es que tal vez estos mundos sean como haces de espacios y de tiempos
paralelos.
Las ruinas circulares
Jorge Luis Borges
Nadie lo vio desembarcar en la unánime noche, nadie vio la canoa de bambú
sumiéndose en el fango sagrado, pero a los pocos días nadie ignoraba que el hombre
taciturno venía del Sur y que su patria era una de las infinitas aldeas que están aguas arriba,
en el flanco violento de la montaña, donde el idioma zend no está contaminado de griego y
donde es infrecuente la lepra. Lo cierto es que el hombre gris besó el fango, repechó la
ribera sin apartar (probablemente, sin sentir) las cortaderas que le dilaceraban las carnes y
se arrastró, mareado y ensangrentado, hasta el recinto circular que corona un tigre o caballo
de piedra, que tuvo alguna vez el color del fuego y ahora el de la ceniza. Ese redondel es un
templo que devoraron los incendios antiguos, que la selva palúdica ha profanado y cuyo
dios no recibe honor de los hombres. El forastero se tendió bajo el pedestal. Lo despertó el
sol alto. Comprobó sin asombro que las heridas habían cicatrizado; cerró los ojos pálidos y
durmió, no por flaqueza de la carne sino por determinación de la voluntad. Sabía que ese
templo era el lugar que requería su invencible propósito; sabía que los árboles incesantes no
habían logrado estrangular, río abajo, las ruinas de otro templo propicio, también de dioses
incendiados y muertos; sabía que su inmediata obligación era el sueño. Hacia la
medianoche lo despertó el grito inconsolable de un pájaro. Rastros de pies descalzos, unos
higos y un cántaro le advirtieron que los hombres de la región habían espiado con respeto
su sueño y solicitaban su amparo o temían su magia. Sintió el frío del miedo y buscó en la
muralla dilapidada un nicho sepulcral y se tapó con hojas desconocidas.
El propósito que lo guiaba no era imposible, aunque sí sobrenatural. Quería soñar un
hombre: quería soñarlo con integridad minuciosa e imponerlo a la realidad. Ese proyecto
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©Oscar Pizarro González 2011
mágico había agotado el espacio entero de su alma; si alguien le hubiera preguntado su
propio nombre o cualquier rasgo de su vida anterior, no habría acertado a responder. Le
convenía el templo inhabitado y despedazado, porque era un mínimo de mundo visible; la
cercanía de los leñadores también, porque éstos se encargaban de subvenir a sus
necesidades frugales. El arroz y las frutas de su tributo eran pábulo suficiente para su
cuerpo, consagrado a la única tarea de dormir y soñar.
Al principio, los sueños eran caóticos; poco después, fueron de naturaleza
dialéctica. El forastero se soñaba en el centro de un anfiteatro circular que era de algún
modo el templo incendiado: nubes de alumnos taciturnos fatigaban las gradas; las caras de
los últimos pendían a muchos siglos de distancia y a una altura estelar, pero eran del todo
precisas. El hombre les dictaba lecciones de anatomía, de cosmografía, de magia: los
rostros escuchaban con ansiedad y procuraban responder con entendimiento, como si
adivinaran la importancia de aquel examen, que redimiría a uno de ellos de su condición de
vana apariencia y lo interpolaría en el mundo real. El hombre, en el sueño y en la vigilia,
consideraba las respuestas de sus fantasmas, no se dejaba embaucar por los impostores,
adivinaba en ciertas perplejidades una inteligencia creciente. Buscaba un alma que
mereciera participar en el universo.
A las nueve o diez noches comprendió con alguna amargura que nada podía esperar
de aquellos alumnos que aceptaban con pasividad su doctrina y sí de aquellos que
arriesgaban, a veces, una contradicción razonable. Los primeros, aunque dignos de amor y
de buen afecto, no podían ascender a individuos; los últimos preexistían un poco más. Una
tarde (ahora también las tardes eran tributarias del sueño, ahora no velaba sino un par de
horas en el amanecer) licenció para siempre el vasto colegio ilusorio y se quedó con un solo
alumno. Era un muchacho taciturno, cetrino, díscolo a veces, de rasgos afilados que
repetían los de su soñador. No lo desconcertó por mucho tiempo la brusca eliminación de
los condiscípulos; su progreso, al cabo de unas pocas lecciones particulares, pudo
maravillar al maestro. Sin embargo, la catástrofe sobrevino. El hombre, un día, emergió del
sueño como de un desierto viscoso, miró la vana luz de la tarde que al pronto confundió con
la aurora y comprendió que no había soñado. Toda esa noche y todo el día, la intolerable
lucidez del insomnio se abatió contra él. Quiso explorar la selva, extenuarse; apenas
alcanzó entre la cicuta unas rachas de sueño débil, veteadas fugazmente de visiones de tipo
rudimental: inservibles. Quiso congregar el colegio y apenas hubo articulado unas breves
palabras de exhortación, éste se deformó, se borró. En la casi perpetua vigilia, lágrimas de
ira le quemaban los viejos ojos.
Comprendió que el empeño de modelar la materia incoherente y vertiginosa de que
se componen los sueños es el más arduo que puede acometer un varón, aunque penetre
todos los enigmas del orden superior y del inferior: mucho más arduo que tejer una cuerda
de arena o que amonedar el viento sin cara. Comprendió que un fracaso inicial era
inevitable. Juró olvidar la enorme alucinación que lo había desviado al principio y buscó
otro método de trabajo. Antes de ejercitarlo, dedicó un mes a la reposición de las fuerzas
que había malgastado el delirio. Abandonó toda premeditación de soñar y casi acto
continuo logró dormir un trecho razonable del día. Las raras veces que soñó durante ese
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©Oscar Pizarro González 2011
período, no reparó en los sueños. Para reanudar la tarea, esperó que el disco de la luna fuera
perfecto. Luego, en la tarde, se purificó en las aguas del río, adoró los dioses planetarios,
pronunció las sílabas lícitas de un nombre poderoso y durmió. Casi inmediatamente, soñó
con un corazón que latía.
Lo soñó activo, caluroso, secreto, del grandor de un puño cerrado, color granate en
la penumbra de un cuerpo humano aun sin cara ni sexo; con minucioso amor lo soñó,
durante catorce lúcidas noches. Cada noche, lo percibía con mayor evidencia. No lo tocaba:
se limitaba a atestiguarlo, a observarlo, tal vez a corregirlo con la mirada. Lo percibía, lo
vivía, desde muchas distancias y muchos ángulos. La noche catorcena rozó la arteria
pulmonar con el índice y luego todo el corazón, desde afuera y adentro. El examen lo
satisfizo. Deliberadamente no soñó durante una noche: luego retomó el corazón, invocó el
nombre de un planeta y emprendió la visión de otro de los órganos principales. Antes de un
año llegó al esqueleto, a los párpados. El pelo innumerable fue tal vez la tarea más difícil.
Soñó un hombre íntegro, un mancebo, pero éste no se incorporaba ni hablaba ni podía abrir
los ojos. Noche tras noche, el hombre lo soñaba dormido.
En las cosmogonías gnósticas, los demiurgos amasan un rojo Adán que no logra
ponerse de pie; tan inhábil y rudo y elemental como ese Adán de polvo era el Adán de
sueño que las noches del mago habían fabricado. Una tarde, el hombre casi destruyó toda
su obra, pero se arrepintió. (Más le hubiera valido destruirla.) Agotados los votos a los
númenes de la tierra y del río, se arrojó a los pies de la efigie que tal vez era un tigre y tal
vez un potro, e imploró su desconocido socorro. Ese crepúsculo, soñó con la estatua. La
soñó viva, trémula: no era un atroz bastardo de tigre y potro, sino a la vez esas dos criaturas
vehementes y también un toro, una rosa, una tempestad. Ese múltiple dios le reveló que su
nombre terrenal era Fuego, que en ese templo circular (y en otros iguales) le habían rendido
sacrificios y culto y que mágicamente animaría al fantasma soñado, de suerte que todas las
criaturas, excepto el Fuego mismo y el soñador, lo pensaran un hombre de carne y hueso.
Le ordenó que una vez instruido en los ritos, lo enviaría al otro templo despedazado cuyas
pirámides persisten aguas abajo, para que alguna voz lo glorificara en aquel edificio
desierto. En el sueño del hombre que soñaba, el soñado se despertó.
El mago ejecutó esas órdenes. Consagró un plazo (que finalmente abarcó dos años)
a descubrirle los arcanos del universo y del culto del fuego. Íntimamente, le dolía apartarse
de él. Con el pretexto de la necesidad pedagógica, dilataba cada día las horas dedicadas al
sueño. También rehizo el hombro derecho, acaso deficiente. A veces, lo inquietaba una
impresión de que ya todo eso había acontecido... En general, sus días eran felices; al cerrar
los ojos pensaba: Ahora estaré con mi hijo. O, más raramente: El hijo que he engendrado
me espera y no existirá si no voy.
Gradualmente, lo fue acostumbrando a la realidad. Una vez le ordenó que
embanderara una cumbre lejana. Al otro día, flameaba la bandera en la cumbre. Ensayó
otros experimentos análogos, cada vez más audaces. Comprendió con cierta amargura que
su hijo estaba listo para nacer -y tal vez impaciente. Esa noche lo besó por primera vez y lo
envió al otro templo cuyos despojos blanqueaban río abajo, a muchas leguas de inextricable
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©Oscar Pizarro González 2011
selva y de ciénaga. Antes (para que no supiera nunca que era un fantasma, para que se
creyera un hombre como los otros) le infundió el olvido total de sus años de aprendizaje.
Su victoria y su paz quedaron empañadas de hastío. En los crepúsculos de la tarde y
del alba, se prosternaba ante la figura de piedra, tal vez imaginando que su hijo irreal
ejecutaba idénticos ritos, en otras ruinas circulares, aguas abajo; de noche no soñaba, o
soñaba como lo hacen todos los hombres. Percibía con cierta palidez los sonidos y formas
del universo: el hijo ausente se nutría de esas disminuciones de su alma. El propósito de su
vida estaba colmado; el hombre persistió en una suerte de éxtasis. Al cabo de un tiempo
que ciertos narradores de su historia prefieren computar en años y otros en lustros, lo
despertaron dos remeros a medianoche: no pudo ver sus caras, pero le hablaron de un
hombre mágico en un templo del Norte, capaz de hollar el fuego y de no quemarse. El
mago recordó bruscamente las palabras del dios. Recordó que de todas las criaturas que
componen el orbe, el fuego era la única que sabía que su hijo era un fantasma. Ese
recuerdo, apaciguador al principio, acabó por atormentarlo. Temió que su hijo meditara en
ese privilegio anormal y descubriera de algún modo su condición de mero simulacro. No
ser un hombre, ser la proyección del sueño de otro hombre ¡qué humillación incomparable,
qué vértigo! A todo padre le interesan los hijos que ha procreado (que ha permitido) en una
mera confusión o felicidad; es natural que el mago temiera por el porvenir de aquel hijo,
pensado entraña por entraña y rasgo por rasgo, en mil y una noches secretas.
El término de sus cavilaciones fue brusco, pero lo prometieron algunos signos.
Primero (al cabo de una larga sequía) una remota nube en un cerro, liviana como un pájaro;
luego, hacia el Sur, el cielo que tenía el color rosado de la encía de los leopardos; luego las
humaredas que herrumbraron el metal de las noches; después la fuga pánica de las bestias.
Porque se repitió lo acontecido hace muchos siglos. Las ruinas del santuario del dios del
fuego fueron destruidas por el fuego. En un alba sin pájaros el mago vio cernirse contra los
muros el incendio concéntrico. Por un instante, pensó refugiarse en las aguas, pero luego
comprendió que la muerte venía a coronar su vejez y a absolverlo de sus trabajos. Caminó
contra los jirones de fuego. Éstos no mordieron su carne, éstos lo acariciaron y lo inundaron
sin calor y sin combustión. Con alivio, con humillación, con terror, comprendió que él
también era una apariencia, que otro estaba soñándolo.
Los dos reyes y los dos laberintos
Jorge Luis Borges
Cuentan los hombres dignos de fe (pero Alá sabe más) que en los primeros días
hubo un rey de las islas de Babilonia que congregó a sus arquitectos y magos y les mandó a
construir un laberinto tan perplejo y sutil que los varones más prudentes no se aventuraban
a entrar, y los que entraban se perdían. Esa obra era un escándalo, porque la confusión y la
maravilla son operaciones propias de Dios y no de los hombres. Con el andar del tiempo
vino a su corte un rey de los árabes, y el rey de Babilonia (para hacer burla de la
simplicidad de su huésped) lo hizo penetrar en el laberinto, donde vagó afrentado y
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confundido hasta la declinación de la tarde. Entonces imploró socorro divino y dio con la
puerta. Sus labios no profirieron queja ninguna, pero le dijo al rey de Babilonia que él en
Arabia tenía otro laberinto y que, si Dios era servido, se lo daría a conocer algún día. Luego
regresó a Arabia, juntó sus capitanes y sus alcaides y estragó los reinos de Babilonia con
tan venturosa fortuna que derribo sus castillos, rompió sus gentes e hizo cautivo al mismo
rey. Lo amarró encima de un camello veloz y lo llevó al desierto. Cabalgaron tres días, y le
dijo: "Oh, rey del tiempo y substancia y cifra del siglo!, en Babilonia me quisiste perder en
un laberinto de bronce con muchas escaleras, puertas y muros; ahora el Poderoso ha tenido
a bien que te muestre el mío, donde no hay escaleras que subir, ni puertas que forzar, ni
fatigosas galerías que recorrer, ni muros que veden el paso." Luego le desató las ligaduras y
lo abandonó en la mitad del desierto, donde murió de hambre y de sed. La gloria sea con
aquel que no muere.
La mujer
Juan Bosh
La carretera está muerta. Nadie ni nada la resucitará. Larga, infinitamente larga, ni
en la piel gris se le ve vida. El sol la mató; el sol de acero, de tan candente al rojo, un rojo
que se hizo blanco. Tornose luego transparente el acero blanco, y sigue ahí, sobre el lomo
de la carretera.
Debe hacer muchos siglos de su muerte. La desenterraron hombres con picos y
palas. Cantaban y picaban; algunos había, sin embargo, que ni cantaban ni picaban. Fue
muy largo todo aquello. Se veía que venían de lejos: sudaban, hedían. De tarde el acero
blanco se volvía rojo; entonces en los ojos de los hombres que desenterraban la carretera se
agitaba una hoguera pequeñita, detrás de las pupilas.
La muerta atravesaba sabanas y lomas y los vientos traían polvo sobre ella. Después
aquel polvo murió también y se posó en la piel gris.
A los lados hay arbustos espinosos. Muchas veces la vista se enferma de tanta
amplitud. Pero las planicies están peladas. Pajonales, a distancia. Tal vez aves rapaces
coronen cactos. Y los cactos están allá, más lejos, embutidos en el acero blanco.
También hay bohíos, casi todos bajos y hechos con barro. Algunos están pintados de
blanco y no se ven bajo el sol. Sólo se destaca el techo grueso, seco, ansioso de quemarse
día a día. Las cañas dieron esas techumbres por las que nunca rueda agua.
La carretera muerta, totalmente muerta, está ahí, desenterrada, gris. La mujer se
veía, primero, como un punto negro, después, como una piedra que hubieran dejado sobre
la momia larga. Estaba allí tirada sin que la brisa le moviera los harapos. No la quemaba el
sol; tan sólo sentía dolor por los gritos del niño. El niño era de bronce, pequeñín, con los
ojos llenos de luz, y se agarraba a la madre tratando de tirar de ella con sus manecitas.
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Pronto iba la carretera a quemar el cuerpo, las rodillas por lo menos, de aquella criatura
desnuda y gritona.
La casa estaba allí cerca, pero no podía verse.
A medida que se avanzaba crecía aquello que parecía una piedra tirada en medio de
la gran carretera muerta. Crecía, y Quico se dijo: "Un becerro, sin duda, estropeado por un
auto".
Tendió la vista: la planicie, la sabana. Una colina lejana, con pajonales, como si
fuera esa colina sólo un montoncito de arena apilada por los vientos. El cauce de un río; las
fauces secas de la tierra que tuvo agua mil años antes de hoy. Se resquebrajaba la planicie
dorada bajo el pesado acero transparente. Y los cactos, los cactos coronados de aves
rapaces.
Más cerca ya, Quico vio que era persona. Oyó distintamente los gritos del niño.
El marido le había pegado. Por la única habitación del bohío, caliente como horno,
la persiguió, tirándole de los cabellos y machacándole la cabeza a puñetazos.
-¡Hija de mala madre! ¡Hija de mala madre! ¡Te voy a matar como a una perra,
desvergonsá!
-Pero si nadie pasó, Chepe: nadie pasó -quería ella explicar.
-¿Que no? ¡Ahora verás!
Y volvía a golpearla.
El niño se agarraba a las piernas de su papá, no sabía hablar aún y pretendía
evitarlo. Él veía la mujer sangrando por la nariz. La sangre no le daba miedo, no, solamente
deseos de llorar, de gritar mucho. De seguro mamá moriría si seguía sangrando.
Todo fue porque la mujer no vendió la leche de cabra, como él se lo mandara; al
volver de las lomas, cuatro días después, no halló el dinero. Ella contó que se había cortado
la leche; la verdad es que la bebió el niño. Prefirió no tener unas monedas a que la criatura
sufriera hambre tanto tiempo.
Le dijo después que se marchara con su hijo:
-¡Te mataré si vuelves a esta casa!
La mujer estaba tirada en el piso de tierra; sangraba mucho y nada oía. Chepe,
frenético, la arrastró hasta la carretera. Y se quedó allí, como muerta, sobre el lomo de la
gran momia.
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©Oscar Pizarro González 2011
Quico tenía agua para dos días más de camino, pero la gastó en rociar la frente de la
mujer. La llevó hasta el bohío, dándole el brazo, y pensó en romper su camisa listada para
limpiarla de sangre. Chepe entró por el patio.
-¡Te dije que no quería verte má aquí, condená!
Parece que no había visto al extraño. Aquel acero blanco, transparente, le había
vuelto fiera, de seguro. El pelo era estopa y las córneas estaban rojas.
Quico le llamó la atención; pero él, medio loco, amenazó de nuevo a su víctima. Iba
a pegarle ya. Entonces fue cuando se entabló la lucha entre los dos hombres.
El niño pequeñín comenzó a gritar otra vez; ahora se envolvía en la falda de su
mamá.
La lucha era como una canción silenciosa. No decían palabra. Sólo se oían los gritos
del muchacho y las pisadas violentas.
La mujer vio cómo Quico ahogaba a Chepe: tenía los dedos engarfiados en el
pescuezo de su marido. Éste comenzó por cerrar los ojos; abría la boca y le subía la sangre
al rostro.
Ella no supo qué sucedió, pero cerca, junto a la puerta, estaba la piedra; una piedra
como lava, rugosa, casi negra, pesada. Sintió que le nacía una fuerza brutal. La alzó. Sonó
seco el golpe. Quico soltó el pescuezo del otro, luego dobló las rodillas, después abrió los
brazos con amplitud y cayó de espaldas, sin quejarse, sin hacer un esfuerzo.
La tierra del piso absorbía aquella sangre tan roja, tan abundante. Chepe veía la luz
brillar en ella.
La mujer tenía las manos crispadas sobre la cara, todo el pelo suelto y los ojos
pugnando por saltar. Corrió. Sentía flojedad en las coyunturas. Quería ver si alguien venía.
Pero sobre la gran carretera muerta, totalmente muerta, sólo estaba el sol que la mató. Allá,
al final de la planicie, la colina de arenas que amontonaron los vientos. Y cactos embutidos
en el acero.
123
©Oscar Pizarro González 2011
Los advertidos
Alejo Carpentier
…et facta est pluvia super terram…
I
El amanecer se llenó de canoas. Al inmenso remanso, nacido de la invisible
confluencia del Río venido de arriba -cuyas fluentes se desconocían- y del Río de la Mano
Derecha, las embarcaciones llegaban, raudas, deseosas de entrar vistosamente en esbeltez
de eslora, para detenerse, a palancazas de los remeros, donde otras, ya detenidas, se
enracimaban, se unían borda con borda, abundosas de gente que saltaba de proas a popas
para presumir de graciosas, largando chistes, haciendo muecas, a donde no los llamaban.
Ahí estaban los de las tribus enemigas -secularmente enemigas por raptos de mujeres y
hurtos de comida-, sin ánimo de pelear, olvidadas de pendencias, mirándose con sonrisas
fofas, aunque sin llegar a entablar diálogo. Ahí estaban los de Wapishan y los de Shirishan,
que otrora -acaso dos, tres, cuatro siglos antes- se habían acuchillado las jaurías,
mutuamente, librándose combates a muerte, tan feroces que, a veces, no había quedado
quien pudiera contarlos. Pero los bufones, de caras lacadas, pintadas con zumo de árboles,
seguían saltando a canoa en canoa, enseñando los sexos acrecidos por prepucios de cuerno
de venado, agitando las sonajas y castañuelas de conchas que llevaban colgadas de los
testículos. Esa concordia, esa paz universal, asombraba a los recién llegados, cuyas armas,
bien preparadas, atadas con cordeles que podían zafarse rápidamente, quedaban, sin
mostrarse, en el piso de las canoas, bien al alcance de la mano. Y todo aquello -la
concentración de naves, la armonía lograda entre humanos enemigos, el desparpajo de los
bufones- era porque se había anunciado a los pueblos de más allá de los raudales, a los
pueblos andariegos, a los pueblos de las montañas pintadas, a los pueblos de las
Confluencias Remotas, que el viejo quería ser ayudado en una tarea grande. Enemigos o no,
los pueblos respetaban al anciano Amaliwak por su sapiencia, su entendimiento de todo y
su buen consejo, los años vividos en este mundo, su poder de haber alzado, allá arriba en la
cresta de aquella montaña, tres monolitos de piedra que todos, cuando tronaba, llamaban los
Tambores de Amaliwak. No era Amaliwak un dios cabal; pero era un hombre que sabía;
que sabía de muchas cosas cuyo conocimiento era negado al común de los mortales: que
acaso dialogara, alguna vez, con la Gran-Serpiente-Generadora, que, acostada sobre los
montes, siguiéndole el contorno como una mano puede seguir el contorno a la otra mano,
había engendrado los dioses terribles que rigen el destino de los hombres, dándoles el Bien
con el hermoso pico del tucán, semejante al Arco Iris, y Mal, con la serpiente coral, cuya
cabeza diminuta y fina ocultaba el más terrible de los venenos. Era broma corriente decir
que Amaliwak, por viejo, hablaba solo y respondía con tonterías a sus propias preguntas, o
bien interrogaba las jarras, las cestas, la madera de los arcos, como si fuesen personas. Pero
cuando el Viejo de los Tres Tambores convocaba era porque algo iba a suceder. De ahí que
el remanso más apacible de la confluencia del Río venido de arriba con el río de la Mano
Derecha estuviera llena, repleta, congestionada de canoas, aquella mañana.
124
©Oscar Pizarro González 2011
Cuando el viejo Amaliwak apareció en la laja, que a modo de tribuna gigantesca se
tendía por encima de las aguas, hubo un gran silencio. Los bufones regresaron a sus canoas,
los hechiceros volvieron hacia él el oído menos sordo, y las mujeres dejaron de mover la
piedra redonda sobre los metales. De lejos, de las últimas filas de embarcaciones, no podía
apreciarse si el Viejo había envejecido o no. Se pintaba como un insecto gesticulante, como
algo pequeñísimo y activo, en lo alto de la laja. Alzó la mano y habló. Dijo que Grandes
Trastornos se aproximaban a la vida del hombre; dijo que este año, las culebras habían
puesto los huevos por encima de los árboles; dijo que, sin que le fuera dable hablar de los
motivos, lo mejor para prevenir grandes desgracias, era marcharse a los cerros, a los
montes, a las cordilleras. ―Ahí donde nada crece‖, dijo un Wapishan a un Shirishan que
escuchaba al viejo con sonrisa socarrona. Pero un clamor se alzó allá, en el ala izquierda
donde se habían juntado las canoas venidas de arriba. Gritaba uno: ―¿Y hemos remado
durante dos días y dos noches para oír esto?‖, ―¿Qué ocurre en realidad?‖, gritaban los de la
derecha. ―¡Siempre se hace penar a los más desvalidos!‖, gritaron los de la izquierda. ―¡Al
grano! ¡Al grano!‖, gritaron los de la derecha. El viejo alzó la mano otra vez. Volvieron a
callar los bufones. Repitió el viejo que no tenía el derecho de revelar lo que, por proceso de
revelación, sabía. Que, por lo pronto, necesitaba brazos, hombres, para derribar enormes
cantidades de árboles en el menor tiempo posible. Él pagaría en maíz -sus plantíos eran
vastos- y en harina de yuca, de las que sus almacenes estaban repletos. Los presentes, que
habían venido con sus niños, sus hechiceros y sus bufones, tendrían todo lo necesario y
mucho más para llevar después. Este año -y esto lo dijo con un tono extraño, ronco, que
mucho sorprendió a quines lo conocían- no pasarían hambre, ni tendrían que comer gusanos
de tierra en la estación de las lluvias. Pero, eso sí: había que derribar los árboles
limpiamente, quemarles las ramas mayores y menores, y presentarle los troncos limpios de
taras; limpios y lisos, como los tambores que allá arriba (y los señalaba) se erguían. Los
troncos, rodados y flotados, serían amontonados en aquel claro -y mostraba una enorme
explanada natural- donde, con piedrecitas, se llevaría la contabilidad de lo suministrado por
cada pueblo presente. Acabó de hablar el Viejo, terminaron las aclamaciones y empezó el
trabajo.
II
―El viejo está loco.‖ Lo decían los de Wapishan, lo decían los de Shirishan, los
decían los Guahíbos y Piaroas; lo decían los pueblos todos, entregados a la tala, al ver que
con los troncos entregados, el viejo procedía a armar una enorme canoa -al menos, aquello
se iba pareciendo a una canoa- como nunca pudiese haber concebido una mente humana.
Canoa absurda, incapaz de flotar, que iba desde el acantilado del Cerro de los Tres
Tambores hasta la orilla del agua, con unas divisiones internas -unos tabiques movibles-
absolutamente inexplicables. Además, esa canoa de tres pisos, sobre la cual empezaba a
alzarse algo como una casa con techo de hojas de moriche superpuestas en cuatro capas
espesas, con una ventana de cada lado, era de un calado tal que las aguas de aquí, con
tantos bajos de arena, con tantas lajas apenas sumergidas, jamás podía llevar. Por ello, lo
más absurdo, lo más incomprensible, es que aquello tuviese forma de canoa, con quilla, con
cuaderna, con cosas que servían para navegar. Aquello no navegaría nunca. Templo
tampoco sería, porque los dioses se adoran en cavernas abiertas en las cimas de los montes,
125
©Oscar Pizarro González 2011
allá donde hay animales pintados por los Antepasados, escenas de caza, y mujeres con los
pechos muy grandes. El Viejo estaba loco. Pero de su locura se vivía. Había mandioca y
maíz y hasta maíz para poner la chicha y fermentar en los cántaros. Con esto se daban
grandes fiestas a la sombra de la Enorme Canoa que iba creciendo de día en día. Ahora el
Viejo pedía resina blanca, de esa que brota de los troncos de un árbol de hojas grasas, para
rellenar las hendijas dejadas por el desajuste de algún tronco, mal machihembrado con el
más próximo. De noche se bailaba a la luz de las hogueras; los hechiceros sacaban las
Grandes Máscaras de Aves y Demonios; los bufones imitaban el venado y la rana; había
porfías, responsos, desafíos incruentos entre las tribus. Venían nuevos pueblos a ofrece sus
servicios. Aquello fue una fiesta, hasta que Amaliwak, plantando una rama florida en el
techo de la casa que dominaba la Enorme Canoa, resolvió que el trabajo estaba terminado.
Cada cual fue pagado cabalmente en harina de yuca y en maíz y -no sin tristeza- los
pueblos emprendieron la navegación hacia sus respectivas comarcas. Ahí quedaba, en luna
llena, la canoa absurda, la canoa nunca vista, construcción en tierra que jamás habría de
navegar a pesar de su perfil de nave-con-casa-encima, en cuyo cuádruple techo de moriche
andaba el viejo Amaliwak, entregado a extrañas gesticulaciones. La Gran-Voz-de-Quien-
Todo-lo-Hizo les hablaba. Había roto las fronteras del porvenir y recibía instrucciones del
anciano. ―Repoblar la tierra de hombres, haciendo que su mujer arrojara semillas de
palmera por encima de su hombro.‖ A veces, pavorosa de su dulzura exterminadora, sonaba
la voz de la Gran-Serpiente-Generadora, cuyas palabras cantarinas helaban la sangre. ―¿Por
qué habré de ser yo -pensaba el anciano Amaliwak- el depositario del Gran Secreto vedado
a los hombres? ¿Por qué se me ha escogido a mí para pronunciar los terribles conjuros, para
asumir las grandes tareas?‖ Un bufón curioso había permanecido en una barca rezagada
para ver lo que podía ocurrir ahora en el Extraño-Lugar-de-la-Canoa-Enorme. Y cuando la
luna se ocultaba ya detrás de las montañas cercanas, sonaron los Conjuros, inauditos,
incomprensibles, lanzados con una voz tan fuerte que no podía tratarse de la vos de
Amaliwak. Entonces algo que era de vegetación, de árboles, del suelo, de los ramazones,
que aún quedaban detrás de las talas, echó a andar. Era un tumulto tremebundo de saltos, de
vuelos, de arrastre, de galopes, de empellones, hacia la Enorme-Canoa. El cielo blanqueó
de garzas antes del amanecer. Una masa de rugidos, zarpazos, trompas, morros, corcovaos,
encabritamientos, cornadas; una masa arrolladora, tremebunda, presurosa, se iba colando en
la embarcación imposible, cubierta por las aves que entraban a todo vuelo, por entre
cuernos y cornamentas, patas alzadas, mordiscos lanzados al viento. Después, el suelo
hirvió en el mundo de los reptiles de agua y de tierra, y las serpientes menores -ésas, que
hacen música con la cola, se disfrazan de ananás o traen pulseras de ámbar y de coral sobre
el cuerpo. Hasta bien pasado el mediodía se asistió a la arribazón de gente que, como los
venados rojos, no habían recibido el aviso a tiempo, o las tortugas, para las cuales los viajes
largos eran trabajosos y más ahora que eran los tiempos de desovar. Por fin, viendo que la
última tortuga había entrado en la canoa. El anciano Amaliwak cerró la Gran-Escotilla, y
subió a lo más alto de la casa donde las mujeres de su familia -es decir: de su tribu, puesto
que su gente se casaba a los trece años- estaban entregadas, cantando, a los juegos y
rejuegos del metate. El cielo de aquel mediodía era negro. Parecía que las tierras negras de
las comarcas negras se hubiese subido, de horizonte a horizonte. En eso sonó la Gran-voz-
de-Quien-todo-lo-Hizo: ―Cúbrete los oídos‖, dijo. Apenas Amaliwak hubo obedecido,
retumbó un trueno tan horrísono y prolongado que los animales de la Enorme-Canoa
quedaron ensordecidos. Entonces empezó a caer la lluvia. Lluvia de Cólera de los Dioses,
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©Oscar Pizarro González 2011
pared de agua de un espesor infinito, bajada de lo alto; techo de agua en desplome perpetuo.
Como era imposible respirar, siquiera, bajo semejante lluvia, el viejo entró en la casa. Ya
caían goteras, ya lloraban las mujeres, ya chillaban los niños. Y ya no se supo del día ni de
la noche. Todo era noche. Amaliwak, ciertamente, se había provisto de mechas que, al ser
encendidas, ardían más o menos durante el tiempo de un día o de una noche. Pero ahora,
con la ausencia de luz, estaba desconcertado en sus cálculos, dando noches por días y días
por noches. Y, de súbito, en un momento que el anciano no olvidaría nunca, la proa de la
canoa empezó a dar bandazos. Una fuerza levitaba, alzaba, empujaba, aquella construcción
hecha a los dictados de los Poderosos de las Montañas y de los Cielos. Y después de una
tensión, de una indecisión, de un miedo, que obligó a Amaliwak a tomarse un jarro entero
de Chicha de maíz, hubo como un embate sordo. La Enorme-Canoa había roto su última
atadura con la tierra. Flotaba. Y se lanzaba hacia un mundo de raudales abiertos entre
montañas, raudales cuyo bramido continuo ponía pavor en el pecho de los hombres y
animales. La Enorme-Canoa flotaba.
III
Al principio Amaliwak y sus hijos y sus nietos y bisnietos y tataranietos trataron,
aullantes, de piernas abiertas en las cubiertas, de concentrarse en alguna maniobra del
timón. Era inútil. Circundada la montaña, azotada por los rayos, la Enorme-Canoa caía, de
raudal en raudal, de viraje en viraje, esquivando los escollos, sin topar con nada, por su
misma debilidad en seguir el enfurecido correr de las aguas. Cuando el anciano se asomaba
a la borda de su Enorme-Canoa, la veía correr, harto rauda, desorientada, desnortada
(¿acaso se veían las estrellas?) en su mar de fango líquido que iba empequeñeciendo las
montañas y los volcanes. Porque a aquél se le miraba de cerca el exiguo abismo que otrora
arrojara fuego. Poco impresionaban sus labios de lava llovida. Las montañas se reducían en
tamaño en aquella desaparición creciente de sus faldas. E iba la Enorme-Canoa por rumbos
inseguros, a veces, antes de arrojarse a un disparadero de aguas que paraba en cataratas ya
amansadas por las aguas -según el mal cálculo de Amaliwak había llovido durante más de
veinte días, y de aquella manera tremebunda…- dejaron de caer del cielo. Se hizo un gran
remanso, una gran mar quieta entre las últimas cimas visibles, con sus playas de lado
pintadas a millares de palmos de altura, y la Enorme-Canoa dejó de agitarse. Era como si
La-Gran-Voz-de-Quien-Todo-lo-Hizo le impusiera un descanso. Las mujeres habían
regresado a sus metates. Los animales, abajo, estaban tranquilos; todos, desde el día de la
Revelación, se habían conformado con el yantar cotidiano, de maíz y de yuca, así fueran
carnívoros. Amaliwak, cansado, se echó un buen jarro de Chicha en el gaznate y se echó a
dormir en su chinchorro.
Al tercer día de sueño lo despertó el choque de su nave con alguna cosa. Pero no era
cosa de roca, ni de piedra, ni de troncos muy viejos, de esos que yacían petrificados,
intocables en los claros de la selva. El golpe había derribado algunas cosas: jarros, enceres,
armas, por su violencia. Pero había sido un golpe blando, como de madera mojada con
madera mojada, de tronco flotante con tronco flotante, en que ambos, después de herirse las
cortezas, siguen juntos sus caminos, unidos como marido y mujer. Amaliwak subió a los
pisos superiores de su embarcación. Su canoa había tropezado, de soslayo, con algo
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©Oscar Pizarro González 2011
rarísimo. Sin fracturas había abordado una nave enorme, de costillares al descubierto, de
cuadernas fuera de borda, como hecha de bambúes, de juncos, con algo sumamente
singular: un mástil en torno al cual giraba, según soplara la brisa -ya habían terminado los
grandes vientos- un velamen cuadrado, de cuatro caras, que agarraba el aire que soplaba por
debajo, como una chimenea. Viendo así la embarcación oscura, que ninguna forma viviente
animaba, pensó el anciano Amaliwak en medirla a ojo de buen comprador de jarras -con
chicha adentro por supuesto. Tenía unos trescientos codos de longitud, unos cincuenta de
anchura, y unos treinta codos de alto. ―Más o menos como mi canoa -dijo- aunque yo he
dilatado a lo sumo las proporciones que me fueron dictadas por revelación. Los dioses de
tanto andar por los cielos, poco saben de navegar.‖ Se abrió la escotilla de la extraña nave,
apareció un anciano pequeñito, tocado con un gorro rojo, que parecía sumamente irritado.
―¿Qué? ¿No atamos cabos?‖, gritó, en un idioma extraño, hecho a saltos de tonalidades de
palabras a palabras, pero que Amaliwak entendió porque los hombres sabios, en aquellos
días, entendían todos los idiomas, dialectos y jergas, de los seres humanos. Amaliwak
mandó a lanzar cabos a la extraña embarcación; ambas se arrimaron, y se abrazó el anciano
de otro anciano de tez un tanto amarillenta, que dijo venir del Reino de Sin, cuyos animales
traía en las entrañas del Gran Barco. Abriendo la escotilla mostró a Amaliwak un mundo de
animales desconocidos que entre divisiones de madera que limitaban sus pasos pintaban
estampas zoológicas por él nunca sospechadas. Se asustó al ver que hacía ellos trepaba un
oso negro de muy fea traza: abajo había como venados grandes, con gibas en los lomos. Y
unos felinos brincadores, nunca quietos, que llamaban ―onzas‖. ―¿Qué hace usted aquí?‖,
preguntó el hombre de Sin a Amaliwak. ―¿Y usted?‖, contestó el anciano. ―Estoy salvando
a la especie humana y las especies animales‖, dijo el hombre de Sin. ―Estoy salvando a la
especie humana y las especies animales‖, dijo el anciano Amaliwak. Y como las mujeres
del hombre de Sin habían traído vino de arroz, no se habló más de cuestiones difíciles de
dilucidar, aquella noche. Y algo borrachos estaban los hombres de Sin y el anciano
Amaliwak cuando, al filo del amanecer, un golpe formidable hizo retumbar a las dos naves.
Una embarcación cuadrada -trescientos codos de longitud, cincuenta más o menos de
anchura, treinta codos (eran unos cincuenta) de alto- dominada por una casa vivienda con
ventanas laterales, había topado con las dos naves amarradas. En la proa, antes de que
fuesen a requerirlo por una mala maniobra marinera, un anciano, muy anciano, de largas
barbas, recitaba lo inscripto en las pieles de los animales. Y lo recitaba a gritos, para que
todos lo escucharan, y nadie viniese a requerirlo por la maniobra marinera mal hecha.
Decía: ―Me dijo Iaveh: "Hazte un arca de madera de Gopher; harás aposentos en el arca, y
la embetunarás con brea por dentro y por fuera. Al arca harás pisos abajo, segundo y
tercero‖. ―Aquí también hay tres pisos‖, decía Amaliwak. Pero proseguía el otro: ―Y yo, he
aquí que yo traigo un diluvio de aguas sobre la tierra, para destruir toda carne en que haya
espíritu de vida debajo del cielo, todo lo que hay en el la tierra morirá. Más estableceré un
pacto contigo y entrará en el arca tú y tus hijos y tu mujer y las mujeres de tus hijos
contigo…‖ ―¿No fue eso acaso lo que hice?‖, dijo el anciano Amaliwak. Pero proseguía el
otro el recitado de su Revelación: ―Y de todo lo que vive, de toda carne, dos de cada
especie meterás en el arca, para que tengan vida contigo: macho y hembra serán. De las
aves según su especie; de todo reptil de la tierra, según su especie; dos de cada especie
entrarán contigo para que hayan vida‖. ―¿Así no hice yo?‖, preguntábase el anciano
Amaliwak hallando que aquel extraño resultaba harto presuntuoso con sus Revelaciones
que eran semejantes a todas las demás. Pero al pasar de embarcación en embarcación, los
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©Oscar Pizarro González 2011
nexos de simpatía se fueron creando. Tanto el hombre de Sin, como el anciano Amaliwak y
el Noé recién llegado eran grandes bebedores. Con el vino del último, la chicha del viejo y
el licor de arroz del primero, los ánimos se fueron ablandando. Se formulaban preguntas,
tímidas al comienzo, acerca de los pueblos respectivos; de sus mujeres, de sus modos de
comer. Ya sólo llovía de cuando en cuando, y eso, como para poner un poco de claridad en
el cielo. El Noé, del arca maciza, propuso que se hiciera algo para saber si toda vida vegetal
había desaparecido del mundo. Lanzó una paloma sobre las aguas, quietas aunque fangosas
en grado increíble. Al cabo de una larga espera, la paloma regresó con un ramito de olivo
en el pico. El anciano Amaliwak lanzó entonces un ratón al agua. Al cabo de una larga
espera regresó con una mazorca de maíz entre sus patas. El hombre del País de Sin
despachó, entonces, un papagayo, que regresó con una espiga de arroz debajo del ala. La
vida recobraba su curso. Sólo faltaba recibir alguna Instrucción de Aquellos que vigilan el
ir y venir de los hombres desde sus templos y cavernas. Las aguas bajaban de nivel.
IV
Transcurrían los días y calladas estaban las voces de La-Gran-Voz-de-Quien-Todo-
lo-Hizo, de Iaveh con quien Noé parecía haber tenido largos coloquios, con instrucciones
más precisas que las impartidas a Amaliwak; de Quien-Todo-lo-Creó y vive en el espacio
ingrávido y suspendido como una burbuja, escuchado por el Hombre de Sin.
Desconcertados estaban los capitanes de las naves, arrimadas por sus bordas, sin saber qué
hacer. Descendían las aguas; crecían las cordilleras en el horizonte de paisajes libres de
nieblas. Y, una tarde en que los capitanes bebían para distraerse de sus propias
cavilaciones, se anunció la aparición de una cuarta nave. Era casi blanca, de una admirable
finura de líneas, con las bordas pulidas y una vela de forma que nunca habían visto por acá.
Se arrimó ligeramente, y, envuelto en una capa negra, apareció su Capitán: ―Soy Deucalión
-dijo-. De dónde se yergue un monte llamado Olimpo. He sido encargado por el Dios del
Cielo y de la Luz de repoblar el mundo cuando termine este horrible diluvio‖ ―¿Y dónde
lleva los animales en una nave tan exigua?‖, preguntó Amaliwak. ―No se me ha hablado de
los animales -dijo el recién llegado-. Cuando termine esto tomaremos piedras, que son los
huesos de la tierra, y mi esposa Pirra las arrojará por encima de sus hombros. De cada
guijarro nacerá un hombre‖. ―Yo debo hacer lo mismo con las semillas de palmeras‖, dijo
Amaliwak. En eso, de la bruma que acababa de levantarse sobre las costas cada vez más
próximas, surgió, como embistiendo, la mole enorme de una nave casi idéntica a la de Noé.
Una hábil maniobra de los que la tripulaban ladeó la embarcación poniéndola al pairo. ―Soy
Our-Napishtim -dijo el nuevo Capitán, saltando a la nave de Deucalión-. Por el Dueño-de-
las-Aguas supe lo que iba a ocurrir. Entonces edifiqué el arca, y embarque en ella, además
de mi familia ejemplares de animales de todas las especies. Me parece que lo peor ha
pasado. Primero arrojé una paloma al espacio, pero regresó sin haber hallado cosa alguna
que, para mí, significara vida. Lo mismo me ocurrió con la golondrina. Pero el cuervo no
regresó: pruebas de que halló algo que comer. Estoy seguro de que en mi país, en el lugar
llamado Boca de los Ríos, ha quedado gente. El agua sigue descendiendo. Ha llegado la
hora de regresar a las tierras propias. Con tanta tierra de aquí, de allá, acarreada, depositada,
dejada sobre los campos, tendremos buenas cosechas‖. Y dijo el hombre de Sin: ―Pronto
abriremos las escotillas y saldrán los animales a sus pastos fangosos; y se reanudará la
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©Oscar Pizarro González 2011
guerra entre las especies; y los unos devorarán a los otros. No me cupo la gloria de salvar a
la raza de los dragones, y lo siento, porque ahora esa raza se extinguirá. Sólo hallé un
dragón macho, sin hembra, en el lugar septentrional donde pacen elefantes de colmillos
curvos y donde los grandes lagartos ponen huevos semejantes a sacos de sésamo‖. ―Todo
está en saber si los hombres habrán salido mejores de esta aventura -dijo Noé-. Muchos
deben haberse salvado en las cimas de los montes.‖
Los Capitanes cenaron silenciosamente. Una gran congoja -inconfesada, sin
embargo; guardada en lo hondo del pecho- les ponía lágrimas a las gargantas. Se había
venido abajo el orgullo de creerse elegidos -ungidos- por las divinidades que, en suma, eran
varias, y hablaban a los hombres de idéntica manera. ―Por ahí deben andar otras naves
como las nuestras‖ dijo Our-Napishtim, amargo. ―Más allá de los horizontes; mucho más
allá debe haber otros hombres advertidos, navegando con sus cargas de animales. Debe
haberlo de países donde se adora el fuego y las nubes‖. ―Debe haberlo de los Imperios del
Norte que, según dicen, son tremendamente industriosos.‖ En ese instante La-Gran-Voz-de-
Quien-Todo-lo-Hizo retumbó en los oídos de Amaliwak: ―Apártate de las demás naves, y
déjate llevar por las aguas‖. Nadie, salvo el Viejo, escuchó el tremendo mandato. Pero a
todos les ocurría algo, puesto que se marcharon de prisa, sin despedirse unos de otros,
volviendo a sus embarcaciones. Cada una halló la corriente que le correspondía, en un agua
que ya se pintaba a la manera de un río. Y, pronto, el anciano Amaliwak se encontró solo
con su gente y con sus animales. ―Los dioses eran muchos -pensaba-. Y donde hay tantos
dioses como pueblos, no puede reinar la concordia, sino que debe vivirse en desavenencia y
turbamulta en torno a las cosas del Universo.‖ Los dioses se le empequeñecían. Pero aún le
tocaba una tarea que cumplir. Arrimó la Enorme-Canoa a una orilla y, bajando detrás de
una de sus esposas, le hizo arrojar detrás de sus espaldas las semillas de palmera que
llevaba en un saco. En el acto -y era maravilloso verlo- las semillas se transformaron en
hombres que en pocos instantes crecían, pasando de la talla de niños, a la talla de mozos, a
la talla de adolescentes, a la talla de hombres. Con las semillas que contuvieran gérmenes
de hembra ocurría lo mismo. Al cabo de la mañana era una multitud, pululante, la que
llenaba la orilla. Pero, en eso, una oscura historia de rapto de hembra, dividió a la multitud
en dos bandos, y fue la guerra. Amaliwak regresó rápidamente a la Enorme-Canoa, viendo
cómo los hombres, recién salvados, se mataban unos a otros. Y según sus posiciones de
combate en la costa elegida para su resurrección, era evidente que ya se había creado
un Bando-montaña y un Bando-valle. Ya tenía éste un ojo colgándole de la cara; ya venía
el otro con el cráneo abierto por una piedra. ―Creo que hemos perdido el tiempo‖, dijo el
anciano Amaliwak poniendo su Enorme-Canoa a flote.
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©Oscar Pizarro González 2011
Viaje a la semilla
Alejo Carpentier
I
-¿Qué quieres, viejo?...
Varias veces cayó la pregunta de lo alto de los andamios. Pero el viejo no respondía.
Andaba de un lugar a otro, fisgoneando, sacándose de la garganta un largo monólogo de
frases incomprensibles. Ya habían descendido las tejas, cubriendo los canteros muertos con
su mosaico de barro cocido. Arriba, los picos desprendían piedras de mampostería,
haciéndolas rodar por canales de madera, con gran revuelo de cales y de yesos. Y por las
almenas sucesivas que iban desdentando las murallas aparecían -despojados de su secreto-
cielos rasos ovales o cuadrados, cornisas, guirnaldas, dentículos, astrágalos, y papeles
encolados que colgaban de los testeros como viejas pieles de serpiente en muda.
Presenciando la demolición, una Ceres con la nariz rota y el peplo desvaído, veteado de
negro el tocado de mieses, se erguía en el traspatio, sobre su fuente de mascarones
borrosos. Visitados por el sol en horas de sombra, los peces grises del estanque bostezaban
en agua musgosa y tibia, mirando con el ojo redondo aquellos obreros, negros sobre claro
de cielo, que iban rebajando la altura secular de la casa. El viejo se había sentado, con el
cayado apuntalándole la barba, al pie de la estatua. Miraba el subir y bajar de cubos en que
viajaban restos apreciables. Oíanse, en sordina, los rumores de la calle mientras, arriba, las
poleas concertaban, sobre ritmos de hierro con piedra, sus gorjeos de aves desagradables y
pechugonas.
Dieron las cinco. Las cornisas y entablamentos se despoblaron. Sólo quedaron
escaleras de mano, preparando el salto del día siguiente. El aire se hizo más fresco,
aligerado de sudores, blasfemias, chirridos de cuerdas, ejes que pedían alcuzas y palmadas
en torsos pringosos. Para la casa mondada el crepúsculo llegaba más pronto. Se vestía de
sombras en horas en que su ya caída balaustrada superior solía regalar a las fachadas algún
relumbre de sol. La Ceres apretaba los labios. Por primera vez las habitaciones dormirían
sin persianas, abiertas sobre un paisaje de escombros.
Contrariando sus apetencias, varios capiteles yacían entre las hierbas. Las hojas de
acanto descubrían su condición vegetal. Una enredadera aventuró sus tentáculos hacia la
voluta jónica, atraída por un aire de familia. Cuando cayó la noche, la casa estaba más cerca
de la tierra. Un marco de puerta se erguía aún, en lo alto, con tablas de sombras suspendidas
de sus bisagras desorientadas.
II
Entonces el negro viejo, que no se había movido, hizo gestos extraños, volteando su
cayado sobre un cementerio de baldosas.
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©Oscar Pizarro González 2011
Los cuadrados de mármol, blancos y negros, volaron a los pisos, vistiendo la tierra.
Las piedras con saltos certeros, fueron a cerrar los boquetes de las murallas. Hojas de nogal
claveteadas se encajaron en sus marcos, mientras los tornillos de las charnelas volvían a
hundirse en sus hoyos, con rápida rotación.
En los canteros muertos, levantadas por el esfuerzo de las flores, las tejas juntaron
sus fragmentos, alzando un sonoro torbellino de barro, para caer en lluvia sobre la armadura
del techo. La casa creció, traída nuevamente a sus proporciones habituales, pudorosa y
vestida. La Ceres fue menos gris. Hubo más peces en la fuente. Y el murmullo del agua
llamó begonias olvidadas.
El viejo introdujo una llave en la cerradura de la puerta principal, y comenzó a abrir
ventanas. Sus tacones sonaban a hueco. Cuando encendió los velones, un estremecimiento
amarillo corrió por el óleo de los retratos de familia, y gentes vestidas de negro
murmuraron en todas las galerías, al compás de cucharas movidas en jícaras de chocolate.
Don Marcial, el Marqués de Capellanías, yacía en su lecho de muerte, el pecho
acorazado de medallas, escoltado por cuatro cirios con largas barbas de cera derretida
III
Los cirios crecieron lentamente, perdiendo sudores. Cuando recobraron su tamaño,
los apagó la monja apartando una lumbre. Las mechas blanquearon, arrojando el pabilo. La
casa se vació de visitantes y los carruajes partieron en la noche. Don Marcial pulsó un
teclado invisible y abrió los ojos.
Confusas y revueltas, las vigas del techo se iban colocando en su lugar. Los pomos
de medicina, las borlas de damasco, el escapulario de la cabecera, los daguerrotipos, las
palmas de la reja, salieron de sus nieblas. Cuando el médico movió la cabeza con
desconsuelo profesional, el enfermo se sintió mejor. Durmió algunas horas y despertó bajo
la mirada negra y cejuda del Padre Anastasio. De franca, detallada, poblada de pecados, la
confesión se hizo reticente, penosa, llena de escondrijos. ¿Y qué derecho tenía, en el fondo,
aquel carmelita, a entrometerse en su vida? Don Marcial se encontró, de pronto, tirado en
medio del aposento. Aligerado de un peso en las sienes, se levantó con sorprendente
celeridad. La mujer desnuda que se desperezaba sobre el brocado del lecho buscó enaguas y
corpiños, llevándose, poco después, sus rumores de seda estrujada y su perfume. Abajo, en
el coche cerrado, cubriendo tachuelas del asiento, había un sobre con monedas de oro.
Don Marcial no se sentía bien. Al arreglarse la corbata frente a la luna de la consola
se vio congestionado. Bajó al despacho donde lo esperaban hombres de justicia, abogados y
escribientes, para disponer la venta pública de la casa. Todo había sido inútil. Sus
pertenencias se irían a manos del mejor postor, al compás de martillo golpeando una tabla.
Saludó y le dejaron solo. Pensaba en los misterios de la letra escrita, en esas hebras negras
que se enlazan y desenlazan sobre anchas hojas afiligranadas de balanzas, enlazando y
desenlazando compromisos, juramentos, alianzas, testimonios, declaraciones, apellidos,
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©Oscar Pizarro González 2011
títulos, fechas, tierras, árboles y piedras; maraña de hilos, sacada del tintero, en que se
enredaban las piernas del hombre, vedándole caminos desestimados por la Ley; cordón al
cuello, que apretaban su sordina al percibir el sonido temible de las palabras en libertad. Su
firma lo había traicionado, yendo a complicarse en nudo y enredos de legajos. Atado por
ella, el hombre de carne se hacía hombre de papel. Era el amanecer. El reloj del comedor
acababa de dar la seis de la tarde.
IV
Transcurrieron meses de luto, ensombrecidos por un remordimiento cada vez
mayor. Al principio, la idea de traer una mujer a aquel aposento se le hacía casi razonable.
Pero, poco a poco, las apetencias de un cuerpo nuevo fueron desplazadas por escrúpulos
crecientes, que llegaron al flagelo. Cierta noche, Don Marcial se ensangrentó las carnes con
una correa, sintiendo luego un deseo mayor, pero de corta duración. Fue entonces cuando la
Marquesa volvió, una tarde, de su paseo a las orillas del Almendares. Los caballos de la
calesa no traían en las crines más humedad que la del propio sudor. Pero, durante todo el
resto del día, dispararon coces a las tablas de la cuadra, irritados, al parecer, por la
inmovilidad de nubes bajas.
Al crepúsculo, una tinaja llena de agua se rompió en el baño de la Marquesa. Luego,
las lluvias de mayo rebosaron el estanque. Y aquella negra vieja, con tacha de cimarrona y
palomas debajo de la cama, que andaba por el patio murmurando: "¡Desconfía de los ríos,
niña; desconfía de lo verde que corre!" No había día en que el agua no revelara su
presencia. Pero esa presencia acabó por no ser más que una jícara derramada sobre el
vestido traído de París, al regreso del baile aniversario dado por el Capitán General de la
Colonia.
Reaparecieron muchos parientes. Volvieron muchos amigos. Ya brillaban, muy
claras, las arañas del gran salón. Las grietas de la fachada se iban cerrando. El piano
regresó al clavicordio. Las palmas perdían anillos. Las enredaderas saltaban la primera
cornisa. Blanquearon las ojeras de la Ceres y los capiteles parecieron recién tallados. Más
fogoso Marcial solía pasarse tardes enteras abrazando a la Marquesa. Borrábanse patas de
gallina, ceños y papadas, y las carnes tornaban a su dureza. Un día, un olor de pintura
fresca llenó la casa.
V
Los rubores eran sinceros. Cada noche se abrían un poco más las hojas de los
biombos, las faldas caían en rincones menos alumbrados y eran nuevas barreras de encajes.
Al fin la Marquesa sopló las lámparas. Sólo él habló en la obscuridad. Partieron para el
ingenio, en gran tren de calesas -relumbrante de grupas alazanas, bocados de plata y
charoles al sol. Pero, a la sombra de las flores de Pascua que enrojecían el soportal interior
de la vivienda, advirtieron que se conocían apenas. Marcial autorizó danzas y tambores de
Nación, para distraerse un poco en aquellos días olientes a perfumes de Colonia, baños de
benjuí, cabelleras esparcidas, y sábanas sacadas de armarios que, al abrirse, dejaban caer
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©Oscar Pizarro González 2011
sobre las lozas un mazo de vetiver. El vaho del guarapo giraba en la brisa con el toque de
oración. Volando bajo, las auras anunciaban lluvias reticentes, cuyas primeras gotas, anchas
y sonoras, eran sorbidas por tejas tan secas que tenían diapasón de cobre. Después de un
amanecer alargado por un abrazo deslucido, aliviados de desconciertos y cerrada la herida,
ambos regresaron a la ciudad. La Marquesa trocó su vestido de viaje por un traje de novia,
y, como era costumbre, los esposos fueron a la iglesia para recobrar su libertad. Se
devolvieron presentes a parientes y amigos, y, con revuelo de bronces y alardes de jaeces,
cada cual tomó la calle de su morada. Marcial siguió visitando a María de las Mercedes por
algún tiempo, hasta el día en que los anillos fueron llevados al taller del orfebre para ser
desgrabados. Comenzaba, para Marcial, una vida nueva. En la casa de las rejas, la Ceres fue
sustituida por una Venus italiana, y los mascarones de la fuente adelantaron casi
imperceptiblemente el relieve al ver todavía encendidas, pintada ya el alba, las luces de los
velones.
VI
Una noche, después de mucho beber y marearse con tufos de tabaco frío, dejados
por sus amigos, Marcial tuvo la sensación extraña de que los relojes de la casa daban las
cinco, luego las cuatro y media, luego las cuatro, luego las tres y media... Era como la
percepción remota de otras posibilidades. Como cuando se piensa, en enervamiento de
vigilia, que puede andarse sobre el cielo raso con el piso por cielo raso, entre muebles
firmemente asentados entre las vigas del techo. Fue una impresión fugaz, que no dejó la
menor huella en su espíritu, poco llevado, ahora, a la meditación.
Y hubo un gran sarao, en el salón de música, el día en que alcanzó la minoría de
edad. Estaba alegre, al pensar que su firma había dejado de tener un valor legal, y que los
registros y escribanías, con sus polillas, se borraban de su mundo. Llegaba al punto en que
los tribunales dejan de ser temibles para quienes tienen una carne desestimada por los
códigos. Luego de achisparse con vinos generosos, los jóvenes descolgaron de la pared una
guitarra incrustada de nácar, un salterio y un serpentón. Alguien dio cuerda al reloj que
tocaba la Tirolesa de las Vacas y la Balada de los Lagos de Escocia.
Otro embocó un cuerno de caza que dormía, enroscado en su cobre, sobre los
fieltros encarnados de la vitrina, al lado de la flauta traversera traída de Aranjuez. Marcial,
que estaba requebrando atrevidamente a la de Campoflorido, se sumó al guirigay, buscando
en el teclado, sobre bajos falsos, la melodía del Trípili-Trápala. Y subieron todos al desván,
de pronto, recordando que allá, bajo vigas que iban recobrando el repello, se guardaban los
trajes y libreas de la Casa de Capellanías. En entrepaños escarchados de alcanfor
descansaban los vestidos de corte, un espadín de Embajador, varias guerreras
emplastronadas, el manto de un Príncipe de la Iglesia, y largas casacas, con botones de
damasco y difuminos de humedad en los pliegues. Matizáronse las penumbras con cintas de
amaranto, miriñaques amarillos, túnicas marchitas y flores de terciopelo. Un traje de
chispero con redecilla de borlas, nacido en una mascarada de carnaval, levantó aplausos.
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©Oscar Pizarro González 2011
La de Campoflorido redondeó los hombros empolvados bajo un rebozo de color de
carne criolla, que sirviera a cierta abuela, en noche de grandes decisiones familiares, para
avivar los amansados fuegos de un rico Síndico de Clarisas.
Disfrazados regresaron los jóvenes al salón de música. Tocado con un tricornio de
regidor, Marcial pegó tres bastonazos en el piso, y se dio comienzo a la danza de la valse,
que las madres hallaban terriblemente impropio de señoritas, con eso de dejarse enlazar por
la cintura, recibiendo manos de hombre sobre las ballenas del corset que todas se habían
hecho según el reciente patrón de "El Jardín de las Modas". Las puertas se obscurecieron de
fámulas, cuadrerizos, sirvientes, que venían de sus lejanas dependencias y de los
entresuelos sofocantes para admirarse ante fiesta de tanto alboroto. Luego se jugó a la
gallina ciega y al escondite. Marcial, oculto con la de Campoflorido detrás de un biombo
chino, le estampó un beso en la nuca, recibiendo en respuesta un pañuelo perfumado, cuyos
encajes de Bruselas guardaban suaves tibiezas de escote. Y cuando las muchachas se
alejaron en las luces del crepúsculo, hacia las atalayas y torreones que se pintaban en
grisnegro sobre el mar, los mozos fueron a la Casa de Baile, donde tan sabrosamente se
contoneaban las mulatas de grandes ajorcas, sin perder nunca -así fuera de movida una
guaracha- sus zapatillas de alto tacón. Y como se estaba en carnavales, los del Cabildo
Arará Tres Ojos levantaban un trueno de tambores tras de la pared medianera, en un patio
sembrado de granados. Subidos en mesas y taburetes, Marcial y sus amigos alabaron el
garbo de una negra de pasas entrecanas, que volvía a ser hermosa, casi deseable, cuando
miraba por sobre el hombro, bailando con altivo mohín de reto.
VII
Las visitas de Don Abundio, notario y albacea de la familia, eran más frecuentes. Se
sentaba gravemente a la cabecera de la cama de Marcial, dejando caer al suelo su bastón de
ácana para despertarlo antes de tiempo. Al abrirse, los ojos tropezaban con una levita de
alpaca, cubierta de caspa, cuyas mangas lustrosas recogían títulos y rentas. Al fin sólo
quedó una pensión razonable, calculada para poner coto a toda locura. Fue entonces cuando
Marcial quiso ingresar en el Real Seminario de San Carlos.
Después de mediocres exámenes, frecuentó los claustros, comprendiendo cada vez
menos las explicaciones de los dómines. El mundo de las ideas se iba despoblando. Lo que
había sido, al principio, una ecuménica asamblea de peplos, jubones, golas y pelucas,
controversistas y ergotantes, cobraba la inmovilidad de un museo de figuras de cera.
Marcial se contentaba ahora con una exposición escolástica de los sistemas, aceptando por
bueno lo que se dijera en cualquier texto. "León", "Avestruz", Ballena", "Jaguar", leíase
sobre los grabados en cobre de la Historia Natural. Del mismo modo, "Aristóteles", "Santo
Tomás", Bacon", "Descartes", encabezaban páginas negras, en que se catalogaban
aburridamente las interpretaciones del universo, al margen de una capitular espesa. Poco a
poco, Marcial dejó de estudiarlas, encontrándose librado de un gran peso. Su mente se hizo
alegre y ligera, admitiendo tan sólo un concepto instintivo de las cosas. ¿Para qué pensar en
el prisma, cuando la luz clara de invierno daba mayores detalles a las fortalezas del puerto?
Una manzana que cae del árbol sólo es incitación para los dientes. Un pie en una bañadera
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no pasa de ser un pie en una bañadera. El día que abandonó el Seminario, olvidó los libros.
El gnomon recobró su categoría de duende: el espectro fue sinónimo de fantasma; el
octandro era bicho acorazado, con púas en el lomo.
Varias veces, andando pronto, inquieto el corazón, había ido a visitar a las mujeres
que cuchicheaban, detrás de puertas azules, al pie de las murallas. El recuerdo de la que
llevaba zapatillas bordadas y hojas de albahaca en la oreja lo perseguía, en tardes de calor,
como un dolor de muelas. Pero, un día, la cólera y las amenazas de un confesor le hicieron
llorar de espanto. Cayó por última vez en las sábanas del infierno, renunciando para
siempre a sus rodeos por calles poco concurridas, a sus cobardías de última hora que le
hacían regresar con rabia a su casa, luego de dejar a sus espaldas cierta acera rajada, señal,
cuando andaba con la vista baja, de la media vuelta que debía darse por hollar el umbral de
los perfumes.
Ahora vivía su crisis mística, poblada de detentes, corderos pascuales, palomas de
porcelana, Vírgenes de manto azul celeste, estrellas de papel dorado, Reyes Magos, ángeles
con alas de cisne, el Asno, el Buey, y un terrible San Dionisio que se le aparecía en sueños,
con un gran vacío entre los hombros y el andar vacilante de quien busca un objeto perdido.
Tropezaba con la cama y Marcial despertaba sobresaltado, echando mano al rosario de
cuentas sordas. Las mechas, en sus pocillos de aceite, daban luz triste a imágenes que
recobraban su color primero.
VIII
Los muebles crecían. Se hacía más difícil sostener los antebrazos sobre el borde de
la mesa del comedor. Los armarios de cornisas labradas ensanchaban el frontis. Alargando
el torso, los moros de la escalera acercaban sus antorchas a los balaustres del rellano. Las
butacas eran mas hondas y los sillones de mecedora tenían tendencia a irse para atrás. No
había ya que doblar las piernas al recostarse en el fondo de la bañadera con anillas de
mármol.
Una mañana en que leía un libro licencioso, Marcial tuvo ganas, súbitamente, de
jugar con los soldados de plomo que dormían en sus cajas de madera. Volvió a ocultar el
tomo bajo la jofaina del lavabo, y abrió una gaveta sellada por las telarañas. La mesa de
estudio era demasiado exigua para dar cabida a tanta gente. Por ello, Marcial se sentó en el
piso. Dispuso los granaderos por filas de ocho. Luego, los oficiales a caballo, rodeando al
abanderado. Detrás, los artilleros, con sus cañones, escobillones y botafuegos. Cerrando la
marcha, pífanos y timbales, con escolta de redoblantes. Los morteros estaban dotados de un
resorte que permitía lanzar bolas de vidrio a más de un metro de distancia.
-¡Pum!... ¡Pum!... ¡Pum!...
Caían caballos, caían abanderados, caían tambores. Hubo de ser llamado tres veces
por el negro Eligio, para decidirse a lavarse las manos y bajar al comedor.
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Desde ese día, Marcial conservó el hábito de sentarse en el enlosado. Cuando
percibió las ventajas de esa costumbre, se sorprendió por no haberlo pensando antes.
Afectas al terciopelo de los cojines, las personas mayores sudan demasiado. Algunas huelen
a notario -como Don Abundio- por no conocer, con el cuerpo echado, la frialdad del
mármol en todo tiempo. Sólo desde el suelo pueden abarcarse totalmente los ángulos y
perspectivas de una habitación. Hay bellezas de la madera, misteriosos caminos de insectos,
rincones de sombra, que se ignoran a altura de hombre. Cuando llovía, Marcial se ocultaba
debajo del clavicordio. Cada trueno hacía temblar la caja de resonancia, poniendo todas las
notas a cantar. Del cielo caían los rayos para construir aquella bóveda de calderones -
órgano, pinar al viento, mandolina de grillos.
