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VTSUALIZACIÓN TEATRAL Y ALEGÓRICA EN EL PERSILES Ana Suárez Miramón UNED De entre todas las cualidades que presenta esta obra se puede destacar una muy interesante como es la utlización de la pintura, como técnica y composición, para expresar el mundo interior del autor y su procedimiento narrativo. El paralelismo que puede ob- servarse entre el narrador y el pintor no es anecdótico sino el resultado de una consciente voluntad artística que va hilvanando acciones y personajes mediante esbozos, formas y colores, hasta lograr auténticos cuadros con los que juega, de nuevo, en una combinación metapictórica, para transmitir un sentido humanís- tico de la existencia. El autor se muestra, por una parte, cono- cedor de la teoría de la novela y, por otra, como un auténtico tra- tadista de arte. Como artista del pincel y de la pluma utiliza todo el saber enciclopédico de la época (política, lengua, geografía, náutica, astrología, magia, hechicería, tradiciones populares, cos- tumbres, vinos, comidas, animales, lugares interesantes o raros)', para crear un entramado de recursos presididos por la visión pic- tórica que actúa como desencadenante épico, dramático e incluso lírico, a lo largo del relato. La obra presenta además una evidente gradación en su de- sarrollo estilístico, pictórico y simbólico, hasta el punto de poder afirmar que, en metáfora de pintura, y con la propia pintura, creada y recreada por Cervantes, el Persiles se manifiesta como un puro juego o como un gran mito de la existencia. El tópico del Deus pictor aparece utilizado aquí para expresar la técnica del narrador y la del pintor, coincidentes en llenar el vacío de la nada (tabla rasa) con elementos cada vez más perfectos. El hecho de ACTAS V - ACTAS CERVANTISTAS. Ana SUÁREZ MIRAMÓN. Visualización teatral y alegór...

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VTSUALIZACIÓN T E A T R A L Y A L E G Ó R I C A EN EL PERSILES

Ana Suárez Miramón UNED

De entre todas las cualidades que presenta esta obra se puede destacar una muy interesante como es la utlización de la pintura, como técnica y composición, para expresar el mundo interior del autor y su procedimiento narrativo. El paralelismo que puede ob­servarse entre el narrador y el pintor no es anecdótico sino el resultado de una consciente voluntad artística que va hilvanando acciones y personajes mediante esbozos, formas y colores, hasta lograr auténticos cuadros con los que juega, de nuevo, en una combinación metapictórica, para transmitir un sentido humanís­tico de la existencia. El autor se muestra, por una parte, cono­cedor de la teoría de la novela y, por otra, como un auténtico tra­tadista de arte. Como artista del pincel y de la pluma utiliza todo el saber enciclopédico de la época (política, lengua, geografía, náutica, astrología, magia, hechicería, tradiciones populares, cos­tumbres, vinos, comidas, animales, lugares interesantes o raros)', para crear un entramado de recursos presididos por la visión pic­tórica que actúa como desencadenante épico, dramático e incluso lírico, a lo largo del relato.

La obra presenta además una evidente gradación en su de­sarrollo estilístico, pictórico y simbólico, hasta el punto de poder afirmar que, en metáfora de pintura, y con la propia pintura, creada y recreada por Cervantes, el Persiles se manifiesta como un puro juego o como un gran mito de la existencia. El tópico del Deus pictor aparece utilizado aquí para expresar la técnica del narrador y la del pintor, coincidentes en llenar el vacío de la nada (tabla rasa) con elementos cada vez más perfectos. El hecho de

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utilizar todos los géneros que tenían cabida en la pintura de la época (paisaje, escenas costumbristas, bodegones 2, fábulas, histo­ria y retrato), y darlos la misma función que los asignaron los tratadistas de arte supone, no una coincidencia por la cercanía de escritores y pintores en la época, sino la voluntaria creación de un texto en donde está perfectamente interrelacionado el arte y la palabra. Aunque están representados todos los géneros pictóricos, sin duda el paisaje es el verdadero hilo conductor del relato en la primera parte, de la misma manera que la historia y el retrato lo es de la segunda, pero ya no como diseño sino como cuadro ter­minado. Pero no falta la fábula o historia mitológica que tanta importancia tuvo en el Renacimiento (Rubens, Tiziano). Aquí se inserta a modo de sueño sensual que despierta la imaginación de Periandro entre visiones alegóricas presididas por la hermosa Sensualidad que se aparece conforme a la tradición figurativa-hermética y cuyo modelo renacentista parece que fue el Hypne-rotomachia Poliphili (editado en 1499 y traducido al francés en 1546) 3 que bien pudo conocer Cervantes por su gran éxito en los ambientes intelectuales de Italia y España, aunque también pudo ser su fuente directa el conjunto de pinturas y tapices de tema mitológico que decoraban las habitaciones de Felipe III, o las alegorías pintadas por Tiziano (Alegoría de la batalla de Lepanto, la Fama y las Virtudes teologales) o Brueghel (Alegorías de los sentidos); en realidad, la época ofrecía múltiples ejemplos artíst­icos"1 en los que se conjugaba la tradición hermética con los ele­mentos de la vida cotidiana.

