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Unidad 3: narrativa

La madre de Ernesto

Abelardo Castillo

Si Ernesto se enteró de que ella había vuelto (cómo había vuelto), nunca lo supe,

pero el caso es que poco después se fue a vivir a El Tala, y, en todo aquel verano,

sólo volvimos a verlo una o dos veces. Costaba trabajo mirarlo de frente. Era

como si la idea que Julio nos había metido en la cabeza -porque la idea fue de él,

de Julio, y era una idea extraña, turbadora: sucia- nos hiciera sentir culpables. No

es que uno fuera puritano, no. A esa edad, y en un sitio como aquél, nadie es

puritano. Pero justamente por eso, porque no lo éramos, porque no teníamos nada

de puros o piadosos y al fin de cuentas nos parecíamos bastante a casi todo el

mundo, es que la idea tenía algo que turbaba. Cierta cosa inconfesable, cruel.

Atractiva. Sobre todo, atractiva.

Fue hace mucho. Todavía estaba el Alabama, aquella estación de servicio que

habían construido a la salida de la ciudad, sobre la ruta. El Alabama era una

especie de restorán inofensivo, inofensivo de día, al menos, pero que alrededor de

medianoche se transformaba en algo así como un rudimentario club nocturno.

Dejó de ser rudimentario cuando al turco se le ocurrió agregar unos cuartos en el

primer piso y traer mujeres. Una mujer trajo.

–¡No!

–Sí. Una mujer.

–¿De dónde la trajo?

Clase 2 “La madre de Ernesto” de Abelardo Castillo. “Los ahogados” de Orlando Barone “Axolotl” de Julio Cortázar. “El rechazo” de Franz Kafka. “Cuentos Clasificados 1”, AA.VV. Buenos Aires, Cántaro, 1998. p. p. 9-28

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Julio asumió esa actitud misteriosa, que tan bien conocíamos –porque él tenía

un particular virtuosismo de gestos, palabras, inflexiones que lo hacían raramente

notorio, y envidiable, como a un módico Brummel de provincias–, y luego, en voz

baja, preguntó:

–¿Por dónde anda Ernesto?

En el campo, dije yo. En los veranos Ernesto iba a pasar unas semanas a El

Tala, y esto venía sucediendo desde que el padre, a causa de aquello que pasó

con la mujer, ya no quiso regresar al pueblo. Yo dije en el campo, y después

pregunté:

–¿Qué tiene que ver Ernesto?

Julio sacó un cigarrillo. Sonreía.

–¿Saben quién es la mujer que trajo el turco?

Aníbal y yo nos miramos. Yo me acordaba ahora de la madre de Ernesto. Nadie

habló. Se había ido hacía cuatro años, con una de esas compañías teatrales que

recorren los pueblos: descocada, dijo esa vez mi abuela. Era una mujer linda.

Morena y amplia: yo me acordaba. Y no debía de ser muy mayor, quién sabe si

tendría cuarenta años.

–Atorranta, ¿no?

Hubo un silencio y fue entonces cuando Julio nos clavó aquella idea entre los

ojos. O, a lo mejor, ya la teníamos.

–Si no fuera la madre...

No dijo más que eso.

Quién sabe. Tal vez Ernesto se enteró, pues durante aquel verano sólo lo

vimos una o dos veces (más tarde, según dicen, el padre vendió todo y nadie

volvió a hablar de ellos), y, las pocas veces que lo vimos, costaba trabajo mirarlo

de frente.

–Culpables de qué, che. Al fin de cuentas es una mujer de la vida, y hace tres

meses que está en el Alabama. Y si esperamos que el turco traiga otra, nos

vamos a morir de viejos.

Después, él, Julio, agregaba que sólo era necesario conseguir un auto, ir,

pagar y después me cuentan, y que si no nos animábamos a acompañarlo se

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buscaba alguno que no fuera tan braguetón, y Aníbal y yo no íbamos a dejar que

nos dijera eso.

–Pero es la madre.

–La madre. ¿A qué llamás madre vos?: una chancha también pare chanchitos.

–Y se los come.

–Claro que se los come. ¿Y entonces?

–Y eso qué tiene que ver. Ernesto se crió con nosotros.

Yo dije algo acerca de las veces que habíamos jugado juntos; después me

quedé pensando, y alguien, en voz alta, formuló exactamente lo que yo estaba

pensando. Tal vez fui yo:

–Se acuerdan cómo era.

Claro que nos acordábamos, hacía tres meses que nos veníamos acordando.

Era morena y amplia; no tenía nada de maternal.

–Y además ya fue medio pueblo. Los únicos somos nosotros.

Nosotros: los únicos. El argumento tenía la fuerza de una provocación, y

también era una provocación que ella hubiese vuelto. Y entonces, puercamente,

todo parecía más fácil. Hoy creo –quién sabe– que, de haberse tratado de una

mujer cualquiera, acaso ni habríamos pensado seriamente en ir. Quién sabe.

Daba un poco de miedo decirlo, pero, en secreto, ayudábamos a Julio para que

nos convenciera; porque lo equívoco, lo inconfesable, lo monstruosamente

atractivo de todo eso, era, tal vez, que se trataba de la madre de uno de nosotros.

–No digas porquerías, querés -me dijo Aníbal.

Una semana más tarde, Julio aseguró que esa misma noche conseguiría el

automóvil. Aníbal y yo lo esperábamos en el bulevar.

–No se lo deben de haber prestado.

–A lo mejor se echó atrás.

Lo dije como con desprecio, me acuerdo perfectamente. Sin embargo fue una

especie de plegaria: a lo mejor se echó atrás. Aníbal tenía la voz extraña, voz de

indiferencia:

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–No lo voy a esperar toda la noche; si dentro de diez minutos no viene, yo me

voy.

–¿Cómo será ahora?

–Quién... ¿la tipa?

Estuvo a punto de decir: la madre. Se lo noté en la cara. Dijo la tipa. Diez

minutos son largos, y entonces cuesta trabajo olvidarse de cuando íbamos a jugar

con Ernesto, y ella, la mujer morena y amplia, nos preguntaba si queríamos

quedarnos a tomar la leche. La mujer morena. Amplia.

–Esto es una asquerosidad, che.

–Tenés miedo – dije yo.

–Miedo no; otra cosa.

Me encogí de hombros:

–Por lo general, todas estas tienen hijos. Madre de alguno iba a ser.

–No es lo mismo. A Ernesto lo conocemos.

Dije que eso no era lo peor. Diez minutos. Lo peor era que ella nos conocía a

nosotros, y que nos iba a mirar. Sí. No sé por qué, pero yo estaba convencido de

una cosa: cuando ella nos mirase iba a pasar algo.

Aníbal tenía cara de asustado ahora, y diez minutos son largos: Preguntó:

–¿Y si nos echa?

Iba a contestarle cuando se me hizo un nudo en el estómago: por la calle

principal venía el estruendo de un coche con el escape libre.

–Es Julio –dijimos a dúo.

El auto tomó una curva prepotente. Todo en él era prepotente: el buscahuellas,

el escape. Infundía ánimos. La botella que trajo también infundía ánimos.

–Se la robé a mi viejo.

Le brillaban los ojos. A Aníbal y a mí, después de los primeros tragos, también

nos brillaban los ojos. Tomamos por la Calle de los Paraísos, en dirección al paso

a nivel. A ella también le brillaban los ojos cuando éramos chicos, o, quizá, ahora

me parecía que se los había visto brillar. Y se pintaba, se pintaba mucho. La boca,

sobre todo.

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–Fumaba, ¿te acordás?

Todos estábamos pensando lo mismo, pues esto último no lo había dicho yo,

sino Aníbal; lo que yo dije fue que sí, que me acordaba, y agregué que por algo se

empieza.

–¿Cuánto falta?

–Diez minutos.

Y los diez minutos volvieron a ser largos; pero ahora eran largos exactamente

al revés. No sé. Acaso era porque yo me acordaba, todos nos acordábamos, de

aquella tarde cuando ella estaba limpiando el piso, y era verano, y el escote al

agacharse se le separó del cuerpo, y nosotros nos habíamos codeado.

Julio apretó el acelerador.

–Al fin de cuentas, es un castigo –tu voz, Aníbal, no era convincente–: una

venganza en nombre de Ernesto, para que no sea atorranta.