IX
Aquella mañana lo encerraron en su cuarto. Oyó murmullos en toda la casa y el
almuerzo que le sirvieron fue demasiado suculento para un día de semana. Había seis
pasteles de la confitería de la Alameda -cuando sólo dos podían comerse, los domingos,
después de misa. Se entretuvo mirando estampas de viaje, hasta que el abejeo creciente,
entrando por debajo de las puertas, le hizo mirar entre persianas. Llegaban hombres
vestidos de negro, portando una caja con agarraderas de bronce.
Tuvo ganas de llorar, pero en ese momento apareció el calesero Melchor, luciendo
sonrisa de dientes en lo alto de sus botas sonoras. Comenzaron a jugar al ajedrez. Melchor
era caballo. Él, era Rey. Tomando las losas del piso por tablero, podía avanzar de una en
una, mientras Melchor debía saltar una de frente y dos de lado, o viceversa. El juego se
prolongó hasta más allá del crepúsculo, cuando pasaron los Bomberos del Comercio.
Al levantarse, fue a besar la mano de su padre que yacía en su cama de enfermo. El
Marqués se sentía mejor, y habló a su hijo con el empaque y los ejemplos usuales. Los "Sí,
padre" y los "No, padre", se encajaban entre cuenta y cuenta del rosario de preguntas, como
las respuestas del ayudante en una misa. Marcial respetaba al Marqués, pero era por razones
que nadie hubiera acertado a suponer. Lo respetaba porque era de elevada estatura y salía,
en noches de baile, con el pecho rutilante de condecoraciones: porque le envidiaba el sable
y los entorchados de oficial de milicias; porque, en Pascuas, había comido un pavo entero,
relleno de almendras y pasas, ganando una apuesta; porque, cierta vez, sin duda con el
ánimo de azotarla, agarró a una de las mulatas que barrían la rotonda, llevándola en brazos
a su habitación. Marcial, oculto detrás de una cortina, la vio salir poco después, llorosa y
desabrochada, alegrándose del castigo, pues era la que siempre vaciaba las fuentes de
compota devueltas a la alacena.
El padre era un ser terrible y magnánimo al que debía amarse después de Dios. Para
Marcial era más Dios que Dios, porque sus dones eran cotidianos y tangibles. Pero prefería
el Dios del cielo, porque fastidiaba menos.
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X
Cuando los muebles crecieron un poco más y Marcial supo como nadie lo que había
debajo de las camas, armarios y vargueños, ocultó a todos un gran secreto: la vida no tenía
encanto fuera de la presencia del calesero Melchor. Ni Dios, ni su padre, ni el obispo
dorado de las procesiones del Corpus, eran tan importantes como Melchor.
Melchor venía de muy lejos. Era nieto de príncipes vencidos. En su reino había
elefantes, hipopótamos, tigres y jirafas. Ahí los hombres no trabajaban, como Don
Abundio, en habitaciones obscuras, llenas de legajos. Vivían de ser más astutos que los
animales. Uno de ellos sacó el gran cocodrilo del lago azul, ensartándolo con una pica
oculta en los cuerpos apretados de doce ocas asadas. Melchor sabía canciones fáciles de
aprender, porque las palabras no tenían significado y se repetían mucho. Robaba dulces en
las cocinas; se escapaba, de noche, por la puerta de los cuadrerizos, y, cierta vez, había
apedreado a los de la guardia civil, desapareciendo luego en las sombras de la calle de la
Amargura.
En días de lluvia, sus botas se ponían a secar junto al fogón de la cocina. Marcial
hubiese querido tener pies que llenaran tales botas. La derecha se llamaba Calambín. La
izquierda, Calambán. Aquel hombre que dominaba los caballos cerreros con sólo encajarles
dos dedos en los belfos; aquel señor de terciopelos y espuelas, que lucía chisteras tan altas,
sabía también lo fresco que era un suelo de mármol en verano, y ocultaba debajo de los
muebles una fruta o un pastel arrebatados a las bandejas destinadas al Gran Salón. Marcial
y Melchor tenían en común un depósito secreto de grageas y almendras, que llamaban el
"Urí, urí, urá", con entendidas carcajadas. Ambos habían explorado la casa de arriba abajo,
siendo los únicos en saber que existía un pequeño sótano lleno de frascos holandeses,
debajo de las cuadras, y que en desván inútil, encima de los cuartos de criadas, doce
mariposas polvorientas acababan de perder las alas en caja de cristales rotos.
XI
Cuando Marcial adquirió el hábito de romper cosas, olvidó a Melchor para acercarse
a los perros. Había varios en la casa. El atigrado grande; el podenco que arrastraba las tetas;
el galgo, demasiado viejo para jugar; el lanudo que los demás perseguían en épocas
determinadas, y que las camareras tenían que encerrar.
Marcial prefería a Canelo porque sacaba zapatos de las habitaciones y desenterraba
los rosales del patio. Siempre negro de carbón o cubierto de tierra roja, devoraba la comida
de los demás, chillaba sin motivo y ocultaba huesos robados al pie de la fuente. De vez en
cuando, también, vaciaba un huevo acabado de poner, arrojando la gallina al aire con
brusco palancazo del hocico. Todos daban de patadas al Canelo. Pero Marcial se enfermaba
cuando se lo llevaban. Y el perro volvía triunfante, moviendo la cola, después de haber sido
abandonado más allá de la Casa de Beneficencia, recobrando un puesto que los demás, con
sus habilidades en la caza o desvelos en la guardia, nunca ocuparían.
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Canelo y Marcial orinaban juntos. A veces escogían la alfombra persa del salón,
para dibujar en su lana formas de nubes pardas que se ensanchaban lentamente. Eso costaba
castigo de cintarazos.
Pero los cintarazos no dolían tanto como creían las personas mayores. Resultaban,
en cambio, pretexto admirable para armar concertantes de aullidos, y provocar la
compasión de los vecinos. Cuando la bizca del tejadillo calificaba a su padre de "bárbaro",
Marcial miraba a Canelo, riendo con los ojos. Lloraban un poco más, para ganarse un
bizcocho y todo quedaba olvidado. Ambos comían tierra, se revolcaban al sol, bebían en la
fuente de los peces, buscaban sombra y perfume al pie de las albahacas. En horas de calor,
los canteros húmedos se llenaban de gente. Ahí estaba la gansa gris, con bolsa colgante
entre las patas zambas; el gallo viejo de culo pelado; la lagartija que decía "urí, urá",
sacándose del cuello una corbata rosada; el triste jubo nacido en ciudad sin hembras; el
ratón que tapiaba su agujero con una semilla de carey. Un día señalaron el perro a Marcial.
-¡Guau, guau! -dijo.
Hablaba su propio idioma. Había logrado la suprema libertad. Ya quería alcanzar,
con sus manos, objetos que estaban fuera del alcance de sus manos.
XII
Hambre, sed, calor, dolor, frío. Apenas Marcial redujo su percepción a la de estas
realidades esenciales, renunció a la luz que ya le era accesoria. Ignoraba su nombre.
Retirado el bautismo, con su sal desagradable, no quiso ya el olfato, ni el oído, ni siquiera
la vista. Sus manos rozaban formas placenteras. Era un ser totalmente sensible y táctil. El
universo le entraba por todos los poros. Entonces cerró los ojos que sólo divisaban gigantes
nebulosos y penetró en un cuerpo caliente, húmedo, lleno de tinieblas, que moría. El
cuerpo, al sentirlo arrebozado con su propia sustancia, resbaló hacia la vida.
Pero ahora el tiempo corrió más pronto, adelgazando sus últimas horas. Los minutos
sonaban a glissando de naipes bajo el pulgar de un jugador.
Las aves volvieron al huevo en torbellino de plumas. Los peces cuajaron la hueva,
dejando una nevada de escamas en el fondo del estanque. Las palmas doblaron las pencas,
desapareciendo en la tierra como abanicos cerrados. Los tallos sorbían sus hojas y el suelo
tiraba de todo lo que le perteneciera. El trueno retumbaba en los corredores. Crecían pelos
en la gamuza de los guantes. Las mantas de lana se destejían, redondeando el vellón de
carneros distantes. Los armarios, los vargueños, las camas, los crucifijos, las mesas, las
persianas, salieron volando en la noche, buscando sus antiguas raíces al pie de las selvas.
Todo lo que tuviera clavos se desmoronaba. Un bergantín, anclado no se sabía
dónde, llevó presurosamente a Italia los mármoles del piso y de la fuente. Las panoplias, los
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herrajes, las llaves, las cazuelas de cobre, los bocados de las cuadras, se derretían,
engrosando un río de metal que galerías sin techo canalizaban hacia la tierra. Todo se
metamorfoseaba, regresando a la condición primera. El barro volvió al barro, dejando un
yermo en lugar de la casa.
XIII
Cuando los obreros vinieron con el día para proseguir la demolición, encontraron el
trabajo acabado. Alguien se había llevado la estatua de Ceres, vendida la víspera a un
anticuario. Después de quejarse al Sindicato, los hombres fueron a sentarse en los bancos
de un parque municipal. Uno recordó entonces la historia, muy difuminada, de una
Marquesa de Capellanías, ahogada, en tarde de mayo, entre las malangas del Almendares.
Pero nadie prestaba atención al relato, porque el sol viajaba de oriente a occidente, y las
horas que crecen a la derecha de los relojes deben alargarse por la pereza, ya que son las
que más seguramente llevan a la muerte.
Carta a una señorita en París
Julio Cortázar
Andrée, yo no quería venirme a vivir a su departamento de la calle Suipacha. No
tanto por los conejitos, más bien porque me duele ingresar en un orden cerrado, construido
ya hasta en las más finas mallas del aire, esas que en su casa preservan la música de la
lavanda, el aletear de un cisne con polvos, el juego del violín y la viola en el cuarteto de
Rará. Me es amargo entrar en un ámbito donde alguien que vive bellamente lo ha dispuesto
todo como una reiteración visible de su alma, aquí los libros (de un lado en español, del
otro en francés e inglés), allí los almohadones verdes, en este preciso sitio de la mesita el
cenicero de cristal que parece el corte de una pompa de jabón, y siempre un perfume, un
sonido, un crecer de plantas, una fotografía del amigo muerto, ritual de bandejas con té y
tenacillas de azúcar... Ah, querida Andrée, qué difícil oponerse, aun aceptándolo con entera
sumisión del propio ser, al orden minucioso que una mujer instaura en su liviana residencia.
Cuán culpable tomar una tacita de metal y ponerla al otro extremo de la mesa, ponerla allí
simplemente porque uno ha traído sus diccionarios ingleses y es de este lado, al alcance de
la mano, donde habrán de estar. Mover esa tacita vale por un horrible rojo inesperado en
medio de una modulación de Ozenfant, como si de golpe las cuerdas de todos los
contrabajos se rompieran al mismo tiempo con el mismo espantoso chicotazo en el instante
más callado de una sinfonía de Mozart. Mover esa tacita altera el juego de relaciones de
toda la casa, de cada objeto con otro, de cada momento de su alma con el alma entera de la
casa y su habitante lejana. Y yo no puedo acercar los dedos a un libro, ceñir apenas el cono
de luz de una lámpara, destapar la caja de música, sin que un sentimiento de ultraje y
desafio me pase por los ojos como un bando de gorriones.
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Usted sabe por qué vine a su casa, a su quieto salón solicitado de mediodía. Todo
parece tan natural, como siempre que no se sabe la verdad. Usted se ha ido a París, yo me
quedé con el departamento de la calle Suipacha, elaboramos un simple y satisfactorio plan
de mutua convivencia hasta que septiembre la traiga de nuevo a Buenos Aires y me lance a
mí a alguna otra casa donde quizá... Pero no le escribo por eso, esta carta se la envío a
causa de los conejitos, me parece justo enterarla; y porque me gusta escribir cartas, y tal vez
porque llueve.
Me mudé el jueves pasado, a las cinco de la tarde, entre niebla y hastío. He cerrado
tantas maletas en mi vida, me he pasado tantas horas haciendo equipajes que no llevaban a
ninguna parte, que el jueves fue un día lleno de sombras y correas, porque cuando yo veo
las correas de las valijas es como si viera sombras, elementos de un látigo que me azota
indirectamente, de la manera más sutil y más horrible. Pero hice las maletas, avisé a la
mucama que vendría a instalarme, y subí en el ascensor. Justo entre el primero y segundo
piso sentí que iba a vomitar un conejito. Nunca se lo había explicado antes, no crea que por
deslealtad, pero naturalmente uno no va a ponerse a explicarle a la gente que de cuando en
cuando vomita un conejito. Como siempre me ha sucedido estando a solas, guardaba el
hecho igual que se guardan tantas constancias de lo que acaece (o hace uno acaecer) en la
privacía total. No me lo reproche, Andrée, no me lo reproche. De cuando en cuando me
ocurre vomitar un conejito. No es razón para no vivir en cualquier casa, no es razón para
que uno tenga que avergonzarse y estar aislado y andar callándose.
Cuando siento que voy a vomitar un conejito me pongo dos dedos en la boca como
una pinza abierta, y espero a sentir en la garganta la pelusa tibia que sube como una
efervescencia de sal de frutas. Todo es veloz e higiénico, transcurre en un brevísimo
instante. Saco los dedos de la boca, y en ellos traigo sujeto por las orejas a un conejito
blanco. El conejito parece contento, es un conejito normal y perfecto, sólo que muy
pequeño, pequeño como un conejilo de chocolate pero blanco y enteramente un conejito.
Me lo pongo en la palma de la mano, le alzo la pelusa con una caricia de los dedos, el
conejito parece satisfecho de haber nacido y bulle y pega el hocico contra mi piel,
moviéndolo con esa trituración silenciosa y cosquilleante del hocico de un conejo contra la
piel de una mano. Busca de comer y entonces yo (hablo de cuando esto ocurría en mi casa
de las afueras) lo saco conmigo al balcón y lo pongo en la gran maceta donde crece el
trébol que a propósito he sembrado. El conejito alza del todo sus orejas, envuelve un trébol
tierno con un veloz molinete del hocico, y yo sé que puedo dejarlo e irme, continuar por un
tiempo una vida no distinta a la de tantos que compran sus conejos en las granjas.
Entre el primero y segundo piso, Andrée, como un anuncio de lo que sería mi vida
en su casa, supe que iba a vomitar un conejito. En seguida tuve miedo (¿o era extrañeza?
No, miedo de la misma extrañeza, acaso) porque antes de dejar mi casa, sólo dos días antes,
había vomitado un conejito y estaba seguro por un mes, por cinco semanas, tal vez seis con
un poco de suerte. Mire usted, yo tenía perfectamente resuelto el problema de los conejitos.
Sembraba trébol en el balcón de mi otra casa, vomitaba un conejito, lo ponía en el trébol y
al cabo de un mes, cuando sospechaba que de un momento a otro... entonces regalaba el
conejo ya crecido a la señora de Molina, que creía en un hobby y se callaba. Ya en otra
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©Oscar Pizarro González 2011
maceta venía creciendo un trébol tierno y propicio, yo aguardaba sin preocupación la
mañana en que la cosquilla de una pelusa subiendo me cerraba la garganta, y el nuevo
conejito repetía desde esa hora la vida y las costumbres del anterior. Las costumbres,
Andrée, son formas concretas del ritmo, son la cuota del ritmo que nos ayuda a vivir. No
era tan terrible vomitar conejitos una vez que se había entrado en el ciclo invariable, en el
método. Usted querrá saber por qué todo ese trabajo, por qué todo ese trébol y la señora de
Molina. Hubiera sido preferible matar en seguida al conejito y... Ah, tendría usted que
vomitar tan sólo uno, tomarlo con dos dedos y ponérselo en la mano abierta, adherido aún a
usted por el acto mismo, por el aura inefable de su proximidad apenas rota. Un mes
distancia tanto; un mes es tamaño, largos pelos, saltos, ojos salvajes, diferencia absoluta
Andrée, un mes es un conejo, hace de veras a un conejo; pero el minuto inicial, cuando el
copo tibio y bullente encubre una presencia inajenable... Como un poema en los primeros
minutos, el fruto de una noche de Idumea: tan de uno que uno mismo... y después tan no
uno, tan aislado y distante en su llano mundo blanco tamaño carta.
Me decidí, con todo, a matar el conejito apenas naciera. Yo viviría cuatro meses en
su casa: cuatro -quizá, con suerte, tres- cucharadas de alcohol en el hocico. (¿Sabe usted
que la misericordia permite matar instantáneamente a un conejito dándole a beber una
cucharada de alcohol? Su carne sabe luego mejor, dicen, aunque yo... Tres o cuatro
cucharadas de alcohol, luego el cuarto de baño o un piquete sumándose a los desechos.)
Al cruzar el tercer piso el conejito se movía en mi mano abierta. Sara esperaba
arriba, para ayudarme a entrar las valijas... ¿Cómo explicarle que un capricho, una tienda de
animales? Envolví el conejito en mi pañuelo, lo puse en el bolsillo del sobretodo dejando el
sobretodo suelto para no oprimirlo. Apenas se movía. Su menuda conciencia debía estarle
revelando hechos importantes: que la vida es un movimiento hacia arriba con un clic final,
y que es también un cielo bajo, blanco, envolvente y oliendo a lavanda, en el fondo de un
pozo tibio.
Sara no vio nada, la fascinaba demasiado el arduo problema de ajustar su sentido del
orden a mi valija-ropero, mis papeles y mi displicencia ante sus elaboradas explicaciones
donde abunda la expresión «por ejemplo». Apenas pude me encerré en el baño; matarlo
ahora. Una fina zona de calor rodeaba el pañuelo, el conejito era blanquísimo y creo que
más lindo que los otros. No me miraba, solamente bullía y estaba contento, lo que era el
más horrible modo de mirarme. Lo encerré en el botiquín vacío y me volví para
desempacar, desorientado pero no infeliz, no culpable, no jabonándome las manos para
quitarles una última convulsión.
Comprendí que no podía matarlo. Pero esa misma noche vomité un conejito negro.
Y dos días después uno blanco. Y a la cuarta noche un conejito gris.
Usted ha de amar el bello armario de su dormitorio, con la gran puerta que se abre
generosa, las tablas vacías a la espera de mi ropa. Ahora los tengo ahí. Ahí dentro. Verdad
que parece imposible; ni Sara lo creería. Porque Sara nada sospecha, y el que no sospeche
nada procede de mi horrible tarea, una tarea que se lleva mis días y mis noches en un solo
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©Oscar Pizarro González 2011
golpe de rastrillo y me va calcinando por dentro y endureciendo como esa estrella de mar
que ha puesto usted sobre la bañera y que a cada baño parece llenarle a uno el cuerpo de sal
y azotes de sol y grandes rumores de la profundidad.
De día duermen. Hay diez. De día duermen. Con la puerta cerrada, el armario es una
noche diurna solamente para ellos, allí duermen su noche con sosegada obediencia. Me
llevo las llaves del dormitorio al partir a mi empleo. Sara debe creer que desconfío de su
honradez y me mira dubitativa, se le ve todas las mañanas que está por decirme algo, pero
al final se calla y yo estoy tan contento. (Cuando arregla el dormitorio, de nueve a diez,
hago ruido en el salón, pongo un disco de Benny Carter que ocupa toda la atmósfera, y
como Sara es también amiga de saetas y pasodobles, el armario parece silencioso y acaso lo
esté, porque para los conejitos transcurre ya la noche y el descanso.)
Su día principia a esa hora que sigue a la cena, cuando Sara se lleva la bandeja con
un menudo tintinear de tenacillas de azúcar, me desea buenas noches -sí, me las desea,
Andrée, lo más amargo es que me desea las buenas noches- y se encierra en su cuarto y de
pronto estoy yo solo, solo con el armario condenado, solo con mi deber y mi tristeza.
Los dejo salir, lanzarse ágiles al asalto del salón, oliendo vivaces el trébol que
ocultaban mis bolsillos y ahora hace en la alfombra efímeras puntillas que ellos alteran,
remueven, acaban en un momento. Comen bien, callados y correctos, hasta ese instante
nada tengo que decir, los miro solamente desde el sofá, con un libro inútil en la mano -yo
que quería leerme todos sus Giraudoux, Andrée, y la historia argentina de López que tiene
usted en el anaquel más bajo-; y se comen el trébol.
Son diez. Casi todos blancos. Alzan la tibia cabeza hacia las lámparas del salón, los
tres soles inmóviles de su día, ellos que aman la luz porque su noche no tiene luna ni
estrellas ni faroles. Miran su triple sol y están contentos. Así es que saltan por la alfombra,
a las sillas, diez manchas livianas se trasladan como una moviente constelación de una
parte a otra, mientras yo quisiera verlos quietos, verlos a mis pies y quietos -un poco el
sueño de todo dios, Andrée, el sueño nunca cumplido de los dioses-, no así insinuándose
detrás del retrato de Miguel de Unamuno, en torno al jarrón verde claro, por la negra
cavidad del escritorio, siempre menos de diez, siempre seis u ocho y yo preguntándome
dónde andarán los dos que faltan, y si Sara se levantara por cualquier cosa, y la presidencia
de Rivadavia que yo quería leer en la historia de López.
No sé cómo resisto, Andrée. Usted recuerda que vine a descansar a su casa. No es
culpa mía si de cuando en cuando vomito un conejito, si esta mudanza me alteró también
por dentro -no es nominalismo, no es magia, solamente que las cosas no se pueden variar
así de pronto, a veces las cosas viran brutalmente y cuando usted esperaba la bofetada a la
derecha-. Así, Andrée, o de otro modo, pero siempre así.
Le escribo de noche. Son las tres de la tarde, pero le escribo en la noche de ellos. De
día duermen ¡Qué alivio esta oficina cubierta de gritos, órdenes, máquinas Royal,
vicepresidentes y mimeógrafos! Qué alivio, qué paz, qué horror, Andrée! Ahora me llaman
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©Oscar Pizarro González 2011
por teléfono, son los amigos que se inquietan por mis noches recoletas, es Luis que me
invita a caminar o Jorge que me guarda un concierto. Casi no me atrevo a decirles que no,
invento prolongadas e ineficaces historias de mala salud, de traducciones atrasadas, de
evasión Y cuando regreso y subo en el ascensor ese tramo, entre el primero y segundo piso
me formulo noche a noche irremediablemente la vana esperanza de que no sea verdad.
Hago lo que puedo para que no destrocen sus cosas. Han roído un poco los libros
del anaquel más bajo, usted los encontrará disimulados para que Sara no se dé cuenta.
¿Quería usted mucho su lámpara con el vientre de porcelana lleno de mariposas y
caballeros antiguos? El trizado apenas se advierte, toda la noche trabajé con un cemento
especial que me vendieron en una casa inglesa -usted sabe que las casas inglesas tienen los
mejores cementos- y ahora me quedo al lado para que ninguno la alcance otra vez con las
patas (es casi hermoso ver cómo les gusta pararse, nostalgia de lo humano distante, quizá
imitación de su dios ambulando y mirándolos hosco; además usted habrá advertido -en su
infancia, quizá- que se puede dejar a un conejito en penitencia contra la pared, parado, las
patitas apoyadas y muy quieto horas y horas).
A las cinco de la mañana (he dormido un poco, tirado en el sofá verde y
despertándome a cada carrera afelpada, a cada tintineo) los pongo en el armario y hago la
limpieza. Por eso Sara encuentra todo bien aunque a veces le he visto algún asombro
contenido, un quedarse mirando un objeto, una leve decoloración en la alfombra y de nuevo
el deseo de preguntarme algo, pero yo silbando las variaciones sinfónicas de Franck, de
manera que nones. Para qué contarle, Andrée, las minucias desventuradas de ese amanecer
sordo y vegetal, en que camino entredormido levantando cabos de trébol, hojas sueltas,
pelusas blancas, dándome contra los muebles, loco de sueño, y mi Gide que se atrasa,
Troyat que no he traducido, y mis respuestas a una señora lejana que estará preguntándose
ya si... para qué seguir todo esto, para qué seguir esta carta que escribo entre teléfonos y
entrevistas.
Andrée, querida Andrée, mi consuelo es que son diez y ya no más. Hace quince días
contuve en la palma de la mano un último conejito, después nada, solamente los diez
conmigo, su diurna noche y creciendo, ya feos y naciéndoles el pelo largo, ya adolescentes
y llenos de urgencias y caprichos, saltando sobre el busto de Antinoo (¿es Antinoo, verdad,
ese muchacho que mira ciegamente?) o perdiéndose en el living, donde sus movimientos
crean ruidos resonantes, tanto que de allí debo echarlos por miedo a que los oiga Sara y se
me aparezca horripilada, tal vez en camisón -porque Sara ha de ser así, con camisón- y
entonces... Solamente diez, piense usted esa pequeña alegría que tengo en medio de todo, la
creciente calma con que franqueo de vuelta los rígidos cielos del primero y el segundo piso.
Interrumpí esta carta porque debía asistir a una tarea de comisiones. La continúo
aquí en su casa, Andrée, bajo una sorda grisalla de amanecer. ¿Es de veras el día siguiente,
Andrée? Un trozo en blanco de la página será para usted el intervalo, apenas el puente que
une mi letra de ayer a mi letra de hoy. Decirle que en ese intervalo todo se ha roto, donde
mira usted el puente fácil oigo yo quebrarse la cintura furiosa del agua, para mí este lado
del papel, este lado de mi carta no continúa la calma con que venía yo escribiéndole cuando
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©Oscar Pizarro González 2011
la dejé para asistir a una tarea de comisiones. En su cúbica noche sin tristeza duermen once
conejitos; acaso ahora mismo, pero no, no ahora. En el ascensor, luego, o al entrar; ya no
importa dónde, si el cuándo es ahora, si puede ser en cualquier ahora de los que me quedan.
Basta ya, he escrito esto porque me importa probarle que no fui tan culpable en el
destrozo insalvable de su casa. Dejaré esta carta esperándola, sería sórdido que el correo se
la entregara alguna clara mañana de París. Anoche di vuelta los libros del segundo estante,
alcanzaban ya a ellos, parándose o saltando, royeron los lomos para afilarse los dientes -no
por hambre, tienen todo el trébol que les compro y almaceno en los cajones del escritorio.
Rompieron las cortinas, las telas de los sillones, el borde del autorretrato de Augusto
Torres, llenaron de pelos la alfombra y también gritaron, estuvieron en círculo bajo la luz
de la lámpara, en círculo y como adorándome, y de pronto gritaban, gritaban como yo no
creo que griten los conejos.
He querido en vano sacar los pelos que estropean la alfombra, alisar el borde de la
tela roída, encerrarlos de nuevo en el armario. El día sube, tal vez Sara se levante pronto. Es
casi extraño que no me importe verlos brincar en busca de juguetes. No tuve tanta culpa,
usted verá cuando llegue que muchos de los destrozos están bien reparados con el cemento
que compré en una casa inglesa, yo hice lo que pude para evitarle un enojo... En cuanto a
mí, del diez al once hay como un hueco insuperable. Usted ve: diez estaba bien, con un
armario, trébol y esperanza, cuántas cosas pueden construirse. No ya con once, porque
decir once es seguramente doce, Andrée, doce que serán trece. Entonces está el amanecer y
una fría soledad en la que caben la alegría, los recuerdos, usted y acaso tantos más. Está
este balcón sobre Suipacha lleno de alba, los primeros sonidos de la ciudad. No creo que les
sea difícil juntar once conejitos salpicados sobre los adoquines, tal vez ni se fijen en ellos,
atareados con el otro cuerpo que conviene llevarse pronto, antes de que pasen los primeros
colegiales.
Casa tomada
Julio Cortázar
Nos gustaba la casa porque aparte de espaciosa y antigua (hoy que las casas
antiguas sucumben a la más ventajosa liquidación de sus materiales) guardaba los recuerdos
de nuestros bisabuelos, el abuelo paterno, nuestros padres y toda la infancia.
Nos habituamos Irene y yo a persistir solos en ella, lo que era una locura pues en esa
casa podían vivir ocho personas sin estorbarse. Hacíamos la limpieza por la mañana,
levantándonos a las siete, y a eso de las once yo le dejaba a Irene las ultimas habitaciones
por repasar y me iba a la cocina. Almorzábamos al mediodía, siempre puntuales; ya no
quedaba nada por hacer fuera de unos platos sucios. Nos resultaba grato almorzar pensando
en la casa profunda y silenciosa y cómo nos bastábamos para mantenerla limpia. A veces
llegábamos a creer que era ella la que no nos dejó casarnos. Irene rechazó dos pretendientes
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©Oscar Pizarro González 2011
sin mayor motivo, a mí se me murió María Esther antes que llegáramos a comprometernos.
Entramos en los cuarenta años con la inexpresada idea de que el nuestro, simple y
silencioso matrimonio de hermanos, era necesaria clausura de la genealogía asentada por
nuestros bisabuelos en nuestra casa. Nos moriríamos allí algún día, vagos y esquivos
primos se quedarían con la casa y la echarían al suelo para enriquecerse con el terreno y los
ladrillos; o mejor, nosotros mismos la voltearíamos justicieramente antes de que fuese
demasiado tarde.
Irene era una chica nacida para no molestar a nadie. Aparte de su actividad matinal
se pasaba el resto del día tejiendo en el sofá de su dormitorio. No sé por qué tejía tanto, yo
creo que las mujeres tejen cuando han encontrado en esa labor el gran pretexto para no
hacer nada. Irene no era así, tejía cosas siempre necesarias, tricotas para el invierno, medias
para mí, mañanitas y chalecos para ella. A veces tejía un chaleco y después lo destejía en
un momento porque algo no le agradaba; era gracioso ver en la canastilla el montón de lana
encrespada resistiéndose a perder su forma de algunas horas. Los sábados iba yo al centro a
comprarle lana; Irene tenía fe en mi gusto, se complacía con los colores y nunca tuve que
devolver madejas. Yo aprovechaba esas salidas para dar una vuelta por las librerías y
preguntar vanamente si había novedades en literatura francesa. Desde 1939 no llegaba nada
valioso a la Argentina.
Pero es de la casa que me interesa hablar, de la casa y de Irene, porque yo no tengo
importancia. Me pregunto qué hubiera hecho Irene sin el tejido. Uno puede releer un libro,
pero cuando un pullover está terminado no se puede repetirlo sin escándalo. Un día
encontré el cajón de abajo de la cómoda de alcanfor lleno de pañoletas blancas, verdes, lila.
Estaban con naftalina, apiladas como en una mercería; no tuve valor para preguntarle a
Irene que pensaba hacer con ellas. No necesitábamos ganarnos la vida, todos los meses
llegaba plata de los campos y el dinero aumentaba. Pero a Irene solamente la entretenía el
tejido, mostraba una destreza maravillosa y a mí se me iban las horas viéndole las manos
como erizos plateados, agujas yendo y viniendo y una o dos canastillas en el suelo donde se
agitaban constantemente los ovillos. Era hermoso.
Cómo no acordarme de la distribución de la casa. El comedor, una sala con
gobelinos, la biblioteca y tres dormitorios grandes quedaban en la parte más retirada, la que
mira hacia Rodríguez Peña. Solamente un pasillo con su maciza puerta de roble aislaba esa
parte del ala delantera donde había un baño, la cocina, nuestros dormitorios y el living
central, al cual comunicaban los dormitorios y el pasillo. Se entraba a la casa por un zaguán
con mayólica, y la puerta cancel daba al living. De manera que uno entraba por el zaguán,
abría la cancel y pasaba al living; tenía a los lados las puertas de nuestros dormitorios, y al
frente el pasillo que conducía a la parte más retirada; avanzando por el pasillo se
franqueaba la puerta de roble y mas allá empezaba el otro lado de la casa, o bien se podía
girar a la izquierda justamente antes de la puerta y seguir por un pasillo más estrecho que
llevaba a la cocina y el baño. Cuando la puerta estaba abierta advertía uno que la casa era
muy grande; si no, daba la impresión de un departamento de los que se edifican ahora,
apenas para moverse; Irene y yo vivíamos siempre en esta parte de la casa, casi nunca
íbamos más allá de la puerta de roble, salvo para hacer la limpieza, pues es increíble cómo
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©Oscar Pizarro González 2011
se junta tierra en los muebles. Buenos Aires será una ciudad limpia, pero eso lo debe a sus
habitantes y no a otra cosa. Hay demasiada tierra en el aire, apenas sopla una ráfaga se
palpa el polvo en los mármoles de las consolas y entre los rombos de las carpetas de
macramé; da trabajo sacarlo bien con plumero, vuela y se suspende en el aire, un momento
después se deposita de nuevo en los muebles y los pianos.
Lo recordaré siempre con claridad porque fue simple y sin circunstancias inútiles.
Irene estaba tejiendo en su dormitorio, eran las ocho de la noche y de repente se me ocurrió
poner al fuego la pavita del mate. Fui por el pasillo hasta enfrentar la entornada puerta de
roble, y daba la vuelta al codo que llevaba a la cocina cuando escuché algo en el comedor o
en la biblioteca. El sonido venía impreciso y sordo, como un volcarse de silla sobre la
alfombra o un ahogado susurro de conversación. También lo oí, al mismo tiempo o un
segundo después, en el fondo del pasillo que traía desde aquellas piezas hasta la puerta. Me
tiré contra la pared antes de que fuera demasiado tarde, la cerré de golpe apoyando el
cuerpo; felizmente la llave estaba puesta de nuestro lado y además corrí el gran cerrojo para
más seguridad.
Fui a la cocina, calenté la pavita, y cuando estuve de vuelta con la bandeja del mate
le dije a Irene:
-Tuve que cerrar la puerta del pasillo. Han tomado parte del fondo.
Dejó caer el tejido y me miró con sus graves ojos cansados.
-¿Estás seguro?
Asentí.
-Entonces -dijo recogiendo las agujas- tendremos que vivir en este lado.
Yo cebaba el mate con mucho cuidado, pero ella tardó un rato en reanudar su labor.
Me acuerdo que me tejía un chaleco gris; a mí me gustaba ese chaleco.
Los primeros días nos pareció penoso porque ambos habíamos dejado en la parte
tomada muchas cosas que queríamos. Mis libros de literatura francesa, por ejemplo, estaban
todos en la biblioteca. Irene pensó en una botella de Hesperidina de muchos años. Con
frecuencia (pero esto solamente sucedió los primeros días) cerrábamos algún cajón de las
cómodas y nos mirábamos con tristeza.
-No está aquí.
Y era una cosa más de todo lo que habíamos perdido al otro lado de la casa.
Pero también tuvimos ventajas. La limpieza se simplificó tanto que aun
levantándose tardísimo, a las nueve y media por ejemplo, no daban las once y ya estábamos
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©Oscar Pizarro González 2011
de brazos cruzados. Irene se acostumbró a ir conmigo a la cocina y ayudarme a preparar el
almuerzo. Lo pensamos bien, y se decidió esto: mientras yo preparaba el almuerzo, Irene
cocinaría platos para comer fríos de noche. Nos alegramos porque siempre resultaba
molesto tener que abandonar los dormitorios al atardecer y ponerse a cocinar. Ahora nos
bastaba con la mesa en el dormitorio de Irene y las fuentes de comida fiambre.
Irene estaba contenta porque le quedaba más tiempo para tejer. Yo andaba un poco
perdido a causa de los libros, pero por no afligir a mi hermana me puse a revisar la
colección de estampillas de papá, y eso me sirvió para matar el tiempo. Nos divertíamos
mucho, cada uno en sus cosas, casi siempre reunidos en el dormitorio de Irene que era más
cómodo. A veces Irene decía:
-Fijate este punto que se me ha ocurrido. ¿No da un dibujo de trébol?
Un rato después era yo el que le ponía ante los ojos un cuadradito de papel para que
viese el mérito de algún sello de Eupen y Malmédy. Estábamos bien, y poco a poco
empezábamos a no pensar. Se puede vivir sin pensar.
(Cuando Irene soñaba en alta voz yo me desvelaba en seguida. Nunca pude
habituarme a esa voz de estatua o papagayo, voz que viene de los sueños y no de la
garganta. Irene decía que mis sueños consistían en grandes sacudones que a veces hacían
caer el cobertor. Nuestros dormitorios tenían el living de por medio, pero de noche se
escuchaba cualquier cosa en la casa. Nos oíamos respirar, toser, presentíamos el ademán
que conduce a la llave del velador, los mutuos y frecuentes insomnios.
Aparte de eso todo estaba callado en la casa. De día eran los rumores domésticos, el
roce metálico de las agujas de tejer, un crujido al pasar las hojas del álbum filatélico. La
puerta de roble, creo haberlo dicho, era maciza. En la cocina y el baño, que quedaban
tocando la parte tomada, nos poníamos a hablar en vos más alta o Irene cantaba canciones
de cuna. En una cocina hay demasiados ruidos de loza y vidrios para que otros sonidos
irrumpan en ella. Muy pocas veces permitíamos allí el silencio, pero cuando tornábamos a
los dormitorios y al living, entonces la casa se ponía callada y a media luz, hasta pisábamos
despacio para no molestarnos. Yo creo que era por eso que de noche, cuando Irene
empezaba a soñar en alta voz, me desvelaba en seguida.)
Es casi repetir lo mismo salvo las consecuencias. De noche siento sed, y antes de
acostarnos le dije a Irene que iba hasta la cocina a servirme un vaso de agua. Desde la
puerta del dormitorio (ella tejía) oí ruido en la cocina; tal vez en la cocina o tal vez en el
baño porque el codo del pasillo apagaba el sonido. A Irene le llamó la atención mi brusca
manera de detenerme, y vino a mi lado sin decir palabra. Nos quedamos escuchando los
ruidos, notando claramente que eran de este lado de la puerta de roble, en la cocina y el
baño, o en el pasillo mismo donde empezaba el codo casi al lado nuestro.
No nos miramos siquiera. Apreté el brazo de Irene y la hice correr conmigo hasta la
puerta cancel, sin volvernos hacia atrás. Los ruidos se oían más fuerte pero siempre sordos,
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©Oscar Pizarro González 2011
a espaldas nuestras. Cerré de un golpe la cancel y nos quedamos en el zaguán. Ahora no se
oía nada.
-Han tomado esta parte -dijo Irene. El tejido le colgaba de las manos y las hebras
iban hasta la cancel y se perdían debajo. Cuando vio que los ovillos habían quedado del
otro lado, soltó el tejido sin mirarlo.
-¿Tuviste tiempo de traer alguna cosa? -le pregunté inútilmente.
-No, nada.
Estábamos con lo puesto. Me acordé de los quince mil pesos en el armario de mi
dormitorio. Ya era tarde ahora.
Como me quedaba el reloj pulsera, vi que eran las once de la noche. Rodeé con mi
brazo la cintura de Irene (yo creo que ella estaba llorando) y salimos así a la calle. Antes de
alejarnos tuve lástima, cerré bien la puerta de entrada y tiré la llave a la alcantarilla. No
fuese que a algún pobre diablo se le ocurriera robar y se metiera en la casa, a esa hora y con
la casa tomada.
Historias de cronopios y famas
Julio Cortázar
Instrucciones para dar cuerda al reloj
Allá al fondo está la muerte, pero no tenga miedo. Sujete el reloj con una mano,
tome con dos dedos la llave de la cuerda, remóntela suavemente. Ahora se abre otro plazo,
los árboles despliegan sus hojas, las barcas corren regatas, el tiempo como un abanico se va
llenando de sí mismo y de él brotan el aire, las brisas de la tierra, la sombra de una mujer, el
perfume del pan. ¿Qué más quiere, qué más quiere? Atelo pronto a su muñeca, déjelo latir
en libertad, imítelo anhelante. El miedo herrumbra las áncoras, cada cosa que pudo
alcanzarse y fue olvidada va corroyendo las venas del reloj, gangrenando la fría sangre de
sus rubíes. Y allá en el fondo está la muerte si no corremos y llegamos antes y
comprendemos que ya no importa.
Educación de príncipe
Los cronopios no tienen casi nunca hijos, pero si los tienen, pierden la cabeza y
ocurren cosas extraordinarias. Por ejemplo, un cronopio tiene un hijo, y en seguida lo
invade la maravilla y está seguro de que su hijo es el pararrayos de la hermosura y que por
sus venas corre la química completa con aquí y allá istas llenas de bellas artes y poesía y
urbanismo. Entonces este cronopio no puede ver a su hijo sin inclinarse profundamente ante
él y decirle palabras de respetuoso homenaje.
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El hijo, como es natural, lo odia minuciosamente. Cuando entra en la edad escolar,
su padre lo inscribe en primero inferior y el niño está contento entre otros pequeños
cronopios, famas y esperanzas. Pero se va desmejorando a medida que se acerca el
mediodía, porque sabe que a la salida lo estará esperando su padre, quién al verlo levantará
las manos y dirá diversas cosas, a saber:
-Buenas salenas cronopio cronopio, el más bueno y más crecido y más arrebolado,
el más prolijo y más respetuoso y más aplicado de los hijos!
Con lo cual los famas y las esperanzas junior se retuercen de la risa en el cordón de
la vereda, y el pequeño cronopio odia empecinadamente a su padre y acabará por hacerle
una mala jugada entre la primera comunión y el servicio militar. Pero los cronopios no
sufren demasiado con eso, porque tambien ellos odiaban a sus padres, y hasta parecería que
ese odio es otro nombre de la libertad o del vasto mundo.
Sus historias naturales
León y cronopio
Un cronopio que anda por el desierto se encuentra con un león, y tiene lugar el
diálogo siguiente:
León.-Te como.
Cronopio (afligidísimo pero con dignidad).-Y bueno.
León.-Ah, eso no. Nada de mártires conmigo. Échate a llorar, o lucha, una de dos.
Así no te puedo comer. Vamos, estoy esperando. ¿No dices nada?
El cronopio no dice nada, y el león está perplejo, hasta que le viene una idea.
León.-Menos mal que tengo una espina en la mano izquierda que me fastidia
mucho. Sácamela y te perdonaré.
El cronopio le saca la espina y el león se va, gruñendo de mala gana:
-Gracias, Androcles.
Cóndor y cronopio
Un cóndor cae como un rayo sobre un cronopio que pasa por Tinogasta, lo acorrala
contra una pared de granito, y dice con gran petulancia, a saber:
Cóndor.-Atrévete a afirmar que no soy hermoso.
Cronopio.-Usted es el pájaro más hermoso que he visto nunca.
Cóndor.-Más todavía.
Cronopio.-Usted es más hermoso que el ave del paraíso.
Cóndor.-Atrévete a decir que no vuelo alto.
Cronopio.-Usted vuela a alturas vertiginosas, y es por completo supersónico y
estratosférico.
Cóndor.-Atrévete a decir que huelo mal.
Cronopio.-Usted huele mejor que un litro entero de colonia jean-Marie Farina.
Cóndor.-Mierda de tipo. No deja ni un claro donde sacudirle un picotazo.
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©Oscar Pizarro González 2011
Flor y cronopio
Un cronopio encuentra una flor solitaria en medio de los campos. Primero la va a
arrancar, pero piensa que es una crueldad inútil y se pone de rodillas a su lado y
juega alegremente con la flor, a saber: le acaricia los pétalos, la sopla para que baile,
zumba como una abeja, huele su perfume, y finalmente se acuesta debajo de la flor
y se duerme envuelto en una gran paz.
La flor piensa: «Es como una flor».
Fama y eucalipto
Un fama anda por el bosque y aunque no necesita leña mira codiciosamente los
árboles. Los árboles tienen un miedo terrible porque conocen las costumbres de los
famas y temen lo peor. En medio de todos está un eucalipto hermoso, y el fama al
verlo da un grito de alegría y baila tregua y baila catala en torno del perturbado
eucalipto, diciendo así:
-Hojas antisépticas, invierno con salud, gran higiene.
Saca un hacha y golpea al eucalipto en el estómago, sin importársele nada. El
eucalipto gime, herido de muerte, y los otros árboles oyen que dice entre suspiros:
-Pensar que este imbécil no tenía más que comprarse unas pastillas Valda.
Tortugas y cronopios
Ahora pasa que las tortugas son grandes admiradoras de la velocidad, como es
natural.
Las esperanzas lo saben, y no se preocupan.
Los famas lo saben, y se burlan.
Los cronopios lo saben, y cada vez que encuentran una tortuga, sacan la caja de
tizas de colores y sobre la redonda pizarra de la tortuga dibujan una golondrina.
La noche boca arriba
Julio Cortázar
Y salían en ciertas épocas a cazar enemigos;
le llamaban la guerra florida.
A mitad del largo zaguán del hotel pensó que debía ser tarde y se apuró a salir a la
calle y sacar la motocicleta del rincón donde el portero de al lado le permitía guardarla. En
la joyería de la esquina vio que eran las nueve menos diez; llegaría con tiempo sobrado
adonde iba. El sol se filtraba entre los altos edificios del centro, y él -porque para sí mismo,
para ir pensando, no tenía nombre- montó en la máquina saboreando el paseo. La moto
ronroneaba entre sus piernas, y un viento fresco le chicoteaba los pantalones.
Dejó pasar los ministerios (el rosa, el blanco) y la serie de comercios con brillantes
vitrinas de la calle Central. Ahora entraba en la parte más agradable del trayecto, el
verdadero paseo: una calle larga, bordeada de árboles, con poco tráfico y amplias villas que
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©Oscar Pizarro González 2011
dejaban venir los jardines hasta las aceras, apenas demarcadas por setos bajos. Quizá algo
distraído, pero corriendo por la derecha como correspondía, se dejó llevar por la tersura,
por la leve crispación de ese día apenas empezado. Tal vez su involuntario relajamiento le
impidió prevenir el accidente. Cuando vio que la mujer parada en la esquina se lanzaba a la
calzada a pesar de las luces verdes, ya era tarde para las soluciones fáciles. Frenó con el pie
y con la mano, desviándose a la izquierda; oyó el grito de la mujer, y junto con el choque
perdió la visión. Fue como dormirse de golpe.
Volvió bruscamente del desmayo. Cuatro o cinco hombres jóvenes lo estaban
sacando de debajo de la moto. Sentía gusto a sal y sangre, le dolía una rodilla y cuando lo
alzaron gritó, porque no podía soportar la presión en el brazo derecho. Voces que no
parecían pertenecer a las caras suspendidas sobre él, lo alentaban con bromas y
seguridades. Su único alivio fue oír la confirmación de que había estado en su derecho al
cruzar la esquina. Preguntó por la mujer, tratando de dominar la náusea que le ganaba la
garganta. Mientras lo llevaban boca arriba hasta una farmacia próxima, supo que la
causante del accidente no tenía más que rasguños en la piernas. "Usté la agarró apenas, pero
el golpe le hizo saltar la máquina de costado..."; Opiniones, recuerdos, despacio, éntrenlo
de espaldas, así va bien, y alguien con guardapolvo dándole de beber un trago que lo alivió
en la penumbra de una pequeña farmacia de barrio.
La ambulancia policial llegó a los cinco minutos, y lo subieron a una camilla blanda
donde pudo tenderse a gusto. Con toda lucidez, pero sabiendo que estaba bajo los efectos
de un shock terrible, dio sus señas al policía que lo acompañaba. El brazo casi no le dolía;
de una cortadura en la ceja goteaba sangre por toda la cara. Una o dos veces se lamió los
labios para beberla. Se sentía bien, era un accidente, mala suerte; unas semanas quieto y
nada más. El vigilante le dijo que la motocicleta no parecía muy estropeada. "Natural", dijo
él. "Como que me la ligué encima..." Los dos rieron y el vigilante le dio la mano al llegar al
hospital y le deseó buena suerte. Ya la náusea volvía poco a poco; mientras lo llevaban en
una camilla de ruedas hasta un pabellón del fondo, pasando bajo árboles llenos de pájaros,
cerró los ojos y deseó estar dormido o cloroformado. Pero lo tuvieron largo rato en una
pieza con olor a hospital, llenando una ficha, quitándole la ropa y vistiéndolo con una
camisa grisácea y dura. Le movían cuidadosamente el brazo, sin que le doliera. Las
enfermeras bromeaban todo el tiempo, y si no hubiera sido por las contracciones del
estómago se habría sentido muy bien, casi contento.
Lo llevaron a la sala de radio, y veinte minutos después, con la placa todavía
húmeda puesta sobre el pecho como una lápida negra, pasó a la sala de operaciones.
Alguien de blanco, alto y delgado, se le acercó y se puso a mirar la radiografía. Manos de
mujer le acomodaban la cabeza, sintió que lo pasaban de una camilla a otra. El hombre de
blanco se le acercó otra vez, sonriendo, con algo que le brillaba en la mano derecha. Le
palmeó la mejilla e hizo una seña a alguien parado atrás.
Como sueño era curioso porque estaba lleno de olores y él nunca soñaba olores.
Primero un olor a pantano, ya que a la izquierda de la calzada empezaban las marismas, los
tembladerales de donde no volvía nadie. Pero el olor cesó, y en cambio vino una fragancia
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©Oscar Pizarro González 2011
compuesta y oscura como la noche en que se movía huyendo de los aztecas. Y todo era tan
natural, tenía que huir de los aztecas que andaban a caza de hombre, y su única
probabilidad era la de esconderse en lo más denso de la selva, cuidando de no apartarse de
la estrecha calzada que sólo ellos, los motecas, conocían.
Lo que más lo torturaba era el olor, como si aun en la absoluta aceptación del sueño
algo se revelara contra eso que no era habitual, que hasta entonces no había participado del
juego. "Huele a guerra", pensó, tocando instintivamente el puñal de piedra atravesado en su
ceñidor de lana tejida. Un sonido inesperado lo hizo agacharse y quedar inmóvil,
temblando. Tener miedo no era extraño, en sus sueños abundaba el miedo. Esperó, tapado
por las ramas de un arbusto y la noche sin estrellas. Muy lejos, probablemente del otro lado
del gran lago, debían estar ardiendo fuegos de vivac; un resplandor rojizo teñía esa parte del
cielo. El sonido no se repitió. Había sido como una rama quebrada. Tal vez un animal que
escapaba como él del olor a guerra. Se enderezó despacio, venteando. No se oía nada, pero
el miedo seguía allí como el olor, ese incienso dulzón de la guerra florida. Había que
seguir, llegar al corazón de la selva evitando las ciénagas. A tientas, agachándose a cada
instante para tocar el suelo más duro de la calzada, dio algunos pasos. Hubiera querido
echar a correr, pero los tembladerales palpitaban a su lado. En el sendero en tinieblas, buscó
el rumbo. Entonces sintió una bocanada del olor que más temía, y saltó desesperado hacia
adelante.
-Se va a caer de la cama -dijo el enfermo de la cama de al lado-. No brinque tanto,
amigazo.
Abrió los ojos y era de tarde, con el sol ya bajo en los ventanales de la larga sala.
Mientras trataba de sonreír a su vecino, se despegó casi físicamente de la última visión de
la pesadilla. El brazo, enyesado, colgaba de un aparato con pesas y poleas. Sintió sed, como
si hubiera estado corriendo kilómetros, pero no querían darle mucha agua, apenas para
mojarse los labios y hacer un buche. La fiebre lo iba ganando despacio y hubiera podido
dormirse otra vez, pero saboreaba el placer de quedarse despierto, entornados los ojos,
escuchando el diálogo de los otros enfermos, respondiendo de cuando en cuando a alguna
pregunta. Vio llegar un carrito blanco que pusieron al lado de su cama, una enfermera rubia
le frotó con alcohol la cara anterior del muslo, y le clavó una gruesa aguja conectada con un
tubo que subía hasta un frasco lleno de líquido opalino. Un médico joven vino con un
aparato de metal y cuero que le ajustó al brazo sano para verificar alguna cosa. Caía la
noche, y la fiebre lo iba arrastrando blandamente a un estado donde las cosas tenían un
relieve como de gemelos de teatro, eran reales y dulces y a la vez ligeramente repugnantes;
como estar viendo una película aburrida y pensar que sin embargo en la calle es peor; y
quedarse.
Vino una taza de maravilloso caldo de oro oliendo a puerro, a apio, a perejil. Un
trozito de pan, más precioso que todo un banquete, se fue desmigajando poco a poco. El
brazo no le dolía nada y solamente en la ceja, donde lo habían suturado, chirriaba a veces
una punzada caliente y rápida. Cuando los ventanales de enfrente viraron a manchas de un
azul oscuro, pensó que no iba a ser difícil dormirse. Un poco incómodo, de espaldas, pero
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©Oscar Pizarro González 2011
al pasarse la lengua por los labios resecos y calientes sintió el sabor del caldo, y suspiró de
felicidad, abandonándose.
Primero fue una confusión, un atraer hacia sí todas las sensaciones por un instante
embotadas o confundidas. Comprendía que estaba corriendo en plena oscuridad, aunque
arriba el cielo cruzado de copas de árboles era menos negro que el resto. "La calzada",
pensó. "Me salí de la calzada." Sus pies se hundían en un colchón de hojas y barro, y ya no
podía dar un paso sin que las ramas de los arbustos le azotaran el torso y las piernas.
Jadeante, sabiéndose acorralado a pesar de la oscuridad y el silencio, se agachó para
escuchar. Tal vez la calzada estaba cerca, con la primera luz del día iba a verla otra vez.
Nada podía ayudarlo ahora a encontrarla. La mano que sin saberlo él aferraba el mango del
puñal, subió como un escorpión de los pantanos hasta su cuello, donde colgaba el amuleto
protector. Moviendo apenas los labios musitó la plegaria del maíz que trae las lunas felices,
y la súplica a la Muy Alta, a la dispensadora de los bienes motecas. Pero sentía al mismo
tiempo que los tobillos se le estaban hundiendo despacio en el barro, y la espera en la
oscuridad del chaparral desconocido se le hacía insoportable. La guerra florida había
empezado con la luna y llevaba ya tres días y tres noches. Si conseguía refugiarse en lo
profundo de la selva, abandonando la calzada más allá de la región de las ciénagas, quizá
los guerreros no le siguieran el rastro. Pensó en la cantidad de prisioneros que ya habrían
hecho. Pero la cantidad no contaba, sino el tiempo sagrado. La caza continuaría hasta que
los sacerdotes dieran la señal del regreso. Todo tenía su número y su fin, y él estaba dentro
del tiempo sagrado, del otro lado de los cazadores.
Oyó los gritos y se enderezó de un salto, puñal en mano. Como si el cielo se
incendiara en el horizonte, vio antorchas moviéndose entre las ramas, muy cerca. El olor a
guerra era insoportable, y cuando el primer enemigo le saltó al cuello casi sintió placer en
hundirle la hoja de piedra en pleno pecho. Ya lo rodeaban las luces y los gritos alegres.
Alcanzó a cortar el aire una o dos veces, y entonces una soga lo atrapó desde atrás.
-Es la fiebre -dijo el de la cama de al lado-. A mí me pasaba igual cuando me operé
del duodeno. Tome agua y va a ver que duerme bien.
Al lado de la noche de donde volvía, la penumbra tibia de la sala le pareció
deliciosa. Una lámpara violeta velaba en lo alto de la pared del fondo como un ojo
protector. Se oía toser, respirar fuerte, a veces un diálogo en voz baja. Todo era grato y
seguro, sin acoso, sin... Pero no quería seguir pensando en la pesadilla. Había tantas cosas
en qué entretenerse. Se puso a mirar el yeso del brazo, las poleas que tan cómodamente se
lo sostenían en el aire. Le habían puesto una botella de agua mineral en la mesa de noche.
Bebió del gollete, golosamente. Distinguía ahora las formas de la sala, las treinta camas, los
armarios con vitrinas. Ya no debía tener tanta fiebre, sentía fresca la cara. La ceja le dolía
apenas, como un recuerdo. Se vio otra vez saliendo del hotel, sacando la moto. ¿Quién
hubiera pensado que la cosa iba a acabar así? Trataba de fijar el momento del accidente, y
le dio rabia advertir que había ahí como un hueco, un vacío que no alcanzaba a rellenar.
Entre el choque y el momento en que lo habían levantado del suelo, un desmayo o lo que
fuera no le dejaba ver nada. Y al mismo tiempo tenía la sensación de que ese hueco, esa
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©Oscar Pizarro González 2011
nada, había durado una eternidad. No, ni siquiera tiempo, más bien como si en ese hueco él
hubiera pasado a través de algo o recorrido distancias inmensas. El choque, el golpe brutal
contra el pavimento. De todas maneras al salir del pozo negro había sentido casi un alivio
mientras los hombres lo alzaban del suelo. Con el dolor del brazo roto, la sangre de la ceja
partida, la contusión en la rodilla; con todo eso, un alivio al volver al día y sentirse
sostenido y auxiliado. Y era raro. Le preguntaría alguna vez al médico de la oficina. Ahora
volvía a ganarlo el sueño, a tirarlo despacio hacia abajo. La almohada era tan blanda, y en
su garganta afiebrada la frescura del agua mineral. Quizá pudiera descansar de veras, sin las
malditas pesadillas. La luz violeta de la lámpara en lo alto se iba apagando poco a poco.
Como dormía de espaldas, no lo sorprendió la posición en que volvía a reconocerse,
pero en cambio el olor a humedad, a piedra rezumante de filtraciones, le cerró la garganta y
lo obligó a comprender. Inútil abrir los ojos y mirar en todas direcciones; lo envolvía una
oscuridad absoluta. Quiso enderezarse y sintió las sogas en las muñecas y los tobillos.
Estaba estaqueado en el piso, en un suelo de lajas helado y húmedo. El frío le ganaba la
espalda desnuda, las piernas. Con el mentón buscó torpemente el contacto con su amuleto,
y supo que se lo habían arrancado. Ahora estaba perdido, ninguna plegaria podía salvarlo
del final. Lejanamente, como filtrándose entre las piedras del calabozo, oyó los atabales de
la fiesta. Lo habían traído al teocalli, estaba en las mazmorras del templo a la espera de su
turno.
Oyó gritar, un grito ronco que rebotaba en las paredes. Otro grito, acabando en un
quejido. Era él que gritaba en las tinieblas, gritaba porque estaba vivo, todo su cuerpo se
defendía con el grito de lo que iba a venir, del final inevitable. Pensó en sus compañeros
que llenarían otras mazmorras, y en los que ascendían ya los peldaños del sacrificio. Gritó
de nuevo sofocadamente, casi no podía abrir la boca, tenía las mandíbulas agarrotadas y a
la vez como si fueran de goma y se abrieran lentamente, con un esfuerzo interminable. El
chirriar de los cerrojos lo sacudió como un látigo. Convulso, retorciéndose, luchó por
zafarse de las cuerdas que se le hundían en la carne. Su brazo derecho, el más fuerte, tiraba
hasta que el dolor se hizo intolerable y hubo que ceder. Vio abrirse la doble puerta, y el olor
de las antorchas le llegó antes que la luz. Apenas ceñidos con el taparrabos de la ceremonia,
los acólitos de los sacerdotes se le acercaron mirándolo con desprecio. Las luces se
reflejaban en los torsos sudados, en el pelo negro lleno de plumas. Cedieron las sogas, y en
su lugar lo aferraron manos calientes, duras como el bronce; se sintió alzado, siempre boca
arriba, tironeado por los cuatro acólitos que lo llevaban por el pasadizo. Los portadores de
antorchas iban adelante, alumbrando vagamente el corredor de paredes mojadas y techo tan
bajo que los acólitos debían agachar la cabeza. Ahora lo llevaban, lo llevaban, era el final.
Boca arriba, a un metro del techo de roca viva que por momentos se iluminaba con un
reflejo de antorcha. Cuando en vez del techo nacieran las estrellas y se alzara ante él la
escalinata incendiada de gritos y danzas, sería el fin. El pasadizo no acababa nunca, pero ya
iba a acabar, de repente olería el aire libre lleno de estrellas, pero todavía no, andaban
llevándolo sin fin en la penumbra roja, tironeándolo brutalmente, y él no quería, pero cómo
impedirlo si le habían arrancado el amuleto que era su verdadero corazón, el centro de la
vida.
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©Oscar Pizarro González 2011
Salió de un brinco a la noche del hospital, al alto cielo raso dulce, a la sombra
blanda que lo rodeaba. Pensó que debía haber gritado, pero sus vecinos dormían callados.
En la mesa de noche, la botella de agua tenía algo de burbuja, de imagen traslúcida contra
la sombra azulada de los ventanales. Jadeó buscando el alivio de los pulmones, el olvido de
esas imágenes que seguían pegadas a sus párpados. Cada vez que cerraba los ojos las veía
formarse instantáneamente, y se enderezaba aterrado pero gozando a la vez del saber que
ahora estaba despierto, que la vigilia lo protegía, que pronto iba a amanecer, con el buen
sueño profundo que se tiene a esa hora, sin imágenes, sin nada... Le costaba mantener los
ojos abiertos, la modorra era más fuerte que él. Hizo un último esfuerzo, con la mano sana
esbozó un gesto hacia la botella de agua; no llegó a tomarla, sus dedos se cerraron en un
vacío otra vez negro, y el pasadizo seguía interminable, roca tras roca, con súbitas
fulguraciones rojizas, y él boca arriba gimió apagadamente porque el techo iba a acabarse,
subía, abriéndose como una boca de sombra, y los acólitos se enderezaban y de la altura
una luna menguante le cayó en la cara donde los ojos no querían verla, desesperadamente
se cerraban y abrían buscando pasar al otro lado, descubrir de nuevo el cielo raso protector
de la sala. Y cada vez que se abrían era la noche y la luna mientras lo subían por la
escalinata, ahora con la cabeza colgando hacia abajo, y en lo alto estaban las hogueras, las
rojas columnas de rojo perfumado, y de golpe vio la piedra roja, brillante de sangre que
chorreaba, y el vaivén de los pies del sacrificado, que arrastraban para tirarlo rodando por
las escalinatas del norte. Con una última esperanza apretó los párpados, gimiendo por
despertar. Durante un segundo creyó que lo lograría, porque estaba otra vez inmóvil en la
cama, a salvo del balanceo cabeza abajo. Pero olía a muerte y cuando abrió los ojos vio la
figura ensangrentada del sacrificador que venía hacia él con el cuchillo de piedra en la
mano. Alcanzó a cerrar otra vez los párpados, aunque ahora sabía que no iba a despertarse,
que estaba despierto, que el sueño maravilloso había sido el otro, absurdo como todos los
sueños; un sueño en el que había andado por extrañas avenidas de una ciudad asombrosa,
con luces verdes y rojas que ardían sin llama ni humo, con un enorme insecto de metal que
zumbaba bajo sus piernas. En la mentira infinita de ese sueño también lo habían alzado del
suelo, también alguien se le había acercado con un cuchillo en la mano, a él tendido boca
arriba, a él boca arriba con los ojos cerrados entre las hogueras.
Lejana
Julio Cortázar
Diario de Alina Reyes
12 de enero
Anoche fue otra vez, yo tan cansada de pulseras y farándulas, de pink champagne y
la cara de Renato Viñes, oh esa cara de foca balbuceante, de retrato de Dorian Gray a lo
último. Me acosté con gusto a bombón de menta, al Boogie del Banco Rojo, a mamá
bostezada y cenicienta (como queda ella a la vuelta de las fiestas, cenicienta y durmiéndose,
pescado enormísimo y tan no ella.)
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©Oscar Pizarro González 2011
Nora que dice dormirse con luz, con bulla, entre las urgidas crónicas de su hermana
a medio desvestir. Qué felices son, yo apago las luces y las manos, me desnudo a gritos de
lo diurno y moviente, quiero dormir y soy una horrible campana resonando, una ola, la
cadena que Rex arrastra toda la noche contra los ligustros. Now I lay me down to sleep...
Tengo que repetir versos, o el sistema de buscar palabras con a, después con a y e, con las
cinco vocales, con cuatro. Con dos y una consonante (ala, ola), con tres consonantes y una
vocal (tras, gris) y otra vez versos, la luna bajó a la fragua con su polisón de nardos, el niño
la mira mira, el niño la está mirando. Con tres y tres aslternadas, cábala, laguna, animal;
Ulises, ráfaga, reposo.
Así paso horas: de cuatro, de tres y dos, y más tarde palindromas. Los fáciles, salta
Lenin el Atlas; amigo, no gima; los más difíciles y hermosos, átate, demoniaco Caín o me
delata; Anás usó tu auto Susana. O los preciosos anagramas: Salvador Dalí, Avida Dollars;
Alina Reyes, es la reina y... Tan hermoso, éste, porque abre un camino, porque no
concluye. Porque la reina y...
No, horrible. Horrible porque abre camino a esta que no es la reina, y que otra vez
odio de noche. A esa que es Alina Reyes pero no la reina del anagrama; que será cualquier
cosa, mendiga en Budapest, pupila de mala casa en Jujuy o sirvienta en Quetzaltenango,
cualquier lado lejos y no reina. Pero sí Alina Reyes y por eso anoche fue otra vez, sentirla y
el odio.
20 de enero
A veces sé que tiene frío, que sufre, que le pegan. Puedo solamente odiarla tanto,
aborrecer las manos que la tiran al suelo y también a ella, a ella todavía más porque le
pegan, porque soy yo y le pegan. Ah, no me desespera tanto cuando estoy durmiendo o
corto un vestido o son las horas de recibo de mamá y yo sirvo el té a la señora de Regules o
al chico de los Rivas. Entonces me importa menos, es un poco cosa personal, yo conmigo;
la siento más dueña de su infortunio, lejos y sola pero dueña. Que sufra, que se hiele; yo
aguanto desde aquí, y creo que entonces la ayudo un poco. Como hacer vendas para un
soldado que todavía no ha sido herido y sentir eso de grato, que se le está aliviando desde
antes, previsoramente.