Pero es sobre el paisaje, hilo conductor del relato, donde se van superponiendo las acciones, los seres y sus sentimientos en una evidente evolución que va ascendiendo desde el espacio exte­rior al interior, a lo moral con los cuadros de la historia (por la ejemplaridad de los hechos), para culminar en lo espiritual gracias al retrato. No en balde se consideraba al retratista poeta y aquí se cumple esa función en la pintura de Auristela. Para ella se reserva este género, porque en ella se plasman todas las perfec­ciones que el pensamiento neoplatónico había asignado a la mu­jer, ya sugerido en su nombre ("estrella de luz"); se cumple tam­bién con la teología simbólica asignada a la pintura; se funde en ella el enigma de la Virgen-diosa de Botticcelli y se mantiene

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viva la tradición popular que atribuía un carácter milagroso a ciertas representaciones de la Virgen (uno de los argumentos uti­lizados por Lope de Vega para defender la pintura en su Memo­rial).

La obra, pues, recoge todo el valor de la pintura en la época e incluso su sgnificado sociológico, que queda patente en la obra y responde a la moda de entonces, ya que toda la sociedad disfru­taba con ella; unos, coleccionando originales y otros estampas. Incluso los iletrados aprendían en los cuadros el hermetismo de los emblemas y las alusiones alegóricas gracias a las narraciones de estudiantes que, a cambio de limosnas, recitaban en las plazas como los ciegos hacían con los romances y que el teatro y las fiestas se encargaron de divulgar. La gran difusión de estampas que conoció la época, tenía, además de un carácter devocional, una función informativa; en muchos casos reproducían pinturas o representaban planos de batallas, noticias de actualidad o fenóme­nos anormales de la naturaleza 5 y, aunque hay escasos documen­tos sobre dónde y cómo se vendían, existe el testimonio elocuente del personaje "mozo de estampas" que en el auto de Calderón, El gran mercado del mundo, vende toda clase de pinturas.

El balance visual del libro no puede ser más completo si te­nemos en cuenta los términos pictóricos, la amplia gama de colo­res utilizados, los comentarios teóricos sobre pintores y arte, e incluso el interés por la ilustración del libro, que, aún sin decirlo, está pidiendo Cervantes para su obra como Ariosto había tenido en la suya. Incluso asistimos como espectadores, al lado de algu­nos personajes, al interior de dos casas bien decoradas siguiendo esa costumbre de "enseñar la casa" que se había generalizado en la época, tal como puede verse en los relatos costumbristas y en el teatro, género que llegó a utilizar tanto la pintura que un per­sonaje de Rojas Zorrilla pudo afirmar "Conozco bien de pinturas, / hago comedias a pas to" 6 , lo cual responde al episodio del poeta del mesón quien al ver el lienzo de Periandro (III) le "vino un grandísimo deseo de componer una comedia" (285) y que al final del libro se vuelve a él para corroborar que efectivamente la esta­ba componiendo (452). En este sentido no hay que olvidar que Lope de Vega fue el primer dramaturgo que además de potenciar el arte de la pintura utilizó los cuadros como motivo de creación y

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demostró no sólo una familiaridad con la pintura, como arte capaz de despertar la imaginación literaria, sino un gran cono­cimiento de las posibilidades retóricas de esta arte 7 . Es lo que, de forma callada pero profunda, hizo Cervantes, pues todas las for­mas, técnicas y funciones de la pintura están representadas y sin­tetizadas en el Persiles, y con ella incorpora la teatralidad de la comedia, el didactismo de la historia, el interés de la épica, la poesía del retrato, la filosofía de la reflexión y la cultura popular de la estampa.

Proceso de realización del cuadro y de la novela Podemos constatar, después de leer diferentes tratados de pin­

tura de la época, que Cervantes ha procedido en el Persiles a ex­perimentar todas las formas y funciones de la pintura como si se tratase de una peculiar arte pictórica práctica. Aunque la pintura tiene gran interés en toda la narrativa de Cervantes, como lo testi­monian los ya muy abundantes trabajos de la crítica (desde los pioneros de Rosenbrantz, Romera, Ricardo del Arco, Margarita Levisi, a los más concretos dedicados al Persiles por parte de Aurora Egido, K. L. Selig, Adelia Lupi, 8) no se ha estudiado la importancia que supone el empleo de todas las formas y carac­terísticas asignadas por los tratadistas, y sobre todo la demos­tración de que el autor, al mismo tiempo que la narración, va componiendo una pintura, y asignando funciones expresivas al cuadro, del mismo modo que hacían los tratadistas del Rena­cimiento, quienes al carecer de modelos teóricos, utilizaron las fuentes de la retórica para componer sus tratados. Por ello, era normal la fusión pictórica-literaria en la época. En las Academias se conocían los tratados pictóricos y se discutía su proximidad con la Poética de Aristóteles, la de Horacio y el pensamiento neoplatónico que, junto al realismo aristotélico, convivían en los diferentes géneros de pinturas. A la luz de todos los datos teóri­cos, y tras el análisis de la función de la pintura que, como técni­ca narrativa, va conformando las formas compositivas de la obra y estableciendo una alternancia entre lo épico, lírico y lo dramá­tico, se puede ver que también marca la trayectoria interna del libro, tanto en su sentido literal como en significado simbólico que adquiere definitivamente el texto.

