Silvio. Vengo Buscando Pelea

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ALFREDO VALENZUELA PIVE AMADOR

SilvioVengo buscando pelea

A[aAndalucía abierta

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Este libro no podrá ser reproducido, ni total ni parcialmente, sin el previo permiso escrito del editor. Todos los derechos reservados.

Primera edición: octubre, 2004

® de los textos respectivos; Alfredo Valenzuela y Pive Amador, 2004

® de las fotografías; Gloria Rodríguez (cubierta), Rafael Díaz «Ministro», Máximo Moreno, Don Curro, Ricardo Moneada ® Fundación José Manuel Lara, 2004 c/ Fabiola, 5. 41004 Sevilla (España)Diseño de colección; Manuel Ortiz y Viqui R. GallardoImpresión y encuademación; A&M GráficDep. Legal: B-41607-2004ISBN: 84-96152-51-0Printed in Spain-Impreso en España

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índice

Nota editorial

I. SILVIO. VENGO BUSCANDO PELEA por Alfredo Valenzuela

Simpatía por el diabloUna Fender en la MaestranzaEl día que mataron a KennedyBrian Jones en TorremolinosSi tú te vas, yo me quedo en Sevilla hasta el finalY al tercer día resucitóUn vaso de agua al enemigo En misa y repicando Bajo el volcánChi non lavora non fa l'amoreY en la playa alguien preguntó por mí

II. UNA VIDA EN IMÁGENES

III. SILVIO, EL ARTISTA por Pive Amador

SwingSu rockero servidor

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Las fuerzas de flaquezaDelicadezaQuerenciasLa casa de ElvisEl mejor de los cartelesIlusionistasEl buen bajíoPaganini no repiteComuniónGuasa escénicaEn el principio fue el verboUn hombre de estiloLa medallaDonSolemne quinarioHasta siempre

IV. ENTREVISTA CON SILVIO por Pive Amador

V. CANCIONERO FUNDAMENTAL Selección y notas de Pive Amador

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Nota editorial

La primera edición de Silvio. Vengo buscando pelea, el reportaje biográfico del entonces joven y prometedor periodista Alfredo Valenzuela que abre este libro heterogéneo, fue publicada en junio de 1991 por una desaparecida editorial sevillana, en vida de un Silvio que estaba aún en plena forma. Fue una apuesta importante, pues aunque apenas trascendió el ámbito local, significó la primera aproximación de conjunto a una figura de culto que a pesar de su popularidad en Sevilla, y de un éxito comercial que no fue a más por causa del mismo hidalgo desinterés con que el músico afrontaba las servidumbres de la industria, no había sido abordada hasta la fecha sino por algunos articulistas y críticos de la prensa especializada.

Hoy, más de una docena de años después, Valenzuela es un veterano del periodismo cultural que ha revisado para la ocasión aquel meritorio trabajo de juventud, puliendo el estilo y, sobre todo, con la inestimable ayuda de Pive

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Amador, corrigiendo los errores y omisiones, de modo que su Vengo buscando pelea aparece ahora completamente remozado. Pero hemos querido que la presente, por más que revisada y ampliada, no fuera una mera reedición, y para ello hemos acudido a quien fue uno de los mejores amigos de Silvio y su más íntimo colaborador, su batería durante años y autor o coautor de algunas do las composiciones más felices de su discografía, el citado Pive, que ha escrito una semblanza musical del rockero sevillano, recopilado sus declaraciones para confeccionar con ellas una entrevista imposible pero verosímil, y seleccionado, por último, ¡as piezas fundamentales del cancionero de Silvio.

El propósito último de esta edición, así pues, es reivindicar, más allá de las anécdotas y genialidades de un personaje irrepetible, la memoria de Silvio y su extraordinario legado musical, la personalísima contribución de un pionero del rock and roll cuya trayectoria merece reconocimiento fuera de la ciudad en la que nació. Ojalá, en fin, que este libro, en línea con su propósito declarado, sirva para dar a conocer a Silvio a las nuevas generaciones que no lo vieron actuar, así como para recordar, a aquellos que sí tuvieron ese privilegio, la

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estatura humana y musical de un artista de excepción.

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I

Silvio. Vengo buscando peleaAlfredo Valenzuela

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Yo tengo un pensamiento vagabundo,

voy a seguir tus pasos por el mundo.

Radio Futura

El rock es un mundo en el que resulta muy fácil perder la razón y la vida...

A veces es como una mala película antigua, pero con mejor diálogo.

La carrera hacia la fama es siempre muy rápida,

muy confusa y poco antes del final, muy solitaria.

Roben Greenfield

¿Sabes qué te digo...?

Que todo lo que escribas me importa un carajo.

Si lvio

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Simpatía por el diablo

Silvio no dejó un bonito cadáver. Murió el 1 de octubre de 2001 como un viejo rockero, como un hombre gastado. Murió de sí mismo, dijo alguien, pero también se sobrevivió a él mismo y a su época. Perteneció a la segunda generación del rock, a la que surgió en la primera mitad de los sesenta, a los hijos de Elvis, a la de los más grandes, como los Rolling Stones y los Beatles. Formó parte de aquellas gentes que tuvieron prisa por vivir y un cierta inclinación diabólica, lo que es su caso fue más notorio por descreer absolutamente del futuro.

El día que murió le cuidaban su madre, su tía y sus amigos más próximos. Llevaba una semana en el hospital, un lugar que siempre detestó, y a todos les costó hacerse a la idea de que había muerto. Durante los doce últimos años de su vida dio muchos sustos, tuvo infinidad de avisos, pero sobrevivió a todos, de manera que, como en el cuento de Pedrito y el lobo, cuando la madrugada del 1 de octubre el médico salió de la UVI del Hospital Virgen del

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Rocío con la confirmación de su muerte, tardaron en creerle. La primera edición de este libro, que es un libro caótico, lleno de improvisación y algo alocado, como el personaje sobre el que trata, se cerró deprisa y corriendo en la primavera de 1991, ante la creencia generalizada de que a Silvio le quedaban días, tal vez semanas de vida. Un arrechucho de entonces le llevó también al hospital y le dejó momentáneamente ciego.

Curiosamente, el último decenio de su vida fue el único periodo en el que trató de cuidarse, en el que dejó de beber durante largas temporadas, en el que afrontó con éxito una operación de cataratas que le permitió disfrutar como un niño leyendo sin sus sempiternas gafas. Fue como si por primera vez tuviera fe en un futuro que ya le estaba negado. Él no se quejó, sino todo lo contrario, decía siempre con orgullo que era el único responsable de lo que le pasara. Como si suscribiera como epitafio el título que Anthony Burgess eligió para sus memorias: Ya viviste lo tuyo.

Una semana antes de su muerte, un médico asumió la vergüenza de negarle la admisión en el Hospital de San Lázaro. La ambulancia tuvo que devolverle a su casa, donde su madre y su

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tía nada podían hacer ya por él. El día que murió decidieron avisar al que consideraban su «periodista de guardia», Francisco Correal, quien estuvo por la mañana en el hospital, con la familia y los amigos. Luz Casal se presentó en Sevilla al día siguiente, para acudir al entierro. También asistió el alcalde de Sevilla, quien prometió que una calle de la ciudad llevaría su nombre. Dos años y medio después, en enero de 2004, la que fue esposa de Silvio, Caroline William, y su único hijo, Sammy Fernández, al que el rockero vio por última vez cuando era un bebé, protagonizaron un emocionante encuentro en Sevilla visitando a Eva Melgarejo, quien tardíamente pudo ejercer de abuela comprobando cómo su nieto Sammy, músico también, disfrutaba con los recuerdos acumulados por Don Curro en su Cabellería. Don Curro, uno de los mejores amigos de Silvio y, a veces, su ángel de la guarda, tiene el mayor archivo gráfico del rockero, además de objetos personales como para llenar un pequeño museo. Entre estos objetos se encuentra la Medalla al Mérito Rockero.

La Medalla al Mérito Rockero se la impuso a Silvio el propio Don Curro, durante el primer gran homenaje, que se le tributó en la Fábrica

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de Colores, la noche del 29 de enero de 1993. Los Mercenarios, que precedieron a Silvio y Sacramento como teloneros, tocaron por última vez. El delirio llegó al final con «Silver and Barber», o sea, Silvio a la batería, como en sus inicios, y Don Curro a la guitarra, acompañados por Tomás Picapiedra y Luis Baldomero, tocando los temas de siempre de los Shadows. Fue el broche preciso para una actuación que fue todo un acontecimiento en Sevilla. Silvio había avisado un par de días antes en una entrevista radiofónica: «No quiero vespinos». Se refería a la comitiva de moteros que tendría que escoltarle desde la Cabellería de Don Curro, en Los Remedios, hasta la Fábrica de Colores, en la otra punta de la ciudad. A la hora convenida se presentaron una docena de motoristas que podrían haber fichado por los Ángeles del Infierno. Silvio y su novia, con Don Curro y Pive Amador se subieron a un enorme Mercedes. Los de las dos ruedas hicieron sonar sus motores y emprendieron la marcha. Había llovido y los faros de las motos desfilando en línea se reflejaban sobre el asfalto haciendo la comitiva más imponente aún. Cuando llegaron a la ronda, las motos se abrieron en V ocupando algunos carriles del sentido contrario, de manera que los

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coches se echaban a un lado para franquearles el paso. Cuando llegaron los motoristas de la Policía Local, se limitaron a situarse en cabeza, para escoltar a los escoltas.

Aquella noche Silvio estuvo centrado y cantó como nunca, pero como aquel éxito tuvo sabor a despedida hubo quien acusó a Pive Amador de querer enterrar a Silvio condecorándole. Algo similar a lo que ocurrió veinte años antes, cuando le tacharon de ingenuo por querer resucitar a un muerto, al organizar la vuelta de Silvio a los escenarios. La verdad es que el que se retiró fue Pive, que no ha vuelto a tocar la batería desde entonces.

Meses después del homenaje, hastiado por la inactividad, Silvio llamó por teléfono a Manolo Luzbel y le pidió que le formara un grupo para cantar como en los antiguos tiempos. Manolo Díaz Luzbel probablemente no sabría si se refería a los antiguos tiempos de Silvio y Luzbel o a los antiguos tiempos en que, juntos por primera vez, militaron en La Cooperativa de Julio Matito, en los primeros setenta. Entendiera lo que entendiera, Manolo Luzbel demostró una vez más su fidelidad poniéndose a formar el grupo que le pedía su amigo. Al primero que reclutó fue a Manuel Vázquez, Manolín, como es

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conocido entre la gente del rock. Manolín tocaba en un antro de la Plaza de Europa, en un rincón de la Alameda sevillana. Manolo Luzbel y Manolín no es que se conocieran mucho, pero el primero halló en el segundo tres condiciones imprescindibles. Primero, que cuando tocaba ponía posturas raras y eso no le daba miedo, lo que en la psicología de un rockero maldito como Luzbel puede significar que puede acompañar a Silvio sobre las tablas. Segundo, que ensayaba regularmente, lo que le suponía un sentido de la disciplina, por más remoto que fuera. Y tercero, que tenía coche. El nuevo grupo necesitaría un coche no sólo para acarrear equipos sino, lo que era más importante, para recoger a Silvio cada día de ensayo.

Lo que no podía saber Manolo Luzbel era que al juntar a Silvio con Manolín Vázquez surgiría una pareja que se complementaría tanto en lo artístico como en lo humano. Manolín fue guitarrista, letrista, arreglista, chófer y hombre para todo. También se hizo amigo inseparable de Silvio. Manolín, que en 1980, cuando llegó a Sevilla sin conocer a nadie, era consciente de poseer el precario título de ser el mejor guitarrista de rock de Huelva, tiene un hijo de dieciocho años que toca el bajo, pese a lo cual,

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durante siete años, entre 1994 y 2000, compartió más tiempo con Silvio que con ninguna otra persona.

El grupo que formaron Silvio, Manolo Luzbel y Manolín Vázquez fue como una reedición de Silvio y Luzbel y duró poco, como queriendo dar la razón al refrán de que segundas partes no son buenas. Se sumaron Miguel Ángel Suárez, que ya llevaba tiempo tocando con Manolín, y Juan Carlos Jack, que había sido socio de los Rompehielos, mientras que Paco Pachón se sentó a la batería.

Corría el año de 1994 y Silvio no estaba en su mejor momento. Ni se acordaba de que le habían condecorado el año antes. De hecho, la medalla que sus colegas le encargaron en una joyería del centro de Sevilla la había vendido o regalado o cambiado por unas copas en algún bar. Por fortuna, Don Curro logró recuperarla y se conserva en su Cabellería de Los Remedios. Manolín era el encargado, con su coche, de recoger a Silvio los días de ensayo. Llegaba a casa de Silvio, saludaba a su madre, esperaba a que se levantara y se vistiera y luego recalaban en el bar ABC, que está justo debajo de la casa de Silvio, para que se tomara varios coñacs, que podían ser cinco o seis. Había que procurar que

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no se enrollara con la parroquia, que subiera rápido al coche y que llegara cuanto antes a la barriada de San Jerónimo, donde Manolín conservaba su local de ensayo, para que el alcohol no hiciera demasiado efecto y pudieran aprovechar a Silvio una hora u hora y media. Tanta estrategia dio resultado muy pocas veces. Manolo, Paco, Miguel Ángel eran rockeros veteranos, aún conservaban en la garganta el regusto del humo de mil batallas y el que no era algo diletante lucía desde hace años la etiqueta de maldito, de manera que prácticamente todos, como los perros viejos, confiaban más en su experiencia que en el trabajo. Preferían la improvisación antes que el ensayo. Lo malo es que Silvio, que era quien tenía que aportar el carisma, en esa época, era poco más que un nombre.

Aquella peculiar reedición de Silvio y Luzbel tuvo dos actuaciones en directo, la primera en la Plaza de España de Cádiz, que resultó un éxito. Tocaron como Manolín no recordaba haber tocado hasta ese momento y el público se entregó desde el principio. Una emisora local entrevistó a Silvio en directo antes de que subiera al escenario, y le estuvieron entreteniendo una hora, lo que evitó que

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bebiera más de la cuenta y pudiera llevar el hilo de las canciones. Lo de Cádiz pareció dar la razón a la Santa Improvisación, como si los hados protegieran a los viejos rockeros confirmando que bastaba con la genialidad y sobraban los ensayos, pero la segunda actuación, en el pueblo de Paradas, confirmó los temores de Manolín. Fue la más desastrosa que muchos de ellos vivieron jamás. A un equipo mal montado y malsonante se sumó un Silvio falto de inspiración, que optó por reírse ante la adversidad. Hizo caso omiso del guión hasta el punto de que Manolo Luzbel perdió la paciencia y le dio la bronca en mitad del escenario. Al público todo aquello no le pareció ni bien ni mal, porque se trataba de ver actuar a Silvio, en el más amplio sentido del término, pero Manolo Luzbel se juró aquel día que no se subía más a un escenario con Silvio.

Pese al revés de Paradas, el aliento de Manolín Vázquez dio para intentar grabar un disco. Llegaron a grabar nueve canciones en tres meses, entre ellas una nueva versión de Puerta España. Para que Silvio se aprendiera las canciones, como las cataratas le impedían leer, los ensayos se limitaban a la casa de Manolín, concretamente al sofá, donde el anfitrión cogía

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la guitarra y cantaba las canciones y las repetía hasta que Silvio las aprendía. Pero todos aquellos esfuerzos se tornaron inútiles, la grabación quedó a medio camino y la banda se disolvió.

La relación entre Silvio y Manolín Vázquez perduró y no resultó extraño que fuera éste quien se enteró, seis meses más tarde de la disolución de la banda, del ingreso hospitalario de su amigo por una situación de desnutrición y abandono que lo colocó al borde del colapso. Manolín llamó a los amigos más próximos y entre todos se turnaron para animar a Silvio, quien en quince o veinte días empezó a andar por los pasillos, a hacer algunos ejercicios y a obrar una vez más el prodigio de su recuperación. A ese prodigio sucedió el milagro de que dejó de beber durante quince días con la ayuda de fármacos. Aquella quincena le sirvió para operarse de cataratas. La operación del primer ojo fue bien y Silvio comprobó con euforia que podía leer sin gafas. La operación del segundo ojo necesitó de otro intento porque, agotada la quincena de abstención, se presentó borracho y el médico le dio cita para otro día.

La simple operación de cataratas trajo consecuencias inesperadas. Silvio confesó a sus

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allegados que le gustaría dejar de beber. Manolín vio una oportunidad y se fue en busca del psiquiatra onubense Juan Mora, quien desde antiguo le había expresado su admiración por Silvio y sus ganas de conocerlo. Mora dictaminó que antes de ningún tratamiento, Silvio debía despertar la mente, así que optaron por el dominó, una de las antiguas pasiones del rockero. A la terapia del dominó se sumó Ricardo, un gitano que había logrado salir del infierno del alcohol, que hizo mucha amistad con Silvio durante su último ingreso hospitalario y que estaba seguro de que si él lo había logrado, Silvio, a quien tanto admiraba, podía lograrlo también.

Nadie presentó a Juan Mora como médico ni como psiquiatra. Se limitaron a citarse todas las tardes en un peculiar campeonato de dominó Sevilla contra Huelva, o sea, de un lado Silvio y Ricardo y del otro Manolín y Juan Mora. Transcurrieron pocas semanas para que Silvio se diera cuenta de la profesión de Juan. Aceptó ir a su consulta. Manolín les acompañó y, desde entonces, está convencido de que allí se obró otro milagro. Estuvieron charlando a solas en el papel de médico y de paciente un par de horas y, cuando salieron, a Silvio le brillaba en los ojos

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la decisión, como si recién se hubiera caído del caballo. Mora le trazó un plan de vida para complementar la terapia del dominó. Le dio consejos y recetas para combatir el síndrome de abstinencia. Habló con la madre y la tía de Silvio sobre la dieta que habrían de seguir en casa. El resultado fue que conoció periodos de abstinencia de hasta siete meses.

Silvio y Manolín hicieron un grupo que se llamó Silvio con sus Diplomáticos, con Manolín y Pedro Mauricio en las guitarras, Cados Gordillo en el bajo, Alberto Mira en el piano, Marcos Gamero en la batería. Manolín Vázquez, que como quería Machado es un buen hombre en el mejor sentido de la palabra, casi se emociona cuando recuerda los primeros encuentros. «Aquello era un grupo de verdad; ahí nos queríamos y no había mamoneos». La mejoría de Silvio y aquellos meses de abstinencia quedaron patentes en actuaciones como la que sirvió para presentar el libro de Luis Clemente Historia del rock sevillano en el Teatro Gentral, en noviembre de 1996.

Los diplomáticos empezaron a trabajar y Silvio acudía a los ensayos de San Jerónimo todos los martes, siempre fresco. Había días en que la gente se agrupaba a las puertas del local de

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ensayo y esperaba que los músicos terminaran para dedicarles un aplauso en la calle. Emilia Pinzón, que años antes había cantado en muchas ocasiones con Silvio, acudió un día a un ensayo de su grupo en uno de los locales de San Jerónimo. Oyó el ensayo de los Diplomáticos y reconoció la voz de Silvio, pero por momentos creyó que se trataba de un disco. Abrió la puerta y se encontró a la banda ensayando con Silvio en medio cantando y luciendo un aspecto envidiable. Fue la primera vez en su vida que Emilia le oyó cantar tres canciones completas y seguidas en un ensayo. Cuando se dieron un abrazo, Emilia lloraba de emoción.

Aquella buena marcha, con altibajos de Silvio, duró más de cuatro años. Actuaciones memorables, como la del homenaje en su pueblo natal, La Roda de Andalucía, en 1999; el «Quinario» en la madrileña sala La boca del lobo, el mayor homenaje que se le dispensó, durante cinco días consecutivos de junio de 2000; la del Auditorio de Sevilla con motivo de la Fiesta de Primavera, en marzo de 1998, grabada por Canal Sur Televisión; las de la gira por la provincia de Sevilla el verano de ese mismo año, con quinientas entradas vendidas en Marchena de un día para otro, o la de una hora

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ininterrumpida en el Festimad, que fue uno de sus mayores éxitos y tras el cual sólo se tomó una copa y se marchó al hotel a dormir.

Con Manolín, en su sofá, compuso Silvio algunas de las canciones de su último disco, A color. To Africa from Manchester. Se grabó en 1998, pero salió al año siguiente, en una tirada muy corta y peor distribuida que ha hecho del disco una pieza de coleccionista. Fue un disco que dirigió el propio Silvio y para el que cantó lo que quiso. Dos canciones están en francés, idioma en el que fueron compuestas con la ayuda de Manolín, porque Silvio era muy partidario de este idioma. Es el único de los discos de Silvio en el que canta flamenco. Otra prueba de que vivió buena parte de sus últimos años en estado de gracia es que dos de los temas se grabaron del tirón al primer intento, sin que hubiera que tocarles nada. Acaso fue la última vez que brilló el genio.

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Una Fender en la Maestranza

Eran los tiempos del rock and roll y Raimundo Palma llegó a terminar el bachiller y a estudiar segundo de Medicina. Hoy ya tiene sesenta más que cumplidos y disfruta de un trabajo respetable en una emisora de radio respetable, pero aquellos fueron otros tiempos y llegar a segundo de Medicina allá por los años sesenta fue una proeza gestada entre broncas familiares, cuando Raimundo Palma era el vocalista de uno de los primeros grupos de rock que nacieron en Sevilla. Fue en 1962. Fue el año que nacieron los Rolling Stones. Ese año, en España, alguien podía escuchar a los Beatles en la radio y a la gente joven, a los jóvenes de entonces, que parece que han sido los más jóvenes de la historia, aquella música les gustaba. Puede que ni siquiera supieran por qué les gustaba aquella música, porque la verdad es que no tenían referentes con qué compararla, pero intuían que aquel ritmo a veces endiablado podría ser el ritmo que traía la revolución que

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sus padres no quisieron o no pudieron hacer. Y se dejaron crecer el pelo. Raimundo Palma, como todos los de aquella época que permanecen con vida, una de las cosas que recuerda con más gusto es la melena que lucía al viento. El regusto que daba saberse un adelantado del rock y, al mismo tiempo, un apache en posesión de la verdad.

En materia musical, lo más avanzado que podía verse en la ciudad de Sevilla era a un chaval que se atrevía a tirar las cuerdas de nylon de su guitarra española, a sustituirlas por otras metálicas y a ponerle una pastilla eléctrica debajo para, en el mejor de los casos, conectarla a un transistor de desecho que servía como amplificador. Aquellos doctores frankenstein del nuevo evangelio musical a lo más que llegaban en muchos casos era a comprobar que la guitarra, aún con cuerdas metálicas sonaba más sin la ayuda de la pastilla metálica y del rudimentario amplificador. Pero daba igual, el sonido había de ser eléctrico. Era como una búsqueda. El ser humano, de nuevo, en busca de la electricidad.

La operación aquella, de irreversibles consecuencias, había que hacerla a escondidas para presentarla como hecho consumado.

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Tensar y afinar las cuerdas metálicas precisaba un puente metálico adicional más resistente que el de la guitarra española, que por lo general se fijaba a la caja del instrumento con unas puntillas. Una guitarra española era en la época el fruto de algún padrino generoso, de unas notas sobresalientes en los primeros cursos del bachiller o de la siempre generosa visión de futuro de los Reyes Magos; de manera que la traumática metamorfosis hacía pensar en un castigo impuesto con la severidad de un cabeza de familia que, educado en los tiempos del aislamiento patriótico, elevaba una guitarra a la categoría de artículo de lujo que habría de durar varias generaciones. Ese temor, el pronóstico disciplinario, se cumplió casi siempre. Pero se asumía con la alegría del que va a estrenar la libertad. Era otro motivo, si bien menor, de reafirmarse en rebeldía. No faltó quien quiso rebajar el castigo tocando sevillanas en la guitarra adaptada, lo que sólo sirvió para reforzar las iras de un progenitor que consideraba prostituido un instrumento que atentaba con timbres acústicos contra la ortodoxia folclórica de sus mayores.

Como todo tiene un límite, la convivencia entre el estudio y la música -dos vidas tan

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distintas que de puro milagro no dieron al traste en forma de esquizofrenia con muchos chavales de la época- también tocó a su fin. En el caso de Raimundo Palma, el final llegó antes para los libros que para la música. Y llegó como llegaban muchos finales en las películas antiguas, en forma de barco. Fue un trasatlántico de la Naviera Ybarra, conocida también como Sociedad Vasco-Andaluza. Aquellos barcos no eran de recreo, sino en los que había que meterse para viajar a América. Partían de Génova, hacían varias escalas en la Península y luego emulaban a Colón durante veinte días. No tenían nada que ver con los cruceros turísticos, pero como la travesía era larga, además de botes salvavidas llevaban a bordo alguna orquesta para hacerla llevadera.

Pero lo del barco ocurrió mucho después de que Raimundo Palma conociera a Silvio, en los últimos meses de 1962. Fue en los locales parroquiales de la iglesia de San Roque, en un gran salón cedido por los americanos del Plan Marshall al cura párroco para la organización de obras benéficas. Los yanquis habían empleado aquel gran espacio como almacén y después, el cura y sus muchachos, lo habían habilitado para infinidad de usos. Allí se hacían desde

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convivencias que se querían espirituales hasta puestas en común de cierto tono social o reuniones de vecinos y pequeños festivales musicales a beneficio de cualquier buena causa: lo que se dio en llamar Obra Social. Cabe pensar que si los americanos no se hubieran dejado llevar por el pragmatismo anglosajón que les llevó a basar el Plan Marshall en maquinaria y leche en polvo y, en su lugar, hubieran exportado discos de Elvis Presley, el fin de la era soviética se hubiera adelantado varias décadas. Pero la historia fue como fue. Y la historia enseña que el día que Raimundo Palma llegó por los locales parroquiales que dejaron los americanos, Silvio se hizo hombre. O sea, apareció por allí, o se apareció por allí como un mesías con tupé que viniera a encarnar un nuevo evangelio. El rock and roll, no sólo iba a sustituir los estudios de Medicina de Raimundo Palma, sino que se iba a convertir en una nueva religión que, al menos a sus sacerdotes, exigiría más entrega que Roma a los suyos.

Pocas semanas habrían pasado desde que Silvio cumplió los 17 años. Era muy delgado, pero por lo que llamaba la atención era porque lucía tupé a lo Elvis. Era valiente. O al menos tenía el valor de sentarse detrás de una batería

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tan primitiva que, según dicen quienes la recuerdan, no proporcionaba mejor sonido que las que se hacían los niños con los tambores de detergente que desechaban sus madres.

Junto a Silvio estaban dos hermanos gemelos e imberbes, Mario y losé Ventura Romero, que daban música a sus guitarras de pastilla eléctrica, conectadas al preceptivo aparato de radio de desecho. Los tres eran el corazón con el que latía los X-5, nombre psicodélico, al gusto de la época y que, como era práctica extendida, dejaba constancia del número de miembros del conjunto musical. La actuación del día en que Raimundo encontró a Silvio concluyó después de que los músicos dedicaran todo el tiempo a intentar parecerse a los Shadow, en las maneras y en el sonido. La chavalería se divirtió tarareando canciones en inglés cuyas letras no llegaban a entender por más que los estribillos les sonaran de haberlas escuchado en la radio. Nada más verle actuando, Raimundo Palma se dio cuenta de que Silvio tenía lo más difícil. Silvio tenía estilo.

Desde aquel día en la parroquia fueron amigos. Silvio tocaba la batería, y Raimundo se puso a cantar. En inglés, naturalmente. Siguieron juntos porque ambos compartían

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inquietudes artísticas. Uno quería ir dejando el ritmo suave y meloso de las canciones que con más frecuencia se oían por la radio. El otro quería algo más ligerito, con más ritmo, como se hacía en Liverpool. Esa música que no tardaría en rebotar como el eco por todo el Continente, sin que las aduanas de Franco pudieran hacer nada para detenerla en las fronteras; esas nuevas melodías que se pegaban como el chicle y que llegarían hasta esa ciudad castiza que era Sevilla.

Tal vez la equis del nombre del primer grupo de Silvio tenía un poso filosófico del que no eran conscientes quienes lo bautizaron y que simbolizaba la incógnita de lo que pudiera suceder con una música que derivaría en un estilo de vida. Había entonces otro grupo de nombre no tan alquímico y también menos original. Los Players, que no duró mucho porque la mayoría de sus miembros cumplió la edad de tallarse y partir hacia Cerro Muriano. El Ejército sólo dejó activo a Manuel Regato y a su guitarra, que fueron a juntarse con Silvio y Raimundo, y con Javier Gómez, que tocaba la guitarra ritmica, y Paco Espejo, el bajo, quienes, a su vez, procedían do otra banda, Los Mercury.

Del matrimonio artístico de los X-5 y Los

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Mercury nació un hijo que, lejos de ser pródigo como sus padres, vino al mundo con el reconocido apellido de sus progenitores. Se diferenciaba de ellos por un cierto afán de perdurabilidad. Eran Los Cinco Mercury.

Aquel grupo era ya otra cosa. En seguida consiguieron sonar de otra manera. Con algo de ensayo y unos instrumentos que habían pasado por muchas manos de muy diversas nacionalidades. Los Cinco Mercury eran capaces de imitar la frescura que los Beatles habían arrancado de los barrios industriales de Liverpool en la todavía agraria y poco urbana ciudad de Sevilla.

Eran muy jóvenes. Ninguno sumaba veinte años de edad, pero tocaban muy bien. Tocaban tan bien que al destino no le importó ponerles en el camino de Pulpón, empresario de olfato, profesional, conocedor del incipiente mercado. Ellos pusieron el arte y Pulpón el puñado de billetes que hizo falta para traer desde Barcelona las primeras guitarras «Fender» y «Gibson» que llegaron a Sevilla. Las guitarras costaron un buen montón de pesetas. Eran brillantes, tenían colores alegres, como cristalizados; dos y hasta tres pastillas eléctricas, además de mandos para el volumen,

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y eran suaves al tacto como la piel de una muchacha. Podrá parecer el más fácil de los tópicos, pero Raimundo Palma recuerda cómo sus compañeros vibraban al tocarlas como si la piel de una muchacha estuviera por medio. Daba gusto tocar aquellas guitarras. Era tan fácil arrancarle la misma música que oían por la radio que no se cansaban de tocarlas. Además eran la admiración de todos los jóvenes músicos que proliferaban por la ciudad, porque el rock and roll se iba extendiendo hasta cobrar dimensiones de plaga. Los jóvenes aquejados del mal del ritmo se agolpaban en las casas de los afortunados para ver las guitarras, que eran guardadas con cierta liturgia en una cajas duras con bisagras, negras por fuera y rojas por dentro, como si, en semejanza al ataúd de Drácula, encerraran un guiño a la eternidad.

Se pusieron manos a la obra con el ímpetu del que va a descubrir un nuevo continente. Como todos eran estudiantes, en las aulas pronto empezaron a reconocerles por el hueco que dejaba su ausencia. Faltaron también a algunos exámenes, pero si no se los veía en las claSES tampoco se los veía en los billares. Casi todo el año 1963 lo pasaron trabajando pero sin conciencia de que lo que hacían fuese trabajo.

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Ensayaban para poner en marcha un extenso popurrí de los Beatles. No se trataba sólo de cuidar las notas musicales, de reinterpretar los cambios de ritmo, de buscar el momento preciso en el que una canción podía unirse a otra sin que se notaran las cicatrices, sino también de mover la cabeza como si el cuello fuera un látigo, mientras que los pies se desplazaban por el suelo como serpientes y las caderas trataban de hacer de intermediario entre un extremo y otro del cuerpo. Y si el flequillo se venía a la cara, mejor. Cuando estrenaron aquel popurrí de los Beatles, acompañado por los correspondientes espasmos rítmicos, en el Estadio de la Macarena, donde hoy se levanta el Policlínico, tuvo sobre la juventud sevillana el mismo efecto que una bomba.

Desde aquel día, los gritos, los aplausos y los bailes enloquecidos de los jóvenes siguieron a Los cinco Mercury en todas y cada una de sus actuaciones por todos los escenarios de la ciudad. En el espacio señorial del Casino de la Exposición, donde se celebraban las principales fiestas estudiantiles y universitarias, en el vetusto Teatro San Fernando, y en el Colegio Santo Ángel, en la calle San José.

No faltó quien tuviera la idea de crear, para

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mayor apogeo de Los Cinco Mercury, el que tuvo que ser el primer club de fans rockero de Sevilla. La iniciativa partió del grupo «La Mancuerna», un club juvenil con sede en la Plaza del Museo, compuesto por unos veinte o treinta jovencitos con muchas ganas de cachondeo. Muy pronto se sumaron al club un buen número de chavales, dispuestos a formar ruido en cualquier momento, preparados para lograr el éxtasis con la sola ayuda de la música y del movimiento de caderas de sus músicos preferidos, con esa fidelidad que sólo pueden dispensar los admiradores más fervientes.

Como la Reina de Inglaterra aún no había condecorado a los Beatles, el popurrí de Los Cinco Mercury, era con mucha diferencia lo más moderno de la época. Tanto que siempre había quien quería encontrarle alguna conexión diabólica, como las mamás de familia al comprobar que sus niñas más mayorcitas menguaban el tamaño de sus faldas con la indudablemente insana intención de menear las caderas como posesas, en oscuros locales con luces intermitentes. Pese a que tocar a los Beatles equivalía a apretar el automático del éxito, los Shadow seguían siendo el particular catecismo rockero de los Mercury. Tenían un

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tema de los Shadow llamado Shadoowy en el que Silvio hacía un solo de batería de cinco minutos. El público, que disfrutaba viéndole tocar, siempre lo pedía si tardaba en llegar. En una fiesta celebrada en el Colegio Santo Ángel, cuyo patio alquilaban previo pago a la dirección del centro de dos o tres mil pesetas, la gente empezó a corear «Shadoowy, shadoowy...» en señal de que el ambiente se encontraba lo suficientemente caldeado. Las pesetas del alquiler daban derecho a la cesión de las tarimas de madera sobre las que los profesores se enfrentaban a sus alumnos para dar las clases. Las tarimas se unían en el patio hasta cobrar la forma de un escenario al que podían subirse cinco músicos.

Aquel día los colegiales interrumpieron dos o tres veces la actuación con coros de «Shadoowy, Shadoowy...» en demanda del solo de batería de Silvio, del que ya se había corrido la voz de que sus méritos se debían tanto al sentido del ritmo como a la capacidad circense de su ejecutor. Y era verdad que los solos de batería aquellos eran espectaculares, porque los Mercury supieron dotarlos de cierta carga dramática. Cuando Silvio empezaba a tocar en solitario, los otros cuatro ponían cara de circunstancia, como

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quien se va a enfrentar a una prueba definitiva, abandonaban sus preciados instrumentos sobre el escenario, y se bajaban de las tarimas para mezclarse con el público. A alguno le daba tiempo de tomarse una copa o de concertar una cita para cuando terminara la actuación, ya que no regresaban al escenario hasta que Silvio, empapado de sudor y con el flequillo medio deshecho, cumplía sus cinco minutos como rey absoluto de la percusión, como el emperador del ritmo.

Eso es lo que solía suceder, porque así estaba ensayado y convenido, pero aquel día en el Colegio Santo Ángel, cuando ios músicos mediaban el Shadoowy y se disponían a abandonar el escenario, los chicos de la «Mancuerna» se sintieron con derecho a subirse al escenario para, como dejándose llevar por el trance rítmico de la batería, ver de cerca las evoluciones de Silvio sobre platos y cajas. El resto del público no quiso perderse detalle y siguió a los fans oficiales hasta el escenario. Si a la fiesta acudieron trescientas personas, alguien hizo el milagro de las Bodas de Canaán, pero multiplicando el espacio de las tarimas, porque casi doscientos asistentes se empeñaron en subirse al escenario aunque para ello tuvieran

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que soportar codazos y algún pisotón. El afán era congregarse en torno a Silvio, quien lejos de vislumbrar el peligro, imprimía cada vez más velocidad a su brazos para golpear su batería, sin perder su capacidad de improvisación en un ritmo progresivo que aceleraba los corazones y llenaba a la gente de una alegría imparable. Aquello duró hasta que las desgastadas tarimas, que durante años habían soportado el peso de las explicaciones latinas sobre la poesía de Ovidio o acerca de los complicados problemas planteados por las ecuaciones de segundo grado, se vinieron abajo. Casi todos rodaron al suelo, entre gritos, carcajadas y apretones que resultaban más agradables que dolorosos. Nadie sufrió daño porque, por fortuna, el escenario nunca alcanzaba gran altura, pero la magia llegó cuando comprobaron que la batería de Silvio no había parado de sonar. Silvio había caído junto a su batería, había perdido su taburete y estaba sentado sobre el suelo, rodeado de tablones, pero sin dejar de tocar, sin perder el ritmo. Fue el delirio. Su público lo jaleó más que nunca, porque al público le gusta asistir al nacimiento de una leyenda, y tener conciencia de ello. A los aplausos de los admiradores se unieron los de los otro cuatro Mercury, los primeros

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sorprendidos por la capacidad de improvisación de su compañero, por la extraordi-naria capacidad para el espectáculo de Silvio. Los músicos entendieron que el batería se había convertido en el ídolo de sus fans, lo cual no les cogió de sorpresa porque ellos mismos eran los primeros en admirar su carisma, su clase, su humor y la vitalidad de aquel tipo canijo que parecía volverse loco cuando tocaba la batería, como si fuera un hijo del rock and roll. Uno de los primogénitos.

