Maestro, escuela y vida cotidiana en Santafé colonial
Jorge Orlando Castro Villarraga
Carlos Ernesto Noguera R.
Alberto Martínez Boom
El presente trabajo partió de los resultados del proyecto de investigación Historia de la práctica pedagógica
durante la Colonia, financiado por la Universidad Pedagógica Nacional y Colciencias. Este proyecto hizo a
su vez parte del proyecto interuniversitario Hacia una historia de la práctica pedagógica en Colombia,
integrado por los siguientes proyectos:
Historia de la práctica pedagógica durante la Colonia
Alberto Martínez Boom, Universidad Pedagógica Nacional
Los jesuitas como maestros
Stella Restrepo Zea, Universidad Nacional de Colombia
Historia de la práctica pedagógica en el siglo XIX
Olga Lucía Zuluaga, Jesús Alberto Echeverry, Universidad de Antioquia
Historia de la práctica pedagógica en el siglo XX
Humberto Quiceno, Universidad del Valle
Curiosidades del “Correo Curioso”
El martes 24 de febrero de 1801 sale a la luz pública el segundo número del Correo Curioso, erudito,
económico y mercantil de Santafé de Bogotá1. Esta publicación, la cuarta con alguna periodicidad después
de los boletines impresos en torno al terremoto de 1785, de la Gaceta de Santafé y la edición llevada a cabo
por Manuel del Socorro Rodríguez del Papel Periódico, buscaba recoger en 4 páginas de un octavo, no sólo
aquellos ensayos periodísticos que desarrollaban temas propios del misticismo o disquisiciones en torno a la
política, el patriotismo, la administración o el movimiento científico que agrupaba la Expedición Botánica,
sino también aquellas noticias cotidianas y curiosas de la pausada y a la vez intrincada vida colonial de
principios del siglo.
El seminario incluía una sección especial denominada noticias sueltas en la que daba cuenta a los
suscriptores y al público en general, de aquellas curiosidades santafereñas que pasaban desapercibidas o que
tenían como único medio de difusión, el comentario informal en los días de mercado, en las chicherías o en
los atrios de las iglesias después del sermón diario o semanal.
Noticias sueltas gozaba de un régimen especial que la salvaba todos los artículos que se publicaban en el
periódico 2 . Eran noticias ágiles, cortas y precisas. Desde los anuncios sobre ventas de casas, las
informaciones sobre puestos vacos en aquellos cargos vendibles y renunciables, los remates de fincas o
quintas, la solicitud de algún producto en especial, hasta las comunicaciones de la burocracia virreinal a los
súbditos de la corona, o la recompensa ofrecida por la captura de un esclavo en fuga, previa descripción con
pelos y señales.
1 El Correo Curioso era la única publicación periódica (semanal) de la época. Fue fundado por el Presbítero José Luis de Azuola y Lozano y
su primo Jorge Tadeo Lozano en 1801. El número 1º salió a la luz pública el martes 17 de febrero de 1801, una vez autorizada su
publicación por el Virrey Mendinueta el 9 de febrero. 2 La legislación española fue copiosísima sobre el punto de la libertad de imprenta, y su lectura permite formar una idea de las limitaciones y
restricciones a la circulación del discurso. Tal vez por el carácter de noticia puntual y de anuncio, esta sección del periódico no tenía censura
como si lo estaba el resto del semanario.
Pero lejos de ser simplemente unos avisos limitados de la época, esta sección recoge, en una perspectiva
fresca y rica, la multiplicidad de la vida colonial de finales del siglo XVIII y comienzos del XIX, reflejando
en aquella sección el nivel restringido del intercambio comercial entre compradores y vendedores que
caracterizaba la incipiente economía del Nuevo Reino de Granada, hecho preocupante para algunos
intelectuales, como lo demuestran las reflexiones publicadas en el número 17 del periódico.
Allí los editores se expresan acerca “de la necesidad del dinero corriente, y de la inutilidad del dinero
guardado”. Para ellos, “el dinero como la sangre del cuerpo, vivifica y reparte a todos y a cada uno
proporcionalmente el movimiento, y robustez que necesita”. Por esa época, era costumbre de muchos
potentados colocar el dinero a rédito o intereses en alguna obra pía o de beneficencia, antes que arriesgarse
a realizar alguna inversión en cualquier tipo de negocio; los intereses eran considerados suficientes y el
dinero estaba así seguro de los riesgos de la inversión. A este respecto, los editores decían que “el que
impone una cantidad de pesos a rédito o censo, se contenta con la más estéril de todas las ganancias” y se
preguntaban: “¿Qué se dirá pues de los que guardan el dinero? Lo uno que son amantes de la inación, lo otro
que son enemigos de su fortuna, y lo tercero inútiles individuos a la sociedad. De nada sirve el dinero sino
que para andando de mano en mano, se convierta en todas las cosas necesarias a la vida; y aplicables a la
comodidad... Si los árboles guardasen sus semillas, como se hace con en dinero ya hubiera perecido gran
parte de la naturaleza”3.
Pero volviendo a aquellas noticias sueltas, nada mejor para darnos idea del contenido de sus páginas que
una rápida lectura:
3 Correo Curioso: Erudito, Económico y Mercantil de la ciudad de Santafé de Bogotá. B.N.C. Sala de Investigadores, Fondo Pineda, No.
769, pág. 65.
“Vacantes. Con fecha 16 de marzo de 1801 se dignó S.E. nombrar interinamente para oficial del Río
Hacha a D. Domingo Nieto, Oficial mayor de las Reales Caxas de esta capital; y por consiguiente
quedará vacante el empleo que obtenía; y que tiene dotación de seiscientos pesos anuales”.
“Ventas. Quien quisiere comprar dos solares en el Barrio Santa Bárbara en la Calle del Purgatorio,
hable con Andrés Guerrero que tiene tienda en la Calle de la Carrera baxo la Casa del Sr.
Urdaneta.
“Compras. Quien quisiere vender una o dos docenas de frasquitos chicos con tapas de cristal,
ocurra al despacho de este Correo, donde darán razón del sujeto, que los desea comprar”.
“Pérdidas. Quien tuviere noticia de un mulato que se huyó hará el espacio de quince días, ocurra a
la Calle de Las Cunitas número 16, donde su dueño, quien dará las correspondientes albricias. Las
señas del dicho mulato son: blanco, bizco, barrigón, con calzones de manta azul, ruana de jerga,
sombrero de lana, y es de edad de catorce años”.
Atendiendo a la lógica singular que orientaba esta sección del Correo descubrimos una curiosidad literaria
incluida precisamente en la edición del martes 24 de febrero de 1801:
“En la patriótica, calle de los Carneros número 5, se halla de venta la obra siguiente: Cartilla
Lacónica de las cuatro reglas de Aritmética, por D. Agustín Joseph de Torres, Maestro de Primeras
Letras... su precio 2 reales”4
Este aviso nos llama la atención por su encabezamiento. ¿Sería esta imprenta la misma que fundara Antonio
Nariño, allá por el año 1793? ¿Acaso la cartilla reseñada en el aviso fue elaborada con los mismos tipos que
permitieron la impresión de aquel folleto que costó en destierro y encarcelación a Don Antonio Nariño? 4 Ibid, pág. 8
Situada en la Calle de los Carneros número 5, la Imprenta Patriótica pertenecía desde hacía 4 años a Don
Nicolás Calvo y Quijano, quien la había comprado al Gobierno. Sin embargo, había sido efectivamente Don
Antonio Nariño su comprador y fundador en el año de 17935. Por los tiempos del fundador, la imprenta se
localizó en la plazuela de San Carlos (hoy plazuela Cuervo), más exactamente en los bajos de la casa del
prestigioso médico francés De Rieux. Ya en 1797 inició sus publicaciones unas cuantas manzanas hacia el
norte, siguiendo por la Calle Real primera (hoy carrera séptima), hasta llegar a la Calle de los Carneros
(actual avenida Jiménez entre carreras 7ª y 8ª)6.
Era allí donde, entre otras publicaciones, se editaba el Correo Curioso que constituye para ese entonces el
más fiel cronicón de la “muy noble y muy leal ciudad de Santafé de Bogotá”, en cuyas líneas encontramos
precisiones sobre el ambiente de la época en que se desarrolla nuestra pesquisa sobre aquel maestro de
primeras letras.
Desde una perspectiva novedosa, el Correo Curioso buscaba imprimir en sus páginas la realidad que
escapaba a la pluma ilustrada de criollos y españoles. Como un correo, permitía el intercambio ágil y
preciso de las curiosidades que componían la vida del neogranadino común y corriente, constituyéndose en
oído y portavoz de las inquietudes y necesidades de una época, adquiriendo matices que hasta ese momento
5 Como consecuencia del proceso que se le siguió en torno a la publicación de la traducción de los “Derechos del Hombre” hacia finales de
ese año, la imprenta fue confiscada por el Gobierno y permaneció por algún tiempo en un rincón de la Biblioteca Real. 6 “El nombre de los Carneros debió originarse no porque existiera esa cuadra venta alguna de dichos animales, sino porque, semejante al que
metafóricamente lleva el cronicón homónimo escrito por Rodríguez Freyle, provino del hoyo grande destinado en la adyacente iglesia de
San Francisco para enterrar los muertos que no iban al regular panteón, o al destinado al mismo en el cementerio adjunto para las osamentas
sacadas ya de las sepulturas, hoyo que se llamaba Carnero, según dice la primera edición del diccionario de la Academia Española en su
cuarta acepción”. Ver: Rosa, Moisés de la. Las calles de Santafé de Bogotá, Bogotá, Concejo de Bogotá, 1938, pág. 229.
eran propios del pregonero público, juglar de noticias, cantor de recados, pieza fundamental dentro de las
acostumbradas formas citadinas de comunicación puntual y rápida7.
En sus páginas se colaba la vida menuda de aquella sociedad conformando un suelo común donde se posaba
desde la trivialidad, el comentario y el chisme, hasta las exhortaciones a la patria, a la ciencia y a Dios. Es
esta naciente prensa una superficie donde aparecen dibujados los signos de una época; una red donde se
entrecruza y atrapa la cotidianidad.
Haciendo gala de su nombre, el Correo Curioso recurría constantemente a sus lectores para llevar a cabo
algunas de sus empresas periodísticas, como también, para tener el gusto de satisfacer la curiosidad de
aquellos. Es el caso del “padrón general del virreinato” que proponía en el número 6 del martes 24 de marzo
de 1801. En su tercera página los editores suplicaban “a las personas curiosas de todas las poblaciones, y
con especialidad a los S.S. curas, a quienes les es más fácil se tomen el trabajo de formar el de sus
respectivos lugares correspondiente al año pasado de 1800, y nos lo remitan para extractarlos” 8. Para
realizar este trabajo y como guía a los interesados, se proponía como modelo el presentado durante los dos
números anteriores del periódico en los cuales se daba cuenta del padrón realizado en Santafé, cuyo objetivo
era, como lo refiere el mismo periódico, “dejar memoria de la situación en que principió la ciudad de
Santafé el siglo 19”9.
Según este padrón, la ciudad se hallaba compuesta por 4.517 puertas “tanto de casas como de tiendas”,
agrupadas en 195 manzanas por entre las cuales se deslizaban las figuras anónimas de criollos y mestizos,
españoles pobres y mulatos, nobles y esclavos, frailes y monjas; una ciudad conformada por un tejido más o
menos complejo de calles y callejones, pilas y plazoletas, iglesias y parroquias, conventos y seminarios, y 7 El oficio de pregonero público de Santafé se constituyó en una labor susceptible de reglamentación, así fuese mínima, como se puede
observar en la postulación de José María Castañeda como pregonero público de Santafé en el año de 1790. Ver A.G.N. Empleados públicos
Cundinamarca, Tomo XVIII, fols. 737 r-747v. 8 Correo Curioso... Op. Cit. pág. 23.
9 Idem.
un sinnúmero de pulperías y chicherías, además de 30 puentes que como el de San Victorino o el de los
Micos (denominado así por las maromas y múltiples piruetas que tenía que hacer quien intentaba pasarlo),
permitían al santafereño atravesar los caudales de los ríos de San Francisco y San Agustín o de un
sinnúmero de riachuelos y quebradas que en esa época cortaban en sendas tajadas la ciudad de oriente a
occidente. Entonces los ríos le daban un sentido a la ciudad: no es hecho casual que la Plaza Mayor se
encontrara en el centro de una especie de isla. De la Santa Iglesia Catedral hacia el norte se encontraba el río
San Francisco, su iglesia y respectivo monasterio, la iglesia de la Veracruz y la de la Tercera, la parroquia
de las Nieves y la iglesia de San Diego que marcaba el límite de la ciudad por este costado. Una vez pasaba
bajo el puente de San Francisco, desviaba el río su curso hacia el sur, cercando así la parte occidental del
centro de la ciudad cuya comunicación con la parroquia de San Victorino se hacía a través de un puente
construido a cuatro cuadras de la Plaza. Por el costado opuesto se deslizaban, desde las partes altas del cerro
de Guadalupe, varias quebradas y riachuelos que vertían sus aguas al río San Francisco; eran estos
riachuelos la fuente que surtía de agua a la ciudad, pues alrededor de ellos se habían construido las
principales tomas de agua. Hacia el sur, a escasas cuatro cuadras del Colegio Mayor de San Bartolomé,
corría el río San Agustín que algunas calles abajo de la Calle Real vertía sus aguas al San Francisco
cerrando así la isla.
Dividida en cuatro parroquias (la de San Victorino, las Nieves, Santa Bárbara y la Catedral) la capital del
Nuevo Reino, siempre caracterizada por un profundo misticismo, giraba en torno al “pasto espiritual” que
ofrecía a sus devotos un grueso contingente de eclesiásticos agrupados en los trece conventos existentes
dentro del recinto de la ciudad, ocho de religiosos y cinco de monjas, no pocas veces en disputa por alguna
prebenda real o por la partición de los diezmos voluntarios recogidos en los treinta y un templos a donde
recurrían sus feligreses, prontos a consignar sus dádivas como contrapartida generosa al necesario respiro de
sus pecados, que sin falta iban a subsanar durante matutinos ejercicios piadosos, complementados a su vez
con noctámbulas oraciones, las de las seis y las de las nueve, ya en casa por aquello de la “señal de queda”
anunciada por los serenos que rondaban la ciudad, espantando con sus faroles de cebo la espesa oscuridad
para defender así las calles del comercio, pero ante todo para sorprender a los atrevidos e insensatos
pecadores que aprovechando el velo de la noche se deslizaban por las calles en busca de algunas de las
tantas chicherías, casas de juego o tras alguna mujer de “livianas costumbres”.
Para efectos administrativos, la Santafé de aquella época se dividía en ocho barrios: San Jorge, El Príncipe,
Santa Bárbara, Las Nieves occidental y oriental, San Victorino y el del Palacio. Su población, según el
padrón, constaba de “... ocho mil ciento noventa y un hombres, y once mil ochocientas noventa mujeres, que
componen el número de veinte mil y ochenta y un almas, a que debe añadirse setecientas diez y nueve, que
residen en los conventos de monjas, cuatrocientas ochenta y nueve en los de religiosos, y ciento setenta y
cinco en los dos colegios; cuyas partidas juntas suman veintiunmil cuatrocientas sesenta y cuatro que es el
total de la población de esta ciudad; sin incluir los transeúntes, que no baxan de mil almas, ni los mendigos,
y vagos, que no tienen casa fija y ascenderán a quinientos”10, como tampoco los esclavos que generalmente
no se contaban dentro de la población.
Un breve vistazo de la Plaza Mayor nos permitía identificar en el costado sur el palacio de los virreyes
(arruinado durante el terremoto de 1785 y un incendio en 1786)11, la cárcel de la Corte y la Casa donde
funcionaba la Real Audiencia. En su costado oriental la Santa Iglesia Catedral que era la metropolitana del
reino, la iglesia del Sagrario y la casa Real de Aduanas; en la esquina nororiental, el cuartel de caballería y
en su costado occidental la casa del Ayuntamiento y las casas de despacho y habitación de los virreyes (ésta
última tomada en arriendo desde los tiempos del virrey Gil y Lemus). En todo el centro de la plaza se
destacaba una fuente desde la cual se podía observar el colegio Mayor de San Bartolomé, ubicado en la
esquina suroriental que en compañía del Colegio del Rosario se sumaban a “los privados que mantienen los
religiosos para la enseñanza de los individuos de su orden” 12 . Por ese entonces figuraba solo una
10
Idem. 11
Sería tal el impacto de este fenómeno natural en los santafereños que se constituiría en el primer acontecimiento registrado a través de una
publicación con alguna periodicidad llevada a cabo en Santafé. Aquellas hojas sueltas recibieron en ese entonces el sugestivo título de Aviso
del Terremoto. 12
Correo Curioso... Op. Cit. pág. 19.
universidad, pontificia y regia al cuidado de la comunidad de Santo Domingo, conocida también como
Universidad Tomística.
Una ciudad en cuyo recinto se hallaba la residencia de los virreyes, la de los Reales Tribunales de la
Audiencia, Cuentas y Cruzada, punto de confluencia de los poderes civil y eclesiástico bajo el estatuto de la
monarquía delegada pero suprema e incuestionable; una ciudad gustosa del solemne ceremonial y la estricta
etiqueta, presta a engalanarse cuando las circunstancias así lo exigieran, aún a costa de sus rentas y
apretados caudales en cuyo auxilio hubo de acudir más de una vez a dineros particulares; una ciudad que
mirada en su detalle nos deja percibir el rostro rústico y maloliente de sus calles, puentes y desagües, que al
decir de las autoridades locales, brindaban “el aspecto más horroroso y desaseado [en donde] la inmundicia
y basura que casi ya no [cabía] en ella [causaban] unas exalaciones mefíticas y destructivas de la salud de
sus habitantes”13, por donde a la par del gentío digno de conteo, se podía advertir sin mucho esfuerzo la
presencia de vagos y malentretenidos, mujeres escandalosas y de livianas costumbres, además de un ejército
nada exiguo de perros, recuas de mulas y bueyes, gallinas, marranos y otros representantes del reino animal,
que en no pocas ocasiones ponían en apuros al transeúnte desprevenido y en cuya notoriedad y aumento se
convivía, a pesar de los muchos bandos públicos expedidos para su pronta erradicación en atención al
bienestar e higiene de la ciudad.
El bando público, una comunicación del superior gobierno, manuscrita o impresa, se fijaba en determinadas
calles para informar al público en general de alguna decisión de la corona, del cabildo o de algún asunto
referido al ramo de policía. En torno a los problemas mencionados, fueron promulgados numerosos bandos
por las autoridades locales con el fin de controlar la tenencia y dispersión de animales, la botadura
indiscriminada de basuras en el vecindario o alguna otra práctica que fuese en detrimento del ornato de la
ciudad, de poco arreglo por cierto. Es el caso del que se pregonó en diciembre de 1788. Allí se advertía a la
población que se castigaría con multa de “dos pesos a los contrabentores que mantuviesen basuras al frente
de su puerta”, con el secuestro y posterior distribución dentro de los sujetos pobres de las cárceles a quienes 13
A.G.N. Cabildos, Tomo VIII, fol. 138.
“habiendo pasado cuatro días [no hubiesen recogido] los zerdos que se encontracen en las plazas y las
calles”, o a los que entrando maderas en la ciudad no estuviesen atentos que aquellas fuesen “suspendidas
en la delantera cerca del yugo de los bueyes, cosa que no tocare la punta el suelo, de adonde venía el daño a
los empedrados de las calles”14.
Un caso especial lo constituyen aquellos bandos publicados para evitar la propagación del mal de rabia, ya
anunciado en 1794 y refrendado por el virrey Mendinueta quien cuatro años después y aún a costa de herir
los afectos y querencias caninas de los santafereños, mandaba “se reitere por bando la prohibición a toda
clase de personas, sin excepción de sexos, calidad, ni estado, de criar ni mantener perros de ninguna casta
dentro de la ciudad y sus arrabales”. El bando publicado en cuestión concede el preciso término de 24 horas
“para que todos los que tuvieren perros dentro de la ciudad los maten o retiren de ella, pasado el cual se
matarán todos los que se encontraren dentro del distrito de la población”15. La recompensa para aquellos
verdugos espontáneos se precisó en 4 reales que además incluía su extracción y enterramiento fuera del
poblado.
Por esta época se evidencia una preocupación inusitada de la intelectualidad santafereña y neogranadina, en
torno a dos viejos problemas sobre los cuales se lanza ahora una nueva mirada que los hace aparecer con
características distintas y novedosas, al punto de ser considerados de vital importancia para mantener la
estructura social y mantener el orden. Aunque cada uno de ellos tendrá su desarrollo particular,
constantemente se cruzan y articulan considerándose asuntos de policía, no en el sentido represivo que le
damos hoy al término, sino “según una acepción mucho más amplia que englobaba todos los métodos de
desarrollo de la calidad de la población y del poder de la nación... Trata de que todo lo que compone el
Estado sirva para la consolidación y acrecentamiento de su poder, pero también para el bienestar público”16.
14
A.G.N. Miscelánea, Cabildos, Tomo XVIII, fol. 834. 15
A.G.N. Miscelánea, Cabildos, Tomo XCV, fols. 686-687. 16
Donzelot, Jacques. La Policía de las familias, Valencia, Editorial Pretextos, 1979, pág. 10 y 11.
Policía era entonces sinónimo de civilidad y en arreglo a ella se concentraba la atención del Estado para
enfrentar dos problemas que de ahora en adelante ocuparán un lugar destacado en el terreno de lo público: la
pobreza y la enseñanza. Ellos adquieren entonces realidad y valor de problema y solución en el seno de una
cultura que ahora lo reconoce como tales.
“Vagan por las calles
maleándose de mil maneras”
En 1791 ocurre en Santafé un alegato ciertamente particular: la disputa por las sobras o migajas de comida
que repartían diariamente las comunidades religiosas dentro del crecido número de pobres que rondaban la
ciudad. Este caso planteó la necesidad de diferenciar el acto de caridad, pues desde entonces, habría que
discernir entre aquel realmente miserable o pobre verdadero, y el ocioso o vago. En estos términos, el
Síndico Procurador, Don Tomás Tenorio, eleva un memorial al superior gobierno en el que se sugiere a la
comunidad capuchina otro destino para “las sobras de sus refectorios [las cuales] se reparten diariamente en
las porterías... a todos a los que allí ocurren con capa de pobres”17.
Si bien la petición busca ganar para los miserables encarcelados las sobras que diariamente se reparten,
teniendo presente que los pobres “verdaderos” podían obtenerlas en otras caritativas puertas y que en “breve
habrían de ser recogidos en los Hospicios”, el Síndico General plantea que una obra de “cuerpos tan
religiosos” no debía ser un acto indiscriminado, pues dentro de los que ocurren a dichas porterías “hay
muchos que pueden buscar el sustento por sus propias manos y que por su holgazanería perjudican a los
verdaderamente necesitados”18.
La polémica en torno a la necesidad de discriminar el acto caritativo descubre, por esta época, el velo que se
había tendido sobre la figura de aquel viejo espectro que en las últimas décadas del siglo XVIII se había
17
A.G.N. Real Audiencia, Cundinamarca, Tomo III, fols. 298r-308v. 18
Idem.
multiplicado por toda la superficie de Santafé y el Nuevo Reino, recorriendo sus calles, aglomerándose en
los atrios de sus templos, merodeando sus plazas, descansando bajo sus puentes, siempre al acecho. Y
aunque eran asombrosas las magnitudes que había alcanzado el fenómeno de la miseria por esa época, no
hay que olvidar que la pobreza, la mendicidad y la ociosidad, eran ya fenómenos evidentes en el Nuevo
Reino desde el siglo XVI. Lo que sucedió, entonces, fue una mutación en la percepción de la miseria19.
Aquel fenómeno, durante mucho tiempo ignorado como mal social, comenzó a ser reconocido como
producto de la desorganización social, atentatorio del orden político y sobre todo como un gran peligro que
conspira contra el buen gobierno de la República. Se inició así, un proceso de desacralización de la pobreza
que la despojó de su halo mítico y la colocó en el terreno de los intereses públicos, en el terreno de la
policía. Surge entonces, una nueva mirada sobre la miseria, cambia el plano de percepción: de objeto de la
caridad al servicio de la salvación de almas, pasó a constituirse en malestar social y, por tanto, en “peligro
para la salud de la República” y amenaza constante a la estructura social y al orden.
La irrupción de la pobreza en el ámbito público fue, sin lugar a dudas, un hecho fundamental en el Nuevo
Reino de Granada. Hecho que suscitó una serie de posturas cuya pretensión fue asegurar el alejamiento, la
erradicación o el constreñimiento del desorden impuesto por la miseria. Por esa época, aparece un conjunto
de intentos por limitar el número de pobres y discriminar claramente entre pobres y pícaros, entre
“mendigos impedidos y limosneros capaces”. Además de las medidas de orden práctico como los censos de
mendigos y enfermos, su reclusión en hospitales, la fundación de casas de miseria, casas de niños expósitos,
la expedición de licencias para mendigar o las penas de flagelación y expulsión para ociosos y mendigos
disfrazados, aparecen también propuestas y planes de solución para el pauperismo.
19
Unos siglos atrás, los pobres estaban investidos de una cierta experiencia religiosa que los santificaba. Inscrita en la concepción de la
pobreza que tradicionalmente había sostenido la Iglesia, el miserable poseía una especie de dignidad asociada a la presencia de Dios. Lo que
estaba en vigor era la “idea tradicional que presentaba al pobre como intercesor privilegiado entre el creador y sus criaturas, como el que
abre las puertas al reino divino”. De allí que el cristiano, para salvarse, tuviese que pasar por el ejercicio de la caridad. Bennasar, Bartolomé.
La España del Siglo de Oro, Barcelona, Editorial Grijalbo, 1983, pág. 217.
El contraste que planteaba la abundancia de riquezas naturales y el evidente pauperismo de los habitantes
del Nuevo Reino, obligó a la Corona, de una parte, a afinarla eficacia del proceso de extracción,
administración y transporte de aquellas, y de otra, al fortalecimiento del ramo de policía entendido como
principio de civilidad y estrategia frente a la decadencia de las poblaciones.
El superior gobierno centró su mirada en los pobladores, no precisamente con la intención de brindarles
mejores condiciones de vida, sino ante todo para determinar el grado de perjuicio que ocasionaban, en lo
político y en lo moral, su miseria y ociosidad. Para la primera estableció y consolidó espacios de
recogimiento y encierro subvencionados con las rentas de propios y donaciones particulares, y para la
segunda, estableció una jerarquización, según la cual, se determinaría su encierro en presidios, su
distribución entre los maestros de artes y oficios o simplemente su alejamiento de la ciudad.
Enmarcada dentro de esta estrategia encontramos la Instrucción para el gobierno de los alcaldes del barrio
de esta ciudad de Santafé20, expedida el 16 de noviembre de 1774 por el virrey Guirior, quien cumpliendo
con el precepto real de dividir la población en cuarteles y barrios, según la orden contenida en la Real
Cédula del 12 de febrero del mismo año, dio curso a un primer intento para enfrentar la confusión que
resultara del desorden social vigente, agravado entre otros aspectos, según el decir de algunos miembros de
Cabildo de la ciudad, por el crecido número de chicherías21 en “donde se abrigaban multitud de forasteros y
gente vaga, que sin ocupación ni ejercicio, es perjudicial al gobierno interior de la República”. La
instrucción buscaba establecer un estricto régimen de control de la población santafereña, dividida ahora en
ocho barrios y cuatro cuarteles. Cada barrio contaba con su propio alcalde quien debía utilizar como
distintivo “un bastón de bara y media de alto con puño de plata” para ser de todos reconocido y así poder
realizar la “matrícula de vecinos y de los que entran y salen” en un libro que a su vez haría parte del
Libro-maestro de la ciudad. Era este el instrumento que dotaba al gobierno, mediante la persona del alcalde
de barrio de una herramienta poderosa para lograr “el conocimiento perfecto de todos los habitantes de su
20
A.G.N. Real Audiencia, Cundinamarca, Tomo III, fols. 304r-308v. 21
Más de ochocientas, según los censos realizados entre 1717, 1739 y 1740.
barrio, sus clases y oficio”. Pero ante todo y como consecuencia de esta pesquisa civil, lo que se precisaba
era el descubrimiento de
“los que se hallaren sin destino, los vagos y mal entretenidos, los huérfanos y muchachos
abandonados por sus padres o parientes; también los pobres mendigos de ambos sexos...” para que
valiéndose de esta información “a los últimos los trasladen sin dilación al Hospicio o Casas de
Recogidas con una voleta circunstanciada, para que se asiente y firme en el libro de entrada: a los
que por las diligencias y noticias de que ellos se tomasen, resultaren ser vagos y sin destinos, se les
pondrá en la cárcel [...] entregándose los muchachos abandonados al cuidado de Maestros, que les
enseñen oficio, poniendo particular vigilancia, en que ni los mancebos y aprendices, ni los criados
de las casas anden ociosos por las esquinas, sin atender a su trabajo, y muy particularmente, que no
se entreguen a los juegos, ni en los trucos, que visitarán a todas horas los Alcaldes, para no permitir
esta diversión, sino a aquellas personas en quien no hai motivo para impedirla, por los años que
resultan que algunos artesanos e hijos de familia se vicien y pierdan el tiempo en ella...”22.
El mal no se podía atacar simplemente con censos o con el fortalecimiento del poder local creando la figura
del alcalde de barrio. Era necesario incorporar, dentro de la potestad estatal, un conjunto de actividades
productivas regadas socialmente, que existían sin más reglamentación que la pertinente para asegurar su
coexistencia, pero siempre al margen de un estatuto político que permitiera articularlas a una estrategia más
global. Dentro de esta perspectiva se inicia un proceso de reglamentación de los oficios artesanales “en
aplicación de estas gentes reducidas al Estado de insensiblez por su abandono y universal desidia”23. Se
trataba ahora de poner las artes en el mejor estado posible para lo cual se hacía necesario, en palabras de
22
A.G.N. Real Audiencia, Cundinamarca, Tomo III, fols. 306-307 23
La cita en mención hace parte de la comunicación con la que el virrey Flórez da su concepto favorable a las Reglas generales para el
mejor método de los gremios que deben observarse por los Padres, Tutores, Maestros y encargados de la Jubentud, Governadores,
Corregidores, sus tenientes y demás Justicias y Ayuntamientos. A.G.N. Miscelánea, Cabildos, Tomo III, fols. 287r-313v.
Francisco Robledo, asesor general para el arreglo de los gremios del virrey Florez, “formar una instrucción
que [sirviese] de regla y método para enseñarlas y aprehenderlas”24.
A falta de escuelas de artes en el Nuevo reino era “indispensable ceñirse por ahora al estado presente,
contemporizando con su decadencia”25 y pensar más bien en mejorar la policía de los oficios “con que los
artesanos [adquieran] una educación superior a la actual, consolidándose estimación entre sí y con el resto
de las demás gentes”26. De allí que durante todo el reglamento se llame la atención sobre la necesidad de
“desterrar el error con que las gentes de otra jerarquía, o empleados de carreras de Armas y Letras,
desprecian los artesanos, teniéndolos en concepto de hombres de bajas esferas”, como también de las
interminables pugnas surgidas entre los mismos artesanos de creerse unos más que otros, abuso reprensible,
en tanto que no habiendo oficios superiores a otros, “todos debían considerarse apreciables en sí mismos,
pues todos concurren a la prosperidad pública”27.
Se trataba de reconocerle a ese gran conglomerado que era así mismo la casi totalidad de la plebe, un
espacio público totalmente controlado por el superior gobierno. El principio de la reglamentación general de
los gremios planteaba como precepto, que no habiendo ningún oficio peor o de más baja condición que otro,
ya que “sería un error político creerlo así”, lo único, óigase bien, lo único que debiera tener impresa la nota
de la deshonra y merecer todo el repudio de la sociedad, la religión y el Estado, era la ociosidad.
Implicado dentro del reordenamiento del trabajo y la vida del artesano, el Reglamento General de 1777 no
pudo, al parecer, llevarse a efecto. Pero las alternativas, propuestas y planes de solución al problema del
pauperismo, continuarán apareciendo como también la persistente denuncia de sujetos que “vagan por las
calles maleándose de mil maneras”, y paralela a ella, la advertencia sobre la gravedad de tal problema.
24
Ibid., fol. 288r. 25
Ibid., fol. 287v. 26
Idem. 27
Idem.
“Invertid con usura
vuestros caudales”
...Y siendo “que es constante y notorio para una buena República, que su dicha y felicidad dependen del
orden y buena disposición de sus havitantes, especialmente en los pobres, artesanos y gentes de trabajo [en
tanto que] de este modo se evitan los desórdenes y vicios, se exterminan los vagos y delinquentes, y a mas
de lograr todos estos su necesaria subsistencia se logra el dichoso fin de su salvación”28, el 26 de julio de
1789, a petición del virrey Espeleta, Don Manuel Díaz de Hoyos presenta su reglamento de gremios como
un instrumento fundamental para atajar el pernicioso daño que causa el desorden y la holgazanería, remedio
eficaz para la miseria y vicios inherentes a la plebe contenida en la ciudad y todo el reino. El “Reglamento
para la buena administración de los oficios artesanos” sería, en palabras del autor, el mecanismo que
garantizaría “tener sujetos y en útil ejercicio a tanta gente, como es toda la pleve, destinada en los gremios,
bagamunda y olgazana, como se halla en esta ciudad, con precisa necesidad de sujeción”29.
