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De Revelación y Revolución. (Of Revelation and Revolution) Jean y John Comaroff Traducción Paola Escobar y Miranda Gonzalez Martin A veces se dice que, mientras que la literatura de la transformación religiosa en África es muy amplia, existen pocos análisis antropológicos del encuentro evangélico mismo....aun el más ambicioso intento de escribir una etnografía histórica de una misión “en el campo” Colonial Evangelism de Beidelman, ha sido juzgada como “tristemente incompleta”, precisamente porque falla en alcanzar una perspectiva antropológica sistemática – o novelesca- para tratar el tema (Gray 1983: 405). Esta crítica también refleja la más general negación del colonialismo – de hecho de la historia misma- por una disciplina principalmente interesada hasta hace muy poco tiempo, en la sociedad y cultura Africana “tradicional”. Los historiadores sociales, por otra parte, estuvieron largamente preocupados, y hasta fascinados por, los evangelistas cristianos. Pero no estuvieron solos. En el gran despertar del África moderna, cuando los colonizados comenzaron a escribir sus propias historias y reflejar las tecnologías europeas de dominación, ellos también prestaron especial atención a “el misionero” – aunque más no sea para excoriarlo como un agente del imperialismo (Ayandele 1966; Majeke 1952; Zulú 1972). La condena se extendió también hacia las apologías académicas que retrataban a los hombres de iglesia europeos como filántropos bien intencionados (ej. Sillery 1971). Se señalaron estas perspectivas como modernas expresiones de la misma cultura misionera. Mientras que este debate desencontrado ensombreció posteriores disputas teóricas sobre el relativo peso de la agencia humana y las fuerzas estructurales en el cambio social africano, ambos argumentos se refieren a la misma pregunta tácita: “¿De que lado estuvieron realmente los cristianos?” Como resultado, la compleja dinámica histórica se vio reducida al calculo de intereses e intenciones, y el colonialismo mismo a una caricatura.. Además, una vez hecha, la pregunta presupuso una respuesta en una determinada línea. A saber, la contribución de los evangelistas al predicamento del África moderna, para bien o para mal, fue juzgada en términos de su rol político, estrechamente concebido. Esto queda bien ejemplificado por la así llamada tesis del “imperialismo misionero”. Dacha (1972: 647f), por ejemplo, sostiene que mientras que en el siglo XIX los jefes

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De Revelación y Revolución.

(Of Revelation and Revolution)

Jean y John Comaroff

Traducción Paola Escobar y Miranda Gonzalez Martin

A veces se dice que, mientras que la literatura de la transformación religiosa en África es

muy amplia, existen pocos análisis antropológicos del encuentro evangélico mismo....aun el más

ambicioso intento de escribir una etnografía histórica de una misión “en el campo” Colonial

Evangelism de Beidelman, ha sido juzgada como “tristemente incompleta”, precisamente porque

falla en alcanzar una perspectiva antropológica sistemática – o novelesca- para tratar el tema (Gray

1983: 405).

Esta crítica también refleja la más general negación del colonialismo – de hecho de la

historia misma- por una disciplina principalmente interesada hasta hace muy poco tiempo, en la

sociedad y cultura Africana “tradicional”. Los historiadores sociales, por otra parte, estuvieron

largamente preocupados, y hasta fascinados por, los evangelistas cristianos.

Pero no estuvieron solos. En el gran despertar del África moderna, cuando los colonizados

comenzaron a escribir sus propias historias y reflejar las tecnologías europeas de dominación, ellos

también prestaron especial atención a “el misionero” – aunque más no sea para excoriarlo como un

agente del imperialismo (Ayandele 1966; Majeke 1952; Zulú 1972). La condena se extendió

también hacia las apologías académicas que retrataban a los hombres de iglesia europeos como

filántropos bien intencionados (ej. Sillery 1971). Se señalaron estas perspectivas como modernas

expresiones de la misma cultura misionera. Mientras que este debate desencontrado ensombreció

posteriores disputas teóricas sobre el relativo peso de la agencia humana y las fuerzas estructurales

en el cambio social africano, ambos argumentos se refieren a la misma pregunta tácita: “¿De que

lado estuvieron realmente los cristianos?”