A esas virtudes achacaban los Mercury que a Silvio, escuchimizado y con una nariz mucho más aguileña que la que lució años después, se le dieran tan bien las chicas. Sus ocurrencias, sus cariñosas salidas de tono, sus conversaciones a veces disparatadas, su risa contagiosa hacía estragos en los corazones de las jovencitas, sin él pretenderlo en la mayoría de los casos.

Si Silvio era el ídolo local de la «Mancuerna» y de toda la juventud sevillana que acudía a las fiestas estudiantiles, los ídolos de Silvio eran James Dean y Ringo Starr, al que imitaba también fuera del escenario. En los andares, en la forma de vestir, en el peinado y en cualquier detalle que traslucieran los escasos

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documentales de época.Durante varios días estuvo encerrado en un

cine de sesión continua para ver una docena de veces Qué noche la de aquel día. Del cine salió diciendo las mismas frases que Ringo Starr pronunciaba en la película. Aquellas frases las repetía en los escenarios, en el colegio, dando un paseo con los amigos. El quería ser una estrella y aquel tipo de Liverpool tenía tan claro que lo había logrado que hasta su apellido lo decía. ¿A ver cómo suena? Se preguntaba Silvio para sus adentros; y él mismo se contestaba: Silvio Star... Si alguien que hubiera salido del cine en ese momento se hubiera cruzado con Silvio por la acera le hubiera tomado por primo hermano del batería de los Beatles.

No hace falta irse a la hemeroteca para comprobar en la cartelera de los periódicos antiguos la oferta de espectáculos con la que contaba la juventud sevillana en la primera mitad de los años sesenta. Por no haber no había ni discotecas, ni se habían inventado los pubs que en la década siguiente harían furor, ni bares de «movida», aquel término que aún tardaría dos décadas en acuñarse. Nada de eso. Tampoco hace falta mucha imaginación para hacerse cargo de lo que suponía pasear por el

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desolado Prado de San Sebastián con dos mil pesetas en el bolsillo y sin haber cumplido los veinte años, en busca de algún barrio en el que las chicas le reconocieran a uno nada más cruzar la esquina y empezaran a cuchichearse en el oído.

-Ahí va uno que si se cae del escenario sigue tocando la batería en el suelo sin despeinarse el flequillo...

-Sí, tiene un flequillo como el de Elvis, pero a él le queda mejor. Además Elvis no se cae del escenario ni sabe tocar la batería.

-Pero anda como Ringo Star, el de la película que vimos la otra tarde.

-Pues claro, tonta, no ves que él también estaba en el cine la otra tarde, y se fijaría...

Sería a finales de 1963 o recién iniciado 1964, pero seguro que era invierno porque hacía muchísimo frío, cuando Los Cinco Mercury se fueron a tocar a Constantina, a una húmeda bodega casi subterránea que a Silvio, lejos de desalentarlo, le cautivó nada más entrar. En seguida les explicó a sus compañeros la trascendencia de actuar en un lugar como aquél. Aquello no podía ser sólo una coincidencia; tenían que tocar allí lo mejor que

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supieran. Silvio podía ser un maniático de los detalles cuando se trataba de actuar y se empeñó en contagiar su entusiasmo a sus compañeros, convenciéndoles de que aquel lugar era como el mítico Cavern Club de Liverpool donde empezaron los Beatles. Tal vez el lugar no se parecía sino en el aspecto cavernoso que pudiera evocar el nombre del legendario antro inglés, pero Silvio les convenció de que allí entrarían en comunión, siquiera espiritual, con sus ídolos.

Eligieron lo mejor de su repertorio para aquella noche. Ni siquiera Silvio confió nada a la improvisación. Entre los temas que tocaron en Constantina había alguna canción de Ray Charles que ellos mismos habían versionado quitándole algo de terciopelo para que resultara más leñera. Apache, de los Shadows. Y La bamba, de Ricardo Valenzuela, que hubo de rebautizarse Ricki Valens por exigencias, o tal vez, por intuiciones de las exigencias de un mercado musical en expansión.

Todo salió a la perfección. Casi agotado ya el repertorio, cuando se disponían a descansar, el público que atestaba la bodega empezó a gritar para que continuaran, exigiéndoles un bis de Apache, una canción que ya le habían solicitado

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antes y que habían tocado hasta tres veces seguidas.

Ya estaban un poco hartos de tocar aquella canción y creían que la aborrecerían de hacerlo tantas veces seguidas. Se hacían los remolones, pero la gente, gritando y sudando el aire viciado de la bodega, gritaba con renovado ahínco. Silvio, que no se había levantado ni una sola vez de su taburete de batería, se acercó a la boca el micrófono con el que secundaba algunos coros y dijo «vale». El «¡bieeeeeen!» que gritó el gentío en el interior de la bodega pudo oírse hasta en la Cartuja de Cazalla. Silvio aprovechó entonces que el silencio se hizo de nuevo en espera de la música para dar una risotada en el micrófono y exclamar «pues es mentira; ya no más». Se levantó, saltó del escenario y se fue a la barra por una copa, atravesando el pasillo de silencio que el público le abría, con no menos tensión que si Moisés abriera de nuevo las aguas del Nilo. Los Mercury se quedaron en el escenario como estatuas de sal. Los mozos serranos, que habían acudido a la fiesta desde los pueblos más cercanos de la comarca para oírles y divertirse, pasaron del pasmo a la risa con la ocurrencia de aquel canijo con tupé que difícilmente soportaría medio guantazo. Los otros cuatro músicos

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volvieron a sentir que la sangre circulaba por sus venas. De sobra sabían, como cualquier músico, las consecuencias (|ue en los pueblos podían acarrear ocurrencias como aquélla. Sobre lodo en invierno, en la sierra y con las fuentes municipales a punto de congelación. La palidez desapareció de sus rostros, se sumaron a las risotadas y se fueron a la barra para tomarse algo. Descansaron un buen rato y, luego, otra vez sobre el escenario, volvieron a tocar Apache tres o cuatro veces más seguidas, hasta que el monotemático publico se dio por satisfecho.

Eran los tiempos en que en Sevilla el Centro Vida trataba de distraer a la juventud con un cine club y sus consiguientes cinefórums, mientras Radio Vida hacía lo propio con emisiones de música más o menos moderna, y organizaba festivales benéficos. La juventud se divertía sanamente y la recaudación se destinaba a una buena causa, con lo que aquellos clubs de inspiración cristiana veían doblemente cumplido su objetivo. Parece que la Plaza de Toros de la Maestranza, en el lejano año de 1964 era un enclave mucho más abierto y universal de lo que luego ha devenido. Radio Vida organizó sobre el albero de la plaza una

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espectáculo a beneficio de los niños minusválidos de jesús del Gran Poder. El cartel se componía de un festival de rock and roll y de un espectáculo taurino, a partes iguales. Ahora hay quien se pregunta el efecto que sobre las reses harían los distorsionadores, los solos de batería, los acoples de los bailes y los micrófonos, las pruebas de sonido, las canciones en inglés...

El premio, un trofeo y diez mil pesetas de cuando las monedas de a duro aún eran grandes y gordas, fue para Los Cinco Mercury. Además de con los fans de la «Mancuerna» y con un prestigio ganado con Silvio tocando por los suelos que ya funcionaba como una leyenda que les precedía, seguían contando con la fuerza, el estilo y los solos de cinco minutos de su batería, una especie de Ringo Star alimentado con la leche en polvo del Plan Marshall a quien no podían igualar ninguno de los baterías de los grupos que concurrieron al certamen en busca de las diez mil pesetas o que se presentaron a debutar en la plaza en busca de gloria y fama. Entre estos grupos se encontraban Clan Cinco, Cuarteto Reix y Los Bípedos. Estos últimos tuvieron antes el nombre de Los Soñadores y fueron los únicos que pudieron ponerse a la

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altura de Los Cinco Mercury, pero no contaban con la fidelidad, las ganas de juerga y el griterío de las enérgicas filas de la «Mancuerna».

En cuanto los rockeros terminaron de medir sus habilidades, dos espadas dieron muerte a sendos novillos, con lo que concluyó aquella reunión de rockeros y toreros que sólo unos cuantos pudieron contemplar y que desde que el casticismo se ha hecho fuerte como una liturgia que hubiera que defender en el ámbito de lo sagrado no parece que vaya a volver a repetirse.

El premio en la Maestranza, vino a confirmar lo que las aventuras musicales en pueblos y colegios parecían apuntar. Que eran alguien. Con conciencia de serlo, un día se pusieron todos conjuntados sus trajes de etiqueta, se abrocharon sus chaquetas oscuras y sus madres, tías o hermanas les anudaron al cuello las impolutas corbatas de pajarita, y los repeinaron con brillantina antes de marchar hacia la casa del fotógrafo que los iba a retratar en pose de estudio y según se entendía que había que retratar a alguien que era alguien; o sea con la responsabilidad de plasmar cómo y quiénes eran para constancia de las generaciones venideras. Allí están todavía los

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cinco, elegantísimos, jóvenes, felices y muy guapos, mirando con el contenido descaro del que se sabe grande al objetivo de la cámara que los inmortalizó.

Inmediatamente después de posar para esta foto, Los Cinco Mercury tuvieron que volver a demostrar que eran los mejores de la ciudad. Y tuvieron que hacerlo ante un competidor difícil. Los Dus, que contaban con Pepe Saavedra, un gitano de personalidad acusada que había nacido para la música. Pepe Saavedra lo mismo tocaba la batería, instrumento con el que pronto se manejó como un auténtico maestro, que la trompeta o la guitarra. Con la misma facilidad improvisaba ritmos flamencos con la guitarra española que cantaba canciones de los Beatles.

El nombre de Dus, que aparentemente nada decía, respondía nada más y nada menos que a las siglas de «Distrito Universitario de Sevilla». Además de que alguno de sus componentes era estudiante, su centro de reunión y lugar de ensayo era el que fue Pabellón de Uruguay en la Exposición Iberoamericana de 1929, entonces sede del SEU o Sindicato de estudiantes Universitarios y todavía, por su proximidad a la antigua Fábrica de Tabacos, edificio de usos universitarios.

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El ritmo de Los Dus era más meloso y pausado que el de Los Cinco Mercury, pero bastó que alguien -Pepe Saavedra- pudiera hacer sombra a la batería de Silvio, para que todos esperaran con más ansiedad que nunca los solos de los dos percusionistas. De este modo, cada vez que coincidieron en fiestas o festivales, convirtieron sus actuaciones en auténticos duelos. De haberse prolongado sólo un poco en el tiempo, aquellos duelos hubieran tenido, como ya se sabe que pasa en Sevilla con las devociones, «silvistas» y «saavedristas». La competencia no pasó del terreno puramente artístico, porque Silvio y Pepe se hicieron muy amigos, y parece que esa amistad contribuyo a que la balanza nunca llegara a inclinarse a favor de ninguno. Ambos disponían por igual, aunque igualmente autodidactos, de técnica, brío y genio para improvisar y para construir sobre el silencio unos solos de batería que eran auténticos prodigios de ritmo y precisión.

Mas todo pasa y el fin de Los Cinco Mercury llegó súbitamente cuando a Manolo Regato, guitarra solista del grupo, le llegó una oferta profesional para irse a tocar a Madrid. Manolo aceptó aquel contrato que le abría las puertas de la capital y, lo que era mucho más

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importante, la posibilidad de ganarse la vida con la guitarra. Ante lo inevitable. Los Cinco Mercury decidieron despedirse de su público en el Estadio de la Macarena, sobre uno de los escenarios en que habían empezado su brillante carrera. Bueno, los cinco no. Silvio dijo que no iba, que él no iba a tocar esa tarde.

Las salidas de Silvio, tanto en los momentos buenos como en los malos, hacía tiempo que no contrariaban a sus compañeros, que se habían acostumbrado a convivir con él asumiendo que lo hacían con una especie de genio imprevisible. Al fin y al cabo, se consolaban, todavía no se ha cortado una oreja y nos la ha enviado por correo certificado.

Hubo quien le insistió para que estuviera presente al menos durante la actuación de sus compañeros, pero Silvio no fue. Todo fue inútil. Las decisiones de Silvio solían ser así de rotundas, sin posible apelación. Ese rasgo de su personalidad marcaría buena parte de su carrera y de su vida. Tal vez un experto en psicología habría determinado una cierta negación de la realidad para no tener que afrontar algunos momentos amargos, cierto miedo a la responsabilidad, un síndrome de Peter Pan exacerbado por una sensibilidad

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extrema...La negativa fue irrevocable y por primera vez

en su agitada carrera se pusieron a buscar a otro batería para aquella tarde de despedida. Encontraron a Luis Moreno, quien con el devenir de los años, acabaría como batería de uno de los grupos legendarios del rock andaluz, Alameda. A Luis Moreno le pidió el favor el propio Manolo Regato, ya que ambos habían coincidido un par de años antes en Los Players.

Llegó la hora del concierto y, cuando todavía los músicos no habían subido al escenario para comenzar la actuación, vieron como un tipo se disponía a desmontar la batería. Superados los primeros momentos de confusión, se abalanzaron sobre el desconocido y cuando le tuvieron sujeto le preguntaron que qué diablos hacía. El tipo se limitó a contestar que se llevaba la batería porque para eso era suya. Alguien trató de corregirle y le explicó que la batería era de Silvio, pero el desconocido aseguró que Silvio acababa de vendérsela y que se la llevaba porque era suya. Aún no había terminado el forcejeo cuando otro joven desconocido se presentó sobre el escenario interrumpiendo la conversación. Decía venir por su batería.

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-¿Batería, qué batería? -preguntaron todos a coro, incluido el desconocido que llegó primero.

-Pues la que Silvio acaba de venderme. Y me ha dicho dónde podía venir a por ella, aquí -contestó el recién llegado con el aplomo que da haber pagado una buena cantidad de dinero por un objeto del que está seguro que, precisamente por ese motivo, le pertenece.

Los músicos intuían que se enfrentaban a una de esas situaciones que labrarían la leyenda de Silvio. Los dos desconocidos se enzarzaron en una larga discusión a pesar de que el problema aritmético tenía fácil solución: Silvio le había vendido la misma batería a dos personas diferentes en el corto plazo de unas horas.

Para terminar con una situación que resultaba más embarazosa cada minuto que pasaba, pues el público empezaba a dar muestras de impaciencia, los Mercury rogaron a los compradores que les dejaran actuar y que, mientras tocaban, podían ellos, los compradores, discutir sobre la propiedad de la pródiga batería.

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El día que mataron a Kennedy

Si el primer disco de los Beatles tardó en oírse en España un año, unos meses más fueron suficientes para que los nuevos ritmos calaran en los jóvenes seguidores de Presley. Ese tiempo fue suficiente para que gentes como Los Cinco Mercury tuvieran su propio popurrí compuesto a base de temas de los melenudos de Liverpool.

En la primera parte de la década de los sesenta, una casual audición de un programa de la BBC podía ser cien veces más reveladora que un centenar de visitas a salas de teatro o de cine. No obstante, aquella sociedad que trataba de abrirse al mundo, a los nuevos hábitos de vida, que trataba de sustituir la escasez por el consumo con unos gobiernos que los historiadores llamaron, no sin generosidad semántica, de los tecnócratas -en el que el mejor ministro de Asuntos Exteriores era el que se sentaba en el gabinete de Información y Turismo, quién sabe si porque consideraba que la principal misión de la información, del

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periodismo, era traer turistas-, contaba con una importante zona permeable a las tendencias culturales europeas, la Costa del Sol.

Curiosamente, el aislamiento cultural de España fue quebrado por otra zona porosa que luego habría de perdurar muchos años. Aquel foco de transmisiones foráneas funcionaría como una especie de hijo pródigo de los acuerdos suscritos por el General Franco con el Gobierno de los Estados Unidos de América y que, en el caso de Andalucía, se concretaron en las bases americanas de Rota y Morón de la Frontera. Lástima que ningún cabeza de huevo del Pentágono, a la luz de cómo operó la música en el entorno de estos recintos castrenses, comprendiera que contra el comunismo era más eficaz el rock que el napalm. Si se hubieran parado a mirar el efecto que los discos de Elvis tenían en la juventud española, la Humanidad se hubiera ahorrado la escabechina de Vietnam y Coppola se hubiera tenido que conformar sustituyendo la Walkyria de sus helicópteros por Love me do.

A Rota y a Morón viajaron Los Cinco Mercury en infinidad de ocasiones para cantar en las fiestas de los americanos. Especialmente a los guateques organizados por los soldados y por

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los más jóvenes miembros de las familias yanquis destacadas en suelo español.

Allí se encontraban los sevillanos con jóvenes rubios un tanto aburridos y añorantes de las costumbres de su patria. Los jóvenes americanos estaban deseando abandonar el perímetro militar de las bases para divertirse en las ciudades de la costa o viajar hasta la propia Sevilla, pero mientras llegaba ese momento se montaban sus propios festines.

Los americanos tenían dinero, concretamente esa receta contra todos los males que se llama dólares, y el siempre generoso Plan Marshall también les dejó los suficientes medios para que pudieran montar fiestas a su gusto en el interior de las bases. Allí levantaron clubes, cantinas, centros de reunión y hasta cines al aire libre para ver películas desde sus enormes coches, mientras comían palomitas de maíz en paquetes igualmente gigantescos. Como en las películas que seguramente veían en las pantallas bajo el estrellado cielo fenicio de la costa gaditana.

Silvio, entonces, aunque apenas cantaba, hacía coros mientras tocaba la batería. Tenía un magnífico oído y unos registros graves a los que los Mercury supieron sacarle partido. Imitaba a

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las mil maravillas la cadenciosidad de los Platters, un grupo que siempre contó con su admiración. Aquellas habilidades vocales de Silvio pusieron a sus compañeros en la pista, lo cual sumado al afán de superación que distingue a los artistas verdaderos les llevó a arreglarle dos o tres temas de los Beatles. No consta que fuera casualidad el hecho de que si Silvio aceptó cantarlos fuese porque se trataba ni más ni menos que de los temas que cantaba Ringo Starr en la primera época del legendario cuarteto.

Cuando actuaban en las bases americanas, sobre todo en la de Rota, Silvio, que ya imitaba a la perfección las maneras del batería de Liverpool, porque así se lo había estudiado en el cine de sesión continua, siempre cantaba aquellos temas para delicia de los americanos. Quién sabe cuántos de aquellos soldados terminarían recordando en la jungla de Vietnam aquellos acordes que escucharon a un canijo con tupé en una base militar de un remoto y caluroso país que nunca fueron capaces de situar en el mapa. El público de las bases, tras escucharles en un principio con mucha atención, como no creyéndose lo que oían, como teniendo que digerir lo que veían, como teniendo que

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hacer memoria de dónde se hallaban y como cerciorándose de si de verdad aquella base estaba junto a África, prorrumpía finalmente con gran alborozo: «¡Ringo, Ringo, Ringo!». Como pasó en la sierra sevillana con Shadoowy, la insistencia del público hacía que el grupo repitiera los mismos temas de Ringo Starr una y otra vez.

Eso fue lo que sucedió en cierta ocasión en el Army Club de la base de Rota, una vez que Los Cinco Mercury satisficieron los deseos de los yanquis cantándoles los temas que tenían el éxito asegurado en una audiencia como aquella: los de Roy Orbison y los de Ray Charles. El melenudo batería de Liverpool, o mejor dicho su doble, terminaba desbancando a los ya clásicos con un público tan experimentado como aquél.

En aquellas breves giras por las bases militares, más de una vez comparecieron acompañados por Luisita Capmany, una chica que hizo de vocalista a sugerencia de Pulpón, avisado empresario que no tardó en darse cuenta de que el grupo ganaría con una muchachita al frente, tal y como ocurría en Europa.

Luisita, como cualquiera que quisiera cantar

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entonces, tenía que hacerlo en inglés, hubiera estudiado o no el idioma de Shakespeare. El que no lo había estudiado, pero daba igual porque se reveló como un maestro de la transcripción fonética, fue Raimundo Palma. Sin que nadie se lo enseñara pero como llevado por las teorías evolutivas según las cuales la función crea el órgano, Raimundo puso en práctica un método de lectura que él mismo se sacó de la manga, como un prestidigitador del lenguaje, como un mago de la comunicación. Algo espontáneo, pero similar al que, mucho más perfeccionado, utilizaban los políticos o el Papa de Roma para dirigirse a públicos variados o a los creyentes de todo el mundo en sus propios idiomas.

El método desarrollado por Raimundo Palma, aunque de espectaculares resultados era bastante sencillo. Para ponerlo en práctica sólo se necesitaban ciertas dosis de paciencia y un par de ensayos, nada que no estuviera al alcance de Luisita Capmany, que además tenía oído y era una chica estupenda. En líneas generales sus principios lingüísticos son lo que en los chistes devino en llamarse spanglish. Los mismos principios que, veinte años más tarde, los rockeros que reivindicaron el uso del español en su música denominaron vikingo.

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Raimundo Palma grababa las canciones de la radio en cinta magnetofónica. Luego se encerraba en su cuarto con papel y lápiz, en busca de cierta concentración. De este modo, como poseído por el credo del rock y consagrado a la nueva fe rítmica, se concentraba en su labor como lo pudiera haber hecho un benedictino del medievo. Rebobinando la cinta una y otra vez, como contando sílabas para un soneto, transcribiendo en un papel todo lo que oía en las cintas, con la atención del espía sobre el que recae el éxito o el fracaso del desembarco definitivo. Si Raimundo, en una de sus cintas musicales oía «yelousubmarín», agarraba su bolígrafo y apuntaba en su cuaderno «yelou submarín». Si lo que oía era «Lov mi dú», pues escribía «Lov mi dú». Y si en un estribillo oía varias veces «ailoviu», pues tantas veces ponía por escrito «ailoviu», y santas pascuas.

Cuando se entregaba a su labor de copista, Raimundo Palma era de ese tipo de gente que se crece con las dificultades. Si el cantante al que estaba copiando se comía alguna sílaba en los estribillos, ponía puntos suspensivos. Si acaso suspiraba, Raimundo marcaba una cruz que posteriormente en los ensayos sería

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interpretada como tal suspiro. Si por ventura el cantante hacía como que tragaba saliva o emitía un ruidito gutural, pues el copista-intérprete echaba mano de su cosecha de signos para que, cuando llegara el momento, el cantante hiciera lo propio. De este modo creó un sistema fonético de fácil manejo que iba a acarrear un buen número de éxitos a sus compañeros.

Aquellos cuadernos, llenos de signos más parecidos a cualquier idioma oriental que al idioma en que fue escrito David Copperfield, se revelaron de una gran eficacia. Puede resultar difícil de creer para quien lo lea ahora, con una academia de inglés en cada esquina, pero una vez, durante una actuación en el Army Club de Rota un americano aprovechó uno de los descansos del grupo para preguntarles de qué lugar de Inglaterra procedían. Los Mercury, casi se mataron de la risa cuando le explicaron al yanqui que, orilla más u orilla menos, eran de Triana. El americano que ya había tomado unas copas, se quedó a escucharles hablar en español un largo rato para asegurarse de que no le tomaban el pelo. Aceptó lo de la procedencia sevillana de los músicos, pero se fue refunfuñando e insistiendo en que cuando subían al escenario el acento era británico,

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mucho más académico que el suyo, que era de Arizona.

Tras los éxitos de Sevilla, los aplausos de los americanos en las bases militares reforzaron la confianza de Los Cinco Mercury para proseguir su camino en un mundo que apenas si había abierto sus puertas pero en el que, al final del pasillo, se intuían todas las posibilidades del futuro, a cual más brillante. Al fin y al cabo en las bases se enfrentaban a un público que, aunque dispuesto a tragarse cualquier cosa por pura añoranza, estaba al día en las nuevas tendencias musicales y poseía los discos cuyas letras ellos transcribían después de grabarlas de la radio.

La confianza en sí mismos no la disimulaban para nada, porque la modestia no es virtud de rockeros. En una entrevista para Radio Vida, porque ya les hacían entrevistas como a héroes locales que venían de desfilar bajo el confeti por la Quinta Avenida, aunque fuera la Quinta Avenida de una base militar, el locutor le preguntó a Silvio que quién era su maestro, su batería preferido, el que más influencia había tenido en su peculiar estilo de percusionista, el que a él, en definitiva, le parecía el mejor. Silvio, lacónico, con esa contundente brevedad que

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distingue a los que están tan seguros de sí mismos, contestó: «Sinceramente, el mejor batería del mundo soy yo».

Los oyentes del programa, entre los que se hallaban casi la totalidad de los miembros de «La Mancuerna», festejó con gritos y aplausos aquella ocurrencia tan poco habitual en las suaves entrevistas radiofónicas que se estilaban durante aquellos años, cuando los padres, tíos o abuelos que hicieron la Batalla del Ebro en el lado equivocado tenían que sintonizar la Pirenaica en busca de un poco de acción que les rejuveneciera.

En Rota fueron una vez a tocar en una de esas fiestas juveniles que años después la industria de Hollywood se ha empeñado en hacer uno de los subgéneros más tontorrones de la historia del cine. Era algo similar a esos festines con los que en el ámbito anglosajón los jóvenes estudiantes celebran su graduación. Para aquella ocasión eligieron el gimnasio de la base. Decoraron el local con guirnaldas y grandes rosetones que reproducían los colores de la bandera: azul, rojo y blanco. Colocaron largas mesas sobre las que las mamás americanas pusieron sus pasteles de manzana y sus coca-colas.

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Cuando todo estuvo preparado aparecieron Los Cinco Mercury. Nada más comenzar a tocar, los jóvenes americanos empezaron a acercarse al escenario, mientras que sus padres permanecían en segundo plano. Muchos de estos adultos llegaron a la fiesta tan impecables como los Mercury. Algunos vestían con sus uniformes militares y lucían las insignias que habían ganado en Corea.

Los rockeros sevillanos comenzaron su actuación con una canción del primer disco de los Beatles, canción a la que introdujeron una novedad. Cada vez que llegaban al estribillo, para darle más énfasis, echaban todos una pierna hacía delante, como si dieran una patada al aire, perfectamente cronometrada con la primera sílaba del estribillo. Raimundo Palma, aquel día, lo hizo con tales bríos que su zapato, quién sabe si mal atado, salió disparado a gran velocidad la primera vez que levantó la pierna. El zapato voló por encima de las cabezas de las primeras filas de público y, tras atravesar casi todo el gimnasio, fue a estrellarse contra el pecho de un comandante para finalmente caer sobre el pastel de cerezas que había preparado la esposa del oficial.

Todos, músicos y público, siguieron la

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trayectoria del zapato como quien sigue el misil que, lanzado por error o descuido, va a acabar con la Guerra Fría y va a vaciar sobre los hogares más próximos los arsenales soviéticos. El grupo dejó de tocar tan de inmediato que pareció que lo tenían tan ensayado como las transcripciones fonéticas. Los chicos que asistían a la fiesta se quedaron mudos con los ojos clavados en el oficial agraviado, quien, a su vez, con la cabeza gacha, permanecía con los ojos clavados en el zapato, que había hecho diana justo en el centro del pastel de cerezas. Por mucho menos que eso se mandaba a fusilar a alguien en Corea, así que un silencio tenso se adueñó del gimnasio. Como si se hubiera tomado unos segundos para pensárselo, el militar se sacudió la pechera con la mano, justo donde había impactado el inofensivo proyectil, igual que se quita el polvo de una marcha por el desierto. Luego, igual que quien realiza una delicada operación quirúrgica, empleando los dedos índice y pulgar, como el que extrae un trozo de metralla del abdomen del camarada caído en combate con la esperanza de prorrogarle la vida siquiera unos minutos, sacó el zapato del pastel.

Con el zapato cogido por la pinza de sus

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dedos comenzó a andar hasta el escenario, donde los Mercury, por un momento, perdieron toda la confianza de la que días antes habían hecho gala en las entrevistas de la radio, en especial Raimundo Palma, que pasaba de estar rojo por la vergüenza a esa palidez que otorga creerse responsable del inicio de la Tercera Guerra Mundial. Cuando después de unos instantes, que parecieron horas, el americano llegó hasta el escenario con el brazo extendido y el zapato de Raimundo colgando del extremo, manchado de frutas del bosque, había quien todavía contenía la respiración. Por fin, el oficial y caballero, que era mucho más alto y corpulento de lo que parecía junto a las mesa de los postres, posó el zapato junto al pie desnudo de Raimundo. Le miró a los ojos como hacía Clint Eastwood en La muerte tenía un precio y, poco a poco, esbozó una sonrisa que dejó escapar una carcajada tan atronadora que pareció que el resto de las risas de todos los presentes eran su eco.

En esa fiesta tocaron otro de los temas que tenían el éxito asegurado entre los americanos, una canción que en Hollywood se utilizó luego hasta para titular una película taquillera, Pretty Woman, de Roy Orbison. Aquella canción la

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aprendieron, precisamente, gracias a los discos que los americanos les regalaban en señal de agradecimiento por sus actuaciones en las bases.

Regalos como éste nutrían el repertorio de ios Mercury, una vez que Raimundo las ponía por escrito y los Mercury las ensayaban hasta hacerlas suyas con aquel peculiar acento británico. Sólo unas semanas más tarde de recibir el regalo que incluía Pretty Woman, en el Vanguard Club de la base militar de Rota, los americanos les hicieron tocar esa canción cinco veces seguidas. Así de bien lo hacían.

La relación con los americanos fue duradera. También les invitaban a tocar para las fiestas que hacían en el barrio sevillano de Santa Clara, que durante años fue una colonia yanqui de casas amplias y coches grandes. En la zona norte de Sevilla, próxima al aeropuerto, establecieron sus viviendas siguiendo el más puro estilo americano técnicos cualificados de las bases y altos mandos del ejército.

Una de esas fiestas en Santa Clara resultó especialmente entrañable. Los jóvenes yanquis, impermeables a destinos castrenses, reproducían sus costumbres, algunas traídas

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desde el Lejano Oeste, como si se instalaran en burbujas que el Imperio iba implantando por el planeta, aquí y allí, con la facilidad de quien salpica el mapa con el hisopo de la estrategia. Aquel día decidieron divertirse en el guateque con un matrimonio multitudinario, o sea, con un juego cuyas reglas establecían que habían de hacer parejas, con los músicos incluidos, como si fuesen para toda la vida. Los chicos y las chicas empezaron a emparejarse y cuando terminaron tan delicada tarea alguien apareció con un montón de certificados, como los que te expiden en Las Vegas si decides dar formalidad, sellándolas para siempre, a tres noches de pasión y desenfreno en un motel de carretera.

Las parejas recién formadas hicieron una hilera para reproducir,una a una, la breve ceremonia de la boda civil, en la que un adulto ejercía de juez, les bendecía y les deseaba una larga y feliz relación, y muchísimos hijos para que comieran perdices. Los Mercury, al principio, no sabían muy bien qué pensar de aquello, ni adonde conducían semejantes jueguecitos, en el caso de que tuvieran que conducir a algún sitio. En su país el matrimonio, además de un sacramento, era algo tan duradero como la eternidad y sobre lo que muy poca gente

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bromeaba. Como tampoco querían ser la excepción, consintieron en participar de aquella pantomima. Se pusieron de acuerdo con quienes habrían de ser sus esposas por un día y, demostrando ya esa docilidad que requiere el matrimonio, hicieron cola ante la mesa del supuesto juez.

Después de casarse tocaron su música y se divirtieron con sus esposas. Las cinco afortunadas, durante la actuación de los Mercury, les animaron como si de sus auténticos maridos se tratase. Luego, en la reunión, mientras tomaban unas copas se comportaban con ellas como si fuesen marido y mujer. Hasta las cogieron de la mano y susurraron cosas tiernas al oído, lo que, en público, no estaba nada mal para un muchacho en una época en la que al otro lado de Santa Clara aún se estilaban las carabinas.

Una tarde, mientras tocaban en la base de Rota, un revuelo interrumpió la fiesta, que no habría de reanudarse. Siguieron llantos y manifestaciones más o menos histéricas. Algunas chicas americanas se abrazaban llorando a sus padres, mientras que éstos hacían esfuerzos por contener las lágrimas y se lamentaban en voz alta. Acababa de llegar la

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noticia de Dallas: Lee Harvey Oswald, con un rifle de precisión y un disparo certero, le había levantado la tapa de los sesos al presidente John F. Kennedy.

La conmoción en aquella burbuja norteamericana alcanzó a los Mercury por la emotiva reacción de aquellas gentes a las que, fiesta tras fiesta, habían aprendido a querer como parte de su público más fiel y que ahora lloraban como si hubieran perdido a uno de sus seres más queridos. Recogieron sus instrumentos y se marcharon de Rota sin que nadie les despidiera. Aquel día todo fue confusión. La revolución castrista aún olía a nuevo, hacía poco que el mundo había superado la crisis de los misiles y no faltaba quien pensara que con aquel disparo de Dallas algo se acababa y otra cosa tenía que empezar...

Todas estas historias volvieron a ser recordadas por los Mercury no hace mucho tiempo. Después de muchos años sin verse las caras, coincidieron en Sevilla durante la Navidad de 1989. Juntos se tomaron unas copas en la barra de un bar, como hicieron tantas veces hace más de treinta años, cuando no eran más que unos chavales entusiasmados por la vida y poseídos por la nueva música, cuando

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transcribían canciones en vikingo y se les reconocía por las calles como a auténticos rompecorazones.

Manolo Regato ya había muerto, pero allí estaban los demás para contarlo. Javier Gómez, que cambió su guitarra por el oficio de aparejador en Marbella. Paco Espejo, quien recordaba cómo tocaba el bajo mientras se dedicaba a la venta de coches en Sevilla. Raimundo Palma, que en el estudio de la emisora de radio en la que trabaja como productor musical tiene colgado un enorme cartel de Silvio. Y Silvio, el único de los Mercury que seguía buscando pelea y que esa noche de la Navidad de 1989, volvió a disfrutar entre sus viejos camaradas con conciencia de héroe superviviente. Sobrevivió a Kennedy, al Vietnam, a los hippies, a Franco, al punk, a la nueva ola, al cambio, al cambio del cambio y casi a Manuel Fraga. Ya no era el mejor batería del mundo, pero, en Sevilla era el rey del rock.

Disfrutaron mucho con Silvio mientras recordaban las historias de su juventud. Ni siquiera hizo falta que Raimundo Palma desvelara las añoranzas de Silvio y cómo éste se presentó pocas semanas antes en su estudio de la emisora para proponerle una idea bestial, una

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de esas iniciativas que sólo tienen los valientes:-Raimundo, vamos a juntarnos, tú, Gualberto,

mi novia Violeta y yo y vamos a formar un conjunto vocal para cantar como lo hacíamos entonces... Mira, tío, saldremos al escenario vestidos con un smoking blanco... Vamos a contárselo a Pulpón... Y cantaremos como los Platters..., ¿te acuerdas, tío, te acuerdas...?

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Brian Jones en Torremolinos

Es posible que Robert Greenfield, el autor de Viajando con los Roliing Stones aún estuviera estudiando Literatura en alguna universidad norteamericana cuando Los Cinco Mercury vieron pasear por las calles de Torremolinos a Brian Jones, en la primera mitad de los sesenta.

El que fue uno de los rockeros más carismáticos del siglo, aquél cuya melena escandalizaba tanto que una de las revistas de mayor difusión del Reino Unido llegó a ofrecer una recompensa al peluquero de Londres que consiguiera cortar sus cabellos rubios, como si Custer incrustara un doblón de oro en el mástil de la bandera para el osado que cortara la cabellera del jefe apache. El único Stone que de no haber sido por su empeño en dejar un bonito cadáver hubiera sido capaz de volar sobre el nido del águila que desde entonces ocupa Mick Jagger. Brian Jones no era el único célebre que paseaba por Torremolinos. Había que ir pues a Torremolinos, a aquel pedazo de Europa que el boom turístico, los precios irrisorios y el «Spain

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is diffe-rent» injertaron en plena Costa del Sol. Y había además quien podía ir a Torremolinos como tocado por la mano de la Fortuna, contratado como músico para amenizar fiestas de turistas.

A Silvio, particularmente, nunca le gustaron los Stones. Al menos no le gustaron más de lo que le gustó Antonio Molina. El destino sólo los juntó unos breves segundos aquel día sobre una acera de un Torremolinos dominado por las grúas y los bloques en construcción, aunque la personalidad de ambos dejó ver con el tiempo un cierto paralelismo entre Silvio y el legendario Brian Jones. Ambos pertenecían a la segunda generación de rockeros, a una generación que fue tan grande como la primera, pero que haría varias revoluciones, la revuelta del 68, la revolución sexual, el apoteosis hippie. Una generación llena de bonitos cadáveres al filo de la carretera, sobre las aguas de la piscina...

Greenfield, adelantado del Nuevo Periodismo norteamericano, citó en su libro sobre los Stones unas palabras de Keith Richard, ese Fausto del rock and roll, sobre la personalidad de Jones, que tantas veces le acompañó a la guitarra: «Le pasaba lo que a Jimi Hendrix. No sabía distinguir a los idiotas y a la gente buena. No era capaz de

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echar a los que no valían nada. Les dejaba seguir allí, aunque quizás estuvieran pensando en robarle las cosas que tenía. Y les daba de beber y les alimentaba...».