–¡Qué castigo ni castigo!

Alguien, creo que fui yo, dijo una obscenidad bestial. Claro que fui yo. Los tres

nos reímos a carcajadas y Julio aceleró más.

–¿Y si nos hace echar?

–¡Estás mal de la cabeza vos! ¡En cuanto se haga la estrecha lo hablo al turco,

o armo un escándalo que les cierran el boliche por desconsideración con la

clientela!

A esa hora no había mucha gente en el bar: algún viajante y dos o tres

camioneros. Del pueblo, nadie. Y, vaya a saber por qué, esto último me hizo sentir

audaz. Impune. Le guiñé el ojo a la rubiecita que estaba detrás del mostrador;

Julio, mientras tanto, hablaba con el turco. El turco nos miró como si nos

estudiara, y por la cara desafiante que puso Aníbal me di cuenta de que él también

se sentía audaz. El turco le dijo a la rubiecita:

–Llevalos arriba.

La rubiecita subiendo los escalones: me acuerdo de sus piernas. Y de cómo

movía las caderas al subir. También me acuerdo de que le dije una indecencia, y

que la chica me contestó con otra, cosa que (tal vez por el coñac que tomamos en

el coche, o por la ginebra del mostrador nos causó mucha gracia. Después

estábamos en una sala pulcra, impersonal, casi recogida, en la que había una

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mesa pequeña: la salita de espera de un dentista. Pensé a ver si nos sacan una

muela. Se lo dije a los otros:

–A ver si nos sacan una muela.

Era imposible aguantar la risa, pero tratábamos de no hacer ruido. Las cosas

se decían en voz muy baja.

–Como en misa – dijo Julio, y a todos volvió a parecernos notablemente

divertido; sin embargo, nada fue tan gracioso como cuando Aníbal, tapándose la

boca y con una especie de resoplido, agregó:

–¡Mirá si en una de ésas sale el cura de adentro!

Me dolía el estómago y tenía la garganta seca. De la risa, creo. Pero de pronto

nos quedamos serios. El que estaba adentro salió. Era un hombre bajo,

rechoncho; tenía aspecto de cerdito. Un cerdito satisfecho. Señalando con la

cabeza hacia la habitación, hizo un gesto: se mordió el labio y puso los ojos en

blanco.

Después, mientras se oían los pasos del hombre que bajaba, Julio pregunto:

–¿Quién pasa?

Nos miramos. Hasta ese momento no se me había ocurrido, o no había dejado

que se me ocurriese, que íbamos a estar solos, separados –eso: separados-

delante de ella. Me encogí de hombros.

–Qué sé yo. Cualquiera.

Por la puerta a medio abrir se oía el ruido del agua saliendo de una canilla.

Lavatorio. Después, un silencio y una luz que nos dio en la cara; la puerta

acababa de abrirse del todo. Ahí estaba ella. Nos quedamos mirándola,

fascinados. El deshabillé entreabierto y la tarde de aquel verano, antes, cuando

todavía era la madre de Ernesto y el vestido se le separó del cuerpo y nos decía si

queríamos quedarnos a tomar la leche. Sólo que la mujer era rubia ahora. Rubia y

amplia. Sonreía con una sonrisa profesional; una sonrisa vagamente infame.

–¿Bueno?

Su voz, inesperada, me sobresaltó: era la misma. Algo, sin embargo, había

cambiado en ella, en la voz. La mujer volvió a sonreír y repitió "bueno", y era como

una orden; una orden pegajosa y caliente. Tal vez fue por eso que, los tres juntos,

nos pusimos de pie. Su deshabillé, me acuerdo, era oscuro, casi traslúcido.

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–Voy yo –murmuró Julio, y se adelantó, resuelto.

Alcanzó a dar dos pasos: nada más que dos. Porque ella entonces nos miró

de lleno, y él, de golpe, se detuvo. Se detuvo quién sabe por qué: de miedo, o de

vergüenza tal vez, o de asco. Y ahí se terminó todo. Porque ella nos miraba y yo

sabía que, cuando nos mirase, iba a pasar algo. Los tres nos habíamos quedado

inmóviles, clavados en el piso; y al vernos así, titubeantes, vaya a saber con que

caras, el rostro de ella se fue transfigurando lenta, gradualmente, hasta adquirir

una expresión extraña y terrible. Sí. Porque al principio, durante unos segundos,

fue perplejidad o incomprensión. Después no. Después pareció haber entendido

oscuramente algo, y nos miró con miedo, desgarrada, interrogante. Entonces lo

dijo. Dijo si le había pasado algo a él, a Ernesto.

Cerrándose el deshabillé lo dijo.

Los ahogados

Orlando Barone*

La mujer tendría treinta y tantos años. O más quizás. Pero el tono bronceado de

su piel, su cuerpo deportivo y delgado metido en un buzo, y el pelo rubio, revuelto,

la rejuvenecían. Al menos ante los ojos del pescador solitario que sin querer la

había descubierto cuando ella caminaba entre los peñascos.

Era un atardecer de otoño en Punta del Diablo, ese pueblito uruguayo que sin los

turistas del verano parece sacado de Moby Dick, y donde sólo es posible

encontrar hombres toscos, barquitos destartalados que al alba se hacen al mar,

tiburones vaciados y secándose en largas filas al sol, y una taberna miserable

llena de olor a tabaco. Hay allí un cementerio increíble con diez o doce cruces

desorientadas semihundidas en un arenal sin fronteras ni ninguna entrada ni

salida. Se siente la impresión de que allí no se muere nadie, aunque se sabe que

son menos los que se entierran que los que se ahogan y se pierden para siempre

en el mar.

La muchacha -ahora podemos decir la muchacha, desde la visión de aquel

hombre duro y fatalmente solitario- vacilaba cada tanto entre los pequeños

obstáculos de piedra. Al rato pudo lograr su objetivo: pararse en la roca más alta

desde donde se alcanzaba a dominar todo el mar. Mientras ella, levemente

temblorosa por el viento o la soledad, o quién sabe qué sentimientos profundos

que la acosaban miraba como encantada hacia lo infinito, el hombre la miraba a

ella arrebatado.

A lo lejos, entonces, se oyó el motor del auto que ella había contratado en el Este,

que se volvía con el chofer. En el pueblo nadie parecía darse cuenta de nada; los

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rumores del paisaje sepultaban los pequeños rumores de una bomba de agua o

de una voz entre las casas sin destino aparente. La muchacha y el pescador

seguían en la playa, apenas separados por un trecho de arena húmeda. Ninguno

de los dos se había visto nunca; aunque ahora el pescador era el único de los dos

que había visto al otro.

Acaso para la sencilla preocupación de aquel hombre esa mujer, esa tarde, había

ido allí por extravagancia, sin saber dónde iba. Tantas turistas aburridas de una

situación confortable se creían capaces, un instante, de integrarse a esa vida

incómoda que les parecía bellamente salvaje. Pero solo un instante.

Sin embargo, la manera en que ella se inclinaba en la roca sin interés por el

pueblito ni por ninguna otra cosa fuera del mar, revelaban una actitud decidida,

una elección meditada, no empujada por el azar o por un acto irreflexivo.

El hombre antes de eso había tomado vino. El vino dentro de él se movía como el

agua que él veía agitarse delante. Eran dos mares, el de afuera y el de adentro

buscándose, arañándose, lamiéndose, y él en el medio ahogándose. Por culpa de

la intrusa, de esa presencia conmovedora y confusa, el vino empieza a inquietarlo.

Ve imágenes alteradas: las de una mujer desnuda entrando y saliendo del mar; un

tiburón arponeado en el corazón, desangrándose; una gaviota sobre una almeja,

picoteándola. En cada una de esas imágenes hay curvas, hay algo rojo o húmedo,

hay movimientos eróticos. Aunque el hombre no sabe interpretar esos signos y

jamás se le hubiera ocurrido esa palabra -eróticos- siente que esa circunstancia es

un privilegio y quiere asumirla. Gozarla.

