Jack T.R.
Recopilatorio de
cortos y fichas
sobre los
personajes
Eva Tejedor Alarcón
Título: Recopilatorio de Cortos de Jack T.R. © 2014, Eva Tejedor
©De los textos: Eva Tejedor 1ª edición
Todos los derechos reservados
¿Sabes de qué va “Jack T.R.?
¡Aquí tienes la sinopsis!
Las noches de Chicago se están llenando de gritos y sangre.
El detective Charles Andrews tiene asumido que su vida está ligada para siempre a sueños premonitorios desagradables y noches de insomnio pero jamás imaginó que
su don le llevaría tras el rastro del asesino más despiadado de la historia.
Aidan no solo tiene una librería. También un legado y una maldición. Un poder que odia y una obligación con la comunidad sobrenatural que se oculta en su ciudad. Y son esas mismas cosas las que van a meterle de cabeza en la situación más peligrosa
que jamás haya vivido.
En 1888 Jack el Destripador no desapareció. Tampoco murió ni huyó como se rumoreaba. Solo fue devuelto al Infierno del que provenía y ahora ha vuelto,
dispuesto a seguir su obra donde lo dejó.
El destino une a Aidan y Charles para detener la sangrienta obra de Jack antes de que
este siga tiñendo de rojo las calles de Chicago.
¡Únete a ellos y averigua como acaba su aventura!
Si ya has leído “Jack T.R.”, puede que quieras conocer un poco más a sus
personajes.
Si no lo has leído aun, ¿a que estas esperando? XD
Nah, es broma.
Vale, no.
Pero si no lo has leído aun (¿en serio?) puede que estos pequeños relatos sobre sus
personajes y sus fichas te hagan decidirte.
Tanto los cortos como las fichas están puestas en el blog para que cualquiera
pueda leerlas, pero ahora también las tendrás en este ebook todo reunido para
poder disfrutarlas todo junto.
Espero que las disfrutes y te animes a echar un ojo a “Jack T.R.”
¡Y empezamos con Aidan Kelly!
Es muy guapo y lo sería aún más si se arreglara un poquito esas greñas y sonriera
un poco.
Pero no lo he traído aquí para criticarle el peinado.
Os lo he traído para presentároslo.
Antes de hablar sobre él, voy a daros unos datos técnicos de su persona.
Nació el 27de julio de 1985 en Nueva Orleans. Mide 1’91 m. Tiene el pelo castaño
oscuro, como podéis ver en la foto, un poco desgreñado, ojos grises y una cicatriz
que le parte por la mitad la ceja izquierda (cosa que no se puede ver en la foto).
Es un buen chico, en general.
Hijo único de Sarah (ama de casa) y Michael Kelly (vendedor de coches usados),
dos ciudadanos respetables y de clase media de Nueva Orleans. Michael es oriundo
de Chicago pero se trasladó por motivos de trabajo y conoció a Sarah, a quien
convertiría en su esposa un año después.
Tanto la familia de Michael como la familia de Sarah tienen una curiosa herencia
que suele ser transmitida de padres a hijos, aunque en algunos casos se salta una
generación.
No fue el caso de Aidan, que nació con un par de dones que le hicieron la vida un
pelín más difícil que al resto.
Heredó el don de la empatía y el de ver espíritus.
De pequeño tuvo que abandonar el colegio y estudiar en casa a causa de esos dones
(necesitó aprender a controlarlos con el tiempo) y por su débil salud. No tuvo
muchos amigos, ya que sus padres no le permitían ir a jugar a casa de otros niños
para evitar accidentes con su empatía y nunca le permitieron compartir su secreto
con nadie fuera de su familia.
Obviamente tuvo una infancia bastante solitaria y eso le convirtió en un chico al
que le costaba relacionarse.
En el 2005, el huracán Katrina asoló Nueva Orleans, destruyendo casas y familias,
entre ellas la de Aidan. Perdió a sus padres y su casa en el mismo día, quedándose
sin nada. Su abuelo paterno fue quien le ofreció un lugar donde quedarse, en
Chicago, de donde provenía su padre, y un trabajo en su librería.
Con su abuelo, Aidan aprendió más sobre su familia y su herencia. Parte de ese
legado era la librería “El pergamino”, la cual llevaba abierta y funcionando en la
ciudad desde hacía más de cien años. Era parte de su familia cuidar y mantener
atendida a su curiosa clientela.
Aidan siguió sin tener muchos amigos al llegar a Chicago.
Conoció a Zachary Moore en el trabajo, un par de años después de trasladarse,
cuando este fue a hacer uno de los muchos encargos que realizaba su grupo a su
abuelo. Con él mantuvo una relación que duró poco más de un año, siendo
terminada por Aidan cuando su abuelo le dejó finalmente al mando de la librería.
Su abuelo se vio obligado a jubilarse cuando le diagnosticaron alzhéimer.
Actualmente se encuentra ingresado en una residencia en Palm Springs.
Aidan sigue al frente de “El pergamino” y haciéndose cargo de su peculiar clientela
y sus pedidos, a pesar de que no es lo que él deseaba y que cada día que pasa está
más cansado de su trabajo.