En las Navidades de 1963, Los Cinco Mercury llegaron a Torremolinos contratados por el Hotel Carihuela Palace para tocar en las fiestas nocturnas de los turistas.

Se divirtieron mucho en aquel viaje, aunque un accidente de coche estuvo a punto de enturbiar la estancia en la costa. Era Paco Espejo el que conducía habitualmente el Dos Caballos que utilizaban en los desplazamientos largos. A Silvio nunca le han interesado los coches ni le ha gustado conducir, pero aquel día se le metió en la cabeza ponerse al volante, como si de pronto se hubiera convertido en un Mozart loco de la carretera. Le dio la tabarra a sus compañeros hasta convencerlos para que lo dejaran. En una de las curvas pronunciadas que había a la llegada de Torremolinos entró a demasiada velocidad y se salió de la carretera. El golpe, aunque leve, fue doble. Se dieron contra otro coche y contra una casa que alguien había levantado allí, al lado de la carretera.

Paco Espejo, que iba de copiloto para asesorar

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en el arte de la conducción a su batería, reaccionó en seguida. Después de gritarle a Silvio que se cambiara de sitio y viendo que éste, asustado, no se movía, lo cogió con decisión por las axilas, lo levantó con el esfuerzo que requería el escaso espacio de la parte delantera de aquel Dos Caballos diseñado para gente encantadora, lo sentó sobre sus rodillas y consiguió cambiarle de sitio. Cuando llegó hasta el Dos Caballos el conductor del otro coche preguntando qué pasaba allí y afirmando que iban como locos, fue Paco Espejo quien se excusó diciendo que, pese a ser un conductor experimentado, se había confiado y había tomado mal la curva, que era algo que podía pasarle a cualquiera y que de hecho pasaba todos los días en las carreteras españolas. Afectado por el choque, el otro conductor no se terminó de tragar la historia, tal vez porque comprobara que los otros ocupantes del vehículo se mordían los labios como tratando de impedir que saliera una risa inoportuna, y todo el mundo sabe que tener un accidente de tráfico tiene poca gracia. Pero gracias a los reflejos de Paco y a sus buenas maneras lograron salir con bien de aquélla, sin que fuera necesaria la intervención de la Guardia Civil.

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Aquel accidente fue un aviso de lo que sería una accidentada, pero también divertida, estancia en Torremolinos. Entre actuación y actuación, los jóvenes músicos paseaban, iban a playa y a cada momento seguían con la mirada los lánguidos movimientos de las jóvenes turistas que venían a España a tostarse al sol y pasear sus asombrosas curvas por las calles, las playas y los hoteles, donde solían vestir del mismo modo, unos bañadores que contrastaban con el luto y los pañolones en la cabeza de las mujeres de la comarca. Las extranjeras no parecían darle importancia a enseñar más de lo preciso sus carnes generosas, sus blancas y tersas pieles enrojecidas por el sol. Se fijaban mucho los Mercury en las míticas suecas, que eran motivo de bromas constantes. Tampoco eran todas las esbeltas walquirias que el cine español más optimista, como el de Ozores, quiso mostrar.

En uno de aquellos paseos nocturnos Silvio ligó, lo cual no era nada raro. Se trataba naturalmente de una turista europea, joven y guapa, aunque quizás por el desconocimiento del idioma se mostraba un tanto introvertida. Silvio ya llevaba un par de horas de una conversación dificultosa que se apoyaba casi

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más en la química que en su pobre inglés y ya se había tomado varias copas cuando decidió invitarla al apartamento. Los Mercury alquilaban un pequeño apartamento por el tiempo que durara el contrato de sus actuaciones en cualquier hotel. Ya se disponían sus compañeros aquella noche a meterse en la cama para descansar cuando Silvio les pidió que se fueran a dar una vuelta. Al principio lo hizo por favor, y de manera más contundente cuando comprobó que se hacían los remolones y no estaban por propiciarle su cita con Venus. Luego empezó a suplicar, pero los Mercury no hicieron ningún caso e insistieron en no abandonar el apartamento, mientras que la espera de la chica, que aguardaba en las inmediaciones, se iba alargando. Silvio se enfadó y pidió lo que hubiera de beber en la casa. Sólo había una botella de licor de cacao, una de esas bebidas que nadie sabe por qué razón se consideraron exóticas durante un par de décadas. Se la llevó para bebérsela con su chica.

Cuando se encontró con ella en la calle, Silvio le sugirió a la chica la posibilidad de ir a pasar la noche en su casa, pero la joven, que ya estaba de mal humor por la espera, le contestó airada que no, que ya estaba bien de dar tantas

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vueltas. Le dio la espalda y echó a andar. Silvio se quedó pasmado porque entendió que aquello no eran formas de tratar a un caballero español, y menos a un caballero español que se parecía a un embajador de la ONU de tantas negociaciones como estaba haciendo para encontrar una cama libre en una habitación desocupada. Cuando la chica alcanzó cierta distancia, Silvio la llamó por su nombre. Ella se volvió y comprobó patidifusa como, quien la acababa de requerir de amores, se preparaba para lanzarle una botella de cacao. Por fortuna, el disparo de Silvio no dio en el blanco porque la chica tuvo reflejos y se apartó, de manera que la botella se estrelló en el suelo. Al ruido de los cristales siguió una cremosa mancha de cacao en la acera, que se extendía poco a poco alrededor del lugar del impacto.

El lanzamiento no le desahogó, y Silvio volvió cabizbajo al apartamento. No contestó cuando alguno de sus compañeros intentó bromear con él para tratar de subirle el ánimo. Se desnudó, llenó la bañera de agua fría y se metió dentro. A Raimundo Palma le dio un vuelco el corazón cuando, a la mañana siguiente, abrió la puerta del cuarto de baño. Allí estaba Silvio todavía, dormido como un chiquillo, con el agua al cuello.

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Se abalanzó sobre él y, nada más tocarle el hombro, Silvio abrió los ojos con pesadez. Bostezó, se secó con una toalla y se dispuso a vestirse para empezar el nuevo día. Cuando Raimundo se recuperó del susto, Silvio le contó el triste final de la noche anterior. Como ni Raimundo ni ninguno de sus compañeros se creyeron los términos de aquel fracaso amoroso, bajaron a la calle y comprobaron sobre la acera la historia del botellazo. Allí estaba todavía la mancha de cacao y algunos cristales de la botella que los barrenderos habían dejado olvidados.

En el mismo apartamento de Torremolinos, Silvio ideó un día una de las bromas más sonadas de las muchas que habría de gastar a sus compañeros, quien sabe si en venganza por la falta de solidaridad amorosa que le dispensaron la noche del botellazo al no querer ausentarse del apartamento un par de horas. Le tocó a Paco Espejo. Era frecuente que Silvio llegara tarde por las noches y se encontrara con que sus compañeros ya se habían metido en la cama y dormían profundamente. Así se encontró a Paco, dormido como un bendito, una noche que llegó tarde pero sin sueño.

Paco, como consta en casi todas las fotos de

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la época, usaba unas gafas de gruesa montura de concha de color oscuro. Como tantos miopes, antes de echarse a dormir, tenía la costumbre de dejarlas sobre la mesita de noche para tenerlas a mano. Silvio no se lo pensó dos veces, agarró las gafas y se metió en el cuarto de baño, donde permaneció un buen rato. Lo que ocurrió dentro del baño no se supo hasta la mañana siguiente, después de que Silvio pasara uno de los mejores ratos de su vida riéndose a costa de su amigo.

Se sentó en la taza del retrete y se desahogó tranquilamente. Luego, antes de tirar de la cadena, se hizo con un palillo de dientes con el que, con sumo cuidado, extrajo minúsculas porciones de sus propias heces. Con paciencia de alquimista fue transportando aquellas pequeñas cantidades hasta dejarlas adheridas en las gafas de Paco, hasta embadurnar casi todos sus resquicios. Una vez terminada la operación, dejó las gafas donde estaban y se metió en la cama a dormir, con esa tranquilidad de espíritu que da saber que el día siguiente será un día estupendo.

Para cuando al día siguiente Paco se levantó de la cama, el infame contenido de sus gafas se había secado por completo, constituyéndose en

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perfecto camuflaje, puesto que había cobrado un color aún más oscuro, semejante al de la montura de concha. Como todos ios días, al incorporarse de la cama, el bajista de los Mercury se caló sus gafas sobre la nariz. Sólo que ese día, antes de dar los buenos días a sus compañeros como establecen las más básicas normas de urbanidad, exclamó con convencimiento:

-Aquí huele a mierda.Silvio ya empezaba a reírse debajo de la

almohada, haciendo esfuerzos por contener las carcajadas que le brotaban con fuerza desde el pecho. Paco se metió en el cuarto de baño, mientras que el resto de los Mercury se ponían al tanto del escarnio. Nada más salir del servicio, Paco, que no conseguía dejar de oler a mierda, insistió, ya de mal humor:

-Hombre, hacer el favor de mirar las suelas de los zapatos, a ver si un afortunado se ha traído una mierda a casa.

Los Mercury ya apenas podían contener las carcajadas porque a la cara de angustia de Paco, se sumaban sus miradas de complicidad. El pobre Paco no atendía a explicar aquel humor radiante de sus amigos bajo un opresivo olor a

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mierda que lo invadía todo y te perseguía allá donde te colocaras por más que abrieras las ventanas y te pusieras a favor del viento.

-Debe de ser cosa de las cañerías -dijo, al fin, como quien se resigna a una trágica realidad.

Hicieron un montón de cosas antes de que sus propias carcajadas desvelaran el misterio de aquel olor maldito. Desayunaron, sacaron cables del coche, transportaron hasta el hotel parte del equipo, afinaron guitarras y montaron buena parte del equipo de sonido. Tareas cotidianas que aquel día se efectuaron más despacio porque estaban flojos de risa, exhaustos de tantas carcajadas, que rebrotaban con nuevos bríos cada vez que Paco insistía en alguno de sus comentarios, ya con tono de ser víctima de una maldición.

-Joder, qué asco, como huele a mierda en este maldito pueblo... ¿O es en toda la costa donde huele así? ¿Será la brisa? Qué asco de contaminación, por Dios...

Llegó un momento en que las risas empezaron a hacerse insoportables para todos. Cuatro de ellos reían hasta las lágrimas y sufrían dolores abdominales con la respiración entrecortada y uno proseguía con las interrogaciones retóricas:

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-¿Qué mierda de olor será éste?Como quien recibe la inspiración divina, como

quien de pronto comprende la magnitud de la verdad, como quien se enfrenta a una realidad intolerable, se quitó las gafas de encima de su nariz y se las colocó debajo. Sólo tuvo que aspirar un poco para comprobar que aquel olor insoportable podía ser aún más denso e insoportable. Se quedó lívido al comprobar de donde procedía la maldición, cosa que pudo hacer pese a que después de varias horas sus fosas nasales casi se habían acostumbrado a la pestilencia. Sus ojos llenos de furia se fueron posando en cada una de las caras de sus compañeros. Las encontró todas deformadas por la risa, menos la de Silvio, que empezó a mostrar preocupación ante el rictus de la de su amigo. Echó a correr con la sana intención de poner tierra de por medio, pero Paco se lanzó tras él como corre quien sólo hallará consuelo en la venganza y gritando que aquella amistad había terminado para siempre y que lo mataría con la sola ayuda de sus manos. Los demás siguieron riendo, confiando en que no tardarían mucho en volver.

Aquella amistad no terminó, desde luego. Duró muchos años más. El reconocido carisma

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de Silvio no sólo funcionaba con el público. Sus amigos terminaban siempre perdonándole sus barrabasadas, aunque fueran de carácter escatológico. En el fondo, buena parte de su admiración por él se debía a aquellos desmanes y salidas de tono con las que los sorprendía en cualquier momento. Y así fue hasta que la marcha a Madrid de Manolo Regato señaló el final definitivo de Los Cinco Mercury, con la consiguiente separación de sus miembros.

Nada más marcharse Manolo a Madrid, Raimundo Palma se integró en Los Nuevos Tiempos, grupo en el que permaneció seis meses tocando la guitarra. Los Nuevos Tiempos fue el primer grupo de Sevilla que se atrevió con el blues. Destacados integrantes de esta formación fueron Jesús de la Rosa, la malograda voz del posteriormente legendario Triana y que entonces cantaba por Jimi Hendrix, y Manolo Rosa, que luego sería el bajista del no menos famoso Alameda, otro pilar de lo que años más tarde se denominaría rock andaluz. También tocaron en Los Nuevos Tiempos los hermanos Marinelli, que igual que Manolo Rosa con el paso de los años pasarían a formar parte de Alameda.

Silvio se fue con Los Gong, con los que tocó durante 1967 y 1968, año de la revolución

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estudiantil europea, durante el que no consintió quitarse la corbata para sentarse a tocar la batería. Con Los Gong tocó también Pepe «El Saxo», que ya entrado en la madurez sería miembro de número de la Banda Municipal de Sevilla y formaría una big band a la que daría su propio nombre.

Al poco de la marcha de Manolo, Raimundo Palma decidió abandonar definitivamente sus estudios de Medicina para embarcarse con Los Lentos en uno de los buques de la Compañía Ybarra, también conocida como la Vasco-Andaluza. A Silvio parece que ni se le pasó por la cabeza semejante aventura, pero Raimundo no fue el único en embarcarse. Muchos fueron los músicos que entonces aprovechaban la oportunidad que les daba la línea de la Vasco-Andaluza para formar parte de las orquestas que tocaban en las fiestas nocturnas de los turistas que participaban de aquellos cruceros en buques como el Cabo de San Vicente o Cabo de San Roque, los dos barcos que la empresa dedicaba a recorridos turísticos.

Aquélla fue una oportunidad para conocer mundo y firmar contratos que llegaban a tener una duración de hasta seis meses. Los buques hacían varias rutas, algunas de ellas, como las

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que vivió Raimundo Palma, se iniciaban en Génova para hacer escala en Barcelona y Tenerife y enfilar luego rumbo a América. En el Nuevo Continente, hacían escala en Bahía, Río de Janeiro, Montevideo y Buenos Aires, antes de regresar a España. Aquellas fueron noches de canciones melosas para recién casados en luna de miel. De paseos por la borda bajo la luz de las estrellas, mientra sólo se oía el «chap, chap» de las olas contra el casco gigantesco del barco. De tomar copas servidas por camareros de etiqueta y pajarita en compañía de jovencitas ociosas, más o menos ricas, y algunas muy guapas. Así al menos lo recuerdan quienes fueron y tuvieron la suerte de volver para contarlo.

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Si tú te vas,yo me quedo en Sevilla hasta el

final

Avanzada ya la madrugada, los últimos bares se disponían a cerrar. En El Paso sólo quedaban Antonio Benítez, una de sus amigas y Silvio, quien en uno de los taburetes de la barra miraba sin prisas el fondo de la copa, como quien hubiera visto allí los borrosos perfiles de un viejo recuerdo que se creía olvidado por completo. Un solo trago bastaría para apurarla y marcharse a casa.

Así de plácida se pintaba la noche, cuando unos gritos coreados anunciaron la llegada de un grupo de jóvenes. Las voces se fueron acercando, ajenas al descanso de la vecindad, hasta que la pandilla llegó a la altura del bar. Cuando parecía que pasarían de largo, uno de ellos miró hacía dentro y gritó: «¡Eh, tíos, el Silvio!». Todos pegaron sus nances llenas de acné a la cristalera exterior de El Paso y, a coro, empezaron a corear «¡Silvio, Silvio, Silvio!». La animación fue creciendo como los gritos

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coreados. Los más animados se adentraron en el local, pese a los evidentes indicios de cierre inmediato.

Los chicos vestían cazadoras vaqueras y de cuero, ninguno de ellos rozaba ni por asomo los veinte años, y quien se los acabara de cruzar en la calle a esas horas seguro que se creía legitimado para preguntarse en qué estarían pensando sus padres y para lamentarse por la escasa aportación que las nuevas generaciones harían al progreso del país.

Una vez se hallaron todos dentro del local, rodearon a Silvio en corro mientras ellos se entrelazaban pasándose los brazos por los hombros, para improvisar una coreografía elemental de saltitos, cuyo ritmo aprovechaban para gritar «¡Torero, torero, torero!». Las dos personas que estaban con Silvio aquella madrugada en El Paso no supieron cómo reaccionar ante semejante jaleo. Como un maestro en el indeterminado arte de afrontar los imprevistos, Silvio agarró con fuerza su vaso, se olvidó del recuerdo que perseguía en su fondo, hizo un gesto como de brindar con los jóvenes y apuró el contenido de un solo trago. Este gestó llevó a sus admiradores hasta el delirio, con lo que se dieron por satisfechos. Para no prolongar

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el bullicio innecesariamente, se echaron de nuevo a la calle y se perdieron detrás de una esquina mientras cambiaban la letras de sus coros: «¡Hemos visto a Silvio, hemos visto a Silvio!».

Escenas como ésta se repiten con frecuencia en los lugares que Silvio frecuenta en Sevilla. Hay quien ha querido ver en ellas una confirmación del dicho que establece que hay amores que matan. Muchos jóvenes aprovechan cualquier oportunidad para tomar unas copas con su rockero favorito. No todo el mundo, al menos fuera de Sevilla, tiene la oportunidad de empinar el codo con un mito. Luego, al día siguiente, pueden contar la historia en el instituto, aunque muchos más que para presumir lo hacen como quien afronta una ceremonia ¡niciática. No todo el mundo, aunque sí muchos, podrán contar a sus nietos aquella cogorza que se agarraron un día en Sevilla en compañía de Silvio, la estrella del rock, cuando todavía no se habían hecho unos hombres.

Quienes estuvieron cerca de no contarlo fueron unos chavales que una noche de invierno de 1989 se encontraron con Silvio por la calle y le invitaron a tomar unas copas por ahí. Tras beber unas cuantas en el barrio del encuentro,

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decidieron cambiar de parroquia. Se metieron en un coche con la idea de encaminarse hacia una larga madrugada. De noche y con algo de euforia, las calles de Sevilla parecen más amplias de lo que son en realidad. Es relativamente fácil apretar el acelerador, no calcular bien las distancias en relación con la velocidad recién desarrollada y empotrarse contra un enorme camión de la basura, al que tan sólo un segundo antes parecía facilísimo sortear. Si el golpe se le da por detrás, justo por donde el camión ofrece un amasijo de maquinaria formada con muchas piezas de hierro macizo, el resultado suele ser trágico. El coche quedó para el desguace y sus ocupantes inconscientes y empapados en su propia sangre.

Aquella noche la ciudad sanitaria, por fortuna, quedaba cerca del lugar del impacto. No se tardó mucho en trasportarlos hasta la puerta de urgencias. Una breve inspección visual previa a cualquier exploración sobre el maltrecho cuerpo de Silvio bastó al facultativo de turno para ordenar su ingreso hospitalario. Una hermosa brecha, de esas con las que la fortuna parece condecorar a quienes acaban de ganarle la partida a la muerte, le atravesaba la frente. De allí brotaba una sangre abundante y oscura que

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surcaba toda la extensión de su rostro e iba a parar a su camisa, empapándola.

No había amanecido todavía cuando Silvio despertó para dar muestras una vez más de su férrea salud a prueba de golpes. Se vio en la cama prácticamente desnudo y tardó unos minutos en reconocer aquellas extremidades, en comprobar que respondían a su cerebro, y que su cerebro debía ser aquella cosa atormentada de dolor que aún permanecía dentro de su cabeza, como guardando el equilibrio. La cabeza le dolía, pero, debió de decirse a sí mismo, no mucho más que otras mañanas al despertar. Comprobó el entorno de su cama y vio que estaba solo. Algún rumor en el pasillo, sobre todo carritos que se movían dejando sentir su proximidad con un tintineo que parecía casual. Probó a levantarse pero su cerebro, otra vez, se movió como si le hubieran golpeado el cráneo con un platillo de batería. El arranque fue doloroso, pero una vez que logró mantenerse vertical, todo fue mejor, como quien recibe una recompensa tras un denodado esfuerzo. Alguien había dejado sus ropas dentro de un armario, si bien la camisa se había endurecido al secarse la sangre y no precisaba una percha, de tiesa que estaba. Logró vestirse. Se asomó al pasillo con

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la clara conciencia de que podía estar haciendo algo que quizás no gustara a alguien. El tintineo dejó de escucharse, el pasillo estaba desierto y había una habitación desde la que salía un ronquido. Eso le dio confianza para abandonar el hospital y marcharse a su casa. Cuando la luz del sol le despertó, como sucedía cada mañana, ya estaba en su cama, chasqueando la lengua contra el paladar seco y agrio, como quien ha salido felizmente de una pesadilla.

Allí, en su casa, se encontraba mucho mejor. Así como pudo sentir alguna fascinación por los curas, y en especial por los obispos, los médicos nunca le convencieron del todo a Silvio. Nunca sintió simpatía por los adelantos médicos, ni por los avances científicos aplicados a la Medicina. Con eso le pasaba como con los inventos musicales. Nunca aceptó nada más moderno que la guitarra eléctrica. No le gustaba que las guitarras se prolongaran en pedales que les hicieran cambiar de sonido. Como si fuera un instrumento reservado en su integridad a las manos. De los sintetizadores ya decía que eran brujería. Por eso nunca fue a un médico. Le fastidiaba sobre manera que no se hicieran entender con facilidad. Siempre decía que para curar le bastaba con el ATS de su bloque, al que

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él, cariñosamente, llamaba el «médico de segunda». Alguna vez consintió en ponerse en manos de alguno de los facultativos del Sevilla Fútbol Club. Si los futbolistas de su equipo lo hacían, nada malo podría pasarle a él, parecía decirse. En esa confianza médica se hallaba la demostración de que Silvio no mentía cuando exclamaba aquello de «a uno le jode no ser futbolista».

De aquel topetazo lo único que quedó fue un leve recuerdo de pesadilla hospitalaria y una hermosa cicatriz en la frente de Silvio. Una cicatriz que ni siquiera pasaría a la posteridad, puesto que el fotógrafo echó mano de un sombrero de ala ancha para ocultada cuando lo retrató para la carpeta del que hasta entonces era su último disco.

Los ATS, los médicos del Sevilla y prácticamente toda la ciudad siempre le dispensaron el mismo trato desde que, mediada la década de los setenta, una vez que finalizaron su periplo europeo y su aventura matrimonial, Silvio volvió para quedarse. En esos años la música le hizo un paréntesis y su amigo Curro, Don Curro, le dio empleo en el bar Los Amigos, que años más tarde sería rebautizado como Los amigos del timonel. En aquella época de

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regresos e inútiles coqueteos con la rutina comprobó Don Curro que Silvio era capaz de trabajar como el mejor. Durante meses se empleó a fondo desde por la mañana hasta por la noche detrás de la barra del bar. Don Curro aún conserva copia de alguna de las nóminas de Silvio, que enseña con el orgullo del que nunca consintió que un amigo trabajara como un «tupamaro», tal y como denomina a los trabajadores sumergidos. Silvio atendía la barra, sabía tratar a la clientes que aún no veían en él el mito en el que pocos años más tarde se convertiría, pero disfrutaban de sus ocurrencias. También lavaba platos y vasos, y la cocina no le daba miedo. Entre otras tapas, preparaba a diario dos tortillas de patatas de las grandes y veinte pequeñas. El sudor corría a menudo por su frente, pero Silvio le puso empeño y humor a aquel asunto del trabajo. Se lo planteó como una terapia. Tiempo atrás vio como Don Curro, hombre recto y justo de esos que conservan una integridad propia de otras épocas, había dado trabajo a un camarero hasta que éste consiguió olvidarse del alcohol, al que permanecía enganchado con cierta veteranía. Silvio lo intentó con ahínco, sin olvidarse del trabajo ni un minuto. Pero no lo consiguió. Las amistades

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no colaboraron mucho. Aunque no bebía nunca en el trabajo y la jornada era larga, en cuanto salía de Los Amigos se encontraba con facilidad a alguien que lo invitaba a beber. La breve experiencia laboral resultó inútil como terapia, pero sirvió para reforzar la camaradería entre Silvio y Don Curro. Ambos se dan tratamiento de «Don» en sus conversaciones, aunque se encuentren a solas. Cuando Don Curro habla de su amigo, sin que él esté delante, no es difícil que comience un relato con la advertencia de «no sé si se da usted cuenta de que posiblemente estemos hablando de la mejor persona que conozco».

A pesar de que los dos hicieron proyectos de ahorrar unas pesetas para marcharse unos días a Inglaterra y ver a sus maestros, los Shadows, el trabajo de Silvio no duró más que unos meses. Acababa de morirse Elvis Presley, cuando un día Don Curro llamó a capítulo a su amigo.

-Mira, Silvio, lo tuyo no es la hostelería. Lo tuyo es la música. Eso es para lo que tú vales, y más ahora que el Rey del Rock ha muerto y ha dejado la plaza libre.

Silvio supo que había llegado el momento.

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Dejó la bayeta sobre la barra y se desató el delantal, mientras dijo en un susurro «a rey muerto, rey puesto». Se dio un abrazo con Don Curro, dedicó un pequeño recuerdo a Elvis y salió por la puerta con ese aire que los pistoleros más temidos se dan para entrar en las cantinas del desierto. Se cruzó con alguien al salir que le preguntó que adonde iba. Silvio, sin volver la mirada, como imaginando grandes actuaciones o pensando en el título de un nuevo disco, sólo contestó: «El rey ha muerto».

Además de conocer el mundo del bar, Don Curro aprendió el oficio de barbero cuando sólo tenía catorce años. Desde entonces está trabajando. Es un hombre inquieto, pero dotado de una inteligencia tranquila, de una habilidad innata. Cuando más disfruta es cuando coge una de sus guitarras. Conserva siete de las muchas que han pasado por sus manos, entre ellas una «Fender», una «Honner», y una acústica americana de doce cuerdas. Don Curro presume de tener un oído capaz de escuchar el roce del pelo cuando crece. De su afición musical no se olvidó ni cuando hizo el servicio militar, un año entero que estuvo sacándole brillo a una unidad de carros blindados. En 1988, cuando se cumplieron los veinticinco años de la primera

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vez que tocó con su amigo Silvio, lo celebraron con un concierto en la Universidad Laboral. Recordaron la música que Don Curro hizo con grupos como los Famm's, Los Excéntricos y Los Jóvenes Excéntricos. Tanto en las paredes de su barbería como en las de su bar, establecimientos que comunican con una puerta interior, cuelgan varias fotos de aquel día. Esas paredes son un álbum histórico del rock sevillano. Hay otras, que cuelgan junto a las de los grandes maestros, de la mayoría de los jóvenes rockeros que despuntaron en Sevilla durante los sesenta. Son unos recuerdos que sólo pueden verse allí.

En la barbería de Don Curro, durante décadas, se han probado instrumentos, se han oído maquetas y las primeras pruebas de muchas grabaciones, y hasta se han improvisado tertulias de rockeros. También hay quien lleva allí instrumentos de incierto diagnóstico para que Don Curro, con sus manos milagrosas, los recomponga y los haga sonar como el primer día, cosa que logra con frecuencia, como si también fuera un poco brujo. Ha curado desde violines hasta «Pender» de primera generación. Algunas guitarras eléctricas las ha restaurado por completo, tras desmontar cada una de sus

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piezas. Por suerte para los historiadores, Don Curro también tiene la afición de fotografiarlo casi todo, de manera que sus colecciones fotográficas son una historia en imágenes del rock sevillano.

Cuando Silvio sufre algún percance serio suele acudir a ver a Don Curro. Seguramente fue donde estuvo después de escaparse del hospital la aciaga madrugada del accidente de coche. Allí, en la peluquería o en el bar, siempre recibe cariño, y algún consejo que se le da como a quien no lo necesita. A Don Curro le contó en cierta ocasión lo difícil que es casi todo en esta vida, hasta ser generoso. Y cómo el intento de serlo le costó un día que un taxista le diera un puñetazo y le rompiera la camisa. Silvio decidió, de repente, bajarse del taxi a sólo dos esquinas de donde lo había cogido, y como notó que el taxista se enfadaba, le alargó un billete de mil pesetas por las molestias que hubiera podido causarle. El conductor no entendió el gesto de generosidad y sacó a golpes a su cliente del coche.

A Silvio le han pasado muchas cosas buenas y malas en los taxis, porque son su medio de transporte casi exclusivo. Casi todos los taxistas le conocen. Y ellos le despiertan una simpatía

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natural. Cuando ha cobrado una actuación no es raro que pagara una carrera con un billetes del mil duros, aunque desde el día que le dieron el puñetazo se baja corriendo del coche y paga por la ventanilla, no sea que el conductor interprete mal que se trata de una de las propinas más generosas de la historia del auto-taxi.

Otro de los sustos que le contó a Don Curro fue el del día que cruzó sin mirar una de las avenidas más transitadas de su barrio. Los Remedios, y tras oír un frenazo vio todo su cuerpo debajo de un coche. Antes de que el conductor reaccionara ya había salido de allí abajo. La guitarra que llevaba aquel día no aguantó el golpe con la misma flexibilidad y quedó hecha añicos. Las señoras que vieron el accidente amenazaron con desmayarse allí mismo, los transeúntes se prestaron a socorrerle, pero Silvio se deshizo de ellos mientras se sacudía la corbata, diciéndoles que no había sido nada y que lo de la guitarra ya no tenía remedio. Cuando le contaba a Don Curro lo del atropello, el sanador de instrumentos le preguntó que qué había hecho con la guitarra, y él le contestó que la había dejado en una papelera, que no estaba bien dejar las cosas tiradas en la calle para que la gente piense que

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los músicos son unos gamberros. Como había hecho el conductor que lo atropello minutos antes, Don Curro insistió para que fuera al médico y se cerciorara de que no tenía ningún daño. Silvio no dio pie a discutir, asegurando que si la gente veía que iba al médico y creía que le había pasado algo cogerían miedo a cruzar la calle.

Con una tranquilidad sólo rota por algún que otro sobresalto de este tipo transcurría la vida de Silvio desde su vuelta de Europa. A Europa se marchó Silvio por su cuenta y riesgo después de su breve matrimonio y su igualmente breve estancia en Marbella. Tendría Silvio unos veinticinco años cuando conoció a una inglesita de diecisiete mientras tomaba una cerveza en un bar de la calle Reyes Católicos. Caroline William era su nombre y tenía un cuerpo delgado y esbelto, erguido como un junco, carente de rotundidades femeninas, como una pionera del modelo de belleza que perduraría hasta muchos años más tarde. Era bellísima. Tenía unos ojos enormes, como su boca, que habían sido sabiamente dibujados por la naturaleza en un rostro simétrico de pómulos rebeldes. Sus dientes blancos se veían cada vez que sonreía, y sonreía muchas veces. Tenía

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largos cabellos lacios que no ofrecían ninguna resistencia al viento. Sin un escenario a mano, sin una batería y sin músicos que le acompañaran para cantar, Silvio se ayudó de un largo trago de cerveza para tragarse su timidez. La conversación fluyó con naturalidad. Silvio tuvo la suerte de haber vivido de niño en esa calle, así que le habló de eso, de que aquella había sido su calle.

Por lo que tocaba a Caroline, había venido a aprender español, así que le venía bien saber que aquel joven se había criado allí o cualquier cosa que quisiera contarle, siempre que tuviera algo de paciencia y lo hiciera despacio.

Después de vivir juntos un año, decidieron casarse. Antes de la boda, Silvio viajó varias veces a Inglaterra para conocer a su nueva familia, que resultó ser gente del más rancio abolengo británico. El padre de su novia era el director, en Londres, de la compañía internacional de seguros Lloyd, lo que equivalía a un magnate. La abuela de Caroline era dama de honor de la Reina de Inglaterra y por tanto estricta observante del protocolo. La primera vez que Silvio vio a la abuela de su novia, la dama no cruzó con él ni una palabra. Ni siquiera lo miró, como si no estuviera allí. En la segunda

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ocasión en que se encontraron, la abuela le dedicó una leve inclinación de cabeza, como una discreta reverencia. Fue a la tercera cuando la abuela le habló, pero sólo para expresarle un saludo con palabras del más frío ritual.

La boda fue en Sevilla, en la Capilla del Cachorro. La novia vestía un sencillo vestido blanco, casi sin formas, con falda corta, como las de las cantantes ye-yés, una pamela blanca que la hacía aún más guapa. Silvio llegó tarde. Empezaban a inquietarse todos en la iglesia, cuando un taxi frenó a las puertas del templo. El novio iba todo de etiqueta, pero no le pareció suficiente con eso para un día tan señalado. Convenció a uno de sus amigos taxistas para que le ayudara a forrar el taxi por dentro a base de claveles amarillos. La faena les llevó tiempo y eso les hizo llegar a la iglesia con cierto retraso.

La joven pareja se fue a vivir a Marbella. La localidad malagueña era conocida por los operadores turísticos británicos como uno de los paraísos del «España es diferente», y la abuela quiso regalarles allí un chalé para que vivieran felices junto al mar. Su familia enviaba dinero todos los meses a Caroline, el equivalente a cuatro o cinco veces el sueldo de un profesional liberal de entonces. Pero pese a tan sólidas

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perspectivas el matrimonio no fue de esos que duran más que el noviazgo. No llegaron a un año. Las extravagancias de Silvio durante aquel periodo se multiplicaron, como si hubiera tenido que demostrarse a él a y a todo el mundo que seguía siendo libre pese a estar casado y haberse hecho padre. Desde salir de casa diciendo ahora vuelvo y coger un avión para Mallorca para no regresar hasta cinco días después, hasta poner un montón de billetes sobre la barra de una discoteca de un bar marbellí para bailar, beber e invitar hasta que se acabara. O prestar el jardín de la casa para que los rockeros y amigos que les visitaban desde Sevilla levantaran sus tiendas de campaña. O alquilar el coche más grande de Marbella, con chofer incluido, para una banda de Sevilla que al día siguiente tenía que tocar en la feria de un pueblo perdido de la Sierra de Málaga. Aquella vida no se debió parecer mucho a la que la joven Caroline había disfrutado hasta aquel momento. Silvio no se ocupó mucho del bebé, y cuando trataba de hacerlo no siempre estaba en buen estado, de manera que Caroline se lo quitaba de las manos, asustada. Cuando la cosa empezó a hacerse insostenible, llamó a su padre. El magnate tomó el primer avión para

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Málaga, recogió a su hija y a su nieto, y se los llevó a los dos.

Es posible que Silvio tardara varios días en hacerse cargo de cuál era la nueva situación. La afrontó vendiendo los muebles. Le dieron uno de esos fajos de billetes que no caben en un bolsillo. Se compró un billete de avión y se marchó a Europa. Sólo él supo qué ocurrió entonces. Unos meses después del día de su partida, en Amsterdam, sin una moneda en los bolsillos, un hippie con mucho mundo le dijo que, si quería, la policía podía pagarle el billete de regreso, cosa que hacía con tipos como él. Se fue a una comisaría. Contó su caso, y le dieron el billete más barato que había para España. Un policía le acompañó hasta el aeropuerto para cerciorarse de que se montaba en el avión. Poco después de una hora aterrizaba en Barcelona, sin nada en el forro de los bolsillos. De allí llegó a Sevilla como Dios le dio a entender.

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Y al tercer día resucitó

Un año antes de la muerte de Franco, Silvio empezó a dejarse ver por las calles de Sevilla. Merodeaba por los ensayos de rockeros que no tenían edad ni para haber sido sus alumnos. Tenía un aire a medio camino entre la derrota y el orgullo, de cierta integridad, como si fuera el único dueño de un secreto, como si estuviera de vuelta de algo. Se daba el mismo aire que movía el flequillo de James Dean en aquella película de título tan tópico. También Silvio se quería un rebelde, pero con cierta clase. No era nadie pero parecía saber que de esa clase, de ese estilo del que estaba convencido que le pertenecía por derecho propio no podía desprenderse porque dos asuntillos no hubieran acabado bien. La familia y un empleo para emigrantes en cualquier cocina europea eran cosas que podían esperar. La estampa de Silvio era pintoresca en una ciudad como Sevilla, donde volvía a relucir como en sus tiempos de chaval y cine de sesión continua. La gente se cruzaba con él por la calle y no sabían quién era, pero suponían que era alguien. Quién si no se podía dar esos aires,

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sobre todo sin una chaqueta cruzada ni gomina en el pelo.

Otros sí que lo conocían y sabían de su ajetreada vida. Algunos músicos sabían quién era y les gustaba tener cerca, sobre todo en los ensayos, a un veterano de lujo. Con él podían bromear, escuchar historias de sus primeros tiempos, de la aventura marbellí y saborear sus sentencias, porque ya entonces se daba aires de filósofo. Como la que hacía sobre el «free jazz», del que decía que además de una redundancia era una tontería, porque el jazz, si era algo, era libre por definición.

Experimentos como esos del «free jazz», eran los que se hacían por Sevilla cuando Silvio regresó a la ciudad. También se hacía algo de rock con aspiraciones sinfónicas, otro estilo que siempre le molestó francamente. Estaba naciendo entonces, aunque nadie parecía notarlo, la revolución que se denominaría rock andaluz.

