De Revelación y Revolución.
(Of Revelation and Revolution)
Jean y John Comaroff
Traducción Paola Escobar y Miranda Gonzalez Martin
A veces se dice que, mientras que la literatura de la transformación religiosa en África es
muy amplia, existen pocos análisis antropológicos del encuentro evangélico mismo....aun el más
ambicioso intento de escribir una etnografía histórica de una misión “en el campo” Colonial
Evangelism de Beidelman, ha sido juzgada como “tristemente incompleta”, precisamente porque
falla en alcanzar una perspectiva antropológica sistemática – o novelesca- para tratar el tema (Gray
1983: 405).
Esta crítica también refleja la más general negación del colonialismo – de hecho de la
historia misma- por una disciplina principalmente interesada hasta hace muy poco tiempo, en la
sociedad y cultura Africana “tradicional”. Los historiadores sociales, por otra parte, estuvieron
largamente preocupados, y hasta fascinados por, los evangelistas cristianos.
Pero no estuvieron solos. En el gran despertar del África moderna, cuando los colonizados
comenzaron a escribir sus propias historias y reflejar las tecnologías europeas de dominación, ellos
también prestaron especial atención a “el misionero” – aunque más no sea para excoriarlo como un
agente del imperialismo (Ayandele 1966; Majeke 1952; Zulú 1972). La condena se extendió
también hacia las apologías académicas que retrataban a los hombres de iglesia europeos como
filántropos bien intencionados (ej. Sillery 1971). Se señalaron estas perspectivas como modernas
expresiones de la misma cultura misionera. Mientras que este debate desencontrado ensombreció
posteriores disputas teóricas sobre el relativo peso de la agencia humana y las fuerzas estructurales
en el cambio social africano, ambos argumentos se refieren a la misma pregunta tácita: “¿De que
lado estuvieron realmente los cristianos?”
Como resultado, la compleja dinámica histórica se vio reducida al calculo de intereses e
intenciones, y el colonialismo mismo a una caricatura.. Además, una vez hecha, la pregunta
presupuso una respuesta en una determinada línea. A saber, la contribución de los evangelistas al
predicamento del África moderna, para bien o para mal, fue juzgada en términos de su rol político,
estrechamente concebido. Esto queda bien ejemplificado por la así llamada tesis del “imperialismo
misionero”. Dacha (1972: 647f), por ejemplo, sostiene que mientras que en el siglo XIX los jefes
Tswana resistieron las actividades religiosas, los cristianos insistieron cada vez más en el “brazo
político del imperio” para barrer las jefaturas y volver a las comunidades más dóciles para sus
ministerios. Como ya veremos esto no esta equivocado, pero es distorsionantemente simplista.
Más recientemente el estudio de las misiones cristianas, al menos en el sur africano, ha sido
afectada por una “revolución historiográfica” (Marks 1989: 225). Este cambio radical ha impulsado
una mayor preocupación hacia la economía política; lo que significa los procesos a largo plazo de
conquista colonial, expansión capitalista, formación del estado y proletarización. También existe
una gran preocupación por el rol jugado por los evangelistas en (1) la reorganización de las
relaciones de producción en comunidades rurales (Trapido 1980); (2) la colaboración con la
penetración de capital y promoción del desarrollo de la agricultura campesina (Bundy 1979;
Cochrane 1987); y (3) incentivando la emergencia de clases, la aparición de elites negras, y la
disponibilidad de dócil trabajo industrial (Cuthbertson 1987; Etherington 1978). Existe, sin
embargo, desacuerdo sobre su nivel de eficacia. En una extremo Denoon (1973: 63f) declara que no
tuvieron impacto histórico del cual hablar, ciertamente no en Sudáfrica; de forma similar Horton
(1971) sostiene que, en África en toda su extensión, nunca fueron más que aceleradores
incidentales en el proceso global de racionalización. Elphick (1981), en el otro extremo, los
compara con revolucionarios: su elitismo auto-conciente y su independencia, tanto política como
económica, dice, les permitió soñar en transformar todos los aspectos de la vida africana. Pero esto,
también, es un punto de vista minoritario. Cuthbertson (1987:27), que parece malentender el
argumento de Elphick acerca de la autonomía de los hombres de iglesia, sostiene que no fueron solo
“prisioneros ideológicos” de la causa imperialista sino también “importantes agentes del
capitalismo occidental” (1987: 23, 28). Esta refutación puede no arrastrar acuerdo universal, aún si
la noción implícita de que el rol de la misión fue homogéneo y no fue ambiguo es suficientemente
común. Sin embargo, hoy por hoy la mayoría acuerda en una cosa: como una vez lo sostuvo
Strayer (1976: 12), el evangelismo en África difícilmente pueda identificarse como un motor
independiente de cambio social.
