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Nuevamente luna
Es nuevamente luna en la ciudad mañanera de guardapolvos blancos y
verredas limpias. Y transitan los vecinos y los niños.
Es un dia mas, la que suscribe se comunica con la directora, o sea usted, a fin de
manifestarle la causa de mi inmediata partida. La dividirè en cuatro (4)
fracciones. A la primera la denominarè “Rumbo a la consulta del doctor De
Bonis”; a la segunda, “La metamorfosis del doctor De Bonis; a la siguiente, “El
doctor De Bonis, el otro invitado y yo”.
La primera, “Rumbo a la consulta del doctor De Bonis”, comienza aquel
dìa nefando que decidì tener un serio coloquio con mi terapeuta acerca del grave
peligro que corre Floresta. Aunque el domicilio de su consulta se encuentra a
muy pocas cuadras de mi domicilio, suelo salir con muchìsima anticipaciòn.
Ocurre que, aun contra mi voluntad y como si de una rara fascinaciòn se tratara,
siempre me dejo arrastrar hacia el escaparate de La Reciclada, el comercio de
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ortopedia. Pocos son los que como la que suscribe, o sea yo, se dejan cautivar
por las muletas, los garfios, las piernas de madera... A veces me imagino
enfundada en un corsè de fierro o llena de ruedas ya sin tener que fantasear
nunca màs que estoy enferma, acarreada hasta el infinito por mi marido que...
¡ay!, me hago agua, charco y con una convulsiòn final, sin despegar la cara del
escaparate... ¡aaaah!... Nadie, señora directora, imagina cuàn feliz es la que
suscribe, o sea yo, contra los cristales de La Reciclada. No me comprenderìan.
Cuando por fin lleguè al domicilio de la consulta; cuando la
secretaria me hizo entrar; cuando atravecè el zaguàn, el pasillo y la domèstica
teras un filodendro me observò, santiguàndose; cuando el doctor De Bonis me
estrechò la mano y me invitò a sentar, entonces dio comienzo la segunda fracciòn:
“La metamorfosis del doctor De Bonis”.
“La metamorfosis del doctor De Bonis” comienza aquel dìa
nefando que decidì tener un serio coloquio con mi terapeuta acerca del grave
peligro que corre Floresta. Me detuve un rato en La Reciclada y despuès seguì
derecho hasta el domicilio de la consulta. El doctor De Bonis me invitò a sentar.
Se aflojò el nudo de la corbata, que tenìa el perfil de un gallo en la junta de un
morro. Abriò su libreta de apuntes al tiempo que separaba las piernas. “No
descartemos que las neurosis surjan de experiencias precoces infantiles – dijo – .
Yo cuando era niño amè a mi maestra”. Le hablè de la calamidad que duerme
enroscada bajo Floresta. El mezclò los dedos de la maraña de mi cabello
¡sabiendo cuànto odio que me toquen el cabello! Tratando de eludirlo, “eso que
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palpita allì abajo – gemì – es el verdadero origen del Barrio”. El se pegò a mi
oreja. Tenìa olor a jarabe. Uno a uno fue desprendièndose los botones de la
camisa. ¡Pero el mundo tiene que saber!, gritè, cuando una de sus manos me
sacudiò la cabeza. Y miràndolo fijamente a los ojos, mientras el escurrìa la otra
mano en mi entrepierna, dije muy severa: “Bajo los cimientos mismos de
Floresta palpita la esencia de su origen”. El dolor se liberò de los zapatos con
àgiles pataleos. “Usted no sabe, señora de Retamozo, ni se imagina què triste
puede llegar a ser la vida de un pobre niño huèrfano”. Me incorporè de un salto.