Que sufra. Le doy un beso a la señora de Regules, el té al chico de los Rivas, y me
reservo para resistir por dentro. Me digo: «Ahora estoy cruzando un puente helado, ahora la
nieve me entra por los zapatos rotos». No es que sienta nada. Sé solamente que es así, que
en algún lado cruzo un puente en el instante mismo (pero no sé si es el instante mismo) en
que el chico de los Rivas me acepta el té y pone su mejor cara de tarado. Y aguanto bien
porque estoy sola entre esas gentes sin sentido, y no me desespera tanto. Nora se quedó
anoche como tonta, dijo: «¿Pero qué te pasa?». Le pasaba a aquella, a mí tan lejos. Algo
horrible debió pasarle, le pegaban o se sentía enferma y justamente cuando Nora iba a
cantar a Fauré y yo en el piano, mirándolo tan feliz a Luis María acodado en la cola que le
hacía como un marco, él mirándome contento con cara de perrito, esperando oír los
arpegios, los dos tan cerca y tan queriéndonos. Así es peor, cuando conozco algo nuevo
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©Oscar Pizarro González 2011
sobre ella y justo estoy bailando con Luis María, besándolo o solamente cerca de Luis
María. Porque a mí, a la lejana, no la quieren. Es la parte que no quieren y cómo no me va a
desgarrar por dentro sentir que me pegan o la nieve me entra por los zapatos cuando Luis
María baila conmigo y su mano en la cintura me va subiendo como un calor a mediodía, un
sabor a naranjas fuertes o tacuaras chicoteadas, y a ella le pegan y es imposible resistir y
entonces tengo que decirle a Luis María que no estoy bien, que es la humedad, humedad
entre esa nieve que no siento, que no siento y me está entrando por los zapatos.
25 de enero
Claro, vino Nora a verme y fue la escena. «M'hijita, la última vez que te pido que
me acompañes al piano. Hicimos un papelón». Qué sabía yo de papelones, la acompañé
como pude, me acuerdo que la oía con sordina. Votre âme est un paysage choisi... pero me
veía las manos entre las teclas y parecía que tocaban bien, que acompañaban honestamente
a Nora. Luis María también me miró las manos, el pobrecito, yo creo que era porque no se
animaba a mirarme la cara. Debo ponerme tan rara.
Pobre Norita, que la acompañe otra. (Esto parece cada vez más un castigo, ahora
sólo me conozco allá cuando voy a ser feliz, cuando soy feliz, cuando Nora canta Fauré me
conozco allá y no queda más que el odio).
Noche
A veces es ternura, una súbita y necesaria ternura hacia la que no es reina y anda por
ahí. Me gustaría mandarle un telegrama, encomiendas, saber que sus hijos están bien o que
no tiene hijos -porque yo creo que allá no tengo hijos- y necesita confortación, lástima,
caramelos. Anoche me dormí confabulando mensajes, puntos de reunión. Estaré jueves stop
espérame puente. ¿Qué puente? Idea que vuelve como vuelve Budapest donde habrá tanto
puente y nieve que rezuma. Entonces me enderecé rígida en la cama y casi aúllo, casi corro
a despertar a mamá, a morderla para que se despertara. Nada más que por pensar. Todavía
no es fácil decirlo. Nada más que por pensar que yo podría irme ahora mismo a Budapest,
si realmente se me antojara. O a Jujuy, a Quetzaltenango. (Volví a buscar estos nombres
páginas atrás). No valen, igual sería decir Tres Arroyos, Kobe, Florida al cuatrocientos.
Sólo queda Budapest porque allí es el frío, allí me pegan y me ultrajan. Allí (lo he soñado,
no es más que un sueño, pero cómo adhiere y se insinúa hacia la vigilia) hay alguien que se
llama Rod -o Erod, o Rodo- y él me pega y yo lo amo, no sé si lo amo pero me dejo pegar,
eso vuelve de día en día, entonces es seguro que lo amo.
Más tarde
Mentira. Soñé a Rod o lo hice con una imagen cualquiera de sueño, ya usada y a
tiro. No hay Rod, a mí me han de castigar allá, pero quién sabe si es un hombre, una madre
furiosa, una soledad.
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©Oscar Pizarro González 2011
Ir a buscarme. Decirle a Luis María: «Casémonos y me llevas a Budapest, a un
puente donde hay nieve y alguien». Yo digo: ¿y si estoy? (Porque todo lo pienso con la
secreta ventaja de no querer creerlo a fondo. ¿Y si estoy?). Bueno, si estoy... Pero
solamente loca, solamente... ¡Qué luna de miel!
28 de enero
Pensé una cosa curiosa. Hace tres días que no me viene nada de la lejana. Tal vez
ahora no le pegan, o no pudo conseguir abrigo. Mandarle un telegrama, unas medias...
Pensé una cosa curiosa. Llegaba a la terrible ciudad y era de tarde, tarde verdosa y ácuea
como no son nunca las tardes si no se las ayuda pensándolas. Por el lado de la Dobrina
Stana, en la perspectiva Skorda, caballos erizados de estalagmitas y polizontes rígidos,
hogazas humeantes y flecos de viento ensoberbeciendo las ventanas Andar por la Dobrina
con paso de turista, el mapa en el bolsillo de mi sastre azul (con ese frío y dejarme el abrigo
en el Burglos), hasta una plaza contra el río, casi en encima del río tronante de hielos rotos
y barcazas y algún martín pescador que allá se llamará sbunáia tjéno o algo peor.
Después de la plaza supuse que venía el puente. Lo pensé y no quise seguir. Era la
tarde del concierto de Elsa Piaggio de Tarelli en el Odeón, me vestí sin ganas sospechando
que después me esperaría el insomnio. Este pensar de noche, tan noche... Quién sabe si no
me perdería. Una inventa nombres al viajar pensando, los recuerda en el momento: Dobrina
Stana, sbunáia tjéno, Burglos. Pero no sé el nombre de la plaza, es como si de veras hubiera
llegado a una plaza de Budapest y estuviera perdida por no saber su nombre; ahí donde un
nombre es una plaza.
Ya voy, mamá. Llegaremos bien a tu Bach y a tu Brahms. Es un camino tan simple.
Sin plaza, sin Burglos. Aquí nosotras, allá Elsa Piaggio. Qué triste haberme interrumpido,
saber que estoy en una plaza (pero esto ya no es cierto, solamente lo pienso y eso es menos
que nada). Y que al final de la plaza empieza el puente.
Noche
Empieza, sigue. Entre el final del concierto y el primer bis hallé su nombre y el
camino. La plaza Vladas, el puente de los mercados. Por la plaza Vladas seguí hasta el
nacimiento del puente, un poco andando y queriendo a veces quedarme en casas o vitrinas,
en chicos abrigadísimos y fuentes con altos héroes de emblanquecidas pelerinas, Tadeo
Alanko y Vladislas Néroy, bebedores de tokay y cimbalistas. Yo veía saludar a Elsa
Piaggio entre un Chopin y otro Chopin, pobrecita, y de mi platea se salía abiertamente a la
plaza, con la entrada del puente entre vastísimas columnas. Pero esto yo lo pensaba, ojo, lo
mismo queanagramar es la reina y... en vez de Alina Reyes, o imaginarme a mamá en casa
de los Suárez y no a mi lado. Es bueno no caer en la sonsera: eso es cosa mía, nada más que
dárseme la gana, la real gana. Real porque Alina, vamos -No lo otro, no el sentirla tener frío
o que la maltratan. Esto se me antoja y lo sigo por gusto, por saber adónde va, para
enterarme si Luis María me lleva a Budapest, si nos casamos y le pido que me lleve a
Budapest. Más fácil salir a buscar ese puente, salir en busca mía y encontrarme como ahora
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©Oscar Pizarro González 2011
porque ya he andado la mitad del puente entre gritos y aplausos, entre «¡Álbeniz!» y más
aplausos y «¡La polonesa!», como si esto tuviera sentido entre la nieve arriscada que me
empuja con el viento por la espalda, manos de toalla de esponja llevándome por la cintura
hacia el medio del puente.
(Es más cómodo hablar en presente. Esto era a las ocho, cuando Elsa Piaggio tocaba
el tercer bis, creo que Julián Aguirre o Carlos Guastavino, algo con pasto y pajaritos). Pero
me he vuelto canalla con el tiempo, ya no le tengo respeto. Me acuerdo que un día pensé:
«Allá me pegan, allá la nieve me entra por los zapatos y esto lo sé en el momento, cuando
me está ocurriendo allá yo lo sé al mismo tiempo. ¿Pero por qué al mismo tiempo? A lo
mejor me llega tarde, a lo mejor no ha ocurrido todavía. A lo mejor le pegarán dentro de
catorce años, o ya es una cruz y una cifra en el cementerio de Santa Úrsula. Y me parecía
bonito, posible, tan idiota. Porque detrás de eso una siempre cae en el tiempo parejo. Si
ahora ella estuviera realmente entrando en el puente, sé que lo sentiría ya mismo y desde
aquí. Me acuerdo que me paré a mirar el río que estaba sonando y chicoteando. (Esto yo lo
pensaba). Valía asomarse al parapeto del puente y sentir en las orejas la rotura del hielo ahí
abajo. Valía quedarse un poco por la vista, un poco por el miedo que me venía de adentro -
o era el desabrigo, la nevisca deshecha y mi tapado en el hotel-. Y después que yo soy
modesta, soy una chica sin humos, pero vengan a decirme de otra que le haya pasado lo
mismo, que viaje a Hungría en pleno Odeón. Eso le da frío a cualquiera, che, aquí o en
Francia.
Pero mamá me tironeaba la manga, ya casi no había gente en la platea. Escribo hasta
ahí, sin ganas de seguir acordándome de lo que pensé. Me va a hacer mal si sigo
acordándome. Pero es cierto, cierto; pensé una cosa curiosa.
30 de enero
Pobre Luis María, qué idiota casarse conmigo. No sabe lo que se echa encima. O
debajo, como dice Nora que posa de emancipada intelectual.
31 de enero
Iremos allá. Estuvo tan de acuerdo que casi grito. Sentí miedo, me pareció que él
entra demasiado fácilmente en este juego. Y no sabe nada, es como el peoncito de dama
que remata la partida sin sospecharlo. Peoncito Luis María, al lado de su reina. De la reina
y –
7 de febrero
A curarse. No escribiré el final de lo que había pensado en el concierto. Anoche la
sentí sufrir otra vez. Sé que allá me estarán pegando de nuevo. No puedo evitar saberlo,
pero basta de crónica. Si me hubiese limitado a dejar constancia de eso por gusto, por
desahogo... Era peor, un deseo de conocer al ir releyendo; de encontar claves en cada
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©Oscar Pizarro González 2011
palabra tirada al papel después de tantas noches. Como cuando pensé la plaza, el río roto y
los ruidos, y después... Pero no lo escribo, no lo escribiré ya nunca.
Ir allá a convencerme de que la soltería me dañaba, nada más que eso, tener
veintisiete años y sin hombre. Ahora estará bien mi cachorro, mi bobo, basta de pensar, a
ser al fin y para bien.
Y sin embargo, ya que cerraré este diario, porque una o se casa o escribe un diario,
las dos cosas no marchan juntas -Ya ahora no me gusta salirme de él sin decir esto con
alegría de esperanza, con esperanza de alegría. Vamos allá pero no ha de ser como lo pensé
la noche del concierto. (Lo escribo, y basta de diario para bien mío.) En el puente la hallaré
y nos miraremos. La noche del concierto yo sentía en las orejas la rotura del hielo ahí abajo.
Y será la victoria de la reina sobre esa adherencia maligna, esa usurpación indebida y sorda.
Se doblegará si realmente soy yo, se sumará a mi zona iluminada, más bella y cierta; con
sólo ir a su lado y apoyarle una mano en el hombro.
*
Alina Reyes de Aráoz y su esposo llegaron a Budapest el 6 de abril y se alojaron en
el Ritz. Eso era dos meses antes de su divorcio. En la tarde del segundo día Alina salió a
conocer la ciudad y el deshielo. Como le gustaba caminar sola -era rápida y curiosa-
anduvo por veinte lados buscando vagamente algo, pero sin proponérselo demasiado,
dejando que el deseo escogiera y se expresara con bruscos arranques que la llevaban de una
vidriera a otra, cambiando aceras y escaparates.
Llegó al puente y lo cruzó hasta el centro andando ahora con trabajo porque la nieve
se oponía y del Danubio crece un viento de abajo, difícil, que engancha y hostiga. Sentía
cómo la pollera se le pegaba a los muslos (no estaba bien abrigada) y de pronto un deseo de
dar vuelta, de volverse a la ciudad conocida. En el centro del puente desolado la harapienta
mujer de pelo negro y lacio esperaba con algo fijo y ávido en la cara sinuosa, en el pliegue
de las manos un poco cerradas pero ya tendiéndose. Alina estuvo junto a ella repitiendo,
ahora lo sabía, gestos y distancias como después de un ensayo general. Sin temor,
liberándose al fin -lo creía con un salto terrible de júbilo y frío- estuvo junto a ella y alargó
también las manos, negándose a pensar, y la mujer del puente se apretó contra su pecho y
las dos se abrazaron rígidas y calladas en el puente, con el río trizado golpeando en los
pilares.
A Alina le dolió el cierre de la cartera que la fuerza del abrazo le clavaba entre los
senos con una laceración dulce, sostenible. Ceñía a la mujer delgadísima, sintiéndola entera
y absoluta dentro de su abrazo, con un crecer de felicidad igual a un himno, a un soltarse de
palomas, al río cantando. Cerró los ojos en la fusión total, rehuyendo las sensaciones de
fuera, la luz crepuscular; repentinamente tan cansada, pero segura de su victoria, sin
celebrarlo por tan suyo y por fin.
161
©Oscar Pizarro González 2011
Le pareció que dulcemente una de las dos lloraba. Debía ser ella porque sintió
mojadas las mejillas, y el pómulo mismo doliéndole como si tuviera allí un golpe. También
el cuello, y de pronto los hombros, agobiados por fatigas incontables. Al abrir los ojos (tal
vez gritaba ya) vio que se habían separado. Ahora sí gritó. De frío, porque la nieve le estaba
entrando por los zapatos rotos, porque yéndose camino de la plaza iba Alina Reyes
lindísima en su sastre gris, el pelo un poco suelto contra el viento, sin dar vuelta la cara y
yéndose.
El rubí
Rubén Darío
-¡Ah! ¡Conque es cierto! Conque ese sabio parisiense ha logrado sacar del fondo de
sus retortas, de sus matraces, la púrpura cristalina de que están incrustados los muros de mi
palacio!
Y al decir esto el pequeño gnomo1 iba y venía, de un lugar a otro, a cortos saltos,
por la honda cueva que le servía de morada; y hacía temblar su larga barba y el cascabel de
su gorro azul y puntiagudo.
En efecto, un amigo del centenario Chevreul -cuasi Althotas-, el químico Fremy,
acababa de descubrir la manera de hacer rubíes y zafiros.
Agitado, conmovido, el gnomo -que era sabidor y de genio harto vivaz- seguía
monologando.
-¡Ah, sabios de la edad media! ¡Ah Alberto el Grande, Averroes, Raimundo Lulio!
Vosotros no pudisteis ver brillar el gran sol de la piedra filosofal, y he aquí que sin estudiar
las fórmulas aristotélicas, sin saber cábala y nigromancia, llega un hombre del siglo décimo
nono a formar a la luz del día lo que nosotros fabricamos en nuestros subterráneos! ¡Pues el
conjuro! Fusión por veinte días, de una mezcla de sílice y de aluminato de plomo:
coloración con bicromato de potasa, o con óxido de cobalto. Palabras en verdad, que
parecen lengua diabólica.
Risa.
Luego se detuvo.
***
El cuerpo del delito estaba ahí, en el centro de la gruta, sobre una gran roca de oro;
un pequeño rubí, redondo, un tanto reluciente, como un grano de granada al sol.
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©Oscar Pizarro González 2011
El gnomo tocó un cuerno, el que llevaba a su cintura, y el eco resonó por las vastas
concavidades. Al rato, un bullicio, un tropel, una algazara. Todos los gnomos habían
llegado.
Era la cueva ancha, y había en ella una claridad extraña y blanca. Era la claridad de
los carbunclos2 que en el techo de piedra centelleaban, incrustados, hundidos, apiñados, en
focos múltiples; una dulce luz lo iluminaba todo.
A aquellos resplandores, podía verse la maravillosa mansión en todo su esplendor.
En los muros, sobre pedazos de plata y oro, entre venas de lapislázuli, formaban
caprichosos dibujos, como los arabescos de una mezquita, gran muchedumbre de piedras
preciosas. Los diamantes, blancos y limpios como gotas de agua, emergían los iris de sus
cristalizaciones; cerca de calcedonias colgantes en estalactitas, las esmeraldas esparcían sus
resplandores verdes, y los zafiros, en amontonamientos raros, en ramilletes que pendían del
cuarzo, semejaban grandes flores azules y temblorosas.
Los topacios dorados, las amatistas, circundaban en franjas el recinto; y en el
pavimento, cuajado de ópalos, sobre la pulida crisofasia y el ágata, brotaba de trecho en
trecho un hilo de agua, que caía con una dulzura musical, a gotas armónicas, como las de
una flauta metálica soplada muy levemente.
Puck se había entrometido en el asunto, ¡el pícaro Puck! Él había llevado el cuerpo
del delito, el rubí falsificado, el que estaba ahí, sobre la roca de oro, como una profanación
entre el centelleo de todo aquel encanto.
Cuando los gnomos estuvieron juntos, unos con sus martillos y cortas hachas en las
manos, otros de gala, con caperuzas flamantes y encarnadas, llenas de pedrería, todos
curiosos, Puck dijo así:
-Me habéis pedido que os trajese una muestra de la nueva falsificación humana, y he
satisfecho esos deseos.
Los gnomos, sentados a la turca, se tiraban de los bigotes; daban las gracias a Puck,
con una pausada inclinación de cabeza; y los más cercanos a él examinaban con gesto de
asombro, las lindas alas, semejantes a las de un hipsipilo.
Continuó:
-¡Oh Tierra! ¡Oh Mujer! Desde el tiempo en que veía a Titania no he sido sino un
esclavo de la una, un adorador casi místico de la otra.
Y luego, como si hablase en el placer de un sueño:
163
©Oscar Pizarro González 2011
-¡Esos rubíes! En la gran ciudad de París, volando invisible, los vi por todas partes.
Brillaban en los collares de las cortesanas, en las condecoraciones exóticas de los
rastaquers, en los anillos de los príncipes italianos y en los brazaletes de las primadonas.
Y con pícara sonrisa siempre:
-Yo me colé hasta cierto gabinete rosado muy en boga... Había una hermosa mujer
dormida. Del cuello le arranqué un medallón y del medallón el rubí. Ahí lo tenéis.
Todos soltaron la carcajada. ¡Qué cascabeleo!
-¡Eh, amigo Puck!
¡Y dieron su opinión después, acerca de aquella piedra falsa, obra de hombre o de
sabio, que es peor!
-¡Vidrio!
-¡Maleficio!
-¡Ponzoña y cábala!
-¡Química!
-¡Pretender imitar un fragmento del iris!
-¡El tesoro rubicundo de lo hondo del globo!
-¡Hecho de rayos del poniente solidificados!
El gnomo más viejo, andando con sus piernas torcidas, su gran barba nevada, su
aspecto de patriarca, su cara llena de arrugas:
-¡Señores! -dijo- ¡que no sabéis lo que habláis!
Todos escucharon.
-Yo, yo que soy el más viejo de vosotros, puesto que apenas sirvo ya para martillar
las facetas de los diamantes; yo, que he visto formarse estos hondos alcázares; que he
cincelado los huesos de la tierra, que he amasado el oro, que he dado un día un puñetazo a
un muro de piedra, y caí a un lago donde violé a una ninfa; yo, el viejo, os referiré de cómo
se hizo el rubí.
Oíd:
***
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©Oscar Pizarro González 2011
Puck sonreía curioso. Todos los gnomos rodearon al anciano cuyas canas palidecían
a los resplandores de la pedrería, y cuyas manos extendían su movible sombra en los
muros, cubiertos de piedras preciosas, como un lienzo lleno de miel donde se arrojasen
granos de arroz.
-Un día, nosotros, los escuadrones que tenemos a nuestro cargo las minas de
diamantes, tuvimos una huelga que conmovió toda la tierra, y salimos en fuga por los
cráteres de los volcanes.
El mundo estaba alegre, todo era vigor y juventud; y las rosas, y las hojas verdes y
frescas, y los pájaros en cuyos buches entra el grano y brota el gorjeo, y el campo todo,
saludaban al sol y a la primavera fragante.
Estaba el monte armónico y florido, lleno de trinos y de abejas; era una grande y
santa nupcia la que celebraba la luz; y en el árbol la savia ardía profundamente, y en el
animal todo era estremecimiento o balido o cántico, y en el gnomo había risa y placer.
Yo había salido por un cráter apagado. Ante mis ojos había un campo extenso. De
un salto me puse sobre un gran árbol, una encina añeja. Luego, bajé al tronco, y me hallé
cerca de un arroyo, un río pequeño y claro donde las aguas charlaban diciéndose bromas
cristalinas. Yo tenía sed. Quise beber ahí... Ahora, oíd mejor.
Brazos, espaldas, senos desnudos, azucenas, rosas, panecillos de marfil coronados
de cerezas; ecos de risas áureas, festivas; y allá, entre las espumas, entre las linfas rotas,
bajo las verdes ramas...
-¿Ninfas?
-No, mujeres.
***
-Yo sabía cuál era mi gruta. Con dar una patada en el suelo, abría la arena negra y
llegaba a mi dominio. Vosotros, pobrecillos, gnomos jóvenes, tenéis mucho que aprender!
Bajo los retoños de unos helechos nuevos me escurrí, sobre unas piedras deslavadas
por la corriente espumosa y parlante; y a ella, a la hermosa, a la mujer la agarré de la
cintura, con este brazo antes tan musculoso; gritó, golpeé el suelo; descendimos. Arriba
quedó el asombro; abajo el gnomo soberbio y vencedor.
Un día yo martillaba un trozo de diamante inmenso que brillaba como un astro y
que al golpe de mi maza se hacía pedazos.
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©Oscar Pizarro González 2011
El pavimento de mi taller se asemejaba a los restos de un sol hecho trizas. La mujer
amada descansaba a un lado, rosa de carne entre maceteros de zafir, emperatriz del oro, en
un lecho de cristal de roca, toda desnuda y espléndida como una diosa.
Pero en el fondo de mis dominios, mi reina, mi querida, mi bella, me engañaba.
Cuando el hombre ama de veras, su pasión lo penetra todo y es capaz de traspasar la tierra.
Ella amaba a un hombre, y desde su prisión le enviaba sus suspiros. Éstos pasaban
los poros de la corteza terrestre y llegaban a él; y él, amándola también, besaba las rosas de
cierto jardín; y ella, la enamorada, tenía -yo lo notaba- convulsiones súbitas en que estiraba
sus labios rosados y frescos como pétalos de centifolia. ¿Cómo ambos así se sentían? Con
ser quien soy, no lo sé.
Había acabado yo mi trabajo; un gran montón de diamantes hechos en un día; la
tierra abría sus grietas de granito como labios con sed, esperando el brillante
despedazamiento del rico cristal. Al fin de la faena, cansado, di un martillazo que rompió
una roca y me dormí.
Desperté al rato al oír algo como un gemido.
De su lecho, de su mansión más luminosa y rica que las de todas las reinas de
Oriente, había volado fugitiva, desesperada, la amada mía, la mujer robada. ¡Ay! Y
queriendo huir por el agujero abierto por mi masa de granito, desnuda y bella, destrozó su
cuerpo blanco y suave como de azahar y mármol y rosa, en los filos de los diamantes rotos.
Heridos sus costados, chorreaba la sangre; los quejidos eran conmovedores hasta las
lágrimas. ¡Oh, dolor!
Yo desperté, la tomé en mis brazos, le di mis besos más ardientes; mas la sangre
corría inundando el recinto, y la gran masa diamantina se teñía de grana. Me pareció que
sentía, al darle un beso, un perfume salido de aquella boca encendida: el alma; el cuerpo
quedó inerte.
Cuando el gran patriarca nuestro, el centenario semidiós de las entrañas terrestres,
pasó por allí, encontró aquella muchedumbre de diamantes rojos...
***
Pausa.
-¿Habéis comprendido?
Los gnomos muy graves se levantaron. Examinaron más de cerca la piedra falsa,
hechura del sabio.
-¡Mirad, no tiene facetas!
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©Oscar Pizarro González 2011
-¡Brilla pálidamente!
-¡Impostura!
-¡Es redonda como la coraza de un escarabajo!
Y en ronda, uno por aquí, otro por allá, fueron a arrancar de los muros pedazos de
arabesco, rubíes grandes como una naranja, rojos y chispeantes como un diamante hecho
sangre; y decían:
-¡He aquí! ¡He aquí lo nuestro, oh madre Tierra!
Aquello era una orgía de brillo y de color.
Y lanzaban al aire las gigantescas piedras luminosas y reían.
De pronto, con toda la dignidad de un gnomo:
-¡Y bien! El desprecio.
Se comprendieron todos. Tomaron el rubí falso, lo despedazaron y arrojaron los
fragmentos, -con desdén terrible- a un hoyo que abajo daba a una antiquísima selva
carbonizada.
Después, sobre sus rubíes, sobre sus ópalos, entre aquellas paredes resplandecientes,
empezaron a bailar asidos de las manos una farandola loca y sonora.
¡Y celebraban con risas, el verse grandes en la sombra!
***
Ya Puck volaba afuera, en el abejeo del alba recién nacida, camino de una pradera
en flor. Y murmuraba -siempre con su sonrisa sonrosada!:
-Tierra... Mujer...
Porque tú, ¡oh madre Tierra!, eres grande, fecunda, de seno inextinguible y sacro; y
de tu vientre moreno brota la savia de los troncos robustos, y el oro y el agua diamantina, y
la casta flor de lis. ¡Lo puro, lo fuerte, lo infalsificable! ¡Y tú, mujer, eres espíritu y carne,
toda Amor!
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El velo de la reina Mab
Rubén Darío
La reina Mab, en su carro hecho de una sola perla, tirado por cuatro coleópteros de
petos dorados y alas de pedrería, caminando sobre un rayo de sol, se coló por la ventana de
una buhardilla donde estaban cuatro hombres flacos, barbudos e impertinentes,
lamentándose como unos desdichados.
Por aquel tiempo, las hadas habían repartido sus dones a los mortales. A unos
habían dado las varitas misteriosas que llenan de oro las pesadas cajas del comercio; a otros
unas espigas maravillosas que al desgranarlas colmaban las trojes de riqueza; a otros unos
cristales que hacían ver en el riñón de la madre tierra, oro y piedras preciosas; a quiénes
cabelleras espesas y músculos de Goliat, y mazas enormes para machacar el hierro
encendido; y a quiénes talones fuertes y piernas ágiles para montar en las rápidas
caballerías que se beben el viento y que tienen las crines en la carrera.
Los cuatro hombres se quejaban. Al uno le había tocado en suerte una cantera, al
otro el iris, al otro el ritmo, al otro el cielo azul.
***
La reina Mab oyó sus palabras. Decía el primero:
-¡Y bien! ¡Heme aquí en la gran lucha de mis sueños de mármol! Yo he arrancado el
bloque y tengo el cincel. Todos tenéis, unos el oro, otros la armonía, otros la luz; yo pienso
en la blanca y divina Venus que muestra su desnudez bajo el plafond color de cielo. Yo
quiero dar a la masa la línea y la hermosura plástica; y que circule por las venas de la
estatua una sangre incolora como la de los dioses. Yo tengo el espíritu de Grecia en el
cerebro, y amo los desnudos en que la ninfa huye y el fauno tiende los brazos. ¡Oh Fidias!
Tú eres para mí soberbio y augusto como un semi-dios, en el recinto de la eterna belleza,
rey ante un ejército de hermosuras que a tus ojos arrojan el magnífico chitón, mostrando la
esplendidez de la forma, en sus cuerpos de rosa y de nieve. Tú golpeas, hieres y domas el
mármol, y suena el golpe armónico como un verso, y te adula la cigarra, amante del sol,
oculta entre los pámpanos de la viña virgen. Para ti son los Apolos rubios y luminosos, las
Minervas severas y soberanas. Tú, como un mago, conviertes la roca en simulacro y el
colmillo del elefante en copa del festín. Y al ver tu grandeza siento el martirio de mi
pequeñez. Porque pasaron los tiempos gloriosos. Porque tiemblo ante las miradas de hoy.
Porque contemplo el ideal inmenso y las fuerzas exhaustas. Porque a medida que cincelo el
bloque me ataraza el desaliento.
***
Y decía el otro:
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©Oscar Pizarro González 2011
-Lo que es hoy romperé mis pinceles. ¿Para qué quiero el iris, y esta gran paleta del
campo florido, si a la postre mi cuadro no será admitido en el salón? ¿Qué abordaré? He
recorrido todas las escuelas, todas las inspiraciones artísticas. He pintado el torso de Diana
y el rostro de la Madona. He pedido a las campiñas sus colores, sus matices; he adulado a la
luz como a una amada, y la he abrazado como a una querida. He sido adorador del desnudo,
con sus magnificencias, con los tonos de sus carnaciones y con sus fugaces medias tintas.
He trazado en mis lienzos los nimbos de los santos y las alas de los querubines. ¡Ah, pero
siempre el terrible desencanto! ¡El porvenir! ¡Vender una Cleopatra en dos pesetas para
poder almorzar!
¡Y yo, que podría en el estremecimiento de mi inspiración, trazar el gran cuadro que
tengo aquí adentro...!
***
Y decía el otro:
-Perdida mi alma en la gran ilusión de mis sinfonías, temo todas las decepciones.
Yo escucho todas las armonías, desde la lira de Terpandro hasta las fantasías orquestales de
Wagner. Mis ideales, brillan en medio de mis audacias de inspirado. Yo tengo la
percepción del filósofo que oyó la música de los astros. Todos los ruidos pueden
aprisionarse, todos los ecos son susceptibles de combinaciones. Todo cabe en la línea de
mis escalas cromáticas.
La luz vibrante es himno, y la melodía de la selva halla un eco en mi corazón. Desde
el ruido de la tempestad hasta el canto del pájaro, todo se confunde y enlaza en la infinita
cadencia. Entre tanto, no diviso sino la muchedumbre que befa y la celda del manicomio.
***
Y el último:
-Todos bebemos del agua clara de la fuente de Jonia. Pero el ideal flota en el azul; y
para que los espíritus gocen de su luz suprema, es preciso que asciendan. Yo tengo el verso
que es de miel y el que es de oro, y el que es de hierro candente. Yo soy el ánfora del
celeste perfume: tengo el amor. Paloma, estrella, nido, lirio, vosotros conocéis mi morada.
Para los vuelos inconmensurables tengo alas de águila que parten a golpes mágicos el
huracán. Y para hallar consonantes, los busco en dos bocas que se juntan; y estalla el beso,
y escribo la estrofa, y entonces si veis mi alma, conoceréis a mi Musa. Amo las epopeyas,
porque de ellas brota el soplo heroico que agita las banderas que ondean sobre las lanzas y
los penachos que tiemblan sobre los cascos; los cantos líricos, porque hablan de las diosas y
de los amores; y las églogas, porque son olorosas a verbena y a tomillo, y al sano aliento
del buey coronado de rosas. Yo escribiría algo inmortal; mas me abruma un porvenir de
miseria y de hambre...
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©Oscar Pizarro González 2011
***
Entonces la reina Mab, del fondo de su carro hecho de una sola perla, tomó un velo
azul, casi impalpable, como formado de suspiros, o de miradas de ángeles rubios y
pensativos. Y aquel velo era el velo de los sueños, de los dulces sueños que hacen ver la
vida de color de rosa. Y con él envolvió a los cuatro hombres flacos, barbudos e
impertinentes. Los cuales cesaron de estar tristes, porque penetró en su pecho la esperanza,
y en su cabeza el sol alegre, con el diablillo de la vanidad, que consuela en sus profundas
decepciones a los pobres artistas.
Y desde entonces, en las buhardillas de los brillantes infelices, donde flota el sueño
azul, se piensa en el porvenir como en la aurora, y se oyen risas que quitan la tristeza, y se
bailan extrañas farándolas alrededor de un blanco Apolo, de un lindo paisaje, de un violín
viejo, de un amarillento manuscrito.
Dulcinea del Toboso
Marcos Deveni
Vivía en El Toboso una moza llamada Aldonza Lorenzo, hija de Lorenzo Corchuelo
y de Francisca Nogales. Como hubiese leído novelas de caballería, porque era muy
alfabeta, acabó perdiendo la razón. Se hacía llamar Dulcinea del Toboso, mandaba que en
su presencia las gentes se arrodillasen y le besaran la mano, se creía joven y hermosa pero
tenía treinta años y pozos de viruelas en la cara. Se inventó un galán a quien dio el nombre
de don Quijote de la Mancha. Decía que don Quijote había partido hacia lejanos reinos en
busca de lances y aventuras, al modo de Amadís de Gaula y de Tirante el Blanco, para
hacer méritos antes de casarse con ella. Se pasaba todo el día asomada a la ventana
aguardando el regreso de su enamorado. Un hidalgo de los alrededores, un tal Alonso
Quijano, que a pesar de las viruelas estaba prendado de Aldonza, ideó hacerse pasar por
don Quijote. Vistió una vieja armadura, montó en su rocín y salió a los caminos a repetir las
hazañas del imaginario don Quijote. Cuando, confiando en su ardid, fue al Toboso y se
presentó delante de Dulcinea, Aldonza Lorenzo había muerto.
La inmolación de la belleza
Marcos Denevi
El erizo era feo y lo sabía. Por eso vivía en sitios apartados, en matorrales sombríos,
sin hablar con nadie, siempre solitario y taciturno, siempre triste, él, que en realidad tenía
un carácter alegre y gustaba de la compañía de los demás. Sólo se atrevía a salir a altas
horas de la noche y, si entonces oía pasos, rápidamente erizaba sus púas y se convertía en
una bola para ocultar su rubor.
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Una vez alguien encontró una esfera híspida, ese tremendo alfiletero. En lugar de
rociarlo con agua o arrojarle humo -como aconsejan los libros de zoología-, tomó una sarta
de perlas, un racimo de uvas de cristal, piedras preciosas, o quizá falsas, cascabeles, dos o
tres lentejuelas, varias luciérnagas, un dije de oro, flores de nácar y de terciopelo, mariposas
artificiales, un coral, una pluma y un botón, y los fue enhebrando en cada una de las agujas
del erizo, hasta transformar a aquella criatura desagradable en un animal fabuloso.
Todos acudieron a contemplarlo. Según quién lo mirase, semejaba la corona de un
emperador bizantino, un fragmento de la cola del Pájaro Roc o, si las luciérnagas se
encendían, el fanal de una góndola empavesada para la fiesta del Bucentauro, o, si lo
miraba algún envidioso, un bufón.
El erizo escuchaba las voces, las exclamaciones, los aplausos, y lloraba de felicidad.
Pero no se atrevía a moverse por temor de que se le desprendiera aquel ropaje
miliunanochesco. Así permaneció durante todo el verano. Cuando llegaron los primeros
fríos, había muerto de hambre y de sed. Pero seguía hermoso.
Una señora
José Donoso
No recuerdo con certeza cuándo fue la primera vez que me di cuenta de su
existencia. Pero si no me equivoco, fue cierta tarde de invierno en un tranvía que atravesaba
un barrio popular.
Cuando me aburro de mi pieza y de mis conversaciones habituales, suelo tomar
algún tranvía cuyo recorrido desconozca y pasar así por la ciudad. Esa tarde llevaba un
libro por si se me antojara leer, pero no lo abrí. Estaba lloviendo esporádicamente y el
tranvía avanzaba casi vacío. Me senté junto a una ventana, limpiando un boquete en el vaho
del vidrio para mirar las calles.
No recuerdo el momento exacto en que ella se sentó a mi lado. Pero cuando el
tranvía hizo alto en una esquina, me invadió aquella sensación tan corriente y, sin embargo,
misteriosa, que cuanto veía, el momento justo y sin importancia como era, lo había vivido
antes, o tal vez soñado. La escena me pareció la reproducción exacta de otra que me fuese
conocida: delante de mí, un cuello rollizo vertía sus pliegues sobre una camisa
deshilachada; tres o cuatro personas dispersas ocupaban los asientos del tranvía; en la
esquina había una botica de barrio con su letrero luminoso, y un carabinero bostezó junto al
buzón rojo, en la oscuridad que cayó en pocos minutos. Además, vi una rodilla cubierta por
un impermeable verde junto a mi rodilla.
Conocía la sensación, y más que turbarme me agradaba. Así, no me molesté en
indagar dentro de mi mente dónde y cómo sucediera todo esto antes. Despaché la sensación
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con una irónica sonrisa interior, limitándome a volver la mirada para ver lo que seguía de
esa rodilla cubierta con un impermeable verde.
Era una señora. Una señora que llevaba un paraguas mojado en la mano y un
sombrero funcional en la cabeza. Una de esas señoras cincuentonas, de las que hay por
miles en esta ciudad: ni hermosa ni fea, ni pobre ni rica. Sus facciones regulares mostraban
los restos de una belleza banal. Sus cejas se juntaban más de lo corriente sobre el arco de la
nariz, lo que era el rasgo más distintivo de su rostro.
Hago esta descripción a la luz de hechos posteriores, porque fue poco lo que de la
señora observé entonces. Sonó el timbre, el tranvía partió haciendo desvanecerse la escena
conocida, y volví a mirar la calle por el boquete que limpiara en el vidrio. Los faroles se
encendieron. Un chiquillo salió de un despacho con dos zanahorias y un pan en la mano. La
hilera de casas bajas se prolongaba a lo largo de la acera: ventana, puerta, ventana, puerta,
dos ventanas, mientras los zapateros, gasfíteres y verduleros cerraban sus comercios
exiguos.
Iba tan distraído que no noté el momento en que mi compañera de asiento se bajó
del tranvía. ¿Cómo había de notarlo si después del instante en que la miré ya no volví a
pensar en ella?
No volví a pensar en ella hasta la noche siguiente.
Mi casa está situada en un barrio muy distinto a aquel por donde me llevara el
tranvía la tarde anterior. Hay árboles en las aceras y las casas se ocultaban a medias detrás
de rejas y matorrales. Era bastante tarde, y yo ya estaba cansado, ya que pasara gran parte
de la noche charlando con amigos ante cervezas y tazas de café. Caminaba a mi casa con el
cuello del abrigo muy subido. Antes de atravesar una calle divisé una figura que se me
antojó familiar, alejándose bajo la oscuridad de las ramas. Me detuve observándola un
instante. Sí, era la mujer que iba junto a mí en el tranvía de la tarde anterior. Cuando pasó
bajo un farol reconocí inmediatamente su impermeable verde. Hay miles de impermeables
verdes en esta ciudad, sin embargo no dudé de que se trataba del suyo, recordándola a pesar
de haberla visto sólo unos segundos en que nada de ella me impresionó. Crucé a la otra
acera. Esa noche me dormí sin pensar en la figura que se alejaba bajo los árboles por la
calle solitaria.
Una mañana de sol, dos días después, vi a la señora en una calle céntrica. El
movimiento de las doce estaba en su apogeo. Las mujeres se detenían en las vidrieras para
discutir la posible adquisición de un vestido o de una tela. Los hombres salían de sus
oficinas con documentos bajo el brazo. La reconocí de nuevo al verla pasar mezclada con
todo esto, aunque no iba vestida como en las veces anteriores. Me cruzó una ligera
extrañeza de por qué su identidad no se había borrado de mi mente, confundiéndola con el
resto de los habitantes de la ciudad.
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©Oscar Pizarro González 2011
En adelante comencé a ver a la señora bastante seguido. La encontraba en todas
partes y a toda hora. Pero a veces pasaba una semana o más sin que la viera. Me asaltó la
idea melodramática de que quizás se ocupara en seguirme. Pero la deseché al constatar que
ella, al contrario que yo, no me identificaba en medio de la multitud. A mí, en cambio, me
gustaba percibir su identidad entre tanto rostro desconocido. Me sentaba en un parque y ella
lo cruzaba llevando un bolsón con verduras. Me detenía a comprar cigarrillos, y estaba ella
pagando los suyos. Iba al cine, y allí estaba la señora, dos butacas más allá. No me miraba,
pero yo me entretenía observándola. Tenía la boca más bien gruesa. Usaba un anillo
grande, bastante vulgar.
Poco a poco la comencé a buscar. El día no me parecía completo sin verla. Leyendo
un libro, por ejemplo, me sorprendía haciendo conjeturas acerca de la señora en vez de
concentrarme en lo escrito. La colocaba en situaciones imaginarias, en medio de objetos
que yo desconocía. Principié a reunir datos acerca de su persona, todos carentes de
importancia y significación. Le gustaba el color verde. Fumaba sólo cierta clase de
cigarrillos. Ella hacía las compras para las comidas de su casa.
A veces sentía tal necesidad de verla, que abandonaba cuanto me tenía atareado para
salir en su busca. Y en algunas ocasiones la encontraba. Otras no, y volvía malhumorado a
encerrarme en mi cuarto, no pudiendo pensar en otra cosa durante el resto de la noche.
Una tarde salí a caminar. Antes de volver a casa, cuando oscureció, me senté en el
banco de una plaza. Sólo en esta ciudad existen plazas así. Pequeña y nueva, parecía un
accidente en ese barrio utilitario, ni próspero ni miserable. Los árboles eran raquíticos,
como si se hubieran negado a crecer, ofendidos al ser plantados en terreno tan pobre, en un
sector tan opaco y anodino. En una esquina, una fuente de soda oscura aclaraba las figuras
de tres muchachos que charlaban en medio del charco de luz. Dentro de una pileta seca, que
al parecer nunca se terminó de construir, había ladrillos trizados, cáscaras de fruta, papeles.
Las parejas apenas conversaban en los bancos, como si la fealdad de la plaza no propiciara
mayor intimidad.
Por uno de los senderos vi avanzar a la señora, del brazo de otra mujer. Hablaban
con animación, caminando lentamente. Al pasar frente a mí, oí que la señora decía con tono
acongojado:
-¡Imposible!
La otra mujer pasó el brazo en torno a los hombros de la señora para consolarla.
Circundando la pileta inconclusa se alejaron por otro sendero.
Inquieto, me puse de pie y eché a andar con la esperanza de encontrarlas, para
preguntar a la señora qué había sucedido. Pero desaparecieron por las calles en que unas
cuantas personas transitaban en pos de los últimos menesteres del día.
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©Oscar Pizarro González 2011
No tuve paz la semana que siguió de este encuentro. Paseaba por la ciudad con la
esperanza de que la señora se cruzara en mi camino, pero no la vi. Parecía haberse
extinguido, y abandoné todos mis quehaceres, porque ya no poseía la menor facultad de
concentración. Necesitaba verla pasar, nada más, para saber si el dolor de aquella tarde en
la plaza continuaba. Frecuenté los sitios en que soliera divisarla, pensando detener a
algunas personas que se me antojaban sus parientes o amigos para preguntarles por la
señora. Pero no hubiera sabido por quién preguntar y los dejaba seguir. No la vi en toda esa
semana.
Las semanas siguientes fueron peores. Llegué a pretextar una enfermedad para
quedarme en cama y así olvidar esa presencia que llenaba mis ideas. Quizás al cabo de
varios días sin salir la encontrara de pronto el primer día y cuando menos lo esperara. Pero
no logré resistirme, y salí después de dos días en que la señora habitó mi cuarto en todo
momento. Al levantarme, me sentí débil, físicamente mal. Aun así tomé tranvías, fui al
cine, recorrí el mercado y asistí a una función de un circo de extramuros. La señora no
apareció por parte alguna.
Pero después de algún tiempo la volví a ver. Me había inclinado para atar un cordón
de mis zapatos y la vi pasar por la soleada acera de enfrente, llevando una gran sonrisa en la
boca y un ramo de aromo en la mano, los primeros de la estación que comenzaba. Quise
seguirla, pero se perdió en la confusión de las calles.
Su imagen se desvaneció de mi mente después de perderle el rastro en aquella
ocasión. Volví a mis amigos, conocí gente y paseé solo o acompañado por las calles. No es
que la olvidara. Su presencia, más bien, parecía haberse fundido con el resto de las personas
que habitan la ciudad.
Una mañana, tiempo después, desperté con la certeza de que la señora se estaba
muriendo. Era domingo, y después del almuerzo salí a caminar bajo los árboles de mi
barrio. En un balcón una anciana tomaba el sol con sus rodillas cubiertas por un chal
peludo. Una muchacha, en un prado, pintaba de rojo los muebles del jardín, alistándolos
para el verano. Había poca gente, y los objetos y los ruidos se dibujaban con precisión en el
aire nítido. Pero en alguna parte de la misma ciudad por la que yo caminaba, la señora iba a
morir.
Regresé a casa y me instalé en mi cuarto a esperar.
Desde mi ventana vi cimbrarse en la brisa los alambres del alumbrado. La tarde fue
madurando lentamente más allá de los techos, y más allá del cerro, la luz fue gastándose
más y más. Los alambres seguían vibrando, respirando. En el jardín alguien regaba el pasto
con una manguera. Los pájaros se aprontaban para la noche, colmando de ruido y
movimiento las copas de todos los árboles que veía desde mi ventana. Rió un niño en el
jardín vecino. Un perro ladró.
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©Oscar Pizarro González 2011
Instantáneamente después, cesaron todos los ruidos al mismo tiempo y se abrió un
pozo de silencio en la tarde apacible. Los alambres no vibraban ya. En un barrio
desconocido, la señora había muerto. Cierta casa entornaría su puerta esa noche, y arderían
cirios en una habitación llena de voces quedas y de consuelos. La tarde se deslizó hacia un
final imperceptible, apagándose todos mis pensamientos acerca de la señora. Después me
debo de haber dormido, porque no recuerdo más de esa tarde.
Al día siguiente vi en el diario que los deudos de doña Ester de Arancibia
anunciaban su muerte, dando la hora de los funerales. ¿Podría ser?... Sí. Sin duda era ella.
Asistí al cementerio, siguiendo el cortejo lentamente por las avenidas largas, entre
personas silenciosas que conocían los rasgos y la voz de la mujer por quien sentían dolor.
Después caminé un rato bajo los árboles oscuros, porque esa tarde asoleada me trajo una
tranquilidad especial.
Ahora pienso en la señora sólo muy de tarde en tarde.
A veces me asalta la idea, en una esquina por ejemplo, que la escena presente no es
más que reproducción de otra, vivida anteriormente. En esas ocasiones se me ocurre que
voy a ver pasar a la señora, cejijunta y de impermeable verde. Pero me da un poco de risa,
porque yo mismo vi depositar su ataúd en el nicho, en una pared con centenares de nichos
todos iguales.
El ahogado más hermoso del mundo
Gabriel García Márques
Los primeros niños que vieron el promontorio oscuro y sigiloso que se acercaba por
el mar, se hicieron la ilusión de que era un barco enemigo. Después vieron que no llevaba
banderas ni arboladura, y pensaron que fuera una ballena. Pero cuando quedó varado en la
playa le quitaron los matorrales de sargazos, los filamentos de medusas y los restos de
cardúmenes y naufragios que llevaba encima, y sólo entonces descubrieron que era un
ahogado.
Habían jugado con él toda la tarde, enterrándolo y desenterrándolo en la arena,
cuando alguien los vio por casualidad y dio la voz de alarma en el pueblo. Los hombres que
lo cargaron hasta la casa más próxima notaron que pesaba más que todos los muertos
conocidos, casi tanto como un caballo, y se dijeron que tal vez había estado demasiado
tiempo a la deriva y el agua se le había metido dentro de los huesos. Cuando lo tendieron en
el suelo vieron que había sido mucho más grande que todos los hombres, pues apenas si
cabía en la casa, pero pensaron que tal vez la facultad de seguir creciendo después de la
muerte estaba en la naturaleza de ciertos ahogados. Tenía el olor del mar, y sólo la forma
permitía suponer que era el cadáver de un ser humano, porque su piel estaba revestida de
una coraza de rémora y de lodo.
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©Oscar Pizarro González 2011
No tuvieron que limpiarle la cara para saber que era un muerto ajeno. El pueblo
tenía apenas unas veinte casas de tablas, con patios de piedras sin flores, desperdigadas en
el extremo de un cabo desértico. La tierra era tan escasa, que las madres andaban siempre
con el temor de que el viento se llevara a los niños, y a los pocos muertos que les iban
causando los años tenían que tirarlos en los acantilados. Pero el mar era manso y pródigo, y
todos los hombres cabían en siete botes. Así que cuando encontraron el ahogado les bastó
con mirarse los unos a los otros para darse cuenta de que estaban completos.
Aquella noche no salieron a trabajar en el mar. Mientras los hombres averiguaban si
no faltaba alguien en los pueblos vecinos, las mujeres se quedaron cuidando el ahogado. Le
quitaron el lodo con tapones de esparto, le desenredaron del cabello los abrojos submarinos
y le rasparon la rémora con fierros de desescamar pescados. A medida que lo hacían,
notaron que su vegetación era de océanos remotos y de aguas profundas, y que sus ropas
estaban en piltrafas, como si hubiera navegado por entre laberintos de corales. Notaron
también que sobrellevaba la muerte con altivez, pues no tenía el semblante solitario de
otros ahogados de mar, ni tampoco la catadura sórdida y menesterosa de los ahogados
fluviales. Pero solamente cuando acabaron de limpiarlo tuvieron conciencia de la clase de
hombre que era, y entonces se quedaron sin aliento. No sólo era el más alto, el más fuerte,
el más viril y el mejor armado que habían visto jamás, sino que todavía cuando lo estaban
viendo no les cabía en la imaginación.
No encontraron en el pueblo una cama bastante grande para tenderlo ni una mesa
bastante sólida para velarlo. No le vinieron los pantalones de fiesta de los hombres más
altos, ni las camisas dominicales de los más corpulentos, ni los zapatos del mejor plantado.
Fascinadas por su desproporción y su hermosura, las mujeres decidieron entonces hacerle
unos pantalones con un buen pedazo de vela cangreja, y una camisa de bramante de novia,
para que pudiera continuar su muerte con dignidad. Mientras cosían sentadas en círculo,
contemplando el cadáver entre puntada y puntada, les parecía que el viento no había sido
nunca tan tenaz ni el Caribe había estado nunca tan ansioso como aquella noche, y suponían
que esos cambios tenían algo que ver con el muerto. Pensaban que si aquel hombre
magnífico hubiera vivido en el pueblo, su casa habría tenido las puertas más anchas, el
techo más alto y el piso más firme, y el bastidor de su cama habría sido de cuadernas
maestras con pernos de hierro, y su mujer habría sido la más feliz. Pensaban que habría
tenido tanta autoridad que hubiera sacado los peces del mar con sólo llamarlos por sus
nombres, y habría puesto tanto empeño en el trabajo que hubiera hecho brotar manantiales
de entre las piedras más áridas y hubiera podido sembrar flores en los acantilados. Lo
compararon en secreto con sus propios hombres, pensando que no serían capaces de hacer
en toda una vida lo que aquel era capaz de hacer en una noche, y terminaron por repudiarlos
en el fondo de sus corazones como los seres más escuálidos y mezquinos de la tierra.
Andaban extraviadas por esos dédalos de fantasía, cuando la más vieja de las mujeres, que
por ser la más vieja había contemplado al ahogado con menos pasión que compasión,
suspiró:
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- Tiene cara de llamarse Esteban.
Era verdad. A la mayoría le bastó con mirarlo otra vez para comprender que no
podía tener otro nombre. Las más porfiadas, que eran las más jóvenes, se mantuvieron con
la ilusión de que al ponerle la ropa, tendido entre flores y con unos zapatos de charol,
pudiera llamarse Lautaro. Pero fue una ilusión vana. El lienzo resultó escaso, los pantalones
mal cortados y peor cosidos le quedaron estrechos, y las fuerzas ocultas de su corazón
hacían saltar los botones de la camisa. Después de la media noche se adelgazaron los
silbidos del viento y el mar cayó en el sopor del miércoles. El silencio acabó con las últimas
dudas: era Esteban. Las mujeres que lo habían vestido, las que lo habían peinado, las que le
habían cortado las uñas y raspado la barba no pudieron reprimir un estremecimiento de
compasión cuando tuvieron que resignarse a dejarlo tirado por los suelos. Fue entonces
cuando comprendieron cuánto debió haber sido de infeliz con aquel cuerpo descomunal, si
hasta después de muerto le estorbaba. Lo vieron condenado en vida a pasar de medio lado
por las puertas, a descalabrarse con los travesaños, a permanecer de pie en las visitas sin
saber qué hacer con sus tiernas y rosadas manos de buey de mar, mientras la dueña de la
casa buscaba la silla más resistente y le suplicaba muerta de miedo ―siéntese aquí, Esteban,
hágame favor‖, y él recostado contra las paredes, sonriendo, ―no se preocupe, señora, así
estoy bien‖, con los talones en carne viva y las espaldas escaldadas de tanto repetir lo
mismo en todas la visitas, ―no se preocupe, señora, así estoy bien‖, sólo para no pasar la
vergüenza de desbaratar la silla, y acaso sin haber sabido nunca que quienes le decían ―no
te vayas, Esteban, espérate siquiera que hierva el café‖, eran los mismos que después
susurraban ―ya se fue el bobo grande, qué bueno, ya se fue el tonto hermoso‖. Esto
pensaban las mujeres frente al cadáver un poco antes del amanecer. Más tarde, cuando le
taparon la cara con un pañuelo para que no le molestara la luz, lo vieron tan muerto para
siempre, tan indefenso, tan parecido a sus hombres, que se les abrieron las primeras grietas
de lágrimas en el corazón. Fue una de las más jóvenes la que empezó a sollozar. Las otras,
alentándose entre sí, pasaron de los suspiros a los lamentos, y mientras más sollozaban más
deseos sentían de llorar, porque el ahogado se les iba volviendo cada vez más Esteban,
hasta que lo lloraron tanto que fue el hombre más desvalido de la tierra, el más manso y el
más servicial, el pobre Esteban. Así que cuando los hombres volvieron con la noticia de
que el ahogado no era tampoco de los pueblos vecinos, ellas sintieron un vacío de júbilo
entre las lágrimas.
- ¡Bendito sea Dios –suspiraron-: es nuestro!
Los hombres creyeron que aquellos aspavientos no eran más que frivolidades de
mujer. Cansados de las tortuosas averiguaciones de la noche, lo único que querían era
quitarse de una vez el estorbo del intruso antes de que prendiera el sol bravo de aquel día
árido y sin viento. Improvisaron unas angarillas con restos de trinquetes y botavaras, y las
amarraron con carlingas de altura, para que resistieran el peso del cuerpo hasta los
acantilados. Quisieron encadenarle a los tobillos un ancla de buque mercante para que
fondeara sin tropiezos en los mares más profundos donde los peces son ciegos y los buzos
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se mueren de nostalgia, de manera que las malas corrientes no fueran a devolverlo a la
orilla, como había sucedido con otros cuerpos. Pero mientras más se apresuraban, más
cosas se les ocurrían a las mujeres para perder el tiempo. Andaban como gallinas asustadas
picoteando amuletos de mar en los arcones, unas estorbando por aquí porque querían
ponerle al ahogado los escapularios del buen viento, otras estorbando allá para abrocharle
una pulsera de orientación, y al cabo de tanto ―quítate de ahí, mujer, ponte donde no
estorbes, mira que casi me haces caer sobre el difunto‖, a los hombres se les subieron al
hígado las suspicacias y empezaron a rezongar que con qué objeto tanta ferretería de altar
mayor para un forastero, si por muchos estoperoles y calderetas que llevara encima se lo
iban a masticar los tiburones, pero ellas seguían tripotando sus reliquias de pacotilla,
llevando y trayendo, tropezando, mientras se les iba en suspiros lo que no se les iba en
lágrimas, así que los hombres terminaron por despotricar que de cuándo acá semejante
alboroto por un muerto al garete, un ahogado de nadie, un fiambre de mierda. Una de las
mujeres, mortificada por tanta indolencia, le quitó entonces al cadáver el pañuelo de la cara,
y también los hombres se quedaron sin aliento.
Era Esteban. No hubo que repetirlo para que lo reconocieran. Si les hubieran dicho
Sir Walter Raleigh, quizás hasta ellos se habrían impresionado con su acento de gringo, con
su guacamaya en el hombro, con su arcabuz de matar caníbales, pero Esteban solamente
podía ser uno en el mundo, y allí estaba tirado como un sábalo, sin botines, con unos
pantalones de sietemesino y esas uñas rocallosas que sólo podían cortarse a cuchillo. Bastó
con que le quitaran el pañuelo de la cara para darse cuenta de que estaba avergonzado, de
que no tenía la culpa de ser tan grande, ni tan pesado, ni tan hermoso, y si hubiera sabido
que aquello iba a suceder habría buscado un lugar más discreto para ahogarse, ―en serio, me
hubiera amarrado yo mismo un áncora de galeón en el cuello y hubiera trastabillado como
quien no quiere la cosa por los acantilados, para no andar ahora estorbando con este muerto
de miércoles, como ustedes dicen, para no molestar a nadie con esta porquería de fiambre
que no tiene nada que ver conmigo‖. Había tanta verdad en su modo de estar, que hasta los
hombres más suspicaces, los que sentían amargas las minuciosas noches del mar temiendo
que sus mujeres se cansaran de soñar con ellos para soñar con los ahogados, hasta esos, y
otros más duros, se estremecieron en los tuétanos con la sinceridad de Esteban.
Fue así como le hicieron los funerales más espléndidos que podían concebirse para
un ahogado expósito. Algunas mujeres que habían ido a buscar flores en los pueblos
vecinos regresaron con otras que no creían lo que les contaban, y éstas se fueron por más
flores cuando vieron al muerto, y llevaron más y más, hasta que hubo tantas flores y tanta
gente que apenas si se podía caminar. A última hora les dolió devolverlo huérfano a las
aguas, y le dieron un padre y una madre entre los mejores, y otros se le hicieron hermanos,
tíos y primos, así que a través de él todos los habitantes del pueblo terminaron por ser
parientes entre sí. Algunos marineros que oyeron el llanto a distancia perdieron la certeza
del rumbo, y se supo de uno que se hizo amarrar al palo mayor, recordando antiguas fábulas
de sirenas. Mientras se disputaban el privilegio de llevarlo en hombros por la pendiente
escarpada de los acantilados, hombres y mujeres tuvieron conciencia por primera vez de la
desolación de sus calles, la aridez de sus patios, la estrechez de sus sueños, frente al
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esplendor y la hermosura de su ahogado. Lo soltaron sin ancla, para que volviera si quería,
y cuando lo quisiera, y todos retuvieron el aliento durante la fracción de siglos que demoró
la caída del cuerpo hasta el abismo. No tuvieron la necesidad de mirarse los unos a los
otros para darse cuenta de que ya no estaban completos, ni volverían a estarlo jamás. Pero
también sabían que todo sería diferente desde entonces, que sus casas iban a tener las
puertas más anchas, los techos más altos, los pisos más firmes, para que el recuerdo de
Esteban pudiera andar por todas partes sin tropezar con los travesaños, y que nadie se
atreviera a susurrar en el futuro ―ya murió el bobo grande, qué lástima, ya murió el tonto
hermoso‖, porque ellos iban a pintar la fachadas de colores alegres para eternizar la
memoria de Esteban y se iban a romper el espinazo excavando manantiales en las piedras y
sembrando flores en los acantilados, para que en los amaneceres de los años venturos los
pasajeros de los grandes barcos despertaran sofocados por un olor de jardines en altamar, y
el capitán tuviera que bajar de su alcázar con su uniforme de gala, con su astrolabio, su
estrella polar y su ristra de medallas de guerra, y señalando el promontorio de rosas en el
horizonte del Caribe dijera en catorce idiomas, ―miren allá, donde el viento es ahora tan
manso que se queda a dormir bajo las camas, allá, donde el sol brilla tanto que no saben
hacia dónde mirar los girasoles, sí, allá, es el pueblo de Esteban‖.
La lluvia de fuego
Evocación de un desencarnado de Gomorra
Leopoldo Lugones
Y tornaré el cielo de hierro y la tierra de cobre.
Levítico, XXVI - 19.
Recuerdo que era un día de sol hermoso, lleno del hormigueo popular, en las calles
atronadas de vehículos. Un día asaz cálido y de tersura perfecta.
Desde mi terraza dominaba una vasta confusión de techos, vergeles salteados, un
trozo de bahía punzado de mástiles, la recta gris de una avenida...
A eso de las once cayeron las primeras chispas. Una aquí, otra allá —partículas de
cobre semejantes a las morcellas de un pábilo; partículas de cobre incandescente que daban
en el suelo con un ruidecito de arena. El cielo seguía de igual limpidez; el rumor urbano no
decrecía. Únicamente los pájaros de mi pajarera cesaron de cantar.
Casualmente lo había advertido, mirando hacia el horizonte en un momento de
abstracción. Primero creí en una ilusión óptica formada por mi miopía. Tuve que esperar
largo rato para ver caer otra chispa, pues la luz solar anegábalas bastante; pero el cobre
ardía de tal modo, que se destacaban lo mismo. Una rapidísima vírgula de fuego, y el
golpecito en la tierra. Así, a largos intervalos.
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Debo confesar que al comprobarlo, experimenté un vago terror. Exploré el cielo en
una ansiosa ojeada. Persistía la limpidez. ¿De dónde venía aquel extraño granizo? ¿Aquel
cobre? ¿Era cobre?...
Acababa de caer una chispa en mi terraza, a pocos pasos. Extendí la mano; era, a no
caber duda, un gránulo de cobre que tardó mucho en enfriarse. Por fortuna la brisa se
levantaba, inclinando aquella lluvia singular hacia el lado opuesto de mi terraza. Las
chispas eran harto ralas, además. Podía creerse por momentos que aquello había ya cesado.
No cesaba. Uno que otro, eso sí, pero caían siempre los temibles gránulos.
En fin, aquello no había de impedirme almorzar, pues era el mediodía. Bajé al
comedor atravesando el jardín, no sin cierto miedo de las chispas. Verdad es que el toldo,
corrido para evitar el sol, me resguardaba...
¿Me resguardaba? Alcé los ojos; pero un toldo tiene tantos poros, que nada pude
descubrir.
En el comedor me esperaba un almuerzo admirable; pues mi afortunado celibato
sabía dos cosas sobre todo: leer y comer. Excepto la biblioteca, el comedor era mi orgullo.
Ahíto de mujeres y un poco gotoso, en punto a vicios amables nada podía esperar ya sino
de la gula. Comía solo, mientras un esclavo me leía narraciones geográficas. Nunca había
podido comprender las comidas en compañía; y si las mujeres me hastiaban, como he
dicho, ya comprenderéis que aborrecía a los hombres.
¡Diez años me separaban de mi última orgía! Desde entonces, entregado a mis
jardines, a mis peces, a mis pájaros, faltábame tiempo para salir. Alguna vez, en las tardes
muy calurosas, un paseo a la orilla del lago. Me gustaba verlo, escamado de luna al
anochecer, pero esto era todo y pasaba meses sin frecuentarlo.
La vasta ciudad libertina era para mí un desierto donde se refugiaban mis placeres.
Escasos amigos; breves visitas; largas horas de mesa; lecturas; mis peces; mis pájaros; una
que otra noche tal cual orquesta de flautistas, y dos o tres ataques de gota por año...
Tenía el honor de ser consultado para los banquetes, y por ahí figuraban, no sin
elogio, dos o tres salsas de mi invención. Esto me daba derecho —lo digo sin orgullo— a
un busto municipal, con tanta razón como a la compatriota que acababa de inventar un
nuevo beso.
Entre tanto, mi esclavo leía. Leía narraciones de mar y de nieve, que comentaban
admirablemente, en la ya entrada siesta, el generoso frescor de las ánforas. La lluvia de
fuego había cesado quizá, pues la servidumbre no daba muestras de notarla.
De pronto, el esclavo que atravesaba el jardín con un nuevo plato, no pudo reprimir
un grito. Llegó, no obstante, a la mesa; pero acusando con su lividez un dolor horrible.
Tenía en su desnuda espalda un agujerillo, en cuyo fondo sentíase chirriar aún la chispa
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©Oscar Pizarro González 2011
voraz que lo había abierto. Ahogámosla en aceite, y fue enviado al lecho sin que pudiera
contener sus ayes.
Bruscamente acabó mi apetito; y aunque seguí probando los platos para no
desmoralizar a la servidumbre, aquélla se apresuró a comprenderme. El incidente me había
desconcertado.
Promediaba la siesta cuando subí nuevamente a la terraza. El suelo estaba ya
sembrado de gránulos de cobre; mas no parecía que la lluvia aumentara. Comenzaba a
tranquilizarme, cuando una nueva inquietud me sobrecogió. El silencio era absoluto. El
tráfico estaba paralizado a causa del fenómeno, sin duda. Ni un rumor en la ciudad. Sólo, de
cuando en cuando, un vago murmullo de viento sobre los árboles. Era también alarmante la
actitud de los pájaros. Habíanse apelotonado en un rincón, casi unos sobre otros. Me dieron
compasión y decidí abrirles la puerta. No quisieron salir; antes se recogieron más
acongojados aún. Entonces comenzó a intimidarme la idea de un cataclismo.
Sin ser grande mi erudición científica, sabía que nadie mencionó jamás esas lluvias
de cobre incandescente. ¡Lluvias de cobre! En el aire no hay minas de cobre. Luego aquella
limpidez del cielo no dejaba conjeturar la procedencia. Y lo alarmante del fenómeno era
esto. Las chispas venían de todas partes y de ninguna. Era la inmensidad desmenuzándose
invisiblemente en fuego. Caía del firmamento el terrible cobre —pero el firmamento
permanecía impasible en su azul. Ganábame poco a poco una extraña congoja; pero, cosa
rara: hasta entonces no había pensado en huir. Esta idea se mezcló con desagradables
interrogaciones. ¡Huir! ¿Y mi mesa, mis libros, mis pájaros, mis peces que acababa
precisamente de estrenar un vivero, mis jardines ya ennoblecidos de antigüedad, mis
cincuenta años de placidez, en la dicha del presente, en el descuido del mañana?...
¿Huir? . . . Y pensé con horror en mis posesiones (que no conocía) del otro lado del
desierto, con sus camelleros viviendo en tiendas de lana negra y tomando por todo alimento
leche cuajada, trigo tostado, miel agria...