Corto: Aidan Kelly
- ¡Vuelvo en un rato! ¡Procura no destrozarme la tienda mientras estoy fuera!
El hecho de que la única respuesta que recibió a su advertencia fue una risotada y
un portazo, no auguraba nada bueno.
Aidan suspiró, sabiendo que Julian le desordenaría la tienda entera solo por
fastidiarle y en un tiempo record, le dijera lo que le dijera.
Gajes de vivir con alguien cuya edad mental estaba estancada en los doce años.
Haciendo caso omiso a su instinto, que le pedía regresar y dejarle claro al otro que
no debía destrozar su tienda, colocó el cartel de cerrado, cerró con llave y puso
rumbo al Parque Avalon, donde todos los miércoles colocaban un pequeño
mercadillo de artículos de segunda mano. A Aidan le gustaba pasear y revisar los
puestos, siempre buscando algún objeto “especial”, como le enseñó su abuelo. Ya
había conseguido varios de esa manera, los cuales estaban a buen recaudo y lejos
de manos inexpertas.
- ¡Aidan, querido!
- ¡Oh, mierda! – masculló por lo bajo el chico al ver como una señora de unos
setenta años y vestida con un chándal rosa bajo un chaquetón blanco se le
acercaba a paso vivo. - ¡Señora Johnson! ¡Qué alegría verla!
La señora Johnson era su vecina de arriba. El lugar donde vivía y tenía la librería,
era un edificio tres plantas y un bajo con locales. Con dos apartamentos por planta,
era en un lugar tranquilo y sin problemas… a menos que tuvieras a la señora
Johnson por vecina, claro.
El apartamento de Aidan se encontraba sobre su librería, en el primer piso.
Perteneció a su abuelo, aunque no solía usarlo. Lo puso a su nombre cuando el
chico se mudó a Chicago, para que tuviera un lugar propio donde vivir y un poco de
intimidad cuando creciera.
En la segunda planta del edificio, y sobre su casa, vivía la anteriormente
mencionada señora desde hacía cuarenta años.
En el tercero no había nadie en ese momento, ya que su verdadero dueño lo tenía
en alquiler y acababa de quedarse sin inquilino.
Normalmente, Aidan trataba por todos los medios de mantenerse lejos del alcance
de la buena señora. No era mala persona, pero tampoco era tan “respetable” como
aparentaba.
Ya cometió el error de dejar que lo tocara en una ocasión y aun seguía
arrepintiéndose de ello. Había ciertas cosas que era mejor no saber.
- Voy con un poco de prisa, señora Johnson… - intentó excusarse Aidan. Sin
embargo, su vecina no tenía ninguna intención de dejarle escapar.
- ¡Esta juventud! ¡Siempre con prisas! – le regañó con su voz chillona,
tratando de cogerle del brazo. Aidan lo esquivó, agachándose y fingiendo
buscar algo en su bolsa. – De todas maneras no voy a entretenerte
demasiado. Solo quería pedirte que tengas más cuidado y que no olvides
apagar la televisión antes de salir la próxima vez.
Aidan dejó de rebuscar en su bolsa y dirigió su mirada gris a la anciana mujer.
- ¿Mi televisor?
- Si, hijo. A veces la dejas tan fuerte que puedo oírla perfectamente en mi
casa.
- Jodido Julian…
El problema de dejar a Julian solo en la tienda o en su casa era que se aburría.
Mucho. Y si se aburría, solía poner el televisor o la radio sin pensar en que el
volumen podría molestar a los vecinos.
Claro, como él no tenía que tratar con ellos…
- ¿Disculpa? – la anciana mujer le miró torcido y Aidan se pateó mentalmente.
¿Lo había dicho en voz alta?
- No, perdone… quería decir… mi televisor es viejo. A veces el botón de
encendido se queda atascado y no me doy cuenta. Tendré más cuidado, no
se preocupe.
- No pasa nada, querido. Si mi difunto marido estuviera vivo… él sabría cómo
arreglar tu tele. Era todo un manitas.
Aidan forzó una sonrisa y se obligó a no mirar a la derecha de la señora cuando
esta mencionó a su marido. El señor Johnson murió de un infarto unos años atrás.
Lo recordaba vagamente como un tipo gordo y medio calvo que olía a whisky
barato y gritaba mucho, especialmente a su mujer.
Era curioso, pero jamás le pareció del tipo de los que supieran arreglar nada.
- Le prometo tener más cuidado con el televisor, señora Johnson. Ahora debo
irme. Me están esperando y llego tarde.
- Oh, si, por supuesto, querido.
No pudo evitar estremecerse cuando, al pasar por su lado, la señora le dio un
amistoso golpecito en el brazo. Por suerte ella llevaba guantes y él tenía su abrigo o
las cosas se hubieran puesto feas.
Una vez, hacía un año o así, consiguió pillarle desprevenido y le tocó la mano.
Aidan averiguó que el señor Johnson no murió de un infarto, como su viuda
contaba a todo el mundo. También que ella sabía bastante sobre venenos, cosa de
lo que su difunto esposo no tenía idea en vida y que Aidan no pensaba olvidar
jamás.