Como resultado, la compleja dinámica histórica se vio reducida al calculo de intereses e

intenciones, y el colonialismo mismo a una caricatura.. Además, una vez hecha, la pregunta

presupuso una respuesta en una determinada línea. A saber, la contribución de los evangelistas al

predicamento del África moderna, para bien o para mal, fue juzgada en términos de su rol político,

estrechamente concebido. Esto queda bien ejemplificado por la así llamada tesis del “imperialismo

misionero”. Dacha (1972: 647f), por ejemplo, sostiene que mientras que en el siglo XIX los jefes

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Tswana resistieron las actividades religiosas, los cristianos insistieron cada vez más en el “brazo

político del imperio” para barrer las jefaturas y volver a las comunidades más dóciles para sus

ministerios. Como ya veremos esto no esta equivocado, pero es distorsionantemente simplista.

Más recientemente el estudio de las misiones cristianas, al menos en el sur africano, ha sido

afectada por una “revolución historiográfica” (Marks 1989: 225). Este cambio radical ha impulsado

una mayor preocupación hacia la economía política; lo que significa los procesos a largo plazo de

conquista colonial, expansión capitalista, formación del estado y proletarización. También existe

una gran preocupación por el rol jugado por los evangelistas en (1) la reorganización de las

relaciones de producción en comunidades rurales (Trapido 1980); (2) la colaboración con la

penetración de capital y promoción del desarrollo de la agricultura campesina (Bundy 1979;

Cochrane 1987); y (3) incentivando la emergencia de clases, la aparición de elites negras, y la

disponibilidad de dócil trabajo industrial (Cuthbertson 1987; Etherington 1978). Existe, sin

embargo, desacuerdo sobre su nivel de eficacia. En una extremo Denoon (1973: 63f) declara que no

tuvieron impacto histórico del cual hablar, ciertamente no en Sudáfrica; de forma similar Horton

(1971) sostiene que, en África en toda su extensión, nunca fueron más que aceleradores

incidentales en el proceso global de racionalización. Elphick (1981), en el otro extremo, los

compara con revolucionarios: su elitismo auto-conciente y su independencia, tanto política como

económica, dice, les permitió soñar en transformar todos los aspectos de la vida africana. Pero esto,

también, es un punto de vista minoritario. Cuthbertson (1987:27), que parece malentender el

argumento de Elphick acerca de la autonomía de los hombres de iglesia, sostiene que no fueron solo

“prisioneros ideológicos” de la causa imperialista sino también “importantes agentes del

capitalismo occidental” (1987: 23, 28). Esta refutación puede no arrastrar acuerdo universal, aún si

la noción implícita de que el rol de la misión fue homogéneo y no fue ambiguo es suficientemente

común. Sin embargo, hoy por hoy la mayoría acuerda en una cosa: como una vez lo sostuvo

Strayer (1976: 12), el evangelismo en África difícilmente pueda identificarse como un motor

independiente de cambio social.

La obvia limitación en todo esto, especialmente para la antropología, es la preocupación por

la economía política a expensas de la cultura, el simbolismo y la ideología. Refiriéndose a el este,

oeste y sur de África, Ranger (1986: 32) señala que la más reciente historiografía de la temprana

cristiandad misionera ha sobredimensionado los factores políticos y económicos manifiestos en su

expansión. Resulta difícil que esto se restrinja únicamente al estudio de la transformación religiosa.

La cuestión, en última instancia, se asienta sobre las oposiciones presentes en las raíces ontológicas

de nuestro pensamiento social (mente y materia, lo concreto y el concepto, etc.) – oposiciones que

persisten a pesar de el creciente acuerdo en que el proceso primario comprometido en la producción

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del mundo cotidiano es inseparablemente material y pleno de significado. El impacto de los

evangelistas protestantes como heraldos del capitalismo industrial yace en el hecho de que su

misión civilizante fue simultáneamente simbólica y práctica, teológica y temporal. Los bienes y

técnicas que trajeron consigo al África presuponían los mensajes y significados que proclamaban en

el pulpito, y viceversa. Ambos fueron vehículos de la economía moral que celebraba el espíritu

global del comercio, la mercancía y el mercado imperial. De hecho, es en el significativo rol de la

práctica evangélica (a veces practicas materiales verdaderamente mundanas), que comenzamos a

encontrar una respuesta a la pregunta más básica, pero más intrincada, de la agencia histórica de los

misioneros cristianos: como es que ellos, como otros funcionarios coloniales, consiguieron

transformaciones políticas, sociales y económicas de largo alcance, en ausencia de recursos

concretos de cierta consecuencia.

