LA CANCIÓN DE LOS HÉROES
Silvio Mattoni
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“Somos nada, y nada puede lastimarnos,
creerás que miento como esa vez.
Podremos cuidarnos alguna vez.
Seríamos héroes, héroes…”
Héroes de David Bowie, versión de Richard Coleman.
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Presente
Bloques de arquitectura funcional,
pintados de colores vivos, rodean
una luz difusa. ¿Qué querrá decir
todo esto? ¿Podrá pedir la llegada
de un verso? Si no, este jueves
21 de mayo, cálido para la estación,
se perderá en la nada. ¿Debería
dejar pasar los días sin pensamiento
ni relato ni un mínimo registro?
La idea de morir revolotea
como esa efímera, tímida polilla
que busca perpetuarse y no percibe
el hambre de la araña que la observa.
Yo, Silvio, silbo y amontono el viento,
persigo la alegría con los pies
atados, me ahogo en remolinos
que la mañana guarda de la noche.
Pero ahora no es noche, veo bien
y rasgo en este instante la textura
de un cuaderno nuevo. Que empiece
todo otra vez, que no haya planes
ni lamentos anticipados. Ahora no
habrá que descuidar las voces de ambos sexos
aunque cueste distinguir palabras
en el murmullo general. Demasiado
a menudo una palabra baja
con su sonido opaco y en la tráquea
se detiene un momento: ¿ahorca
o acaricia?, ¿protege o funciona? Hoy
brillan los bloques, turquesas, ocres,
los bloques amarillos, bloques, bloques.
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Filiación
Tengo un recuerdo, o una sensación
que se habrá repetido muchas veces
y que resurge apenas formulada cuando
me acuesto boca abajo: era muy chico
y creo que de noche aún tenía miedo
y hasta pánico antes de poder
entregarme al sueño. Me resistía, ¿quién sabe
lo que puede pasar mientras se duerme:
que llegue una banda y te golpee o peor aún
soñarla? Debía tener un sueño firme,
acerado, siempre alerta, y entonces
adoptaba la postura de vuelo de Astroboy,
el niño robot de un dibujo japonés,
que parecía un Pinocho combativo. Ahora
veo que aquel científico excéntrico, autor
del robot, cumplía el papel del viejo
carpintero. Y ambos son fantasías quizás
no de niños que quisieran ser hechos
de madera o metal, sino de padres
que alucinan su propia antropogénesis.
¿Acaso el metal promete durar más
que la carne y la piel? ¿No se oxida?
¿Y no se pudre finalmente la madera?
Lo que importa es el miedo, inevitable,
hijito, y ya se siente en tu breve semestre
de vida, cuando agarrás un dedo
de mi mano derecha con toda tu fuerza
prensil, y no aflojás el puño hasta sumirte
en un sopor profundo. Aunque nadie nunca
te vaya a dejar solo, no tenés
todavía palabras que te calmen. Te daría
el puño en alto y la pierna flexionada
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apuntando al cielo, para que salves
lo que sea del mundo, pero no te olvidés
de la fragilidad, porque seré un anciano
o un tarro de cenizas protectoras, un nombre
nada más, cuando vos empecés
a escribir con piecitos de varón
el baile de tu guerra y tu regreso a casa.
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Heroísmo
Leí que el heroísmo es una opción
sólo para quien lucha en desventaja.
¿Será por eso que en algún momento
decisivo quisiéramos mirar
hacia atrás, hacia la altura de una muralla
de donde nos rogaron no salir?
Sabemos que no hay nadie, y además
¿cómo ver el peligro que se arroja
enfrente de nosotros? Aquel día,
con pocas horas de sueño en la mañana infame
de la clínica pulcra, había pasado
una semana de crueldades infundadas
sobre tu cuerpo de dos meses, iban
a hacerte una pequeña operación
con anestesia e impunemente usaban
la lengua griega: una biopsia hepática.
Aterrado, impertérrito, yo había
mantenido mi apático optimismo:
las desgracias son raras y a mí
no me hacen falta. Bastantes temas
hay ya en haber nacido, en los niños,
la vejez y la muerte. Pero caminé
repitiendo canciones que el azar
ponía en mi cabeza, y en la barra
del café hospitalario, justo antes
de que entraras, Galileo, dormido
al quirófano, sentí que me llegaba
el llanto. “¡Andrómaca –me dije–,
no me dejés salir a la llanura!”
Y pensé en Baudelaire, el pusilánime,
que nunca tuvo hijos. Aunque enseguida
corrí a esperarte y enfrenté la tortura
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porque si había un héroe en este mundo
ése eras vos, en plena desventaja,
sin palabras, luchando con bracitos
minúsculos contra la invasión médica.
Ahora creciste, ganaste peso, sonreís
a cada rato. Cada mañana pido
al vacío que combina esto que hay
una pequeña Troya de cien años
para que vivas hasta ser un viejito
sabio y desmemoriado. No escuchemos
el murmullo lejano de los griegos.
No existen, y sí, nosotros nos movemos.
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Regalo griego
Te traje un hijo mío y de alguna mañana
con palomas que hurgaban la basura.
Negro, como la tinta, pero que no chorrea
en su página surcada por una fibra fina.
Por el postigo abierto a la luz del invierno
con vidrios biselados que ya pierden
el vapor de la noche, se tiran sobre vos
y el bebé que de vos se alimenta rayos
de un sol más fuerte. Y me mostrás la escena
arcaica del lactante. En unas horas,
aunque ningún papel pueda servirle
de bitácora fiel, navegaremos
nuestra siesta encerrada. Mi sonrisa enemiga
se saciará robándole una pizca
de leche al pequeño náufrago. En ese instante
soñaré encima tuyo, rítmicamente,
que hay una sola tabla que nos lleva
hacia la orilla, lejos del azul estéril
que se extravía escribiendo. Ahora mismo
te veo en la vieja hamaca en que leí
evasivas novelas y poemas oscuros
de mi adolescencia. En ella, sentado,
me faltaba todo. Con nuestro hijo
y la inocencia de pantuflas en tus pies
minúsculos, recibís la noticia repetida:
más poemas, más libros para exhibir
la nada alrededor del crecimiento
y fragmentos de muerte anticipada.