Se toca instintivamente la nuca como si se acariciara con un cuchillo. Tiene calor,

a pesar de que está casi desnudo y el viento es frío. Hay un olor a peces y a

gaviotas vivas y muertas y en la playa no hay nadie. Los barquitos de pesca

duermen en la arena como si los hubieran abandonado hace mucho y hubieran de

estar así eternamente. Las casuchas, apenas iluminadas por un pabilo o una

lámpara a kerosén o garrafa, se pierden semienterradas entre los médanos. Las

sombras entre las dunas hacen que todo parezca mar. Algo irreal le concierne a

esa parte del mundo; ni siquiera tocándose el cuerpo el hombre siente que es una

prueba de que existe. Nunca el vino y el mar juntos le han producido ese efecto: el

de un náufrago en una isla desierta que acabara de descubrir un tesoro. No se

pregunta si el tesoro le sirve en esa situación límite. Tampoco si el tesoro es

auténtico o apócrifo, y si no lo han puesto allí para engañarlo. Es crédulo esta vez

porque la pasión no duda: arremete.

La luna surge como un ojo de pescado obsesivo y lleno de una luz muerta, una luz

alimentada por restos de cosas hundidas e irrevocables; ahogadas.

La mujer, ágil y decidida, se saca el buzo; no tiene puesto nada debajo. A treinta

metros el otro cuerpo se sacude instintivamente; jamás sintió el hombre lo que

ahora sentía con una lucidez saturada de perversión y de incontrolables

vaharadas de algo sucio o limpio, quién sabe.

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En él la tentación de saltar los treinta metros y atraerla hacia sí, cede paso a un

pensamiento estratégico y paciente. Intuye que la muchacha ha ido hacia allí a

buscar algo. A despojarse de alguna historia de amor, a borrar a un hombre. Cree

recordarla un domingo anterior acompañada de un muchacho rubio con su tabla

de velas. Los recuerda besándose; los ve una y otra vez desde el barco mientras

se hace a la mar y prepara sus redes. La escena se disipa en un remolino de

ideas turbias que achaca al vino. La mujer se agita, se altera como si la recorriese

una anguila eléctrica. No sabe cómo ni por qué: presiente una desproporción entre

lo que él espera y la realidad, entre lo que él desea poseer y lo que el destino le

concede.

Han pasado pocos minutos y acaba de sacarse el cuchillo del cordel que ajusta el

único trapo que usa, más por hábito que por pudor, entre la cintura y los muslos.

El tacto en la empuñadura lo inquieta. O lo excita. Ve el hermoso pecho de la

muchacha lleno de luz blanca y se acuerda de aquel gran pez al que nunca pudo

atrapar aunque se colgaba de sus anzuelos y después de simular y hacerle creer

que cedía, desaparecía otra vez en el mar, burlándose.

Clava el cuchillo en la arena y siente que se desprende de un mal con alivio. Una

reacción extraña si se piensa cuánta violencia ha provocado siempre en su

corazón no medir la frontera del vino.

En ese momento oye el ruido de un cuerpo arrojándose al mar. No tiene tiempo de

pensar nada; ve a la muchacha nadar y alejarse y ve que su estilo es suave, como

de alga.

Absorbido por su propia inocencia el hombre resume su perpleja visión lleno de

esperanza: piensa que la muchacha nadará y volverá antes de cruzar la

rompiente. Él se le acercará entonces, se le acercará, eso piensa ya olvidado del

cuchillo que ha clavado en la arena. Ya olvidado de todo.

Se agarra con los pies en el médano. Está en una posición de animal hechizado

por una presa. Pero lo que distingue en la oscuridad lo sacude y conmueve: la ve

alejarse hasta hacerse chiquita que parece perderse. Donde ella se pierde los

tiburones podrían encontrarla.

Tiene miedo de eso, de que ella no vuelva; aunque tal vez ella ya sabe lo que

hace. Es rubia. Y está triste. Rubia o morena, del color que alguien sea la tristeza

es la misma. Nunca el pescador lo ha sabido como ahora.

Todo se esfuma de pronto; se complica como si alguien enturbiara el paisaje

agitándolo con la mano. El pescador ha decidido arrojarse al agua; se zambulle

mirando el pelo de oro de la muchacha plateado por la luna y las olas. Nada. Sus

brazadas son fuertes y profundas y desprolijas, no obstante cree que llegaría a

cualquier parte si se trata de seguirla.

Ha nacido en el mar. Sin darse cuenta nada y nada hasta convertirse él también

en un puntito indescifrable desde la orilla.

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Son dos puntos colocados tangencialmente en el borde del paisaje lejano. En el

borde del mundo. Hay una escena vacía iluminada brutalmente por los faros de un

auto detenido en la playa. A la escena se incorporan el cuchillo del pescador

semihundido en la arena; y más allá la ropa de la muchacha lamida y arrastrada

por la creciente.

El enamorado que acaba de bajarse del auto corre en la oscuridad de un lado a

otro. Mira el cuchillo. Mira el mar sin ver nada. Los pobladores de las casuchas

destartaladas, todos, dormirán hasta el alba. Mañana la imaginación popular tejerá

historias desorbitadas.

* Orlando Barone nació en Buenos Aires en 1941. Periodista y escritor. Sus textos

se caracterizan por su aguda e irónica observación sociológica. Su última novela

La locomotora de fuego (1991) fue finalista del Premio Plaza y Janés, de

España. Actualmente es columnista del diario La Nación, la revista Debate y Radio

Continental.

Axolotl

Julio Cortázar

Hubo un tiempo en que yo pensaba mucho en los axolotl. Iba a verlos al acuario

del Jardín des Plantes y me quedaba horas mirándolos, observando su

inmovilidad, sus oscuros movimientos. Ahora soy un axolotl.

El azar me llevó hasta ellos una mañana de primavera en que París abría su cola

de pavo real después de la lenta invernada. Bajé por el bulevar de Port Royal,

tomé St. Marcel y L’Hôpital, vi los verdes entre tanto gris y me acordé de los

leones. Era amigo de los leones y las panteras, pero nunca había entrado en el

húmedo y oscuro edificio de los acuarios. Dejé mi bicicleta contra las rejas y fui a

ver los tulipanes. Los leones estaban feos y tristes y mi pantera dormía. Opté por

los acuarios, soslayé peces vulgares hasta dar inesperadamente con los axolotl.

Me quedé una hora mirándolos, y salí incapaz de otra cosa.

En la biblioteca Saint-Geneviève consulté un diccionario y supe que los axolotl son

formas larvales, provistas de branquias, de una especie de batracios del género

amblistoma. Que eran mexicanos lo sabía ya por ellos mismos, por sus pequeños

rostros rosados aztecas y el cartel en lo alto del acuario. Leí que se han

encontrado ejemplares en África capaces de vivir en tierra durante los períodos de

sequía, y que continúan su vida en el agua al llegar la estación de las lluvias.

Encontré su nombre español, ajolote, la mención de que son comestibles y que su

aceite se usaba (se diría que no se usa más) como el de hígado de bacalao.

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No quise consultar obras especializadas, pero volví al día siguiente al Jardín des

Plantes. Empecé a ir todas las mañanas, a veces de mañana y de tarde. El

guardián de los acuarios sonreía perplejo al recibir el billete. Me apoyaba en la

barra de hierro que bordea los acuarios y me ponía a mirarlos. No hay nada de

extraño en esto porque desde un primer momento comprendí que estábamos

vinculados, que algo infinitamente perdido y distante seguía sin embargo

uniéndonos. Me había bastado detenerme aquella primera mañana ante el cristal

donde unas burbujas corrían en el agua. Los axolotl se amontonaban en el

mezquino y angosto (sólo yo puedo saber cuán angosto y mezquino) piso de

piedra y musgo del acuario. Había nueve ejemplares y la mayoría apoyaba la

cabeza contra el cristal, mirando con sus ojos de oro a los que se acercaban.

