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© Teresa Guardans, 2019 Esta narración es una propuesta didáctica de otsiera.com . La web ofrece una Guía de lectura con informaciones y sugerencias de actividades. Para información y compra del libro, visita: . cat

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© Teresa Guardans, 2019 Esta narración es una propuesta didáctica de otsiera.com. La web ofrece una Guía de lectura con informaciones y sugerencias de actividades.

Para información y compra del libro, visita: . cat https://lale.cat/lale/index.php/portfolio/imhotep-y-el-faraon/

1. El señor del sombrero de lona

La cosa empezó así

Me gustaba observarlo; las manos detrás de la espalda, caminando entre columnas y paredes a medio levantar, tan ágil, cubierto con su inseparable sombrero de lona. A veces se detenía, pasaba suavemente las manos por encima de una piedra, seguía adelante..., y se dejaba fotografiar por los turistas, como si fuera una atracción más de Sakkara.

«¡Dios se ha olvidado del señor Lauer!»,1 oí que decía un día un cantero. Y es que Jean-Philippe Lauer llevaba setenta y cuatro años trabajando en Sakkara. Llegó con veinticuatro años y acababa de cumplir noventa y ocho. ¡Cuesta imaginarlo! ¡Cuánta experiencia acumulada!

Tenía muchas ganas de hablar con él y de hacerle un montón de preguntas. Sabía que estaba a punto de

partir hacia Francia a pasar el verano, como hacía cada año. No quería dejarlo escapar, pero me daba un cierto apuro, la verdad. Por fin, un día, cuando salía del recinto funerario en dirección a su casa, me decidí.

—¡Profesor! —le llamé. Se detuvo, mirándome con su sonrisa afable. No sabía cómo empezar ni qué decirle. Me parece que le expliqué que no hacía demasiado que había llegado y que me gustaría que me diera algún consejo.

—¡Sí, claro! El primer consejo es que aquí no se para uno a charlar bajo el sol del mediodía —me respondió riendo, y me invitó a visitarlo por la tarde en su casa.

Y allí me planté a las cinco. En la entrada había algunos paquetes a medio hacer.

—Pasa, pasa, no te quedes en la puerta.Sentí una sensación extraña al pensar en toda la historia que había

entre aquellas paredes. Como si lo hubiera adivinado, el profesor me explicó que había pasado mucha gente por aquella casa desde que la estrenaron su mujer y él. Allí habían crecido sus tres hijos, luego fue el hogar de los investigadores visitantes...

—Pero siempre me han respetado la habitación y el despacho! —rio, mientras me mostraba su puesto de trabajo, presidido por un viejo escritorio verde, una silla verde, un archivador verde...—. Este escritorio es ya una auténtica antigüedad, una pieza de museo, ¡como su propietario! Por cierto, todavía no sé tu nombre.1 En francés, se pronuncia /loé/.

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—Me llamo Claudine.—Muy bien, Claudine. ¿Qué es lo que me querías preguntar?—Muchas cosas, señor. Intento imaginarme cómo debía de ser todo

esto cuando usted llegó, me pregunto cómo se las arregló para saber cómo empezar a reconstruir, me pregunto cómo ha podido dedicarse tantos años a este trabajo. Hay piedras y galerías por todas partes. ¡Esto no se acaba nunca! ¿Usted no se desanimó?

El profesor Lauer se había sentado y me escuchaba atento. Guardó silencio unos momentos antes de responder.

—¡Pues claro que me desanimé, Claudine! —dijo—. Pero tienes razón, son muchas preguntas para un solo té. —Se detuvo mirándome en silencio, como pensando algo. Y entonces me hizo una propuesta—: Se me está ocurriendo que podríamos hacer un buen equipo, tú y yo. Hay muchas cosas que me gustaría dejar escritas, pero no encuentro el momento de ponerme a ello, y tú me podrías ayudar. ¿Qué tal si, mientras hablamos, tomas algunas notas? —Y, en tono de confidencia, añadió—: Tu camino solo podrás hacerlo tú, pero ¡quizá sí podrás aprender algo de este viejo!

A mí siempre me había gustado escribir, así que le dije que lo haría encantada; que, además de mis preguntas, me gustaría mucho escuchar y recoger todo lo que me quisiera contar. Y así comenzó una conversación que duró unas cuantas tardes y algunos paseos entre las ruinas, y que acabó convirtiéndose en un libro.

El profesor Lauer hablaba y yo preguntaba, escribía, grababa...

Los sueños de un joven arquitecto

—Pues ¡vamos a ello! Hablábamos de desanimarse... Contra el desánimo, dos consejos: ama mucho lo que hagas y céntrate en cada paso. Márcate pequeñas metas y te sorprenderá cómo vas avanzando. Yo era el primer fascinado por los descubrimientos que iba haciendo. Y poco a poco lo vives de otra manera: sientes que es como si te incorporaras a una cordada que viene de lejos y que tú procuras enriquecer con tu trabajo. Así todo cobra otro sentido. ¡Te lo aseguro!

—No sé, me parece que yo no tengo su empuje —le dije—. Usted lo dejó todo y se vino aquí, pero yo... no estoy segura de lo que quiero. ¿Cómo se sabe esto? Usted, por ejemplo, ¿cuándo supo que quería dedicarse a Egipto?

—¡No lo sabía! —dijo con una sonrisa.—¿Qué quiere decir? Pero ¡si se ha pasado aquí la vida!—¡Qué poco me lo imaginaba yo! Vine por unos meses, como tú, ya

ves. La vida es muy misteriosa, no sabes dónde te llevará... Pero he comprendido lo importante que es hacer de verdad lo que haces. Yo no puedo saber cómo será TODA tu vida, Claudine. Lo que sí te puedo decir es que, si te dedicas de lleno a lo que haces en cada momento, pasan cosas...

El señor Lauer guardó silencio, como si los recuerdos le hubieran transportado muy lejos. Esperé antes de pedirle que me lo explicara un poco más. Me dijo que, cuando estaba terminando los estudios de arquitectura, soñaba con levantar algún día un edificio que fuera la admiración de todos; un hospital, tal vez. Yo debí de hacer alguna expresión extraña, porque él se rio de mi cara.

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—¿Qué pasa? ¿No has soñado nunca en tener éxito y hacerte famosa?—Sí, claro que sí —tuve que reconocer—. Pero ¿por qué un hospital?Me explicó que hacía poco que había terminado la Primera Guerra

Mundial y los hospitales estaban desbordados de heridos.—No te puedes imaginar cómo eran los hospitales de entonces. «Si

pudiera construir uno, ¿cómo sería?», me preguntaba yo. Pasan muchas cosas en cada momento en un hospital; se viven situaciones muy difíciles. Crear un edificio que lo hiciera todo más fácil era un reto que me atraía mucho. Porque la arquitectura es eso: crear espacios al servicio de la vida, de los distintos momentos de la vida.

Me gustó esta idea, pero no le quise interrumpir; le veía muy concentrado en sus recuerdos.

—Cuando acababa el último curso —continuó—, el país estaba muy empobrecido y había muy pocas perspectivas de trabajo. Entonces, un primo mío arquitecto, que vivía en El Cairo, me avisó que el Servicio de Antigüedades Egipcias había convocado una plaza de arquitecto en las excavaciones de Sakkara. Se trataba de ayudar al arqueólogo Cecil Firth. Me pareció una buena oportunidad: ocho meses de trabajo y sueldo y, si más adelante mejoraba la situación, ya me podría dedicar a mis proyectos. Total, que presenté la solicitud y, pasadas unas semanas, me llegaba la respuesta: la plaza era mía.

»Disponía de tres meses antes de incorporarme. Empaqueté mis bocetos de hospitales y me puse a estudiar todo lo que pude sobre el antiguo Egipto, porque la verdad es que bien poco sabía del tema.

»Fue entonces cuando me di cuenta de que trabajaría en la más antigua de todas las pirámides, la primera de todas. Y aún más interesante: ¡era la primera construcción de piedra que se había hecho nunca! Lo que quería decir que se habían tenido que enfrentar a un montón de dificultades por primera vez… La idea de poderme acercar a los esfuerzos de mis antepasados arquitectos me atrajo mucho. Cuanto más lo pensaba, más ganas tenía de verlo con mis propios ojos. Y el día llegó.

»Así fue cómo empezó todo...

El primer viaje

—Era la primera vez que me alejaba de mi familia y el viaje era muy largo. Recuerda que ¡nada de aviones! Tres cambios de tren hasta Grecia, embarcar rumbo a Alejandría desde el puerto del Pireo, y otro tren (¡de vapor!) desde Alejandría hasta El Cairo. Pasé dos días visitando El Cairo, hasta que me incorporé a la caravana con la que recorrería los treinta kilómetros de cultivos y desierto que aún me separaban de Sakkara.

El impacto de aquel primer viaje no se me borrará nunca. Los olores de El Cairo, los cantos de los muecines, el Nilo, las extensiones de trigo de un verde luminoso, y después… ¡Este océano de arena y misterio! La caravana bordeando la presa, y cuando apenas se adivinaba en el horizonte el pequeño pueblo de Sakkara, de pronto una curva… Y aparece ella, imponente, completamente iluminada por el sol. ¡Qué visión! ¡La emoción me embargó de pies a cabeza! Yo no era consciente entonces, pero aquel 2 de diciembre de 1926 mi vida cambió de rumbo. Me sigo emocionando cuando lo recuerdo... «Y eso que aún no nos habían presentado, ¿verdad?».

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Sonaba extraño, pero aquella pregunta no iba dirigida a mí; el señor Lauer ni me miraba; su mirada se perdía más allá. Me di la vuelta pero no vi a nadie. Pronto entendí que no había que buscar a nadie más o, mejor dicho, a nadie de carne y hueso...

El profesor se había quedado silencioso. Volvía a estar lejos...—Seguro que ahora lo debe de encontrar todo muy cambiado... —dije

para hacerle salir de su ensimismamiento.—Sobre todo, el silencio —dijo finalmente—. Si cierras los ojos y

procuras imaginar todo este mar de arena sin asfalto, ni motores, ni autobuses de turistas, ni aviones cruzando el cielo... Por eso me gustan tanto las noches y las madrugadas, cuando todo recupera la calma y se puede seguir notando la presencia del mundo misterioso que se esconde bajo la arena... »Después de aquel primer viaje vinieron muchos más, cruzando Europa en un viejo Renault cargado de libros. Y luego ya los viajes en avión. Sí que he vivido muchos cambios, pero nada ha modificado la alegría que siento cada vez que me reencuentro con Sakkara…

Ya no le interrumpí más. Su relato había conseguido transportarme setenta y cuatro años atrás, cuando todo era silencio.