Quedaba una fuga por el lago, corta fuga después de todo, si en el lago como en el
desierto, según era lógico, llovía cobre también; pues no viniendo aquello de ningún foco
visible, debía ser general.
No obstante el vago terror que me alarmaba, decíame todo eso claramente, lo
discutía conmigo mismo, un poco enervado a la verdad por el letargo digestivo de mi siesta
consuetudinaria. Y después de todo, algo me decía que el fenómeno no iba a pasar de allí.
Sin embargo, nada se perdía con hacer armar el carro.
En ese momento llenó el aire una vasta vibración de campanas. Y casi junto con
ella, advertí una cosa: ya no llovía cobre. El repique era una acción de gracias, coreada casi
acto continuo por el murmullo habitual de la ciudad. Ésta despertaba de su fugaz atonía,
doblemente gárrula. En algunos barrios hasta quemaban petardos.
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Acodado al parapeto de la terraza, miraba con un desconocido bienestar solidario la
animación vespertina que era todo amor y lujo. El cielo seguía purísimo. Muchachos
afanosos recogían en escudillas la granalla de cobre, que los caldereros habían empezado a
comprar. Era todo cuanto quedaba de la grande amenaza celeste.
Más numerosa que nunca, la gente de placer coloría las calles; y aun recuerdo que
sonreí vagamente a un equívoco mancebo, cuya túnica recogida hasta las caderas en un
salto de bocacalle, dejó ver sus piernas glabras, jaqueladas de cintas. Las cortesanas, con el
seno desnudo según la nueva moda, y apuntalado en deslumbrante coselete, paseaban su
indolencia sudando perfumes. Un viejo lenón erguido en su carro manejaba como si fuese
una vela una hoja de estaño, que con apropiadas pinturas anunciaba amores monstruosos de
fieras: ayunta-mientos de lagartos con cisnes; un mono y una foca; una doncella cubierta
por la delirante pedrería de un pavo real. Bello cartel, a fe mía; y garantida la autenticidad
de las piezas. Animales amaestrados por no sé qué hechicería bárbara, y desequilibrados
con opio y con asafétida.
Seguido por tres jóvenes enmascarados pasó un negro amabilísimo, que dibujaba en
los patios, con polvos de colores derramados al ritmo de una danza, escenas secretas.
También depilaba al oropimente y sabía dorar las uñas.
Un personaje fofo, cuya condición de eunuco se adivinaba en su morbidez,
pregonaba al son de crótalos de bronces, cobertores de un tejido singular que producía el
insomnio y el deseo. Cobertores cuya abolición habían pedido los ciudadanos honrados.
Pues mi ciudad sabía gozar, sabía vivir. Al anochecer recibí dos visitas que cenaron
conmigo. Un condiscípulo jovial, matemático cuya vida desarreglada era el escándalo de la
ciencia, y un agricultor enriquecido. La gente sentía necesidad de visitarse después de
aquellas chispas de cobre. De visitarse y de beber, pues ambos se retiraron completamente
borrachos. Yo hice una rápida salida. La ciudad, caprichosamente iluminada, había
aprovechado la coyuntura para decretarse una noche de fiesta. En algunas cornisas,
alumbraban perfumando, lámparas de incienso. Desde sus balcones, las jóvenes burguesas,
excesivamente ataviadas, se divertían en proyectar de un soplo a las narices de los
transeúntes distraídos, tripas pintarrajeadas y crepitantes de cascabeles. En cada esquina se
bailaba. De balcón a balcón cambiábanse flores y gatitos de dulce. El césped de los parques
palpitaba de parejas.
Regresé temprano y rendido. Nunca me acogí al lecho con más grata pesadez de
sueño.
Desperté bañado en sudor, los ojos turbios, la garganta reseca. Había afuera un
rumor de lluvia. Buscando algo, me apoyé en la pared, y por mi cuerpo corrió como un
latigazo el escalofrío del miedo. La pared estaba caliente y conmovida por una sorda
vibración. Casi no necesité abrir la ventana para darme cuenta de lo que ocurría.
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©Oscar Pizarro González 2011
La lluvia de cobre había vuelto, pero esta vez nutrida y compacta. Un caliginoso
vaho sofocaba la ciudad; un olor entre fosfatado y urinoso apestaba el aire Por fortuna, mi
casa estaba rodeada de galerías y aquella lluvia no alcanzaba las puertas.
Abrí la que daba al jardín. Los árboles estaban negros, ya sin follaje; el piso,
cubierto de hojas carbonizadas. El aire, rayado de vírgulas de fuego, era de una paralización
mortal; y por entre aquéllas se divisaba el firmamento, siempre impasible, siempre celeste.
Llamé, llamé en vano. Penetré hasta los aposentos famularios. La servidumbre se
había ido. Envueltas las piernas en un cobertor de viso, acorazándome espaldas y cabeza
con una bañera de metal que me aplastaba horriblemente, pude llegar hasta las caballerizas.
Los caballos habían desaparecido también. Y con una tranquilidad que hacía honor a mis
nervios, me di cuenta de que estaba perdido.
Afortunadamente, el comedor se encontraba lleno de provisiones; su sótano,
atestado de vinos. Bajé a él. Conservaba todavía su frescura; hasta su fondo no llegaba la
vibración de la pesada lluvia, el eco de su grave crepitación. Bebí una botella, y luego
extraje de la alacena secreta el pomo de vino envenenado. Todos los que teníamos bodega
poseíamos uno, aunque no lo usáramos ni tuviéramos convidados cargosos. Era un licor
claro e insípido, de efectos instantáneos.
Reanimado por el vino, examiné mi situación. Era asaz sencilla. No pudiendo huir,
la muerte me esperaba; pero con el veneno aquél, la muerte me pertenecía. Y decidí ver eso
todo lo posible, pues era, a no dudarlo, un espectáculo singular. ¡Una lluvia de cobre
incandescente! ¡La ciudad en llamas! Valía la pena.
Subí a la terraza, pero no pude pasar de la puerta que daba acceso a ella. Veía desde
allá lo bastante, sin embargo. Veía y escuchaba. La soledad era absoluta. La crepitación no
se interrumpía sino por uno que otro ululato de perro, o explosión anormal. El ambiente
estaba rojo; y a su través, troncos, chimeneas, casas, blanqueaban con una lividez tristísima.
Los pocos árboles que conservaban follaje retorcíanse, negros, de un negro de estaño. La
luz había decrecido un poco, no obstante de persistir la limpidez celeste. El horizonte
estaba, esto sí, mucho más cerca, y como ahogado en ceniza. Sobre el lago flotaba un denso
vapor, que algo corregía la extraordinaria sequedad del aire.
Percibíase claramente la combustible lluvia, en trazos de cobre que vibraban como
el cordaje innumerable de un arpa, y de cuando en cuando mezclábanse con ella ligeras
flámulas. Humaredas negras anunciaban incendios aquí y allá.
Mis pájaros comenzaban a morir de sed y hube de bajar hasta el aljibe para llevarles
agua. El sótano comunicaba con aquel depósito, vasta cisterna que podía resistir mucho al
fuego celeste; mas por los conductos que del techo y de los patios desembocaban allá,
habíase deslizado algún cobre y el agua tenía un gusto particular, entre natrón y orina, con
tendencia a salarse. Bastóme levantar las trampillas de mosaico que cerraban aquellas vías,
para cortar a mi agua toda comunicación con el exterior.
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©Oscar Pizarro González 2011
Esa tarde y toda la noche fue horrendo el espectáculo de la ciudad. Quemaba en sus
domicilios, la gente huía despavorida, para arderse en las calles en la campiña desolada; y
la población agonizó bárbaramente, con ayes y clamores de una amplitud, de un horror, de
una variedad estupendos. Nada hay tan sublime como la voz humana. El derrumbe de los
edificios, la combustión de tantas mercancías y efectos diversos, y más que todo, la
quemazón de tantos cuerpos, acabaron por agregar al cataclismo el tormento de su hedor
infernal. Al declinar el sol, el aire estaba casi negro de humo y de polvaredas. Las flámulas
que danzaban por la mañana entre el cobre pluvial, eran ahora llamaradas siniestras.
Empezó a soplar un viento ardentísimo, denso, como alquitrán caliente. Parecía que se
estuviese en un inmenso horno sombrío. Cielo, tierra, aire, todo acababa. No había más que
tinieblas y fuego. ¡Ah, el horror de aquellas tinieblas que todo el fuego, el enorme fuego de
la ciudad ardida no alcanzaba a dominar; y aquella fetidez de pingajos, de azufre, de grasa
cadavérica en el aire seco que hacía escupir sangre; y aquellos clamores que no sé cómo no
acababan nunca, aquellos clamores que cubrían el rumor del incendio, más vasto que un
huracán, aquellos clamores en que aullaban, gemían, bramaban todas las bestias con un
inefable pavor de eternidad!...
Bajé a la cisterna, sin haber perdido hasta entonces mi presencia de ánimo, pero
enteramente erizado con todo aquel horror; y al verme de pronto en esa obscuridad amiga,
al amparo de la frescura, ante el silencio del agua subterránea, me acometió de pronto un
miedo que no sentía –estoy seguro– desde cuarenta años atrás, el miedo infantil de una
presencia enemiga y difusa; y me eché a llorar, a llorar como un loco, a llorar de miedo,
allá en un rincón, sin rubor alguno.
No fue sino muy tarde, cuando al escuchar el derrumbe de un techo, se me ocurrió
apuntalar la puerta del sótano. Hícelo así con su propia escalera y algunos barrotes de la
estantería, devolviéndome aquella defensa alguna tranquilidad; no porque hubiera de
salvarme, sino por la benéfica influencia de la acción. Cayendo a cada instante en modorras
que entrecortaban funestas pesadillas, pasé las horas. Continuamente oía derrumbes allá
cerca. Había encendido dos lámparas que traje conmigo, para darme valor, pues la cisterna
era asaz lóbrega. Hasta llegué a comer, bien que sin apetito, los restos de un pastel. En
cambio bebí mucha agua.
De repente mis lámparas empezaron a amortiguarse, y junto con eso el terror, el
terror paralizante esta vez, me asaltó. Había gastado, sin prevenirlo, toda mi luz, pues no
tenía sino aquellas lámparas. No advertí, al descender esa tarde, traerlas todas conmigo.
Las luces decrecieron y se apagaron. Entonces advertí que la cisterna empezaba a
llenarse con el hedor del incendio. No quedaba otro remedio que salir; y luego, todo, todo
era preferible a morir asfixiado como una alimaña en su cueva.
A duras penas conseguí alzar la tapa del sótano que los escombros del comedor
cubrían...
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©Oscar Pizarro González 2011
...Por segunda vez había cesado la lluvia infernal. Pero la ciudad ya no existía.
Techos, puertas, gran cantidad de muros, todas las torres yacían en ruinas. El silencio era
colosal, un verdadero silencio de catástrofe. Cinco o seis grandes humaredas empinaban
aún sus penachos; y bajo el cielo que no se había enturbiado ni un momento, un cielo cuya
crudeza azul certificaba indiferencias eternas, la pobre ciudad, mi pobre ciudad, muerta,
muerta para siempre, hedía como un verdadero cadáver.
La singularidad de la situación, lo enorme del fenómeno, y sin duda también el
regocijo de haberme salvado, único entre todos, cohibían mi dolor reemplazándolo por una
curiosidad sombría. El arco de mi zaguán había quedado en pie y asiéndome de las adarajas
pude llegar hasta su ápice.
No quedaba un solo resto combustible y aquello se parecía mucho a un escorial
volcánico. A trechos, en los parajes que la ceniza no cubría, brillaba con un bermejor de
fuego, el metal llovido. Hacia el lado del desierto, resplandecía hasta perderse de vista un
arenal de cobre. En las montañas, a la otra margen del lago, las aguas evaporadas de éste
condensábanse en una tormenta. Eran ellas las que habían mantenido respirable el aire
durante el cataclismo. El sol brillaba inmenso, y aquella soledad empezaba a agobiarme con
una honda desolación cuando hacia el lado del puerto percibí un bulto que vagaba entre las
ruinas. Era un hombre, y habíame percibido ciertamente, pues se dirigía a mí.
No hicimos ademán alguno de extrañeza cuando llegó, y trepando por el arco vino a
sentarse conmigo. Tratábase de un piloto, salvado como yo en una bodega, pero
apuñaleando a su propietario. Acababa de agotársele el agua y por ello salía.
Asegurado a este respecto, empecé a interrogarlo. Todos los barcos ardieron, los
muelles, los depósitos; y el lago habíase vuelto amargo. Aunque advertí que hablábamos en
voz baja, no me atreví —ignoro por qué— a levantar la mía.
Ofrecíle mi bodega, donde quedaban aún dos docenas de jamones, algunos quesos,
todo el vino...
De repente notamos una polvareda hacia el lado del desierto. La polvareda de una
carrera. Alguna partida que enviaban, quizá, en socorro, los compatriotas de Adama o de
Seboim.
Pronto hubimos de sustituir esta esperanza por un espectáculo tan desolador como
peligroso.
Era un tropel de leones, las fieras sobrevivientes del desierto, que acudían a la
ciudad como a un oasis, furiosos de sed, enloquecidos de cataclismo.
La sed y no el hambre los enfurecía, pues pasaron junto a nosotros sin advertirnos.
¡Y en qué estado venían! Nada como ellos revelaba tan lúgubremente la catástrofe.
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©Oscar Pizarro González 2011
Pelados como gatos sarnosos, reducida a escasos chicharrones la crin, secos los
ijares, en una desproporción de cómicos a medio vestir con la fiera cabezota, el rabo agudo
y crispado como el de una rata que huye, las garras pustulosas, chorreando sangre —todo
aquello decía a las claras sus tres días de horror bajo el azote celeste, al azar de las
inseguras cavernas que no habían conseguido ampararlos.
Rondaban los surtidores secos con un desvarío humano en sus ojos, y bruscamente
reemprendían su carrera en busca de otro depósito, agotado también, hasta que sentándose
por último en torno del postrero, con el calcinado hocico en alto, la mirada vagorosa de
desolación y de eternidad, quejándose al cielo, estoy seguro, pusiéronse a rugir.
Ah... nada, ni el cataclismo con sus horrores, ni el clamor de la ciudad moribunda
era tan horroroso como ese llanto de fiera sobre las ruinas. Aquellos rugidos tenían una
evidencia de palabra. Lloraban quién sabe qué dolores de inconsciencia y de desierto a
alguna divinidad obscura. El alma sucinta de la bestia agregaba a sus terrores de muerte, el
pavor de lo incomprensible. Si todo estaba lo mismo, el sol cuotidiano, el cielo eterno, el
desierto familiar, ¿por qué se ardían y por qué no había agua?... Y careciendo de toda idea
de relación con los fenómenos, su horror era ciego, es decir, más espantoso. El transporte
de su dolor elevábalos a cierta vaga noción de provenencia, ante aquel cielo de donde había
estado cayendo la lluvia infernal; y sus rugidos preguntaban ciertamente algo a la cosa
tremenda que causaba su padecer. Ah... esos rugidos, lo único de grandioso que
conservaban aún aquellas fieras disminuidas: cual comentaban el horrendo secreto de la
catástrofe; cómo interpretaban en su dolor irremediable la eterna soledad, el eterno silencio,
la eterna sed...
Aquello no debía durar mucho. El metal candente empezó a llover de nuevo, más
compacto, más pesado que nunca.
En nuestro súbito descenso, alcanzamos a ver que las fieras se desbandaban
buscando abrigo bajo los escombros.
Llegamos a la bodega, no sin que nos alcanzaran algunas chispas; y comprendiendo
que aquel nuevo chaparrón iba a consumar la ruina, me dispuse a concluir.
Mientras mi compañero abusaba de la bodega —por primera y última vez, a buen
seguro—decidí aprovechar el agua de la cisterna en mi baño fúnebre; y después de buscar
inútilmente un trozo de jabón, descendí a ella por la escalinata que servía para efectuar su
limpieza.
Llevaba conmigo el pomo de veneno, que me causaba un gran bienestar apenas
turbado por la curiosidad de la muerte.
El agua fresca y la obscuridad, me devolvieron a las voluptuosidades de mi
existencia de rico que acababa de concluir. Hundido hasta el cuello, el regocijo de la
limpieza y una dulce impresión de domesticidad, acabaron de serenarme.
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Oía afuera el huracán de fuego. Comenzaban otra vez a caer escombros. De la
bodega no llegaba un solo rumor. Percibí en eso un reflejo de llamas que entraban por la
puerta del sótano, el característico tufo urinoso... Llevé el pomo a mis labios, y...
Caballo imaginando a Dios
Augusto Monterroso
"A pesar de lo que digan, la idea de un cielo habitado por Caballos y presidido por
un Dios con figura equina repugna al buen gusto y a la lógica más elemental, razonaba los
otros días el caballo.
Todo el mundo sabe -continuaba en su razonamiento- que si los Caballos fuéramos
capaces de imaginar a Dios lo imaginaríamos en forma de Jinete."
Dejar de ser mono
Augusto Monterroso
El espíritu de investigación no tiene límites. En los Estados Unidos y en Europa han
descubierto a últimas fechas que existe una especie de monos hispanoamericanos capaces
de expresarse por escrito, réplicas quizá del mono diligente que a fuerza de teclear una
máquina termina por escribir de nuevo, azarosamente, los sonetos de Shakespeare. Tal
cosa, como es natural, llena estas buenas gentes de asombro, y no falta quien traduzca
nuestros libros, ni, mucho menos, ociosos que los compren, como antes compraban las
cabecitas reducidas de los jíbaros. Hace más de cuatro siglos que fray Bartolomé de las
Casas pudo convencer a los europeos de que éramos humanos y de que teníamos un alma
porque nos reíamos; ahora quieren convencerse de lo mismo porque escribimos.
El burro y la flauta
Augusto Monterroso
Tirada en el campo estaba desde hacía tiempo una Flauta que ya nadie tocaba, hasta
que un día un Burro que paseaba por ahí resopló fuerte sobre ella haciéndola producir el
sonido más dulce de su vida, es decir, de la vida del Burro y de la Flauta.
Incapaces de comprender lo que había pasado, pues la racionalidad no era su fuerte y
ambos creían en la racionalidad, se separaron presurosos, avergonzados de lo mejor que el
uno y el otro habían hecho durante su triste existencia.
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El dinosaurio
Augusto Monterroso
Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí.
La mosca que soñaba que era águila
Augusto Monterroso
Había una vez una Mosca que todas las noches soñaba que era un Águila y que se
encontraba volando por los Alpes y por los Andes.
En los primeros momentos esto la volvía loca de felicidad; pero pasado un tiempo le
causaba una sensación de angustia, pues hallaba las alas demasiado grandes, el cuerpo
demasiado pesado, el pico demasiado duro y las garras demasiado fuertes; bueno, que todo
ese gran aparato le impedía posarse a gusto sobre los ricos pasteles o sobre las inmundicias
humanas, así como sufrir a conciencia dándose topes contra los vidrios de su cuarto.
En realidad no quería andar en las grandes alturas o en los espacios libres, ni mucho
menos.
Pero cuando volvía en sí lamentaba con toda el alma no ser un Águila para remontar
montañas, y se sentía tristísima de ser una Mosca, y por eso volaba tanto, y estaba tan
inquieta, y daba tantas vueltas, hasta que lentamente, por la noche, volvía a poner las sienes
en la almohada.
La rana que quería ser una rana auténtica
Augusto Monterroso
Había una vez una rana que quería ser una Rana auténtica, y todos los días se
esforzaba en ello.
Al principio se compró un espejo en el que se miraba largamente buscando su
ansiada autenticidad. Unas veces parecía encontrarla y otras no, según el humor de ese día
o de la hora, hasta que se cansó de esto y guardó el espejo en un baúl.
Por fin pensó que la única forma de conocer su propio valor estaba en la opinión de
la gente, y comenzó a peinarse y a vestirse y a desvestirse (cuando no le quedaba otro
recurso) para saber si los demás la aprobaban y reconocían que era una Rana auténtica.
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Un día observó que lo que más admiraban de ella era su cuerpo, especialmente sus
piernas, de manera que se dedicó a hacer sentadillas y a saltar para tener unas ancas cada
vez mejores, y sentía que todos la aplaudían.
Y así seguía haciendo esfuerzos hasta que, dispuesta a cualquier cosa para lograr
que la consideraran una Rana auténtica, se dejaba arrancar las ancas, y los otros se las
comían, y ella todavía alcanzaba a oír con amargura cuando decían que qué buena rana, que
parecía pollo.
No le digas que la quieres
Senel Paz
Arnaldo enteró a todo el mundo de que aquella noche yo me acostaría con una
mujer. Claro, no les dijo que era Vivian, pero vaya, alguien tuvo que imaginárselo porque
en esa escuela nadie es bobo. Entonces aquel día esperé a que todos se bañaran y cuando no
faltaba nadie y nadie me iba a apurar, entré a bañarme yo, con toda mi calma. Me
restregaba bien duro, jabón una y otra vez, uña, enjuagándome, enjuagándome. Los rusos,
ellos son muy buenos, los que nos defienden a nosotros, pero hacen unos jabones muy
apestosos. Pensaba que a lo mejor ella me olería aquí, allí, me tocaba, no sé, seguramente
me iba a tocar y quería estar bien limpio y oler bien y repasaba mentalmente los lugares
donde a mi vez la besaría, donde tenía que besarla, según Arnaldo, para que nunca me
olvidara, para que nunca olvidara esta primera vez con un hombre, conmigo, y que cuando
sea incluso una viejecita al pensar en mí me tenga en un alto concepto. Entonces Arnaldo
me había explicado tres o cuatro cosas que hay que hacerle a las mujeres, y sobre todo me
explicó que nunca, por nada de la vida, le dijera que la quería, ni en el momento supremo,
porque si una mujer sabe que tú la quieres, mira, ahí mismo te perdiste, te coge la baja y te
hace sufrir lo que le dé la gana. Pero aquel día yo cantaba y todo. Me restregué las orejas,
por aquí, por allá, me lavé la cabeza con shampoo, tres veces, me froté la espalda, me afeité
de lo mejor, me cepillé los dientes y la lengua, ya te digo. Quede que brillaba y tenía una
contentura tan grande que me sonreía cada vez que tropezaba conmigo en el espejo y me
hacía señitas como si fuera un Charles Chaplin o alguien así porque imagínate, sabía lo que
iba a pasar, y era la primera vez, y era con Vivian y, te lo juro, trataba de no pensar en nada,
no adelantarme a los acontecimientos y respetarla con la mente. Pero tú sabes cómo es la
mente de uno, la mente mía, que a la mente mía tú le dices no pienses esto porque es una
falta de respeto y ella te dice: ― Sí, sí no lo voy a pensar.‖ Mentiras, es lo que más piensa.
Entonces figúrate, me di cuenta de lo que la mente mía estaba pensando, pero yo quería
respetar a Vivian y no quería adelantarme a los acontecimientos. Sin embargo, mi mente,
te digo, estaba pensando eso; y el sexo, él solo, se me fue embullando, y lo que hice fue
agarrarme fuerte del lavamanos y concentrarme bien e imaginarme un campo de florecitas,
bien extenso, muchas florecitas, y se me pasó, y la respeté, porque cuando yo me excito por
gusto o en un lugar donde no debe ser, en el aula, vamos a decir, un ejemplo, pienso en
florecitas y me da resultado. Pero tienen que ser amarillas.
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Entonces aquel día estaba en el baño, te lo dije, muy contento y sintiendo esa
emoción que yo siento cuando pienso en Vivian, y otras emociones, y ya había acabado y
estaba resplandeciente cuando abrí la puerta, aquel día. Alabao, todo el mundo estaba
esperándome, tan calladitos que no los había oído, formados en una doble hilera que iba
hasta mi cama, la corte esa que va a despertar a los reyes. ―¡Eheeéeeeh!‖, me recibieron,
aquellos bandidos, y almohadazos y pescozones. Traté de cerrar. ―¿Así que te ibas a hacer
el hombre sin decírselo a los socios, eh?‖ ―¡A perfumarlo!‖ Me cargaron en cueros y me
subieron a una silla. ―¿Le untamos betún en los huevos para que le brille?‖ ―No, caballeros,
eso no que se demora‖ ―¿Y pasta de dientes en los sobacos?‖ Decidieron que no estaría
elegante con mi camisa de salir, qué calladito me lo tenía ¿eh?, sino con el pulóver lilita
que le trajeron a Jorge de Checoslovaquia, ¿había tomado ostiones, eh? Me echaron como
cinco tipos de desodorantes y perfumes, me obligaron a comer un caramelo de menta para
que tuviera buen aliento. ―Yo no tengo mal aliento, ¿quién dijo eso?‖ ―La menta también
sirve para otra cosa, bobito.‖ Me llevaron hasta el espejo y cuando se cansaron de peinarme
opinaron que no había actor de cine mejor tipo, parecía primo de Alain Delon. Revisaron
mi cartera y agregaron la contribución de los socios. Estaban burlones, amigos, envidiosos,
pero eran como las tres, caballeros, tarde, y me dejaron, aquellos bandidos. Arnaldo me
explicó una vez más cómo tenía que hacer para que en el lugar no notaran que era novato, y
me deseó suerte, mucha suerte, que cuando regresara lo despertara y le contara, y que no le
dijera a Vivian que la quería, mira que a mí se me notaba que podía caer en esa debilidad,
que no se lo dijera. Lo dice porque le he contado que cuando nos besamos yo veo chispas,
flores, fuegos artificiales, qué sé yo la maraña que se me forma en la cabeza cuando beso a
Vivian y me parece que doy vueltas en un tiovivo. ―No, jodas, David. Qué chispas ni
tiovivos. Lo que tienes es que resoplar como caballo, sacar la lengua, decir puta, yegua y
empujar con toda tu alma para que te sienta el bulto. Eso es lo que les gusta.‖ Yo todavía
dudaba, te lo digo. No, a esa hora empecé a dudar más que nunca y a ponerme nervioso.
Quería que el tiempo echara para atrás y que no llegara el momento, a esa hora. Me
preguntaba si estaba haciendo bien, si hice bien al exigirle esto a Vivian, si era quererla
como yo la quería. Pero ya no podía arrepentirme. No había modo. ¿Arnaldo que pensaría?,
¿Vivian qué pensaría? Y ahora lo sabían los otros. ¿Comprendes que no podía
arrepentirme? Al menos que me diera un dolor de estómago muy grande, de apendicitis o
algo así, o que empezara a llover de verdad. Pero nada, y me acordé de los flanes, de eso
me acordé. A mí no me gustaban estos dulces, o no me gustaban especialmente, pero aquí
en la escuela los sirven a menudo y su movimiento suave, su modo de ser erectos, su color,
esa manera en que te miran los flanes con ganas de que te los comas, a mí me recuerdan los
senos de Vivian, dirías que estoy loco, sus senos son tan lindos que caben en el hueco de mi
mano, en un solo beso de mi boca, y me como tres, cuatro, cinco flanes, los cambio por el
pescado. Aunque no sé si fue en ese momento que me pasaron los flanes por la cabeza o si
fue después, cuando llegué a su albergue, que me salió vestida de negro. Una rubia vestida
de negro es lo más lindo que hay. O de verde. Y tampoco podía echarme para atrás porque
tenía un compromiso político. Sí. El año pasado me eligieron joven ejemplar, pero no
quedé militante de la Juventud porque me faltaba madurez, dijeron, y tenía que trabajar,
me dieron un año para que trabajara y adquiriera la madurez, leyera los periódicos y
estuviera al tanto de la situación internacional. Y yo hacía todo eso, podía enumerar por
continentes los golpes militares y las injusticias cometidas por el imperialismo en el último
semestre, hasta que llegó Vivian al aula, que ya te dije cómo me puse. Nadie me había
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advertido que teníamos una compañera nueva y cuando entré al aula la vi, así de repente.
Tuve que sentarme. Había oído decir que las muchachas lindas daban mareos, pero no sabía
que era verdad. Y entonces en la asamblea de los ejemplares, muchacho, no alcancé ni
nueve votos. Una hora ahí criticándome, diciendo que había perdido condiciones y que cuál
era mi opinión porque lo importante era que ya aceptara las críticas, que las interiorizara
como dice el compañero de la Juventud, y yo dije que sí, que las aceptaba, que las
interiorizaba, pero me fijé en todo el que no votó por mí. Javierito no votó. Después
Arnaldo me dijo que guardar reservas era peor, que admitiera que yo no atendía a clases,
que el mundo me importaba un pepino y que me pasaba la vida detrás de Vivian. Así, ¿qué
militante comunista podía ser? ―Aparte de que tú no tienes combatividad, David. Tu oyes a
alguien expresando una idea incorrecta y no le sales al paso.‖ Yo y Arnaldo en un rincón
analizando estas cosas. A él lo mandaron a hacer trabajo político conmigo, me di cuenta en
seguida, y lo sentía porque lo quiero como a un hermano, pero la tarea le iba a quedar mal,
hasta que dijo: ―¿Sabes lo que a ti te pasa, compadre? Tu problema con Vivian‖ ―¿Qué
problema con Vivian, mi socio? Déjate de esas. Yo no tengo ningún problema con Vivian,
para que lleves carta.‖ Yo no hablo así pero en la escuela hay que hablar así, y atajando a
Arnaldo porque sabía por donde podía venir. ―Sí, chico –se suavizó él-, Vivian es una
mujer que exige mucho, y las relaciones de ustedes han llegado a un punto, han alcanzado
un desarrollo, cómo decirte... Vaya, que se tienen que acostar o más nunca serás militante.‖
―Párate ahí, ¿de qué clase de mujer crees que estás hablando? Yo la respeto y ella me
respeta. Nosotros nos respetamos.‖ ―Vosotros os respetáis, pero debéis acostarse. A mí no
me quieras tupir con tu carita de santo y tus poesías. Sí, escribes poesías, pero a la hora de
buscar novia te buscaste una con tremendo culo.‖ ―Oye lo que te voy a decir, yo no te
permito...‖ ―Tremendo culo bien, tremendo culo. Si te tira un peo en la cara te tumba los
dientes.‖ Arnaldo es así y no se puede discutir con él. ―Además-continuó-, éste es un país
en peligro. ¡Qué bonito que mañana nos invadan los yanquis y tu caigas en combate así, sin
haberla visto!‖ Lo miré, ese argumento si era para tenerlo en cuenta. Me tiró el brazo sobre
los hombros y echamos a caminar. ―¿Tú sabes lo que pasa? Que ahora no es como antes. En
el capitalismo cumplías los trece o catorce años y tu papá o un hermano tuyo te llevaba a un
prostíbulo y ya, empezabas. Ahora no, porque eso era una lacra social y hubo que
eliminarlo, yo estoy de acuerdo. Pero, ¿sabes qué?, que nosotros nos quedamos en el aire.
En ésa no pensó nadie. Debieron haber dejado un prostíbulo, uno solito, pedagógico, para
los estudiantes, ¿no crees?‖ Lo miré no muy convencido y tratando de adivinar adónde
quería llegar. ―Entonces uno se tiene que acostar con las novias, y no hay problemas.
El Manifiesto comunista dice que en el socialismo el amor es libre.‖ ―El Manifiesto
comunistadice eso? ¿Qué el amor es libre? Voy a leerlo.‖ ―Léelo, léelo, que dice otras
cosas, además.‖ ―Con Vivian no se va a acostar más nadie.‖
Me quedé pensando en todo esto. La cosa política, quiero decir, y cuando estuve
solo juré que, sin dejar de pensar en Vivian, no iba a tener más fallas ni egoísmos en mi
comportamiento social. No le juré eso al Che, porque el Che no es un santo ni nada, pero
me estaba acordando de él cuando me lo prometí a mí mismo. Claro que no era esto lo que
yo pensaba cuando iba a recoger a Vivian aquel día. No. Yo pensaba en ella y la veía como
me arreglaba el menudo para que no me siguiera sonando en el bolsillo al caminar.
Recordaba nuestras conversaciones, las volvía a conversar, esas interminables
conversaciones nuestras en el aula, en los recreos. Gracias a ella sé de memoria el nombre
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de sus familiares, los cumpleaños, y ella el de los míos, la disposición de su casa, los
lunares que tenemos. Nos hemos contado millones de veces cómo están ordenados nuestros
albergues, quién duerme en cada litera, si roncan, si comparten la comida, los militantes
que consideramos buenos de verdad. Hemos hablado y hablado: del director, de los
profesores, de la escuela, de lo que haríamos si de pronto vemos a Fidel. Le he contado casi
todo lo que sé de lo que significa ser hombre, cómo es el desarrollo de nosotros, que las
tetillas me dolieron como loco a los doce o trece años y que no hay como un golpe en los
testículos y ella en los senos, que su primera regla fue a los doce y que el huequito por
donde orina es otro. ¿Tu no hablas esas cosas con tu novia? Nosotros sí, y nos escribimos
en las últimas páginas de las libretas, de las mías porque con las suyas es muy celosa. Las
tienes forradas y sobre cada forro una fotografía del Che. Lo miramos a veces, al Che.
―¿Dónde estará ahora?, me pregunta. ―En un lugar de América.‖ Estaba en Bolivia pero no
lo sabíamos. ―A veces pienso que puede pasarle algo.‖ ―¿Al Che? No, muchacha, no. ¿Tu
eres boba? Sus ideales son justos, él lucha por la libertad de los pueblos.‖ Y mientras
conversábamos nos mirábamos de cerquita, a los ojos, su boca tan roja, qué boca tiene
Vivian, y nos tomábamos las manos para saber si las teníamos frías, para ver quién las tiene
más grandes, y siempre era yo, para estudiarnos las líneas de la vida y de la muerte. Todo
eso disimulando, ¿tu entiendes?, porque cuando esto todavía no éramos novios. A ella le
gustan Los Beatles y Silvio Rodríguez y a mí sólo Los Beatles; aunque no sé si será
correcto porque son americanos o ingleses. Lo que más le gusta de Silvio Rodríguez es que
siendo revolucionario anda con melena y la ropa sucia. ―Eso es ser hippie, rebelde por
gusto, en nuestra sociedad no hay que protestar‖, me incomodo a veces, pero ella lo
defiende. ―¿No comprendes que lo que quiere decir es que nosotros somos como nosotros y
que no nos planifiquen tanto las cosas?‖ ¿Y te acuerdas de aquel día terrible? Le había
dicho que teníamos que conversar, teníamos que vernos en el receso. Iba a enamorarla. No
podía seguir sin enamorarla y quería encontrar una forma bien original. Arnaldo enamoró a
una muchacha jugando a adivinar palabras en una libreta. Le escribió Me gustas, la M y los
guiones, y ella lo adivinó; pero Vivian en cuanto comprendió lo que decía no quiso seguir.
En una novela leí que una muchacha le dijo al muchacho, ofreciéndole las manos: ―Léeme
el destino.‖ Y él le contesto: ―Tu destino no está en tus manos sino en las mías.‖ Oye, qué
lindo eso, compadre, ¿por qué no se me ocurrió a mí? Entonces cuando llegamos a la
escuela, aquella mañana, todo el mundo estaba formado en el patio central y la gente
guardaba silencio como jamás se había logrado en aquel patio, la mañana ésta. La busqué y
la miré de lejos, queriéndole decir que en el receso íbamos a hablar aquella cosa tan
importante, ¿se acordaba?; pero ella lo que me preguntó con los ojos fue: ―¿Qué pasa?,
sabes qué pasa?‖ Y entonces yo también comprendí que pasaba algo. Los profesores
estaban bajo los almendros, lo sabían y era terrible. Algunas maestras lloraban. ¿Vendría
una invasión americana? El director subió a la tarima y nos miró a todos, atentos a él. Si
hubieras visto aquella mirada del director. Ya no quedaban dudas de que algo grave había
ocurrido, pero ¿qué era? El director, nervioso, dio unos golpecitos en el micrófono, que
funcionaba perfectamente y no necesitaba que nadie lo golpeara, y es que no podía, no le
salían las palabras y nos miraba, hasta que finalmente lo dijo de un tirón: ―Mataron al Che
en Bolivia. Iremos a la Plaza a una velada solemne, la mayor disciplina, vayan para las
aulas.‖ Así dijo, Vivian se recostó a mi hombro, Oí que lloraba. ―Sabía que eso podía pasar
uno día‖, dijo, y nos fuimos hacia el aula, sintiéndonos mal, viendo la mirada del Che en
todas partes, su sonrisa, cuando dice en el imperialismo no se puede confiar ni un tantico
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©Oscar Pizarro González 2011
así, como si camináramos bajo un cielo de imágenes del Che y en cada hoja de los
almendros hubiera imágenes suyas y una lluvia. María se nos unió. ―¡Ay Vivian, ay
Davisito!‖, dijo, y los tres nos fuimos abrazados. Qué tristeza sus libretas. Quitó los forros
y los guardó en silencio. Finalmente dijo que no lo creía, no lo creía de ninguna manera
porque no, no podía ser. ―Ojalá, Vivian, pero figúrate, ¿estás loca?‖ De todos modos nos
quedamos con algún pedacito de ilusión, hasta que estuvimos en la Plaza, todos en la Plaza,
y el Fidel más triste del mundo dijo que sí, que al Che lo habían matado en Bolivia pero
que nosotros no podíamos morirnos por eso ni por nada, y regresamos a la escuela, ella y
yo tomados de la mano, no porque fuéramos novios, no, sino para ayudarnos. Y no la
enamoré esa semana, creo que tampoco lo otra, no me acuerdo. Y no por nada, se me
quitaron los deseos...
Pero bueno, aquel otro día tenía puesto el vestido negro que te dije fuimos al cine y
cuando salimos del Payret qué linda estaba la noche. Había llovido y había luces y colores
y ¿mucha gente y humedad y caminaba a mi lado apretada contra mí, con el pelo suelto.
―¿Por qué vamos tan de prisa? ¿Qué te pareció la película? Vamos a comentarla.‖ Y
empezó a decir su parecer, el enfoque social no se qué cosa. Yo ni la oía ni había visto la
película y el corazón se me quería salir porque en el cine, imagínate, se me ocurrió
acordarme de que hay parejas, dicen, que la primera vez no pueden: ella coge miedo, tiene
unas hemorragias tremendas y hay que llamar a la ambulancia o él no reacciona porque se
pone nervioso, los nervios no lo dejan. Si mis nervios me hacen eso los mato. Y le dije:
―No vamos para la escuela.‖ ―¿Y para dónde vamos?‖ ―A un lugar.‖ No le había explicado
nada más desde que hablamos. ―Es aquí‖ Entramos a un edificio, rápido, hablé con un
hombre, rápido, pasamos puertas, pasamos puertas, pasamos puertas, la llave no quería
abrir, no quería abrir, abrió y entramos... Me quedé contra la pared, oyéndome el corazón.
La luz estaba encendida y Vivian avanzó dos o tres pasos, se detuvo, cambió la cartera de
mano, así como cambia ella la cartera de mano. El cuarto era alto y feo, horrible, para qué
te cuento. Había un escaparate pequeño, sin puertas y con percheros de alambre todos
jorobados. Sobre una mesa despintada, una palangana con agua, una jarra de aluminio, dos
vasitos soviéticos, papel sanitario y jaboncitos de olor. La luz amarillenta proyectaba las
figuras contra las paredes, en las que había dibujos y palabras groseras. Ella fue hasta la
ventana, que estaba abierta, y leí sobre su cabeza, pero lejísimos, ocultándose un poco en su
pelo, ese letrero rojo que dice Revolución es construir y que está sobre algún edificio de la
Habana. Lo leía como cinco veces y no me atrevía a hablar. En la ventana también estaba la
luna y eso y unos celajes que le pasaban por delante. Era lindo, no pude dejar de fijarme, y
de repente me calmé un poco. Yo sé que nosotros ya no tenemos que mirar la luna, que eso
es ser romántico y dulzón, esta parte yo no se la cuento a Arnaldo, pero se veía lindo, tú, te
lo juro, y Vivian se volvió, lentamente. Qué impresión me hizo. Como nunca. Cierro los
ojos y la veo. Qué linda estaba, tú, qué linda. Estoy tan enamorado de ella que me da
vergüenza, si no te lo contaba: los dolorcitos en el corazón, las cosas que hago. Me
preguntó con una voz terrible: ―¿Esto es una posada, verdad?‖ Iba a responder que no, a
decirle que era un hotel malo, de segunda, pero le dije la verdad. ―Sí.‖ Un sí chiquitico. Me
dio la espalda. ―Es lo que dice mamá: yo soy mala, en mí no se puede confiar: Ella
creyéndome muy tranquila en la escuela y yo en una posada, con mi novio.‖ Me fui
acercando, no sabía qué decir, qué hacer, imagínate, tenía razón, para uno no es lo mismo,
si yo le digo a mi mamá que estoy en una posada con una mujer se pone contentísima, y
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©Oscar Pizarro González 2011
empecé a sentirme mal, a arrepentirme de haberla llevado, a comprender su situación.
Menos mal que me acordé de lo que dice Arnaldo, que a las mujeres no se les puede coger
lástima porque ni a ellas mismas les gusta eso. Se viró, tú, con los ojos muy abiertos. ―¿No
tenías otro lugar adonde llevarme?‖ No tenía, no, ¿qué sabía yo de esos lugares?, yo
también era la primera vez. Me dolió que me hablara así , que no me comprendiera, y me
sentí peor. ―Si tú quieres -le dije-, si no te gusta el lugar, nos vamos y no me pongo bravo
ni nada.‖ Y la abracé, para ayudarla a no estar sola, a no sentirse culpable ella sola, en todo
caso el culpable era yo, ¿no?, y para decirle que sí, estaba allí pero con un hombre que,
bueno, la quería tanto, era el hombre de su vida, y entonces el lugar no tenía esa
importancia. También ella me abrazó y me quería y quedé frente a la ventana abierta y leí
de nuevo el letrero de Revolución es construir. ―No nos pongamos nerviosos –dijo- , sólo
que es una pena que tengamos que hacerlo en un cuarto tan feo.‖ De verdad, tú, esos
lugares debían ser más lindos, y no que uno siente que está haciendo algo malo. Luego
apagó la luz, a las mujeres les gusta la luz apagada, y se fue desvistiendo. Qué lindo se
quitó la ropa, no te figuras, y se sentó al borde de la cama. La claridad que entraba por la
ventana, de la luna y eso, la iluminaba. Me quité el pulóver. Oí como el pulóver cayó al
piso y me sentí satisfecho de haberme puesto el pantalón negro, no el otro, porque la
portañuela del negro es de ziper, y me gustó tanto el ruido del ziper, me sentí tan varón al
descorrerlo delante de una mujer y saber que también ella lo había escuchado, y al pantalón
que bajaba por mis muslos, salía de mis piernas, caía al piso y estábamos ambos desnudos,
sin mirarnos, un poco amarillentos por la luz, un poco rojos, sin saber mucho qué hacer.
Temíamos que en ese momento se abriera la puerta y aparecieran el director de la escuela,
su mamá, el Ministro de Educación, escandalizados, y la mamá gritara: ―Ay, Dios Santo,
Virgen del Cielo, Gran Poder de Dios, lo que está haciendo mi hija. Si el padre la agarra la
mata.‖ Te lo juro. Esperamos, esperamos y no apareció nadie. Me acerqué, nos abrazamos
como por primera vez en el mundo, y fuimos dejándonos caer sobre las sábanas.
Empezamos a deshacer torpezas, a adivinar, a dejarnos llevar por una brisa que soplaba,
fuerte olor a mar. El instinto nos guiaba y no nos pareció que estábamos suficientemente
abrazados hasta que aparecieron las flores. Había flores húmedas en todo el cuarto:
acolchonaban el piso y la cama, pendían del techo, sobresalían del descanso de la ventana.
Pusimos atención y nos llegaron los pequeños ruiditos del amor: un río lejano, caracoles,
dos hojas, y estaban también nuestros cuerpos, su piel y la mía, nuestros labios y manos y
ojos y pelo. Nos estábamos bebiendo tanto que vimos lo mismo: dos niños que corrían un
amanecer, cuesta arriba, por un prado de brillantes girasoles. Iban asustando mariposas.
Ella llevaba una sombrilla, él una espada y un tambor, los dos vestidos de blanco y tomados
de la mano. Cuando comenzó la lluvia se lanzaron sobre los girasoles, pero no se
hundieron, quedaron flotando y comenzaron a girar, perseguidos por las mariposas,
abrazados y como si los arrastrara una corriente, hasta quedar varados entre raíces de un
árbol, y ella vio que él se erguía, levantaba la espada, que brilló en lo alto, destellos
azulados, y sintió que la mataba y que la corriente se los llevaba de nuevo, se los llevaba,
hasta un remolino, y mientras descendían entre hojas y limos iban viendo y pronunciando
todas las palabras: pomarrosa, hojarasca, arena, zaguán, obelisco, conejo, palmarreal, jícara,
almidón, paloma... y cuando la última palabra posible se desprendió y se perdió estaban
tendidos bajo el mismo árbol, abandonados allí por la resaca, y de las ramas colgaban
hilachas de luz, y nosotros dos, Vivian y yo, nos moríamos en otra parte, o allí mismo, muy
lejos o muy cerca, y en el último instante vimos sentimos que los niños se incorporaban y
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se alejaban, tomados de la mano. Olvidaban la sombrilla y el tambor. Pasaron sobre
nosotros, ella le dijo algo a Vivian, alto porque ya iban distantes, y él me dijo a mí, o
cantaban, contentos, diciéndonos adiós, sin volver al rostro, felices y cada vez más lejos,
más lejos, hasta que se perdieron, se perdieron.. Y nosotros Vivian y yo, poco a poco
fuimos resucitando. Nos volvieron las palabras, la respiración, y me moví sobre ella, que
sonrió, ya sin fuerza para mantener las manos en mi pelo. Me incorporé, algo, y no entendí
lo que sentía: una música lejana, un aleteo en el pecho. Me incorporé, aún más, mire en
derredor, allí, vi el pelo de Vivian desparramado en la almohada, su sonrisa, los senos, los
ojos abiertos pero cerrados, de los que goteaba un brillo, y aunque me acordé de Arnaldo no
pude y se lo dije. Te quiero, le dije, me abracé de nuevo a su cuerpo, y una bandada enorme
de pájaros levantó el vuelo en mi mente, como una estampida.
A la deriva
Horacio Quiroga
El hombre pisó algo blancuzco, y en seguida sintió la mordedura en el pie. Saltó
adelante, y al volverse con un juramento vio una yaracacusú que, arrollada sobre sí misma,
esperaba otro ataque.
El hombre echó una veloz ojeada a su pie, donde dos gotitas de sangre engrosaban
dificultosamente, y sacó el machete de la cintura. La víbora vio la amenaza, y hundió más
la cabeza en el centro mismo de su espiral; pero el machete cayó de lomo, dislocándole las
vértebras.
El hombre se bajó hasta la mordedura, quitó las gotitas de sangre, y durante un
instante contempló. Un dolor agudo nacía de los dos puntitos violetas, y comenzaba a
invadir todo el pie. Apresuradamente se ligó el tobillo con su pañuelo y siguió por la picada
hacia su rancho.
El dolor en el pie aumentaba, con sensación de tirante abultamiento, y de pronto el
hombre sintió dos o tres fulgurantes puntadas que, como relámpagos, habían irradiado
desde la herida hasta la mitad de la pantorrilla. Movía la pierna con dificultad; una metálica
sequedad de garganta, seguida de sed quemante, le arrancó un nuevo juramento.
Llegó por fin al rancho y se echó de brazos sobre la rueda de un trapiche. Los dos
puntitos violeta desaparecían ahora en la monstruosa hinchazón del pie entero. La piel
parecía adelgazada y a punto de ceder, de tensa. Quiso llamar a su mujer, y la voz se quebró
en un ronco arrastre de garganta reseca. La sed lo devoraba.
-¡Dorotea! -alcanzó a lanzar en un estertor-. ¡Dame caña1!
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©Oscar Pizarro González 2011
Su mujer corrió con un vaso lleno, que el hombre sorbió en tres tragos. Pero no
había sentido gusto alguno.
-¡Te pedí caña, no agua! -rugió de nuevo-. ¡Dame caña!
-¡Pero es caña, Paulino! -protestó la mujer, espantada.
-¡No, me diste agua! ¡Quiero caña, te digo!
La mujer corrió otra vez, volviendo con la damajuana. El hombre tragó uno tras otro
dos vasos, pero no sintió nada en la garganta.
-Bueno; esto se pone feo -murmuró entonces, mirando su pie lívido y ya con lustre
gangrenoso. Sobre la honda ligadura del pañuelo, la carne desbordaba como una
monstruosa morcilla.
Los dolores fulgurantes se sucedían en continuos relampagueos y llegaban ahora a
la ingle. La atroz sequedad de garganta que el aliento parecía caldear más, aumentaba a la
par. Cuando pretendió incorporarse, un fulminante vómito lo mantuvo medio minuto con la
frente apoyada en la rueda de palo.
Pero el hombre no quería morir, y descendiendo hasta la costa subió a su canoa.
Sentose en la popa y comenzó a palear hasta el centro del Paraná. Allí la corriente del río,
que en las inmediaciones del Iguazú corre seis millas, lo llevaría antes de cinco horas a
Tacurú-Pucú.
El hombre, con sombría energía, pudo efectivamente llegar hasta el medio del río;
pero allí sus manos dormidas dejaron caer la pala en la canoa, y tras un nuevo vómito -de
sangre esta vez- dirigió una mirada al sol que ya trasponía el monte.
La pierna entera, hasta medio muslo, era ya un bloque deforme y durísimo que
reventaba la ropa. El hombre cortó la ligadura y abrió el pantalón con su cuchillo: el bajo
vientre desbordó hinchado, con grandes manchas lívidas y terriblemente doloroso. El
hombre pensó que no podría jamás llegar él solo a Tacurú-Pucú, y se decidió a pedir ayuda
a su compadre Alves, aunque hacía mucho tiempo que estaban disgustados.
La corriente del río se precipitaba ahora hacia la costa brasileña, y el hombre pudo
fácilmente atracar. Se arrastró por la picada en cuesta arriba, pero a los veinte metros,
exhausto, quedó tendido de pecho.
-¡Alves! -gritó con cuanta fuerza pudo; y prestó oído en vano.
-¡Compadre Alves! ¡No me niegue este favor! -clamó de nuevo, alzando la cabeza
del suelo. En el silencio de la selva no se oyó un solo rumor. El hombre tuvo aún valor para
llegar hasta su canoa, y la corriente, cogiéndola de nuevo, la llevó velozmente a la deriva.
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El Paraná corre allí en el fondo de una inmensa hoya, cuyas paredes, altas de cien
metros, encajonan fúnebremente el río. Desde las orillas bordeadas de negros bloques de
basalto, asciende el bosque, negro también. Adelante, a los costados, detrás, la eterna
muralla lúgubre, en cuyo fondo el río arremolinado se precipita en incesantes borbollones
de agua fangosa. El paisaje es agresivo, y reina en él un silencio de muerte. Al atardecer,
sin embargo, su belleza sombría y calma cobra una majestad única.
El sol había caído ya cuando el hombre, semitendido en el fondo de la canoa, tuvo
un violento escalofrío. Y de pronto, con asombro, enderezó pesadamente la cabeza: se
sentía mejor. La pierna le dolía apenas, la sed disminuía, y su pecho, libre ya, se abría en
lenta inspiración.
El veneno comenzaba a irse, no había duda. Se hallaba casi bien, y aunque no tenía
fuerzas para mover la mano, contaba con la caída del rocío para reponerse del todo. Calculó
que antes de tres horas estaría en Tacurú-Pucú.
El bienestar avanzaba, y con él una somnolencia llena de recuerdos. No sentía ya
nada ni en la pierna ni en el vientre. ¿Viviría aún su compadre Gaona en Tacurú-Pucú?
Acaso viera también a su ex patrón mister Dougald, y al recibidor del obraje.
¿Llegaría pronto? El cielo, al poniente, se abría ahora en pantalla de oro, y el río se
había coloreado también. Desde la costa paraguaya, ya entenebrecida, el monte dejaba caer
sobre el río su frescura crepuscular, en penetrantes efluvios de azahar y miel silvestre. Una
pareja de guacamayos cruzó muy alto y en silencio hacia el Paraguay.
Allá abajo, sobre el río de oro, la canoa derivaba velozmente, girando a ratos sobre
sí misma ante el borbollón de un remolino. El hombre que iba en ella se sentía cada vez
mejor, y pensaba entretanto en el tiempo justo que había pasado sin ver a su ex patrón
Dougald. ¿Tres años? Tal vez no, no tanto. ¿Dos años y nueve meses? Acaso. ¿Ocho meses
y medio? Eso sí, seguramente.
De pronto sintió que estaba helado hasta el pecho.
¿Qué sería? Y la respiración...
Al recibidor de maderas de mister Dougald, Lorenzo Cubilla, lo había conocido en
Puerto Esperanza un viernes santo... ¿Viernes? Sí, o jueves...
El hombre estiró lentamente los dedos de la mano.
-Un jueves...
Y cesó de respirar.
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©Oscar Pizarro González 2011
El almohadón de plumas
Horacio Quiroga
Su luna de miel fue un largo escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el carácter duro
de su marido heló sus soñadas niñerías de novia. Ella lo quería mucho, sin embargo, a
veces con un ligero estremecimiento cuando volviendo de noche juntos por la calle, echaba
una furtiva mirada a la alta estatura de Jordán, mudo desde hacía una hora. Él, por su parte,
la amaba profundamente, sin darlo a conocer.
Durante tres meses -se habían casado en abril- vivieron una dicha especial.
Sin duda hubiera ella deseado menos severidad en ese rígido cielo de amor, más
expansiva e incauta ternura; pero el impasible semblante de su marido la contenía siempre.
La casa en que vivían influía un poco en sus estremecimientos. La blancura del
patio silencioso -frisos, columnas y estatuas de mármol- producía una otoñal impresión de
palacio encantado. Dentro, el brillo glacial del estuco, sin el más leve rasguño en las altas
paredes, afirmaba aquella sensación de desapacible frío. Al cruzar de una pieza a otra, los
pasos hallaban eco en toda la casa, como si un largo abandono hubiera sensibilizado su
resonancia.
En ese extraño nido de amor, Alicia pasó todo el otoño. No obstante, había
concluido por echar un velo sobre sus antiguos sueños, y aún vivía dormida en la casa
hostil, sin querer pensar en nada hasta que llegaba su marido.
No es raro que adelgazara. Tuvo un ligero ataque de influenza que se arrastró
insidiosamente días y días; Alicia no se reponía nunca. Al fin una tarde pudo salir al jardín
apoyada en el brazo de él. Miraba indiferente a uno y otro lado. De pronto Jordán, con
honda ternura, le pasó la mano por la cabeza, y Alicia rompió en seguida en sollozos,
echándole los brazos al cuello. Lloró largamente todo su espanto callado, redoblando el
llanto a la menor tentativa de caricia. Luego los sollozos fueron retardándose, y aún quedó
largo rato escondida en su cuello, sin moverse ni decir una palabra.
Fue ese el último día que Alicia estuvo levantada. Al día siguiente amaneció
desvanecida. El médico de Jordán la examinó con suma atención, ordenándole calma y
descanso absolutos.
-No sé -le dijo a Jordán en la puerta de calle, con la voz todavía baja-. Tiene una
gran debilidad que no me explico, y sin vómitos, nada... Si mañana se despierta como hoy,
llámeme enseguida.
Al otro día Alicia seguía peor. Hubo consulta. Constatóse una anemia de marcha
agudísima, completamente inexplicable. Alicia no tuvo más desmayos, pero se iba
visiblemente a la muerte. Todo el día el dormitorio estaba con las luces prendidas y en
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©Oscar Pizarro González 2011
pleno silencio. Pasábanse horas sin oír el menor ruido. Alicia dormitaba. Jordán vivía casi
en la sala, también con toda la luz encendida. Paseábase sin cesar de un extremo a otro, con
incansable obstinación. La alfombra ahogaba sus pasos. A ratos entraba en el dormitorio y
proseguía su mudo vaivén a lo largo de la cama, mirando a su mujer cada vez que caminaba
en su dirección.
Pronto Alicia comenzó a tener alucinaciones, confusas y flotantes al principio, y que
descendieron luego a ras del suelo. La joven, con los ojos desmesuradamente abiertos, no
hacía sino mirar la alfombra a uno y otro lado del respaldo de la cama. Una noche se quedó
de repente mirando fijamente. Al rato abrió la boca para gritar, y sus narices y labios se
perlaron de sudor.
-¡Jordán! ¡Jordán! -clamó, rígida de espanto, sin dejar de mirar la alfombra.
Jordán corrió al dormitorio, y al verlo aparecer Alicia dio un alarido de horror.
-¡Soy yo, Alicia, soy yo!
Alicia lo miró con extravió, miró la alfombra, volvió a mirarlo, y después de largo
rato de estupefacta confrontación, se serenó. Sonrió y tomó entre las suyas la mano de su
marido, acariciándola temblando.
Entre sus alucinaciones más porfiadas, hubo un antropoide, apoyado en la alfombra
sobre los dedos, que tenía fijos en ella los ojos.
Los médicos volvieron inútilmente. Había allí delante de ellos una vida que se
acababa, desangrándose día a día, hora a hora, sin saber absolutamente cómo. En la última
consulta Alicia yacía en estupor mientras ellos la pulsaban, pasándose de uno a otro la
muñeca inerte. La observaron largo rato en silencio y siguieron al comedor.
-Pst... -se encogió de hombros desalentado su médico-. Es un caso serio... poco hay
que hacer...
-¡Sólo eso me faltaba! -resopló Jordán. Y tamborileó bruscamente sobre la mesa.
Alicia fue extinguiéndose en su delirio de anemia, agravado de tarde, pero que remitía
siempre en las primeras horas. Durante el día no avanzaba su enfermedad, pero cada
mañana amanecía lívida, en síncope casi. Parecía que únicamente de noche se le fuera la
vida en nuevas alas de sangre. Tenía siempre al despertar la sensación de estar desplomada
en la cama con un millón de kilos encima. Desde el tercer día este hundimiento no la
abandonó más. Apenas podía mover la cabeza. No quiso que le tocaran la cama, ni aún que
le arreglaran el almohadón. Sus terrores crepusculares avanzaron en forma de monstruos
que se arrastraban hasta la cama y trepaban dificultosamente por la colcha.
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©Oscar Pizarro González 2011
Perdió luego el conocimiento. Los dos días finales deliró sin cesar a media voz. Las
luces continuaban fúnebremente encendidas en el dormitorio y la sala. En el silencio
agónico de la casa, no se oía más que el delirio monótono que salía de la cama, y el rumor
ahogado de los eternos pasos de Jordán.
Alicia murió, por fin. La sirvienta, que entró después a deshacer la cama, sola ya,
miró un rato extrañada el almohadón.
-¡Señor! -llamó a Jordán en voz baja-. En el almohadón hay manchas que parecen
de sangre.
Jordán se acercó rápidamente Y se dobló a su vez. Efectivamente, sobre la funda, a
ambos lados del hueco que había dejado la cabeza de Alicia, se veían manchitas oscuras.
-Parecen picaduras -murmuró la sirvienta después de un rato de inmóvil
observación.
-Levántelo a la luz -le dijo Jordán.
La sirvienta lo levantó, pero enseguida lo dejó caer, y se quedó mirando a aquél,
lívida y temblando. Sin saber por qué, Jordán sintió que los cabellos se le erizaban.
-¿Qué hay? -murmuró con la voz ronca.
-Pesa mucho -articuló la sirvienta, sin dejar de temblar.
Jordán lo levantó; pesaba extraordinariamente. Salieron con él, y sobre la mesa del
comedor Jordán cortó funda y envoltura de un tajo. Las plumas superiores volaron, y la
sirvienta dio un grito de horror con toda la boca abierta, llevándose las manos crispadas a
los bandós. Sobre el fondo, entre las plumas, moviendo lentamente las patas velludas, había
un animal monstruoso, una bola viviente y viscosa. Estaba tan hinchado que apenas se le
pronunciaba la boca.
Noche a noche, desde que Alicia había caído en cama, había aplicado sigilosamente
su boca -su trompa, mejor dicho- a las sienes de aquélla, chupándole la sangre. La picadura
era casi imperceptible. La remoción diaria del almohadón había impedido sin duda su
desarrollo, pero desde que la joven no pudo moverse, la succión fue vertiginosa. En cinco
días, en cinco noches, había vaciado a Alicia.
Estos parásitos de las aves, diminutos en el medio habitual, llegan a adquirir en
ciertas condiciones proporciones enormes. La sangre humana parece serles particularmente
favorable, y no es raro hallarlos en los almohadones de pluma.
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La gallina degollada
Horacio Quiroga
Todo el día, sentados en el patio en un banco, estaban los cuatro hijos idiotas del
matrimonio Mazzini-Ferraz. Tenían la lengua entre los labios, los ojos estúpidos y volvían
la cabeza con la boca abierta.
El patio era de tierra, cerrado al oeste por un cerco de ladrillos. El banco quedaba
paralelo a él, a cinco metros, y allí se mantenían inmóviles, fijos los ojos en los ladrillos.
Como el sol se ocultaba tras el cerco, al declinar los idiotas tenían fiesta. La luz
enceguecedora llamaba su atención al principio, poco a poco sus ojos se animaban; se reían
al fin estrepitosamente, congestionados por la misma hilaridad ansiosa, mirando el sol con
alegría bestial, como si fuera comida.
Otras veces, alineados en el banco, zumbaban horas enteras, imitando al tranvía
eléctrico. Los ruidos fuertes sacudían asimismo su inercia, y corrían entonces, mordiéndose
la lengua y mugiendo, alrededor del patio. Pero casi siempre estaban apagados en un
sombrío letargo de idiotismo, y pasaban todo el día sentados en su banco, con las piernas
colgantes y quietas, empapando de glutinosa saliva el pantalón.
El mayor tenía doce años, y el menor ocho. En todo su aspecto sucio y desvalido se
notaba la falta absoluta de un poco de cuidado maternal.
Esos cuatro idiotas, sin embargo, habían sido un día el encanto de sus padres. A los
tres meses de casados, Mazzini y Berta orientaron su estrecho amor de marido y mujer, y
mujer y marido, hacia un porvenir mucho más vital: un hijo: ¿Qué mayor dicha para dos
enamorados que esa honrada consagración de su cariño, libertado ya del vil egoísmo de un
mutuo amor sin fin ninguno y, lo que es peor para el amor mismo, sin esperanzas posibles
de renovación?
Así lo sintieron Mazzini y Berta, y cuando el hijo llegó, a los catorce meses de
matrimonio, creyeron cumplida su felicidad. La criatura creció bella y radiante, hasta que
tuvo año y medio. Pero en el vigésimo mes sacudiéronlo una noche convulsiones terribles,
y a la mañana siguiente no conocía más a sus padres. El médico lo examinó con esa
atención profesional que está visiblemente buscando las causas del mal en las enfermedades
de los padres.
Después de algunos días los miembros paralizados recobraron el movimiento; pero
la inteligencia, el alma, aun el instinto, se habían ido del todo; había quedado
profundamente idiota, baboso, colgante, muerto para siempre sobre las rodillas de su
madre.
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©Oscar Pizarro González 2011
—¡Hijo, mi hijo querido! —sollozaba ésta, sobre aquella espantosa ruina de su
primogénito.
El padre, desolado, acompañó al médico afuera.
—A usted se le puede decir; creo que es un caso perdido. Podrá mejorar, educarse
en todo lo que le permita su idiotismo, pero no más allá.
—¡Sí!... ¡Sí! —asentía Mazzini—. Pero dígame: ¿Usted cree que es herencia, que?...
—En cuanto a la herencia paterna, ya le dije lo que creía cuando vi a su hijo.
Respecto a la madre, hay allí un pulmón que no sopla bien. No veo nada más, pero hay un
soplo un poco rudo. Hágala examinar bien.
Con el alma destrozada de remordimiento, Mazzini redobló el amor a su hijo, el
pequeño idiota que pagaba los excesos del abuelo. Tuvo asimismo que consolar, sostener
sin tregua a Berta, herida en lo más profundo por aquel fracaso de su joven maternidad.
Como es natural, el matrimonio puso todo su amor en la esperanza de otro hijo.
Nació éste, y su salud y limpidez de risa reencendieron el porvenir extinguido. Pero a los
dieciocho meses las convulsiones del primogénito se repetían, y al día siguiente amanecía
idiota.
Esta vez los padres cayeron en honda desesperación. ¡Luego su sangre, su amor
estaban malditos! ¡Su amor, sobre todo! Veintiocho años él, veintidós ella, y toda su
apasionada ternura no alcanzaba a crear un átomo de vida normal. Ya no pedían más
belleza e inteligencia como en el primogénito; ¡pero un hijo, un hijo como todos!
Del nuevo desastre brotaron nuevas llamaradas del dolorido amor, un loco anhelo de
redimir de una vez para siempre la santidad de su ternura. Sobrevinieron mellizos, y punto
por punto repitióse el proceso de los dos mayores.
Mas, por encima de su inmensa amargura, quedaba a Mazzini y Berta gran
compasión por sus cuatro hijos. Hubo que arrancar del limbo de la más honda animalidad,
no ya sus almas, sino el instinto mismo abolido. No sabían deglutir, cambiar de sitio, ni aun
sentarse. Aprendieron al fin a caminar, pero chocaban contra todo, por no darse cuenta de
los obstáculos. Cuando los lavaban mugían hasta inyectarse de sangre el rostro.
Animábanse sólo al comer, o cuando veían colores brillantes u oían truenos. Se reían
entonces, echando afuera lengua y ríos de baba, radiantes de frenesí bestial. Tenían, en
cambio, cierta facultad imitativa; pero no se pudo obtener nada más. Con los mellizos
pareció haber concluido la aterradora descendencia. Pero pasados tres años desearon de
nuevo ardientemente otro hijo, confiando en que el largo tiempo transcurrido hubiera
aplacado a la fatalidad.