Pero tu voz de entresueño que recuerda
una flauta de madera me dirá
que no tire lo escrito, todavía.
Como si me quedara la vida por delante
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y no necesitara despedirme.
¿Con mi dedo entintado apretaré esa teta
de donde brote acaso un oráculo blanco
para labios que el frío de allá afuera
ha puesto cada día más ansiosos?
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Pedido
A pesar de saber que todo tiene
un final, que se acelera la pérdida
de fuerza, que las cosas vivientes van
a desaparecer o que igual mi mundo
limita con la nada percibida,
de todas formas las nubes grises viajan
cruzando el frío y me dictan, les dicto
un pedido para la primavera: que él
pueda tocar las flores amarillas del patio,
y que pueda aprender a pronunciar
la ardua sílaba “flor” en nuestro idioma;
que pueda ver las sierras verdes todavía,
que sepa caminar por sus senderos
de piedra y granza formados con huellas
durante años, antes de que naciera
yo, su padre. Aunque la función paterna
parezca siempre una carga, el viejo cuerpo
sobre los hombros nuevos, aunque mi edad
le recuerde el final, la brevedad del brillo
de estar vivo, un pobre toldo verde
en la terraza de gente desconocida
me repite que pida, aunque no haya
nadie más que yo y mis frases pensándose
en un escritorio: que él hable, piense, ría
a carcajadas como ahora puede,
que quiera, juegue y llore cuando descubra
una imagen, un nombre; que esté contento
la mayor parte del tiempo, que no se apene
cuando me muera porque ya hice
casi todo; que podamos ver juntos la creciente
de un río, arriba, y meditar acaso
sobre las frases hechas y el paso de los años.
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Más allá de la verdad o el delirio
que imagina la nada, que acumula
tantos signos siniestros, las yemas de sus dedos
tanteando mi palma, hace un rato, antes
de dormitarse, me recuerdan como si fuera
ciego, sordo y mudo, en un lenguaje
de puntos de percusión, que aún debo pedir:
que la alegría y lo que siempre falta
para seguir deseando estén con él
como siempre han estado conmigo, como están
su madre y sus hermanas en la casa
picando y repicando las sílabas preciosas
que forman un mensaje balbuceado;
que no preste atención a las palabras
más que al gesto, el cielo pareciera
llover pero no llueve ni hace señas,
estas gotas cayendo son de mi lapicera.
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Canción
Te lo cuento a vos, poema, no tengo
nadie más con quien hablar. Recién
venía en el auto con mi hija, camino
a su clase de gimnasia, y en la radio
pasaban una canción bastante triste
y tal vez cursi, pero que a esa hora
de la mañana en invierno, bajo un cielo
perfecto, límpido, parecía acercarse
verso a verso a una clase de verdad
que podía anunciar el fin de todo
lo que yo todavía era o soñaba ser.
La canción hablaba de alguien que estaba
tan desesperado que sólo podía
sentarse a suplicar una salvación
imposible, una máquina nueva que bajase
con la caricatura de un dios y transformara
la tragedia en comedia. Pero entonces,
¿no podía caerme también una desgracia
a mí, que tanto tenía que perder,
tanta felicidad amontonada? Y pensé,
como un hipócrita Baudelaire, en los vencidos,
en lo que cualquiera termina siendo;
y una metáfora prosaica, una analogía
entre el dolor de existir y la ropa fallada
de las boutiques baratas, le hizo soltar
una leve carcajada a Francisca, ahí
al lado mío, con sus catorce años
que no imaginan ningún sufrimiento
irremediable ni aceptan las efusiones
porque saben que la solución no llega
en forma de consuelo o queja. Tenía
razón ella en reírse. ¿Por qué yo
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sentí que en la canción se estaba yendo
un momento que no volvería? ¿Por qué
tuve que juntar fuerzas y ponerme una máscara
para enfrentar el día? Si no fuese
tan materialista que ya no creo, poema,
ni siquiera en vos, hubiera planeado
vestirme de mujer y tejer a crochet
como Hércules para que mi vida común
y jovial no despertara la envidia
de los dioses, que no existen. Al menos
seré un burócrata confuso en una cápsula
varios días por semana, así nadie
pensará en el poeta despreocupado, prolífico,
príncipe cordobés en su torre abolida.
Será un estilo nuevo para el viejo heroísmo
alentado por lo único certero
de esta hora, la risita de mi hija
que crece, está presente y aprendió
a desarmar los sentimentalismos.
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Memoria
Agitando las hojas amarillas
de los plátanos, las semillas giratorias
con sus élitros de nervadura traslúcida,
al cruzar las calles del barrio donde
casi nunca pasaban autos, absorbió
en su interior, plegando las palabras,
el ocio frío, la vagancia veraniega
y la tranquila espera de los negocios,
la huevería, el billar, el almacén,
perros buenos, perros malos, sus nombres
y los nombres de los gatos que fueron
mejores o peores que los perros,
después rebotó en la chapa descascarada
de un auto, sacudió la alfombra roja
contra la baranda cromada del balcón,
jugó con el disco del teléfono
que habían pinchado en la dictadura
y el tío siguió usando a su regreso,
pateó la pila de hojas al lado del cordón,
se agachó a recoger la postal de una chica
en tetas, europea, yéndose con rabia
a la pieza de arriba donde los autitos
de colección no habían desertado todavía
y los libros competían por los estantes,
bajó la escalera despacio acariciando
el hierro verde, cruzó la puerta cancel
y tocó el picaporte de cien años
donde empezaba el barrio proletario,
se dio vuelta y volvió hacia el comedor
vacío, no abrió el piano, corriendo
a la cocina, ahí tocó las cabezas
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de los chicos casados, padre y madre,
agarró y levantó a los dos hermanos,
miró sus caras tratando de adivinar
señales de sus vidas previsibles
y los puso otra vez en sus sillas de caño,
provisorias hasta las próximas mudanzas,
frente a las milanesas y el bol oscuro
repleto de puré, quiso probar el agua
de algún vaso cuando súbitamente,
con una sorda exhalación, paró
su embudo sucio, lleno, ronroneante
y en la punta más angosta tenía
la mínima bolita de una birome.