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Aunque sin duda es en la segunda parte cuando la pintura se hace más presente en la obra, y el cuadro como objeto se con­vierte en un espejo o teatro que permite el desdoblamiento de las acciones, hay que retroceder a las primeras páginas para descubrir el embrión del cual se genera toda la capacidad expresiva poste­rior que afecta al espacio, al tiempo, a los géneros utilizados en su estructura y a la concepción del mundo del autor. Manifiesta asi­mismo un conocimiento directo de Cervantes sobre la pintura de la época y su influencia social, y, sobre todo, muestra una fina sensibilidad para ir guiando al lector en el arte de mirar. Es como un estudio de las posibilidades de la contemplación. Cuando ter­mina la obra nos parece haber asistido a un espectáculo múltiple: preparación y composición de un cuadro, representación teatral variada (comedia, entremés, tragedia, auto alegórico) y narración de una peregrina aventura en la que se busca, como en El pere­grino de Lope, y bajo le metáfora del camino, la idea universal de un objetivo trascendente capaz de acoger el dolorido sentir del hombre en todos los tiempos y espacios.

Podemos adelantar que, gracias a la pintura, el Persiles sintetiza lo propio de cada género literario, como ya había hecho Cervantes en otras obras, como por ejemplo en La casa de los celos, en donde el espectador podía contemplar en el escenario lo maravilloso de lo novelesco, la acción de la épica, la intriga del drama, más el apunte alegórico cercano al teatro sacramental (con la Buena y Mala Fama). Incluso un breve episodio protagonizado allí por Angélica aparece de forma semejante aquí, como también en el Quijote. Asimismo, y mediante diferentes técnicas pictó­ricas, Cervantes plasma los preceptos clásicos de la retórica (imi-tatio, inventio, moveré, delectare y decorum) a partir las pinturas, y alterna entre la mimesis aristotélica de escenas naturalistas (bo­degones), y la superación idealista, sobre todo en el retrato feme­nino. Cumplía así los preceptos teóricos que tratadistas como Carducho, Butrón y F. Pacheco habían desarrollado y discutido en sus obras.

Se pueden diferenciar dos partes en el tratamiento visual de la obra, aunque desde el principio, el autor va diseminando técnicas para marcar paralelamente su carácter visual y teatral (en el grito inicial del bárbaro Corsicurbo, en el travestismo femenino de Pe-

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riandro y en el estilo directo de preguntas y respuestas). Incluso todo el recorrido de la obra puede ser visto como una alegoría escénica en donde participan todas las posibilidades de represen­tación (desde el nivel inferior metaforizado en la cueva inicial hasta la cúspide más alta, cerca del cielo, en Roma) para expresar con ellos la metáfora de la existencia en términos teatrales. Lo visual se marca además por procedimientos muy distintos: por la palabra (en la descripción), por los abundantísimos silencios que funcionan a modo de eco prolongador de una idea o como solilo­quios escénicos, y de forma más concreta y evidente por la pin­tura, que se convierte en el eje fundamental del relato, en cuanto que con los lienzos de la historia se abren nuevas perspectivas para el significado definitivo del libro. En la primera parte se ensaya el proceso de creación pictórica: desde la tabla rasa inicial se construyen los colores y las formas, y en la segunda ya apa­recen bien dibujadas las líneas y sus contornos en los cuadros, por lo que lo visual es un elemento siempre presente.

Primera parte: esbozo del cuadro y técnicas utilizadas Literariamente, son constantes las descripciones de la Natu­

raleza en toda su variedad (día, noche, tempestad, calma, mar, tierra, frío, calor), y para ello el autor no escatima colores ni juegos de luces y sombras. Respondía así a las teorías del primer tratadista español, Gaspar Gutiérrez de los Ríos 9 , quien en 1600, siguiendo a Plinio y la sentencia horaciana Ut pictura poesisw, afirmaba la hermandad de pintores y poetas al imitar con colores y palabras el natural, y expresa el ideal de Butrón de hacer que la pintura sea "un remedo de las obras de Dios" y sirva para perpe­tuar su Creación. Sin embargo, en esa imitación del natural, Cer­vantes sigue unas veces el concepto renacentista de la imitación y otras, sobre todo en los retratos, el de la superación, que expre­saba mejor las ideas neoplatónicas de Ficino (Lomazzo y Zucca-ro), porque permitía aislar al modelo (naturaleza o persona) de las miserias del tiempo. Por ello, además de potenciar la belleza de los paisajes, y de animar lugares y costumbres, informa de realidades desconocidas, cumpliendo así con la función docente y continuamente estimula al lector con llamadas de atención y le enseña comportamientos adecuados al decoro.