202
©Oscar Pizarro González 2011
No satisfacían sus esperanzas. Y en ese ardiente anhelo que se exasperaba, en razón
de su infructuosidad, se agriaron. Hasta ese momento cada cual había tomado sobre sí la
parte que le correspondía en la miseria de sus hijos; pero la desesperanza de redención ante
las cuatro bestias que habían nacido de ellos, echó afuera esa imperiosa necesidad de culpar
a los otros, que es patrimonio específico de los corazones inferiores.
Iniciáronse con el cambio de pronombre: tus hijos. Y como a más del insulto había
la insidia, la atmósfera se cargaba.
—Me parece —díjole una noche Mazzini, que acababa de entrar y se lavaba las
manos—que podrías tener más limpios a los muchachos.
Berta continuó leyendo como si no hubiera oído.
—Es la primera vez —repuso al rato— que te veo inquietarte por el estado de tus
hijos.
Mazzini volvió un poco la cara a ella con una sonrisa forzada:
—De nuestros hijos, ¿me parece?
—Bueno; de nuestros hijos. ¿Te gusta así? —alzó ella los ojos.
Esta vez Mazzini se expresó claramente:
—¿Creo que no vas a decir que yo tenga la culpa, no?
—¡Ah, no! —se sonrió Berta, muy pálida— ¡pero yo tampoco, supongo!... ¡No
faltaba más!... —murmuró.
—¿Qué, no faltaba más?
—¡Que si alguien tiene la culpa, no soy yo, entiéndelo bien! Eso es lo que te quería
decir.
Su marido la miró un momento, con brutal deseo de insultarla.
—¡Dejemos! —articuló, secándose por fin las manos.
—Como quieras; pero si quieres decir...
—¡Berta!
—¡Como quieras!
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©Oscar Pizarro González 2011
Este fue el primer choque y le sucedieron otros. Pero en las inevitables
reconciliaciones, sus almas se unían con doble arrebato y locura por otro hijo.
Nació así una niña. Vivieron dos años con la angustia a flor de alma, esperando
siempre otro desastre. Nada acaeció, sin embargo, y los padres pusieron en ella toda su
complaciencia, que la pequeña llevaba a los más extremos límites del mimo y la mala
crianza.
Si aún en los últimos tiempos Berta cuidaba siempre de sus hijos, al nacer Bertita
olvidóse casi del todo de los otros. Su solo recuerdo la horrorizaba, como algo atroz que la
hubieran obligado a cometer. A Mazzini, bien que en menor grado, pasábale lo mismo.
No por eso la paz había llegado a sus almas. La menor indisposición de su hija
echaba ahora afuera, con el terror de perderla, los rencores de su descendencia podrida.
Habían acumulado hiel sobrado tiempo para que el vaso no quedara distendido, y al menor
contacto el veneno se vertía afuera. Desde el primer disgusto emponzoñado habíanse
perdido el respeto; y si hay algo a que el hombre se siente arrastrado con cruel fruición, es,
cuando ya se comenzó, a humillar del todo a una persona. Antes se contenían por la mutua
falta de éxito; ahora que éste había llegado, cada cual, atribuyéndolo a sí mismo, sentía
mayor la infamia de los cuatro engendros que el otro habíale forzado a crear.
Con estos sentimientos, no hubo ya para los cuatro hijos mayores afecto posible. La
sirvienta los vestía, les daba de comer, los acostaba, con visible brutalidad. No los lavaban
casi nunca. Pasaban casi todo el día sentados frente al cerco, abandonados de toda remota
caricia.
De este modo Bertita cumplió cuatro años, y esa noche, resultado de las golosinas
que era a los padres absolutamente imposible negarle, la criatura tuvo algún escalofrío y
fiebre. Y el temor a verla morir o quedar idiota, tornó a reabrir la eterna llaga.
Hacía tres horas que no hablaban, y el motivo fue, como casi siempre, los fuertes
pasos de Mazzini.
—¡Mi Dios! ¿No puedes caminar más despacio? ¿Cuántas veces?. . .
—Bueno, es que me olvido; ¡se acabó! No lo hago a propósito.
Ella se sonrió, desdeñosa: —¡No, no te creo tanto!
—Ni yo, jamás, te hubiera creído tanto a ti. . . ¡tisiquilla!
—¡Qué! ¿Qué dijiste?...
—¡Nada!
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—¡Sí, te oí algo! Mira: ¡no sé lo que dijiste; pero te juro que prefiero cualquier cosa
a tener un padre como el que has tenido tú!
Mazzini se puso pálido.
—¡Al fin! —murmuró con los dientes apretados—. ¡Al fin, víbora, has dicho lo que
querías!
—¡Sí, víbora, sí! Pero yo he tenido padres sanos, ¿oyes?, ¡sanos! ¡Mi padre no ha
muerto de delirio! ¡Yo hubiera tenido hijos como los de todo el mundo! ¡Esos son hijos
tuyos, los cuatro tuyos!
Mazzini explotó a su vez.
—¡Víbora tísica! ¡eso es lo que te dije, lo que te quiero decir! ¡Pregúntale,
pregúntale al médico quién tiene la mayor culpa de la meningitis de tus hijos: mi padre o tu
pulmón picado, víbora!
Continuaron cada vez con mayor violencia, hasta que un gemido de Bertita selló
instantáneamente sus bocas. A la una de la mañana la ligera indigestión había desaparecido,
y como pasa fatalmente con todos los matrimonios jóvenes que se han amado intensamente
una vez siquiera, la reconciliación llegó, tanto más efusiva cuanto hirientes fueran los
agravios.
Amaneció un espléndido día, y mientras Berta se levantaba escupió sangre. Las
emociones y mala noche pasada tenían, sin duda, gran culpa. Mazzini la retuvo abrazada
largo rato, y ella lloró desesperadamente, pero sin que ninguno se atreviera a decir una
palabra.
A las diez decidieron salir, después de almorzar. Como apenas tenían tiempo,
ordenaron a la sirvienta que matara una gallina.
El día radiante había arrancado a los idiotas de su banco. De modo que mientras la
sirvienta degollaba en la cocina al animal, desangrándolo con parsimonia (Berta había
aprendido de su madre este buen modo de conservar frescura a la carne), creyó sentir algo
como respiración tras ella. Volvióse, y vio a los cuatro idiotas, con los hombros pegados
uno a otro, mirando estupefactos la operación... Rojo... rojo...
—¡Señora! Los niños están aquí, en la cocina.
Berta llegó; no quería que jamás pisaran allí. ¡Y ni aun en esas horas de pleno
perdón, olvido y felicidad reconquistada, podía evitarse esa horrible visión! Porque,
naturalmente, cuando más intensos eran los raptos de amor a su marido e hija, más irritado
era su humor con los monstruos.
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—¡Que salgan, María! ¡Échelos! ¡Échelos, le digo!
Las cuatro pobres bestias, sacudidas, brutalmente empujadas, fueron a dar a su
banco.
Después de almorzar, salieron todos. La sirvienta fue a Buenos Aires, y el
matrimonio a pasear por las quintas. Al bajar el sol volvieron;, pero Berta quiso saludar un
momento a sus vecinas de enfrente. Su hija escapóse enseguida a casa.
Entretanto los idiotas no se habían movido en todo el día de su banco. El sol había
traspuesto ya el cerco, comenzaba a hundirse, y ellos continuaban mirando los ladrillos,
más inertes que nunca.
De pronto, algo se interpuso entre su mirada y el cerco. Su hermana, cansada de
cinco horas paternales, quería observar por su cuenta. Detenida al pie del cerco, miraba
pensativa la cresta. Quería trepar, eso no ofrecía duda. Al fin decidióse por una silla
desfondada, pero faltaba aún. Recurrió entonces a un cajón de kerosene, y su instinto
topográfico hízole colocar vertical el mueble, con lo cual triunfó.
Los cuatro idiotas, la mirada indiferente, vieron cómo su hermana lograba
pacientemente dominar el equilibrio , y cómo en puntas de pie apoyaba la garganta sobre la
cresta del cerco, entre sus manos tirantes. Viéronla mirar a todos lados, y buscar apoyo con
el pie para alzarse más.
Pero la mirada de los idiotas se había animado; una misma luz insistente estaba fija
en sus pupilas. No apartaban los ojos de su hermana, mientras creciente sensación de gula
bestial iba cambiando cada línea de sus rostros. Lentamente avanzaron hacia el cerco. La
pequeña, que habiendo logrado calzar el pie, iba ya a montar a horcajadas y a caerse del
otro lado, seguramente, sintióse cogida de la pierna. Debajo de ella, los ocho ojos clavados
en los suyos le dieron miedo.
—¡Soltáme! ¡Déjame! —gritó sacudiendo la pierna. Pero fue atraída.
—¡Mamá! ¡Ay, mamá! ¡Mamá, papá! —lloró imperiosamente. Trató aún de
sujetarse del borde, pero sintióse arrancada y cayó.
—Mamá, ¡ay! Ma. . . —No pudo gritar más. Uno de ellos le apretó el cuello,
apartando los bucles como si fueran plumas, y los otros la arrastraron de una sola pierna
hasta la cocina, donde esa mañana se había desangrado a la gallina, bien sujeta,
arrancándole la vida segundo por segundo.
Mazzini, en la casa de enfrente, creyó oír la voz de su hija.
—Me parece que te llama—le dijo a Berta.
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©Oscar Pizarro González 2011
Prestaron oído, inquietos, pero no oyeron más. Con todo, un momento después se
despidieron, y mientras Bertita a dejar su sombrero, Mazzini avanzó en el patio.
—¡Bertita!
Nadie respondió.
—¡Bertita! —alzó más la voz, ya alterada.
Y el silencio fue tan fúnebre para su corazón siempre aterrado, que la espalda se le
heló de horrible presentimiento.
—¡Mi hija, mi hija! —corrió ya desesperado hacia el fondo. Pero al pasar frente a la
cocina vio en el piso un mar de sangre. Empujó violentamente la puerta entornada, y lanzó
un grito de horror.
Berta, que ya se había lanzado corriendo a su vez al oír el angustioso llamado del
padre, oyó el grito y respondió con otro. Pero al precipitarse en la cocina, Mazzini, lívido
como la muerte, se interpuso, conteniéndola:
—¡No entres! ¡No entres!
Berta alcanzó a ver el piso inundado de sangre. Sólo pudo echar sus brazos sobre la
cabeza y hundirse a lo largo de él con un ronco suspiro.
Más allá
Horacio Quiroga
Yo estaba desesperada -dijo la voz-. Mis padres se oponían rotundamente a que
tuviera amores con él, y habían llegado a ser muy crueles conmigo. Los últimos días no me
dejaban ni asomarme a la puerta. Antes, lo veía siquiera un instante parado en la esquina,
aguardándome desde la mañana. ¡Después, ni siquiera eso!
Yo le había dicho a mamá la semana antes:
-¿Pero qué le hallan tú y papá, por Dios, para torturarnos así? ¿Tienen algo que
decir de él? ¿Por qué se han opuesto ustedes, como si fuera indigno de pisar esta casa, a que
me visite?
Mamá, sin responderme, me hizo salir. Papá, que entraba en ese momento, me
detuvo del brazo, y enterado por mamá de lo que yo había dicho, me empujó del hombro
afuera, lanzándome de atrás:
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©Oscar Pizarro González 2011
-Tu madre se equivoca; lo que ha querido decir es que ella y yo -¿lo oyes bien?-
preferimos verte muerta antes que en los brazos de ese hombre. Y ni una palabra más sobre
esto.
Esto dijo papá.
-Muy bien -le respondí volviéndome, más pálida, creo, que el mantel mismo-: nunca
más les volveré a hablar de él.
Y entré en mi cuarto despacio y profundamente asombrada de sentirme caminar y
de ver lo que veía, porque en ese instante había decidido morir.
¡Morir! ¡Descansar en la muerte de ese infierno de todos los días, sabiendo que él
estaba a dos pasos esperando verme y sufriendo más que yo! Porque papá jamás consentiría
en que me casara con Luis. ¿Qué le hallaba?, me pregunto todavía. ¿Que era pobre?
Nosotros lo éramos tanto como él.
¡Oh! La terquedad de papá yo la conocía, como la había conocido mamá.
-Muerta mil veces -decía él- antes que darla a ese hombre.
Pero él, papá, ¿qué me daba en cambio, si no era la desgracia de amar con todo mi
ser sabiéndome amada, y condenada a no asomarme siquiera a la puerta para verlo un
instante?
Morir era preferible, sí, morir juntos.
Yo sabía que él era capaz de matarse; pero yo, que sola no hallaba fuerzas para
cumplir mi destino, sentía que una vez a su lado preferiría mil veces la muerte juntos, a la
desesperación de no volverlo a ver más.
Le escribí una carta, dispuesta a todo. Una semana después nos hallábamos en el
sitio convenido, y ocupábamos una pieza del mismo hotel.
No puedo decir que me sentía orgullosa de lo que iba a hacer, ni tampoco feliz de
morir. Era algo más fatal, más frenético, más sin remisión, como si desde el fondo del
pasado mis abuelos, mis bisabuelos, mi infancia misma, mi primera comunión, mis
ensueños, como si todo esto no hubiera tenido otra finalidad que impulsarme al suicidio.
No nos sentíamos felices, vuelvo a repetirlo, de morir. Abandonábamos la vida
porque ella nos había abandonado ya, al impedirnos ser el uno del otro. En el primero, puro
y último abrazo que nos dimos sobre el lecho, vestidos y calzados como al llegar,
comprendí, marcada de dicha entre sus brazos, cuán grande hubiera sido mi felicidad de
haber llegado a ser su novia, su esposa.
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A un tiempo tomamos el veneno. En el brevísimo espacio de tiempo que media
entre recibir de su mano el vaso y llevarlo a la boca, aquellas mismas fuerzas de los abuelos
que me precipitaban a morir se asomaron de golpe al borde de mi destino a contenerme...
¡tarde ya! Bruscamente, todos los ruidos de la calle, de la ciudad misma, cesaron.
Retrocedieron vertiginosamente ante mí, dejando en su hueco un sitio enorme, como si
hasta ese instante el ámbito hubiera estado lleno de mil gritos conocidos.
Permanecí dos segundos más inmóvil, con los ojos abiertos. Y de pronto me
estreché convulsivamente a él, libre por fin de mi espantosa soledad.
¡Sí, estaba con él; e íbamos a morir dentro de un instante!
El veneno era atroz, y Luis inició él primero el paso que nos llevaba juntos
abrazados a la tumba.
-Perdóname -me dijo oprimiéndome todavía la cabeza contra su cuello-. Te amo
tanto que te llevo conmigo.
-Y yo te amo -le respondí-, y muero contigo.
No pude hablar más. ¿Pero qué ruido de pasos, qué voces venían del corredor a
contemplar nuestra agonía? ¿Que golpes frenéticos resonaban en la puerta misma?
-Me han seguido y nos vienen a separar... -murmuré aún-. Pero yo soy toda tuya.
Al concluir, me di cuenta de que yo había pronunciado esas palabras mentalmente
pues en ese momento perdía el conocimiento.
***
Cuando volví en mí tuve la impresión de que iba a caer si no buscaba donde
apoyarme. Me sentía leve y tan descansada, que hasta la dulzura de abrir los ojos me fue
sensible. Yo estaba de pie, en el mismo cuarto del hotel, recostada casi a la pared del fondo.
Y allá, junto a la cama, estaba mi madre desesperada.
¿Me habían salvado, pues? Volví la vista a todos lados, y junto al velador, de pie
como yo, lo vi a él, a Luis, que acabada de distinguirme a su vez y venía sonriendo a mi
encuentro. Fuimos rectamente uno hacia el otro, a pesar de la gran cantidad de personas que
rodeaban el lecho, y nada nos dijimos, pues nuestros ojos expresaban toda la felicidad de
habernos encontrado.
Al verlo, diáfano y visible a través de todo y de todos, acababa de comprender que
yo estaba como él: muerta.
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Habíamos muerto, a pesar de mi temor de ser salvada cuando perdí el conocimiento.
Habíamos perdido algo más, por dicha... Y allí, en la cama, mi madre desesperada me
sacudía a gritos mientras el mozo del hotel apartaba de mi cabeza los brazos de mi amado.
Alejados al fondo, con las manos unidas, Luis y yo veíamos todo en una perspectiva
nítida, pero remotamente fría y sin pasión. A tres pasos, sin duda, estábamos nosotros,
muertos por suicidio, rodeados por la desolación de mis parientes, del dueño del hotel y por
el vaivén de los policías. ¿Qué nos importaba eso?
-¡Amada mía!...-me decía Luis-. ¡A qué poco precio hemos comprado esta felicidad
de ahora!
-Y yo -le respondí- te amaré siempre como te amé antes. Y no nos separaremos más,
¿verdad?
-¡Oh, no!... Ya lo hemos probado.
-¿E irás todas las noches a visitarme?
Mientras cambiábamos así nuestras promesas oíamos los alaridos de mamá que
debían ser violentos, pero que nos llegaban con una sonoridad inerte y sin eco, como si no
pudieran traspasar en más de un metro el ambiente que rodeaba a mamá.
Volvimos de nuevo la vista a la agitación de la pieza. Llevaban por fin nuestros
cadáveres, y debía de haber transcurrido un largo tiempo desde nuestra muerte, pues
pudimos notar que tanto Luis como yo teníamos ya las articulaciones muy duras y los
dedos muy rígidos.
Nuestros cadáveres... ¿Dónde pasaba eso? ¿En verdad había habido algo de nuestra
vida, nuestra ternura, en aquellos dos pesadísimos cuerpos que bajaban por las escaleras,
amenazando hacer rodar a todos con ellos?
¡Muertos! ¡Qué absurdo! Lo que había vivido en nosotros, más fuerte que la vida
misma, continuaba viviendo con todas las esperanzas de un eterno amor. Antes... no había
podido asomarme siquiera a la puerta para verlo; ahora hablaría regularmente con él, pues
iría a casa como novio mío.
-¿Desde cuándo irás a visitarme? -le pregunté.
-Mañana -repuso él-. Dejemos pasar hoy.
-¿Por qué mañana? -pregunté angustiada-. ¿No es lo mismo hoy? ¡Ven esta noche,
Luis! ¡Tengo tantos deseos de estar a solas contigo en la sala!
-¡Y yo! ¿A las nueve, entonces?
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-Sí. Hasta luego, amor mío...
Y nos separamos. Volví a casa lentamente, feliz y desahogada como si regresara de
la primera cita de amor que se repetiría esa noche.
***
A las nueve en punto corría a la puerta de calle y recibí yo misma a mi novio. ¡Él en
casa, de visita!
-¿Sabes que la sala está llena de gente? -le dije-. Pero no nos incomodarán
-Claro que no... ¿Estás tú allí?
-Sí.
-¿Muy desfigurada?
-No mucho, ¿creerás? ¡Ven, vamos a ver!
Entramos en la sala. A pesar de la lividez de mis sienes, de las aletas de la nariz
muy tensas y las ventanillas muy negras, mi rostro era casi el mismo que Luis esperaba ver
durante horas y horas desde la esquina.
-Estás muy parecida -dijo él.
-¿Verdad? -le respondí yo, contenta. Y nos olvidamos en seguida de todo,
arrullándonos.
Por ratos, sin embargo, suspendíamos nuestra conversación y mirábamos con
curiosidad el entrar y salir de las gentes. En uno de esos momentos llamé la atención de
Luis.
-¡Mira! -le dije-. ¿Qué pasará?
En efecto, la agitación de las gentes, muy viva desde unos minutos antes, se
acentuaba con la entrada en la sala de un nuevo ataúd. Nuevas personas, no vistas aún allí,
lo acompañaban.
-Soy yo -dijo Luis con ligera sorpresa-. Vienen también mis hermanas
-¡Mira, Luis! -observé yo-. Ponen nuestros cadáveres en el mismo cajón ... Como
estábamos al morir.
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-Como debíamos estar siempre -agregó él-. Y fijando los ojos por largo rato en el
rostro excavado de dolor de sus hermanas:
-Pobres chicas... -murmuró con grave ternura. Yo me estreché a él, ganada a mi vez
por el homenaje tardío, pero sangriento de expiación, que venciendo quién sabe qué
dificultades, nos hacían mis padres enterrándonos juntos.
Enterrándonos... ¡Qué locura! Los amantes que se han suicidado sobre una cama de
hotel, puros de cuerpo y alma, viven siempre. Nada nos ligaba a aquellos dos fríos y duros
cuerpos, ya sin nombre, en que la vida se había roto de dolor. Y a pesar de todo, sin
embargo, nos habían sido demasiado queridos en otra existencia para que no depusiéramos
una larga mirada llena de recuerdos sobre aquellos dos cadavéricos fantasmas de un amor.
-También ellos -dijo mi amado- estarán eternamente juntos.
-Pero yo estoy contigo -murmuré yo, alzando a él mis ojos, feliz.
Y nos olvidamos otra vez de todo.
***
Durante tres meses -prosiguió la voz- viví en plena dicha. Mi novio me visitaba dos
veces por semana. Llegaba a las nueve en punto, sin que una sola noche se hubiera
retrasado un solo segundo, y sin que una sola vez hubiera yo dejado de ir a recibirlo a la
puerta. Para retirarse no siempre observaba mi novio igual puntualidad. Las once y media,
aun las doce sonaron a veces, sin que él se decidiera a soltarme las manos, y sin que lograra
yo arrancar mi mirada de la suya. Se iba por fin, y yo quedaba dichosamente rendida,
paseándome por la sala con la cara apoyada en la palma de la mano.
Durante el día acortaba las horas pensando en él. Iba y venía de un cuarto a otro,
asistiendo sin interés alguno al movimiento de mi familia, aunque alguna vez me detuve en
la puerta del comedor a contemplar el hosco dolor de mamá, que rompía a veces en
desesperados sollozos ante el sitio vacío de la mesa donde se había sentado su hija menor.
Yo vivía -sobrevivía-, lo he repetido, por el amor y para el amor. Fuera de él, de mi
amado, de la presencia de su recuerdo, todo actuaba para mí en un mundo aparte. Y aun
encontrándome inmediata a mi familia, entre ella y yo se abría un abismo invisible y
transparente, que nos separaba a mil leguas.
Salíamos también de noche, Luis y yo, como novios oficiales que éramos. No existe
paseo que no hayamos recorrido juntos, ni crepúsculo en que no hayamos deslizado nuestro
idilio. De noche, cuando había luna y la temperatura era dulce, gustábamos de extender
nuestros paseos hasta las afueras de la ciudad, donde nos sentíamos más libres, más puros y
más amantes.
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©Oscar Pizarro González 2011
Una de esas noches, como nuestros pasos nos hubieran llevado a la vista del
cementerio, sentimos curiosidad de ver el sitio en que yacía bajo tierra lo que habíamos
sido. Entramos en el vasto recinto y nos detuvimos ante un trozo de tierra sombría, donde
brillaba una lápida de mármol. Ostentaba nuestros dos solos nombres, y debajo la fecha de
nuestra muerte; nada más.
-Como recuerdo de nosotros -observó Luis- no puede ser más breve. Así y todo -
añadió después de una pausa-, encierra más lágrimas y remordimientos que muchos largos
epitafios.
Dijo, y quedamos otra vez callados.
Acaso en aquel sitio y a aquella hora, para quien nos observara hubiéramos dado la
impresión de ser fuegos fatuos. Pero mi novio y yo sabíamos bien que lo fatuo y sin
redención eran aquellos dos espectros de un doble suicidio encerrados a nuestros pies, y la
realidad, la vida depurada de errores, elévase pura y sublimada en nosotros como dos
llamas de un mismo amor.
Nos alejamos de allí, dichosos y sin recuerdos, a pasear por la carretera blanca
nuestra felicidad sin nubes.
Ellas llegaron, sin embargo. Aislados del mundo y de toda impresión extraña, sin
otro fin ni otro pensamiento que vernos para volvernos a ver, nuestro amor ascendía, no
diré sobrenaturalmente, pero sí con la pasión en que debió abrasarnos nuestro noviazgo, de
haberlo conseguido en la otra vida. Comenzamos a sentir ambos una melancolía muy dulce
cuando estábamos juntos, y muy triste cuando nos hallábamos separados. He olvidado decir
que mi novio me visitaba entonces todas las noches; pero pasábamos casi todo el tiempo sin
hablar, como si ya nuestras frases de cariño no tuvieran valor alguno para expresar lo que
sentíamos. Cada vez se retiraba él más tarde, cuando ya en casa todos dormían, y cada vez,
al irse, acortábamos más la despedida.
Salíamos y retornábamos mudos, porque yo sabía bien que lo que él pudiera
decirme no respondía a su pensamiento, y él estaba seguro de que yo le contestaría
cualquier cosa, para evitar mirarlo.
Una noche en que nuestro desasosiego había llegado a un límite angustioso, Luis se
despidió de mí más tarde que de costumbre. Y al tenderme sus dos manos, y entregarle yo
las mías heladas, leí en sus ojos, con una transparencia intolerable, lo que pasaba por
nosotros. Me puse pálida como la muerte misma; y como sus manos no soltaran las mías:
-¡Luis! -murmuré espantada, sintiendo que mi vida incorpórea buscaba
desesperadamente apoyo, como en otra circunstancia. Él comprendió lo horrible de nuestra
situación, porque soltándome las manos, con un valor de que ahora me doy cuenta, sus ojos
recobraron la clara ternura de otras veces.
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-Hasta mañana, amada mía -me dijo sonriendo.
-Hasta mañana, amor -murmuré yo, palideciendo todavía más al decir esto.
Porque en ese instante acababa de comprender que no podría pronunciar esta
palabra nunca más.
Luis volvió a la noche siguiente; salimos juntos, hablamos, hablamos como nunca
antes lo habíamos hecho, y como lo hicimos en las noches subsiguientes. Todo en vano: no
podíamos mirarnos ya. Nos despedíamos brevemente, sin darnos la mano, alejados a un
metro uno del otro.
¡Ah! Preferible era...
La última noche, mi novio cayó de pronto ante mí y apoyó su cabeza en mis
rodillas.
-Mi amor -murmuró.
-¡Cállate! -dije yo.
-Amor mío -recomenzó él.
-¡Luis! ¡Cállate! -lancé yo, aterrada-. Si repites eso otra vez ...
Su cabeza se alzó, y nuestros ojos de espectros -¡es horrible decir esto!- se
encontraron por primera vez desde muchos días atrás.
-¿Qué? -preguntó Luis-. ¿Qué pasa si repito?
-Tú lo sabes bien -respondí yo.
-¡Dímelo!
-¡Lo sabes! ¡Me muero!
Durante quince segundos nuestras miradas quedaron ligadas con tremenda fijeza. En
ese tiempo pasaron por ellas, corriendo como por el hilo del destino, infinitas historias de
amor, truncas, reanudadas, rotas, redivivas, vencidas y hundidas finalmente en el pavor de
lo imposible.
-Me muero... -torné a murmurar, respondiendo con ello a su mirada. Él lo
comprendió también, pues hundiendo de nuevo la frente en mis rodillas, alzó la voz al largo
rato.
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-No nos queda sino una cosa que hacer... -dijo.
-Eso pienso -repuse yo.
-¿Me comprendes? -insistió Luis.
-Sí, te comprendo -contesté, deponiendo sobre su cabeza mis manos para que me
dejara incorporarme. Y sin volvernos a mirar nos encaminamos al cementerio.
¡Ah! ¡No se juega al amor, a los novios, cuando se quemó en un suicidio la boca que
podía besar! ¡No se juega a la vida, a la pasión sollozante, cuando desde el fondo de un
ataúd dos espectros sustanciales nos piden cuenta de nuestro remedo y nuestra falsedad!
¡Amor! ¡Palabra ya impronunciable, si se la trocó por una copa de cianuro al goce de morir!
¡Sustancia del ideal, sensación de la dicha, y que solamente es posible recordar y llorar,
cuando lo que se posee bajo los labios y se estrecha en los brazos no es más que el espectro
de un amor!
Ese beso nos cuesta la vida -concluye la voz-, y lo sabemos. Cuando se ha muerto
una vez de amor, se debe morir de nuevo. Hace un rato, al recogerme Luis a sí, hubiera
dado el alma por poder ser besada. Dentro de un instante me besará, y lo que en nosotros
fue sublime e insostenible niebla de ficción, descenderá, se desvanecerá al contacto
sustancial y siempre fiel de nuestros restos mortales.
Ignoro lo que nos espera más allá. Pero si nuestro amor fue un día capaz de elevarse
sobre nuestros cuerpos envenenados, y logró vivir tres meses en la alucinación de un idilio,
tal vez ellos, urna primitiva y esencial de ese amor, hayan resistido a las contingencias
vulgares, y nos aguarden.
De pie sobre la lápida, Luis y yo nos miramos larga y libremente ya. Sus brazos
ciñen mi cintura, su boca busca mi boca, y yo le entrego la mía con una pasión tal, que me
desvanezco...
El vaso de leche
Manuel Rojas
Afirmado en la barandilla de estribor, el marinero parecía esperar a alguien. Tenía
en la mano izquierda un envoltorio de papel blanco, manchado de grasa en varias partes.
Con la otra mano atendía la pipa.
Entre unos vagones apareció un joven delgado; se detuvo un instante, miró hacia el
mar y avanzó después, caminando por la orilla del muelle con las manos en los bolsillos,
distraído o pensando.
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Cuando pasó frente al barco, el marinero le gritó en inglés:
-I say; look here! (¡Oiga, mire!)
El joven levantó la cabeza y, sin detenerse, contestó en el mismo idioma:
-Hallow! What? (¡Hola! ¡Qué?)
-Are you hungry? (¿Tiene hambre?)
Hubo un breve silencio, durante el cual el joven pareció reflexionar y hasta dio un
paso más corto que los demás, como para detenerse; pero al fin dijo, mientras dirigía al
marinero una sonrisa triste:
-No, I am not hungry! Thank you, sailor. (No, no tengo hombre. Muchas gracias,
marinero.)
-Very well. (Muy bien.)
Sacose la pipa de la boca el marinero, escupió y colocándosela de nuevo entre los
labios, miró hacia otro lado. El joven, avergonzado de que su aspecto despertara
sentimientos de caridad, pareció apresurar el paso, como temiendo arrepentirse de su
negativa.
Un instante después un magnífico vagabundo, vestido inverosímilmente de harapos,
grandes zapatos rotos, larga barba rubia y ojos azules, pasó ante el marinero, y éste, sin
llamarlo previamente, le gritó:
-Are you hungry?
No había terminado aún su pregunta cuando el atorrante, mirando con ojos brillantes
el paquete que el marinero tenía en las manos, contestó apresuradamente:
-Yes, sir, I am very hungry! (Sí, señor, tengo harta hambre.)
Sonrió el marinero. El paquete voló en el aire y fue a caer entre las manos ávidas del
hambriento. Ni siquiera dio las gracias y abriendo el envoltorio calentito aún, sentose en el
suelo, restregándose las manos alegremente al contemplar su contenido. Un atorrante de
puerto puede no saber inglés, pero nunca se perdonaría no saber el suficiente como para
pedir de comer a uno que hable ese idioma.
El joven que pasara momentos antes, parado a corta distancia de allí, presenció la
escena.
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©Oscar Pizarro González 2011
Él también tenía hambre. Hacía tres días justos que no comía, tres largos días. Y
más por timidez y vergüenza que por orgullo, se resistía a pararse delante de las escalas de
los vapores, a las horas de comida, esperando de la generosidad de los marineros algún
paquete que contuviera restos de guisos y trozos de carne. No podía hacerlo, no podría
hacerlo nunca. Y cuando, como es el caso reciente, alguno le ofrecía sus sobras, las
rechazaba heroicamente, sintiendo que la negativa aumentaba su hambre.
Seis días hacía que vagaba por las callejuelas y muelles de aquel puerto. Lo había
dejado allí un vapor inglés procedente de Punta Arenas, puerto en donde había desertado de
un vapor en que servía como muchacho de capitán. Estuvo un mes allí, ayudando en sus
ocupaciones a un austriaco pescador de centollas, y en el primer barco que pasó hacia el
norte embarcose ocultamente. Lo descubrieron al día siguiente de zarpar y enviáronlo a
trabajar en las calderas. En el primer puerto grande que tocó el vapor lo desembarcaron, y
allí quedó, como un fardo sin dirección ni destinatario, sin conocer a nadie, sin un centavo
en los bolsillos y sin saber trabajar en oficio alguno. Mientras estuvo allí el vapor, pudo
comer, pero después... La ciudad enorme, que se alzaba más allá de las callejuelas llenas de
tabernas y posadas pobres, no le atraía; parecíale un lugar de esclavitud, sin aire, oscura, sin
esa grandeza amplia del mar, y entre cuyas altas paredes y calles rectas la gente vive y
muere aturdida por un tráfago angustioso.
Estaba poseído por la obsesión del mar, que tuerce las vidas más lisas y definidas
como un brazo poderoso una delgada varilla. Aunque era muy joven había hecho varios
viajes por las costas de América del Sur, en diversos vapores, desempeñando distintos
trabajos y faenas, faenas y trabajos que en tierra casi no tenían explicación.
Después que se fue el vapor anduvo, esperando del azar algo que le permitiera vivir
de algún modo mientras volvía a sus canchas familiares; pero no encontró nada. El puerto
tenía poco movimiento y en los contados vapores en que se trabajaba no lo aceptaron.
Ambulaban por allí infinidad de vagabundos de profesión; marineros sin contrata,
como él, desertados de un vapor o prófugos de algún delirio; atorrantes abandonados al
ocio, que se mantienen de no se sabe qué, mendigando o robando, pasando los días como
las cuentas de un rosario mugriento, esperando quién sabe qué extraños acontecimientos, o
no esperando nada, individuos de las razas y pueblos más exóticos y extraños, aun de
aquellos en cuya existencia no se cree hasta no haber visto un ejemplar.
*
Al día siguiente, convencido de que no podría resistir mucho más, decidió recurrir a
cualquier medio para procurarse alimentos.
Caminando, fue a dar delante de un vapor que había llegado la noche anterior y que
cargaba trigo. Una hilera de hombres marchaba, dando la vuelta, al hombro los pesados
sacos, desde los vagones, atravesando una planchada, hasta la escotilla de la bodega, donde
los estibadores recibían la carga. Estuvo un rato mirando hasta que atreviose a hablar con el
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©Oscar Pizarro González 2011
capataz, ofreciéndose. Fue aceptado y animosamente formó parte de la larga fila de
cargadores.
Durante el tiempo de la jornada trabajó bien; pero después empezó a sentirse
fatigado y le vinieron vahídos, vacilando en la planchada cuando marchaba con la carga al
hombro, viendo a sus pies la abertura formada por el costado del vapor y el murallón del
muelle, en el fondo de la cual, el mar, manchado de aceite y cubierto de desperdicios,
glogloteaba sordamente.
A la hora de almorzar hubo un breve descanso y en tanto que algunos fueron a
comer en los figones cercanos y otros comían lo que habían llevado, él se tendió en el suelo
a descansar, disimulando su hambre.
Terminó la jornada completamente agotado, cubierto de sudor, reducido ya a lo
último. Mientras los trabajadores se retiraban, se sentó en unas bolsas acechando al capataz,
y cuando se hubo marchado el último acercose a él y confuso y titubeante, aunque sin
contarle lo que le sucedía, le preguntó si podían pagarle inmediatamente o si era posible
conseguir un adelanto a cuenta de lo ganado.
Contestole el capataz que la costumbre era pagar al final del trabajo y que todavía
sería necesario trabajar el día siguiente para concluir de cargar el vapor. ¡Un día más! Por
otro lado, no adelantaban un centavo.
-Pero -le dijo-, si usted necesita, yo podría prestarle unos cuarenta centavos... No
tengo más.
Le agradeció el ofrecimiento con una sonrisa angustiosa y se fue. Le acometió
entonces una desesperación aguda. ¿Tenía hambre, hambre, hambre! Un hambre que lo
doblegaba como un latigazo; veía todo a través de una niebla azul y al andar vacilaba como
un borracho. Sin embargo, no había podido quejarse ni gritar, pues su sufrimiento era
obscuro y fatigante; no era dolor, sino angustia sorda, acabamiento; le parecía que estaba
aplastado por un gran peso. Sintió de pronto como una quemadura en las entrañas, y se
detuvo. Se fue inclinando, inclinando, doblándose forzadamente y creyó que iba a caer. En
ese instante, como si una ventana se hubiera abierto ante él, vio su casa, el paisaje que se
veía desde ella, el rostro de su madre y el de sus hermanos, todo lo que él quería y amaba
apareció y desapareció ante sus ojos cerrados por la fatiga... Después, poco a poco, cesó el
desvanecimiento y se fue enderezando, mientras la quemadura se enfriaba despacio. Por fin
se irguió, respirando profundamente. Una hora más y caería al suelo.
Apuró el paso, como huyendo de un nuevo mareo, y mientras marchaba resolvió ir a
comer a cualquier parte, sin pagar, dispuesto a que lo avergonzaran, a que le pegaran, a que
lo mandaran preso, a todo; lo importante era comer, comer, comer. Cien veces repitió
mentalmente esta palabra; comer, comer, comer, hasta que el vocablo perdió su sentido,
dejándole una impresión de vacío caliente en la cabeza.
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©Oscar Pizarro González 2011
No pensaba huir; le diría al dueño: "Señor, tenía hambre, hambre, hambre, y no
tengo con qué pagar... Haga lo que quiera".
Llegó hasta las primeras calles de la ciudad y en una de ellas encontró una lechería.
Era un negocio muy claro y limpio, lleno de mesitas con cubiertas de mármol: Detrás de un
mostrador estaba de pie una señora rubia con un delantal blanquísimo.
Eligió ese negocio. La calle era poco transitada. Habría podido comer en uno de los
figones que estaban junto al muelle, pero se encontraban llenos de gente que jugaba y
bebía.
En la lechería no había sino un cliente. Era un vejete de anteojos, que con la nariz
metida entre las hojas de un periódico, leyendo, permanecía inmóvil, como pegado a la
silla. Sobre la mesita había un vaso de leche a medio consumir. Esperó que se retirara,
paseando por la acera, sintiendo que poco a poco se le encendía en el estómago la
quemadura de antes, y esperó cinco, diez, hasta quince minutos. Se cansó y parose a un
lado de la puerta, desde donde lanzaba al viejo una miradas que parecían pedradas.
¿Qué diablos leería con tanta atención! Llegó a imaginarse que era un enemigo
suyo, quien, sabiendo sus intenciones, se hubiera propuesto entorpecerlas. Le daban ganas
de entrar y decirle algo fuerte que le obligara a marcharse, una grosería o una frase que le
indicara que no tenía derecho a permanecer una hora sentado, y leyendo, por un gasto
reducido.
Por fin el cliente terminó su lectura, o por lo menos, la interrumpió. Se bebió de un
sorbo el resto de leche que contenía el vaso, se levantó pausadamente, pagó y dirigiose a la
puerta. Salió; era un vejete encorvado, con trazas de carpintero o barnizador.
Apenas estuvo en la calle, afirmose los anteojos, metió de nuevo la nariz entre las
hojas del periódico y se fue, caminando despacito y deteniéndose cada diez pasos para leer
con más detenimiento.
Esperó que se alejara y entró. Un momento estuvo parado a la entrada, indeciso, no
sabiendo dónde sentarse; por fin eligió una mesa y dirigiose hacia ella; pero a mitad de
camino se arrepintió, retrocedió y tropezó en una silla, instalándose después en un rincón.
Acudió la señora, pasó un trapo por la cubierta de la mesa y con voz suave, en la
que se notaba un dejo de acento español, le preguntó:
-¿Qué se va a servir?
Sin mirarla, le contestó:
-Un vaso de leche.
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©Oscar Pizarro González 2011
-¿Grande?
-Sí, grande.
-¿Solo?
-¿Hay bizcochos?
-No; vainillas.
-Bueno, vainillas.
Cuando la señora se dio vuelta, él se restregó las manos sobre las rodillas,
regocijado, como quien tiene frío y va a beber algo caliente. Volvió la señora y colocó ante
él un gran vaso de leche y un platito lleno de vainillas, dirigiéndose después a su puesto
detrás del mostrador. Su primer impulso fue beberse la leche de un trago y comerse después
las vainillas, pero en seguida se arrepintió; sentía que los ojos de la mujer lo miraban con
curiosidad. No se atrevía a mirarla; le parecía que, al hacerlo, conocería su estado de ánimo
y sus propósitos vergonzosos y él tendría que levantarse e irse, sin probar lo que había
pedido.
Pausadamente tomó una vainilla, humedeciola en la leche y le dio un bocado; bebió
un sorbo de leche y sintió que la quemadura, ya encendida en su estómago, se apagaba y
deshacía. Pero, en seguida, la realidad de su situación desesperada surgió ante él y algo
apretado y caliente subió desde su corazón hasta la garganta; se dio cuenta de que iba a
sollozar, a sollozar a gritos, y aunque sabía que la señora lo estaba mirando no pudo
rechazar ni deshacer aquel nudo ardiente que le estrechaba más y más. Resistió, y mientras
resistía comió apresuradamente, como asustado, temiendo que el llanto le impidiera comer.
Cuando terminó con la leche y las vainillas se le nublaron los ojos y algo tibio rodó por su
nariz, cayendo dentro del vaso. Un terrible sollozo lo sacudió hasta los zapatos.
Afirmó la cabeza en la manos y durante mucho rato lloró, lloró con pena, con rabia,
con ganas de llorar, como si nunca hubiese llorado.
*
Inclinado estaba y llorando, cuando sintió que una mano le acariciaba la cansada
cabeza y que una voz de mujer, con un dulce acento español, le decía:
-Llore, hijo, llore...
Una nueva ola de llanto le arrasó los ojos y lloró con tanta fuerza como la primera
vez, pero ahora no angustiosamente, sino con alegría, sintiendo que una gran frescura lo
penetraba, apagando eso caliente que le había estrangulado la garganta. Mientras lloraba
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©Oscar Pizarro González 2011
pareciole que su vida y sus sentimientos se limpiaban como un vaso bajo un chorro de
agua, recobrando la claridad y firmeza de otros días.
Cuando pasó el acceso de llanto se limpió con su pañuelo los ojos y la cara, ya
tranquilo. Levantó la cabeza y miró a la señora, pero ésta no le miraba ya, miraba hacia la
calle, a un punto lejano, y su rostro estaba triste. En la mesita, ante él, había un nuevo vaso
de leche y otro platillo colmado de vainillas; comió lentamente, sin pensar en nada, como si
nada le hubiera pasado, como si estuviera en su casa y su madre fuera esa mujer que estaba
detrás del mostrador.
Cuando terminó ya había oscurecido y el negocio se iluminaba con una bombilla
eléctrica. Estuvo un rato sentado, pensando en lo que le diría a la señora al despedirse, sin
ocurrírsele nada oportuno.
Al fin se levantó y dijo simplemente:
-Muchas gracias, señora; adiós...
-Adiós, hijo... -le contestó ella.
Salió. El viento que venía del mar refrescó su cara, caliente aún por el llanto.
Caminó un rato sin dirección, tomando después por una calle que bajaba hacia los muelles.
La noche era hermosísima y grandes estrellas aparecían en el cielo de verano.
Pensó en la señora rubia que tan generosamente se había conducido e hizo
propósitos de pagarle y recompensarla de una manera digna cuando tuviera dinero; pero
estos pensamientos de gratitud se desvanecían junto con el ardor de su rostro, hasta que no
quedó ninguno, y el hecho reciente retrocedió y se perdió en los recodos de su vida pasada.
De pronto se sorprendió cantando algo en voz baja. Se irguió alegremente, pisando
con firmeza y decisión.
Llegó a la orilla del mar y anduvo de un lado para otro, elásticamente, sintiéndose
rehacer, como si sus fuerzas interiores, antes dispersas, se reunieran y amalgamaran
sólidamente.
Después la fatiga del trabajo empezó a subirle por las piernas en un lento hormigueo
y se sentó sobre un montón de bolsas.
Miró el mar. Las luces del muelle y las de los barcos se extendían por el agua en un
reguero rojizo y dorado, temblando suavemente. Se tendió de espaldas, mirando el cielo
largo rato. No tenía ganas de pensar, ni de cantar, ni de hablar. Se sentía vivir, nada más.
Hasta que se quedó dormido con el rostro vuelto hacia el mar
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Es que somos muy pobres
Juan Rulfo
Aquí todo va de mal en peor. La semana pasada se murió mi tía Jacinta, y el sábado,
cuando ya la habíamos enterrado y comenzaba a bajársenos la tristeza, comenzó a llover
como nunca. A mi papá eso le dio coraje, porque toda la cosecha de cebada estaba
asoleándose en el solar. Y el aguacero llegó de repente, en grandes olas de agua, sin darnos
tiempo ni siquiera a esconder aunque fuera un manojo; lo único que pudimos hacer, todos
los de mi casa, fue estarnos arrimados debajo del tejabán, viendo cómo el agua fría que caía
del cielo quemaba aquella cebada amarilla tan recién cortada.
Y apenas ayer, cuando mi hermana Tacha acababa de cumplir doce años, supimos
que la vaca que mi papá le regaló para el día de su santo se la había llevado el río
El río comenzó a crecer hace tres noches, a eso de la madrugada. Yo estaba muy
dormido y, sin embargo, el estruendo que traía el río al arrastrarse me hizo despertar en
seguida y pegar el brinco de la cama con mi cobija en la mano, como si hubiera creído que
se estaba derrumbando el techo de mi casa. Pero después me volví a dormir, porque
reconocí el sonido del río y porque ese sonido se fue haciendo igual hasta traerme otra vez
el sueño.
Cuando me levanté, la mañana estaba llena de nublazones y parecía que había
seguido lloviendo sin parar. Se notaba en que el ruido del río era más fuerte y se oía más
cerca. Se olía, como se huele una quemazón, el olor a podrido del agua revuelta.
A la hora en que me fui a asomar, el río ya había perdido sus orillas. Iba subiendo
poco a poco por la calle real, y estaba metiéndose a toda prisa en la casa de esa mujer que le
dicenla Tambora. El chapaleo del agua se oía al entrar por el corral y al salir en grandes
chorros por la puerta. La Tambora iba y venía caminando por lo que era ya un pedazo de
río, echando a la calle sus gallinas para que se fueran a esconder a algún lugar donde no les
llegara la corriente.
Y por el otro lado, por donde está el recodo, el río se debía de haber llevado, quién
sabe desde cuándo, el tamarindo que estaba en el solar de mi tía Jacinta, porque ahora ya no
se ve ningún tamarindo. Era el único que había en el pueblo, y por eso nomás la gente se da
cuenta de que la creciente esta que vemos es la más grande de todas las que ha bajado el río
en muchos años.
Mi hermana y yo volvimos a ir por la tarde a mirar aquel amontonadero de agua que
cada vez se hace más espesa y oscura y que pasa ya muy por encima de donde debe estar el
puente. Allí nos estuvimos horas y horas sin cansarnos viendo la cosa aquella. Después nos
subimos por la barranca, porque queríamos oír bien lo que decía la gente, pues abajo, junto
al río, hay un gran ruidazal y sólo se ven las bocas de muchos que se abren y se cierran y
como que quieren decir algo; pero no se oye nada. Por eso nos subimos por la barranca,
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©Oscar Pizarro González 2011
donde también hay gente mirando el río y contando los perjuicios que ha hecho. Allí fue
donde supimos que el río se había llevado a la Serpentina, la vaca esa que era de mi
hermana Tacha porque mi papá se la regaló para el día de su cumpleaños y que tenía una
oreja blanca y otra colorada y muy bonitos ojos.
No acabo de saber por qué se le ocurriría a la Serpentina pasar el río este, cuando
sabía que no era el mismo río que ella conocía de a diario. La Serpentina nunca fue tan
atarantada. Lo más seguro es que ha de haber venido dormida para dejarse matar así nomás
por nomás. A mí muchas veces me tocó despertarla cuando le abría la puerta del corral
porque si no, de su cuenta, allí se hubiera estado el día entero con los ojos cerrados, bien
quieta y suspirando, como se oye suspirar a las vacas cuando duermen.
Y aquí ha de haber sucedido eso de que se durmió. Tal vez se le ocurrió despertar al
sentir que el agua pesada le golpeaba las costillas. Tal vez entonces se asustó y trató de
regresar; pero al volverse se encontró entreverada y acalambrada entre aquella agua negra y
dura como tierra corrediza. Tal vez bramó pidiendo que le ayudaran. Bramó como sólo
Dios sabe cómo.
Yo le pregunté a un señor que vio cuando la arrastraba el río si no había visto
también al becerrito que andaba con ella. Pero el hombre dijo que no sabía si lo había visto.
Sólo dijo que la vaca manchada pasó patas arriba muy cerquita de donde él estaba y que allí
dio una voltereta y luego no volvió a ver ni los cuernos ni las patas ni ninguna señal de
vaca. Por el río rodaban muchos troncos de árboles con todo y raíces y él estaba muy
ocupado en sacar leña, de modo que no podía fijarse si eran animales o troncos los que
arrastraba.
Nomás por eso, no sabemos si el becerro está vivo, o si se fue detrás de su madre río
abajo. Si así fue, que Dios los ampare a los dos.
La apuración que tienen en mi casa es lo que pueda suceder el día de mañana, ahora
que mi hermana Tacha se quedó sin nada. Porque mi papá con muchos trabajos había
conseguido ala Serpentina, desde que era una vaquilla, para dársela a mi hermana, con el
fin de que ella tuviera un capitalito y no se fuera a ir de piruja como lo hicieron mis otras
dos hermanas, las más grandes.
Según mi papá, ellas se habían echado a perder porque éramos muy pobres en mi
casa y ellas eran muy retobadas. Desde chiquillas ya eran rezongonas. Y tan luego que
crecieron les dio por andar con hombres de lo peor, que les enseñaron cosas malas. Ellas
aprendieron pronto y entendían muy bien los chiflidos, cuando las llamaban a altas horas de
la noche. Después salían hasta de día. Iban cada rato por agua al río y a veces, cuando uno
menos se lo esperaba, allí estaban en el corral, revolcándose en el suelo, todas encueradas y
cada una con un hombre trepado encima.
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©Oscar Pizarro González 2011
Entonces mi papá las corrió a las dos. Primero les aguantó todo lo que pudo; pero
más tarde ya no pudo aguantarlas más y les dio carrera para la calle. Ellas se fueron para
Ayutla o no sé para dónde; pero andan de pirujas.
Por eso le entra la mortificación a mi papá, ahora por la Tacha, que no quiere vaya a
resultar como sus otras dos hermanas, al sentir que se quedó muy pobre viendo la falta de
su vaca, viendo que ya no va a tener con qué entretenerse mientras le da por crecer y pueda
casarse con un hombre bueno, que la pueda querer para siempre. Y eso ahora va a estar
difícil. Con la vaca era distinto, pues no hubiera faltado quién se hiciera el ánimo de casarse
con ella, sólo por llevarse también aquella vaca tan bonita.
La única esperanza que nos queda es que el becerro esté todavía vivo. Ojalá no se le
haya ocurrido pasar el río detrás de su madre. Porque si así fue, mi hermana Tacha está
tantito así de retirado de hacerse piruja. Y mamá no quiere.
Mi mamá no sabe por qué Dios la ha castigado tanto al darle unas hijas de ese
modo, cuando en su familia, desde su abuela para acá, nunca ha habido gente mala. Todos
fueron criados en el temor de Dios y eran muy obedientes y no le cometían irreverencias a
nadie. Todos fueron por el estilo. Quién sabe de dónde les vendría a ese par de hijas suyas
aquel mal ejemplo. Ella no se acuerda. Le da vueltas a todos sus recuerdos y no ve claro
dónde estuvo su mal o el pecado de nacerle una hija tras otra con la misma mala costumbre.
No se acuerda. Y cada vez que piensa en ellas, llora y dice: "Que Dios las ampare a las
dos."
Pero mi papá alega que aquello ya no tiene remedio. La peligrosa es la que queda
aquí, la Tacha, que va como palo de ocote crece y crece y que ya tiene unos comienzos de
senos que prometen ser como los de sus hermanas: puntiagudos y altos y medio alborotados
para llamar la atención.
-Sí -dice-, le llenará los ojos a cualquiera dondequiera que la vean. Y acabará mal;
como que estoy viendo que acabará mal.
Ésa es la mortificación de mi papá.
Y Tacha llora al sentir que su vaca no volverá porque se la ha matado el río. Está
aquí a mi lado, con su vestido color de rosa, mirando el río desde la barranca y sin dejar de
llorar. Por su cara corren chorretes de agua sucia como si el río se hubiera metido dentro de
ella.
Yo la abrazo tratando de consolarla, pero ella no entiende. Llora con más ganas. De
su boca sale un ruido semejante al que se arrastra por las orillas del río, que la hace temblar
y sacudirse todita, y, mientras, la creciente sigue subiendo. El sabor a podrido que viene de
allá salpica la cara mojada de Tacha y los dos pechitos de ella se mueven de arriba abajo,
sin parar, como si de repente comenzaran a hincharse para empezar a trabajar por su
perdición.
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No oyes ladrar los perros
Juan Rulfo
— Tú que vas allá arriba, Ignacio, dime si no oyes alguna señal de algo o si ves
alguna luz en alguna parte.
—No se ve nada.
—Ya debemos estar cerca.
—Sí, pero no se oye nada.
—Mira bien.
—No se ve nada.
—Pobre de ti, Ignacio.
La sombra larga y negra de los hombres siguió moviéndose de arriba abajo,
trepándose a las piedras, disminuyendo y creciendo según avanzaba por la orilla del arroyo.
Era una sola sombra, tambaleante.
La luna venía saliendo de la tierra, como una llamarada redonda.
—Ya debemos estar llegando a ese pueblo, Ignacio. Tú que llevas las orejas de
fuera, fíjate a ver si no oyes ladrar los perros. Acuérdate que nos dijeron que Tonaya estaba
detrasito del monte. Y desde qué horas que hemos dejado el monte. Acuérdate, Ignacio.
—Sí, pero no veo rastro de nada.
—Me estoy cansando.
—Bájame.
El viejo se fue reculando hasta encontrarse con el paredón y se recargó allí, sin
soltar la carga de sus hombros. Aunque se le doblaban las piernas, no quería sentarse,
porque después no hubiera podido levantar el cuerpo de su hijo, al que allá atrás, horas
antes, le habían ayudado a echárselo a la espalda. Y así lo había traído desde entonces.
— ¿Cómo te sientes?
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—Mal.
Hablaba poco. Cada vez menos. En ratos parecía dormir. En ratos parecía tener frío.
Temblaba. Sabía cuándo le agarraba a su hijo el temblor por las sacudidas que le daba, y
porque los pies se le encajaban en los ijares como espuelas. Luego las manos del hijo, que
traía trabadas en su pescuezo, le zarandeaban la cabeza como si fuera una sonaja. Él
apretaba los dientes para no morderse la lengua y cuando acababa aquello le preguntaba:
— ¿Te duele mucho?
—Algo —contestaba él.
Primero le había dicho: "Apéame aquí... Déjame aquí... Vete tú solo. Yo te
alcanzaré mañana o en cuanto me reponga un poco." Se lo había dicho como cincuenta
veces. Ahora ni siquiera eso decía. Allí estaba la luna. Enfrente de ellos. Una luna grande y
colorada que les llenaba de luz los ojos y que estiraba y oscurecía más su sombra sobre la
tierra.
—No veo ya por dónde voy —decía él.
Pero nadie le contestaba.
E1 otro iba allá arriba, todo iluminado por la luna, con su cara descolorida, sin
sangre, reflejando una luz opaca. Y él acá abajo.
— ¿Me oíste, Ignacio? Te digo que no veo bien.
Y el otro se quedaba callado.
Siguió caminando, a tropezones. Encogía el cuerpo y luego se enderezaba para
volver a tropezar de nuevo.
—Este no es ningún camino. Nos dijeron que detrás del cerro estaba Tonaya. Ya
hemos pasado el cerro. Y Tonaya no se ve, ni se oye ningún ruido que nos diga que está
cerca. ¿Por qué no quieres decirme qué ves, tú que vas allá arriba, Ignacio?
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—Bájame, padre.
— ¿Te sientes mal?
—Sí
—Te llevaré a Tonaya a como dé lugar. Allí encontraré quien te cuide. Dicen que
allí hay un doctor. Yo te llevaré con él. Te he traído cargando desde hace horas y no te
dejaré tirado aquí para que acaben contigo quienes sean.
Se tambaleó un poco. Dio dos o tres pasos de lado y volvió a enderezarse.
—Te llevaré a Tonaya.
—Bájame.
Su voz se hizo quedita, apenas murmurada:
—Quiero acostarme un rato.
—Duérmete allí arriba. Al cabo te llevo bien agarrado.
La luna iba subiendo, casi azul, sobre un cielo claro. La cara del viejo, mojada en
sudor, se llenó de luz. Escondió los ojos para no mirar de frente, ya que no podía agachar la
cabeza agarrotada entre las manos de su hijo.
—Todo esto que hago, no lo hago por usted. Lo hago por su difunta madre. Porque
usted fue su hijo. Por eso lo hago. Ella me reconvendría si yo lo hubiera dejado tirado allí,
donde lo encontré, y no lo hubiera recogido para llevarlo a que lo curen, como estoy
haciéndolo. Es ella la que me da ánimos, no usted. Comenzando porque a usted no le debo
más que puras dificultades, puras mortificaciones, puras vergüenzas.
Sudaba al hablar. Pero el viento de la noche le secaba el sudor. Y sobre el sudor
seco, volvía a sudar.
—Me derrengaré, pero llegaré con usted a Tonaya, para que le alivien esas heridas
que le han hecho. Y estoy seguro de que, en cuanto se sienta usted bien, volverá a sus
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malos pasos. Eso ya no me importa. Con tal que se vaya lejos, donde yo no vuelva a saber
de usted. Con tal de eso... Porque para mí usted ya no es mi hijo. He maldecido la sangre
que usted tiene de mí. La parte que a mí me tocaba la he maldecido. He dicho: ―¡Que se le
pudra en los riñones la sangre que yo le di!‖ Lo dije desde que supe que usted andaba
trajinando por los caminos, viviendo del robo y matando gente... Y gente buena. Y si no,
allí esta mi compadre Tranquilino. El que lo bautizó a usted. El que le dio su nombre. A él
también le tocó la mala suerte de encontrarse con usted. Desde entonces dije: ―Ese no
puede ser mi hijo.‖
—Mira a ver si ya ves algo. O si oyes algo. Tú que puedes hacerlo desde allá arriba,
porque yo me siento sordo.
—No veo nada.
—Peor para ti, Ignacio.
—Tengo sed.
— ¡Aguántate! Ya debemos estar cerca. Lo que pasa es que ya es muy noche y han
de haber apagado la luz en el pueblo. Pero al menos debías de oír si ladran los perros. Haz
por oír.
—Dame agua.
—Aquí no hay agua. No hay más que piedras. Aguántate. Y aunque la hubiera, no te
bajaría a tomar agua. Nadie me ayudaría a subirte otra vez y yo solo no puedo.
—Tengo mucha sed y mucho sueño.
—Me acuerdo cuando naciste. Así eras entonces.
Despertabas con hambre y comías para volver a dormirte. Y tu madre te daba agua, porque
ya te habías acabado la leche de ella. No tenías llenadero. Y eras muy rabioso. Nunca pensé
que con el tiempo se te fuera a subir aquella rabia a la cabeza... Pero así fue. Tu madre, que
descanse en paz, quería que te criaras fuerte. Creía que cuando tú crecieras irías a ser su
sostén. No te tuvo más que a ti. El otro hijo que iba a tener la mató. Y tú la hubieras matado
otra vez si ella estuviera viva a estas alturas.
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Sintió que el hombre aquel que llevaba sobre sus hombros dejó de apretar las
rodillas y comenzó a soltar los pies, balanceándolo de un lado para otro. Y le pareció que la
cabeza; allá arriba, se sacudía como si sollozara.
Sobre su cabello sintió que caían gruesas gotas, como de lágrimas.
— ¿Lloras, Ignacio? Lo hace llorar a usted el recuerdo de su madre, ¿verdad? Pero
nunca hizo usted nada por ella. Nos pagó siempre mal. Parece que en lugar de
cariño, le hubiéramos retacado el cuerpo de maldad. ¿Y ya ve? Ahora lo han herido.
¿Qué pasó con sus amigos? Los mataron a todos. Pero ellos no tenían a nadie. Ellos
bien hubieran podido decir: ―No tenemos a quién darle nuestra lástima‖. ¿Pero
usted, Ignacio?
Allí estaba ya el pueblo. Vio brillar los tejados bajo la luz de la luna. Tuvo la
impresión de que lo aplastaba el peso de su hijo al sentir que las corvas se le doblaban en el
último esfuerzo. Al llegar al primer tejaván, se recostó sobre el pretil de la acera y soltó el
cuerpo, flojo, como si lo hubieran descoyuntado.
Destrabó difícilmente los dedos con que su hijo había venido sosteniéndose de su
cuello y, al quedar libre, oyó cómo por todas partes ladraban los perros.
— ¿Y tú no los oías, Ignacio? —dijo—. No me ayudaste ni siquiera con esta
esperanza.
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¡Adiós, Cordera!
Leopoldo Alas (Clarín)
Eran tres: ¡siempre los tres! Rosa, Pinín y la Cordera.
El prao Somonte era un recorte triangular de terciopelo verde tendido, como una
colgadura, cuesta abajo por la loma. Uno de sus ángulos, el inferior, lo despuntaba el
camino de hierro de Oviedo a Gijón. Un palo del telégrafo, plantado allí como pendón de
conquista, con susjícaras blancas y sus alambres paralelos, a derecha e izquierda,
representaba para Rosa y Pinín el ancho mundo desconocido, misterioso, temible,
eternamente ignorado. Pinín, después de pensarlo mucho, cuando a fuerza de ver días y días
el poste tranquilo, inofensivo, campechano, con ganas, sin duda, de aclimatarse en la aldea
y parecerse todo lo posible a un árbol seco, fue atreviéndose con él, llevó la confianza al
extremo de abrazarse al leño y trepar hasta cerca de los alambres. Pero nunca llegaba a
tocar la porcelana de arriba, que le recordaba las jícaras que había visto en la rectoral de
Puao. Al verse tan cerca del misterio sagrado, le acometía un pánico de respeto, y se dejaba
resbalar de prisa hasta tropezar con los pies en el césped.
Rosa, menos audaz, pero más enamorada de lo desconocido, se contentaba con
arrimar el oído al palo del telégrafo, y minutos, y hasta cuartos de hora, pasaba escuchando
los formidables rumores metálicos que el viento arrancaba a las fibras del pino seco en
contacto con el alambre. Aquellas vibraciones, a veces intensas como las del diapasón, que,
aplicado al oído, parece que quema con su vertiginoso latir, eran para Rosa los papeles que
pasaban, las cartas que se escribían por los hilos, el lenguaje incomprensible que lo
ignorado hablaba con lo ignorado; ella no tenía curiosidad por entender lo que los de allá,
tan lejos, decían a los del otro extremo del mundo. ¿Qué le importaba? Su interés estaba en
el ruido por el ruido mismo, por su timbre y su misterio.
La Cordera, mucho más formal que sus compañeros, verdad es que, relativamente,
de edad también mucho más madura, se abstenía de toda comunicación con el mundo
civilizado. y miraba de lejos el palo del telégrafo como lo que era para ella, efectivamente,
como cosa muerta, inútil, que no le servía siquiera para rascarse. Era una vaca que había
vivido mucho. Sentada horas y horas, pues, experta en pastos, sabía aprovechar el tiempo,
meditaba más que comía, gozaba del placer de vivir en paz, bajo el cielo gris y tranquilo de
su tierra, como quien alimenta el alma, que también tienen los brutos; y si no fuera
profanación, podría decirse que los pensamientos de la vaca matrona, llena de experiencia,
debían de parecerse todo lo posible a las más sosegadas y doctrinales odas de Horacio.
Asistía a los juegos de los pastorcicos encargados de llindarla1, como una abuela. Si
pudiera, se sonreiría al pensar que Rosa y Pinín tenían por misión en el prado cuidar de que
ella, la Cordera, no se extralimitase, no se metiese por la vía del ferrocarril ni saltara a la
heredad vecina. ¡Qué había de saltar! ¡Qué se había de meter!
Pastar de cuando en cuando, no mucho, cada día menos, pero con atención, sin
perder el tiempo en levantar la cabeza por curiosidad necia, escogiendo sin vacilar los
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mejores bocados, y, después, sentarse sobre el cuarto trasero con delicia, a rumiar la vida, a
gozar el deleite del no padecer, del dejarse existir: esto era lo que ella tenía que hacer, y
todo lo demás aventuras peligrosas. Ya no recordaba cuándo le había picado la mosca.
―El xatu (el toro), los saltos locos por las praderas adelante... ¡todo eso estaba tan
lejos!‖
Aquella paz sólo se había turbado en los días de prueba de la inauguración del
ferrocarril. La primera vez que la Cordera vio pasar el tren, se volvió loca. Saltó la sebe de
lo más alto del Somonte, corrió por prados ajenos, y el terror duró muchos días,
renovándose, más o menos violento, cada vez que la máquina asomaba por la trinchera
vecina. Poco a poco se fue acostumbrando al estrépito inofensivo. Cuando llegó a
convencerse de que era un peligro que pasaba, una catástrofe que amenazaba sin dar, redujo
sus precauciones a ponerse en pie y a mirar de frente, con la cabeza erguida, al formidable
monstruo; más adelante no hacía más que mirarle, sin levantarse, con antipatía y
desconfianza; acabó por no mirar al tren siquiera.
En Pinín y Rosa la novedad del ferrocarril produjo impresiones más agradables y
persistentes. Si al principio era una alegría loca, algo mezclada de miedo supersticioso, una
excitación nerviosa, que les hacía prorrumpir en gritos, gestos, pantomimas descabelladas,
después fue un recreo pacífico, suave, renovado varias veces al día. Tardó mucho en
gastarse aquella emoción de contemplar la marcha vertiginosa, acompañada del viento, de
la gran culebra de hierro, que llevaba dentro de sí tanto ruido y tantas castas de gentes
desconocidas, extrañas.