La obvia limitación en todo esto, especialmente para la antropología, es la preocupación por
la economía política a expensas de la cultura, el simbolismo y la ideología. Refiriéndose a el este,
oeste y sur de África, Ranger (1986: 32) señala que la más reciente historiografía de la temprana
cristiandad misionera ha sobredimensionado los factores políticos y económicos manifiestos en su
expansión. Resulta difícil que esto se restrinja únicamente al estudio de la transformación religiosa.
La cuestión, en última instancia, se asienta sobre las oposiciones presentes en las raíces ontológicas
de nuestro pensamiento social (mente y materia, lo concreto y el concepto, etc.) – oposiciones que
persisten a pesar de el creciente acuerdo en que el proceso primario comprometido en la producción
del mundo cotidiano es inseparablemente material y pleno de significado. El impacto de los
evangelistas protestantes como heraldos del capitalismo industrial yace en el hecho de que su
misión civilizante fue simultáneamente simbólica y práctica, teológica y temporal. Los bienes y
técnicas que trajeron consigo al África presuponían los mensajes y significados que proclamaban en
el pulpito, y viceversa. Ambos fueron vehículos de la economía moral que celebraba el espíritu
global del comercio, la mercancía y el mercado imperial. De hecho, es en el significativo rol de la
práctica evangélica (a veces practicas materiales verdaderamente mundanas), que comenzamos a
encontrar una respuesta a la pregunta más básica, pero más intrincada, de la agencia histórica de los
misioneros cristianos: como es que ellos, como otros funcionarios coloniales, consiguieron
transformaciones políticas, sociales y económicas de largo alcance, en ausencia de recursos
concretos de cierta consecuencia.
La pregunta misma trae consigo una cuestión metodológica mucho más amplia; el
tratamiento analítico de la agencia histórica sui generis. Si, como señalo Giddens (1987: 60ff) la
relación entre “estructura y agencia” se ha vuelto un problema crucial para la teoría social moderna,
éste no ha sido resuelto en el estudio del colonialismo en el sur africano. Es cierto que la influencia
retórica de la batalla épica de Thompson (1978, cf. Giddens 1987: 203f.) por salvar el sujeto
humanista de la extinción estructuralista es tan evidente aquí como lo es en cualquier otra parte. En
este sentido Marks (1989: 225-6) observa que la nueva historiografía ha mostrado un creciente
interés por la “agencia humana” o “la cambiante experiencia de la gente ordinaria”. Aún así, en la
práctica, esto parece casi exclusivamente estar relacionado a (1) la reacción y la resistencia de los
negros a las fuerzas sin rostro de la colonización y el control, o (2) el esfuerzo de la “clase negra
africana para hacerse a ella misma”. Thompson (ej. 1975), en el caso inglés, puede haberse
encargado de demostrar que es importante tomar en cuenta las motivaciones de los gobernantes
como así también la de aquellos que son gobernados. Sin embargo, en lo que respecta al sur
africano, a excepción de unos pocos casos (Ranger 1987), no se ha prestado una atención
comparable a la conciencia e intencionalidad de aquellos identificados como “agentes” de
dominación. Casi contrariamente: sus acciones la mayoría de las veces continúan siendo vistas
como un reflejo de los procesos políticos y económicos. ¡Sin duda una inversión irónica, de las
distorsiones de una más temprana historiografía liberal!
Pero aquí hay más que mera ironía en juego. Tenemos el desafío de escribir una
antropología histórica del colonialismo que tenga en cuenta a todos los participantes, los motivos
que los condujeron, la conciencia que los informo, y los constreñimientos que los limitaron. Para
esto se vuelve imperante que desenvolvamos la dialéctica de la cultura y la conciencia, de la
convención y la invención, en este lugar particular del mundo. Una de las consecuencias de las
variadas reacciones al estructuralismo en la década pasada nos recuerda cuan limitados han sido
nuestros éxitos en estos aspectos, o bien cual limitada ha sido la apelación a la naturaleza de la
intencionalidad, experiencia, y la imaginación. La agencia, como sugerimos anteriormente, no es
meramente la estructura en la voz activa. A pesar de que lo último pueda generar lo primero, no
siempre lo contiene. La práctica social tiene efectos que a veces rehacen al mundo (cf. Giddens
1987: 216); por eso mismo no puede ser disuelto en sociedad o cultura. Pero tampoco es una “cosa”
abstracta. La agencia humana es práctica investida con subjetividad, significado y, en términos más
o menos amplios, con poder. Es, en pocas palabras, motivada...