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Agenda azul
Bajo la cobertura de la tapa,
que imita la piel artificial de algo
no parecido a ningún animal conocido,
un espécimen azul, hay un acolchado
como para amortiguar los impactos
o darle al usuario la sensación
de una suavidad deseable en sus choques
diarios con los demás. La cinta negra
sirve para señalar el presente, o más bien
para el día siguiente: cosas que hacer
cada media hora. ¿Qué tengo que ver yo
con una agenda así? Es un regalo
para mi desorden, una prueba de memoria
porque casi me acuerdo de todo
lo que anotaría en sus páginas. Y aun así
no la abriría nunca. No dispongo
de material suficiente, no me cito
tan frecuentemente. Si no empiezo
a ponerle poemas, ¡qué desperdicio!
La textura satinada del papel, las líneas
finas y muy juntas me obligan a bordar
una letra tras otra hasta que formen
a la distancia las cuñas necesarias
en el origen de la escritura. En poco tiempo,
en las agendas inciertas del futuro,
no podré ver sin anteojos el trazo
de este puño. A los cuarenta años,
la agenda de color azul marino
es como un lago en calma que contemplo
desde una montaña. ¿Tendré una negra
a los sesenta, si llego, para recordar
la última y definitiva cita?
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A media mañana
Hay días en que el miedo a la muerte
es tan ubicuo como la luz. Lo ilumina
todo. Sin él, no me habría dado cuenta
de los ojos celestes de esa chica
que me miraba mientras yo me perdía
en la ventana de atrás, acompañando
al mismo tiempo mi voz tácita y dos
pájaros que cruzaban muy lejos. Incluso
ni habría visto esas manchitas raudas
en el celeste sobre el parque y el cemento
de la explanada. Nada más que este “yo”
parece conocer la luz radiante
con la que todo habrá de terminar.
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El yo
Ése que estaba ayer frente a una mesa
de fórmica, esperando la llegada de alguien
y simulando hacer lo que se hace
en una oficina, mientras lo distraen
los murmullos de quienes ya han usado
el tiempo para charlar, el que sintió
cierto desaliento, sin nada que ahí llame
o acompañe, ni una ventana para ver
la siesta luminosa y las palomas gordas
que afuera se burlaban casi a carcajadas
en “u” del mármol falso, que no piensan
en torturarse ellas mismas, ése era yo.
Ése que el verano pasado en un día
apenas empezado trató de despertarse
tomándose un café en el bar de la clínica,
pero sin buscar demasiada atención
para que nada lo apartara de la idea
de una vida feliz, el que salió a la puerta
antes de subir a la pieza donde habían
dormido su mujer y su hijo y pudo oler
el rocío sobre el pasto del parque de enfrente,
diciéndose que no podía ser, que era imposible
que el mundo fuera tan hermoso y a la vez
tan cruel, aunque por suerte a él la belleza
no lo engatusaba, o casi, ése era yo.
Ése que hace veinte años una noche
caminaba en la calle con un vaso en la mano,
antes de las prohibiciones, y charlaba
con todos los borrachos, sus amigos casuales,
irreconocibles de día, el que se reía
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de sí mismo y de los libros que ya entonces
parecían un destino demasiado parco,
el que se sentó en una placita con un gay
condenado a vivir poco, un pintor
fracasado aún joven y un par de anónimos
drogadictos, y vio un escarabajo
escalando baldosones de cemento,
obstinado por los focos o un instinto
inaccesible, ignorante, ése era yo.
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Todas las dentistas son lindas
Mis dentistas son altas, lindas, alumnas
de otra que debió ser un centelleo
de belleza juvenil y todavía
tiene una sonrisa encantadora. ¿De dónde
salió esta raza? ¿Es otro mundo?
De algún modo, nada menos que una clase
social reproduciéndose. Me torturan
con delicadeza infinita, dedos finos
envueltos en látex. En los momentos
de dolor más álgido, empiezo
a pensar cómo serán sus vidas y cómo
se acostumbra uno a sufrir en beneficio
de una meta diferida. Escucho
el kitsch musical que no perdona
a nadie. Especulo sobre la habilidad
manual de una profesión que acaso garantiza
un mínimo imaginario de nivel
en la escala onírica de la economía,
aunque sea tan servil, húmeda, monótona
como el trabajo del esclavo para que goce
otro. Y así de a poco en esas tardes
me adormezco y olvido los pinchazos.
No es valor, apenas una respuesta
a la agresión intermitente y prolongada.
Pero yo puedo entender o acordarme
de su cuerpo flaco con la mitad
de lo que pesa ahora, abrochado
a una camilla móvil en la máquina
que filmaría un líquido fosforescente
atravesando los canales de sus órganos
diminutos y tan sólo a dos meses
de arrancar. Puedo verlo todavía llorar
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por la inyección del material radioactivo
y cansarse después, cerrar los ojos,
dormirse mientras el aparato del infierno
movía ejes mecánicos y prendía
dispositivos electrónicos. No precisaba
valentía: resignación al presente
por un bien que no está ahí. Yo sí,
y no la tenía, no la quería, pero igual
no se me escapó el grito. Laocoonte
habrá llorado cuando las serpientes
sombrías lo apretaban, aunque no
por sí mismo sino por sus hijos. Era
absurda la condena, sin sentido, casi
estúpidamente divina, y en el instante
en que el aullido enorme parecía
pronunciarse en sus labios, apretó
los dientes y decidió morir como una estatua.
Al bebé le rodeaban el cuerpo los abrojos
de una tecnología cada vez más necia
y soñaba en su belleza inaccesible.