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Ya en esas descripciones plásticas quedan bien cumplidos los fines didácticos que las Retóricas al uso (Cicerón y Quintiliano) pedían a la literatura. Pero lo más importante es, que además de utilizar un estilo pictórico, vinculado a las imágenes visuales, que tanto se habían desarrollado a partir de la Contrarreforma, Cer­vantes va trazando y fijando a lo largo del Persiles una serie de imágenes e impresiones visuales muy significativas (incendio, naufragios, belleza femenina) que posteriormente se ven apunta­ladas y duplicadas por la aparición de lienzos en donde se vuel­ven a registrar esas mismas imágenes correspondientes al pere­grinaje de los personajes. De ese modo no se pierde la memoria de los sucesos, porque si ya las imágenes visuales constituyen un ejercicio para la contemplación y el recuerdo, la pintura las reser­va de los estragos del tiempo y las da una vida siempre presente y activa. No es un mero adorno sino un elemento de comunicación fundamental. Cervantes parece tener bien presente la importancia de la exaltación de lo visual que la estética renacentista desarro­lló, impulsada por el magisterio de Leonardo, y utilizó para apun­talar la filosofía tomista y expresar las doctrinas neoplatónicas de León Hebreo y M. Ficino. Si para ellos el ojo era el instrumento cognoscitivo de lo abstracto y espiritual, para nuestro autor es la sensación visual la que conecta, desde el principio del libro, las relaciones entre pintura y amor, por una parte, en el ejemplo de Sinforosa para quien su amor pasó de ser pensamiento a estar grabado como "pintura en el alma", (171), y entre religiosidad, naturaleza y arte, por otra, como se ve en la primera muerte, la de Cloelia (78), que imprime ya el sentir religioso al libro ("yo mue­ro cristiana en la fe de Jesucristo") que va progresando hasta cul­minar en el final. Igualmente, desde las primeras páginas se esta­blece la relación entre Naturaleza y Dios, y no sólo en el paisaje, cuya perfección se pondera como si fuese una obra hecha por la "industria y arte", sino en la belleza de la mujer (cuando Leonora se hace religiosa). Pero es tras la muerte de Cloelia (ama de Amístela) cuando el paisaje adquiere un sentido trascendente que permite anticipar todo el complejo significado de la pintura en la obra. Se trata de un paisaje perfecto: "Era redondo, cercado de altísimas y peladas peñas" y con la hierba siempre "en perpetua verdura" (79). La forma plena, que desde Platón había servido

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para explicar la perfección del Universo, se conjuga ahora con el símbolo de la altura y los colores del arte, de manera que la Naturaleza, interpretada como expresión visible de Dios, se sirve del arte para potenciar su perfección. No nos parece casual que tras ese primer manifiesto de fe y de exaltación de la Naturaleza, los protagonistas sufrieran una borrasca que les durase cuarenta días (94), en evidente recuerdo del diluvio bíblico, y cuyo senti­do de purificación estaría relacionado también con el fuego por el que los protagonistas salen de las tierras bárbaras, en el Libro I, y después del mundo civilizado en el II, en un camino iniciático evidente marcado por constantes pruebas.

Si la borrasca inicial se puede relacionar visualmente con los borrones y la técnica del claroscuro, muy utilizada que el L. I, para marcar el proceso de creación desde el caos inicial (de la no­vela y de la humanidad), el fuego, como símbolo de vida y trans­formación, se corresponde con la voluntad de los protagonistas de dirigirse a una nueva luz, abandonando definitivamente las oscu­ras aguas peligrosas simbolizadas en los mares. En ese constante juego de alternancias cromáticas y alegóricas muy marcadas entre luz y oscuridad (105, 123,137,141,159), en donde sólo permanece idéntica la luz de los ojos de Auristela, reiteradamente descrita como "estrella" (122, 179) y "norte que lleva al puerto", se mani­fiesta también el sentido simbólico que ofrece lo visual en la obra, pues asistimos al proceso mismo de la creación pictórica como representación del mundo narrativo: borrón inicial, delimi­tación de formas con el claroscuro, y finalmente su transforma­ción en líneas y colores, concretadas en el Libro III en las cons­tantes referencias a lienzos ya realizados; pero es en el Libro IV cuando adquiere su valor definitivo al incorporar el retrato de Auristela, primero pequeño, y después a tamaño natural. El para­lelo de la joven con la Venus de Botticcelli, establece el último eslabón para interpretar el valor alegórico del libro. En su imagen se funde lo cristiano y lo pagano, y precisamente sucede en Roma, la ciudad símbolo de la Antigüedad y del Cristianismo. El alarde de noticias pictóricas (lienzos de historia, retratos, galería de hombres ilustres y museos artísticos), que en apretada síntesis se suceden en este último libro, tratan de mostrar la intempo-ralidad del arte como a lo largo del relato se había ido mostrando

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la intemporalidad de la peregrinación humana, con independencia de orígenes o creencias.

Esta gradación pictórica se corresponde asimismo con el con­tenido narrativo. La primera parte representa la creación y movi­miento de los personajes, en su "primera presentación hasta for­mar una columna cada vez más nutrida" (I), como ha señalado Carlos Romero", que se divide en dos secciones para hacer cada una un recorrido propio (II), de manera que la trayectoria ilumi­nada de los protagonistas deja ver las escenas o cuadros de cuan­tos les acompañan (III), para después reunirse definitivamente to­dos en el IV. La arquitectura simétrica de los libros (I y III, II y IV) coincide también con el lema horaciano ut pictura poesis; el Libro I anuncia con palabras la pintura (del espacio, de las perso­nas y de los sentimientos) y el III recoge de forma concreta y vi­sible su resultado en cuadros; en el II se introducen visiones oníricas pictóricas y alegóricas, por vez primera se hace refe­rencia al lienzo en que se estaba pintando la isla bárbara (183), y se elaboran con palabras paisajes, bodegones y retratos huma­nos espirituales, en correspondencia con el IV en donde definiti­vamente se acumulan, incluso de manera excesiva, todas las posi­bilidades y funciones del arte.