Escritos recientes en los límites de la historia y la antropología (ej. Cooper y Stoler 1989)
han comenzado a mostrar cuan importantes fueron las divisiones en las poblaciones colonizadoras;
como se relacionaban a las distinciones de clase, genero y nación, tanto en las naciones
colonizadoras como en las colonizadas; la manera en que jugaron a través de la línea racial entre
dominador y dominado, creando nuevas afinidades y alianzas que desdibujaron las antonimias del
mundo colonial. Las misiones cristianas se vieron atrapadas en estas complejidades desde el primer
momento. No sólo las varias denominaciones tienen diversas y frecuentemente contradictorios
diseños de África, diseños que a veces pueden tener consecuencias impredecibles; ...sus actividades
también los llevan a relaciones ambivalentes con otros europeos en la etapa colonial. Algunos
encuentran causas comunes, y cooperan abiertamente, con administradores y pobladores. Otros
terminan encerrados en una batalla con fuerzas seculares por, lo que toman como , el destino del
continente...
Por lo expuesto, el estudio de la cristiandad en África es más que un ejercicio en el análisis
del cambio de la religión. Es parte de la antropología histórica del colonialismo y la conciencia,
cultura y poder, parte de una antropología que toma en cuenta al colonizador y al colonizado, con
estructura y agencia...
Nuestra historia se teje a través de dos narrativas contrapuestas. Una habla de una misión
cristiana a específica y sus consecuencias; la segunda, de un más general proceso de colonización
postiluminista, en el cual europa debió apelar a las fuerzas de lo salvaje, la otredad, y lo irracional.
También contamos esto en dos partes... Nosotros trazamos las tempranas fases de la ofensiva
evangélica en las “Bechuanas”, abriendo una exploración de las raíces sociales y culturales – y las
motivaciones ideológicas- de la misión no conformista... En particular, examinamos las imágenes
de África que modelaron el sentido británico de su compromiso con los paganos en las fronteras de
la civilización... Estas imágenes tan populares tiene poca semejanza con la naturaleza de la sociedad
y la cultura en el “oscuro” interior..., un universo modelado por dinámicas históricas complejas que
tendrían, al correr del tiempo, su propio efecto sobre el encuentro evangélico y el proceso de
colonización mismo. Especialmente significativos fueron los primeros momentos del encuentro...
Estas reuniones altamente ritualizadas de europeos y africanos –con su propia historia, su cultura,
sus intenciones- estableció los términos de la “larga conversación” que seguiría. En este
intercambio de signos y sustancia, cada parte intentaría tener alguna ganancia, algún dominio sobre
“el otro”: los hombres de iglesia, querían convertir a los Tswana a la cristiandad; los Tswana
pretendían derivar el poder de los hombres de la iglesia hacia ellos mismos... Para facilitar su
trabajo, los no conformistas intentaron dirigir una cuña entre el reino del espíritu y los asuntos
temporales del gobierno, tanto indígenas como imperiales... El objeto era sentar las bases para una
nueva economía moral basada en la clara separación de la iglesia y el estado, de las autoridades
sagradas y el poder secular –en pocas palabras, establecer un estado de colonialismo en anticipación
al Estado colonial. Irónicamente este esfuerzo intrincó a algunos cristianos en batallas claramente
seculares; batallas que no pudieron ganar por su indeterminancia inherente y la impotencia de su rol
en la arena política. También revelaría las contradicciones fundamentales entre la visión del mundo
prometida por ellos y el mundo producto de las políticas del imperio, un dominio terrenal en el cual
la misión de la iglesia fue cualquier cosa menos poderosa.