Y aunque de una forma todavía difusa, la práctica de enseñanza converge en la solución de un problema tan
notorio. La asociación en gremios, articulada en torno a la figura del maestro, se involucra dentro de la
estrategia de la policía de la ciudad, y dentro de ellos, la enseñanza de un arte u oficio, se abre paso como
instrumento político de ordenamiento social, en tanto que asegura la sujeción de “tanta plebe bagamunda y
olgazana”. Con las diferencias propias de las distintas perspectivas desde donde se miraba el progresivo
“relajamiento de las costumbres”, la holgazanería y la miseria comienzan, desde entonces, a considerase
como malestar social. Los análisis en torno a la crisis parecen converger en un mismo punto: ociosos,
mendigos, vagabundos, locos e insensatos, mujeres de livianas costumbres, todos son calificados como
elementos improductivos, muchedumbre indiferenciada dedicada a la ociosidad y unida por una
28
A.G.N. Policía, Tomo III, fol. 553r. 29
Ibid., fol. 553v.
característica común que la identificaba: el estigma de la ignorancia. Así, pronto se estableció una triple
relación: el ocio se encontraba articulado con la miseria; era aquel la causa originaria de ésta. Pero en la
base del ocio se hallaba la ignorancia como causa última y origen fundamental del desorden social.
En una de las páginas de su semanario, Francisco José de Caldas liga en el discurso miseria e ignorancia:
“En las tristes meditaciones que devoraban mi ánimo al contemplar el exceso de pobres que advertía
en las calles y plazas de Santafé y aun de lo demás del reino, recorría la cadena que liga a los
hombres que viven en sociedad, por si encontraba en sus eslabones la causa que motivaba aquella
tan notable desproporción, y decía: si la mucha pobreza de esta ciudad no tiene su origen en aquella
virtud que desprecia lo terreno para correr más libre a la perfección, sin duda proviene la de tantos
infelices de la inacción perezosa, del fastidio al trabajo, de una insensibilidad extravagante por las
comodidades de la vida; en una palabra, de la ignorancia criminal de aquella ley divina que
condenó al hombre a mantenerse de su trabajo y a costa del sudor de su rostro (...) De estos
antecedentes deducía yo las consecuencias precisas: luego esta multitud de pueblos que veo
entregada a la holgazanería y envuelta en los horrores de la ignorancia no tiene ni ha tenido
educación ni pública ni privada; luego es forzoso que faltándole esta carezca de costumbres; luego
es preciso que sea perjudicial al Estado y a sí misma por sus vicios y malos ejemplos”30.
De allí que la enseñanza fuese propuesta como la única alternativa posible para detener y erradicar
definitivamente el mal,
“ella es el más principal ramo de la policía, el objeto más interesante de las sociedades políticas, y
el que ha merecido toda la atención de los legisladores. Sin educación no pueden felicitarse los
pueblos; el vicio cundiría por todas las partes, las leyes, la religión, la pública seguridad y la
30
Caldas, Francisco José de. “Discurso sobre la educación”, en, Semanario del Nuevo Reino de Granada, Bogotá, Ed. Minerva, 1943, pág.
71. El subrayado es nuestro.
privada serían violadas si no se procurase desde el principio inspirar a la juventud las sanas ideas y
obligaciones propias del cristiano y del vasallo”31.
Pero la efectividad de la alternativa salvadora necesitaba mucho más que palabras y alabanzas. Era preciso
construir o adecuar edificaciones donde se impartiera la tan proclamada enseñanza, que no se circunscribía a
las primeras letras, la aritmética o la doctrina cristiana, sino que involucraba además la enseñanza de artes y
oficios “para exercitar un gran número de hombres, que no teniendo de que subsistir se abandonarían al
latrocinio y demás vicios que ocasiona la ociosidad”32. Comienzan entonces algunos intelectuales a incitar a
“poderosos y ricos” para que aporten parte de sus caudales para la construcción de edificaciones de este
tipo. En su Papel Periódico del 27 de enero de 1792, Manuel del Socorro Rodríguez hace la relación del
“Estado en que se halla la Obra del Real Hospicio de Pobres de esta Capital, a que se dio principio el día 1
de abril de 1790”33, destaca la colaboración de varias personalidades criollas y españolas en la construcción
del edificio, y señala los beneficios que esta obra traería a la ciudad:
“Esos miserables, que en el seno de su misma Patria andaban forasteros y errantes sin asilo alguno,
de una en otra parte; ya podrán vivir tranquilamente disfrutando de la comodidad proporcionada a
su estado inválido y calamitoso. Del mismo modo se puede esperar una gran reforma de las
costumbres pues por este medio se harán vecinos útiles los que baxo el fingido hábito de pobres
eran verdaderos holgazanes, y polillas destructoras de la República”34. He ahí el poder redentor de
la enseñanza.
Por otro lado, refiriéndose a la utilidad de la construcción de escuelas públicas, Francisco José de Caldas
dice: “Ahí teneis, poderosos y ricos de Santafé, en qué emplear con usura vuestros caudales y vuestro 31
A.G.N. Fondo Instrucción Pública, Anexo, Tomo IV, fol. 354r. 32
Rodríguez, Manuel del Socorro. Papel Periódico de Santafé de Bogotá, Viernes 27 de enero de 1792, No. 50. B.N.C. Sala de
Investigadores 33
Idem. 34
Idem. El subrayado es nuestro.
patriotismo en bien de esa porción desdichada que son sin embargo vuestros hermanos”35. De la mirada
misericordiosa y caritativa de años anteriores, se pasa ahora a mirar la pública utilidad que representaría el
recogimiento, limitación y erradicación de la miseria. Aquellos caudales donados para adelantar la
construcción de hospicios, casas de misericordia, escuelas, etc., no son ya únicamente para asegurar un
lugar en el reino divino, más bien pretenden ahora asegurar la estabilidad y permanencia del lugar ocupado
aquí en el mundo terrenal. La limosna como acto de caridad se transforma en inversión.
Son pues estos dos problemas el eje en torno del cual giró la vida política del Nuevo Reino de Granada a
fines del siglo XVIII, y es precisamente en este paisaje social en donde concentraremos la búsqueda del
autor de aquella curiosidad literaria reseñada en el Correo Curioso. Esas mismas calles, por donde
deambulaban mendigos y ociosos, vagabundos y mujeres escandalosas, debieron registrar también las
huellas de Don Agustín Joseph de Torres; pero otras pistas nos ayudarían a resolver algunos de nuestros
interrogantes: ¿Quién podría ser aquel maestro? ¿Acaso alguno de los intelectuales o ilustrados criollos?
¿Maestro de qué escuela? ¿Era religioso o secular? ¿Qué clase de incentivos le reportó esta publicación? Y
paralelas a estas preguntas nos planteamos otras más generales: ¿Cuáles eran las particularidades que
definían y diferenciaban el oficio de maestro de escuela a finales del siglo XVIII y principios del XIX?
¿Cuál era la relación entre este oficio público y la enseñanza que impartía la iglesia?
35
Caldas, Francisco José de. Op. Cit., pág. 69.
Tras la Huella
Unos sujetos
Públicos
Recorramos entonces los archivos coloniales en busca de posibles respuestas a los anteriores interrogantes.
Las primeras pistas nos ubican en la segunda mitad del siglo XVIII. En los folios de los archivos históricos
emerge un personaje cuya presencia concita entre curas y burócratas coloniales un profundo rechazo. Son
éstos unos “sujetos que andan por las estancias” pregonando enseñar a leer, escribir y contar.36
Bien pronto, pueblos y ciudades vieron surgir y expandirse unos ciertos mercaderes de la enseñanza que
vendían o cambiaban su saber por “un real, una vela y un pan semanal”, constituyéndose así en un
acontecimiento novedoso que irrumpió dentro del panorama de villas y ciudades de todos los puntos del
virreinato. Sin embargo, no bien empezaba a delinearse este nuevo personaje y ya era objeto de miradas
censurantes que denunciaban su presencia como peligrosa y que clamaban por su control y vigilancia. Su
pronta expansión por la geografía del virreinato causó una alerta comparable sólo a la producida por la
viruela u otras epidemias de años anteriores. Francisco Antonio Moreno y Escandón, Fiscal de la Real
Audiencia, observa en un documento de 1774 sobre la reforma de los estudios generales:
“que con dolor se experimenta que cualquier hombre, que no tiene para comer tome el arbitrio de
abrir en su casa, o en una tienda una escuela donde recoge algunos muchachos, a quienes por su
36
Rodríguez, Simón Narciso. “Estado actual de la Escuela y nuevo establecimiento de ella (1794)”, en, Boletín de la Academia Nacional de
la Historia, Caracas, Tomo XXIX, No. 115, julio-septiembre de 1946.
sola autoridad, enseña lo que sabe, o tal vez aparenta enseñarles para sacar alguna gratificación
con qué alimentarse, sin que proceda licencia, examen ni noticia de sus superiores”37.
Años más tarde, en un plan para creación de escuela, Fray Antonio Miranda, cura de Ubaté, sienta su
preocupación y pide que por
“...ningún color, pretexto, ni motivo se permita que alguno ande por las estancias, o en el pueblo,
pretextando enseñar a leer o escribir a niños, para solapar su vagabundería y tener que comer con
título de maestro, pues por lo general ninguno de ellos sabe leer, ni escribir y así no lo puede
enseñar”38.
Pero en algunas regiones, la situación obligó a tomar medidas diferentes a la denuncia. Es el caso de los
partidos de Sogamoso y Duitama, en donde por disposición del Juzgado de Justicia Mayor, se le ordenó a
los respectivos alcaldes que si estos sujetos, una vez advertidos, experimentaban “reincidencia, les arrestará
a prisión y les exigirá la multa de diez pesos... por convenir así el bien público y a la buena administración
de justicia” 39 . En fin, estos sujetos eran considerados como “hombres perdidos, sin instrucción ni
probidad”40, que recurrían al oficio de enseñar para “asegurar su subsistencia”. Nos asaltan aquí varias dudas
en torno a estos novedosos personajes. ¿Qué condiciones rodean la aparición de estos sujetos que producen
actitudes tan contrarias en aquella sociedad: por un lado, aceptación en la población y al mismo tiempo
rechazo y persecución de las autoridades? ¿A qué se debe su expansión por el virreinato? ¿Qué tienen que
ver estos “mercaderes del saber” con los maestros de escuela como Don Agustín?
37
Método Provincional e interino de los estudios que han de observar los Colegios de Santafé, por ahora, y hasta tanto que se erige
Universidad Pública o su Majestad dispone otra cosa, Santafé, 1774. A.G.N. Instrucción Pública, Tomo II, fol. 219 y s.s. 38
A.G.N. Fondo Colegios, Tomo III, fol. 821v. El subrayado es nuestro. 39
A.G.N. Fondo Colegios, Tomo IV, fol. 310v. 40
A.G.N. Instrucción Pública, Anexo, Tomo IV, fol. 377.
La aparición de estos personajes estuvo inscrita dentro de una serie de acontecimientos que hacia la segunda
mitad del siglo XVIII marcaron nuevos rumbos, principalmente a la enseñanza, y entre los cuales se
destacan dos hechos fundamentales; la expulsión de la Compañía de Jesús en 1767, y la puesta en marcha de
un discurso en torno a la educación, propiciado desde el Estado, que colocó a ésta como centro de interés y
como objeto de “pública utilidad”.
Con la salida de los jesuitas se dejaba a aquel sector que tenía acceso a la educación (gentes “principales y
beneméritas”) en un alto grado de desprotección, si tenemos en cuenta que esta orden religiosa ejercía un
control casi absoluto de la educación el Nuevo Reino de Granada hasta aquel año. Un año después de la
salida de los padres jesuitas, se comienza a sentir esta desprotección. El gobernador de la Provincia de
Antioquia se quejaba entonces de “la carencia de maestro de abecedario, por lo cual quedan muchos hijos de
los vecinos principales sin saber leer, ni escribir” 41 “...pues en ninguna ciudad, villa o lugar de ella
(Provincia de Antioquia) ha quedado escuela alguna después de que salieron dichos padres”42. Pero aún
muchos años después, se seguían escuchando las quejas sobre la carencia de algún tipo de enseñanza. En
1792, en la Villa de Santafé de Antioquia, “el vecindario solicita que se apruebe el nombramiento de un
maestro de primeras letras”, anotando como justificación, que la “ciudad se halla destituida de sujetos que
con propiedad ilustren la juventud instruyéndola en las primeras letras, cuya inopia se lamenta de más de
veinte años a esta parte43.
Paralelamente a estos clamores por “tan notable falta de cátedras”, se puso en marcha un discurso en torno a
la educación por parte del Estado cuyo objetivo fue tomar el control de la educación que, antes de 1767,
había permanecido principalmente en manos de los jesuitas. En la Real Provisión del 5 de octubre de 1767,
se expresa claramente la nueva posición asumida por el Estado cuando se habla allí del estancamiento en
que los jesuitas tuvieron los estudios de gramática, retórica y primeras letras, ya que ellos miraban como
41
A.G.N. Fondo Colegios, Tomo IV, fol. 87v. 42
Ibid., fol. 86v. 43
Ibid., fol. 98r.
“transitoria esta ocupación, que no a la pública utilidad”44. A partir de entonces la educación se constituyó
en un elemento “conveniente al Estado”. La legislación declaraba que la enseñanza no podría seguir
perteneciendo a la familia y a la Iglesia como patrimonio autónomo e impenetrable y expresaba
taxativamente que “la enseñanza pública debe estar baxo la protección del príncipe”45 y que sólo a él, como
esencia del Estado es “a quien incumbe el cuidado y superintendencia de la educación de la juventud”46.
Este conjunto de acontecimientos propició un auge de la educación, colocándola como centro de interés de
varios sectores sociales entre los cuales se incluyen algunos para los que hasta entonces ella era un
impensado. Y es precisamente en este contexto en donde emergieron aquellos “sujetos que andaban por las
estancias”, con unas características muy particulares que los diferencian claramente de los que hasta
entonces se dedicaban a la enseñanza. No eran religiosos de orden de los que enseñaban en los Colegios o
Seminarios, ni curas de parroquia que instruían a niños en la casa cural, ni ayos o preceptores particulares
que servían en las casas de potentados, ni maestros artesanos que enseñaban su oficio a niños aprendices.
Eran sujetos seculares que realizaban su enseñanza públicamente, cobrando algún estipendio para su
sustento.
Este nuevo enseñante se constituyó en la primera forma de emergencia del maestro de escuela, y fue
precisamente a partir de los hechos que precedieron su actividad que se inició el proceso de consolidación y
delimitación de este nuevo oficio. Su número y su rápida expansión por villas y ciudades, al igual que la
acogida que tuvieron entre la población, se debió, entre otros factores, a que representaban una alternativa,
hasta entonces impensada para algunos sectores tradicionalmente excluidos de la instrucción, conllevando a
su reconocimiento casi obligatorio por parte de las autoridades virreinales. Por otro lado, las cinco escuelas
que existían en todo el virreinato, anexas a los Colegios Mayores de Santafé, Tunja, Popayán, Pamplona y
Cartagena, no constituían suficiente base material para respaldar todo el andamiaje discursivo puesto en
44
C. P. I., pág. 137. 45
Real Cédula del 14 de agosto de 1768 (C.P. II, pág. 66) 46
Idem.
marcha por el Estado con el que se argumentó la instrucción pública. Se inició, de esta manera, un proceso
de reconocimiento de estos personajes novedosos, personajes que anuncian la aparición de lo que en el
curso de los años se conocerá como maestro de escuela.
Control de un ejercicio,
mendicidad de un estipendio
Siguiendo las reiteradas denuncias y señalamientos a estos personajes, continuamos nuestra pesquisa por
entre folios y legajos, percibiendo ahora un murmullo creciente de aquellos que con sus propias voces,
reclamaban una justa retribución de su oficio. Las connotaciones que alcanzan estas peticiones, como
veremos, desbordan los límites de aquel pasado en donde han quedado registradas, para confundirse con el
presente de un oficio, que hoy por hoy, bordea los dos siglos de existencia. Sigamos entonces con atención
algunas de estas peticiones.
El maestro Manuel Ramírez, nombrado en la escuela del Colegio Seminario de Popayán en agosto de 1790,
dirige una representación a las autoridades locales el 13 de diciembre de 1792 en donde habla sobre su
salario aludiendo “que no hay razón ni motivo para que se me retenga por ser legítimamente ganado con mi
sudor y trabajo al socorro de mis urgencias y asistencia de mi familia”47. Hay en esta representación dos
elementos relevantes para el análisis que nos ocupa: el reclamo del salario, y la autorización virreinal para el
ejercicio de la enseñanza pública. El primero de ellos nos presenta con gran claridad una característica que,
sin lugar a dudas, constituye uno de los primeros elementos que le fijan un estatuto propio a este sujeto de
finales del siglo XVIII, y que aún identifica al maestro del siglo XX: el reclamo de su salario, la solicitud de
aumento, o la petición de pago del estipendio atrasado.
47
A.E.P. Libro C3, Documento No. 18.
Es esta la paradoja de lo público. Después de emerger a la luz del día, de enfrentar “el resplandor de
públicas concurrencias” como diría Quintiliano, de lograr el reconocimiento social que como sujeto público
le venía asignado desde el discurso al considerar su ejercicio de la mayor importancia para el progreso de la
“república”, el maestro de escuela ha sido, a la vez, mendigo de su salario. Sin duda alguna, ese personaje
que veían pasar los vecinos de ciudades y villas cruzando la Plaza Mayor con destino a la sede del
Ayuntamiento o Cabildo, con un pergamino bajo el brazo, tiene que ver mucho con el que hoy vemos con
alguna periodicidad marchando por las calles o protestando por su salario, parodiando, tal vez sin saberlo, a
su colega de hace 200 años al insistir una y otra vez que no hay razón ni motivo para que se le retenga el
salario “por ser legítimamente ganado con su sudor y trabajo...”. Definitivamente es esta una continuidad
que espanta. La continuidad de la miseria, de la tragedia, del desarraigo. Azarosa continuidad que a su vez
muestra las profundas diferencias: el uno, inserto en un proceso de constitución del maestro; el otro, el de
hoy, abarcado por un proceso de sustitución, de extinción, en donde el problema no es sólo el de la
represión sino el de la productividad dirigida y la autonomía perdida48.
El segundo elemento que llama la atención en los documentos de la época se refiere a la autorización
virreinal para el ejercicio de la enseñanza pública por medio del nombramiento como maestro de primeras
letras. Esta fue la primera forma de reconocimiento de su público ejercicio. El título se constituyó, entonces,
en el mecanismo que utilizó el poder estatal para sujetar, para controlar, para vigilar a estos personajes
dedicados a la enseñanza. Por medio de él comenzaron las autoridades virreinales a poner límites a aquella
actividad que hasta entonces se ejercía libremente; se inició así, el proceso que atrapó en la norma una
actividad y al sujeto que la realizaba.
El período que va desde 1770 hasta 1800 está lleno de expedientes en los cuales se solicita la expedición de
título de maestro. Estas solicitudes antes que pretender alguna clase de privilegio social, constituyen la única
forma para muchos de asegurar y garantizar su propio sustento. Sin embargo, no todas eran aprobadas. Para
merecer el título eran necesarios, además de la “habilidad para leer, escribir y contar”, algunos requisitos 48
Comentarios al pre-texto con pretexto de un comentario del Profesor Alberto Echeverry.
igualmente importantes como los de ser “hombre blanco y decente, arreglado de buen procedimiento y sin
vicio alguno”49. En una primera parte, que se extiende hasta 1790 aproximadamente, la preocupación central
no es el saber del maestro, sus conocimientos, su competencia pedagógica; el título certifica “la virtuosidad
y buenas costumbres” de un sujeto, pero sobre todo expresa el reconocimiento legal por parte del poder para
desempeñar un oficio. Un ejercicio que desde entonces fue susceptible de control y vigilancia por parte de
las autoridades virreinales, pero que en ningún momento representó erogación alguna para las arcas reales.
De esta manera se entendía, hacia finales del siglo XVIII, “lo público”.
Para la muestra un botón: Juan Antonio Vargas, maestro de escuela de San Miguel de Oyba, jurisdicción de
la Villa del Socorro, envía una representación al alcalde de dicha parroquia explicando que “con el corto
número de niños que se hallan en mi escuela no podré subsistir en la enseñanza... y sí subsistiera si se me
asignara anualmente de los propios de la Villa del Socorro alguna cosa que se considere regular”50. Estos
reclamos en torno al salario no se hacían como consecuencia de la demora en los “giros” o porque no
llegaran las “reales órdenes” para hacerlos efectivos. Por esta época, no se obtenía dinero para pago de
maestro o sostenimiento de la escuela, distinto de aquellos que provenían de los principales que habían sido
expropiados a los Jesuitas en el llamado Fondo de Temporalidades.
Sólo años más tarde, y como consecuencia de las continuas solicitudes de los vecinos, se autorizaría pagar el
sueldo de maestro con los fondos recaudados por el Cabildo, provenientes de aquellos impuestos llamados
“propios” que se impugnaban a las “casas de juego” y chicherías. La posibilidad de recibir su estipendio
dependía, como hoy, del recaudo oficial producto de las ventas a parroquianos y forasteros, que
compartiendo penas y glorias, nostalgias y esperanzas, se confundían en la embriaguez y el azar. Así lo
expresaría el virrey Espeleta cuando en su relación de instrucción pública informaba al Rey “...que en los
49
A.G.N. Instrucción Pública, Anexo, Tomo I, fol. 409v. 50
A.G.N. Fondo de Colegios, Tomo IV, fol. 344v.
lugares de afuera y de alguna población, se han establecido muchas (escuelas públicas) costeadas por las
rentas de propios que en esta tendrían una digna inversión”51.
Hasta aquí, nuestra pesquisa ha arrojado una serie de elementos que nos han permitido caracterizar el
surgimiento de ese personaje que marca la segunda mitad del siglo XVIII. Esta búsqueda, sin embargo, tiene
un objeto preciso: encontrar alguna referencia que nos permita seguir el rastro de Don Agustín Joseph de
Torres, el autor de la cartilla Lacónica que viéramos reseñada en el aviso del “Correo Curioso”. Bastante
larga había sido la búsqueda hasta este momento y todavía seguíamos percibiendo aquellas voces
reclamando salarios desde diferentes lugares del territorio del Nuevo Reino de Granada. Entre todas ellas,
nos ha llamado la atención una certificación fechada el 7 de noviembre de 1796 que bien podría ser una
sugestiva síntesis de las condiciones de ejercicio del oficio de maestro, en donde se expresa que a pesar de
que Juan de la Cruz Gastelbondo “ha cumplido y está cumpliendo hasta la fecha con su obligación de
enseñanza de niños de primeras letras sin falta incesante al exercicio diario... no se le da cuenta de renta
ninguna, pues aunque está declarado y nombrado de ciento cinquenta pesos por año, no se ha verificado”52.
El caso de Gastelbondo, es el caso de un maestro que habiendo sido nombrado para la escuela de Sogamoso
desde el primero de abril de 1782, llevaba ya 14 años trabajando sin recibir sueldo alguno, a pesar de tener
reconocida la “muy corta dotación” de 150 pesos anuales.
Pero sería sólo hasta nuestra lectura del alegato que surgió en torno al nombramiento de Don Miguel Bonel
como maestro de primeras letras de la escuela de San Carlos de Santafé, en donde encontraríamos la pista
definitiva que nos condujo a Don Agustín Joseph de Torres. El caso de Don Miguel Bonel se halla incluido
en un extenso expediente que daba cuenta del acontecer, no sólo de la escuela en que había sido nombrado,
sino, ante todo, de las urgencias y las necesidades de los diferentes maestros que habían ejercido el cargo en
dicha escuela, entre los cuales figuraba Don Agustín.
51
Posada, Eduardo; Ibáñez, Pedro María. Relaciones de Mando. Memorias presentadas por los gobernantes del Nuevo Reino de Granada,
Bogotá, Imprenta Nacional, 1910 52
A.G.N. Fondo Colegios, Tomo IV, fol. 344v.
Se abre el expediente
Los “jesuitas expulsos”
Por la importancia de este expediente y la posibilidad que nos ofrece para esclarecer algunos de los puntos e
interrogantes que habían quedado en suspenso anteriormente, y otros que con las nuevas informaciones se
podrán desarrollar, iniciaremos su lectura destacando algunos elementos que nos permitan, a su vez,
articular de una manera más precisa y clara los acontecimientos que conformaron la estrategia de la
instrucción pública en la segunda mitad del siglo XVIII53.
Este expediente, más que construir la historia de los avatares y las penurias, las desdichas y las esperanzas
de una tal Agustín Joseph de Torres, cuarto maestro de la escuela pública de San Carlos, nos permitirá a su
vez refrendar, desde otra perspectiva, la aparición de este nuevo personaje llamado maestro de primeras
letras: personaje que si bien es cierto se nos presenta con un estatuto todavía difuso y no completamente
diferenciado, lo encontraremos de ahora en adelante en el dominio de un espacio y un tiempo llamado
escuela pública de primeras letras, al frente de una “junta de niños” con un oficio específico: enseñarles a
leer, escribir, algo de contar y doctrina cristiana. La historia de Agustín Joseph de Torres, unida a las
referencias sobre sus antecesores en la escuela de San Carlos, es pues, la historia de aquellos sujetos
reclamando su presencia pública que no era otra cosa que su dignidad y estabilidad salarial como maestros.
53
La noción “estrategia de la instrucción pública” hace parte de los resultados del trabajo de investigación que Alberto Martínez Boom
adelantó en torno al surgimiento de la escuela, el maestro y el saber pedagógico en el Nuevo Reino de Granada. Para profundizar este y otros
temas sugerimos leer sus publicaciones: “La Aparición Histórica del Maestro y la Instrucción Pública en Colombia”, en, Revista
Proyección Educativa. Bogotá, M.E.N., No. 1, 1982; El Maestro y la Instrucción Pública en el Nuevo Reino de Granada: 1767-1809,
Bogotá, CIUP, 1981; Escuela, Maestro y Métodos en Colombia: 1750-1820, Bogotá, UPN-CIUP, 1986
Serían pues, las particularidades de este expediente, traducidas en un sinnúmero de autos, oficios, informes,
testimonios, Reales Cédulas, Reales Ordenes, cruzadas entre las diferentes instancias de la burocracia
virreinal, las que nos permitirían escuchar los ecos de las súplicas de Don Agustín por un “corto socorro”
que le ayudara a afrontar la “escasez y la pobreza” que sufría él y su familia, unidas al sello retórico de sus
repetidas solicitudes a las más altas dignidades de estas tierras de ultramar para mantenerse, como diría el
maestro Miguel Bonel, “de vestido y demás alimentos del cuerpo” y así continuar, a pesar de todo, en el
cargo para el que había sido nombrado. Iniciaremos aquí otro capítulo del cronicón de las rúbricas que
tiñeran la solicitud de un maestro de primeras letras por un estipendio mínimo para subvenir a sus
necesidades. En este proceso, haremos un breve recuento de la constitución de la escuela San Carlos como
escuela pública de primeras letras, unida a los acontecimientos que se vivieron durante y después de la
expulsión de los jesuitas, puesto que esta escuela funcionaba anexa al Colegio Mayor de San Bartolomé y
fue por tanto testigo de aquellos acontecimientos.
El 27 de febrero de 1767, el rey Carlos III de España firmaba un Real Decreto en donde ordenaba “...se
extrañen de todos mis dominios de España, e Indias, Islas Filipinas y demás adyacentes, a los Religiosos de
la Compañía... y que se ocupen de todas las temporalidades de la compañía en mis dominios...”54. El 5 de
abril son enviadas a los reinos de Indias las reales instrucciones para que se cumpla y observe el decreto de
expulsión “con toda aquella prudencia, sigilo, madurez y precauciones”, advirtiendo que tales instrucciones
debían permanecer “cerradas y secretas hasta la víspera del día asignado para su cumplimiento”. Tres meses
después el Virrey Pedro Messía de la Cerda las recibe para ponerlas en ejecución hasta el 31 de julio, día de
la festividad de San Ignacio de Loyola.
Llegado el día, el templo de San Carlos (hoy iglesia de San Ignacio) se vio colmado de público como era
costumbre. Las diferentes comunidades religiosas, los miembros de la Real Audiencia, el Virrey y demás
autoridades locales, y un sinnúmero de devotos, concurrieron a la celebración de la fiesta del santo patrono
de los jesuitas. Pero esta celebración, según nos lo relata el cronista José María Vergara y Vergara, “se 54
C. P. I., pág. 1.
convirtió en una despedida de los hijos de Loyola de los pueblos del virreinato... El estupor del auditorio no
tenía límites. ¿Para dónde se despedían los jesuitas? ¿Por qué abandonaban la ciudad donde estaban tan bien
colocados, donde vivían hacía ciento sesenta años? El Virrey que escuchaba atentamente sí sabía para donde
iban; pero su estupor era mayor que el auditorio, por diferentes razones. ¿Cómo habían sabido los jesuitas el
secreto de Estado tan admirablemente guardado?”55.
Al día siguiente, Juan Francisco Pey y Ruiz, Alcalde de Corte y Oidor de la Real Audiencia, acompañado
del Provisor y Vicario General del Arzobispado y de un escribano, se dirigió hacia el Colegio Mayor de San
Bartolomé. Una vez allí, insinuó al Padre Yarza, rector del claustro “que convocase a los demás padres que
en él residen, para intimarles un real decreto de Su Majestad”.56 Cuando estuvieron todos reunidos, “les
[intimé] en presencia del presente escribano y testigos el expresado real decreto, leyéndoselo de verbo ad
verbum y inteligenciados de él y exhortados a la resignación y obediencia, dijeron: que lo obedecían como
fieles y leales vasallos de su Majestad".57
Aquel mismo día, el Oidor y Alcalde Pey y Ruiz recibió del padre Yarza las llaves del Colegio Mayor y
desde entonces quedaron suspendidas las actividades académicas que se venían realizando. La escuela
anexa al Colegio funcionaba en el llamado patio de las Aulas en uno de los tres corredores de la planta baja
donde se encontraban además la carpintería y el aula de menores. Era una pieza con “cuatro ventanas, y de
uno y de otro lado sus asientos de madera y bancos para escribir...”58. Cuando los dos jueces comisionados
para realizar el inventario del Colegio entraron en esta pieza que servía de escuela, encontraron allí:
“...una alacena con su llave para guardar libros, catones y cartillas: en la testera donde tiene su
lugar el maestro se halla una mesa, con su cajón, y llave, una silla y dos cuadros con algunas figuras 55
Vergara y Vergara, José María. Historia de la Literatura en Nueva Granada, 2ª.Edición, Bogotá, Librería Americana, 1905, pág. 218. 56
Citado por: Hernández de Alba, Guillermo. Documentos para la Historia de la Educación en Colombia, Tomo III, Bogotá: Editorial
Kelly, 1976, pág. 301 57
Idem. 58
Ibid., pág. 331.
pintadas en ellos. Y en la parte principal tiene un retablo de madera dorada, en medio del cual se
halla colocado un lienzo de San Casiano, que tendrá vara y cuarto de alto, y una de ancho, con su
velo de raso carmesí, a los dos lados en sus nichos, están San Justo y San Pastor, de media vara de
alto, con sus vestiditos de seda y en el remate está otro lienzo pintado, un atril, cuatro candeleros y
unas palmetarias de madera para el servicio de dicho altar”.59
Como se puede ver, el espacio dedicado a la enseñanza no se diferenciaba mucho de aquel dedicado a la
oración. Antes que elementos pedagógicos, el aula estaba rodeada de imágenes y utensilios religiosos. Sin
embargo, hay en esta distribución, además de los asientos y los bancos para escribir, otro elemento que si
bien no tiene relación directa con las labores escolares, por lo menos evoca la actividad de enseñanza que se
realizaba allí diariamente. No es casual entonces, que la imagen de San Casiano ocupase el centro de la
habitación, pues este santo era el patrono del primer gremio de “maestros de escuela de enseñar el arte de
leer, escribir y contar”, constituido en Madrid el 26 de diciembre de 1643 bajo el nombre de “Congregación
y Hermandad del glorioso mártir San Casiano”.60
La conformación a este tipo de agremiaciones fue muy común por toda Europa hacia finales de la Edad
Media, cuando las ciudades resurgieron y se convirtieron nuevamente en los centros de la vida social a
partir del auge del comercio y de las manufacturas en general. Fue precisamente la proliferación de
artesanos la que dio origen a estas agremiaciones que tenían como objetivo principal controlar el ejercicio
de determinados oficios mediante la expedición de licencias para abrir talleres o tiendas, previo examen o
59
Idem 60
Prudencio (muerto hacia 405) en la Pasión de San Casiano de Forum Cronelli, nos describe la muerte de un maestro a manos de sus
alumnos, ante la mirada complaciente de las autoridades. Todo sucede cuando Casiano se indispuso con las autoridades por “negarse
desdeñosamente a prosternarse ante los altares” y aquellas deciden entregarlo a sus discípulos para que le castigaren, primero desnudándole
y atándole para luego herirle y traspasar “...su cuerpo con los estiletes que utilizaban para trazar sobre las tablillas de cera los surcos de la
escritura”. Una tortura con estocadas profundas haciendo evidente el violento desahogo que les procuraba el ataque que condujo a su
agotamiento y a la muerte del maestro. Astucia del poder manifiesta en la atinada manera de elegir el “justo verdugo” para consumar el
“castigo ejemplar”. (Mause, Lloyd de. Historia de la Infancia, Madrid, Alianza Editorial, 1982, págs. 115-116.
previa instrucción en escuelas creadas para el efecto. Estas escuelas eran generalmente un taller a donde
concurrían los muchachos que querían iniciarse en el oficio o arte respectivo (herrería, carpintería,
construcción, etc.). Quien enseñaba el oficio era llamado maestro y para realizar esta actividad debía poseer
una autorización previa por parte del mismo gremio o de las autoridades locales. Los iniciados eran
llamados aprendices y después de varios años de trabajar a ordenes del maestro en su taller y aprobar el
examen respectivo, obtenían licencia para abrir su propio taller o tienda con lo cual ascendían a “oficiales”.