Turbado, casi avergonzado, sentí como una impudicia asomarme a esas figuras

silenciosas e inmóviles aglomeradas en el fondo del acuario. Aislé mentalmente

una situada a la derecha y algo separada de las otras para estudiarla mejor. Vi un

cuerpecito rosado y como translúcido (pensé en las estatuillas chinas de cristal

lechoso), semejante a un pequeño lagarto de quince centímetros, terminado en

una cola de pez de una delicadeza extraordinaria, la parte más sensible de

nuestro cuerpo. Por el lomo le corría una aleta transparente que se fusionaba con

la cola, pero lo que me obsesionó fueron las patas, de una finura sutilísima,

acabadas en menudos dedos, en uñas minuciosamente humanas. Y entonces

descubrí sus ojos, su cara, dos orificios como cabezas de alfiler, enteramente de

un oro transparente carentes de toda vida pero mirando, dejándose penetrar por

mi mirada que parecía pasar a través del punto áureo y perderse en un diáfano

misterio interior. Un delgadísimo halo negro rodeaba el ojo y los inscribía en la

carne rosa, en la piedra rosa de la cabeza vagamente triangular pero con lados

curvos e irregulares, que le daban una total semejanza con una estatuilla corroída

por el tiempo. La boca estaba disimulada por el plano triangular de la cara, sólo de

perfil se adivinaba su tamaño considerable; de frente una fina hendedura rasgaba

apenas la piedra sin vida. A ambos lados de la cabeza, donde hubieran debido

estar las orejas, le crecían tres ramitas rojas como de coral, una excrescencia

vegetal, las branquias supongo. Y era lo único vivo en él, cada diez o quince

segundos las ramitas se enderezaban rígidamente y volvían a bajarse. A veces

una pata se movía apenas, yo veía los diminutos dedos posándose con suavidad

en el musgo. Es que no nos gusta movernos mucho, y el acuario es tan mezquino;

apenas avanzamos un poco nos damos con la cola o la cabeza de otro de

nosotros; surgen dificultades, peleas, fatiga. El tiempo se siente menos si nos

estamos quietos.

Fue su quietud la que me hizo inclinarme fascinado la primera vez que vi a los

axolotl. Oscuramente me pareció comprender su voluntad secreta, abolir el

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espacio y el tiempo con una inmovilidad indiferente. Después supe mejor, la

contracción de las branquias, el tanteo de las finas patas en las piedras, la

repentina natación (algunos de ellos nadan con la simple ondulación del cuerpo)

me probó que eran capaz de evadirse de ese sopor mineral en el que pasaban

horas enteras. Sus ojos sobre todo me obsesionaban. Al lado de ellos en los

restantes acuarios, diversos peces me mostraban la simple estupidez de sus

hermosos ojos semejantes a los nuestros. Los ojos de los axolotl me decían de la

presencia de una vida diferente, de otra manera de mirar. Pegando mi cara al

vidrio (a veces el guardián tosía inquieto) buscaba ver mejor los diminutos puntos

áureos, esa entrada al mundo infinitamente lento y remoto de las criaturas

rosadas. Era inútil golpear con el dedo en el cristal, delante de sus caras no se

advertía la menor reacción. Los ojos de oro seguían ardiendo con su dulce, terrible

luz; seguían mirándome desde una profundidad insondable que me daba vértigo.

Y sin embargo estaban cerca. Lo supe antes de esto, antes de ser un axolotl. Lo

supe el día en que me acerqué a ellos por primera vez. Los rasgos

antropomórficos de un mono revelan, al revés de lo que cree la mayoría, la

distancia que va de ellos a nosotros. La absoluta falta de semejanza de los axolotl

con el ser humano me probó que mi reconocimiento era válido, que no me

apoyaba en analogías fáciles. Sólo las manecitas... Pero una lagartija tiene

también manos así, y en nada se nos parece. Yo creo que era la cabeza de los

axolotl, esa forma triangular rosada con los ojitos de oro. Eso miraba y sabía. Eso

reclamaba. No eran animales.

Parecía fácil, casi obvio, caer en la mitología. Empecé viendo en los axolotl una

metamorfosis que no conseguía anular una misteriosa humanidad. Los imaginé

conscientes, esclavos de su cuerpo, infinitamente condenados a un silencio abisal,

a una reflexión desesperada. Su mirada ciega, el diminuto disco de oro

inexpresivo y sin embargo terriblemente lúcido, me penetraba como un mensaje:

«Sálvanos, sálvanos». Me sorprendía musitando palabras de consuelo,

transmitiendo pueriles esperanzas. Ellos seguían mirándome inmóviles; de pronto

las ramillas rosadas de las branquias se enderezaban. En ese instante yo sentía

como un dolor sordo; tal vez me veían, captaban mi esfuerzo por penetrar en lo

impenetrable de sus vidas. No eran seres humanos, pero en ningún animal había

encontrado una relación tan profunda conmigo. Los axolotl eran como testigos de

algo, y a veces como horribles jueces. Me sentía innoble frente a ellos, había una

pureza tan espantosa en esos ojos transparentes. Eran larvas, pero larva quiere

decir máscara y también fantasma. Detrás de esas caras aztecas inexpresivas y

sin embargo de una crueldad implacable, ¿qué imagen esperaba su hora?

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Les temía. Creo que de no haber sentido la proximidad de otros visitantes y del

guardián, no me hubiese atrevido a quedarme solo con ellos. «Usted se los come

con los ojos», me decía riendo el guardián, que debía suponerme un poco

desequilibrado. No se daba cuenta de que eran ellos los que me devoraban

lentamente por los ojos en un canibalismo de oro. Lejos del acuario no hacía mas

que pensar en ellos, era como si me influyeran a distancia. Llegué a ir todos los

días, y de noche los imaginaba inmóviles en la oscuridad, adelantando lentamente

una mano que de pronto encontraba la de otro. Acaso sus ojos veían en plena

noche, y el día continuaba para ellos indefinidamente. Los ojos de los axolotl no

tienen párpados.

Ahora sé que no hubo nada de extraño, que eso tenía que ocurrir. Cada mañana

al inclinarme sobre el acuario el reconocimiento era mayor. Sufrían, cada fibra de

mi cuerpo alcanzaba ese sufrimiento amordazado, esa tortura rígida en el fondo

del agua. Espiaban algo, un remoto señorío aniquilado, un tiempo de libertad en

que el mundo había sido de los axolotl. No era posible que una expresión tan

terrible que alcanzaba a vencer la inexpresividad forzada de sus rostros de piedra,

no portara un mensaje de dolor, la prueba de esa condena eterna, de ese infierno

líquido que padecían. Inútilmente quería probarme que mi propia sensibilidad

proyectaba en los axolotl una conciencia inexistente. Ellos y yo sabíamos. Por eso

no hubo nada de extraño en lo que ocurrió. Mi cara estaba pegada al vidrio del

acuario, mis ojos trataban una vez más de penetrar el misterio de esos ojos de oro

sin iris y sin pupila. Veía de muy cerca la cara de un axolotl inmóvil junto al vidrio.

Sin transición, sin sorpresa, vi mi cara contra el vidrio, en vez del axolotl vi. mi cara

contra el vidrio, la vi fuera del acuario, la vi del otro lado del vidrio. Entonces mi

cara se apartó y yo comprendí.

Sólo una cosa era extraña: seguir pensando como antes, saber. Darme cuenta de

eso fue en el primer momento como el horror del enterrado vivo que despierta a su

destino. Afuera mi cara volvía a acercarse al vidrio, veía mi boca de labios

apretados por el esfuerzo de comprender a los axolotl. Yo era un axolotl y sabía

ahora instantáneamente que ninguna comprensión era posible. Él estaba fuera del

acuario, su pensamiento era un pensamiento fuera del acuario. Conociéndolo,

siendo él mismo, yo era un axolotl y estaba en mi mundo. El horror venía -lo supe

en el mismo momento- de creerme prisionero en un cuerpo de axolotl,

transmigrado a él con mi pensamiento de hombre, enterrado vivo en un axolotl,

condenado a moverme lúcidamente entre criaturas insensibles. Pero aquello cesó

cuando una pata vino a rozarme la cara, cuando moviéndome apenas a un lado vi

a un axolotl junto a mí que me miraba, y supe que también él sabía, sin

comunicación posible pero tan claramente. O yo estaba también en él, o todos

nosotros pensábamos como un hombre, incapaces de expresión, limitados al

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resplandor dorado de nuestros ojos que miraban la cara del hombre pegada al

acuario.

Él volvió muchas veces, pero viene menos ahora. Pasa semanas sin asomarse.