Por si acaso.
El hecho de que el fantasma del señor Johnson la acompañara a todas partes,
intentando inútilmente de torturarla… eso era otra historia. Le daba pena y le
hubiera gustado decirle que no iba a conseguir su objetivo porque ella no podía
verle ni oírle por mucho que se esforzara. Pero descubrirse frente a un fantasma de
esa manera solo conseguiría atraer atención indeseada sobre su persona.
No necesitaba una legión de fantasmas pidiendo su ayuda las 24 horas del día.
Ya tenía suficiente rareza en su vida, muchas gracias.
Siguió su camino hacia el parque, parando primero en uno de los puestos callejeros
para comprarse un bollo de canela y un café caliente.
El invierno había teñido de blanco la ciudad entera, convirtiendo el parque Avalon
en una imagen de cuento. Este era uno de los puntos con más energía acumulada
de la ciudad que atraía todo lo “no normal”.
La mayoría de los puestecillos ya estaban colocados y abiertos para cuando llegó.
Paseó entre ellos, esquivando a la gente y dejando que las sensaciones de los
objetos expuestos le llegaran.
Con algunos objetos le ocurría como con las personas. Podía sentir y ver cosas
relacionadas con ellos si los tocaba y oírlos si se concentraba lo suficiente. Si
tuvieron gran valor para alguien, solían quedarse impregnados con la energía de
esa persona y eso los convertía en algo preciado y valioso que no debía ser
encontrado por la gente equivocada.
Se concentró y escuchó los susurros de los libros, el rumor cantarín de las joyas y
el tintineo de las vidrieras…
Nada raro… nada lo suficientemente fuerte como para…
Muerte…
Va a escapar…
Hay que detenerlo…
¡Detenlo!
Aidan se congeló a medio paso, mirando a su alrededor para buscar la fuente de
ese sonido. Lo había escuchado tan claro como si hubiera hablado una persona
real. Normalmente, él podía oír sonidos no palabras. Debía ser algo muy poderoso
para eso.
No tardó en encontrarlo. En un puesto en el que solo había trastos sin valor sobre
una manta, pudo verlo. Era una pequeña libreta, del tamaño de media cuartilla,
forrada de cuero marrón oscuro, vieja y gastada. Tenía manchas redondas en su
cubierta, como si hubieran apoyado innumerables vasos llenos de whisky o vino
sobre ella y una de sus esquinas superiores estaba algo chamuscada.
Pero el poder que desprendía era impresionante. ¿Cómo había llegado algo así ahí?
- ¿Cuánto por esto? – le preguntó al vendedor, señalando la libreta sin llegar a
tocarla.
- Treinta pavos.
- Hecho. Pónmela en una bolsa, por favor.
De regreso a casa y con la libreta bien envuelta en plástico y guardada a salvo en su
bolsillo, pensó que debería cerrar temprano o posponer el misterio para después
de cenar.
Algo le decía que esa lectura iba a dejarle para el arrastre…
¿Quieres conocer a alguien interesante?
Te presento a Charles Andrews, detective de homicidios en la comisaria de la calle
6ª en Chicago.
Nacido y criado en el mismo Chicago, vivió con su hermana Patrice y su madre
viuda, Anne, en la zona noroeste. Asistió al Colegio Público Kelvyn Park y estudió
Justicia Criminal cuando asistió a la Universidad de Illinois.
La entrada a la adolescencia le trajo una nada agradable sorpresa. Descubrió que
toda la rama paterna de su familia tenía el don de los sueños premonitorios. La
manera en que se desarrollaban esas premoniciones variaba con cada miembro.
Para Charles estos consistían en vivir en directo cada asesinato especialmente
violento ocurrido en Chicago mientras dormía.
Esa fue unas de las razones por las que se decidió a ser policía, en primer lugar.
Tras varios años de duro trabajo y un traslado, Charles ascendió a detective en
homicidios. Al poco de ocurrir eso, trasladaron a su departamento desde
narcóticos al que sería su compañero, Gordon Henricksen, con el que acabó siendo
amigo hasta la actualidad.
Charles no se ha casado nunca. Lo más cerca que ha estado fue en su última
relación con Christine, a la que conoció en comisaría. Lamentablemente, su
relación se rompió al no ser ella capaz de aceptar el trabajo de Charles y no ha
salido con nadie más desde entonces.
No es que tenga verdaderos problemas para conseguir a una chica, es que va
siempre hecho un desastre. Necesita cortarse un poco su cabello castaño oscuro, va
siempre sin afeitar y, normalmente y a causa de sus sueños, tiene ojeras perpetuas
y va con la ropa arrugada.
Sus sueños y la necesidad de esconder su don le hicieron una persona poco social
y, tras romper su última relación, ha olvidado un poco como es hablar con alguien
que no esté relacionado de alguna manera con su trabajo. Sin embargo, Angela, la
mujer de su compañero se está tomando como un reto personal lo de volverle
alguien medio normal.
Charles nació el 3 de mayo de 1971. Tiene el cabello castaño oscuro con canas ya
bastante visibles. Casi siempre olvida afeitarse, así que suele tener algo de barba.