Como pululaba de aquí para allá y se esforzaba en parecer ajeno a la música, no le faltó ocasión para sentarse a la batería en el descanso de algún ensayo. Silvio volvía a llamar la atención de los músicos. Había quien quería

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comprobar si eran ciertas sus habilidades como percusionista o si se trataba de otra de las exageraciones que envolvían al personaje. Los que le habían visto tocar querían comprobar si el que durante años fue el número uno junto a Pepe Saavedra seguía conservando aquel ritmo y aquella jovialidad o si, por el contrario, el haber apretado el acelerador, el haberse bebido varios años de un solo trago le había mermado. Pudieron salir de dudas un buen día que Silvio, en un ensayo cualquiera de un grupo cualquiera, se fue hacía la batería. Se sentó, clavó sus ojos en los platos, como quien quiere reconocerse en los reflejos de un espejo metálico, como quien reconoce a una vieja amiga y no sabe qué decirle después de tanto tiempo. En ese momento debió de acordarse de cuando aporreaba cacerolas, de la primera batería de juguete que le regaló su madre, de cómo sonó la primera batería que tocó de verdad. De cuando se la vendió a dos compradores a la vez. De cuando se hundió el escenario y siguió tocando tirado por el suelo. De los duelos interminables con Pepe Saavedra en el Pabellón de Uruguay. De cómo le chorreaba el sudor hasta las manos y como la sangre le golpeaba en la cabeza cuando llevaba cinco minutos tocando solo. De

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cómo los Mercury abandonaban el escenario y le dejaban tocando para irse hasta la barra y tomarse algo. De la primera vez que se arregló con esparadrapo una ampolla que acababa de estallarle y le manchó de pus los pantalones.

Se quedó quieto un momento, mientras pasaba las yemas de los dedos por el filo metálico de la caja. Lo hizo como quien espera un reproche o un saludo, pero aquella simple arquitectura de bombo, cajas y platos permaneció en silencio, como esperando que alguien le sacara sonido. Silvio sabía mejor que nadie que la relación de un percusionista con su instrumento se basaba en un diálogo de golpes y respuestas, de ritmo y temperamento, de fuerza y suavidad, de sonidos y silencios, de preguntas y respuestas inmediatas, de freno y desenfreno... Otra vez recordó el espectáculo que ofrecía cuando su banda se callaba y él se quedaba frente a su batería para arrancarle música durante los cinco minutos que duraban sus solos. Con cierto desagrado recordó también una cierta inquietud que le asaltaba cuando era muy joven: qué hubiera pensado un sordo de haberle visto durante esos cinco minutos. No le hubiera ofrecido la visión de maestría del que se sienta a los teclados, ni la armonía del que

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rasguea las cuerdas metálicas de una guitarra, ni la sensación de ritmo que marcan los dedos del bajista sobre su instrumento. El batería, pensaba Silvio, era como si tuviera que arreglar un asunto pendiente con aquella amalgama de platos y tambores, de trípodes, de piel y metal. Volvió a constatar que su instrumento siempre tendría más brazos y más piernas que él. Cada uno de los objetos que lo componían era un nuevo frente de batalla, y él era el general y el soldado, el director de orquesta y a la vez el único músico. Volvía a darse cuenta de que él era el único responsable de atacarlo en el momento oportuno con esa extraña cualidad que llaman sentido del ritmo, con el que no todos nacen. Si un sordo hubiera presenciado aquellos cinco minutos de uno de sus solos hubiera sido imposible hacerle creer que eran más que golpes, que no estaba poseído y que, por momentos, sólo se trataba de caricias.

Estos y otros pensamientos recorrieron su cabeza en décimas de segundo, como descargas eléctricas que se apoderaban de su pensamiento, como recuerdos que le nublaban la vista, sin que Silvio permitiera que se tradujeran en lágrimas de emoción.

Aquel día no sucedió nada, como tampoco

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sucedió en posteriores ensayos, de manera que la curiosidad fue creciendo hasta alcanzar la categoría de suspense. Si seguía siendo el tipo genial, en cualquier momento se descolgaría con algo sonado. Quienes lo conocían no querían perdérselo y casi se cruzaban apuestas para ver por dónde salía. Por fin llegó el momento en que dijo que iba a tocar. Después de tantas aproximaciones no le creyeron, pero en esa ocasión, por primera vez, vieron que se aflojaba el nudo de la corbata, se quitaba la chaqueta y cogía un vaso de cerveza mezclada con tres o cuatro dedos de coñac, güisqui o ginebra. Dobló su chaqueta con tanto cuidado que resultó cómico y, una vez sentado a la batería, la dejó reposar sobre su pierna izquierda. Sobre el fémur derecho dejó en equilibrio el vaso del que bebía, casi lleno. Luego cogió las baquetas, mientras retaba con la mirada a su selecto y reducido grupo de rocke-ros, quienes, a su vez, aceptaban el reto de buen grado, deseosos de que empezara a tocar para ver qué ocurría con el vaso y la chaqueta una vez que tuviera que marcar el ritmo con los pedales.

Silvio empezó a tocar suavito, con un ritmo agradable, como el futbolista que recorre la banda antes de que el arbitro le dé la entrada

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definitiva en el campo. Fue calentándose tocando sólo con las dos manos, suficientes para marcar el ritmo, para después dejar una en suspenso, con la que cogía el vaso y bebía mientras marcaba el ritmo con los pedales, martilleando irónicamente el bombo, momento en que aprovechaba para hacer un breve silencio, dejar el vaso sobre la pierna y empezar a tocar con los brazos no sin antes limpiarse la boca con la manga, para hacer el asunto más cómico todavía.

El vaso no se derramó nunca, y Silvio tocaba porque no tenía otra cosa mejor que hacer y tocar la recordaba alguno de los trucos con los que engatusaba al público. Tocaba en los ensayos los músicos se divertían con el número del vaso pero también comprobaban que el tiempo no pasaba en balde para nadie, ni para Silvio.

Pive Amador estuvo en alguno de aquellos ensayos. A Silvio lo había conocido de vista en los años sesenta, en la época en que alcanzó cierta notoriedad como alumno aplicado de un colegio de Sevilla y representó a la ciudad en el concurso Cesta y Puntos. Su actuación en aquel concurso habría de cambiarle el nombre del bautismo, José, por el de Pive, apelativo cariñoso

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que le dieron sus camaradas al deformar el del pívot del baloncesto.

La democracia orgánica daba sus últimas boqueadas y Franco ya apenas si salía de la cama para firmar alguna que otra sentencia de muerte cuando, en 1975, Pive Amador tuvo la idea de hacerle un homenaje a Silvio, quien ya entonces, después de su estancia en la costa, su viaje por Europa y su breve matrimonio, parecía haber regresado para quedarse.

Pive había acumulado experiencia organizando conciertos por sus trabajos con el legendario grupo Goma. Pidió los permisos necesarios y logró que le cedieran el salón de actos de la Facultad de Arquitectura. Invitó a la práctica totalidad de los rockeros en activo en la ciudad, que se mostraron encantados con participar en el homenaje. También tuvo que mecanografiar las canciones de las letras que se iban a cantar para remitirlas al Gobierno Civil a fin de que, como era preceptivo, los censores de turno pasaran el lápiz rojo sobre cualquier indicio de atentado al espíritu nacional, la religión o las buenas costumbres. Cuando concluyeron todos los preparativos no faltó quien tachó a Pive de ingenuo diciendo que lo que pretendía era resucitar a un muerto.

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Pero se equivocaron. El homenaje resultó un éxito. Silvio subió un montón de veces al escenario, interrumpió las actuaciones de sus colegas siempre que lo creyó oportuno y el público lo aclamó una vez tras otra. Tocó un poco la batería, acompañó a los músicos invitados tantas veces como le vino en gana, y cantó. Pive se dio cuenta del caudal de voz que poseía Silvio, de que cantaba como pocos y de que lo hacía con ganas. Aquel día el mito se hizo carne. También fue el comienzo de eso que los cursis llaman matrimonio artístico. Una larga y duradera amistad, una simbiosis artística y laboral que iba a durar muchísimos años.

Cuatro o cinco años más joven que Silvio, Pive había sido cocinero antes que fraile. Estudió Filosofía hasta el segundo curso y periodismo hasta el primero. Se cansó pronto de la Universidad y pensó en ganarse la vida haciendo fotografía artística, campo muy reducido por aquellos años. No había tocado a su fin la primera mitad de la década de los setenta cuando empezó a dedicarse a la música y organizó la presentación en sociedad del grupo Coma, en el Centro de Arte M-11, que estaba en la Casa de Velázquez, inmueble histórico que hoy sirve de estudio a los diseñadores Vitorio y

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Luchino. Por entonces, también se presentó allí la exposición del Grupo Crónica.

Goma eran entonces Antoñito Smash, Manolo Imán y Pepe el Saxo, entre otros. Años más tarde, durante 1976 y 1977, Pive también fue el manager de Veneno e Imán, embriones de la revolución musical que se produciría en aquellos años. De Veneno dice José Luis Ambrosio en su libro El Rock Bético 77-87 que en un consejo de dirección de la CBS, cuando la etiqueta del rock andaluz estaba siendo modelada en Madrid, alguien dijo: «O tenemos aquí una obra maestra o ésta es la mayor mierda que haya salido de esta casa». El olfato les falló entonces y aquella indecisión hizo que la multinacional dejara escapar el fruto de los primeros contactos entre Kiko y los hermanos Amador, Raimundo y Rafael.

La relación de Pive con Imán apenas duró dos años. Algunos de los miembros del grupo se hicieron adeptos del Gurú Maharashi, cuya doctrina, en aquellos primeros tiempos de transición política y del breve renacer de las ideologías tuvo mucho predicamento en Sevilla y en otras ciudades españolas. Los seguidores del Gurú ni siquiera permitían que se fumara en su presencia, protocolos que nada casaban con

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el escepticismo filosófico que Pive había estudiado en la Universidad y aprendido en la vida misma.

En ese ambiente psicodélico, coincidiendo con la ola de ascetismo oriental que hizo dimitir a más de un músico, empezó a fraguarse lo que iba a ser el disco Al Este del Edén, con la formación que entonces se llamaba Luzbel. La inspiración vino de Manolo Luzbel y Antoñito Smash, que tocaban con Tomás y Pedro Mauricio. Los Luzbel pidieron a Pive que les hiciera de manager, cosa que aceptó con la condición de que cambiaran el nombre y pusieran el de Silvio por delante. Nació Silvio y Luzbel, nombre cuya primera parte se ha mantenido después, con Barra Libre y Sacramento, y diferentes bandas por las que han pasado casi todos los rockeros de Sevilla.

Todo esto ocurría en 1979, un año antes de que la banda se pusiera en contacto con el productor discográfico Ricardo Pachón, quien ya había lanzado a la fama a Lole y Manuel, Camarón, Veneno y Pata Negra. Pachón oyó aquella música y se la ofreció a la RCA, lo que alegró a Silvio hasta la euforia. Se trataba, nada más y nada menos, que del sello con el que había grabado el Rey, Elvis Presley.

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En 1980, con el socialista Alfonso Lazo como responsable de Cultura, se organizó una gira por Andalucía en la que el grupo cantó los temas de Al Este del Edén, que fue el primer disco de Silvio como cantante y líder indiscutible. Había nacido una estrella.

Aquellas actuaciones formaron parte de los conciertos que acompañaron los actos políticos previos al referéndum por la autonomía andaluza del 28 de Febrero. Actuaron en todas las capitales de provincia antes de los mítines del que luego fue el segundo presidente de la Junta de Andalucía, Rafael Escuredo.

En aquellos actos, mitad musicales y mitad políticos, actuaron también Camarón, Alameda, Carlos Cano, María Jiménez, Pata Negra y los rockeros malagueños de Tabletom.

Durante la gira, Silvio dio mucho trabajo a los escoltas de los políticos con sus ocurrencias y su descabellado comportamiento. Como sucedió en Almería. Los músicos habían terminado su faena y Rafael Escuredo salió al escenario para saludar a los asistentes al acto. Silvio se fue detrás de él, lo agarró por la cintura, se lo pegó al cuerpo como si fueran a bailar un pasodoble y comenzó a mecerlo al ritmo de la sintonía de campaña

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que salía por los altavoces. Los escoltas se quedaron fríos y no supieron cómo reaccionar, sobre todo porque el público ovacionó a Silvio y vitoreó su espontaneidad. No supieron qué diablos iba a ser peor, si retirarlo del escenario o dejar que siguiera meciendo a quien tenían que custodiar. Al fin y al cabo no le estaba haciendo daño, a la gente le gustaba, que era de lo que se trataba, y al propio Escuredo parecía que empezaba a gustarle todo aquello.

Cuando por fin Silvio consideró que su actuación política debía concluir, dejó a Escuredo que empezara su mitin y se fue detrás del escenario en busca de sus compañeros. Fue una de las primeras broncas que le dio Pive. O que intentó darle. Le dijo que cómo se le había ocurrido aquel disparate, y que podía haberse metido en un lío. Silvio le quitó importancia al asunto diciéndole que también los americanos lo hacían, que él lo había visto, que era como cuando Frank Sinatra salía al escenario para garantizar el éxito a un candidato a la presidencia de los Estados Unidos. Que la democracia tenía esas cosas, y que había que acostumbrarse a ellas.

Pive riñó pocas veces a Silvio porque ya entonces era a una de las pocas personas que

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escuchaba, si no la única. Y aquel día de Almería casi se enfada con él, por la sospecha de que lo que hizo Silvio no fue precisamente «mecer al candidato», como hubiera hecho Frank Sinatra, sino hacerle una llave de judo, a las que Silvio siempre fue muy aficionado, para tirarle al suelo y devolverle una faena que Rafael Escuredo le había hecho muchos años antes. Alguien había contado en una ocasión que cuando Silvio era poco más que un niño y correteaba por los pasillos de la Escuela Francesa, tuvo un encontronazo con Escuredo, que era más fuerte y que zanjó el asunto con un empujón que le hizo rodar escaleras abajo, algo que Silvio no consiguió olvidar nunca.

Pese a los sustos, las improvisaciones y a alguna que otra salida de tono, los policías de la escolta terminaron cogiéndole cariño a Silvio, el único miembro de la caravana que les obligaba a estar alerta. En el caso de que fueran supersticiosos, puede que también le tuvieran algo de respeto si asistieron a la actuación del Prado de San Sebastián, en Sevilla. En esa actuación, los músicos subieron al escenario para coger sus instrumentos y esperar a Silvio, que siempre se reservaba el papel de estrella. Silvio aparecía como si fuera el único en el

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escenario, daba la espalda a sus compañeros y se situaba en primera línea para estar más cerca del público. Alzó un brazo para saludar al público de Sevilla y, en ese preciso instante, una paloma blanca de los cientos que viven en las proximidades del Parque de María Luisa, se posó en su brazo. Allí permaneció unos segundos, hasta que los músicos empezaron a tocar y alzó el vuelo, lo que causó el delirio del público. Hubo quien quiso darle al hecho un significado especial. Alguien que estaba cerca disparó una cámara y logró hacer una foto de ese momento único, uno de los más mágicos que Pive recordara de cualquier actuación. En aquel momento pensó en los reproches que le hacían quienes le acusaron durante mucho tiempo de querer resucitar a un muerto con Silvio. Se sonrío pensando que quizás tuvieran razón y que el muerto era tan especial que hasta recibía la visita del Espíritu Santo durante las actuaciones.

En aquella gira con los políticos también hubo tiempo para el amor. Nada extraño en un rockero romántico y sentimental, chapado a la antigua, como Silvio. Se le ocurrió enamorarse de María Jiménez, que entonces estaba espléndida y en lo mejor de su carrera. Bailaba

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como poseída durante sus actuaciones, y llevaba medias de rejilla. Silvio le dirigía requiebros, para regocijo de quien los escuchaba, sobre todo los músicos, que trataban de no perderse detalle de aquella historia de amor. Pero todo fue inútil; no le hizo ningún caso. María Jiménez se casó con el actor Pepe Sancho, muy popular por su papel de «El estudiante» en la serie de televisión Curro Jiménez. Eso hizo que Silvio acuñara «estudiante» como uno de sus peores insultos. Cuando decía de alguien que era un «estudiante» o le llamaba así directamente ya se sabía que iba a haber problemas o que Silvio no tenía buenas vibraciones con aquella persona en cuestión.

El segundo presidente de la Junta de Andalucía, si es que de verdad tiró a Silvio por las escaleras de la Escuela Francesa, lo fue a pagar con creces. Dos años después del referéndum, el político y el rockero volvieron a coincidir. Era de noche y ya se conocía el resultado de las elecciones que en 1982 dieron la victoria a los socialistas. Se congregaron en el Cine Andalucía, en la Ronda de Capuchinos de Sevilla. Los militantes socialistas bailaban y celebraban su triunfo al ritmo de una orquesta,

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de un grupo de sevillanas, y de una banda de rock, Brigada Ligera, sucesivamente. Silvio se contagió de la alegría colectiva. Sin que nadie se lo pidiera salió a cantar mientras actuaba la orquesta. Les arrebató un micrófono y comenzó a tararear. Alguien logró convencerlo para que soltara el micrófono y volviera tras el escenario, donde aguantó con impaciencia hasta que le tocó el turno al grupo de sevillanas. Volvió a salir. Esta vez se quedó en un segundo plano, como si tocara las palmas de manera disciplinada. Así estuvo hasta que logró hacerse con un micrófono e improvisó él mismo una sevillana. Volvieron a convencerle para que abandonara el escenario, pero ya era tarde. Un sector del público protestó y pidió que lo dejaran improvisar lo que quisiera. Por fin, con Brigada Ligera pudo salir al escenario todas las veces que quiso. Había tocado con ese grupo en muchas ocasiones y ambos se conocían bien, así que lo de menos fue que la actuación de Silvio no estuviera prevista aquella noche.

Cuando el programa musical había concluido, Silvio había congeniado con el público, más pendiente ya de seguir sus evoluciones por el escenario que de la reciente victoria en las urnas. Llegó el momento de los políticos y, como

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los escoltas no querían que se repitiera lo de Almería, se fueron al lado de Silvio para tratar de controlarlo. Una voz anunció la presencia del presidente de la Junta de Andalucía. En ese preciso instante, cuando más arreciaban los aplausos, Silvio burló la guardia. De tres zancadas se situó justo en la tribuna que tenía que ocupar Rafael Escuredo. Para dirigirse a los enardecidos militantes socialistas, Silvio eligió parodiar al Caudillo y empezar su discurso exclamando «Españooooleeeeess». Los escoltas y el servicio de orden consiguieron agarrarlo y sacado de la tribuna, pero el público, cautivado por sus continuas apariciones en el escenario a lo largo de toda la noche, empezó a protestar coreando su nombre. El presentador del acto tuvo que conceder al público que Silvio volvería a hablarles antes del final, pero que en ese momento era el turno del presidente de la Junta de Andalucía.

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Un vaso de agua al enemigo

En mayo de 1980, Silvio y los Luzbel, se marcharon a Madrid para grabar Al Este del Edén, como quien busca en el mercado discográfico el reconocimiento que ha cosechado sobre los escenarios. La firma RCA los alojó en el Hotel Cuzco, cometiendo el imperdonable error de comunicarles que todos los gastos estaban pagados mientras durara la grabación del disco. Aquello les hizo pensar que ya eran estrellas. Las facturas alcanzaron un tamaño similar al de la despedida del sello discográfico, del que hubieron de olvidarse para siempre por no haber sabido interpretar cuáles eran los límites de su generosidad. Los músicos no comieron y bebieron ellos solos, sino que invitaron a los técnicos, a los amiguetes que pasaron por Madrid y a cuantas chicas se encontraron en la ciudad.

Auténticas estrellas, en el sentido comercial y más contemporáneo del término, no iban a serlo nunca mientras Silvio estuviera a la cabeza. Pive Amador lo ha repetido muchas veces y lo han

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suscrito cuantos músicos han pasado por su oficina para tocar con Silvio: «Si Silvio fuese un tío normal, nos haríamos todos ricos». Pero los mismos que dicen esto confiesan que, afortunadamente, no fue un tío normal. Casi todos los músicos que han pasado por la «Factoría» de Pive han conservado la amistad con Silvio, y nadie se ha quejado de que, trabajando con él, la diversión haya sido poca.

Estaba mediada la grabación de Al Este del Edén cuando Silvio agarró una de las botellas de alcohol que había en el estudio de grabación, de las que se emplean para limpiar los cabezales. Tenía mucha sed. No se fijó de qué era la botella y empinó el codo con la rapidez acostumbrada. El sabor del primer trago le pareció muy raro, así que se llevó otra vez la botella a la boca para comprobar si su paladar le estaba traicionando. Fue la segunda vez que ingirió el veneno. No fue consciente en ningún momento de que una conjunción de astros apuntaba en el firmamento que sus días podían estar contados. Fue lo que los clásicos llaman un día nefasto.

Tuvieron que dejar la grabación y Silvio se metió en la cama. Se puso enfermísimo. A la mañana siguiente amaneció con la cara inflamada y amoratada, como un tomate muy

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maduro. Pive se asustó cuando fue a despertarlo a su habitación. No le gustó el aspecto que tenía. Allí mismo, en el hotel, le hizo beber algo de leche, mientras se disponían a llevarlo a un médico. En Urgencias, lo primero que quiso saber el médico fue la cantidad de alcohol que había ingerido el paciente. Alguien tuvo que ir corriendo al estudio de grabación, donde ya empezaban a echarles de menos esa mañana, y coger la botella de alcohol. Le faltaban varios dedos. Los dos tragos habían sido tan intensos como era habitual. El médico, que veía a Silvio vivo y coleando, aunque bastante inflado y muy feo, no atendía a explicarse el portento. Según establecían las bases de la ciencia médica, si una persona del peso y las características físicas de Silvio ingería aquella cantidad de un alcohol como aquél debería estar ya muerta o, como mínimo, ciega. Gracias al cielo, la naturaleza dio una vez más la espalda a la ciencia y la previsión no se cumplió. Silvio sólo empleó después gafas para leer algún periódico o para corregir la letra de alguna canción en una cuartilla, unas de esas gafas pequeñas y pasadas de moda, como de oficinista antiguo. Cuando abandonaban la consulta de Urgencias, el médico, que seguía con cara de haberse

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enfrentado a un prodigio, aventuró una hipótesis. Seguramente fue el cuerpo de Silvio, tan acostumbrado al alcohol, el que reaccionó convenientemente asimilando el veneno, y fue su propia naturaleza la que evitó la tragedia.

La grabación del disco pudo seguir su marcha y, una vez que Silvio se recuperó del mal trago, no surgieron nuevas dificultades hasta que algunos de los músicos se negaron a tocar Puerta España, uno de los temas más significativos del disco Al Este del Edén.

Puerta España fue un paso importante en el empeño de prescindir definitivamente del vikingo o inglés falseado al que todavía se recurrían con frecuencia en el mundo del rock. No se trataba sólo de cantar en español, sino, como marcaba el espíritu de aquella canción, de latinizar el asunto, de hacer aflorar las señas de identidad desde el título de la canción, hasta la letra y los ritmos. Fue por eso que la letra y la música de Puerta España se impregnaron de ese particular toque, entre italiano y galaicoportugués que luego ha perdurado en los sucesivos disco de Silvio. Las improvisaciones en varios idiomas, sobre todo inglés e italiano, con las que luego Silvio sorprendería en sus actuaciones en directo, se debieron a la

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disparidad de influencias musicales que fueron fraguando su trayectoria artística. Esas influencias han ¡do del flamenco a la canción española, con un importante caudal de música negra y bebiendo en cuantas fuentes ofrecieran las más diversas manifestaciones musicales del ámbito mediterráneo, sobre todo griegas e italianas. La suma de todo lo cual es lo que sus promotores, con Silvio y Pive a la cabeza, han denominado «Operación mandolina».

Aunque no se grabaría hasta 1984, fue también ese año de 1980 el que empleó Pive para componer otro tema que haría historia. La ragazza dell'elevatore, y que respondería a esta concepción musical tan próxima a Silvio.

En 1982 Radio Nacional de España organizó una fiesta monstruo que duró cuatro días, con actuaciones de docenas de grupos procedentes de toda España. Acudieron miles de estudiantes de todo el país con ánimo de divertirse. Los grupos iban subiendo al escenario por riguroso turno y la emisora difundía su música en directo, lo que para algunos supuso la principal actuación de su historia. Al término de cada actuación, un periodista de Radio Nacional regalaba a la audiencia con una breve entrevista con los músicos que acababan de actuar. Marina

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Rosell y el grupo Alameda actuaban después de Silvio y Luzbel. Tuvieron que esperar para hacer acto de presencia sobre las tablas del escenario. Silvio, cantando y haciendo de las suyas, se había ganado al público de Madrid. El público le gritaba y le pedía bises. Nadie quería que aquel desconocido que había llegado de Sevilla se fuese tan pronto, y el principal retraso que acumuló la maratón musical se debió a aquel flechazo de Silvio con el público madrileño. Como ya se convertía en costumbre, fueron sus músicos los que se encargaron de retirar al cantante del escenario. Cuando por fin bajaron, Silvio y Pive estaban eufóricos. El locutor, con el micrófono de la unidad móvil en la mano, se fue hacia ellos para entrevistarlos. -¡Qué éxito! ¿no?

-...-¿Qué opinan unos músicos como vosotros de

un éxito como éste? -Insistió el de la radio.-Nosotros no somos músicos, somos

ilusionistas -contestó Silvio arrastrando las sílabas de «i-lu-sio-nis-tas».

-¿Cómo es eso? -quiso saber el periodista.-Pues que ni éste es batería, ni yo soy

cantante -atajó Silvio, señalando a Pive y terminando de confundir definitivamente a la

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audiencia.El gambito de ilusionistas cuajó tan sólo unos

días antes de la macrofiesta de Radio Nacional. El batería del grupo había adquirido varios compromisos por aquel entonces y Silvio, más amigo de la improvisación que de buscar a gente cuando hace falta, zanjó el asunto retando a Pive. Tenía un argumento infalible; él mismo había sufrido la metamorfosis de pasar de batería a cantante. Su argumento no encontró excusas, porque además se daba la circunstancia de que fue precisamente Pive quien lo había puesto a cantar, cuando tuvo la feliz idea de resucitar al muerto, un asunto con el que también bromeaban, a pesar de que a Silvio, que en eso parecía gitano, no le hacían mucha gracia ese tipo de bromas. Silvio también hizo valer la amistad, y le pidió a Pive que, en justa correspondencia, se sentara tras la batería igual que él se había puesto a cantar.

Viendo que Pive cedía, quién sabe si llamado por la tentación de la gloria, Silvio tuvo otra de las ocurrencias que le equiparaban con Salvador Dalí. Le hizo jurar a su amigo que la primera vez que tocara la batería, lo haría con guantes. Se puso Silvio tan pesado, que le dijo que sí por salir de una vez del atolladero. Pero aquel sí

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valía lo que una promesa, porque se pronunció delante de los otros músicos, que actuaron de testigos para llevar la broma hasta sus últimas consecuencias. En aquella actuación de Madrid, con tanta improvisación y los nervios propios del novato, Pive no encontró unos guantes adecuados y tuvo que salir al escenario con unos de invierno, que durante varios días le dejaron en las manos una extraña sensación. Lo curioso del asunto fue que ni el periodista que hacía las entrevistas ni ningún colega, le preguntaron a Pive qué hacía tocando la batería con unos guantes. Una curiosidad más que justificada, puesto que era el único batería del mundo que lo hacía. Puede que pensaran que se tratara de una enfermedad incurable y por eso evitaron la pregunta.

La aventura madrileña prosiguió algún tiempo, pese a que la suerte nunca acompañó a Silvio en sus estancias en la capital del Reino. «Qué haces tú aquí, una gaviota en Madrid», fue el estribillo de una canción posterior que parecía haberse inspirado en el rockero sevillano. Silvio nunca entendió la «movida» ni se adaptó nunca a una ciudad que siempre le pareció demasiado grande. Ni a que la gente hablara con tantas eses que parecía que en vez de palabras emitían

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silbidos. Veía que aquella ciudad se llenaba de modernos, posmodernos y otra docena de variedades urbanas, a cual más incomprensible. Silvio permaneció muy ajeno a toda aquella euforia artística que trajo la libertad, y se limitaba a sonreír cuando alguien decía con indudable optimismo que aquel Madrid era el centro cultural de Europa.

Silvio era una especie de provinciano que llegaba a la capital, como había sucedido siempre, y lo que más le gustaba era asistir a un buen espectáculo. Aunque nunca contaba chistes, salvo en contadísimas excepciones y siempre en compañía de íntimos, Silvio siempre tuvo cierta inclinación al humorismo y fue un rendido admirador de Tip. Una noche, mientras el resto de la banda se iba a descubrir los nuevos locales que ofrecían en directo las últimas tendencias musicales, Silvio se metió en una sala de fiestas en la que actuaba su humorista preferido. Se tomó unas copas y se quedó tan complacido con el espectáculo de Tip que no se conformó con aplaudir, como todo el mundo. Por un momento se creyó Coll, se lanzó al escenario y, sin smoking ni bombín, quiso improvisar con el maestro de humoristas. Fue visto y no visto. Los guardias de seguridad del

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local lo agarraron y lo sacaron a la calle, en cuyo asfalto lo dejaron caer de cualquier manera. Tal vez en Sevilla no habría pasado nada, pero en Madrid no sabían con quién estaban tratando. En Sevilla nunca le hubieran tomado por un loco peligroso, porque de una u otra cosa todo el mundo lo conocía. Incluso no hubiera sido difícil que alguien encontrara lógico que Silvio hiciera pareja, aunque fuera improvisada, con Tip, puesto que el humor de ambos podía pertenecer al mismo universo surrealista y sentencioso.

Cuatro años después del primer disco, Gonzalo García Pelayo, que entonces dirigía la firma discográfica Poligram, contactó con Miguel Ángel Iglesias. Miguel Ángel, que entre variados y pintorescos menesteres había hecho de actor en la película de García Pelayo Vivir en Sevilla, se fue a Madrid con Silvio para grabar su segundo disco. Barra Libre, álbum que luego Silvio ha querido echar en el olvido porque la mayoría de los músicos que intervinieron en su grabación eran madrileños.

Este segundo disco de Silvio como cantante incluyó uno de los primeros rap que se grabaron en el país. Mi barrio, y un tema al que le tuvo siempre un gran cariño. La ragazza dell'elevatore. Silvio se mantuvo ai margen de

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aquella grabación, puesto que el manager de «Barra Libre», un nombre con connotaciones demasiado evidentes para los íntimos del rockero sevillano, fue Javier García Pelayo.

A Silvio no le gustó tampoco que uno de los músicos que tocaba en aquella formación fuese protestante, adjetivo que siempre detestó por contraponerlo a católico, que es como él creía que debían ser los buenos rockeros: católicos. Ésa fue una de las preferencias, de los principios de Silvio, que alguien puso por escrito en la revista de Alberto García-Alix, El canto de la tripulación. Aquellas máximas establecían: «Antes ciego que sordo, antes negro que gitano, antes Semana Santa que Feria, antes cualquier cosa que protestante».

Desde que se dedicó a la música, desde que era un chaval, distinguió Silvio entre «baterías católicos» y «baterías protestantes». Estos últimos son los que anteponen la fuerza a la armonía. Aquéllos son los que tocan como él lo hizo, sin sobresaltos, sin alardes de musculatura, haciendo del ritmo, de la armonía y de la improvisación las claves del buen rock, sin que fuera preciso machacar los platos ni salir nunca por encima de la banda.

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Esta concepción musical entronca con uno de los lemas preferidos de Silvio, el de no protestar, lo que explica su preferencia de los negros sobre los gitanos. La Historia los ha tratado mucho peor y los ha esclavizado durante siglos, pero, sin embargo, no se han hecho identificar por el «quejío». Si han tenido que protestar los negros, pensaba Silvio, lo han hecho con suavidad. Cuando han tenido que cultivar enormes campos de algodón bajo el látigo del hombre blanco han acuñado unos cánticos que pueden servir para dormir a un niño. De política nunca supo nada Silvio, y eso que le tocó vivir en unos tiempos en que la política fue el centro de todo. Le desagradaron siempre las manifestaciones; nunca supo que quería decir la palabra reivindicar. No es casualidad que la frase emblemática de Al Este del Edén sea «Estar descontento con este mundo es no haber entendido nada». Tampoco lo es que el emblema de Fantasía Occidental, su tercer disco, sea «La música es el silencio bien contado».

Con este corpus filosófico, la aventura madrileña no tenía más remedio que tocar a su fin en un plazo muy breve. A Silvio, por demás, nunca le fueron bien los horarios rígidos, ni pudo

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adaptarse, aunque fuera por el plazo de unas semanas, a la vida ordenada que exige la grabación de un disco. Odiaba el cotidiano devenir de la gran ciudad. A su manera, corrió la misma suerte de todos los rockeros andaluces que marcharon a Madrid y que consiguieron llegar a la capital sin quedarse en Despeñaperros (por cierto, qué buen nombre para un buen álbum de rock, Despeñaperros).

Silvio fue un aristócrata, y quien no lo entienda así no comprenderá nunca al personaje. Un aristócrata andaluz. Un hidalgo de los de lanza en astillero, rocín flaco y galgo corredor, con mucho de eso que en sociología se ha dado en llamar, siempre con connotaciones peyorativas, un señorito andaluz. Siempre ha llevado corbata, pero nunca ha encadenado su muñeca a un reloj, algo que el mismo Silvio podría haber definido como un artefacto posindustrial llevado a la perfección por suizos y digitalizado por japoneses que no es de ninguna utilidad en posesión de alguien que es quien fija las citas y a quien los demás se limitan a esperar. Cualquiera que lo haya conocido, cualquiera que haya quedado con él por cualquier motivo puede hablar de cómo tuvo que esperarlo una, dos tres horas o varios días.

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Su manera de proceder es tan sencilla como ésta, aunque algunas veces se le ha querido comparar con toreros, o ha habido exégetas que han querido dotar de trascendencia a su manera de entender el tiempo o las responsabilidades. Como sucedió una vez en que, entrevistado por Jesús Quintero, para uno de los programas de mayor audiencia de las televisiones autonómicas, Qué sabe nadie , fue interrogado acerca de la bohemia, y de si él se sentía identificado con esa manera de vivir. Silvio, tras pensarse la respuesta un momento, respondió: «¿La bohemia? Eso son los pintores ¿no? París y los pintores...».

Si la bohemia no son Francia y los pintores, desde luego que no es Silvio y su rock. Ser bohemio fue ir descuidado con coquetería y mantener cierta pose ante determinados acontecimientos. Silvio, muy al contrario, mantuvo anudada la corbata incluso en mayo del 68, cuando los chicos se desmelenaron y las chicas tiraron el sujetador al cubo de la basura. Tampoco se presentó nunca con una actitud premeditada ante el devenir diario. Aguardó cada día, cada momento de su vida, con la tranquilidad del que se sabe con las espaldas cubiertas por su propia genialidad. Del que no

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tiene que trabajar para comer, ni tiene que correr, ni que mirar su reloj a cada instante, de hecho nunca tuvo reloj. Su admiración está reservada para gentes de genio, como aquel futbolista del Betis que, hombre de talante artístico, fue muy querido por la afición al sostener el principio de que, en el fútbol, había que «jugar de tacón, y que corra el balón». De este mismo futbolista se cuenta la que fue una de las anécdotas predilectas de Silvio. Un día de partido en el Villamarín se hallaba falto de inspiración y, harto de que el entrenador quisiera sacarlo de su inactividad pidiéndole que corriera, se revolvió contra él y le espetó: «Míster, que correr es de cobardes».

En otra entrevista con Jesús Quintero, Silvio admitió que posiblemente le esperara un final poco feliz cuando el entrevistador le insistió sobre las ineludibles consecuencias que acarreaba una vida como la suya.

-Sé que voy a terminar recogiendo cartones -dijo Silvio. -¿Y por qué no haces algo para evitarlo? -Porque no quiero estropearlo.

«Un día comprendí que era débil, así que a partir de ese día me propuse aparecer como fuerte», le confesó una vez Silvio a su amigo

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Pive. Fue en el momento en que salían de ensayar de una de las naves del polígono industrial de la Carretera Amarilla, en las afueras de Sevilla. Ya oscurecía cuando los músicos cerraron el portalón de la nave y oyeron unos broncos ladridos. Era un doberman desenfrenado que se había escapado de algún sitio y que se dirigía hacia ellos mostrando sus fauces, dispuesto a atacarles. No les dio tiempo a emprender la huida cuando comprobaron que Silvio se iba hacia el perro, que parecía rabioso de pura furia. Todo ocurrió en unos segundos. Mientras soltaban las cajas de sus instrumentos para correr más rápido, llamaban a su amigo diciéndole que si se había vuelto loco. Silvio se encontró con el doberman, lo cogió del collar, le acarició la cabeza y le pasó la mano por los morros. La fiera pareció conformarse porque dejó de ladrar en el momento. Era un ejemplar joven, un macho de pelo oscuro y aspecto fiero. Los músicos, todavía recelosos, pudieron coger sus instrumentos y alejarse poco a poco por las calles solitarias, sin dejar de mirar al perro a cada instante, que se quedó parado en medio de la calle donde lo detuvo Silvio, con las orejas empinadas, sin apartar la vista de ellos. Era, le explicó Silvio a su amigo Pive, mientras se

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alejaban, su manera de recordarse que era débil.

