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Formigal y el Celedonio de Platón

Manuel Valeramvalera.com

FORMIGAL Y EL CELEDONIO DE PLATÓN

Se han dicho tantas cosas sobre los IV Premios Hislibris que el he-cho de que yo añada algo nuevo puede parecer una extravagancia, como si hubiera cedido a la tentación de opinar solo por sumarme a la lista de quienes dijeron algo sobre el asunto. Pero si escribo estas líneas es porque en verdad ninguna de las versiones que se han pu-blicado llega al fondo de la cuestión: ninguna explica con solidez la muerte de Óscar Baelo. Yo lo haré, pues sí conozco qué ocurrió en el hotel El Jardín de Fuente de Gil la noche en que se extravió el Ce-ledonio de Platón y el ganador al mejor cuento perdió la vida pocas horas después de ser proclamado como tal. Sin embargo, para que crean mi versión, es imprescindible que les cuente cómo descubrí lo que, de otro modo, habría quedado oculto.

Los Premios Hislibris arrancaron dedicados a la novela histórica, pero después de cuatro ediciones han ampliado su campo en medio del páramo que hoy por hoy constituye el panorama libresco. Se premia al mejor relato, a la mejor novela, a la mejor editorial, a la mejor portada… creo recordar que son ocho galardones. Cada afor-tunado recibe una estatuilla que se conoce como Celedonio. No hay dos iguales, cada Celedonio es único y todos los años cambian de aspecto. En las tres primeras ediciones de los premios, las estatuas encarnaron sucesivamente a soldados de la antigua Grecia, de la Edad Media y del Siglo de Oro español. El último año sustituyeron ese cariz castrense por la figura de filósofos clásicos, quizá inspirán-dose en el cuadro La escuela de Atenas, de Rafael. Así, se entregó el Celedonio de Platón, una figura que señalaba hacia arriba, aludien-

do al mundo de las Ideas; el Celedonio de Aristóteles, mostrando la palma hacia abajo en una reivindicación de los sentidos como fuente de conocimiento; el Celedonio de Heráclito, con una llama posada en la mano izquierda y que remitía al fuego como elemento primordial… En fin, de este modo hasta completar los siete u ocho premios que se dieron.

Yo nunca había asistido a este evento, pero el organizador de todo, Javier Bartonza, que también es el editor de Ediciones Evohé y que tiene a bien publicarme historias y versos, llevaba tres años invitándome. A la cuarta, fue la vencida, y de ese modo me vi en medio de la más polémica de todas las ediciones. El lugar de la entrega, Fuente de Gil, me obligaba aun más, ya que se escogió por ser el escenario de mi última novela, El crimen de Fuente de Gil, supongo que por ir calentando la presentación del libro. Y allá que me fui, pero eso sí: acompañado por él. Jorge Luis Formigal.

Conozco a Formigal desde hace más de veinte años, cuando ambos éramos dos adolescentes que arrastraban un saco de sueños que cumplir. Y de algún modo, el destino ha jugado con nosotros, conmigo sobre todo, pues al tirar los dados del azar el que ha ido cumpliendo muchos de mis anhelos ha sido él. El mayor de todos, no tener que trabajar. Formigal alcanzó la treintena con la espalda doblada por diversas causas, a resultas de lo cual recibió dos dá-divas envidiables: una paga por incapacidad laboral y un bastón que se ha convertido en una parte más de su robusta figura. Ahora, rondando los cuarenta, vive de esa pensión y de las oportunidades que se le presentan para ir esquivando a la necesidad. Y no le faltan tales ocasiones, habida cuenta del empeño y la pericia que emplea en ese cometido. No sabría decirles cuál ha sido o es su profesión, quizá acabaría antes haciendo una lista de lo que no ha hecho: ha conducido camiones, autobuses y hasta avionetas; lo mismo monta la instalación eléctrica de una empresa que forja aceros, toca el bajo o sorprende con su gran pasión: la fotografía. Tiene un ojo prodi-gioso, ve lo que otros no ven teniéndolo delante. Pero lo que más

destacaría de él es su capacidad para hacer en unos cuantos días lo que otros llevan una vida intentando. Tiene una especie de don que le permite desentrañar lo que está oculto. Él lo llama «resolver ca-sos». Hasta esta aventura que les cuento, había aclarado robos, fal-sificaciones, estafas… pero nunca había trabajado con un cadáver de por medio. En esta ocasión, se estrenó en esa modalidad. No sé cuál es su misterio. Quizá es que no esconde ninguna habilidad se-creta y todo es cuestión de suerte. Pero ahí está el tipo, rondando los cuarenta y sin deber nada a nadie. Y con qué estilo maneja el bastón.

Ocioso, en su estado habitual, accedió de inmediato a acompa-ñarme a Fuente de Gil, sobre todo cuando le comuniqué que tenía-mos la estancia y las copas pagadas. Formigal se presentó en mi casa con una mochila, porque él siempre viaja como si se fuera a la guerra, en plan reportero, lo que sin duda le hubiera encantado. Carretera hacia el sur, hacia el calor fuentegileño, y la parada que solemos hacer cuando cubrimos juntos ese trayecto: el restaurante El Coto, a mitad del camino, al pie casi de las montañas en el paso del Despeñaperros y donde no sé de qué lo conocen a él y nunca le quieren cobrar. Y siempre, absolutamente siempre que le pregunto por qué demonios no le dejan pagar en ese sitio, me contesta lo mismo:

—Es que yo he trabajado bastante con ellos, y tengo mucha amistad con el padre, que era el que llevaba esto antes.

—Pero que has trabajado de qué, haciendo qué —me desespero.—En cosas. Cosillas. Ya sabes… —Y Formigal se lleva su café

con hielo afuera, para fumarse un cigarro viendo pasar el tráfico de la autovía.

Esta vez se repitió el numerito, como siempre, pero se ve que el evento despertaba su curiosidad y, algo raro en él, me preguntaba más de lo corriente. Porque Formigal calla casi de continuo, y pocas veces lo verán mostrar entusiasmo por nada, aunque por dentro la inquietud lo esté agujereando. Es como si no accediera a rebajarse, como si sintiera la obligación de estar enterado de todo y más que

nadie. Y conmigo, en especial conmigo, esa actitud suya llega a lo paródico. Pero en esta ocasión, Dios sabrá por qué, ese cafelito en la terraza sirvió para que me cosiera a preguntas, arrugando sus pe-queños ojos azules, jugando con el cigarro blanco entre unas manos que pasarían por las de un marmolista.

—¿Y estos premios qué son?—¿Y quién los da?—¿Y qué gana el que se los lleva?—¿Y quién va a estar en la cena?—¿Y qué vamos a hacer en todo el fin de semana?—¿Y tú has ganado alguna vez un Celestino?No, Formigal, no he ganado ninguno. Ni estos ni ningún otro

premio. Y se llaman Celedonios, no Celestinos. Y ante esa revela-ción, hizo un gesto de difícil lectura pero que yo diría que se acer-caba al desprecio: hacia mí, desde luego, no hacia los Celedonios, como diciendo: pues vaya escritor eres, que no te han dado nunca un premio.

—Oye, a ver qué te crees. Ganar un premio es muy difícil.—Pse... No creo que sea tan difícil tener un Celestino.—Celedonio.—Como se llamen. ¿Tienes fuego?—¿Otra vez? Pero si me has quitado tú el mechero, para variar.Apuramos los cafés y seguimos hacia el sur, en un viernes agra-

dable de finales de abril, con el atardecer buscándonos sobre los olivos.

Bartonza nos esperaba en el hotel El Jardín de Fuente de Gil, una fábrica decimonónica reformada y que a mí me resultó deliciosa, con bodega, restaurante, piscina y una terraza cuajada de adelfas y rosales en la que perder todas las horas de todas las noches. Los presenté, le dije a Bartonza que Formigal haría un reportaje fotográ-fico del evento y enseguida nos indicaron dónde estaban nuestras habitaciones, en el segundo piso, en el ala que daba a la piscina.

Al parecer, la habitación de Formigal era más grande que la mía, cosa que se apresuró a subrayar en cuanto bajamos a tomar algo para hacer tiempo antes de la cena. Le pedí a Bartonza que nos mos-trara los Celedonios; tenía muchas ganas de ver esas figuras que este año habían tomado forma de filósofos. Nos acercamos al salón en el que, al final de la cena, se entregarían los Premios Hislibris. Sala de ladrillo blanqueada, remates de madera y grandes fotografías de escritores esparcidas entre las mesas redondas para dar ambiente. Presidiendo, una mesa rectangular a cuyo lado montaban guardia los Celedonios. Si no recuerdo mal: Platón, Aristóteles, Heráclito, Pitágoras, Sócrates, Parménides, Tales y Demócrito. Si no era Ta-les, era Anaximandro o Anaxímenes, en representación de Mileto, sí. Las figuras tendrían unos veinte centímetros de altura, pero su arrogancia las hacía parecer mayores. Para Bartonza, eran la perso-nificación misma de su espíritu combativo: de la guerra se vuelve con escudo o sobre el escudo, es decir: o victorioso o muerto, pero nunca rendido.