La pregunta misma trae consigo una cuestión metodológica mucho más amplia; el

tratamiento analítico de la agencia histórica sui generis. Si, como señalo Giddens (1987: 60ff) la

relación entre “estructura y agencia” se ha vuelto un problema crucial para la teoría social moderna,

éste no ha sido resuelto en el estudio del colonialismo en el sur africano. Es cierto que la influencia

retórica de la batalla épica de Thompson (1978, cf. Giddens 1987: 203f.) por salvar el sujeto

humanista de la extinción estructuralista es tan evidente aquí como lo es en cualquier otra parte. En

este sentido Marks (1989: 225-6) observa que la nueva historiografía ha mostrado un creciente

interés por la “agencia humana” o “la cambiante experiencia de la gente ordinaria”. Aún así, en la

práctica, esto parece casi exclusivamente estar relacionado a (1) la reacción y la resistencia de los

negros a las fuerzas sin rostro de la colonización y el control, o (2) el esfuerzo de la “clase negra

africana para hacerse a ella misma”. Thompson (ej. 1975), en el caso inglés, puede haberse

encargado de demostrar que es importante tomar en cuenta las motivaciones de los gobernantes

como así también la de aquellos que son gobernados. Sin embargo, en lo que respecta al sur

africano, a excepción de unos pocos casos (Ranger 1987), no se ha prestado una atención

comparable a la conciencia e intencionalidad de aquellos identificados como “agentes” de

dominación. Casi contrariamente: sus acciones la mayoría de las veces continúan siendo vistas

como un reflejo de los procesos políticos y económicos. ¡Sin duda una inversión irónica, de las

distorsiones de una más temprana historiografía liberal!

Pero aquí hay más que mera ironía en juego. Tenemos el desafío de escribir una

antropología histórica del colonialismo que tenga en cuenta a todos los participantes, los motivos

que los condujeron, la conciencia que los informo, y los constreñimientos que los limitaron. Para

esto se vuelve imperante que desenvolvamos la dialéctica de la cultura y la conciencia, de la

convención y la invención, en este lugar particular del mundo. Una de las consecuencias de las

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variadas reacciones al estructuralismo en la década pasada nos recuerda cuan limitados han sido

nuestros éxitos en estos aspectos, o bien cual limitada ha sido la apelación a la naturaleza de la

intencionalidad, experiencia, y la imaginación. La agencia, como sugerimos anteriormente, no es

meramente la estructura en la voz activa. A pesar de que lo último pueda generar lo primero, no

siempre lo contiene. La práctica social tiene efectos que a veces rehacen al mundo (cf. Giddens

1987: 216); por eso mismo no puede ser disuelto en sociedad o cultura. Pero tampoco es una “cosa”

abstracta. La agencia humana es práctica investida con subjetividad, significado y, en términos más

o menos amplios, con poder. Es, en pocas palabras, motivada...

Escritos recientes en los límites de la historia y la antropología (ej. Cooper y Stoler 1989)

han comenzado a mostrar cuan importantes fueron las divisiones en las poblaciones colonizadoras;

como se relacionaban a las distinciones de clase, genero y nación, tanto en las naciones

colonizadoras como en las colonizadas; la manera en que jugaron a través de la línea racial entre

dominador y dominado, creando nuevas afinidades y alianzas que desdibujaron las antonimias del

mundo colonial. Las misiones cristianas se vieron atrapadas en estas complejidades desde el primer

momento. No sólo las varias denominaciones tienen diversas y frecuentemente contradictorios

diseños de África, diseños que a veces pueden tener consecuencias impredecibles; ...sus actividades

también los llevan a relaciones ambivalentes con otros europeos en la etapa colonial. Algunos

encuentran causas comunes, y cooperan abiertamente, con administradores y pobladores. Otros

terminan encerrados en una batalla con fuerzas seculares por, lo que toman como , el destino del

continente...