Pese a su afición a las artes marciales y a poner en práctica de vez en cuando una llave de judo, Silvio era una persona eminentemente pacífica. Si alguna vez se ha enfadado mucho, lo ha pagado con el más grande de la reunión. En esos casos, siempre ha buscado pesos pesados, púgiles que le sobrepasaran en peso y estatura, como reservándose para sí el papel del héroe. Cuando ha llegado el caso, se ha dejado llevar por una generosidad sin límites y siempre ha recibido más que ha dado.

Los aficionados al estudio del carácter dicen que estas cosas son muy propias de tímidos. Que es como cuando James Dean, enamorado de Elizabeth Taylor, tuvo que bajarse la bragueta para orinar delante del exquisito público de Hollywood. El numerito aquél, le gustaba recordar a Silvio con admiración, se produjo justo antes de iniciarse el rodaje de Gigante y, cuando los periodistas le preguntaron qué significaba aquella salida de tono, contestó que tuvo que hacerlo para vencer su maldita timidez, que si no hacía algo como aquello no hubiera podido enfrentarse a las cámaras para actuar junto a la mujer que amaba.

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En misa y repicando

En 1985, Pive vuelve a hacerse cargo del capital artístico de Silvio, pero antes de ponerse a trabajar plantea una antigua exigencia, le pide a los músicos que el nombre de Silvio vuelva a ir por delante. El primer disco de Silvio y Sacramento se grabó en 1987. Las actuaciones previas a ese disco, aún conservando el nombre de Barra Libre pero ya con músicos de la tierra, sentaron definitivamente a Silvio en el trono del rock sevillano, sin que después nadie lo levantara. Silvio encarnó una especie de monarquía absoluta en un reino feliz de desgobierno e improvisación. Nunca tuvo que ejercer de tirano porque nunca temió que un rival le hiciera sombra. Pero es que para colmo ese rival nunca existió. El reino de Silvio, como los de taifas, se extendió poco más allá de las fronteras de tres provincias, Sevilla, Cádiz y Huelva, sin que las incursiones de sus banderas más allá de esas líneas fueran más que meras incursiones sin objetivos claros.

Silvio sentó sus reales acompañado de una

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corte de músicos jóvenes y de gran calidad. Juanjo Pizarro, un guitarrista de amplia cultura musical y exquisito gusto, coleccionista de guitarras, de apariencia modesta y tranquila, procedente de la escuela rockera del barrio del Nervión. Andrés Herrera, conocido con el sobrenombre de «El Pájaro», un hombre intuitivo que provenía de un barrio de la periferia y que había nacido para tocar la guitarra. «El Pájaro de Alcosa» le llamaban y es el músico que mejor se adaptó al estilo de Silvio. Para muchos, su guitarra es la mejor que ha dado el rock sevillano. Miguel Ángel Suárez, un bajista de cierta veteranía, un virtuoso experto en el soul al que Silvio acostumbraba a gastar continuas bromas, y del que decía que se enamoró desde el primer día que lo conoció. Y Pive Amador, a la batería. Emilia Pinzón hacía los coros, en los que también han intervenido, sobre todo en los últimos tiempos, Lourdes Carvajal y Elena García.

De esta corte rockera no tardarían en salir otros grupos de renombre en la ciudad de Sevilla, como Dogo y los Mercenarios. Esta formación se fundó tras la desaparición de Los Canijos, el primer grupo punky de Sevilla, disuelto, como tantos otros, cuando el Ejército

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llamó a filas a alguno de sus miembros. El propio Juanjo Pizarro ha explicado muchas veces que se siente un mercenario de la música y que no se resigna a tocar en un sólo grupo si eso supone dejar de experimentar y no ahondar en sus posibilidades técnicas y artísticas. Con inquietudes como ésta, el último disco de Silvio, En misa y repicando no tenía más remedio que llamarse así. Sus músicos están en «misa» cuando tocan con él y a la vez «repican» para buscarse la vida, ya que su líder no cree en el futuro y el dinero en sus manos carece de valor.

Antes de grabar este disco fueron muchos los grupos de moda que, en la cresta de la ola, pedían a Silvio que actuara con ellos cuando acudían a Sevilla. El experimento le agrió el espectáculo a más de un grupo que, cuando empezaba a saborear las mieles del éxito, comprobaba cómo el público se aburría una vez que Silvio y sus músicos abandonaban el escenario para que subieran los cabezas de cartel. Eso le pasó a grupos de Sevilla y a otros de Madrid durante sus giras por el sur. Los únicos paisanos de Silvio que no han tenido que sudar sangre sobre el escenario para atraer de nuevo la atención del respetable después de ser cautivados por Silvio han sido No me pises que

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llevo chanclas, una excepción de éxito fulminante en todos los órdenes. Radio Futura, por ejemplo, dedicó uno de sus mejores temas en un concierto del programa estival de Cita en Sevilla a Silvio, sin que el homenajeado se enterara de la existencia de Radio Futura hasta años después. Otra vez. Objetivo Birmania, en pleno apogeo, se citó con Silvio en Aracena. Fue un concierto accidentado desde antes de empezar. Las curvas de la carretera de la sierra hicieron que Pive vomitara unas tapas de carne con tomate en los pantalones blancos del empresario que los contrató, justo en el momento en que se disponía a pagarles. Encima, Silvio golpeó a uno de los músicos de Madrid, al que dejó casi inconsciente. Fue sin querer; aquel músico corría hacía el escenario, pero Silvio debió asustarse por algo y creyó que iba hacia él, quien sabe si con la idea de agredirle. Así que alargó un brazo en improvisado golpe de karate. El puño dio contra el pecho del corredor, que acabó de bruces en el suelo.

En esta época, los músicos de Silvio trabajaron duro en aquel experimento que recibió el nombre de «Festival de la Canción Femenina». Hasta 1989 se celebraron cinco

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ediciones consecutivas. Incluido en la programación municipal de Cita en Sevilla, este festival promocionó voces femeninas, grabó discos, entregó premios y fogueó a Sacramento, que tuvo que acompañar a las concursantes en los más variados géneros, desde la canción española hasta el rock más duro.

Silvio es el único artista que ha sido incluido en todas las programaciones de Cita en Sevilla. En estas actuaciones anuales ha estrenado temas de sus dos discos. Fantasía Occidental, grabado en 1988, y En misa y repicando, en 1990.

Desde enero de 1982, Pive, como músico, se ha subido al escenario unas cuatrocientas veces. Han sido cuatrocientas aventuras diferentes, cuatrocientas improvisaciones que han mostrado la simbiosis existente entre ambos, el engranaje que los ponía a funcionar, esa unión que hacía posible que, mientras que a Silvio se le ocurría una letra, Pive estuviera cerca con papel y lápiz para anotarla. Eso ocurrió con Acción Dorada, Baila, cadera y Margarita Margueró. Silvio, más que componer, recordaba. Tal y como dice José Manuel Caballero Bonaid que hacen los cantaores flamencos: recordaba e improvisaba. Cualquier momento es bueno para

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que surja la inspiración. Como un día en casa de su amiga Margarita. Silvio le pidió un vaso de cerveza, Margarita le contestó que sólo podía ofrecerle vinagre y así surgió «Margarita, Margueró», y su estribillo «Vinagreta, vinagró». En la música de este tema, como en la de otros muchos, hay ritmos que recuerdan las composiciones musicales de la Semana Santa de Sevilla.

Otra constante son las derivaciones semánticas en las letras, los juegos de palabras y las improvisaciones sobre varios idiomas, que parten del gusto de ambos por el latín. Cuando era un joven estudiante decían de Silvio que iba para abogado porque se le daban bien las declinaciones latinas. Esa inclinación vernácula ha servido para componer canciones y para que Silvio, alguna vez, le dijera a su amigo: «Menos mal, Pive, que nunca estudiamos para abogados, porque lo mismo hubiéramos terminado en el Gobierno, como les ha pasado a los de nuestra edad».

Silvio conoce con el apodo de «Inteligencia» a José Luis Ambrosio, autor del libro El Rock Bético, y, de vez en cuando, le decía: «Recuerda que cuando llegues al poder, lo primero que tienes que hacer es fusilarme». Con ocurrencias

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como ésta se reafirmaba Silvio en su alejamiento del poder y de lo que siempre ha considerado su consecuencia, la falta de frescura. La profesionalidad siempre fue considerada por Silvio como un sinónimo de prostitución. Pensaba, como García Lorca, que lo mejor del arte es hacerlo siempre como la primera vez. Estaba seguro de que con el arte no se podía comerciar y que la música, la música de rock, sólo merece la pena tocarla en directo.

Pive sostiene la teoría de que Silvio era un hombre «naturalmente culto». Desde luego, había leído mucho más que la mayoría de los rockeros. Graham Greene y el virtuoso del articulismo y del humorismo Julio Camba estuvieron siempre entre sus autores preferidos. Elia Kazan fue el mejor director de cine para este marxista seguidor de Groucho Marx. Sus verbos preferidos son «invitar», que él traducía por «dar vida», y «convidar», al que otorgaba el significado de «darse vida uno con otro».

Llevado por su incansable ingenio, Silvio ha sacado a relucir sus particulares etimologías ante los más variados públicos. Para cuando grabó sus dos últimos discos ya era continuamente requerido por emisoras de

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televisión y radio y por organizadores de debates, mesas redondas y actos públicos de la más diversa índole. En un programa de radio tuvo que corregir al locutor y explicarle que él no era alcohólico, sino «alcoholista». En octubre de 1989, en la celebración del «Día Mundial del Beticismo», ante siete mil aficionados verdiblancos, dio muestras de sus cualidades oratorias cuando dijo: «El Betis es mi hijo, y merece la pena tener amor por un hijo aunque sea el pródigo». En una mesa redonda celebrada durante la Guerra del Golfo Pérsico alguien le preguntó su opinión sobre el conflicto. «Sólo tengo que decir que, en inglés, paz se dice «pis» y que como me estoy haciendo pis me voy al servicio». Cuando se levantaba, alguien le interrumpió:

-¿Guerra, entonces, se dice «caca»?-No, guerra se dice «¡Bush!» -dijo Silvio,

mientras pronunciaba con sorna el apellido del presidente norteamericano y hacía el gesto de sentarse en el retrete.

Todos los articulistas sevillanos, hasta los más consagrados, han dedicado columnas a Silvio. En alguna ocasión han utilizado como excusa sus brillantes respuestas a preguntas de otros

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colegas, como cuando respondió algo sobre el Papa de Roma en una entrevista en televisión. El entrevistador le hablaba de cofradías de Semana Santa y del Papa, cuando Silvio le atajó diciendo que «para Papas, los de Sevilla: Juan XIll, Pío XII... y La Candelaria». Con la naturalidad del protagonista de una novela grandiosa, Silvio recuerda al mejor personaje de Malcolm Lowry, el que compartía el delírium trémens con algunos de los momentos de lucidez más inesperados y brillantes de la historia de la literatura contemporánea. Ha estado en muchas ocasiones a dos pasos de la fama con mayúscula, de las grandes sumas de dinero, pero siempre ha huido de cualquier idea de disciplina, por pequeña que fuera. Ha pasado junto a los más famosos y populares sin darse cuenta, con una sinceridad con la que no se puede hacer carrera. Cuando todos los modernos se daban de codazos para salir en el programa de Paloma Chamorro que fue el eco de «la movida» madrileña, a él, ya en el estudio de televisión, sólo se le ocurrió preguntarle a Pive que quién era aquella punky que lo estaba mareando, todo el rato de un lado para otro y sin parar de hacerle preguntas.

Otra de las guapas presentadoras de

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televisión, seguramente educada en colegios de pago, se interesó durante una entrevista por su caótica trayectoria artística. Vino a retarle diciéndole que si de verdad era el número uno por qué no hacía algo para demostrarlo. «Si lo soy, que lo haga el número dos», le dijo Silvio, con una de esas contestaciones que también le servían para demostrar su poca simpatía por algunos periodistas. En un recital de poesía del actor Juan Diego en el Conservatorio de Sevilla, Silvio no quiso limitarse a oír. Se fue al fondo de la sala, asió un contrabajo que encontró por el camino y se puso a improvisar para Juan Diego. El actor, impertérrito, continuó su recital hasta el final. Al término del acto se fue hasta donde estaba Silvio y le dijo que le envidiaba: «A todos nos cuesta años de esfuerzo aprender a hacer lo que hacemos y tú vienes aquí, te pones a tocar el contrabajo y lo haces mejor que yo, que tengo que ensayar mucho antes de ponerme a recitar».

También participó Silvio en sus años de gloria local en debates con gente ilustre. En una ocasión fue invitado a hablar de fútbol junto con el futbolista argentino Jorge Valdano y el padre Estudillo, entonces capellán del Sevilla. En el debate participaron periodistas especializados,

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como Alfredo Relaño, amigo de Alberto González, alma de las antiguas tertulias de periodistas del Bar Veracruz, el más próximo a la Torre del Oro.

Por entonces, Silvio y su grupo cobraban sobre medio millón de pesetas por actuación. Cantidad que aumentó hasta 600.000 pesetas en 1990 y que se incrementó en diez mil duros en 1991. De este dinero, casi la mitad se dedicaba a cubrir gastos. Durante esos años hacían unas treinta y cinco actuaciones anuales, que han proporcionado a los músicos una media de setenta mil pesetas por actuación. Esa cantidad solía durar en los bolsillos de Silvio entre 24 y 36 horas. Después de una de esas actuaciones, Silvio y Pive pasaron ante una mesa petitoria de Unicef. Silvio estuvo allí un rato y, como le pareció una causa noble, se dedicó a decir a los viandantes que sólo se aceptaban billetes. Para predicar con el ejemplo, depositó sobre la cesta varios billetes de dos mil pesetas que llevaba encima, sin que los insistentes consejos de su amigo para que administrara su dinero valieran para nada. Silvio fue siempre generoso, sin alardear de ello. Estos detalles eran espontáneos, y nunca adoptó poses para parecer más original. Prueba de ello

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es que no cambió su aspecto ni su atuendo en más de treinta años.

Cuando unos periodistas extranjeros supieron de la canción que grabó al ritmo del célebre Stand by Me se sorprendieron de que en la ciudad hubiera alguien con el suficiente valor para meter el asunto de la Virgen María en un disco de rock. Por mucho menos había habido escándalos en Hollywood o en Italia. Pero en este caso se equivocaban. Si Silvio se hubiera tenido que tomar la molestia de hacer algo por esnobismo, no hubiera sido quien fue. Silvio decidió hacerse músico cuando, muy niño, los redobles de tambor de las bandas de música de la semana Santa atronaron sus oídos. Se equivocaron como se podía equivocar cualquiera que le oyera hablar del Papa y no supiera que en su habitación, sobre su cama, tenía una foto reciente del Santo Padre. Allí, clavada con chinchetas, había una foto en blanco y negro, recortada de cualquier revista, del polaco Karol Wojtila, todo vestido de blanco, sentado en el trono de San Pedro, mientras que una monja, de rodillas, le besa las manos, junto a la foto del Papa tenía una del rebelde de Hollywood, un James Dean joven y guapo que posa con el flequillo al viento y la mirada soñadora. Y al lado

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de James Dean, las reproducciones a todo color y en gran tamaño de las imágenes de El Cachorro y el Gran Poder, sus preferidos.

La habitación de Silvio se completaba con una desvencijada mini-cadena sobre una mesa muy desordenada, un catre, un armario y una pequeña mesa de noche sobre la que descansan tres o cuatro cigarrillos sueltos. En una percha siempre había, como de reserva, una docena de cortabas impolutas, aunque algo anticuadas.

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Bajo el volcán

Sevilla, mayo de 1990. Apenas faltaban tres semanas para que los Rolling Stones actuaran en Madrid. En una entrevista, Mick Jagger aseguraba no haber olvidado el mítico concierto de 1981, la última vez que actuaron en España. El concierto de junio de ese año era muy esperado porque los rockeros locales pensaban que era la última oportunidad para presenciar una actuación de los Stones. Todos tenían ya sus billetes para irse a Madrid y las entradas reservadas desde hacía varios meses, ante el temor de que se acabaran en cualquier momento.

Quien no había sido tan precavido era otro rockero de la quinta de los Stones. Silvio decía que si Pive le pasaba dos mil pesetas también se iría a Madrid para escuchar a Mick Jagger.

-Pero Silvio, tío, las entradas nada más son cuatro talegos, y luego está lo del tren, que es otro pico, aunque siempre podrás dormir en El Retiro, claro... -le recordó alguien. -No, si las dos mil pesetas son para comprarme unas

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alpargatas, porque si me voy a ver a los Rolling me encajo en Madrid andando -contestó.

Con semejante respuesta, ya nadie se interesó por cómo haría Silvio para, una vez llegara a Madrid como un peregrino del rock, se las arreglaría para sortear a los forzudos del Vicente Calderón, dispuestos a detener a cualquier rockero insolvente, por más devoto que fuera. Pero no hizo falta sacar a Silvio de su error porque, como él mismo confesó, aquella música era muy moderna para él, y no tenía necesidad de meterse en semejante jaleo.

Apenas faltaban tres semanas cuando en la redacción de Televisión Española de Andalucía, sonó un teléfono. Fue una llamada breve en la que alguien de la revista El Europeo le solicitó a una periodista que escribiera una semblanza de Silvio, ante el anuncio de que en una próxima actuación cantaría varias canciones de su último disco. La periodista aceptó el encargo sin pensarlo porque lo interpretó como un modo de salir de la rutina diaria y escribir algo agradable, con esos perfiles épicos que el carácter excéntrico del artista parecía garantizar. Se puso en contacto con un compañero que, precisamente, estaba preparando un reportaje sobre la gira veraniega de Silvio y acababa de

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montar otro sobre la grabación de En misa y repicando, su último disco entonces.

Esta conversación fue aún más breve, porque aquel compañero le explicó que a la mañana siguiente había quedado con Silvio en el despacho de Pive Amador. Como esa hora de la mañana le venía mal, tomó nota del teléfono de Pive y, a través de éste, concertó una cita con Silvio para esa misma noche.

El encuentro fue en el ABC, un bar acristalado que hace esquina con una de las principales avenidas de Los Remedios, ya cerca del Parque de Los Príncipes. Probablemente el bar menos burgués de la zona más burguesa de Sevilla. Un sitio tranquilo, regentado por Rosa María Yang y su marido, una pareja de orientales de aspecto entrañable. Tienen una de las cristaleras de su establecimiento llena de revistas de culturismo, con portadas en las que hombres fornidos se dejan fotografiar haciendo poses bajo titulares como «Cómo conseguir una buena musculatura en sólo seis semanas». Silvio tenía allí crédito y solía pasar largas horas del día sentado en un taburete, frente a una copa de coñac. Desayunaba también varias veces cada semana en ese bar.

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Silvio recibió allí, al mediodía, la llamada de la periodista. Inmediatamente después llamó a Pive para ver si pensaba asistir a la entrevista. Pive, manager un tanto singular, además de su batería y amigo incondicional, esta vez le dijo que no. Silvio colgó el teléfono, pero cuando se acercaba la hora de la entrevista, volvió a marcar el mismo número. El teléfono volvió a sonar en la casa de Pive, al otro lado de la ciudad.

-Pive, tienes que dejarme dinero, porque si es una periodista, una señora, una dama, tendré que invitarla yo mientras me entrevista. ¿O no?

-O no, Silvio, o no, ahora no puedo ir hasta allí.

-Pero, Pive, yo soy un caballero y tengo que invitarla. No tengo un duro... ¿Qué va a pensar de mí?

-Mira, ha sido ella la que nos ha pedido la entrevista, y además lo ha hecho con prisas. Así que, como nosotros se la hemos concedido, que te invite ella, que para eso ha sido idea suya y...

-Que no, Pive, que no... Qué va a decir si no la invito yo... Si no vienes y me dejas dinero, no voy al «eibisí» -amenazó Silvio, cuyo enojo no le impedía pronunciar ABC en perfecto inglés.

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Pive lo conocía bien y sabía cuando no había manera de hacerlo cambiar de idea. Cogió la moto y la tarjeta de crédito para, de camino, sacar unos cuantos billetes de un cajero automático. Guardó una cantidad aparte y dejó dos mil pesetas en un bolsillo, listo para cruzar la ciudad en la moto que a diario le servía para sortear los atascos. Al cabo del rato pasaba por la casa de Silvio y le dejaba las dos mil pesetas, no sin antes reprocharle que se había puesto muy pesado y que tratara de no volver a repetirlo. Silvio le agradeció que se hubiera tomado la molestia y le recordó su vieja amistad. Lleno de confianza en sí mismo se dispuso a dirigirse al ABC para dejarse interrogar y contar cosas, hasta donde las recordara. Antes de que su amigo arrancara la moto le preguntó:

-¿Es guapa?-¿Quién?-La periodista, quién va a ser...-Sí, mucho... -gritó mientras se perdía entre el

lento discurrir de los coches.Cuando llegó al ABC, la periodista ya lo

esperaba sentada en uno de los veladores de la acera. La noche de primavera era suave y la oscuridad descendía poco a poco sobre la

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ciudad, haciendo que los semáforos de la avenida brillaran con toda intensidad. Ella lo reconoció de inmediato cuando lo vio aproximarse andando con las manos en los bolsillos del pantalón. Vestía una chaqueta que había pasado de moda con el advenimiento de la democracia, una camisa clara y una corbata oscura con el nudo flojo. Todo el conjunto se sostenía sobre unos zapatos negros recién cepillados que ceñían calcetines blancos de hilo grueso de algodón.

Silvio enseguida se dio por aludido cuando le dedicaron una sonrisa desde una de las mesas. Antes de que ella pudiera decir nada, ya le había cogido una mano, se la había besado y había pronunciado varios giros de tono más o menos coloquial y de desigual fortuna para hacerle ver que estaba sorprendido por su belleza. La periodista comprendió de inmediato que aquello se le podía escapar de las manos, le agradeció los piropos y, sin más dilación, comenzó a preguntarle sobre su último disco.

Silvio hacía como que no oía nada. Insistió en sus cumplidos, y pasó a explicarle que últimamente veía a muchos periodistas:

-Mañana mismo por la mañana me ha dicho

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Pive que he quedado citado en el despacho con un colega de usted que también quiere escribir del disco... Me lo acaba de decir Pive hace un momento... Se acaba de ir ahora mismo en su moto... Porque Pive tiene una moto ¿Sabe usted? Y además Pive es un monstruo, el más monstruo de todos...

Así transcurrió la conversación hasta que, pasada media hora, tras tomar unas copas de coñac y unas cuantas cervezas para acompañar unas pavías de bacalao, entraron en materia. Cuando terminaron de beber y de comer, Silvio pidió la cuenta a su amiga Rosa María y se las arregló para que la periodista se hiciera cargo de ella. Luego, mientras paseaban por el barrio, Silvio le explicó que ese día no andaba bien de dinero. Mientras paseaban cogidos del brazo no dejaba de hablarle de usted, lo que no impedía que intercalara piropos en la conversación de manera constante. Cuando casi tres horas después, la periodista guardó la libreta en el bolso, Silvio se dijo «ahora o nunca».

-La verdad es que hoy quería haberla invitado yo, pero como no tenía dinero... Pues verá, Pive me ha dicho que me deje prestadas dos mil pesetas y que mañana, en el despacho, él se las dará a su colega de usted que vendrá a

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entrevistarme para que se las devuelva.La joven periodista dudó unos segundos.

Cualquier discusión retornará al punto de partida, reflexionó, así que dejó los billetes sobre la mano de Silvio, quien los guardó en el bolsillo interior de su chaqueta con cierta ceremonia. Luego la beso en las mejillas sin consentir en tutearla mientras se despedían, y todavía esperó a que cogiera un taxi para decirle adiós con la mano mientras se alejaba por la avenida.

A la mañana siguiente, el colega de la periodista llegó puntual a la oficina de Pive Amador. El despacho de «La Factoría» estaba situado en el centro de la ciudad, pero a las espaldas de uno de los grandes almacenes que dan vida a la zona. Si Sevilla fuese lo suficientemente urbana como para servir de escenario a películas de detectives, este despacho sería el decorado perfecto para el más cinematográfico de ellos. Una escalera estrecha y mal iluminada. Una puerta de madera con un cartel minúsculo, «Factoría», al lado del timbre, cuando esta puerta se abre se accede a una primera estancia con un solo mueble, de más que dudosa utilidad. Las paredes de esta sala están decoradas con un papel pasado de moda

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hace mucho tiempo que reproduce un tortuoso dibujo, una especie de diana o laberinto concéntrico, a base de líneas negras sobre fondo blanco. Debe ser muy peligroso mirar esas paredes fijamente después de haber ingerido cierta cantidad de alcohol. Hay otro par de habitaciones de tamaño regular en las que se apilan papeles y cacharros de difícil conexión con el mundo de la música. El cuarto de baño es grande e inhóspito, con un lavabo, un retrete, un rollo de papel higiénico y una toalla pequeña. Frente a la puerta de entrada, otra puerta da paso a la estancia más iluminada y con mejor ventilación, en la que despacha Pive.

La oficina había pertenecido a un abogado que, durante un tiempo, la compartió con el despacho de rockeros. Pive trabajaba desde hacía años con varios grupos que acudían allí para firmar sus contratos antes de actuar en discotecas, para negociar sus actuaciones en un programa de la televisión regional o para cualquier otro asunto. Entregado a esos menesteres estaba Pive cuando llegó el periodista. Hablaron del último disco y de cómo había ido la grabación. En la «Factoría» no había muchas esperanzas de que Silvio volviera a grabar más discos después de aquél. También

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hablaron de las letras y de las distintas fuentes de inspiración.

El periodista le dijo a Pive que esa misma mañana había recibido una llamada de la compañera que se había visto con Silvio la noche anterior. Le hizo un relato pormenorizado de cómo suscribió Silvio el préstamo de dos mil pesetas y le comunicó que, según el artista, él tenía que reponérselas a su colega. A medida que iba avanzando en su relato, los ojos de Pive se iban poniendo redondos como platos. Apagó el cigarrillo de un solo golpe y, antes de entregarle las dos mil pesetas, maldijo a alguien. El periodista no entendía nada, mientras que Pive no sabía si reír o enfadarse definitivamente. Después de tantos años, Silvio había vuelto a jugársela. Le explicó al recién llegado que la tarde anterior Silvio le había sacado de su casa para que le prestase otras dos mil pesetas con las que invitar a la periodista durante la entrevista.

Cuando se reían de las operaciones financieras de Silvio, éste hizo acto de presencia en la oficina. Pive le dio la bronca por la jugarreta del día anterior. Silvio, que posiblemente no recordaba nada, puso cara de ingenuo mientras veía como Pive devolvía al

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periodista el importe del préstamo solicitado a la entrevistadora la noche antes. Silvio se limitó a preguntar si ese día no había nada para él. Pive, que ya empezaba a enfadarse de verdad, le contestó que no, que sus dos mil pesetas de ese día correspondían a las que había sacado el día anterior a la periodista.

Tras una breve charla, Silvio aprovechó la retirada del periodista para seguirle los pasos hasta la calle y dejar a su amigo trabajando en la oficina. Una vez que se hallaron lejos del despacho, le hizo ver su precariedad económica, del mismo modo que actuó con su colega la noche anterior. El periodista se sacó las dos mil pesetas del bolsillo y alargó uno de los billetes a Silvio, quien se conformó con aquel reparto al cincuenta por ciento. Luego se fueron a la calle Betis y disfrutaron del sol del mediodía. Cada uno se gastó sus mil pesetas en cerveza y pavías de bacalao. También hablaron de fútbol y de rock. Llegaron a la conclusión de que para practicar ambos oficios era fundamental el sentido del ritmo.

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Chi non lavora non fa l´amore

Antes de subir al escenario, Silvio y Pive se encerraban en el camerino para reproducir una extraña ceremonia de tintes iniciáticos que, al menos en lo formal, se aproxima al acto de la confesión de los católicos. A diferencia de en éste, en el de los rockeros no queda muy claro quien imparte el perdón y quien expone sus culpas, porque parece que los dos participaran de ambos papeles. El ritual suele celebrarse en la más estricta intimidad y, por lo general, se alarga hasta bastantes minutos después de que los gritos del público pidiendo «¡Silvio, Silvio!» lleguen hasta el camerino. Alguno de los que ha presenciado esta liturgia profana ha querido encontrarle parecido con actos de purificación, más que menos cinematográficos como el del gran Peckimpah en Grupo Salvaje, cuando, tras un encierro de alcohol y relajo generalizado, los héroes abandonan el cubil para salir al aire fresco y enfrentarse a la batalla final, que sería ponerse delante del público.

En Sevilla, la noche de junio de 1990 en la que

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Silvio cantó por primera vez en público las canciones de su último En misa y repicando, los músicos y sus novias tomaban unas copas en los veladores situados tras el gran escenario del Prado de San Sebastián. Todavía estaba tocando la big band de Pepe El Saxo cuando Silvio y Pive se dirigieron al camerino con paso decidido. Allí estuvieron encerrados algo más de una hora, sin que en los primeros treinta minutos los molestara nadie. Más tarde entraron y salieron las chicas de los coros, Manolo Luzbel, alguien más de la organización, un par de músicos muy jóvenes, una bellísima fotógrafa que se pasó la noche enfocando a Silvio y a su novia, Violeta. Nadie permaneció allí dentro más de dos o tres minutos, entre otras cosas porque el camerino no contaba con más de seis metros cuadrados de superficie disponible.

Tenía Silvio en su mano izquierda una botella de güisqui escocés recién abierta. Con la mano derecha sostenía un vaso de plástico con cuatro dedos del contenido de la botella, sin hielo, caliente como la noche de junio que trasformaba el vapor en gotitas de agua prendidas a las paredes del estrecho camerino. Como en una letanía, Pive le hablaba con tranquilidad, muy cerca de su oído, mientras con aire paciente

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fumaba y dirigía al techo una columna de humo. Silvio también fumaba, un cigarrillo negro detrás de otro. De vez en cuando se atusaba la corbata y producía un extraño ruido gutural que Pive recibía como muestra de atención.

Con este persistente monólogo, recordaba Silvio las ocasiones en que habían tocado juntos con especial éxito. Sólo al final, Silvio se limitaba a decir «me parece bien, me parece bien», como si ya se hiciera cargo de que, según su amigo Pive, el éxito sólo dependía de él y de cómo fuera capaz de cantar esa noche. A la gente que había ido allí y se había gastado seiscientas pesetas en la taquilla sólo le interesaba ver y oír a Silvio.

Una de las chicas del coro abrió la puerta del camerino en busca de su espejo, que había desaparecido misteriosamente; detrás de ella entró Manolo Luzbel con algún problema de intendencia. Silvio llenó su vaso hasta arriba y le entregó la botella de escocés para que Manolo buscara a Don Curro entre el público y se la entregara. Pive volvió a tranquilizar a Silvio asegurándole que a Don Curro no le faltaba de nada y que estaba allí afuera, sentado plácidamente en un velador junto a Eva, la madre de Silvio. También ellos, por cierto,

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esperaban una buena actuación aquella noche. Antes de salir al escenario Manolo hizo la caridad de echar un par de cubitos de hielo en el vaso de Silvio, y lo único que consiguió fue ponerle de mal humor. La chica del coro se fue protestando porque sin el espejo no podía maquillarse.

Silvio se tranquilizó mucho cuando vio llegar a Lourdes Carvajal. Le gustaba mucho que Lourdes tuviera unas maravillosas piernas de mujer de esas que no se acaban nunca. Para salir al escenario se había puesto unos pantaloncitos muy cortos sobre unas medias de seda negras. Sin importarle que su novia lo viera, Silvio se dedicó un buen rato a acariciar las rodillas de Lourdes, como comprobando que eran de verdad. Alguien volvió a interrumpir preguntando por el espejo. Lourdes bromeaba con Silvio diciéndole que por qué no le prestaba la misma atención cuando la veía con pantalones vaqueros. Silvio sacó sus gafas y se las caló para verla más de cerca. Le confesó que acababa de enamorarse en ese momento. Violeta se reía. Cuando las chicas salieron del camerino, se oyó decir en el pasillo que ya habían encontrado el espejo. Decían que alguien lo había utilizado para desmenuzar un poquito

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de coca con una tarjeta de una caja de ahorros. Todos reían.

Pepe El Saxo y sus muchachos terminaban su actuación y se disponían a abandonar el escenario para que subieran los rockeros. Silvio se dio cuenta de que cesaba la música de la big band y se inquietó un tanto. Pive continuaba con su perorata. Le decía que estuviera tranquilo, que la gente lo que quería era oírle a él y que no se preocupara, que si no le apetecía cantar que le hablara un poco al público antes de decidirse. «Pues voy a empezar con "la ragazza", ¿eh, Pive? Y si al final nos piden una canción, pues vamos a cantar dos en vez de una...», dijo Silvio.

El público ya llevaba un rato reclamando su presencia con gritos de «Silvio, Silvio, Silvio...» cuando decidieron abandonar el camerino. Fuera, en los veladores de los artistas. El Pájaro, Juanjo, Miguel Ángel estaban dispuestos para subir. Esperaron a que Silvio y Pive atendieran su particular superstición de orinar detrás del escenario, un ritual con el que creían alejar los malos espíritus. Por fin, se pusieron camino del escenario. Don Curro, desde una esquina fotografiaba la llegada de los músicos a las escalerillas del escenario.

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Todavía no habían cogido sus instrumentos cuando Silvio agarró el primer micrófono que vio y se puso a cantar, sin música, «Chi non lavora non fa l'amore». «Chi non lavora non fa l'amore», coreó el respetable. «Chi non lavora non fa l'amore», insistió Silvio en un tono más alto. El público le siguió como el eco, y así continuaron hasta media docena de veces, cantando con tantos registros como salían de la boca de Silvio. Los músicos comenzaron a tocar según el repertorio previsto, pero Silvio insistió en el tema de su idolatrado Adriano Celentano, dale que te pego con el «lavora» y con el «amore». Los músicos miraron a Pive, que asintió con la cabeza en señal de que improvisaran para seguir a Silvio. Cuando se cansó de Celentano, se arrancó con el Tutti Frutti y sus músicos, resignados, le acompañaron con ritmo de rock clásico. Roto el hielo con este desquiciado calentamiento, Silvio parecía hacerse con la situación. Dejó un momento el micrófono, tomó su vaso de escocés y dio un trago. Pive comenzó a tocar según lo previsto y, por fin, Silvio cantó sus temas de siempre, con un orden similar al establecido en los ensayos.

Cuando lo creía oportuno, volvía a la carga

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con Celentano o el Tutti Frutti, lo que hacía que los músicos permanecieran atentos con sus cinco sentidos, dispuestos a improvisar en cualquier momento. De cualquier forma, esa noche, como tantas otras, lo peor no vino de las improvisaciones de Silvio, sino de que se olvidara de que la gente no le escuchaba sin el micrófono. Se lo dejó olvidado junto a la batería cuando se sentó allí para rescatar su vaso y terminar de cantar una de las canciones. Se puso a cantar sin micrófono como si lo hiciera conscientemente, como si estuviera en un teatro y lo hiciera con pundonor de tenor. A partir de ese momento cualquier estrategia parecía inútil. Miguel Ángel y El Pájaro intentaron sin éxito que cogiera el micrófono, lo que hacían sin dejar de tocar las guitarras. Pive, mientras cantaba, intercalaba llamadas a Silvio para que cogiera el micro, lo cual, cada vez que sucedía, era muy celebrado por el público. Nada sirvió hasta que Silvio, con decisión, sacó sus pequeñas gafas de ver del bolsillo interior de su chaqueta, se las caló sobre la nariz, miró en torno suyo y... encontró el micrófono. Allí estaba. Comenzó a cantar con bríos renovados.

Todo aquello ya formaba parte del espectáculo. Aquella noche, además, salió bien.

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No fue desastroso, como el día en que el público se puso a contar a voces, coreándolo, el número de veces que Silvio se caía sobre el escenario: «nueveee..., dieeeeez..., ooonnceeeee...». O como cuando se cayó justo hacia delante, hacía el público, y se quedó colgado de los bafles de retorno hasta que la gente, desde abajo, le ayudó a incorporarse.

Aquella noche en el Prado estuvo bien. Cantó, movió el pie del micro con gracia, deambuló por el escenario y bromeó con la gente. Los músicos, encantados, estrenaron el Adivina adivinanza, una canción dedicada a Silvio en la que Emilia Pinzón, Elena García y Lourdes Carvajal, junto con Pive y el propio Silvio, cantan eso de «Adivina, adivinanza, es un bicho y no se cansa», y luego «Puede ser que el Silvio fuera lo que yo soñé».

Todo fue bien con Silvio desde que lograron que agarrara el micro. La memoria, si acaso, le abandonó en un par de ocasiones cuando cantaban las canciones del nuevo disco. Y eso que Pive ejercía de apuntador desde su puesto de batería. Parecía que Silvio no había conseguido memorizar del todo las canciones, lo que pudo deberse a su particular método de trabajo. Primero grababa sus discos y después

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se aprendía las letras de sus canciones. Las semanas previas a aquella actuación, Pive había grabado casi a diario las nuevas canciones en cintas de casete para que Silvio se las llevara a su casa y las oyera. El método solía dar resultado, pero muchas veces las cintas terminaban en manos de sus admiradores, que se las pedían por la calle, o en los radiocasetes de los bares que frecuentaba. Mientras grabaron En misa y repicando, una de las grandes preocupaciones de Silvio fue aprender a bailar sevillanas. Rosa María Yang, la china del bar ABC, necesitaba pareja para presentarse en un concurso. Ya tenía vestido y todo cuando le sugirió a Silvio que fuese su acompañante. Fue entonces cuando el artista cayó en la cuenta de que, pese a su edad y sevillanía, desconocía los pasos básicos de las sevillanas.