Así son, ahora, mis dentistas, que ignoran
la existencia del mal. Se dedican
a su oficio y no imaginan los tristes
pensamientos del paciente. Despreocupadas
tararean canciones, hablan solas,
y como mi hijito, perfectamente
saludables, se ríen ante el más pequeño
de los gestos que algún otro les hace.
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Playas
Una obsesión es una forma repentina
que asume la única cosa, su faceta,
y se vuelve inexplicable: la arena
aluvional que un río pone en sus orillas
años y años, siglos antes de que hubiera
nadie para imaginar que forma
collares de espuma blanca sobre el cuello
largo e inclinado del agua, justo antes
del ensanche y la gran curva. Ahora
tomo todo el café posible en el combate
contra la noche pasada, este silencio
no será válido por el resto del día.
Arena finísima, limada, pulverizada
como harina por las grandes piedras,
los paquidermos grises de las sierras
donde cabalgué, dormí o sentí
el deseo, lo tibio. ¿Por qué me acuerdo
de esas playas en este invierno
que ya termina, sin ninguna casa
cerca? Y que se pueden ver subiendo
la loma, del otro lado, en un viejo
reducto de mochileros sesentistas
que se extinguieron. Bordeadas en su brillo
color crema, como la bruma esta mañana,
por las marcas de paja, rastrojos, palitos
secos de las crecientes de muchos veranos.
Son las líneas, varios metros más altas
que el cauce normal, a partir de donde
era sensato armar la carpa. Se contaban
apócrifas historias de porteños
inconscientes, parlanchines, cuyos bagajes
habían sido arrastrados por el alud
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de agua bajando de repente en la noche,
con ruidos de trueno que los incautos
suponían de tormenta. A esa basura
vegetal, parda, que deja la creciente
cuando se va, cuando pasa, le dirían
“resaca” en el mar. Pero en las playas
blancas de aquella sierra no le dicen
sino “marca” o “línea”. Ahora quisiera
tener una explicación o un impulso
de explicar, tener la marca. Pero avanza
rápido el día y después del almuerzo
no será igual. Se irá la arena pálida
y lisa, sin dunas, otra vez al fondo
de lo que no se recuerda casi nunca.
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Oyente
La voz más familiar, ya en la mitad
de una vida escuchándola, baja y baja
desde su altura cantarina de soprano,
se concentra en cada letra del idioma
que debió ser suyo, que cada rasgo
de su cara reclama, pronuncia el descenso
en la tarima del pequeño bar. ¿Será
una “actividad cultural”? ¿No es un misterio,
o sea nada, la nada misma que agrava
su registro limítrofe de un falsete
casi siempre risueño? Ella pareciera
recitar pero en verdad deletrea, canta
a una velocidad tan lenta que conmueve
cuando retornan las rimas, los acentos
del poeta demasiado viejo, intraducible,
reducido a su música abstracta. ¿Cómo
puedo sentir la emoción del momento
que no es nada, o sea estar, considerar
el paso del tiempo? ¿No decimos al fin
todos lo mismo? Cecilia pasa al siguiente
poema, que va a terminar nadando
en un dulce naufragio indefinido,
pero yo ahí, acá, me quedo en el umbral,
en vano pido la lluvia y la tormenta
al cielo semi-árido de Córdoba,
para que ella se quede susurrando
sus sílabas italianas. En el estrado
se estaba yendo mi mujer y aunque supiera
que venía hacia mí, ése que oía
el zumbido de un bosque inexistente
detrás de cada “o” y de cada doble “g”,
la pioggia e il soggiorno, no era un yo.
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“Piedad”, decías, “si alguien que ama
puede encontrar piedad”. Pero también
llamaste a un torbellino que te arrastre,
una pasión, la vida nueva, y nada
en tus frases prestadas eras vos.
¿Por qué entonces el foco, que alumbraba
los papelitos donde habías copiado
esos poemas elegidos, trajo
un silencio frondoso que iba cayendo
sobre los vasos de vino, las cabezas
de la gente inclinadas como juncos
vencidos por un ritmo? ¿Por qué me dejan
unos sonidos de lo más cercanos
deslumbrado, le luci pregne di pianto,
los ojos turbios de secreción inexplicable?
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Últimas palabras
Celebridad vencida, caminamos
encima tuyo como en una tapia
con vidrios incrustados de botellas.
¿Es más heroico soportar la fama,
la forma literaria del rencor,
que una vida pacífica y soltera
como la del bibliotecario maquillado
en la escuela provinciana, desprendido
hasta de los libros? Esta mañana
pensé en el ídolo muerto, disconforme
consigo mismo, que le dijo a otro
ídolo vivo –un escritor francés
de versos pensativos, el mejor
en su idioma idealista–, sus últimas
pálabras célebres, ya enfermo, acostado
para morirse lejos, sentándose de repente
y gritando hacia el pasillo del hospital
suizo: “¡N’oubliez pas Verlaine, n’oubliez
pas Verlaine!” No se olviden, no, porque eso
significaría que nadie está a salvo
y que el olvido es la única justicia
poética. El bibliotecario aseñorado
de hoy encara sonriente su pequeña cuota
de años. No conoce a Verlaine ni a los otros
dos que visitaban al moribundo. Es la prueba
de que los escritores tienen miedo
o acaso expresa que la plena inconsciencia
de la vida menos pensada está más cerca
de una inmortalidad por horas, por minutos.
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Puntos y comas
Los chicos se meten en nuestras charlas
como puntos y comas que recuerdan
nuestra incapacidad para decir
esto que pasa. Lavo una mamadera
con la esponja amarilla y me pregunto
por su efímero uso. ¿No permanece
el rastro de los actos repetidos
en las cosas triviales? ¿No decidí una vez
en su bifurcación que sí quería
ser como soy, ocuparme un poco
de otros, no buscar siempre mi propia
destrucción? Mientras enrosco la tetina,
hierve el agua, dejo silbar la pava
unos segundos, en honor a la obsesión
de los gérmenes, aunque sé que nada
los suprime del todo. No parece
que haya motivos para estar ansioso,
pero en la calma, más allá, en una orilla
imaginaria, desembarcan, se asientan
tenaces invasores. Aguantarán diez años
o más, hasta una noche que no apunte
a ningún día cuando me obsequien el caballo
de madera, que me dirá: “¡Salí,
salí, perdete en el goce, en el retorno
de otra rutina!” Entonces vuelvo corriendo
a encerrarme y abrazo a nuestros chicos
que ponen punto y coma a la repetición
y marcan el sentido de la flecha
involuntaria. Las cosas claras no duran,
pasan las mamaderas, los pañales,
pero los actos que no recordarán
quedan en mí. Y aunque no me disculpan
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del grito que proviene de mi guerra,
valdrán más que las palabras de un poema.