—¿Quién las hace? —preguntó Formigal, que se dejó caer en su bastón con ambas manos, inclinándose hacia Heráclito, el Oscuro.

—Esteban Noria, un escultor con el que trabajamos desde la pri-mera edición —le dijo Bartonza, que seguía tan embelesado con sus filósofos como si los hubiera visto por primera vez. No era para me-nos. En la peana, un letrero indicaba qué categoría premiaba cada Celedonio.

—Es polímero, ¿no? —¿Este? No, es Heráclito —le respondió Bartonza. Cada uno

estaba en su planeta, porque ambos se quedaron mirando al Celedo-nio sin entenderse ni saber cómo continuar aquello. Así que tercié.

—Se refiere al material.Pero Bartonza sabía tanto de materiales como Formigal de pre-

socráticos, así que salimos del salón a la espera de que el escultor Esteban Noria, que asistiría a la cena, respondiera todas las cuestio-nes referentes al proceso de creación de los Celedonios.

El programa era el siguiente: nos tomaríamos un vino para abrir boca en la antesala, y después pasaríamos al lugar de la cena, que comenzaría a las nueve. Las mesas estaban asignadas, todas redon-das, para ocho comensales, excepto la que presidía el salón, y en la que se sentarían Bartonza, algunos miembros del jurado y otros próceres de Hislibris, entre ellos su fundador, Ricardo, y algunas autoridades locales, un concejal de Cultura y algún empresario que había pagado para que su marca apareciera ligada a algo positivo; supongo que la cosa desgravaba o como se diga. La mesa principal, rectangular, remataba en su extremo con los Celedonios, que custo-diarían el evento trasfigurados en filósofos.

—Seremos unos cien, calculo —le dije a Formigal cuando pasa-mos a las mesas.

—Hay ciento catorce asientos.—Ah, que ya los has contado.—¿Aquí se puede fumar?—No creo.—Dame fuego.En las mesas, habían colocado un letrero con nuestros nombres,

indicando dónde debíamos sentarnos, a pesar de que ya en la entra-da habíamos visto unos paneles con la disposición. A Formigal y a mí nos sentaron en la misma mesa, claro, y la compartiríamos con Esteban Noria, el hacedor de los Celedonios, y con cinco personas más: Ignacio de la Vega, un gallego socarrón que habría merecido que una de las estatuas lo representara, el escritor jienense Juan Es-lava Galán, que había apoyado la causa de Hislibris desde su pri-mera edición, y tres señoras fanáticas de Galdós que hablaban con mucha prosopopeya y que a mí me pareció que darían mucho juego cuando, a la tercera copa, Formigal se soltara dándoles charla.

Imaginé que muchos de los que estaban allí eran concursantes que esperaban ser premiados. Bartonza se habría dejado abrir en canal antes de filtrar el nombre de algún ganador, y, como cada año, había jugado al despiste dejando que se hicieran cábalas que des-

pués resultarían todas fallidas. Formigal entabló conversación con Eslava Galán acerca de un pueblo de Jaén al que él había acudido hacía tiempo cuando conducía autobuses de turistas, a no sé qué santuario de una Virgen. Eslava Galán le explicaba el origen pagano de la Virgen en cuestión y Formigal, a su vez, insistía en dar todo tipo de detalles acerca del calor que había pasado subiendo a la ermita. Pero también fue alternando con Ignacio de la Vega, con el que estableció una rápida complicidad que emplearon en tirar puyas a las señoras galdosianas, aunque a mí se me figuró que ellas los to-maron a ambos como dos excéntricos con posibilidades de conver-tirse en personajes de un relato. Yo me concentré en el salmorejo, el rabo de toro y el queso con membrillo, una cena que el Celedonio de Diógenes el Perro, en caso de haber existido, no habría aprobado de ningún modo.

Y por fin, los premios. Breves discursos —lo prometo— de Bar-tonza, Ricardo, que como les digo fue el que había fundado años atrás Hislibris, y el concejal de Cultura, dieron paso a la lista de ganadores. No los tengo apuntados, pero ahí están las reseñas de aquella noche si tienen curiosidad por saber quiénes recibieron cada Celedonio. Sí recuerdo, como es obvio, que el Celedonio de Platón correspondía al mejor relato, y que Bartonza lo anunció emociona-do, masticando cada palabra, porque la votación había estado reñi-dísima.

—Aunque todas las elecciones son difíciles, os aseguro que esta ha sido la más ajustada de todas las que se han producido en estos años. Pero hay un ganador. El Celedonio de Platón, que premia al mejor relato, es para Óscar Baelo, por Afrodita entre naranjos.

Y Baelo, un par de mesas más allá de la nuestra, no pudo evitar ni un gritito de alegría ni que sus puños se alzaran en señal de victo-ria. En seguida recuperó la compostura, e intentó una mueca de sor-presa, como diciendo: cómo me lo han dado a mí, si no lo merecía. El fingimiento no ocultó una enorme sonrisa y, con voz temblorosa, Baelo recogió la estatuilla y agradeció al jurado la distinción.

Vi a Formigal tomar notas en su libreta, y me sorprendió ese interés suyo por el resultado de las votaciones.

—¿Vas a hacer la crónica, Formigal?Pero no me contestó, sino que torció la boca en un amago de

sonrisa que no cuajó. A un señor de una de las mesas de al lado de la nuestra debió de sentarle mal el premio o el vino, porque tuvo un ataque de tos seguido de un mareo. Al levantarse, se cayó sobre una de las galdosianas y dos camareros tuvieron que llevárselo.

—Formigal, este pensaba ganar, me parece.Pero Formigal no dijo nada. Tomó algunas notas más y se le-

vantó para hablar de nuevo con uno de los camareros. Imaginé que estaba fraguando otro de sus negocios, porque después salieron de nuevo a fumar un cigarro; quizá es que iba en busca de un nuevo mechero para su colección. Las copas relajaban el ambiente, había llegado la hora de fingir que los que no habían ganado un Celedo-nio lo aceptaban con deportividad, mientras que los ganadores se esforzaban por mantenerse humildes entre tantas felicitaciones. De hecho, las conversaciones ya bullían, y una vez que me levanté al baño escuché algunas charlas sobre dinero, la crisis, facturas… La vida cotidiana abriéndose paso entre las excelencias de lo literario. Supuse que en realidad durante toda la cena se había hablado de la prima de riesgo, de los tipos de interés y de las subidas de impues-tos. A la vuelta, me encontré a Óscar Baelo sentado en la silla de Formigal hablando con Eslava Galán acerca de la novela En busca del Unicornio.

—No me digas qué ocurre al final, me quedan apenas cincuenta páginas —decía el ganador del Celedonio, sin saber que en esos momentos le quedaba menos vida que novela—. Supongo que el protagonista vuelve a España después de cruzarse toda África. Pero vamos, que huele a que todo termina mal...

—Me alegro de que te guste —respondía Eslava, al que tampoco se le veía ninguna intención de disertar acerca del desenlace de su novela.

—A mí me encanta la descripción que haces del sexo de las ne-gras —intervine.

—Es de lo más logrado del texto —rió Eslava Galán.—¡Y lo duro que debió de ser documentarse!En ese momento regresó Formigal, guardándose otro mechero.

Quizá un poco decepcionado porque no se estuviera hablando del calor que hace en Jaén, tampoco tardó mucho en hablar de En busca del unicornio, que sí se había leído, y además hacía muy poco.

—Me lo regaló Valera —le dijo a Eslava—, que siempre está regalando el mismo libro.

—Ah, muchas gracias, eres tú el que todavía lo compra.Formigal quiso explayarse acerca del argumento, que aún recor-

daba con detalles, pero le advertí que Óscar Baelo se lo estaba ter-minando y que no debíamos desvelar nada del final.

Y entregados todos los Celedonios, llegó la hora de las fotos. Formigal ya se había ido levantado durante la cena para sacar ins-tantáneas de los comensales en su salsa. Les insistía en que no po-saran, en que quería que aparecieran con naturalidad, como si no supieran que los estaban fotografiando. Yo me aparté con Esteban Noria, el escultor, que me estuvo explicando de qué están hechos los Celedonios, cuánto tiempo tarda en hacer cada uno y dónde bus-ca inspiración.

—Pero, vamos —me dijo—, todo esto ya se lo he contado con detalle a tu amigo, el del bastón. Sabe bastante de polímeros. Me ha dicho que ha trabajado con ellos.