Sin embargo, no podían dedicarse a la enseñanza, para ello necesitaban comprobada experiencia y calidad
en el trabajo.
En este contexto se ubican las agremiaciones de “Maestros del Arte de enseñar a leer, escribir y contar” que
buscaban, de una parte, vigilar el ejercicio del magisterio, como es el caso del “Gremio de Maestros de la
Nobilísima Arte de Primeras Letras” creado en 1601 en la ciudad de México con el objetivo de limitar el
ejercicio de dicho arte, en vista del crecido número de sujetos que enseñaban sin preocupación adecuada; de
otra parte, buscaban brindar una protección a los asociados frente a cualquier imprevisto que les impidiera el
normal ejercicio de su oficio, tal como se halla referido en las “Ordenanzas de la Congregación de San
Casiano”, en donde además de establecer reuniones periódicas para nombrar Hermanos Mayores y
exámenes para los aspirantes, incluso contemplaban un sistema de cuotas mensuales que buscaban servir de
auxilio “...a qualquiera de nuestros hermanos, que se hallare enfermo, de enfermedad que sea...” por la
cantidad de “...8 reales cada día por término de 20 días...”.61
En lo que respecta al Nuevo Reino, el ejercicio de los oficios presenta grandes diferencias en relación con la
metrópoli y aún con los otros virreinatos. Mientras en Nueva España se conocieron los primeros gremios
desde el siglo XVI (los herreros se organizaron en 1523, los arquitectos y albañiles en 1599 y los maestros
del arte de escribir y leer en 1601)62 en el territorio del Nuevo Reino de Granada no se conoció durante la
61
Biblioteca del Museo Pedagógico “José de Calasanz” de Madrid. R/20774, fol. 7. 62
Ver: Estrada, Dorothy Tank de; et. al. Historia de las profesiones en México, México, Colegio de México, 1982, págs. 49-60; Estrada,
Dorothy Tank de. La educación ilustrada: 1785-1836, México, Colegio de México, 1987, págs. 87-109.
colonia ninguna solicitud por parte de los maestros de artes y oficios a las autoridades locales para que, por
medio de un reglamento u ordenanza, protegiera el ejercicio de su respectivo oficio. Muy por el contrario, y
sólo hacia finales del siglo XVIII, el superior gobierno en vista del “descuido de las artes y el desarreglo de
los oficios” y dentro de la estrategia para enfrentar la decadencia de las poblaciones, propondrá dos
instrucciones generales para “moralizar los gremios de la plebe” una en 1777 y otra en 1879. Fueron esas
instrucciones generales para el arreglo de las artes, elaboradas en los albores del siglo XIX, instrumento de
la “policía de los oficios”, forma práctica de celar el trabajo y la vida de la “plebe”, herramientas para el
control de la población antes que estatuto de identidad y principio de autonomía.
Para el caso de la enseñanza de las primeras letras, y a pesar de los fueros adicionales y privilegios
otorgados por los reyes a los maestros de la “nobilísima arte de enseñar a leer, escribir y contar”63, los
maestros de escuela del Nuevo Reino tampoco constituyeron ningún gremio. Quizá el hecho de que muchos
maestros eran curas que enseñaban en las parroquias o en escuelas anexas a los colegios seminarios, o al
carácter acentuado de privilegio que tenía la educación colonial, o en general, a la forma dispersa e irregular
en que fueron apareciendo aquellos “sujetos que andaban por las estancias”, incidió en la ausencia de algún
tipo de agremiación de estos maestros.
Nace un oficio
Ahora bien, aunque aquella pieza que nos describieran los jueces comisionados para realizar el inventario
del Colegio Mayor, seguiría sirviendo de espacio para la nueva escuela de San Carlos y su distribución
interior seguramente sería la misma, a partir de su reapertura inicia un proceso de transformación que pronto
la convirtió en un espacio radicalmente diferente de lo que hasta entonces había sido. Cuando se reabre la
escuela el 16 de septiembre de 1767, no sólo era un lugar distinto, sino que acogería, además, a unos nuevos
63
En relación con este aspecto ver los trabajos de Dorothy Tanck de Estrada, citados anteriormente.
sujetos: el maestro era un personaje de otro orden, y el primero en representar este papel fue Don Miguel
Bonel.
Unos meses después de tomar posesión de la escuela, Bonel eleva una representación al Virrey en la cual
declara “que habiendo sido nombrado por el muy venerable Dean y Cabildo de esta Santa Iglesia como
maestro de la escuela San Carlos desde el 13 de septiembre del 67”, era necesario, para continuar en su
oficio que el Superior Gobierno se dignara “...mandar para el socorro del presente tiempo se me supla con lo
que fuese del agrado de Vuestra Excelencia...”64. Sin embargo, esta solicitud de reconocimiento de sueldo
pondría a Bonel entre dos fuegos, producto de la pugna entre el poder civil y le poder eclesiástico en torno a
la potestad y competencia para llevar a cabo nombramiento de Maestros.
Una vez conocida por el Fiscal esta representación, sería utilizada como “piedra de escándalo”: en una
comunicación dirigida al Virrey expresaba su inconformidad con dicho nombramiento, poniendo de
presente que “...no se alcanza con que facultad ha procedido el Cabildo Eclesiástico a este nombramiento
que por ningún título le compete, por ser privativo y reservado únicamente a Vuestra Excelencia”65, y
aunque a continuación suaviza sus términos anotando su confianza en la buena fe con que se hizo dicho
nombramiento y teniendo en cuneta que “el público ha disfrutado en este tiempo del beneficio de la
instrucción de los niños...” 66 aprueba el que se le asigne salario (que será de 200 pesos anuales), al
solicitante, pero aclarando que dicho maestro “deberá tener entendido, que su nombramiento, pende de
Vuestra Excelencia como el apartarlo siempre que lo tenga por conveniente...”67 (eso que hoy con lenguaje
del Servicio Civil llamamos “funcionario de libre nombramiento y remoción”). De esta manera, sienta el
Fiscal la nueva posición que en adelante asumiría el Superior Gobierno frente a lo que empiezaba a
considerar como exclusivo de su potestad.
64
A.H.N.M. Sección Jesuitas, Legajo 92, Doc. No. 17 (Sin foliación). 65
Idem. 66
Idem. 67
Idem.
Fue éste uno de los muchos acontecimientos que en aquel período impulsaron toda una recomposición de
las relaciones interinstitucionales entre el poder civil y el poder eclesiástico y que para el caso de la
educación, delimitaron un espacio distinto para la enseñanza y un sujeto diferente de los que hasta entonces
se habían dedicado a aquel oficio. Y fue Bonel, precisamente, uno de estos “nuevos sujetos”.
Miguel Bonel inició su ejercicio como primer maestro de la escuela pública de San Carlos, el 16 de
septiembre de 1767 (tres meses después de notificada la expulsión de los jesuitas) con un grupo conformado
por 60 niños. Pero ese maestro que vieron los niños ya no era un religioso de orden, ni ningún sacerdote. Era
un sujeto secular. Una real disposición expedida algunas semanas después da razón de este nuevo hecho. El
5 de octubre, los Señores del Consejo en el Extraordinario expiden una Real Pragmática en donde plantean
la necesidad de sustituir a los maestros regulares por seculares en la enseñanza de Primeras Letras,
gramática y retórica “que tuvieron como estancados los citados regulares de la Compañía, de que nació la
decadencia de las letras humanas”68. Se ponía entonces en cuestión la enseñanza impartida por cualquier
orden religiosa que “jamás puede competir con los maestros y preceptores seglares, que por oficio e instituto
se dedican a la enseñanza y procuran acreditarse para atraer a los discípulos” 69. Lo que el poder civil
planteaba aquí era una definición de competencias frente al poder religioso, y en ningún momento una
postura atea o anticlerical. Como veremos más adelante, los requisitos exigidos al maestro implicaban una
conducta religiosa regida por los principios de la moral cristiana. Ahora bien, si estos sujetos que aparecen
al frente de la escuela pública no eran religiosos de orden ¿Cuál era entonces su procedencia?.
Fue el mismo expediente en cuestión quien nos dio respuesta a estas preguntas. Bonel comentaba en la
representación aludida anteriormente, que antes de entrar a servir en la escuela se encontraba “ocupado por
el exercicio de la pluma para mantenerme de vestido, y demás alimentos para el cuerpo...”70. Según parece,
68
A.C.M.R. Vol. VII. 69
Idem. 70
A.H.N.M. Sección Jesuitas, Legajo 92, Doc. No. 17(Sin foliación).
Francisco de Mendieta, sucesor de Bonel, tenía la misma ocupación de su antecesor. Pero aquel no realizaba
su oficio en Santafé sino en Maracaibo, desde donde viajó a la capital del virreinato para cumplir con el
encargo de la escuela de San Carlos. Este un hecho curioso se origina cuando el Virrey envía una solicitud
al Gobernador y Comandante General de la provincia de Maracaibo para que escoja dos sujetos solteros que
pudieran desplazarse hasta Santafé y encargarse de la escuela. El Gobernador, en carta al Virrey con fecha
10 de abril de 1768, informa que mandará a Mendieta y agrega que además se ha presentado “un joven bien
nacido... instruido en crianza, que continuamente asiste con los escribanos pareciéndome de buen juicio...”71
y pide que se le remita orden sobre lo que debe hacer. Aquí el Gobernador de Maracaibo nos enseña
claramente los primeros requisitos que apuntan hacia un estatuto de ese personaje que empieza a
estructurarse. Antes que por su saber, al maestro era definido desde la virtud.
No hay pues, por esta época, un estatuto preciso que configure claramente el oficio del maestro. Sin
embargo, podemos diferenciar dos elementos a partir de los cuales se determinaba si un sujeto era apto para
el ejercicio del magisterio. Por una parte, se exigía al maestro “...conocida probidad y buena conducta, vida
pura e irreprensible”72. Sólo serían tenidos en cuenta para el magisterio aquellos “honrados, de buena vida y
costumbres, cristianos viejos, sin mezcla de mala sangre”73. De otro lado, se hacia una segunda exigencia a
este sujeto: “saber leer con sentido, escribir correctamente y contar con expedición”74. Podríamos decir que
el estatuto de estos primeros maestros de escuela estaba dado por su carácter de “hombres virtuosos” sin
más exigencias de saber que el de las primeras letras y las cuatro operaciones aritméticas.
El caso del tercer maestro de la escuela de San Carlos, ratifica una vez más el estatuto todavía difuso, para
esta época, del oficio de maestro. Don Joseph Molano, portero del Cabildo de la Ciudad, presenta su
solicitud para el cargo que había quedado vacante en dicha escuela, y una vez aprobada, se le fija una 71
Idem. 72
A.G.N. Fondo Colegios, Tomo II, fol. 950. 73
Novísima Recopilación de las Leyes de España, mandada a formar por el Señor Carlos IV, Libro Octavo. De las Artes y Oficios París,
Vicente Salvá, 1846., pág. 467. 74
A.G.N. Fondo Colegios, Tomo II, fol. 951.
asignación anual de 300 pesos que disfrutará durante los seis años que permaneció en el puesto, hasta la
llegada de su sucesor, Don Agustín Joseph de Torres.
De la escuela pía a la escuela pública:
La escuela de San Carlos
Entre los papeles que conforman este amplio expediente hemos encontrado también el Acta de Fundación
de San Carlos que data del siglo XVII, en donde se le definía como escuela pía y no como escuela pública,
designación con que se conoce hacia finales del siglo XVIII. Sobre este aspecto es necesario tener algún
nivel de claridad para comprender, de una mejor forma, no sólo el expediente, sino el proceso en el cual está
inscrito. Por lo tanto, creemos conveniente profundizar un poco más en las diferencias que existían entre
estas dos modalidades de escuela, y a la vez, diferenciar, de una forma más precisa, las particularidades de
la enseñanza entre los siglos XVII y finales del XVIII. Por el momento, los detalles en torno a la historia de
Don Agustín quedarán en suspenso.
El 8 de febrero de 1687 el Capitán Antonio González Casariego entregaba al padre Mercado, rector en ese
entonces del Colegio Mayor de San Bartolomé, la cantidad de “ocho mil pesos de a ocho reales en dos mil
doblones de oro de a dos escudos para que dicho padre Rector lo situase y cargase sobre los bienes y rentas
de este colegio, y fundase una escuela de Niños en que se enseñase a leer, escribir y contar, por un religioso
de la Compañía...”75. Con esta donación consignada en el testamento de dicho Capitán, se iniciaba la vida de
una escuela que un siglo después, y por varios años, sería la única escuela pública de Santafé de Bogotá.
¿Qué características presentaba la escuela fundada en 1687? ¿En qué se diferenciaba de la constituida
después del extrañamiento de la Compañía de Jesús en el año de 1767?.
75
A.H.N.M. Sección Jesuitas, Legajo 92, Doc. No. 17 (Sin foliación).
La fundación de la escuela anexa al Colegio Mayor de San Bartolomé, se encuentra articulada al mecanismo
de las donaciones que dieron paso, en el Nuevo Reino de Granada y durante el período comprendido entre
finales del siglo XVII y mediados del siglo XVIII, a la fundación de otras cuatro escuelas que, de igual
forma, eran regentadas por los Jesuitas y funcionaban anexas a los Colegios Seminarios de Tunja, Popayán,
Pamplona y Cartagena. Estos establecimientos, llamados escuelas pías, tenían el carácter de hospicios y
eran puestas en manos de órdenes religiosas, quienes disfrutaban de los intereses o réditos que producían
anualmente los capitales que habían servido para su fundación y con las cuales se sostenía un clérigo, para
que haciendo las veces de preceptor, enseñase a los niños a leer, escribir y latinidad.
Antes de irrumpir la escuela pía como fenómeno educativo en el panorama colonial de finales del siglo
XVII, la enseñanza se restringía a la existencia de tres modalidades de instrucción. La primera de ellas la
constituían los estudios generales por medio de los cuales se preparaban las “gentes principales y
beneméritas” para el ejercicio de la jurisprudencia o para el sacerdocio. Esta modalidad educativa se llevaba
a cabo en los Colegios Mayores o Seminarios que funcionaban en las principales ciudades del virreinato. Un
segundo tipo de instrucción era realizada por preceptores particulares y dirigida exclusivamente a los hijos
de comerciantes, mineros y funcionarios de la alta burocracia virreinal, conocida con el nombre de
enseñanza hogareña. Los ayos o bachilleres de pupilos, como se les llamaba a estos preceptores
particulares, eran sostenidos en las casas de aquellos potentados y sin dejar de formar parte de la
servidumbre, estaban encargados de enseñar a los niños a leer, escribir y contar. Una última modalidad de
enseñanza era realizada por curas “párrocos que en la casa cural recogían a niños y jóvenes de buenas
capacidades y probada virtud a quien la familia deseaba hacerle eclesiástico y les enseñaba un poco de latín,
amen un tanto de los demás conocimientos esenciales para el sacerdote (...) hasta dejarlos en estado de
aspirara a los órdenes sagradas” 76 . La educación constituía entonces un privilegio de un sector de la
sociedad. Pertenecía como derecho único a aquella capa donde se encontraban las “gentes principales y
beneméritas”.
76
Otero, Jesús María. La Escuela de Primeras Letras y la Cultura Popular Española en Popayán, Popayán, 1963, pág. 23.
La escuela pía, aunque manteniendo el carácter excluyente para la mayoría de la población, vinculaba a un
grupo no contemplado hasta ese entonces: el de los españoles pobres. En este sentido, la escritura de la
fundación de González Casariego expresaba que se podían recibir “hasta el número de cien pobres; y con
particularidad los niños varones expósitos que se crian en la casa de Divorciados de esta ciudad, y después
los hijos de regidores y otros inferiores (...) exceptuándose para no ser recibidos indios, negros, mulatos ni
sambos, por ser el ánimo y voluntad expresa de dicho fundador, el que sólo se reciban españoles pobres que
no sean de los prohibidos...” 77 . Sin embargo, eran estos “prohibidos” la mayoría de la población 78 .
Prohibidos para la escuela, para el colegio Mayor, para el Seminario, para los puestos públicos. La única
posibilidad para estos sujetos “libres”, como se les llamaba en el lenguaje de la época y en la cual no tenían
ninguna restricción, era la mendicidad.
Son entonces dos las características que definen y diferencian esta modalidad de las demás formas de
instrucción de finales del siglo XVII (formas que sin embargo se mantendrán durante la primera mitad del
siglo XVIII). La primera, su carácter de obra pía, es decir, obra realizada como producto de donaciones para
efectos piadosos. La segunda, la posibilidad, todavía restringida, de la instrucción para un grupo diferente de
las élites coloniales (aunque sin dejar de ser, por esto mismo, un fenómeno de carácter excluyente).
Unida a estas dos características fundamentales de la enseñanza agrupada en las escuelas pías, encontramos
en los registros de la época una referencia un tanto paradójica si se mira desde nuestro tiempo, pero de la
más común incidencia en la época colonial. Se trata de la procedencia de los dineros con que en la mayoría
de los casos se realizaba la fundación de una obra pía. En una escritura de fundación de una escuela en
Popayán, encontramos que para poder llevar a cabo la donación de 6.000 pesos, Don Manuel Díaz de Vivar
“ordenó la venta de 40 piezas de esclavos”79. Eso que la sociedad de hoy mimetiza en un complejo e
77
A.H.N.M. Sección Jesuitas, Legajo 92, Doc. No. 17 (Sin foliación). 78
Según Jaramillo Uribe, hacia 1778 la población mestiza superaba casi en 100.000 almas a la población blanca, y si sumamos a aquella la
población negra e indígena, tendremos que estos “prohibidos” conformaban más del 70% de la población total del Nuevo Reino. 79
A.C.C. Signatura 10200 (col. III 13 SU).
intrincado proceso de mediación entre el trabajo obrero y el sostén del Estado, se dibuja con claridad
absoluta en la época colonial cuando es la venta de la pieza de esclavo la que permite sostener una escuela.
Pero se muestra además, esa articulación entre el mundo de los intereses materiales y la fe religiosa como
constantes que atraviesan la sociedad colonial.
Ahora bien, casi un siglo después, la escuela anexa al Colegio Mayor de San Bartolomé asumió unas
características bien diferentes a las que tuviera en la época de su fundación. Estas diferencias empiezan con
el extrañamiento de la Compañía que siempre la había tenido bajo su tutela. Una vez ratificada la expulsión,
en cumplimiento del Real Decreto del 27 de febrero de 1767, quedaron suspendidas todas las escuelas que
funcionaban anexas a los Colegios Seminarios. Pero al igual que la de Santafé, una vez abrieron sus puertas
algunos meses después, ofrecían unas características marcadamente diferentes a las que hasta ese entonces
habían presentado.
“Aquí lo que aparece es la escuela pública como lugar separado y delimitado por su propia
espacialidad, con el horario como su tiempo, con sus actividades propias que encierran la práctica
pedagógica. Es decir, estos serán los elementos que van a definir la identidad, forma y unidad de la
escuela, los que atraviesan y definen su esencia misma como ámbito institucional en una relación de
interioridad.
La escuela surge entonces como institución para la enseñanza, impartida por un sujeto cuyo
estatuto principal es definido más por una práctica de enseñanza que por una práctica religiosa;
estatuto que no lo recibe de la Iglesia sino del Estado. En el contexto de la instrucción pública
aparece la escuela como la primera institución estatal que se funda por fuera de las corporaciones
religiosas que por mucho tiempo habían sido, además, las únicas instituciones del saber. No es un
acontecimiento de orden religioso, así tenga en sus inicios una acentuada coloración eclesiástica, es
sobre todo un fenómeno que se localiza en el orden estatal.
Este es el origen de la escuela en Colombia. Escuela que no existió siempre y que fue producto de
una convergencia múltiple y compleja de diversos elementos y condiciones”80
Tal vez es el caso de la escuela de Popayán fundada por Manuel Díaz de Vivar. Cerrada por motivo de la
expulsión de los jesuitas, reinició sus labores en 1768 como “escuela pública” para “la enseñanza de todo
género de niños que concurriesen a aprender”81, los que el maestro nombrado deberá “admitir sin excepción
de ninguno, para que desde hoy en adelante les enseñe a leer, escribir y contar”.82
Aunque las nuevas disposiciones exigían que se abrieran las puertas de la escuela a sectores sociales que
estaban marginados de sus públicos beneficios, estos acontecimientos, enmarcados dentro de las reformas
borbónicas, más que proponer una democratización de la escuela, buscaban un reordenamiento institucional
que rescatara, para el poder de la Corona, su soberanía en diferentes dominios que como el de la educación
se hallaban hasta el momento bajo la potestad y control de las órdenes religiosas.
Se inició así un largo proceso de recomposición de aquella institución anteriormente llamada escuela pía y
que desde entonces, tuvo el carácter de escuela pública de primeras letras, redefiniendo el rumbo de la
enseñanza, delimitando un nuevo espacio y marcando el surgimiento de un sujeto diferente al eclesiástico
que la había regentado desde su fundación 80 años atrás.
Retomemos aquí nuevamente el hilo del expediente y dejemos que nos describa los avatares del cuarto
maestro de la escuela de San Carlos, Don Agustín Joseph de Torres. Acontecimientos inscritos en un
período caracterizado, de una parte, por el reordenamiento institucional entre el poder civil y eclesiástico, y
de otra, por la pugna entre la competencia y autonomía que reclamaban las colonias, y el progresivo recorte
80
Martínez Boom, Alberto. Escuela, Maestro y Métodos: 1750-1820, Bogotá, CIUP, 1986, pág. 27. 81
A.E.P. Libro D-4, Documento 5. 82
Idem.
a que fue sometido el poder virreinal por la Corona en lo tocante al manejo, administración y destino de los
dineros y propiedades de sus colonias de ultramar.
El caso de este maestro, como veremos, está nutrido de estos acontecimientos que se agrupan dentro del
gran cúmulo de disposiciones oficiales conocidas como “la estrategia de la instrucción pública”.83
83
Ver: Martínez Boom, Alberto. Escuela, Maestro y Métodos...Op. Cit.
Segunda Parte
Comienzan las urgencias lloradas
Un “socorro de limosna”
El 30 de junio de 1787, Don Agustín Joseph de Torres elevaba una petición, con el “mayor respeto y
veneración”, a la máxima autoridad de la época, el ilustre Arzobispo – Virrey Antonio Caballero y Góngora.
Esta no será la primera que hiciere Don Agustín al Superior Gobierno, y como veremos, tampoco será la
última. Apenas constituye un eslabón dentro de las múltiples comunicaciones, representaciones,
contestaciones y solicitudes que durante 16 años vendrían a constituir lo que él mismo denominara sus
“urgencias lloradas”. A través de esta solicitud, Don Agustín describe la situación de desconcierto que
padece como maestro de la única escuela pública de Santafé al Arzobispo-Virrey, que por esta época había
fijado su residencia y sitio de despacho a muchos kilómetros de Santafé, más exactamente en Turbaco, cerca
de Cartagena.
Que sea entonces el mismo maestro el que nos relate su caso:
“Excelentísimo e ilustrísimo señor. Siendo nombrado desde trece de Diciembre de mil setecientos
setenta y cinco por la Superior Junta de Temporalidades de Maestro de primeras letras de esta
ciudad ha el tiempo de cerca de doce años, que con infatigable anhelo, Celo de Dios y del Rey, he
procurado la más perfecta educación en costumbres, letras e instrucción de la Religión, con
inviolable asistencia al exacto cumplimiento de mi obligación, como es público y notorio según se
advierte por lo muchos discípulos aprovechados, que oy ocupan los colegios, y otros destinos; a
pesar de la carga de doscientos niños poco más o menos, que desde aquel tiempo ocurren a esta
Escuela según patentiza por el informe, que pedí a estos Reales oficios y presento solemnemente en
donde anualmente hago constar con certificaciones de los Rectores de este Colegio Real y Seminario
de San Bartolomé el cumplimiento y la notoriedad de mis procedimientos.
Este mérito, aunque corto, me hace hacer presente a los pies de Vuestra Excelencia que hallándome
oprimido por la estrecha obligación de mujer e hijos y entre ellos dos niñas doncellas que apenas me
alcanza para el sustento escasamente con el sueldo de cuatrocientos pesos dotados de
temporalidades, sufriendo las necesidades de su desnudes: suplico a la gran piedad de Vuestra
Excelencia que movido de este justo clamor, se sirva mandar añadirme del dicho Ramo algún
socorro de limosna (que pido a V. Excelencia por el Sacramento) lo que sea de su superior agrado;
para poder seguir al servicio, y sufragar a las necesidades representadas a cuio agradecimiento
viviré, pidiendo a Dios nuestro Señor guarde la importante vida de Vuestra Excelencia muchos años
para amparo de este Reyno, Santa Fé y junio treinta de ochenta y siete”.84
Efectivamente, el maestro Torres había sido nombrado el día 13 de Diciembre de 1775 por la Junta Superior
Provincial de Temporalidades. Desde este momento, y hasta el año en que se presenta esta solicitud al
Arzobispo-Virrey, el maestro, según consta en las certificaciones expedidas por los rectores del Colegio
Seminario de San Bartolomé, cumplía a cabalidad su oficio, observando celo y virtuosidad en cada uno de
sus actos. Y eran estas demostraciones en torno a la pública notoriedad en su desempeño, las que constituían
el argumento más válido para elevar aquella solicitud invocando algún “socorro de limosna” que pudiere
favorecer la estrechez y las necesidades que padecía él y su “dilatada familia”. Concentrémonos por ahora
en explicitar la procedencia de los cuatrocientos pesos que constituían su “corta dotación”.
La escuela pública de San Carlos, como decíamos atrás, fue producto de una donación testamentaria cedida
en el siglo XVII. Su fundador, el Capitán González Casariego, había apropiado para tal efecto la suma de 84
A.H.N.M. Sección Jesuitas, Legajo 92, Documento No. 17 (Sin foliación).
ocho mil pesos. Este dinero se había aplicado (o anexado) a las propiedades de los jesuitas y el rédito o
interés producido por esa suma, llamada el principal, reportaba el 5% anual, lo que en términos prácticos
eran los cuatrocientos pesos con los cuales, según lo testamentado, se pagaría el sueldo del sujeto que
hiciese las veces de maestro de dicha escuela. Una vez verificado el extrañamiento de los jesuitas, estos
dineros, que se hallaban bajo tutela de la Orden, quedaron incluidos, al igual que todos los bienes de dicha
Compañía, dentro del fondo llamado de Temporalidades. Con este nombre se conocían por aquella época,
los bienes expropiados a esa gran empresa económica que llegó a ser la Compañía de Jesús85. Tal fondo era
controlado muy celosamente por la Corona y para su administración en cada una de las colonias de ultramar
y sus respectivas regiones, había creado las ya mencionadas Juntas de Temporalidades. Por esta razón, todo
lo que se refería a la escuela de San Carlos y especialmente aquello concerniente al nombramiento y pago
de maestro, era de potestad exclusiva de dicha Junta.
Con aquella petición enviada al Arzobispo-Virrey el 30 de junio de 1787, Don Agustín Joseph de Torres
sumaba su voz a aquellas, que desde diferentes puntos del virreinato se dirigían a las autoridades
reclamando su público reconocimiento. Recordemos aquí al maestro Gastelbondo quien permaneció más de
15 años sin recibir salario alguno y sin embargo se mantuvo “sin faltar incesante al exercicio diario”, o al
maestro Ramírez que después de 2 años de trabajar en una escuela de Popayán no encontraba “razón ni
motivo” para que se le retuviera su salario “por ser legítimamente ganado” con su “sudor y trabajo”.
85
En el transcurso de casi dos siglos, la Compañía de Jesús se había asentado por todo el virreinato creando en la población la necesidad de
su presencia. Después de la fundación del Colegio Mayor de San Bartolomé en 1604, los hijos de Loyola habían creado colegios en las más
importantes provincias del reino: Popayán, Tunja, Pamplona, Cartagena, Mompox, Antioquia, Buga, Vélez, Honda, etc.; Tales colegios
conformaban los puntos de una compleja red de donaciones, limosnas, capellanías, que se formaban en torno a los colegios y a partir de los
cuales se constituyó el andamiaje económico que sostenía a la Orden.
Era imposible pensar un colegio independiente de un conjunto de piezas de esclavo, haciendas, ganado, despensas. Alegóricamente
podríamos decir que su poder se extendía desde la esquina suroriental de la Plaza Mayor hasta los rincones más apartados de los llanos
orientales.
Don Agustín se dirigía al Virrey, no sólo por las posibilidades que le ofrecía el hecho de regentar la única
escuela pública de la capital del virreinato, sino principalmente, porque había agotado las gestiones con los
burócratas de medianos destinos y veía que era ya momento para que se tomaran decisiones en torno a su
caso, pues su estrechez aumentaba con el correr de los días. Y fueron estas circunstancias las que dieron
forma a su respetuosa solicitud a la máxima autoridad virreinal. En todo el proceso se verá el claro
reconocimiento que hacen, tanto los funcionarios oficiales como los personajes eclesiásticos, del mérito que
ostenta y la notoriedad de su desempeño como maestro de primeras letras. Sin embargo, la decisión final no
dependía tan sólo de estas certificaciones, ya que por ser esta escuela producto de una obra pía, el principal
que la sustentaba estaba incluido en el fondo de Temporalidades y cualquier decisión a este respecto tenía
que provenir del Rey directamente. Este expediente seguiría su itinerario y sólo cuatro años después se
conocería la “real respuesta”.
En atención a lo expuesto por Don Agustín, el Arzobispo-Virrey desde su residencia en Turbaco, solicita a
la Junta de Temporalidades que obre según “lo que considere en Justicia”. Fue entonces el día 26 de octubre
en que el Fiscal Estanislao Andino, expresando lo prevenido en un sinnúmero de Reales Ordenes, deja en
claro que la solicitud del maestro de primeras letras “no halla cabimento por la vía del Ramo de
Temporalidades”. Este concepto oficial, como vemos, no expresa otra cosa que las limitaciones de la Junta y
en general de todo el gobierno virreinal en lo pertinente al manejo y al posible destino que se pudiera dar a
los jugosos rubros obtenidos de la expatriación de la Compañía.
Sin embargo, el Fiscal propone un camino que de encontrar aceptación de los señores de la Junta, podría dar
algún “alivio al suplicante”. Para ello, necesitaba un informe de los Oficiales Reales86, en donde dieran
cuenta de los sobrantes que habían quedado del pago incompleto de las dotaciones de los tres primeros
86
Estos eran funcionarios de la Real Hacienda que cumplían las tareas de recaudadores, tesoreros y veedores de los fondos reales. Su cargo
era vendible y renunciable y por lo tanto de carácter vitalicio, por lo que podía transmitirse por herencia y a perpetuidad según la fórmula
llamada “a juro de heredad perpetua”.
maestros y lo que hubiese dejado recibir Don Agustín, informando “...si se hallaban retenidos, o el destino
que se les ha dado”87.
“Hame ocurrido
un pensamiento...”
Hasta este momento se veían fructificar los esfuerzos realizados 12 años antes por este maestro que
ingeniándoselas y conviviendo con sus necesidades, había logrado sacar a flote unos dineros que se creían
perdidos o sobre los cuales nadie se había preocupado. A partir del informe de los Oficiales Reales, el fuerte
de las solicitudes tendrá un piso de legalidad, pues los dineros que constituían la petición de Don Agustín no
significaban una nueva carga al Ramo de Temporalidades, pues eran sobrantes de la dotación asignada para
el pago de maestros. Efectivamente, no todos los maestros de Primeras Letras de la escuela pública de San
Carlos, que desde el año de la expatriación sumaban ya cuatro, habían recibido la suma total que les
correspondía por derecho propio y por voluntad del testamentario (400 pesos anuales), quedando entonces
un sobrante correspondiente a los veinte años y 32 días transcurridos entre el 31 de julio de 1767 (fecha en
que se verificó el extrañamiento de la Compañía) y el 31 de agosto de 1787, año en el que se rendía el
informe solicitado.
En este lapso, el principal (o sea los 8.000 de la donación) había producido anualmente un rédito (interés) de
400 pesos anuales que era el dinero correspondiente al salario de cada maestro. Sumados estos réditos, se
completaba un total de 8.035 pesos; pero como no se había pagado a todos los maestros esta suma, “...con
motivo de que el primer maestro que lo fue Don Miguel Bonel sólo se le pagó el tiempo que estuvo en la
escuela al respecto de doscientos pesos anuales. A Don Francisco Mendieta y Don Josef Molano, a razón de
trescientos pesos y al actual, que lo es Don Agustín Joseph de Torres, se le pagó al mismo respecto de
trescientos pesos desde primero de enero de mil setecientos setenta y seis en que tomó posesión de dicha
87
A.H.N.M. Sección Jesuitas, Legajo 92, Doc. No. 17.
escuela, hasta veinte y uno de febrero de mil setecientos setenta y siete...”88 quedaba entonces un sobrante
de 1100 pesos, resultante de la diferencia entre lo que había producido el principal durante este tiempo y lo
efectivamente devengado por los maestros en este lapso. Además se hacía constar que Don Agustín había
dejado de recibir “100 pesos 4 reales y 10 y tres quartos de maravediz”.