Me levantè la trusa. Estirè el ruedo de mi falda. Retrocedì unos pasos. Mi
alarido me multiplicò por veinte. “¡Pero Floresta es todavìa un animal dormido,
doctor!”, gritamos, mis hermanas y yo todas a la vez. Una tras otra corrimos
hacia la puerta, pero èl nos cerrò el camino. “Aunque las experiencias infantiles
condicionen determinantemente las neurosis – nos dijo – , no constituyen las
ùnicas causas de los futuros trastornos”. Trastabillando rodeè el escritorio
mientras todas mis versiones le arrojaban pisapapeles de yeso con forma de
cucaracha, abrecartas, ceniceros, un tintero. El tropezò. Entonces todas mis
rèplicas y yo logramos llegar hasta la puerta, correr el pestillo, accionar el
picaporte, salir y correr hacia... Hacia la tercera fracciòn: “El doctor De Bonis,
el otro invitado y yo”.
“El doctor De Bonis, el otro invitado y yo” comienza aquel
dìa nefando que decidì tener un serio coloquio con mi terapeuta. Se detiene un
rato en un comercio de pròtesis de ortopedia y continùa hacia cuando el doctor
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De Bonis confiesa un inveterado amor por su maestra. La que suscribe no tardò
en escabullirse de sus avances zigzagueando hacia el pasillo: “¡La señorita
Chun tiene razòn! – le espetò, sin detener la carrera – ¡las respuestas estàn en los
astros!” El, desde el piso “¡neurosis y afecto son la misma cuerda tironeada de
los extremos!”, vociferò. Desde la fracciòn anterior, la domèstica tras el
filodendro seguìa santiguàndose, mas la que suscribe siguiò sin detenerse.
“¡Vuelva! – alcanzò a oir todavìa, cuando estaba por llegar al zaguàn – ¡aun
falta el otro invitado!” Cuando la que suscribe finalmente llegò hasta la puerta
de calle se abalanzò, se colgò, se columpiò de la manija y al otro lado... al otro
lado vio a su marido, que preguntò: “¿llego tarde, vieja?”
La cuarta y ùltima fracciòn se llama “El viaje de la que
suscribe, o sea yo, a los bosques petrificados del sur en busca de los huevos
fosilizados de los dinosaurios”, y comienza aquel dìa nefando que decidì tener
un serio coloquio con mi terapeuta acerca del grave peligro que corre Floresta.
Sì, seguro que sì, Marìa Hester agradecìa a Dios y a todos los santos que la
otrora directora hubiese pasado alguna vez por allì dejando su huella de suciedad
y pestilencia a, ¡mh!, la enviada del Inspector, que no dejaba de estudiar el
entorno con la peor cara de asco.
Habìa que ver què aires de gran patrona tenìa la tal Glenda. ¡La estanciera
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oliendo mierda!... ¿Acaso no habìa querido ir a la vicedirecciòn? Bueno, ahora
estaba en la vicedirecciòn. ¡Ahì tenès la vicedirecciòn, idiota!
Cuando Glenda cruzò las piernas Marìa Hester la imitò con ostensible
afectaciòn.
– Pero, concretamente, ¿què cargo ocuparàs en mi escuela? – volviò a
preguntar.
¿Glenda resoplaba con impaciencia? ¿Tan insolente podìa ser?
– Creì que el Inspector te lo habìa informado.
Marìa Hester activò las roldanas de su sonrisa màs dulce. Casi parecìa
que los mecanismos chirriaban.
– ¿Serìa mucha molestia que me lo repitieras, querida? – susurrò.
– ¡Bueh!, supongo que no – respondiò la otra con descaro, tan presente
tenìa la delegaciòn que le habìa conferido la màxima autoridad.
– ¿Entonces...? – insistiò Marìa Hester Sonrisa de Caramelo.
– Entonces mi primera tarea serà elaborar un informe – la eludiò Glenda.
–Ahà, “un informe”, sì. Serè curiosa: un informe sobre què.
Glenda sonriò casi con obsenidad.
–¿“Un informe sobre que”? No puedo creer que estès haciendo semejante
pregunta.
Marìa Hester, mecanizando todavìa màs la sonrisa, pretendiò ser irònica.