Sus ojos son marrones y expresivos. Mide 1’80 metros y de complexión normal
tirando a fuerte. Su ropa más habitual es traje, corbata y camisa para ir a trabajar.
Conduce un Chevrolet Camaro negro.
Corto: Charles Andrews
Nevaba otra vez.
Eran apenas las cinco de la mañana, pero no había ninguna razón para regresar a
su apartamento. Ni siquiera las promesas de calor y confort de su cama eran
suficientes. Para él, dormir se había convertido en un martirio… de nuevo.
Así que, descartado el dormir, apresuró el paso y se encaminó hacia el kiosco que
sabía estaría abierto a esas horas para comprar el periódico. Después pensaba dar
un rodeo a la manzana, comprar un par de cafés (uno para el camino y otro para
tomar en casa) y un par de bollos de crema, regresaría a casa y, con suerte, estaría
lo bastante despejado como para no desear volver a dormir y empezar a trabajar.
Lo iban a llamar pronto, de todas maneras. Lo sabía.
La ciudad comenzaba a despertar lentamente. En las calles se mezclaban los más
madrugadores con los que aun no se habían ido a dormir. El cielo seguía negro y
nublado. La nieve caía suavemente, sin la furia de los días anteriores, creando una
alfombra blanca que crujía al andar sobre ella.
Al llegar al viejo kiosco, vio al dueño, un hombre de color que ya pasaba los sesenta
años que cargaba y colocaba paquetes de periódicos en el expositor.
- Buenos días, George. – el hombre se giró, sorprendido de oír a alguien a esas
horas. Frunció el ceño, confundido, al verle.
- ¿Días? ¡Aun es de noche, muchacho! ¿Qué demonios haces aquí tan
temprano? – el ceño de George se frunció aun más cuando Charles se
encogió de hombros. - Creí que no te tocaba turno de noche hasta la
siguiente semana.
- No, no estoy de noche… he madrugado.
- Vuelve a la cama. – gruñó. Charles resopló, quitándole de las manos uno de
los paquetes de periódicos más grandes para colocarlo en el interior del
kiosco.
- ¿Para qué? No iba a dormir…
- Necesitas una chica. Eso te daría una razón para regresar a la cama.
- Vamos a dejar el tema, anda. – repuso Charles, rodando los ojos. - Pareces
mi hermana. No puedo dormir acompañado por la misma razón por la que
estoy despierto ahora mismo.
- ¿Terrores nocturnos otra vez?
Charles rio por lo bajo, amargo, mientras dejaba el último paquete de periódicos en
el suelo del kiosco. Terrores nocturnos… si él supiera…
- Si, otra vez. – mintió.
Nunca le había hecho gracia mentir, pero la experiencia le había enseñado que era
más fácil que explicar lo que realmente le ocurría.
Al menos en su caso…
- Deberías ir a un sicólogo. Te mandaría algo para poder dormir.
Charles se estremeció. Aun recordaba los somníferos que le recetaron con
dieciséis, cuando comenzaron los sueños. ¿Sabéis lo que es estar atrapado en una
pesadilla y sin poder despertar? No era nada agradable. Jamás volvió a tomar algo
que le ayudara a dormir.
Jamás.
- No sirve de nada. Y no tengo tiempo para ir, igualmente.
- ¿Y qué paso con Christine? Con ella no tenías ese problema.
¡Ouch!
Christine había sido la chica perfecta. O eso había pensado Charles cuando la
conoció una mañana en comisaría, mientras ella ponía una denuncia por el robo de
su bolso.
Con ella las pesadillas se mantenían a raya y eran más soportables. Fueron
bastante felices el año que estuvieron juntos.
Pero no soportaba el trabajo de Charles ni el tiempo que le dedicaba. Estaba
convencida de que era la razón de sus pesadillas y no entendía que él quisiera
atrapar lo mismo con lo que soñaba. Que esa era la única manera de recuperar el
sueño normal.
Empezó pidiéndole que trabajara menos horas. Luego que cambiara de
departamento… hasta que acabó dándole un ultimátum y le obligó a escoger entre
el trabajo y ella.
Charles la había amado. Mucho. Pero tenía una obligación que no iba a dejarle
dormir si no la cumplía. Literalmente.
Además, no le gustaban los ultimátum.
Aun dolía, pero no se arrepentía de seguir en su trabajo.
- He oído que estaba con un notario… supongo que estará feliz de tener, por
fin, una vida normal y aburrida.
- Era buena chica. Deberías buscar otra parecida.
- Déjalo, George. – Charles echó un rápido vistazo al hombre. A pesar de que
debían hacer temperaturas de bajo cero en ese momento, este iba solo con
una sudadera y una bufanda. Nada de abrigo. - ¿Cómo haces para soportar
el frio solo con eso?
- Algunos estamos hechos de mejor pasta, muchacho.
Charles se marchó diez minutos más tarde, riendo y con su periódico bajo el brazo.