No fue solo en la brecha entre el reino del espíritu y las políticas del estado colonial donde
emergieron contradicciones. También emergieron en el trabajo evangélico mismo. Cuando los
cristianos reconstruyeron el mundo de vida Tswana, conjuraron un tipo de sociedad: una
democracia global de comodidad material y merito moral, de igualdad ante la ley y el señor. Aun
así, sus propias acciones condujeron a algo bastante distinto: un imperio de desigualdad, un
colonialismo de coerción y desposesión.. Una vez que la larga conversación hubo establecido los
términos del encuentro, los no conformistas intentaron rehacer a los africanos tanto a través de sus
actividades cotidianas –vestido, agricultura, arquitectura, etc.- así como también a través de la
educación formal. El impacto de esta campaña de reconstrucción, y el rango de reacciones al que
condujo, fue mediado por un proceso de formación de clase, un proceso al cual la misión misma
contribuyó en gran medida. Además debemos examinar las varias maneras en las cuales la cultura
diseminada por los hombres de iglesia se enraizó en el terreno social de los Tswana, parte de ella
para ser absorbida silenciosa y sutilmente en una “tradición” étnica reinventada o reificada, parte
para ser creativamente transformada, parte para ser trasladada para responder a los blancos.
Intentamos demostrar, en otra palabras, como partes del mensaje evangélico se insinuaron como el
entramado y los hilos de una hegemonía emergente, mientras otros dieron emergencia a formas
nobles de conciencia y acción.
Fueron tales formas nobles de conciencia que iluminaron las tempranas reacciones, las
primeras, embrionarias y poco definidas, expresiones de resistencia, para contradicción de la
misión civilizante. Más tarde, con la emergencia de la burguesía negra cristianamente educada,
serían combustible de políticas nacionalistas negras con ambas causas de queja y retórica de
protesta....
Cultura, hegemonía, ideología
Las dificultades para establecer lo que Gramsci pudo haber pensado por hegemonía son
hasta el momento notables. Por razones relacionadas, tal vez, con las condiciones de su producción,
Los apuntes de la cárcel no resultan de gran ayuda. En ninguna parte en ellos hay una definición
clara o precisa (Lears 1985: 568). En ninguna parte encontramos la ampliamente caracterización de
Williams (1977: 108f.): estos es, lo “hegemónico” como un sistema de significados vividos y
valores, relaciones y prácticas, que le da forma a la realidad vivida… sólo en unos pocos lugares
Gramsci sí se aproxima a hablar en tales términos -y no sobre hegemonía per se. Más aún, la
definición citada más frecuentemente en comentarios recientes –“el “consenso” espontáneo dado
por las grandes masas de la población a la dirección general impuesta en la vida social por el grupo
dominante” (Gramsci 1971:12)- es realmente una descripción de una de las “funciones subalternas
de la hegemonía social y de la dominación política ejercida por los intelectuales”. Esto no sólo
genera más problemas de los que resuelve, sino que está lejos del concepto tal como viene siendo
utilizado en muchos escritos teóricos contemporáneos.
El hecho de que la noción de hegemonía de Gramsci haya sido establecida de una manera
tan asistemáticamente, la convirtió en un buen recurso argumentativo. Como un signo relativamente
vacío, ha sido capaz de servir a diversas posiciones y diferentes propósitos analíticos … Entre los
post-estructuralistas, su sostenida popularidad se debe en parte a que ofrece un acercamiento entre
teoría y práctica, pensamiento y acción, ideología y poder. Pero también se debe a que, como
explica Hebdige (1988: 206), para Gramsci “nada permanece anclado a …narrativas dominantes, a
identidades estables (positivas), a significados fijos y verdaderos: todas la relaciones sociales y
semánticas son cuestionables, por lo tanto, cambiantes.” Siempre incierta, la hegemonía se concreta
a través del equilibrio de fuerzas en pugna, y no por el aplastante cálculo de la dominación de clase
… También entre los post-marxistas, Gramsci se ha convertido en “el marxista que le puedes
presentar a tu madre” (Romano 1983), proporcionando un escape atractivo del materialismo vulgar
y del esencialismo, hablando de la producción como un continuo proceso ideológico, social y
económico (may 1988: 53f.)…
Sin embargo, dada una apropiada especificación, el término resulta vital para nuestros
propósitos analíticos, ya que puede iluminar algunas de las conexiones vitales entre poder y cultura,
ideología y conciencia. Habiendo dicho esto, la única alternativa es explicar exhaustivamente
nuestro uso entre toda la ambigüedad. Lo hacemos, como hemos dicho, situándolo en un conjunto
de términos analíticos más abarcativo –y en un problema etnográfico e histórico particular.