Por lo expuesto, el estudio de la cristiandad en África es más que un ejercicio en el análisis

del cambio de la religión. Es parte de la antropología histórica del colonialismo y la conciencia,

cultura y poder, parte de una antropología que toma en cuenta al colonizador y al colonizado, con

estructura y agencia...

Nuestra historia se teje a través de dos narrativas contrapuestas. Una habla de una misión

cristiana a específica y sus consecuencias; la segunda, de un más general proceso de colonización

postiluminista, en el cual europa debió apelar a las fuerzas de lo salvaje, la otredad, y lo irracional.

También contamos esto en dos partes... Nosotros trazamos las tempranas fases de la ofensiva

evangélica en las “Bechuanas”, abriendo una exploración de las raíces sociales y culturales – y las

motivaciones ideológicas- de la misión no conformista... En particular, examinamos las imágenes

de África que modelaron el sentido británico de su compromiso con los paganos en las fronteras de

la civilización... Estas imágenes tan populares tiene poca semejanza con la naturaleza de la sociedad

y la cultura en el “oscuro” interior..., un universo modelado por dinámicas históricas complejas que

tendrían, al correr del tiempo, su propio efecto sobre el encuentro evangélico y el proceso de

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colonización mismo. Especialmente significativos fueron los primeros momentos del encuentro...

Estas reuniones altamente ritualizadas de europeos y africanos –con su propia historia, su cultura,

sus intenciones- estableció los términos de la “larga conversación” que seguiría. En este

intercambio de signos y sustancia, cada parte intentaría tener alguna ganancia, algún dominio sobre

“el otro”: los hombres de iglesia, querían convertir a los Tswana a la cristiandad; los Tswana

pretendían derivar el poder de los hombres de la iglesia hacia ellos mismos... Para facilitar su

trabajo, los no conformistas intentaron dirigir una cuña entre el reino del espíritu y los asuntos

temporales del gobierno, tanto indígenas como imperiales... El objeto era sentar las bases para una

nueva economía moral basada en la clara separación de la iglesia y el estado, de las autoridades

sagradas y el poder secular –en pocas palabras, establecer un estado de colonialismo en anticipación

al Estado colonial. Irónicamente este esfuerzo intrincó a algunos cristianos en batallas claramente

seculares; batallas que no pudieron ganar por su indeterminancia inherente y la impotencia de su rol

en la arena política. También revelaría las contradicciones fundamentales entre la visión del mundo

prometida por ellos y el mundo producto de las políticas del imperio, un dominio terrenal en el cual

la misión de la iglesia fue cualquier cosa menos poderosa.

No fue solo en la brecha entre el reino del espíritu y las políticas del estado colonial donde

emergieron contradicciones. También emergieron en el trabajo evangélico mismo. Cuando los

cristianos reconstruyeron el mundo de vida Tswana, conjuraron un tipo de sociedad: una

democracia global de comodidad material y merito moral, de igualdad ante la ley y el señor. Aun

así, sus propias acciones condujeron a algo bastante distinto: un imperio de desigualdad, un

colonialismo de coerción y desposesión.. Una vez que la larga conversación hubo establecido los

términos del encuentro, los no conformistas intentaron rehacer a los africanos tanto a través de sus

actividades cotidianas –vestido, agricultura, arquitectura, etc.- así como también a través de la

educación formal. El impacto de esta campaña de reconstrucción, y el rango de reacciones al que

condujo, fue mediado por un proceso de formación de clase, un proceso al cual la misión misma

contribuyó en gran medida. Además debemos examinar las varias maneras en las cuales la cultura

diseminada por los hombres de iglesia se enraizó en el terreno social de los Tswana, parte de ella

para ser absorbida silenciosa y sutilmente en una “tradición” étnica reinventada o reificada, parte

para ser creativamente transformada, parte para ser trasladada para responder a los blancos.

Intentamos demostrar, en otra palabras, como partes del mensaje evangélico se insinuaron como el

entramado y los hilos de una hegemonía emergente, mientras otros dieron emergencia a formas

nobles de conciencia y acción.