– Ya ves. A veces suceden cosas increìbles por aquì, mi querida.
Glenda riò.
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–¡Exacto! Esas “cosas increìbles” son las que despier tan el interès del
Inspector en esta escuela y, en particular, sobre tu direcciòn. En esta apestosa
pieza, por ejemplo, ha desaparecido una mujer. ¿No es una cosa increìble?
– Ya antes de asumir sus funciones en esta escuela, la señora de Retamozo...
– intentò explicar Marìa Hester. Pero Glenda la interrumpiò:
– ¿Y Tomasa Condori? Su repentino deceso es otra de las cosas
“increìbles” que suceden en esta instituciòn.
Marìa Hester, sin desactivar la sonrisa, lo intentò una vez màs:
– Glenda querida, la señora Condori, que en paz descanse, era una
enajenada que...
Glenda, imperial, levantò una mano y:
–¡Momentito! ¿“Enajenada”, dijiste? Ninguna de nosotras està capacitada
para realizar tamaños diagnòsticos, que sòlo son competencia de los
profesionales de la salud mental – declamò – . Ademàs, tampoco debemos
olvidarnos de Perla Cotòn, que era muy... “Responsable”, iba a decir.
Mientras salìan hacia el patio cubierto, Marìa Hester la estudiaba
sigilosamente. Glenda caminaba con pasos largos y lentos, contoneàndose igual
que un gato hambriento. Pero hambrienta de què. ¿De su cargo, quizàs?
Imposible, era apenas una empleaducha del Consejo. Lo màs seguro era que ni
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siquiera fuera docente. Entonces, ¿por què la incomodaba tanto? Tal vez fuera
su porte y violencia tan mal solapada que... ¿la intimidaban? ¿Podìa ser?
Asì como ella la medìa, imagino que Glenda la estarìa midiendo. No le
demostrarìa la creciente inseguridad que estaba experimentando. La seguirìa
refractando con fingida mansedumbre y cuando cometiera el màs mìnimo error...
¡mh!, cuando cometiera el màs mìnimo error le demostrarìa de una sola vez y
para siempre quièn era Marìa Hester Seisdedos de Hilardos, la señora directora
del “Bavio”.
– Las paredes estàn en muy buen estado, segùn veo – destacò Glenda.
Ella sonriò orgullosa. El acondicionamiento edilicio habìa sido la primera
medida de su direcciòn y las paredes en particular, se pintaban todos los años.
Personalmente se ocupaba de que fuera asì, iba a decir.
– Sugiero que se cubran con las producciones artìsticas de las alumnas – se
le adelantò Glenda. – A Marìa Hester la sonrisa se le curvò hasta los colgajos del
mentòn – . El patio de la escuela debe reflejar la tarea escolar – siguiò Glenda – .
Las paredes desnudas no sirven para nada. Es menester darles un sentido
significativo.
Mientras iban hacia el grupo de maestras, Marìa Hester no dejaba de
meditar en la guerra que se avecinaba. Indudablemente, Glenda siempre
intentarìa hacerla pisar en falso, como acababa de hacerlo demostrando gran
complacencia por las impecables paredes para, un minuto despuès, convertirlas
en una fallo de su gestiòn. Era evidente que habìa llegado para fastidiarla y que
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lo seguirìa haciendo hasta... ¿Hasta cuàndo?
– Estoy segura de que tu breve paso por esta escuela nos dejarà un reguero
de buenas ideas – la tanteò, pero Glenda permaneciò muda.
Marìa Hester sacudiò la cabeza. No se acobardarìa. Sin importar què
cargo tuviera aquella mujer, què le disputara, cuànto la fastidiara y hàsta cuando
lo hiciera, ella prevalecerìa con sus mejores armas. “¡Mi talento y mi
inteligencia!”, se dijo, levantando muy alto la frente.