Se fue corriendo a ver a Pive y le dijo que tenía que enseñarle en unos días para acompañar a doña Rosa a un concurso, y que cuándo empezaban. Pive llegó al día siguiente a «La Factoría» con una cinta de sevillanas. Allí estaba Silvio, que aquella vez sí que fue puntual. Se pusieron a danzar por la oficina, a ir y venir hasta que asimiló el nuevo ritmo. Los rockeros que les sorprendieron en aquellos menesteres

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hicieron chistes sobre el asunto durante meses.Lejos de aprenderse las letras, la gran

preocupación de Silvio los días previos a la actuación fue conseguir varias docenas de entradas para invitar «a todo el bloque», ya que su madre suele invitar a los vecinos cada vez que actuaba en Sevilla. Lo de las entradas fue otra de las cosas que Silvio nunca llegó a entender. Esa noche, como todas las de actuación, le hubiera gustado adueñarse de la taquilla y lanzar las entradas a manojos sobre las cabezas de la gente. Después, terminado el concierto, le hubiera gustado marcharse a Rota, a la playa, para ver amanecer.

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Y en la playa alguien preguntó por mí

Silvio vino al mundo un par de horas antes de que a Harry Truman se le ocurriera tirar la bomba atómica sobre la ciudad japonesa de Naghasaki, el 8 de agosto de 1945. ¿Qué haría Rappel con la carta astral de alguien que nació el día del estallido de la bomba atómica? Dos días más tarde de su nacimiento se firmó la paz que puso fin a la guerra más cruenta que jamás azotó a la Humanidad sobre la cubierta de uno de los acorazados que casi medio siglo más tarde todavía sirvieron para bombardear Irak. No eran buenos tiempos para venir al mundo buscando pelea. Esa fecha ha servido a algunos historiadores, como Reigi Nagakawa, japonés afincado en Triana, para marcar el final de la Historia Moderna, que se iniciaría con el primer viaje de Cristóbal Colón, y dar inicio a otra era que, por joven, carece aún de nombre con el que registrarse en los manuales. No pareció nunca Silvio, sin embargo, producto de un final de siglo, ni hijo de etapas históricas

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estremecedoras, sino más bien heredero de una larga y aquilatada tradición.

La madre de Silvio se llama como la de Caín y Abel. Eva aún no ha conseguido desentrañar el enigmático significado de una curiosa coincidencia de números y fechas. Justo nueve años después del nacimiento de su primer hijo, el 8 de agosto de 1954, parió por segunda y última vez para traer al mundo a la hermana de Silvio, Evita, quien murió cuando sólo era una muchacha.

Eva es medio gitana, por lo que Silvio, como se dice entre la tribu, tiene un cuarterón. Ironías del destino, vino al mundo en un cuartel de la Guardia Civil, en la localidad sevillana de la Roda de Andalucía, donde a su madre le sobrevino el parto.

En la casa de un guardia pasó Silvio los primeros días de su vida, mientras su madre se reponía y se trasladaba definitivamente a Sevilla. Quizás en este hecho, y no en cuestiones de remotas conexiones políticas, haya que buscar el significado de las continuas referencias a la Benemérita que Silvio hace en sus conciertos y en sus discos.

La madre de Eva era hija de la familia Murube,

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de los Melgarejo Murube, un clan de cierto aire aristocrático procedente del pueblo sevillano de Los Palacios. Su padre, José Fernández Lérida, era un gitano altivo y cabal, guapo y algo arrogante. Carnicero de profesión, enamoraba sin proponérselo a las mujeres que acudían a su puesto en el mercao, en especial a las viudas. Como era hombre chapado a la antigua, cuando se celebró la Exposición Iberoamericana de 1929, dejaba a la familia en casa, allá en Puebla del Río, y se venía a Sevilla, después de cerrar la carnicería. Tuvo cuatro hijas y, cuando a la vuelta de aquellos viajes, las mujeres de su casa le preguntaban si lo que había visto en Sevilla merecía la pena, contestaba que todo era un rollo. De este modo, cuando llegaba el sábado siguiente, regresaba a la capital sin que nadie le acompañara. Ni su mujer, ni sus hijas, entonces unas niñas, conocieron la Exposición del 29. Tampoco conocieron Sevilla hasta que años más tarde se trasladaron para vivir en la ciudad. Eva, la segunda de las cuatro hermanas, tenía catorce años cuando llegó ese momento.

El gitano dio a sus hijas una educación ejemplar. Las bautizó con nombres hermosos y poco frecuentes, Narcisa, Eva, África y Aurelia, y se empeñó en que aprendieran música antes

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que lectura y escritura. Narcisa toca el piano y Eva el violín. A las cuatro niñas nunca les faltó en su casa la alegría, ni el sentido de la armonía, ni el ritmo. Cuando

Silvio era un niño muy pequeño padeció una seria enfermedad que le retuvo en cama una larga temporada. Su madre debió recordar el poder salvador de la música, y le regaló una batería de juguete. Todavía recuerda la madre cómo aquel niño, medio erguido en la cama, se alegraba aporreando la pequeña batería.

Mientras las cuatro niñas estaban encerradas en casa aprendiendo música, su madre sólo vivía para el padre de las criaturas. Permaneció locamente enamorada de su marido mientras vivió. Eso mismo le ocurrió luego a Eva con el padre de Silvio, Antonio de los Santos, un periodista del diario ABC de los de la más vieja escuela, de aquellos que además de saber escribir tenían ciertos conocimientos de tipografía y los recursos suficientes para afrontar cualquier imprevisto en el cierre de un periódico.

Las hermanas eran guapas y tenían buena presencia. Narcisa fue una pelotari de primera. En 1934 ganaba campeonatos en el Frontón

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Sierpes jugando contra deportistas vascas. Para aquellos torneos vestía de blanco con un lazo rojo en la cintura. La gente apostaba y ella ganaba un buen sueldo como deportista. Eva superó los setenta años siendo guapa. Su piel es muy blanca y sus cabellos rubios. Sólo su mirada profunda delata una ascendencia gitana. Durante un concierto de Silvio, al que asistía como de costumbre, unos periodistas de televisión que habían venido a grabarlo desde Madrid la confundieron con su mujer.

Eva heredó la vena romántica de sus padres. Todavía sueña con el padre de Silvio. Después de su muerte, fue requerida de amores por más de un hombre, pero ella nunca consintió en conocer a otro. Silvio también sintió pasión por su padre. Antonio se hacía acompañar por su hijo cuando asistía a los estrenos teatrales, para escribir la crítica en su periódico. Inútilmente intentó que su hijo heredara su profesión. Hasta se lo llevaba a la redacción, en la antigua creencia de que quien huele la tinta de un periódico durante un tiempo ya precisará de esa fragancia como del aire que respira. Silvio llegó a escribir alguna crítica de cine, pero no le tomó afición. Escribía bien, pero se supo que alguna vez no asistió a los estrenos cuyas críticas sí

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escribió para el periódico, lo que parece contradecir las normas básicas del oficio, por más que exista quien lo haya ejercido así durante años.

Cuando Eva estaba embarazada de su primer hijo, Antonio y ella posaban las manos sobre la barriga hinchada, se miraban a los ojos y se decían «aquí está nuestro Silvio». No podía llamarse de otra manera. Silvio era el seudónimo que su padre empleaba para firmar las críticas de espectáculos en el periódico. Sólo lo utilizaba para eso, aunque también se encargaba del cierre, de enseñar a escribir a otros que luego llegaron a directores del diario, y de otros tantos menesteres.

Antonio era veinte años mayor que la madre de Silvio. Eva trabajó por temporadas como mecanógrafa y taquígrafa en unas oficinas municipales, y también colaboró con la Asociación de la Prensa. Ambos formaban parte del cartel de actores de la asociación. En los años cuarenta estrenaron varias obras con gran éxito. Eva recuerda que cuando representaron por primera vez El genio alegre, ella en el papel de Coralito, y Antonio en el de Julio, el que sería padre de sus hijos ya le había echado el ojo. Ella era muy niña. Todavía se arreglaba con vestidos

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de cuadros llenos de lazos, pero nada más conocer el amor quiso darle un hijo a su hombre. Con veinticinco años tuvo a Silvio.

Nueve años más tarde vendría Evita. La niña adquirió del padre el hábito de los pies de foto. Gracias a ella, los álbumes familiares cuentan con indicaciones como «Borbujos, Nati Mistral, Sara Montiel, papá y otro periodista». La hermana de Silvio fue una hija modelo. Con dieciocho años estudiaba Biología, sacaba buenas notas, tocaba la guitarra, trabajaba como secretaria y le gustaba entregar el sueldo íntegro a su madre. Murió con veinte años y murió con el epitafio de «Fue todo amor».

La madre de Silvio está segura de ser una mujer de su época. Le gusta el rock y siempre ha acudido, acompañada por Don Curro, a los conciertos de su hijo Silvio. Todavía conserva uno de los violines con los que aprendió música de joven. Fue la mejor coartada para Silvio. Cuando su hijo era un chaval y el padre llegaba a casa tras cerrar la edición del periódico, tuvo que mentir en más de una ocasión. Decía que ya dormía cuando en realidad estaba por ahí aporreando su batería y no iba a llegar a casa hasta bien entrada la madrugada.

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Padre e hijo eran sevillistas, y fue una discusión sobre fútbol la que les llevó a hablar un día cara a cara. Silvio le hizo saber que pensaba dedicarse a la música. Su padre ya había comprobado que no iba para periodista, así que se puso a recordar que él, además de hacer teatro, también había sido miembro de una chirigota de carnaval. Silvio, que ya se veía rockero triunfante, se tomó con desdén las referencias musicales de su padre, con las que luego haría muchas bromas.

Aunque terminara aprobando, las notas de su bachillerato tampoco fueron brillantes. En primera convocatoria, Silvio suspendía la mayoría de las asignaturas. Le gustó el Latín, que no se le dio mal del todo. Según su ficha de la Escuela Francesa de Sevilla, en cuya fotografía de finales de los años cincuenta aparece muy delgado y con corbata, en junio sólo aprobaba el idioma moderno y el dibujo. Otras asignaturas, como la Formación del espíritu nacional, tenía que esperar a septiembre para aprobarlas con un cinco raspado. Se supone que la época de la adolescencia a la que pertenece esa ficha escolar es clave en la formación de la personalidad, cuando se sientan las bases del

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adulto que se llegará a ser.Silvio empezó a hacerse adulto. Su madre

recuerda que cuando cumplió catorce años se hizo más arisco y que desde entonces le costaba mucho trabajo arrancarle un beso. Eso coincidió con el traslado de la familia de su casa de Coca de la Pinera, en el Aljarafe, para bajarse a Sevilla. En la radio de uno de los autobuses que tomaba en el mercado de Entradores y le subían hasta Coca oyó Silvio por primera vez al Rey. Elvis salió de pronto de los altavoces de aquel viejo autobús como un soplo de aire fresco que se le metió en lo más hondo de sus oídos, sin que ya saliera nunca de allí dentro. En Sevilla vivieron en varios domicilios, lo que provocó que cambiara de colegio varias veces. Además de en la Escuela Francesa, estudió en el Santo Tomás de Aquino y en el desaparecido Santo Ángel.

Durante toda su carrera de rockero, durante toda su vida Silvio vivió con su madre y su tía Narcisa. Cuando murió su padre, Eva decidió cambiarse a un modesto piso del barrio de Los Remedios, por la también modesta paga que le quedó. Allí han vivido los tres. Por temporadas, Eva alquila alguna habitación a estudiantes que vienen a la Universidad de pueblos de la provincia o a jóvenes norteamericanos que

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vienen a la ciudad para aprender español.En la misma pared que cuelga una foto de

Silvio vestido de Primera Comunión, hay otra que deja constancia de la belleza de su madre durante los años de su juventud. La foto la hizo Serrano, maestro de fotógrafos de prensa, al que le bastó extender por detrás de la cabeza de la joven Eva una funda de máquina de escribir para retratarla como a una Ava Gadner, envuelta en seda y mirando a la cámara de cerca. Las paredes de la casa están llenas de recuerdos. En otra foto, el padre de Silvio condecora con una minúscula Giralda de brillantes a Sara Montiel, en una de sus visitas a Sevilla. En otra está Silvio con Los Cinco Mercury y, en otra, acompaña a la batería a Conchita Velasco, en una actuación promocional de una de las películas más taquilleras del cine español de los años sesenta, cuando la joven actriz fue una auténtica chica ye-yé. Todas son fotografías que ya han empezado a amarillear.

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IIUna vida en imágenes

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El niño Silvio en el parque de María Luisa de Sevilla a principios de los años cincuenta.

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De derecha a izquierda. Eva, madre de Silvio, una señora vecina, y nuestro joven artista en su casa de Triana a

principios de los años cincuenta

(página anterior) Silvio, primero por la derecha, con Los

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cinco Mercury en 1965, en el trampolín de la piscina municipal de Cádiz.

(Páguina siguiente): Foto realizada la primera vez que Silvio apareció en un escenario como cantante. Fue en 1975,

durante el homenaje que recibió nuestro artista en el Aula Magna de la Escuela de Arquitectura de Sevilla. Fotografía

de Rafael Díaz, "Ministro".

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Silvio cogiendo cera en la Semana Santa sevillana de 1953 o 54.

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Silvio y Don Curro en la barra del bar Los Amigos en 1977. Fotografía de Máximo Moreno.

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Silvio tocando la batería a finales de los años setenta en un ensayo.

(páguina siguiente): Cartel del homenaje que Silvio recibió en Madrid el año 2000.

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Fotografía de la «Medalla al Mérito Rockero», que se conserva sobre el lomo de un león en la cabellería de Don

Curro.

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Silvio con Miguel Ángel Iglesias en Madrid en 1984, durante la grabación del disco de Barra Libre. Foto de

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Máximo Moreno.

"Silvio y Don Curro en el Oeste". Fotomontaje realizado

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por Don Curro en 1987 para un cartel del dúo Silver and Barber.

Silvio y Luzbel en 1980. De izquierda a derecha. Pive Amador, Tomás Castellá, Pedro G. Mauricio, Antonio S.

Smash, Carlos Cordillo, Silvio y Manuel Díaz, Luzbel.

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Silvio montando en bicicleta a mediados de los años noventa, durante una de sus temporadas de recuperación.

Fotografía hecha por Don Curro.

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Silvio con su madre y Juanita Reina en los años ochenta.

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Silvio en animada reunión particular con Curro Romero en los años noventa. Foto hecha por Ricardo Moncada.

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Silvio sentado en su cama en 1990. Fotografía de Gloria Rodríguez.

Con su madre en 1991.

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Silvio en su dormitorio en 1990. Fotografía de Gloria Rodríguez

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Silvio en su rincón

preferido del bar ABC en 1990. Foto de Gloria Rodríguez.

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IIISilvio, el artistaPIVE AMADOR

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Swing

Tres días después de recibir el encargo de escribir sobre Silvio para este libro encontré en el periódico El País (25 de julio 2004) un pequeño artículo de Manuel Vicent que me llamó la atención porque se titulaba Swing. Leyéndolo comprobé complacido que este buen escritor al describir el swing estaba haciendo un perfecto retrato de Silvio, a quien seguramente no conoció. Por eso, no resisto la tentación de reproducir algunos fragmentos de dicho artículo a modo de introducción visual a nuestro personaje:

Swing significa oscilar, balancearse, mecer, blandir, hacer girar: son acepciones del verbo que se refieren a un movimiento armónico, que va desde dentro a fuera del cuerpo hasta convertirse en aura. Las personas privilegiadas que tienen swing lo transfieren sin darse cuenta a cualquier acto cotidiano de su vida con una especie

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de ondulación espiritual. El swing se manifiesta al caminar, al sentarse o levantarse del sillón, al dar la mano a un amable desconocido, al llamar al camarero... al acercar la copa a los labios... El swing es también una forma de encajar con elegancia los golpes bajos que da la vida... Quien tiene la gracia del swing aplica esta fórmula ondulante, oscilante, balanceante para salir indemne de cualquier infortunio, obligándolo a girar suavemente sobre si mismo hasta controlarlo por completo... El swing es un estilo de cruzar las piernas, una forma

de tener la copa en la mano. Todo es blues, todo es jazz. Algún silencio es swing.

Pues bien, la gracia del swing tuvo sin duda una de sus más acabadas encarnaciones en un artista sevillano llamado Silvio Fernández Melgarejo.

Su rockero servidor

Como escribió Félix Machuca, la vida de Silvio

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fue tan literaria en sí misma que no hay buenas letras capaces de contarla con toda su tremenda intensidad. Nadie que lo conociera podía permanecer indiferente porque dejaba huella en cualquiera que se cruzara en su camino. Sus frases lapidarias, su generosidad, su sentido del humor, su maravillosa musicalidad y su curiosa relación con las tradiciones sevillanas hicieron de Silvio un personaje irrepetible en la historia de su ciudad. En las siguientes páginas pretendo resumir la larga aventura artística y personal que viví con este gran artista que hizo honor al significado de su nombre, porque Silvio quiere decir, silvestre, indómito, no domesticado. Y es que los que lo conocimos debemos dejar testimonio claro de su paso por este mundo, porque en el futuro a la gente le costará trabajo creer que existió una persona como Silvio.

Alguien dijo o escribió que el verdadero artista no es el que se siente inspirado, sino el que inspira a los demás. Mi amigo Silvio pertenecía, sin duda, a esa rara especie de creadores, porque los que sabíamos mirarnos en él nos convertíamos por un tiempo en mejores artistas y también en mejores personas. Como hemos podido comprobar leyendo el ágil texto de A. Valenzuela, Silvio fue siempre un personaje

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generador de anécdotas curiosas y reveladoras de su fuerte personalidad. Pero como bien escribió Diego A. Manrique, «en Silvio hay mucho más que un heterodoxo sevillano pescado por Jesús Quintero para su galería de friquis». Ese «mucho más» de Silvio, al que se refiere Manrique, fue para mi durante bastantes años el principal objeto de admiración y de estudio, y la causa de que me convirtiera con gusto y con honor en Su Rockero Servidor. Y si es cierta la afirmación de que nadie es un héroe para su ayuda de cámara1, mi caso fue una evidente excepción, porque Silvio era más interesante aún en la intimidad que en público, y por lo tanto, su ayuda de cámara, su rockero servidor disfrutó de ello.

La vida sevillana de Silvio se puede dividir en dos partes bien diferentes. La primera se extiende desde su nacimiento en 1945 hasta su marcha a la Costa del Sol en 1971 después de casarse con una rica inglesa. La segunda arranca cuando nuestro artista vuelve a su ciudad en 1973 bastante derrotado después de 1 Frase atribuida a una dama francesa del siglo

XVII llamada Mme. Carnuel, que hace referencia a lo difícil que es conservar el prestigio en la intimidad.

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intentar recuperar al hijo que su esposa, cansada de la manera de ser de Silvio, se había llevado. La separación de su hijo, que nunca volvería a ver, y la posterior y dramática muerte de su única hermana marcaron a Silvio para el resto de su vida, porque ni el éxito, que le llegó después, cambió su sino. Fue precisamente en el comienzo de esa segunda parte de su vida sevillana, a mediados de los años setenta, cuando empecé a tratar asiduamente a nuestro personaje. En esa época Silvio ya no era solamente el alocado y bromista joven del decenio anterior. Se le notaban los duros golpes que había encajado en los últimos años. Sin embargo, una de las primeras virtudes de nuestro artista que me llamó la atención fue que de su boca no salía nunca una queja, ni le gustaba amargar a nadie con las cosas que le atormentaban. Con su consigna «palominos para mí», Silvio se comportaba como el genial Cole Porter, que con humor y elegancia sostenía que un caballero nunca deprime a sus amigos contándoles sus desgracias.

Cuando empecé a tratar a Silvio yo acababa de entrar en el mundo de la música rockera y era apoderado del grupo Goma, a cuyo ensayo nuestro artista asistía en algunas ocasiones.

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Siempre que nos visitaba, Silvio terminaba cantando o sentado en la batería y ofreciendo a los atentos miembros del grupo su hipnótica fantasía rítmica. Cuando acababa el ensayo, nos íbamos a tomar unas copas y en las barras de los bares empezamos a celebrar nuestras primeras charlas musicales que solían derivar casi siempre en asuntos filosóficos. En estas primeras charlas se encuentra el origen de nuestro maridaje musical, porque muchos temas de los que hablábamos quedaron posteriormente plasmados en consignas y canciones.

Las fuerzas de flaqueza

La admiración que yo sentía por el instinto musical de Silvio y la curiosidad que me despertaban sus opiniones sobre cualquier asunto fueron aumentando mi pasión por nuestro personaje. Me interesaba lo que hacía y de la manera que lo hacía, y lo que decía y cómo lo decía. Me fascinaba sobre todo su predisposición y su capacidad para celebrar la

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existencia bajo cualquier pretexto. Tardé un tiempo en comprender porqué nuestro artista se comportaba de esa manera. Silvio huía de un pasado que le atormentaba, que no le permitía creer en el futuro y que lo precipitaba a un rotundo presente, un presente continuo e intensísimo que él, sacando fuerzas de flaqueza, había decidió concelebrar con todo aquel que quisiera sumarse a su fiesta. Por eso, Silvio hacía que todos lo momentos parecieran únicos y esta desesperada e intensísima manera de encarar la existencia tuvo mucho que ver con la dramática grandeza de ser artista que nuestro personaje manifestó el resto de su vida. Por eso, Francisco Rivas escribiría en El Europeo en 1991: «Una de las grandes virtudes de Silvio como cantante es la de hacer creíble el cielo desde su infierno particular. Es capaz de imprimir sentimiento, cadencia, ternura, en frases o imágenes de tan fuerte carga poética que en boca de cualquier otro resultarían ñoñas o mentirosas...».

Delicadeza

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Otra de las cosas que me gustaba de Silvio es que él no era como esos artistas que con imperdonable cursilería consideran muy importante que el mundo conozca sus obras. Para nada, nuestro músico no sentía la más mínima necesidad ni obligación de ofrecer su arte al mundo. Pero como era un caballero sin caballo, como él decía, si lo invitabas con delicadeza no tenía ningún inconveniente en regalarte su arte. Así, por delicadeza aceptó la invitación que le hice para que dejara la batería y se hiciera cantante, y por delicadeza, como escribió Rimbaud, entregó su vida.

Como señala mi compañero Alfredo en la primera parte de este libro, cuando se supo en el mundillo musical sevillano de los años setenta que quien esto escribe tenía la intención de apoderar a Silvio como cantante, más de un conocido músico de la ciudad comentó que pretendía resucitar a un muerto. Pues bien, afortunadamente el muerto resucitó y paseó durante un cuarto de siglo por los escenarios su natural elegante y estoico, como un Séneca del siglo XX.

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Querencias

Aunque Silvio era un poco mayor que yo, nuestro pozo cultural sevillano nos identificaba. Habíamos vivido la Semana Santa desde niños, habíamos estudiado francés en el colegio y nos había quedado un regusto especial por el latín y la filosofía, y por lo tanto, por la palabras. Desde la cuna habíamos escuchado coplas, flamenco, boleros y rancheras, y años después habíamos caído bajo el hechizo de las guitarras electromagnéticas y de la música negra. Todo este pozo común facilitó, sin duda, un entendimiento artístico y musical que daría sus mejores frutos, como Silvio vaticinó, en el decenio de los ochenta. Pues en ese decenio Silvio grabó cuatro de sus cinco entregas musicales y realizó sus más memorables actuaciones.

La casa de Elvis

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Mi primera preocupación cuando empecé a trabajar como apoderado de Silvio y Luzbel2 era que nuestro idioma fuera ganando terreno en el repertorio de la banda, que todavía recurría con demasiada frecuencia al inglés chapurreado. Esto, que en directo era un problema menor, se

2 Manuel Díaz, Luzbel, empieza a verse con Silvio en la taberna de Paco Lira en 1973 y poco después lo invita a volver a la batería. Silvio acepta y se forma un trío con Manolo Luzbel cantando y en el bajo y Pedro Mauricio en la guitarra. Esta formación actuó de forma esporádica y con algunas incorporaciones ocasionales de otros músicos hasta que a finales del decenio Silvio dejó la batería y tomó el mando como vocalista del grupo. Luzbel fue la primera formación de Silvio como cantante, con la que grabó en 1980 su primer disco, A l E s t e d e l E d é n . Este grupo estaba formado entonces por los siguientes músicos: Manuel Díaz del Real, guitarra y comandante; Pedro G. Mauricio, guitarra; Tomás Castellá, guitarra y voces; Carlos Gordillo, bajo; y Antonio Samuel Rodríguez, batería y voces. Días antes de marchar a Madrid para grabar el disco, Antonio, el batería, se rompió un brazo en un incidente y fue sustituido en el estudio por Pancho Companys. Para la grabación del tema P u e r t a E s p a ñ a se incorporaron el gran percusionista Tito Duarte, el bajista gallego Mani Moure y el guitarrista sevillano José María Sagristá.

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convirtió en prioritario cuando llegó el momento seleccionar el repertorio para el primer disco, Al Este del Edén. Por eso, en el estupendo debut de Silvio como cantante escuchamos como el español se mezcla con el chapurreado inglés y con salpicaduras francesas, portuguesas e italianas. Las lenguas latinas empezaban a ganar terreno en las canciones. Fue en 1980, con motivo de este primer disco, cuando me atreví a pergeñar mis primeras letrillas, las cuales se sumaron a otras canciones compuestas por el propio Silvio, Manuel Díaz, Mane y Miguel Ángel Iglesias. Y no quiero olvidar que el debut discográfico de Silvio se hizo gracias a un gran amigo y productor llamado Ricardo Pachón que en aquella época propició magníficas obras de arte musicales a cargo de nombres como Veneno, Lole y Manuel, Pata Negra o Camarón. Por eso, lo mejor es conocer lo que Ricardo Pachón nos cuenta sobre aquella experiencia:

En 1980 acababa de producir mi primer disco de Camarón, La Leyenda de l T iempo , y empezaba a sentirme cómodo en una aventura que, más tarde, se llamaría el «nuevo flamenco». En estas

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circunstancias, y aprovechando una pequeña aureola de productor fronterizo propuse a José Luis de Carlos, director artístico de la discográfica americana RCA, la grabación de dos rockeros malditos de mi tierra: el sevillano Silvio y el malagueño Roberto Tabletom. Y ¡sorpresa! La respuesta fue inmediata y afirmativa. Sin más preguntas. Sin más explicaciones. Nadie sabía en RCA quien era Silvio ni mucho menos Tabletom, pero a la semana siguiente ya teníamos reservado estudio de grabación en Madrid. Comuniqué la buena nueva a Pive Amador, la persona que, desde el principio, había estado al lado de Silvio en calidad de músico, poeta, amigo y compañero de aventuras musicales, y con el que iba a compartir esta producción discográfica. Teníamos sólo unos días para preparar la grabación y el viaje a Madrid, así que decidimos viajar el domingo para empezar a grabar el lunes por la mañana en los estudios de RCA en la calle Doctor Fleming. El sábado por la tarde, Antoñito Smash, batería del grupo, se partió un brazo al chocar, según él, con un tranvía. Según Pive, le había dado un puñetazo a un coche

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durante una discusión con su novia... El caso es que yo estaba sin batería el día antes de la grabación. El underground sevillano empezaba a funcionar desde el principio, pero ¡que no cunda el pánico! Pive tenía un sustituto en Altea: Pancho Companys, que conocía las canciones de Silvio y que podría estar el lunes en Madrid. El domingo salíamos de Sevilla la expedición completa incluyendo al escayolado Antoñito Smash que cantaría en los coros. Por la noche estábamos reunidos en el espléndido Hotel Cuzco, de cinco estrellas, que RCA había escogido para este proyecto: Silvio, Pive, Pedro Mauricio (guitarra) Tomás Castellá (guitarra) Carlos Gordillo (bajo) y Manolita Díaz (guitarra y voz de referencia). Más tarde se incorporarían Tito Duarte (percusión), Mani Moure (bajo) y José María Sagristá (guitarra).

El lunes por la mañana estábamos todos en los estudios de grabación tomando contacto con el ingeniero de sonido y planificando el trabajo cuando Silvio descubrió un enorme bote de cristal dorado con su tapón de corcho. La tentación debió de ser fuerte porque Silvio le dio un par de

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tragos al alcohol de limpiar las cabezas grabadoras. El resultado no se hizo esperar. A la media hora la cara de Silvio era una pelota roja y sus codos y rodillas estaban inflamados y enrojecidos. Ambulancia. Hospital. Grave intoxicación por ingesta de alcohol propílico.

Vuelta a empezar. Demasiado para mi corta experiencia de productor. Ya teníamos batería pero acabábamos de perder al cantante dentro de una ambulancia madrileña. La solución apareció tan rápida como los toques que Silvio le dio a la botella de alcohol: Manolito Díaz conocía los tonos y el swing de las canciones y grabaría una voz de referencia mientras Silvio se restablecía. Y así se grabó el disco. Silvio en el Hotel Cuzco y todo el equipo trabajando para él en el tajo. Esta situación se mantuvo hasta el jueves en que Silvio hizo su entrada triunfal por el estudio para cantar todos los temas del tirón. A estas alturas alguien se habrá preguntado por la convalecencia de Silvio en el Hotel Cuzco. La solución a este enigma nos la encontramos el sábado en la recepción del hotel: la habitación de Silvio tenía una cuenta del servicio de bar de

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130.000 pesetas de las de 1980. ¿El truco? RCA nos daba, a cada músico, una dieta de 2.000 pesetas para su manutención y que Manolito Díaz entregaba diariamente a Silvio en su habitación. Desde su suite de cinco estrellas Silvio llamaba al servicio de habitaciones, pedía su primera consumición del día y le daba al camarero las 2.000 pesetas de propina, por aquello de comprar voluntades. Con la línea del bar abierta Silvio estuvo tres días invitando a todos sus colegas de Madrid, entre los que estaba Teddy Bautista. Silvio recibía con champagne y escocés, jamón, patés y canapés surtidos. Un ambiente.

El sábado la dirección del hotel, que ya había discutido la factura de Silvio con RCA, nos retuvo hasta que apareció el mismísimo director de la discográfica. Otro ambiente que se disolvió en la gracia gitana de Silvio. Convenció al director de que, al estar grabando en la misma discográfica que su adorado Elvis Presley, le perdonaba la ligereza de no haber puesto a su disposición un Cadillac rosa a cambio de que se hiciera cargo de la factura.

Y cómo no le contaría la película que el

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director se reía por dentro. Y por fuera...

El mejor de los carteles

Antes de producir a Silvio su primer disco, Ricardo Pachón y yo recibimos un encargo de la Junta de Andalucía para que organizáramos una gira de conciertos por las ocho capitales de la comunidad. Esta gira, que se hacía para apoyar el referendo que se iba a celebrar el 28 de febrero de 1980, fue definida por Kiko Veneno como «La Gira Histórica». Y comprenderán que Kiko no exageraba en su calificativo en cuanto les recuerde el cartel que confeccionamos, porque desde entonces no se ha reunido un plantel con tanto arte y con tan poca vergüenza. Este plantel lo formaban Camarón de la Isla, en su mejor momento; Pata Negra, con Raimundo y Rafael Amador; María Jiménez, también en su mejor época; el magnífico grupo malagueño Tabletom con su genial cantante Roberto; y Silvio con el grupo Luzbel. A este rematado cartel se sumó también Carlos Cano. Los buenos aficionados a la música andaluza de los últimos

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treinta años estarán de acuerdo en que estamos hablando del Mejor de los Carteles. Y los buenos aficionados también podrán hacerse una idea del ambiente que se creó en esta genial trouppe que viajó por toda Andalucía. Imaginen alojados en los mismos hoteles a una explosiva María Jiménez con 29 años; a un incendiario Silvio de 34; a un arlequín Roberto mucho más joven; a los dos efervescentes adolescentes que entonces eran Raimundo y Rafael Amador, etc, etc. Ni que decir tiene que la mayoría de los componentes de esta musical expedición estaban prendados entonces de la atractivísima María Jiménez que disfrutaba con ello, aunque ya estaba anunciada su boda con José Sancho, conocido en aquella época como «El Estudiante». Tan prendados estábamos de aquella María, que Silvio, uno de los más apasionados y celosos, utilizó desde entonces y para el resto de su vida la palabra «estudiante» como un insulto.

«La Gira Histórica», aparte de generar anécdotas que llenarían un libro, fue muy importante en la vida musical de Silvio, porque supuso la confirmación de nuestro artista como un fuera de serie sobre el escenario. Y también animó a la banda que poco después se metió

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con él en un estudio madrileño para grabar Al Este del Edén.

Ilusionistas

Como era lógico, la edición de tan buen disco como Al Este del Edén nos hizo albergar esperanzas de que el grupo podía llegar a tener cierto éxito y continuidad profesional. Fue entonces cuando empecé a descubrir, al principio enfadado y después con resignación, que Silvio no estaba dispuesto, ni por asomo, a convertirse en un profesional. Es más, para él profesional y prostituta eran términos casi sinónimos. Silvio sentía que el artista profesional es aquel que bajo contrato está dispuesto a simular emoción y entrega delante del público un día determinado a una hora determinada. Y como Curro Romero o como Camarón, Silvio no era capaz de fingir ni de aliviarse. Además, hacer eso supondría cometer el peor de los pecados artísticos3. Y lo que son las cosas,

3 Como ancestral flamenco que también era, Silvio recordaba en su manera de entender la música

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cuando comprendí y acepté la manera de ser artista de Silvio y por lo tanto supe que nuestro trabajo no sería nunca un gran negocio, fue cuando realmente comenzó nuestra época dorada. Liberados de presiones profesionales, pudimos dedicarnos sin rateras prisas a nuestras suculentas charlas en las que observábamos el mundo con los gemelos invertidos, como recomendaba Silvio para que los árboles nos dejaran ver el bosque. Tan osado fui entonces que incluso me atreví a sentarme en la batería, cosa que sólo hice como es lógico por invitación suya. Recuerdo que Silvio me dijo: yo no era cantante y tú me invitaste a que lo fuera. Pues ahora yo te invito a que seas batería. Y así fue. Cuatro días después actuábamos en Madrid con un gran éxito. Al abandonar el escenario, Silvio fue abordado por un periodista de Radio Nacional que encantado y sorprendido con la actuación comentó a nuestro artista: Silvio, has entusiasmado tanto al público que no deja que actúen los próximos artistas. A lo que Silvio contestó: «pues no me lo explico, porque ni yo soy cantante, ni este (señalándome) es batería».

que los primeros cantaores que en el siglo XIX se profesionalizaron eran llamados en su ambiente «artistas», pero de forma despectiva.

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El periodista, un tanto perplejo, dijo: «¿Entonces, qué sois?». A lo que Silvio contestó: «es que a lo mejor somos ilusionistas».

Otra de las cosas que me encantaba de Silvio era su fino y arriesgado antifanatismo que puso de manifiesto en entrevistas, en conciertos y en las canciones. Buen ejemplo de lo que digo era su comportamiento habitual en las muchas actuaciones que durante los años ochenta ofrecimos en mítines electorales. Cuando actuábamos, por ejemplo, en un mitin comunista, Silvio podía muy bien comenzar el concierto saludando brazo en alto a la Falange, lo que afortunadamente sólo provocaba la hilaridad de los comunistas que sabían como se las gastaba nuestro hombre. Días después, por poner el ejemplo contrario, actuábamos en un mitin de Alianza Popular. En ese caso, Silvio podía empezar el concierto dedicándole la primera canción a Santiago Carrillo. Afortunadamente también, los derechistas recibían con regocijo la broma de nuestro cantante. Y como muchos saben, Silvio que siempre fue sevillista, no tuvo inconveniente en cantarle al Betis y dejar prueba grabada de ello, lo que por otra parte le supuso algún que otro mal encuentro nocturno con sevillistas fanáticos.

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Esta actitud de nuestro cantante, además de su indiscutible arte, fue causa importante de que conectara del mismo modo con personas de cualquier edad, con todas las tribus urbanas y con las distintas clases sociales. En los conciertos de Silvio se mezclaban pijos, hippys, punkis, personas mayores y hasta niños que canturreaban sus canciones.

El buen bajío

Si es verdad que existen personas gafe, aunque no deberíamos creer en esas cosas, Silvio era todo lo contrario, o al menos eso es lo que sentían muchas personas cuando se acercaban a él. Un ejemplo muy llamativo es el de Curro Romero, que cuando estaba con Silvio no dejaba de tocarlo como si acariciara un talismán. Lo que yo puedo decir al respecto es que la cercanía de nuestro artista me hacía sentirme más seguro o más valiente, y por lo tanto, más feliz. En cambio, otra propiedad de Silvio es que era un gran detector de malajes, por eso los susodichos temían su presencia,

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porque sentían que nuestro artista, como justicia divina, podía caer en cualquier momento sobre ellos. Eso es algo que me intrigaba comprobar, pues Silvio nunca resultaba indiferente. O te infundía valor, o te hacía sentir miedo.