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Balbuceo
¡Cuánta alegría y risa que le dan sus hermanas!
Viene una y lo alza, viene otra y lo abraza,
llega la número tres y le baila
hasta que el bebé rey larga una carcajada.
Pasan días y meses, su cuerpo suena
como una orquesta de apagados y encendidos,
ya modula tres sílabas del idioma
que lo envuelve. Cuando todas discuten
indefinida y estentóreamente,
grita, crispa los puñitos, estrangula
un patito de plástico o un auto
cuyas ruedas aún no conocen el piso.
Pero enseguida sonríe, pareciera
saber que no hay peleas, que la casa
vive en el cotilleo burbujeante
y que el padre barítono se calla
para pensar retruécanos, reducciones
al absurdo de todos los trabajos
excepto cocinar. Galileo silabea
para medir un verso: “ta-ta, ta-ta”.
¿Está pensando ya, escribiendo en el aire
de su mente en progreso la experiencia
que nunca se recuerda? Acaso ahora
el unánime festejo que despierta
lo está llevando al habla, al mismo tiempo
que ejercita sus músculos y busca
en el horizonte la expedición
de chicas que vienen a levantar el sitio,
sacarlo del corral y estimular su vértigo.
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Kantiano
Por el placer de no ceder al placer
para uno mismo: si existiera esta ley
de lo que no sabemos, lo agradable
sería la destrucción. Pero en el día
espeso y leve de a ratos una frase
encuentra su lugar. No sacrifico
nada si gasto el tiempo, si desdeño
alzar mi nombre a la altura de una cosa
y me dedico a que se rían más
las cuatro mujercitas charlatanas
frente a la mesa. Nunca les pediría
que me sustituyeran en peligros
aún futuros. A cambio de este almuerzo
hecho en una hora de pensamientos
casuales, pido mi propia imagen.
¡Ah –si todavía puede sorprenderme
la aparente verdad–, qué sencillez
tiene el reflejo de lo que hago cuando
prescinde de la firma y permanece
tan sólo en el olvido, en el trasfondo
de una sensación infantil! Mi seguro
contra la muerte no se paga en versos,
son moneditas diarias, meses y años,
ocultas bajo el plato de comida
para la buena suerte. Así, el placer
se entibia en el banquete de mi tribu.
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Carta
“Querido Ratón Pérez:
Le escribo esta carta
para informarle que el día lunes
12 de octubre se me cayó
mi primera muela y la he perdido.
Espero que la haya encontrado
y guardado, ya que es muy importante
para mí porque, como ya he mencionado,
es la primera muela que se me salió.”
Y firma. ¿Serán imprescindibles
estos pequeños mitos incluso cuando
la edad nos dice que pasaron
los años de creer? O al revés, nunca
hemos creído. Hijita, la lágrima
y la risa de tu eficacia, tu claridad
tratan de aliviar al padre incrédulo.
¿A quién se dirigen mis cartas cada día?
¿Por cuánto tiempo más seguiría
enviándolas si de verdad no hubiera
nada en el sentido? Como vos, Margarita,
sé que no existen las monedas secretas,
que gastar no es perder. ¿Escribiremos
todavía una carta que no se cambie
por nada? Pasan los mensajeros cotidianos
de noche, en puntas de pie, y se llevan
tus dientes blancos para hacer collares
o juguetes de marfil para sus crías ínfimas.
Hacen un ruido sordo que se confunde a veces
con tu respiración resfriada del invierno
o el suspiro sofocado de calor. Se van
con los poemas a cuestas para envolver
las piezas preciosas y encender después
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un fuego subterráneo. Soy ahora
un otro que no cree ya en sí mismo
pero miro a la gente pasando pensativa
y no hay nadie como vos que pueda
escribir una carta tan precisa.
33
Rio
Si no me diera miedo este vacío
que no tiene lugar, no tiene idioma
y parece haber perdido todo el tiempo
que existe, te escribiría una carta
plagada de figuras persuasivas
para que perdonaras cuatro días
de sacrificio impuesto. Veo los “morros”
que rodean la pista de despegue
desde amplios ventanales modernistas,
pero la ciudad carnavalesca y tórrida
se desvanece sin huellas; en la antesala
de traslados inútiles, perpetuos, escucho
el llamado a embarcarse por los altoparlantes
y allá espera Caronte de uniforme
más lindo de lo que suele imaginarse.
¿Por qué el impulso de irse, de pasar
a otros lados, sólo aviva el deseo
de volver? La respuesta es tu nombre
que instaura el orden musical de una vida
agudamente intensa. Tendré que saborear
el agua amarga y ácida del Leteo
hasta que me permitas tocar de nuevo
tus labios, la fuente de tus frases y después
una dosis de olvido nos traiga la memoria.
Ayer mientras caminaba por las calles
sin mirar casi nada, pensando en los trabajos
y los días que pasás en mi ausencia,
recordé aquellos versos que leíste una noche
a miles de kilómetros de mí,
que pedían “piedad” como en cualquier poema
y en toda voz donde vibra una nota de muerte.
En el latín local, que me invadió estos días
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con su promesa de desaparición,
“piedade” rima con “saudade”, que dicen
equivale a nuestra “nostalgia” griega.
Dolor de regresar o más bien aguijón
que pincha el plexo y empuja a volver
desesperadamente. Y sos la isla, el único lugar
con algún sentido en el mundo, si todavía
existe algo así. No vi sirenas, ni cíclopes,
ni sombras extrañas, sólo gente parecida
que ostenta, que codicia, que ríe y se disipa.