Comenzó su rodeo particular hasta la cafetería. No estaba muy lejos de su casa, a
solo unos pocos metros de distancia. Era perfecto para noches como esa, en las que
no podía dormir, o para cuando regresaba a casa tras un turno de noche porque
abrían muy temprano y hacían buen café.
La chica de la barra de esa mañana era nueva y le sonrió de manera brillante al
tomarle nota del pedido. Era una jovencita pelirroja con bonitos ojos verdes y
sonrisa chispeante que no podía tener más de veinticinco y Charles casi se
atragantó con el primer café al ver el número de teléfono garabateado en el recibo
con un corazoncito dibujado al lado.
Seguía siendo una sorpresa agradable que alguna chica intentara coquetear con él.
Sabía que aun era atractivo a sus cuarenta y tres años, pero su ego había recibido
un par de golpes que lo habían dejado bastante inseguro.
Además, hablar con el género femenino nunca se le había dado demasiado bien.
En eso envidiaba seriamente a Morgan y su pico de oro.
Dio un largo sorbo a su café, riendo entre dientes al pensar que tenia celos del éxito
entre las chicas del forense felizmente casado de su comisaria…
Su teléfono móvil sonó, interrumpiendo sus pensamientos.
- Andrews… si… ¿Cuántas víctimas? Aja… estaré ahí en veinte minutos.
¿Henricksen ha recibido el aviso? ¿No contesta? Bien, lo llamare por el
camino. Seguramente la niña le ha vuelto a dejar sin dormir.
Dio una mirada de pena a la bolsa de los bollos antes de tirarla a la basura. Tenían
una norma muy clara. Nada de comer antes de ir a la escena de un crimen si no
querías quedar en ridículo delante de todo el mundo vomitando. Daba igual cuanta
experiencia tuvieras ni cuantos años llevaras en el cuerpo… una escena del crimen
era algo realmente desagradable de ver con el estomago lleno.
Cambió el rumbo de su paseo, alejándose de su apartamento, y se dirigió hacia
donde había aparcado su coche cuando regresó de trabajar. Tenía que ir a
encontrarse con el asesinato que había soñado un par de horas antes.
- Odio mis sueños…
Es la hora de los personajes secundarios que, contrario a lo que podáis pensar,
tienen muchísima más importancia. Sin ellos la historia no sería nada. Y puede que,
en un futuro, tengan una oportunidad de demostrar su importancia.
Personajes secundarios
Gordon Henricksen
Gordon es el compañero de Charles y, como él, también es un detective de
homicidios en el distrito 6º.
Con apenas 29 años, Gordon lleva una prometedora carrera como detective. Antes
de llegar a homicidios, trabajó en narcóticos, con varias misiones encubierto. Pidió
el cambio de departamento cuando su mujer, Angela, le comentó que no podían
pensar en tener una familia si seguía poniéndose en esa clase de riesgo.
Así que Gordon dejó narcóticos y entró a trabajar con homicidios, donde conoció a
Charles, quien se convertiría en su compañero y amigo a pesar de la diferencia de
edad. Un par de años después nació su hija Lauren.
Pelirrojo, ojos azules y de 1’73 m de estatura.
Julian Martin
Nacido el 23 de enero de 1825, murió el 7 de agosto de 1850, con apenas
veinticinco años aunque aparenta más. Julian era un ranchero que vivió en
Connecticut con su mujer, Sarah, la cual murió en extrañas circunstancias un año
antes que él.
Julian es rubio, con el cabello desgreñado y barba poco poblada. Ojos verdes. Tiene
una cicatriz en la sien derecha producto de un disparo fallido al tratar de impedir
que le robaran el ganado.
John Morgan
John Morgan es el forense jefe de la comisaría del distrito 6º. Casado aunque le
encanta flirtear con todas las mujeres que se encuentra en el edificio.
A pesar de sus cincuenta años, sigue siendo un tipo atractivo y las chicas de
comisaría solo tienen halagos para su voz ronca y sus modales ligeramente
anticuados. Sus compañeros aprecian más su sentido del humor ligeramente
retorcido y su profesionalidad.
Eric Rolf
Nacido el 17 de agosto de 1835 y original de San Petersburgo.
Segundo al mando de la banda “Los vampiros”, un grupo de moteros que se
encarga de la venta y distribución de drogas y armas en Chicago.
La banda es también es un nido de vampiros reales, que está bajo el mando de Karl,
el vampiro alfa.
Rolf es el enlace entre su grupo y el exterior. Es el encargado de cerrar los tratos y
relacionarse con los demás, como también es quien suele concertar las reuniones
entre Karl y Aidan, al que ambos vampiros tienen bastante aprecio, cada uno por
una razón distinta.
¡Y es hora de tratar con el number one! ¡El protagonista! ¡La idea principal y
responsable de esta novela!
¡Jack The Ripper!
Pero… ¿Cómo llega Jack ahí? ¿Por qué? ¿Por qué ahora y en esa ciudad?
¿Quieres saber como empezó todo?
¡Atento!
Londres, nueve de noviembre de mil ochocientos ochenta y ocho. Llegamos al número 26 de la calle Dorset cerca de las cuatro de la madrugada.