—Ya. Me imagino.Los que hacían de periodistas en los llamados medios locales en-

trevistaron a los ganadores, que no soltaban sus estatuillas, y hasta había alguien de El Mundo, no sé si porque en la edición anterior se había premiado a su director, Pedro Jota Ramírez. La cosa funcio-naba, había quedado redonda, y todavía teníamos por delante un fin de semana con varios actos en los que tanto los Premios Hislibris como la editorial Evohé serían los protagonistas. Bartonza parecía

satisfecho, sin alardes, en su línea, pero con la sed que se les des-pierta a los que tienen talento y ven recompensado un gran esfuerzo.

—Ahora nos tomaremos unas copas fuera, en el jardín. Pero su-pongo que no tardarán en proponer una ruta por los bares de Fuente de Gil. ¿Os venís, verdad?

—¿Irán también los que no han ganado el premio?—pregunté con sorna.

—Este año ha estado muy reñido todo, de verdad, Manuel. Sobre todo la categoría de cuento. No sabíamos si dárselo a Afrodita entre naranjos o a El sueño del reptil. Cada vez nos llegan mejores escri-tos. De hecho, el voto que decidió el mejor texto fue el de Nacho.

Se refería a Ignacio de la Vega, el gallego que había simpatizado con Formigal, y que ya había organizado un grupo de presencia mayoritaria femenina, donde Eleadora Alzate, una escritora colom-biana que no sé qué Celedonio llevaba en la mano, eclipsaba a las galdosianas. La noche sería larga, y yo estaba cansado. Formigal se encontraba en su apogeo.

—Nos vamos a los bares del pueblo. He estado hablando con el concejal, que lo mismo expongo algunas fotografías en la Casa de Cultura.

—Pero, ¿hay alguien con quien no hayas hablado? ¿No has sali-do varias veces con uno de los camareros?

—Sí, son unos cachondos. Estaban apostando. —¿Apostando a qué? ¿Sobre los ganadores de los Celedonios?—Qué va. Sobre qué mesa bebía más vino. Ha ganado la de al

lado. Hemos estado muy flojos nosotros… —y me enseñó su libre-ta, donde había ido apuntando las botellas que se había bebido en cada mesa.

—Ah, esas eran las notas que tomabas…—Vámonos, que esta noche hacemos negocio.Pero no cedí. El cansancio me aconsejó quedarme en el hotel, y

así lo hice, junto a unos cuantos que, como yo, entre ellos Eslava Galán y el escultor Esteban Noria, intuyeron que nadie sabía a qué

hora se volvería de los bares de Fuente de Gil. Formigal se largó, con cámara y todo, así como Bartonza, Ignacio de la Vega y Óscar Baelo, el ganador, al que le quedaban apenas horas de vida, minutos casi, podríamos decir.

Nos sentamos en la terraza que había junto a la piscina. No sé cuánto tiempo estuvimos allí. Recuerdo tomarme tres copas, cuatro quizá, y supongo que me retiré en torno a las dos y media de la ma-ñana. Tarde para el cuerpo, pronto para el alma.

La ventana de mi habitación daba al recinto de la piscina, don-de hablaban dos camareros, intuí que deseando que los cuatro o cinco clientes que quedaban alternando se retiraran de una maldita vez. Encendí un cigarro apoyado en el alféizar, deleitándome en mi cansancio y en la inminencia de la cama, que me aguardaba en la penumbra. Me recreé en una luna decreciente, de luz pobre, que descendía sobre una serie de colinas con olivos. Más que dar luz, daba sombra. Imaginé un mundo en el que el sol alumbrara tan poco como esa luna, un mundo de seres románticos y sin voluntad, o algo así, la verdad es que apenas tengo el recuerdo de una sensación vo-luptuosa, flotante, como el humo que ascendía en busca de la luna, pues sus blancuras apagadas parecían buscarse. En fin, después de ver pasar un tren, cerré la ventana y me acosté, sin ni siquiera hacer amago de leer nada, aunque había dejado en la mesilla de noche Ficciones, de Borges. En vez de eso, puse la tele sin volumen y me dormí mientras en la pantalla un grupo de cuerda interpretaba sus temas en un jardín. La programación de la televisión, un buen tema del que alguien debería proponer una explicación psiquiátrica.

¿Tengo algún recuerdo de aquella madrugada? No sabría decir-lo. De seguro, si no hubiera pasado lo que pasó, mi memoria me diría que dormí de un tirón, sin ningún desvelo. Sin embargo, en la habitación de un hotel, en un lugar extraño, cuántos ruidos no so-bresaltan sin que uno les dé ninguna importancia, cuántas puertas se cierran en mitad de la noche... No, no recuerdo haberme levantado para ir al baño, ni para beber agua. Desperté antes de las diez, com-

probé que el sol ya calentaba los montículos que hacía unas horas me parecieron tan evocadores, y bajé a desayunar.

A partir de este momento, procuraré narrar los acontecimientos según los fui viviendo, y no a la luz de lo que supe después, es de-cir, de lo que sé ahora y quiero compartir con todos ustedes. Fueron horas agitadas, supongo que sabrán disculpar las dudas, las lagunas, ciertas imprecisiones, sobre todo en lo que respecta a las pesquisas de Jorge Luis Formigal. Pasó todo tan rápido. No recuerdo cada diálogo, cada frase, pero convengamos en la reconstrucción de las conversaciones, como hemos hecho hasta ahora, y tal y como se suele hacer en los relatos: sería ilusorio pretender que un narrador recuerda cada coma, cada suspiro de los protagonistas.

Pero basta de excusas. En el bar no había nadie cuando bajé, solo uno de los camareros de la noche anterior con cara de haber dormido poco. Me aconsejó que tomara las tostadas con aceite de la tierra y me sirvió un café largo, solo, con hielo. Sí, recordó ponerme el hielo. Y digo esto porque sé que muchos de ustedes conocen el problema que tengo con los camareros que no me ponen hielo para el café pese a que lo pido de forma lenta y clara. Y para que conste que este hombre era metódico, ordenado, observador.

La prensa del día venía con las treguas propias del sábado: cul-tura, deportes, entretenimiento, viajes… pero las noticias eran las mismas de siempre; a veces, uno piensa que solo les cambian la fe-cha. Cuando cacé el quinto error de sintaxis me tomé el coñac de un trago, entoné un réquiem por las redacciones y las escuelas o facul-tades de periodismo, como las llamen ahora, y me di una vuelta por Fuente de Gil. Conocía bien el sitio, ya les digo que ahí transcurre la última novela que he escrito y que todavía estoy corrigiendo. Vi un par de iglesias, mucho carro de la compra y los típicos problemas de tráfico de los lugares pequeños, donde uno tiende a pensar equi-vocadamente que no hay atascos.

Un mensaje de Bartonza me llegó a las once y cuarto. Me pre-guntaba dónde estaba y me recordaba que a las doce y media te-

níamos un coloquio en una de las bodegas del pueblo, en el que participarían varios de los ganadores, y con Eslava Galán como ca-beza de cartel. Sí, yo también diría algunas palabras, y pensé que al tercer vino podría animar un poco el cotarro. Bartonza me esperaba en el recibidor del hotel, en una sala decorada por alguien que quiso ganar un concurso sobre a ver cuántos estilos dispares era capaz de meter en una sola estancia. Chocaba ese mal gusto con lo elegante y sobrio del edificio. Debajo de un cuadro en el que dos membrillos de medio metro prometían un buen postre, y frente a una chimenea que tenía pinta de no haber sido encendida nunca, me contó que la noche anterior derivó en un desbarajuste. Él se habría acostado en torno a las cinco. A Formigal y a Ignacio de la Vega los había perdi-do en uno de los bares, y cada uno volvió como supo o pudo al ho-tel. Cuando te cuentan este tipo de noches, es cuando más agradeces haberte retirado a tiempo.

Poco a poco, fue bajando más gente. Caras dormidas, algunas con signos de haber pasado una buena madrugada, otras, con seña-les de haberlo intentado al menos. Formigal venía lento, con gafas de sol, apoyándose en el bastón más de lo que solía.

—¿A qué hora has vuelto?—No lo sé.—¿Era de día?—No lo sé, la verdad. Me acabo de tomar un sobre de Almax…Bartonza había ido y venido, recontando a todos los que debían

participar en el coloquio. Al parecer, ya estábamos al completo, ex-cepto Óscar Baelo, que intervendría en la charla portando su fla-mante Celedonio de Platón. Junto a la chimenea, uno de los cuadros representaba a Ulises y al caballo de Troya. No sé qué relación tiene Odiseo con los membrillos ni con las sillas que pretenden imitar cierto estilo rococó.

—Coño, Javier, mira: es Ulises.Y Bartonza y yo comenzamos a hablar del héroe griego, como

siempre, haciendo planes, inventando proyectos, inspirándonos.

En cinco minutos, habíamos determinado adaptar la Odisea a una versión juvenil, con ilustraciones. Formigal estaba pero no atendía, porque mientras nosotros contemplábamos a los griegos metién-dose en el enorme caballo de madera, él estudiaba con la misma atención un croquis del hotel, con sus salidas de emergencia, sus escaleras y sus extintores.