Segunda parte: el cuadro de la historia como pintura y retórica

Un examen de las diferentes formas de pintura utilizadas en la obra nos ha permitido constatar también la identidad entre los principios de la Retórica de Pinciano 1 2 respecto a la importancia de la historia como soporte de la fábula épica, con la prioridad del motivo histórico entre los tratadistas de pintura. Aunque desde Plinio estaba constatada su importancia, Gutiérrez de los Ríos, se reafirmaba en 1600 en el interés de la pintura de la historia por­que "en las historias escritas leemos las cosas como negocio pasa­do. En las pinturas las consideramos y vemos como presentes, que es cosa que tiene más fuerza..., y sí por las historias escritas se eterniza la memoria de las cosas, también y mucho más se eterniza por medio de las historias relevadas, figuras, estarnas, colosos, medallas y monedas, que está menos sujeto a las injurias del t iempo" 1 3 . Entre los méritos reconocidos a la pintura de tema

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histórico, el tratadista señalaba su capacidad de comprensión y el provecho que puede reportar tanto a los ignorantes como a los cultos, porque "con las bien pintadas se deleitan los ojos, se recrea la memoria, se aguza y aviva el entendimiento, se apa­cienta el ánimo, se incita la voluntad, y se está finalmente encen­diendo el deseo, viendo los valores y virtudes de otros para imi­tarlos" 1 4 . Los ejemplos de la Antigüedad clásica aducidos des­pués por el tratadista no hacen más que avalar una teoría ya sustentada por León Baptista Alberto y Lomazzo, para quienes las pinturas de tema histórico constituían un testimonio de la verdad, como la tradición había recogido en el ejemplo de La calumnia de Apeles. Es lo que hace Periandro con el lienzo de sus historias cuando lo presenta como prueba de su inocencia ante la Santa Hermandad, "se defendía con la verdad, mostrándole los papeles y el lienzo de la pintura de su suceso" (302). El mismo Pacheco, en cuya Academia parece que participó Cervantes, reco­gió en su Arte de la pintura^ todas las ventajas que aseguraban este valor testimonial, relacionado con la utilidad docente de la obra literaria. Incluso Cervantes se refiere al paralelismo entre historia, poesía y pintura (371), al modo de los manuales pictóri­cos, y tras reconocer sus méritos, aporta (en un ejercicio de meta-pintura, tan frecuente en la obra como el de metaliteratura) su propia respuesta, de forma irónica, a las disputas que tenían lugar en las Academias en torno a la superioridad de la pintura en sí misma o por el objeto representado, al declarar que también tenían bajezas la historia y la pintura, hierbas y retamas.

Si hacemos una secuencia estructural del desarrollo de la historia pintada nos encontramos con lo siguiente: en el L. II, tras los maledicientes comentarios de Clodio acerca de la misteriosa identidad de los, se introduce la primera referencia a un cuadro, que el bárbaro y arrogante español Antonio será capaz de realizar y utilizar si vuelve a su patria y "entre corrillos de gente pintando la isla bárbara en un lienzo y señalando con una vara el lugar do estuvo encerrado quince años, la mazmorra de los prisioneros y la esperanza inútil y ridicula de los bárbaros, y el incendio no pen­sado de la isla, bien así como hacen los que, libres de la escla­vitud turquesca, con las cadenas al hombro, habiéndolas quitado de los pies, cuentan sus desventuras con lastimeras voces y hu-

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mildes plegarias en tierra de cristianos"( 183). Esta visión antici-padora del personaje secundario se ve cumplida en el L. III, pero no en el tono dramático con el que Clodio terminaba su discurso sobre la libertad, sino en tono de burla entremesil con partici­pación de estudiantes apicarados y alcaldes. Coincide además con la diferenciación que establece el narrador entre verdad y fábula, y en esa verdad de la peregrinación se introduce la fábula burles­ca de los jóvenes, que en la plaza del pueblo y ante un gran auditorio, "en traje de cautivos estaban declarando las figuras de un pintado lienzo que tenían tendido en el suelo, parecía que se habían descargado de dos pesadas cadenas que tenían junto a sí, insignias y relatoras de su pasada desventura" (343). Este teatro vivo, que se expresa con las mismas fórmulas dramáticas orales ("escuchad y estad atentos") genera, a su vez, una multiplicidad de recursos teatrales directos (tensión verdad-mentira; preguntas-respuestas; relación actores-espectadores), y otros indirectos (co­mo la compra del lienzo a otros estudiantes, a su vez también actores, o las preguntas irónicas del alcalde a Periandro sobre algún otro lienzo de "historia verdadera", compuesto "por la misma mentira" (350). El capítulo representa la conexión entre lo imaginado (primera visualización de Clodio) y lo realizado, técnica que sirve para proyectar, hacer recordar, mostrar la uni­dad narrativa y, sin duda, emocionar y llamar la atención. Apo­yando este carácter visual, todo el siguiente capítulo (XI) insiste en realzar el color de la Naturaleza, la belleza de las mujeres valencianas y la introducción de otra historia que en forma narra­tiva reproduce el mismo esquema de la comedia nueva sin que falte el travestismo de la mujer vestida de hombre.

Sin duda, ese primer lienzo anticipador de Clodio, que seña­laba a Antonio como el futuro pintor de las historias, se cumple totalmente en su hijo del mismo nombre, quien siempre estaba dispuesto a declarar "las pinturas y los sucesos cuando le apre­taban a que los dijese" (282), y él fue también quien se encargó de mostrar a su abuelo "el lienzo donde venía pintada su historia" (341), aunque por no estar pintados todos, se encarga de relatarlos oralmente al abuelo originando otra nueva dramatización, en este caso exclusivamente oral, pero que actualiza igualmente los he­chos.