Pero telégrafo, ferrocarril, todo eso, era lo de menos: un accidente pasajero que se
ahogaba en el mar de soledad que rodeaba el prao Somonte. Desde allí no se veía vivienda
humana; allí no llegaban ruidos del mundo más que al pasar el tren. Mañanas sin fin, bajo
los rayos del sol a veces, entre el zumbar de los insectos, la vaca y los niños esperaban la
proximidad del mediodía para volver a casa. Y luego, tardes eternas, de dulce tristeza
silenciosa, en el mismo prado, hasta venir la noche, con el lucero vespertino por testigo
mudo en la altura. Rodaban las nubes allá arriba, caían las sombras de los árboles y de las
peñas en la loma y en la cañada, se acostaban los pájaros, empezaban a brillar algunas
estrellas en lo más oscuro del cielo azul, y Pinín y Rosa, los niños gemelos, los hijos de
Antón de Chinta, teñida el alma de la dulce serenidad soñadora de la solemne y seria
Naturaleza, callaban horas y horas, después de sus juegos, nunca muy estrepitosos, sentados
cerca de la Cordera, que acompañaba el augusto silencio de tarde en tarde con un blando
son de perezosa esquila.
En este silencio, en esta calma inactiva, había amores. Se amaban los dos hermanos
como dos mitades de un fruto verde, unidos por la misma vida, con escasa conciencia de lo
que en ellos era distinto, de cuanto los separaba; amaban Pinín y Rosa a la Cordera, la vaca
abuela, grande, amarillenta, cuyo testuz parecía una cuna. La Cordera recordaría a un poeta
lazacala del Ramayana, la vaca santa; tenía en la amplitud de sus formas, en la solemne
serenidad de sus pausados y nobles movimientos, aires y contornos de ídolo destronado,
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caído, contento con su suerte, más satisfecha con ser vaca verdadera que dios falso.
LaCordera, hasta donde es posible adivinar estas cosas, puede decirse que también quería a
los gemelos encargados de apacentarla.
Era poco expresiva; pero la paciencia con que los toleraba cuando en sus juegos ella
les servía de almohada, de escondite, de montura, y para otras cosas que ideaba la fantasía
de los pastores, demostraba tácitamente el afecto del animal pacífico y pensativo.
En tiempos difíciles, Pinín y Rosa habían hecho por la Cordera los imposibles de
solicitud y cuidado. No siempre Antón de Chinta había tenido el prado Somonte. Este
regalo era cosa relativamente nueva. Años atrás, la Cordera tenía que salir a la gramática,
esto es, a apacentarse como podía, a la buena ventura de los caminos y callejas de las
rapadas y escasas praderías del común, que tanto tenían de vía pública como de pastos.
Pinín y Rosa, en tales días de penuria, la guiaban a los mejores altozanos, a los parajes más
tranquilos y menos esquilmados, y la libraban de las mil injurias a que están expuestas las
pobres reses que tienen que buscar su alimento en los azares de un camino.
En los días de hambre, en el establo, cuando el heno escaseaba, y el
narvaso2 para estrar
3 el lecho caliente de la vaca faltaba también, a Rosa y a Pinín debía la
Cordera mil industrias que le hacían más suave la miseria. ¡Y qué decir de los tiempos
heroicos del parto y la cría, cuando se entablaba la lucha necesaria entre el alimento y
regalo de la nación4 y el interés de los Chintos, que consistía en robar a las ubres de la
pobre madre toda la leche que no fuera absolutamente indispensable para que el ternero
subsistiese! Rosa y Pinín, en tal conflicto, siempre estaban de parte de la Cordera, y en
cuanto había ocasión, a escondidas, soltaban el recental, que, ciego y como loco, a
testaradas contra todo, corría a buscar el amparo de la madre, que le albergaba bajo su
vientre, volviendo la cabeza agradecida y solícita, diciendo, a su manera:
-Dejad a los niños y a los recentales que vengan a mí.
Estos recuerdos, estos lazos, son de los que no se olvidan.
Añádase a todo que la Cordera tenía la mejor pasta de vaca sufrida del mundo.
Cuando se veía emparejada bajo el yugo con cualquier compañera, fiel a la gamella5, sabía
someter su voluntad a la ajena, y horas y horas se la veía con la cerviz inclinada, la cabeza
torcida, en incómoda postura, velando en pie mientras la pareja dormía en tierra.
* * *
Antón de Chinta comprendió que había nacido para pobre cuando palpó la
imposibilidad de cumplir aquel sueño dorado suyo de tener un corral propio con dos yuntas
por lo menos. Llegó, gracias a mil ahorros, que eran mares de sudor y purgatorios de
privaciones, llegó a la primera vaca, la Cordera, y no pasó de ahí; antes de poder comprar
la segunda se vio obligado, para pagar atrasos al amo, el dueño de la casería que llevaba en
renta, a llevar al mercado a aquel pedazo de sus entrañas, la Cordera, el amor de sus hijos.
233
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Chinta había muerto a los dos años de tener la Cordera en casa. El establo y la cama del
matrimonio estaban pared por medio, llamando pared a un tejido de ramas de castaño y de
cañas de maíz. La Chinta, musa de la economía en aquel hogar miserable, había muerto
mirando a la vaca por un boquete del destrozado tabique de ramaje, señalándola como
salvación de la familia.
―Cuidadla, es vuestro sustento‖, parecían decir los ojos de la pobre moribunda, que
murió extenuada de hambre y de trabajo.
El amor de los gemelos se había concentrado en la Cordera; el regazo, que tiene su
cariño especial, que el padre no puede reemplazar, estaba al calor de la vaca, en el establo,
y allá, en el Somonte.
Todo esto lo comprendía Antón a su manera, confusamente. De la venta necesaria
no había que decir palabra a los neños. Un sábado de julio, al ser de día, de mal humor
Antón, echó a andar hacia Gijón, llevando la Cordera por delante, sin más atavío que el
collar de esquila. Pinín y Rosa dormían. Otros días había que despertarlos a azotes. El padre
los dejó tranquilos. Al levantarse se encontraron sin la Cordera. ―Sin duda, mio pá6 la había
llevado alxatu.‖ No cabía otra conjetura. Pinín y Rosa opinaban que la vaca iba de mala
gana; creían ellos que no deseaba más hijos, pues todos acababa por perderlos pronto, sin
saber cómo ni cuándo.
Al oscurecer, Antón y la Cordera entraban por la corrada7 mohínos, cansados y
cubiertos de polvo. El padre no dio explicaciones, pero los hijos adivinaron el peligro.
No había vendido, porque nadie había querido llegar al precio que a él se le había
puesto en la cabeza. Era excesivo: un sofisma del cariño. Pedía mucho por la vaca para que
nadie se atreviese a llevársela. Los que se habían acercado a intentar fortuna se habían
alejado pronto echando pestes de aquel hombre que miraba con ojos de rencor y desafío al
que osaba insistir en acercarse al precio fijo en que él se abroquelaba. Hasta el último
momento del mercado estuvo Antón de Chinta en el Humedal, dando plazo a la fatalidad.
―No se dirá, pensaba, que yo no quiero vender: son ellos que no me pagan la Cordera en lo
que vale.‖ Y, por fin, suspirando, si no satisfecho, con cierto consuelo, volvió a emprender
el camino por la carretera de Candás adelante, entre la confusión y el ruido de cerdos y
novillos, bueyes y vacas, que los aldeanos de muchas parroquias del contorno conducían
con mayor o menor trabajo, según eran de antiguo las relaciones entre dueños y bestias.
En el Natahoyo, en el cruce de dos caminos, todavía estuvo expuesto el de Chinta a
quedarse sin la Cordera; un vecino de Carrió que le había rondado todo el día ofreciéndole
pocos duros menos de los que pedía, le dio el último ataque, algo borracho.
El de Carrió subía, subía, luchando entre la codicia y el capricho de llevar la vaca.
Antón, como una roca. Llegaron a tener las manos enlazadas, parados en medio de la
carretera, interrumpiendo el paso... Por fin, la codicia pudo más; el pico de los cincuenta los
separó como un abismo; se soltaron las manos, cada cual tiró por su lado; Amón, por una
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calleja que, entre madreselvas que aún no florecían y zarzamoras en flor, le condujo hasta
su casa.
* * *
Desde aquel día en que adivinaron el peligro, Pinín y Rosa no sosegaron. A media
semana sepersonó el mayordomo en el corral de Antón. Era otro aldeano de la misma
parroquia, de malas pulgas, cruel con los caseros atrasados. Antón, que no admitía
reprimendas, se puso lívido ante las amenazas de desahucio.
El amo no esperaba más. Bueno, vendería la vaca a vil precio, por una merienda.
Había que pagar o quedarse en la calle.
Al sábado inmediato acompañó al Humedal Pinín a su padre. El niño miraba con
horror a los contratistas de carnes, que eran los tiranos del mercado. La Cordera fue
comprada en su justo precio por un rematante de Castilla. Se la hizo una señal en la piel y
volvió a su establo de Puao, ya vendida, ajena, tañendo tristemente la esquila. Detrás
caminaban Antón de Chinta, taciturno, y Pinín, con ojos como puños. Rosa, al saber la
venta, se abrazó al testuz de la Cordera, que inclinaba la cabeza a las caricias como al
yugo.
―¡Se iba la vieja!‖ -pensaba con el alma destrozada Antón el huraño.
―Ella ser, era una bestia, pero sus hijos no tenían otra madre ni otra abuela.‖
Aquellos días en el pasto, en la verdura del Somonte, el silencio era fúnebre.
La Cordera, que ignoraba su suerte, descansaba y pacía como siempre, sub specie
aeternitatis, como descansaría y comería un minuto antes de que el brutal porrazo la
derribase muerta. Pero Rosa y Pinín yacían desolados, tendidos sobre la hierba, inútil en
adelante. Miraban con rencor los trenes que pasaban, los alambres del telégrafo. Era aquel
mundo desconocido, tan lejos de ellos por un lado, y por otro el que les llevaba su Cordera.
El viernes, al oscurecer, fue la despedida. Vino un encargado del rematante de
Castilla por la res. Pagó; bebieron un trago Antón y el comisionado, y se sacó a
la quintana la Cordera. Antón había apurado la botella; estaba exaltado; el peso del dinero
en el bolsillo le animaba también. Quería aturdirse. Hablaba mucho, alababa las excelencias
de la vaca. El otro sonreía, porque las alabanzas de Antón eran impertinentes. ¿Que daba la
res tantos y tantosxarros de leche? ¿Que era noble en el yugo, fuerte con la carga? ¿Y qué,
si dentro de pocos días había de estar reducida a chuletas y otros bocados suculentos?
Antón no quería imaginar esto; se la figuraba viva, trabajando, sirviendo a otro labrador,
olvidada de él y de sus hijos, pero viva, feliz... Pinín y Rosa, sentados sobre el montón
de cucho8, recuerdo para ellos sentimental de la Cordera y de los propios afanes, unidos
por las manos, miraban al enemigo con ojos de espanto y en el supremo instante se
arrojaron sobre su amiga; besos, abrazos: hubo de todo. No podían separarse de ella. Antón,
agotada de pronto la excitación del vino, cayó como un marasmo; cruzó los brazos, y entró
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en el corral oscuro. Los hijos siguieron un buen trecho por la calleja, de altos setos, el triste
grupo del indiferente comisionado y laCordera, que iba de mala gana con un desconocido y
a tales horas. Por fin, hubo que separarse. Antón, malhumorado clamaba desde casa:
-Bah, bah, neños, acá vos digo; basta de pamemes. Así gritaba de lejos el padre con
voz de lágrimas.
Caía la noche; por la calleja oscura que hacían casi negra los altos setos, formando
casi bóveda, se perdió el bulto de la Cordera, que parecía negra de lejos. Después no quedó
de ella más que el tintán pausado de la esquila, desvanecido con la distancia, entre los
chirridos melancólicos de cigarras infinitas.
-¡Adiós, Cordera! -gritaba Rosa deshecha en llanto-. ¡Adiós, Cordera de mío alma!
-¡Adiós, Cordera! -repetía Pinín, no más sereno.
-Adiós -contestó por último, a su modo, la esquila, perdiéndose su lamento triste,
resignado, entre los demás sonidos de la noche de julio en la aldea.
* * *
Al día siguiente, muy temprano, a la hora de siempre, Pinín y Rosa fueron
al prao Somonte. Aquella soledad no lo había sido nunca para ellos hasta aquel día. El
Somonte sin la Corderaparecía el desierto.
De repente silbó la máquina, apareció el humo, luego el tren. En un furgón cerrado,
en unas estrechas ventanas altas o respiraderos, vislumbraron los hermanos gemelos
cabezas de vacas que, pasmadas, miraban por aquellos tragaluces.
-¡Adiós, Cordera! -gritó Rosa, adivinando allí a su amiga, a la vaca abuela.
-¡Adiós, Cordera! -vociferó Pinín con la misma fe, enseñando los puños al tren, que
volaba camino de Castilla.
Y, llorando, repetía el rapaz, más enterado que su hermana de las picardías del
mundo:
-La llevan al Matadero... Carne de vaca, para comer los señores, los curas... los
indianos.
-¡Adiós, Cordera!
-¡Adiós, Cordera!
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Y Rosa y Pinín miraban con rencor la vía, el telégrafo, los símbolos de aquel mundo
enemigo, que les arrebataba, que les devoraba a su compañera de tantas soledades, de tantas
ternuras silenciosas, para sus apetitos, para convertirla en manjares de ricos glotones...
-¡Adiós, Cordera!...
-¡Adiós, Cordera!...
* * *
Pasaron muchos años. Pinín se hizo mozo y se lo llevó el rey. Ardía la guerra
carlista. Antón de Chinta era casero de un cacique de los vencidos; no hubo influencia para
declarar inútil a Pinín, que, por ser, era como un roble.
Y una tarde triste de octubre, Rosa, en el prao Somonte sola, esperaba el paso del
tren correo de Gijón, que le llevaba a sus únicos amores, su hermano. Silbó a lo lejos la
máquina, apareció el tren en la trinchera, pasó como un relámpago. Rosa, casi metida por
las ruedas, pudo ver un instante en un coche de tercera multitud de cabezas de pobres
quintos que gritaban, gesticulaban, saludando a los árboles, al suelo, a los campos, a toda la
patria familiar, a la pequeña, que dejaban para ir a morir en las luchas fratricidas de la
patria grande, al servicio de un rey y de unas ideas que no conocían,
Pinín, con medio cuerpo fuera de una ventanilla, tendió los brazos a su hermana;
casi se tocaron. Y Rosa pudo oír entre el estrépito de las ruedas y la gritería de los reclutas
la voz distinta de su hermano, que sollozaba, exclamando, como inspirado por un recuerdo
de dolor lejano:
-¡Adiós, Rosa!... ¡Adiós, Cordera!
-¡Adiós, Pinínl ¡Pinín de mío alma!...
―Allá iba, como la otra, como la vaca abuela. Se lo llevaba el mundo. Carne de vaca
para los glotones, para los indianos; carne de su alma, carne de cañón para las locuras del
mundo, para las ambiciones ajenas.‖
Entre confusiones de dolor y de ideas, pensaba así la pobre hermana viendo el tren
perderse a lo lejos, silbando triste, con silbido que repercutían los castaños, las vegas y los
peñascos...
¡Qué sola se quedaba! Ahora sí, ahora sí que era un desierto el prao Somonte.
-¡Adiós, Pinín! ¡Adiós, Cordera!
Con qué odio miraba Rosa la vía manchada de carbones apagados; con qué ira los
alambres del telégrafo. ¡Oh!, bien hacía la Cordera en no acercarse. Aquello era el mundo,
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lo desconocido, que se lo llevaba todo. Y sin pensarlo, Rosa apoyó la cabeza sobre el palo
clavado como un pendón en la punta del Somonte. El viento cantaba en las entrañas del
pino seco su canción metálica. Ahora ya lo comprendía Rosa. Era canción de lágrimas, de
abandono, de soledad, de muerte.
En las vibraciones rápidas, como quejidos, creía oír, muy lejana, la voz que
sollozaba por la vía adelante:
-¡Adiós, Rosa! ¡Adiós, Cordera!
El gnomo
Gustavo Adolfo Bécquer
I
Las muchachas del lugar volvían de la fuente con sus cántaros en la cabeza, volvían
cantando y riendo con un ruido y una algazara que sólo pudieran compararse a la alegre
algarabía de una banda de golondrinas cuando revolotean espesas como el granizo
alrededor de la veleta de un campanario.
En el pórtico de la iglesia, y sentado al pie de un enebro, estaba el tío Gregorio. El
tío Gregorio era el más viejecito del lugar: tenía cerca de noventa navidades, el pelo blanco,
la boca de risa, los ojos alegres y las manos temblonas. De niño fue pastor, de joven
soldado; después cultivó una pequeña heredad, patrimonio de sus padres, hasta que, por
último, le faltaron las fuerzas y se sentó tranquilo a esperar la muerte, que ni temía ni
deseaba. Nadie contaba un chascarrillo con más gracia que él, ni sabía historias más
estupendas, ni traía a cuento tan oportunamente un refrán, una sentencia o un adagio.
Las muchachas, al verle, apresuraron el paso con ánimo de irle a hablar, y cuando
estuvieron en el pórtico, todas comenzaron a suplicarle que les contase una historia con que
entretener el tiempo que aún faltaba para hacerse de noche, que no era mucho, pues el sol
poniente hería de soslayo la tierra, y las sombras de los montes se dilataban por momentos
a lo largo de la llanura.
El tío Gregorio escuchó sonriendo la petición de las muchachas, las cuales, una vez
obtenida la promesa de que les refería alguna cosa, dejaron los cántaros en el suelo, y
sentándose a su alrededor formaron un corro, en cuyo centro quedó el viejecito, que
comenzó a hablarles de esta manera:
-No os contaré una historia, porque aunque recuerdo algunas en este momento,
atañen a cosas tan graves, que ni vosotras, que sois unas locuelas, me prestaríais atención
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para escucharlas, ni a mí, por lo avanzado de la tarde, me quedaría espacio para referirlas.
Os daré en su lugar un consejo.
-¡Un consejo! -exclamaron las muchachas con aire visible de mal humor-. ¡Bah!, no
es para oír consejos para lo que nos hemos detenido; cuando nos hagan falta ya nos los dará
el señor cura.
-Es -prosiguió el anciano con su habitual sonrisa y su voz cascada y temblona- que
el señor cura acaso no sabría dárosle en esta ocasión tan oportuna como os lo puede dar el
tío Gregorio; porque él, ocupado en sus rezos y letanías, no habrá echado, como yo, de ver
que cada día vais por agua a la fuente más temprano y volvéis más tarde.
Las muchachas se miraron entre sí con una imperceptible sonrisa de burla: no
faltando algunas de las que estaban colocadas a sus espaldas que se tocasen la frente con el
dedo, acompañando su acción con un gesto significativo.
-¿Y qué mal encontráis en que nos detengamos en la fuente charlando un rato con
las amigas y vecinas?... -dijo una de ellas-. ¿Andan acaso chismes en el lugar porque los
mozos salen al camino a echarnos flores o vienen a brindarse para traer nuestros cántaros
hasta la entrada del pueblo?
-De todo hay -contestó el viejo a la moza que le había dirigido la palabra en nombre
de sus compañeras-. Las viejas del lugar murmuran de que hoy vayan las muchachas a
loquear y entretenerse a un sitio al cual ellas llegaban de prisa y temblando a tomar el agua,
pues sólo de allí puede traerse; y yo encuentro mal que perdáis poco a poco el temor que a
todos inspira el sitio donde se halla la fuente, porque podría acontecer que alguna vez os
sorprendiese en él la noche.
El tío Gregorio pronunció estas últimas palabras con un tono tan lleno de misterio,
que las muchachas abrieron los ojos espantadas para mirarle, y con mezcla de curiosidad y
burla tornaron a insistir:
-¡La noche! ¿Pues qué pasa de noche en ese sitio, que tales aspavientos hacéis y con
tan temerosas y oscuras palabras nos habláis de lo que allí podría acontecernos? ¿Se nos
comerán acaso los lobos?
-Cuando el Moncayo se cubre de nieve, los lobos, arrojados de sus guaridas, bajan
en rebaños por su falda, y más de una vez los hemos oído aullar en horroroso concierto, no
sólo en los alrededores de la fuente, sino en las mismas calles del lugar; pero no son los
lobos los huéspedes más terribles del Moncayo: en sus profundas simas, en sus cumbres
solitarias y ásperas, en su hueco seno, viven unos espíritus diabólicos que durante la noche
bajan por sus vertientes como un enjambre, y pueblan el vacío, y hormiguean en la llanura,
y saltan de roca en roca, juegan entre las aguas o se mecen en las desnudas ramas de los
árboles. Ellos son los que aúllan en las grietas de las peñas; ellos los que forman y empujan
esas inmensas bolas de nieve que bajan rodando desde los altos picos y arrollan y aplastan
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cuanto encuentran a su paso; ellos los que llaman con el granizo a nuestros cristales en las
noches de lluvia y corren como llamas azules y ligeras sobre el haz de los pantanos. Entre
estos espíritus que, arrojados de las llanuras por las bendiciones y los exorcismos de la
Iglesia, han ido a refugiarse a las crestas inaccesibles de las montañas, los hay de diferente
naturaleza y que al parecer a nuestros ojos se revisten de formas variadas. Los más
peligrosos, sin embargo, los que se insinúan con dulces palabras en el corazón de las
jóvenes y las deslumbran con promesas magníficas, son los gnomos. Los gnomos viven en
las entrañas de los montes; conocen sus caminos subterráneos, y, eternos guardadores de
los tesoros que encierran, velan día y noche junto a los veneros de los metales y las piedras
preciosas. ¿Veis? -prosiguió el viejo señalando con el palo que le servía de apoyo la cumbre
del Moncayo, que se levantaba a su derecha, destacándose oscuro y gigantesco sobre el
cielo violado y brumoso del crepúsculo-, ¿veis esa inmensa mole coronada aún de nieve?,
pues en su seno tienen sus moradas esos diabólicos espíritus. El palacio que habitan es
horroroso y magnífico a la vez.
Hace muchos años que un pastor, siguiendo a una res extraviada, penetró por la
boca de una de esas cuevas, cuyas entradas cubren espesos matorrales y cuyo fin no ha
visto ninguno. Cuando volvió al lugar, estaba pálido como la muerte; había sorprendido el
secreto de los gnomos; había respirado su envenenada atmósfera, y pagó su atrevimiento
con la vida; pero antes de morir refirió cosas estupendas. Andando por aquella caverna
adelante, había encontrado al fin unas galerías subterráneas e inmensas, alumbradas con un
resplandor dudoso y fantástico, producido, por la fosforescencia de las rocas, semejantes
allí a grandes pedazos de cristal cuajado de en mil formas caprichosas y extrañas. El suelo,
la bóveda y las paredes de aquellos extensos salones, obra de la Naturaleza, parecían
jaspeados como los mármoles más ricos; pero las vetas que los cruzaban eran de oro y
plata, y entre aquellas vetas brillantes se veían como incrustadas multitud de piedras
preciosas de todos los colores y tamaños. Allí había jacintos y esmeraldas en montón, y
diamantes, y rubíes, y zafiros, y qué sé yo, otras muchas piedras desconocidas que él no
supo nombrar; pero tan grandes y tan hermosas, que sus ojos se deslumbraron al
contemplarlas. Ningún ruido exterior llegaba al fondo de la fantástica caverna; sólo se
percibían a intervalos unos gemidos largos y lastimosos del aire que discurría por aquel
laberinto encantado, un rumor confuso de fuego subterráneo que hervía comprimido, y
murmullos de aguas corrientes que pasaban sin saberse por dónde.
El pastor, sólo y perdido en aquella inmensidad, anduvo no sé cuantas horas sin
hallar la salida, hasta que por último tropezó con el nacimiento del manantial cuyo
murmullo había oído. Éste brotaba del suelo como una fuente maravillosa, con un salto de
agua coronado de espuma, que caía firmando una vistosa cascada y produciendo un
murmullo sonoro al alejarse resbalando por entre las quebraduras de las peñas. A su
alrededor crecían unas plantas nunca vistas, con hojas anchas y gruesas las unas, delgadas y
largas como cintas flotantes las otras. Medio escondidos entre aquella húmeda frondosidad
discurrían unos seres extraños, en parte hombres, en parte reptiles, o ambas cosas a la vez,
pues transformándose continuamente, ora parecían criaturas humanas, deformes y
pequeñuelas, ora salamandras luminosas o llamas fugaces que danzaban en círculos sobre
la cúspide del surtidor. Allí, agitándose en todas direcciones, corriendo por el suelo en
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forma de enanos repugnantes y contrahechos, encaramándose en las paredes, babeando y
retorciéndose en figura de reptiles, o bailando con apariencia de fuegos fatuos sobre el haz
del agua, andaban los gnomos, señores de aquellos lugares, cantando y removiendo sus
fabulosas riquezas. Ellos saben dónde guardan los avaros esos tesoros que en vano buscan
después los herederos; ellos conocen el lugar donde los moros, antes de huir, ocultaron sus
joyas; y las alhajas que se pierden, las monedas que se extravían, todo lo que tiene algún
valor y desaparece, ellos son los que lo buscan, lo encuentran y lo roban, para esconderlo
en sus guaridas, porque ellos saben andar todo el mundo por debajo de la tierra y por
caminos secretos e ignorados. Allí tenían, pues, hacinados en montón toda clase de objetos
raros y preciosos. Había joyas de un valor inestimable, collares y gargantillas de perlas y
piedras finas; ánforas de oro, de forma antiquísima, llenas de rubíes; copas cinceladas,
armas ricas, monedas con bustos y leyendas imposibles de conocer o descifrar; tesoros, en
fin, tan fabulosos e inmensos, que la imaginación apenas puede concebirlos. Y todo brillaba
a la vez lanzando unas chispas de colores y unos reflejos tan vivos, que parecía como que
todo estaba ardiendo y se movía y temblaba. Al menos, el pastor refirió que así le había
parecido.
Al llegar aquí el anciano se detuvo un momento: las muchachas, que comenzaron
por oír la relación del tío Gregorio con una sonrisa de burla, guardaban entonces un
profundo silencio, esperando a que continuase, con los ojos espantados, los labios
ligeramente entreabiertos y la curiosidad y el interés pintados en el rostro. Una de ellas
rompió al fin el silencio y exclamó sin poderse contener, entusiasmada al oír la descripción
de las fabulosas riquezas que se habían ofrecido a la vista del pastor:
-Y qué, ¿no se trajo nada de aquello?
-Nada -contestó el tío Gregorio.
-¡Qué tonto! -exclamaron en coro las muchachas.
-El cielo le ayudó en el trance -prosiguió el anciano-, pues en aquel momento en que
la avaricia, que a todo se sobrepone, comenzaba a disipar su miedo, y alucinado a la vista
de aquellas joyas, de las cuales una sola bastaría a hacerle poderoso, el pastor iba a
apoderarse de algunas, dice que oyó, ¡maravillaos del suceso!, oyó claro y distinto en
aquellas profundidades, y a pesar de las carcajadas y las voces de los gnomos, del hervidero
del fuego subterráneo, del rumor de las aguas corrientes y de los lamentos del aire, oyó,
digo, como si estuviese al pie de la colina en que se encuentra, el clamor de la campana que
hay en la ermita de Nuestra Señora del Moncayo.
Al oír la campana que tocaba el Ave-María, el pastor cayó al suelo invocando a la
Madre de Nuestro Señor Jesucristo, y sin saber cómo ni por dónde se encontró fuera de
aquellos lugares, y en el camino que conduce al pueblo, echado en una senda y presa de un
gran estupor, como si hubiera salido de un sueño.
241
©Oscar Pizarro González 2011
Desde entonces se explicó todo el mundo por qué la fuente del lugar trae a veces
entre sus aguas como un polvo finísimo de oro; y cuando llega la noche, en el rumor que
produce, se oyen palabras confusas, palabras engañosas con que los gnomos que la
inficionan desde su nacimiento procuran seducir a los incautos que les prestan oídos,
prometiéndoles riquezas y tesoros que han de ser su condenación.
Cuando el tío Gregorio llegaba a este punto de su historia, ya la noche había entrado
y la campana de la iglesia comenzó a tocar las oraciones. Las muchachas se persignaron
devotamente, murmurando un Ave-María en voz baja, y después de despedirse del tío
Gregorio, que les tornó a aconsejar que no perdieran el tiempo en la fuente, cada cual tomó
su cántaro, y todas juntas salieron silenciosas y preocupadas del atrio de la iglesia. Ya lejos
del sitio en que se encontraron al viejecito, y cuando estuvieron en la plaza del lugar donde
habían de separarse, exclamó la más resuelta y decidora de ellas:
-¿Vosotras creéis algo de las tonterías que nos ha contado el tío Gregorio?
-¡Yo no! -dijo una.
-¡Yo tampoco! -exclamó otra.
-¡Ni yo! ¡Ni yo! -repitieron las demás, burlándose con risas de su credulidad de un
momento.
El grupo de las mozuelas se disolvió alejándose cada cual hacia uno de los extremos
de la plaza. Luego que doblaron las esquinas de las diferentes calles que venían a
desembocar a aquel sitio, dos muchachas, las únicas que no habían desplegado aún los
labios para protestar con sus burlas de la veracidad del tío Gregorio, y que, preocupadas
con la maravillosa relación, parecían absortas en sus ideas, se marcharon juntas y con esa
lentitud propia de las personas distraídas, por una calleja sombría, estrecha y tortuosa.
De aquellas dos muchachas, la mayor, que parecía tener unos veinte años, se
llamaba Marta; y la más pequeña, que aún no había cumplido los dieciséis, Magdalena.
El tiempo que duró el camino, ambas guardaron un profundo silencio; pero cuando
llegaron a los umbrales de su casa y dejaran los cántaros en el asiento de piedra del portal,
Marta dijo a Magdalena:
-¿Y tú crees en las maravillas del Moncayo y en los espíritus de la fuente?...
-Yo -contestó Magdalena con sencillez-, yo creo en todo. ¿Dudas tú acaso?
-¡Oh, no! se apresuró a interrumpir Marta; -yo también creo en todo, en todo lo que
deseo creer.
II
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©Oscar Pizarro González 2011
Marta y Magdalena eran hermanas. Huérfanas desde los primeros años de la niñez,
vivían miserablemente a la sombra de una parienta de su madre que las había recogido por
caridad, y que a cada paso les hacía sentir con sus dicterios y sus humillantes palabras el
peso de su beneficio. Todo parecía contribuir a que se estrechasen los lazos del cariño entre
aquellas dos almas hermanas, no sólo por el vínculo de la sangre, sino por los de la miseria
y el sufrimiento; y, sin embargo, entre Marta y Magdalena existían una sorda emulación,
una secreta antipatía que sólo pudiera explicar el estudio de sus caracteres, tan en absoluta
contraposición como sus tipos.
Marta era altiva, vehemente en sus inclinaciones y de una rudeza salvaje en la
expresión de sus afectos: no sabía ni reír ni llorar, y por eso no había llorado ni reído nunca.
Magdalena, por el contrario, era humilde, amante, bondadosa, y en más de una ocasión se la
vio llorar y reír a la vez como los niños.
Marta tenía los ojos más negros que la noche, y de entre sus oscuras pestañas diríase
que a intervalos saltaban chispas de fuego como de un carbón ardiente.
La pupila azul de Magdalena parecía nadar en un fluido de luz dentro del cerco de
oro de sus pestañas rubias. Y todo era en ellas armónico con la diversa expresión de sus
ojos. Marta, enjuta de carnes, quebrada de color, de estatura esbelta, movimientos rígidos y
cabellos crespos y oscuros, que sombreaban su frente y caían por sus hombros como un
manto de terciopelo: formaba un singular contraste con Magdalena, blanca, rosada,
pequeña, infantil en su fisonomía y sus formas, y con unas trenzas rubias que rodeaban sus
sienes, semejantes al nimbo dorado de la cabeza de un ángel.
A pesar de la inexplicable repulsión que sentían la una por la otra, las dos hermanas
habían vivido hasta entonces en una especie de indiferencia, que hubiera podido
confundirse con la paz y el afecto: no habían tenido caricias que disputarse, ni preferencias
que envidiar; iguales en la desgracia y el dolor. Marta se había encerrado para sufrir en un
egoísta y altivo silencio: y Magdalena, encontrando seco el corazón de su hermana, lloraba
a solas cuando las lágrimas se agolpaban involuntariamente a sus ojos.
Ningún sentimiento era común entre ellas; nunca se confiaron sus alegrías y sus
pesares, y sin embargo, el único secreto que procuraban esconder en lo más profundo del
corazón, se lo habían adivinado mutuamente con ese instinto maravilloso de la mujer
enamorada y celosa. Marta y Magdalena tenían efectivamente puestos sus ojos en un
mismo hombre.
La pasión de la una era el deseo tenaz, hijo de un carácter indomable y voluntarioso;
en la otra, el cariño se parecía a esa vaga y espontánea ternura de la adolescencia, que
necesitando un objeto en qué emplearse, ama el primero que se ofrece a su vista. Ambas
guardaban el secreto de su amor, porque el hombre que lo había inspirado tal vez hubiera
hecho mofa de un cariño que se podía interpretar como ambición absurda en unas
muchachas plebeyas y miserables. Ambas, a pesar de la distancia que las separaba del
objeto de su pasión, alimentaban una esperanza remota de poseerle.
243
©Oscar Pizarro González 2011
Cerca del lugar, y sobre un alto que dominaba los contornos, había un antiguo
castillo abandonado por sus dueños. Las viejas, en las noches de velada, referían una
historia llena de maravillas acerca de sus fundadores. Contaban que hallándose el rey de
Aragón en guerra con sus enemigos, agotados ya sus recursos, abandonado de sus parciales
y próximo a perder el trono, se le presentó un día una pastorcita de aquella comarca, y
después de revelarle la existencia de unos subterráneos por donde podía atravesar el
Moncayo sin que lo advirtiesen sus enemigos, le dio un tesoro en perlas finas, riquísimas
piedras preciosas y barras de oro y plata, con las cuales el rey pagó sus mesnadas, levantó
un poderoso ejército, y marchando por debajo de la tierra durante toda una noche, cayó al
otro día sobre sus contrarios y los desbarató, asegurando la corona en su cabeza.
Después que hubo alcanzado tan señalada victoria, cuentan que dijo el rey a la
pastorcita:
-Pídeme lo que quieras, que, aun cuando fuese la mitad de mi reino, juro que te lo
he de dar al instante.
-Yo no quiero más que volverme a cuidar de mi rebaño -respondió la pastorcita.
-No cuidarás sino de mis fronteras -replicó el rey, y le dio el señorío de toda la raya,
y le mandó edificar una fortaleza en el pueblo más fronterizo a Castilla, adonde se trasladó
la pastora, casada ya con uno de los favoritos del rey, noble, galán, valiente y señor
asimismo de muchas fortalezas y muchos feudos.
La estupenda relación del tío Gregorio acerca de los gnomos del Moncayo, cuyo
secreto estaba en la fuente del lugar, exaltó nuevamente las locas fantasías de las dos
enamoradas hermanas, completando, por decirlo así, la ignorada historia del tesoro hallado
por la pastorcita de la conseja: tesoro cuyo recuerdo había turbado más de una vez sus
noches de insomnio y de amargura, presentándose a su imaginación como un débil rayo de
esperanza.
La noche siguiente a la tarde del encuentro con el tío Gregorio, todas las muchachas
del lugar hicieron conversación en sus casas de la estupenda historia que les había referido.
Marta y Magdalena guardaron un profundo silencio; y ni en aquella noche, ni en todo el día
que amaneció después, volvieron a cambiar una sola palabra relativa al asunto, tema de
todas las conversaciones y objeto de los comentarios de sus vecinas.
Cuando llegó la hora de costumbre, Magdalena tomó su cántaro y le dijo a su
hermana:
-¿Vamos a la fuente?
Marta no contestó, y Magdalena volvió a decirle:
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-¿Vamos a la fuente? Mira que si no nos apresuramos se pondrá el sol antes de la
vuelta.
Marta exclamó al fin con un acento breve y áspero:
-Yo no quiero ir hoy.
-Ni yo tampoco -añadió Magdalena después de un instante de silencio, durante el
cual mantuvo los ojos clavados en los de su hermana, como si quisiera adivinar en ellos la
causa da su resolución.
III
Las muchachas del lugar hacía cerca de una hora que estaban de vuelta en sus casas.
La última luz del crepúsculo se había apagado en el horizonte, y la noche comenzaba a
cerrar de cada vez más oscura, cuando Marta y Magdalena, esquivándose mutuamente y
cada cual por diverso camino, salieron del pueblo con dirección a la fuente misteriosa. La
fuente brotaba escondida entre unos riscos cubiertos de musgo en el fondo de una larga
alameda. Después que se fueron apagando poco a poco los rumores del día y ya no se
escuchaba el lejano eco de la voz de los labradores que vuelven caballeros en sus yuntas
cantando al compás del timón del arado que arrastran por la tierra; después que se dejó de
percibir el monótono ruido de las esquilillas del ganado, y las voces de los pastores, y el
ladrido de los perros que reúnen las reses, y sonó en la torre del lugar la postrera
campanada del toque de oraciones, reinó ese doble y augusto silencio de la noche y la
soledad; silencio lleno de murmullos extraños y leves que lo hacen aún más perceptibles.
Marta y Magdalena se deslizaron por entre el laberinto de los árboles, y, protegidas
por la oscuridad, llegaron sin verse al fin de la alameda. Marta no conocía el temor, y sus
pasos eran firmes y seguros. Magdalena temblaba con sólo el ruido que producían sus pies
al hollar las hojas secas que tapizaban el suelo. Cuando las dos hermanas estuvieron junto a
la fuente, el viento de la noche comenzó a agitar las copas de los álamos, y al murmullo de
sus soplos desiguales parecía responder el agua del manantial con un rumor compasado y
uniforme.
Marta y Magdalena prestaron atención a aquellos ruidos que pasaban bajo sus pies
como un susurro constante, y sobre sus cabezas como un lamento que nacía y se apagaba
para tornar y crecer y dilatarse por la espesura. A medida que transcurrían las horas, aquel
sonar eterno del aire y del agua empezó a producir una extraña exaltación, una especie de
vértigo, que, turbando la vista y zumbando en el oído, parecía trastornarlas por completo.
Entonces, a la manera que se oye hablar entre sueños con un eco lejano y confuso, les
pareció percibir entre aquellos rumores sin nombre sonidos inarticulados como los de un
niño que quiere y no puede llamar a su madre; luego palabras que se repetían una vez y
otra, siempre lo mismo; después frases inconexas y dislocadas sin orden ni sentido, y por
último... por último comenzaron a hablar el viento vagando entre los árboles y el agua
saltando de risco en risco.
245
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Y hablaban así:
EL AGUA.- ¡Mujer!..., ¡mujer!..., óyeme..., óyeme y acércate para oírme, que yo
besaré tus pies mientras tiemblo al copiar tu imagen en el fondo sombrío de mis
ondas ¡Mujer!..., óyeme, que mis murmullos son palabras.
EL VIENTO.- ¡Niña!... niña gentil, levanta tu cabeza, déjame en paz besar tu frente,
en tanto que agito tus cabellos. Niña gentil, escúchame, que yo sé hablar también y
murmuraré al oído frases cariñosas.
MARTA.- ¡Oh! ¡Habla, habla que yo te comprenderé porque mi inteligencia flota
en un vértigo, como flotan tus palabras indecisas! Habla misteriosa corriente.
MAGDALENA.- Tengo miedo. ¡Aire de la noche, aire de perfumes, refrescan mi
frente que arde! Dime algo que me infunda valor porque mi espíritu vacila.
EL AGUA.- Yo he cruzado el tenebroso seno de la tierra, he sorprendido el secreto
de su maravillosa fecundidad, y conozco los fenómenos de sus entrañas, donde
germinan las futuras creaciones. Mi rumor adormece y despierta: despierta tú, que
lo comprendes.
EL VIENTO.- Yo soy el aire que mueven los ángeles con sus alas inmensas al
cruzar el espacio. Yo amontono en el Occidente las nubes que ofrecen al sol un
lecho de púrpura, y traigo al amanecer, con las neblinas que se deshacen en gotas,
una lluvia de perlas sobre las flores, mis suspiros son un bálsamo: ábreme tu
corazón y le inundaré de felicidad.
MARTA.- Cuando yo oí por primera vez el murmullo de una corriente subterránea,
no en balde me inclinaba a la tierra prestándole oído. Con ella iba un misterio que
yo debía comprender al cabo.
MAGDALENA.- Suspiros del viento, yo os conozco: vosotros me acariciabais
dormida cuando, fatigada por el llanto, me rendía al sueño en mi niñez, y vuestro
rumor se me figuraban las palabras de una madre que arrulla a su hija.
El agua enmudeció por algunos instantes, y no sonaba sino como agua que se rompe
entre peñas. El viento calló también, y su ruido no fue otra cosa que ruido de hojas
movidas. Así pasó algún tiempo, y después volvieron a hablar, y hablaron así:
EL AGUA.- Después de filtrarme gota a gota a través del filón de oro de una mina
inagotable; después de correr por un lecho de plata y saltar como sobre guijarros
entre un sinnúmero de zafiros y amatistas, arrastrando en vez de arenas diamantes y
rubíes, me he unido en misterioso consorcio a un genio. Rica con su poder y con las
ocultas virtudes de las piedras preciosas y los metales, de cuyos átomos vengo
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saturada, puedo ofrecerte cuanto ambicionas. Yo tengo la fuerza de un conjuro, el
poder de un talismán y la virtud de las siete piedras y los siete colores.
EL VIENTO.- Yo vengo de vagar por la llanura, y, como la abeja que vuelve a la
colmena con su botín de perfumadas mieles, traigo suspiros de mujer, plegarias de
niños, palabras de casto amor y aromas de nardos y azucenas silvestres. Yo no he
recogido a mi paso más que perfumes y ecos de armonías; mis tesoros son
inmateriales, pero ellos dan la paz del alma y la vaga felicidad de sueños
venturosos.
Mientras su hermana, atraída como por un encanto, se inclinaba al borde de la
fuente para oír mejor, Magdalena se iba instintivamente separando de los riscos entre los
cuales brotaba el manantial.
Ambas tenían sus ojos fijos, la una en el fondo de las aguas, la otra en el fondo del
cielo.
Y exclamaba Magdalena mirando brillar los luceros en la altura:
-Esos son los nimbos de luz de los ángeles invisibles que nos custodian.
En tanto decía Marta, viendo temblar en la linfa de la fuente el reflejo de las
estrellas:
-Esas son las partículas de oro que arrastra el agua en su misterioso curso.
El manantial y el viento, que por segunda vez habían enmudecido un instante,
tornaron a hablar; y dijeron:
EL AGUA.- Remonta mi corriente, desnúdate del temor como de una vestidura
grosera, y osa traspasar los umbrales de lo desconocido. Yo he adivinado que tu
espíritu es de la esencia de los espíritus superiores. La envidia te habrá arrojado tal
vez del cielo para revolcarte en el lodo de la miseria. Yo veo, sin embargo, en tu
frente sombría un sello de altivez que te hace digna de nosotros, espíritus fuertes y
libres... Ven, yo te voy a enseñar palabras mágicas de tal virtud, que al
pronunciarlas se abrirán las rosas y te brindarán con los diamantes que están en su
seno, como las perlas en las conchas que sacan del fondo del mar los pescadores.
Ven, te daré tesoros para que vivas feliz; y más tarde, cuando se quiebre la cárcel
que te aprisiona, tu espíritu se asimilará a los nuestros, que son espíritus humanos, y
todos confundidos seremos la fuerza motora, el rayo vital de la creación, que circula
como un fluido por sus arterias subterráneas.
EL VIENTO.- El agua lame la tierra y vive en el cieno: yo discurro por las regiones
etéreas y vuelo en el espacio sin límites. Sigue los movimientos de tu corazón, deja
que tu alma suba como la llama y las azules espirales del humo. ¡Desdichado el que,
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teniendo alas, desciende a las profundidades para buscar el oro, pudiendo
remontarse a la altura para encontrar amor y sentimiento! Vive oscura como la
violeta, que yo te traeré en un beso fecundo el germen vivificante de otra flor
hermana tuya, y rasgaré las nieblas para que no falte un rayo de sol que ilumine tu
alegría. Vive oscura, vive ignorada, que cuando tu espíritu se desate, yo lo subiré a
las regiones de la luz en una nube roja.
Callaron el viento y el agua, y apareció el gnomo.
El gnomo era como un hombrecillo transparente: una especie de enano de luz,
semejante a un fuego fatuo, que se reía a carcajadas, sin ruido, y saltaba de peña en peña, y
mareaba con su vertiginosa movilidad. Unas veces se sumergía en el agua y continuaba
brillando en el fondo como una joya de mil colores; otras salía a la superficie y agitaba los
pies y las manos, y sacudía la cabeza a un lado y a otro con una rapidez que tocaba en
prodigio.
Marta vio al gnomo y le estuvo siguiendo con la vista extraviada en todas sus
extravagantes evoluciones; y cuando el diabólico espíritu se lanzó al fin por entre las
escabrosidades del Moncayo, como una llama que corre, agitando su cabellera de chispas,
sintió una especie de atracción irresistible y siguió tras él con una carrera frenética.
-¡Magdalena! -decía en tanto el aire que se alejaba lentamente; y Magdalena, paso a
paso y como una sonámbula, guiada en el sueño por una voz amiga, siguió tras la
ráfaga, que iba suspirando por la llanura.
Después todo quedó otra vez en silencio en la oscura alameda, y el viento y el agua
siguieron resonando con los murmullos y los rumores de siempre.
IV
Magdalena tornó al lugar pálida y llena de asombro. A Marta la esperaron en vano
toda la noche.
Cuando llegó la tarde del otro día, las muchachas encontraron un cántaro roto al
borde de la fuente de la alameda. Era el cántaro de Marta, de la cual nunca volvió a saberse.
Desde entonces las muchachas del lugar van por agua tan temprano, que madrugan con el
Sol. Algunas me han asegurado que de noche se ha oído en más de una ocasión el llanto de
Marta, cuyo espíritu vive aprisionado en la fuente. Yo no sé qué crédito dar a esta última
parte de la historia, porque la verdad es que desde entonces ninguno se ha atrevido a
penetrar para oírlo en la alameda después del toque del Ave-María.
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Los ojos verdes
Gustavo Adolfo Bécquer
Hace mucho tiempo que tenía ganas de escribir cualquier cosa con este título. Hoy,
que se me ha presentado ocasión, lo he puesto con letras grandes en la primera cuartilla de
papel, y luego he dejado a capricho volar la pluma.
Yo creo que he visto unos ojos como los que he pintado en esta leyenda. No sé si en
sueños, pero yo los he visto. De seguro no los podré describir tal cuales ellos eran:
luminosos, transparentes como las gotas de la lluvia que se resbalan sobre las hojas de los
árboles después de una tempestad de verano. De todos modos, cuento con la imaginación
de mis lectores para hacerme comprender en este que pudiéramos llamar boceto de un
cuadro que pintaré algún día.
I
-Herido va el ciervo..., herido va... no hay duda. Se ve el rastro de la sangre entre las
zarzas del monte, y al saltar uno de esos lentiscos han flaqueado sus piernas... Nuestro
joven señor comienza por donde otros acaban... En cuarenta años de montero no he visto
mejor golpe... Pero, ¡por San Saturio, patrón de Soria!, cortadle el paso por esas carrascas,
azuzad los perros, soplad en esas trompas hasta echar los hígados, y hundid a los corceles
una cuarta de hierro en los ijares: ¿no veis que se dirige hacia la fuente de los Álamos y si
la salva antes de morir podemos darlo por perdido?
Las cuencas del Moncayo repitieron de eco en eco el bramido de las trompas, el latir
de la jauría desencadenada, y las voces de los pajes resonaron con nueva furia, y el confuso
tropel de hombres, caballos y perros, se dirigió al punto que Iñigo, el montero mayor de los
marqueses de Almenar, señalara como el más a propósito para cortarle el paso a la res.
Pero todo fue inútil. Cuando el más ágil de los lebreles llegó a las carrascas,
jadeante y cubiertas las fauces de espuma, ya el ciervo, rápido como una saeta, las había
salvado de un solo brinco, perdiéndose entre los matorrales de una trocha que conducía a la
fuente.
-¡Alto!... ¡Alto todo el mundo! -gritó Iñigo entonces-. Estaba de Dios que había de
marcharse.
Y la cabalgata se detuvo, y enmudecieron las trompas, y los lebreles dejaron
refunfuñando la pista a la voz de los cazadores.
En aquel momento, se reunía a la comitiva el héroe de la fiesta, Fernando de
Argensola, el primogénito de Almenar.
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-¿Qué haces? -exclamó, dirigiéndose a su montero, y en tanto, ya se pintaba el
asombro en sus facciones, ya ardía la cólera en sus ojos-. ¿Qué haces, imbécil? Ves que la
pieza está herida, que es la primera que cae por mi mano, y abandonas el rastro y la dejas
perder para que vaya a morir en el fondo del bosque. ¿Crees acaso que he venido a matar
ciervos para festines de lobos?
-Señor -murmuró Iñigo entre dientes-, es imposible pasar de este punto.
-¡Imposible! ¿Y por qué?
-Porque esa trocha -prosiguió el montero- conduce a la fuente de los Álamos: la
fuente de los Álamos, en cuyas aguas habita un espíritu del mal. El que osa enturbiar su
corriente paga caro su atrevimiento. Ya la res habrá salvado sus márgenes. ¿Cómo la
salvaréis vos sin atraer sobre vuestra cabeza alguna calamidad horrible? Los cazadores
somos reyes del Moncayo, pero reyes que pagan un tributo. Fiera que se refugia en esta
fuente misteriosa, pieza perdida.
-¡Pieza perdida! Primero perderé yo el señorío de mis padres, y primero perderé el
ánima en manos de Satanás, que permitir que se me escape ese ciervo, el único que ha
herido mi venablo, la primicia de mis excursiones de cazador... ¿Lo ves?... ¿Lo ves?... Aún
se distingue a intervalos desde aquí; las piernas le fallan, su carrera se acorta; déjame...,
déjame; suelta esa brida o te revuelvo en el polvo... ¿Quién sabe si no le daré lugar para que
llegue a la fuente? Y si llegase, al diablo ella, su limpidez y sus habitadores. ¡Sus,
Relámpago!; ¡sus, caballo mío! Si lo alcanzas, mando engarzar los diamantes de mi joyel
en tu serreta de oro.
Caballo y jinete partieron como un huracán. Iñigo los siguió con la vista hasta que
se perdieron en la maleza; después volvió los ojos en derredor suyo; todos, como él,
permanecían inmóviles y consternados.
El montero exclamó al fin:
-Señores, vosotros lo habéis visto; me he expuesto a morir entre los pies de su
caballo por detenerlo. Yo he cumplido con mi deber. Con el diablo no sirven valentías.
Hasta aquí llega el montero con su ballesta; de aquí en adelante, que pruebe a pasar el
capellán con su hisopo.
II
-Tenéis la color quebrada; andáis mustio y sombrío. ¿Qué os sucede? Desde el día,
que yo siempre tendré por funesto, en que llegasteis a la fuente de los Álamos, en pos de la
res herida, diríase que una mala bruja os ha encanijado con sus hechizos. Ya no vais a los
montes precedido de la ruidosa jauría, ni el clamor de vuestras trompas despierta sus ecos.
Sólo con esas cavilaciones que os persiguen, todas las mañanas tomáis la ballesta para
enderezaros a la espesura y permanecer en ella hasta que el sol se esconde. Y cuando la
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noche oscurece y volvéis pálido y fatigado al castillo, en balde busco en la bandolera los
despojos de la caza. ¿Qué os ocupa tan largas horas lejos de los que más os quieren?
Mientras Iñigo hablaba, Fernando, absorto en sus ideas, sacaba maquinalmente
astillas de su escaño de ébano con un cuchillo de monte.
Después de un largo silencio, que sólo interrumpía el chirrido de la hoja al resbalar
sobre la pulimentada madera, el joven exclamó, dirigiéndose a su servidor, como si no
hubiera escuchado una sola de sus palabras:
-Iñigo, tú que eres viejo, tú que conoces las guaridas del Moncayo, que has vivido
en sus faldas persiguiendo a las fieras, y en tus errantes excursiones de cazador subiste más
de una vez a su cumbre, dime: ¿has encontrado, por acaso, una mujer que vive entre sus
rocas?
-¡Una mujer! -exclamó el montero con asombro y mirándole de hito en hito.
-Sí -dijo el joven-, es una cosa extraña lo que me sucede, muy extraña... Creí poder
guardar ese secreto eternamente, pero ya no es posible; rebosa en mi corazón y asoma a mi
semblante. Voy, pues, a revelártelo... Tú me ayudarás a desvanecer el misterio que
envuelve a esa criatura que, al parecer, sólo para mí existe, pues nadie la conoce, ni la ha
visto, ni puede dame razón de ella.
El montero, sin despegar los labios, arrastró su banquillo hasta colocarse junto al
escaño de su señor, del que no apartaba un punto los espantados ojos... Éste, después de
coordinar sus ideas, prosiguió así:
-Desde el día en que, a pesar de sus funestas predicciones, llegué a la fuente de los
Álamos, y, atravesando sus aguas, recobré el ciervo que vuestra superstición hubiera dejado
huir, se llenó mi alma del deseo de soledad.
Tú no conoces aquel sitio. Mira: la fuente brota escondida en el seno de una peña, y
cae, resbalándose gota a gota, por entre las verdes y flotantes hojas de las plantas que
crecen al borde de su cuna. Aquellas gotas, que al desprenderse brillan como puntos de oro
y suenan como las notas de un instrumento, se reúnen entre los céspedes y, susurrando,
susurrando, con un ruido semejante al de las abejas que zumban en torno a las flores, se
alejan por entre las arenas y forman un cauce, y luchan con los obstáculos que se oponen a
su camino, y se repliegan sobre sí mismas, saltan, y huyen, y corren, unas veces con risas;
otras, con suspiros, hasta caer en un lago. En el lago caen con un rumor indescriptible.
Lamentos, palabras, nombres, cantares, yo no sé lo que he oído en aquel rumor cuando me
he sentado solo y febril sobre el peñasco a cuyos pies saltan las aguas de la fuente
misteriosa, para estancarse en una balsa profunda cuya inmóvil superficie apenas riza el
viento de la tarde.
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Todo allí es grande. La soledad, con sus mil rumores desconocidos, vive en aquellos
lugares y embriaga el espíritu en su inefable melancolía. En las plateadas hojas de los
álamos, en los huecos de las peñas, en las ondas del agua, parece que nos hablan los
invisibles espíritus de la Naturaleza, que reconocen un hermano en el inmortal espíritu del
hombre.
Cuando al despuntar la mañana me veías tomar la ballesta y dirigirme al monte, no
fue nunca para perderme entre sus matorrales en pos de la caza, no; iba a sentarme al borde
de la fuente, a buscar en sus ondas... no sé qué, ¡una locura! El día en que saltó sobre ella
mi Relámpago, creí haber visto brillar en su fondo una cosa extraña.., muy extraña..: los
ojos de una mujer.
Tal vez sería un rayo de sol que serpenteó fugitivo entre su espuma; tal vez sería
una de esas flores que flotan entre las algas de su seno y cuyos cálices parecen
esmeraldas...; no sé; yo creí ver una mirada que se clavó en la mía, una mirada que
encendió en mi pecho un deseo absurdo, irrealizable: el de encontrar una persona con unos
ojos como aquellos. En su busca fui un día y otro a aquel sitio.
Por último, una tarde... yo me creí juguete de un sueño...; pero no, es verdad; le he
hablado ya muchas veces como te hablo a ti ahora...; una tarde encontré sentada en mi
puesto, vestida con unas ropas que llegaban hasta las aguas y flotaban sobre su haz, una
mujer hermosa sobre toda ponderación. Sus cabellos eran como el oro; sus pestañas
brillaban como hilos de luz, y entre las pestañas volteaban inquietas unas pupilas que yo
había visto..., sí, porque los ojos de aquella mujer eran los ojos que yo tenía clavados en la
mente, unos ojos de un color imposible, unos ojos...
-¡Verdes! -exclamó Iñigo con un acento de profundo terror e incorporándose de un
golpe en su asiento.
Fernando lo miró a su vez como asombrado de que concluyese lo que iba a decir, y
le preguntó con una mezcla de ansiedad y de alegría:
-¿La conoces?
-¡Oh, no! -dijo el montero-. ¡Líbreme Dios de conocerla! Pero mis padres, al
prohibirme llegar hasta estos lugares, me dijeron mil veces que el espíritu, trasgo, demonio
o mujer que habita en sus aguas tiene los ojos de ese color. Yo os conjuro por lo que más
améis en la tierra a no volver a la fuente de los álamos. Un día u otro os alcanzará su
venganza y expiaréis, muriendo, el delito de haber encenagado sus ondas.
-¡Por lo que más amo! -murmuró el joven con una triste sonrisa.
-Sí -prosiguió el anciano-; por vuestros padres, por vuestros deudos, por las
lágrimas de la que el Cielo destina para vuestra esposa, por las de un servidor, que os ha
visto nacer.
252
©Oscar Pizarro González 2011
-¿Sabes tú lo que más amo en el mundo? ¿Sabes tú por qué daría yo el amor de mi
padre, los besos de la que me dio la vida y todo el cariño que pueden atesorar todas las
mujeres de la tierra? Por una mirada, por una sola mirada de esos ojos... ¡Mira cómo podré
dejar yo de buscarlos!
Dijo Fernando estas palabras con tal acento, que la lágrima que temblaba en los
párpados de Iñigo se resbaló silenciosa por su mejilla, mientras exclamó con acento
sombrío:
-¡Cúmplase la voluntad del Cielo!
III
-¿Quién eres tú? ¿Cuál es tu patria? ¿En dónde habitas? Yo vengo un día y otro en
tu busca, y ni veo el corcel que te trae a estos lugares ni a los servidores que conducen tu
litera. Rompe de una vez el misterioso velo en que te envuelves como en una noche
profunda. Yo te amo, y, noble o villana, seré tuyo, tuyo siempre.
El sol había traspuesto la cumbre del monte; las sombras bajaban a grandes pasos
por su falda; la brisa gemía entre los álamos de la fuente, y la niebla, elevándose poco a
poco de la superficie del lago, comenzaba a envolver las rocas de su margen.
Sobre una de estas rocas, sobre la que parecía próxima a desplomarse en el fondo de
las aguas, en cuya superficie se retrataba, temblando, el primogénito Almenar, de rodillas a
los pies de su misteriosa amante, procuraba en vano arrancarle el secreto de su existencia.
Ella era hermosa, hermosa y pálida como una estatua de alabastro. Y uno de sus
rizos caía sobre sus hombros, deslizándose entre los pliegues del velo como un rayo de sol
que atraviesa las nubes, y en el cerco de sus pestañas rubias brillaban sus pupilas como dos
esmeraldas sujetas en una joya de oro.
Cuando el joven acabó de hablarle, sus labios se removieron como para pronunciar
algunas palabras; pero exhalaron un suspiro, un suspiro débil, doliente, como el de la ligera
onda que empuja una brisa al morir entre los juncos.
-¡No me respondes! -exclamó Fernando al ver burlada su esperanza-. ¿Querrás que
dé crédito a lo que de ti me han dicho? ¡Oh, no!... Háblame; yo quiero saber si me amas; yo
quiero saber si puedo amarte, si eres una mujer...
-O un demonio... ¿Y si lo fuese?
El joven vaciló un instante; un sudor frío corrió por sus miembros; sus pupilas se
dilataron al fijarse con más intensidad en las de aquella mujer, y fascinado por su brillo
fosfórico, demente casi, exclamó en un arrebato de amor:
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©Oscar Pizarro González 2011
-Si lo fueses.:., te amaría..., te amaría como te amo ahora, como es mi destino
amarte, hasta más allá de esta vida, si hay algo más de ella.
-Fernando -dijo la hermosa entonces con una voz semejante a una música-, yo te
amo más aún que tú me amas; yo, que desciendo hasta un mortal siendo un espíritu puro.
No soy una mujer como las que existen en la Tierra; soy una mujer digna de ti, que eres
superior a los demás hombres. Yo vivo en el fondo de estas aguas, incorpórea como ellas,
fugaz y transparente: hablo con sus rumores y ondulo con sus pliegues. Yo no castigo al
que osa turbar la fuente donde moro; antes lo premio con mi amor, como a un mortal
superior a las supersticiones del vulgo, como a un amante capaz de comprender mi caso
extraño y misterioso.
Mientras ella hablaba así, el joven absorto en la contemplación de su fantástica
hermosura, atraído como por una fuerza desconocida, se aproximaba más y más al borde de
la roca.
La mujer de los ojos verdes prosiguió así:
-¿Ves, ves el límpido fondo de este lago? ¿Ves esas plantas de largas y verdes hojas
que se agitan en su fondo?... Ellas nos darán un lecho de esmeraldas y corales..., y yo..., yo
te daré una felicidad sin nombre, esa felicidad que has soñado en tus horas de delirio y que
no puede ofrecerte nadie... Ven; la niebla del lago flota sobre nuestras frentes como un
pabellón de lino...; las ondas nos llaman con sus voces incomprensibles; el viento empieza
entre los álamos sus himnos de amor; ven..., ven.
La noche comenzaba a extender sus sombras; la luna rielaba en la superficie del
lago; la niebla se arremolinaba al soplo del aire, y los ojos verdes brillaban en la oscuridad
como los fuegos fatuos que corren sobre el haz de las aguas infectas... Ven, ven... Estas
palabras zumbaban en los oídos de Fernando como un conjuro. Ven... y la mujer misteriosa
lo llamaba al borde del abismo donde estaba suspendida, y parecía ofrecerle un beso..., un
beso...
Fernando dio un paso hacía ella..., otro..., y sintió unos brazos delgados y flexibles
que se liaban a su cuello, y una sensación fría en sus labios ardorosos, un beso de nieve..., y
vaciló..., y perdió pie, y cayó al agua con un rumor sordo y lúgubre.
Las aguas saltaron en chispas de luz y se cerraron sobre su cuerpo, y sus círculos de
plata fueron ensanchándose, ensanchándose hasta expirar en las orillas.
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©Oscar Pizarro González 2011
Pequeña parábola de “Chindo” perro de ciego
Camilo José Cela
―Chindo‖ es un perrillo de sangre ruin y de nobles sentimientos. Es rabón y tiene la
piel sin lustre, corta la alzada, flácidas las orejas. ―Chindo‖ es un perro hospiciano y
sentimental, arbitrario y cariñoso, pícaro a la fuerza, errabundo y amable, como los grises
gorriones de la ciudad. ―Chindo‖ tiene el aire, entre alegre e inconsciente, de los niños
pobres, de los niños que vagan sin rumbo fijo, mirando para el suelo en busca de la peseta
que alguien, seguramente, habrá perdido ya.
―Chindo‖, como todas las criaturas del Señor, vive de lo que cae del cielo, que a
veces es un mendrugo de pan, en ocasiones una piltrafa de carne, de cuando en cuando un
olvidado resto de salchichón, y siempre, gracias a Dios, una sonrisa que sólo ―Chindo‖ ve.
―Chindo‖, con la conciencia tranquila y el mirar adolescente, es perro entendido en
hombres ciegos, sabio en las artes difíciles del lazarillo, compañero leal en la desgracia y en
la obscuridad, en las tinieblas y en el andar sin fin, sin objeto y con resignación.
El primer amo de ―Chindo‖, siendo ―Chindo‖ un cachorro, fue un coplero barbudo y
sin ojos, andariego y decidor, que se llamaba Josep, y era, según decía, del caserío de Soley
Avall, en San Juan de las Abadesas y a orillas de un río Ter niño todavía.
Josep, con su porte de capitán en desgracia, se pasó la vida cantando por el
Ampurdán y la Cerdaña, con su voz de barítono montaraz, un romance andarín que
empezaba diciendo:
Si t´agrada córrer mon,
algun dia, sense pressa,
emprèn la llarga travessa
de Ribes a Camprodon,
passant per Caralps i Núria,
per Nou Creus, per Ull de Ter
i Setcases, el primer
llogaret de la planúria.
―Chindo‖, al lado de Josep, conoció el mundo de las montañas y del agua que cae
rodando por las peñas abajo, rugidora como el diablo preso de las zarzas y fría como la
mano de las vírgenes muertas. ―Chindo‖, sin apartarse de su amo mendigo y trotamundos,
supo del sol y de la lluvia, aprendió el canto de las alondras y del minúsculo aguzanieves,
se instruyó en las artes del verso y de la orientación, y vivió feliz durante toda su juventud.
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©Oscar Pizarro González 2011
Pero un día… Como en fábulas desgraciadas, un día Josep, que era ya muy viejo, se
quedó dormido y ya no se despertó más. Fue en la Font de Sant Gil, la que está sota un
capelló gentil.
―Chindo‖ aulló con el dolor de los perros sin amo ciego a quien guardar, y los
montes le devolvieron su frío y desconsolado aullido. A la mañana siguiente, unos hombres
se llevaron el cadáver de Josep encima de un burro manso y de color ceniza, y ―Chindo‖, a
quien nadie miró, lloró su soledad en medio del campo, la historia -la eterna historia de los
dos amigos Josep y ―Chindo‖- a sus espaldas y por delante, como en la mar abierta, un
camino ancho y misterioso.
¿Cuánto tiempo vagó ―Chindo‖, el perro solitario, desde la Seo a Figueras, sin amo
a quien servir, ni amigo a quien escuchar, ni ciego a quien pasar los puentes como un
ángel? ―Chindo‖contaba el tránsito de las estaciones en el reloj de los árboles y se veía
envejecer -¡once años ya!- sin que Dios le diese la compañía que buscaba.
Probó a vivir entre los hombres con ojos en la cara, pero pronto adivinó que los
hombres con ojos en la cara miraban de través, siniestramente, y no tenían sosiego en le
mirar del alma. Probó a deambular, como un perro atorrante y sin principios, por las
plazuelas y por las callejas de los pueblos grandes -de los pueblos con un registrador, dos
boticarios y siete carnicerías- y al paso vio que, en los pueblos grandes, cien perros se
disputaban a dentelladas el desmedrado hueso de la caridad. Probó a echarse al monte,
como un bandolero de los tiempos antiguos, como un José María el Tempranillo, a pie y en
forma de perro, pero el monte le acuñó en su miedo, la primera noche, y lo devolvió al
caserío con los sustos pegados al espinazo, como caricias que no se olvidan.