Cuando Glenda respondiò que era la nueva vicedirectora interina Marìa
Hester abriò grande la boca, perpleja. Ni bien recobrò el aliento, se levantò del
piso, agarrò el telèfono y discò el nùmero del Consejo Escolar. Le explicò al
Inspector por què Glenda era “una violenta y una guanaca”. El Inspector le
contestò que mandarìa a la señorita Florido en representaciòn suya para que
midiera en la pelea y sin despedirse cortò la comunicaciòn. Ella, arrugando el
ceño, se quedò mirando el auricular, sin poder creer que a veces la gente fuera tan
maleducada.
Todo habìa comenzado luego del recorrido por el patio. Glenda y Marìa
Hester fueron hasta donde estaban las maestras. Elba sentada y Mabel parada a
su diestra todavìa estaban en el centro de todas las demàs. Glenda le estrechò la
mano a cada una.
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– Espero que ademàs seamos buenas compañeras – dijo, esbozando una
sonrisa.
Marìa Hester la miraba por el rabillo del ojo, suspicaz. ¿”Ademàs”? Què
implicarìa aquel “ademàs”.
– Me contò un pajarito que aquì hay una excelente profesora de mùsica
capaz de los mejores coros – dijo Glenda – . ¿Es asì o me han mentido, señorita
De La Canale?
Todas las demàs se miraron unas a otras sin comprender: ¿aquello se
llamarìa “afecto”?
– Mi mamà era cantante lìrica – sollozò Elba – . Todo lo que sè es gracias a
mi mamà. Pobrecita mi mamà. Muriò hace dieciocho años, seis meses y...
– Y yo espero que usted haga su mejor esfuerzo – completò Glenda,
acariciàndole el cabello. La primera reacciòn de la maestra fue de crispaciòn.
Hasta què:
– Si, señora – puchereò hacièndose la nenita.
– ¡Y yo espero que las docentes empiecen a proyectar la pròxima actividad
– bramò Marìa Hester, rebosado ya el tope de su paciencia – , que tiene como
objetivo la protesta frente a El Banderìn! Glenda querìda – añadiò, sonriendo con
esfuerzo – , acompañame a mi despacho, por favor.
Rumbo a la direcciòn Marìa Hester se descubriò contoneàndose igual que
Glenda, y se detestò por ello. Pero quièn se creerìa que era aquella mujer,
hablàndoles a sus “lacayitas” con la afabilidad con que lo habìa hecho. Una
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actriz de cuarta categorìa, ¡sì, eso era!, que se hacìa la buenita para congraciarse
con el personal. ¿Y despuès què seguirìa, eh? ¿Ponèrselo en contra para socavar
su autoridad? ¿Eso?
La encerrò en su despacho y le cruzò la cara con una sonora cachetada.
– ¡Para que aprendas!
Cuàl no fue su sorpresa cuando la otra, con el reverso y el anverso de una
mano, le duplicò la agresiòn.
Marìa Hester se enderezò muy lentamente, atònita. Se llevò algunos
dedos a una de las comisuras de la boca, donde màs le dolìa. Sangraba.
– Para que aprenda què, sorete – le manifestò la señora de Suardi, perdida
en parte su habitual compostura.
Ella hubiera deseado responder “para que aprendas quièn manda aquì”,
pero Glenda ya se le habìa echado encima igual que un animal desbocado y le
retorcìa el cuello como podrìa habèrselo retorcido a una gallina.
– ¡Soltame, conchuda! – logrò articular, empero.
Consiguiò zafarse con un puntapiè.
– ¡Ay!
Tomò a su contendiente de las solapas del vestido y tratò de derribarla,
mas Glenda se aferro otra vez a su cuello y ambas cayeron sobre el escritorio.
Glenda, acostada boca arriba y Marìa Hester encima, las dos en un
entrevero de manotazos, se prodigaban descalificaciones que remitìan a la
relajada moral de sus respectivas progenitoras; cuando Glenda logrò sacarse
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encima a Marìa Hester propinàndole un rodillazo en el estòmago, èsta ùltima
hasta llegò a mencionar cierta parte ìntima de un pàjaro: de una lora, màs
precisamente (vaya a saberse cuàl lora como para que su intimidad fuera tan
destacable).