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Sin embargo, la pintura adquiere mayor interés cuando los peregrinos llegan a Lisboa (L III). Entonces es cuando Periandro decide buscar a un "famoso pintor" a quien le ordena "que en un lienzo grande, le pintase todos los más principales casos de su historia" (281). El resultado visible fue un lienzo hecho de la re­copilación de sus aventuras, que al mismo tiempo constituye un emblema perfecto formado a su vez por pequeños emblemas a modo de cuadro dentro del cuadro y cuya lectura puede hacerse desde el plano alegórico: por un lado, la Isla Bárbara, ardiendo en llamas, significaría el fin de la edad natural o estado de igno­rancia entre la humanidad; por otro, las diversas naves y la isla Nevada, expresarían el conocimiento de otra forma de vida, equi­valente al descubrimiento de la fe. Incluso el sueño sensual de Periandro, a modo de auto sacramental, con la lucha de vicios y virtudes, y el valor alegórico de los personajes se podría identi­ficar con la agonía del hombre escindido entre su atracción por la sensualidad y su tendencia a la virtud, único medio de asegurar su trascendencia; el caballo en loca carrera, con la imagen de los instintos, siempre tendentes a la muerte, simbolizada en el lienzo con el empedrado del mar helado, y el león transformado en cordero, con el valor de la mansedumbre, necesaria para soportar los trabajos de la vida. Pero a esta parte principal, el pintor también añadió otras anécdotas, ya pintadas en forma de "ras­guños" o apuntes, que recopilaban su historia en detalle (fiestas en las que se coronó rey Policarpo y el fuego de su isla, la muerte de Clodio por una flecha de Antonio, Cenotia colgada de una an­tena, la isla de los Ermitas, Rutilio en apariencia de santo y hasta la propia ciudad de Lisboa) sin afectar a lo principal y les "escu-saba de contar su historia por menudo" (282).

Aparte de la función recordatoria y resumidora propia de las novelas de aventuras, ese gran lienzo es el "testimonio de la ver­dad" que el Renacimiento reconocía en la pintura histórica, pero también es una demostración de la familiaridad de Cervantes con las técnicas de este tipo de pintura, pues la organización de su cuadro responde a la meticulosidad pedida por Pacheco para pin­tar una historia:" lo primero, andaremos pensando, profunda­mente, con qué orden y con qué modo haremos la composición de ella para que sea perfecta y bellísima: y, haciendo rasguños e in-

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tentos en papeles, examinaremos toda la historia y cualquiera parte de ella pidiendo consejo a nuestros amigos; finalmente, nos fatigaremos en que todas las cosas sean de nos pensadas y mira­das, de manera que en nuestra labor no se halle cosa alguna que no la sepamos muy bien, y sea muy conforme y a propósito a la parte donde se hubiere de colocar nuestro cuadro" 1 6 . También se ajusta a la norma de incluir figuras humanas 1 7 en las historias por­que, en cuanto reflejo de los comportamientos humanos, permitía la verosimilitud y podía conmover y enseñar mejor.

Con la inclusión del cuadro como relato presente de todas las secuencias temporales y espaciales anteriores, se establece tam­bién un paralelismo entre las perspectivas ópticas (los protago­nistas pasan a ser espectadores y se establecen diversos grados de contemplación) y estructurales (puesto que gracias a él su autor manipula a su antojo el tiempo de la narración, el suyo propio y el del lector) 1 8 , a la vez que se crea una ilusión visual más para pro­fundizar en los trabajos de los peregrinos para darlos desde ahora una nueva y decidida dimensión alegórica.

El retrato como elemento lírico y trascendente: neoplato­nismo y símbolo

Esta nueva dimensión está apoyada, desde nuestro punto de vista, en otra forma de la pintura de la época, como es el retrato, género relegado entre los buenos pintores hasta que Miguel Án­gel lo utilizó como forma de exaltar lo individual. El hecho de que el famoso pintor portugués del Persiles se esmerase tanto en hacer el retrato de Auristela y pese a "pintar una hermosa figura" no llegase al original, "pues a la belleza de Auristela, si no era llevado de pensamiento divino, no había pincel humano que alcanzase" (282), inaugura una nueva intrahistoria pictórico-narrativa en la obra que va a dar lugar a otros varios episodios conectados entre sí en torno a él (joven muerto, pintor francés que la pinta sin apenas verla) y que van marcando, más allá de las apariencias y del posible realismo de la pintura, una idea de trascendencia. Esta idea queda avalada por la visita a los templos portugueses, el recorrido por santuarios españoles, el relato de los milagros y la diversidad de devociones marianas (Guadalupe, Nuestra Señora de la Cabeza, Virgen del Sagrario), que no hacen