―Chindo‖, con gazuza y sin consuelo, se sentó al borde del camino a esperar que la
marcha del mundo lo empujase adonde quisiera, y, como estaba cansado, se quedó dormido
al pie de un majuelo lleno de bolitas rojas y brillantes como si fueran de cristal.
Por un sendero pintado de color azul bajaban tres niñas ciegas con la cabeza
adornada con la pálida flor del peral. Una niña se llamaba María, la otra Nuria y la otra
Montserrat. Como era el verano y el sol templaba el aire de respirar, las niñas ciegas vestían
trajes de seda, muy endomingados, y cantaban canciones con una vocecilla amable y de
cascabel.
―Chindo‖, en cuanto las vio venir, quiso despertarse, para decirles:
-Gentiles señoritas, ¿quieren que vaya con ustedes para enseñarles dónde hay un
escalón, o dónde empieza el río, o dónde está la flor que adornará sus cabezas? Me llamo
―Chindo‖, estoy sin trabajo y, a cambio de mis artes, no pido más que un poco de
conversación.
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©Oscar Pizarro González 2011
―Chindo‖ hubiera hablado como un poeta de la Edad Media. Pero ―Chindo‖ sintió
un frío repentino. Las tres niñas ciegas que bajaban por un sendero pintado de azul se
fueron borrando tras una nube que cubría toda la tierra.
―Chindo‖ ya no sintió frío. Creyó volar, como un leve vilano, y oyó una voz amiga
que cantaba:
Si t´agrada córrer mon, algun dia, sense pressa…
―Chindo‖, el perrillo de sangre ruin y de nobles sentimientos, estaba muerto al pie
del majuelo de rojas y brillantes bolitas que parecían de cristal.
Alguien oyó sonar por el cielo las ingenuas trompetas de los ángeles más jóvenes.
El amor propio de Juanito Osuna
Miguel Delibes
Eso sí, Juanito Osuna es amigo de sus amigos; créame, es un tipo estupendo. Le
contaría de él y no acabaría. Juanito Osuna se entera en París de que uno está en un aprieto
en Madrid y se coge el primer avión. Eso, fijo. Nada le digo en lo tocante a dinero. Ya de
chico era igual. Mi amistad con Juanito Osuna viene desde que éramos así. Es un caso de
voluntad este muchacho. ¿Qué? Sí, ahora andará por los cincuenta y uno. Es un tipo
estupendo, Juanito. Y habrá usted notado que es fuerte. De muchacho ya era así. De un
mamporro tumbaba al más guapo. ¡Qué manos! Son como mazas. Lo habrá usted advertido.
En el Colegio, el profesor de gimnasia se sentía disminuido. Ejercicio que proponía, Juanito
Osuna lo mejoraba. ¡Había que verle en las salidas de paralelas! Ahora ha engordado un
poco, pero sigue fuerte el condenado. Se habrá usted fijado en las manos. Dan miedo. Eso
sí, nunca las empleó con ventaja. Juanito tiene un exacto sentido de la justicia. Pero por
encima de todo, incluso de la justicia, pone Juanito Osuna la amistad. Juanito Osuna se
entera en París de que está usted en un aprieto en Madrid y se agarra, sin más, el primer
avión. Yo con Juanito Osuna, qué le voy a decir, una amistad fraternal. Anduvimos juntos
desde que nacimos. Juanito Osuna es hijo de uno de los más grandes terratenientes
extremeños, don Donato Osuna. Ella era hija de la Marquesa de Encina; un Osuna con una
Castro-Bembibre; dos fortunas. Ella era una mujer original, pero estaba completamente
loca; le daba miedo dormirse; era capaz de traer en jaque a toda la casa con tal de no
acostarse. Así ha salido Juanito.
Juanito Osuna lo que quiera de generosidad y corrección, pero está completamente
loco. Es una pena que no se quede usted más tiempo; le conocería bien. Esto de hoy no ha
sido más que una muestra. Pero Juanito las gasta así. Cuando la guerra lo pasó mal. Salvó
la piel gracias al hijo de un criado a quien don Donato Osuna hizo operar por su cuenta en
la mejor clínica de Madrid. Créame, los Osuna nunca miraron el dinero. Si usted saca una
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©Oscar Pizarro González 2011
conversación en que se roce el dinero delante de Juanito Osuna, le dirá que es una
ordinariez. Pero en la guerra lo pasó mal. Tuvo mala suerte, le requisaron los dos coches y
él anduvo movilizado. Mal. Pasó muchas privaciones. ¿Eh? Sí, creo que en Sanidad, pero
de soldado raso, no se vaya usted a pensar. Imagínese a un Osuna con el caqui, un
despropósito. Lo pasó mal; verdaderamente mal. Pero él es fuerte. Ya ve, a los cincuenta y
uno continúa haciendo gimnasia sueca todas las mañanas. Juanito Osuna es un caso de
voluntad. Y es fuerte. ¿Ha reparado usted en sus manos? La escopeta entre ellas parece una
estilográfica. Y tira bien, el condenado. No voy a negar la evidencia. En Mérida yo le he
visto, no es que hable por hablar, que lo he visto yo, hacer treinta pichones sin cero a treinta
metros. No creo que esta marca la mejore Teba siquiera. Claro que un día es un día. Yo, en
una ocasión, sin homologación, hice treinta y dos. Esto no quiere decir nada. Juanito Osuna
es un gran tirador, pero el amor propio le perjudica. Desde luego, Juanito es un tipo
estupendo, pero está completamente loco. El mes pasado asistió a veintidós cacerías,
algunas distanciadas entre sí más de doscientos kilómetros. ¿Cómo? Sí, naturalmente,
un Mercedes de aquí hasta allá. ElMercedes anda mucho. Pero de todos modos veintidós
batidas en treinta días es un disparate. Fallan los nervios, se altera el pulso... Siento que no
se quede usted más tiempo, le conocería bien. Por otro lado, es como un muchacho. De que
ve venir la barra de perdices, antes de matar la primera, se pone temblón como un novato.
En el tiro le pasa igual. Luego coge el tranquillo y un pájaro detrás de otro... Tira bien,
desde luego. Ahora, eso de que sea la primera escopeta de la provincia... Pero, además, lo
que yo digo, esto de tirar mejor o peor, no tiene importancia. Lo importante, creo yo, es
salir al campo y tomar el aire. Bueno, pues a Juanito Osuna no le vaya usted con ésas. Ya le
vio hoy. Y le anticipo que Juanito es un amigo como no habrá otro. A Juanito Osuna le
dicen en París que usted anda en un aprieto en Madrid y se agarra el primer avión aunque
tenga que maniatar a la azafata. Es un gran muchacho. Ahora, el amor propio le ciega. Ya
le vio usted hoy. No quiere enterarse de que a mí el matar o no matar me trae sin cuidado.
Bueno, pues habrá que oírle ahora en el Club. Julia, le digo a este señor que habrá que oír a
Juanito Osuna ahora en el Club. No quiera usted saber. Ya le oyó en el bar. «¡Cuarenta y
siete pájaros contra veintitrés, Paquito!» ¿Le oía usted? Bueno. Bien. Otra vez será al revés.
Y con más frecuencia de lo que él quisiera: lo de hoy no es normal. Y no es que yo presuma
de tirador, la verdad. Ahora, modestia aparte, yo, en batida, mato todo lo que entre para
matarse. Pero no hago de esto una cuestión de amor propio. Yebes me elogió una vez en
el ABC. Bueno, no me han salido plumas por ello. A propósito del artículo de Yebes, tenía
usted que haber visto a Juanito Osuna cuando se lo dieron a leer en una batida al día
siguiente. Ji, ji, ji. Se puso loco. No había quien le contuviera. Yo no lo tomaba en serio. A
mí, el matar o no matar, me trae sin cuidado, ya me conoce usted. Pero empezaron todos
con el pitorreo y él acabó por decirme que cada uno teníamos una escopeta en la mano y
cuando quisiera. Ji, ji, ji. ¡Buen muchacho Juanito! Lástima que esté completamente loco.
Usted le ha visto esta tarde. Julia, este señor te puede decir el plan de Juanito esta tarde:
«¡Cuarenta y siete pájaros contra veintitrés, Paquito!» A voces por las calles. Y voy y le
digo: «Estos días traerán otros», y él, entonces, que el día que yo le echaba mano era por
una perdiz o dos, mientras que él hoy me había más que doblado la cifra. Ya ves, como si
esto para mí fuera una cuestión vital. ¡Con su pan se lo coma! A mí, la verdad, no me da
frío ni calor, pero me fastidia que se ponga en ese plan delante de los batidores y toda la
ralea. Para qué voy a darle más vueltas, Julia, como el día de las pitorras. ¿Te acuerdas del
día de las pitorras en la sierra? Pues el mismo plan. Ahora, no se vaya usted a pensar que yo
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©Oscar Pizarro González 2011
no estime a Juanito Osuna. No hay en Extremadura un tipo mejor que él. ¿Eh? ¿Cómo? Sí,
creo que ocho. ¿Son ocho o nueve, Julia? Ocho, ocho tiene, tres varones y cinco
muchachas. Eso. Y con los chicos no quiera usted saber. A usted, ¿qué le decía? ¿Qué le
decía, eh? Que los picadillos con los muchachos eran fingidos, ¿verdad? Eso dice a todo el
que llega. Julia, ¿oyes? Que los picadillos con los muchachos son de mentirijillas. Mire, yo
he visto a Juanito Osuna, y de esto no hará más de dos temporadas, ponerse temblón porque
Jorgito le sacó dos piezas en la primera batida. ¿Qué le parece? Jorgito es el mayor de la
serie. Es un buen rapaz, pero está completamente loco. Ahora anda metido en un estudio
sobre la justicia o la injusticia del latifundio. Ya ve usted qué le irá a él que el latifundio sea
justo o no lo sea. Es un tímido, eso le pasa. Eso sí, orgullo y amor propio como su padre; si
va a cazar es para ser el primero. Y usted ha visto cómo han rodado hoy las cosas. Yo no
creo que sea inmodesto si digo que he matado todo lo que podía matarse. ¿Podría decir
Juanito Osuna lo mismo? La primera batida todavía. Ahí la perdiz, usted lo vio, entró
repartida. Tiramos todos. Bueno, pues Juanito se apuntó diez y yo nueve. Luego, ya lo vio
usted. De punta, volviendo el cerro, y cargando aire. Es un puesto de castigo, ése. Si no
disparo la escopeta, ¿cómo voy a matar? Eso no es posible. Pero no le vaya usted con
razones a Juanito Osuna. Usted le oyó esta tarde como un energúmeno: «¡Cuarenta y siete
pájaros contra veintitrés, Paquito!» A estas horas toda la ciudad andará en lenguas. ¡Y
todavía pretendía que fuera con él al Club! Tú sabes, Julia, lo que es Juanito en el Club el
día que cobra más que yo. Oye, Julia, por favor, dile a este señor cómo se puso Juanito el
día de las pitorras. Créame, el día que mata se pone inaguantable. Y es el cochino amor
propio. Porque a mí, si acepto una batida, es por tomar el aire y aguantar en forma. Matar o
no matar es secundario. Si se mata, bien. Si no se mata, también. Pero él... Habrá que oírle
ahora. Me juego la cabeza a que toda la ciudad está enterada a estas horas de que me ha
doblado los pájaros. ¡Figúrese qué tontería! Cincuenta y un años y es como un muchacho.
Y en la tercera batida ya lo vio usted. La del canchal, quiero decir. Bueno. Empecemos
porque un cancho pelado no es un puesto envidiable. O asomas y te ven o no asomas y no
la ves. Así y todo, usted lo presenció, derribé cinco. Pero perdices redondas como hay que
matarlas. Bueno, salgo con Carmelo y no tropezamos más que tres. Las otras dos habían
volado. Lo que pasa es que los secretarios de Pepe Vega, ya le ha conocido usted, el
otorrinolaringólogo, andaban más despabilados. La caza es así.
Este Pepe Vega es un médico estupendo, pero como cazador es un chambón. No
creo que en ninguna batida haya hecho más de diez. Y hoy va y me saca siete pájaros.
¿Vamos a decir por eso que Pepito Vega las sujeta mejor que yo? Le digo a este señor de
Pepito, Julia. Pepito Vega es un buen muchacho, pero está completamente loco. Si no
tuviera usted tanta prisa le conocería a fondo. Y le advierto que Pepito Vega, donde le ve
usted con esa apariencia de truhán, es de una de las mejores familias de por aquí. Veguita,
padre, tenía título. ¿Qué título tenía el padre de Pepito, Julia? No recuerdo ahora. Lo cierto
es que este chico ha derrochado en whisky tres dehesas de más de tres mil fanegas cada una;
bueno, pues Pepito Vega tiene ese récord. Y hablando de whisky, Juanito Osuna tampoco se
queda atrás. Es una esponja. Juanito bebe como un cosaco. Eso sí, jamás le he visto dar un
traspiés. Juanito Osuna tiene una naturaleza envidiable. Es fuerte como un toro. .¿Ha
reparado usted en sus manos? Son como palas; pero tenga por seguro que nunca las empleó
con ventaja. ¡Habrá que verle ahora pavoneándose en el Club! Usted le oyó esta tarde, en el
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©Oscar Pizarro González 2011
bar: «¡Cuarenta y siete pájaros contra veintitrés, Paquito!» Yo no es que vaya a discutirle
que tire bien. Discutir eso sería tonto. Ahora, cuando Yebes dijo lo que dijo en ABC tendría
algún fundamento, creo yo. Yebes conoce el paño y nunca habla a humo de pajas. Y Yebes
estuvo precisamente en la batida de Granadilla, con Teba y toda la pesca. Aquel día las
cosas rodaron bien y quedé a dos pájaros de Teba. Usted ha visto tirar a Teba, supongo.
Julia, este señor no vio tirar nunca a Teba. Es un espectáculo, créame. A uno le entra la
barra y se pone temblón. Teba, no. Teba sujeta dos pájaros por delante y dos por detrás,
como mínimo. Si le dijera que hay quien asiste a una batida con Teba y no tira sólo por el
placer de verle tirar a él. Bueno, pues Yebes asistió a la batida de Granadilla y me sacó en
el ABC. A Juanito Osuna le mostraron el recorte en la cacería siguiente y le llevaban los
demonios. Cómo andarían las cosas, que terminó diciéndome que cada uno teníamos una
escopeta en la mano y cuando quisiera. Ji, ji, ji. Juanito es un gran muchacho, pero está
completamente loco. ¿No es cierto, Julia, que Juanito Osuna está completamente loco? Ya
le vio usted hoy. A voces por las calles. En cambio, cuando yo quedo por delante, se
amurria como si tuviera encima una desgracia. ¿Eh, cómo dice? ¿Cazando? Toda la vida.
Juanito Osuna no hizo otra cosa en su vida que pegar tiros. En la guerra lo pasó mal. Le
requisaron los dos coches y le movilizaron. ¿Cómo? Julia, ¿fue en Sanidad o en Intendencia
donde anduvo Juanito durante la guerra? Bueno, es igual. El caso es que lo movilizaron.
Pasó una mala temporada. Pero fuera de eso no ha hecho otra cosa que pegar tiros. Ahora
que recuerdo, Juanito tenía un tío general. Un tipo pintoresco. No era mala persona, pero
estaba completamente loco. Anduvo por la parte de Don Benito. Contaban que dormía con
las condecoraciones prendidas en la colcha. Un tipo divertido... Sí, era un tipo divertido el
general aquel. Yo no sé qué fue de él. Seguramente murió. No me acuerdo ni de su nombre.
A Juanito le ayudó mucho aquella temporada. Todos, en realidad, han ayudado siempre a
Juanito. Puede decirse que es un muchacho mal criado. Todo el mundo, desde chico, a
reírle las gracias. De ahí, seguramente, su amor propio. Usted le vio esta tarde. Era como
para matarle o dejarle. ¡Y aún tenía la pretensión, el botarate, de que fuésemos con él al
Club! Es una pena que usted no se quede más tiempo. Llegaría a conocerle. ¡Si le
pudiéramos ver ahora por una rendija! ¿Eh, Julia? Digo que si pudiéramos ver a Juanito
Osuna por una rendija ahora, en el Club. Estará imposible. Se habrá sacudido media docena
de whiskys y sus cuarenta y siete perdices se las habrá refrotado cuarenta y siete veces por
la nariz a la concurrencia. Y lo malo es que, detrás, irán las veintitrés mías. Sus cuarenta y
siete pájaros sin los veintitrés míos no tienen ningún valor para él. Habrá que oírle. Y usted
ha sido testigo. A mí, si me quitan la primera batida, la cuarta y la sexta, prácticamente no
he disparado la escopeta. He matado lo matable; lo que entraba para matarse. Nada más. Y,
además, lo he matado como había que matarlo. ¿Reparó usted en la segunda batida aquellas
tres que le cayeron a Juanito alicortas? Eso no es matar. Matar es hacer una bola con la
perdiz. Perdiz que no suelta plumas en el aire no es perdiz matada. La perdiz alicorta se ha
encontrado un perdigón. Eso es todo. Pero eso no es matar. Bueno, pues me juego la cabeza
a que a Juanito le han cobrado hoy sus secretarios más de una docena de piezas alicortas.
¿Qué te parece, Julia? Más de una docena, alicortas. Así. Si se las restas le quedan treinta y
cinco.
Añade a las veintitrés mías las dos del tercer ojeo, el del canchal, usted las recuerda,
más las siete u ocho que entre Pepito Vega y Floro Gilsanz me han quitado a izquierda y
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©Oscar Pizarro González 2011
derecha y las tres perdidas en las dos últimas batidas y me salen treinta y seis, una más que
Juanito Osuna. Esta es la realidad. Usted es testigo. Parto de la base de que a mí matar más
o menos no me importa. Yo salgo al campo a respirar. Pero lo que es de justicia es de
justicia y usted lo ha visto. Es una lástima que no se quede más tiempo. Si se quedara
podría asistir a la revancha. Ya me gustaría que viera usted a Juanito Osuna en un día de
vacas flacas. Se encoge como un perro apaleado. Entonces es la mala suerte, o que no ha
tirado, o que la batida estaba mal organizada. Él siempre encuentra disculpas. ¿Eh, Julia?
Le digo de Juanito que cuando no mata, siempre hay una razón. No se me olvidará nunca el
día de las tórtolas en el Cornadillo. Ji, ji, ji. Y ese día no podrá decir. Tiramos el mismo
número de cartuchos. Bueno, pues cincuenta por treinta y seis. Ahí no hay vuelta de hoja. Y
es que la caza es así. Que él mate hoy más que yo no quiere decir nada. Ya ve, Yebes en
Granadilla nos vio a él y a mí. Bueno, pues en el ABC sólo me mentó a mí. Y no es que yo
vaya a pensar que soy por eso mejor tirador que él. No. La caza es eso. Y hoy yo y mañana
tú. Prácticamente, yo no he tirado hoy en tres batidas. De punta y cargando aire, no se
puede pensar en matar. Usted lo ha visto, y si le pone un promedio de ocho perdices por
batida, pues ya estoy a su altura. Y no hay más. O me quita usted de al lado a Pepito Vega y
Floro Gilsanz, que se apuntaban las mías, y son una pila de perdices más. Florito Gilsanz ya
sabe usted quién es, ese grueso de las alpargatas. Bueno, pues este muchacho no pega
ordinariamente un baúl y hoy, ya lo ha visto usted, veinte perdices. Casi las mías. El bueno
de Florito... Es pena que usted tenga que marchar mañana. De Florito Gilsanz podríamos
hablar toda una noche. Es un tipo. Tiene una dehesa, El Chorlito, de la parte de la Sierra,
que es la más bonita de Extremadura. Me gustaría que asistiera usted a esa batida. Alfonso
XIII corrió los jabalíes una vez, allí, de noche. Eran unas cazatas aquellas como para
romperse la crisma. Pero le decía de Florito... Florito Gilsanz, metido en juerga, es lo más
salado que usted puede imaginar. Oye, Julia, Florito, digo. Para que usted se dé cuenta,
Florito, una vez caldeado, rompe los frascos del whisky y se pasea descalzo sobre los
cascotes como si tal cosa. Es como un faquir. Ni sangra, ni se araña, ni nada. Este
muchacho podría muy bien ganarse la vida en el circo. Un buen tipo, Florito. Lástima que
esté completamente loco. Es de los que andan siempre con las pastillas y eso. El bueno de
Florito Gilsanz. Bueno, ya no sé adonde íbamos a parar. ¿Qué es lo que yo iba a decir,
Julia? ¡Ah! Bueno, eso, Florito Gilsanz es un excelente muchacho, como le digo, pero de
caza, cero. El va al campo a comer y a beber y a reír un rato con los amigos. Lo demás le
importa un rábano. Bueno, pues hoy, usted lo vio, veinte perdices. Más o menos, las mías.
¿Qué quiere decir eso? Sencillamente que Florito tuvo el santo de cara y yo le tuve de
espaldas. Pero váyale usted a Juanito Osuna con estas historias. «¡Cuarenta y siete perdices
contra veintitrés, Paquito!» Usted le oyó. Como un energúmeno. Oye, Julia, que no es que
lo diga yo, pero me gustaría que hubieras visto a Juanito, como un loco, a veces, por las
calles. Eso mismo, su histeria, le demuestra a usted que no está acostumbrado a esta
ventaja. Lo que siento es que se marche usted sin ver la otra cara de la luna. Me gustaría
que viese a Juanito Osuna en barrena. Pero, por otra parte, este pique no conduce a nada. A
mí me trae sin cuidado una perdiz más o una perdiz menos, ya lo sabe usted. Pero él... Julia,
¿cómo es Juanito para esto de la caza? ¡Díselo, anda! Y figúrese usted si hay cosas
importantes en la vida. Bueno, pues no; para Juanito Osuna, la caza lo primero. Y todo el
día de Dios incordiando y liando. La de hoy ha sido buena, pero me gustaría que le hubiera
visto el día de las pitorras, en la Sierra. ¡Dios del cielo! Y no se piense usted que con hoy se
acabe. Hasta la próxima batida tendremos murga. ¡Y no quiero decirle si en la próxima
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©Oscar Pizarro González 2011
tengo la suerte de hoy y Juanito vuelve a quedar por delante! Espero que Dios no lo
permita. Julia, le digo a este señor que qué sería de mí si en la próxima batida vuelvo a
tener el santo de espaldas. Eso sería horrible. ¿Miraba usted a la niña? Sí, a la que pone la
mesa, digo. Le parece una mujer, ¿verdad? Pues catorce años. Aquí las muchachas son así.
Es la hija del pastor que anda en el chozo. Buena persona, pero un animal de bellota.
Anastasio, digo, Julia, ¿eh? Un tipo serio, previsor, pero le escarba usted un poco... y loco
de remate. ¿Qué dirá que hace con la lana de sus ovejas? ¿Eh, Julia? La lana de sus ovejas,
digo. ¡La guarda! ¿Y sabe usted para qué? Para hacer el colchón de las muchachas el día
que se casen. Esa, la niña, es la mayor. ¡Hágase cargo! Las otras van detrás y tiene cuatro.
Aquí la gente es así. Julia se empeña en dialogar con ellos, pero es mejor dejarles. Y le
prevengo que Juanito Osuna si en vez de nacer donde ha nacido nace en otro medio,
hubiera sido lo mismo, como éstos. ¡Igual! Ya le ha visto usted hoy con las perdices.
Volvemos a Juanito, Julia. ¿Cenar? Cuando quieras. Vamos a cenar si a usted no le
importa. Estará usted cansado, claro. No estando acostumbrado, el campo aplana. Pase,
pase. Pues del bueno de Juanito Osuna le estaría hablando una vida y no acabaría. Y amigo
lo es de los de verdad, eso que conste. A Juanito le dicen en París que uno anda en Madrid
en un aprieto y se agarra el primer avión aunque tenga que amenazar al piloto. ¿Eh, Julia?
Juanito, digo. Siente, siéntese. Juanito Osuna, defectos aparte, y todos tenemos defectos, es
un tipo estupendo; lástima que esté completamente loco.
El regreso
Rafael Diste
Sentada al amor de la lumbre, donde un pequeño fuego todavía se esfuerza en
hacerle compañía, la vieja Resenda tiene fijo el pensamiento en lejanos recuerdos, y puede
que en algún presagio que esa noche le espantó el sueño. A veces se mueve un poco,
escucha, y en seguida retorna a su embeleso...
Le quedó el nombre de Resenda porque su difunto marido era el señor Resende, y
también como un modo de guardarle respeto.
Aún trabajaba el viejo cuando el mozo gallardo, su Andresiño, regalo de la casa, se
fue en grey con otros, mordiendo un clavel, a tierras de Morería. Poco supieron decir de él
los otros. Sí, lo habían visto por allá. Pero, debéis tener en cuenta... Allá no es como aquí.
Millares y millares de hombres, una romería impresionante. Unos yendo hacia adelante,
otros aguantando la sed en la cumbre de un cerro, o transportando los víveres... ¿Quién
habla de muerte? Se sabría. Y venía entonces el tejer y destejer sospechas, conjeturas: casos
de los que se pierden, de cautivos, de los que andan en secretas encomiendas. Con aquellas
historias la ansiedad de los viejos se entretenía. Pero el tiempo corría... En fin, se dejó de
hablar del asunto, y pronto el viejo perdió los ánimos y aquel amor a la tierra que levanta a
los labradores. No duró mucho. Un día sintió frío y se encogió en el lecho con el deseo de
un largo, infinito reposo, el rostro perdido en no se sabe qué lejano amanecer. Estuvo
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©Oscar Pizarro González 2011
encamado una temporada, sin ningún deseo de hablar. Un día llamó a la compañera a su
lado, le apretó la mano y, muy bajo, murmuró: No vuelve...
Aquella noche el viejo moría.
La vieja Resenda quedó sola, sola. Pero en su espíritu una palabra única se levantó
para nunca más ser derribada. El viejo agonizante había dicho: No vuelve. Ella, con una
seguridad hecha de anhelos y presentimientos, dijo: ¡Vuelve! Y esperó a lo largo de
muchos inviernos...
Un andar suave, amortiguado, se deslizó por el piso de arriba.
Después el portón de la cocina se abrió un poco, silencioso y cauto. Pero de repente
se cerró y batió violentamente en el marco de perpiaño.
Los sueños de la anciana huyeron. Con los ojos encendidos levantó la cabeza y se
puso a escuchar...
Todo enmudece en la casa a no ser las pisadas blandas, leves.
-¿Quién anda ahí? -gritó. Y su propia voz sin respuesta la llenó de extrañeza.
Se sintió sola por vez primera, y como pasmada, todavía más que atemorizada, de
aquella soledad.
Entonces comenzó a llamar al hijo como si estuviera allí adormilado, con la mira de
espantar al ladrón, pero también para sentirse menos desamparada:
-¡Despierta, perezoso, que anda gente por la casa! Coge esa hacha y corre a ese
lobicán que viene a robar a los pobres. Para una corteza de pan que ha de encontrar en el
horno es capaz de estrangularme.
La voz se le ovilló. Alguien parecía ahora empujar la puerta desde fuera con esa
lentitud astuta de los gatos o del viento tramposo. Chirriaron de improviso los goznes, con
un lamento de pereza importunada, y la puerta quedó franca. Allí, deteniendo el paso, como
para dar tiempo a la madre para serenarse, estaba, erguido y alegre, el hijo de la vieja
Resenda. El resplandor del pequeño fuego, que en aquel instante se avivó de súbito,
relampagueó en su rostro. Era el de siempre... Los dientes, mozos, mordían todavía el
clavel.
Alguna mujer que pasó volando junto a la casa, sintió gritar a la vieja el nombre de
su hijo. Otros dicen que la sintieron hablar a deshora, y hasta canturrear mientras iba y
venía. Otros (tiempo después) que un mendigo forastero, sospechoso, había estado espiando
un ventanuco de la casa, encima de un emparrado, para ver dónde escondía la vieja unas
onzas de oro que, según rumor corrido por la aldea, tenía costumbre de contar diciendo: Las
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©Oscar Pizarro González 2011
guardé para ti, hijo mío. Pasé malos años, pero aquí están. Y se dice que ese mendigo nada
pudo decir de semejante oro... Sí del terrible acontecimiento, y que fue a confesarse muy
arrepentido.
Al día siguiente -ya no calentaba el sol- los vecinos llamaron hasta hartarse en la
puerta de la casa silenciosa. Finalmente decidieron, después de hablar en grupo con la
alegría inconfesada de las alarmas insólitas, echar la puerta abajo. Por el hueco que abrieron
los empujones del más corpulento se colaron todos.
Muy pronto dieron con la vieja Resenda. A poco trecho del hogar la encontraron
tendida en el suelo, con los ojos tan abiertos que no parecía que estuviese muerta.
De Andrés nunca se supo. Todos dicen que fue comido por los cuervos en tierras de
Morería.
El amor que no podía ocultarse
Enrique Jardiel Poncela
Durante tres horas largas hice todas aquellas operaciones que denotan la
impaciencia en que se sumerge un alma: consulté el reloj, le di cuerda, volví a consultarlo,
le di cuerda nuevamente, y, por fin, le salté la cuerda; sacudí unas motitas que aparecían en
mi traje; sacudí otras del fieltro de mi sombrero; revisé dieciocho veces todos los papeles
de mi cartera; tarareé quince cuplés y dos romanzas; leí tres periódicos sin enterarme de
nada de lo que decían; medité; alejé las meditaciones; volví a meditar; rectifiqué las arrugas
de mi pantalón; hice caricias a un perro, propiedad del parroquiano que estaba a la derecha;
di vueltas al botoncito de la cuerda de mi reloj hasta darme cuenta de que se había roto
antes y que no tendría inconveniente en dejarse dar vueltas un año entero.
¡Oh! Había una razón que justificaba todo aquello. Mi amada desconocida iba a
llegar de un momento a otro. Nos adorábamos por carta desde la primavera anterior.
¡Excepcional Gelda! Su amor había colmado la copa de mis ensueños, como dicen
los autores de libretos para zarzuelas. Sí. Estaba muy enamorado de Gelda. Sus cartas,
llenas de una gracia tierna y elegante, habían sido el lugar geométrico de mis besos.
A fuerza de entenderme con ella sólo por correo había llegado a temer que nunca
podría hablarla. Sabía por varios retratos que era hermosa y distinguida como la
protagonista de un cuento. Pero en el Libro de Caja del Destino estaba escrito con letra
redondilla que Gelda y yo nos veríamos al fin frente a frente; y su última carta, anunciando
su llegada y dándome cita en aquel café moderno -donde era imprescindible aguantar a los
cinco pelmazos de la orquesta- me había colocado en el Empíreo, primer sillón de la
izquierda.
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©Oscar Pizarro González 2011
Un taxi se detuvo a la puerta del café. Ágilmente bajó de él Gelda. Entró, llegó junto
a mí, me tendió sus dos manos a un tiempo con una sonrisa celestial y se dejó caer en el
diván con un ―chic‖ indiscutible.
Pidió no recuerdo qué cosa y me habló de nuestros amores epistolares, de lo feliz
que pensaba ser ahora, de lo que me amaba...
-También yo te quiero con toda mi alma.
-¿Qué dices? -me preguntó.
-Que yo te quiero también con toda mi alma.
-¿Qué?
Vi la horrible verdad. Gelda era sorda.
-¿Qué? -me apremiaba.
-¡Que también yo te quiero con toda mi alma! -repetí gritando.
Y me arrepentí en seguida, porque diez parroquianos se volvieron para mirarme,
evidentemente molestos.
-¿De verdad que me quieres? -preguntó ella con esa pesadez propia de los
enamorados y de los agentes de seguros de vida-. ¡Júramelo!
-¡Lo juro!
-¿Qué?
-¡¡Lo juro!!
-Pero dime que juras que me quieres -insistió mimosamente.
-¡¡Juro que te quiero!! -vociferé.
Veinte parroquianos me miraron con odio.
-¡Qué idiota! -susurró uno de ellos-. Eso se llama amar de viva voz.
-Entonces -siguió mi amada, ajena a aquella tormenta-, ¿no te arrepientes de que
haya venido a verte?
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©Oscar Pizarro González 2011
-¡De ninguna manera! -grité decidido a arrostrarlo todo, porque me pareció estúpido
sacrificar mi amor a la opinión de unos señores que hablaban del Gobierno.
-¿Y... te gusto?
-¡¡Mucho!!
-En tus cartas decías que mis ojos parecían muy melancólicos. ¿Sigues creyéndolo
así?
-¡¡Sí!! -grité valerosamente-. ¡¡Tus ojos son muy melancólicos!!
-¿Y mis pestañas?
-¡¡Tus pestañas, largas, rizadísimas!!
Todo el café nos miraba. Habían callado las conversaciones y la orquesta y sólo se
me oía a mí. En las cristaleras empezaron a pararse los transeúntes.
-¿Mi amor te hace dichoso?
-¡¡Dichosísimo!!
-Y cuando puedas abrazarme...
-¡¡Cuando pueda abrazarte -chillé, como si estuviera pronunciando un discurso en
una plaza de Toros- creeré que estrecho contra mi corazón todas las rosas de todos los
rosales del mundo!!
No sé el tiempo que seguí afrontando los rigores de la opinión ajena. Sé que, al fin,
se me acercó un guardia.
-Haga el favor de no escandalizar -dijo-. Le ruego a usted y a la señorita que se
vayan del local.
-¿Qué ocurre? -indagó Gelda.
-¡¡Nos echan por escándalo!!
-¡Por escándalo! -habló estupefacta-. Pero si estábamos en un rinconcito del café,
ocultando nuestro amor a todo el mundo y contándonos en voz baja nuestros secretos...
Le dije que sí para no meterme en explicaciones y nos fuimos.
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Ahora vivimos en una ―villa‖ perdida en el campo, pero cuando nos amamos,
acuden siempre los campesinos de las cercanías preguntando si ocurre algo grave.
El amor tomado del natural
Enrique Jardiel Poncela
LA DAMA
La mesa de al lado estaba vacía. Pero estuvo vacía poco tiempo.
Porque una mujer joven y elegante entró en el café, miró a su alrededor, dio unos
pasos, vaciló, se detuvo, dudó y, por fin, vino a sentarse a la mesa de al lado.
La dama se ceñía con un abrigo negro, y llevaba debajo del abrigo dieciocho gramos
de vestido verde.
El verde del vestido era «verde jade».
El negro del abrigo era «negro Flemming».
Despedía una intensa atmósfera de perfume de Laissemoi-mon-vieux; parecía muy
orgullosa del rubio frenético de sus cabellos, y tenía -resueltamente- el aire de una persona
que no pierde el aplomo jamás.
Me miró al pasar. Me miró como hubiese mirado a un paraguas que alguien se
hubiera dejado olvidado en el asiento. Miró también las cuartillas que, a medio escribir,
yacían desparramadas por la mesa, y en sus ojos claros hubo un cabrilleo fugaz en el que
descubrí sus ideas. La dama estaba pensando indudablemente:
«¿Quién será este idiota y qué majaderías estará escribiendo?».
Porque la misma mujer desconocida que, al leer vuestras cosas, va a quedar de
pronto ensimismada y tratando de imaginarse vuestra vida, si os ve escribiendo esas
mismas cosas pensará de vosotros que sois unos imbéciles.
El café entero, por su parte, la miró a ella, y todos los ojos se dilataron por el
asombro y el deseo. En cuanto a mí, me limité a echarle una sola y levísima ojeada, y para
mis adentros le dediqué este parrafito:
«Finge, engaña a los demás, adopta actitudes desdeñosas e interesantes de falsa
emperatriz en el destierro. Te aseguro que trabajas en balde. Sé que por dentro has de ser
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igual de tonta, igual de vanidosa e igual de aburrida que otra mujer vulgar cualquiera. Por
mi parte, puedes seguir fingiendo…».
Y yo me quedé tan ancho, y volví a ocuparme de mis cuartillas.
El CABALLERO
Al poco rato entró en el café el caballero con quien estaba citada la dama. Era un
individuo corriente: ni tan viejo que hiciera pensar en el hombre de Cro-Magnon, ni tan
joven que mereciese que se le regalara un triciclo; elegante también. Y provisto de un
bigote que se atusaba de vez en cuando, para convencer a la gente de que era suyo.
EL DIÁLOGO DE AMBOS
El caballero se sentó junto a la dama. Sonrisas tiernas. Un largo apretón de manos.
Y comenzaron a hablar en un tono tenue, pero no tan tenue que no llegase a mis
oídos, impidiéndome seguir trabajando y obligándome a atender a su diálogo.
Oíd la clase de cosas que se decían:
ÉL. - ¿Qué hiciste anoche?
ELLA. - Me acosté temprano.
ÉL. - ¿Pensaste en mí?
ELLA. - Hasta dormirme.
ÉL. - ¡Amor mío…!
ELLA. - ¿Y tú? ¿Qué hiciste anoche tú?
ÉL. - Me acosté en seguida de comer.
ELLA.- ¡Embustero!
ÉL.- Te lo juro.
ELLA.- ¿Sí ¿Y pensaste en mí?
ÉL.- Me dormí con tu retrato bajo la almohada.
ELLA.- ¡Nene…!
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©Oscar Pizarro González 2011
En este instante yo bostecé por primera vez.
ÉL.- Sé que anteanoche fuiste al cine…
ELLA.- Sí. Con mi hermano.
ÉL.- ¿De veras que fuiste con tu hermano?
ELLA.- ¡Qué celoso eres! ¿Con quién iba a ir? Tú sabes que, si no es contigo, no
soy feliz con nadie.
ÉL.- ¡Chiquilla...!
Segundo bostezo mío y primera náusea contenida.
ÉL.- ¡Qué bonita vienes!
ELLA.- ¿Te gusto hoy más que ayer?
ÉL.- Infinitamente más.
ELLA.- ¿Qué te parece este sombrero?
ÉL.- Estupendo.
ELLA.- ¿Y el vestido?
ÉL.- Maravilloso. Y además pienso que...
Unas frases del caballero al oído de la dama.
ELLA.- Poniéndose encarnada con una facilidad escamante. ¡Calla, tonto! Si
alguien te oyera...
Me revolví nervioso en mi asiento.
ELLA.- ¿Y los zapatos? ¿Te gustan?
ÉL.- Son divinos.
ELLA.- ¿Y el abrigo?
ÉL.- Precioso.
ELLA.- ¿Este broche?
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ÉL.- Es una filigrana.
ELLA.- ¿Y las medias?
ÉL.- Encantadoras.
Suspiré profundamente y comencé a hacer esfuerzos para no oír tanta simpleza.
Pero nuevas simplezas siguieron martillando mi cerebro.
ÉL.- ¿Me quieres todavía un poquito?
ELLA.- Te adoro.
ÉL.- Pero no tanto como yo a ti…
ELLA.- ¡Más!
ÉL.- ¿Más? Más es imposible.
ELLA.- ¡Adulador!
Me puse, nerviosísimo, a tararear un cuplé.
ELLA.- ¡A cuantas les habrás dicho lo mismo!
ÉL.- Sólo a ti.
ELLA.- No me gusta que mientas.
ÉL.- Arrellanándose en el diván. Dime, mi cielo, ¿me querrás siempre como ahora?
ELLA.- Siempre.
ÉL.- ¿Eternamente?
ELLA.- Eternamente.
Segunda y tercera náuseas por mi parte.
ÉL.- Si yo muriese algún día, amor mío, ¿volverías a amar?
ELLA - Nunca.
ÉL.- Nunca, ¿verdad?
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ELLA.- Jamás.
ÉL.- ¿Qué harías?
ELLA.- Iría a diario al cementerio, a llevarte flores y a llorar...
ÉL.- ¡Mi tesoro! Besándola en las manos. ¡Mi gloria! ¡Mi reina!
Fue entonces cuando me levanté y llamé al camarero, que era un joven de
veintitantos años.
Acudió el mozo; le puse una mano en el hombro, y con la otra mano señalé a la
pareja. Y hablé así:
-Querido camarero y amigo: ahí tienes el amor... Míralo bien; grábalo a fuego en tu
memoria: no se te olvide nunca... Ese espectáculo estúpido es lo que vienen cantando desde
hace siglos los poetas.
ÉL y ELLA alzaron los rostros y me miraron sorprendidos. Yo continué como si tal
cosa:
-Eso que tienes delante de las narices, querido camarero, es el amor, y, en la opinión
de mucha gente, la única razón de la existencia. Obsérvalo, estúdialo a fondo. Amor es
decirse mentiras y bobadas apretándose las manos por debajo de una mesa... Amor es
preguntar a qué hora se ha acostado uno... Amor es jurar que, fuera de la persona amada, lo
demás no existe... Amor es llamarse celoso mutuamente... Amor es elogiar los vestidos y
los sombreros de la elegida... Amor es discutir, en un diálogo irresistible, quién quiere más
al otro... Amor es afirmar que se tiene la eternidad en la mano... Amor es decir que se va a
ir al cementerio a diario a llevar flores... ¡¡Amor es creerse todo eso!!
Levanté los brazos al techo en una actitud de héroe griego, y grité:
-¡Y pendiente de semejante pamema vive la Humanidad desde que el planeta
comenzó a voltear por los espacios! ¿No es para reaccionar violentamente? ¡¡Sí!! ¡Sí
lo es! ¡¡Mira!!
Y cogiendo en alto una silla, la dejé caer sobre la cabeza de la dama y luego sobre el
cráneo del caballero.
Y sólo cuando los vi desvanecidos y tirados del revés en el diván abandoné el café
satisfecho de mí mismo y con aire de filósofo en la escuela contundente.
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Bernardino
Ana María Matute
Siempre oímos decir en casa, al abuelo y a todas las personas mayores, que
Bernardino era un niño mimado.
Bernardino vivía con sus hermanas mayores, Engracia, Felicidad y Herminia, en
―Los Lúpulos‖, una casa grande, rodeada de tierras de labranza y de un hermoso jardín, con
árboles viejos agrupados formando un diminuto bosque, en la parte lindante con el río. La
finca se hallaba en las afueras del pueblo y, como nuestra casa, cerca de los grandes
bosques comunales.
Alguna vez, el abuelo nos llevaba a ―Los Lúpulos‖, en la pequeña tartana, y, aunque
el camino era bonito por la carretera antigua, entre castaños y álamos, bordeando el río, las
tardes en aquella casa no nos atraían. Las hermanas de Bernardino eran unas mujeres altas,
fuertes y muy morenas. Vestían a la moda antigua -habíamos visto mujeres vestidas como
ellas en el álbum de fotografías del abuelo- y se peinaban con moños levantados, como
roscas de azúcar, en lo alto de la cabeza. Nos parecía extraño que un niño de nuestra edad
tuviera hermanas que parecían tías, por lo menos. El abuelo nos dijo:
-Es que la madre de Bernardino no es la misma madre de sus hermanas. Él nació del
segundo matrimonio de su padre, muchos años después.
Esto nos armó aún más confusión. Bernardino, para nosotros, seguía siendo un ser
extraño, distinto. Las tardes que nos llevaban a ―Los Lúpulos‖ nos vestían incómodamente,
casi como en la ciudad, y debíamos jugar a juegos necios y pesados, que no nos divertían
en absoluto. Se nos prohibía bajar al río, descalzarnos y subir a los árboles. Todo esto
parecía tener una sola explicación para nosotros:
-Bernardino es un niño mimado -nos decíamos. Y no comentábamos nada más.
Bernardino era muy delgado, con la cabeza redonda y rubia. Iba peinado con un
flequillo ralo, sobre sus ojos de color pardo, fijos y huecos, como si fueran de cristal. A
pesar de vivir en el campo, estaba pálido, y también vestía de un modo un tanto insólito.
Era muy callado, y casi siempre tenía un aire entre asombrado y receloso, que resultaba
molesto. Acabábamos jugando por nuestra cuenta y prescindiendo de él, a pesar de
comprender que eso era bastante incorrecto. Si alguna vez nos lo reprochó el abuelo, mi
hermano mayor decía:
-Ese chico mimado... No se puede contar con él.
Verdaderamente no creo que entonces supiéramos bien lo que quería decir estar
mimado. En todo caso, no nos atraía, pensando en la vida que llevaba Bernardino. Jamás
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©Oscar Pizarro González 2011
salía de ―Los Lúpulos‖ como no fuera acompañado de sus hermanas. Acudía a la misa o
paseaba con ellas por el campo, siempre muy seriecito y apacible.
Los chicos del pueblo y los de las minas lo tenían atravesado. Un día, Mariano
Alborada, el hijo de un capataz, que pescaba con nosotros en el río a las horas de la siesta,
nos dijo:
-A ese Bernardino le vamos a armar una.
-¿Qué cosa? -dijo mi hermano, que era el que mejor entendía el lenguaje de los
chicos del pueblo.
-Ya veremos -dijo Mariano, sonriendo despacito-. Algo bueno se nos presentará un
día, digo yo. Se la vamos a armar. Están ya en eso Lucas, Amador, Gracianín y el Buque...
¿Queréis vosotros?
Mi hermano se puso colorado hasta las orejas.
-No sé -dijo-. ¿Qué va a ser?
-Lo que se presente -contestó Mariano, mientras sacudía el agua de sus alpargatas,
golpeándolas contra la roca-. Se presentará, ya veréis.
Sí: se presentó. Claro que a nosotros nos cogió desprevenidos, y la verdad es que
fuimos bastante cobardes cuando llegó la ocasión. Nosotros no odiábamos a Bernardino,
pero no queríamos perder la amistad con los de la aldea, entre otras cosas porque hubieran
hecho llegar a oídos del abuelo andanzas que no deseábamos que conociera. Por otra parte,
las escapadas con los de la aldea eran una de las cosas más atractivas de la vida en las
montañas. Bernardino tenía un perro que se llamaba ―Chu‖. El perro debía de querer
mucho a Bernardino, porque siempre le seguía saltando y moviendo su rabito blanco. El
nombre de ―Chu‖ venía probablemente de Chucho, pues el abuelo decía que era un perro
sin raza y que maldita la gracia que tenía. Sin embargo, nosotros le encontrábamos mil, por
lo inteligente y simpático que era. Seguía nuestros juegos con mucho tacto y se hacía querer
en seguida.
-Ese Bernardino es un pez -decía mi hermano-. No le da a ―Chu‖ ni una palmada en
la cabeza. ¡No sé cómo ―Chu‖ le quiere tanto! Ojalá que ―Chu‖ fuera mío...
A ―Chu‖ le adorábamos todos, y confieso que alguna vez, con mala intención, al
salir de ―Los Lúpulos‖ intentábamos atraerlo con pedazos de pastel o terrones de azúcar,
por ver si se venía con nosotros. Pero no: en el último momento ―Chu‖ nos dejaba con un
palmo de narices y se volvía saltando hacia su inexpresivo amigo, que le esperaba quieto,
mirándonos con sus redondos ojos de vidrio amarillo.
-Ese pavo... -decía mi hermano pequeño-. Vaya un pavo ese...
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©Oscar Pizarro González 2011
Y, la verdad, a qué negarlo, nos roía la envidia.
Una tarde en que mi abuelo nos llevó a ―Los Lúpulos‖ encontramos a Bernardino
raramente inquieto.
-No encuentro a ―Chu‖ -nos dijo-. Se ha perdido, o alguien me lo ha quitado. En
toda la mañana y en toda la tarde que no lo encuentro...
-¿Lo saben tus hermanas? -le preguntamos.
-No -dijo Bernardino-. No quiero que se enteren...
Al decir esto último se puso algo colorado. Mi hermano pareció sentirlo mucho más
que él.
-Vamos a buscarlo -le dijo-. Vente con nosotros, y ya verás como lo encontraremos.
-¿A dónde? -dijo Bernardino-. Ya he recorrido toda la finca...
-Pues afuera -contestó mi hermano-. Vente por el otro lado del muro y bajaremos al
río... Luego, podemos ir hacia el bosque. En fin, buscarlo. ¡En alguna parte estará!
Bernardino dudó un momento. Le estaba terminantemente prohibido atravesar el
muro que cercaba ―Los Lúpulos‖, y nunca lo hacía. Sin embargo, movió afirmativamente la
cabeza.
Nos escapamos por el lado de la chopera, donde el muro era más bajo. A Bernardino
le costó saltarlo, y tuvimos que ayudarle, lo que me pareció que le humillaba un poco,
porque era muy orgulloso.
Recorrimos el borde del terraplén y luego bajamos al río. Todo el rato íbamos
llamando a ―Chu‖, y Bernardino nos seguía, silbando de cuando en cuando. Pero no lo
encontramos.
Íbamos ya a regresar, desolados y silenciosos, cuando nos llamó una voz, desde el
caminillo del bosque:
-¡Eh, tropa!...
Levantamos la cabeza y vimos a Mariano Alborada. Detrás de él estaban Buque y
Gracianín. Todos llevaban juncos en la mano y sonreían de aquel modo suyo, tan especial.
Ellos sólo sonreían cuando pensaban algo malo.
Mi hermano dijo:
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-¿Habéis visto a ―Chu‖?
Mariano asintió con la cabeza:
-Sí, lo hemos visto. ¿Queréis venir?
-Bernardino avanzó, esta vez delante de nosotros. Era extraño: de pronto parecía
haber perdido su timidez.
-¿Dónde está ―Chu‖? -dijo. Su voz sonó clara y firme.
Mariano y los otros echaron a correr, con un trotecillo menudo, por el camino.
Nosotros les seguimos, también corriendo. Primero que ninguno iba Bernardino.
Efectivamente: ellos tenían a ―Chu‖. Ya a la entrada del bosque vimos el humo de
una fogata, y el corazón nos empezó a latir muy fuerte. Habían atado a ―Chu‖ por las patas
traseras y le habían arrollado una cuerda al cuello, con un nudo corredizo. Un escalofrío
nos recorrió: ya sabíamos lo que hacían los de la aldea con los perros sarnosos y
vagabundos. Bernardino se paró en seco, y ―Chu‖ empezó a aullar, tristemente. Pero sus
aullidos no llegaban a ―Los Lúpulos‖. Habían elegido un buen lugar.
-Ahí tienes a ―Chu‖, Bernardino -dijo Mariano-. Le vamos a dar de veras.
Bernardino seguía quieto, como de piedra. Mi hermano, entonces, avanzó hacia
Mariano.
-¡Suelta al perro! -le dijo-. ¡Lo sueltas o...!
-Tú, quieto -dijo Mariano, con el junco levantado como un látigo-. A vosotros no os
da vela nadie en esto... ¡Como digáis una palabra voy a contarle a vuestro abuelo lo del
huerto de Manuel el Negro!
Mi hermano retrocedió, encarnado. También yo noté un gran sofoco, pero me mordí
los labios. Mi hermano pequeño empezó a roerse las uñas.
-Si nos das algo que nos guste -dijo Mariano- te devolvemos a ―Chu‖.
-¿Qué queréis? -dijo Bernardino. Estaba plantado delante, con la cabeza levantada,
como sin miedo. Le miramos extrañados. No había temor en su voz.
Mariano y Buque se miraron con malicia.
-Dineros -dijo Buque.
Bernardino contestó:
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©Oscar Pizarro González 2011
- No tengo dinero.
Mariano cuchicheó con sus amigos, y se volvió a él:
-Bueno, pos cosa que lo valga...
Bernardino estuvo un momento pensativo. Luego se desabrochó la blusa y se
desprendió la medalla de oro. Se la dio.
De momento, Mariano y los otros se quedaron como sorprendidos. Le quitaron la
medalla y la examinaron.
-¡Esto no! -dijo Mariano-. Luego nos la encuentran y... ¡Eres tú un mal bicho!
¿Sabes? ¡Un mal bicho!
De pronto, les vimos furiosos. Sí; se pusieron furiosos y seguían cuchicheando. Yo
veía la vena que se le hinchaba en la frente a Mariano Alborada, como cuando su padre le
apaleaba por algo.
-No queremos tus dineros -dijo Mariano-. Guárdate tu dinero y todo lo tuyo... ¡Ni
eres hombre ni... ná!
Bernardino seguía quieto. Mariano le tiró la medalla a la cara. Le miraba con ojos
fijos y brillantes, llenos de cólera. Al fin, dijo:
-Si te dejas dar de veras tú, en vez del chucho...
Todos miramos a Bernardino, asustados.
-No... -dijo mi hermano.
Pero Mariano gritó:
-¡Vosotros a callar, o lo vais a sentir...! ¡Qué os va en esto? ¿Qué os va...?
Fuimos cobardes y nos apiñamos los tres juntos a un roble. Sentí un sudor frío en las
palmas de las manos. Pero Bernardino no cambió de cara. (―Ese pez...‖, que decía mi
hermano). Contestó:
-Está bien. Dadme de veras.
Mariano le miró de reojo, y por un momento nos pareció asustado. Pero en seguida
dijo:
-¡Hala, Buque...!
276
©Oscar Pizarro González 2011
Se le tiraron encima y le quitaron la blusa. La carne de Bernardino era pálida,
amarillenta, y se le marcaban mucho las costillas. Se dejó hacer, quieto y flemático. Buque
le sujetó las manos a la espalda, y Mariano dijo:
-Empieza tú, Gracianín...
Gracianín tiró el junco al suelo y echó a correr, lo que enfureció más a Mariano.
Rabioso, levantó el junco y dio de veras a Bernardino, hasta que se cansó.
A cada golpe mis hermanos y yo sentimos una vergüenza mayor. Oíamos los
aullidos de ―Chu‖ y veíamos sus ojos, redondos como ciruelas, llenos de un fuego dulce y
dolorido que nos hacía mucho daño. Bernardino, en cambio, cosa extraña, parecía no sentir
el menor dolor. Seguía quieto, zarandeado solamente por los golpes, con su media sonrisa
fija y bien educada en la cara. También sus ojos seguían impávidos, indiferentes. (―Ese
pez‖, ―Ese pavo‖, sonaba en mis oídos).
Cuando brotó la primera gota de sangre Mariano se quedó con el mimbre levantado.
Luego vimos que se ponía muy pálido. Buque soltó las manos de Bernardino, que no le
ofrecía ninguna resistencia, y se lanzó cuesta abajo, como un rayo.
Mariano miró de frente a Bernardino.
-Puerco -le dijo-. Puerco.
Tiró el junco con rabia y se alejó, más aprisa de lo que hubiera deseado.
Bernardino se acercó a ―Chu‖. A pesar de las marcas del junco, que se inflamaban
en su espalda, sus brazos y su pecho, parecía inmune, tranquilo, y altivo, como siempre.
Lentamente desató a ―Chu‖, que se lanzó a lamerle la cara, con aullidos que partían el alma.
Luego, Bernardino nos miró. No olvidaré nunca la transparencia hueca fija en sus ojos de
color de miel. Se alejó despacio por el caminillo, seguido de los saltos y los aullidos
entusiastas de ―Chu‖. Ni siquiera recogió su medalla. Se iba sosegado y tranquilo, como
siempre.
Sólo cuando desapareció nos atrevimos a decir algo. Mi hermano recogió del suelo
la medalla, que brillaba contra la tierra.
-Vamos a devolvérsela -dijo.
Y aunque deseábamos retardar el momento de verle de nuevo, volvimos a ―Los
Lúpulos‖. Estábamos ya llegando al muro, cuando un ruido nos paró en seco. Mi hermano
mayor avanzó hacia los mimbres verdes del río. Le seguimos, procurando no hacer ruido.
Echado boca abajo, medio oculto entre los mimbres, Bernardino lloraba
desesperadamente, abrazado a su perro.
277
©Oscar Pizarro González 2011
Los chicos
Ana María Matute
Eran cinco o seis, pero así, en grupo, viniendo carretera adelante, se nos antojaban
quince o veinte. Llegaban casi siempre a las horas achicharradas de la siesta, cuando el sol
caía de plano contra el polvo y la grava desportillada de la carretera vieja, por donde ya no
circulaban camiones ni carros, ni vehículo alguno. Llegaban entre una nube de polvo que
levantaban sus pies, como las pezuñas de los caballos. Los veíamos llegar y el corazón nos
latía de prisa. Alguien, en voz baja, decía: «¡Que vienen los chicos...!» Por lo general, nos
escondíamos para tirarles piedras, o huíamos.
Porque nosotros temíamos a los chicos como al diablo. En realidad, eran una de las
mil formas de diablo, a nuestro entender. Los chicos, harapientos, malvados, con los ojos
oscuros y brillantes como cabezas de alfiler negro. Los chicos, descalzos y callosos, que
tiraban piedras de largo alcance, con gran puntería, de golpe más seco y duro que las
nuestras. Los que hablaban un idioma entrecortado, desconocido, de palabras como
pequeños latigazos, de risas como salpicaduras de barro. En casa nos tenían prohibido
terminantemente entablar relación alguna con esos chicos. En realidad, nos tenían
prohibido salir del prado bajo ningún pretexto. (Aunque nada había tan tentador, a nuestros
ojos, como saltar el muro de piedras y bajar al río, que, al otro lado, huía verde y oro, entre
los juncos y los chopos.) Más allá, pasaba la carretera vieja, por donde llegaban casi
siempre aquellos chicos distintos, prohibidos.
Los chicos vivían en los alrededores del Destacamento Penal. Eran los hijos de los
presos del Campo, que redimían sus penas en la obra del pantano. Entre sus madres y ellos
habían construido una extraña aldea de chabolas y cuevas, adosadas a las rocas, porque no
se podían pagar el alojamiento en la aldea, donde, por otra parte, tampoco eran deseados.
«Gentuza, ladrones, asesinos.. .» decían las gentes del lugar. Nadie les hubiera alquilado
una habitación. Y tenían que estar allí. Aquellas mujeres y aquellos niños seguían a sus
presos, porque de esta manera vivían del jornal que, por su trabajo, ganaban los penados.
El hijo mayor del administrador era un muchacho de unos trece años, alto y robusto,
que estudiaba el bachillerato en la ciudad. Aquel verano vino a casa de vacaciones, y desde
el primer día capitaneó nuestros juegos. Se llamaba Efrén y tenía unos puños rojizos,
pesados como mazas, que imponían un gran respeto. Como era mucho mayor que nosotros,
audaz y fanfarrón, le seguíamos adonde él quisiera.
El primer día que aparecieron los chicos de las chabolas, en tropel, con su nube de
polvo, Efrén se sorprendió de que echáramos a correr y saltáramos el muro en busca de
refugio.
-Sois cobardes -nos dijo-. ¡Esos son pequeños!
No hubo forma de convencerle de que eran otra cosa, de que eran algo así como el
espíritu del mal.
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©Oscar Pizarro González 2011
-Bobadas -nos dijo. Y sonrió de una manera torcida y particular, que nos llenó de
admiración.
Al día siguiente, cuando la hora de la siesta, Efrén se escondió entre los juncos del
río. Nosotros esperábamos, detrás del muro, con el corazón en la garganta. Algo había en el
aire que nos llenaba de pavor. (Recuerdo que yo mordía la cadenita de la medalla y que
sentía en el paladar un gusto de metal raramente frío. Y se oía el canto crujiente de la
cigarra entre la hierba del prado.) Echados en el suelo, el corazón nos golpeaba contra la
tierra.
Al llegar, los chicos escudriñaron hacia el río, por ver si estábamos buscando ranas
como solíamos. Y para provocarnos, empezaron a silbar y a reír de aquella forma de
siempre, opaca y humillante. Era su juego: llamarnos sabiendo que no apareceríamos.
Nosotros seguíamos ocultos y en silencio. Al fin, los chicos abandonaron su idea y
volvieron al camino, trepando terraplén arriba. Nosotros estábamos anhelantes y
sorprendidos, pues no sabíamos lo que Efrén quería hacer.
Mi hermano mayor se incorporó a mirar por entre las piedras y nosotros le
imitamos. Vimos entonces a Efrén deslizarse entre los juncos como una gran culebra. Con
sigilo trepó hacia el terraplén, por donde subía el último de los chicos, y se le echó encima.
Con la sorpresa, el chico se dejó atrapar. Los otros ya habían llegado a la carretera y
cogieron piedras, gritando. Yo sentí un gran temblor en las rodillas, y mordí con fuerza la
medalla. Pero Efrén no se dejó intimidar. Era mucho mayor y más fuerte que aquel diablillo
negruzco que retenía entre sus brazos, y echó a correr arrastrando a su prisionero al refugio,
donde le aguardábamos. Las piedras caían a su alrededor y en el río, salpicando de agua
aquella hora abrasada. Pero Efrén saltó ágilmente sobre las pasaderas y, arrastrando al
chico, que se revolvía furiosamente, abrió la empalizada y entró con él en el prado. Al verlo
perdido, los chicos de la carretera dieron media vuelta y echaron a correr, como gazapos,
hacia sus chabolas.
Sólo de pensar que Efrén traía a una de aquellas furias, estoy segura de que mis
hermanos sintieron el mismo pavor que yo. Nos arrimamos al muro, con la espalda pegada
a él, y un gran frío nos subía por la garganta.
Efrén arrastró al chico unos metros, delante de nosotros. El chico se revolvía
desesperado e intentaba morderle las piernas, pero Efrén levantó su puño enorme y rojizo y
empezó a golpearle la cara, la cabeza, la espalda. Una y otra vez, el puño de Efrén caía, con
un ruido opaco. El sol, brillaba de un modo espeso y grande sobre la hierba y la tierra.
Había un gran silencio. Sólo oíamos el jadeo del chico, los golpes de Efrén y el fragor del
río, dulce y fresco, indiferente, a nuestras espaldas. El canto de las cigarras parecía haberse
detenido. Como todas las voces.
Efrén estuvo un rato golpeando al chico con su gran puño. El chico, poco a poco,
fue cediendo. Al fin, cayó al suelo de rodillas, con las manos apoyadas en la hierba. Tenía
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la cara oscura, del color del barro seco, y el pelo muy largo, de un rubio mezclado de vetas
negras, como quemado por el sol. No decía nada y se quedó así, de rodillas. Luego, cayó
contra la hierba, pero levantando la cabeza, para no desfallecer del todo. Mi hermano
mayor se acercó despacio, y luego nosotros.
Parecía mentira lo pequeño y lo delgado que era. «Por la carretera parecían mucho
más altos», pensé. Efrén estaba de pie a su lado, con sus grandes y macizas piernas
separadas, los pies calzados con gruesas botas de ante. ¡Qué enorme y brutal parecía Efrén
en aquel momento!
-¿No tienes aún bastante? -dijo en voz muy baja, sonriendo. Sus dientes, con los
colmillos salientes, brillaban al sol-. Toma, toma...
Le dio con la bota en la espalda. Mi hermano mayor retrocedió un paso y me pisó.
Pero yo no podía moverme: estaba como clavada en el suelo. El chico se llevó la mano a la
nariz. Sangraba, no se sabía si de la boca o de dónde. Efrén nos miró.
-Vamos -dijo-: Este ya tiene lo suyo-. Y le dio con el pie otra vez.
-¡Lárgate, puerco! ¡Lárgate en seguida!
Efrén se volvió, grande y pesado, despacioso hacia la casa, muy seguro de que le
seguíamos.
Mis hermanos, como de mala gana, como asustados, le obedecieron. Sólo yo no
podía moverme, no podía, del lado del chico. De pronto, algo raro ocurrió dentro de mí. El
chico estaba allí, tratando de incorporarse, tosiendo. No lloraba. Tenía los ojos muy
achicados, y su nariz, ancha y aplastada, brillaba extrañamente. Estaba manchado de
sangre. Por la barbilla le caía la sangre, que empapaba sus andrajos y la hierba. Súbitamente
me miró. Y vi sus ojos de pupilas redondas, que no eran negras, sino de un pálido color de
topacio, transparentes, donde el sol se metía y se volvía de oro. Bajé los míos, llena de una
vergüenza dolorida.
El chico se puso en pie despacio. Se debió herir en una pierna, cuando Efrén le
arrastró, porque iba cojeando hacia la empalizada. No me atreví a mirar su espalda,
renegrida, y desnuda entre los desgarrones. Sentí ganas de llorar, no sabía exactamente por
qué. Únicamente supe decirme: "Si sólo era un niño. Si era nada más que un niño, como
otro cualquiera".
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©Oscar Pizarro González 2011
La rama seca
Ana María Matute
1
Apenas tenía seis años y aún no la llevaban al campo. Era por el tiempo de la siega,
con un calor grande, abrasador, sobre los senderos. La dejaban en casa, cerrada con llave, y
le decían:
-Que seas buena, que no alborotes: y si algo te pasara, asómate a la ventana y llama
a doña Clementina.
Ella decía que sí con la cabeza. Pero nunca le ocurría nada, y se pasaba el día
sentada al borde de la ventana, jugando con "Pipa".
Doña Clementina la veía desde el huertecillo. Sus casas estaban pegadas la una a la
otra, aunque la de doña Clementina era mucho más grande, y tenía, además, un huerto con
un peral y dos ciruelos. Al otro lado del muro se abría el ventanuco tras el cual la niña se
sentaba siempre. A veces, doña Clementina levantaba los ojos de su costura y la miraba.
-¿Qué haces, niña?
La niña tenía la carita delgada, pálida, entre las flacas trenzas de un negro mate.
-Juego con "Pipa" -decía.
Doña Clementina seguía cosiendo y no volvía a pensar en la niña. Luego, poco a
poco, fue escuchando aquel raro parloteo que le llegaba de lo alto, a través de las ramas del
peral. En su ventana, la pequeña de los Mediavilla se pasaba el día hablando, al parecer,
con alguien.
-¿Con quién hablas, tú?
-Con "Pipa".