El panorama que se ofrecía en este informe, afianzaba de manera más categórica todavía la petición del
maestro Torres. Ahora sí tenía sentido la solicitud de esta “gratificación de gracia” ante la Corona, ya que
los argumentos allí expuestos demostraban claramente que no había carga extra para el Ramo de
Temporalidades, y que en justicia correspondía a Don Agustín disfrutar de esta merecida contribución en
atención mérito que lo distinguía. Y por si fuera poco, Don Manuel Revilla, uno de los oficiales Reales,
esbozaba en la segunda parte de su informe una propuesta demasiado atinada dentro de un período todavía
difuso de consolidación de la escuela pública, y que en atención a los planteamientos que expresa, no
podemos dejar pasar por alto. Dice Don Manuel Revilla a la Junta:
“Hame ocurrido un pensamiento, que por parecerme digno de atención, lo expongo a Vuestra
Señoría; y es que para que se haga en todo tiempo más apreciable el ministerio de Maestro con
respecto a la dotación, y que igualmente se ocurra, con más amplitud a las necesidades, que
representó al Maestro Don Agustín... sería conveniente, el que de los mil cien pesos, quatro reales,
diez y tres cuartos maravediz existentes, se impusiesen a servir los Un mil, juntando su respectivo
rédito a los quatrocientos de cuyo modo no solamente gozaría el actual Maestro de la indulgencia
que pretende sino que subcesivamente la disfrutarían sus subcesores y por consiguiente el público
por el beneficio que reciben los niño pobres, y a lo dicho persuade el resistir dicho sobrante se le de
otro destino, con reflección a la mente del fundador de esta obra pía...”89
88
Idem. El subrayado es nuestro. 89
Idem. El subrayado es nuestro.
Como puede verse, el Oficial Real cumple con lucidez su cotidiano encargo de administrador de los dineros
reales. Por lo menos, su propuesta está nutrida de su conocimiento del caso y en atención “al mérito,
vigilancia y celo con la que ha procedido el suplicante en el desempeño de su ministerio, y ser nada menos
que trascendental al público”90
. Aquí Don Manuel Revilla plasma, de una forma precisa, la necesidad ya
antes enunciada, de la educación como bien público.
Pero aunque pública la escuela y público el maestro, esta denominación acuñada dentro del período colonial
de finales del siglo XVIII, designaba una práctica que en ningún momento podría pensarse como que el
Estado financiaba de su propio peculio el pago de un maestro o el sostenimiento de una escuela, práctica
ésta que todavía hoy doscientos años después, sigue teniendo vigencia en algunos sectores del Estado. Lo
público, óigase bien, se entiende aquí como susceptible de intervención del gobierno para su control, su
sanción, más no como gratuito o asistido con dineros oficiales. Pero como decía el Fiscal Andino, “aunque
se apruebe la propuesta no puede ponerse en execusión sin la orden superior...”91
. Con esta comunicación
del Fiscal fechada el 15 de diciembre, culminó el año de 1787 y sólo volvimos a oír de nuevo el clamor de
Don Agustín 18 meses después.
Un silencio obligado
El año de 1789 sorprendió al Nuevo Reino de Granada con una serie de acontecimientos poco usuales
dentro de la parsimoniosa vida colonial. La pausada normalidad que envolvía las actividades cotidianas de
los neogranadinos se vio profundamente alterada por una serie de noticias, ceremonias y celebraciones que
tuvieron lugar en aquel año. Durante él, la población del virreinato vitoreó a dos reyes y fue gobernada por
tres virreyes.
90
Idem. 91
Idem.
El día 14 de diciembre de 1788, siendo las 12 y 45 minutos de la mañana, murió en su palacio real Carlos III
de España, y desde ese mismo momento, las reverencias y atenciones, hasta ahora prodigadas al agonizante
anciano de 63 años, se dirigirían hacia uno de los testigos de aquel instante: su hijo y sucesor al trono, el
nuevo rey de España, Indias e Islas Filipinas, Don Carlos IV. Terminaban allí 29 años de un reinado que se
empeñó, como ningún otro, en modificar las relaciones de la metrópoli con las colonias de ultramar a partir
de un proceso de reordenamiento de la economía y la administración.
Diez días después de aquel hecho, el nuevo rey firmó sus primeras reales cédulas informando a sus súbditos
de las colonias el “infausto” hecho. Pero sólo tres meses después, los santafereños conocieron la fatal
noticia, cuando aún no terminaban las ceremonias que se habían programado con motivo de la llegada del
nuevo virrey, Don Francisco Gil y Lemus, y de la despedida de su antecesor, el Arzobispo Antonio
Caballero y Góngora. No fue, sin embargo, aquella la única noticia sorprendente que recibieron los
neogranadinos en aquel año. Una vez concluidas las ceremonias, mientras se preparaban las honras
fúnebres, luto y exequias de Carlos III, y cuando aún comenzaban los actos de “jura” al nuevo rey, éste,
variando los planes de su fallecido padre y señor, decide prolongar el viaje de Gil y Lemus más hacia el sur,
nombrándolo virrey de las tierras del Perú. En su reemplazo quedaba designado Don José de Espeleta, quien
hasta entonces se había desempeñado como gobernador de la Habana.
Debió ser muy grande la sorpresa, el desconcierto y el asombro que tales hechos produjeron dentro de la
población y varios los apuros en que se vieron las autoridades virreinales, pues basta conocer el ritual que
acompañaba las ceremonias de rigor ante esos hechos y las sumas de dinero gastadas en ellas. Aunque no
hubo dinero para dar un “socorro de limosna” a un suplicante maestro de primeras letras, de las arcas reales
se extrajeron más de 10.000 pesos para cubrir los múltiples gastos que tales eventos demandaron.
Los antecedentes ceremoniales
Durante seis años, Antonio Caballero y Góngora concentró entre sus manos el más grande poder que haya
tenido algún otro gobernante del Nuevo Reino de Granada. Sobre su humanidad reposaron los dos supremos
poderes que articulaban y orientaban la vida colonial: el poder divino, representado en su condición de
Arzobispo, y el poder político en su calidad de Virrey. Fue ésta la primera y única vez, por lo menos durante
el reinado de los Borbones, que concurrieron en una misma persona los más elevados cargos de la Iglesia y
el Estado en propiedad. Ahora, ¿Cómo explicar este hecho cuando uno de los propósitos fundamentales de
Carlos III y sus ministros era el de reducir sensiblemente la influencia eclesiástica en los terrenos del
Estado? No hay que dudar que tal decisión sólo pudo tener una motivación: la destacada actitud del
Arzobispo durante los desórdenes de la revuelta comunera en 1781, hecho que además de proporcionarle el
trono del virreinato, le hizo acreedor a uno de los más altos honores reales: la Orden de Carlos III.
Después de aquellos perturbadores y trágicos sucesos de 1781, el fatigado virrey Flórez (que venía en el
cargo desde 1776) presenta su renuncia, y una vez aceptada, el rey designa al entonces gobernador de la
provincia de Cartagena, Juan Torrezal Díaz de Pimienta, como su sucesor. Sin embargo, no podrá aquel
oficial del ejército desempeñarse en su nuevo cargo; después de un penoso viaje por el río Magdalena desde
Cartagena hasta Honda, y concluida la travesía desde aquella, llega a la capital el 7 de junio de 1782, pero
en lugar del alegre y pomposo recibimiento acostumbrado, la ceremonia de recepción se redujo a un
silencioso y tenso acompañamiento de la carroza que lo transportaba, pues una grave enfermedad lo
mantenía casi inmóvil, y los sopores de la fiebre le impedían asumir los ritos correspondientes a tal evento.
Ante la mirada atónita de las autoridades santafereñas, fue bajado de su coche e inmediatamente introducido
al palacio virreinal de donde fueron sacados sus despojos mortales cuatro días después, el 11 de junio, para
celebrar las honras fúnebres correspondientes. ¿Quién asumiría las riendas del gobierno interinamente? Era
la pregunta obvia de los santafereños. Pocos días después, se abría el sobre sellado que contenía las
instrucciones reales sobre la sucesión en caso de vacancia en el virreinato y quedarían resueltas las dudas; la
real cédula nombraba al Arzobispo Caballero y Góngora como virrey interino en caso de que el virrey
quedase incapacitado para ejercer. La real cédula había sido firmada desde 1777 y por esta designación
sospechamos del aprecio de Carlos III por el Arzobispo, pues el monarca debió admirar desde mucho antes
sus aptitudes y méritos para hacerlo merecedor de tal encargo, en caso de algún inconveniente como el que
se presentó a mediados de 1782.
No cabe duda que aquel aprecio y buen concepto real debieron aumentarse notablemente después de los
sucesos de 1781, en donde Caballero y Góngora hizo gala de sus dotes como político, pues el 7 de abril de
1783 Carlos III lo nombró virrey en propiedad. A partir de allí, se mantendría durante 5 años en su doble
función de Arzobispo-Virrey hasta 1788, cuando considerándose satisfecho de su actividad en estos reinos,
volvió su mirada a su tierra natal y renunció a su doble labor.
En reemplazo del Arzobispo-Virrey, Carlos III nombra a Don Francisco Gil y Lemus para sucederle en el
virreinato. El nuevo virrey llega a Cartagena el 6 de enero de 1789 y allí es recibido por Caballero y
Góngora quien, como recordaremos, había localizado su desempeño a pocas leguas del puerto, en Turbaco.
Dos días después el Arzobispo hizo entrega del bastón de mando y emprendió su viaje hacia Córdoba para
asumir el Arzobispado de esta ciudad, poniendo así punto final a su inigualable “hoja de méritos y
servicios”. En marzo de este mismo año, inició el nuevo virrey Gil y Lemus su travesía hacia la capital y
durante ésta se enteró de dos noticias que no sólo sorprenderían a él, sino a la población del virreinato del
Perú. Correspondió a Gil y Lemus informar a los vasallos de estas tierras la noticia del fallecimiento real y
la organización de las ceremonias de honras fúnebres, luto y exequias.
Una vez llegado a Santafé se instaló en el nuevo palacio virreinal, que no era más que una lujosa casa
particular situada en el costado occidental de la Plaza Mayor, tomada en arriendo y adaptada para tal efecto
por las autoridades santafereñas, en vista de la destrucción del antiguo palacio como consecuencia del
terremoto de 1785 y del posterior incendio en 1786. La casa pertenecía a Francisco Sanz de Santamaría, y
por su arriendo debió pagarse a su dueño a suma de 300 pesos anuales. Desde alguna de aquellas
habitaciones en donde se improvisó el despacho virreinal, firmaría Gil y Lemus sus primeros decretos de
gobierno. Primero que todo, ordenó un estricto luto de seis meses y designó a dos regidores del Cabildo para
que se encargaran de preparar las ceremonias respectivas. Después, expidió la orden para la celebración de
las honras fúnebres en la Catedral el día 29 de mayo, de la cual se pasó copia al Dean y Cabildo
Eclesiástico, a los rectores de los colegios San Bartolomé y el Rosario y a los provinciales de las diferentes
órdenes que funcionaban en la capital, Santo Domingo, San Francisco, San Agustín y los Recoletos
descalzos. Sin duda alguna la ceremonia debió ser majestuosa y para ninguno de los 20 mil o más
santafereños pasaría desapercibida. En ella, los regidores encargados de organizar los diferentes actos
gastaron la no despreciable suma de 3.000 pesos. Un maestro carpintero estuvo a cargo de la construcción
del túmulo cuyo “esqueleto de madera de ochenta vigas, ochenta tablas dobles y sencillas, doscientos y
setenta clavos...”92 estaba recubierto por cientos de varas de terciopelo negro, hilos de oro y sedas, multitud
de lámparas, cirios y flores.
La capital entera estaba vestida de luto. El normal temperamento frío que cubría y atravesaba toda la ciudad
se acentuaba aún más con los negros trajes de sus habitantes, el monumento funerario instalado en la Plaza
Mayor, las cintas negras pendientes de balcones y ventanales, y el silencio ceremonial que recorría las calles
y demás sitios públicos. Sin embargo, por el horizonte asomaba un panorama totalmente opuesto. El negro
del luto pronto se vería reemplazado por el colorido que acompañaría el recibimiento del nuevo virrey y las
ceremonias de juramento de fidelidad a un nuevo rey. Apenas terminaba Gil y Lemus de presidir las
fúnebres ceremonias cuando tuvo que preparar su salida hacia el Puente de Aranda para recibir a Don José
de Espeleta, su sucesor en el cargo.
Las Ceremonias
La recepción de los virreyes constituía un solemne acto que por su singular ceremonial mantenía
concentrada la atención del gobierno virreinal durante varias semanas. Junto con la jura a un nuevo
monarca, el advenimiento de un príncipe, el cumpleaños del soberano, los onomásticos de los integrantes de
la familia real, o el deceso del monarca, representaba uno de los principales acontecimientos en donde se
articulaban los diferentes órdenes de la vida de aquella sociedad. Es bien difícil entender desde nuestra 92
A.G.N. Miscelánea, Tomo 46, fol. 783r.
actualidad cómo la actividad social, política y económica de la ciudad se concentraba en torno a los rituales
ceremoniales; cómo la distribución de los cuerpos en el espacio y el orden estricto de los movimientos
determinaban jerarquías sociales, niveles burocráticos, grados de nobleza; cómo el lujo y la ostentación, la
gala y la pomposidad que demandan gruesas sumas de dinero, eran consideradas como digna y útil
inversión. Aunque difícil de comprender, el derecho a un asiento en las diferentes fiestas civiles o
eclesiásticas, el lugar ocupado en ellos, el uso de gorra, sombrero o bastón, las venias respectivas de acuerdo
con el título nobiliario, el uso del Don y otros muchos privilegios, constituían el eje de miles de pleitos
entablados por diferentes individuos e incluso por corporaciones como la Real Audiencia, el Tribunal de
Cuentas o el Cabildo Eclesiástico entre otros, llegando a constituir gruesos expedientes en las distintas salas
de ayuntamiento, cabildos, despacho virreinal y en varias ocasiones, en la misma mesa del rey.
Una de las tantas querellas entabladas en torno a los privilegios y preferencias que otorgaba la Corona, fue
la que cursó en el cabildo de Santafé por un enfrentamiento entre el cabildo eclesiástico y el cabildo secular,
surgido a partir del acto de recibimiento del virrey Guirior, en donde había “entrado primero el cabildo
eclesiástico a felicitar su bienvenida, contra la posesión de verificarla con anticipación el cabildo secular en
esta y semejantes concurrencias”. 93 Los legajos y folios del archivo se hallan inundados de alegatos,
disputas, solicitudes de censura y demás pleitos como los siguientes: “Disputa entre el oidor decano y el
dean y cabildo de la catedral, sobre si en ausencia del virrey, tiene o no derecho a silla, cojín e incienso en
las ceremonias que en la metropolitana se celebran”; 94 “Pleito de la real audiencia por unos cojines y
almohadas, seguido al tribunal de cuentas el cual se diera por agraviado por ser privado de ellos en las
solemnidades de cuaresma”; 95 “José Angel Marzón, Gran Canciller y Registrador Mayor de la real
audiencia, reclama el asiento que tiene derecho a ocupar en las recepciones oficiales”; 96 “Petición de
sanción para el portero de la real audiencia de Santafé por no haber guardado en la ceremonia de la primera
93
A.G.N. Miscelánea, Cabildos, Tomo 128, fols. 298-299 (1774). 94
A.G.N. Real Audiencia, Cundinamarca, Tomo 10, fols. 731-755. (1793) 95
A.G.N. Policía, Tomo 4, fols. 174-187. 96
A.G.N. Real Audiencia, Cundinamarca, Tomo VIII, fols. 885-914.
misa del Padre Solís, el puesto correspondiente”;97 “Censura a Sebastián de Castañeda, contador del tribunal
de cuentas, por no haber asistido a una ceremonia en la catedral”;98 “Queja de los miembros de la real
audiencia ante el virrey porque en la fiesta de Tabla, verificada en la catedral, no les hicieron honores ni los
guardas de la cárcel, ni los de las reales cajas”.99
Como una medida para evitar la proliferación de pleitos, la Corona optó en varias ocasiones por disminuir
las fiestas o por controlar la asistencia de algunos funcionarios a tales celebraciones, argumentando “que
siendo ya tantas, apenas queda tiempo para el reconocimiento de los negocios, en grave daño de la recta
administración de justicia y causa pública”100 y ordenando por real cédula de 14 de noviembre de 1771 que
“sólo asista la real audiencia a las fiestas de tabla, a las de Jesús Nazareno, a las de desagravio del Santísimo
Sacramento y las de Nuestra Señora”.101 Sin embargo, ya desde 1747 se había expedido otra real cédula
“sobre la disminución de fiestas de Corte, para que tenga más días hábiles la real audiencia”.102
Pero con órdenes reales o a pesar de ellas, con gran número de celebraciones o con la determinación de su
disminución, los pleitos se multiplicaban cada vez, al punto de obligar al rey a pronunciarse sobre la
minucia del ritual y la etiqueta como mecanismo para evitar tan reiteradas pugnas. Tal es el caso de Carlos
IV quien tuvo que elaborar dos reales cédulas, en menos de una década, fijando “...el lugar y asiento que
deben ocupar los ministros honorarios de las audiencias en las concurrencias públicas”103.
97
A.G.N. Real Audiencia, Cundinamarca, Tomo VII, fols. 169-178. 98
A.G.N. Real Audiencia, Cundinamarca, Tomo VI, fol. 876. 99
A.G.N. Real Audiencia, Cundinamarca, Tomo II, fols. 851-854. 100
A.G.N. Reales Cédulas y Reales Ordenes, Tomo XIX, s.f. 101
Idem. 102
A.G.N. Historia Civil, Sección Primera, Tomo XVI, fols. 424-428. 103
Las dos reales cédulas referidas están fechadas, la una el 18 de Agosto de 1973, y la otra, el 20 de Noviembre de 1801. Ver: A.G.N. Real
Audiencia, Cundinamarca, Tomo XX, fols. 474-475 y A.G.N. Reales Cédula y Reales Ordenes, Tomo 34, s.f.
Era aquella una ciudad articulada en torno al ritual y la ceremonia, en donde el poder se desplegaba del
orden meramente económico instaurándose en un conjunto de prácticas sociales en las que antes que la
posesión material de bienes, estaba el orden del día, la requisitoria social de la posesión de un privilegio: el
poder articulado al orden de lo simbólico.
El año de 1789 constituyó, sin lugar a dudas, un período particular en el que, como ningún otro, se evidencia
el carácter ritual de aquella sociedad de finales del siglo XVIII. El primer acontecimiento que marcó el
comienzo, no sólo de aquel año, sino del complejo proceso de ceremonias que caracterizaron este período,
lo constituyó el recibimiento de un nuevo virrey. Este hecho comprendía un largo ritual que duraba varios
meses.
Mientras el nuevo gobernante emprendía su camino hacia Santafé, el virrey actual reunía al Real Acuerdo y
nombraba dos embajadores, uno, para que en nombre de la Real Audiencia saliera a darle la bienvenida en
el pueblo de Facatativá, y a otro, para que hiciera lo mismo en el pueblo de Fontibón; generalmente era
designado el alcalde de segundo voto para Facatativá y el de primer voto para Fontibón. El día en que el
nuevo virrey llegaba a Facatativá, era recibido por el alcalde de segundo voto, algunos miembros de la Real
Audiencia, Tribunal de Cuentas, Ilustre Cabildo y demás tribunales y religiones; en este pueblo permanecía
tan solo un día y después de ser “cortejado con todo lucimiento”, continuaba su viaje hacia el pueblo de
Fontibón en el coche que le enviaba su antecesor. Al llegar al Puente Grande o Puente de Serrezuela (hoy
municipio de Madrid), era recibido por el alcalde de primer voto, quien montando a caballo y tomando el
estribo de la derecha del coche, lo acompañaba hasta llegar a la puerta de la iglesia de Fontibón en donde
era esperado por los oidores de la Real Audiencia, vestidos pomposamente de garnacha y listos para
dirigirlo, bajo el palio, hasta el lugar correspondiente; se cantaba el Te Deum y concluido el acto, pasaba el
virrey con toda su comitiva al hospedaje que se le tenía prevenido; allí lo dejaban con su familia y se
retiraban hasta la noche cuando concurrían a hacerle corte los señores oidores, contadores mayores, alcaldes
ordinarios, oficiales reales y algunos regidores, “sirviéndose entonces un magnifico refresco acompañado de
concierto de música”104; aproximadamente hacia las diez de la noche, se retiraban todos del aposento y el
virrey cenaba sólo, sirviéndose en otra pieza una delicada cena para su familia y algunos caballeros que se
quedaban.
A las 9 de la mañana del día siguiente, los oidores, el Tribunal de Cuentas, cabildo secular y oficiales reales
pasaban al hospedaje del nuevo virrey para acompañarlo hasta la iglesia en donde se cantaba una misa en
acción de gracias; concluida, se retiraban nuevamente a sus aposentos en donde recibía, por su antigüedad, a
los Tribunales, comunidades religiosas y universidades; hacia la una de la tarde, pasaba el virrey a una pieza
ricamente adornada y destinada para servir un suculento banquete en donde participaban además la real
audiencia, el tribunal de cuentas, cabildo secular, los oficiales reales, capitanes, secretarios y asesor; en una
pieza contigua se servía otra comida para la familia y varios caballeros distinguidos de Santafé que llegaban
allí para cumplimentar al nuevo gobernante. Después de esta cena, se pasaba a otra habitación, “cubierta de
damasco carmesí, con espejos, cornucopias y un sitial y se servía entonces el ramillete y café”105; concluido
este acto, el virrey se retiraba a sus aposentos y sólo saldría hasta la noche cuando nuevamente se servía un
refresco al ritmo de la música, y luego una ostentosa cena general cubriendo varias veces la mesa.
Al tercer día de su estancia en Fontibón, una vez asistido a los oficios religiosos y servido el desayuno
(dentro de cuyo platillo destacaba el exquisito e inevitable chocolate santafereño)106, partía en coche el
nuevo virrey hacia Santafé con su respectiva escolta y caravana acompañante. En el sitio del Puente de
104
Tomada de: Papel Periódico Ilustrado, Bogotá, 20 de junio de 1882, No. 19, págs. 302-303. 105
Idem. 106
Del deleite que animaba esta exquisita bebida, confundida en la tradición santafereña, hacen eco los siguientes versos, cantados en
algunas de las sabrosas veladas de la Sociedad del Buen Gusto a finales del siglo XVIII: El cacao delicioso, / Que abundante produce
nuestro suelo, / Nutritivo y sabroso, / De los hombres consuelo, / Y que los dioses usan en el cielo. / El néctar y ambrosía, / Se mezclan en
magnífico azafate; / Mercurio los envía, / Ceres misma los bate / Y es concedido al hombre el chocolate. / Sobre el plato ya brilla / La arepa,
el pan tostado, el biscochuelo, / El queso y mantequilla, / Y el hermoso espejuelo / Como ornamento de este don del cielo.
Gutiérrez Vergara, Ignacio. “Oda al chocolate”, en, Ibáñez, José María. Crónicas de Bogotá, Tomo I, Bogotá, Imprenta Nacional, 1913, pág.
Aranda era esperado por el antiguo virrey, quien salía de palacio con la “Compañía de Caballos” y todos los
oficiales, llevando al estribo de la derecha al Capitán de Alabarderos y al otro estribo al Mayordomo y dos
oidores en la testera del coche. “Echando todos a pie de tierra” se saludaban los dos virreyes con un abrazo,
entregándole luego al virrey saliente el bastón del reino a su sucesor; después de este saludo y los
respectivos honores militares, la fastuosa caravana iniciaba su marcha final hacia la muy noble y muy leal
ciudad de Santafé de Bogotá: el antiguo virrey ofrecía su coche al nuevo gobernante dándole la derecha
dentro de aquél y así entraban a la ciudad por el “camino real”; en el puente de San Victorino los esperaba
una compañía de Alabarderos que marchaban al tiempo de llegar los dos virreyes, hasta la entrada de la
Plaza Mayor en donde la caravana se detenía: descendían los virreyes del coche y entraban en palacio a la
sala del dosel para efectuar el respectivo juramento: se reunía el Real Acuerdo y se leía el Real Título de
“verbo ad verbum”, lo besaban y lo ponían luego sobre sus cabezas diciendo que lo obedecerían;
seguidamente mandaban traer el Real Sello, se colocaba sobre la mesa donde también estaba preparado el
libro de los Santos evangelios y una cruz, y procedía el escribano de cámara y del Real Acuerdo a tomar el
juramento al virrey. Cumplido este acto central al que asistían las personalidades más distinguidas de la
sociedad santafereña, el antiguo virrey se retiraba a su casa en coche, acompañado de dos oidores y un
piquete de caballería. Ese día se servía en palacio un ostentoso banquete y en la noche se daba un refresco,
se ofrecía una cena y se iniciaba un gran baile. Pocas veces se veía tanta elegancia y etiqueta como en este
acontecimiento en donde la élite santafereña lucía con soberbia ostentación la esplendidez de sus trajes,
togas, mantos, capas, adornados con las más brillantes joyas, terciopelos, presillas doradas, cintillos
bordados en oro, plumas, todo ello con el lustro correspondiente a la dignidad nobiliaria que ostentaban.
Según la “Qüenta y razón de lo que se gastado en el recibimiento, provisión de despensa y repostería del
exmo. sr. virrey fr. D. Francisco Gil y Lemus”107 se consumieron durante los actos de bienvenida, 10 arrobas
de garbanzo, 5 docenas de jamones, 130 pollos, 70 gallinas, 18 pollas, 24 capones, 2 terneras, 7 carneros, 11
pavos, 30 pares de pichones, 96 lenguas saladas, 20 docenas de chorizos, 23 libras de mantequilla, 15
arrobas de manteca, 55 arrobas de azúcar, 1 arroba de velas de esperma, 2 botijas de vinagre, 7 libras de 107
A.G.N. Virreyes, Tomo II, fol. 423r a 427 y 446r a 469r.
canela, 3 libras de comino y 3 de pimienta, 8 botijas de vino blanco y 5 de vino tinto; se pagaron más de 470
pesos ( que si recordamos era más de lo que ganaba el maestro Torres anualmente) en huevos, puerco,
pescados, quesos de Tunja, bizcochos, pan, bizcochuelos, confites, alfeñiques, almendras, melones, sandías,
higos, tunas, duraznos, manzanas, sesos, criadillas, sal, arroz, harina, ajos, para un total de dos mil ciento
setenta y cinco pesos, tres reales y veinticinco y medio maravedíes ($2.175, 3,25 ½ m).
Hasta este momento, el grueso de habitantes de Santafé permanecía excluido de tales ceremonias. El
recibimiento público se cumpliría, como era costumbre, varias semanas después, para lo cual se rompía
bando público a las puertas del Ayuntamiento “a son de caja”, por una escuadra de alabarderos y un cabo,
informando a los habitantes el día designado para el recibimiento en público del nuevo gobernante y
ordenando se “colgasen y aderezasen las calles”. En el tiempo que mediaba entre la llegada del virrey y su
entrada pública en la ciudad, aquel “no asiste de ceremonia en público, y si gusta de pasearse por la tarde, es
en secreto, llevando dos criados en su coche con quatro soldados a caballo”108. El día anunciado para el acto
público, la capital del virreinato lucía bellamente adornada con cintas multicolores, flores y banderas. En las
horas de la tarde salía el virrey en coche seguido de un piquete de caballería por la calle florián*, de secreto,
(eludiendo la vía acostumbrada que era la calle real) hacia el sitio de San Diego, en donde se levantaba una
tienda de campaña ricamente dispuesta. En esta tienda improvisada, el alcalde ordinario de primer voto le
tomaba el juramento ante escribano público y el Alguacil mayor, o quien designase el cabildo, hacía entrega
al nuevo gobernante de las llaves de la ciudad. Concluidos estos actos, le calzaban las espuelas y montando
en un caballo lujosamente enjaezado, se dirigía por las principales calles de la ciudad hacia la iglesia
catedral, en donde lo esperaba el Arzobispo y los miembros del Dean y Cabildo eclesiástico para cantar el
Te Deum.
Aquella noche, la ciudad desterraba su acostumbrada oscuridad, pues la Santafé colonial nunca tuvo
alumbrado público (a pesar de los esfuerzos del alcalde Nariño para mantener, durante 1791, un exiguo
108
A.G.N. Virreyes, Tomo 10, fol. 22v. * Hoy carrera octava
alumbrado conocido en la época como “luces de la prevención”) y sólo contó con un “cuerpo de serenos”
que deambulaba por las oscuras calles en busca de algunos osados ladrones que de vez en cuando atacaban
las tiendas del comercio, o simplemente tratando de sorprender a alguno de tantos “pecadores” o
“malentretenidos” que aprovechando la oscuridad, se desplazaban anónimos tras los encantos de alguna de
las tantas “mujeres escandalosas”, tras las delicias de la chicha y el guarapo en una de las 800 o más
chicherías que tuvo la ciudad a fines del siglo XVIII, o tras el sutil encanto de los muchos “juegos
prohibidos”. Desde las oraciones (6 de la tarde) se ponían luminarias en toda la ciudad, hecho que constituía
un verdadero espectáculo, pues algunos potentados y comunidades religiosas se esforzaban por atraer la
atención del gran público que salía a reconocer su ciudad sin el acostumbrado velo de la oscuridad. De esta
manera, concluían los actos oficiales, pues los saludos de bienvenida, cenas, bailes y demás celebraciones,
se extendían durante algunos días más. Algunos virreyes, como Don José de Espeleta, atraídos por las
fantásticas descripciones de los santafereños, organizaban un suntuoso paseo para conocer el entonces
majestuoso salto de Tequendama.
El primero de Agosto de 1789, el Puente de Aranda se vistió de gala. Allí las autoridades virreinales y
algunos beneméritos santafereños se alistaron para recibir, en una ceremonia como la descrita
anteriormente, al segundo virrey en menos de 5 meses. Procedente de la Habana, llegó a Santafé Don José
de Espeleta, a quien le correspondió, además de presidir los actos de “jura” al nuevo rey Carlos IV, atender,
entre otras cosas, las urgencias lloradas de un maestro público.
Y continúan
las “urgencias lloradas”
Quizás aprovechando el intervalo entre le final de las ceremonias que con motivo de la muerte de Carlos III,
y el recibimiento de Gil y Lemus se realizaron, y los preparativos para la recepción del nuevo virrey
Espeleta, o simplemente por haber encontrado la posibilidad monetaria para financiar lo pertinente a la
solicitud (papel sellado, pago de escribiente por copia, etc.), Don Agustín rompía el silencio de casi 18
meses. En una comunicación que el virrey Espeleta remitió al Rey, explicaba que no había podido llevar a
cabo la consulta sobre lo solicitado por el maestro para la real aprobación “por no poder subvenir a los
costos el insinuado Don Agustín de Torres”.
Y tal vez no sea aventurado definir como toda una gesta los sinsabores y batallas que ha dado y seguirá
enfrentando nuestro “caballero de la triste figura” en su lucha contra las aspas de ese gran molino
burocrático que era la España de finales del siglo de las luces. Porque si bien el maestro Manjarrés será
caracterizado por Fernando González por su cepillo de dientes “...con las cerdas para arriba, condecoración
de todo maestro de escuela” y sus pedazos de tiza en los bolsillos “...única abundancia es casa del
maestro”109, Don Agustín Joseph de Torres, delineando los contornos y definiendo los matices del maestro
como sujeto público, podría identificarse, como otros tantos en este período, más bien bajo la figura
anónima de un individuo cruzando la Plaza Mayor con dirección al Ayuntamiento, apoyado en un bastón
con su mano derecha y llevando un pergamino bajo su brazo izquierdo, en el cual, quizá por enésima vez,
formulara una solicitud o una súplica por un “socorro de limosna”, patentizando una vez más las urgencias
lloradas de aquella figura que nuestra sociedad conoce todavía como maestro de escuela.
Fue el día 10 de julio de 1879 cuando se produjo la nueva solicitud del maestro de primeras letras. Su
representación fue conocida días después por el recién posesionado Virrey, quien solicitó al Escribano una
copia del expediente para hacer efectivo lo solicitado por el suplicante. En esta representación, Don Agustín
expuso una vez más su situación, colocando el estado de la enseñanza en su escuela como justificación para
que el Virrey “se sirviese mirar este corto mérito con la claridad que exigen mujer, hijos y la escacez con
que los mantengo con los quatrocientos pesos de su dotación, que apenas me alcanza para el sustento,
sufriendo sus desnudeces” y así “se sirviese concederme del ramo de Temporalidades una gratificación
graciosa para subvenir a mis urgencias”110. Como era de esperarse, Don Agustín recoge en esta solicitud el
109
González, Fernando. El Maestro de Escuela, Medellín, Editorial Bedout, 1941, pág. 11. 110
A.H.N.M. Sección Jesuitas, Legajo 92, Doc. No. 17.
último informe de Oficiales reales fechado 11 de diciembre del 87, en donde se hacía constancia del
sobrante de 1.100 pesos que no se habían pagado a los tres maestros anteriores durante su permanencia en la
escuela, incluyendo los cien pesos que se le adeudaban por su primer año de trabajo, ya que durante este año
recibió tan sólo 300 pesos de los 400 asignados por el fundador.