Y sé que no estuviste tejiendo y destejiendo
en nuestra casa de niños que se hamacan
constantes, rumorosos y hasta convalecientes.
Quisiera que un poeta no haya mentido tanto
y Caronte me lleve sólo a dar un paseo,
y que vos, sin decirlo, prendieras una chispa
de tus ojos de almendra cuando vieras que vuelvo.
Ahora pondré tu nombre, Cecilia, en un regalo
que no dirá en verdad el aire que me diste,
que acá inspiraste cuando me asfixiaba
con el soplo de tu voz en esta imagen
de escucha. En la delicadeza de tus lóbulos
mínimamente adornados quizá ponga una gota
de algo gratuito y bello que no se deba
a mi fantasma de helénico egoísmo.
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La música y la carne
Había que bajar la vista: cantaban
pero casi gemían personas raras, habitantes
de un desierto ignorado por nosotros.
Esperábamos que nuestros hijos, al amparo
de refugios antiguos, frágiles ya,
tocaran sus instrumentos de madera, arduos,
que viajan cinco siglos en un abrir
de ojos. Pero entre las cuerdas y los niños
irrumpían los sintetizadores baratos, voces
sin adiestrar que lamentaban sus vidas,
los lesionados, los dañados, los moribundos
aunque alejados de toda pobreza real, o sea
aletargados antes del fin en un poco de plata
que nunca significa, que es la nada
de significar. La violonchelista (8 años)
y el violinista (11) no parecían afectados
por la vergüenza de una señora temblona
que se olvidaba de morirse y desafinaba
boleros, ni hablemos de canzonettas
amorosas. ¿Y no descendían sus cuerditas
de una mítica, desgraciadamente hermética,
lira? ¿Y no bajaban ellos, de golpe, dando
roces de arco, deslizándose, hasta acá
en nuestro presente? Los hermanos menores
se agitaban entre el público, se oponían
a toda indiferencia y animaban a los gritos
la concentración necesaria, la matemática
de los mayores. Si pudiera traducir
en palabras aquella división
del mundo, la fe de los instrumentistas
sería una oda a los hermanitos admiradores
que diría: “Galileo y Leonardo, chicos sabios,
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cuando están en sus casas hacen cosas notables.
Con las manos rotan juguetes enormes
o minúsculos, igual de cuidadosamente,
y a veces matan la atención requerida
rompiéndolos o tirándolos lejos como quien
abandona la presa ya inmóvil. Pero muchas
otras veces nos traen, palpitantes,
sus tesoros de plástico, besados, sin nombre.
Sus caras serias provocan el asombro
general y tienen tías que se ríen
por la velocidad de sus pasitos.”
Esto oímos, y estábamos a salvo,
al parecer, de la carne que muere a cada instante,
sólo teníamos orejas para los que crecen.
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Leyenda finlandesa
“Se hamaca en la cuna, se mueve
hasta que se despeina todo
un día, otro día, pero al tercero
el nene sacudía los pies, pateaba
hacia atrás, hacia delante, sacó
violentamente las sábanas, salió
de abajo del acolchado, hizo pedazos
el moisés de mimbre y rompió todas
las chichoneras. Lo pusieron en un tubo
que tiraron al agua, que lanzaron
a las olas. Cuando fueron a ver
dos noches después si había caído
al agua, no se había ahogado. Estaba
sentado sobre la cresta de las olas,
tenía en la mano una varita de metal
con un sedal en la punta y pescaba
o medía la profundidad del lecho.
Entonces los otros juntaron leña, ramas
resinosas, paja seca, cortezas
y prendieron un fuego, hicieron
una pira y tiraron al bebé.
Ardió un día, dos días, al tercero
seguía quemándose. Fueron a ver:
estaba sentado con las cenizas
hasta las rodillas; un palo en la mano
para avivar el fuego, acomodar
las brasas, pero ni un pelo negro, ni un rulo
carbonizado. Al final, lo ataron
a un árbol, lo dejaron ahí, pero no
le pasó nada, grabó dibujos en los troncos,
quedó el árbol cubierto de grabados.
El cielo daba vueltas, la tierra también,
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el mar violeta se arremolinaba, en medio
del círculo brotó un rosal, una llamarada
salió del rosal, y de la llama, un chico.
Tenía el pelo de fuego, tenía fuego
en la boca, y sus ojitos eran soles.”
Dice la leyenda. Y vos gateaste, rápido,
con un lápiz en la mano. Te escapaste
de las desinfecciones, los pinchazos
que quedaron atrás: un año es suficiente
para olvidarlo todo. Brillan ahora
tus bucles rubios sobre tus dos azules
imperios, que se abren como las mañanas
y de tu boca diminuta surgen risas
ruidosas y voces de mando, más allá
de cualquier sílaba. Cuando te agarre
y te quite la birome puntiaguda
por tu propio bien, levantarás el índice
y reclamarás el botín que ganaste
en la batalla contra las puertas, las paredes
y los muebles demasiado altos. Galileo,
un héroe no es un cuerpo invulnerable
sino la plena confianza en que este día
ninguna aguja encontrará el talón.
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Natación precoz
Con su pañal para agua lo metés
en la pileta inflable, de un metro
de profundidad, y él patalea, salpica
por encima del flotador como si aplaudiese
el frío y la suspensión, sin brazos
paternos o fraternales que lo alcen.
Sos su mamá, pero no lo bañarías
en la Estigia agarrado del talón
ni mucho menos lo pondrías al fuego
para que esté a salvo de la muerte
siempre. Nuestro límite está ahí,
casi podríamos tocarlo, algunas décadas
en que se explayará su juventud y le daremos
una pizca de asombro. Él se mueve
en círculos por el cristal redondo
de lona plástica y agua clorada, ríe
seguro y firme. ¿Quién le indicará
los libros que de su padre rechazaría?
¿De qué rarezas se alimentará?