Ayer lo vi, me miró largo rato y se fue bruscamente. Me pareció que no se

interesaba tanto por nosotros, que obedecía a una costumbre. Como lo único que

hago es pensar, pude pensar mucho en él. Se me ocurre que al principio

continuamos comunicados, que él se sentía más que nunca unido al misterio que

lo obsesionaba. Pero los puentes están cortados entre él y yo porque lo que era su

obsesión es ahora un axolotl, ajeno a su vida de hombre. Creo que al principio yo

era capaz de volver en cierto modo a él -ah, sólo en cierto modo-, y mantener

alerta su deseo de conocernos mejor. Ahora soy definitivamente un axolotl, y si

pienso como un hombre es sólo porque todo axolotl piensa como un hombre

dentro de su imagen de piedra rosa. Me parece que de todo esto alcancé a

comunicarle algo en los primeros días, cuando yo era todavía él. Y en esta

soledad final, a la que él ya no vuelve, me consuela pensar que acaso va a escribir

sobre nosotros, creyendo imaginar un cuento va a escribir todo esto sobre los

axolotl.

El rechazo

Franz Kafka

Cuando encuentro una chica hermosa y le ruego: “Sé buena; ven conmigo”, y ella

sigue de largo, muda, con eso quiere decir:

“No eres ningún duque de apellido rimbombante, ni un americano con porte de

indio, con ojos de equilibrada tranquilidad, con una piel masajeada por el aire de

las praderas y por los ríos que las atraviesan; no has visitado ni navegado los

grandes mares, que yo no sé dónde quedan. Entonces, vamos a ver; ¿por qué yo,

una chica hermosa, tengo que ir contigo?”

“Olvidas que ningún automóvil te pasea balanceándose en largas acometidas por

las calles; no veo ceñidos en sus vestiduras, a los caballeros de tu séquito, que,

en perfecto semicírculo, van detrás de ti murmurándote bendiciones; tus pechos

han sido puestos en orden dentro del corpiño, pero tus muslos y caderas se

desquitan de aquella continencia; usas un vestido de tafetán plisado, como los que

tanto nos gustaron el último otoño, y no obstante sonríes -¡y ese peligro mortal en

el cuerpo!- de tanto en tanto.”

“Sí. Los dos tenemos razón; y para no darnos cuenta irrevocable de eso, mejor...

¿no te parece? ... cada uno se va solo a casa.”

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AA.VV. Cuentos Clasificados 1. Buenos Aires, Cántaro, 1998. p.p. 9-28

¿A qué podemos llamar “cuento”?

El breve relato que sigue pertenece a una de las primeras colecciones de

narraciones tradicionales que fueron compiladas por los hermanos Jacob y Wilhen

Grimm y publicadas en Alemania a comienzos del siglo XIX.

La llave de Oro

En un crudo día de invierno, cuando los campos estaban cubiertos por una espesa

capa de nieve, tuvo que salir en su trineo un pobre niños a buscar leña. Después

de recogerla y cargarla, sintió mucho frío y no quiso regresar enseguida a su casa,

sino hacer primero un fuego para calentarse un poco. Entonces comenzó a apartar

la nieve para dejar el suelo descubierto y, al hacerlo, encontró una llavecita de oro.

Y he aquí que pesó que donde hubiese una llave tendría que haber también una

cerradura, y siguió cavando y encontró un cofrecito de hierro. “¡ Si sirviese la

llave...! –pensó-; sin duda habrá objetos valiosos en el cofre”. Buscaba y buscaba

pero no encontraba la cerradura, hasta que, finalmente, descubrió una, pero tan

pequeña que apenas podía verse. Probó y la llave entró fácilmente. Entonces le

dio una vuelta; y ahora hemos de esperar hasta que haya terminado de abrirlo y

alce la tapa; entonces nos enteraremos de las cosas maravillosas que contiene el

cofrecito.

No sabemos qué puede haber dentro del cofre, pero está claro que a este niño le

ha sucedido algo interesante. Podríamos definir los cuentos como un suceso

puesto en palabras. La habilidad para contar sucesos constituye el arte de narrar.

La narración es uno de los géneros literarios más antiguos. Tuvo su origen en la

tradición oral: los relatos se transmitían de boca en boca, de pueblo en pueblo y

de generación e generación. Todavía hoy, cuando los libros y las revistas difunden

miles de cuentos y conocemos muchos cuentistas famosos, una de las formas

más frecuentes del relato sigue siendo oral: la anécdota. Quien cuenta una

experiencia (propia o ajena) está brindando la base de un cuento que se puede

escribir.

Nadia cuenta ni escucha una anécdota si en ella no hay algo que despierte

interés. Si nada en el mundo nos interesara (porque todo está a nuestro alcance, o

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porque somos incapaces de necesitar algo nuevo), nunca habría actividades

creativas como la de narrar.

Casi todos los cuentos tratan de una búsqueda. El “La llave de oro”, se trata de la

búsqueda de un objeto (una cerradura). Pero también puede ser la de un amor,

una explicación, una aventura, una venganza, un camino... Los personajes de los

relatos que les presentamos en este libro desean y buscan cosas diferentes.

Nosotros, los lectores, al disfrutar de un cuento, también realizamos una búsqueda

pero de otro tipo. Por eso les vamos a proponer trabajar con algunas de las cosas

que podemos hallar en nuestro recorrido por un cuento.

Lo primero que encontramos son voces, a través de ellas recibimos el relato.

Mientras leemos vamos “oyendo” las palabras. Escuchamos el cuento como dicho

por una voz del relato, el narrador, que suena más grave o más aguda, dulce o

amarga, cercana o lejana, según el tema del que habla o el estilo que tiene.

Cuando hablan los personajes se “agregan” otros timbres.

Esas voces nos van mostrando un mundo, que muchas veces reúne fragmentos

del que nosotros conocemos. Pero ese mundo no es un cuadro ni una foto, lo

imaginamos en movimiento y por eso dura un tiempo.

Los cuentos seleccionados en este volumen, serán observados desde estos tres

aspectos: las voces del relato, el mundo creado a través de esas voces y el tiempo

de los sucesos.

Los cuentos y las voces

Llamamos “narrador” a la voz del relato. No hay que confundir el narrador

imaginario con el autor real del cuento. Por ejemplo, sabemos que “El gato negro”

es un cuento escrito por Edgar Allan Poe (autor real), pero quien nos narra el

cuento no es él sino la voz que imaginamos al leer.

En los relatos aparecen también las voces de los personajes. Suelen estar

precedidas por un guión o entre comillas, como se observa en “La llave de oro”,

para diferenciarse de la voz del narrador:

“¡Si sirviese la llave...! –pensó-; sin duda habrá objetos valiosos en el cofre”.

En el caso anterior no hace falta que se aclare quién “Pensó”, porque el niño es el

único personaje del relato; pero si hubiese varios personajes, sería necesario

indicar “pensó Juan”, “dijo María”, etc. Esa aclaración la hace la voz del narrador,

es él quien generalmente presenta a los personajes y es quien introduce otras

voces del relato, como un cronista en un reportaje. Por eso, podemos diferenciar:

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Narrador = voz expositora

Personajes voces reportadas

1. Luz...

Imaginemos por un momento que estamos en un lugar desconocido y tenemos los

ojos vendados. Oímos voces, pero no sabemos de quiénes son ni a quiénes les

hablan. Tampoco, si tenemos algo o nada que ver con lo que ahí sucede. Algo

similar nos ocurre cuando comenzamos la lectura de un cuento y aún no

conocemos nada sobre él. El narrador es quien descorre el velo de nuestros ojos.

Pero ese favor tiene un precio: nos quedamos donde él nos ubica.

La función del narrador es la de guiar nuestra lectura. Observen este posible

fragmento de un relato inédito:

El chofer, la señora Gálvez y Darío se apartaron para discutir el asunto.

—A mí me da vergüenza empezar... Miren si no, ese... y aquel otro, pobre...

—Ahora no les podemos decir que se suspende...

—A ver... usted está cansada, usted está cansado...

—Yo no dije eso...

— ¿Qué es eso?

—No sé. Es el mismo de ayer.

—Ah, sí, sí.

La voz del narrador "habló" al principio, para presentar a los personajes, pero

luego calló. El resultado es la desorientación; no entendemos quién habla en cada

caso ni a qué se refiere.

Observemos ahora el mismo fragmento pero con el narrador cumpliendo su

función:

El chofer, la señora Gálvez y Darío se apartaron para discutir el asunto.