Paganini no repite

La segunda visita a los estudios de grabación de Silvio como cantante se produjo en 1984 por invitación de otro personaje singular, Gonzalo García Pelayo, que quería producir un disco a nuestro amigo Miguel Ángel Iglesias, uno de los artistas menos comprendidos que he conocido. En este disco yo no tuve ninguna implicación. No me gustaba nada el nombre elegido para la formación, Barra Libre, y además pensaba, y el tiempo me dio la razón, que tanto Silvio como Miguel Ángel tenían suficiente personalidad para hacer sus discos en solitario. En aquel disco, sin embargo, Silvio dejó una magistral interpretación de una canción que yo le había compuesto poco antes, La ragazza del elevatore. Esta canción inauguraba uno de los palos

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preferidos por nuestro cantante que él llamó «Operación Mandolina», o sea, canciones hechas al itálico modo. Hay que recordar que el primer instrumento que Silvio recibió de sus padres como regalo fue una mandolina.

Desde la disolución de Luzbel, Silvio no había tenido una banda estable y con él habían tocado muchos instrumentistas de la ciudad. Por eso, el peculiar comportamiento de nuestro cantante en escena era casi siempre motivo de desconcierto para los músicos que le acompañaban, los cuales en ocasiones llegaban a quedarse bloqueados sin saber qué tocar. Este peculiar comportamiento fue una de las cosas que me dediqué a estudiar con la fe puesta en que debía tener unas constantes, una lógica interna. Esta observación me hizo llegar a determinadas conclusiones. Lo primero que estaba claro es que Silvio, como le sucedía al legendario violinista Paganini4, no quería ni podía hacer dos veces iguales una interpretación. Su inconformista necesidad de reinventar el cante en cada tema era el motivo de que muchas 4 Esta fue la altiva respuesta que el famoso violinista italiano Nicolás Paganini (1782-1840) dio al rey de Cerdeña, Carlos Félix, cuando éste le pidió que repitiera una pieza que acababa de tocar.

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veces cambiase las letras, aunque la mayoría de la gente siempre creyó que era un problema de memoria. Otra cosa importante que observé es que Silvio, que como él decía, era todo oídos, no soportaba los ruidos estridentes ni el exceso de volumen en los conciertos. Podía incluso ponerse violento por este motivo. En tercer lugar, era evidente que a Silvio le encantaba pasar de un tema a otro sin avisar a nadie. Lo que la mayoría de los músicos no había advertido es que casi siempre los cambios de tema que hacía Silvio era posible seguirlos porque tenían su lógica si te fijabas bien. Por último, el principal atractivo de Silvio en el escenario era su gusto por las improvisaciones, improvisaciones que no eran imposibles de seguir porque también tenían sus constantes, con el swing o el rhythm and blues como sostenes. Además de todo esto, para acompañar apropiadamente a Silvio era necesario, desde luego, conocer y comulgar con los distintos aires musicales que le emocionaban. Pues bien, yo aspiraba a encontrar una banda que conociendo y amando todos los «plumeros»5 de Silvio, fuera capaz, no sólo de seguirlo, sino de arroparlo y

5 Así se refería Silvio a las influencias o querencias musicales que cada uno tiene.

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ensalzarlo.

Comunión

Cuando el fugaz proyecto de Barra Libre llegó a su fin a mediados de los años ochenta yo vivía mi más activa época como productor y organizador de conciertos y festivales. Entonces tuve el poder suficiente para formar la banda que soñaba para Silvio. Una banda que no se bloqueara, que no se asustara, que lo conociera, lo amara y lo meciera, y que fuera capaz de seguirle en cualquiera de sus fantasías musicales, como cuando Silvio, mirando a los músicos, lanzaba la más deseada de sus consignas en directo: ¡lo que queramos! Una banda que viviera cada concierto como una aventura amorosa y como si fuera siempre la primera vez. Esa banda existió y se llamó Sacramento6. Y no sólo existió sino que fue la

6 El grupo Sacramento fue la banda que durante más tiempo tuvo la suerte de acompañar a Silvio y también la única que grabó con nuestro artista dos discos, F a n t a s í a O c c i d e n t a l y E n

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que acompañó a Silvio durante más tiempo y también la que hizo más grabaciones con nuestro artista. El nombre de Sacramento debo reconocer que se lo robé a nuestro amigo y buen músico Benito Peinado, capataz del grupo Dulce Venganza. Elegí el nombre de Sacramento porque yo aspiraba a que aquella banda fuera «la ostia». Y la verdad es que lo fue, pues con ella y con sus principios comulgaron y concelebraron durante diez años miles de sevillanos, onubenses y gaditanos. Y con ella grabó Silvio su disco más solemne, Fantasía Occidental, que titulamos así porque en él quedaron bien plasmados y bien aleados los distintos componentes de nuestra cultura,

M i s a y R e p i c a n d o . S a c r a m e n t o e s t a b a f o r m a d a p o r l o s s i g u i e n t e s m ú s i c o s : J u a n j o P i z a r r a , g u i t a r r a ; M i g u e l S u á r e z , b a j o ; P i v e A m a d o r , b a t e r í a y v o c e s . A Sacramento se incorporó en 1989 la magnífica cantante Emilia Pinzón, que se convirtió en una gran ayuda musical y humana, participando en la grabación de En Misa y Repicando. En la grabación del tema L a C r i a t u r a s , de F a n t a s í a O c c i d e n t a l , Jesús Bola tocó el piano. Y en la grabación de A u n q u e n o s e a s v i r g e n , de E n M i s a y R e p i c a n d o fue Jesús Arispón quien también tocó el piano.

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nuestros plumeros, como Silvio decía. A saber: el swing, lo negro, el pozo flamenco, los sones de la Semana Santa, nuestra querencia por el latín y sus idiomas derivados y nuestra filosofía sureña. En definitiva, el Sonido Plateresco, llamado así por el estilo arquitectónico renacentista y por el tempo de algunas canciones de los Platters, como por ejemplo, Only you.

La historia de Fantasía Occidental tuvo su punto de partida un día de 1987 en la Plaza del Pan de Sevilla, cuando empezó a sonar dentro de mi cabeza en tiempo de swing un fragmento de la marcha procesional Virgen de las Aguas. Me pasé feliz toda la tarde tatareando aquella preciosa melodía, y ya por la noche, cuando se hizo el silencio necesario, escribí de corrido, como si alguien me dictara, la letra de Swing María, el pregón más corto e idealmente mariano que conozco. Poco tiempo después, Silvio ya le cantaba a los sevillanos en directo Swing María, mientras Andrés Herrera, el Pájaro, y un servidor nos estremecíamos al escuchar lo que estábamos tocando. Como se acercaba la Semana Santa, se me ocurrió que sería muy oportuno editar un disco sencillo con este pregón rockero. Se lo comenté a Silvio y le

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pareció bien. Pero como los discos sencillos podían llevar dos canciones, una en cada cara, pensamos que había que hacer otra canción para la cara B. Fue entonces cuando Silvio y yo decidimos que si habíamos metido por swing una marcha procesional, la operación contraria sería tomar una canción pop y hacerla con aire de Semana Santa. Así nació Rezaré, una versión cofrade del clásico de la música norteamericana Stand by me.

El Área de Cultura del Ayuntamiento hispalense tuvo el buen gusto de subvencionar la grabación de Swing María y Rezaré, que se hizo en los estudios que nuestro amigo Jesús Bola tenía entonces cerca del aeropuerto de San Pablo. Con esta grabación me presenté en la sede de Discos Senador, donde me entrevisté con Mari Carmen Domínguez y con su hermano Pablo, los cuales accedieron a editar estas canciones en disco sencillo y a firmarnos un contrato para grabar dos álbumes. La grabación de Fantasía Occidental la completamos Silvio y Sacramento en los estudios ya citados de Jesús Bola. Un día nos visito nuestro gran amigo Ricardo Pachón, con el que yo había producido el primer disco de Silvio. Cuando Ricardo escuchó lo que estábamos haciendo, no dudó en

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sumarse desinteresadamente al trabajo. Así, con la producción de Juanjo Pizarra, Ricardo Pachón y un servidor, se terminó de grabar Fantasía Occidental.

Fantasía Occidental vio la luz de la primavera de Sevilla de 1988, y los sevillanos recibieron este disco tan suyo con enorme identificación y alegría. Nunca olvidaré aquella primavera. Paseaba por las calles de la ciudad y desde bares, balcones y ventanas me llegaban los sones de aquel disco con la maravillosa voz de Silvio. Era la primera vez y la única que yo he visto como un disco se convierte, no en un éxito, sino en un clásico a las dos semanas de su edición. Cinco, de las ocho canciones que componían Fantasía Occidental entraron rápidamente en la lista de éxitos de la recién nacida Canal Sur Radio. Habíamos conectado con nuestra gente y eso era emocionante. Como emocionante era para mí llegar a los pueblos para actuar con Silvio y Sacramento y oír a los niños canturrear los maravillosos versos de San Juan de la Cruz. Habíamos conseguido que lo culto y lo popular, lo profano y lo sagrado se dieran la mano con la mayor naturalidad y estábamos orgullosos. Fantasía Occidental fue un verdadero éxito en «El Triángulo Silviano», o

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sea, en Sevilla, Cádiz y Huelva. Este éxito permitió a Silvio y Sacramento vivir su mejor época de actuaciones en directo y también nos animó a no tardar demasiado tiempo en volver a los estudios de grabación para plasmar una nueva entrega que llegaría en 1990 con el título de En Misa y Repicando.

El decenio dorado de la carrera de Silvio, que empezó en 1980 con Al Este del Edén, culminó en 1990 con la edición de En Misa y Repicando. Este disco fue una prolongación de Fantasía Occidental y confirmó que habíamos destilado definitivamente nuestro estilo sevillano y cosmopolita. En Misa y Repicando se grabó en el Estudio Central, que estaba en la calle Jesús del Gran Poder de Sevilla. Fue producido por Juanjo Pizarra y quien esto escribe. Como el anterior, En Misa y Repicando fue un disco con solo ocho canciones. Debemos recordar que el número preferido de Silvio, su número mágico, siempre fue el 8.

En la portada de este disco de 1990 Silvio no aparece tocado con una mascota por casualidad, sino que tuvo que ponérsela porque días antes había sufrido un accidente automovilístico que le dejó una enorme brecha en la cabeza. En este disco figuran canciones como Aunque no seas

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virgen, culminación de lo que nosotros llamábamos el Sonido Plateresco, donde fundíamos el romanticismo y la mística; Vengo buscando pelea, homenaje a nuestro querido Antonio Molina con arreglos coplero-cofrades; Margerita Margueró, fantasía mediterránea en tempo de Semana Santa, o Tres pasos hacia el cielo, un tema en el que Silvio declama una serena despedida de la mundanidad.

Guasa escénica

Ya sabemos por el texto de nuestro amigo Valenzuela la añeja afición de Silvio a gastar bromas, algo pesadas en ocasiones. Esa costumbre se amortiguó con los años pero no desapareció del todo y los miembros del grupo Sacramento también fuimos víctimas propicias de nuestro cantante. Como los músicos en el escenario estamos hasta cierto punto indefensos, con las manos y los pies ocupados en nuestros instrumentos, Silvio se aprovechaba de ello a veces y disfrutaba, con el público como aliado, de la siguiente manera. En primer lugar,

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se acercaba al bajista, Miguel Ángel, del que decía estar enamorado y trataba de besarle en la boca, cosa que a veces conseguía ante el rechazo de Miguel Ángel y el regocijo del respetable. A continuación se dirigía hacia los guitarristas, Juanjo y Andrés, y empezaba a pisar sus pedales de sonido con lo que conseguía volver locas las guitarras. Este comportamiento radicaba en que los pedales de sonido eran, según Silvio, cosa de brujería. Y para rematar la faena, cuando Miguel Ángel, Juanjo y Andrés estaban ya bien mosqueados, Silvio se empezaba a acercar lentamente y de espaldas hacia mi batería, y cuando estaba junto a ella, se dejaba caer hasta que inevitablemente me la desmontaba con el lógico estruendo de platos y tambores por el suelo y la maligna complicidad del público. Lo que sucedió fue que como estas pesadas bromas escénicas se repetían, los músicos que ya estábamos avisados decidimos defendernos, lo cual dio lugar en ocasiones a otro particular espectáculo que desconcertaba a los espectadores que no estaban en el ajo de esta broma. Cuando Silvio se acercaba a Miguel Ángel con la intención de «comerle» la boca, éste huía dando vueltas por el escenario perseguido por nuestro cantante. Cuando se

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daba por vencido con Miguel Ángel, Silvio se dirigía a los guitarristas, los cuales, para proteger los pedales de sonido, evitaban su aproximación lanzándole constantes y violentos puntapiés. Por fin, Silvio iniciaba la maniobra de aproximación hacia mi batería, y entonces yo para evitar que se desplomara sobre ella comenzaba a darle fuertes «puyazos» en la espalda con las puntas de mis baquetas... Hay que tener en cuenta que toda esta «coreografía» que se montaba tenía su mérito... porque el grupo Sacramento no dejaba de sonar en ningún momento.

El sentido del humor de Silvio no siempre era tan gamberro, y otras veces, las más, nuestro artista gustaba de convertirse en un personaje trufado de Cantinflas, Groucho, Tip y Dalí que resultaba de una comicidad e inteligencia extraordinarias.

Ni que decir tiene que Silvio contaba con verdaderos seguidores incondicionales que lo trataban como un amigo y que también se enfadaban con él cuando no estaba muy lucido. Esa confianza y esa incondicionalidad quedaron perfectamente retratadas una noche cuando nos encontrábamos en el camerino, después de una mala actuación. Los músicos estábamos de mal

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humor con Silvio porque nos había hecho el concierto casi imposible, cuando de pronto se abrió la puerta y un airado espectador casi sin terminar de entrar espetó a nuestro artista: Silvio, vengo de El Puerto de Santa María y has estado para matarte. La próxima vez va a venir a verte tu puta madre. Dicho esto, el enfadado espectador dio un portazo y se marchó. Pero tres o cuatro segundos después, la puerta se volvió a abrir y el mismo personaje se asomó al interior y añadió. Bueno, la próxima vez va a venir a verte tu puta madre... y yo.

En el principio fue el verbo

Ya hemos sabido de las pesadas bromas que Silvio gastaba a veces en el escenario. Ahora voy a tratar de contar nuestro modus operandi a hora de componer.

Como ya he señalado, en el origen de nuestra colaboración musical se encuentran las provechosas charlas sobre lo divino y lo humano que empecé a mantener con Silvio a mediados de los años setenta. Por lo tanto, en clave bíblica

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podríamos decir que «en el principio fue el verbo». Y el verbo que más le gustaba a Silvio declinar era el verbo convidar. Ese era su ideal; que todos supiéramos conjugar y sobre todo practicar el verbo convidar.

Yo convido,Tú convidas,Él convida.Nosotros convidamos,Vosotros convidáis,Ellos convidan.

El gusto por las palabras, la curiosidad por las etimologías y el compás de su decir hacían de las sosegadas charlas con Silvio paraísos para el pensamiento libre y creativo. Y en esos paraísos tuvieron su origen casi todas nuestras canciones. Hablando de amor; de amores imposibles o de amores imposibilitados, como el de Silvio por la ragazza, nos nació una canción. Hablando del calor, del sur y de una sudorosa y antigua maldición, nos nació otra canción. Y hablando de Semana Santa y de la Pura Concepción, dos canciones nos nacieron. A

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veces, nuestras charlas se prolongaban en llamadas telefónicas, que como a León y Quiroga, nos servían para rematar una letra. Decidir si en una canción íbamos a decir «tú o vos» nos podía acarrear una larga discusión, eso sí, muy divertida siempre. El escenario fue también muchas veces lugar de creación, pues algunas improvisaciones que hacíamos y nos gustaban, procurábamos retenerlas para componer después un tema. Eso pasó, por ejemplo, con la música de la canción Sureños, que nació cuando un día en el escenario empezamos a fantasear con el aire rítmico del country.

Un hombre de estilo

Sostiene Paco de Lucía que todos los artistas copian, pero que lo genios directamente roban. Y la verdad es que los buenos músicos siempre han sido grandes ladrones de oído. Por eso, no se puede decir que Silvio hiciera versiones de nadie, porque lo que en realidad hacía en ocasiones era inspirarse en canciones antiguas

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que le gustaban para a continuación recrearlas a nuestro modo. Robábamos directamente sólo lo que nos interesaba de aquella canción y lo hacíamos nuestro con ritmo y letra propios para que Silvio lo terminara de esculpir con el estilete de su hiriente estilo. Porque es evidente que «Silvio tenía estilo». Eso fue, como cuenta Alfredo Valenzuela, lo que sintió Raimundo Palma el día que vio por primera vez a nuestro artista en un escenario a principios de los años sesenta.

Inspirado seguramente en Silvio un día escribí: «En esta vida lo importante es encontrar el modo y no pretender la luna, eso es todo». Y es que el modo lo es todo. El estilo es el modo, la manera, la forma. El carácter propio que da a sus obras el artista. El que tiene estilo no baila al son que le tocan, como casi todo el mundo, sino que impone su ritmo. El buen estilo destila lo mejor y de la mejor forma. Y esa era la gran baza de Silvio. Porque la mejor de las letras puede sonar hueca y mentirosa si no está dicha con propiedad, con estilo propio. En definitiva, «el estilo es la vida y la sangre misma del pensamiento», como escribió Flaubert. Y Silvio era un hombre de estilo.

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La medalla

Aunque como ya hemos apuntado fueron los años ochenta la mejor época artística de Silvio, el día más feliz de nuestra común vida musical fue el 29 de enero de 1993, cuando en un memorabilísimo concierto, nuestro gran amigo Don Curro impuso a Silvio la «Medalla al Mérito Rockero».

Cuando se corrió la voz de que a Silvio se le iba a imponer una medalla, las adhesiones no se hicieron esperar, y lo que es más curioso, nadie preguntó qué institución se la otorgaba. Artistas como Rocío Jurado, Luz Casal, Miguel Ríos, Lole y Manuel, Santiago Auserón, Kiko Veneno, Hombres G, Gabinete Caligari o Martirio; periodistas como Carlos Tena, Jesús Quintero o Antonio Burgos, y representantes de todos los partidos políticos como, Soledad Becerril, Alejandro Rojas Marcos o Luis Pizarra, se sumaron al homenaje que los sevillanos queríamos rendir a nuestro artista y que se le rindió en cuanto a alguien se le ocurrió proponerlo. Por eso, me hizo una gracia

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tremenda que la noche del homenaje, antes de salir a verme con Silvio y Don Curro, la presentadora del informativo de Canal Sur Televisión informó que el Ayuntamiento de Sevilla, ante la aclamación popular, había

decidido conceder a Silvio la 1ª Medalla al Mérito Rockero. No era cierto, pero a nadie le importaba. Porque si la Llave del Cante la habían conseguido contadísimos cantaores, la Medalla al Mérito Rockero sólo la podía tener Silvio.

Diez o doce rockeros con motocicletas de gran cilindrada escoltaron el Mercedes blanco que llevó a Silvio, la noche del 29 de enero de 1993, desde La Cabellería de Don Curro hasta La Fábrica de Colores, el local donde se celebró el acontecimiento. Abrió la velada Dogo con sus Mercenarios, que no sabían que aquella iba a ser su última actuación. A continuación, Silvio, cuyo rostro brillaba con la fuerza de un veinteañero, ofreció su solapa a Don Curro, que con la templanza debida impuso a nuestro artista la medalla. El clamor del selecto público que asistía a aquel histórico momento fue irrepetible.

La actuación que Silvio ofreció a continuación fue también memorable, pues aquella noche se

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veía más entero que nunca. Tanto es así, que terminada su intervención con Sacramento, Silvio se sentó en la batería para acompañar a Don Curro (Silver and Barber) y a sus criollos en una estupenda actuación instrumental.

Lo que son las cosas. Si a finales de los años setenta, cuando empecé a apoderar a Silvio, algunos dijeron que estaba queriendo resucitar a un muerto, en 1993, cuando se me ocurrió y promoví que a nuestro artista se le concediera la «Medalla al Mérito Rockero», hubo quienes me acusaron de querer enterrarlo. No sabían estos malpensados que ese día quien verdaderamente iniciaba su retirada era yo. Porque todos los que conocíamos bien a Silvio estábamos seguros de que nuestro cantante no se retiraría nunca y seguiría subiéndose a los escenarios aunque tuvieran que auparlo. Como así fue. En cambio, en 1993 yo había traspasado ya la barrera de los cuarenta y empezaba a resentirme de la pesada carga que para mí suponía trabajar con y para Silvio, cuyo progresivo deterioro físico hacía cada vez más difícil que saliéramos airosos de los conciertos. Contratar, planificar y cobrar las actuaciones, intentar que Silvio llegara a éstas en las mejores condiciones, acompañarlo a la batería y suplirlo en muchos momentos con la

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voz era una actividad que cada vez se me hacía más cuesta arriba. Y para colmo, después de algunas actuaciones, empecé a escuchar comentarios de buenos aficionados que consideraban que estábamos exprimiendo a nuestro cantante. Por eso, de forma natural y progresiva me fui alejando del escenario, y no recuerdo bien cual fue el último concierto en que acompañé a Silvio porque cuando lo hice yo no sabía que era el último.

Cuando dejé de subirme con Silvio a los escenarios nuestra relación se hizo más intensa y nuestras charlas se hicieron más interesantes, si cabe. Y él, como es lógico, encontró pronto otros músicos para seguir su camino musical inexorable. Mi devoción por nuestro personaje siguió siendo la misma, pero me faltaba el entusiasmo porque estaba seguro de que habíamos llegado a nuestra cima y desgraciadamente ya sólo quedaba la cuesta abajo.

Don

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Silvio y un servidor tuvimos un don que fue el mayor y más constante apoyo en nuestra vida musical. Pero ese don no era una virtud nuestra sino un don que nos regaló la Providencia en forma de persona. Esta persona se llamó y se llama Don Curro. Por eso Silvio, tan preciso en su expresión, siempre lo llamó simple y rotundamente Don, porque para nosotros era al mismo tiempo un regalo y un señor, que ambas cosas puede significar la palabra don. Don Curro siempre fue un buen protector de nuestro artista, una especie de ángel de la guarda rockero. Con él nos sentíamos como en misa, no porque no hablásemos, sino por el exquisito protocolo con que sabía rodearlo y enriquecerlo todo. Por eso, lo primero que hacíamos Silvio y yo cuando salíamos era irnos a La Cabellería de Don Curro para presentarle ritualmente nuestros respetos antes de hacer cualquier otra cosa. Así, de la cabellería-santuario de nuestro padrino salí una mañana de enero de 1982 con dirección a Madrid para tocar por primera vez la batería con Silvio. Del mismo lugar partimos bien escoltados en enero de 1993 en dirección a La Fábrica de Colores, el local donde Don Curro impuso a nuestro cantante la Medalla al Mérito Rockero, y también desde allí volvimos a Madrid en la

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primavera del año 2000 para concelebrar el Solemne Quinario que se le dedicó a nuestro artista en la capital de España.

Don Curro no sólo era un gran apoyo moral sino que se convirtió también en el depositario fiel de nuestra memoria, porque a su cabellería fueron siempre a parar ceremoniosamente los primeros ejemplares de nuestros discos, además de fotos, grabaciones, artículos de prensa y objetos musicales y personales que nuestro amigo supo guardar con verdadero celo. En su micropalenque, como él lo llamaba, se hacían reuniones musicales y allí nació un dúo entrañable llamado Silver and Barber, formado naturalmente por Silvio en la batería y Don Curro en la guitarra. Silver and Barber actuó en público en algunas ocasiones con la colaboración de Los criollos, que eran Tomás Picapiedra y Luis Baldomero.

Don Curro fue y sigue siendo el depositario de la memoria musical y personal de los rockeros sevillanos en general y de Silvio en particular. Por eso, su local se ha convertido en un auténtico santuario para muchos sevillanos. Y es que no hay que olvidar que Don Curro fue un rockero pionero que guió los primeros pasos de muchos músicos y aún conserva y transmite el

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espíritu joven de los comienzos. Nuestro padrino nunca quiso ser profesional de la música y por eso se convirtió en un maravilloso amateur (amador) y en un estupendo luthier que ha devuelto la vida a magníficas guitarras eléctricas. Y hoy día, cuando Silvio ya no está físicamente con nosotros, no hay lugar donde pueda uno sentirse más cercano a nuestro artista que en La Cabellería de Don Curro, adecuadamente llamada por Paco Correal «La Casa del Rock Naciente».

Solemne quinario

En la primavera del año 2000 recibí una llamada de la dirección de un club madrileño llamado La Boca del Lobo, local de reconocida solera rockera. Los responsables de este club me comunicaron su intención de rendir un homenaje a Silvio que duraría cinco días y que ofrecería charlas, proyecciones, actuaciones y una exposición fotográfica. Tan noble iniciativa me llenó de alegría y rápidamente fui a comunicársela a nuestro cantante. Cuando Silvio

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escuchó lo que le conté me respondió con su especial humor cofrade: «si el homenaje va a durar cinco días, entonces será un quinario». Esta breve contestación de Silvio fue la que me inspiró el cartel anunciador del homenaje que por eso se tituló «Solemne Quinario del Rock Sevillano» y que jugaba con la estética de los carteles que las hermandades de Sevilla confeccionan para anunciar los quinarios que ofrecen anualmente a sus cristos. Además, el fervor de nuestros amigos madrileños de La Boca del Lobo me contagió hasta el punto de que tuve el atrevimiento de escribir al homenajeado una oración que, parafraseando el Padre nuestro, rezaba así.

Silvio nuestro Que estás con nosotros Canturreado sea tu nombre Venga a nosotros tu arteY hágase tu voluntadAsí en los discos como en directo. El swing nuestro de cada día Dánosle hoyY perdónanos nuestras dudas

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Así como nosotros perdonamos A nuestros dudonesY no nos dejes caer en la tradición Mas líbranos del mal... rollo Amén.

Conviene dejar claro que el hecho de que la admiración por Silvio haya tomado en alguna ocasión tintes de devoción religiosa no deja de ser una ironía sobre la humana necesidad de crear ídolos, ya que esta necesidad puede llegar a elevar a la categoría de «mesías» a alguien que como Silvio nunca pretendió nada. Por eso, Silvio, consciente de esta guasa y siguiendo con

la ironía, deseaba ser incinerado7 porque, como me decía, no quería correr el riesgo de que su cuerpo, bien trabajado por el alcohol, pudiera quedar incorrupto y algunos fanáticos pretendieran hacerlo santo en el futuro.

7 Es cierto que Silvio deseaba ser incinerado, pero a su muerte, su madre y su tía no lo consintieron, aunque insistimos en que se cumpliera su voluntad.

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Hasta siempre

Silvio siguió actuando hasta casi el final de sus días, y aunque muy disminuido físicamente nunca dejó de mostrar en mayores o menores dosis el gran arte que encerraba. La mejor prueba de lo que decimos es la breve crónica que Diego A. Manrique, el mejor crítico musical de este país, hizo de uno de sus últimos conciertos.

Último concierto de Silvio en Madrid. Sala Suristán, media entrada. En el escenario, Silvio sentado junto a una mesa. En la mesa, diferentes bebidas y varias gafas. Silvio bebe de ésta o de la otra, se pone gafas oscuras, se las quita. Silvio está oyendo los blues, los rocanroles, las baladas que esculpen sus Diplomáticos. Oye con una mezcla de concentración y relajamiento, como si fuera uno de esos viejos cantaores que se dosifican, que saben intuir la llegada del duende. De repente, Silvio rompe a cantar. Y te hunde el estilete. Da lo mismo que su inglés sea tan peculiar como su italiano, que su español suene

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misteriosamente sureño: ha afilado su punta para que llegue hasta tu víscera. Expresión pura, sentimiento eterno. Comprendes entonces que todo es cierto, que en Silvio hay mucho más que un heterodoxo sevillano pescado por Jesús Quintero para su galería de friquis. Que por muy personaje-único-de-ciudad-única que parezca Silvio, lo esencial es el artista. Es decir, el poseedor de una sensibilidad que comunica aunque nada sepas de su extraordinaria vida. Que conecta incluso en una noche en la que la tribu madrileña del rock anda de resaca. Una noche en la que Silvio realiza el milagro de los panes y de los peces con su corazón.

Como cantaban los Monkees: «now, I'm a believer». Que sí, coño. Que creo. Con toda mi alma.

Respetuoso con las costumbres de su pueblo, Silvio fue sentimentalmente mariano porque consideraba, como dice en su canción, que María es una idea, la idea más bonita de la perfección que han tenido los andaluces, la pura concepción. Y aunque muchas veces no estuviera muy católico por su manera de

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tratarse a sí mismo, Silvio fue siempre el menos protestante de los sevillanos. Silvio no hablaba mucho de Dios, creía más bien en Zeus y sobre todo en Cristo; en el dios imaginado y en el de carne y hueso, o madera. Y a su manera vivió su pasión sin quejarse, brindando litúrgicamente con su cáliz de coñac a la voz de: hermanos en Cristo. Por eso, como escribió Eduardo J. Pastor, joven y buen degustador de nuestro artista: «La gente de Silvio, los silvieros de siempre, le debemos tanto, nos ha dado tanto, que no tenemos especies para cambiar con él».

El día que enterraron a Silvio, nuestro querido amigo y maestro Ricardo Pachón comentó en la puerta del cementerio: estamos enterrando a alguien inmortal y deberíamos bebemos litros de Cruzcampo y cantar La Ragazza del elevatore, porque él vivió la vida como una fiesta permanente. Ni que decir tiene que muchos de los presentes siguieron la consigna en el bar más próximo.

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IVEntrevista con Silvio

PIVE AMADOR

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De Silvio no sólo nos han quedado su extraordinaria manera de entender la música y sus múltiples anécdotas. También, y esto quizá sea lo más importante, nos ha quedado su manera de ser y de entender la vida; ética filosófica que podemos vislumbrar repasando las entrevistas concedidas por nuestro artista a la prensa, la radio y la televisión, y también recordando sus palabras en tertulias a las que muchos sevillanos tuvimos la suerte de asistir. Silvio, como Sócrates, como Cristo o como Pericón de Cádiz, no tuvo a bien dejar constancia por escrito de sus pensamientos, por eso es necesario recurrir a sus declaraciones para conocerlo. A continuación ofrecemos la primera edición de una amplia interviú confeccionada con respuestas dadas por nuestro artista en las muchas entrevistas realizadas desde que dejó la batería y se convirtió en cantante hasta poco antes de su desaparición.

Podemos imaginarnos a Silvio bien acodado en la barra de uno de sus bares preferidos. Por ejemplo, el ABC, regentado por doña Rosa María Yang. Desde la misma barra, su mejor púlpito, nuestro artista contesta a las preguntas.

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P. ¿Empezamos la entrevista?R. Si tienes algo interesante que preguntarme.

P. ¿Qué puedo preguntarte interesante, Silvio?R. Que yo sepa, nada.

P. Pues entonces mejor empezamos brindando. ¿Silvio, por qué brindamos?

R. Brindamos por nada.

P. ¿Por nada?R. Bueno, si quieres, brindamos por la

natación... porque los negros aprendan a nadar.

P. ¿Te gusta bañarte en verano o vas de secano?

R. Yo soy de secano, no me gusta que me vean ahogarme.

P. La prensa sevillana nunca te ha escatimado títulos. Te ha llamado Faraón, Rey, Profeta, Monstruo, Genio. ¿Qué piensas de esos

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calificativos?R. No soy un genio, yo sería un genio si

pensara un poco más...

P. ¿Te consideras vago?R. Sí, y además me entreno diariamente. No

me gusta trabajar. No quiero decir que sea rebelde biológicamente. Soy vago. Un artista, pero al que le importa un comino la producción... Mientras estoy vivo estoy contento.

P. ¿Qué es para ti el trabajo?R. Una maldición bíblica y una gran

responsabilidad.

P. ¿Entonces, tú vives al día?R. Yo siempre he vivido en el presente. Ni he

sembrado para el futuro ni me alimento del pasado. Mira, yo puedo hablar del pasado porque me preguntan y tengo educación, del futuro no puedo hablar porque por mucha educación que tenga no lo conozco, ni me interesa.

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P. ¿Supongo que entonces tampoco te gustará ahorrar?

R. Ahorrar me pone nervioso. Es un pecado, un sacrificio que no se merece la persona. Ahorrar es un sacrificio, pero derrochar es un placer. Me gusta el verbo dilapidar.

P. ¿Dicen cosas de ti que no son verdad?R. Muy pocas, muy pocas. Lo que pasa es que

las verdades también se cuentan muy pocas. Las verdades que tienen peso no se cuentan.

P. ¿Te sientes comprendido?R. Te digo una cosa, comprender de verdad a

una persona es una falta de respeto, ¿comprendes?

P. ¿Tienes conciencia de que eres un símbolo en tu ciudad? ¿Es eso cómodo?

R. Sí, es buenísimo, porque me saluda todo el mundo y me invitan a copas.

P. ¿Qué signo eres?

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R. Leo, nací el 8 de agosto.

P. ¿Tu crees en esas cosas de los signos? R. Yo no tengo tiempo para eso.

P. ¿Y crees que una imagen vale más que mil palabras?

R. A mí me gustan mucho las palabras y buscarles la etimología. Me gusta oír hablar a la gente que habla bien... esos programas de la tele sobre qué significa esto o lo otro, la lingüística, lo que hubiera estudiado si no me hubiera decidido por la música. En latín era un fenómeno y tengo más diccionarios en casa que la puñeta.

Del mundo, de la verdad y de la belleza.

P. ¿Quién hizo el mundo, Silvio?R. (Inmediato y contundente) Los Pitufos... sin

duda.

P. (Sorprendido) ¿Los Pitufos?R. Bueno, los Pitufos y las Pitufas...

Page 261: Silvio. Vengo Buscando Pelea

P. ¿Y cómo ves tu el mundo?R. Yo el mundo lo he visto muy poco.

P. ¿Y te gusta lo que ves?R. Lo que veo me gusta, y lo que me imagino

me gusta mucho más... es demasiao...

P. ¿Qué fenómeno de la naturaleza te impresiona más?

R. Me impresionan las tormentas porque como músico, soy todo oídos, soy productor de sonidos y lo que más aprecio es mi pabellón auditivo o ureja.

P. ¿Qué es lo que más te emociona?R. Lo que más me emociona es sobrevivir...

ver como sobrevive la gente.

P. ¿Tu crees que existe la verdad, o como canta Marifé, «todo es mentira y todo es quimera?»

R. Por supuesto que existe la verdad. Lo que pasa es que la verdad, si no tiene gracia, a nadie le interesa... por eso existen las religiones y por

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eso es tan importante el arte, para poder decir verdades, pero con gracia, practicando la belleza.

P. ¿Y qué es para ti la belleza?R. Te lo acabo de decir, la belleza es una cosa

que no se tiene, sino que sólo se practica, como el swing.

P. ¿De no haber sido rockero, qué te hubiera gustado ser? R. Sacerdote, un sacerdote de estos de mentira. Tengo muchos amigos sacerdotes.

De la religión

P. ¿Te veo muy católico? R. Siempre lo he sido.

P. ¿Qué piensas de la religión?R. Pienso que la religión es una buena

costumbre española... pienso que la religión es

Page 263: Silvio. Vengo Buscando Pelea

creer que no somos mortales...

P. ¿Vas a misa?R. La verdad es que no... yo soy tan católico

que no necesito ni practicar. Me pasa igual que a Grahan Greene, soy católico y alcoholista.

P. ¿Tu rezas?R. Yo lo que tengo es fe, y en vez de rezar lo

que hago es decirle a la gente; fe, todo es cuestión de fe en esta vida... al pisar el escenario aparece la fe... y la comunión... y mirar a la gente, no mirarse a sí mismo... intercambiar los vasos... en fin. Es un poquito religioso el asunto cuando se está encima del escenario. Si no llega a ser religioso no da resultado... No existe el tiempo cuando me subo a cantar, porque me sumerjo en la eternidad.

P. Silvio, a ti te gustan todas las vírgenes sevillanas, pero ¿cuál es la virgen que te quita el sentío?

R. Lógicamente soy del Patrocinio, de la virgen del Patrocinio. Y me quita el sentío la Esperanza de Triana.

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P. ¿Eres muy mariano?R. Si nosotros somos sevillanos, es lógico que

seamos marianos. Pero hay que tener en cuenta que si hubiéramos nacido en Rusia, seríamos rusos. Eso está más claro que el agua. No hay que llevar las cosas demasiado lejos. ¿Me entiendes?

P. ¿Es tu marianismo lo te ha llevado a cantarle a la Virgen María en tiempo de swing.

R. Ten en cuenta que sólo hay una cosa pura en este mundo, esa cosa es una idea y esa idea es la Pura e Inmaculada Concepción. Todo lo demás está amalgamado.

P. ¿Y te gusta la romería del Rocío? R. Sí... hasta La Pañoleta.

P. ¿Crees en los milagros?

R. No... los milagros son innecesarios. ¿Quieres que te diga la poesía más bonita que hay?

P. Sí, claro.

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R. Oh Señor mío Jesucristo, mi alma por ti latíacuando recibí contrito (contrito soy yo)el pan de la Eucaristía.Ahora en estado de gracia,mi alma goza de alivio,porque comió de tu carnetu fiel corderito Silvio.8

Del beber

P. ¿Tu has hecho en la vida muchas cosas?R. Y sobre todo, el ridículo...

P. ¿El ridículo?R. Sí, pero como siempre que lo he hecho

8 Este recitado lo hizo Silvio en el año 2000 en un programa de Canal Sur T.V. Pese a su deterioro, Silvio poco tiempo antes de morir recordaba perfectamente una oración que aprendió con motivo de su primera comunión.