—Interesante —le escuché murmurar.Bartonza se impacientaba tanto que ya ni Ulises era capaz de

tranquilizarlo. Serían las doce pasadas cuando ya no se pudo con-tener y se acercó a recepción, a pedir que llamaran a Óscar Baelo. Nadie contestó en la habitación 211.

Bajó Ignacio de la Vega, también con gafas de sol, un cansancio parecido al de Formigal y una barba cuidada que evidenciaba que se había levantado hacía bastante tiempo solo para acicalarse. O sea, un dandi. Formigal y él se apartaron a cuchichear, y entendí que hablaban de la noche anterior, de sus vaivenes, de sus descarrila-mientos. En esas charlas, si no se ha estado en el fregado, es mejor no meterse. Aunque lo cierto es que a los que refieren tales batallas siempre les viene bien una persona ajena a la que explicarle con todo detalle lo que han hecho, cuánto han reído y cuántos requie-bros han dedicado a las mujeres.

También se acercó Eslava Galán, mucho más descansado y que, como yo, había desayunado pronto y se había dado una vuelta por Fuente de Gil, raro que no nos viéramos. Y la colombiana Eleadora Alzate, con la que al parecer no llegaron a ningún término ni Formi-gal ni Ignacio de la Vega.

—¿Esta mujer no se fue anoche con vosotros?—Se fue, pero no se vino —me contestó Ignacio de la Vega,

alzando las cejas con picardía.—No sé —dijo Formigal—, a esta la perdimos pronto, en la pri-

mera bodega.A las doce y cuarto Bartonza ya no se aguantaba. Baelo no baja-

ba y quedaban apenas quince minutos para que comenzara el acto.

De hecho, ya deberíamos estar entrando en el sitio, sobre todo él, como editor, y los ganadores de los Celedonios, a los que volverían a fotografiar.

—Hay que subir a llamarlo, directamente, a la habitación.—No se preocupe —le tranquilizó Eleadora, que nos hablaba a

todos de usted—. Yo olvidé algo en mi cuarto, subo y lo llamo.—Pues yo voy a comprar tabaco —dijo Formigal.Pero Eleadora bajó con malas noticias. Nadie contestaba en la

habitación 211.—¿Le habéis llamado por teléfono? —quiso saber Formigal, que

abría su paquete de Ducados con una mano, con la pericia del que ha abierto unas tres mil cajetillas como poco.

—Treinta veces. Y no te exagero. Hay que pedir una llave de la habitación. —Bartonza ya estaba dispuesto a todo.

Acordamos que todo el mundo se iría ya para la bodega, mientras que Bartonza y yo pediríamos en recepción que abrieran la puerta de la habitación de Óscar Baelo.

—Yo me quedo también —decidió Formigal.—¿Y las fotos? ¿No vas a ir haciendo fotos antes del acto? —le

pregunté.—Igual aquí hacemos más fotos que en la bodega —me dijo,

misterioso.El señor de la recepción era el mismo camarero que me había

atendido a primera hora, poniéndome el café con hielo. El hotel El Jardín no solía recibir tantos clientes, y se ve que todos hacían de todo, cubriéndose y trabajando a destajo en lo que, para ellos, debía de ser un fin de semana grande. Bartonza le explicó la situación. No, el señor de la 211 no había bajado en toda la mañana.

—Pero, ¿sabemos si volvió anoche? Igual no ha vuelto… —pro-puse.

Nadie sabía dónde ni con quién había acabado Baelo. ¿Había ido al primer bar al que se fueron todos? Ni lo vieron retirarse ni tampo-co estuvo con los que nos quedamos en la terraza de la piscina. En

la recepción nadie lo recordaba regresando, pero bien pudo entrar en cualquier momento, derecho a su habitación, sin ser visto por el personal del hotel. Formigal repasaba en su cámara digital las fotos hechas la noche anterior, y parecía buscar algo, parecía indagar, lo sé porque dejó que se consumiera un cigarro en su mano, sin dar una sola calada, y eso en él es signo de concentración. Debió de en-contrar lo que estaba buscando, porque de repente apagó la cámara y me dijo:

—Manuel, hay que entrar en esa habitación. Ya.Eslava Galán, Ignacio de la Vega y Eleadora Alzate se marcha-

ron a la bodega, esta última a regañadientes, porque no paraba de insistir en que tendríamos que llegar todos juntos; no supe por qué, pensé que igual en Colombia es costumbre.

Subimos a la 211 el camarero-recepcionista, Bartonza, Formigal y yo. Formigal se había lanzado escaleras arriba cojeando mucho menos que hacía un rato. Él no suele mostrar decisión por nada salvo que vea un interés muy concreto, y en ese caso se lanzó a por la presa como un lobo hambriento. La luz verde en el picaporte de la puerta indicó que se había abierto. El camarero se hizo a un lado y nos miró, como diciendo: esto ya es cosa vuestra, yo me quedo aquí fuera.

Formigal entró primero, Bartonza después y yo el último. La persiana estaba bajada, la habitación en penumbra y Óscar Baelo, ganador del Celedonio de Platón por el cuento Afrodita entre naran-jos, en la cama, echado.

—No me jodas que está durmiendo, coño —si hay algo que Bar-tonza no soporta es la informalidad.

—Quieto —dijo Formigal, alzando el brazo y poniéndolo ante Bartonza, que ya se lanzaba a despertarlo. Fue él el que se acercó, pero en vez de agitarlo para sacarlo del sueño, encendió la luz, miró en torno a toda la habitación como hace él cuando desea memorizar lo que está viendo y le puso la mano a Baelo en el cuello, para sen-tenciar después:

—Este tío está muerto.Y tenía razón.

Como es lógico, no hubo coloquio en la bodega de Fuente de Gil; ni coloquio, ni ningún acto más en todo el fin de semana de Evohé y los IV Premios Hislibris. La policía se hizo cargo de la situación en seguida y Javier Bartonza entró en un estado de letargo, muy contrario a la actividad que poseyó a Formigal, que no paró des-de entonces de ir y venir por el hotel, hablando con unos y otros, fumando con los camareros, saliendo a la piscina, llamando por te-léfono y trabajando en cualquier parte con su Ipad. La autopsia se realizó por la tarde, y fue tajante: Óscar Baelo había muerto de un infarto en torno a las tres de la mañana, en su cama. No obstante, el hecho de que un periodista de El Mundo estuviera por allí hizo que aquello pasara a la prensa nacional, y la noticia adquirió cierta notoriedad. «Muere después de recibir un premio literario», recuer-do haber leído en alguna parte. «Muerte en los Premios Hislibris», cosas así. Formigal se hizo íntimo del camarero-recepcionista, hasta el punto de que los vi a los dos hurgando en el libro de entradas y salidas al hotel.

—Vente, anda, que me han dicho que aquí al lado hay una esta-ción de tren —me pidió Formigal.

—El tren pasa por aquí mismo, justo detrás del hotel.—¿Tú sabías que por aquí pasaba un tren? ¿Y por qué coño no

me lo has dicho antes? —pareció indignarse.—Jorge Luis Formigal, qué coño pasa. —Cuando me cabreo con

él, me sale llamarlo así, con nombres y apellidos—. Sí, anoche vi pasar un tren, justo antes de acostarme.

—¿A qué hora?—No lo sé, antes de acostarme. A las dos y algo, a las tres, yo

qué sé.—¿A las dos o a las tres?—¡No lo sé, Formigal, no estaba pendiente de la hora!

—Vamos, tenemos que pedir un horario de trenes en la estación.Me hizo describirle con todo detalle cómo era el tren que había

visto, hacia qué dirección lo vi pasar y a qué hora. A unos doscien-tos metros del hotel El Jardín, estaba la estación antigua de Fuente de Gil. Nos explicaron que había una estación nueva, a las afueras del pueblo, y que esta había quedado para el paso de mercancías. Aquí ya no paraban trenes de viajeros, salvo un par de ellos, noc-turnos, que iban a Barcelona y a Bilbao a deshoras y que estaban a punto de ser sustituidos por otros de alta velocidad que pasarían entonces por la estación nueva. Formigal pidió un horario de trenes, pero no existía tal cosa. El tipo de la ventanilla se negó a decirnos a qué hora pasó el mercancías de la madrugada anterior. Esa infor-mación, al parecer, queda registrada en un libro donde se apuntan todas las horas de paso. Ese listado tiene un nombre que ahora no lo recuerdo. Y eso, afirmó como el que se niega a revelar los secretos de una secta, era algo que él no estaba en disposición de facilitarnos. Si el factor que había trabajado a esa hora nos lo quería decir, eso era otra cosa, afirmaba. Que más, él no podía hacer. Y nos dio hasta el teléfono de esa persona. Formigal lo observó sin pestañear, se dio la vuelta y me dijo:

—Estamos ante un imbécil. Los imbéciles son como piedras que se cuelan en una maquinaria. Pueden detener cualquier proceso. Yo ahora podría ponerme a discutir con él, incluso llegar a las manos y darle una paliza. Pero eso sería un error por mi parte: lo más útil que se puede hacer cuando uno se topa con un imbécil, es evitarlo y seguir como si no existiera. Además, es lo que más les jode.