Fueron tales formas nobles de conciencia que iluminaron las tempranas reacciones, las

primeras, embrionarias y poco definidas, expresiones de resistencia, para contradicción de la

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misión civilizante. Más tarde, con la emergencia de la burguesía negra cristianamente educada,

serían combustible de políticas nacionalistas negras con ambas causas de queja y retórica de

protesta....

Cultura, hegemonía, ideología

Las dificultades para establecer lo que Gramsci pudo haber pensado por hegemonía son

hasta el momento notables. Por razones relacionadas, tal vez, con las condiciones de su producción,

Los apuntes de la cárcel no resultan de gran ayuda. En ninguna parte en ellos hay una definición

clara o precisa (Lears 1985: 568). En ninguna parte encontramos la ampliamente caracterización de

Williams (1977: 108f.): estos es, lo “hegemónico” como un sistema de significados vividos y

valores, relaciones y prácticas, que le da forma a la realidad vivida… sólo en unos pocos lugares

Gramsci sí se aproxima a hablar en tales términos -y no sobre hegemonía per se. Más aún, la

definición citada más frecuentemente en comentarios recientes –“el “consenso” espontáneo dado

por las grandes masas de la población a la dirección general impuesta en la vida social por el grupo

dominante” (Gramsci 1971:12)- es realmente una descripción de una de las “funciones subalternas

de la hegemonía social y de la dominación política ejercida por los intelectuales”. Esto no sólo

genera más problemas de los que resuelve, sino que está lejos del concepto tal como viene siendo

utilizado en muchos escritos teóricos contemporáneos.

El hecho de que la noción de hegemonía de Gramsci haya sido establecida de una manera

tan asistemáticamente, la convirtió en un buen recurso argumentativo. Como un signo relativamente

vacío, ha sido capaz de servir a diversas posiciones y diferentes propósitos analíticos … Entre los

post-estructuralistas, su sostenida popularidad se debe en parte a que ofrece un acercamiento entre

teoría y práctica, pensamiento y acción, ideología y poder. Pero también se debe a que, como

explica Hebdige (1988: 206), para Gramsci “nada permanece anclado a …narrativas dominantes, a

identidades estables (positivas), a significados fijos y verdaderos: todas la relaciones sociales y

semánticas son cuestionables, por lo tanto, cambiantes.” Siempre incierta, la hegemonía se concreta

a través del equilibrio de fuerzas en pugna, y no por el aplastante cálculo de la dominación de clase

… También entre los post-marxistas, Gramsci se ha convertido en “el marxista que le puedes

presentar a tu madre” (Romano 1983), proporcionando un escape atractivo del materialismo vulgar

y del esencialismo, hablando de la producción como un continuo proceso ideológico, social y

económico (may 1988: 53f.)…

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Sin embargo, dada una apropiada especificación, el término resulta vital para nuestros

propósitos analíticos, ya que puede iluminar algunas de las conexiones vitales entre poder y cultura,

ideología y conciencia. Habiendo dicho esto, la única alternativa es explicar exhaustivamente

nuestro uso entre toda la ambigüedad. Lo hacemos, como hemos dicho, situándolo en un conjunto

de términos analíticos más abarcativo –y en un problema etnográfico e histórico particular.

Algunos teóricos han intentado directa (Williams 1977: 108f) o indirectamente (por

ejemplo, Lears 1985:572f) afirmar la superioridad de la noción de hegemonía por sobre la de

cultura y/o la de ideología; como si una pudiera subsumir y reemplazar a las otras. En relación con

este argumento, aparece la idea de que cultura más poder equivale a hegemonía, una ecuación que

simplifica los tres términos. No sorprende el razonamiento que subyace a este argumento … la

concepción antropológica de cultura ha sido largamente criticada, especialmente por marxistas, por

exagerar lo implícito, lo sistémico, lo consensuado, por tratar a los símbolos y significados como si

fueran mentales y ahistóricos, y por ignorar sus dimensiones de poder y dominio. A la inversa, las

teorías marxistas de la ideología y la conciencia han sido criticadas por los antropólogos por

desatender las maneras complejas en que el significado habita en la conciencia y la ideología.