Glenda se incorporò con sorprendente agilidad y se resguardò tras el
respaldo del sillòn, a la vez que su superior jeràrquica le arrojaba los biblioratos
de un estante. Cuando el estante quedò sin biblioratos le siguiò el mismo estante
y despuès el retrato del gran Sarmiento, que desconchò la pared de la puerta.
Del otro lado de la puerta, las maestras. Y tres voces.
La primera voz:
– ¡Salì! ¡Estoy yo!
La segunda:
– Vos no sos la dueña de la cerradura, Mabel. Todas tenemos derecho a ver.
La tercera:
– Mi mamà tambièn le pegaba a mi papà. Pobrecito mi papà: en un pie
tenìa cuatro dedos y en el otro, seis.
Glenda saliò de su escondite y se abalanzò sobre la cabeza de Marìa
Hester.
– ¡Soltame, yegua!
Las mujeres, trenzadas en encarnizada lucha de tirones de pelo, cayeron al
suelo. Marìa Hester era màs fuerte, pero no tan elàstica; razòn por la cual fue
Glenda la primera en incorporarse y contratacar. Lo hizo con un veloz gargajo.
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“G G G, ¡ZUP!”
Desde la ventana llegaban màs voces, pero impostadas en armonioso
canon. Unas ocho o nueve alumnitas:
– ¡Glen-da! ¡Glen-da! ¡Glen-da!...
Y Glenda, fogoneada por el coro, prendiò a Marìa Hester de los tobillos y
comenzò a pasearla por todo el despacho.
La directora trataba de asirse a todo lo que hallaba cerca: las patas del
armario, del escritorio, del sillòn... Hasta que con una coz logrò liberarse, se
puso de pie, corriò hacia la puerta.
– ¡Glen-da! ¡Glen-da! ¡Glen-da!...
Pero Glenda la siguiò a trancos. La tomò de un hombro giràndola hacia sì
y volviò a abofetearla.
¡PLAF!
Despuès le cruzò un brazo en la espalda, la agarrò de los pelos y la arrojò
contra el perchero.
Cuando la directora, abrazada al perchero, cayò de espalda al suelo, las
alumnitas de la ventana... què màs: aplaudieron. “¡Bravoooo!”.
Marìa Hester, exhibiendo el patètico espectàculo de su bombacha, gruñò:
– Pero, ¿quièn te crees que sos? ¿Se puede saber?
Y ahì fue cuando Glenda respondiò que era la nueva vicedirectora interina,
provocando que Marìa Hester abriera grande la boca perpleja.
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Una mujer baja, cuadrada y con un complicado peinado a base de
“bananas” se presentò como:
– Susana Florido, mano derecha del Inspector escolar.
– Y por què no ha venido el Inspector en persona, en vez de enviarle a
usted – preguntò Marìa Hester, altanera.
– Porque ha debido ir a un cumpleaños – contestò laconicamente la otra.
– ¡Mh!
– Cabe destacar que los conflictos son inherentes a toda instituciòn
– subrayò la recièn llegada, a modo de preàmbulo – , y como tales deben ser
desdramatizados para su pronta resoluciòn.
Marìa Hester, sentada en el borde de su sillòn, enderezò la cerviz.
– La nueva vicedirectora interina incumple con sus obligaciones
despegàndose de su ùnico rol: secundarme.
Glenda juntò las manos en la falda.
– Aunque he sido muy bienvenida por todas las maestras, la señora de
Hilardos me ha imputado con felonìas que deterioran mi buen nombre y honor. –
“Buen nombre y honor”, repitiò en silencio Marìa Hester. “¡Mh!, gran puta”– .