El tipo se puso histérico, evidentemente, pero Formigal no quiso que aquello pasara a mayores y nos fuimos en busca de ese señor que nos podría informar. Yo no sabía qué importancia tenía todo aquello, pero he visto a Formigal discutir tantas veces, que pensé que solo era una más.

Para saber a qué hora paró anoche un determinado convoy, como digo, tendríamos que hablar con el factor que había hecho la madru-

gada en la estación. Yo habría desistido, pero Formigal consideraba imprescindible hablar con ese señor. De hecho, se fue a verlo a su casa. Cuando volvió, me dijo con una satisfacción muy parecida al triunfo:

—Anoche el mercancías de las dos y media pasó con retraso. Tú te acostaste a las tres menos cinco.

—Ah, pues muchas gracias por la información. ¿Para eso tanto lío?

—Pse… tú no has visto nada aún. Me parece que te va a salir tema para dos o tres novelas.

A Formigal le encanta hacerse el misterioso, darse importancia, y si es conmigo, ya saliva de gusto, regodeándose y henchido, ima-ginando que a mí me ha dejado con la ansiedad de intentar adivinar qué grandes proyectos se trae entre manos. Pero la cosa es que, esta vez, el muy jodido lo consiguió. ¿Qué carajo estaba averiguando?

A la tarde, nos enteramos de los resultados de la autopsia, que como ya he dicho no dejaba lugar a dudas: infarto. Bartonza bajó lívido al bar, a seguir tomando apenas café, aunque no parecía que le conviniera mucho. Antonio, el camarero, se mostró muy solícito con nosotros. Sé su nombre porque, evidentemente, Formigal nos lo presentó ya de manera formal, como si se tratase de un amigo íntimo.

El salón donde habíamos cenado la noche anterior estaba cerra-do, pero a Bartonza, Formigal y a mí nos dejaron pasar, incluso nos trajeron un cenicero para que fumáramos.

—Hay dos cosas que no se encuentran —nos informó Bartonza, que acababa de hablar con la policía—. El teléfono móvil de Baelo y el Celedonio.

Esta información no alteró en lo más mínimo a Formigal, que siguió fumando, impasible, en el mismo asiento en el que había cenado la noche anterior.

—¿Y esto cómo se hace? ¿Se pone denuncia, se puede poner denuncia…?

—No lo sé, Manuel. Yo creo que lo mejor es que todo acabe cuanto antes, largarnos, y que no se hable más del asunto. La familia de Baelo ya ha sido informada, y vienen para acá. Irán directamente al tanatorio, donde le han hecho la autopsia, y de ahí a Madrid; vi-ven allí, aunque son de El Bierzo. Supongo que les dará igual que no se encuentre ni el móvil ni el Celedonio.

—¿Estaba casado?—No. Vienen sus padres y un hermano.—O sea que ha sido un infarto, definitivamente…—Eso parece. Ya es mala suerte, hostias.—¿Y la habitación?—Qué pasa con la habitación.—¿Le han quitado el precinto?—Supongo que sí, no lo sé. No hay mucho más que decir. Un

infarto, eso es todo.Formigal había sacado su libreta de notas, y después de un rato

de cavilaciones, dio un salto, con la agilidad que uno no espera de alguien que lleva bastón, y se empezó a pasear entre las mesas ad-yacentes.

—El Celestino…—Celedonio.—El Celedonio que ganó Baelo... representaba a Platón.—Sí.—¿Y qué decía Platón?Bartonza y yo nos miramos. Yo no sabía si a él le apetecería po-

nerse a hablar ahora de las Ideas platónicas, del mito de la caverna o del carro, pero él mismo comenzó a contestarle a Formigal. Imagino que eso lo relajaba.

—Platón proponía que el alma es inmortal. Cuando nacemos, el alma se mete en el cuerpo y en cierto modo olvidamos nuestras vidas anteriores. Lo que aprendemos, en el fondo, lo vamos recor-dando, porque el alma ya lo sabe todo, todo.

—Ah, eso está muy bien. —Formigal escuchaba mientras se sentaba en distintas sillas, mirando hacia la mesa en la que habían estado expuestos los Celedonios.

—Conocer es recordar. Pero no conocemos a través de los sen-tidos, que son imperfectos. Conocemos a través de la razón, que es el único modo de alcanzar el verdadero conocimiento, lo que Platón llama La Idea. Las almas, cuando están fuera de este mundo, viven en el plano de las Ideas.

—¿Cómo es eso de los sentidos?—La vista, por ejemplo, es imperfecta. Nos dice de qué color es

un objeto, su forma, sus límites… pero lo que es el objeto en sí, el objeto ideal, solo lo podemos conocer a través de la razón. Por eso tenía tanta pasión por la geometría. Los sentidos nos engañan.

—Los sentidos nos engañan, desde luego. —Formigal se levantó buscando su bastón con prisa, poniéndose de pie y mirándome fija-mente—. Ese Platón sabía lo que decía.

—¿Dónde vas? —le pregunté.—A hablar con Eslava Galán.—Joder, Formigal, no la líes, que no está la cosa para bromas.Pero ya no me escuchaba; salía apresurado de la sala. Fui detrás

de él, dejando a Bartonza con sus pensamientos platónicos, imagi-no.

—¿Qué estás haciendo, Formigal?—Los sentidos nos engañan, Manuel.—¿Qué?—No le digas nada a nadie. Y menos a Bartonza, que bastante

tiene con lo que tiene. Pero anoche intentaron asesinar a Óscar Bae-lo.

Ni siquiera respondí, pero cogí la mano de Formigal, impidien-do que siguiera su camino o implorando, no sabría definir qué fue aquello.

—Luego te lo explico.—¿Y por qué vas a hablar con Eslava Galán? Pero…

—Pero Platón tenía razón. Y además, ya sé dónde está el Celes-tino.

Y, de nuevo, le llamara como le llamara al Celedonio, tenía ra-zón.

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Lamento defraudar a los lectores clásicos de las novelas y relatos de misterio. Pero no, ahora no viene una escena a lo Agatha Christie o a lo Conan Doyle donde la sagacidad del detective deja a todos con la boca abierta descubriendo a un asesino entre los invitados. Con Jorge Luis Formigal, las cosas pasan de otro modo.

Volvemos a situarnos en el restaurante El Coto, en Ciudad Real, de regreso a Madrid, donde el domingo por la noche él y yo paramos para cenar. La temperatura seguía siendo suave, así que después de una sopa y de un pescado, salimos a la terraza, a fumar con los ca-fés. Formigal no me había permitido más preguntas después de su revelación, y el fin de semana había acabado sin más sobresaltos. El domingo resultó un día aún más triste que el sábado. El cuerpo de Óscar Baelo partió hacia el olvido junto a su familia, los invitados al certamen abandonaron el hotel y me temo que muchos de ellos se fueron con una sensación muy desagradable ligada a Fuente de Gil. El futuro de los Premios Hislibris quedaba tocado aunque, como Ignacio de la Vega apuntó, «buena o mala, no existe mejor publici-dad». Bartonza, probablemente, ni pensaba en los premios, sino en los padres del fallecido, que regresaban a casa con un hijo muerto.

Frente a la carretera, en una noche fresca que se agradecía des-pués del calor de Fuente de Gil, supuse que había llegado el momen-to de aclarar con Formigal lo ocurrido. En efecto, él también había aguardado a ese momento para ofrecerme su versión de los hechos.

Sin embargo, en su línea, esperaba que fuera yo el que le arrancara las palabras, como si debiera pagarle un tributo de misterio.

—Bueno, qué.—Qué de qué.—Que me cuentes qué carajo has estado enredando todo el fin

de semana. Qué es eso del asesino y… coño, tú dirás, o quieres que te entreviste.

Era lo que Formigal esperaba oír: mi indignación, una súplica casi para que me «ilustrara con su ciencia».

—Has visto, pero no has visto. Nadie se ha dado cuenta de lo que ocurrió la noche del viernes porque los sentidos nos engañaron. A todos. Como decía Platón.

El colmo, claro, era aliarse con Platón, pero Formigal no pensaba ahorrarse ese gusto.

—A ver, te lo contaré en el mismo orden en el que yo he ido descubriéndolo. Verás entonces cómo tú también empiezas a com-prender. Es muy sencillo. Comencé a sospechar que algo raro pa-saba cuando fui a comprar tabaco la mañana del sábado, mientras esperábamos que Óscar Baelo bajara para ir al coloquio. ¿Cómo se llamaba la colombiana que el día anterior no quiso nada conmigo?