Ni la ideología ni la conciencia, sigue el argumento, es meramente cultura en acción. Al

contrario, ellas son productos de un proceso en el cual los seres humanos despliegan los signos y

relaciones significativos para construir sus vidas y sus mundos; signos y relaciones configuradas

por un estructurado e implícito repertorio de formas que subyacen a las superficies de la experiencia

cotidiana. Si la cultura parece necesitar del poder para ser completa, entonces, la ideología y la

conciencia parecen necesitar una buena dosis de semántica. Sumen todo esto y la suma de las partes

parecería ser “hegemonía”. Pero existe un problema, tanto con la aritmética de la autoridad como

con la matemática del significado. Como es posible, y ciertamente inevitable, que algunos símbolos

y significados no sean hegemónicos -es imposible que cualquier hegemonía pueda asumir todos los

signos del mundo como propios- la cultura no puede ser subsumida en la hegemonía, con

independencia de los términos en que sea conceptualizada. El significado puede no ser nunca

inocente, pero tampoco es meramente reductible a posiciones de poder.

Gramsci claramente entendió esto. En vez de posicionar “hegemonía” como reemplazo de

“cultura” o de “ideología”, él conceptualizó las tres nociones de manera distintiva. Más aún, a

veces, “cultura” fue descripta de una manera que muchos antropólogos no objetarían: como un

conjunto de valores, normas, creencias e instituciones que, “siendo reflejado … en el lenguaje” y

siendo también tan profundamente histórico, expresa una “concepción compartida del mundo”

encarnada en una “unidad socio-cultural” (1971: 349). Esta “concepción común” estaba compuesta

por un conjunto de “disposiciones”, una “mentalidad popular”, la cual debía ser apropiada por

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cualquier hegemonía (pp. 348f., 26f.). Pero Gramsci fue más lejos, al construir una cadena explícita

de asociaciones en la cual las “concepciones compartidas del mundo” fueron equiparadas con los

“movimientos culturales”, y, alternativamente, con “filosofías” (p. 328). Significativamente, unas

cuantas páginas antes (p. 323), dijo que la “filosofía espontánea” -por ejemplo la filosofía práctica

de “cualquier persona”- estaba contenida en (1) el lenguaje, él mismo un conjunto de “determinadas

nociones y conceptos”; (2) el buen sentido común; y (3) el “sistema total de creencias,

supersticiones, maneras de ver las cosas y de actuar.”

Aquí, cerrado el círculo, parece que tenemos la imagen Gramsciana de la cultura como una

totalidad. Es a partir del repertorio compartido de prácticas, símbolos y significados, que las formas

hegemónicas son moldeadas –y, por consiguiente, resistidas. O, en otras palabras, es el campo

históricamente situado de significantes, a la vez material y simbólico, en el cual acontece la

dialéctica de dominación y resistencia, la construcción y ruptura de consenso … Por ahora …

siguiendo el Geist de Gramsci, consideremos a la cultura como el lugar de práctica de significación,

el espacio semántico sobre el cual los seres humanos se construyen y representan a sí mismos y a

los otros -y, por lo tanto, a la sociedad y a la historia. Como se sugiere, no es meramente un montón

de mensajes, un repertorio de signos proyectados en una pantalla mental neutral. Tiene forma, así

como contenido; nace en acción, así como en pensamiento; es producto de la creatividad humana

así como repetición (mimesis); y, sobre todo, está dotada de poder (empowered), pero no de la

misma forma ni todo el tiempo.