No es un milagro, amor, que exista,
no requiere que se hable de él. Sí,
un misterio que pide ser callado,
alguien que es no puede ser palabra.
Un día supe que me iba a morir
y lo real se volvió limitado, cada uno
de los que amamos morirá también,
pero el instante permanece. La vía
tiene su causa en mi esposa, vos
sos la casa y el viaje. Mirá a tu hijo
más chico nadando ya y gritándole
al agüita olvidable su alegría.
No da al Leteo nuestro estanque, ergo
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creo que en él miramos la verdad.
41
Psyjé
Seas quien seas, escuchá estos versos
arrancados del olvido, ¿en qué época
supe que eras la parte de mí
que vi en un sueño? Ahora estoy diciéndote
con los ojos abiertos que no hay paseos
en donde te ofrezcas como espectáculo
ni en jaulas ni en tarimas, apenas
son las pantallas que titilan colmadas
de frases y fragmentos. Pero alguna vez
las palabras fueron o se volvieron un soplo
interno, eso que está destinado, y lo sabe,
a cortarse, como un interruptor prometido
para el fin del tiempo de uno. Y además
junto al cuerpo desnudo del fluir sin voz
estaba su deseo, lo ignorado, el pequeño
ser que busca una satisfacción imposible.
Dos criaturas acostadas juntas sobre el pasto
de una casa de campo, alquilada, debajo
de una enredadera tupida, con flores,
que daba sombra al dormir de la chica-
voz y el chico-deseo. ¿Vale todavía
decir alegorías? Las plantas se callaban,
aunque hay quienes las leen como letras,
pero sólo se hunden en el barro, buscan
alimentarse por abajo, ¿por qué gastan entonces
brillantes colores, perfumes? Es la constante
ansiedad de repetirse. Acaso Séneca
tenía razón y la meta de todo sea
la aniquilación del mundo, la gente,
las ciudades, el campo, las montañas.
Los libros se destruyen por sí solos.
Sin embargo, ahí esos chicos dormían
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abrazados, sin tocarse los labios, pero cerca
de besarse. Reconocí al muchacho
de las alas, pero no recordé el mito
de la chica: ¿sirena, arpía, alma
de un árbol o de un yo? Relato último
que se descubre cuando es imposible
ser otro y que anticipa la muerte
individual – la otra, la peor, el fin
de cada ser amado, cada libro, cada imagen
y hasta de los sabores que elegimos
no estaba, por suerte, en el jardín aquel.
¿Cuándo se descubre la conexión
mía con vos, vocecita intratable?
¿Es un saber o un sorber? ¿Por qué
empecé a escribir? Ya no existen
panteones, templos, siquiera bibliotecas
materialmente hablando, sólo yo
que te llevo conmigo a todas partes.
¿Deberé ser el lugar donde este rato
de comunicación se mantenga? Les pediré
a otros la inocencia, la jardinería
y hasta la música. En medio de las sierras
reverdecidas de enero, sin tiempo
para pensar, traeré cosas, artefactos
nuevos, seas quien seas, un poco de placer
o alegría disipada, la que permite
regalarse pensando: lámpara deslumbrante
y ventana abierta al calor negrísimo
para que pueda entrar el chico de las flechas.
43
Veo, veo
Se esconde atrás de una puerta, se asoma
ante el tono agudo al final de una pregunta,
que contiene su nombre, y exclama
una negación de toda sílaba, su risa.
Como si dijera: “No necesito ropa
ni un hilo salvo la luz de este día
y lo que usé en primavera no me entra.
Ni me ata una molestia, miráme bien
que es alegría de niño que al abrigo
de mirada de padre juega,
y por extremar juego y de amor certeza
–ve que así hago con vos y lo digo
a tus lágrimas– a sus ojos se oculta.
Seguro de tu susto o tu espera curar
con mi rápida vuelta.” Porque amor
lo regía, porque lo defendía, ahí.
Debajo de la puerta que da al patio
está el piecito descalzo, escondido.
Como un fauno al revés, en la cabeza
tiene expresión cabría, jovial y testaruda,
y encima rulos rubios, pero los dedos
de los pies son más humanos, no demasiado,
cuanto más chicos, diminutos. Pasan
y pasan los minutos y estamos solos,
padre e hijo. En vano espero que el libro
que leo diga algo. Mejor mirar,
no vigilar, oír su gateo sigiloso.
Apenas con su pañal, por el calor, despide
un olor inimitable a piel de un año.
Cortaron la luz, no hay internet, no hay
tele ni música. ¿Qué podemos hacer?
Agarro un papel cualquiera, no puedo
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ir a buscar el cuaderno al escritorio,
y una birome plateada con un rubí de plástico
rosa en la punta que simula ser
varita o cetro de princesa y hada,
y juego. Él juega. ¿Dónde está?
“¿Dónde estás, Galileo?” Ahí viene, en una mano
un dinosaurio extinto en miniatura,
en la otra una autobomba colorada.
“¿Qué querés?” “Hum, ah, mamamam, tch, tch…”
“Ah, una galletita”, le doy una.
“¿Dónde está Galileo?... ¡Ahí está!”
Risas de los dos, guiños y otros gestos
de reconocimiento. Por suerte no hay jardín
en casa, ningún bicho podría aparecer.
De todas formas, como un Hércules niño,
seguro que es capaz de estrangular
a las atónitas serpientes. La perra
caniche se le escapa, todavía.
Cuando se pare y camine, será igual
a los chicos de mármol que apenas dejan ver
una punta incipiente de sus cuernos
entre los rulos desordenados. Por eso
brindo ahora con té, guardaré el vino
para próximos meses. Un aplauso
porque se paró solo, unos segundos.
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Señalamientos
No dejás de agarrarte a la baranda
de caucho y aluminio, aunque no salta
el coche rojo y rápido, un triciclo
de ruedas con aire, que cruzan suavemente
cualquier pozo o fisura en las veredas.