Lamentablemente, muy tarde. El minúsculo e inhóspito apartamento era un completo caos. Esta empresa había
sido una terrible pesadilla desde el principio, pero después de varios meses, finalmente iba a acabar.
Por fin podría enviar a la Orden la buena nueva de que había acabado con ese ser. El apartamento consistía en una pequeña habitación de unos trece pies de largo
por doce de ancho con una destartalada mesa de madera de pino y una decrepita alacena, la cual solo contenía varias botellas de ginebra, muchas de ellas vacías, algo de loza vieja y mellada y un mendrugo de pan duro.
La chimenea, sobre la que había una reproducción de “La viuda del pescador”,
seguía encendida. Las danzarinas llamas avivadas por la ropa de la joven, la cual el asesino seguía arrojando al fuego, alumbraba el macabro espectáculo.
A la derecha de la lumbre, las ventanas, orientadas hacia Miller Court, se
encontraban abiertas, dejando entrar la espesa niebla y el agua procedente de una de esas lloviznas intermitentes que llevaban cayendo toda la noche.
Encendí una vela que traía en el bolsillo interior de mi guardapolvo y me
encaminé hacia el fondo de la estancia, donde tenía al maligno acorralado. Junto a su última víctima.
Mientras estuvo entretenido despedazando el cadáver de la pobre Mary Jane Kelly, bloqueé todas las salidas con polvo de plata y dibujé unas marcas sagradas en la madera astillada. Ahora le tenía apresado en aquella vivienda. La había transformado en una verdadera trampa para criaturas como él.
Jack ni siquiera se inmutó. Fue horrible oírle disfrutar con lo que hacía. El repugnante sonido de la carne
rasgándose bajo la afilada hoja de su cuchillo, la sangre goteando y formando macabros charcos rojizos, salpicando la pared junto al lecho… Esos sonidos me perseguirán de por vida en mis pesadillas, pero capturar a ese monstruo era prioritario.
Esa es mi ocupación y soy uno de los mejores en ello. Años de veteranía en la
Orden me respaldaban. No se llegaba vivo a los treinta y cinco en este trabajo si no eras el mejor.
Cuando me llegaron los informes sobre el primer asesinato, abandoné
apresuradamente Paris, donde me encontraba recuperándome de otra misión (una gárgola en Notre Dame. Capturar y destruir a la bestia me dejó dos días postrado en cama), para dirigirme a Londres, antes incluso de recibir el telegrama con las órdenes de mis superiores.
Había visto las noticias en el periódico, donde relataban los crímenes y
publicaban algunas de las cartas que ese monstruo envió a la policía. Me intrigó profundamente la técnica usada y su criterio a la hora de escoger víctimas.
Mujeres de mala vida, solas y que buscaban su sustento en la calle, a las que nadie
echaría en falta. Era una elección demasiado inteligente para provenir de un asesino común. Su manera de matar y llevarse trofeos de sus víctimas me recordaron a un caso en particular que tuve unos años antes en Venecia.
A pesar de mi celeridad al partir, no pude evitar que matara cuatro veces más
antes de convencer al detective Abberline, uno de los policías asignado al asesino, sobre lo que ocurría de verdad.
No fue nada fácil. El detective era, como la mayoría de la gente común y moderna,
muy escéptico para esos temas. Pero ahora le habíamos capturado. No fue fácil seguirle la pista. Ese maldito ser había cambiado de cuerpo las veces
suficientes como para confundir a todos los miembros de Scotland Yard y darles una lista de sospechosos tan larga como mi brazo.
Las mujeres no fueron sus únicas infortunadas víctimas. Uno de los sospechosos se quitó la vida días antes, al no poder soportar las
memorias de las atrocidades que se vio obligado a cometer; otro se encontraba ingresado en un psiquiátrico, completamente desquiciado e irrecuperable. No vi
indicios en el resto de sospechosos que me hicieran pensar que fueran realmente usados por el monstruo.
Hoy pagaría por esas fechorías también. Por todas esas vidas que había
destrozado. Desde el umbral de la puerta y a la mortecina luz que nos proporcionaba la vela
junto con el fuego de la chimenea, le vimos, aun soberbio a pesar de saber que no tenía escapatoria, con el largo cuchillo en sus manchadas manos. Era uno de esos machetes que algunos cirujanos usan para las amputaciones. De unas once pulgadas de largo y resistente, brilló siniestramente cuando un haz de luna atravesó los desgastados visillos.
El hombre al que poseía en esa ocasión era un caballero de poco más de treinta
años, con el cabello oscuro ahora desordenado, la tez clara, bien rasurado y con un pequeño y cuidado bigote que se curvaba hacia arriba en las puntas.
Sus ropas consistían en una camisa blanca de buena calidad que llevaba con las
mangas remangadas hasta los codos y manchada de sangre y unos pantalones negros de buen corte. Su chaqué, su capa y su sombrero estaban sobre la mesa, mientras que el bastón se encontraba apoyado en una silla. Todas sus pertenencias alejadas del mar que el rojo líquido había formado a sus pies, a salvo de mancharse. A los pies del asesino, un maletín, como los que usaban los doctores para las visitas a domicilio, abierto y lleno de lo que parecían más cuchillos y utensilios cortantes.