—Bueno, bueno, esto es el colmo. Eleadora Alzate.—Esa. Al final de la cena, estuvo muy pendiente de nosotros,

sobre todo, de Nacho. —Ignacio de la Vega, para Formigal, ya era Nacho—. Pero no recordaba haberla visto en toda la noche, ni en la primera bodega que visitamos. Que por cierto la cuenta la pagó el concejal de Cultura. Cuando por la mañana Bartonza habló de subir a la habitación de Óscar Baelo para llamarlo a golpes en su puerta, porque no respondía ni al móvil ni al teléfono del hotel, la colombiana dijo que había olvidado algo y que ella subiría. Yo fui a comprar tabaco a la máquina que hay en el bar, al lado de la recep-ción del hotel, ¿te acuerdas?

—Vagamente, pero vale. ¿Y…?

—Que, cuando me acerqué a por el tabaco, vi que ella subía derecha a las habitaciones. Antonio estaba en la recepción en ese momento, así que quise saber si ella le había preguntado a él cuál era la habitación de Baelo. Y no lo había hecho. Había subido direc-tamente, sin preguntar.

—Qué quieres decir.—Está claro: esa mujer ya había estado en la habitación de Bae-

lo, porque sabía qué número era, sin tener que preguntar.—Podía haberlo escuchado antes.—¿Cuándo? Bartonza daba por hecho que Baelo bajaría, y, con

lo nervioso que estaba, en ningún momento le indicó el número de habitación.

—Pudo saberlo la noche anterior, durante la cena.—Sigo, porque al final me darás la razón. Cuando ella bajó, dijo

que nadie contestaba. Estaba muy preocupada. Busqué en mi cáma-ra las fotos de la cena, hasta que encontré una en la que ellos dos se sonreían. Están de fondo, muy cariñosos, cuando creían que nadie los estaba mirando.

—Formigal, hablas por indicios; eso pudo ser así, como pudo no serlo. Una foto no demuestra nada.

—Mírala tú mismo.Y sí, en el primer plano aparecía una de las mesas, sonrientes to-

dos, ya con los Celedonios entregados, y detrás, al fondo, Formigal había sorprendido a Óscar Baelo y a Eleadora Alzate sonriéndose. ¿Pero eso era suficiente? A esas alturas ya nos habíamos bebido tres botellas de vino por mesa, cualquiera podía sonreír así a cualquiera.

—A mí me pareció sospechoso, como tú dices. Y por eso decidí quedarme en el hotel con Bartonza y contigo, en vez de ir a la bode-ga a sacar las fotos del coloquio.

—¿Ya sabías que Baelo estaba muerto?—No. En ese momento, solo sabía que podía haber habido algo

entre la colombiana y Baelo, algo que intentaban ocultar y que, por qué no, podría tener algo que ver con que él no bajara a tiempo.

—Y entonces, Bartonza, tú y yo subimos a la 211 en busca de Baelo.

—Y Antonio, no te olvides de él. Nos abrió la puerta y se quedó fuera.

—Lo primero que pensamos al ver a Baelo en la cama era que se había quedado dormido.

—Nadie duerme tan profundamente como para no escuchar treinta llamadas de móvil, tres del teléfono fijo que tiene en la mesi-lla, a medio metro, ni los golpes en la puerta. Ahí supe que, o estaba muy drogado, o estaba muerto. Encendí la luz y me acerqué a la cabecera, y antes de comprobar si Baelo estaba vivo, me fijé en los objetos de la habitación. Había tres cosas que me llamaron la aten-ción. La primera, el teléfono de Baelo.

—Pero si su teléfono ha desaparecido…—Estaba en la habitación 211 cuando entramos. Pero no estaba

en la mesilla de noche, como sería normal en alguien que duerme en un hotel y que no ha dejado encargado que lo despierten. Si tú estás pasando el fin de semana en un hotel, sales hasta tarde y sabes que al día siguiente tienes que participar en un coloquio, una de dos: o dices en la recepción que te llamen o tienes el móvil a mano para escuchar la llamada o la alarma, si te la has puesto.

—O te pones el teléfono al menos a dos metros para garantizarte que no lo apagas y sigues durmiendo, que es lo que hago yo.

—Puede ser, pero no en la silla de la entrada y sin cargar la bate-ría, que es donde estaba.

—Entonces, ¿cogiste el móvil?—Sí. Lo cogí, y después, cuando supimos que estaba muerto,

pensé que sería bueno hacerme una copia de la memoria de la tar-jeta y del teléfono. Sabía que sería interesante leer los mensajes y conocer las llamadas que había mantenido.

—Pero, Formigal, no puedes hacer eso. Estás violando…—Calla, coño, que no he terminado. Si te escandalizas por tan

poco, no sé cómo te vas a tomar lo que he hecho después… Es-

cucha, la segunda cosa que no estaba donde tenía que estar era el marcapáginas.

—Qué marcapáginas.—El que Baelo tenía en el libro de Juan Eslava Galán, el de Bus-

cando el unicornio.—En busca del unicornio. ¿Te fijaste en eso?—Me fijé en que el marcapáginas estaba al principio del libro,

por la página treinta o así. Y la noche de antes, acuérdate, Baelo pidió que nadie le desvelara el final de la novela, porque estaba acabándolo y le quedaba lo más interesante.

—Pero los marcapáginas a veces se quedan donde no deben: por el sueño, por un descuido…

—Tú ve sumando indicios, como les llamas. En ese momento, yo estaba apuntando en mi cabeza lo que me resultaba extraño. Y había una tercera cosa: mejor dicho, no la había.

—El Celedonio.—Eso es. El Celedonio de Platón no estaba allí. Lo lógico sería

que un premio recién ganado estuviera sobre la cómoda, en cual-quier sitio visible. Para colmo, no tenía pulso, Baelo estaba muerto.

—No me convences. Solo tenías indicios vagos de que Eleadora ya conocía la habitación. Un teléfono móvil sobre una silla. Un mar-capáginas. Y un trofeo que no estaba allí.

—Y un muerto. Todo lo que has enumerado no sería tan sospe-choso si en la cama no hubiera un muerto aún caliente. Porque es-taba caliente todavía. Exactamente, a algo menos de treinta grados.

—¿Le tomaste la temperatura?—No. Eso lo deduje después. No estaba puesto el aire acondicio-

nado y un cadáver se enfría casi a un grado por hora hasta alcanzar la temperatura ambiente, si es que no se le mete en una cámara frigorífica, algo que se suele hacer mucho si quieres hacer creer que alguien murió unas cuantas horas antes.

—Formigal, estás mal de la cabeza… ¿Quién te enseña esas co-sas?

—Lo que tú llamas indicios vagos comenzaron a tomar cuerpo cuando leí los mensajes de la tarjeta de Óscar Baelo. También esta-ban las treinta llamadas perdidas de Bartonza el sábado por la ma-ñana. Como te he dicho, hice una copia de la memoria de la tarjeta y del teléfono, y apagué el móvil. Es imprescindible si no quieres que te localicen por satélite.

—¿Y qué has hecho con el teléfono?—Después lo devolví a la habitación, sin huellas; Antonio lo

puso ahí por hacerme el favor. A cambio, yo le arreglé un problema con unos papeles… bueno, da igual. El teléfono se lo encontrará algún futuro cliente, en uno de los cajones de la mesilla, y sin tarjeta ni nada en la memoria.

—No me lo puedo creer, Formigal. No tienes valores.—Escucha, los mensajes confirmaron mis sospechas: la colom-

biana.—¿Eleadora Alzate? ¿Qué decían los mensajes?—Dame fuego, pero con el mechero, no con los valores. Pues

mira, se ve que se conocían, que tenían una relación y que la noche anterior iba a ser para ellos algo especial. Los dos habían ganado un premio, estaban en un hotel, después de una cena estupenda, triun-fadores… Los mensajes eran comprometedores. Que si te quiero, que si te echo de menos, que si tal, que si cual. Las cosas de los enamorados, ya sabes. A mí lo que me importaban eran las horas. El último mensaje era de la noche anterior, a las tres menos ocho, y no estaba abierto.

—La virgen… Baelo nunca llegó a ver ese mensaje…—No. El mensaje decía: «Perdóname, estoy muy confusa, maña-

na hablamos. Te quiero». Vamos, algo así. Y con eso tenía bastante como para empezar a interrogar.

—¿Interrogaste a Eleadora?—En su misma habitación. Subí después de comer, cuando tenía

todos los mensajes leídos. Y le dije que sabía todo lo suyo con Baelo y le recité el mensaje de memoria, a ella sí. La pobre se puso a llorar,

yo me tiré un farol, le dije que tenía que contarme todo lo que había pasado la noche de antes o hablaría con la policía: era sospechosa de asesinato. Cantó, claro. Y resultó que sí, que estaban liados, desde hacía unos meses. Él era soltero, ya lo sabes, pero ella está casada. El marido no sabía nada. Bueno, en la cena se fueron alegrando con el vino, los premios los dispararon aun más, se sintieron fuertes y decidieron hacer público su lío. Fingieron que salían a tomar copas con el resto, pero se escabulleron sin que nadie los viera y subieron a la habitación de él, donde siguieron su particular celebración hasta tarde. Pero acabaron discutiendo. Ella se echó atrás y decidió volver a dormir a su habitación. Baelo se enfadó, le dijo que, o rompía de una vez con su marido, o que él dejaba esa relación, si ni siquiera podían dormir juntos una noche. Ella se marchó, según me afirmó, antes de las dos y media. Y en su habitación, muy confundida, le envió este mensaje que te digo y que Baelo nunca llegó a leer.