El hallazgo

—Cecil Firth, mi jefe y director de las excavaciones, me vino a recibir. Era un inglés corpulento, muy jovial. Me gustó desde el primer momento. Al día siguiente, me llevó a pasear por toda la zona. La pirámide se levantaba solemne ante mis ojos. Fuimos recorriendo sus cuatro caras, caminando entre montículos de arena. En algún punto, se adivinaba el muro que ahora ves reconstruido rodeando todo el recinto. Firth me iba mostrando lo que había ido saliendo de debajo de la arena: las bases de unas columnas, unas grandes losas, gran cantidad de piedras desperdigadas por todas partes...

»Subiendo una pequeña duna, me encontré junto a una escultura de grandes dimensiones caída en el suelo. Firth me explicó que se trataba del faraón Djoser. Sabían que era él porque hacía poco habían podido localizar la base de otra estatua, en una cámara interior, con su nombre grabado: «Horus Necherierjet», es decir, «Horus, el más divino de los dioses».

Interrumpí el relato del señor Lauer porque me hacía un lío con los nombres de aquel faraón.

—Un momento, ¿pero el faraón no se llamaba Djoser? —le pregunté.—Djoser significa «sagrado». Es como una abreviatura de Horus

Necherierjet, que se utilizaba en las crónicas —me respondió—. Y al final es el nombre que se le ha quedado, pero en su tiempo lo llamaban por su solemne nombre divino. El caso es que cerca de la entrada de la pirámide apareció la base de una estatua con ese nombre grabado... y ¡algo más!

El señor Lauer se quedó mudo, como detenido en algún recuerdo que, por la cara que ponía, le llenaba de felicidad. «¿Qué más vieron?», pensaba yo. Esperé un poco, pero como no «volvía», le pregunté:

—¿Qué más había, profesor?—Cecil me llevó hasta la entrada de la pirámide y, mientras

caminábamos, no dejaba de repetir: «¡Es muy raro, muy raro! ¡Estoy seguro de que te interesará!». Finalmente se detuvo ante el fragmento que me

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había comentado: unos pies sobre un zócalo grabado. Aún me parece oír su voz leyéndome aquellos jeroglíficos que yo no sabía descifrar: «Horus Necherierjet», dijo señalando. Y luego, apuntando a cada signo, continuó leyendo:

Imhotep, el constructor, modelador de la piedra,el primero después del rey del Alto Egipto,

el tesorero, el administrador del Gran Palacio,gran sacerdote de Heliópolis.

»”¿Imhotep? ¿Imhotep, constructor? ¿Modelador de la piedra?”, salté yo. “¿Cómo puede ser?”. "¡Lo que oyes!", me respondió Firth, que estaba tan sorprendido como yo.

—Pero, señor Lauer —le interrumpí—, ¿por qué les parecía tan extraño?—¡Ah, Claudine! Una de las pocas cosas que yo sabía de Egipto era que

Imhotep era un dios, como Osiris. Era como si la inscripción dijera: «Osiris, el constructor, el administrador, etcétera!». ¿Cómo lo interpretarías? La inscripción hablaba de alguien que iba «después del rey», de un gran sacerdote, ¡pero no de un dios! Esto es lo primero que nos descolocó a Firth y a mí: descubrir que, antes de ser un dios, Imhotep quizá había sido una persona de carne y hueso. ¡Esto no pasa todos los días!

»Ahora ya lo sabe todo el mundo, pero aquella primera inscripción fue toda una sorpresa. Y aquello quería decir algo más: que la construcción de piedra más antigua del mundo ¡tenía firma! Eso sí que no se me había pasado por la cabeza: ¡saber el nombre de un arquitecto de hace casi cinco mil años! ¿Qué sabes de quien hizo los planos del Partenón de Atenas o del Coliseo de Roma, o los planos de la catedral de París? ¿Tienes algún nombre, un nombre con el que puedas imaginarte una persona concreta?

Cecil Firth le habló a Lauer de los grandes cambios que tuvieron lugar en Egipto durante el reinado de Djoser. La cuestión era saber si Imhotep había tenido algo que ver en todo ello. La inscripción hacía pensar que sí, y mucho. ¿Cómo debía de haber sido el auténtico Imhotep? Una cosa era evidente: el faraón lo tenía en mucha estima; de lo contrario, no le habría honrado de aquella manera, haciendo grabar su nombre, con todos sus cargos, en la base de la estatua, en un lugar bien visible para todos... ¿Cuál sería la relación entre ellos?

Firth estaba convencido de que toda aquella cantidad de piedras guardaban informaciones muy valiosas. Pero ¿por dónde empezar? ¿Qué más escondía la arena? Y Jean-Philippe Lauer no podía dejar de preguntarse

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qué había podido llevar a Imhotep a estrenar aquella nueva manera de construir, con todo lo que aquello supuso para él y su gente. La pirámide hacía pensar en una gran escalera hacia el cielo, pero... ¿Y todo lo demás? ¿Qué era? ¿Para hacer qué?

—Yo, como arquitecto, no podía dejar de pensar en todo aquel esfuerzo: estamos hablando de más de un millón de toneladas de piedra. Extraerla de las canteras, trabajarla, trasladar todos aquellos bloques… Si hasta entonces las casas, los palacios, los templos, todo, se construía con adobe, madera y cañas, ¿qué sentido tenía complicarse la vida de esa manera? Los arquitectos no nos complicamos la vida porque sí, buscamos el camino más sencillo para lograr nuestro objetivo.

»A medida que pasaban los días —continuó explicando—, me sentía más y más cautivado por la magia de un pasado que esperaba a ser descifrado. Una noche de luna llena, contemplaba este inmenso mar de arena desde una colina y fue como si sintiera latir la vida del pasado... Como si aquella gente y sus dioses nos estuvieran esperando. Aquella noche prometí a Imhotep que pondría todo mi esfuerzo en resucitar su pensamiento, su creatividad y su sabiduría, que haría todo lo posible por comprenderlo y para darlo a conocer. "Y no te he fallado, ¿eh?", añadió sonriendo. Pero de eso ya hablaremos mañana.

Por mí, habría podido seguir horas y horas escuchándole; pero, sí, se había hecho tarde, era hora de retirarse. Nos despedimos hasta el día siguiente.

Me sentía feliz, muy contenta de haber decidido hablar con él.

De camino hacia la residencia, no se oía ni un motor, nada. Recordé lo que me había dicho sobre el silencio. Era la hora mágica de las luces del crepúsculo; la silueta de la pirámide me impresionó más que nunca. Por primera vez, me daba cuenta de que estaba allí desde hacía casi cinco mil años. Y pensé que la tierra guarda memoria de todos los que han vivido en ella... y que podemos aprender a escucharla.

Un reto monumental

Al día siguiente, yo ya me había informado. Sabía que el señor Lauer había conocido en El Cairo a la que sería su mujer, Marguerite Jouguet, y que tuvieron dos hijos y una hija: Pierre, Daniel y Florence. Tenía pensado empezar preguntándole cómo se habían conocido, cómo vivían. Pero él... me esperaba con las palabras en la punta de la lengua. Nada más llegar, retomó el hilo de nuestra conversación, como si solo me hubiera levantado un minuto de la silla. Y le dejé hablar.

—Mientras avanzaban las excavaciones alrededor de la pirámide, el primer trabajo que Cecil Firth me encomendó fue estudiar los restos de construcciones que habían quedado limpias de arena. Fragmentos de muros, de columnas, de estelas... ¿Por dónde empezar? Imagínate un rompecabezas gigante, kilométrico, piedras por todas partes; un rompecabezas en tres dimensiones sin tener ninguna pista, ningún dibujo, ninguna indicación de qué era qué... ¡Más todo lo que la arena todavía ocultaba! Del interior de la pirámide tampoco sabíamos gran cosa... —Me

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parece que el profesor leyó mi cara, porque se puso a reír mientras me miraba—. ¡Quizá sí que era para desanimarse! Por eso pronto fui consciente de que necesitaba forjarme un arma contra el tiempo y el desánimo: la paciencia... —dijo subrayando cada letra—. Un arma imprescindible si quería avanzar en una tarea que duraría... ¡toda mi vida! Claro que esto ni lo sospechaba... —añadió con un gran sonrisa—, pero sí me daba cuenta de que las prisas no me ayudaban nada ante el reto inmenso que tenía delante.

—Todavía me cuesta imaginar cómo se las arregló.—En este caso, la ignorancia me ayudó. En 1927 mis conocimientos de

la arquitectura del antiguo Egipto eran más bien pobres... Esto que en un principio podía parecer un problema jugó a favor mío. Porque, como no tenía ninguna idea previa de cómo debían ser las cosas, mi imaginación volaba libre ante cada nuevo resto que salía a la luz.

»Decidí empezar por los fragmentos de columnas. Había muchos. Se me ocurrió un método de trabajo que consistía en calcar cada fragmento que iba encontrando. Llevaba siempre conmigo aquellos dibujos, y, cuando me parecía que algún fragmento podía encajar en un punto, hacía la comprobación con el dibujo. Si coincidía, lo colocaba en su sitio y, si no, continuaba. A veces, cuando las piedras se me resistían, preguntaba impaciente a Imhotep: “¿Pero esto qué es? ¿Me puedes decir dónde va?".

—¿Alguna vez le respondió? —le pregunté medio en broma.—No, pero... a menudo he notado como si alguien guiara mi mano —

respondió pensativo—. Y cuando una piedra encajaba, no me olvidaba de agradecérselo: «¡Gracias por el regalo!», le decía. Cuanto más me interesaba por él, más cerca le sentía.

Una gran sonrisa le iluminaba la cara. Mirándome con sus ojos claros bien abiertos, añadió que le encantaría poder hablar con él algún día. ¡Le quedaban tantas dudas por resolver!