Esta solicitud involucra un nuevo elemento dentro de la encrucijada burocrática que poco a poco había ido
envolviendo el caso. Don Agustín deja constancia de su desespero ante la lentitud de un trámite que
consideraba de sobrada justicia, y limita su aspiración en torno a los sobrantes a que, por lo menos, se le
restituyan los “...ciento y tantos pesos que se hallan a mi favor...”111, según el informe de los Oficiales
Reales. Dos meses después de examinar el caso, el Virrey elabora la Carta No.17 de su naciente gobierno,
fechada el día 19 de noviembre de 1789, en donde presenta a consideración de la Corona, el “testimonio de
autos formados sobre la pretensión del maestro de escuela pública de primeras letras de esta Capital para
que se le contribuya con los réditos de cierta cantidad sobrante que ha impuesto y pertenece a la fundación
de la citada escuela que servían los exJesuitas; con cuyo motivo recomienda el mérito del actual maestro
Don Agustín Joseph de Torres”112.
Este hecho marcaría un acontecimiento sin precedentes, por lo menos en lo que respecta al Nuevo Reino de
Granada: la persistente solicitud de un maestro de primeras letras, enfrentando las múltiples y dispendiosas
trabas burocráticas, había logrado concentrar no sólo el interés de los más altos funcionarios del gobierno
local, sino que ahora, traspasando los límites del virreinato, tocaba directamente a las puertas del recién
proclamado rey Carlos IV de España.
Tal vez Don Agustín nunca imaginó que tan modesta solicitud alcanzara el despacho real para dejar de ser
un caso, que como tantos otros eran del solo conocimiento de los Cabildos locales, del Fiscal o de la Junta
suprema de Temporalidades. Sin embargo, las “urgencias lloradas de un maestro público” llevan impreso el
111
Idem. 112
Idem.
clamor de todas esas voces que no son otras que las de ese contingente anónimo de individuos, que alegando
miseria con tintes de retórica, configuraban las bases de un oficio, siendo el caso del maestro Torres quizá la
primera y última voz de uno de estos sujetos que llegara a los oídos reales reclamando su presencia pública.
Ahora sólo quedaba esperar algún gesto favorable del recién posesionado monarca. Si el nacimiento de una
princesa o el matrimonio de un príncipe impactaban de tal manera al rey, al punto que algunas veces
resolvía, en celebridad de tales acontecimientos, conceder indulto general a los presos que se hallaban en las
cárceles del reino o regalar uno o varios títulos nobiliarios a cierto número de vasallos de sus colonias,
habría un lugar para la esperanza y cabría la posibilidad que Carlos IV, impactado aún con su reciente
ascenso al trono, ordenara impartir el socorro de limosna que solicitaba un maestro público de Santafé. A la
espera de la respuesta real, tuvo Don Agustín la oportunidad de animar sus esperanzas demostrando
públicamente su fidelidad y devoción patriótica: por esta época, el Alférez mayor, en nombre de la ciudad y
en vista de la “necesidad de mostrar como gratitud sus júbilos, como reconocimiento sus aclamaciones y
como sagrada obligación la alegría universal...”113 por la llegada al trono de Carlos IV, señaló el día 6 de
diciembre de 1789 para proclamarlo, junto con toda la ciudad, “rey suyo”.
Por tercera y última vez durante este año, los santafereños se entregarían colectivamente al ritual de la
ceremonia. Se trataba, esta vez, de la llamada “jura a Carlos IV”, justa solemnidad en la cual se refrendaba
públicamente fidelidad y obediencia al nuevo monarca. El día señalado, Don Luis de Caicedo, Alférez
mayor, y su comitiva, se dirigieron hacia el tablado instalado en la Plaza Mayor, y desde allí se realizó la
proclamación del nuevo monarca (en voz del Alférez), a la cual el numeroso pueblo, entre quienes se
contaría sin duda el maestro Torres, estalló en vivas y vítores al tiempo que retumbaban las salvas de
artillería. Y para mostrar a aquella multitud santafereña las bondades regias, en nombre del monarca, el
Alférez arrojó a la concurrencia, varias monedas de plata, aumentando así el fervor del pueblo en aquel
solemne acto. Este gesto de “liberalidad y desinterés” lo repitió el Alférez, por medio de sus cuatro hijos,
desde el balcón de su casa, por donde aquellos arrojaron una “copiosa cantidad de dinero” al innumerable 113
Vergara, Saturnino (transcriptor). “Jura a Carlos IV”, en, Papel Periódico Ilustrado, Bogotá, 1º de febrero de 1882, No.9, pág. 145.
pueblo que se agolpaba en la calle presto a atrapar cualquier moneda de las que caían como muestra
irrefutable de los paternales sentimientos del rey.
Las celebraciones continuaron durante varios días: se cantó el respectivo Te Deum en la catedral, se montó
un lujoso espectáculo de escaramuza a caballo, se realizaron las infaltables corridas de toros, otro
espectáculo de fuegos artificiales y una pieza de teatro organizada por los maestros artesanos, entre otras
muchas cosas, y por fin, después de catorce días de fiesta, el 20 de diciembre por la tarde “...se repitió por
los mismos sujetos y en la misma forma, la escaramuza a caballo... con lo que se concluyeron las fiestas, sin
experimentarse en ellas desorden ni desgracia alguna”114. De esa manera, los santafereños rendían homenaje
de fidelidad al nuevo rey, en quien de ahora en adelante el maestro Torres concentraría su esperanza por
aquel socorro mendigado durante más de diez años.
Fue definitivamente aquel año de 1789 un año muy singular. Durante ninguno otro la vida social, política y
económica de la ciudad había girado tan insistentemente en torno a la ceremonia, en donde la vida citadina
se confundía con el ritual. De ello da cuenta la gruesa suma de dinero (más de 10.000 pesos) invertida
durante los actos de celebración y etiqueta, y la galanura con que las élites santafereñas saludaron tales
acontecimientos. En donde hubo dinero incluso para arrojar a manojos, pero que sin embargo no alcanzó
para otorgar la dádiva solicitada por el maestro Torres... Declinaba un año más, pero nacían nuevas
esperanzas para Don Agustín con aquella carta que pocas semanas antes de las últimas festividades envió el
virrey a la península.
En dicha carta de noviembre 19, el Virrey Espeleta hace un balance de la situación de la escuela, atendiendo
a las condiciones de su fundación y a la asignación salarial del maestro. Se refiere al residuo de 1.100 pesos
hallado en las Casas Reales y “que ha reclamado el actual maestro Don Agustín Joseph de Torres, en alivio
de las urgencias que padece por no alcanzarle los 400 de su dotación a mantener su dilatada familia”115 y
114
Ibid., pág. 147. 115
Idem.
agrega que “aquel sobrante pertenece a la escuela, y si alguno es acreedor a él es el que la sirve en beneficio
del público”116. Sin embargo, Espeleta, acogiendo la propuesta del Oficial Real, considera que “de entregarse
al maestro Torres la expresada cantidad no se conseguiría otra cosa que darle un socorro temporal que
consumiría muy en breve”117, por lo que propone que dicho sobrante se anexe al principal (los 8.000 pesos
de la donación) hecho que produciría nuevos réditos “por cuyo medio al mismo tiempo que se logra darle
este auxilio más para su subsistencia, se asegura también la perpetuidad del fondo, en beneficio de esta
ciudad que conseguirá tener una dotación competente con que mantener siempre maestros hábiles de
primeras letras para la instrucción de la tierna juventud”118
Cuatro meses después, más exactamente el 31 de marzo de 1790, se produce el dictamen real: preciso y
categórico, como lo señalan las palabras que reproduce el escribano encargado de comunicar lo preceptuado
por el monarca:
“No habiendo el Rey en conceder a el maestro de primeras letras de la escuela pública de esa
ciudad el aumento de la asignación que propone Vuestra Excelencia... me manda Su Majestad
prebenga a Vuestra Excelencia que inmediatamente haga remitir a Cartagena para su embio a
estos Reynos... los un mil cien pesos...” ya que estos dineros considerados “...como verdaderos
sobrantes de obras pías deben destinarse a el pago de las pensiones alimentarias de los ex-jesuitas,
como está resuelto”119.
Ante esta comunicación, y dejando a un lado los posibles argumentos para explicar la decisión del monarca,
sólo pensamos en Don Agustín. La lectura de cada una de las palabras de la Real Orden, seguramente habrá
hecho aflorar en la mente de aquel maestro, la multitud de pasajes vividos durante estos años de urgencias y
116
Idem. 117
Idem. 118
Idem. El subrayado es nuestro. 119
Idem. El subrayado es nuestro.
padecimientos, alimentados por la sola esperanza de una fallo a favor de su humilde petición. Sin embargo,
el pergamino que tenía ahora en sus manos, no significaba otra cosa más que el desmoronamiento de sus
aspiraciones de más de 16 años. ¿Qué habrá pensado el maestro Torres de la singular forma que tenía el Rey
de interpretar aquello del “público beneficio y progreso del Reyno” con que se argumentaba todo el
andamiaje discursivo, que por esta época, sustentaba la estrategia de la instrucción pública en el Nuevo
Reino de Granada, si maestros como él, de carne y hueso, no tenían siquiera cómo asegurar “los alimentos
para el cuerpo”?.
Absorto, pero meditabundo, Don Agustín necesitaría todavía un año más para salir de su desconcierto. Sólo
doce meses después de conocida la Orden Real, volvería a atravesar la Plaza Mayor con su ya acostumbrado
pergamino bajo el brazo, rumbo a la Casa de despacho del Virrey. Pero esta vez su solicitud tendría otro
propósito; el peso de 16 años de urgencias había agotado sus esperanzas en aquellos dineros que pedía y
ahora, en el borde de la desesperanza y la angustia, suplicaba al Virrey...
“...Que mirándome de cerca
me tenga presente para otro destino”
“Excmo. Señor, Señor con mi mayor veneración represento a V.E. que habiendo yo pedido el Excmo.
Señor Don Antonio Caballero y Góngora antecesor de V. Excelencia una gratificación de gracia del
ramo de Temporalidades, en atención a doce y hoy cerca de diez y seis años que sirvo a la Escuela
de Primeras Letras con infatigable aplicación, y progresos en mi enseñanza como es notorio al
público en hora de Dios, y del Rey; y de hallarme cargado de Muger e Hijos por lo que no me
alcanza el sueldo para subvenir a las estrechas necesidades que padezco: se sirvió dicho Señor
Mandar a la Junta se verificase en mi el premio que considerase. De aquí resultó hallarse en caxas
reales cien pesos y reales que se me retuvieron de mi sueldo al ingreso de la Escuela , y un mil pesos
de igual naturaleza a los antiguos Maestros; por lo que informaron los Señores Oficiales Reales que
verían justo se me entregasen los cien pesos, y que los un mil se impusiesen y se me aplicase el
rédito. Así lo aprobó la citada Junta, y mandó se diese cuenta al Rey. V. Excelencia se sirvió
informarlo así en diez y nueve de noviembre de ochenta y nueve; y por Real Orden de treinta y uno
de marzo de noventa, se negó su Magestad a esta aplicación, por considerar ser resagos de
temporalidades que tienen otro destino. En esta lamentable situación; no puedo menos que hacer
presente a V.E. la mala suerte con que ha ocurrido este asunto; siendo esta obra pía de ocho mil
pesos que fundó el Capitán Antonio Casariego, para los maestros que enseñasen las primeras letras
según parece de la Fundación que se halla con este expediente en la Secretaría de Gobierno no ha
habido más diferencia de que la sirvieron los Ex-jesuitas, por lo que parece no son resagos de
Temporalidades, pero no comprehendidas en ellas. Por tanto suplico a la piedad de V.E. se sirva
informarlo a su Magestad y alcanzarme de su Real Trono este socorro que solicito para subvenir a
la escasez y pobresa que sufro a pesar de mi conducta. Y en caso que V.E. no lo halle por
conveniente, imploro su patrocinio para que mirándome de cerca me tenga presente para otro
destino en que respire mi necesidad y resplandezca la misericordia de V. Excelencia, cuya vida
Nuestro Señor guarde los muchos años que necesita este reyno, Santa Fé y Marzo treinta de mil
setecientos noventa y uno.
Excmo. Señor= Besa los pies de V.E. su rendido subdito= Agustín Joseph de Torres Patiño= Excmo.
Señor Virrey Don Joseph de Espeleta”.120
Esta carta, como ningún otro documento, deja entrever con toda claridad la situación de estos sujetos
públicos, que por allá hacia finales del siglo XVIII emprendieron, tal vez sin saberlo, la constitución y
consolidación de un nuevo oficio, con una tenacidad inigualable y muy a pesar de las múltiples urgencias
que padecían. Oficio que desde sus comienzos ha sido mirado como de fundamental importancia para la
sociedad y “útil al bien público”, pero que sin embargo, se consolidó a costa de la “escasez y pobreza” de la
120
Idem. El subrayado es nuestro.
“desnudez y miseria” de las familias de estos pioneros mendigos de un salario, que a pesar de su intensa
lucha, permanecen ocultos tras dos siglos de historia que los ha asumido en la más profunda penumbra.
He aquí otra vez la continuidad que espanta, pero cada vez más dolorosamente. Parece que el oficio de
maestro está destinado a ser, paradójicamente, un destino pasajero. Ayer pedían cambiar de destino en
cualquier cargo que les permitiese tener una “congrua sustentación”; hoy pasan por el oficio de maestro
mientras cumplen requisitos académicos para otro destino, en el derecho, o en la ingeniería, etc. No
pretendemos dar a estos individuos la categoría de héroes o de mártires. Creemos sencillamente que rescatar
la historia de sus vidas y sus luchas es recuperar uno de los pasajes más importantes en la conformación
cultural de nuestro país, y al mismo tiempo, uno de los más desconocidos. Bien podríamos decir como
Octavio Henao: “El maestro de escuela: una metáfora de la miseria”.121
Y con razón Don Agustín aspiraba a otro destino, pues el sueldo como maestro de escuela era ínfimo
comparado con los salarios promedio de curas y funcionarios de la burocracia virreinal: “Tanto el Arzobispo
de Bogotá como el Virrey recibían 40.000 pesos al año (...) el salario de un juez de Audiencia era de 2.491
pesos. El Corregidor de Tunja ganaba 2.812 pesos y el gobernador de Girón 1.375 pesos. Dentro de la
burocracia fiscal los contadores del tribunal de cuentas ganaban 2.812 pesos y los funcionarios de rango
intermedio entre 1.000 y 1.500 pesos (...) De ahí que un ingreso de 1.000 pesos o menos resultara
ciertamente exiguo. Un salario entre 1.000 y 2.000 era sólido y modesto, y todo lo que pasara de 2.000 era
ya sustancial”.122
Ahora bien, si esta dotación de 400 pesos anuales que recibía el maestro Torres era realmente exigua, ¿Qué
decir del salario de aquellos maestros de provincia? porque Don Agustín, como maestro de la única escuela
de la Capital, era en cierto modo un “privilegiado”. Por ejemplo, recordemos el salario del maestro de la
escuela de Sogamoso, Juan de la Cruz Gastelbondo, que al igual que el de los maestros Melchor Bermúdez
121
Henao, Octavio. “El maestro de escuela: una metáfora de la miseria”, en, Educación y Cultura, Bogotá, marzo de 1985, No. 3, pág. 23. 122
Phelan, John Leddy. El Pueblo y el Rey, Bogotá, Carlos Valencia Editores, 1980, pág. 79.
de la escuela de Nemocón y Josef Bonilla de la escuela de Ubaté, era de 150 pesos anuales, o en el peor de
los casos, el de José Casimiro López Sierra, maestro de la escuela de Rioacha, que tenía asignados 50 pesos
anuales de estipendio.
Volviendo al caso del maestro Torres, ante su nueva y última petición fechada el 31 de Marzo de 1791, el
Rey contestaría a través de la Real Orden del 14 de Mayo del mismo año, en la cual demanda del Virrey
Espeleta que atienda la solicitud del maestro y le asigne, como lo pide el suplicante, otro destino “conforme
a su aptitud y mérito contraído en la enseñanza pública”. De esta manera Carlos IV daba por concluido el
caso recompensando los servicios prestados al reino por este fiel vasallo: una paradoja más de las que
seguirá encerrado esta historia.
Pero el Virrey pensaba una cosa muy diferente. Si bien Don Agustín, ante las circunstancias de su extrema
pobreza había dejado planteada la posibilidad de renunciar a su cargo, si no era posible el tan esperado
“socorro de limosna”, y aunque el Rey estaba totalmente de acuerdo con aquello del “otro destino”, el
Virrey Espeleta, sea por las razones que fueran, estaba empeñado en lograr aquellos dineros, así esto lo
significase “un real jalón de orejas”. De otra forma, no nos podemos explicar que a un año y 8 meses de
conocida la orden real en la cual se le requería para que remitiera los mil cien pesos en el primer barco que
saliera de Cartagena, todavía este dinero no se hubiese enviado tal como lo exigía el Rey, y por el
contrario, hiciera llegar a la Corona una comunicación en la cual ratificaba una vez más su propuesta de
años atrás.
En esta carta, fechada el 19 de noviembre 1871, Espeleta hace presente al Rey que Don Agustín “sirve hace
muchos años el ministerio de maestro de primeras letras, en aprovechamiento de la Juventud, y por lo tanto
considero que se le debe continuar en este empleo, para el que se conoce ser a propósito, principalmente
quando por su edad no lo será tanto para algún otro destino...”123 Sin embargo, reconoce que “en realidad es
muy corta la dotación que tiene como maestro de primeras letras, y mereciendo por su aplicación y 123
A.H.N.M. Sección Jesuitas, Legajo 92, Doc. No. 17.
desempeño que se le proporcione mejor sueldo debe tan sólo tratarse de verificarlo...”,124 aunque también
reconoce que es bien difícil por falta de arbitrios y por eso ratifica su propuesta de 2 años atrás como única
solución, y así, con los intereses que produciría esta nueva suma (9.100 pesos), no sólo se daría alivio a
Torres, sino que además “...tendrían los Maestros que fuesen en lo sucesivo un sueldo regular para
mantenerse sin angustia, y sin pensar en abandonar la enseñanza después de haber acreditado su aptitud”.125
Por lo mismo, y en atención a todo lo preceptuado dentro del expediente, el Virrey Espeleta deja en claro su
posición ante el Rey con las siguientes palabras: “Por estas razones, y por que realidad es muy poco lo que
va a perder Su Majestad en conceder este sobrante para el aumento del fondo de la escuela, cuya utilidad y
necesidad sólo se puede conocer sabiendo que no hay otra en esta capital, espero que vuestra excelencia se
servirá contribuir al intento...”.126 Como se puede ver, el Virrey no se limita a interceder por Don Agustín,
sino que su interés va más allá: por un lado, le preocupa que un maestro, después de acreditarse en el
ejercicio de la enseñanza, piense en abandonar su ministerio, y por otro lado, percibe que si esto sucede, la
escuela de San Carlos, la única de la Capital, no podría continuar, poniendo de esta forma en peligro la tan
proclamada instrucción pública en el caso de Santafé.
Espeleta comprendía lo que Carlos IV, preocupado seguramente por los últimos problemas que agobiaban a
la España de finales del siglo XVIII, no veía claro: la utilidad y el beneficio de la enseñanza no sólo
dependía de la acreditada aptitud, el celo y la notoriedad de los maestros, o del severo control de su
ejercicio, sino que ellos necesitaban mucho más que el “público reconocimiento”, y que la consolidación de
la escuela pública en el Nuevo Reino de Granada, tan proclamada y defendida por el discurso en torno a la
instrucción pública, no podía subsistir sin dineros con qué financiarla.
Hemos llegado aquí al final del expediente, documento que plasma entre sus folios de una manera muy
singular, aquel complejo y contradictorio proceso de surgimiento de la escuela y del maestro en Colombia.
124
Idem. 125
Idem. El subrayado es nuestro. 126
Idem.
Pero aún no sabemos qué pasó con aquel viejo maestro, con aquel pionero de la enseñanza pública, que
vencido por sus necesidades, por su edad y atrapado en la intrincada maraña burocrática de finales del siglo
XVIII, renunciaba a la única labor de su vida, aquella que había desempeñado con ejemplar mérito, y la cual
constituía su identidad: el magisterio de las primeras letras.
El expediente termina con esta categórica carta del Virrey Espeleta y en los folios de los archivos se pierde
la huella que habíamos venido siguiendo. ¿Qué habrá pasado con estos dineros? ¿Cuál habrá sido la actitud
del Rey ante la ratificación de la respuesta de Espeleta? ¿Qué habrá pasado con aquel anciano, que debería
ser por aquellos años, el tan reconocido y a la vez humillado maestro de primeras letras de la escuela
pública de San Carlos, Don Agustín Joseph de Torres?.
Unas páginas borrosas
Otras voces,
otras escuelas
Al llegar al último folio del expediente constituido por la carta del Virrey Espeleta, vemos quebrar
súbitamente nuestro relato en torno al caso del maestro Torres. Se abre ahora un gran espacio que nos
remonta hasta el año de 1801, fecha en que aparece aquel aviso del “Correo Curioso” en donde se reseñaba
la curiosidad literaria que motivó nuestra indagación.
Nos hallamos otra vez en el comienzo: hemos regresado al inicio, pero sin cerrar el círculo. La pesquisa, que
partiendo de 1801 nos había transportado hasta el siglo XVII, nos traía de nuevo al comienzo, delineando
una circularidad que aunque inconclusa, se presiente, aun cuando no esté todavía a nuestro alcance
configurarla plenamente. Sólo nos quedaba un camino: la búsqueda paciente de archivo, ya que ella misma
era la que nos había permitido descubrir aquellos elementos que, una vez localizados en folios y lagajos, se
habían encargado de mostrarnos una red histórica que variando en su complejidad, permitía ser descrita en
su régimen de existencia. Hasta este momento, el caso de Don Agustín nos había permitido incursionar en
las particularidades de la sociedad neogranadina de finales del siglo XVIII, dilucidando al mismo tiempo
aquella cotidianidad cubierta de paradojas que delineó el ejercicio de la enseñanza por aquella época.
Aunque nuestra búsqueda se orientaba básicamente a localizar la cartilla que mencionaba el aviso, y obtener
cualquier tipo de información que nos permitiera continuar el seguimiento del caso, fuimos percibiendo,
poco a poco, el eco de unas nuevas voces que como la de Don Agustín, nos daban cuenta de las
singularidades del ejercicio del magisterio, pero ahora en la primera década del naciente siglo. El 5 de abril
de 1808, Don Gerónimo Sierra y Quintana, vecino de Santafé, elevaba una representación al Virrey Amar y
Borbón, poniendo de presente que “ha el espacio de cuatro años que a instancias de algunos sujetos
distinguidos de esta ciudad y movido del gusto de servir a la sociedad me dediqué a instruir a la juventud”127
en cuyo mérito y con el debido respeto suplica se digne librarle el título como maestro para proseguir en su
cargo con “mayor ánimo y fervor”. Siendo que en el pretendiente concurrían las cualidades necesarias para
maestro de primeras letras, como efectivamente se hace constar dentro del expediente, el Virrey conviene en
autorizar se libre título a favor del suplicante, lo cual se hace efectivo tres meses después.
Este nuevo caso nos llamó la atención, por varios aspectos: lo que se solicita es el reconocimiento de un
hecho cumplido, ya que desde 1804 Gerónimo Sierra venía desempeñándose en el magisterio “ilegal”,
dedicado especialmente a la enseñanza de hijos de “clases nobles”, que reunidos en su casa pagaban una
pensión a cambio de una “educación civil, moral y científica”. Este caso no es el de un maestro que regenta
una escuela pública (como la de San Carlos) sino por el contrario, el de un maestro pensionista, que
buscando asegurar su sustento y el de su familia, convenía en el pago de una pensión por cada uno de los
discípulos que asistían a su escuela-casa. Cuando este maestro solicita la expedición de un título, no lo hace
con el ánimo de recibir algún estipendio de las arcas reales, pues no lo necesita. El título tiene en este caso
la función de autorizar, de legalizar el ejercicio de la enseñanza. Mientras Don Agustín, como maestro de
escuela pública, con poco más o menos de doscientos niños a su cargo, tenía que suplicar por un “socorro de
limosna”, Don Gerónimo de Sierra y Quintana, con un corto número de discípulos, sólo necesitaba su título
para disfrutar, sin preocupación alguna, del cómodo estipendio que muy seguramente debía reportarle su
labor.
Además de estos detalles, el presente caso nos permite tener una idea más amplia del estado de la
instrucción, por lo menos en la capital del virreinato, y de las formas en que el Estado continúa atacando dos
problemas fundamentales que todavía, por estos años, persistían a pesar de la múltiple legislación que
buscaba normalizar la práctica de la enseñanza en el Nuevo Reino de Granada: el de la libertad de los
maestros para crear escuelas, y el de la necesidad de promover la uniformidad de la enseñanza.
127
A.H.N.M. Instrucción Pública, Tomo IV, fol. 375r.
En lo que respecta al primer problema, y aprovechando la solicitud de este maestro pensionario, el
expediente sienta las bases que le dan un nuevo carácter al acto jurídico del título, desbordando los límites
de un simple nombramiento o autorización para ejercer la enseñanza y entrando ahora en la categoría de
certificación de cualidades que concurren en un sujeto, garantías morales y sanción de un cierto grado de
saber por el que debe responder. Desde entonces, para obtener título de maestro era necesario, como
primera medida, acreditar información ante testigos y autoridades civiles sobre “su lugar de domicilio, de su
vida, costumbres y limpieza de sangre”.128 Una vez cumplidos estos requisitos, el aspirante era sometido a
un “riguroso examen en la Sala del Ayuntamiento ante cuerpo municipal”, examen en que daría prueba de
su instrucción respondiendo las preguntas propuestas por los cabildantes o los sujetos que el “gobierno
tuviera a bien nombrar”.
En lo que se refiere al segundo problema, la necesidad de promover la uniformidad en la enseñanza, el
expediente establece una serie de precisiones que buscan crear la base de un modelo o plan para la
uniformidad en las escuelas de todo el Nuevo Reino de Granada. “Este plan deberá ser sencillo y común a
todas las escuelas”129, incluyendo la enseñanza de los principios religiosos, lectura, escritura, ortografía y
gramática castellana, “deberá extenderse también a la instrucción o reglas de la educación civil que
comprende los buenos modales con los superiores, con los iguales y con los inferiores”130, y en general,
todos los conocimientos indispensables al que haya de vivir en sociedad.
Se comienza a manifestar, entonces, la urgente necesidad de abrir escuelas, pues aún en los albores del siglo
XIX seguía siendo la de San Carlos la única pública de la capital. La intelectualidad granadina percibe la
importancia del hecho y pronto empiezan a surgir propuestas provenientes de diferentes puntos. Es el caso
de Nicolás Cuervo, cura párroco de la parroquia de Santa Bárbara en Santafé, quien en 1805 señalaba que la
ausencia de controles sociales podrían acarrear males irreparables al Reino en la medida en que los niños se
128
Novísima recopilación de las Leyes de España... Op. Cit., pág. 468. 129
A.G.N. Instrucción Pública, Tomo IV, fol. 378r. 130
Ibid., fol. 378v.
“crian en la ociosidad, madre de todos los vicios, se acostumbran a ella y al mal ejemplo de los vagos y
delincuentes de quienes aprenden todo lo malo”.131 Y para remediar esta situación, propone la creación de
escuelas de primeras letras en las parroquias de las Nieves, Santa Bárbara y San Victorino. Los barrios aquí
nombrados estaban “destituidos de los beneficios de la educación de niños y sin arbitrio ni recurso para
aprovecharse de ella”,132 ya que las dos únicas escuelas de la capital, la pública de San Carlos y la regentada
por los dominicos, no eran accesibles a la población por varias razones: la considerable distancia, “la
pobreza casi general en las familias de las dichas parroquias” que no permitía costear maestros (a la manera
de maestros pensionarios), y por último, lo reducido de las dos escuelas para acoger el crecido número de
niños.
Pero la preocupación se hace más evidente y no se restringe ya únicamente a la propuesta de la creación de
escuelas. Preocupa además, las formas de enseñanza. No se trata simplemente de erigir escuelas; hay que
mirar dentro de ellas y pensar sobre la práctica que allí se realiza. En este sentido se ubica un artículo
aparecido en 1808 en el “Semanario del Nuevo Reino de Granada”, dirigido por el sabio Caldas, y titulado
“Plan de Escuelas Patrióticas”. Este plan no es tan solo la propuesta de la época para la creación de escuelas
para los pobres en los diferentes barrios de la capital. Su elemento novedoso radica en la forma taxativa en
que señala que “la Nueva Granada no progresará ni se convertirá en un nación sabia e ilustrada si no
garantiza que la educación tenga la circunstancia de ser pública y gratuita y estar bajo la inspección y
vigilancia del gobierno”. 133 Propone de igual forma, como una obligación del Estado, la necesidad de
elaborar una constitución o “plan que uniforme y que constantemente debe observarse en las escuelas que se
establecieran en este Reino”.134
131
B.N.C. Sala de libros raros y curiosos, Protocolos, Instrucción Pública, fol. 388r. 132
Ibid., fol. 378v. 133
Caldas, Francisco José de. Op. Cit., pág. 74. 134
Ibid., pág. 84.
Como vemos, la preocupación por la unificación de los contenidos, métodos y reglamentos que debían regir
una escuela pública se coloca como punto central en el orden del día para las autoridades civiles. Hacia
1809, el propósito de la uniformidad irá a pisaría terrenos más sólidos: el cura párroco del barrio de Las
Nieves en Santafé, Dr. Santiago de Torres, remitía al Virrey un conjunto de disposiciones agrupadas bajo el
nombre de “Ordenanzas que han de regir la escuela que va a fundar en Las Nieves su actual cura interino”.135
Esta propuesta constituye la más completa reglamentación de escuelas actualizadas con las últimas
disposiciones reales que regían para España y otras colonias americanas, y sin embargo, parece paradójico
que la uniformidad constituyera un propósito de primer orden en este mar de carencias, pues aunque corriera
ya la primera década del siglo XIX, la escuela pública no era aún un fenómeno masivo.
La lectura de estos documentos, antes que alejarnos de nuestra pesquisa, nos han abierto nuevas
posibilidades de análisis. Era esta la red en que se hallaba atrapado Don Agustín Joseph de Torres Patiño:
una explosión discursiva en torno a la necesidad y utilidad de la instrucción, sostenida por un voluminoso
paquete legislativo que no alcanzaba a ser absorbido por el reducido número de escuelas.
Aquella “curiosidad literaria”
Aunque hasta el momento la búsqueda nos había arrojado nuevos datos sobre el panorama educativo
colonial, todavía no obteníamos documentación que nos relacionara directamente con el caso del maestro
Torres. Fueron necesarias largas jornadas de consulta para encontrar nuevamente una pista que nos
condujera hacia la posible solución de este extenso e insólito caso. Pero por fin el trabajo tuvo una
recompensa: sumergido en las profundidades de un legajo del archivo, encontramos un folleto de 22 páginas
de un octavo impreso en la Imprenta Patriótica “con licencia del Superior Gobierno” en el año de 1797, y
cuya dedicatoria reza así:
135
A.G.N. Instrucción Pública, Anexo, Tomo IV, fol. 380r a 1002v.
Muy Poderoso Señor
Consagra en las superiores manos de Vuestra Alteza: esta Cartilla lacónica de las quatro reglas
de Aritmética práctica, que la escuela de primeras letras la de San Carlos de Santafé, movida en
un patriótico celo compulsó á esmeros de su maestro, para que la puerilidad tenga algunos
principios de instrucción en beneficio del bien público; y que haviendo Vuestra Alteza dignádose
admitirla en su protección logre el Reyno el honor, con que Vuestra Alteza le esmaltó para sus
felices progresos.
Muy Poderoso Señor
A los pies de Vuestra Alteza su rendida Escuela”.136
El hallazgo de este documento, a la vez que nos ofrecía nuevos datos con qué continuar hilando esta
historia, nos abría, al mismo tiempo, nuevos vacíos e interrogantes. Por un lado, nos señalaba a 1797 como
el año de aparición en público de la cartilla, cinco años después de perdida la pista del caso y veintiuno del
nombramiento del maestro Torres en la escuela de San Carlos.
Estos nuevos datos, antes que arrojarnos luces sobre el caso, nos planteaban más bien un panorama insólito,
pues no podíamos imaginarnos que ese maestro que a finales de 1791, ahogado en sus urgencias, suplicando
otro destino con que mantener su dilatada familia, hubiese sido el mismo que apenas cinco años después,
aparecía como autor de una cartilla de aritmética, teniendo en cuenta los altos costos que implicaba
cualquier publicación, como la compra de papel, -que era traído de España, pues estaba prohibida su 136
Torres, Agustín Joseph de. Cartilla Lacónica de las Quatro Reglas de la Arithmética Práctica, Santafé, Imprenta Patriótica, 1787.
B.N.C. Sala de Investigadores, Fondo Pineda, Vol. 26, pieza 2.
elaboración en estas tierras- y el pago al impresor: precisamente por estas razones, en ese mismo año de
aparición de la cartilla, Manuel del Socorro Rodríguez se vio obligado a concluir la publicación de su "Papel
Periódico de Santafé de Bogotá". Y es aquí donde surge el interrogante que seguramente debe estar
planteándose el lector: ¿De dónde habrá obtenido dinero y ánimos Don Agustín para acometer la difícil
empresa de escribir una cartilla, y más aún de aritmética?