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más que establecer una cobertura religiosa, apoyada en otros elementos artísticos (elogio de los libros, de la música, inclusión de poemas, fiestas tradicionales), con los que se marca la intem-poralidad. Esta cualidad alcanza entonces a la misma Naturaleza que se muestra en su esplendor primaveral (Aranjuez) y llena de luz (Valencia), hasta el punto de hacer exclamar a Bartolomé su creencia en la grandeza de Dios (351). Las referencias a Garcila-so y la negativa de Auristela de viajar por mar para llegar a Roma sitúan a los protagonistas en otro ambiente más armonioso y agra­dable que el dejado atrás. Sin embargo, aunque parece que va desapareciendo el riesgo a medida que se acercan a Roma, va a aumentar el dolor de los protagonistas, lo que puede interpretarse como otra prueba más (que enlaza con la borrasca y los incen­dios), ya la definitiva, y más profunda, puesto que afecta a sus sentimientos. Primero, Periandro sufre al ver cómo un pintor ha sido capaz de realizar el retrato de Auristela sólo con haberla visto una vez por tenerla muy "bien aprehendida en la imagina­ción" (370) (que por cierto es la anécdota que cuenta Vasari sobre el mismo Miguel Ángel), y piensa mostrar por toda Francia como un "nuevo milagro de hermosura"; después, su dolor es físico cuando se accidenta por salvar a la mujer que cae desde la torre. La queja amorosa de Auristela, expresada con la imagen de la yedra, adelanta una confesión amorosa "verde yedra a quien ha faltado su verdadero arrimo" (376), que se corresponde con el "vencimiento" de Periandro ante las tentaciones de Hipólita, pero que adquiere un nuevo significado cuando, en su enfermedad, ya en Roma, le recuerda que "en sólo conocer y ver a Dios está la suma gloria" (459) lo que desalienta enormemente al joven.

Esta última prueba, que se podría considerar como la obliga­da de amor dentro del estado o edad de gracia, cuenta precisa­mente con el retrato de Auristela como guía para su consecución. Si antes, a la entrada de Roma, ya se nos había descrito la belleza de la joven como milagrosa, en un paisaje presidido por la luz y cuya variedad de caminos hacía difícil elegir el más adecuado, ella misma "vio pendiente de la rama de un verde sauce un retra­to, del grandor de una cuartilla de papel, pintado en una tabla" que reconoció como propio (420). Aparte de la anecdótica pelea entre el duque de Nemours y el príncipe Arnaldo, y su muerte por

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dicho retrato, esta imagen tiene un evidente sentido alegórico que el propio Cervantes, siguiendo a Ariosto (Orlando furioso) había utilizado ya en Don Quijote y en La casa de los celos con la misma función": mantener viva la memoria de unos hechos, ca­ballerescos, en aquellos casos, aunque aquí la visión del retrato suspendido en la rama de un árbol tiene otro significado que he­mos visto registrado en la comedia novelesca atribuida a Lope de Vega, Un pastoral albergue. Allí, el retrato de la bella Angélica es utilizado para atraer a los enemigos y el lienzo de su retrato colgado un olmo, por su "aspecto divino" y hacen creer a cuantos la contemplan que se trata de una santa 2 0 . El recuerdo de la apari­ción de Angélica en el Orlando enamorado es inevitable 2 1 , pero la imagen también nos remite a las apariciones milagrosas, a la iconografía religiosa, de obligado conocimiento en los pintores, y a las representaciones de la Gracia o la Fama en los autos sacra­mentales, como alegorías de la Fe. En todos los casos la imagen está relacionada con la idea platónica de la belleza y su conside­ración por los teóricos del arte. En los tratados renacentistas, in­fluidos por las teorías neoplatónicas (Lomazzo), se habían rele­gado los principios realistas de la imitación para ratificar el valor de la belleza ideal, y se consideraba que la belleza femenina, por tener su origen en Dios más que en la Naturaleza 2 2 quedaba reflejada como una imagen en el espejo de la mente humana.

Así se incorporó al retrato femenino toda la tradición petrar-quista que consideraba a la mujer como algo divino. La teoría de que la perfección llevaba a Dios fue utilizada por los pintores para persuadir a los espectadores, y el retrato de Auristela, prime­ro de su rostro, y después de cuerpo entero, además de ejemplar, era un faro que servía para guiar al hombre en el recto camino moral 2 3 , porque un rostro y unos ojos bellos podían expresar mejor el sentimiento amoroso y persuadir en el amor a Dios mu­cho mejor que un extenso sermón. Hay que recordar que en pin­tura muchos modelos humanos sirvieron para rostros de santas y que era habitual el retratarse las damas con atributos de santas en una compleja interrelación entre lo natural y lo sobrenatural. Así y paralelamente a la poesía de los "retratos líricos y pictóricos 2 4 a lo divino" (Zurbarán), que destacaban lo anímico como proyec­ción del alma, se desarrolló en la mentalidad popular la devoción