Era muy inteligente, tenía que concederle eso. Con la ropa oscura, la capa y al amparo de la noche nadie notaria las manchas
rojas en su ropa. A ningún policía le llamaría la atención un caballero con maletín de medico. Pensarían que estaba haciendo una visita urgente.
En la cama, tirada como una muñeca rota y despedazada, la pobre Mary nos
miraba, con ojos vacíos y muertos. Se había ensañado con ella, destrozando su cuerpo de manera despiadada. Rezaba para que su familia, si le quedaba alguna, no tuviera que verse en la tesitura de identificarla. Aquella era una imagen que nadie debería contemplar jamás.
Mary estaba tumbada mirando hacia arriba, con las piernas abiertas y dobladas.
Le había apuñalado repetidamente en la cara y cortado el cuello con un largo tajo que iba de lado a lado, abriéndole la garganta. Por la dirección del corte podía decir que la había atacado de frente. Era con la primera que usaba esa técnica.
Tenía el torso abierto en canal, con casi todos sus órganos extraídos. Se me
escapó un siseo al ver partes de la pobre mujer sobre la mesita de noche y junto a la cama.
Tras de mí, oí jadear a mi acompañante. Por un instante había olvidado que no
estaba solo.
- Pase lo que pase, no se acerque más. – le advertí, sacando la petaca de agua bendita del bolsillo interior de mi chaqueta. Por un segundo llegué a pensar que se desmayaría ahí mismo pero por suerte, no lo hizo. Hubiera sido un enorme inconveniente. – No traspase la línea de plata, así evitaremos que le posea.
- ¿Y usted? ¿No podrá poseerle a usted? - Amigo mío, yo ya estoy protegido. – afirmé, enseñando un diminuto colgante que
llevaba al cuello en una fina cinta de cuero. Era una simple medalla de plata, con una diminuta estrella grabada en el centro. Un símbolo de protección contra el mal. – Quédese aquí.
El símbolo del colgante fue descubierto casualmente por la Orden en un
antiquísimo libro cuando uno de sus espías investigaba la biblioteca del Vaticano. Había resultado ser un hallazgo muy útil al igual que tener espías en la Ciudad Santa.
El Vaticano tenía su propio grupo de investigación y lucha contra el mal. La
infame brigada de Iscariote. Lamentablemente, no compartían su información y eran menos capaces a la hora de enfrentarse a estas criaturas.
Con paso decidido me aproximé a él, armado únicamente con mi petaca en una
mano, un rosario y mi librito de exorcismos en la otra. Iba a usar una mezcla especial de agua bendita, especias y hierbas especiales, cortesía de un descendiente de druidas que trabajaba para la Orden.
El demonio siseó dolorido cuando le salpiqué con un poco del incoloro líquido,
mostrándome su verdadera naturaleza. Sus ojos refulgieron antinaturalmente, volviéndose dorados, dejando al
descubierto la maldad que inundaba su alma. - Esto ha acabado. – ni siquiera intentó escapar. Tanta tranquilidad por su parte
me hizo sentir inquieto. O sabía que estaba bien atrapado o tenía algo en mente. Nunca debías confiarte con esas criaturas. Era un error fatal.
- Esto nunca va a acabar y lo sabes. Regresaré, Campbless. ¡No podéis matarme! –
sonreí, disimulando mi sorpresa al comprobar que conocía mi nombre y, haciendo caso omiso a su risa desquiciada, volví a rociarle con agua la cara, arrancándole otro siseo dolorido.
Podría haberme pasado toda la noche torturándole de esa manera, pero el
tiempo nos era esencial y escaso. No tenía idea de cuánto tiempo mantendría Abberline su promesa de no dar aviso del crimen.
Era un buen policía y un hombre honorable. Mantener semejante secreto iba a
desquiciarlo. Y yo debía desaparecer antes de que el pobre se rompiera, cosa que ocurriría sin duda alguna.
- ¿Sabes? Aprendí uno nuevo. Con este te puedo enviar de vuelta al infierno y vas a
tardar mucho, mucho, mucho tiempo en encontrar el camino de regreso. – ensanché la sonrisa al ver como el demonio fruncía el ceño. – Este es tu último asesinato, Jack. Para cuando regreses, si es que lo consigues, habrá gente más preparada que yo esperándote. La Orden se asegurara de que seres como tú jamás puedan vagar a su antojo por mi mundo.
Abrí mi librito y empecé a recitar, ignorando la sarta de insultos y mentiras que el
demonio me dirigió. La primera regla que aprendías en mi trabajo; los demonios siempre mienten y trataran de hacerte dudar. Incluso llegó a suplicar clemencia.
Regla número dos. No hay piedad para los malditos. El exorcismo fue largo y complicado, dejándome completamente exhausto cuando
lo finalicé, pronunciando las últimas palabras sagradas. El demonio dio un último y espeluznante alarido y salió del cuerpo que ocupaba, convertido en una especie de rayo negro que chocó contra paredes y ventanas antes de desaparecer con un leve estallido, dejando tras de sí un hedor a huevos podridos que me hizo toser.