Doña Clementina, día a día, se llenó de una curiosidad leve, tierna, por la niña y por
"Pipa". Doña Clementina estaba casada con don Leoncio, el médico. Don Leoncio era un
hombre adusto y dado al vino, que se pasaba el día renegando de la aldea y de sus
habitantes. No tenían hijos y doña Clementina estaba ya hecha a su soledad. En un
principio, apenas pensaba en aquella criatura, también solitaria, que se sentaba al alféizar de
la ventana. Por piedad la miraba de cuando en cuando y se aseguraba de que nada malo le
ocurría. La mujer Mediavilla se lo pidió:
281
©Oscar Pizarro González 2011
-Doña Clementina, ya que usted cose en el huerto por las tardes, ¿querrá echar de
cuando en cuando una mirada a la ventana, por si le pasara algo a la niña? Sabe usted, es
aún pequeña para llevarla a los pagos...
-Sí, mujer, nada me cuesta. Marcha sin cuidado...
Luego, poco a poco, la niña de los Mediavilla y su charloteo ininteligible, allá
arriba, fueron metiéndosele pecho adentro.
-Cuando acaben con las tareas del campo y la niña vuelva a jugar en la calle, la
echaré a faltar -se decía.
2
Un día, por fin, se enteró de quién era "Pipa".
-La muñeca -explicó la niña.
-Enséñamela...
La niña levantó en su mano terrosa un objeto que doña Clementina no podía ver
claramente.
-No la veo, hija. Échamela...
La niña vaciló.
-Pero luego, ¿me la devolverá?
-Claro está...
La niña le echó a "Pipa" y doña Clementina, cuando la tuvo en sus manos, se quedó
pensativa. "Pipa" era simplemente una ramita seca envuelta en un trozo de percal sujeto con
un cordel. Le dio la vuelta entre los dedos y miró con cierta tristeza hacia la ventana. La
niña la observaba con ojos impacientes y extendía las dos manos.
-¿Me la echa, doña Clementina...?
Doña Clementina se levantó de la silla y arrojó de nuevo a "Pipa" hacia la ventana.
"Pipa" pasó sobre la cabeza de la niña y entró en la oscuridad de la casa. La cabeza de la
niña desapareció y al cabo de un rato asomó de nuevo, embebida en su juego.
Desde aquel día doña Clementina empezó a escucharla. La niña hablaba
infatigablemente con "Pipa".
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©Oscar Pizarro González 2011
-"Pipa", no tengas miedo, estate quieta. ¡Ay, "Pipa", cómo me miras! Cogeré un
palo grande y le romperé la cabeza al lobo. No tengas miedo, "Pipa"... Siéntate, estate
quietecita, te voy a contar, el lobo está ahora escondido en la montaña...
La niña hablaba con "Pipa" del lobo, del hombre mendigo con su saco lleno de gatos
muertos, del horno del pan, de la comida. Cuando llegaba la hora de comer la niña cogía el
plato que su madre le dejó tapado, al arrimo de las ascuas. Lo llevaba a la ventana y comía
despacito, con su cuchara de hueso. Tenía a "Pipa" en las rodillas, y la hacía participar de
su comida.
-Abre la boca, "Pipa", que pareces tonta...
Doña Clementina la oía en silencio. La escuchaba, bebía cada una de sus palabras.
Igual que escuchaba al viento sobre la hierba y entre las ramas, la algarabía de los pájaros y
el rumor de la acequia.
3
Un día, la niña dejó de asomarse a la ventana. Doña Clementina le preguntó a la
mujer Mediavilla:
-¿Y la pequeña?
-Ay, está delicá, sabe usted. Don Leoncio dice que le dieron las fiebres de Malta.
-No sabía nada...
Claro, ¿cómo iba a saber algo? Su marido nunca le contaba los sucesos de la aldea.
-Sí -continuó explicando la Mediavilla-. Se conoce que algún día debí dejarme la
leche sin hervir... ¿sabe usted? ¡Tiene una tanto que hacer! Ya ve usted, ahora, en tanto se
reponga, he de privarme de los brazos de Pascualín.
Pascualín tenía doce años y quedaba durante el día al cuidado de la niña. En
realidad, Pascualín salía a la calle o se iba a robar fruta al huerto vecino, al del cura o al del
alcalde. A veces, doña Clementina oía la voz de la niña que llamaba. Un día se decidió a ir,
aunque sabía que su marido la regañaría.
La casa era angosta, maloliente y oscura. Junto al establo nacía una escalera, en la
que se acostaban las gallinas. Subió, pisando con cuidado los escalones apolillados que
crujían bajo su peso. La niña la debió oír, porque gritó:
-¡Pascualín! ¡Pascualín!
283
©Oscar Pizarro González 2011
Entró en una estancia muy pequeña, a donde la claridad llegaba apenas por un
ventanuco alargado. Afuera, al otro lado, debían moverse las ramas de algún árbol, porque
la luz era de un verde fresco y encendido, extraño como un sueño en la oscuridad. El fajo
de luz verde venía a dar contra la cabecera de la cama de hierro en que estaba la niña. Al
verla, abrió más sus párpados entornados.
-Hola, pequeña -dijo doña Clementina-. ¿Qué tal estás?
La niña empezó a llorar de un modo suave y silencioso. Doña Clementina se agachó
y contempló su carita amarillenta, entre las trenzas negras.
-Sabe usted -dijo la niña-, Pascualín es malo. Es un bruto. Dígale usted que me
devuelva a "Pipa", que me aburro sin "Pipa"...
Seguía llorando. Doña Clementina no estaba acostumbrada a hablar a los niños, y
algo extraño agarrotaba su garganta y su corazón.
Salió de allí, en silencio, y buscó a Pascualín. Estaba sentado en la calle, con la
espalda apoyada en el muro de la casa. Iba descalzo y sus piernas morenas, desnudas,
brillaban al sol como dos piezas de cobre.
-Pascualín -dijo doña Clementina.
El muchacho levantó hacia ella sus ojos desconfiados. Tenía las pupilas grises y
muy juntas y el cabello le crecía abundante como a una muchacha, por encima de las orejas.
-Pascualín, ¿qué hiciste de la muñeca de tu hermana? Devuélvesela.
Pascualín lanzó una blasfemia y se levantó.
-¡Anda! ¡La muñeca dice! ¡Aviaos estamos!
Dio media vuelta y se fue hacia la casa, murmurando.
Al día siguiente, doña Clementina volvió a visitar a la niña. En cuanto la vio, como
si se tratara de una cómplice, la pequeña le habló de "Pipa":
-Que me traiga a "Pipa", dígaselo usted, que la traiga...
El llanto levantaba el pecho de la niña, le llenaba la cara de lágrimas, que caían
despacio hasta la manta.
-Yo te voy a traer una muñeca, no llores.
Doña Clementina dijo a su marido, por la noche:
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©Oscar Pizarro González 2011
-Tendría que bajar a Fuenmayor, a unas compras.
-Baja -respondió el médico, con la cabeza hundida en el periódico.
4
A las seis de la mañana doña Clementina tomó el auto de línea, y a las once bajó en
Fuenmayor. En Fuenmayor había tiendas, mercado, y un gran bazar llamado "El Ideal".
Doña Clementina llevaba sus pequeños ahorros envueltos en un pañuelo de seda. En "El
Ideal" compró una muñeca de cabello crespo y ojos redondos y fijos, que le pareció muy
hermosa. "La pequeña va a alegrarse de veras", pensó. Le costó más cara de lo que
imaginaba, pero pagó de buena gana.
Anochecía ya cuando llegó a la aldea. Subió la escalera y, algo avergonzada de sí
misma, notó que su corazón latía fuerte. La mujer Mediavilla estaba ya en casa, preparando
la cena. En cuanto la vio alzó las dos manos.
-¡Ay, usté, doña Clementina! ¡Válgame Dios, ya disimulará en qué trazas la recibo!
¡Quién iba a pensar...!
Cortó sus exclamaciones.
-Venía a ver a la pequeña, le traigo un juguete...
Muda de asombro la Mediavilla la hizo pasar.
-Ay, cuitada, y mira quién viene a verte...
La niña levantó la cabeza de la almohada. La llama de un candil de aceite, clavado
en la pared, temblaba, amarilla.
-Mira lo que te traigo: te traigo otra "Pipa", mucho más bonita.
Abrió la caja y la muñeca apareció, rubia y extraña.
Los ojos negros de la niña estaban llenos de una luz nueva, que casi embellecía su
carita fea. Una sonrisa se le iniciaba, que se enfrió en seguida a la vista de la muñeca. Dejó
caer de nuevo la cabeza en la almohada y empezó a llorar despacio y silenciosamente,
como acostumbraba.
-No es "Pipa" -dijo-. No es "Pipa".
La madre empezó a chillar:
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-¡Habrase visto la tonta! ¡Habrase visto, la desagradecida! ¡Ay, por Dios, doña
Clementina, no se lo tenga usted en cuenta, que esta moza nos ha salido retrasada...!
Doña Clementina parpadeó. (Todos en el pueblo sabían que era una mujer tímida y
solitaria, y le tenían cierta compasión).
-No importa, mujer -dijo, con una pálida sonrisa-. No importa.
Salió. La mujer Mediavilla cogió la muñeca entre sus manos rudas, como si se
tratara de una flor.
-¡Ay, madre, y qué cosa más preciosa! ¡Habrase visto la tonta ésta...!
Al día siguiente doña Clementina recogió del huerto una ramita seca y la envolvió
en un retal. Subió a ver a la niña:
-Te traigo a tu "Pipa".
La niña levantó la cabeza con la viveza del día anterior. De nuevo, la tristeza subió a
sus ojos oscuros.
-No es "Pipa".
Día a día, doña Clementina confeccionó "Pipa" tras "Pipa", sin ningún resultado.
Una gran tristeza la llenaba, y el caso llegó a oídos de don Leoncio.
-Oye, mujer: que no sepa yo de más majaderías de ésas... ¡Ya no estamos, a estas
alturas, para andar siendo el hazmerreír del pueblo! Que no vuelvas a ver a esa muchacha:
se va a morir, de todos modos...
-¿Se va a morir?
-Pues claro, ¡que remedio! No tienen posibilidades los Mediavilla para pensar en
otra cosa... ¡Va a ser mejor para todos!
5
En efecto, apenas iniciado el otoño, la niña se murió. Doña Clementina sintió un
pesar grande, allí dentro, donde un día le naciera tan tierna curiosidad por "Pipa" y su
pequeña madre.
6
Fue a la primavera siguiente, ya en pleno deshielo, cuando una mañana, rebuscando
en la tierra, bajo los ciruelos, apareció la ramita seca, envuelta en su pedazo de percal.
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Estaba quemada por la nieve, quebradiza, y el color rojo de la tela se había vuelto de un
rosa desvaído. Doña Clementina tomó a "Pipa" entre sus dedos, la levantó con respeto y la
miró, bajo los rayos pálidos del sol.
-Verdaderamente- se dijo-. ¡Cuánta razón tenía la pequeña! ¡Qué cara tan hermosa y
triste tiene esta muñeca!
La gloria de los feos
Rosa Montero
Me fijé en Lupe y Lolo, hace ya muchos años, porque eran, sin lugar a dudas, los
raros del barrio. Hay niños que desde la cuna son distintos y, lo que es peor, saben y
padecen su diferencia. Son esos críos que siempre se caen en los recreos; que andan como
almas en pena, de grupo en grupo, mendigando un amigo. Basta con que el profesor los
llame a la pizarra para que el resto de la clase se desternille, aunque en realidad no haya en
ellos nada risible, más allá de su destino de víctimas y de su mansedumbre en aceptarlo.
Lupe y Lolo eran así: llevaban la estrella negra en la cabeza. Lupe era hija de la
vecina del tercero, una señora pechugona y esférica. La niña salió redonda desde chiquitita;
era patizamba y, de las rodillas para abajo, las piernas se le escapaban cada una para un
lado como las patas de un compás. No es que fuera gorda: es que estaba mal hecha, con un
cuerpo que parecía un torpedo y la barbilla saliéndole directamente del esternón.
Pero lo peor, con todo, era algo de dentro; algo desolador e inacabado. Era guapa de
cara: tenía los ojos grises y el pelo muy negro, la boca bien formada, la nariz correcta. Pero
tenía la mirada cruda, y el rostro borrado por una expresión de perpetuo estupor. De
pequeña la veía arrimarse a los corrillos de los otros niños: siempre fue grandona y les
sacaba a todos la cabeza. Pero los demás críos parecían ignorar su presencia descomunal, su
mirada vidriosa; seguían jugando sin prestarle atención, como si la niña no existiera. AI
principio, Lupe corría detrás de ellos, patosa y torpona, intentando ser una más; pero, para
cuando llegaba a los lugares, los demás ya se habían ido. Con los años la vi resignarse a su
inexistencia. Se pasaba los días recorriendo sola la barriada, siempre al mismo paso y
doblando las mismas esquinas, con esa determinación vacía e inútil con que los peces
recorren una y otra vez sus estrechas peceras.
En cuanto a Lolo, vivía más lejos de mi casa, en otra calle. Me fijé en él porque un
día los otros chicos Ie dejaron atado a una farola en los jardines de la plaza. Era en el mes
de agosto, a las tres de la tarde. Hacía un calor infernal, la farola estaba al sol y el metal
abrasaba. Desaté al niño, lloroso y moqueante; me ofrecí a acompañarle a casa y le
pregunté que quién le había hecho eso. "No querían hacerlo", contesto entre hipos: "Es que
se han olvidado". Y salió corriendo. Era un niño delgadísimo, con el pecho hundido y las
piernas como dos palillos. Caminaba inclinado hacia delante, como si siempre soplara
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frente a él un ventarrón furioso, y era tan frágil que parecía que se iba a desbaratar en
cualquier momento.
Tenía el pelo tieso y pelirrojo, grandes narizotas, ojos de mucho susto. Un rostro como de
careta de verbena, una cara de chiste. Par entonces debía de estar cumpliendo los diez años.
Poco después me entere de su nombre, porque los demás niños Ie estaban llamando
todo el rato. Así como Lupe era invisible, Lolo parecía ser omnipresente: los otros chicos
no paraban de martirizarle, como si su aspecto de triste saltamontes despertara en los demás
una suerte de ferocidad entomológica. Par cierto, una vez coincidieron en la plaza Lupe y
Lolo: pero ni siquiera se miraron. Se repelieron entre sí, como apestados.
Pasaron los años y una tarde, era el primer día de calor de un mes de mayo, vi venir
por la calle vacía a una criatura singular: era un esmirriado muchacho de unos quince años
con una camiseta de color verde fosforescente. Sus vaqueros, demasiado cortos, dejaban
ver unos tobillos picudos y unas canillas flacas; pero lo peor era el pelo, una mata espesa
rojiza y reseca, peinada con gomina, a los años cincuenta, como una inmensa ensaimada
sobre el cráneo. No me costó trabajo reconocerle: era Lolo, aunque un Lolo crecido y
transmutado en calamitoso adolescente. Seguía caminando inclinado hacia delante, aunque
ahora parecía que era el peso de su pelo, de esa especie de platillo volante que coronaba su
cabeza, lo que Ie mantenía desnivelado.
Y entonces la vi a ella. A Lupe. Venia por la misma acera, en dirección contraria.
También ella había dado el estirón puberal en el pasado invierno. Le había crecido la
misma pechuga que a su madre, de tal suerte que, como era cuellicorta, parecía llevar la
cara en bandeja. Se había teñido su bonito pelo oscuro de un rubio violento, y se lo había
cortado corto, así como a lo punky. Estaban los dos, en suma, francamente espantosos:
habían florecido, conforme a sus destinos, como seres ridículos. Pero se los veía anhelantes
y en pie de guerra.
Lo demás, en fin, sucedió de manera inevitable. Iban ensimismados, y chocaron el
uno contra el otro. Se miraron entonces como si se vieran por primera vez, y se enamoraron
de inmediato. Fue un 11 de mayo y, aunque ustedes quizá no lo recuerden, cuando los ojos
de Lolo y Lupe se encontraron tembló el mundo, los mares se agitaron, los cielos se
llenaron de ardientes meteoros. Los feos y los tristes tienen también sus instantes gloriosos.
Al buen callar
Emilia Pardo Bazán
No tenían más hijo que aquel los duques de Toledo, pero era un niño como unas
flores; sano, apuesto, intrépido, y, en la edad tierna, de condición tan angelical y noble, que
le amaban sus servidores punto menos que sus padres. Traíale su madre vestido de
terciopelo que guarnecían encajes de Holanda, luciendo guantes de olorosa gamuza y
brincos y joyeles de pedrería en el cintillo del birrete; y al mirarle pasar por la calle, bizarro
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y galán cual un caballero en miniatura, las mujeres le echaban besos con la punta de los
dedos, las vejezuelas reían guiñando el ojo para significar «¡Quién te verá a los veinte!», y
los graves beneficiados y los frailes austeros, sacando la cabeza de la capucha y las manos
de las mangas, le enviaban al paso una bendición.
Sin embargo, el duque de Toledo, aunque muy orgulloso de su vástago, observaba
con inquietud creciente una mala cualidad que tenía, y que según avanzaba en edad el niño
don Sancho iba en aumento. Consistía el defecto en una especie de manía tenacísima de
cantar la verdad a troche y moche, viniese a cuento o no viniese, en cualquier asunto y
delante de cualquier persona. Cortesano viejo ya el duque de Toledo, ducho en saber que en
la corte todo es disfraz, adivinaba con terror que su hijo, por más alentado, generoso, listo y
agudo que se mostrase, jamás obtendría el alto puesto que le era debido en el mundo, si no
corregía tan funesta propensión.
-Reñida está la discreción con la verdad: como que la verdad es a menudo la
indiscreción misma -advertía a su hijo el duque-. Por la boca solemos morir como los
simples peces, y no es muerte propia de hombre avisado, sino de animal bruto, frío y torpe -
solía añadir.
Corríase y afligíase el rapaz de tales reprensiones y advertencias, y persuadido de
que erraba al ser tan sincero, proponía en su corazón enmendarse; pero su natural no lo
consentía: una fuerza extraña le traía la verdad a los labios, no dándole punto de reposo
hasta que la soltaba por fin, con gran aflicción del duque, que se mataba en repetir:
-Hijo Sancho, mira que lo que haces... La verdad es un veneno de los más activos;
pero en vez de tomarse por la boca, sale de ella. Esparcida en el aire, es cuando mata. Si tan
atractiva te parece la fatal verdad, guárdala en ti y para ti; no la repartas con nadie, y a
nadie envenenarás.
Acaeció, pues, que frisando en los trece años y siendo cada vez más lindo, dispuesto
y gentil el hijo de los duques de Toledo, un día que la reina salió a oír misa de parida a la
catedral, hubo de verle al paso, y prendada de su apostura y de la buena gracia con que le
hizo una reverencia profundísima, quiso informarse de quién era, y apenas lo supo, llamó al
duque y con grandes instancias le pidió a don Sancho para paje de su real persona. Más
aterrado que lisonjeado, participó el duque a su hijo el honor que les dispensaba la reina.
-Aquí de mis recelos, aquí del peligro, Sancho... Tu funesto achaque de veracidad
ahora es cuando va a perderte y perdernos. Si la reserva y el arte de bien callar son siempre
provechosas, en la cámara de los reyes son indispensables, te lo juro.
-Antes pienso, padre -replicó el precoz don Sancho-, que al lado de los reyes, por
ser ellos figura e imagen de Dios, alentará la verdad misma. No cabrá en ellos mentira ni
acción que deba ser oculta o reservada.
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Confuso y perplejo dejó la respuesta al duque, pues le escarabajeaban en la memoria
ciertas murmuraciones cortesanas referentes a liviandades y amoríos regios; pero tomando
aliento:
-No, hijo -exclamó por fin-, no es así como tú supones... Cuando seas mayor y tu
razón madure, entenderás estos enigmas. Por ahora solo te diré que si vas a la corte resuelto
a decir verdades, mejor será que tomes ya mi cabeza y se la entregues al verdugo.
Cabizbajo y melancólico se quedó algún tiempo don Sancho, hasta que, como el que
promete, extendió la mano con extraña gravedad, impropia de su juventud.
-Yo sé el remedio -afirmó. Mentir me es imposible, pero no así guardar silencio.
Haced vos, padre, correr la voz de que un accidente me ha privado del habla, y yo os
prometo, por dispensaros favor, ser mudo hasta el último día de mi vida si es preciso.
Pareció bien el arbitrio al duque y divulgó lo de la mudez; siendo lo notable del caso
que la reina, sabedora de que el bello rapaz era mudo, mostró alegría suma y mayor empeño
en tenerle a su servicio y órdenes. En efecto, desde aquel día asistió don Sancho como paje
en la cámara de la reina, sellados los labios por el candado de la voluntad, viendo y oyendo
todo cuanto ocurría, pero sin medios de propalarlo. Poco a poco la reina iba cobrándole
extremado cariño. Sancho se pasaba las horas muertas echado en cojines de terciopelo al
pie del sillón de su ama y recostando la cabeza en sus faldas, mientras ella con la fina mano
cargada de sortijas le acariciaba maternalmente los oscuros y sedosos bucles. Las primeras
veces que don Sancho fue encargado de abrir la puerta secreta a cierto magnate, y le vio
penetrar furtivamente y a deshora en el camarín, y a la reina echarle al cuello los brazos, el
pajecillo se dolió, se indignó, y, a poder soltar la lengua, Dios sabe la tragedia que en el
palacio se arma. Por fortuna, Sancho era mudo; oía, eso sí, y las pláticas de los dos
enamorados le pusieron al corriente de cosas harto graves, de secretos de Estado y familia;
entre otros, de que el rey, a su vez, salía todas las noches con maravilloso recato a visitar a
cierta judía muy hermosa, por quien olvidaba sus obligaciones de esposo y de monarca, y
merced a cuyo influjo protegía desmedidamente a los hebreos, con perjuicio de sus reinos y
mengua de sus tesoros. Envuelta en el misterio esta intriga, no la sabían más que el magnate
y la reina; y don Sancho, trasladando su indignación del delito de la mujer al del marido,
celebró nuevamente no haber tenido voz, porque así no se veía en riesgo de revelar verdad
tan infame. Pasado algún tiempo, la confianza con que se hablaban delante del mudo
pajecillo instruyó a éste de varias maldades gordas que se tramaban en la corte: supo cómo
el privado, disimuladamente, hacía mangas y capirotes de la hacienda pública, y cómo el tío
del rey conspiraba para destronarle, con otras infinitas tunantadas y bellaquerías que a cada
momento soliviantaban y encrespaban la cólera y la virtuosa impaciencia de don Sancho,
poniendo a prueba su constancia, en el mutismo absoluto a que se había comprometido.
Sucedía entretanto que le amaban todos mucho, porque aquel lindo paje silencioso,
tan hidalgo y tan obediente, jamás había causado daño alguno a nadie. No hay para qué
decir si le favorecían las damas, viéndole tan gentil y estando ciertas de su discreción; y
desde el rey hasta el último criado, todos le deseaban bienes. Tanto aumentó su crédito y
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favor, que al cumplir los veinte años y tener que dejar su oficio de paje por el noble empleo
de las armas, colmáronle de mercedes a porfía el rey, la reina, el privado y el infante,
acrecentando los honores y preeminencias de su casa y haciéndole donación de alcaldías,
fortalezas, villas y castillos. Y cuando, húmedas las mejillas de beso empapado de lágrimas
con que le despidió la reina, que le quería como a otro hijo; oprimido el cuello con el peso
de la cadena de oro que acababa de ceñirle el rey, salió don Sancho del alcázar y cabalgó en
el fogoso andaluz de que el infante le había hecho presente; al ver cuántos males había
evitado y cuántas prosperidades había traído su extraña determinación, tentóse la lengua
con los dientes, y, meditabundo, dijo para sí (pues para los demás estaba bien determinado
a no decir oxte ni moxte): «A la primera palabra que sueltes al aire, lengua mía, con estos
dientes o con mi puñal te corto y te echo a los canes.»
Hay eruditos que sostienen la opinión de que de esta historia procede la frase vulgar,
sin otra explicación plausible: «Al buen callar llaman Sancho.»
El corazón perdido
Emilia Pardo Bazán
Yendo una tardecita de paseo por las calles de la ciudad, vi en el suelo un objeto
rojo; me bajé: era un sangriento y vivo corazón que recogí cuidadosamente. «Debe de
habérsele perdido a alguna mujer», pensé al observar la blancura y delicadeza de la tierna
víscera, que, al contacto de mis dedos, palpitaba como si estuviese dentro del pecho de su
dueño. Lo envolví con esmero dentro de un blanco paño, lo abrigué, lo escondí bajo mi
ropa, y me dediqué a averiguar quién era la mujer que había perdido el corazón en la calle.
Para indagar mejor, adquirí unos maravillosos anteojos que permitían ver, al través del
corpiño, de la ropa interior, de la carne y de las costillas -como por esos relicarios que son
el busto de una santa y tienen en el pecho una ventanita de cristal-, el lugar que ocupa el
corazón.
Apenas me hube calado mis anteojos mágicos, miré ansiosamente a la primera
mujer que pasaba, y ¡oh asombro!, la mujer no tenía corazón. Ella debía de ser, sin duda, la
propietaria de mi hallazgo. Lo raro fue que, al decirle yo cómo había encontrado su corazón
y lo conservaba a sus órdenes de si gustaba recogerlo, la mujer, indignada, juró y perjuró
que no había perdido cosa alguna; que su corazón estaba donde solía y que lo sentía
perfectamente pulsar, recibir y expeler la sangre. En vista de la terquedad de la mujer, la
dejé y me volví hacia otra, joven, linda, seductora, alegre. ¡Dios santo! En su blanco pecho
vi la misma oquedad, el mismo agujero rosado, sin nada allá dentro, nada, nada. ¡Tampoco
ésta tenía corazón! Y cuando le ofrecí respetuosamente el que yo llevaba guardadito, menos
aún lo quiso admitir, alegando que era ofenderla de un modo grave suponer que, o le faltaba
el corazón, o era tan descuidada que había podido perderlo así en la vía pública sin que lo
advirtiese.
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Y pasaron centenares de mujeres, viejas y mozas, lindas y feas, morenas y
pelirrubias, melancólicas y vivarachas; y a todas les eché los anteojos, y en todas noté que
del corazón sólo tenían el sitio, pero que el órgano, o no había existido nunca, o se había
perdido tiempo atrás. Y todas, todas sin excepción alguna, al querer yo devolverles el
corazón de que carecían, negábanse a aceptarlo, ya porque creían tenerlo, ya porque sin él
se encontraban divinamente, ya porque se juzgaban injuriadas por la oferta, ya porque no se
atrevían a arrostrar el peligro de poseer un corazón. Iba desesperando de restituir a un
pecho de mujer el pobre corazón abandonado, cuando, por casualidad, con ayuda de mis
prodigiosos lentes, acerté a ver que pasaba por la calle una niña pálida, y en su pecho, ¡por
fin!, distinguí un corazón, un verdadero corazón de carne, que saltaba, latía y sentía. No sé
por qué -pues reconozco que era un absurdo brindar corazón a quien lo tenía tan vivo y tan
despierto- se me ocurrió hacer la prueba de presentarle el que habían desechado todas, y he
aquí que la niña, en vez de rechazarme como las demás, abrió el seno y recibió el corazón
que yo, en mi fatiga, iba a dejar otra vez caído sobre los guijarros.
Enriquecida con dos corazones, la niña pálida se puso mucho más pálida aún: las
emociones, por insignificantes que fuesen, la estremecían hasta la médula; los afectos
vibraban en ella con cruel intensidad; la amistad, la compasión, la tristeza, la alegría, el
amor, los celos, todo era en ella profundo y terrible; y la muy necia, en vez de resolverse a
suprimir uno de sus dos corazones, o los dos a un tiempo, diríase que se complacía en vivir
doble vida espiritual, queriendo, gozando y sufriendo por duplicado, sumando impresiones
de esas que bastan para extinguir la vida. La criatura era como vela encendida por los dos
cabos, que se consume en breves instantes. Y, en efecto, se consumió. Tendida en su lecho
de muerte, lívida y tan demacrada y delgada que parecía un pajarillo, vinieron los médicos
y aseguraron que lo que la arrebataba de este mundo era la rotura de un aneurisma.
Ninguno (¡son tan torpes!) supo adivinar la verdad: ninguno comprendió que la niña se
había muerto por cometer la imprudencia de dar asilo en su pecho a un corazón perdido en
la calle.
Un poco de ciencia
Emilia Pardo Bazán
Solía yo reunirme con aquel sabio en mis paseos por los alrededores del pueblecito
donde mi madre -cansada de mis travesuras de estudiante desaplicado- me obligaba a
residir. El sabio lo era, casi, casi exclusivamente en epigrafía romana. Famoso y ensalzado
en su provincia, le conocían muchos académicos de Madrid y algunos alemanes. Había
publicado o, al menos impreso, un folleto sobre Dos lápidas encontradas en el Pico Medelo,
y otro sobre Un sarcófago que se halló en las cercanías de Augustóbriga, folletos que
aumentaron la consideración respetuosa y enteramente fiduciaria que rodeaba su nombre.
Porque, en cuanto a leer los folletos, se cree que sólo lo harían los cajistas, que no pudieron
humanamente evitarlo.
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He notado después que casi siempre tienen aureola de sabios los que se dedican a
una especialidad, y mejor cuanto más restringida. Esto es achaque de la Edad Moderna.
Bajo el Renacimiento, el sabio es todo lo contrario: el «varón de muchas almas», la
enciclopedia encuadernada en humana piel. Actualmente, para obtener diploma de sabio es
menester encerrarse en una casilla, en la más estrecha. Con aprenderse la papeleta
correspondiente a esta casilla, se está dispensado hasta de saber el nombre de las casillas
restantes. El que es sabio en monedas árabes, verbigracia, puede, sin mengua de su
sabiduría, ignorar si hubo moneda en los demás países del mundo.
Y, siendo ello es verdad, es preciso añadir que mi sabio, don Matías Caldereta,
aparte de su ciencia epigráfica, era hombre de agradable trato, más ligero de sangre de lo
que suelen ser sus congéneres, y con una nota de dulce escepticismo en lo que respecta a la
infabilidad de los demás especialistas en los varios géneros y subgéneros en que la Ciencia
se divide, como torta cortadita en trozos. Contaba anécdotas chuscas, errores de doctos y
consuelo de ignorantes. Recuerdo ahora una, que nos hizo reír una tarde entera bajo una
parra, cuyas uvas empezaban a pintar, al borde de una charca en que las ranas, verdes y
confianzudas, nos miraban un punto con sus ojos saltones, chapuzándose en seguida entre
cañas y espadañuelas.
Caldereta reía más, halagado en su amor propio de sabio trasconejado y oscuro, por
la idea de que también estas eminencias de extranjis, trompeteadas y célebres, se equivocan
como cada hijo de vecino, como puede equivocarse la notabilidad de campanario que
vegeta en el rincón silencioso de un pueblo, igual que las ranas en su palude, croando a la
luna.
-Si, sí -repetía-. ¡Sepa usted que se trata nada menos que de Champollion, del gran
preste de los epigrafistas..., del que descifró los jeroglíficos y reveló, mediante ellos, el
misterio de Egipto antiguo, que sin él acaso estuviese ahora tan oscuro como están los
códices mayas! Y, sin embargo, el caso es auténtico: una de esas historias que recuerdan a
veces, al final de las sesiones académicas, los académicos viejos a los novatos... Estos días
ha vuelto a salir a colación, a propósito de los famosos escarabajos del rey Necao,
fabricados ayer por un falsificador y consagrados un momento por todo el areópago de los
inteligentes, y comprados y colocados en un famoso Museo...
La cosa se remonta a la época en que comenzaba en el del Louvre, en París, a
organizarse esa sección de antigüedades egipcias que ha llegado a ser la primera del
mundo. Diariamente recibía el director del Museo fardos y cajas conteniendo momias,
diosecitos, collares, objetos encontrados en las sepulturas, papiros cubiertos de jeroglíficos
misteriosos. Al punto los copiaba exactamente un pintor de mala mano, que en trabajo tan
modesto se ganaba el pan.
Y he aquí que cierta mañana llama el director al pintor a su despacho y le entrega un
papiro con infinitos garabatos y dibujos.
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-Agradeceré -advirtióle- que me copie este papiro para esta tarde misma. Hoy tengo
convidado a comer al ilustre Champollion, y quiero darle la sorpresa de que antes que nadie
vea la nueva remesa y la traduzca.
Cargó el pintor con el papiro amarillento y se retiró a cumplir la orden. Era una
tarea asaz penosa: ¡copiar tanto garabato antes del anochecer! Un poco nervioso dio
principio a su labor... Y he aquí que, por culpa precisamente de los nervios, alterados con la
prisa, da un manotón involuntario, y el tintero, enterito, se vuelca sobre aquellas tiras de
papiro que el escriba, con su delicada cañita, bordó de figurillas y emblemas hace tantos
miles de años...
Era un lago negro, un baño absoluto... En vano quiso el pintor remediar el mal.
Cuanto más trabajaba con la esponja, el paño y el raspador, tanto más penetraba la tinta,
borrando hasta la idea de lo que hubiese debajo.
«¿Qué hacer? -pensó el mísero-. ¿Confesar las desgracias? ¿Perder su colocación, el
sustento de sus hijos?»
El mísero sudaba frío y se mordía las uñas desesperado. ¡Aquellos papiros,
justamente aquellos, que era preciso copiar con tanta urgencia! ¡Y de pronto acudió la idea,
salvadora acaso!
«Desde que copio estas malditas tiras -pensó-, ¿no he notado que son todas iguales?
Hiladas y más hiladas de cocodrilos, de hombres con cabeza de perro, de escarabajos, de
cruces con asas, de grullas, de toros... El señor de Champollion viene a comer; por muy
sabio que sea, después de comer no va a ponerse a descifrar. ¡Qué demonio! ¡Preferirá
echar un sueñecito, o fumar, o charlar, o jugar a la báciga! ¡Será un hombre, qué caramba,
al menos mientras digiere! ¡Lléveme pateta si entiendo qué gusto le sacan a estar siempre
con la nariz sobre estos garrapatos! En fin..., ánimo... Voy a inventar la copia... Mañana
diré que ha sido el ordenanza el que, al arreglar la mesa, ha volcado el tintero..., y malo será
que, por lo menos, no les quede la duda...»
Y, en efecto, forjó sus veinte páginas, llenas a capricho -pues él no entendía palabra
de lo que copiaba diariamente-, de ibis, cocodrilos, escarabajos sagrados y cruces con asa...
Hecha la habilidad, llevó el manuscrito al director, que estaba en gran conferencia con el
propio Champollion, comentando los recientes envíos.
-Bueno -exclamó el director, bondadoso-; hoy come usted con nosotros... Es muy
justo...
Nuevo sudor frío... Pero el pintor no tuvo más recurso que aceptar. A los postres -a
los amargos postres-, hubo que desenvolver el manuscrito de impostura, porque el director,
frotándose las manos, ordenó:
-Ahora, enséñele usted al señor de Champollion la sorpresita...
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Con manos trémulas, el culpable desató el balduque... Parecía su cara la de una
momia; sus piernas temblaban... Iba a descubrirse el enredo... ¿No valía más echarse de
rodillas, confesar, pedir misericordia?
Champollion, reposadamente, tomó el rollo; aproximóse a la lámpara, lo aplanó con
la mano, y se enfrascó un momento en la contemplación de aquellos signos, sólo para él
comprensibles... Entre el silencio se oían el volver de las hojas y la respiración congojosa
del falsario, a pique de ser descubierto...
De pronto se alzó la voz del gran Champollion, del revelador del Egipto antiguo...
Leía en alto, leía tranquilamente, a libro abierto. ¡Leía, majestuoso, la inscripción que no
existía!...
-«A la gran Isis, señora de lo creado, y a Osiris Ammon Ra, que domina la tierra y
el agua, yo, Tolomeo, Faraón XXXVI, habiéndoles elevado un templo votivo...»
El pintor cayó desplomado en el sillón... ¡Y Champollion seguía leyendo sin
interrupción... sin titubear un instante! ¡Hasta la última hoja! ¡Hasta el último jeroglífico!
-Y ahí tiene usted -añadió Caldereta- por lo que he llegado a desconfiar de la ciencia
y de sus engaños... Sólo le aseguro que el caso que acabo de contar no puede ocurrir con
una lápida romana. En eso..., vamos, no me equivoco. En eso no cabe falsificación... ¡Las
lápidas romanas son lo más serio de la epigrafía!
Noche de ánimas
Joaquim Ruyra
El eco de tu postrera danza, oh Fiesta de Todos los Santos, fenece.
La orquesta penetró en el mesón. En la vasta cocina, ante el hogar, sentados en el
banco, o en sillas y escabeles, los músicos se calientan las piernas, y suavizan con unas
sopas en vino las gargantas secas y agobiadas. Cada cual sostiene con la mano izquierda,
sobre la rodilla, un plato de tierra muy hondo, en cuyo seno se hinchan y colorean los
pedazos de pan que flotan en el líquido humeante. Los dedos pellizcan, sorben tenaces las
bocas y los semblantes adquieren vida al influjo del saludable refrigerio.
En tanto el abuelo echa un sueñecito en su rincón, casi rozando los purpúreos
tizones. Ora levanta poco a poco la cabeza hasta poner en descubierto las piltracas
marchitas de su papada, ora la deja caer pesadamente sobre el pecho.
Media docena de jóvenes payeses bien trajeados y rasurados, con las barretinas
encrestadas en la cabeza con esmero coquetón, y luciendo a guisa de joyas unos brotes de
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albahaca en las orejas, conversan de pie formando corro detrás de los músicos. Sus caras
llamean todavía con el fuego que encendiera la danza; de vez en cuando enjugan con
pañuelos multicolores el sudor que resplandece en caras y cogotes.
La mesonera y las criadas van con presura del hogar a los hornillos, de los hornillos
al armario.
Un mozalbete, puesto en cuclillas dentro del cuévano de hierbas, lo espía todo con
ojos despabilados.
El candil que pende de la pequeña bóveda de los hornillos apenas deja ver su
lucecita amarilla entre la humareda que surge de cazos y sartenes. En cambio los
resplandores rojos y volubles del hogar vagarean por el ámbito sombrío. Todo danza en un
caos de luz y de tinieblas.
Al toque de oración algunos payeses empiezan a hablar de la noche de ánimas, de la
noche que va a cerrar. Se cuentan casos de apariciones sobrenaturales. Cada cual trajo su
historia, y procura interesar con ella todo lo posible. Un músico, hombrón de elevada
estatura, flaco, de recias espaldas, de faz prolongada, frente calva y patillas blancas, luego
de sorber las heces de su plato, mete baza en la conversación y dice:
-No sé si habrán conocido a Refila de Navata… Yo sí. En todo el Ampurdán no
había tenora como la suya; era un gran músico, un compositor de sardanas de los que entran
pocos en libra. Sus sardanas… ¡ya lo creo!… se tocan aún y se danzan con devoción… Esta
es la palabra… Se danzan con devoción porque su música tiene algo de religioso, de santo,
de… no puede explicarse, ea. Fue mi maestro de tenora. En aquellos tiempos sería ya
viejecito, pero estaba fresco y reluciente… era un hombre chiquitín… ¡si parece que lo
estoy viendo!… carirredondo, el cogote prolijo… Vestía calzas y delantal, al uso añejo, y la
chaqueta adornada con vistosa botonadura de hoja de lata. No vayan a creer que diera en
pisaverde… nada de eso. No le importaba que cayese al azar su barretina morada, que le
colgaba como un saco vacío por encima del hombro. Las medias lo arrastraban y él no se
daba cuenta. Todo el día estaba soñando solfas. Ah, no recuerdo todas estas cosas para que
se rían, no… que no es cosa de risa… las digo para que vean cuán presente tengo a mi
hombre y para que entiendan que no es ningún cuento lo que voy a referirles.
Aquí el narrador se detiene unos instantes. Reina el silencio. Las sartenes de los
hornillos cesaron de chirriar. No se oye más rumor que el sordo ronquido de la enorme olla
de hierro que pende de las caramilleras, y empieza su hervor. El mozalbete del cuévano no
aparta su vista de los labios del músico como si espiase el surgir de las palabras. El músico
prosigue su relato de esta suerte:
-Hoy cumplen años de mi historia. Refila de Navata había ido a tocar en las danzas
de la fiesta de hoy en un pueblo comarcano. Cuando hubo terminado, al cerrar la noche,
emprendió solito el camino de su casa. Él mismo me lo contó más adelante. Con la tenora
metida en la bolsa de cuero y sujeta a la espalda, tras, tras, descendía de la montaña,
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tomando cuantos atajos encontraba. Pero a no tardar, aunque las piernas de Refila seguían
triscando por los senderuchos, sus pensamientos andaban lejos, lejos… se habían
desprendido ya de la tierra. Lo había conmovido una inspiración, y componía allá en sus
adentros. Nadie puede imaginar, si no lo ha experimentado alguna vez, de qué modo las
inspiraciones arrebatan el alma de un artista.
Aquí todos los músicos balancearon la cabeza en señal de aprobación, y el narrador
continuó diciendo:
-Pasaba el tiempo, y Refila, distraído, hechizado, no tenía la menor idea de que
transcurriese. Y andando, andando, al fin tropezó con una cepa desarraigada. Entonces
volvió en sí… esto es, salió de su preocupación… y como desvelándose empezó a mirar a
una y otra parte. Mira acá, mira acullá… Señor, se había perdido en mitad del bosque, ante
unos barrancos muy hondos que infundían pavor al hombre de más denuedo. La noche
había cerrado totalmente. La luna era casi nueva. Apenas se divisaba en la diafanidad del
cielo algo así como una pequeña sombra más clara y azulada que el fondo del cielo,
ribeteada por un blanco hilillo de luz. Los senderos… ya lo imaginan… se borraban a
cuatro pasos de distancia. Refila estaba desorientado por completo. Y he aquí, muchachos,
que mientras él examinaba crestas y vertientes de montañas, buscando algún detalle
conocido, llegó a su oído, en una racha suave, algo así como una música singular y
embelesadora. Era una música que apenas se oía, fina, finísima, casi desmayada en el aura.
Sonaba como un zumbido de abejas que acercándose ahora, alejándose presto, aumentaba o
disminuía, aunque siempre débil, confusa… ¿Qué iba a ser aquello, qué iba a ser?… Al
principio, Refila se creyó juguete de una ilusión; que le zumbaban las orejas… que una
expansión de la sangre murmuraba las armonías soñadas durante la marcha. Pero ¡quiá!…
no tardó en venir el desengaño. Aquella música no se parecía a nada que él hubiese nunca
imaginado u oído. Era un nuevo aire de sardana apacible, melancólico… que se apoderaba
del corazón despertando en él las más dulces ilusiones de la vida pasada. Llevaba al alma
un recuerdo parecido al del placentero son de los primeros besos de amor, pero al mismo
tiempo despertaba una tristeza honda, muy honda, ¡Jesús mío! Lástima que por la
obscuridad no se pudiese escribir media palabra, de lo contrario, Refila hubiese apuntado
las maravillas que llegaban a su oído. Sólo podía escuchar, eso sí… y para lograrlo mejor,
poquito a poco echó a andar hacia el paraje de donde parecía llegar el zumbido armonioso.
Calló el músico por breve espacio, suspirando. La mesonera y las sirvientas habían
vuelto la espalda a los hornillos y atendían boquiabiertos, con ojos amilanados. No se oía a
nadie ni respirar. Solamente se distinguía el sordo roncar de la olla enorme de hierro que
hervía colgada de las caramilleras. Al cabo de escaso tiempo el narrador continuó su relato
del modo siguiente:
-Refila de Navata no se acordaba de su casa ni de su familia, ni del camino perdido.
No le movía más anhelo que el de impregnarse de aquella finísima corriente de armonía,
cuyo rastro andaba siguiendo. Refila era músico en cuerpo y alma. Al sortear un avance de
la sierra divisó en una hondonada brumosa un lugarcillo lejano, que parecía dorado a la luz
de la celistía. Se encaminó hacia allá… A medida que avanzaba, los sones seductores se
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oían más claros, menos inciertos… ¡Adelante!… Chocó de pronto con una pared revestida
de hiedra, una pared muy baja… tras la cual se extendía una salceda compacta y frondosa.
Surgía de allí una húmeda vaharada; así, como de tierra agitada o regada poco ha. ¡Pardiez!,
allí se danzaba. Refila oía las pisadas de la gente, unas pisadas continuas, acompasadas…
dóciles al aire musical. Era indudable; a la sombra de aquellos árboles, se danzaba la
sardana sin más luz que la de las estrellas. Costaba algún esfuerzo reparar en los danzantes,
pero a medida que la vista se enseñoreaba de las tinieblas, se notaba confusamente su
vaivén, el rodar incesante y los saltos. Era gente angulosa y deplorable. Sus pies daban en
el suelo con crujido áspero, seco. Algunos llevaban los pliegues de la ropa tachonados de
una tierra que con el movimiento se iba desprendiendo y caía con rumores tenues de
llovizna. Refila se estremeció de pies a cabeza, comprendiéndolo todo. El recinto era un
cementerio. Los sauces, las plazuelas orilladas por rosales en flor, las cruces medio
derruidas que en medio de ellas se divisaban, algunos hoyos que parecían cavados
recientemente… todo explicaba la verdad del caso. Era noche de ánimas y los danzantes
serían unos buenos difuntos ampurdaneses que, con permiso divino, se holgaban bailando
la sardana, el baile de sus dulces recuerdos. Los músicos, encaramados sobre una antigua
tumba, aterciopelada por el musgo, tocaban sus tenoras y caramillos con apagado aliento
que no llegaba jamás a hinchar sus mejillas hundidas. ¡Y con qué finura y exquisitez
seguían tocando! Su música era suave, embelesadora… se apoderaba del corazón,
despertaba en él las ilusiones de la vida pasada, pero al mismo tiempo derramaba una
congoja muy lastimera. ¡Jesús mío! Refila no se cansaba de escuchar. A pesar del miedo
que sentía, el pobrecillo no hubiera sabido arrancarse a aquel deleite. Y entretanto la
sardana se acercaba hacia el lugar en que se hallaba y los cuerpos glaciales de los bailarines
exhalaban un cierzo sepulcral, un airecillo cortante que los rosales experimentaban desde
muy lejos. ¡Vaya si hería a los rosales!… Se hubiera dicho que pasaba por sus ramillas algo
parecido a una pavura, y las rosas súbitamente se dilataban, se desfloraban, dejando caer
doquiera sus hojas diminutas. Refila sentía también aquel frío en la cabeza, en el pecho y en
la médula de los huesos… y no tenía ya fuerzas para huir, y sus piernas se doblaban, y sus
párpados cerrábanse con sueño invencible, despótico como el de la muerte. ¡Pobre Refila
de Navata! Cayó, cayó sin sentido al pie de la cerca… y ¡líbrenos Dios de un sueño
parecido al suyo!
Aquí el narrador calla suspirando, inclinando sobre el pecho la cabeza meditabunda.
Se oye, al mismo tiempo, el canto lejano de un gallo, cual una queja prolongada y
misteriosa. Todos se estremecen. El mozalbete del cuévano vuelve el rostro, pálido y
azorado; creyó sentir un aliento frío que le escarolaba los pelos del cogote. Tras una larga
pausa, el músico suspira de nuevo, y dice:
-¡Mundo, mundo, albergue de sandios! ¿Saben lo que la gente supuso cuando Refila
contó lo que le había ocurrido? Pues nada… que el relente de otoño le había atacado el
cerebro, y había deshojado las rosas. Y los médicos que lo visitaron… -porque desde
entonces acá siempre estuvo enfermo, flaco, abatido, sin colores- ¿saben lo que dijeron?
Que sí, que había perdido el seso, y que sus relatos no eran más que engendros y fantasías.
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©Oscar Pizarro González 2011
-Y a usted, ¿qué le parece? -pregunta el mozalbete del cuévano con voz ansiosa y
apagada.
-Yo creo que Refila es más sabio que nosotros y que todo el protomedicato -
responde el músico sentenciosamente.
Todo el mundo hace un gesto de aprobación. A aquellos ampurdaneses no les
parece raro que los difuntos, por regaladas que estén sus almas en el cielo y por helados que
deban de hallar sus cuerpos bajo la tierra, quieran, con el divino permiso, holgarse una vez
al año danzando la sardana, el baile de sus dulces recuerdos, la danza sagrada de la tierra.
El doble sacrificio
Juan Valera
EL PADRE GUTIÉRREZ A DON PEPITO
Málaga, 4 de abril de 1842.
Mi querido discípulo: Mi hermana, que ha vivido más de veinte años en ese lugar,
vive hace dos en mi casa, desde que quedó viuda y sin hijos. Conserva muchas relaciones,
recibe con frecuencia cartas de ahí y está al corriente de todo. Por ella sé cosas que me
inquietan y apesadumbran en extremo. ¿Cómo es posible, me digo, que un joven tan
honrado y tan temeroso de Dios, y a quien enseñé yo tan bien la metafísica y la moral,
cuando él acudía a oír mis lecciones en el Seminario, se conduzca ahora de un modo tan
pecaminoso? Me horrorizo de pensar en el peligro a que te expones de incurrir en los más
espantosos pecados, de amargar la existencia de un anciano venerable, deshonrando sus
canas, y de ser ocasión, si no causa, de irremediables infortunios. Sé que frenéticamente
enamorado de doña Juana, legítima esposa del rico labrador don Gregorio, la persigues con
audaz imprudencia y procuras triunfar de la virtud y de la entereza con que ella se te resiste.
Fingiéndote ingeniero o perito agrícola, estás ahí enseñando a preparar los vinos y a
enjertar las cepas en mejor vidueño; pero lo que tú enjertas es tu viciosa travesura, y lo que
tú preparas es la desolación vergonzosa de un varón excelente, cuya sola culpa es la de
haberse casado, ya viejo, con una muchacha bonita y algo coqueta. ¡Ah, no, hijo mío! Por
amor de Dios y por tu bien, te lo ruego. Desiste de tu criminal empresa y vuélvete a
Málaga. Si en algo estimas mi cariño y el buen concepto en que siempre te tuve, y si no
quieres perderlos, no desoigas mis amonestaciones.
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©Oscar Pizarro González 2011
DE DON PEPITO AL PADRE GUTIÉRREZ
Villalegre, 7 de abril.
Mi querido y respetado maestro: El tío Paco, que lleva desde aquí vino y aceite a esa
ciudad, me acaba de entregar la carta de usted del 4, a la que me apresuro a contestar para
que usted se tranquilice y forme mejor opinión de mí. Yo no estoy enamorado de doña
Juana ni la persigo como ella se figura. Doña Juana es una mujer singular y hasta cierto
punto peligrosa, lo confieso. Hará seis años, cuando ella tenía cerca de treinta, logró casarse
con el rico labrador don Gregorio. Nadie la acusa de infiel, pero sí de que tiene embaucado
a su marido, de que le manda a zapatazos y le trae y le lleva como un zarandillo. Es ella tan
presumida y tan vana, que cree y ha hecho creer a su marido que no hay hombre que no se
enamore de ella y que no la persiga. Si he de decir la verdad, doña Juana no es fea, pero
tampoco es muy bonita; y ni por alta, ni por baja, ni por muy delgada, ni por gruesa llama la
atención de nadie. Llama, sí, la atención por sus miradas, por sus movimientos y porque,
acaso sin darse cuenta de ello, se empeña en llamarla y en provocar a la gente. Se pone
carmín en las mejillas, se echa en la frente y en el cuello polvos de arroz, y se pinta de
negro los párpados para que resplandezcan más sus negros ojos. Los esgrime de continuo,
como si desde ellos estuviesen los amores lanzando enherboladas flechas. En suma: doña
Juana, contra la cual nada tienen que decir las malas lenguas, va sin querer alborotando y
sacando de quicio a los mortales del sexo fuerte, ya de paseo, ya en las tertulias, ya en la
misma iglesia. Así hace fáciles y abundantes conquistas. No pocos hombres, sobre todo si
son forasteros y no la conocen, se figuran lo que quieren, se las prometen felices, y se
atreven a requebrarla y hasta a hacerle poco morales proposiciones. Ella entonces los
despide con cajas destempladas. Enseguida va lamentándose jactanciosamente con todas
sus amigas de lo mucho que cunde la inmoralidad y de que ella es tan desventurada y tiene
tales atractivos, que no hay hombre que no la requiebre, la pretenda, la acose y ponga
asechanzas a su honestidad, sin dejarla tranquila con su don Gregorio.
La locura de doña Juana ha llegado al extremo de suponer que hasta los que nada le
dicen están enamorados de ella. En este número me cuento, por mi desgracia. El verano
pasado vi y conocí a doña Juana en los baños de Carratraca. Y como ahora estoy aquí, ella
ha armado en su mente el caramillo de que he venido persiguiéndola. No hallo modo de
quitarle esta ilusión, que me fastidia no poco, y no puedo ni quiero abandonar este lugar y
volver a Málaga, porque hay un asunto para mí de grande interés, que aquí me retiene. Ya
hablaré de él a usted otro día. Adiós por hoy.
DEL MISMO AL MISMO
10 de abril.
Mi querido y respetado maestro: Es verdad, estoy locamente enamorado; pero ni por
pienso de doña Juana. Mi novia se llama Isabelita. Es un primor por su hermosura,
discreción, candor y buena crianza. Imposible parece que un tío tan ordinario y tan
gordinflón como don Gregorio haya tenido una hija tan esbelta, tan distinguida y tan guapa.
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©Oscar Pizarro González 2011
La tuvo don Gregorio de su primera mujer. Y hoy su madrastra doña Juana la cela, la
muele, la domina y se empeña en que ha de casarla con su hermano don Ambrosio, que es
un grandísimo perdido y a quien le conviene este casamiento, porque Isabelita está
heredada de su madre, y, para lo que suele haber en pueblos como éste, es muy buen
partido. Doña Juana aplica a don Ambrosio, que al fin es su sangre, el criterio que con ella
misma emplea, y da por seguro que Isabelita quiere ya de amor a don Ambrosio y está
rabiando por casarse con él. Así se lo ha dicho a don Gregorio, e Isabelita, llena de miedo,
no se atreve a contradecirla, ni menos a declarar que gusta de mí, que soy su novio y que he
venido a este lugar por ella.
Doña Juana anda siempre hecha un lince vigilando a Isabelita, a quien nunca he
podido hablar y a quien no me he atrevido a escribir, porque no recibiría mis cartas.
Desde Carratraca presumí, no obstante, que la muchacha me quería, porque
involuntaria y candorosamente me devolvía con gratitud y con amor las tiernas y furtivas
miradas que yo solía dirigirle.
Fiado sólo en esto vine a este lugar con el pretexto que ya usted sabe.
Haciendo estaría yo el papel de bobo, si no me hubiese deparado la suerte un
auxiliar poderosísimo. Es éste la chacha Ramoncica, vieja y lejana parienta de don
Gregorio, que vive en su casa como ama de llaves, que ha criado a Isabelita y la adora, y
que no puede sufrir a doña Juana, así porque maltrata y tiraniza a su niña, como porque a
ella le ha quitado el mangoneo que antes tenía. Por la chacha Ramoncica, que se ha puesto
en relación conmigo, sé que Isabelita me quiere; pero que es tímida y tan bien mandada,
que no será mi novia formal, ni me escribirá, ni consentirá en verme, ni se allanará a hablar
conmigo por una reja, dado que pudiera hacerlo, mientras no den su consentimiento su
padre y la que tiene hoy en lugar de madre. Yo he insistido con la chacha Ramoncica para
ver si lograba que Isabelita hablase conmigo por una reja; pero la chacha me ha explicado
que esto es imposible. Isabelita duerme en un cuarto interior, para salir del cual tendría que
pasar forzosamente por la alcoba en que duerme su madrastra, y apoderarse además de la
llave, que su madrastra guarda después de haber cerrado la puerta de la alcoba.
En esta situación me hallo, mas no desisto ni pierdo la esperanza. La chacha
Ramoncica es muy ladina y tiene grandísimo empeño en fastidiar a doña Juana. En la
chacha Ramoncica confío.
DEL MISMO AL MISMO
15 de abril.
Mi querido y respetado maestro: La chacha Ramoncica es el mismo demonio,
aunque, para mí, benéfico y socorrido. No sé cómo se las ha compuesto. Lo cierto es que
me ha proporcionado para mañana, a las diez de la noche, una cita con mi novia. La chacha
me abrirá la puerta y me entrará en la casa. Ignoro a dónde se llevará a doña Juana para que
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©Oscar Pizarro González 2011
no nos sorprenda. La chacha dice que yo debo descuidar, que todo lo tiene perfectamente
arreglado y que no habrá el menor percance. En su habilidad y discreción pongo mi
confianza. Espero que la chacha no habrá imaginado nada que esté mal; pero en todo caso,
el fin justifica los medios, y el fin que yo me propongo no puede ser mejor. Allá veremos lo
que sucede.
DEL MISMO AL MISMO
17 de abril.
Mi querido y respetado maestro: Acudí a la cita. La pícara de la chacha cumplió lo
prometido. Abrió la puerta de la calle con mucho tiento y entré en la casa. Llevándome de
la mano me hizo subir a obscuras las escaleras y atravesar un largo corredor y dos salas.
Luego penetró conmigo en una grande estancia que estaba iluminada por un velón de dos
mecheros, y desde la cual se descubría la espaciosa alcoba contigua. La chacha se había
valido de una estratagema infernal. Si antes me hubiera confiado su proyecto, jamás
hubiera yo consentido en realizarle. Vamos... si no es posible que adivine usted lo que allí
pasó. Don Gregorio se había quedado aquella noche a dormir en la casería, y la perversa
chacha Ramoncica, engañándome, acababa de introducirme en el cuarto de doña Juana.
¡Qué asombro el mío cuando me encontré de manos a boca con esta señora! Dejo de referir
aquí, para no pecar de prolijo, los lamentos y quejas de esta dama. Las muestras de dolor y
de enojo, combinadas con las de piedad, al creerme víctima de un amor desesperado por
ella, y los demás extremos que hizo, y a los cuales todo atortolado no sabía yo qué
responder ni cómo justificarme. Pero no fue esto lo peor, ni se limitó a tan poco la maldad
de la chacha Ramoncica. A don Gregorio, varón pacífico, pero celoso de su honra, le
escribió un anónimo revelándole que su mujer tenía a las diez una cita conmigo. Don
Gregorio, aunque lo creyó una calumnia, por lo mucho que confiaba en la virtud de su
esposa, acudió con don Ambrosio para cerciorarse de todo.
Bajó del caballo, entró en la casa y subió las escaleras sin hacer ruido, seguido de su
cuñado. Por dicha o por providencia de la chacha, que todo lo había arreglado muy bien,
don Gregorio tropezó en la obscuridad con un banquillo que habían atravesado por medio y
dio un costalazo, haciendo bastante estrépito y lanzando algunos reniegos.
Pronto se levantó sin haberse hecho daño y se dirigió precipitadamente al cuarto de
su mujer. Allí oímos el estrépito y los reniegos, y los tres, más o menos criminales, nos
llenamos de consternación. ¡Cielos santos! -exclamó doña Juana con voz ahogada-. Huya
usted, sálveme; mi marido llega. No había medio de salir de allí sin encontrarse con don
Gregorio, sin esconderse en la alcoba o sin refugiarse en el cuarto de Isabelita, que estaba
contiguo. La chacha Ramoncica, en aquel apuro, me agarró de un brazo, tiró de mí, y me
llevó al cuarto de Isabelita, con agradable sorpresa por parte mía. Halló don Gregorio tan
turbada a su mujer, que se acrecentaron sus recelos y quiso registrarlo todo, seguido
siempre de su cuñado. Así llegaron ambos al cuarto de Isabelita. Ésta, la chacha Ramoncica
como tercera y yo como novio, nos pusimos humildemente de rodillas, confesamos
nuestras faltas y declaramos que queríamos remediarlo todo por medio del santo
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sacramento del matrimonio. Después de las convenientes explicaciones y de saber don
Gregorio cuál es mi familia y los bienes de fortuna que poseo, don Gregorio, no sólo ha
consentido, sino que ha dispuesto que nos casemos cuanto antes. Doña Juana, a
regañadientes, ha tenido que consentir también, a lo que ella entiende para salvar su honor.
Y hasta me ha quedado muy agradecida, porque me sacrifico para salvarla. Y más
agradecida ha quedado a Isabelita, que por el mismo motivo se sacrifica también, a pesar de
lo enamorada que está de don Ambrosio.
No he de negar yo, mi querido maestro, que la tramoya de que se ha valido la
chacha Ramoncica tiene mucho de censurable; pero tiene una ventaja grandísima. Estando
yo tan enamorado de doña Juana y estando Isabelita tan enamorada de don Ambrosio, los
cuatro correríamos grave peligro si mi futura y yo nos quedásemos por aquí. Así tenemos
razón sobrada para largarnos de este lugar, no bien nos eche la bendición el cura, y huir de
dos tan apestosos personajes como son la madrastra de Isabelita y su hermano.
DE DOÑA JUANA A DOÑA MICAELA, HERMANA DEL PADRE GUTIÉRREZ
4 de mayo.
Mi bondadosa amiga: Para desahogo de mi corazón, he de contar a usted cuanto ha
ocurrido. Siempre he sido modesta. Disto mucho de creerme linda y seductora. Y sin
embargo, yo no sé en qué consiste; sin duda, sin quererlo yo, y hasta sin sentirlo, se escapa
de mis ojos un fuego infernal que vuelve locos furiosos a los hombres. Ya dije a usted la
vehemente y criminal pasión que en Carratraca inspiré a don Pepito, y lo mucho que éste
me ha solicitado, atormentado y perseguido, viniéndose a mi pueblo. Crea usted que yo no
he dado a ese joven audaz motivo bastante para el paso, o mejor diré, para el precipicio a
que se arrojó hace algunas noches. De rondón, y sin decir oste ni moste, se entró en mi casa
y en mi cuarto para asaltar mi honestidad, cuando estaba mi marido ausente. ¡En qué
peligro me he encontrado! ¡Qué compromiso el mío y el suyo! Don Gregorio llegó cuando
menos lo preveníamos. Y gracias a que tropezó en un banquillo, dio un batacazo y soltó
algunas de las feas palabrotas que él suele soltar. Si no es por esto, nos sorprende. La
presencia de espíritu de la chacha Ramoncica nos salvó de un escándalo y tal vez de un
drama sangriento. ¿Qué hubiera sido de mi pobre don Gregorio, tan grueso como está y
saliendo al campo en desafío? Sólo de pensarlo se me erizan los cabellos. La chacha, por
fortuna, se llevó a don Pepito al cuarto de Isabel. Así nos salvó. Yo le he quedado muy
agradecida. Pero, aún es mayor mi gratitud hacia el apasionado don Pepito, que, por no
comprometerme, ha fingido que era novio de Isabel, y, hacia mi propia hija política, que ha
renunciado a su amor por don Ambrosio y ha dicho que era novia del joven malagueño.
Ambos han consumado un doble sacrificio para que yo no pierda mi tranquilidad ni mi
crédito. Ayer se casaron y se fueron enseguida para esa ciudad. Ojalá olviden ahí, lejos de
nosotros, la pasión que mi hermano y yo les hemos inspirado. Quiera el cielo que, ya que
no se tengan un amor muy fervoroso, lo cual no es posible cuando se ha amado con
fogosidad a otras personas, se cobren mutuamente aquel manso y tibio, afecto, que es el que
más dura y el que mejor conviene a las personas casadas. A mí, entretanto, todavía no me
ha pasado el susto. Y estoy tan escarmentada y recelo tanto mal de este involuntario fuego
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abrasador que brota a veces de mis ojos, que me propongo no mirar a nadie e ir siempre con
la vista clavada en el suelo.
Consérvese usted bien, mi bondadosa amiga, y pídale a Dios en sus oraciones que
me devuelva el sosiego que tan espantoso lance me había robado.
Las gafas
Juan Valera
Como se acercaba el día de San Isidro, multitud de gente rústica había acudido a
Madrid desde las pequeñas poblaciones y aldeas de ambas Castillas, y aun de provincias
lejanas.
Llenos de curiosidad circulaban los forasteros por calles y plazas e invadían las
tiendas y los almacenes para enterarse de todo, contemplarlo y admirarlo.
Uno de estos rústicos entró por acaso en la tienda de un óptico en el punto de
hallarse allí una señora anciana que quería comprar unas gafas. Tenía muchas docenas
extendidas sobre el mostrador; se las iba poniendo sucesivamente, miraba luego en un
periódico, y decía:
-Con éstas no leo.
Siete u ocho veces repitió la operación, hasta que al cabo, después de ponerse otras
gafas, miró en el periódico, y dijo muy contenta.
-Con éstas leo perfectamente.
Luego las pagó y se las llevó.
Al ver el rústico lo que había hecho la señora quiso imitarla, y empezó a ponerse
gafas y a mirar en el mismo periódico; pero siempre decía:
-Con éstas no leo.
Así se pasó más de media hora, el rústico ensayó tres o cuatro docenas de gafas, y
como no lograba leer con ninguna, las desechaba todas, repitiendo siempre:
-No leo con éstas.
El tendero entonces le dijo:
-¿Pero usted sabe leer?
-Pues si yo supiera leer, ¿para qué había de mercar las gafas?
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Bibliografía
A continuación se presentan las fichas bibliográficas de los libros de
textos que sirvieron de guía para la realización de esta antología. Algunos de
los libros son textos teóricos y otros textos antológicos.
Ballester I; Cruz, Y; Quintana, H.E; Santiago, J.; Sarriera, C (2008) El
placer de leer y escribir (9na ed); San Juan PR: Editorial Plaza Mayor,
INC 2002
Alberty, C; Auffant, V; Cardona, S; Matos, S; Sotomayor, A.M (1994)
Antología de textos literarios (1era ed); Rio Piedras, PR: Editorial de la
Universidad de Puerto Rico
Sigarreta, G; Bustamante, C (2004) Introducción a los Géneros
Literarios; Rio Piedras, PR; Editorial Panamericana, INC.
Onieva, JL (1998) Introducción a los géneros literarios: a través del
comentario de textos (5ta ed); San Juan, PR; Editorial Plaza Mayor
Las fichas bibliográficas a continuación poseen una colección de
fragmentos de obras literarias de diversos autores a través del habla hispana
y del mundo, así como contienen biografías, fotos, artículos que nos permitan
comprender y analizar los textos.
www.ciudadseva.com
www.sololiteratura.com
www.epdlp.com
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