Algunos teóricos han intentado directa (Williams 1977: 108f) o indirectamente (por
ejemplo, Lears 1985:572f) afirmar la superioridad de la noción de hegemonía por sobre la de
cultura y/o la de ideología; como si una pudiera subsumir y reemplazar a las otras. En relación con
este argumento, aparece la idea de que cultura más poder equivale a hegemonía, una ecuación que
simplifica los tres términos. No sorprende el razonamiento que subyace a este argumento … la
concepción antropológica de cultura ha sido largamente criticada, especialmente por marxistas, por
exagerar lo implícito, lo sistémico, lo consensuado, por tratar a los símbolos y significados como si
fueran mentales y ahistóricos, y por ignorar sus dimensiones de poder y dominio. A la inversa, las
teorías marxistas de la ideología y la conciencia han sido criticadas por los antropólogos por
desatender las maneras complejas en que el significado habita en la conciencia y la ideología.
Ni la ideología ni la conciencia, sigue el argumento, es meramente cultura en acción. Al
contrario, ellas son productos de un proceso en el cual los seres humanos despliegan los signos y
relaciones significativos para construir sus vidas y sus mundos; signos y relaciones configuradas
por un estructurado e implícito repertorio de formas que subyacen a las superficies de la experiencia
cotidiana. Si la cultura parece necesitar del poder para ser completa, entonces, la ideología y la
conciencia parecen necesitar una buena dosis de semántica. Sumen todo esto y la suma de las partes
parecería ser “hegemonía”. Pero existe un problema, tanto con la aritmética de la autoridad como
con la matemática del significado. Como es posible, y ciertamente inevitable, que algunos símbolos
y significados no sean hegemónicos -es imposible que cualquier hegemonía pueda asumir todos los
signos del mundo como propios- la cultura no puede ser subsumida en la hegemonía, con
independencia de los términos en que sea conceptualizada. El significado puede no ser nunca
inocente, pero tampoco es meramente reductible a posiciones de poder.
Gramsci claramente entendió esto. En vez de posicionar “hegemonía” como reemplazo de
“cultura” o de “ideología”, él conceptualizó las tres nociones de manera distintiva. Más aún, a
veces, “cultura” fue descripta de una manera que muchos antropólogos no objetarían: como un
conjunto de valores, normas, creencias e instituciones que, “siendo reflejado … en el lenguaje” y
siendo también tan profundamente histórico, expresa una “concepción compartida del mundo”
encarnada en una “unidad socio-cultural” (1971: 349). Esta “concepción común” estaba compuesta
por un conjunto de “disposiciones”, una “mentalidad popular”, la cual debía ser apropiada por
cualquier hegemonía (pp. 348f., 26f.). Pero Gramsci fue más lejos, al construir una cadena explícita
de asociaciones en la cual las “concepciones compartidas del mundo” fueron equiparadas con los
“movimientos culturales”, y, alternativamente, con “filosofías” (p. 328). Significativamente, unas
cuantas páginas antes (p. 323), dijo que la “filosofía espontánea” -por ejemplo la filosofía práctica
de “cualquier persona”- estaba contenida en (1) el lenguaje, él mismo un conjunto de “determinadas
nociones y conceptos”; (2) el buen sentido común; y (3) el “sistema total de creencias,
supersticiones, maneras de ver las cosas y de actuar.”
Aquí, cerrado el círculo, parece que tenemos la imagen Gramsciana de la cultura como una
totalidad. Es a partir del repertorio compartido de prácticas, símbolos y significados, que las formas
hegemónicas son moldeadas –y, por consiguiente, resistidas. O, en otras palabras, es el campo
históricamente situado de significantes, a la vez material y simbólico, en el cual acontece la
dialéctica de dominación y resistencia, la construcción y ruptura de consenso … Por ahora …
siguiendo el Geist de Gramsci, consideremos a la cultura como el lugar de práctica de significación,
el espacio semántico sobre el cual los seres humanos se construyen y representan a sí mismos y a
los otros -y, por lo tanto, a la sociedad y a la historia. Como se sugiere, no es meramente un montón
de mensajes, un repertorio de signos proyectados en una pantalla mental neutral. Tiene forma, así
como contenido; nace en acción, así como en pensamiento; es producto de la creatividad humana
así como repetición (mimesis); y, sobre todo, está dotada de poder (empowered), pero no de la
misma forma ni todo el tiempo.