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estaba borracho, no me acuerdo. Y si me acuerdo, yo mismo me lo perdono.

P. ¿Por qué bebes?R. Bebo porque me suena bien. Si no bebo no

me suena bien la música. Pero yo no soy alcohólico, sino alcoholista... Yo vivo para olvidar y bebo para recordar. Ten en cuenta que el hombre siempre ha tenido drogas. El homo sapiens siempre ha buscado drogarse porque tiene la ilusión de lo que hay arriba, ilusión por la luna, y eso me parece bien.

P. ¿Qué le dices tú a un alcohólico?R. Que se mantenga, que no caiga... que

descanse, que se defienda...

De la política

P. ¿Y qué piensas de la política?R. De la política pienso (dice

intencionadamente una larga e ininteligible

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palabreja, y a continuación)... la política es como las matemáticas, son unas consecuencias de unas consecuencias de otras consecuencias. Yo no estaría capacitado para meterme. Yo me llevo una noche entera estudiando el asunto y al final no me metería. La política es una cosa que está enredada. Todo el que pase por la política no pasará por la historia, y si pasa, pasará malamente.

P. ¿Qué harías tú con un misil?R. Estropearlo... bueno, ordenar que lo

estropeen... yo no puedo tocar una cosa que no es mía. Yo no soy un defensor del defender... las cosas que están hechas siempre tienen otra solución, pero yo soy vago.

P. ¿Cómo ves España?R. Privilegiada. En eso soy optimista; España

es privilegiada, pero no por los Reyes Católicos, España es privilegiada porque ha habido suerte.

P. ¿Y el problema de Gibraltar?R. Depende de cómo se mire, porque yo

pienso que Gibraltar no es un trozo de España

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que tengan los ingleses, sino un trozo de Inglaterra que tenemos los españoles.

P. ¿En qué país te hubiera gustado ser embajador de España? R. En el Vaticano. Por el latín y porque está muy limpio.

P. ¿Crees que todo está inventado?

R. Que va, yo creo en la evolución...

De la música

P. ¿Qué te hizo enamorarte de la música?R. (Serio y pensativo unos segundos, y a

continuación, con voz potente que resuena en todo el bar) ¡Los tambores... los tambores de Semana Santa!

P. ¿A qué le cantas?R. Yo no le canto al consciente de la gente,

sino al subconsciente, para que cada uno traduzca... siempre es verdad... el que sabe del

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Betis, pues llega hasta el Betis... el que sabe de Europa, pues llega hasta Europa... y el que sabe del Rocío, pues llega hasta el Rocío.

P. ¿Prefieres la música negra o la gitana?R. Prefiero la música negra. Si te fijas, la

música americana en general es una música de entusiasmo, aunque sea de propaganda. Y el entusiasmo americano no lo han conocido los gitanos, que tienen menos sentido del humor que los negros. Los gitanos son más protestantes, los negros protestan menos... Ten en cuenta que los gitanos nunca hemos emigrado más allá de las Antillas.

P. ¿Escuchas música? R. No mucho.

P. ¿A quién escuchas?R. Es por épocas. Unos meses no escucho a

nadie, luego me llevo un mes recordando a Paul Anka. A Elvis Presley continuamente, como si fuera una cuña. A mí mismo me escucho cuando Pive me dice: «haz el favor de escucharte». Entonces, por lo menos lo pongo, aunque

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después me vaya para otro lado y me distraiga con otra cosa, pero lo voy grabando en el subconsciente. También escucho a Celentano, a Sinatra, a Mina y a don Antonio Molina. Y me encanta Rocío Durcal cantando rancheras.

P. ¿Cuál ha sido tu mejor época en la música?R. Los años ochenta. Ya lo vislumbré yo

antes... el rockochenta. Además, mi número preferido es el ocho.

P. ¿Te consideras un buen cantante?R. Yo no soy cantante, yo soy un cantaor

rockero.

P. ¿Cómo te llevas con la fama? Porque tú eres un hombre famoso, por lo menos en Sevilla.

R. Yo no me siento famoso, yo me siento popular.

P. ¿Qué gente sigue tu música? ¿Es tu música universal?

R. Con respecto a las edades mi música es universal, con respecto a la geografía no. Por

Page 271: Silvio. Vengo Buscando Pelea

ejemplo, yo le firmo autógrafos a niñas pequeñinas que además se saben las canciones y que vienen con sus padres, que también se las saben, y también les firmo autógrafos a las abuelas...

P. Tú eres músico, pero también eres un poco filósofo. ¿Cómo se compaginan estas dos facetas?

R. Muy bien. Pero hay que tener en cuenta que entre el filósofo y el músico existe una gran diferencia. El filósofo tiene la obligación de dudar y el músico tiene la obligación de no hacerlo, porque de lo contrario, no se podría subir al escenario. Dudo, luego soy filósofo. No dudo, luego soy músico.

P. ¿Ganas mucho dinero con la música?R. No, la música no me da dinero porque no

me da la gana. Sería para mi una catástrofe. Yo vivo de mi fe y mi fe está en Cristo. Cristo para mí es la mejor costumbre. Y debo decirte que no lo mataron ni los romanos, ni los judíos, sino que fue un protestante...

Page 272: Silvio. Vengo Buscando Pelea

P. ¿Tanto miedo te da el éxito?R. No no. A mí me gustaría tener más éxito,

pero lo que me da miedo es de la manera que venga. Me gustaría que viniese de una manera natural, que no viniera por unos caminos... tortuosos. Si viene el éxito naturalmente, como católicos que somos, lo aceptamos, pero que muy bien aceptado. Pero lo que no podemos hacer es buscarlo de mala manera jugando al poker.

P. Si tu disco Fantasía Occidental se hubiese promocionado a nivel nacional hubiera vendido muchísimo. ¿Te hubiera gustado que fuera así?

R. Yo creo que al resto de España también le hubiese gustado.

P. ¿Y a tu bolsillo?R. A mi bolsillo... entra por un bolsillo y sale

por otro.

P. ¿Pasas de vender discos?R. Sí, porque esa no es mi obligación, ni

tampoco mi profesión.

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P. ¿Qué prefieres, el estudio o el escenario?R. El directo, por supuesto. Grabar un disco es

artesanía y tocar en directo es una cópula. En directo se puede improvisar. Por ejemplo, me ha dicho Pive que tenemos que tocar para unos australianos que solo quieren country y yo le he dicho que no hay problema, tocaremos La vaca lechera y todo lo que queramos, pero por country.

P. En algunas portadas de tus discos aparecen frases muy curiosas. ¿Te parece que las comentemos?

R. Bueno.

P. En el primer disco de 1980, Al Este del Edén se lee: «estar descontento con este mundo es no haber entendido nada».

R. Esa frase la escribió el Pive, pero está en el disco porque yo estoy completamente de acuerdo con ella. El mundo es como es y sólo los hombres con la libertad pueden mejorarlo o empeorarlo. Por eso el lema es: actuar y no protestar.

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P. ¿Es Al Este del Edén tu mejor disco?R. No es el mejor disco mío, es el mejor disco

de la década de los ochenta.

P. ¿Y qué opinión te merece el disco de Barra Libre de 1984?

R. No tengo buenos recuerdos de la grabación. Pasé más frío y más apetito que un ruso; además, los músicos no eran amigos míos. A pesar de todo, un día a las nueve de la mañana, con mi propia resaca, le eché lo que hay que echarle para cantar La ragazza...

P. En la contraportada de Fantasía Occidental, de 1988, leemos la frase: «la música es el silencio bien cortado».

R. Por supuesto. Ten en cuenta que el músico necesita el silencio de la misma manera que el pintor necesita el lienzo en blanco. El pintor y el escultor trabajan en el espacio y el músico en el tiempo, y no debemos olvidar que el tiempo es redondo, como el swing.

P. ¿Qué te parece Fantasía Occidental como

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disco?R. Es el que más me gusta. El primero fue una

gesta y éste es lo más fino... Si en Al Este del Edén empleamos los puños, en Fantasía Occidental empleamos la sabiduría, porque amigo mío, nosotros tenemos fantasía a pesar de ser occidentales.

P. En Fantasía Occidental cantas versos escritos por un santo, San Juan de la Cruz. ¿Te consideras místico?

R. No sé si tengo alma de místico pero no me gusta que la gente se meta con los santos, y menos si esos santos escriben versos tan preciosos y musicales como San Juan de la Cruz.

P. En el disco En Misa y Repicando, de 1990, aparece la siguiente frase: «Somos romeros porque a Roma vamos, y romanos somos porque en Roma estamos».

R. Es que la palabra romería viene de Roma. Esa frase quiere decir, entre otras cosas, que la vida es una romería para encontrarse a uno mismo. Pero eso te lo puede explicar mejor el Pive, que es más apostólico que yo.

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P. Con motivo de la salida de tu último disco, titulado A Color, Antonio Burgos ha escrito. «Bueno, pues a color, en blanco y negro, a una sola tinta, a tinta plana, a cuatricomía, de cualquier modo. Silvio es genial». ¿Qué opinas de esta frase y de tu último disco, A Color, To África from Manchester?

R. De la frase opino que es un homenaje de Antonio Burgos, que parece que me jama bastante. Y del disco, no sé si es el mejor porque se ha hecho contra viento y marea. Es sobre todo un disco en colores. Son chistes antiguos a todo color. Está hecho a la ligera pero esconde cosas profundas.

P ¿Cuál es el mejor cantante que has escuchado en tu vida?

R. Hay varios, empezando siempre por Elvis y por Ray Charles, el que tiene más vista del mundo, tan negro y tan gitano como yo. Y también jamo a Sinatra. Ray Charles y Elvis Presley son dioses. No utilizan la música, se sumergen en ella. Dejan que la música les lleve.

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P. ¿Cuál es tu instrumento favorito?R. Mi instrumento preferido es el bajo. El bajo

es el alma de la música... y la batería, el corazón. Y los miembros son los miembros...

P. ¿Y la voz no es importante?R. La voz no hay que cuidarla, hay que

entregarla al Espíritu Santo, y dejar que éste trabaje con el estómago, con el pecho como una caja de resonancia, y con la garganta. Es el alma la que dirige el concierto: pecho-garganta, garganta-estómago, estómago-pecho, y la voz sale sola, aunque estés ronco, aunque estés fumando, aunque no estés, la voz siempre está... Cuando se es sincero en un asunto como es el arte, ya puedes estar ronco como Armstrong, ya puedes estar manco y tocar la batería, la gente te lo reconoce, y ya no hay edad ni nada.

P. ¿Como ves el panorama de los músicos sevillanos de los últimos años?

R. Hay algunos músicos que me gustan, como por ejemplo Pedro Picapiedra. Pero todavía están un poco verdes en el escenario.

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P. Tu, que eres ya un hombre maduro ¿qué consejo le das a la juventud?

R. A la juventud le digo que avanti con la guaracha, porque el roll no es solamente la madre del rock, sino también de la guaracha, y amigo mío, donde hay ambiente en cierta manera siempre hay un poquito de swing.

P. ¿Y qué consejos das a los artistas que empiezan?

R. Más que un consejo, les doy una orden: creer, no selo... hay que creer, no creérselo... hace falta fe.

Del sur

P. ¿Para ti, Sevilla, además de mucha guasa, qué tiene?

R. Mucho arte. Y la guasa que tiene es una derivación del arte, no es una guasa malaje.

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P. Sevilla tiene un punto, como se dice aquí.R. Todo el mundo tiene un punto. El Japón

tiene su punto (en la bandera). El punto de Sevilla quizás lo has dicho tú y yo te lo corroboro. Primero es el arte y del arte viene la guasa, pero la guasa como la entendemos nosotros, que no es broma, es... la guaaasa.

P. ¿Si tu fueras alcalde que harías primero por Sevilla?

R. ¿Lo primero? Acostarme en el ayuntamiento para ver que fresco hace allí. Y lo segundo, tomarme una caña en la plaza del Salvador.

P. ¿Te dolería mucho alejarte del sur?R. Mucho. Eso viene de familia, a mi padre

también le pasaba. Lo querían mandar de corresponsal a Sudamérica y no se movía de Sevilla. A mí me pasa lo mismo. Y los contratos que vienen del norte me cortan un poco.

P. ¿Qué vida haces tu por aquí, Silvio?R. La gente se cree que a lo mejor hago yo

mucha vida, pero no hago mucha vida. Yo paso

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muchas horas en mi casa. O estoy en mi casa, o estoy en el bar de debajo de mi casa horas y horas.

P. ¿Qué relación tienes con Curro Romero, que algunas veces va a buscarte?

R. Pues mira, para mi Curro Romero es un ídolo. Pero para él yo creo que soy un talismán, porque cuando viene a verme no deja de tocarme y de abrazarme...

P. ¿Desde cuando conoces a Curro?R. Mi padre ayudó a Curro a salir a los ruedos.

Yo llevaba todavía pantalones cortos cuando él era ya torero. Pero conocerlo conocerlo, lo conocí de mayor cuando yo ya era cantante. Nos vemos dos o tres veces al año para tomar copas de lo que sea. Nos reunimos a puerta cerrada, con el dueño del bar y dos o tres íntimos más. Sólo nosotros, y lo pasamos de maravilla. Aunque invite yo, después le dejo que me preste dinero para pagar.

R. ¿Te pusiste contento cuando te dieron la Medalla al Mérito Rockero?

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P. Claro que me puse contento. Al día siguiente se la vendí a un amigo mío que tiene una joyería en la plaza del Pan.

Del fútbol

P. ¿Te gusta el fútbol ?R. Bastante. Ten en cuenta que el fútbol

significa la posibilidad que tiene el hombre de ser nacionalista, de tener un escudo y una bandera sin meterse en política... y será muy importante mientras la política no desaparezca.

P. ¿Eres del Sevilla o del Betis?R. Soy sevillista. Me siento afortunado con ser

sevillista, pero te digo una cosa, me gustan el Betis y los béticos porque soy sevillano antes que sevillista. La verdad es que también soy bético.

P. ¿También?R. Después.

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P. ¿Eso lo dices por quedar bien?R. No, por quedar bien ni hablar. Después soy

de Las Palmas de Gran Canaria, después del Cádiz... en fin, tengo mis gustos. A mí por ejemplo no me gusta la escuela norteña. Inglaterra y Escocia no me gustan. Aunque peque un poquillo de duro me gusta el fútbol italiano, aunque sea demasiado defensivo. Me gusta el fútbol sureño, me gusta el fútbol que tiene imaginación, que le da un poquito de arte, que no dependa todo de la velocidad y que haya algo de tocino... el que tiene que correr es el balón.

P. ¿Haces algo de deporte, andas, caminas...?R. No... algunas veces me da por hacer

gimnasia sueca... dos o tres minutillos o dos...

Del amor

P. ¿Es importante para ti el amor?R. Por supuesto. Como cristianos debemos

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amar a todo el mundo sin distinción. Pero lo que se dice jamar, en eso ya escoge uno.

P. ¿Has vivido muchos amores?R. Pocos amores pero con mucha intensidad.

¿Y sabes lo que te digo?... Que en el amor, como en las peleas, es mejor dar que recibir.

P. ¿Qué has hecho por amor?R. Bonita y delicada pregunta. Por amor creo

que no he hecho nada. Nos obstante, si le buscamos las tres vueltas yo por amor he abandonado la música... Por amor he intentado tomarme un tinto en vez de un gin-tonic... Por amor he hecho saltar un coche 17 metros en el rally Costa del Sol... Y por amor estoy aquí.

De la felicidad

P. Tu eres un hombre que parece no desear muchas cosas. ¿Es cierto eso?

R. Sí, es cierto. Ten en cuenta que con los

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deseos hay que tener mucho cuidado, porque se cumplen.

P. ¿De qué te arrepientes?R. ¿Arrepentirme? De nada. En ese aspecto no

soy tan cristiano porque no me arrepiento nunca de nada.

P. ¿Que piensas de la vida?R. ¿De la mía? Que terminaré cogiendo

cartones y alcohólico.

P. Pero si lo sabes...R. Es que no quiero estropearlo. Yo creo en

Zeus y sé que los hombres pueden cambiar el destino, pero yo no soy uno de ellos. Terminaré recogiendo cartones, pero feliz. Y las culpas de lo que me pase siempre serán mías.

P. Entonces ¿qué es para ti la felicidad?R. El cumplimiento de la naturaleza.

P. ¿Y qué te impide ser feliz?

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R. El ruido y la responsabilidad.

P. ¿Te sientes un maldito?R. ¿Por qué? Yo soy un artista todo lo contrario

de maldito, soy muy afortunado puesto que siempre estoy en el candelero sin trabajar ni hacer nada. No sé dónde está la maldición. Creo que más bien es al revés, que lo que estoy es bendito, aunque últimamente estoy notando que empiezo a combustirme.

P. ¿Entonces no te consideras un perdedor?R. El perdedor es el que tiene ansias y el

ganador el que tiene suerte. Yo no tengo ansias y en cambio he tenido mucha suerte. Creo, luego existo. Doy de cuerpo, luego como. ¿Esta claro, no? Todas las mañanas cuando obro me entra satisfacción, porque entonces es que comí ayer.

P. ¿Te piensas retirar algún día?R. Me han retirado muchas veces aquellos que

no sabiendo que son eternos, están acostumbrados a que todo tiene un ciclo. Ellos mismos se entierran y ellos mismos opinan que

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yo me tengo que enterrar también. No pienso hacer una cruzada, pero tampoco me voy a dar por vencido... Además, un problema de los conciertos es que tienes que pasar por taquilla, por eso sigo en el rock, para poder asistir gratis a mis propias actuaciones.

P. ¿Tienes algo que añadir?R. Sí, sobre el triángulo ese donde se pierden

los barcos tengo que decir que es obtuso.

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VCancionero fundamental

Selección y notas de Pive Amador

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BAILA CADERA

Baila caderaComo un puñado de aguaNo intentes lo que no llevas.

Baila caderaComo un puñado del aguaTambién el corazón bailando está(que) Dentro del tórax.

Sé que todo el mundoLo necesitaComer despacio y amar aprisaMétodo perqué Pues joder yo que sé Que así es la vidaAsí es la vidaAsí es la vidaAsí es la vida.

Hemos comenzado este cancionero con Baila cadera, porque es uno de los pocos temas que Silvio creó y que incluso se molestó en plasmar en un papel, cosa rara

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en él. Algunas veces, Silvio la cantaba en directo haciendo la siguiente variante en la primera parte del estribillo: «Sé que todo el mundo lo necesita, comer del arte y amar artistas». Esta canción, inspirada musicalmente en una música de Sol Marfi, percusionista del grupo africano Osibissa, que estuvo en Sevilla trabajando con músicos locales a mediados de los años setenta, la grabó Silvio para el disco Al Este del Edén en 1980. Y es un buen ejemplo de letra enviada, como decía Silvio, al subconsciente. Nuestro cantante volvió a grabar este tema para su último disco, A Color, de 1999.

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ACCIÓN DORADA

Acción dorada, acción dorada Acción dorada, acción doradaComo en un amanecerEl sol acciona sobre la tierra mojada.

Ligeramente rubia Tumbada en un jardín Tomando el sol estaba.

Acción dorada, acción dorada Como en un amanecer El sol acciona sobre la tierra mojadaAcción dorada.

Acción dorada, acción dorada Acción dorada, acción gold actionComo en un amanecerEl sol acciona sobre la tierra muillé.

Ligeramente rubia Tumbada en un jardín Tomando el sol estaba.

Acción dorada, acción dorada Como en un amanecer El sol acciona sobre la...

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Como en un amanecer El sol acciona sobre la...Como en un amanecer El sol acciona sobre la tierra mojada Acción dorada.

Acción dorada es otra de las canciones compuestas por Silvio en solitario. Hecha en aire de rock and roll , es un precioso poema que muestra la finura de nuestro artista en el manejo de las palabras, su gusto por las incrustaciones de sonidos procedentes de otros idiomas y su mágico sentido rítmico. Al igual que Baila cadera, fue grabada en 1980 en el disco Al Este del Edén y en 1990 en el disco de Silvio y Sacramento, En Misa y Repicando. Creemos que esta letra le nació a Silvio observando a una bella vecina cuando nuestro artista vivía holgadamente en su chalet de Marbella a principios de los años setenta.

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PUERTA ESPAÑA

Al salir de Puerta España Salí, salí, Salí, salí sala.

Al salir de Puerta España Salí, salí, Salí, salí sala.

Un chaval anda cortado De un triste desasosiego Perqué murei se ha fogado O ruiseñor del mío pueblo.

Al salir de Puerta España Salí, salí Salí, salí, sala.

O cadeira do Brasil Do corpino bronceado Desafogo va dexando Al llegar gambeteando.

Al salir de Puerta España Salí, salí, Salí, salí, sala.

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Si es o no intención moderna Viva Dios que no lo sepaPero fue delicadezaLa invención de la taberna.

Y al salir de Puerta España Salí, salí,Salí, salí, sala.

Y al salir de Puerta España Sortir, sortir,Sortir, sortir, soltar.

Puerta España es un tema atípico en el repertorio grabado de Silvio porque está hecho en tiempo de cha-cha-cha muchos años antes de que la moda latina se convirtiese en una epidemia musical en nuestro país. Esta canción, compuesta al alimón por Silvio, José María Sagristá y Pive Amador, se incluyó en Al Este del Edén, de 1980. En su último disco, A Color, de 1999, Silvio volvió a grabarla con varios cambios en la letra, la estrofa que dice: «Un chaval anda cortado/ De un triste desasosiego/

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Perqué murei se ha fogado / O ruiseñor del mío pueblo», está creada por Silvio refiriéndose a la muer te de Presley. El chaval que andaba cortado era el propio Silvio por la muerte de su apreciado Elvis en 1977.

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LA RAGAZZA DEL ELEVATORE

La ragaza del elevatoreEs la prima aureola de la mía resacaNo me miraE incluso no la miro yoPero siento sua presencia in torno di me

La sua mama No me ascoltaPerqué la ragazza e piu bambina Per un tío come io.

La sua mama No me ascoltaPerqué la ragazaa es tres dificile Per un tío come io.

La ragazza del mío elevatore Es la prima aureola de la mía resaca Sua fragancia y el mío sin dinero Cuesta cosa no combina con sua mama

La sua mama No me ascoltaPerqué la ragazza es piú bambina Per un tío come io

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Questo giorno Voy a invitarla

coro: a cafeteríaperqué la sua mamano le importa a un tipo come io.

La ragazza del elevatore es una de las canciones más celebradas del repertorio de Silvio. Este tema representa la quintaesencia de lo que nuestro cantante llamaba «Operación Madolina», o sea, las canciones hechas al itálico modo, una de las mayores querencias de Silvio. Para su composición, Pive Amador se inspiró en el amor platónico que Silvio sentía a principios de los años ochenta por una jovencita que vivía en su mismo bloque. Silvio grabó La ragazza del elevatore en 1984 dentro del disco de Barra Libre y la interpretó con su grupo Sacramento en multitud de ocasiones, pero cambiando el ritmo de la grabación y haciéndolo más semanasantero.

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LAS CRIATURAS

Con arrimo y sin arrimo Todo me voy consumiendo Con arrimo y sin arrimo Todo me voy consumiendo.

Mas por ser de amor el lance Di un ciego y oscuro saltoY fui tan alto tan altoQue le di a la caza alcance.

Y así toda criatura Enajenada se veY gusta de un no se qué Que se haya por ventura.

Que estando la voluntad De Divinidad tocada No puede quedar pagada Sino con Divinidad.My emotion for you You, you.

Las criaturas es una canción compuesta por Pive Amador con versos de San Juan de

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la Cruz escogidos de distintos poemas. Este tema fue grabado por el grupo Brigada Ligera en 1982. Pero la belleza y la musicalidad de las palabras del gran poeta místico resaltan de forma muy especial en la grabación que Silvio hizo en 1988. Este tema es el estandarte de lo que Silvio y Sacramento llamaban el «Sonido Plateresco». Llama la atención que Silvio, tan dado a realizar variaciones en las letras, respeta totalmente en la grabación los versos de San Juan porque sabía que son inmejorables.

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BET1S

Oh oh oh, No busques más que no hay Cuando el Rey Don San Fernando Conquistó a Sevilla Ya se preguntó Dónde está mi Betis,Betis.

Oh oh oh, No pienses más que no hay Cuando Pichi y Migueliño Fueron a Bretaña Se les ocurrió Dónde está mi Betis,Betis.

Verdes campos de mía California, Verde césped del Sánchez Pizjuán, Verde quiero ver a toda España Y hasta a la Real de Sociedad.

Por esoBeeeeetiiis, Beeeeetiiis. Oh oh oh.Oh oh oh, no pienses más, que no hay. Cuando yo encontré en tus ojos

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Luces de esmeraldas,yo me dije sí: ¡¡Este sí es mi Betis!! Betis, Betis, Betis...

Coro final:En Sevilla hay / Manquepierda es En Sevilla hay / Manquepierda es En Sevilla hay / Manquepierda es

Esta canción, que muchos béticos tienen como su mejor himno, es de origen curioso. Hubo una época en que los músicos del grupo Sacramento dejaron de hacerle coros a Silvio porque éste muchas veces hacía los coros en vez de cantar la parte solista que le correspondía. Un día en el ensayo, Silvio comentó a sus músicos, de filiación verdiblanca, que si montaran una canción en la que el coro fuera «Betis, Betis, Betis», entonces sí harían coros, y empezó a canturrear algo que después supimos que se parecía mucho a un tema de Elvis Presley. Aquella misma noche Pive Amador pergeñó un borrador de la letra que al día siguiente remató con la colaboración de Silvio. Betis fue grabada por Silvio, que era sevillista, en

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1988 para el disco Fantasía Occidental. Pero si escuchamos bien la grabación notaremos que Silvio nunca dice Betis, sino Etis.

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SUREÑOS

Al sur de la Gran Bretaña yo me siento acomodado La vida se me pasa pero yo aquí me he quedado Como tonto o como sabio yo no no, no no no cambio Aunque sólo de milagro me mantengo.

Somos víctimas propicias de una antigua maldición Hemos de ganar el pan con el propio sudor Menos mal que aquí en Sevilla la vida tengo ganada Porque con tanto calor sudo aunque no haga nada

Hay más sureños Se reproducen más Hay más sureños Se nota en el compás Hay más sureños Habemos muchos más Sureños del norte al sur.

Sureños es uno de los himnos que figuran en el repertorio de Silvio y Sacramento. La

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música de este tema nació en una improvisación en directo y la letra es de Pive Amador. De los varios himnos que Silvio cantaba, fue Sureños el más celebrado y con el que más se identificaron sus seguidores porque refleja de forma humorística la filosofía de los meridionales. Como anécdota podemos reseñar que la letra de este tema fue utilizada para una pregunta en un examen en la Universidad de Sevilla. Se preguntaba si lo que afirma el texto de la canción tenía credibilidad científica. La respuesta era, sí.

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SWING MARÍA

María es la Pura Concepción Que antes que Roma mi Sevilla proclamó. Inmensa luz que alumbra el existir En primavera a tu vera hay cielo al fin. Con devoción y con el mío compás A mi manera yo te llevo en el costal Tu eres la reina en cualquier galaxia Pues sólo con tu gracia La vida se puede soportar.

Swing María fue compuesta por Pive Amador sobre un fragmento de la marcha procesional Virgen de las Aguas del maestro S. Ramos Marcos. Esta marcha se estrenó en 1954 acompañando precisamente a la Virgen de la Concepción de la hermandad del Silencio. En la escueta letra que es como un pregón mariano se hace referencia al Dogma de la Inmaculada Concepción de María que la ciudad de Sevilla proclamó, como dice la canción, muchos años antes que el Vaticano. Silvio la grabó en 1987 y se incluyó un año más tarde en el disco Fantasía Occidental. Es

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de destacar en esta grabación el precioso trabajo guitarrístico en tiempo de swing que hizo Andrés Herrera, «El Pájaro», un gran músico buen conocedor de los sones de la Semana Santa.

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REZARÉ

Rezaré ante ti Porque eres madre universal Ahora y siempre Amargura Te rezare, rezaré.

Tu Merced es mi Estrella Patrocinio del mío existirY tu Regla eres norte del mío sur, del mío sur.

Yo te amo, te amo tantoEsperanza del amorMacarena de Triana eres tú, eres tú.

Rezaré ante ti Candelaria de mi oscuridadY Refugio de mi Angustia Rezaré, te rezaré.

Rezaré ante vosPorque al Verbo diste EncarnaciónYo pronuncio tu Dulce Nombre de la O, de la O.

Yo te amo, te amo tantoEsperanza del amorMacarena de Triana eres tú, eres tú.

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Yo te amo, te amo tantoMadre de lo universal.Sevillano siento tanto amor por tiAmor por ti.

Si Swing María fue un experimento en el que un fragmento de música de Semana Santa se adaptó al ritmo del swing, Rezaré es el experimento contrario. Arreglar un tema pop, el clásico Stand by me, de Leiber y Stoller, con aires de música de Semana Santa. La letra, que escribió Pive Amador, es un recorrido por algunas de las muchas advocaciones marianas. Como Swing María, se grabó en 1987 y se editó dentro de Fantasía Occidental un año después. Este tema tuvo una gran aceptación entre los muchos miles de cofrades que hay en la ciudad de Sevilla.

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CHORLA

Questa es la historia de uno di noi Que non habeba chorla habeba cuore mato No habeba chorla.

Queste ragazo no era normal Cantando tutto il giorno Alegrando corazones No habeba chorla.

No habeba chorla no, mas si tenía razónY en su momento fue a la vendimia.No habeba chorla no, mas si tenía razónY un giorno se fue a la gran America.

Questa es la historia de uno di noi Que non habeba chorlaSí habeba corazoneSí habeba chorlaSí habeba chorlaSí habeba chorlaSí señor.

Esta canción está musicalmente inspirada

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en un tema de Paul Anka, y la letra, hecha al itálico modo por Silvio y Pive Amador, está inspirada en la gran emigración italiana de principios del siglo XX hacia América. Este tema, el mejor recibido por el público infantil de todo el repertorio de Silvio, se grabó en 1988 para el disco Fantasía Occidental.

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NO LO FAGAS MAIS

Tuttos me dixeron no lo fagas mais Tuttos me dixeron no lo fagas mais Perqué si lo faces te arrepentirais.

Tuttos me dixeron no lo fagas mais (que) Tuttos me dixeron no lo fagas mais Perqué si lo faces te arrepentirais.

Perqué io sono saxo bien trompet E tan solo la miúsica rispondera di me Perqué io sono saxo bien trompet E tan solo la miúsica rispondera di te.

La música de este rockabilly lleno de sabor añejo la compuso Miguel Ángel Suárez y la letra fue hecha al modo galaico-portugués por Pive Amador con incrustaciones posteriores de Silvio. Este tema fue editado en el disco En Misa y Repicando.

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AUNQUE NO SEAS VIRGEN

De una violenta pasión soy prisionero Es una extraña manía que me extravía Sueño que soy para ti, carpinteroY que eres tu para mí como María.

Sueño que por ti hago una cruzadaY que en tu nombre acabo con los infieles. Sueño que eres la reina de las mujeresY que yo soy guardián de tu morada.

Aunque no seas virgenNi tampoco yo sea San JoséAunque no seas virgenNi tampoco yo sea San José.

Sueño que somos dueños de un gran convento Y que los dos gozamos de la clausura Que pena que mi sueño no siempre dura Si no yo me moriría de tan contento.

Aunque no seas virgenNi tampoco yo sea San JoséAunque no seas virgenNi tampoco yo sea San José.

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Esta canción, que representa la continuación del «Sonido Plateresco», fue compuesta y escrita por Pive Amador al modo de San Juan de la Cruz. Por eso lleva el mismo aire rítmico que Las Criaturas. Y resulta paradójico que un tema tan romántico, tan mariano y tan místico tenga su origen en un antiguo chiste en el que una joven, antes de hacer el amor por primera con su novio le dice a éste. «Pepe, quiero que sepas que yo no soy virgen». A lo que Pepe contesta. «Bueno, no importa, yo tampoco soy San José, no vamos a montar un nacimiento». Este tema ha sido de los más celebrados de Silvio en el sector más cultivado de sus seguidores.

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CAMARONES

Ya son másDe la seis de la mañana Engancho mi canasto E me pongo a pregonar Los llevo buenos Los tengo baratos Los llevo mejores Ay traigo camarones.

Quien jamás podrá quererte Vida como lo hago yo Mas no vendo suficiente Para conseguir tu amor.

Crawfish, crawfish, Crawfish, crawfish

Quien jamás podrá quererte Vida como lo hago yo Mas no vendo suficiente Para conseguir tu amor

Crawfish, crawfish, Crawfish, crawfish

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Este tema es una recreación de una canción que cantaba Elvis Presley en la mítica película King Creole. La letra, escrita por Pive Amador, es en principio un homenaje a Vicente el del canasto, entrañable personaje sevillano que en los años ochenta vendía su mercancía, a veces imaginaria, sorteando los coches mientras buscaba a alguien que se fue de su vida. Este tema tiene una segunda lectura, porque cuando fue compuesto Silvio vivía en Triana con su novia Violeta, a la que llamaba Vida. Y aquella época fue la única en que nuestro cantante trató de llevar una vida más convencional preocupándose incluso por ganar dinero, preocupación que refleja la estrofa que dice «Quien jamás podrá quererte, Vida como lo hago yo, mas no vendo suficiente para conseguir tu amor». Este tema se incluyó en el disco de 1990 En Misa y Repicando.

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NO TENGO CITA

Yo me pongo la corbata, mas no llevo relojY me enfundo la chaqueta que mi mama, mi mama me compró. Sé que algo me brilla en la solapa y en el corazón (también) No tengo cita pero se que la encontraré (yes).

Es mi amor Amor Amor Amor.

Y ya en la calle yo recojo el tabaco que me fíanY en ese bar que es chino desayuno mi coñac Después yo paro un taxi que me llevará hacia ella Porque yo si sé que la encontraré.Yo me pongo la corbata, mas no llevo relojY me enfundo la chaqueta que mi mama, mi mama me compró. Sé que algo me brilla en la solapa y en el corazón (también) No tengo cita pero se que la encontraré (yes).

Es mi amor

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Amor Amor Amor.

Y ya en la calle yo recojo el tabaco que me fíanY en ese bar que es chino desayuno to los días Después yo paro un taxi que me llevará hacia ella Divina adivinanza.

Abe bar, o yes Abec bar, o yes Abec bar.

Este tema está inspirado musicalmente en la canción norteamericana Little Egip. La letra, escrita por Pive Amador, cuenta un día en la vida de Silvio a finales de los años ochenta, cuando su afán cotidiano era encontrar a su amor. Se grabó en 1990 para el disco En Misa y Repicando.

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TRES PASOS HACIA EL CIELO

Me voy(coro) Cerca del cielo Y allíLo veré todo Yo sé(coro) Cerca del cielo Que túTambién vendrás.

Ya no tengo que explorar Aquí en el exterior Por eso yo(coro) Cerca del cielo Me voy Junto a vos.

Se me queda detrás todo lo que soñé Me olvido de mí y de lo que adoré. Besos que fueron inolvidables (coro) Ya no lo sonPor eso yo(coro) Cerca del cielo Me voy Junto a vos.

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Esta canción es una recreación en español del tema Three steps to heaven del gran músico norteamericano Eddie Cochran, que falleció en Londres en un accidente de circulación poco antes de que fuera editado este tema. Esta serena despedida en forma de canción fue grabada por Silvio en 1990 para su segundo y último disco con Sacramento, En Misa y Repicando.

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MARÍA EUGENIA

María Eugenia se viste y se peina y me dice con dios María Eugenia mi mente embelesa con hierbas de amor María Eugenia me mira y me enseña a cambiar de color María Eugenia se enfada y se empeña en que yo sea mejor Maria Eugenia maneja sus manos y es un primor María Eugenia tan dura y tan tierna como «Sor Caballo» María Eugenia sin duda regenta mi corazón.

Esta canción es evidente que está dedicada a María Eugenia, a una señora muy amiga de Silvio. Este tema lo hizo Silvio con la colaboración de Manuel Vázquez, Manu Vázquez Jr., Pedro García, Carlos Gordillo, Marcos Camero y Alberto Miras. Y lo grabó en su último disco, A Color.

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CANTE DE JAZZ

Cante de jazz, cante de jazz là Se que tout va, se que tout va bien Cante de jazz, cante de jazz là.

Jany... nous maçon de provision pour midi Tu achètera una libre de paté Et moi aussi...No oublie pas un peau de chocolat.

Jany... Jany a love Jany... tu allez chez l'epicciere Et «tu l'entre» de un peau pour moi Et après, s'il vous plais... Nous pouvons allez au cinéma Et tu achètera une libre de chocolat Cante de jazz, cante de jazz là.

En este tema incluido en su último disco y compuesto por Silvio con la ayuda de Los Diplomáticos, nuestro cantante combina dos de sus querencias, la Escuela Francesa donde estudió siendo adolescente y una música que siempre le gustó, el jazz.