—A mí me da vergüenza empezar... Miren si no, ese... —dijo la señora

Gálvez, dirigiendo la vista hacia los turistas que parecían más impacientes— y

aquel otro, pobre...

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Darío reflexionó unos instantes mientras miraba al último indicado por la mujer, un

hombre que se abanicaba torpemente con su periódico en un jadeo exagerado.

Luego replicó:

—Ahora no les podemos decir que se suspende...

—A ver... —el chofer hizo un último intento— usted está cansada, usted está

cansado...

—Yo no dije eso... —comenzó a justificarse la señora, cuando la fortísima sirena

del transatlántico la interrumpió para hacerse oír una vez más.

— ¿Qué es eso? —-preguntó Darío.

—No sé. Es el mismo de ayer —respondió el chofer, recordando el ridículo susto

del día anterior.

—Ah, sí, sí.

Ahora la situación relatada es mucho más nítida. El primer fragmento presentado

sugería varias ideas. En el segundo, lo que hizo el narrador con su voz -

intercalada entre las de los personajes- fue guiar nuestra lectura hacia una de

esas ideas posibles. La segunda función del narrador es ubicarse y ubicar al lector

ante los hechos narrados. Veamos como ejemplo la presentación del personaje en

el comienzo de "La llave de oro":

...tuvo que salir en su trineo un pobre niño a buscar leña.

Podría haber sido así:

...yo, un pobre niño, tuve que salir en mi trineo a buscar leña.

O así:

...tuvo que salir a buscar leña, en su trineo, un pobre niño como tú, querido lector.

En los tres casos la "escena" es la misma, pero la vemos desde ubicaciones

diferentes. La primera la percibimos como desde una platea escuchando una voz

en off. De la segunda estamos también distanciados, pero la voz que nos habla

está dentro de la escena. En la tercera, directamente se nos propone entrar, y

además, se nos hace niños.

El narrador nos puede colocar más cerca o más lejos de los hechos, de los

personajes y de él mismo. También él puede ubicarse a diferentes distancias

respecto de los hechos. No sólo por el tiempo que haya "pasado" sino porque

puede aprobar o rechazar las acciones que narra, o ser indiferente frente a ellas.

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Hay muchas ubicaciones posibles, tanto para el narrador como para los lectores.

Este que sigue, por ejemplo, busca nuestra confianza y de paso, nos adelanta el

final:

Seguro que has oído de la niña que pisó el pan para no ensuciarse los zapatos y

de lo mal que acabó... ("La niña que pisó el pan", de Hans Christian Andersen.)

Este otro contiene una advertencia:

No espero ni pido que alguien crea en el extraño aunque simple relato que me

dispongo a escribir... ("El gato negro", de Edgar Allan Poe.)

Puede haber uno que nos haga cómplices:

Hermanos míos y mis únicos amigos, aquí empieza la parte verdaderamente

dolorosa y trágica de la historia... (La naranja mecánica, de Anthony Burgess.)

Otro que simula estar junto a nosotros:

Atención pido al silencio

y silencio a la atención,

que voy en esta ocasión,

si me ayuda la memoria,

a mostrarles que a mi historia

le faltaba lo mejor.

(La vuelta de Martín Fierro, de José Hernández.)

Uno que hace hablar a otros, tomando distancia de los hechos:

Dicen (lo cual es improbable) que la historia fue referida por Eduardo, el menor de

los Nelson, en el velorio de Cristian, el mayor, que falleció de muerte natural, hacia

mil ochocientos noventa y tantos, en el partido de Morón. Lo cierto es que alguien

la oyó de alguien... ("La intrusa", de Jorge Luis Borges.)

Y otro que inventa una carta para hacer su relato:

Estas son las últimas cosas —escribía ella—. Desaparecen una a una y no

vuelven nunca más. Puedo hablarte de las que yo he visto, de las que ya no

existen, pero no creo que haya tiempo para ello... (El país de las últimas cosas, de

Paul Auster.)

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Hay también muchos relatos en los que el narrador no se refiere a sí mismo, ni les

habla a los lectores, ni introduce los hechos: se limita a contarlos. Cada una de

estas posibilidades produce efectos distintos en nosotros, los que leemos, porque

hacen que nuestra atención se fije de diferentes maneras. Por eso ningún relato

sería el mismo si cambiara su forma de ubicarnos.

2. Cámara...

Podemos ver una escena enfocada desde afuera o desde adentro de la acción.

Del mismo modo, el narrador puede hablar en 3° persona, como en "La llave de

oro", o en 1° persona del singular, como si fuera un personaje del relato.

Según el punto de vista adoptado por la voz expositora, se puede intentar la

siguiente clasificación de los tipos de narrador:

*narrador protagonista: es a la vez quien relata y quien protagoniza los sucesos.

Siempre habla en 1° persona.

*narrador testigo: habla en 1° persona como testigo de los sucesos, sin

protagonizarlos.

*narrador omnisciente: se coloca desde afuera del relato con un conocimiento

total de los sucesos. "Sabe" sobre los hechos más que los personajes y más que

el lector. Por lo general, habla en 3° persona.

*narrador con el punto de vista de un personaje: al igual que el omnisciente, no

participa de los sucesos. Pero no conoce todos los hechos, sólo los que

protagonizan algunos de los personajes. El narrador sigue las acciones de ese

personaje, nos cuenta lo que este vio y lo que pensó. En los relatos con este tipo

de narrador no aparecen secuencias en las que no esté el personaje seguido por

el narrador, ni se incluye ninguna información que ese personaje ignore.

*casos intermedios entre las dos últimas posibilidades de narrador: como en "La

llave de oro", el narrador puede comenzar con la visión panorámica de un narrador

omnisciente y luego ir ubicándose en el punto de vista de un personaje.

3. Polifonía

El mundo que nos rodea, el contexto, influye en lo que se dice o se escribe, y

también en cómo entendemos lo que leemos. Por lo tanto también incide en los

cuentos que escribe un autor. Para ejemplificar esto, supongan que durante una

guerra civil, un hombre se propone escribir un cuento sobre algo que no tenga

nada que ver con el conflicto bélico, y decide no narrar los sufrimientos de su

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comunidad. Es probable que de todos maneras aparezcan en el relato las

palabras y las frases con las que su pueblo expresa esos sufrimientos.

Del mismo modo, en cualquier cuento escrito en una gran ciudad de nuestros

tiempos, es posible que haya frases provenientes de los medios audiovisuales, del

habla cotidiana, de otros textos literarios, de los discursos políticos y de cualquier

otra forma de comunicación verbal. Esto es así porque, en nuestra vida de todos

los días, los discursos se superponen y resuenan unos sobre otros. Se llama

polifonía a la aparición en un texto de elementos (voces) que provienen de otros

tipos de dis-curso.

¿Cómo reconocer la polifonía en un texto? Dijimos ya que la voz del narrador y las

de los personajes se diferencian gráficamente por el uso de comillas o guiones. La

polifonía no presenta este tipo de marcas. Veamos este ejemplo extraído de la

novela Como agua para chocolate, de Laura Esquivel:

...¿qué pasaría si Gertrudis mirara una estrella? De seguro que el calor de su

cuerpo, inflamado por el amor, viajaría con la mirada a través del espacio infinito

sin perder su energía, hasta depositarse en el lucero de su atención. Estos

grandes astros han sobrevivido millones de años gracias a que se cuidan mucho

de no absorber los rayos ardientes que los amantes de todo el mundo les lanzan

noche tras noche. De hacerlo, se generaría tanto calor en su interior, que

estallarían en mil pedazos.

El narrador está hablando de la fuerza del amor entre las personas. En ningún

momento de este párrafo su voz dejó de hablar ni cambió de tema, pero en estas

pocas líneas aparecen frases provenientes de otros saberes (la astronomía, la

física) y de creencias populares (transmisión de energía con la mirada). Es como

si esos saberes y creencias hablaran a través de la voz del narrador.

Las voces polifónicas pueden ser innumerables. A continuación damos algunos

tipos muy frecuentes:

* voces de saberes científicos y técnicos:

Una máquina del tiempo es un asunto delicado. Podemos matar

inadvertidamente un animal importante, un pajarito, un coleóptero, aun una flor,

destruyendo así un eslabón en la evolución de las especies. ("El ruido de un

trueno", de Ray Bradbury.)