Firth le había explicado que el faraón Djoser había sido el primero en organizar la administración de aquel gran reino de tierras regadas por el Nilo, desde la gran cascada que hay justo antes de la isla de Elefantina hasta la desembocadura del río, en el Mediterráneo. Su reinado había transformado Egipto. Lauer procuraba imaginarse cómo sería aquel rey, cuáles eran sus deseos, qué encargos había hecho a Imhotep... Firth y él no dejaban de intercambiar hallazgos e ideas, luchando para reconstruir el pasado.

—Recuerda también esto, Claudine: compartir es muy importante. ¡Se multiplican las fuerzas y las ideas!

Me explicó que los ocho primeros meses pasaron deprisa, ¡y los años también! Hubo una primera renovación del contrato, y luego otra, y otra..., y él no dejaba de investigar, de buscar, de imaginar, de probar.

—Una de las mayores dificultades fue determinar las alturas —dijo—. Hasta que no te haces una idea de la altura que podría tener una construcción, la reconstrucción es casi imposible. Pero, con paciencia (mucha paciencia), finalmente un día logras tener una columna reconstruida, ¡completa! Y cuando tienes una, ya cuentas con un modelo. Cuando las columnas comenzaron a encajar, fue como descubrir el tesoro de Tutankamón, te lo aseguro. ¡No puedo llegar a describirte la emoción de momentos como aquellos! Cuando ahora veo a la gente contemplando la columnata más antigua de todas las que conocemos, me siento muy feliz.

Pero quedaban muchos interrogantes todavía.

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—Había dos cosas que me tenían especialmente intrigado —continuó—. ¿Qué pensarías tú si encontraras los restos de unas grandes puertas de piedra que ni se abren ni se cierran, unas puertas fijas, esculpidas en la piedra? ¿O si encontraras construcciones similares a los templos que se ven en algunas pinturas, pero construidas llenas de piedras y ladrillos?

Ahora ya no había que hacerse estas preguntas, cualquier guía podía explicárselo a los turistas. Pero me encantó poder oír hablar al profesor sobre cómo lo había descubierto. Le seguí el hilo.

—Como si fuera un decorado de teatro... —dije.—¡Exactamente! Como si fuera solo para mirarlo desde el exterior,

porque era imposible entrar. Uno de esos muchos días que pasaba haciendo preguntas a las piedras y a su constructor, ¡se me hizo la luz! Primero pensé que quizá era como la representación de un palacio y de unos templos para hacer de decorado en el Heb Sed, la gran celebración del faraón. Pero, ¿por qué de piedra? ¡Siempre me hacía la misma pregunta! ¿Por qué no habían reproducido simplemente el palacio y los templos tal como eran, de ladrillos de adobe, maderas, cañas... Y entonces me vino la respuesta: «Jean-Philippe, ¡no es para la celebración de un día! ¡Es para que duren toda la eternidad! El ka se separa del cuerpo, pero la vida continúa. Y sin el cuerpo, no hace falta abrir puertas para poder pasar». ¡Por fin lo entendía! Por fin lo veía desde la perspectiva de los antiguos habitantes de Menfis.

Mientras hablaba, el profesor abría los brazos, gesticulaba con todo el cuerpo, como si quisiera que yo pudiera vivir con él ese momento de luz. ¡Se le veía tan feliz!

Un brindis por la eternidad

—¿Qué harías tú si quisieras construir algo que tuviera que durar para siempre? —Más que una pregunta, su tono era de exclamación; y continuó sin interrupción—: Imagina que la vida en la tierra, con este cuerpo, es solo una etapa de la vida. Recuerda que el ka, el espíritu de cada ser, ¡es eterno! No necesita abrir puertas para entrar. Lo que necesita el ka es que las puertas duren eternamente. «¡Genial, Imhotep! Primero te atreviste a levantar una inmensa escalera para acercar a tu rey a Osiris. Y después le ofreces un palacio eterno, una versión “petrificada” de los edificios en los que vivía con su familia y todo su séquito. Así la vida podría continuar su curso eterno sin que le faltara nunca nada».

—La arquitectura al servicio de la vida... —recordé yo.—¡Exactamente! Solo que yo no pensaba qué quería decir esto hace

cinco mil años. Las casas y los palacios donde habitaban con su cuerpo terrenal podían muy bien ser de madera y de adobe, pues los podían reparar y renovar siempre que quisieran. El reto era cómo hacer viviendas que perduraran toda la eternidad. ¡Eso sí que era un problema!

Con sus noventa y ocho años, Jean-Philippe Lauer hablaba con una fuerza increíble. Su felicidad era contagiosa. Levanté mi taza de té: «Un brindis por la eternidad», dije riendo. «Y por Imhotep, ¡su servidor!», añadió el profesor levantando la suya.

Yo le miraba y me lo imaginaba setenta y cuatro años atrás, cuando el joven Lauer explicó su hipótesis de un palacio eterno a Cecil Firth y este

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apostó por la idea. Se pusieron a trabajar guiados por esa intuición. Fueron meses y años muy intensos. Las excavaciones avanzaron. Poco a poco todo iba tomando sentido, tanto lo que encontraban en el interior de la pirámide y sus alrededores, como lo que los egiptólogos descubrían en otros lugares sobre Djoser y su reinado. ¡Las piezas empezaban a encajar!

Y cuantas más tardes pasaba yo con el profesor, más cerca me sentía de los antiguos escribas haciendo cálculos, más cerca de los canteros, los transportistas y los consejeros del faraón...

Espero poder explicarlo bien. ¡Que Imhotep me ayude!

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2. El faraón y su consejero

Gobernar un gran territorio

Hagamos marcha atrás… ¡Unos 5000 años!Vámonos a Egipto, cuando gobernaba el rey Narmer.

Narmer fue el primer rey que consiguió unir en un solo reino las tierras regadas por el Nilo, desde la primera cascada, en el sur, hasta la desembocadura, el delta del río en el norte. Como capital del reino eligió una población situada unos kilómetros antes de llegar al delta: Menfis. Narmer había

vencido a los otros jefes, pero no era fácil mantener unido un territorio tan grande. De hecho, pronto unos clanes del norte se rebelaron contra él y volvieron a separarse. Unos años más tarde, el rey Jasejem los venció de nuevo. Era el padre de Sanajt-Nebka y de Necherierjet (Djoser). Con ellos comenzó la III Dinastía. Cuando murió Jasejem, Sanajt-Nebka le sucedió, pero no pudo hacer gran cosa, porque murió muy joven. A Sanajt-Nebka le sucedió su hermano. Tan pronto como ocupó el trono, Djoser ordenó construir su tumba. Había que hacerlo así para tenerlo todo listo el día que el dios Anubis le viniera a buscar. La tumba pronto estuvo terminada, cerca de la de su hermano, en el recinto funerario situado a pocos kilómetros de la ciudad de Menfis. Como todas las tumbas importantes, era una construcción de ladrillos, que ahora conocemos por su nombre árabe, mastaba, que significa ‘banco’. Porque eso es lo que parecía: un asiento gigante con una entrada que llevaba a una cámara subterránea donde el cuerpo del faraón se mantendría bien preservado, asegurando la vida eterna de su espíritu, su ka, en el reino de Osiris.

Pero las preocupaciones del joven rey no habían hecho más que empezar. ¿Cómo lograría mantener unido al pueblo, desde el sur hasta el norte? ¿Le respetarían a él como habían respetado a su padre?

Era muy joven, ciertamente, pero ahora era distinto, ahora era el faraón: él era los ojos de Horus, el corazón de Horus, la fuerza de Horus sobre la tierra. Seguro que todo el mundo se inclinaba ante Djoser, el sagrado, Horus Necherierjet, «Horus, el más divino de los dioses»… Pero en su interior crecían las dudas. ¿Cuánto tiempo tardaría la gente del norte en sublevarse reclamando el gobierno de otro dios?, se preguntaba. O la del sur. Djoser no dormía tranquilo. Pensó que lo mejor que podía hacer era anticiparse. Si enviaba el ejército, quizá se lo pensarían dos veces, se decía. Daría la orden de reclutar arqueros y lanceros, pero... ¿Cómo saber dónde sería la revuelta? ¿Hacia dónde debía enviar el ejército?

Fue entonces cuando pensó que lo mejor que podía hacer era pedir consejo a Imhotep, el Guía de los Observadores.

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«Guía de los Observadores»: este era el título que recibía el gran sacerdote del Templo del Sol en Iunu, una ciudad más conocida después por su nombre griego, Heliópolis, que significa ‘Ciudad del Sol’; un nombre que tenía que ver con la importancia de su templo. Aquel lugar era un gran centro de astronomía donde los sacerdotes observaban los astros y se esforzaban por comprender todo lo que sucedía en la tierra y en la bóveda celeste; trataban de interpretar los designios de Ra. Y el sabio Imhotep era su jefe.

No sabemos cómo empezó la relación entre el faraón e Imhotep, pero podemos imaginarlo.

Djoser envió a buscar al gran sacerdote. Tras escuchar a los mensajeros, Imhotep no se lo pensó dos veces. ¿Quién no atendería inmediatamente el requerimiento de Horus Necherierjet? Habló con sus ayudantes, y especialmente con Hesire, el jefe de los escribas, disponiéndolo todo por si tardaba unos días en volver. Y se fue con los mensajeros.

Cuando llegó a Menfis, el carruaje se dirigió directamente a palacio. Imhotep esperó unos momentos en el atrio mientras los mensajeros anunciaban al faraón su llegada. Enseguida le hicieron pasar a la sala del trono. El gran sacerdote se inclinó respetuosamente ante el hijo de los dioses. Djoser le hizo señal de que se podía incorporar. No era la primera vez que se veían, pues Imhotep se había ocupado de la organización de los funerales de Sanajt-Nebka, y también de la ceremonia de entronización de Djoser. Pero en aquellas ocasiones tan solemnes habían intercambiado muy pocas palabras.

El tiempo de los escribas

Esta vez era distinto. Djoser expuso al gran sacerdote su deseo de no apartarse de la voluntad de Osiris, velando para que el reino no se volviera a dividir. Le explicó que reuniría un gran ejército. Pero ¿hacia dónde debía dirigirlo? Esa era su duda, pues desconocía dónde podían empezar las revueltas. Por eso le había enviado a buscar; confiaba en el poder de Imhotep para interpretar los signos.