La primera respuesta que aparece, y desde luego la más evidente es, sin lugar a dudas, que después de tantas
súplicas por fin el Rey accedió a otorgar aquel "socorro de limosna" al maestro suplicante; pero como
veremos, esta opción aunque importante, no es la solución definitiva del caso. Veamos por qué: en el
supuesto de que Carlos IV hubiese aceptado la propuesta de Espeleta, los 1.100 pesos en torno a los cuales
giraba la petición se habrían anexado entonces al principal de 8.000, constituyendo un nuevo capital de
9.100 pesos, que a un interés del 5% anual, como era lo acostumbrado en la época, habría significado un
aumento de tan sólo 55 pesos a nuestro maestro, lo cual vendría a ser un verdadero “socorro de limosna”. Y
estamos seguros que este leve socorro habría aliviado sólo en una mínima parte la desnudez y demás
necesidades de la dilatada familia de Don Agustín, siendo imposible que en estas circunstancias tuviese
respiro para pensar siquiera en escribir una cartilla, y mucho menos costear de su bolsillo los gastos de su
impresión.
Y aún así, en el lapso comprendido entre 1792 y 1797, había sucedido algo, un hecho que todavía no
lográbamos descubrir pero que dio el suficiente ánimo y dinero para proponer a Nicolás Calvo, editor y
dueño de la Imprenta Patriótica, la publicación de su cartilla. En nuestra incursión por los archivos se nos
presentaron una multitud de posibilidades que, poco a poco, fueron quedando desvirtuadas ante la ausencia
de respuestas precisas, obligándonos a plantear una serie de alternativas, ubicadas más bien en el campo de
lo azaroso y de lo casual: el mismo trabajo nos fue exigiendo asumir un tipo de hipótesis más arriesgadas
con la perspectiva de desentrañar la red todavía confusa y empañada que constituye estas páginas borrosas.
Es muy difícil pensar en otro auxilio del Superior Gobierno que no sea el supuesto “socorro de limosna” que
el Rey hubiese venido en conceder al maestro, pues es conocida la estrechez de las arcas reales para asumir
una erogación de esta naturaleza. Como vemos, cada avance en este caso deja entrever un horizonte, por
demás insólito, tocando a estas alturas los límites de lo real y lo fantástico. Teníamos entonces que optar por
posibilidades más arriesgadas; quizá la Cartilla Lacónica, en ausencia de instituciones o personas que
patrocinaran su publicación, hubiese dependido más bien de un golpe de suerte de su autor; tal vez una
afortunada boleta de lotería o una ganancia ocasional en un juego de azar, tan de moda por aquellos
tiempos, o de pronto una inesperada herencia familiar. Estas posibles respuestas se iban articulan, poco a
poco, y sólo en la medida en que profundizamos en nuestra consulta de archivo, adquirieron vigencia, o se
desmoronaron totalmente.
En relación con la primera hipótesis, los registros de la época nos permitieron observar una fuerte tendencia
de la población hacia los juegos de azar. Las “casas de juego” proliferaban en villas y pueblos arrojando
rentas que el gobierno virreinal fue canalizando como una fuente de abastecimiento para las arcas de
Cabildos y Ayuntamientos, y con destino a la financiación de obras de pública utilidad. Parece ser, que
desde sus inicios, los juegos de azar y las diversiones públicas en general, eran vistas como una fuente de
recursos para la realización de obras de este tipo. Recordemos aquí el informe que hiciera el Virrey Espeleta
en su Relación de Mando de 1796, en donde explicaba que en algunos pueblos y Villas (Sogamoso,
Duitama, Soatá, Oyba, Socorro, entre otras) se habían establecido escuelas costeadas con las “rentas de
propios”, formadas a partir del cobro de impuestos a entidades comerciales entre las que se contaban
principalmente las “casas de juego y chicherías”. Tal era el caso de la villa de San Gil, en donde varios de
los vecinos, con el apoyo de las autoridades locales, solicitaban en 1787 al “Superior Govierno la gracia de
que los arvitrios de mesas de Truco, Patios de Bolas, Chicherías, etc., que se van a establecer por formal
ramo de propios sea con lo que se contribuya a los Maestros de escuela...”137
137
A.G.N. Instrucción Pública, Anexo, fol. 358v.
No es de extrañar entonces que nuestro maestro, conviviendo con su miseria, pero también en atención de
ella, hubiese pensado frecuentar alguno de estos sitios, aunque estamos seguros que esta idea sólo pudo
haber sido una remota posibilidad, pues su condición de “maestro público” le fijaba una serie de normas de
comportamiento moral muy estrictas, tanto en su vida pública como privada. Sus pasos eran observados
detenidamente por mil miradas, en tanto que era el símbolo de la virtud y el ejemplo: sujeto de “conocida
probidad y buena conducta de vida pura e irreprensible”138 por lo que se le exigía “arreglar su vida por una
conducta seria y juiciosa que pueda servir de regla a sus discípulos”.139 De allí que esta posibilidad perdiera
significación para nuestra pesquisa.
En cuanto a la posibilidad de una afortunada boleta de lotería, el Correo Curioso se encargaría de cerrar esta
muy sugestiva vía para dar razón del auxilio que hubiese podido mejorar la situación del maestro Torres. En
las páginas del número 31, correspondiente al martes 15 de septiembre de 1801, encontramos un aviso en el
que se informaba que el sorteo de la lotería había sido autorizado desde el 3 de agosto del mismo año,
incluyendo, además, la publicación de los últimos artículos del “Reglamento del establecimiento de la
Lotería Municipal, que principiará el día primero de noviembre”,140 iniciada en el número anterior.
Lejos se encontraba todavía Don Agustín de acceder a este azaroso mecanismo para aliviar con un poco de
suerte su estrechez económica. Por el contrario, aquella tercera posibilidad, no menos insólita que las dos
anteriores, se nos fue dibujando hasta llevarnos a percibir las márgenes de este relato.
Historia y ficción: 138
A.G.N. Fondo Colegios, Tomo II, fol. 950r. 139
A.G.N. Miscelánea, Tomo 118, fol. 45r. 140
B.N.C. Sala de Investigadores, Fondo Pineda, No. 769, pág. 122. La lotería no se escapa a la situación descrita en relación con los demás
juegos de azar, pues precisamente su creación tuvo origen en una propuesta para recolectar fondos con qué eregir una “Casa de Recogidas
para castigo y contención de mugeres abandonadas y prostitutas”, como lo señalaba el artículo 29 del reglamento.
un legado como respiro
Concentrados en la lectura de empolvados folios, explorando alternativas que nos permitieran clarificar en
alguna medida estas páginas borrosas del caso del maestro Torres, salió a flote la evidencia de una herencia
que le extendía un familiar cercano, y que se encuentra ubicada, precisamente, antes de la publicación de la
cartilla y después de la última carta del Virrey con la cual finaliza el expediente en 1792.
Tratando de establecer la genealogía de Don Agustín, en uno de los legajos de los archivos notariales,
encontramos referencia de sus padres, Don Pedro Rafael de Torres de Aragón y María Antonia Valenzuela y
Patiño, españoles venidos a estas tierras de ultramar desde la provincia de Aragón y de sus hermanos, Don
Joseph Clemente y Don Antonio, presbíteros del Arzobispado de Santafé. Cabe anotar aquí que esta era una
clara prueba de la “limpieza de sangre” que Don Agustín debió anexar para que se le concediera el título y
el cargo de maestro de la única escuela pública de la capital.
Ahora bien, la hipótesis de una inesperada herencia familiar, tomó fuerza cuando localizamos en uno de los
legajos de la Notaría Primera de Santafé, un voluminoso testamento, registrado en el año de 1793 en el que
Don Joseph Clemente, presbítero de La Capellanía de Monserrate, disponía de sus múltiples bienes y
haberes entre los cuales se contabilizaban 16.000 pesos, suma que por sí sola significaba ya una gruesa
fortuna. En una de las cláusulas del testamento, ordena que a su muerte, esta suma de imponga “para que de
sus réditos (que son ochocientos pesos al cinco por ciento según costumbre) usufructen y perciban mis
hermanos Don Agustín y Don Antonio de Torres, en la misma forma que en la cláusula cuarta tengo
explicado...”141 la cual, dispone que aquellos réditos se dividan en tres partes: una para cada hermano, y otra
tercera para que “...anualmente se le hagan sufragios y para que se repartan limosnas en los pobres de
Nocayma, Cuinubá y Simacota...”.142
141
A.G.N. Notaría 1ª, Tomo XIII, Año 1793, fol. 129r. 142
Ibid., fol. 129v.
En términos concretos, este legado significaba para Don Agustín incrementar en 266 pesos su sueldo anual,
con lo cual sus ingresos ascenderían a 666 pesos. Si a esta suma se le agrega el posible “socorro de limosna”
que pedía, solicitado desde años anteriores, contaría entonces con 721 pesos, rubros que aunque no
elevados, habrían satisfecho sus necesidades y las de su familia. De esta forma, la cara de la miseria, tan
familiar a Don Agustín, se veía borrada, aunque fuese por un momento, por los designios del azar. Era la
suerte en forma de legado la que acudía en su ayuda a través de un pariente que, actuando por un precepto
moral, le extendía una dádiva a un hermano, sin imaginar tal vez que al hacerlo, abría el camino para la
elaboración y publicación de una cartilla de “Arithmética Práctica” escrita por un maestro en honor a su
escuela y a su patria “...para que la puerilidad tenga algunos principios de instrucción en beneficio del bien
público...”.143
Esta evidencia enterrada por el tiempo, se nos presenta ahora viva, reafirmando esa realidad que no es la de
hace doscientos años, ni la del papel, y en este caso, ni la del pergamino, sino aquella que vive con nosotros.
Una realidad que desborda sus propios límites, y en donde, como diría García Márquez: “Poetas y
mendigos, músicos y profetas, guerreros y malandrines, todas las criaturas de aquella realidad desaforada
hemos tenido que pedirle muy poco a la imaginación, porque el desafío mayor para nosotros ha sido la
insuficiencia de los recursos convencionales para hacer creíble nuestra vida. Es este, amigos, el nudo de
nuestra soledad”.144 Insólita, paradójica, ridícula, increíble: así es nuestra realidad, y esta historia nos lo
recuerda.
Retomemos aquí nuevamente aquel insólito documento que nos diera razón de los hechos que habían
permitido a Don Agustín, llevar a cabo su propósito de escribir una cartilla para la enseñanza de la
aritmética. Hay un aspecto en él que nos llama la atención: la profunda diferencia que separa a estos dos
hermanos: el uno sacerdote, salvador de almas y con una gran fortuna; el otro maestro de primeras letras,
formador de la juventud en beneficio del bien público, y mendigo de su salario. Una diferencia particular
143
Torres, Agustín Joseph de. Op. Cit., pág. 2. 144
García Márquez, Gabriel. Discurso pronunciado en el acto de entrega del premio Nobel de Literatura, 1982.
que nos da cuenta de una práctica social generalizada por aquella época en la que el sacerdocio, antes que
obedecer a un llamado divino y a una profunda vocación, era una profesión, y de las más importantes. No es
extraño, entonces, encontrar que el oficio privilegiado al cual aspiraban los hijos de beneméritos principales
fuese el Ministerio pastoral, pues además de proporcionar respetabilidad social, aseguraba un buen sustento
económico. El oficio de pastor “al servicio y en aprovechamiento de las almas”, generaba en aquel tiempo
jugosas satisfacciones materiales, quizá como aliciente para sobrellevar las pesadas cargas de la fé y los
horrores de este mundo terrenal. Mientras un maestro recibía anualmente en promedio 150 pesos, “la
Parroquia del Socorro le producía a su párroco el ingreso anual de 5.000pesos...”.145 Por otro lado, “El
curato del pueblo de Ubaté que es el mayor de la Jurisdicción de Santafé... rentaba a su párroco 2.500 pesos
(...) el Curato del pueblo de Guatabita... 1.200, el Curato de Chocontá... 1.300 pesos, el Curato del caxica...
1.200 pesos...”.146
En el caso de Don Agustín, su calidad de maestro se confunde, paradójicamente, con la condición de criollo
pobre; su inclinación y persistencia en la enseñanza “al servicio” y en aprovechamiento de la juventud”, con
su condición de miseria, y su notoriedad y público reconocimiento en su oficio, con su condición de
mendigo de salario.
Pero de nuevo, al final del testamento de Don Joseph Clemente, perdíamos el rastro de Don Agustín. Sin
embargo, teníamos en nuestras manos un “monumento”, que aunque minúsculo en su tamaño, representa,
desde el punto de vista histórico, un hecho sin precedentes, constituyéndose en un verdadero acontecimiento
pedagógico para la época: la cartilla lacónica. En esta parte del relato comprobamos una vez más la estrecha
semejanza entre el trabajo documental y la búsqueda del arqueólogo: es muy extenso el terreno que hay que
145
Phelan, John Leddy. Op. Cit., pág. 55. 146
Oviedo, Basilio Vicente de. Pensamiento i noticias escogidas para utilidad de curas. Lib. X. Del Nuevo Reino de Granada, sus riquezas i
demás qualidades, i de todas sus poblaciones i curatos con específica noticia de sus gentes y gobierno, Santafé, 1761, fo1. 93r. Biblioteca de
la Real Academia de Historia de Madrid, Colección Muñoz, A-86 (4820) Ms.
recorrer y escudriñar para, en la mayoría de las veces, obtener algún minúsculo monumento que permita
continuar describiendo esa compleja red de la historia.
Una cartilla singular
La “Cartilla Lacónica” nos ofrece, al igual que todos los documentos que hemos recuperado en esta historia,
una doble dimensión: continuar la descripción de la vida del maestro Torres, y paralelamente, lanzar una
mirada hacia aquella lejana y atractiva sociedad colonial de finales del siglo XVIII. Su lectura nos permite
escuchar una vez más al maestro Agustín, pero esta vez ya no llorando sus urgencias ante el poder, sino
ahora hablando desde el ejercicio de un saber que lo afirma como maestro de primeras letras y como un
intelectual que piensa y escribe sobre su quehacer diario. La cartilla se constituye entonces en un
acontecimiento discursivo sin precedentes, para aquel momento, en el que el acto de escribir estaba
restringido a una preclara élite, y la circulación de impresos, celosamente controlada por el poder civil y
eclesiástico.
En este sentido Don Agustín representa una fisura, un quiebre que nos ofrece la ilusión del maestro como
intelectual, disputando un lugar a la ilustración criolla y española; un pliegue en la historia, una “rareza” en
aquel ámbito donde el maestro era, a pesar de todo el discurso, un personaje de tercera categoría al cual se le
había otorgado algún modesto puesto debajo del ocupado por las autoridades virreinales, por el estamento
eclesiástico y por la intelectualidad de la época, en la rigurosa pirámide jerárquica que daba forma y sentido
a la sociedad colonial. Aunque el maestro recibía también el nombre de director de escuela, su actividad
dentro de ella estaba totalmente controlada y dirigida por las autoridades civiles y eclesiásticas: a las
primeras debía su nombramiento y de ellas dependía su permanencia en el cargo, por lo tanto su
comportamiento dentro y fuera de la escuela era seguido de cerca por funcionarios del Cabildo o del
Ayuntamiento; a las segundas, debía su aprobación moral, su “bendición” como sujeto virtuoso.
Curas y burócratas definían así las condiciones morales y de saber para el ejercicio de la enseñanza: los
procedimientos, los saberes, los fines de tal oficio, y el estatuto del sujeto de la enseñanza.
Ahora bien, antes que las calidades intelectuales, los esfuerzos y méritos de un maestro, la cartilla se nos
presenta como una superficie sobre la cual aparece dibujado un saber: el saber de la arismética práctica, un
saber profundamente práctico que dice de los acontecimientos de la vida diaria por su articulación estrecha
con ellos. La incipiente actividad comercial y mercantil asociada con la ignorancia de las primeras letras y
la aritmética, por parte de la gran mayoría de la población, planteaban la necesidad de unos elementos
mínimos de instrucción para afrontar de mejor manera las actividades cotidianas, y en este sentido la
arismética práctica cumplía un papel importantísimo, pues su función, básicamente instrumental, consistía
en resolver ciertas necesidades de orden doméstico y comercial. Quizá por estos motivos Don Agustín se
empeñó en escribir su cartilla, y no otra para la enseñanza de la lectura o la escritura.
Era esta carencia, sin duda, una preocupación general de autoridades e intelectuales. En 1789, el Doctor
Don Felipe Salgar, cura párroco de la villa de San Juan de Girón, planteaba que es “por efecto del descuido
de las escuelas públicas o por el mal gobierno de ellas en los lugares donde las hay, que las personas más
elevadas carecen del conocimiento de los números y se ven obligadas a mendigar e1 auxilio de otras para
sus negocios domésticos, confiando sus secretos a quienes tal vez carezcan de la probidad necesaria para
guardarlos”.147 De ahí la necesidad de saber contar con exactitud y de “aprender los principios de la
Aritmética práctica que deberá enseñarles el maestro con toda la eficacia necesaria”.148 El cura Salgar,
aunque destaca la importancia de la aritmética en la escuela, no puede ver más allá de la utilidad práctica
que ésta representa, pues “los niños de escuela no necesitan precisamente del perfecto conocimiento de
todas las operaciones de esta ciencia, siempre será muy conveniente que aprendan al menos las cuatro
primeras, que son muy fáciles por sí, y les bastarán para el despacho de sus negocios”.149
147
A.G.N. Fondo Colegios, Tomo II, fol. 949r. El subrayado es nuestro. 148
Ibid. fol. 955r. 149
Idem.
El eje de la enseñanza de una aritmética de este tipo, no podría ser otro que el ejemplo. Antes que una
traducción simbólica que permitiera una evocación mental de la operación, el énfasis se colocaba en la
mecanización de las actividades a partir de algunos ejemplos. Y en este sentido, la cartilla lacónica es bien
ilustrativa. La resta, para tomar un caso, se presenta al lector como la forma de determinar “los restos”,
aquello que sobra después de haber pagado una deuda; “restar es quitar un número de otro mayor, o igual
para hallar la diferencia, como quitar 4 de 6, para saber la diferencia 2 ...Escríbase primero la deuda, y
debaxo la paga, de suerte que el número mayor ha de ser el primero,”150 éste depende de una cosa con la
cual pueda asociársele, siendo más importante la naturaleza de la cosa a la cual se encuentra adherido que su
conceptualización o abstracción. Antes que operaciones con números, esta aritmética centraba su interés en
las operaciones con cosas.
Si bien esta corta mirada al interior de la cartilla nos ha mostrado el saber profundamente práctico que
articulaba la enseñanza de la aritmética, vista desde su exterioridad, nos permitirá reconocerla como un
acontecimiento que rompe con el tipo de impresos editados hasta ese momento, y todavía mucho tiempo
después, en el Nuevo Reino de Granada.
De la incertidumbre
al desconcierto
En el año de 1797 salen a la luz pública nueve folletos, impresos en Santafé, dedicados especialmente a
asuntos de orden religioso, con excepción del último número del Papel Periódico de Santafé de Bogotá y la
Cartilla Lacónica de las quatro reglas de la arithmética práctica.151 Desde la aparición de la primera
150
Agustín Joseph de Torres. Op. Cit., pág. 6. 151
Con base en E. Posada, los impresos registrados en 1797 tratan de los siguientes asuntos: indulgencias a las reliquias de Tierra Santa;
Oficio del Beato Miguel Asantis (en latín); Divinos Oficios; Obra pía de Jerusalen; Novena de San Gerónimo; Novena de San Francisco de
imprenta en estos reinos, en el año de 1738, de propiedad exclusiva de los Jesuitas, hasta la publicación de
la Cartilla en 1797, sólo se había llevado a cabo la edición de algo más de un centenar de folletos, hojas
sueltas y unos pocos libros. Impresos de carácter preferentemente religioso (oraciones, novenas, sermones,
máximas morales, decretos de indulgencias, calendarios o almanaques) y otros que registraban asuntos de
gobierno (edictos, disposiciones en torno a la administración y recaudo de aguardientes y alcabalas, deberes
de los funcionarios reales tratados entre la metrópoli y otros estados, régimen de policía).
El panorama que nos brinda la revisión de los años en que fueron impresas estas obras y las temáticas que
frecuentaban, dejan entrever el estado de atraso de la ilustración en el Reino de Granada, en donde la
imprenta, “el vehículo de las luces y el conductor más seguro que las puede difundir...”152, además de haber
sido severamente controlada, se presentó como un fenómeno tardío en 1738, mientras que “en México y en
Lima empezó a funcionar desde 1535 y 1585, respectivamente, y en Lima apareció ya en 1599, en hojas
volantes, el primer periódico del Nuevo Mundo...”153.
Si bien en aquel año sale a la luz pública el primer impreso realizado en el Nuevo Reino de Granada,
consistente en una novena del Padre Ricaurte y Terreros, sólo hasta 1777 el virrey Flórez, a petición del
entonces Fiscal y Director de Estudios, Moreno y Escandón, puso en conocimiento de la Corona la
necesidad que tenía la juventud y 1os literatos de este reino de “manifestar el fruto de sus tareas por medio
de una imprenta de que han carecido”154 e indispensable además para “facilitar las órdenes circulares de
gobierno y asuntos públicos que deben ser trascendentales a todas las provincias”.155 A este efecto, solicita
Paula; Fiesta del Tránsito de Nuestra Señora; el Papel Periódico y la Cartilla Lacónica. Para una reseña más detallada ver: Posada, Eduardo.
Bibliografía Bogotana, No. l, Bogotá, Imprenta de Arboleda y Valencia, 1917-1925, págs. 131-135. 152 Camilo Torres. Memorial de Agravios o Representación del Cabildo de Santafé de Bogotá a la Suprema Junta Central de España,
Santafé, Noviembre de 1809. 153 Cristina, María Teresa. “La literatura en la Conquista y la Colonia”, en, Manual de Historia de Colombia, Tomo I, Bogotá, Procultura
S.A., 1982, pág. 516. 154
A.G.I. Audiencia de Santafé, Legajo 736 A, No. 269. Sin foliación 155
Idem.
que se provea a esta capital de una imprenta que, dentro de la sugerencia de Moreno y Escandón, entraría a
complementar las tareas de la recién creada Biblioteca Real, en donde se había logrado concentrar, en un
solo local, los fondos de las bibliotecas pertenecientes a los Jesuitas expulsos, poniéndolos a disposición del
público y “...satisfacción de los literatos que por falta de buenos libros no pocas veces privan al común de
los sazonados frutos de sus tareas...”156. Aunque el virrey Flórez había dispuesto ya a su paso por Cartagena
el traslado a Santafé de una vieja imprenta propiedad de Don Antonio Espinosa de los Monteros, logrando
“la impresión de un almanaque para que los vecinos y moradores [supiesen] los días de fiesta, vigilia y
abstinencia”157, y algunos otros asuntos de gobierno, debido a su pésimo estado, y a la necesidad de nutrirla
con “letra buena”, obtiene una sanción real en 1779 en la que se autoriza el envío, desde el puerto de Cádiz,
de “24 caxas de letras e instrumentos”158 que llegarían a Santafé solamente hasta 1782, fecha en la cual
aparecerán los primeros escritos con la leyenda “Impreso en la Imprenta Real”. Once años después, Antonio
Nariño traería una nueva tipografía bautizándola con el sugestivo nombre de Imprenta Patriótica, que una
vez confiscada dentro del proceso que se le siguió permanecería muda, abandonada en algún rincón de la
Biblioteca Real, hasta el año de 1797, fecha en la cual, bajo los designios de su nuevo dueño Don Nicolás
Calvo, sería la responsable, en compañía de la Imprenta Real, de las nueve publicaciones que salieron a la
luz en aquel año.
Paralelo al ejercicio de la censura a que eran sometidos por esta época todos los certámenes, actuaciones y
escritos de carácter público, encontramos la persistente ausencia del Estado para patrocinar cualquier evento
u obra de carácter cultural, alegando, como todavía es costumbre en nuestros tiempos, su estrechez
económica y los múltiples compromisos que desangraban los fondos de las “caxas reales”. Su interés en
estos casos, se restringía más bien al ejercicio de la censura, compartida con el poder eclesiástico, a través
de cada uno de los escalones burocráticos por los que era necesario desplazarse para obtener “licencia del
Superior Gobierno”.
156
Idem. 157
Idem. 158
Idem.
En estas circunstancias, aquel que se empeñaba en llevar a cabo cualquier tipo de publicación, actividad u
obra de carácter cultural, se veía enfrentado a asumirlo a su propio riesgo y fortuna, con la posibilidad,
siempre presente, de abandonar su intento antes de ver finalizada su empresa o en el transcurso de la misma,
absorbido, tal vez por los altos costos del papel (traído directamente de España), por los impuestos o cargas
que acarreaba, por las continuas censuras civiles y eclesiásticas, o por el sinnúmero de trámites burocráticos
que actuaban más bien como una “barrera natural” del gobierno para controlar cualquier vana intención de
alborotar los ánimos de los neogranadinos. Un complicado proceso al cual debieron someterse igualmente la
Cartilla Lacónica y el Papel Periódico.
De allí que el oficio de escribir, la posibilidad de sostener una publicación periódica, o la iniciativa de la
realización de un evento o certamen cultural, se constituía en todo un acontecimiento para la época; tareas
restringidas en la casi totalidad de los casos a los beneméritos y acaudalados señores (sin ninguna otra
preocupación más que la de asegurar su inversión), a pequeños círculos o tertulias literarias conformadas
por algunos criollos y españoles que habitualmente se nutrían del espíritu de las luces (al amparo de sus
pequeñas fortunas), o muy remotamente a un vasallo “movido por un profundo celo patriótico” (con la clara
convicción de restarle a su estipendio, un porcentaje que hiciera posible su empeño).
Un claro ejemplo del desconcierto y los riesgos que asumía aquel que se veía tentado a emprender tales
actividades, lo encontramos en Don Tomás Ramírez, acaudalado comerciante español, que habiendo
solicitado licencia para llevar a cabo lo que juzgaba sería un buen negocio, obtuvo la aprobación de la Junta
de Policía para levantar un Coliseo o Casa de comedias en la ciudad.159 Con tal empeño compró Ramírez un
159 “El 16 de febrero de 1792 concedió el virrey Espeleta a los señores José Tomás Ramírez y José Dionisio del Villar la licencia para
establecer en Santafé una “casa de comedias”, y el 2 de agosto de dicho año, los interesados obtuvieron concepto favorable de la Junta de
Policía de la ciudad, en la cual figuraban Don Antonio Nariño, Don José Manuel Pey y el oidor Alba”. Cordovez Moure, J. M.
Reminiscencias de Santafé y Bogotá, Bogotá, Compañía Grancolombiana de Ediciones S.A., (1949), pág. 48.
corral “...que demoraba cuadra y media arriba de la Plaza Mayor”160 encargando al ingeniero Domingo
Esquiaqui la construcción de la obra, siguiendo los planos del teatro de la Cruz de Madrid. Cuenta Vergara,
que el virrey Espeleta brindó abiertamente su apoyó espiritual a la obra propuesta por Ramírez, actitud muy
diferente a la asumida por el contrariado arzobispo del reino, Señor Martínez Compañón, quien una vez
agotados los recursos de su elocuencia “...llegó a ofrecerle hasta cuarenta mil pesos con tal que renunciara a
esa obra inspirada por Satanás”161. A esta actitud arzobispal, se sumaría la censura teológica, en atención a
la “moralidad” y “al bien público”, de varias comunidades religiosas, entre las cuales se destacaría la cruda
guerra contra las representaciones escénicas propiciadas desde la sacra influencia del púlpito, a través de las
“luengas y pobladas barbas” de más de un integrante de la comunidad de capuchinos.162
“No sabemos si fue Satanás o el virrey quien aconsejó a Don Tomás que desechase la propuesta”163 y que
hiciera caso omiso al fantasma de la excomunión, pero lo único cierto es que el coliseo, aún antes de haber
sido terminado completamente, abrió sus puertas hacia finales de 1793. El edificio, una construcción sólida
y amplia de mampostería que podía contener hasta 1.200 espectadores, “tenía tres órdenes de palcos, un
escenario incompleto, y la platea, en forma de herradura, medía 22,50 metros de largo por 15 de ancho”.164
En esta obra invertiría Ramírez “la gruesa suma de sesenta mil pesos”165 que muy a su pesar, significaron su
ruina, presagiada ya en un pronóstico que el arzobispo le hiciera antes de ser estrenado el coliseo: de “que
perdería toda su fortuna y que el día de mayor concurrencia se desplomaría el teatro sobre los espectadores,
dejándolos a todos sepultos bajo sus ruinas”.166 La anterior profecía se cumpliría casi al pie de la letra, pero
sólo en la primera parte, ya que en lo que respecta a la segunda, no fue posible entre otras cosas porque el
160
Vergara y Vergara, J. M. Historia de la literatura en la Nueva Granada, Tomo II, Bogotá, Banco Popular, 1974, pág. 33. 161
Idem. 162
Ibáñez, Pedro María. Op. Cit., pág. 351. 163
Vergara y Vergara, J. M. Op. Cit., pág. 33. 164
Ibáñez, Pedro María. Op. Cit. pág. 119. 165
Idem. 166
Cordovez Moure, J. M. Op. Cit., pág. 48.
“edificio se usó sin cielo raso -que se reemplazó con un lienzo, desde sus primeras representaciones”167. Por
cierto, todavía en el año de 1846, el cielo raso seguiría siendo, en palabras de Cordovez Moure “una
maravilla de los tiempos primitivos [consistente] en un gran toldo de lienzo ordinario todo manchado y
remendado, sostenido por el centro por un florón de madera dorada, del cual salían radios de cuerdas
forradas en percal amarillo y atados a las columnas de los palcos de gallinero”.168
Eran estos algunos de los riesgos y desenfados que comúnmente ocurrían a aquel que osaba empeñarse en la
realización de una obra o una actividad cultural, en cuyo propósito peligraban fortunas y surgían otras tantas
deudas. Sin embargo, este factor, unido a la falta de incentivos, a la desazón, a los improperios, y a las no
pocas censuras morales, contribuían de manera reiterada a que sus gestores claudicaran o desistieran en tal
empeño. Ésta por lo menos fue la suerte corrida por los editores de los dos periódicos que constituyen los
antecedentes más claros del surgimiento del periodismo en nuestro país: el Papel Periódico de Santafé de
Bogotá, publicado entre 1741 y 1797, y el Correo Curioso, erudito, económico y mercantil, impreso
solamente durante el año de 1801. Algunos párrafos insertos en sus diferentes ediciones dejan entrever,
desde otra perspectiva, las condiciones y obstáculos que cobijaban a aquel que se atrevía a escribir e
imprimir sus pensamientos.
El viernes 6 de Enero de 1797, la Imprenta Real publica el último número del Papel Periódico que llegaba a
su edición No. 265. Así terminaba la vida de un semanario que durante seis años había circulado en el
Nuevo Reino de Granada, con algunas interrupciones, como única publicación periódica de la época,
víctima de los avatares del naciente periodismo, foco de las críticas que recibía constantemente desde
diferentes sectores, pero fundamentalmente, de la clerecía y ahogado por las crecientes cargas económicas
que tenía que sobrellevar a falta de un mayor número de suscriptores. Su autor, haciendo eco del dolor
contenido en su pluma, catalogaba, en ese entonces, como de “triste experiencia” y “premio miserable”,
167
Ibáñez, Pedro María. Op. Cit. pág. 121. 168
Cordovez Moure, J. M. Op. Cit., pág. 49.
esos seis años de dedicación al semanario, en un epigrama que se encuentra inserto en la última edición, a
manera de epitafio, y que reza así:
“Por cumplir con la ley de la obediencia
Te pusiste a escribir ¡oh pluma mía!
Llevando a la verdad siempre por guía
Y al bien común por alma y por esencia.
¿Mas que has logrado al fin? ¡Triste experiencia!
Mil afanes sangrientos que a porfía
Te han hecho con infanda tiranía
Los hijos de la cruel malevolencia.
¡Oh infausta estrella, y premio miserable
Del que con fino amor servir procura
A este mundo despótico y variable!
Ea pues, descansa en plácida clausura
Que si duermes en ocio perdurable
Lograrás de la envidia estar segura”169
Unos años más tarde, y ya marchando el nuevo siglo, el Correo Curioso, en su edición número 26,
publicaba un artículo titulado Reflexiones del Ermitaño en donde se describen las precarias condiciones en
que se hallaba el arte de escribir y los múltiples tropiezos que deparaba su ejercicio:
169
Rodríguez, Manuel del Socorro. Papel Periódico de Santafé de Bogotá, Bogotá, Viernes 6 de enero de 1797, No. 265. B.N.C. Sala de
Investigadores.