—Pero, entonces, ¿Baelo murió de un infarto y ya está?—Espera, Manuel; dame otro cigarrito, anda. Según la colom-

biana, a las dos y media estaba en su habitación. Pasó un rato lloran-do, y casi vuelve a la 211 a reconciliarse con Baelo. Pero al final se despejó tomando el aire por la ventana y le envió ese mensaje. Y me dijo, atento, que, nada más enviárselo, vio pasar un tren.

—¡El tren! ¡El mismo tren que yo vi pasar antes de acostarme!—Sí, os acostasteis a la misma hora. Yo tenía que saber si me

estaba diciendo la verdad, y la mejor manera era comprobar que, apenas un par de minutos después de la hora del envío del mensaje, pasó un tren.

—Por eso te pusiste tan nervioso y fuimos a la estación.—No me puse nervioso, estaba concentrado. Y el de la ventanilla

es un imbécil. Como el factor de la estación me confirmó, el tren de las dos y media llegó con retraso, y a las tres menos cinco, minuto arriba o abajo, cruzó las vías detrás del hotel. La colombiana decía la verdad. No solo concordaba la hora, sino que supo describirme

correctamente cómo era el tren y hacia qué dirección marchaba. Un Norte-Sur, como dicen los ferroviarios. Marchaba hacia el sur.

—Vale, pero ¿entonces por qué no pensar que Baelo murió de un infarto sin más?

—El teléfono móvil, ahora sí que pasaba a ser una prueba más que un indicio.

—¿Por qué?—Porque Baelo no podía dejar de esperar que Eleadora lo lla-

mara o, al menos, como hizo, que le mandara un mensaje. ¿Tú crees que un tío enamorado hasta las trancas y con ese cabreo iba a dejar el móvil en otro sitio que no fuera la misma cama? No, después de saber lo de la colombiana, estaba claro que alguien que no había sido Baelo había colocado ese teléfono ahí. Alguien más había en-trado a la 211.

—¿Y quién más que Eleadora iba a querer entrar en la habitación de Baelo?

—Esa era la pregunta, exactamente. Quién tendría interés en en-trar a ver a Baelo y para qué. ¿Tú qué crees, escritor?

—Joder… escucha… —dije asombrado, y reconozco que algo picado por el reto de Formigal—. Bartonza nos dijo que la vota-ción al mejor cuento había estado muy reñida. No sé quién quedó segundo, pero alguien que quisiera ganar el concurso y que entró a por el Celedonio… ¡No! ¡Eso es muy simple! Escucha, Formigal, escucha: esto es como el episodio de los Napoleones de Sherlock Holmes. ¡Alguien había metido algo dentro del Celedonio, alguna joya, cuando lo estaba modelando! ¡Fue Esteban Noria, el escultor!

Formigal expulsó su nube de humo hacia arriba, como lo ha-cen quienes tienen el ego por todo lo alto. Estaba jugando conmigo como la ballena con la foca, y eso es una de las cosas que más le hacen disfrutar en este mundo.

—Ay, Manuel. Lees mucho pero piensas poco. Yo ya había ha-blado con Esteban Noria, sé cómo hace los Celedonios. Y no, no era eso. Era imposible saber quién quería entrar en la 211… salvo que

pasara lista, salvo que supiera quién de los que dormían esa noche en el hotel tenía algo contra Baelo. Así que llamé a Pedro.

—Pedro. El policía con el que hablas siempre.—Mi contacto en Interior —a Formigal le sonaba mejor así—.

Le envié las fotos de todos los presentes, incluidos los camareros, y le pedí que me remitiera los historiales de quienes tuvieran ante-cedentes.

—¿Alguna vez haces algo legal?—No, por eso resuelvo los casos. Y le pedí también a Pedro que

me enviara lo que supiera sobre Baelo. Había cuatro tíos en la cena con problemas con Hacienda, pero uno destacaba sobre todos los demás. Adivina quién.

—Baelo.—No, hombre. Baelo era un pobre hombre arruinado varias ve-

ces y con poca voluntad. Pero había un tal Antonio Góngora…—¡El camarero!—No. Se llamaba Antonio también, pero no era él. ¿Te acuerdas

del tipo que se cayó en la cena?—El que se llevaron los camareros porque había bebido más de

la cuenta.—Ese. No había bebido nada.—Pero si llevaba una tajada como un piano… —No había bebido nada en toda la noche. Los camareros estaban

apostando a ver qué mesa bebía más vino. Yo me sumé a la apuesta. Y ganó la mesa en la que estaba sentado el tal Antonio Góngora… y eso, me dijeron, que el tío no había bebido nada de nada. Solo agua en toda la cena.

—¿Y por qué se cayó?—Eso es. Por qué se cae un tío que no ha bebido nada, justo en

el momento en el que le están dando el premio al mejor cuento a Baelo…

—Porque él también presentó el cuento… porque él era el que quedó segundo. ¡Lo ves!

—No, no tiene nada que ver con eso. Antonio Góngora probable-mente no sabe ni escribir su nombre. Pero es un gran profesional en lo suyo: es un estupendo cobrador.

—¿Un cobrador?—Sí, sobre todo recibe encargos de gente a la que se le debe di-

nero. Es un cobrador eficaz… y no deja rastro. Vamos, algo de poca monta, pero con los tiempos que corren, muchos están dispuestos a invertir algo de dinero para conseguir que quienes les deben mucha pasta se la paguen. Antonio Góngora lleva un par de años haciendo buenos negocios a pesar de su hipoacusia.

—¿Hipoacusia? ¿No oye bien?—Oye raro. Padece desde hace años una rara forma de… espera

que lo mire… ah, sí: hipoacusia neurosensorial. Viene asociada a mareos, a resfriados e infecciones. Y además de que oye poco, no distingue el origen del sonido. Puede estar aquí, escuchando de fon-do el ruido de los coches que pasan por la autovía pero, sin verla, no sabría decirte por dónde está la autovía ni si el coche que acaba de pasar lo ha hecho hacia la izquierda o hacia la derecha.

—Pero qué enfermedad es esa, Formigal.—Algo raro, pero que existe, ya te digo. Como me envió Pedro

en su ficha clínica.—¿También te envió eso? Insisto, ¿eso es legal? El tal Pedro…—Es efectivo. Y no se llama Pedro, es el nombre con el que nos

llamamos el uno al otro en clave.—Joder, Formigal, es que no puede ser, sencillamente no puede

ser.—Sí puede ser. Es. Y la clave me la dio Platón. Los sentidos nos

engañan. Yo ya sabía que aquel tipo era el que más papeletas tenía de ser el que había estado en la habitación de Baelo. Pero tenía que estar seguro al cien por cien para, como hice con la colombiana, ir a su habitación, amenazarlo con largárselo todo a la poli y que cantara por bulerías. Y cuando Bartonza me explicó lo que decía Platón de los sentidos, entendí. Empecé a ver detrás de las apariencias.

—Joder, con las clases de filosofía…—A él le habían engañado también los sentidos. Había muchas

conversaciones en ese momento, después de recibir Baelo el Ce-ledonio. En medio de los aplausos, a Antonio Góngora le dio un ataque de los suyos, con tos incluida, y empezó a escuchar peor de lo que suele, mezclando conversaciones. Algo escuchó que enten-dió mal. Y además se sintió mareado, muy mareado, lo suficiente como para levantarse e irse de la cena. Pero lo hizo tarde, perdió el equilibrio y cayó sobre una de las mujeres que cenaban en nuestra mesa. Los camareros lo ayudaron a retirarse. Y él esperó a que se le pasara el mareo en su habitación… la 210.

—Al lado de Baelo…—Pared con pared. Lo había estudiado bien, es bueno en lo suyo.

Incluso pidió un cambio de habitación, como comprobé con Anto-nio el de recepción. Y el viernes por la noche estuvo aguardando, esperando a que Baelo llegara. Lo escuchó llegar demasiado pronto, pero no llegó solo, sino con Eleadora. Antonio Góngora esperó des-pierto a que ella se marchara, poco antes de las dos y media. Había escuchado todo lo que había pasado entre ellos dos, había seguido cada palabra de la conversación… Quizá no lo entendió todo, de-bido a su hipoacusia, pero percibió los murmullos suficientemente bien como para entender que habían discutido y que ella se había marchado a su habitación.