Imhotep sabía escuchar. Dejó hablar a Djoser y comprendió que el deseo del joven rey era el buen gobierno de aquel gran territorio: pensaba en la felicidad de su pueblo y por eso quería anticiparse a los problemas. Pero Imhotep tenía otra idea de cómo hacerlo. Djoser le miraba esperando su respuesta. Imhotep se inclinó nuevamente y tomó la palabra:

—Señor, buen Dios, el divino Ra ha establecido un tiempo para sembrar y un tiempo para cosechar. Así pues, hay también un tiempo para vencer y un tiempo para administrar; un tiempo para las lanzas y un tiempo para los cálamos. El vuestro será el tiempo de los escribas, Señor.

¿Qué quería decir Imhotep con eso del «tiempo de los escribas»? Después de cada crecida del Nilo, los escribas eran los encargados de medir y calcular, de volver a marcar los límites de los campos de cultivo y de los espacios para los rebaños; también organizaban los almacenes para las cosechas y redactaban los documentos, pero... ¿qué sabían ellos de revueltas?

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—Señor mío, vos sois quien sois, Horus Necherierjet; velad por vuestro pueblo y el pueblo descansará en vos. Señor mío, así como la luz de Atón ilumina toda la tierra, así el buen gobierno de Horus Necherierjet iluminará los corazones de los egipcios. Que el rey visite el norte en compañía de sus observadores, que el rey viaje al sur, y el pueblo se alegrará al ver a Horus Necherierjet guiando las aguas y favoreciendo las cosechas. Todo el mundo sabrá que la justicia de Necherierjet llega a todos los rincones de esta amada tierra.

Ni una palabra referente a los ejércitos. El faraón no se esperaba para nada aquella respuesta. ¿Qué sugería Imhotep? ¿Levantar presas y cavar canales por todo el país, tal como habían hecho en Menfis? ¡Imposible! ¿Cuántos escribas harían falta para estudiar el territorio, calcular los costes, organizar los recursos y el trabajo? ¿Cuántos obreros, cuántos carpinteros...? ¿Dónde tenía la cabeza el gran sacerdote?

—Pero, querido consejero, ¿os dais cuenta de lo que estáis diciendo? ¿No veis que es imposible?

Imhotep insistía: una casa más grande necesita más servidores. No era el momento de reclutar más soldados, sino el de formar más escribas y técnicos para que la luz del faraón llegara a todos los rincones del reino.

Djoser le escuchaba entre sorprendido y admirado. Le gustaba lo que estaba oyendo. Hablaron largo rato, calibraron las dificultades y los retos. El faraón estaba decidido a proteger el bienestar de su pueblo. Concretaron las primeras decisiones a tomar. Para Imhotep era importante que hubiera más Casas de la Vida por todo el territorio.

Construidas cerca del palacio y de los templos, las Casas de la Vida eran lugares para aprender a leer, escribir y calcular. Con biblioteca, laboratorio y talleres, allí se reunían los observadores, sacerdotes y escribas para estudiar, enseñar, compartir y escribir sus avances en matemáticas, ingeniería, astronomía, medicina, geografía, conocimientos religiosos, idiomas... Es decir, todos los saberes necesarios para poder cuidar de la vida.

—Señor, confiad en vuestro pueblo; es muy numeroso, hábil y bien dispuesto. Si ordenáis luchar, luchará; y si ordenáis aprender, aprenderá. Si todo el mundo sabe, todo el mundo podrá ayudar. Felices, unirán fuerzas, Señor. Vos sois la vida de Egipto, en vos y con vos Ra ilumina y protege esta tierra. ¡Que todo el país vea vuestra luz, que el fiel Anjua guíe vuestro barco desde el sur hasta el norte!

Y así fue. Pronto el capitán Anjua lo tuvo todo preparado para emprender el viaje. El faraón visitó todo el país acompañado de observadores y escribas, escuchó a sus súbditos, comprendió sus necesidades y su pueblo lo conoció. Debió de escuchar mucho, porque siempre lo representaban con unas orejas muy grandes. Vio que el don del Nilo, el agua, se podía distribuir mucho mejor planificando un buen sistema de diques y de canales. Muchas cosas se podían mejorar si los conocimientos para hacerlo llegaban a todas partes. Y allí donde iba se abría una nueva Casa de la Vida para formar a escribas y técnicos. En Menfis, Amarna, Edfu, Bubastis, Abidos... ¡Cada ciudad tuvo la suya!

El cuidado de la vida

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—Cuanto más se comprende, mejor se actúa —había dicho Imhotep, convencido de que aprender a observar y a interpretar era lo más importante.

Y es que había que atender cantidad de cosas… La salud, las cosechas, las aguas, la tierra… Algunas pueden parecernos muy fáciles, pero no debían de verlo igual entonces. Por ejemplo, cuando el agua del Nilo lo inundaba todo y desaparecían las separaciones entre los campos, ¿cómo llegar a saber cuál era la tierra de cada uno sin discutir? Cada año los escribas volvían a medir el terreno con cuerdas bien calibradas y dibujaban nuevos planos, lo que significa que hicieron grandes avances en álgebra y geometría. La medida básica era el codo, que equivalía, más o menos, a la longitud del antebrazo de una persona. Calculado en centímetros, serían unos 52. Cien codos, un het; 20 000 codos, un iteru, unos 10,5 kilómetros.

O ¿cómo controlar la fiebre y las infecciones? Pues se han encontrado papiros con listas de remedios, recetas para hacer vahos, descripciones de hierbas para ungüentos...

También resulta muy fácil decir: «esto lo haremos el día tal», o «esta celebración será dentro de tres meses», pero... ¿por qué tenemos meses? ¿Quién decidió cuánto dura un año? ¿Por qué 365 días? ¿Por qué no 180, o 336, o 410 días?

Fue en Egipto donde se empezó a hablar de 365 días… ¿Por qué sería?¿Qué era lo más importante que pasaba en Egipto? Una tierra desértica

donde la vida dependía de que el río recuperara fuerzas... El río se iba secando poco a poco, y de pronto un buen día el agua fluía de nuevo en las cascadas. «¿Cuándo volverá? ¿Qué podemos hacer nosotros?», se debía preguntar la gente.

Una coincidencia llamaba la atención de los astrónomos: tenía que ver con el brillo de la estrella Sirio. Poco antes de la llegada de las aguas, Sirio comenzaba a brillar intensamente de madrugada, antes de la salida del sol. ¿Qué quería decir aquello? ¿Sería una señal? Los astrónomos contaron los días desde la aparición de este fenómeno hasta que se volvía a producir, y resulta que transcurrían… ¡365 días!

Teniendo este número como referencia, ya se sintieron más orientados sobre la llegada de las aguas y más capaces de organizar los momentos adecuados para cada trabajo. Podían hacer un calendario. Un año sería todo el ciclo desde una inundación hasta la siguiente; lo dividieron en doce grupos de 30 días, y estos los reunieron en tres estaciones. La primera estación sería Akhet, ‘inundación’ (de julio a noviembre, si usamos el nombre de los meses del calendario actual). La segunda, Peret, ‘germinación’, de noviembre a marzo. Y la tercera, Shemu, ‘cosecha’, de marzo a julio.

Concretaron los días de las celebraciones y los días para las distintas tareas. En tiempo de Imhotep, los astrónomos aún hacían pequeñas variaciones en las distribuciones de los meses y de las estaciones con el fin de afinar mejor las fechas en relación a lo que observaban en el cielo y en la tierra. Porque, si multiplicaban treinta por doce..., sobraban cinco días y un poco más. ¿Cómo ajustarlo del todo? No era fácil…

Aún hoy somos herederos del esfuerzo de aquellos antiguos astrónomos, aunque el inicio del año no lo situemos en julio, como ellos... ¿Por qué este cambio?

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En cada calendario podemos encontrar pistas sobre cosas que son importantes para los habitantes de los distintos lugares de la tierra. Comparándolos, podemos comprender mejor a las personas y sus costumbres.

Hacer posible lo imposible

Así fue como, paso a paso, se fue dando respuesta a las necesidades de ese gran territorio. El faraón confió plenamente en Imhotep: le nombró primer ministro y tesorero real. Por primera vez, el gobierno de Egipto se organizó de manera que fuera posible coordinar los esfuerzos de todos. El rey delegó en expertos y notables. Los nombres de algunos de ellos han llegado hasta nosotros: Anj y Sepa fueron dos administradores de grandes distritos; el supervisor de los talleres de escultura se llamaba Jabausokar; Hesire era el nombre del jefe de los dentistas (o tal vez de los escribas), y Anjua era el capitán del barco real, o sea, quien organizaba todos los viajes del faraón.

El país prosperaba y el sabio Imhotep no dejaba de reflexionar en su corazón. «Gracias al buen gobierno de Necherierjet, la vida fluye con fuerza y armonía. Osiris vela por su hijo, Ra observa con el corazón feliz. Y nunca faltará la comunión de padre e hijo, pues Horus Necherierjet podrá acercar siempre su oído al cielo», pensó.

«Acercar el oído al cielo»… ¿En qué estaba pensando Imhotep? ¿Qué quería decir aquello? El faraón tenía que poder estar cerca del cielo y de los dioses, pero... ¿qué pretendía Imhotep? Imhotep sabía que cuando nada existía, cuando el agua lo cubría todo, Ptah dijo su palabra e hizo surgir la primera montaña. Fue allí donde, por primera vez, brilló Atón en forma de sol y donde la vida se multiplicó. Imhotep tenía confianza: «Nuestro padre Ptah volverá a decir ahora su palabra y guiará nuestras fuerzas para levantar una montaña que será la vivienda eterna del faraón».

Entonces Imhotep habló con el faraón sobre la nueva montaña de la vida, desde donde la misericordia de Atón y el poder de Horus protegerían al pueblo de Egipto. Describió la gran escalera sagrada con la que el faraón uniría cielos y tierra, en el presente y en el futuro, cuando viajara al reino de Osiris. Esa escalera les recordaría a todos que Horus Necherierjet velaba por su pueblo en todo momento.

El faraón escuchaba las palabras del gran sacerdote, su sabio consejero. Quería confiar en él, pero...