Aquí es donde hegemonía e ideología otra vez se tornan significativas. Ellas son las dos

formas dominantes en las cuales el poder ingresa -o más precisamente, es vinculado a- la cultura. Es

a través de ellas, entonces, que la relación entre poder y cultura debe ser finalmente comprendida,

aunque es necesario un paso más: que el poder mismo tiene varias caras. A veces aparece como la

(relativa) capacidad de los seres humanos de darle forma a las acciones y percepciones de los otros

ejerciendo el control sobre la producción, circulación y consumo y de signos y objetos, sobre la

construcción de subjetividades y realidades. Este es el poder en su modo de agencia: se refiere

control manejado por los hombres en contextos históricos específicos. Pero el poder también,

presenta, o mejor dicho, se esconde, él mismo en las formas de la vida cotidiana. A veces atribuido

a fuerzas suprahistóricas, trascendentales (dioses o ancestros, naturaleza o física, instinto biológico

o probabilidad), esta formas no son fácilmente cuestionadas. Siendo “naturales” e “inefables”, ellas

parecen hallarse más allá de la agencia humana, a pesar de que los intereses a los que sirven pueden

ser demasiado humanos. Esta clase de poder no agente prolifera del terreno de la política

institucional, saturando cosas tales como lo estético y lo ético, la construcción de la forma y de la

representación corporal, el conocimiento médico y el saber mundano. Y además, puede no ser

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representado del todo como poder, dado que sus efectos raramente son modeladas por una explicita

compulsión. Son internalizadas, bajo su disfraz negativo, como limitaciones; en su disfraz neutral,

como convenciones; y en su disfraz positivo, como valores. Aún el silencioso poder del signo, la

autoridad no dicha del hábito, puede ser tan efectiva como la coerción más violenta, en cuanto a la

configuración, dirección y aún dominación social del pensamiento y de la acción.

Por supuesto, nada de esto es nuevo: la identificación de tecnologías y tipologías de poder se

ha convertido ha adquirido una importancia considerable en la teoría social moderna. … El punto,

sin embargo, va mucho más atrás. Para Marx, por tomar un ejemplo, el poder del capitalista era

claramente distinto del poder de la mercancía, el contraste se corresponde ampliamente con la

manera en la cual la ideología es descripta en La ideología alemana y El Capital, respectivamente

… En el primer libro aparece primordialmente como un conjunto de ideas que reflejan los intereses

de la clase dominante ideas que, invertidas a través de una cámara oscura, se imprimen sobre la

(falsa) conciencia del proletariado (Marx y Engels 1970: 64f.). En otras palabras, es una función de

la capacidad del dominante de imponer a otros su voluntad y su visión del mundo. A diferencia, en

El Capital, la ideología no es nombrada de ese modo, y no se afirma que emerge mecánicamente

como efecto de la política de dominación de clase. Se sostiene, en cambio, al residir sin ser vista en

la mercancía misma. Para la producción mercantil, el modo dominante de creación de valor en el

capitalismo moderno, crea todo un mundo de relaciones sociales a su propia imagen, un mundo que

aparece como gobernado por leyes naturales, más allá de y por sobre la intervención humana.

Ciertamente, es la inversión por la cual las relaciones entre las personas parecen estar determinadas

por relaciones entre objetos, y no al revés, lo que produce el fetichismo de la mercancía; y en este

momento ontológico un conjunto específicamente histórico de desigualdades se enraiza en la

experiencia subjetiva y colectiva, determinando la manera en que el orden social es percibido y

sobre el que se actúa (Giddens 1979: 183; Marx 1967:71f). El contraste entre dos imágenes de la

ideación, en breve, se corresponde con aquél entre las dos formas de poder. La primera está

directamente sostenida por la agencia de los grupos sociales dominantes; la segunda deriva, como

es natural, de la misma construcción de la economía y la sociedad. De este modo, Marx decidió

llamar a la primera “ideología”. La otra, a la cual no nombró con un término específico, deja el

terreno para una caracterización de hegemonía.

Hasta ahora, también hemos utilizado ambos términos sin diferenciarlos. Significativamente,

existe un pasaje en los Apuntes desde la cárcel en el cual Gramsci habla de “ideología” -entre

comillas- en su “más estricto sentido.” Aquí es donde él se acerca más a la definición de

“hegemonía” como aparece en El Capital, tal como Williams y otros la han caracterizado -y como

teóricos como Bourdieu (1977) la han transpuesto y re-desplegado. En sus propias palabras, es una

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“concepción del mundo que está implícitamente manifiesta en el arte, en las leyes, en la actividad

económica y en todas las manifestaciones de la vida individual y colectiva” (Gramsci 1971: 328).