Hoy no vienen tus hermanas, pero vendrán
mañana a visitar la calesita y asistirte
en tus primeras vueltas. Nos movemos
a un ritmo casi gimnástico. Yo empujo
más con la izquierda que con la derecha:
se ha descentrado la rueda delantera
pero igual anda bien. Un mecanismo, pienso,
aunque se mueva no señala vida.
Y vos en el trayecto sólo reclamarás
con el índice erguido seres vivos.
No hay mucho más que perros en la calle
y sus distintos pelos y tamaños se pronuncian
con tu mínima sílaba de boca cerrada,
la misma que canturrea de alegría
cuando se acuerda de los tonos aprendidos
en un año de acunarse, bañarse, estar jugando,
¿cómo escribir el murmullo, el exclamado
aliento que toca tus cuerdas vocales
y apenas sale quizá por las narices?
En cada cuadra, un perro, le apuntás
con el dedo y lo llamás: “¡hum!” Te das vuelta
para explicármelo: “¡hummm!” Como en el campo
ante un gran pájaro que caminaba por el pasto
cerca de la cabaña o al descubrir los sapos
gigantescos o chicos que se sentaban a mirar
las mariposas pululando alrededor
de los focos de noche. Y no pudiste ver
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la liebre de febrero que atravesó el camino
y se detuvo a esperar el paso de las luces
del auto, porque también hubieras
levantado el índice derecho y habrías dicho,
mirándonos a todos, allá: “¡hum!” Incluso
un visitante, un amigo, algún pariente
necesitan tu dedo para ser el objeto
de la palabra que inventaste. Un nene: “hum”,
para jugar, tocar. Un caballo: “hummm”,
demasiado grande. Un sapo: “humm”, quisieras
apretarlo un poquito entre tus dedos. Un hombre: “humm”,
que te lleve en brazos a ver cosas lejanas.
Ahora seguimos viaje sin frenar casi nunca
salvo que alguien elogie tu belleza canónica,
sobre todo mujeres aficionadas a los bucles
rubios, ojos azules y cara redondeada
de angelitos barrocos. Entonces tu ostensión
indicial simula el roce de un dios
que no articula frases, tan sólo el acto
del querer decir: eso, ahí está
lo que quiero, lo que me gustaría
tocar. Nunca comida, más bien alguien
que acaso alcance la yema del dedo
erguido en su señalamiento: “humm… hum”,
a pesar del chupete que trajiste
y modula tu propio signo único.
Las tres hermanas mayores no están
acá con vos, sin embargo almacenan
las interpretaciones de tu gesto
pragmático, infinito. Rodeamos ya la plaza.
Se alquila un pony: “humm”, pero nadie
me cuidaría el coche si te animaras
a subir encima. Mañana volveremos
a probar tu aniversario en el vértigo
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de moverse al aire del mundo, dando vueltas
en aquella calesita enclenque, al compás
de canciones monótonas que te harán
bailar sentado. Te subirás al cisne
de plástico y metal con una hermana
atenta, seguidora de cada idea tuya.
El león y el caballo son muy altos
pero el cisne se sienta y prestará ese cuello
estilizado, absurdo para que lo agarres
y expreses una felicidad dubitativa.
Antes de que volvamos por las mismas veredas,
rápido porque ya viene una tormenta, quiero
registrar el colmo de tu intervención
que hiciste bajo la bóveda de la noche
en tu primera ida fuera de la ciudad.
Señalé arriba y miraste el chorro blanco
de puntos desordenados, algunos que titilan
dicen que son estrellas moribundas.
¿Cuántos fragmentos del guerrero Orión
habían desaparecido cuando vimos
juntos en el cielo del campo y las sierras
su cinturón, su espada, sus brazos extendidos?
Rastros de luz a mil millones de años
de distancia, pero tu dedo los señala y dice
“¡hum!”, porque nunca en los patios de casa
brillaron tanto, y yo te digo: “Sí, Orión,
al cinturón acá le dicen Las tres
Marías.” Y como todo mensaje
llega a destino, hasta el de una estrella
que murió y yace en el fondo de un pozo
oscuro, sé que pronto, en unos años,
tendrás el telescopio que inventó tu tocayo.
Las primeras gotas caen en las baldosas
que hierven. Faltan dos cuadras, empujo
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tu carrito con más fuerza, le corro
el toldo negro y rojo, aunque te inclines
hacia adelante, siempre, devorando el paisaje
del barrio. La razón está en tu signo:
no vale más la arbitraria constelación
–que vimos de cabeza– que las últimas flores
de un arbusto de verano o los sonidos
de la gente que pasamos o los saltos bruscos
de un piso de adoquines justo antes de llegar
y que ahí estaba cuando yo nací
y mi padre y el padre de mi padre, es decir,
“¡hum!”, piedras que son como tatarabuelos.
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A casa no
Caí como dormido en la vereda
una mañana a causa del exceso
de alcohol, el poco sueño, el sol, la marcha
rápida. Me desperté en la entrada
de un hospital. Nada más que un roce
del ala imbécil sobre mi cabeza
y que ahora ni siquiera entorpece
la rutina. Pero entre aquel desmayo,
que no esperaba navegar ningún río
con multitudes quejándose en la orilla,
y este vacío a plena siesta, ignorado
por la más mínima ocurrencia, pasaron ya
veinte años: nacimientos, educaciones
y la voz siempre igual que escribió poco
para no terminar de crecer. Como diría
el cuarto niño de la casa: “poema,
no”, “aprender, no”, “a casa, no”.
Y con un salto que se dirige a la puerta:
“Al auto, sí”. Vámonos, embarquémonos
surcando el lago negro del asfalto
de todas nuestras calles favoritas.
Juguemos a la ilusión del movimiento
sentados en butacas acolchadas
mientras tiemblan las cosas que circulan
por la ventanilla, tan fuerte que un espanto
de plena oscuridad me hace dudar
y el viento que amontona mugre en el parabrisas
brilla con luz rojiza. Al volver del paseo
insuficiente, ya preso en mi cansancio
que ha derrotado los demás estímulos,
Galileo da la orden sin esperanza
de ser obedecido: “¡A casa, no!”