—Pero... ¡es imposible! ¿Cómo podríamos mover una montaña?—La levantaremos, Señor.—¡Se derrumbará! No hay madera que pueda sostener una montaña

en pie.—Es que la montaña se sostendrá sobre ella misma, Señor. Bajo la

tierra blanda no es la madera la que sostiene las montañas, sino la roca. La iremos a buscar, cortaremos ladrillos de roca, Señor, que serán trasladados y apilados en armonía. ¿Habéis visto cómo se elevan las montañas, desde la ancha base hasta la cima? Lo hemos observado bien y hemos entendido la razón de su solidez. Basta seguir su ejemplo y la montaña se elevará para el bien de vuestro pueblo, que podrá recordar en todo momento quién sois y vivirá unido y en paz.

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—Pero, Imhotep, ¡es imposible! ¡Se necesitarían muchísimas piedras y muchísimos años! ¿Cómo se podrían cortar, transportar y colocar tantas piedras? ¿Quién podría hacerlo? Desde luego, parecía imposible. Hasta entonces, la piedra solo se había usado para grabar alguna estela, o como umbral de alguna puerta, o para esculpir, pero no para construir. Las casas, los palacios o los templos eran de una sola planta; se construían a base de bloques de adobe elaborado con limo del Nilo, con cañas y con madera para las vigas y los soportes. Pero no con piedras...

La gran escalera se levantaría sobre la mastaba, sobre la construcción que daba acceso a la cámara funeraria del faraón. Había que protegerla bien para que no sufriera ningún daño. Era necesario calcular muy bien las proporciones y la disposición de las piedras para asegurar la estabilidad, tener en cuenta la consistencia del terreno, así como las dimensiones y la inclinación final. Había que investigarlo todo: el número de bloques que harían falta, las maderas para las rampas, los trineos para el transporte, el grosor de las cuerdas...

Los primeros bloques que se usaron para la pirámide tenían unos 20 centímetros de altura, y poco a poco los fueron cortando más grandes, hasta alcanzar los 50 centímetros. Pero no era cuestión de improvisar, antes de empezar había que prever muchas cosas. Imhotep puso a todos a trabajar duro.

Mover más de un millón de toneladas de piedra caliza ¡no es cosa fácil! Y las herramientas eran de cobre, no muy duras. Había que mejorar los instrumentos, hacer muchas pruebas con la piedra para encontrar las mejores maneras de trabajarla... Organizar y administrar con cuidado el trabajo de miles de personas, coordinar muchos oficios y muchos saberes; miles de personas desplazadas hasta allí a las que habría que pagar un sueldo, alimentar y dar cobijo. Las cosechas habían sido abundantes, los graneros reales estaban llenos y listos para hacer frente a los gastos, pero, aun así, la empresa no dejaba de ser una hazaña increíble.

Es difícil llegar a hacerse cargo de lo que significa asumir tantos retos de golpe y por primera vez... Pero Imhotep lo consiguió.

Paso a paso, día a día, piedra a piedra, sobre la tumba del faraón creció primero un nivel, luego otro, hasta cuatro, formando una inmensa escalera. ¡Nacía así la primera pirámide! Algún tiempo después, Imhotep volvió a hacer cálculos para levantarla aún más. Aumentó la base para poder añadir dos niveles, seis en total: ¡60 metros de altura! Era algo nunca visto. ¡Qué impresión debía causar!

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Todo a punto para una vida sin fin

El país prosperaba. El faraón gobernaba atento a los designios de Ra y se había ganado el respeto de todos los jefes.

«Que el ka de Horus Necherierjet no abandone nunca al pueblo de Egipto, que siempre lo ilumine y lo guarde. Quieran los dioses que a nuestro querido faraón no le falte el aliento para la celebración de Sed, que Isis vele por él hasta el día de su renacimiento», rezaba Imhotep.

La fiesta de Sed, Heb Sed, era la fiesta más importante en la vida de un faraón, pero muchos no llegaban a celebrarla. Tenía lugar por primera vez cuando se cumplían los treinta años de gobierno y, a continuación, se repetía cada tres años. Duraba varios días. El objetivo de la celebración era regenerar la fuerza del faraón, y así también se renovaba la vida de Egipto.

Se preparaban una serie de capillas para depositar en ellas las estatuas de los dioses principales de todo el país, y el faraón pasaba ante todos ellos solicitando su beneplácito para seguir gobernando. Entonces era coronado de nuevo con gran solemnidad y luego se desplazaba en procesión, acompañado de la corte y del séquito de sacerdotes. En el gran atrio frente al palacio todos los mandos y jefes de los diversos territorios y ciudades se inclinaban ante él, renovando sus promesas de fidelidad. Todo el mundo participaba de aquel gran día y no faltaban los cantos, la bebida y la comida. Era como si la vida volviera a fluir con toda la fuerza.

Por eso no había día que el gran sacerdote no orara para que el faraón conservara su vigor y rectitud hasta el día de la fiesta de la regeneración. Pero una pregunta se fue abriendo camino en su corazón: «¿Y después? Hemos avanzado mucho para preservar la fortaleza de su cuerpo, pero... ¿qué podríamos hacer para que nuestro querido faraón repita la celebración de Sed tantas veces como sea necesario y así conserve infinitamente la plenitud de sus facultades?».

Y cuando Imhotep se ponía a cavilar y a observar..., surgían ideas que parecían de lo más imposible.

—¡Lo tengo! Habrá que procurar que siempre estén a punto los templos ceremoniales —se dijo.

Las capillas para la celebración no las harían de madera y cañas, sino mucho más sólidas, para que el espíritu del faraón las pudiera utilizar no una vez, ni dos, ni tres, sino... ¡Por siempre jamás! La escalera sagrada, hogar eterno del faraón, presidiría el espacio de la celebración, y alrededor se levantaría la reproducción del palacio real, con su muro, sus puertas y su columnata de acceso, todo exactamente igual al de Menfis. Y también estaría el atrio del palacio y el atrio para la celebración del Heb Sed, con los altares y las capillas. Nunca le faltaría nada al faraón —ni a su ka— para poder vivir en plenitud, eternamente, pues Imhotep velaría para que así fuera: todo se construiría en piedra firme, esa era la solución. Imhotep lo consideró a fondo hasta estar bien seguro. Antes de hablar con el faraón, había que hacer muchos cálculos y muchas pruebas. ¿Cómo convertir los pilares de madera y cañas en pilares de piedra? Nadie lo había probado nunca todavía.

La construcción de la escalera avanzaba. Los canteros eran cada vez más expertos; habían adquirido experiencia. Imhotep habló con Jabausokar,

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el cantero mayor, y le expuso el proyecto. Jabausokar no era hombre de poner pegas. Recomendó utilizar la piedra caliza de la cantera de Tura porque era la más dócil, la que daba mejores resultados. No se había hecho nunca, pero había que intentarlo. También él confiaba en Imhotep. Habría que hacer pruebas. Habría que tratar de imitar en piedra las puertas de madera, los pilares, cada detalle del palacio. Eligió los canteros más expertos y los resultados fueron cada día mejores. Mientras, Imhotep seguía con sus cálculos y buscaba soluciones a las dificultades que podía prever. Ahora ya no partían de cero. Con la construcción de la gran escalera se habían puesto las bases de una buena organización.

Cuando lo tuvo todo bien sopesado, supo que había llegado la hora de hablar con el faraón.

Era día de audiencia. Sentado en su trono, el faraón escuchaba los informes de los delegados venidos de las tierras del sur, del centro y del norte. Había habido algún conflicto entre ganaderos y agricultores; las disputas por las tierras eran frecuentes y a menudo había que revisar las particiones para asegurar un reparto justo. En la ciudad de Tanis, en el delta, necesitaban más madera: por algún motivo no habían llegado todas las barcazas esperadas. Estaba pendiente la reconstrucción y la ampliación de La Casa de la Vida de Edfu... Cada delegado planteaba sus asuntos. El faraón escuchaba, preguntaba y resolvía.

Terminada la audiencia, se quedó a solas con su primer ministro. Le preguntó si quería añadir algo. E Imhotep habló:

—Señor, el divino Ra mira esta tierra con satisfacción. Por todo Egipto reina la armonía. Nuestros corazones se inclinan felices ante vos y desean tenerlo todo a punto para el gran jubileo.

—Mi buen consejero, ¡no corráis tanto! Solo hace doce años que me ceñisteis la corona. ¡No tengáis tanta prisa! —dijo el faraón. Pero sabía muy bien que su ministro no hablaba nunca en vano, así que se dispuso a escuchar sus razones.

Una vez más, quedaría más que sorprendido por la propuesta de Imhotep. Sorprendido y muy satisfecho de poder contar con un consejero como aquel, que no dejaba de velar por el bienestar del faraón y de su pueblo.

La obra se llevó a cabo, ¡cómo no! Todo un conjunto que supuso una auténtica revolución en las técnicas de construcción: la primera edificación en piedra de la historia de la humanidad. Un grandioso esfuerzo colectivo de todo un pueblo trabajando para glorificar a su dios, el faraón, asegurándose así su protección.

Y cuando los escultores tuvieron terminada su estatua, la que quedaría colocada cerca de la columnata de entrada, lugar de paso obligado para acceder al gran atrio, Horus Necherierjet mandó hacer grabar en la base, junto a su propio nombre, el nombre de su sabio consejero:

Imhotep, el constructor, modelador de la piedra,el primero después del rey del Alto Egipto,

el tesorero, el administrador del Gran Palacio,

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gran sacerdote de Heliópolis.

¡Ojalá, solo con oír su nombre, todo el mundo recordara lo importante que era aprender y conocer para poder caminar con sabiduría! Imhotep no había dejado nunca de buscar respuestas y soluciones. Quizá porque nunca había dejado de hacerse preguntas. Y porque confiaba. ¡Ojalá todo el mundo tomara ejemplo de él!

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3. Tesoros visibles e invisibles

Mucho más que unas piedras

Quien visite hoy Sakkara se encontrará con una extensa área de varios kilómetros con restos de pirámides y tumbas, algunas de ellas reconstruidas. Porque, después de Djoser, fueron muchos los faraones y grandes mandatarios que quisieron situar allí su hogar eterno. Presidiéndolo todo, está el recinto funerario de Djoser, de unos 500 metros de largo por unos 300 metros de ancho. Un recinto delimitado por un muro de más de diez metros de altura, decorado como si fuera la fachada del palacio, con 14 puertas, 13 de ellas ficticias. Solo hay una entrada «auténtica» que da acceso a un corredor de veinte columnas. Con un poco de imaginación, se puede ver que cada columna imita un haz de cañas. Atravesando la columnata se accede al amplio atrio del sur, frente a la gran escalinata, la

pirámide escalonada. A mano derecha, quedan las capillas dedicadas a los dioses, las de la celebración del Heb Sed. Y por todo el recinto hay construcciones simulando templos y otras edificaciones. El gran atrio de la zona norte aún no ha sido excavado.

