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La lluvia que no cae en las urnas Marzo 2010 Atardece. A las 6 de la tarde cuando los ejecutivos empiezan a salir de sus oficinas, al otro lado de la Caracas algunos vendedores con sus chazas, recicladores con sus cartones y otros habitantes de las calles con sus patrimonios empiezan a ingresar al “Hogar Otto”. Para estos huéspedes es un lujo invertir $2.000 en una noche, es el precio por dormir en un colchón, acobijados, bajo techo, además incluye ver televisión, lavar su ropa y hasta tomar una ducha (así la mayoría no les interese estos servicios). Es el costo de abandonar las calles durante la noche donde el sueño puede ser traidor. Hace frío. Puede llover. Al ingresar le hacen un guiño a Jaime, quien se encarga de vigilar quién entra al “Hogar Otto” y de patrullar desde afuera durante la noche. Es un guardia informal, sin uniforme ni términos de referencia, pero con la responsabilidad de velar por la seguridad de los huéspedes. La entrada a la casa está atiborrada de avisos que dicen Minutos a Celular y hay una recepcionista con varios celulares amarrados con cadenas. Más adelante se entrelazan dos escaleras en cada nivel llegando a un corredor redondo, con pisos de baldosas rotas que forman figuras. Los techos son altos con adornos en yeso, que recuerdan la ciudad de los cachacos de los años 30. Más que una casa en el barrio Santafé, es parte de los vestigios de otra Bogotá. En los corredores elípticos, quedan pocos vidrios en las ventanas gruesas con forma de rombos. A través de los marcos vacíos entran ráfagas de viento con sonidos de la noche y luces provenientes de los edificios altos , financieros y gubernamentales, la estación de Transmilenio de la 22, prostitutas gordas y recias, travestis sensuales

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La lluvia que no cae en las urnas

Marzo 2010

Atardece.

A las 6 de la tarde cuando los ejecutivos empiezan a salir de sus oficinas, al otro lado de la Caracas algunos vendedores con sus chazas, recicladores con sus cartones y otros habitantes de las calles con sus patrimonios empiezan a ingresar al “Hogar Otto”.

Para estos huéspedes es un lujo invertir $2.000 en una noche, es el precio por dormir en un colchón, acobijados, bajo techo, además incluye ver televisión, lavar su ropa y hasta tomar una ducha (así la mayoría no les interese estos servicios). Es el costo de abandonar las calles durante la noche donde el sueño puede ser traidor.

Hace frío. Puede llover.

Al ingresar le hacen un guiño a Jaime, quien se encarga de vigilar quién entra al “Hogar Otto” y de patrullar desde afuera durante la noche. Es un guardia informal, sin uniforme ni términos de referencia, pero con la responsabilidad de velar por la seguridad de los huéspedes. La entrada a la casa está atiborrada de avisos que dicen Minutos a Celular y hay una recepcionista con varios celulares amarrados con cadenas. Más adelante se entrelazan dos escaleras en cada nivel llegando a un corredor redondo, con pisos de baldosas rotas que forman figuras. Los techos son altos con adornos en yeso, que recuerdan la ciudad de los cachacos de los años 30. Más que una casa en el barrio Santafé, es parte de los vestigios de otra Bogotá.

En los corredores elípticos, quedan pocos vidrios en las ventanas gruesas con forma de rombos. A través de los marcos vacíos entran ráfagas de viento con sonidos de la noche y luces provenientes de los edificios altos, financieros y gubernamentales, la estación de Transmilenio de la 22, prostitutas gordas y recias, travestis sensuales y femeninos. Pero el “Hogar Otto” no vibra, se sumerge en la noche que sigue su marcha. Los huéspedes rara vez se detienen, suben las escaleras despacio, sin entusiasmo ni vida. En la Zona de Tolerancia de Los Mártires, en este hogar de paso hay tolerancia de entre los transeúntes.

Es una casa de cuatro niveles, en el tercero y cuarto están los dormitorios, dos baños y los olores fuertes. Hay habitaciones independientes de unos 2 metros cuadrados, que fueron closets en otra época y ahora con tablas de madera consumida han sido remodelados por los mismos huéspedes para sentir más su eterna soledad -ellos ya no pueden compartir.  En las paredes hay un espejo roto colgado y un aviso con crayola que dice “respete a los demás” y todos saben que las únicas reglas que deben cumplir son no consumir vicio y no pelear.