—¿Cómo sabes todo eso? Fuiste a hablar con él, verdad…—Claro. En cuanto os dejé a Bartonza y a ti abajo, en el restau-

rante.—Pensé que habías ido a hablar con Eslava Galán.—Ah, sí, también.—¿Para qué?—Nada, la noche anterior, en la cena, me dijo que estaba intere-

sado en que le hiciera la página web y no quise que nos fuéramos de allí sin haber cerrado un precontrato.

—Formigal, ¿cómo puedes pensar en hacer negocio mientras in-vestigas un asesinato?

—Bueno, llamémosle así. Negocio y asesinato. Se parecen mu-cho esas dos palabras. Después de ver a Eslava Galán, fui a la 210. Antonio Góngora estaba allí todavía, había reservado para todo el fin de semana y habría cantado mucho si se hubiese ido nada más morir Baelo.

—Pero entonces, ¿qué pintaba ese señor en la cena?—Un profesional, ya te digo. Llevaba meses preparando el en-

cuentro. En cuanto recibió el encargo de cobrarle a Óscar Baelo, se preocupó de saber dónde podría encontrarlo siendo vulnerable, y al saber que vendría a este encuentro, se apuntó al concurso, hizo un par de amistades y consiguió una invitación. Yo habría hecho lo mismo.

—Pero, ¿quién le encargó matar a Baelo?—No matar: cobrarle. Una antigua socia de Baelo, Mar Reina,

con la que acabó mal después de que un par de bares los llevaran a la quiebra. Ella había puesto más dinero, y él le debía unos cuarenta mil euros. Pero ni quiso ni pudo pagar tal cantidad, así que ella, como último recurso, contrató a Antonio Góngora, que se lleva el veinte por ciento de lo cobrado. No está mal…

—Y eso lo sabes después de hablar con él en la 210.—Fue una conversación agradable. Nos entendimos a la prime-

ra. Yo le di varios detalles acerca de sus antecedentes y su enferme-dad, le dije que soy poli y que llevaba varios meses detrás de él, y al final llegamos a un acuerdo.

—Cómo a un acuerdo.—Él me contó todo y yo lo dejé ir.—Pero…—En cuanto escuchó irse a Eleadora, apenas dejó que pasara

un minuto. Ella se marchó a su habitación y Antonio Góngora lla-mó levemente a la puerta de la 211. Baelo, lógicamente, pensó que era ella, que regresaba arrepentida, así que abrió la puerta confiado.

Góngora sabe golpear sin dejar huella. Le dio un golpe en el pe-cho de los que dejan sin respiración y no provocan cardenal. Así… ¿quieres ver cómo…?

—No, gracias.—Bueno, algo rápido, limpio, que funciona. Ya solo fue cuestión

de amordazarlo con los pañuelos que traía preparados, y atarlo en una de las sillas. Las manos atadas atrás, los tobillos anudados, y amordazado, ya te digo, para que no gritara. Sin marcas, muy profe-sional, como yo lo hubiera hecho. Góngora sabe trabajar.

—Formigal, además eres un encubridor…—‹‹Págame el dinero que debes››, le insistía Góngora a Baelo,

que no sabía en principio ni quién era ese señor ni qué hacía allí. Pero le refrescó la memoria: ‹‹Debes cuarenta mil euros después de cerrar Las Vegas y El París››. Eran los bares que habían provocado su deuda con Mar Reina. Baelo entró en razón, al menos accedió a hablar sin gritar. Y esa escena tuvo que ser buena: los dos susurrán-dose, casi a las tres de la mañana, para no llamar la atención, que si dame lo que debes, que si no tengo dinero… En fin, que Góngora le pidió el premio, le dijo literalmente que le diera el premio que había ganado. Y es que Góngora, escuchando tan mal como escuchaba, y aunque sabía que por el Celedonio no dan dinero, mezcló dos conversaciones y escuchó: «Este año son diez mil euros». Pensó que al final se había determinado una entrega de diez mil euros por Celedonio, quizá por los patrocinios, y con esa idea abandonó la cena, cuando tuvo su mareo. Pero claro, Óscar Baelo, que no había recibido ningunos diez mil euros, solo le decía que sobre la mesa de la tele estaba el Celedonio de Platón. No es que se conformara con los diez mil euros, la deuda eran cuarenta mil, pero el cobrador pensaba asustar en serio a Baelo, para que pagara. Pero Góngora, viendo que sin pasar a mayores no cobraría nada de la deuda, sacó su arma, una 22LR, una pistola, digamos, de nivel de usuario. Pero, ay, Manuel, ahí se le fue de las manos el negocio…

—Cómo que se le fue de las manos, qué quieres decir.

—Que Baelo se murió del susto, tal cual. De un infarto. Cuando se vio encañonado por Góngora, el impacto fue tan grande que mu-rió. Y ese fue el ataque al corazón que lo mató.

—Pero eso es un asesinato, o un homicidio, o qué sé yo, pero ahí hay delito seguro, Formigal, tenemos que…

—Góngora mantuvo la calma. No llevaba mucho tiempo en la habitación, había entrado con guantes y no había dejado marcas en Baelo, que ya había abierto en ropa interior. Así que solo tuvo que desatarlo y tumbarlo en la cama. Para no irse de vacío, más por amor propio que por otra cosa, cogió el Celedonio, pensarían que lo había perdido por ahí, en la noche, y en la puerta de la habitación vio dos cosas que se le habían caído a Baelo cuando fue a abrir y él le golpeó: el móvil y el libro. El móvil lo dejó en la silla, no le importaba mucho. Y el libro lo llevó a la mesilla, colocando el mar-capáginas, que también se había caído, en un lugar cualquiera, que él creyó inocente. Quería dar a entender que había muerto dormido, después de leer. Y se volvió a su habitación. Dice que, en efecto, el móvil vibró cuando se estaba yendo: el mensaje de Eleadora. Y que al entrar en la 210, y antes de acostarse, escuchó pasar un tren, pero que incluso creyó que eran imaginaciones suyas, algo relacionado con la hipoacusia, porque no sabía que el tren pasaba tan cerca.

—O sea que Baelo murió mientras yo fumaba mirando la luna.—Sí, muy poético. Como todo lo tuyo.—Pero… Formigal, esto hay que denunciarlo.—No, no podemos. He hecho un trato con Antonio Góngora.—Qué trato, qué coño dices.—Yo no lo denuncio y él, a cambio…—Qué. Él, a cambio, qué…Y Formigal me miró sonriendo, con esa sonrisa de triunfo abso-

luto, que hace que se le hinche la cara como si le fuera a estallar de gozo y que solo me dedica a mí cuando es consciente de haberme sacado ventaja en algo, aunque sea lo más nimio del mundo, y no digamos ya si sabe que yo, a ese algo, le doy importancia.

—Me regaló esto.Y sobre la mesa de la terraza del restaurante El Coto, en la noche

culpable que nos miraba ya cómplice, depositó el Celedonio de Pla-tón, el galardón al mejor cuento del IV Premio Hislibris, el que Ja-vier Bartonza tanto había dudado a quién dárselo y que solo el voto del desempate de Ignacio de la Vega había otorgado a Óscar Baelo. Con su dedo hacia arriba, señalando al mundo de las Ideas, con su flequillo tapándole los ojos y su larga melena cayéndole hacia atrás, hasta la túnica que le llegaba a la peana.

—Formigal, esto no es un delito. Son muchos a la vez.—Ya te avisé —dijo, levantándose y empuñando su bastón—.

No era tan difícil ganar un Celedonio. Para ti, te lo regalo. Los sen-tidos, que nos engañan. Vamos, que aquí no hay que pagar.

Y la risa de Formigal sonó siniestra y definitiva, y a mí me pa-reció que el Despeñaperros entero se estremecía con los ecos de su carcajada.

—Espera un momento. ¿Cómo sé que lo que me has contado es cierto? ¿Cómo sé…? ¿Cómo sé que cuando entramos en la habi-tación de Baelo, al descubrir que estaba muerto, no robaste el Ce-ledonio y te lo llevaste sin más? Sí, eso es, y el resto del fin de semana solo has estado haciendo el paripé para que yo creyera que has investigado, y que pretendieron matar al pobre Baelo, y lo de la colombiana…

—No lo sabrás. Para saber si miento o no, tendrías que llamar a la colombiana, por ejemplo, y sacarle la verdad… Y no lo harás, porque si haces eso al final saldrá todo a la luz y te quedarás sin el Celedonio. Vamos, que nos faltan dos horas para llegar a Madrid… y tú mañana madrugas para ir a trabajar. Escríbelo, si quieres, haz un cuento de esos que haces tú, mezclando lo que ha pasado de ver-dad con lo que te inventas… total, nadie te va a creer. El Celedonio es precioso.

Y, otra vez, como casi siempre, Jorge Luis Formigal tenía razón. En todo. El muy cabronazo.

Formigal y el Celedonio de Platón

Primera Edición© Manuel Valera

Diseño de portada:© Sandra Delgado

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