Un día que recorríamos juntos el recinto, el señor Lauer hizo que me fijara en muchos detalles. Era como si reconociera cada piedra; las trataba como a viejas amigas. Hablaba con una inmensa admiración sobre cómo habían ido mejorando las técnicas y las herramientas de trabajo a medida que avanzaba el proceso de construcción. «Aquellos obreros debían de estar muy interesados en lo que hacían para poder progresar tanto en tan poco tiempo!», comentó.

Mientras paseábamos, me iba explicando qué era eso, qué era aquello. Había momentos que parecía como si estuviera viendo la escena que me describía. ¡Todo cobraba vida! La comitiva de sacerdotes y mandatarios revestidos de sus mejores galas, el faraón avanzando hasta el pie de la pirámide, el sonido de las trompetas y los tambores, los inciensos y los perfumes; Imhotep oficiando de maestro de ceremonias, la gente expectante, los cantos de alabanza, el faraón empezando a subir solemnemente...

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—¿Seguro que usted no estaba? —le pregunté bromeando, aprovechando un momento de silencio. Él continuó caminando sin decir nada. Cavilaba.

—Médico, arquitecto, administrador, sacerdote... —dijo finalmente—. Para nosotros son oficios muy distintos, ¿no te parece? ¡Pero no para Imhotep! Velar por las necesidades del cuerpo y de su ka, preservarlo y proporcionarle un buen lugar para vivir eternamente, honrar a los dioses, comprender el movimiento de los astros o administrar el reino lo mejor posible, todo tiene que ver con lo mismo: con el cuidado de la vida en todo momento.

—¿Cree que Imhotep sabía momificar?—¡Por supuesto! Hay una serie de técnicas de momificación que se

aplicaron por primera vez en el cuerpo del faraón Djoser. Seguro que Imhotep observó y estudió mucho para comprender el cuerpo humano; sin duda, su fama como médico tenía fundamento. En la Academia de Medicina de Nueva York se conserva un papiro que Edwin Smith encontró en Luxor. Es impresionante. Fue escrito unos mil años después de Imhotep, y se considera que es como una recopilación del saber médico desde el tiempo de Imhotep. En él se describe con todo detalle el funcionamiento de algunos órganos, enfermedades, heridas, fracturas y muchos remedios. Incluso, cómo hacer operaciones en la cabeza y qué hierbas utilizar para las anestesias; hay recetas con enebro, laurel, opio, incienso y muchos otros ingredientes. Y no faltan indicaciones para el embalsamamiento y el proceso de momificación. Todo formaba parte del saber médico. ¡Qué esfuerzo de investigación!

Estuve muy de acuerdo. La verdad es que me llamaba mucho la atención que supieran tantas cosas. Le expliqué al señor Lauer que, cuando yo iba a la escuela, lo que había aprendido era que la ciencia comenzaba en el Renacimiento y que, antes de eso, todo eran ideas un poco fantasiosas sobre el universo, supersticiones sobre las enfermedades, o pociones mágicas para solucionarlo todo. Que por entonces no se dedicaban propiamente a observar o a preguntarse por los motivos de las cosas... No me di cuenta de lo equivocada que estaba hasta que, ya de mayor, estudiando egiptología, me topé con Hipatia y la biblioteca de Alejandría. Ella, que vivió mil años antes del Renacimiento, cartografiaba el cielo con un astrolabio que ella misma había diseñado; también había hecho un hidrómetro y un aerómetro, ¡y sabía un montón de matemáticas! Si eso no eran ciencias... ¿Qué era? Pero es que ahora estábamos hablando de gente que había vivido tres mil años antes de Hipatia. ¡Cuatro mil años antes del Renacimiento!

—¡Yo alucino con todo esto! —le dije. —Tienes toda la razón, yo también. Y cuando pienso en tantos cientos

de años pasándose las ideas y los hallazgos de unos a otros, y ¡copiando todo a mano! Y, mientras tanto, en Babilonia, en la India o en China tampoco estaban dormidos...

—Me recuerda lo que me decía el otro día de formar parte de una cordada.

—¡Sí! Es exactamente esto. Y cuántos papiros, pergaminos y libros desaparecidos que nunca sabremos qué decían... ¡Qué lástima!

El profesor volvió a sus cavilaciones. —Claro que me interesa la arquitectura —dijo como reflexionando en

voz alta—, pero... es que, recuperando esta construcción, ¡recuperamos

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mucho más que unas piedras! ¡Qué lejos estaba yo de poder imaginar todo esto! —añadió con una gran sonrisa—. Las cosas que tiene la vida... ¿No te lo decía? Un joven arquitecto que había soñado con edificar hospitales se encontraba delante de la obra de otro arquitecto que se había preocupado por mejorar la vida... ¡cinco mil años antes!

Tesoros valiosos

—¿Lo lamenta? ¿Le pesa no haber llegado a construir su hospital?—No, en absoluto. Me he sentido plenamente feliz haciendo el trabajo

que hacía, incluso cuando no se veían avances... Es curioso, trabajábamos muchos meses en soledad, aislados, sin conexiones, sin ningún tipo de reconocimiento por parte de nadie, y no lo eché de menos. Había olvidado por completo el tener éxito, los encargos o la fama; sin darme cuenta, había descubierto algo mejor... —se detuvo, como si esperara mi pregunta.

—¿Qué era?—No sé cómo decirlo... Muchos venían a Egipto a buscar tumbas llenas

de tesoros, pero a mí me cautivaba otro tipo de tesoro... Recuperar a Imhotep, ¡redescubrirlo! No sabría describirte la emoción que vives cada vez que das un paso, aquel momento en que logras esbozar la forma desaparecida de un edificio, o encajas el último fragmento de una columna... Es como si resucitaran unas voces dormidas desde hace mucho tiempo. ¡Voces de un pasado olvidado! No digo que no sea una gran experiencia encontrar un día un objeto valioso, pero... yo no lo cambiaría por nada. ¡Me siento muy agradecido de haber tenido esta oportunidad!

»Por aquí bromean y van diciendo que soy la reencarnación de Imhotep y que su ka me mantiene en forma mientras voy reconstruyendo su obra. "¡Y me pillaste bien pillado, amigo mío!" —soltó al aire, con una sonrisa de profunda amistad. Y, tras guardar unos momentos de silencio, como confiándome un secreto, añadió—: ¿Sabes cuál ha sido mi verdadera fuerza? La pasión, el profundo amor que día a día se fue tejiendo por este lugar, por quienes vivieron aquí y por la sabiduría del hombre que lo hizo posible. Siento hacia él una especie de complicidad, de ósmosis, diría yo... Me siento como en deuda con él.

Y lo decía de una manera que me hizo sentir algo muy especial, como si el eco de sus palabras resonara en mi interior. Nos quedamos en silencio un buen rato. Me gustaba estar allí, no hacía falta decir nada.

Otro día hablamos del Museo Imhotep. Era un proyecto que le ocupaba mucho desde hacía unos años, especialmente por los constantes obstáculos burocráticos y de financiación con los que se topaba. Quería que fuera un espacio que ayudara a interpretar el sentido de todo aquello. También habría un recuerdo hacia la gran labor de Cecil Firth.

—Soy muy consciente de mi edad, y si las obras no avanzan ahora, mucho me temo que el museo no llegará a abrirse nunca.

Le pregunté por Firth.—¿Cuándo se marchó?—No se marchó; fue terrible. Murió el verano de 1931 de una

neumonía, en el barco que le llevaba de vacaciones hacia Inglaterra. Tenía cincuenta y un años. Su ausencia lo cambió todo. La vida aquí nunca volvió

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a ser la misma. Dejó un vacío inmenso. Poco a poco nos reorganizamos... Pero a un amigo no lo sustituye nadie. Su presencia lo hacía todo fácil y alegre. ¡Me gustaba tanto hablar con él! Lo llenaba todo de aire fresco.

El profesor recordó una anécdota que nos hizo reír mucho mientras la contaba. Habían descubierto unas escaleras que daban paso a unas galerías subterráneas, en la zona sur. Descendieron hasta encontrar un muro. Abrieron un agujero. Convencidos de que conducía a una cámara funeraria, dejaron que Firth fuera el primero en pasar, pero era muy corpulento y quedó atascado. No podían parar de reír mientras empujaban y tiraban intentando sacarlo de allí. Firth se lo tomó con humor.

—Era un hombre increíble. Siempre estábamos haciéndonos preguntas y dándole vueltas a algo. ¡Todo le interesaba! —El señor Lauer calló unos momentos—. ¿Sabes? Hay algo que sí lamento: no haber dado con la tumba de Imhotep. Donde quiera que esté, podría aportar mucha información. Los objetos, las pinturas y las inscripciones de las tumbas dicen mucho de la persona enterrada, ¡y hay tantas cosas que no sabemos! Confiaba en poder encontrarla algún día, pero ya no podrá ser... Es más que probable que esté aquí, en Sakkara. Hubiera querido excavar el pozo que hay justo después de la entrada, en la columnata, a la izquierda, pero para poder bajar hay que hacer una gran obra de consolidación, y no hemos contado con presupuesto para hacerlo. Cuando os veo trabajar a los jóvenes con tantas ganas, me gusta imaginar que algún día guiará el pico de alguien... y le descubrirá su secreto. —Quedó pensativo—. ¡Habría estado muy bien que se me hubiera aparecido algún día! ¡Le haría tantas preguntas! —Y se le dibujó una sonrisa de oreja a oreja—. Mimí decía que a veces le parecía que estaba casada con dos hombres! —dijo risueño.