Aquí es donde hegemonía e ideología otra vez se tornan significativas. Ellas son las dos
formas dominantes en las cuales el poder ingresa -o más precisamente, es vinculado a- la cultura. Es
a través de ellas, entonces, que la relación entre poder y cultura debe ser finalmente comprendida,
aunque es necesario un paso más: que el poder mismo tiene varias caras. A veces aparece como la
(relativa) capacidad de los seres humanos de darle forma a las acciones y percepciones de los otros
ejerciendo el control sobre la producción, circulación y consumo y de signos y objetos, sobre la
construcción de subjetividades y realidades. Este es el poder en su modo de agencia: se refiere
control manejado por los hombres en contextos históricos específicos. Pero el poder también,
presenta, o mejor dicho, se esconde, él mismo en las formas de la vida cotidiana. A veces atribuido
a fuerzas suprahistóricas, trascendentales (dioses o ancestros, naturaleza o física, instinto biológico
o probabilidad), esta formas no son fácilmente cuestionadas. Siendo “naturales” e “inefables”, ellas
parecen hallarse más allá de la agencia humana, a pesar de que los intereses a los que sirven pueden
ser demasiado humanos. Esta clase de poder no agente prolifera del terreno de la política
institucional, saturando cosas tales como lo estético y lo ético, la construcción de la forma y de la
representación corporal, el conocimiento médico y el saber mundano. Y además, puede no ser
representado del todo como poder, dado que sus efectos raramente son modeladas por una explicita
compulsión. Son internalizadas, bajo su disfraz negativo, como limitaciones; en su disfraz neutral,
como convenciones; y en su disfraz positivo, como valores. Aún el silencioso poder del signo, la
autoridad no dicha del hábito, puede ser tan efectiva como la coerción más violenta, en cuanto a la
configuración, dirección y aún dominación social del pensamiento y de la acción.
Por supuesto, nada de esto es nuevo: la identificación de tecnologías y tipologías de poder se
ha convertido ha adquirido una importancia considerable en la teoría social moderna. … El punto,
sin embargo, va mucho más atrás. Para Marx, por tomar un ejemplo, el poder del capitalista era
claramente distinto del poder de la mercancía, el contraste se corresponde ampliamente con la
manera en la cual la ideología es descripta en La ideología alemana y El Capital, respectivamente
… En el primer libro aparece primordialmente como un conjunto de ideas que reflejan los intereses
de la clase dominante ideas que, invertidas a través de una cámara oscura, se imprimen sobre la
(falsa) conciencia del proletariado (Marx y Engels 1970: 64f.). En otras palabras, es una función de
la capacidad del dominante de imponer a otros su voluntad y su visión del mundo. A diferencia, en
El Capital, la ideología no es nombrada de ese modo, y no se afirma que emerge mecánicamente
como efecto de la política de dominación de clase. Se sostiene, en cambio, al residir sin ser vista en
la mercancía misma. Para la producción mercantil, el modo dominante de creación de valor en el
capitalismo moderno, crea todo un mundo de relaciones sociales a su propia imagen, un mundo que
aparece como gobernado por leyes naturales, más allá de y por sobre la intervención humana.
Ciertamente, es la inversión por la cual las relaciones entre las personas parecen estar determinadas
por relaciones entre objetos, y no al revés, lo que produce el fetichismo de la mercancía; y en este
momento ontológico un conjunto específicamente histórico de desigualdades se enraiza en la
experiencia subjetiva y colectiva, determinando la manera en que el orden social es percibido y
sobre el que se actúa (Giddens 1979: 183; Marx 1967:71f). El contraste entre dos imágenes de la
ideación, en breve, se corresponde con aquél entre las dos formas de poder. La primera está
directamente sostenida por la agencia de los grupos sociales dominantes; la segunda deriva, como
es natural, de la misma construcción de la economía y la sociedad. De este modo, Marx decidió
llamar a la primera “ideología”. La otra, a la cual no nombró con un término específico, deja el
terreno para una caracterización de hegemonía.
Hasta ahora, también hemos utilizado ambos términos sin diferenciarlos. Significativamente,
existe un pasaje en los Apuntes desde la cárcel en el cual Gramsci habla de “ideología” -entre
comillas- en su “más estricto sentido.” Aquí es donde él se acerca más a la definición de
“hegemonía” como aparece en El Capital, tal como Williams y otros la han caracterizado -y como
teóricos como Bourdieu (1977) la han transpuesto y re-desplegado. En sus propias palabras, es una
“concepción del mundo que está implícitamente manifiesta en el arte, en las leyes, en la actividad
económica y en todas las manifestaciones de la vida individual y colectiva” (Gramsci 1971: 328).