Esta, sin embargo, no es cualquier concepción del mundo. Es la concepción dominante, una

ortodoxia que se ha establecido a sí misma como “históricamente verdadera” y concretamente

“universal” (p. 348). Partiendo de esto y de sus raíces conceptuales, utilizamos hegemonía para

referirnos a aquél conjunto de signos y prácticas, relaciones y distinciones, imágenes y

epistemologías -modeladas desde un campo cultural históricamente situado- que es considerado

como algo dado y que no se cuestiona, la forma del mundo y todo lo que lo hay en él como lo

heredado y recibido. Consiste, parafraseando a Bourdieu (1977:167), en hechos sin palabras,

porque, siendo axiomáticos, ellos ocurren sin hablar; hechos que, siendo presumiblemente

compartidos, no son normalmente objeto de explicación o argumentación (p. 94). Es por ello que su

poder con frecuencia ha sido visto como asentado en lo que silencia, en lo que previene a la gente

de pensar y decir, en lo que pone fuera de los límites de lo racional y de lo creíble. En un sentido

bastante literal, la hegemonía es formadora de hábitos. Por estas razones, raramente es directamente

enfrentada, a excepción tal vez de los sueños de los revolucionarios. Por una vez, se revelan sus

contradicciones internas, cuando lo que parecía natural se convierte en negociable, cuando lo

inefable es puesto en palabras -entonces la hegemonía se convierte en algo distinto a lo que es. Se

convierte en ideología y contraideología, en la “ortodoxia” y la “heterodoxia” de la formulación de

Bourdieu (1977). Más comúnmente, sin embargo, tales luchas continuan siendo conflicto de

simbolos, el iconoclasmo práctico que se produce cuando las tensiones entre lo hegemónico –o en

términos del habito y el habitat- reclama una resolución inmediata.

La ideología en menos que su “más estricto sentido”, sugerimos, es la ideología más

convencionalmente entendida. Siguiendo a Raymond Williams (1977:109), quien parece aquí tener

La ideología alemana en mente, lo utilizamos para describir “un sistema articulado de significados,

valores y creencias de una clase que puede ser abstraída como (la) visión del mundo`” de cualquier

grupo social. Nacida en manifiestos explícitos y prácticas cotidianas, textos auto-concientes e

imágenes espontáneas, estilos populares y plataformas políticas, esta visión del mundo puede ser

más o menos sistemáticamente interna, más o menos asertivamente coherente en sus formas

externas. Pero, en tanto exista, provee un esquema organizador (una narrativa dominante?) de la

producción simbólica colectiva. Obviamente, invocando a Marx y Engels (1970) una vez más, la

ideología reinante de cualquier período o lugar será la del grupo dominante. Y, no obstante la

naturaleza y grado de su preeminencia pueda variar mucho, es probable que sea protegida, o aún

aplicada a la completa extensión de poder de aquellos que la reclaman como propia.

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Pero otras poblaciones, subordinadas, al menos aquéllas con identidades comunitarias,

también tienen ideologías. Y por más que intenten afirmarse a sí mismas contra un grupo u orden

dominante, tal vez hasta intenten revertirlas relaciones de desigualdad, ellas también deben apelar

activamente a esas ideologías. De seguro, si va unida al nombre de una identidad colectiva,

cualquiera de tales luchas, auque parezca ser o no específicamente “política”, es una lucha

ideológica; porque necesariamente implica un esfuerzo para controlar los términos culturales en los

que se ordena el mundo, y dentro del cual se legitima el poder. Aquí, entonces, se encuentra la

diferencia básica entre hegemonía e ideología. Mientras que la primera consiste en constructos y

convenciones que han devenido en compartidas y naturalizadas en toda la comunidad política, la

segunda es la expresión y en última instancia la posesión de un grupo social particular, aunque

pueda ser circular ampliamente. La primera no es negociable y por lo tanto, esta fuera de todo

argumento directo; la segunda es más susceptible de ser percibida como una cuestión de opinión

contraria y de interés y entonces está abierta a la confrontación. La hegemonía homogeneiza, la

ideología articula. La hegemonía, en su mayor efectividad es muda; en contraste, dice de Certeau

(1948:46), “todo el tiempo, la ideología parlotea.”