Lejos y cerca a un tiempo

—Hábleme de ella. ¿No la echa de menos? A ella, a su familia… —Sí, ¡por supuesto que los echo de menos! Es una historia en la que

se mezclan momentos difíciles y momentos muy felices... Nos conocimos en El Cairo en 1927. Yo era más bien tímido, pero enseguida quedé seducido por su alegría y su buen humor. Un año después visitó Sakkara con su padre. Era la primera vez que se alejaba de El Cairo y el desierto la impactó. ¡Quedó enamorada de él! La verdad es que nunca terminé de saber si aceptaba casarse conmigo por amor a mí o por amor a Sakkara! —rio—. Pero el hecho es que nos sentíamos profundamente felices compartiendo este universo tan desnudo y solitario. Aquella atmósfera de profunda paz nos llenaba de felicidad.

Jean-Philippe Lauer y Marguerite Jouguet se casaron en 1929. Marguerite —Mimí— también ayudó en las excavaciones reconstruyendo con inmensa paciencia todo un revestimiento de cerámica vidriada azul que decora las paredes de las cámaras funerarias, como representando el cielo, en el interior de la pirámide. Pero su trabajo era la encuadernación de libros, en el taller que había abierto en casa. La familia creció, nacieron Pierre, Daniel y Florence. Fueron años de compartir juegos y paseos. Lauer recordaba cómo se divertían escondiéndose entre piedras, columnas y estatuas. Iban a la escuela en El Cairo, pero llegó el momento en que, para continuar los

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estudios, convenía trasladarse a Francia. La decisión no fue fácil: la familia se instalaría en París y Jean-Philippe los visitaría cuatro meses al año, en verano. Y así lo hicieron.

Estaban los cinco en París cuando estalló la Segunda Guerra Mundial, y allí se quedaron durante toda la ocupación alemana (1940-1944). Me dijo que ver pasar hambre a sus hijos fue la situación más dura que Mimí y él vivieron nunca. Terminada la guerra, Lauer pudo continuar con su trabajo en Sakkara, aunque con largos períodos de interrupción por causa de los conflictos políticos que se vivían en Egipto. Los meses y años que pasó en París los aprovechó para escribir sobre los trabajos llevados a cabo en Sakkara, y comenzó a dar clases en el Centre National de la Recherche Scientifique (CNRS). A partir de entonces, compaginó las tareas de profesor en París con las estancias en Sakkara.

En París, Marguerite trabajaba en una institución para invidentes. Los hijos crecían, llegaron los nietos, y el señor Lauer (¡ya jubilado!) continuaba incansable pasando cada año unos meses en Sakkara. Precisamente hace unos pocos días andaba por aquí una de sus nietas...

—Fue duro. Cuando se fueron, lo veía todo vacío. Pero pronto me di cuenta de que nos separaban los kilómetros, nada más. ¡La separación no nos ha distanciado nunca!

Hablamos de lo que significaban las distancias entonces. No viajaba en avión, no había móviles... Tenía que desplazarse a El Cairo si quería hablar por teléfono. Le confié que este era un tema que me preocupaba, y mucho: cómo compaginar pareja, trabajo, hijos. Lo veía muy complicado. El señor Lauer me habló de cómo lo habían vivido ellos. Me gustó mucho lo que dijo.

—Lo que ha dado fuerza a nuestro matrimonio ha sido el profundo respeto que siempre hemos sentido por la libertad del otro; por eso la separación no nos ha distanciado.

»Mimí no pretendió nunca competir con mi otra pasión; al contrario, incluso desde la distancia sabía cómo transmitirme su fuerza. Admiro mucho su valentía, ha sido siempre para mí una auténtica fuente de energía. A nuestra edad, sentir esta profunda unión nos reconforta mucho... Deseo de todo corazón poder terminar mis días a su lado —añadió con una mirada llena de afecto.

Llegó la hora de cerrar las maletas. Había que despedirse. Acordamos que cuando tuviera las notas pasadas a limpio se las enviaría. Nos dimos un fuerte abrazo.

—Deja que este viejo te dé un último consejo, Claudine —dijo—. Por la noche, cuando todo quedaba en calma, Mimí y yo subíamos hasta lo alto de la pirámide y no nos cansábamos de mirar... Para ser feliz, no es necesario que las cosas sean siempre fáciles. Disfruta de las salidas de sol y de los atardeceres, disfruta de esta tierra que todo nos lo da, y sabrás que hay cosas que tienen mucho valor…, aunque no sea fácil hablar de ellas.

»Y cuando veas salir el sol, detente un momento; recuerda que es el mismo sol que veía salir Imhotep, el mismo astro que él tanto amaba. El mismo sol que, tiempo atrás, iluminaba a toda aquella gente que vivía aquí es el que, hoy, nos calienta a nosotros. Y quizá dentro de mil años estará brillando en el cielo mientras otra joven se hará muchas preguntas, como tú ahora, y como Hipatia mucho antes que tú. Este panorama inmenso de

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arena y cielo sigue emocionándome como el primer día. Y me siento muy agradecido.

Y yo me he sentido siempre muy agradecida de haber podido pasar aquellas tardes junto a Jean-Philippe Lauer, compartiendo su experiencia de vida y sus reflexiones.

*

Me puse enseguida a trabajar para poder enviarle las notas; las revisó y nos reunimos en Francia todavía unos días para completar el texto y repasarlo todo. Pronto aquel material se convirtió en un libro.

Hay quien piensa que el título que eligió es un poco extraño. Je suis né en Égypte il y a 4700 ans («Nací en Egipto hace 4700 años»), se lee en letras bien rojas en la portada. Y yo no puedo evitar sonreír, porque ¡sé muy bien lo que quería decir con eso!

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EpílogoTodo esto ocurría en el año 2000. Jean-Philippe Lauer aún volvió una vez más a Sakkara. Murió al año siguiente, en 2001, en Francia, con noventa y nueve años. Unos meses después, moría su amada Mimí, Marguerite Jouguet. Eran de la misma edad.

¿Y Claudine? Claudine Le Tourneur d'Ison es hoy periodista y escritora. Ha seguido escribiendo sobre el antiguo Egipto y sobre los Lauer, y haciendo documentales sobre la tierra de los faraones. Pero ha viajado también por otros países y siempre encuentra historias interesantes que contar.

«Escuchando hablar a mi abuela comprendí que no era necesario ser un personaje conocido para tener una vida rica y apasionante. ¡Cada biografía me parece un patrimonio precioso!», cuenta en una entrevista.

El museo de Imhotep, por el que tanto luchó el señor Lauer, se inauguró en el año 2006. En él se puede encontrar mucha información sobre el faraón Djoser y la obra de su sabio consejero, así como cerámicas, estatuas y otras muchas piezas halladas en Sakkara.

Hay quien dice que a veces se oyen voces susurrando algo cerca de un viejo escritorio verde que hay al fondo de una sala: la mesa de trabajo del señor Lauer ¡durante setenta y cinco años! Seguro que él e Imhotep tienen muchas cosas que decirse... ¡Ah! Y el emplazamiento de la tumba de Imhotep sigue siendo un enigma... ¿La encontrará alguien algún día?

Ya solo queda decir que este escrito sobre Imhotep, el faraón Djoser, Jean-Philippe Lauer y Claudine es una narración libre, fruto de bucear por muy diversas fuentes con un poco de imaginación.

Los recuerdos del señor Lauer provienen del libro que escribió con Claudine Le Tourneur, Je suis né en Égypte il y a 4700 ans («Nací en Egipto hace 4700 años»), publicado por la editorial Albin Michel en el año 2000. Es un libro que me gustó mucho porque daba la sensación de que ambos ponían en práctica unas palabras del jefe Seattle que me acompañan y me inspiran desde hace años. El líder de los squamish dijo en un discurso que se hizo famoso:

«Cuando ando, deseo que mis pies sientan los pasos de todos aquellos que han pisado esos caminos antes que yo».

Es lo que he procurado hacer escribiendo estas páginas.T. Guardans

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Apéndices

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Imhotep, «el que viene en paz»: dios de la medicina, de la arquitectura y de la escritura

Yo te saludo,oh, gran Imhotep,

hijo de Ptah, nacido de Jereduanj.Vienes con el viento

del norte, tu padre Ptah te aclama.

Los Santos Escritos que nos han sido entregados

son aquellos que tú has escrito en tu corazón..

Estas palabras aparecieron en una inscripción en Guiza. Las escribieron mil años después de la muerte de Imhotep, cuando por todo Egipto le dedicaban templos y los sacerdotes rendían culto al dios Imhotep. Los peregrinos viajaban hasta Sakkara, Menfis, Heliópolis... para venerarlo, confiando en su poder de sanación. Incluso en Grecia le dedicaron templos. La momia de uno de estos sacerdotes, llamado Nespamedu, puede verse en el Museo Arqueológico de Madrid.

Convertido en patrón de los escribas, dios de la arquitectura, de la medicina, de la sabiduría y de la escritura, la gente buscaba la protección del que «proporciona salud y bienestar, el protector de la virtud», como puede leerse en un antiguo papiro. Las leyendas sobre los poderes milagrosos de Imhotep se multiplicaban, como la que apareció grabada en una lápida cerca de las cascadas de Elefantina. En ella puede leerse que, tras siete años de sequía y hambre, el faraón pidió ayuda a Imhotep y este solucionó el problema ofreciendo sacrificios al dios Jnum, que vivía cerca de la cascada. Se han encontrado más de 400 estatuillas representando al dios Imhotep: está sentado, con la cabeza cubierta con el mismo casquete que el dios Ptah y un rollo de papiro abierto sobre las piernas.

La inscripción que descubrió Cecil Firth en Sakkara, en el año 1926, demostraba que el auténtico Imhotep había vivido durante el reinado del faraón Djoser, entre los años 2700 y 2600 a. C. Es decir, hace aproximadamente unos 4700 años.

Firth estaba convencido de que el Imhotep real había hecho grandes cosas. Se podía deducir de la inscripción, y si, además, mil y dos mil años después de muerto, su fama había crecido de esa manera y le tenían en tanta estima, debía ser porque en vida había aportado bienestar y salud a los habitantes de Egipto.

A medida que se multiplicaban los trabajos arqueológicos por las tierras del Nilo, aparecían nuevos indicios que lo confirmaban: más inscripciones, más referencias a Imhotep atribuyéndole sentencias de sabiduría, hablando de sus escritos o de sus artes medicinales y de sus remedios... Y así, poco a poco, se fueron ampliando los conocimientos sobre un personaje que parecía haber destacado en muchos ámbitos: Imhotep, «el que viene en paz», como indica su nombre. Hoy ya nadie duda de que su sabiduría tuvo mucho que ver con el impulso que vivió la civilización del antiguo Egipto.