El hombre al que poseía cayó al suelo con un ruido sordo. Me acerqué raudo y
comprobé que aun vivía. Solo estaba inconsciente. ¡Pobre bastardo! Seguramente habría sido mejor para él haber muerto a tener que vivir con la
memoria de los crímenes que había sido obligado a ejecutar. Eso, si no había perdido la cabeza ya. Era algo habitual en las posesiones. - ¿Es… es seguro ya? – con una leve sonrisa placentera me volví hacia el detective.
Este estaba pálido como un espectro y con expresión atemorizada, como la de un caballo que ha visto a una serpiente de cascabel.
Había visto eso muchas veces en su vida. Era lo que siempre observaba en los
rostros de todos aquellos que se enfrentaban a lo sobrenatural por primera vez. Puro terror e incomprensión.
¿Cuándo deje de sorprenderme o asustarme así? Ya no podía recordarlo. - Si. Ya es seguro. – Abberline se acercó con reticencia, sin poder apartar la vista
del cadáver sobre la cama. No lo podía culpar. Era un espectáculo grotesco. La pobre Mary Jane Kelly. Tan joven, tan bonita, con esa larga cabellera
pelirroja… Tuve un encuentro con ella mientras investigaba el barrio de Whitechapel, buscando al asesino entre sus víctimas favoritas: las meretrices. Ella era una más entre esas pobres almas que acudieron a la capital por trabajo. Una más que cayó en las garras de la prostitución al no poder encontrar algo mejor.
Y, sin embargo, totalmente distinta a las otras víctimas de Jack. Más joven, con un
sitio estable donde dormir y realizar su trabajo, más hermosa.
Esto iba a romper por completo la idea que Scotland Yard tenía sobre él. - Oh, Dios mío… - jadeó. - Recuerde lo que acordamos, detective. – le obligué a centrar su atención en mí y
no en el cadáver. Quedaba poco tiempo y él aun tenía que cumplir su parte del trato. - Nadie debe saber nada sobre esto o sobre mí. Para el resto del mundo, Jack tuvo su último asesinato y desapareció sin dejar rastro. Sin sospechosos, sin pistas, sin nada. Cuando pueda, cierre el caso y olvídese de todo. Esto nunca ha ocurrido. – el policía me dirigió una mirada sorprendida.
- Pe… pero… la gente querrá saber…
- Créame. – le interrumpí. Ya podía oír a los primeros trabajadores dirigiéndose a
cumplir con su jornal, sus pasos resonando en los adoquines. – La gente no necesita saber esto. Estarán más seguros así y hará más fácil nuestro trabajo. – me agaché junto al hombre caído y le cogí del brazo para levantarlo. – Ahora ayúdeme a sacar a este pobre desgraciado de aquí, antes de que alguien pueda vernos. No se preocupe. Jack no va a volver.
Hice esa promesa y no estoy seguro de si fue en vano. ¿Cuántos tardaría Jack en volver a escapar del infierno? ¿Décadas? ¿Siglos? Quizás con un poco de suerte, más tiempo. Pero, aparezca cuando aparezca,
espero que este diario y todas las anotaciones que se encuentran en su interior puedan ayudar a los futuros miembros de la Orden que se enfrenten a criaturas como él.
Zacharias Campbless. Chicago, veintisiete de noviembre del dos mil trece.
Aidan cerró el viejo diario. Tenía la respiración alterada y sus manos temblaban
ligeramente a causa de todo lo que había podido sentir a través de su don en las
desgastadas hojas.
Eso no era una obra de ficción. Quien escribiera ese diario, vivió cada frase.
Fue tan intenso, había tanta convicción en sus palabras, que incluso consiguió
ver la habitación, oler el fuego, sentir la fría plata de la petaca en su mano…
Con cuidado lo colocó en la abarrotada estantería que tenía en el fondo de su
trastienda, reservada únicamente para los objetos que no podía vender. Esos que
eran peligrosos a la vez que imprescindibles para mantener el equilibrio que él era
encargado de vigilar. Ese maltrecho librito de piel contenía información valiosa
que tal vez fuera necesaria en un futuro, así que era mejor mantenerlo guardado y
a salvo hasta entonces.
No le vendría mal investigar algo sobre esa Orden y sus miembros de los que
hablaba. Conocía su existencia porque tuvo un par de tratos con ellos y algunos de
sus clientes habían mencionado su nombre varias veces, pero la información que
tenía era más bien escasa desde que descubrieron que Aidan estaba copiando sus
libros. El hecho de que la mayoría de su clientela fueran sus principales presas no
ayudó tampoco.
Debería empezar con comprobar que el autor vivió realmente.
Si había aprendido algo en toda su vida, era que jamás se tropezaba con algo
por casualidad. Si lo hacía, siempre era por una razón de peso.
Solo esperaba no tener que descubrirla pronto. Si lo que decía en ese libro era
cierto, iba a ser todo un reto. Necesitaría ayuda de expertos ya que sus
conocimientos sobre ese tema eran prácticamente nulos.
De verdad, esperaba tener más tiempo.
Pero conociendo su suerte…
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