Le ruego a la señora de Hilardos que se abstenga de seguir hacièndolo – agregò
Glenda, bajando la cabeza.
A Marìa Hester le castañeaban los dientes.
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– Eso no es verdad – barbotò impotente – . Le juro que...
– La señora de Hilardos me ha... – continuò Glenda, y en lo que creyò la
mejor actuaciòn de su vida comenzò a llorar.
La señorita Florido le sostuvo la mirada a Marìa Hester.
–Señora de Hilardos, segùn el señor Inspector, usted ha llamado “guanaca”
a la señora de Suardi – terciò – . No me extrañarìa que...
– ¡Mentira! – chillò Marìa Hester y dirigièndose a Glenda, que habìa
levantado una mano para hablar – : ¡Basta! ¡Callate!
La señorita Florido, impasible, decidiò dar pr terminada la confrontaciòn,
enfatizando que transmitirìa “todo lo actuado” al señor Inspector para que,
posteriormente, resolviera al respecto. Y deseàndoles a ambas mujeres “la
templanza necesaria para la màs feliz convivencia y... – señalò el desorden
imperante – y el cuidado del mobiliario”, se fue sin màs.
Marìa Hester se encorvò dentro de su mullido sillòn. Meneò la cabeza.
Tuvo el fatal presentimiento que en los pròximos dìas se avecinarìa lo peor.
Y què cierto serìa: ¡nada menos que un atentado!
Habìa llegado el dìa en que las maestras, las alumnas y sus respectivas
madres confeccionarìan las pancartas. El material estaba prolijamente apilado
junto al magnolio, excepto los soportes, que Frezia traerìa màs tarde.
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Marìa Hester la esperaba junto al busto del patrono. Pensaba, mientras
tanto, què injusta podìa ser a veces la vida. La escuela no le deparaba màs que
desconsuelo. ¡Ella! Que se habìa brindado por entero a la Educaciòn, que habìa
ofrendado hasta la salud, ahora sentìa que ya no tenìa màs para dar. ¿No tenìa o,
màs bien, no la dejaban?, se preguntò. Acaso la comunidad pensara que su
gestiòn directiva era algo digno de recordar; pero su permanencia en la escuela,
una pesadilla para aguantar. ¿Para aguantar hasta cuando? ¿Hasta que por fin se
jubilara y fuera suplida por otra, que la borrara en el acto de la memoria colectiva?
¿Y quièn serìa aquella “otra”? ¿Glenda, tal vez?
Habìa empezado a creer que lo mejor serìa hacerse pasar por loca para que
la licenciaran hasta el dìa de su jubilaciòn. Probablemente, dedicar el resto de la
vida a recuperar el amor de su familia fuese la mejor inversiòn. ¿Y dejarse
vencer tan facilmente por Glenda? ¡No! Sin embargo... ¡Ay!, ùltimamente el
desconcierto le dificultaba vislumbrar el horizonte. Si al menos aùn contara con
los sabios consejos de Tomasa...
Era evidente que su rol directivo se desdibujaba a pasos agigantados. El
Inspector se lo habìa hecho notar en la ùltima entrevista. Cuando ella le hablò de
Glenda y su pueril capricho de instalarse en la direcciòn, ¿què le habìa
constestado èl con aquel estilo tan descarnado?: “Marìa Hester, por què no te
dejas de joder de una buena vez, ¿eh?
¡Grosero!
Desde la llegada de Glenda todo habìa ido de mal en peor. Sin ir màs lejos,
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ahora, habìa asumido la coordinaciòn de las pancartas, relegàndola a ella sòlo a
alguna que otra participaciòn tanto para... ¡mh!, tanto para demostrarle que
todavìa existìa.
Y las maestras sòlo le consultaban a Glenda, reìan con Glenda, iban a
merendar a Las Orquìdeas con Glenda, ¡todo con Glenda!
– ¡Y a mi nada!
Si al menos aùn contara con los sabios consejos de Tomasa volviò a
decirse. Pero Tomasa tambièn la habìa abandonado, la muy egoista.