Constructores de pirámides

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Las primeras tumbas de los reyes y de los personajes importantes eran unas edificaciones planas que conocemos por su nombre en árabe, mastaba, ‘banco’. La construcción daba acceso a la cámara funeraria subterránea. Con la pirámide escalonada ideada por Imhotep se estrenaba un nuevo estilo de tumba faraónica que fue evolucionando.

La gran pirámide del faraón Keops, construida cien años más tarde en la planicie de Guiza, era totalmente lisa, sin escalones, toda ella recubierta de una capa de losas de piedra caliza muy blanca, sobre la que se reflejaban los rayos del sol haciendo brillar toda la pirámide.

¡El efecto debía de ser espectacular! Sus sucesores, los faraones Kefrén y Micerino, siguieron el mismo ejemplo, aunque solo queda algún resto de ese revestimiento en la parte superior de la pirámide de Keops.

En cuanto a los métodos de construcción que usaron, quedan todavía muchos interrogantes sin respuesta. La investigación no se detiene, y hay distintas hipótesis para explicar cómo se transportaban las piedras, o cómo se subían y colocaban…

Mil años después de la construcción de las pirámides de Guiza, el faraón Tutmosis I, con la ayuda de su arquitecto y primer ministro Ineni, inauguró un nuevo recinto funerario cerca de Luxor: el Valle de los Reyes. Allí Ineni puso en práctica una nueva idea revolucionaria: en lugar de construir, excavar. En el valle se han llegado a encontrar 62 tumbas de faraones y grandes mandatarios directamente excavadas en las montañas rocosas. ¡Pero esta es ya otra historia!

El Nilo, el agua de la vida

En 1970 se inauguró la inmensa presa de Asuán, que permitía retener las aguas del Nilo en su crecida y dejarlas correr durante el resto del año. Los trabajos de construcción de la presa duraron diez años, y desde entonces el Nilo es un río más «normal»; sus aguas corren de manera regular y permanente.

Pero el profesor Lauer aún pudo vivir la experiencia de los antiguos egipcios, cuando solo había algunas esclusas pequeñas para retener un poco las aguas. Cada año el río se iba secando y, hasta que el agua no volvía a aparecer, la espera se hacía eterna… Lauer recordaba muy bien la emoción que se vivía cuando finalmente el agua llegaba e inundaba los campos. Y, luego, cuando poco a poco se iba retirando hacia el cauce del río, empezaba la siembra. Caminando marcha atrás sobre una tierra todavía empapada, los campesinos sembraban el grano aprovechando el camino que abrían con sus propios pies en el barro líquido. Y, días después..., ¡el verde brillante que empezaba a despuntar y cientos de aves de todo tipo volando por todas partes! «Para quien no lo ha vivido es difícil imaginar la belleza de aquel espectáculo», decía.

Pero no cuesta mucho imaginar la preocupación que debían sentir cada año. «Ya casi no nos queda trigo, y los animales no aguantarán muchos más días sin beber. Y si el río no despierta nunca más, ¿cómo sobreviviremos?, ¿y si lo hace con demasiada fuerza y lo destruye todo?», debían de pensar, con el alma en vilo. Una vieja lápida habla hasta de siete años de sequía...

¿Cómo ayudar al río? Los antiguos observadores hicieron todo lo que pudieron por desentrañar el misterio de aquellas aguas que de pronto brotaban desde las cascadas de Elefantina. Pero no fue hasta mucho más tarde cuando se comprendió que el fenómeno tenía relación con las lluvias monzónicas que caían en las lejanas tierras de Etiopía... ¡No fue hasta

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unos 4500 años después del reinado de Djoser! Durante todo ese tiempo, fueron muchas las expediciones que intentaron resolver el enigma de las aguas del Nilo.

En el siglo XVII, Pedro Páez situó el origen del río en el lago Tana, en las montañas de Etiopía. Pero se trataba solo de un brazo del Nilo que en la ciudad de Jartum, en Sudán, se unía con otro que venía... ¿Desde dónde? ¡El enigma continuaba vivo! Finalmente, en el siglo XIX, una serie de expediciones localizaron varias fuentes en la zona de los grandes lagos africanos, especialmente en el lago Victoria (entre Uganda y Tanzania), y también en Ruanda. El Nilo era, pues, un río mucho más largo de lo que nadie había pensado: solo le gana el Amazonas.

Volviendo al tiempo de los faraones, podemos imaginar la inquietud con la que los habitantes de aquellas tierras miraban cada año el lecho seco del río. Con el tiempo, fueron ampliando el sistema de canales para aprovechar bien el agua, y los limpiaban bien de vegetación y de lodo para que circulara sin obstáculos. ¡Pero la llegada del agua no dependía de su voluntad! Así, cada año pedían a los dioses, de todo corazón, que el agua llegara a su debido tiempo. Y cuando por fin la veían aparecer, ¡qué alegría!, ¡cuántas celebraciones para agradecer la generosidad del Nilo!

En varios papiros e inscripciones se han encontrado himnos y oraciones a Hapi, el dios en forma de río, como este canto, que debían entonar con una mezcla de temor y de esperanza, mientras presentaban sus ofrendas:

La Tierra te espera, oh, Nilo. ¿Dónde están tus aguas, oh, Hapi?¿No ves nuestra debilidad?

¿Hasta cuándo te habremos de esperar?Hemos hecho nuestro trabajo, los canales están limpios,

el cauce del río espera tu llegada.¡Oh, Ra! Despierta a tu hijo.

¡Oh, Isis! Que tus lágrimas le alcancen.¡Oh, querido hijo de Geb!, brota ya del seno de la tierra.Si tardas, ¿cómo podrían los pájaros levantar el vuelo?

¿Cómo podrán vivir los rebaños?Al Nilo resucitado ofreceremos nuestras ofrendas:

resina y aceite fino.Amado de los dioses, el día que sales de tu caverna,

estalla la alegría por todas partes.Para ti suenan las arpas y los timbales, una multitud cuida de ti,

todo está a punto, ¡no tardes!Oh, padre, despierta para que podamos vivir.

Tú eres la vida, tú vivificas la maravillosa obra de Ra.(Himno del papiro Sallier II y de la estela de Seti I)

Y hoy...¿Hay alguien que no necesite el agua para vivir?¿Hay alguien que no tenga motivos para agradecer este don de la vida?¿No tenemos hoy también razones para celebrar y para pensar cómo podemos

colaborar con el ciclo del agua para ayudar a la vida en el planeta?Hace miles de años, los antiguos habitantes de las tierras de Egipto hicieron todo lo

que estaba en sus manos...

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¿Qué sabes de los dioses del antiguo Egipto?

¿Por qué brillaba tanto la estrella Sirio antes de la crecida de las aguas del Nilo? ¿Quién hacía renacer las plantas en la primavera? ¿De dónde había surgido tanta maravilla? ¿Qué pasaría si un día el sol no apareciera por el horizonte?

Los sacerdotes de la Ciudad del Sol, Heliópolis, buscaban un sentido a todo lo que veían. Comprendían la importancia de la luz y del calor del sol; les sorprendía el movimiento de las estrellas en la noche; veían que el cielo, la tierra firme, las aguas, todo tenía su lugar y su función. Y la vida dependía de todo ello. Las historias de los dioses les ayudaban a imaginar y pensar todos estos temas tan importantes. ¿Cómo había empezado todo? Seguramente al principio solo se veía agua, como cuando las aguas del Nilo lo inundaban todo, y luego se retiraban y surgía de nuevo la tierra firme y las plantas crecían fuertes. Algo así debió de haber pasado al inicio de los tiempos, cuando solo había agua. Y del agua surgió una colina, y Atón brilló en su cima. Atón creó el aire —Shu— y la humedad —Tefnut—; y de esta pareja nacieron el cielo estrellado —Nut— y la extensa tierra, Geb. Y de la unión del cielo y la tierra surgieron Osiris, Isis, Set y Neftis. Y cada uno de estos personajes tiene su historia, y algunas de estas historias son algo complejas. Hay muchísima información sobre los mitos egipcios, los relatos que protagonizan los dioses de Egipto. Buscando un poco, pronto encontrarás quién separó el cielo de la tierra, por qué Set mató a Osiris, qué hizo Isis para reanimarlo... ¡Y muchas más historias! Algunos dioses recibían nombres distintos según el lugar, y sus peripecias no se contaban igual por todo el territorio. No es extraño, pues Egipto es muy extenso, ¡y su historia muy larga!

En algunos relatos de los orígenes, el protagonista de la creación es Ptah: cada cosa que aparecía surgía de su corazón. En otros, vemos que el creador fue Atón, después de elevarse por encima de la primera colina. Y, para todos, Atón, en su forma de sol brillante, fuente de luz y de calor, era esencial para la vida en la tierra. Era como el ojo que todo lo ve, alcanzando con sus rayos toda la superficie terrestre... También se le conocía con el nombre de Ra, sobre todo cuando brillaba radiante al mediodía.

Atón, Ra, Amón... Diferentes nombres para hablar del mismo dios, el poder creador presente en el sol, sin el cual no habría vida. Osiris era el dios que gobernaba en la vida después de la muerte. Anubis era el encargado de guiar el ka (la energía vital de la persona difunta) ante Osiris. Osiris, acompañado de sus jueces, esperaba en la Sala de la Verdad, donde tenía lugar el juicio. Si el ka no superaba el juicio, era devorado por Amit, el monstruo con cabeza de cocodrilo. Pero si merecía la aprobación de Osiris, podía continuar su viaje por el mundo subterráneo, camino del paraíso eterno (llamado «Campos Elíseos»).

Y nos falta Horus, hijo de Osiris e Isis. Horus era muy importante para la vida de Egipto, porque era considerado como el espíritu del faraón. Horus adoptaba la forma del faraón, y a través de él se ocupaba de la vida de Egipto.

Por eso el faraón era venerado como un dios, pues era la encarnación de Horus.El faraón Djoser se sentaba en el trono de Horus y gobernaba en su nombre. Y para ello

contaba con el apoyo de Imhotep, el sabio, el observador, el gran sacerdote del templo de Heliópolis.

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