* voces de la historia y los mitos:

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Reconocí, encuadernados en seda amarilla, algunos tomos manuscritos de la

Enciclopedia Perdida que dirigió el Tercer Emperador de la Dinastía Luminosa y

que no se dio nunca a la imprenta. El disco del gramófono giraba junto a un fénix

de bronce. ("El jardín de senderos que se bifurcan", de Jorge Luis Borges.)

*voces de creencias religiosas o místicas:

...lo ahorqué porque sabía que, al hacerlo, cometía un pecado, un pecado mortal

que comprometería mi alma hasta llevarla —si ello fuera posible— más allá del

alcance de la infinita misericordia del Dios misericordioso... ("El gato negro", de

Edgar Allan Poe.)

*voces de supersticiones:

...tuvo que acostumbrarse a su miserable rutina de huérfano, señalado por todos

como el hijo de la viuda que llevó al pueblo el trono de la desgracia... ("El último

viaje del buque fantasma", de Gabriel García Márquez.)

*voces del habla cotidiana: frases hechas, refranes, etc.:

...me parecía horrible que Ariel se enterara, pero también era justo que las cosas

se aclararan porque nadie tiene por qué perjudicarse a causa de otro... ("Final del

juego", de Julio Cortázar.)

*voces de instituciones: la ley, la escuela, el Estado, etc.:

A través de la basura, lo particular se hace público. Lo que sobra de nuestra vida

privada se integra con las sobras de los otros. Es comunitario, es nuestra parte

más social. ("Residuos", de Luis Fernando Veríssimo.)

*voces de los medios: discurso televisivo, radial, periodístico:

...lo cierto es que lo espío todos los días. Es fascinante penetrar en la intimidad de

los poderosos. ("En espera de una definición", de Fernando Sorrentino.)

*voces de otros textos literarios:

...era un recién llegado a la región, que no se parecía a nada de lo que había visto

anteriormente, pero sí a un paisaje muchas veces imaginado y soñado: el

archipiélago malayo, según se lo reveló en las aulas del colegio de la provincia

natal, un volumen de Salgad... ("De la forma del mundo", de Adolfo Bioy Casares.)

*voces del discurso publicitario:

Mami, me duele el brazo de tanto escribir y había una licuadora de tres

velocidades, siempre quise que no te tomaras el trabajo de exprimir naranja, la

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máquina de tejer hace 500 puntos, vos sola hacés muchos más. ("Carta a una

señora", de Carlos Drumond de Andrade.)

Podemos mencionar también voces de la moda, de la política, de la ecología;

diferenciar subtipos, por ejemplo, dentro del discurso televisivo voces del video

clip, de la telenovela, del sensacionalismo, etc.

La polifonía cumple la importante función de relacionar el mundo imaginario del

relato con el mundo real en el que se incluyen otros cuentos y relatos propios o

ajenos al autor. Dado que el cuento es lenguaje, esa relación se produce, como

hemos visto en los ejemplos, por medio del lenguaje.

Los cuentos y el mundo

En cada cuento hay un mundo creado, un mundo en que la voz del narrador ubica

el suceso que va a relatar. Veámoslo en "La llave de oro":

En un crudo día de invierno, cuando los campos estaban cubiertos por una espesa

capa de nieve, tuvo que salir en su trineo un pobre niño a buscar leña.

¿Pero acaso lo que aquí se muestra no podría suceder en el mundo real? ¿No hay

en la realidad días de invierno, campos cubiertos de nieve, niños pobres y trineos?

¿Por qué entonces decimos que hay un mundo creado en el cuento? Porque en el

mundo real no veríamos sólo campos cubiertos por una capa de nieve; también

podría haber un cielo gris, árboles pelados, sonidos producidos por el viento,

cabañas y muchas cosas más. Quizás, al ver al niño, podríamos preguntarnos si

fue a buscar leña o a visitar a alguien o a jugar. En el caso del relato citado el

narrador seleccionó algunos elementos (campos, nieve, un niño en trineo), los que

interesan para la historia que quiere narrar y forman el mundo de ese relato. Sin

duda ese mundo es más parecido a la realidad que uno donde haya mutantes o

caballeros alados, pero también es algo ficticio, es decir, imaginado por el creador

del cuento.

Vamos conociendo el mundo de un relato a medida que leemos las palabras del

narrador y de los personajes que introduce. Ellas actúan como rayos que iluminan

las cosas del mundo creado: sólo percibimos aquello que las palabras nos

muestran.

Las palabras se refieren siempre a cosas ya conocidas del mundo real o de

mundos imaginados en relatos anteriores. Al leer las evocamos, y los sucesos del

cuento se van ubicando en un panorama que es nuevo, pero está formado por

fragmentos de otros mundos conocidos.

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Gracias a este juego entre lo nuevo y lo conocido, en cada cuento hay cosas que

podemos esperar y otras que no. En un cuento cuyas palabras nos hablan de

enigmas, nos abrimos al misterio; en otro que nos habla de vida extraplanetaria no

nos sorprenderá un viaje a la velocidad de la luz; en aquel que nos muestra la

atracción entre dos seres, el mundo puede reducirse a la espera de una carta de

amor. Por eso a veces, al leer las primeras frases de un cuento, lo "clasificamos":

este es policial, aquel otro parece de ciencia-ficción, ese por como empieza debe

ser de guerra, este no es de nada en especial, el que leímos no se sabe cómo

llamarlo.

Por ejemplo, en "La llave de oro" las primeras frases nos hablan de una pobreza

que contrasta con el título y nos preparan para una típica historia de un niño

indefenso, en un mundo parecido al real. Pero este, al final, parece cambiar por

un mundo de magia o de sucesos insólitos:

... y ahora hemos de esperar hasta que haya terminado de abrirlo y alce la tapa;

entonces nos enteraremos de las cosas maravillosas que contiene el

cofrecillo.

¿"De qué es", o mejor, de qué trata cada uno de los cuentos que les presentamos

en este libro? ¿De terror, de amor, de aventuras? Tratan de los mundos a los que

nos llevan sus palabras.

Los cuentos y el tiempo

Los sucesos narrados en los cuentos tienen siempre una duración en el tiempo.

Ese tiempo, ficticio, lo conocemos por las indicaciones que el cuento contenga A

veces los cuentos son muy precisos en la ubicación temporal de los sucesos y la

marcan con frases como "dos días antes", "tres horas más tarde", "pasaron siete

años", etc. Otras veces el narrador no da ninguna precisión, porque busca que el

tiempo sea impreciso según el efecto que quiera lograr.

1. La organización del tiempo

En toda narración se distinguen dos niveles: historia y relato. La historia implica los

sucesos narrados: hechos reales si se trata de un testimonio, hechos imaginarios

si es ficción. E1 relato es la narración escrita u oral de esos sucesos.

Dicho de otro modo, el relato es el texto concreto que leemos, con sus frases, sus

comas, sus párrafos y su punto final. La historia está compuesta por los hechos de

los que ese texto habla, hayan ocurrido o no.

El orden del tiempo en la historia y el orden del tiempo en el relato pueden o no

coincidir.

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*El relato puede comenzar con el final de la historia y luego exponer su desarrollo,

en este caso se trataría de un tiempo invertido.

*Puede suceder que el relato cuente dos historias haciendo un paralelo en el

tiempo.

*Puede haber un salto atrás en la historia, recurso que en inglés se denomina

flashback.

*O un salto adelante.

*O puede pasar que historia y relato coincidan (tiempo lineal)

2. La duración y el ritmo del tiempo en el relato

Por lo general, el tiempo que nos lleva la lectura de un cuento es mucho más corto

que el que ocupan en la ficción los sucesos narrados. La acción de una historia

puede extenderse varios días o meses y estar narrada en un relato de tres

páginas, que se lee en veinte minutos. Se habla, en este caso, de un tiempo

sintético:

Corrí hacia la Cima de los Vientos y llegué allí antes de la caída del sol en mi

segunda jornada desde Bree, y ellos ya estaban allí. Se retiraron en seguida, pues

sintieron la llegada de mi cólera y no se atrevían a enfrentarla mientras el sol

estuviese en el cielo. Pero durante la noche cerraron el cerco, y me sitiaron en la

cima de la montaña. (El señor de los anillos, de J. R. R. Tolkien.)