Los huéspedes van derecho a los colchones.

La noche continúa, espesa, en un ritmo calmado, casi insonoro, así los bares alrededor se llenen de historias y los moteles despampanen amor. Las luces se apagan con el

CRISTIAN, 15/04/10,
¿?
CRISTIAN, 15/04/10,
Leí mal al comienzo y me gustó más: leí: moteles que desamparan el amor.
CRISTIAN, 15/04/10,
Esto cuando es intencional es maravilloso. Meter en una enumeración física una sensación o una imagen literaria es bacanísimo
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último Transmilenio y la oscuridad los acobija. Uno que otro ronca y otros se quejan de los dolores del alma o las decisiones del pasado. Pocos hablan, pocos miran -a menos que tengan alcohol en la sangre. Aún a salvo y calienticos es difícil afrontar el sueño absoluto, el sueño ambicioso, ni siquiera el humilde. Sólo quieren protección por una noche, una especie de serenidad mientras esperan a que se abran las cortinas del cielo.

Don Pedro desde hace un año vive allí, en un pequeño cuarto. Recorre las habitaciones cuando suena la alarma o cuando el sueño cae en sus ojos, pero Dios y algunos santos presagian que la noche caerá bien. “Es la conciencia la que más pesa aquí”.

El tiempo ha cambiado su rutina, la noche es larga.

En definitiva amanece -siempre sale el sol-, y los huéspedes se levantan. Unos salen inmediatamente, otros se desperezan y hasta se toman un baño y a las ocho de la mañana todos están en la libertad, en el trono de sus calles, con un poco más de vigor que cuando entraron la noche anterior. Temprano llega Doña Judith, quien en la entrada vende tinto a $200 y Jaime ojeroso se va a su casa. Mientras el sol se va asomando por los cerros empieza el movimiento y cambian los personajes que habitan la casa: hombres afeitados, con ropa limpia, con ideas de igualdad, con ganas de discursos.

Ellos conocen algunas dinámicas de quienes buscan representar.

Los aspirantes al Congreso no son el común de los políticos que se ven en estos días repartiendo volantes en el Centro Internacional. Se trata de un desplazado del Caribe, un mecánico de Boyacá, ganaderos de San Vicente de Caguán, un celador, entre otros muchos que sueñan con llegar a las urnas por su propia cuenta.

Durante el día el “Hogar Otto” se transforma para convertirse en la sede del Partido de Integración Social (PAÍS) que se encuentra en el segundo piso de la casa. Llama la atención las fotocopias colgadas en las paredes anti-uribistas - llaman al presidente “narcotraficante” o “residente ilegal”-, todos los muros tienen pintado una mano sujetando una antorcha que es el símbolo del partido.

Realizan debates sobre las necesidades principales de sus votantes. En sus dos computadores hacen su publicidad y algunas cuentas financieras y del número de votos -visibles para todo el que quiera revisarlas. No tienen página de internet pero tienen una impresora y si tienen tiempo regalan una hoja con sus principios. Estudian sus estrategias, planes de acción, su caja menor o mayor es la misma.

Son amables y sonríen entre dientes chuecos. Hablan con pasión y con ideales así no logren articular muy bien qué es lo que buscan, ni cómo lo lograrán si obtienen una curul. Aún no tienen propuestas concretas. Son 59 interesados en ser senadores con el techo del partido y para permanecer unidos creen “mejor no hablar de filosofías hasta lograr la curul”. Una vez alguien logre el umbral, “se definirán los pasos a seguir” -explica el coordinador del partido “el problema del país no es de proyectos”, lo que el partido quiere lograr es que “la gente sea feliz y que tenga derechos, dejando a un lado el capitalismo salvaje y la destrucción masiva de la sociedad”.

Es medio día y el tiempo ha vuelto a su rutina. Su paso ya no es de transeúnte sino de representante en potencia. Ya no es de paso sino de sede. Ya no es de insomnio sino de

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buscar atraer gente por medio de ideas. Y el cielo está gris y Doña Judith saca su sombrilla.

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