“Nuestra decantada ilustración sólo se manifiesta por la impresión de una novena cada dos o tres
años, y si se establece un papel público para facilitar un medio costoso de comunicarnos nuestras
ideas, en lugar de protejerlo y coadyuvar a su adelantamiento se le ataca, se le combate y se procura
destruirlo, siendo lo más gracioso, que se toma por pretexto el honor del reino”.170
El periódico se publicaría durante cuatro meses más, alcanzando la edición No. 46. A pesar de sus continuos
llamados al público lector sobre la importancia de la labor periodística y la urgente necesidad de obtener el
mínimo de suscriptores para sufragar los costos de su impresión, este periódico, que recibió entre sus
páginas al recién nacido siglo XIX, llegó a su final en diciembre de 1801, no habiendo podido celebrar su
primer aniversario. Era esta la muerte de aquel registro histórico que nos había incitado a escribir esta
historia, y nada mejor que las siguientes líneas, escritas algunos meses antes de su deceso, tal vez
presagiando su corto destino, para darnos cuenta de las causas que ahogaron este interesante intento
periodístico:
“La negra envidia de unos, de otros la jactancia y vana presunción de saber, la crasísima
ignorancia de algunos y la decidida inacción de tantos, han atacado en sus propias trincheras a
nuestro “Correo Curioso”, durante la primera suscripción; ahora en la segunda lo quieren coger
por hambre, porque de esta ciudad apenas hay efectivos diez y siete suscriptores. Y aunque muchos
dicen que estamos perdiendo el tiempo y nosotros vemos que estamos perdiendo el dinero, con todo
hemos determinado seguir haciendo el glorioso sacrificio de nuestro trabajo e intereses, porque
aunque no se expenda un ejemplar, los montones de ellos que queden rezagados serán para la
posteridad monumentos irrefragables de nuestro patriotismo y prueba convincente del egoísmo
actual, que es la leche inficionada que está mamando el infeliz recién nacido siglo décimo nono”.171
170
“Reflexiones de un Ermitaño”, en, Correo Curioso erudito, económico y mercantil de la ciudad de Santafé de Bogotá, Bogotá, martes 11
de Agosto de 1801, No. 26. B.N.C. Sala de Investigadores. Fondo Pineda. No. 769, pág. 101-103. 171
Ibid.
La muerte del Correo Curioso coincide con el ocaso de este capítulo. Después de 1801, encontraríamos dos
informaciones referidas al maestro Torres. La primera consistía en una escritura pública fechada el 9 de
septiembre de 1806, en donde “...da en venta real y enajenación perpetua desde aora y por siempre jamás
[...] una casa de tapia y teja baja cituada en la Parroquia de San Victorino, en el Camino Real como quien va
para la Alameda [...] la qual huvo por herencia de su lexitima hija doña Ma. Ambrosia de Torres, quien
falleció en esta capital sin subcesión lexitima ni marital como es público y notorio...”.172
La segunda, nos condujo de la incertidumbre de estas páginas borrosas al desconcierto de tener que pensar
de nuevo esta historia: en uno de los 1.249 legajos que componen la sección Gobierno del Distrito
Audiencial de Santafé del Archivo General de Indias en Sevilla (España), reposa una “lista de los
expedientes que se hallan pendientes en la mesa del Rey”, correspondiente al año de 1806, dentro de la cual
alcanzamos a distinguir la siguiente reseña: “sobre el socorro que solicita Don Agustín de Torres Maestro
de Primeras Letras de Santafé...”.173
Entre la zozobra y el terror: Morillo en Santafé
Próximos a celebrar un año más del Grito de Independencia y el advenimiento de la Primera República
ocurrido un 20 de julio, no pocos santafareños testigos ya de la inestabilidad de las Provincias Unidas, de la
guerra intestina desatada durante estos años y las disputas sobre territorios y legitmidades, entraron en
pánico y permanente zozobra ante las noticias, la mayoría pesimistas, sobre la avanzada de las tropas
172 A.G.N. Notaría 1ª., 1793-1806, fol. 90r.
Doña Ma. Ambrosia fue una de las doncellas a quienes se refería el maestro Torres en sus reiteradas solicitudes por un socorro de limosna.
El hecho que haya muerto sin esposo e hijos nos hace pensar en la imposibilidad que tuvo su padre para cumplir siquiera con la necesaria e
indispensable dote requerida para asegurarle a su hija el derecho al sacramento del matrimonio. 173
A.G.I. Audiencia de Santafé, Legajo 731. Sin foliación.
realistas dirigidas por el General en Jefe, Don Pablo Morillo, llamado también El Pacificador, quien había
desembarcado a principios de 1815 en territorio americano, primero en las Islas Margaritas, doblegando un
importante reducto patriota, para seguir luego a Caracas. Y entonces llegó la noticia.
Se trataba de la primera proclama de Morillo dirigida a los pobladores del Nuevo Reino, que hubo de armar
todo un torbellino de recriminaciones y temores, pero ante todo de pánico, por el inminente desenlace, lo
cual no era para menos. De hecho, ya en La Bagatela, Nariño advertía una realidad que estaba por tocar a la
puerta de todos, no importaba procedencia, caudal, ni casta.174
“¿Habrá todavía almas tan crédulas que piensen escapar del cuchillo si volvemos a ser
subyugados? Que no se engañen. Somos insurgentes, rebeldes, traidores, y a los traidores, a los
insurgentes y a los rebeldes se les castiga como a tales. Desengañense los hipócritas que nos
rodean, caerán sin misericordia bajo la espada de la venganza, porque nuestros conquistadores
no vendrán a disputar con palabras como nosotros, sino que segarán las dos yerbas sin
detenerse a examinar y apartar la buena de la mala. Morirán todos, y el que sobreviviere sólo
conservara su miserable existencia para llorar al padre, al hermano, al hijo o al marido.” (La
Bagatela, 19 de septiembre de 1811)
Tendiendo un cerco cada vez más envolvente sobre Santafé, bastión y cuna de la revolución, la proclama de
Morillo buscaba minar lealtades y obnubilar a los nacientes ciudadanos, especialmente a aquellos que
añoraban todavía, condición de vasallos, anteponiendo para tal efecto, la voluntad y autoridad regia.
Firmada el 17 de mayo de 1815, Morillo se dirige a los habitantes del Nuevo Reino de Granada, en los
siguientes términos:
174
La Bagatela, una breve hoja fundada el 14 de junio de 1811 por Antonio Nariño, se constituyó en una de sus más contundentes armas
políticas, desde la cual asumió gran parte de su crítica al naciente gobierno, a su negativa romper de manera integral con España y
denunciar la inconveniencia de un sistema federal.
“Disensiones promovidas por la ambición de algunos pocos, os separaron de la obediencia del rey.
La voluntad vuestra no era esa; pero la falta de energía para oponeros a los malvados, os cuesta ya
bien caro, sufriendo los mismos horrores que los desgraciados de Venezuela, y por la propia mano.
Escarmentad con el ejemplo de los desdichados. En breve estaré en medio de vosotros con un
ejército que ha sido siempre el terror de los enemigos del soberano; entonces gozaréis de la
tranquilidad que ya disfrutan estas provincias. Apresuraos a arrojar de entre vosotros a los autores
de vuestros males: a aquellos hombres que viven y gozan de la desgracia universal. Desaparezcan
esos miserables de la vista de unas tropas que no vienen a verter la sangre de sus hermanos, ni aún
de los malvados si se puede evitar, como ya lo habéis visto en Margarita. Ellas protegerán al débil
y sepultarán los sediciosos. Vosotros acusaréis mi tardanza: pero es preciso dejar estas provincias
de modo que por algún tiempo no necesiten de mi presencia, y en situación de no seros gravoso de
manera alguna. Me lisonjeo de que aprovecharéis mi venida y os reuniréis alrededor del trono del
más deseado de los reyes y entonces cesarán vuestros males. Caracas 17 de mayo de 1815. El
General en jefe, Morillo.”175
Cobarde e hipócrita benevolencia con un pueblo que en su momento habría de doblegar ante el poder que
representaba, subyugándolo y pasando al cadalso a todo insurgente, rebelde, traidor, o a cualquiera sobre el
cual recayera la más mínima sospecha, por público testimonio o furtiva delación. Así estaba previsto y así se
hizo. 176
175
Díaz Díaz, Oswaldo. “La reconquista española: Invasión pacificadora – Régimen del terror – Mártires, conspiradores y guerrilleros
(1815-1817)”, en, Historia Extensa de Colombia, vol. VI, t. I, Bogotá, Ediciones Lerner, 1964, pág. 39.
El 6 de mayo de 1816, un año después de la anterior proclama, entraron las tropas realistas a Santafé de
Bogotá bajo el mando del comandante general Miguel de La Torre177
, experimentado oficial español, sobre
el cual los habitantes de Santafé habían desatado un cierto sentimiento de confianza y optimismo por el
indulto prometido desde Zipaquirá, dos días antes de verificar su entrada en la capital. Transcribimos aquel
documento en su totalidad, ante todo porque muestra la génesis de las prácticas de delación, algunas veces
recompensada en metálico, y que hoy por hoy, constituyen la vanguardia de nuestros modernos sistemas
judiciales; por otro lado, este documento deja entrever, por un efecto sutil de ingenuidad no sabemos si
patriótica o de tozudez endémica de los criollos y paisanos, las prácticas y procedimientos que habrían de
diluir aquel sentimiento esperanzador de los habitantes de Santafé y que a la postre significó una verdadera
sentencia de muerte:
“Americanos: El excelentísimo señor general en jefe Pablo Morillo, destinado por el soberano
para pacificar esta vasta región de sus dominios, me ha confiado el mando del ejército oriental
del Magdalena; constituido por este empleo a obtener la satisfacción de gobernar un territorio
desolado por unos malvados, que so color de amor a la patria la han aniquilado y destruido
hasta el extremo en que yace; y usando de las facultades que S.E. me concede, como fiel
intérprete de las piadosas intenciones del rey nuestro señor, quiero antes de ensangrentar mis
bayonetas, haceros partícipes del último indulto que ofrezco. Todos los sargentos, cabos y
soldados, empleados de hacienda y demás cargos civiles, que deponiendo sus armas y actual
servicio vuelvan a los pueblos de su domicilio a ejercitarse con toda seguridad en sus antiguas
profesiones, se harán acreedores a esta gracia, y merecerán el perdón de su extravío. Indulto
también a todos los oficiales desde capitán inclusive abajo, siempre que algún servicio
extraordinario les purgue del feo borrón que han contraído, como aprehender y presentar al
general o jefe que los mande; descubrir un depósito de armas o municiones en gran número;
177
La Torre fue uno de los expedicionarios de más larga trayectoria. Participó en el Sitio de Cartagena y en febrero de 1816 recibió el
mando de la que Morillo llamó División del Oriente del Magdalena, integrada por el regimiento de infantería de La Victoria, un escuadrón
de artillería volante, una compañía de húsares y otras compañías sueltas de distintas unidades. (Ver: Ibid., pág. 61)
presentarse con la tropa armada, el capitán con el completo de su compañía; el teniente, con la
mitad, y el subteniente con la cuarta, reputándose el completo de ella por cien hombres. El
soldado de caballería o infantería que se presente con sus armas o caballos recibirá, además,
una gratificación en metálico. Los esclavos que aseguren y presenten algún cabecilla o jefe
revolucionario a quien pertenezcan, se les concederá su libertad, una gratificación pecuniaria y
además serán condenados conforme al mérito que contraigan con la prisión del sujeto. Conferiré
distinciones y prerrogativas a todos los ayuntamientos, que excitando en los pueblos el noble
deseo de destruir los enemigos del rey, persigan a los contumaces y revoltosos hasta lograr su
aprehensión, elevando hasta el trono tales pruebas de adhesión, para que la majestad conozca
afecto tan señalado, ofreciendo a los aprehensores una suma proporcionada a la persona
capturada. Por último: muy particularmente se premiará la persecución de aquellos malvados
cuyos hechos sanguinarios o sediciosos los hagan señalar de entre los demás; haciéndose
acreedoras las corporaciones o personas que logren aprehender a estos corifeos, no sólo a la
consideración que testifiquen su lealtad y recompensen sus méritos. Estas generosas
proposiciones, que en medio de 6.000 vencedoras bayonetas pronuncio, podrán convenceros que
ningún género de temor me las hace proclamar; y sí sólo el ardiente deseo de restituir aquella
tranquilidad que respira todo vasallo protegido por nuestras leyes. Preguntad a los pueblos por
donde ha transitado mi ejército, los mismos pueblos que los bandidos de Serviez178
han
saqueado sin perdonar lo más sagrado y recóndito de los templos; preguntadles qué conducta ha
observado: no hay esposa ni madre que no llore la perdida de un hijo, cuando ve en su casa
alojado un español, y deponiendo su fuerza militar se entretiene en consolarla; jóvenes esposas
clamad vuestro llanto y vivid persuadidas que vuestros consortes arrancados del lecho nupcial
por la crueldad y el despotismo de los que los gobiernan, volverán a enlazarse con indisoluble
vínculo, luego que sepan esta invitación que les hago en nombre del rey nuestro señor Don
Fernando VII. Zipaquirá, 4 de mayo de 1816. El Comandante General Miguel de la Torre.” 179
178
Oficial patriota de origen francés, al servicio de las fuerzas de las Provincias Unidas. 179
Ibid., pág. 66-67.
Morillo entró en la capital, de soslayo y a hurtadillas según cuentan, el 26 de mayo por la noche, víspera de
la solemne y efusiva recepción que los atemorizados habitantes de la capital le tenían preparada,
apaciguados un tanto por la conducta y benevolencia que había manifestado de La Torre. Pero no bien pisó
las calles santafereñas engalanadas para su recepción, determinó la detención y captura de todos los
implicados en la revolución, reprendió a La Torre y Calzada por admitir obsequios de sus moradores y no
haber reducido a prisión a todos los insurgentes o rebeldes. Y como era de esperarse, declaró nulo el indulto
hecho por La Torre en Zipaquirá “que sólo sirvió para engañar a los crédulos”, como ya había ocurrido con
las capitulaciones firmadas entre el gobierno español y los comuneros, en el siglo anterior. Las seis mil
bayonetas blandían ahora en el horizonte de la altiplanicie.
Las ejecuciones en la capital se iniciaron a la semana de haber entrado Morillo a ella. Para el 10 de julio ya
habían sido ejecutados Ignacio Vargas, José de la Cruz Contreras, José María Carbonell, Jorge Tadeo
Lozano y otros. Después seguirían Francisco José de Caldas, Camilo Torres y muchos otros.
Pero las ejecuciones no lo eran todo. No bastaba con eliminar al enemigo, se necesitaba hurgar en la vida
pública y privada, atrapar en la urdimbre documental, tan propia de la burocracia indiana, a todos y cada
uno de los implicados, así no tuviesen nada que ver. La maquinaria de represión en la Nueva Granada
organizada por Morillo se compuso de cinco instrumentos: a) Consejos de Guerra, b) Consejo de
Purificación, c) Junta de secuestros, d) Aplicación de fuero castrense a sacerdotes rebeldes con omisión de
su fuero eclesiástico, y e) Restablecimiento del santo oficio de la inquisición.180
En Santafé el Consejo de
Guerra sesionó de manera permanente y aún no daba tregua. El Consejo de Purificación estaba encargado de
calificar la conducta de los individuos y determinar su participación en la insurgencia. Por su parte, la Junta
de Secuestros, se ocupaba de incautar bienes, aplicándolos a la Corona y al sostenimiento de la expedición
“pacificadora”. 180
Ibid., pág. 101.
En el caso del Consejo de Purificación se presentaron casi exclusivamente los empleados públicos para
poder, con ese requisito, continuar en el goce de sus cargos. “Muchos de ellos eran reconocidos realistas,
[los cuales] salieron bien librados y continuaron desempeñando sus empleos; otros fueron suspendidos pero
no perdieron la libertad ni sufrieron sanción pecuniaria, pero la gran mayoría tuvo que pagar multas más o
menos cuantiosas.”181
A quien llenaba todos los requisitos y pasaba la prueba de purificación se le expedía
un documento llamado cédula de inmunidad o pasaporte.
En este momento, y en virtud de una nueva solicitud de sueldo como maestro público, Don Agustín Joseph
de Torres aparece nuevamente en escena.
El Maestro Torres ante el Consejo de Purificación
Del grito de independencia y la euforia de los primeros años de fugaz República sólo quedaba el susurro y el
lamento. Extirpadas las voces patriotas e impuesto el régimen del terror, la vida cotidiana de Santafé, ahora
vestida de luto, se hallaba como suspendida en el limbo. No se sabía qué destino podía correrse. Los papeles
de gobierno que daban cuenta de la participación en cargos, no habían sido destruidos, por olvido o
confianza, y aquellos se encontraban en poder de los realistas. Cualquiera podía ser objeto de denuncia; las
noticias secretas y los rumores se confundían en estos tiempos obscuros. Sin Presidente ni Congreso, ni
Virrey, ni Real Audiencia, la única forma de gobierno descansaba en los designios y “buen sentido” de
Morillo, quien por delegación expresa del Rey, tenía el encargo, muy honroso por cierto, de no dejar la
menor duda en estos vasallos tórridos y díscolos sobre a quién debían obediencia y respeto.
181
Ibid., pág. 115
De tal suerte, además de la arrogancia peninsular paseándose y husmeando la procedencia y calidades de los
vecinos de Santafé, esta ciudad, como todas las de la abortada república, fueron testigas del levantamiento
de cadalsos en sitios públicos a la vista y escarmiento de todos. Aquellos que se salvaron de la horca o el
fusilamiento, enfrentarían penas de destierro, penas corporales o trabajos forzados. Otros quedaron a la
espera de un destino ya fuese en hospitales, maestranzas o dependencias militares.
De nadie se podía confiar. Todos debían comprobar, ante el régimen instaurado, su lealtad al trono. Y
obviamente, Don Agustín Joseph de Torres, maestro público, no podía ser la excepción. Ante tales
circunstancias, ya nuestro maestro había tomado algunas medidas ajustadas a los tiempos de reconquista, y
previas a su presentación ante el Consejo de Purificación. El 18 de junio de 1816, un mes después de
haberse cumplido la entrada de las tropas realistas en Santafé, obtenía del escribano público del número, una
certificación en la cual dicho funcionario daba crédito sobre su conducta, celo y aplicación, “sin que se le
haya notado interbención, cedición, ni empleo alguno en la anterior rebolución...(sic)”182
Posteriormente, en
noviembre 28 del mismo año, el Contador Mayor Don Martín Urdaneta certificaba la probidad del referido
maestro, a solicitud del mismo, y para efectos de lo que en lo futuro le pudiera convenir.
Sería en enero de 1817, cuando ya se había cumplido la retirada de la capital de Morillo y se habían
apaciguado un tanto los ánimos, que el maestro Torres, como ya era su costumbre de vieja data, se llenaba
de valor para dirigir una nueva representación a la autoridad suprema en ese momento, es decir, al
Gobernador y Capitán General Juan Sámano, cuyo objeto se centra en dos puntos centrales:
en primer lugar, y argumentado los ya 40 años de ejercicio continuo en el magisterio de las primeras letras,
hace alusión a los 400 pesos de dotación que dicho cargo tenía sobre el ramo de las temporalidades.
Habiendo la escuela cesado en sus actividades “desde el 6 de mayo pasado de 816 en que las tropas Reales
ocuparon los Colegios en donde está situada” requiere el maestro, alegando su desempeño, dilatada familia
182
A.G.N. Sección República, Fondo Ministerio de Instrucción Pública, fol. 1r.
y pobreza, el pago del tercio que tiene devengado de enero, febrero, marzo y abril, como también la
continuación de la enseñanza.
En segundo lugar, “y en atención a lo arruinado de trastes y adorno de la escuela en qe ha quedado por
haberse echo caballeriza pa la tropa se sirva V
sa mandar a un comisionado q
e la registre y que se repare de
los reditos qe han caido desde el dho 6 de mayo proximo pasado hasta el presente ... 1817 ...”
183
Seguramente, los años que nos ocupan están teñidos de crónicas sobre hazañas, batallas y guerras en el
terreno militar. Pero lo que nos está mostrando aquí Joseph, ya anciano, no puede ser interpretado solamente
como un alegato de sueldo, que de por si podría catalogarse de imposible, en un momento de escasez de
recursos y guerra total. Lo interesante de esta representación es su tesón por dar continuidad a su ejercicio y
recuperar para la enseñanza un espacio usurpado para caballeriza de un regimiento armado.
Ante ésta solicitud, que pasa de Sámano al Fiscal y de aquel al Oficial Real, consultando si existen recursos,
se responderá como ya era de suponerse, con una negativa, ya que “no existen fondos ni para el pago de
tropas”. Una respuesta, que por cierto no cejó al maestro Torres en su empeño, como lo vamos a ver
posteriormente, y que en el entretanto lo colocó de frente al Consejo de Purificación, según observación
hecha por el Oficial Real, quien argumentara que aunque hubiese fondos, el sujeto en cuestión tendría que
justificar “su indemnización y purificación, según se le ha practicado con los demás empleados”184
... Que es honrado, timorato, recogido y de gesto pacífico
De nada valió la presentación de los testimonios ya recogidos por el maestro Torres, del Contador y del
Escribano, ni tampoco las certificaciones del Escribano del Número Eugenio Elorza y ni del escribano
actual de gobierno, Vicente de Roxas. Se tenía que cumplir con un procedimiento, valga decir, instruyendo
183
Ibid., fol. 3. 184
Ibid., fol. 4.
su solicitud en forma. Tres eran las preguntas que debían contestar y tres eran los testigos que debían
presentarse ante un fiscal o la persona que determinase el Gobernador.
Las preguntas fueron las siguientes:
“1º Si me conocen de vista, trato y comunicacion, honradez y conducta en 40 años qe ha que
sirvo la escuela de primeras letras con aprobacion de S.M.
2º Si saben qe no he tenido otra ocupación q
e la referida en q
e me he portado con celo y
aplicacion en servo de Dios y del Rey
3º Si les consta de publico y notorio qe
xamas haya tenido interbencion, comision, ni adepcion
alguna en la pasada insurgencia”185
Tres fueron entonces los testigos que presentó el Maestro Torres: Félix Lotero, Don José María Zapata y
Porras y Don Lorenzo Pacheco y Sea. El testimonio del primero de ellos, reza lo siguiente:
“... y siendo por el tenor del interrogatorio que motiva esta diligencia dixo:
A la primera pregunta: Que conoce al que lo presenta, de vista, trato y comunicación ha muchos
años. Que cuando vino el declarante a esta capital, ya se hallaba empleado en ella de Maestro
de Primeras Letras en la Escuela denominada San Carlos, en cuyo exercicio ha oydo con
generalidad se ha mantenido con notorio aprovechamiento de crecido numero de jóvenes, poco
después del extrañamiento de los Jesuitas. Que ignora si tiene o no aprobación de su magesad,
pero que su posecion ha sido quieta y pacifica hasta ahora pocos meses que las tropas del Rey
ocuparon para su alojamiento las piezas destinadas a las Aulas en cuyo edificio estaba
comprehendida la escuela y responde,
185
Ibid., fol. 6r.
A la segunda: Que es cierto todo su contenido, expresado ya en mucha parte en la anterior
respuesta; y añade en esta que el que lo presenta, es notoriamte tenido y reputado p
r hombre
pacifico, recogido y timorato y responde,
A la tercera: que en obsequio de la verdad y de la justicia puede asegurar qe en todo el tiempo de
la rebolucion no ha oydo, ni sabido qe D
n Agustin de Torres se haya mesclado en lo mas minimo
de estos negocios en qe directa o indirectam
te hubiese ofendido respetos justam
te devidos a la
soberania y sus ministros ...” (fols. 7r-7v)
Los testimonios de Don José María Zapata y Porras y de Don Lorenzo Pacheco y Sea, ratifican la conducta
arreglada, la juiciocidad y el ser notoriamente timorato, condiciones que, según los declarantes, le han
separado de conversaciones, papeles y de todo lo demás que de algún modo pudiera obrar a su opinión y
buen nombre.186
Estas consideraciones sobre las calidades del maestro Torres, serán planteadas igualmente
por Don Eugenio de Elorza (Escribano Público del Número) y Don Vicente de Roxas (Encargado del
Despacho de asuntos de gobierno de la Provincia) en donde en consideración al maestro describen su
conducta, palabras más, palabras menos, como la de un buen realista.
El 11 de marzo de 1817, Sámano declara al maestro acreedor a los sueldos que demanda y autoriza las
consultas para hacer efectiva la refacción de la escuela. Y no hubiera podido ser de otra manera, ante tan
“superabundantes pruebas” como bien lo expresa Don Joseph de Torres en una nueva representación ante el
Gobernador y Capitán General Sámano un mes después, solicitando permiso para que la escuela funcione
provisionalmente en su casa de habitación, mientras se repara la propia.
Y Sámano aceptó, remitiendo el expediente al Síndico Procurador General para que promoviera lo
conveniente a la refacción de la escuela de primeras letras. Don Agustín iba ganando sus pequeñas batallas
ante uno de los más temidos y rudos oficiales españoles, quien devino en Gobernador y Capitán General por
las circunstancias de la guerra, y quien generara la situación de hecho en la Provincia de Popayán que 186
Ver: Ibid., fol. 8r.
motivó la decisión de Nariño de renunciar a la Presidencia y liderar el ejército del sur para recuperar estos
territorios.
Juan Sámano: su procedencia y destino
La relación de Sámano con el Nuevo Reino de Granada data de 1782 cuando arribó por primera vez a estas
tierras. Entre ires y venires, vuelve a desembarcar en 1794 en Cartagena y se conocen actuaciones
documentadas en Santafé.187
Entre 1805 y 1809 se desempeñó como gobernador de la Provincia de
Riohacha. Como lo comentara Morillo en un oficio reservado dirigido al Ministerio de Guerra en 31 de
agosto de 1816: “Desde antes de la revolución que hizo deponer al virrey Amar, era Sámano conocido por la
rígidez de sus costumbres, conocimientos militares y carácter inflexible contra los malos. Aquí (Santafé) es
temido y todos convienen en que si se le hubiera dejado obrar, no hubiera habido revolución).”188
Como lo refieren las crónicas de la época, Sámano tuvo formado y municiado el batallón auxiliar en el patio
del cuartel, pero el virrey no quiso disponer de la fuerza. “Al día siguiente, y según lo resuelto en esa
memorable ocasión, las tropas de la guarnición debían jurar el nuevo gobierno, Sámano lo hizo así pero a
regañadientes, ya que el día 25 la Suprema Junta de Santafé le extendió pasaporte a solicitud propia, y para
comienzos de 1811 se hallaba de nuevo en España.”189
Después participa en la toma de Quito y varias
batallas en la Presidencia de Quito, y posteriormente es encargado por Don Toribio Montes de la
reconquista de Popayán.
El 30 de diciembre de 1813, Nariño, Presidente de Cundinamarca y general en jefe del ejército del sur,
infringe una grave derrota a Sámano, haciéndolo abandonar Popayán. En Calibío se cumple otro
187
“... el 9 de noviembre de 1794, según Oswaldo Díaz Díaz, se hallaba al frente de su unidad de batallón en Santafé, Tanto así que en mayo
de 1798 denuncia al virrey como un hecho arbitrario, el que el alcalde de segundo voto, don Lorenzo Marroquín, haya arrestado a un recluta
del Auxiliar. 188
Díaz Díaz, Oswaldo. Op Cit., pág. 83. 189
Idem.
enfrentamiento el 15 de enero de 1814, del cual también sale derrotado Sámano, quien se refugia en Pasto.
Después es relevado del mando por Montes, y mandado a Panamá, tránsito en el cual es apresado por los
patriotas. Sin saberse a ciencia cierta si fue liberado por los realistas o dejado en libertad por los patriotas,
aparece nuevamente en Quito. Sucedida la derrota del jefe español Aparicio Vidaurrázaga se le presentó
otra oportunidad y fue enviado nuevamente a Pasto, ciudad leal a los realistas y después de reconquistar
Popayán, llega a Santafé a reemplazar en el mando a Morillo, quien le concede amplias facultades que le
permitieron continuar con los procedimientos del General en Jefe, hasta recrudecerlos cuando comenzaron a
aflorar los primeros brotes de deserción y sedición oculta en el país, aquellos que llevaron a Policarpa
Salavarrieta al cadalso.
Y es este mismo personaje ante el cual, el maestro Torres interpone y gana.
... para que mirándolas los niños por modo de distracción se les imprima su objeto
Con cargo al Fondo de Temporalidades, Sámano, siguiendo los conceptos del Síndico Procurador General,
aprueba la refacción de la escuela, que según el cálculo de los peritos Nicolás León (maestro Albañil) y
Leonardo Salgado (maestro de Carpintería), se elevaba a 350 pesos. El 18 de mayo de 1818, un año después
de decretada la refacción, y ante las incomodidades de la enseñanza provisional en la casa de habitación,
Don Agustín Joseph de Torres recibe las llaves de la escuela ya restaurada, entrega que se había dilatado sin
justificación durante todo este tiempo.
Las novedades en mobiliario y arreglos del sitio ocupado por las tropas y utilizado como caballeriza, debió
dejar absortos y con la boca abierta tanto a maestro como a discípulos. De tales cambios da cuenta Don
Agustín en un documento que como ningún otro nos brinda una imagen certera de la distribución,
ornamentación y organización del espacio escolar, ya en el umbral de la colonia:
“Razon de los reparos y composicion de la Escuela de primeras letras para su seguimiento en
la enseñanza y direccion de Don Francisco Domínguez como comisionado del Superior
Gobierno en la forma siguiente:
Primeramente se enladrilló toda la escuela
Item se blanquearon sus quatro paredes
Item se hizo un Alteron con su mesa y silla de sentarse para el Maestro a cuyos lados se hicieron
asientos de madera de dos ordenes para los niños de distinción y aplicación
Item se hizo el Altar nuevo colocando la imagen de la Santísima Trinidad antigua con su marco
de yeso y San Casiano como Patrono de la escuela.
Item se renobó y limpió dicha imagen y los santos de San Ignacio y San Francisco Xavier que se
colocaron con su gotera encima del asiento del maestro
Item se colocaron en el Altar los dos niños San Justo y San Pastor limpios y aseados en sus
repisas de yeso
Item se refaccionaron 5 estantes de escribir con sus bastidores nuevos para muestras igualmente
los bancos de sentarse que se compusieron
Item un escaño nuevo de madera en que se podran sentar 6 niños cartilleros
Item se hizo un bastidor de la ventana frente al Maestro de vidrieras para la mejor luz como
estaba antes
Item se gravaron en las paredes letras distintas del Alabado para que mirandolas los niños por
modo de distracción se les imprima su objeto
Item en las paredes de arriba y el cuerpo de una pared de las principales se hicieron manzanas
de maderas para poner los sombreros y capas
Item en la puerta de dicha escuela se le puso chapa y llabe y un cerrojo abajo todo de buen gusto
y seguridad
Item un escañito de madera para sentarse el portero
Item en la puerta de la calle se le puso chapa llabe cerrojo de fierro y un pasamano de madera
Item se me entregó la llabe de la Escuela por mano de Don Francisco Roxas Oficial de la
Escribanía de Gobierno. Y para que conste doy y firmo la dicha razon en Santafe a 12 de mayo
de 1818.
Agustin Josef de Torres190
De la solicitud que nunca presentó y su jubilación por decreto, ya en la República
Teniendo sobre sus hombros más de cuarenta y dos años de ejercicio como maestro Público, desde 1818
comienza a considerarse la posibilidad de promover la jubilación de Don Agustín Joseph de Torres,
jubilación que él nunca solicitó y que fue promovida, paradójicamente, por su persistencia en ejercicio de la
enseñanza. Eso fue lo que sucedió cuando el maestro Torres, preocupado por la demora en la entrega de la
escuela, escribió una más de sus misivas, pero esta vez en un tono enérgico que contrasta con su tradicional
acento suplicante. El 3 de abril de 1818, casi un año después de ordenarse la refacción de la escuela, Don
Agustín se dirige al General en Jefe, Juan Sámano, en los siguientes términos:
“... se sirvio la justificacion de V.E. por tres decretos de 20 de Febrero, 11 de Marzo y 11 de Abril
del año pasado de 1817 declararme acreedor a dicha Escuela y sueldos de su dotacion, y que se
entregase el Expediente al Procurador Gral. Dn Francisco Dominguez para que concurriese a la
composicion y reparos de ella. En efecto a poco tiempo se compuso dicha escuela. Mas habiendole
recombenido, por mi y muchas personas por la llabe haciendole presente la incomodidad de la
enseñanza provisional en mi casa, la de los padres de familia que anelan por sus hijos; a vista de
tan enorme y estraña dilacion de un año que se cumple este 11 de Abril del presente año de 1818,
suplico a la piedad de V.E. se sirva mandar a dicho Dn Francisco Dominguez que en el acto
entregue la llabe de dicha Escuela para seguir en la enseñanza y cumplir con las sabias
190
A.G.N. Sección República, Fondo Ministerio de Instrucción Pública, fol. 326
providencias de V.E...”191
Ante la contundencia de los argumentos de Don Agustín, el Síndico Procurador General se vio en la
obligación de explicar su actitud, aclarando que “no se concluyo la obra con la presipitud que era necesaria
porque se presentaron varias dificultades al efecto y no se le entrego la llabe al maestro por lo mismo y no
por una negativa como quiso suponer...”192
La denuncia de la negligencia del alto funcionario virreinal en el
cumplimiento de tan importantes ordenes superiores, colocaría al maestro Torres como blanco de la furia
del Síndico Procurador, quien no tardó en dar los primeros pasos para vengar tan alevosa actitud de un
funcionario de menor destino. No bien entregó las llaves de la nueva escuela, procedió a escribir dos notas a
Sámano: en una de ellas, de manera premeditada y en tono confuso, insinuó la necesidad de jubilar a Don
Agustín; en la otra, aprovechando la remisión formal de la entrega de las llaves de la escuela, propuso que
se pasara el expediente en cuestión al Ilustre Cabildo para que aquél, como patrono de la escuela,
estableciera las reglas y método a las cuales debería someterse el maestro “que estuviese a cargo de la
escuela”.