Algo parecido ocurre cuando el ritmo de las acciones se intensifica, se habla

entonces de un tiempo acelerado:

Bajamos a la cocina. No había luz. Vinieron otros dos hombres. Al cabo de un rato

algo chocó contra la puerta. Jerry abrió, descendimos tres peldaños y fuimos a

parar al patio trasero... (Cosecha Roja, de Dashiell Hammett.)

También puede ocurrir lo contrario: algo que dura un instante se prolonga párrafos

enteros. El tiempo es lentificado. Por ejemplo, una descripción extensa de las

sensaciones y pensamientos de un personaje durante el rápido beso de su

amante.

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Muchas veces se intenta que la duración del relato parezca coincidir exactamente

con la que tendrían las acciones si ocurrieran. Se trata de un tiempo verosímil. El

cuento "La llave de oro" adopta este tipo de tiempo desde que el niño hace su

descubrimiento bajo la nieve.

3. Los tiempos "especiales"

a) Cuando en el relato el mundo creado es sobrenatural, como en los cuentos de

hadas o de ciencia-ficción, el tiempo creado puede alterarse de diversas maneras:

* "viajes" en el tiempo: alguno de los personajes se traslada al pasado o al futuro

de la historia narrada.

* tiempos descompensados: por efecto de alguna magia el tiempo pasa para

algunos personajes y no para otros. Tras la aparición de la "teoría de la

relatividad" en los años treinta , se han escrito fantasías de este tipo pero con

basamento científico: un viaje interplanetario a altísima velocidad, que para

quienes lo hicieron duró dos años, y para la Tierra, veinte. Algo así sucede en el

filme El planeta de los simios (EE.UU., 1967).

b) Existe otro caso especial que es el llamado "tiempo de aventuras". Corresponde

a las series de relatos con personajes permanentes, por ejemplo, los Power

Rangers o Mc Giver. Pueden pasar años produciéndose capítulos y cada uno

narrar sucesos que ocupan meses en la ficción, pero los personajes seguirán

teniendo la misma edad, enfrentándose con idénticos villanos con los que se

disputan un mundo que tampoco cambia. Casos extremos son Tarzán o Conan,

de quienes se leen y ven aventuras desde hace más de setenta años.

Viven en este "tiempo especial" todos los personajes de las series televisivas, los

comics con personajes permanentes como Corto Maltés, Superman o Mickey,

dibujos animados como Hijitus o Bugs Bunny. Se lo llama "tiempo de aventuras"

porque su origen está en la novela de aventuras griega de los siglos II a IV de

nuestra era y reaparece en las novelas caballerescas de los siglos XIV y XV, y en

los "folletines" del siglo XIX.

c) Puede suceder también que en un relato el tiempo resulte indefinido. Muchas

veces el narrador quiere crear un clima extraño y usa este recurso. Para ello se

utilizan tiempos verbales como el imperfecto o el presente de indicativo:

En Cloe, gran ciudad, las personas que pasan por las calles no se conocen. Al

verse imaginan mil cosas una de la otra, los encuentros que podrían ocurrir entre

ellas, las conversaciones, las sorpresas, las caricias, los mordiscos. [...] Pasa una

mujer vestida de negro que representa los años que tiene, los ojos inquietos bajo

el velo y los labios trémulos. Pasa un gigante tatuado, un hombre joven con el pelo

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blanco, una enana, dos mellizas vestidas de coral...(Las ciudades invisibles, de

Ítalo Calvino.)

¿Cuándo pasan todas esas personas? ¿Son lo que el narrador está viendo en ese

momento? ¿Pasan todos los días? Los relatos tienen la capacidad de transformar

el tiempo de esta forma y de muchas otras. En este volumen van a encontrar

algunos cuentos en los que el tiempo queda suspendido para restar límites a la

imaginación.

Las voces, el mundo y el tiempo hoy

El anterior ha sido un panorama sobre tres de los muchos aspectos que se

pueden trabajar en un cuento. Pero estos tres problemas no aparecen solamente

en los relatos literarios, sino en todas las formas de la comunicación humana. Nos

parece oportuno, entonces, terminar refiriéndonos brevemente a la producción de

voces, la creación de mundos y la simulación de tiempos en los finales del siglo

XX, nuestro tiempo.

Ya señalamos que al leer un cuento imaginamos una voz que lo narra. En las

últimas décadas, el desarrollo de los medios de creación y transmisión de

imágenes ha dado lugar a nuevas variantes en la producción de voces, una buena

parte de nuestro intercambio comunicativo se produce con interlocutores no

reales.

Tomemos como ejemplo un videojuego de carreras de autos. ¿Quién es el que

decide si nos cruzáramos con dos autos a la vez, si aparecerá una curva, o si el

paisaje de campo cambiará por una playa o una montaña? ¿Quién nos dice al

comienzo Winners don't use drugs y al final el fatal game over? Podríamos pensar:

"Es la máquina". ¿Pero qué sabe una máquina sobre velocidad, vértigo, tiempos

de juego, etc.? Sabemos que hubo alguien que la programó, pero esa persona no

está respondiendo en ese momento a nuestras acciones con cambios o

aceleración de imágenes. "Es el programa el que responde." Sí, pero el lenguaje

del programa es un sistema binario con el que no nos comunicamos directamente

sino a través de las imágenes y palabras que crea el relato de esa carrera, en el

que además somos un personaje.

El final de ese relato y de nuestro personaje no está escrito previamente, como en

los cuentos, sino que en gran medida depende de lo que hagamos. Por eso ya no

hablamos de un narrador imaginario sino virtual, porque actúa como si fuera real,

respondiendo a nuestras acciones. Este interlocutor virtual no se presenta sólo en

los videojuegos sino también en muchas situaciones cotidianas, como la del cajero

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automático, las pantallas electrónicas de información o el diálogo telefónico por

tonos. También en procesos como la televisión interactiva o las redes

informáticas de usuarios que se comunican entre sí sin conocerse y pueden

componer, unos para otros, o entre todos, una historia o hasta un largometraje.

Las "voces", es decir, los que intervienen en una creación, pueden multiplicarse

cada vez más.

La creación de mundos imaginarios también se ha visto afectada por las nuevas

tecnologías. Hay por lo menos tres cambios importantes:

1) Cada vez conocemos más el mundo sin desplazarnos. La transmisión de video

imágenes permite observar en pantallas cualquier acontecimiento ocurrido, o mirar

la programación de las regiones más remotas; todo ello sin salir de nuestras

casas.

2) Cada vez manipulamos directamente menos cosas. Como consecuencia de lo

anterior y del desarrollo de otras tecnologías, muchas actividades comienzan a

hacerse "innecesarias": cocinar, ir de compras o al banco, esperar un medio de

transporte, escribir una carta y enviarla, etc.

3) Se puede transformar virtualmente cualquier imagen. La video-computación

permite, por ejemplo, tomar la foto de alguien y hacer que se mueva, o que baile o

que se divida en cientos de clones de sí mismo. Es posible reproducir la imagen

de un desierto ardiente y hacer caer sobre él una tormenta de granizo y nieve. Con

el diseño de un solo soldado puede hacerse un ejército de miles, y no habrá dos

de ellos que tengan el mismo rostro. El próximo paso, al que se está llegando

aceleradamente, es el holograma, la imagen que se vuelve cuerpo.

En cuanto al tiempo, no ha habido tecnología que pueda alterarlo. Sigue siendo

imposible retardar, retroceder o hacer avanzar el tiempo real. Sin embargo, los

cambios en el modo de vida han hecho que sintamos el tiempo de otra manera:

acelerada, impaciente.

La descripción que hemos hecho podría hacer pensar que el relato literario

tendería a desaparecer en este fin de siglo. Creemos que no. En primer lugar,

porque ninguna imagen puede durar en nuestra mente si no le ponemos palabras,

con lo cual ya estamos volviendo al lenguaje. Y fundamentalmente, porque la

literatura es otro juego: el de hacer surgir imágenes a partir de las palabras,

valerse de la lectura para diseñar un mundo no limitado por la pantalla y la forma,

un mundo fugaz, pero indispensable para seguir nutriendo la imaginación.

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