Esta, sin embargo, no es cualquier concepción del mundo. Es la concepción dominante, una
ortodoxia que se ha establecido a sí misma como “históricamente verdadera” y concretamente
“universal” (p. 348). Partiendo de esto y de sus raíces conceptuales, utilizamos hegemonía para
referirnos a aquél conjunto de signos y prácticas, relaciones y distinciones, imágenes y
epistemologías -modeladas desde un campo cultural históricamente situado- que es considerado
como algo dado y que no se cuestiona, la forma del mundo y todo lo que lo hay en él como lo
heredado y recibido. Consiste, parafraseando a Bourdieu (1977:167), en hechos sin palabras,
porque, siendo axiomáticos, ellos ocurren sin hablar; hechos que, siendo presumiblemente
compartidos, no son normalmente objeto de explicación o argumentación (p. 94). Es por ello que su
poder con frecuencia ha sido visto como asentado en lo que silencia, en lo que previene a la gente
de pensar y decir, en lo que pone fuera de los límites de lo racional y de lo creíble. En un sentido
bastante literal, la hegemonía es formadora de hábitos. Por estas razones, raramente es directamente
enfrentada, a excepción tal vez de los sueños de los revolucionarios. Por una vez, se revelan sus
contradicciones internas, cuando lo que parecía natural se convierte en negociable, cuando lo
inefable es puesto en palabras -entonces la hegemonía se convierte en algo distinto a lo que es. Se
convierte en ideología y contraideología, en la “ortodoxia” y la “heterodoxia” de la formulación de
Bourdieu (1977). Más comúnmente, sin embargo, tales luchas continuan siendo conflicto de
simbolos, el iconoclasmo práctico que se produce cuando las tensiones entre lo hegemónico –o en
términos del habito y el habitat- reclama una resolución inmediata.
La ideología en menos que su “más estricto sentido”, sugerimos, es la ideología más
convencionalmente entendida. Siguiendo a Raymond Williams (1977:109), quien parece aquí tener
La ideología alemana en mente, lo utilizamos para describir “un sistema articulado de significados,
valores y creencias de una clase que puede ser abstraída como (la) visión del mundo`” de cualquier
grupo social. Nacida en manifiestos explícitos y prácticas cotidianas, textos auto-concientes e
imágenes espontáneas, estilos populares y plataformas políticas, esta visión del mundo puede ser
más o menos sistemáticamente interna, más o menos asertivamente coherente en sus formas
externas. Pero, en tanto exista, provee un esquema organizador (una narrativa dominante?) de la
producción simbólica colectiva. Obviamente, invocando a Marx y Engels (1970) una vez más, la
ideología reinante de cualquier período o lugar será la del grupo dominante. Y, no obstante la
naturaleza y grado de su preeminencia pueda variar mucho, es probable que sea protegida, o aún
aplicada a la completa extensión de poder de aquellos que la reclaman como propia.
Pero otras poblaciones, subordinadas, al menos aquéllas con identidades comunitarias,
también tienen ideologías. Y por más que intenten afirmarse a sí mismas contra un grupo u orden
dominante, tal vez hasta intenten revertirlas relaciones de desigualdad, ellas también deben apelar
activamente a esas ideologías. De seguro, si va unida al nombre de una identidad colectiva,
cualquiera de tales luchas, auque parezca ser o no específicamente “política”, es una lucha
ideológica; porque necesariamente implica un esfuerzo para controlar los términos culturales en los
que se ordena el mundo, y dentro del cual se legitima el poder. Aquí, entonces, se encuentra la
diferencia básica entre hegemonía e ideología. Mientras que la primera consiste en constructos y
convenciones que han devenido en compartidas y naturalizadas en toda la comunidad política, la
segunda es la expresión y en última instancia la posesión de un grupo social particular, aunque
pueda ser circular ampliamente. La primera no es negociable y por lo tanto, esta fuera de todo
argumento directo; la segunda es más susceptible de ser percibida como una cuestión de opinión
contraria y de interés y entonces está abierta a la confrontación. La hegemonía homogeneiza, la
ideología articula. La hegemonía, en su mayor efectividad es muda; en contraste, dice de Certeau
(1948:46), “todo el tiempo, la ideología parlotea.”