Con estos comentarios, pensaba el Síndico resarcir su honor y poner en regla al insolente maestro. Pero por
aquellos juegos del azar y de la buena estrella que acompañó a nuestro ya anciano maestro, quiso el destino
jugarle una mala pasada al negligente funcionario: el Ilustre Cabildo, al leer la nota del Síndico, manifestó
su sorpresa ante tamaña sugerencia, y en una extensa misiva de respuesta, dejo en claro la importancia de
mantener a Don Agustín en la enseñanza y la impertinencia de la solicitud del Procurador:
“...estando D. Agustin de Torres en aptitud de poder desempeñar el destino de Maestro de
primeras letras, y sin que haya cometido falta alguna en el exercicio de esas funciones, sin
injuria no se le podría separar de el. Por muchos años ha servido con honradez y con aplicación
y sus tareas y trabajo han sido provechosas al publico por la educacion que de el han recibido
191
Idem. 192
Ibid., fol. 327
los niños a quienes ha enseñado a leer a escribir y los primeros rudimentos de la religion. Él no
ha pretendido que se le jubile, y antes bien ha solicitado se le entreguen las llaves de la escuela
para seguir en su antiguo exercicio. Por esto, y por que no hay ramo de donde se deduzca la
extemporanea jubilacion que el Procurador quiere... debe declararse sin lugar tal pretension
como opuesta a lo que el mismo representa.”193
Pero los argumentos del Cabildo no se quedaron allí. Ante la otra pretensión del Procurador, aquella referida
a la necesidad de establecer las reglas y el método para sujetar el ejercicio del maestro, los cabildantes
señalan enfáticamente:
“... en quanto a la distribucion de las horas, y de las clases de discipulos el Maestro es quien debe
hacerlo, como que inmediato de ellos conoce las ventajas que van adquiriendo, su capacidad, y
por consiguiente el trabajo de que sean susceptibles y la clase a que deban abscribirse.”194
Este será el último rastro del maestro Torres bajo el régimen español. Don Agustín, un realista y noble
vasallo, ajeno a cualquier acto en contra de la dignidad de su majestad, pero persistente en la defensa de su
escuela y su dignidad como maestro, ya en la recién fundada república, y por las paradojas del destino,
resultó ser catalogado como buen patriota, y recibió en el año de 1820, sin haberlo solicitado, y bajo las
rúbricas de los nuevos gobernantes, su jubilación con una asignación de 150 pesos. Quizás los nuevos
patriotas, ante la notoriedad de la labor de aquel anciano maestro, tuvieron un gesto de piedad y a pesar de
conocer sus afectos realistas, optaron por retirarlo de la mejor manera, sin manchar su dignidad y decoro.
Así parece mostrarlo la solicitud que hiciera el Ministro del Interior el 6 de abril de 1820:
El M.I.A. persuadido de que uno de sus principales deberes es promover la educación de la
193
Ibid., fol. 330 194
Ibid., fol. 330
juventud, ha acordado en Acta de 5 del corriente se represente por mi ante Su Excelencia, la
necesidad de que se provea la escuela de un maestro. El Señor Agustín Torres a pesar de haber
desempeñado hasta el día este destino con la mayor exactitud, y de un modo tan satisfactorio al
público, ha llegado por su edad, a un estado de casi absoluta incapacidad. Un decidido
patriotismo, y quarenta o más años de servicio, y entera consagración en la educación de la
juventud, hacen a este individuo acreedor a las consideraciones del Alto Gobierno y digno por lo
mismo de que su Escelencia le dé por jubilado y decrete alguna recompensa, que puede consistir en
cierta asignación anual de la dotación misma de la escuela en la que Su Excelencia tenga a bien.
Lo digo a V.S. en cumplimiento de lo dispuesto por esta corporación, para que se digne elevarlo al
conocimiento de S. Excelencia. Dios guarde a V.S. muchos años, Bogotá, 6 de junio de 1820. Firma
Jose J. Echeverri195
El 12 de junio, el Secretario del Interior Estanislao Vergara, determina la jubilación del maestro Torres y
autoriza la fijación de carteles para proveer el cargo de maestro de escuela con una dotación de trescientos
pesos. En su comunicado se fijan las condiciones que debe tener el nuevo maestro, así:
“Debe tener el opositor la cualidad de leer y escribir correctamente, principios de aritmética,
buenas costumbres en lo moral y opinión por la República”.196
Serán nuevos tiempos, los de la Gran Colombia y la noche septembrina, los de Santander y las escuelas
lancasterianas. Mientras se acomodan las fuerzas del convulsionado siglo decimonónico, asistimos ahora al
ocaso del maestro Torres. Su sucesor se nombró dos meses después... pero, vamos, esa es otra historia.
195
Ibid., fol. 384 196
Ibid., fol. 385
Epílogo
Reflexiones sobre
la historia del maestro
en Colombia
¿Dónde estarán
aquellos maestros...?
He aquí algunos fragmentos, retazos discursivos que forman parte de la historia de la práctica pedagógica en
Colombia. Fragmentos de un discurso que, inicialmente y a manera de cronicón de rúbricas, registra un
acontecimiento fundamental dentro del panorama cultural de la Colonia: el surgimiento del maestro, pero
que a la vez van describiendo las vicisitudes, los avatares, las miserias, las luchas, las esperanzas e ilusiones
de una figura cada vez más desplazada y oculta tras dos siglos de historia: el maestro de escuela.
¿De dónde proviene
el maestro de escuela?
“Admite un pobre artesano en su tienda los hijos de una vecina para enseñarlos a leer; ponerlos
a su lado mientras trabaja a dar voces en una cartilla, óyelos todo el vecindario; alaban su
paciencia; hacen juicio de su buena conducta; ocurren a hablarle para otros: los recibe y al
poco tiempo se ve cercado de cuarenta o cincuenta discípulos”. (Simón Rodríguez, 1794)
Artesano: carpintero, barbero, peluquero, sastre, zapatero, dueño de un saber que materializa con sus manos
en una obra para gusto del cliente y reconocimiento suyo, acoge a su lado, con la esperanza de un real, una
vela, un pan o un huevo semanal, una materia prima en la que, paralelamente a su práctica artesanal, grabará
e imprimirá las letras del alfabeto, los números, algunas oraciones y pautas morales.
“Y se verá que ha sido costumbre antigua retirarse los artesanos de sus oficios en la vejez, con
honores de maestros de primeras letras y que con el respeto que infunden las canas y tal cual
inteligencia del catecismo, han merecido la confianza de muchos padres para la educación de
sus hijos: que muchos aún en actual ejercicio forman sus Escuelas públicas de leer y peinar, o
de escribir y afeitar, con franca entrada a cuantos llegan sin distinción de calidades, y nunca se
ve salir de ellas uno que las acredite”. (Estado actual de la escuela y nuevo establecimiento de
ella. Simón Rodríguez, 1794)
La enseñanza pública de las primeras letras en Colombia, aparece históricamente ligada a la posibilidad de
cierta redención económica. Posibilidad planteada para algunos sujetos que vinculan la enseñanza de las
primeras letras a la enseñanza de un oficio artesanal. Cuando, hacia la segunda mitad del siglo XVIII, el
Estado declara la educación como objeto público, la enseñanza de las primeras letras pasa a ser un oficio
civil e independiente, inaugurando, de esta manera, un nuevo espacio de trabajo dentro de la restringida
sociedad colonial, hacia el cual confluyen algunos sujetos con la pretensión de mantener una posición con
asomos de decoro. Por aquella época, villas y ciudades vieron surgir y expandirse unos ciertos mercaderes
de saber, sujetos anónimos que no bien marcan el umbral de su presencia, cuando son tildados de “hombres
perdidos, sin instrucción ni probidad”; mercaderes de la enseñanza que deambulan por las calles, individuos
desheredados sin ninguna raigambre social,
“sujetos que andan por las estancias pretextando enseñar a leer o escribir a niños, para solapar
su vagabundería y tener que comer con título de maestro”. (Francisco A. Miranda, cura de
Ubaté, 1792)
Signados por su propio origen, las formas que definieron su inclusión dentro de las prácticas sociales de la
época, fueron las del control y la vigilancia. De aquí y allá se escuchanban las denuncias de curas,
burócratas y vecinos notables; denuncias que en algunos casos llegaron a exigir el arresto de aquellos
novedosos personajes, que desde una casa o una tienda,
“recogen algunos muchachos a quienes por su sola autoridad enseñan lo poco que saben, o tal
vez aparentan enseñarles para sacar alguna gratificación con qué alimentarse, sin que proceda
licencia, examen ni noticia de sus superiores”. (Francisco A. Moreno y Escandón, 1774)
Fue precisamente en este juego entre alguna gratificación con qué alimentarse y la ausencia de autorización
estatal, examen y noticia de superiores, en donde se debatió el estatuto del nuevo sujeto. Sujetos que por “su
mala situación económica, la abundante familia, o la necesidad de mantener por otros medios”, (Darío
Echandía, Ministro de Educación, 1936) recurrían a la enseñanza de las primeras letras, como una
posibilidad, una alternativa, una esperanza, o simplemente una solución inmediata y pasajera mientras se
plantean mejores oportunidades. Cientos de expedientes sobre solicitud de nombramiento o expedición de
título de maestro se encuentran en los folios de los archivos coloniales:
“Pues busco honestamente los medios de sostener a tres hermanas mías doncellas y a mis
ancianos padres que rayan ya en la edad octogenaria” (Miguel Jerónimo Sierra y Quintano,
1808)
Juan de la Cruz Gastelbondo, maestro de escuela de Sogamoso, solicita al Virrey en 1792, “se sirva prohibir
toda otra escuela y que no haya si no la del maestro Melchor Zerón y la mía...”, argumentando como
principal razón para su solicitud que
“...como es notorio, he tomado esto por oficio, como tan útil y santo; y aunque es cierto que
pretendo en algún modo por este medio subvenir a las notorias escaseces mías y de mi familia,
también es notorio que a más de que el salario que de uno u otro niño recibo es muy escaso,
enseño de balde a la mayoría de ellos”.
Son estas peticiones y solicitudes cuyo argumento principal es la amenaza del hambre y la desnudez, las
formas que adquirió la batalla solitaria de unos cuantos sujetos que andando por las estancias, y a costa de
su escasez y pobreza, de su desnudez y miseria, intentaron ganar las condiciones de existencia de una
práctica, que si bien no satisfaría sus necesidades, por lo menos, como diría siglos después, el ministro
Echandía, les permitía mantener una posición con asomos de decoro.
Limpieza de sangre,
limpieza de alma
“...cristiano viejo, sin mezcla de mala sangre”
Desde su mismo surgimiento, el maestro logra un espacio y un tiempo para su decir, pactando y sometiendo
su cuerpo y su alma a la mirada pública y a los designios del poder estatal. De allí que la definición del
contenido y la forma de su práctica no se halle al interior de su gremio, que a la vez que estableciera el
régimen de preeminencias y sanciones, concediera un cierto nivel de identidad y autonomía a sus asociados,
sino más bien de aquella que proviene del exterior, en donde la sanción, el control, la vigilancia dependen
del cura, de los vecinos o de cualquier funcionario de mediano o corto destino.
Artesano de un saber sobre las primeras letras, las exigencias en torno a su oficio corresponden más al orden
de la virtuosidad, que al de sus condiciones y requerimientos de saber como sujeto enseñante. De allí que su
principal obligación fuese la de inculcar, a partir del ejemplo, el santo temor de Dios y la obediencia al Rey,
después de la cual podía asumir la instrucción de los niños en los rudimentos de las primeras letras, basado
en la práctica del catecismo y la cartilla de oración. Caracterizado por una relación precaria con el saber, el
ejercicio del magisterio público de primeras letras se convalidó y ratificó socialmente en tanto que armonizó
su acción con el orden del cristiano y del vasallo.
Ante la arremetida del Estado para declarar la educación como objeto público, entendiendo por público
aquello susceptible de su control, el oficio del maestro fue reconocido como un bien público, en tanto se
hallaba articulado a la felicidad del reino, pero ante todo porque estaba comprendido dentro de la órbita de
lo estatal; a fin de cuentas, fue el Estado quien lo engendró, delegándole cierta autoridad y algún derecho,
siempre restringido, de pronunciar y
“ejercer un discurso dentro de un tiempo y un espacio propio, precisamente en un momento en
el cual el cura tenía el privilegio exclusivo de intelectual además de preceptor, formador y
director espiritual de los feligreses de su parroquia”. (Escuela, Maestro y Métodos en
Colombia: 1750-1820”, Alberto Martínez Boom)
Si bien la presencia de aquellos mercaderes de saber suscitó el rechazo del cura y, en alguna medida, de las
autoridades virreinales, aquel entendió que la única forma de regular y controlar su peligroso acercamiento a
los parroquianos era la de concretar las directrices emanadas del Superior Gobierno sobre instrucción
pública, en las cuales se reiteraba la importancia del maestro como el gestor de mentes y cuerpos. Haciendo
eco de la necesidad que tiene el maestro de ser “mirado por el público con la veneración y respeto que
merece una ocupación tan respetable, como que de ella pende la felicidad pública”, (Santiago de Torres,
cura de las Nieves, Santa Fé, 1809) reafirma, igualmente, el deber del vecindario en general, de estar en la
mira de que el maestro nombrado satisfaga cumplidamente su obligación. (Cabildo del pueblo de Nemocón,
1778)
El maestro apareció, entonces, en medio de un doble juego, de una doble presencia: de una parte, bajo la
condición de formador de la juventud, de los vasallos, elemento esencial para la permanencia y cohesión
social, elemento útil para asegurar la existencia de la escuela; pero también, y en donde lo importante no fue
tanto su oficio como su persona, la de centro de miradas, motivo de rigurosa vigilancia, calificación y
control. Teniendo entendido que al maestro corresponden “todas las gracias, franquezas y libertades que por
razón de su dicho oficio le deben ser guardadas y le pertenecen, en cualquiera manera” (Corregidor Justicia
Mayor de Sogamoso, 1782), de igual forma y en atención a su condición pública, debería “arreglar su vida
por una conducta seria y juiciosa que sirva de regla a sus discípulos” (Domingo Duquesne de la Madrid,
cura de Lenguazaque, 1785). Siendo lo esencial su conducta moral, el maestro debió sujetar sus mínimas
flaquezas, distanciándose de su condición primera de “hombre libre”, aquel que andaba por las estancias, y
pasando a ser sujeto público, delineado desde la virtuosidad, en sus condiciones personales, y por las
directrices estatales, en lo que respecta a su oficio.
La demanda por el saber, la otra cara del oficio del maestro, fue escasa y precaria. Poco importaba, en todo
caso, cuando lo que estaba en juego era la regulación, el control y la vigilancia de un “sujeto” de reciente
nacimiento. Se tejió así una red de poder sobre este nuevo sujeto: del cura recibió el favor del púlpito y la
certificación de la virtuosidad y buenas costumbres; de los vecinos, su reconocimiento o aprobación social
gracias a que su oficio les permitía el “descargo de sus conciencias”; y de los funcionarios reales, las
sanciones y prerrogativas de la Corona, la expedición de su título (primera forma de reconocimiento de su
público ejercicio), pero en su misma figura sufriría la suerte de la desidia del Estado, hasta interiorizarla.
Una “congrua sustentación”
Enjuto de hombros, con flacura de maestro de escuela, que no es precisamente su condición natural, sino
que la padece (El Maestro de escuela, Fernando González, 1936), el maestro surge desde la solicitud en
justicia, “por público y notorio”, de una congrua sustentación para subvenir a sus necesidades. Larga
esperanza de un remedio que ponga fin, de una vez por todas, a la desidia que le ignora su pagamento o
mínimo estipendio,
“no solo el actual, el resagado, con cuia causa me hallo en la más miserable situación, que el
compasivo pecho de Vuestra Excelencia puede considerar: expuesto cuasi a la mendigua, para
la manutención de mi familia, por manera que muchos días deja de calentar el sol cuando aún
no se ha resebido el desayuno...” (Juan de la Cruz Gastelbondo, 1798)
Congeladas sus voces en pergaminos, multitud de folios que conforman medianos expedientes, extensos
algunas veces, se encuentran allí elegías de la prosternación, alegatos en justicia mayor, agonías, entierros.
El maestro surge investido de una ética que le impone una forma de vivir, dirigida al control del cuerpo,
como resistencia al hombre en un lento proceso de descomposición ante las ausencias de alimento corporal
e intelectual. Ante la inminencia de la crisis última, el cuerpo se sobrepone, la mente se vuelve lúcida, la
pluma se desliza sobre el pergamino, disponiendo así el maestro, tal vez, de lo único que es suyo: el sello
retórico de su discurso. Ante la resignación total lo único que le queda es su discurso: y el primer discurso
del maestro es el de la súplica; su presencia primera evoca el profundo acatamiento, el mayor respeto y
veneración, la más humilde representación, el socorro de limosna. Decálogos de la postración ante los pies
de...
“...que siendo nombrado ha el tiempo de onze años, cinco meses y sufriendo algunas
necesidades para la vida humana, les suplico se sirvan movidos de la caridad del Rey, mandar
añadirme algún leve socorro del dicho ramo de Temporalidades para poder subvenir a las
urgencias lloradas.” (Agustín Joseph de Torres, maestro de escuela, Santafé, 1787)
Se escuchan más de una vez los ritmos de las agonías, aparecimientos marginales de sujetos sin rostro,
solicitando tímidamente, nunca exigiendo, no su salario, sino tal vez alguna indulgencia, una congrua
sustentación, o quizás una gratificación graciosa. Peticiones sucesivas que en los más de los casos, duran lo
que dura su vida. Circularidad que atormenta. Punto permanente de encuentro.
“Como así mismo se mandó por Vuestra Excelencia, comparecer de su Fiscal se me pagara
ciento cincuenta pesos por cada año, de los propios de esta jurisdicción, lo que hasta la fecha
no se ha verificado... No podré menos excelentísimo Señor que justamente lamentarme y ocurrir
a la fuente de su justicia exclamando por medio de esta representación, las diarias necesidades
que padesco, por las cuales he llegado al bergonzoso caso de pedir limosna algunas veces, para
mantenerme, como el ya forzoso de molestar el piadoso ánimo de Vuestra Excelencia,
significando cómo en los seis años que hace que celebro el primer despacho de Vuestra
Excelencia, no he faltado al cumplimiento de esta obligación de tan pesado trabajo, con copioso
número de jóvenes, sin la más leve renta, mantenido solo con la esperanza de que cuando no
hoy, mañana, se me contribuyese con el correspondiente pago...” (Juan de la Cruz,
Gastelbondo, 1796)
Denuncia ante la cual se contrapone la perseverancia constante en la enseñanza, la asistencia incesante a su
cita diaria “como es público y notorio”, al frente de una junta de niños (que en muchos casos llegaba a
doscientos), testigos accidentales, cómplices espontáneos de las hambrunas no solo corporales sino también
intelectuales (aunque menos evidentes), de su maestro, aquel que difícilmente les enseñaba a garabatear su
vida entre sílabas y avemarías, jolgorios y castigos de sangre deletreada; empeñado, como ningún otro, en
trasegar a sus mentes no pocas “nociones fantásticas” sobre los números y la religión, la obediencia al Rey y
el santo temor a Dios.
Solicitudes que se repiten, sucediéndose una tras otra hasta llegar al desconcierto, “canción de necesidad y
de miseria perdida en sórdidos legajos...” (Historia de Maestros, Jesús Alberto Echeverry) de archivos,
peticiones que desbordan los posibles límites de aquel pasado donde han quedado registradas, para
confundirse con el presente de un oficio que hoy por hoy supera los dos siglos de existencia.
El maestro de escuela ha sido mendigo de su salario...
“...el qual no ha ni motibo para que se me retenga por ser legítimamente ganado con mi sudor y
trabajo necesario al socorro de mis urgencias y asistencia de mi familia.” (Manuel Ramírez,
maestro de escuela de Popayán, 1792)
Una ilusión:
El maestro intelectual
Desde sus inicios, el magisterio de las primeras letras aparece marcado, como una huella congénita, por la
ilusión de un estatuto intelectual.
“Como formador de las mentes de los niños, como guías en su dirección por las sendas de la
subordinación, obediencia y respeto a las potestades legales” al maestro se le deben guardar
“todas las honras, gracias, preheminencias, franquezas y libertades que le corresponden sin que
le falte cosa alguna”. Su trabajo “debe ser mirado por el público con la veneración y el respeto
que merece una ocupación tan respetable, como que de ella pende la felicidad pública”; por lo
cual, “ningún sujeto, sea de la clase o condiciones que sea, tendrá facultad para reprehender,
amenazar, e insultar al maestro.” (Josef Ignacio Ortega, Gobernador de Popayán, 1776)
Ninguna oportunidad es desaprovechada por el poder para referirse al maestro como el forjador del mañana,
como el encargado de la delicada tarea de transmitir la herencia cultural a las nuevas generaciones. Siendo
colocado su oficio como de los más dignos y respetables, su labor ha sido considerada de las más
importantes y útiles a la sociedad. Sin embargo, desde su surgimiento el maestro ha ocupado un plano
secundario en el terreno intelectual, ha sido desplazado por otros sujetos, otros han hablado por él, otros han
definido históricamente su estatuto, otros han condicionado y delimitado su hacer y su decir.
Dentro de estos otros, el cura ha ocupado un lugar privilegiado. Desde mucho antes de la aparición del
maestro, el cura se perfiló en el panorama social como el intelectual por excelencia. Era él el depositario de
la verdad divina, dominaba la lectura y la escritura, conocía el latín, había sido formado en Teología y
Filosofía, y además, poseía toda una tradición como sujeto enseñante. Saber y poder se articulaban en la
figura del cura como en ningún otro sujeto. Cuando comienzan a. aparecer aquellos sujetos que andan por
las estancias, fue el primero en alertar los vecinos sobre el peligro que representa poner a los niños en
manos de “hombres perdidos, sin instrucción ni probidad”. Por ello, todo sujeto que pretendiese dedicarse a
la enseñanza debía, primero que todo, contar con su aprobación: bendición moral que se anexaba a manera
de certificado y como requisito indispensable de buena conducta en las solicitudes de nombramiento ante
Cabildos y Ayuntamientos.
Así, e1 maestro aparece ligado a la figura del cura. Su autonomía, muy a pesar de su designación como
director de escuela, estuvo restringida. La selección de los discípulos que asistirían a su escuela, “la fecha
de los exámenes, los horarios, la premiación y en ocasiones el premio, todo esto era decidido más que por
el maestro, por el Cabildo y aun más por el cura”, (Escuela, Maestro y Métodos en Colombia: 1750-1820,
Alberto Martínez Boom)
La autonomía del maestro queda así desdibujada.
Usurpada su autonomía, definido por otros, dependiente del cura para su aprobación moral, y del Cabildo
para su autorización legal, el maestro se constituye en un intelectual de segunda categoría. Su ilusión como
intelectual surge entonces como producto del enfrentamiento entre las condiciones de miseria, las urgencias
lloradas, las súplicas por un socorro de limosna, y la figura idealizada promovida por el Estado. En la lucha
contra el hambre, contra la desnudez, el maestro interioriza esa imagen delineada desde el discurso estatal
como forma de dignificarse, como estrategia para derrotar su condición subordinada, sus miserias.
Es la ilusión que lo anima, que lo impulsa a persistir en su ejercicio, que le permite vivir con cierta dignidad.
Dignidad de maestro de escuela cuya primera forma de utilización de su saber ha quedado, a manera de
monumento histórico, como una súplica por un mínimo estipendio: representaciones en donde, a partir de
una singular retórica, se delinea dramáticamente la menesterosidad de la práctica pedagógica: “poiesis” que
nos describe las primeras formas de un drama cultural.
La ilusión del maestro como intelectual ha sido, entonces, un mecanismo particular para atraer y mantener
sujetos en la enseñanza: mecanismo que articulado a la vocación, hace del maestro un privilegiado, un
escogido, y de su labor, un apostolado. Sutiles formas del poder que a través de dos siglos han logrado
mantener sujeto, bajo control y vigilancia, al maestro de escuela.
Hace algo menos de doscientos años, Agustín Joseph de Torres Patiño, pionero del magisterio colombiano,
inauguró aquella ilusión intelectual del maestro. Después de solicitar durante veinte años un aumento de
salario, y gracias a un designio del azar que le permitió momentáneamente subvenir a sus urgencias, ya
naturales de maestro de escuela, escribió una Cartilla Lacónica de las Cuatro Reglas, de la Aritmética
Práctica. Un acontecimiento cultural que no bien se suscitó, quedó relegado al olvido. Primera cartilla, y de
aritmética, que escrita, según los cánones de la época, posee dos méritos particulares, entre otros: haber sido
escrita por un maestro escuela, y emerger a la luz pública en un momento en que la escritura y los impresos
estaban sometidos a una estricta práctica de censura, además de su carácter restringido a una élite
intelectual. Cartilla que había permanecido sumergida tras dos siglos de historia y que hoy tenemos como
símbolo de una ilusión que se ahogó en las urgencias lloradas de un maestro público. Registro que atraviesa
la historia, testimonio irrefragable de la ilusión intelectual de un maestro cuya huella se perdió en la historia,
dejándonos tan sólo su escritura, registro paradójico de su vida y de su condición de maestro de escuela;
escritura desde la cual nos enseña, a su manera, las cuatro operaciones de cuentaguarismo, escritura que nos
describe a la vez, la condiciones del surgimiento de un sujeto en el panorama cultural de finales del siglo
XVIII.
Paradigma moral... y de pobreza
Emprender la recuperación histórica del maestro en Colombia, además de permitirnos rescatar uno de los
capítulos culturales más importantes de nuestra historia, nos ha remitido a la descripción de un drama:
drama cultural cuyo personaje central ha sido el maestro de escuela; drama cultural que ha tenido como
temática fundamental la “ilusión del maestro como intelectual” y como escenario, la subordinación y
condena social del magisterio.
La historia del maestro es, pues, la historia de una paradoja permanente que ha marcado el discurso
pedagógico en nuestro país. Desde sus inicios hacia la segunda mitad del siglo XVIII, el maestro en
Colombia ha sido dibujado por el poder estatal como la figura cultural por excelencia, como el intermediario
privilegiado entre sus políticas educativas y los fines sociales de la educación, como el sujeto digno de la
mayor consideración social, como el símbolo de la virtud y el ejemplo. Dibujo caricaturesco que se ha
esmerado en pulir desde hace ya dos siglos para superponer a la figura escuálida, mendicante, anónima,
marginada, a veces indolente, de un sujeto cuya primera huella en la historia tiene la forma de una súplica
por un “socorro de limosna con qué subvenir a sus urgencias y a las de su dilatada familia, con qué
mantenerse de vestido y demás alimentos para el cuerpo”. Las finas líneas con que el poder ha delineado
desde el discurso al maestro, contrastan notablemente con la rudeza de la miseria que ha marcado el cuerpo
y aun el espíritu del maestro de escuela.
Armado con los rudimentos de un saber sobre las primeras letras y las cuatro operaciones del
cuentaguarismo, un novedoso personaje, hace ya más de dos siglos, se lanzó por villas y ciudades a derrotar
su miseria con la esperanza de un pan, una vela o un huevo semanal, trueque que recibía de sus discípulos a
cambio de su exiguo saber. Mercader de saber, no bien traspasa el umbral de lo público, cuando ya es objeto
de disímiles miradas: de aceptación y acogida entre la población; de rechazo y persecución por parte de
autoridades civiles y eclesiásticas. Marcado por esta contradicción, pronto se ve atrapado por la red del
poder, y de sujeto libre, pasó a ser mendigo de un salario.
Y es ésta la condena de lo público. Desde sus primeras inmersiones en el panorama social, el maestro ha
merecido, o mejor aún, ha padecido el carácter de sujeto público, condición que adquiere desde el mismo
momento en que es atrapado por aquella red ambivalente del poder civil y el poder eclesiástico que lo
condena a un doble juego: control de su ejercicio y mendicidad de su estipendio. Lo público se erige
entonces sobre el maestro, antes que a manera de territorio propio donde ejercer su práctica, donde poner a
funcionar su saber para saberse, más bien como territorio de exilio dentro del cual no solamente se verá
normatizada su práctica sino su vida misma, pues quedará, desde entonces, expuesta a la mirada y censura
pública. Aunque el maestro recibió el título de Director de escuela, su actividad dentro de ella estaba
totalmente controlada y dirigida por las autoridades civiles y eclesiásticas locales: a las primeras debía su
nombramiento, su autorización para el ejercicio de la enseñanza y de ellas dependía su permanencia en el
cargo; a las segundas debía su aprobación moral, su “bendición” como sujeto virtuoso. Curas y burócratas
seguían de cerca su comportamiento dentro y fuera de la escuela y definían las condiciones morales y de
saber para el ejercicio de la enseñanza.
Los múltiples destinos
Como sujeto público, el maestro debía ser un hombre ejemplar, de “conocida probidad y buena conducta, de
vida pura e irreprehensible”; debía el maestro entonces “arreglar su vida por una conducta seria y juiciosa
que pueda servir de regla a sus discípulos”. Es este su primer estatuto: hombre virtuoso antes que erudito,
condición que matizada, acompaña aún su imagen. Como sujeto público, debía, además, contar con la
autorización virreinal para percibir un estipendio a cambio de su trabajo, hecho que lo liga paternalmente al
poder estatal. He ahí el precio que pagaron los primeros maestros por ganar las condiciones para el ejercicio
de una práctica: pago por la legalización de su oficio, por la autorización del poder civil, a manera de título
para cobrar algún estipendio por su labor, y del poder eclesiástico, a manera de aprobación moral, para
obtener la confianza de los fieles en el ejercicio de su práctica. Práctica que desde entonces ha quedado
atrapada en las redes del poder imponiendo al magisterio el carácter de práctica normatizada y controlada
por el Estado. El maestro, en contraposición con el carácter de hombre público, ha sido más bien sujeto
público, es decir, sujeto de lo público, como lo ha entendido el Estado: como territorio de su jurisdicción, de
su potestad, y por tanto, de control y vigilancia. Quedó así el maestro sujeto al poder por la norma que
dirige, controla, circunscribe su práctica y hasta su vida misma mediante la caracterización moral que hace
del sujeto de la enseñanza y por el salario que recibe, el cual tiene que mendigar.
Estas condiciones impuestas al maestro han hecho que se plantee, desde su mismo surgimiento, una triple
opción: pensar en otro destino, refugiarse en la vocación para sobrellevar las vicisitudes de la enseñanza o
interiorizar la ilusión del maestro como intelectual. Agustín Joseph de Torres, quien fuera maestro de la
primera escuela pública de Santa Fe de Bogotá, al borde de la miseria, y agotado de suplicar un aumento de
salario a manera de “socorro de limosna” durante más de diez y seis años, pide al Virrey en 1791 que de no
ser posible su solicitud, le asigne otro destino en el que “respire mi necesidad y resplandezca la misericordia
de Vuestra Excelencia”. Bartolomé de los Arcos, maestro de escuela de Popayán, se vio obligado a
renunciar a su cargo después de siete años de ejercicio por presiones de vecinos, autoridades civiles y
eclesiásticas ante la imposibilidad de dedicarse exclusivamente al magisterio, pues su salario asignado no
era suficiente para cubrir sus necesidades. Ayer pedían cambiar de destino por cualquier otro que les
permitiera una “congrua sustentación”; hoy pasan por el magisterio mientras cumplen con los requisitos
académicos para otro destino, en los negocios, la ingeniería, el derecho, la arquitectura.
Visto así, el oficio de maestro sería un oficio pasajero si no existiese ese doble mecanismo para mantener
sujetos en la enseñanza: la vocación y la ilusión intelectual. Es el caso de algunos que imposibilitados o no
tan ambiciosos para pensar en otro destino, interiorizando cierta ética de la resignación, recurren a la
vocación para dignificar su destino.
Es la imagen del maestro-apóstol, del elegido, del escogido, del privilegiado con el don de la paciencia, la
dedicación, el amor a la niñez. Otros recurren en cambio a la ilusión del maestro como intelectual, como la
esperanza que anima su arduo trabajo frente a una junta de niños, numerosa en la mayoría de los casos. Es
la ilusión de un reconocimiento social por su exiguo saber que, sin embargo, lo coloca por encima de sus
discípulos y de los vecinos semi-analfabetos; ilusión que se apoya en los simulacros de las disertaciones
públicas ante un doblegado y apático auditorio infantil.
La ilusión del maestro como intelectual, surge entonces en ese choque, en ese enfrentamiento entre las
condiciones de miseria, las urgencias lloradas, las súplicas por una “gratificación graciosa”, y la figura
idealizada del maestro que promueve el Estado. Ilusión que se imprime como signo congénito en el maestro
como lo demuestran estas palabras del ministro Jovellanos, cuando se preguntaba hace dos siglos:
“¿y dónde encontraremos los maestros? En todas partes donde haya un hombre sensato, honrado
y que tenga humanidad y patriotismo. Si los métodos son buenos, se necesita saber muy poco para
este de que suyo es tan fácil”
Hoy, dos siglos después, podemos afirmar, parodiando a Jovenallos: “¿Y dónde están los futuros maestros? En
todas partes donde haya un hombre o mujer medianamente inteligente, honrado y que tenga humanidad y
patriotismo. Si hay buenos textos escolares, televisión, videos, internet, ¿para qué maestros?
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