Atisbò la calle. Allì estaban los soldados que vigilaban la escuela. Desde
hacìa un par de semanas, los vecinos se reunìan secretamente en el teatro Apolo
para dirimir su participaciòn en la Marcha de la Constituciòn y la Libertad. ¿Por
què, entonces, aquellos soldados seguirìan allì?, se preguntò. Que importancia
capital podrìa tener para ellos el Ernesto Alejandro Bavio. Si eran tan leales al
Presidente, deberìan estar tras la organizaciòn del conato de sediciòn: la
“Marcha”; en cambio, habìan reducido la guardia del “Banderìn” y redoblado la
de la escuela; sì, la del “Bavio”, que no tenìa (ni deberìa tener jamas, como
cualquier otra escuela) ningùn acervo polìtico.
Entornò la mirada sin apartarla de la acera de enfrente. ¿Por què seguirìan
allì?, volviò a decirse. Y reconociò al gendarme moreno, de baja estatura que
solìa montar vigilancia en la entrada de la mansiòn colonial.
Despues de:
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Reparò en la docente que se acercaba a Glenda. Recurriò a su archivo
mental para categorizarla:
Nombre: Mirta Iris Alfonso.
Estado civil: repudiada en el altar.
Edad: cincuenta, aunque declara cuarenta y aparenta setenta.
Lugar de nacimiento: un taxìmetro.
Cargo: maestra en el arte de la jerigonza y los desatinos.
Situaciòn de revista: suplente de otra peor que ella.
Coeficiente intelectual: se solicita nueva prueba en el instituto Luis
Pasteur.
Observaciones: es hueca, frìvola y no viste a la moda.
Concepto: ma-ma-rracha.
– ¡Maestras normales! ¡Mh!
Cuando la vio hablarle en secreto a Glenda riò con tristeza. Ay, Glenda,
Glenda, Glenda... Siempre Glenda. Glenda acà, Glenda allà, Glenda en todas
partes, y todas las maestras pisàndoles los talones en pos de sus màs mìnimos
requerimientos.
– ¿Y yo, eh? ¿Y yo què? ¡Si soy màs linda! ¡Y màs inteligente!
La viò correr hacia ella. Cuando la tuvo a su lado, tan cerca como para
percibir el viento de su respiraciòn, la increpò:
– ¿A ver? ¿Què màs querès de mì, eh? ¿Què màs me robaràs?
– Acaba de telefonear el comisario Maisonave. Viene hacia aquì – farfullò
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la otra, como nunca.
¿Y...?
– Ha recibido un anònimo sobre esta escuela.
– ¿Què?
Glenda mirò hacia los costados con felicidad fingida.
– Amenaza de... bomba, Marìa Hester – sonriò, saludando con la mano a
alguien que pasaba cerca – . Debemos desalojar la escuela. Necesitaremos, al
menos, veinte minutos; contamos sòlo con tres.
Marìa Hester rotò hacia el magnolio, donde estaba la mayor cantidad de
niñas. Fugaz, maquinalmente recordò la importantìsima funciòn socializadora de
la Escuela para que las alumnas crecieran sanas y rectas.
– Pero... ¿quièn puede ser tan canalla como para ponerles una bomba?
– murmurò, incrèdula.
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ERNESTO ALEJANDRO BAVIO
LA VOZ DE LA AUTORIDAD
SE HARA JUSTICIA
EL HALLAZGO
SIN DISTRACCIONES, A MIL KILOMETROS POR HORA
Y HASTA EL FINAL
UN SUTIL, DESAGRADABLE OLOR A PODRIDO
HOY ESTAMOS DE VELORIO
PASEN Y VEAN. CON USTEDES: ¡TOMASA CONDORI!
LA GRAN MENTIRA DE FLORESTA
ENTRA GLENDA
SEÑORA TALAVERA Y FLIA
“ENTERO”
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