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por ciertas pinturas e imágenes, especialmente femeninas, que multiplicaron las leyendas marianas. Por ello y, pese a la nece­sidad de un "pensamiento divino" para trazar la imagen de Au­ristela, no se pudo impedir la rápida multiplicación de copias del retrato y su fama de belleza divina, reforzada por la luz en que aparece pintada (uniéndose así la importancia de la luz, propia de la pintura renacentista, la pureza neoplatónica asignada a la mujer, y la luz mística), y por la posición superior en que aparece, que la emparenta con lo sobrenatural. Incluso quienes la contem­plaban de forma real la consideraban una "imagen movible". Además de la función teatral y espectacular de este retrato (con el que se juega para confundir realidad y pintura (incluso el duque "hablaba con el retrato"), el otro retrato, el de cuerpo entero que aparece más tarde, como ampliación del anterior, nos da las claves para una definitiva interpretación alegórica del libro. El suceso no podía ocurrir más que en una calle de Roma, centro del paganismo y del cristianismo: "vieron en una pared de ella un retrato entero, de pies a cabeza, de una mujer que tenía una coro­na en la cabeza, aunque partida por medio la corona, y a los pies un mundo, sobre el cual estaba puesta" (437). La propia Auristela desconoce el significado de tales atributos, lo mismo por su due­ño, que los juzga "fantasías de pintores". Sin embargo, en tales fantasías están fundidos los atributos de Venus y los de la Virgen para representar la Castidad (el velo insiste en ello) y la Gracia, justificada por la inmensa luz que desprende la imagen, y que transmite una teología simbólica, tal como denominó San Dio­nisio a una parte de la pintura 2 5 . El hecho de que fuese la Venus de Botticcelli la primera imagen desnuda de una mujer diosa (enigmática por su aspecto virginal), se corresponde con el co­mentario de un romano al ver a Auristela: "Yo apostaré que la diosa Venus, como en los tiempos pasados, vuelve a esta ciudad" (428), pero coincide también con algunos modelos de la Virgen, como el que estaba en la sacristía del Escorial 2 6 . La magia de su rostro (adecuado a la doctrina de Ficino sobre el amor) es el re­sultado final de toda la carga cultural que desde Dante había identificado a la mujer con lo sobrenatural para expresar la fuer­za del amor. Esta Venus celeste representaba, según la doctrina de Platón, al mismo amor que en la doctrina de Ficino resultaba

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la fuerza motriz del mundo, originada en Dios y transmitida al universo y, a la inversa, era la causa de que sus criaturas buscasen la unión con Él. Además se corresponde con los emblemas de la época que representaban el amor de Dios como una luz (o sol) superior capaz de iluminar todo y a la Inmaculada pintada sobre el mundo en señal de triunfo. De hecho, tras su imagen vuelven a formarse nuevos grupos que les siguen, como al principio del libro, y se vuelve a mencionar el carácter redondo del Universo; pero el grupo ya no busca entonces, como al principio del libro, la salvación de su vida material sino su trascendencia, y Auristela, en medio de esa luz, recuerda la Transfiguración de Cristo, tal como narra el evangelista: "brilló su rostro como el sol, y sus vestidos se volvieron blancos como la luz" (Marcos, 9, 6), pues se ha fundido en ella la teoría de Ficino, para quien -como resumió Panofsky- "el amor es solo otro nombre para esa corriente ininterrumpida (circuitus spiritualis) desde Dios al mundo y del mundo a Dios.

El individuo amante se inserta a sí mismo en este circuito místico" 2 7 y se ha inmortalizado en una pintura que, como la de Botticcelli, representaba la suma de belleza humana y la espiri­tualidad (¿corona partida?) según el modelo de las Venus clási­cas. La imagen de Auristela se correspondería con la idea de la Venus contemplativa, que asciende de lo visible y particular a lo inteligible y universal, anulando el espacio y el tiempo. Por lo tanto, la idea cerrada, de un Universo perfecto, persiste en la obra y de hecho, el que tras variados conflictos y episodios en tomo al retrato, termine a manos del gobernador de Roma simboliza la síntesis de lo pagano (originada en la peregrinación del mundo bárbaro) y lo cristiano (luz de la gracia), y muestra que la aspi­ración a la trascendencia no cesa en ese eterno circuito espiritual.

La introducción de un museo y una galería de retratos al final del libro, además de responder a una moda de la época (fueron famosos los museos de Pedro del Arco, del duque de Alcalá en Madrid, y el de Lastanosa en Huesca) como las galerías de retra­tos de hombres ilustres (desde Vasari o El libro de los retratos, de Pacheco), tiene una función teatral. Constituyen un nuevo escenario, siempre abierto a los espectadores, por cuanto sirven de estructuras destinadas al futuro y más en el museo del clérigo,

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que no tenía "sino unas tablas preparadas para pintarse en ellas los personajes ilustres que estaban por venir"(440). Como fuente de ejemplaridad moral y material permiten contemplar en todos los tiempos, como en la lonja de Hipólita, el verdadero valor de la riqueza y su inanidad frente al tiempo representado en la perma­nencia del arte. De ahí que el autor utilice la costumbre de la época de reunir y mirar cuadros como otro medio ejemplar de visualización teatral y alegórica para amenizar el camino de la salvación.

En conclusión, la obra resulta una perfecta alegoría del difícil camino de la humanidad, desde la niebla inicial de su existencia hasta el logro de su meta, interpretado en términos artísticos, que sirven de base y apoyo para mostrar el carácter demiúrgico del propio autor (Deus pictor) al proponemos una obra artística que sintetiza todas las posibilidades visuales de la existencia en un marco siempre presente como es el que nos ofrece la pintura.

NOTAS

1 Una de las fuentes importantes de Cervantes para las noticias de la Naturaleza y de la pintura, fue la Historia natural de Plinio, que tradujo Jerónimo de la Huerta en 1599. Recordamos que el cap. XXXV, dedica­do a la pintura fue básico para pintores y escritores de la época a cuyos ejemplos y anécdotas recurrieron constantemente. Advertimos que las ci­tas del Persiles las hacemos por la ed. de Avalle-Arce, Madrid, Castalia, 1969.

2 Véase una aproximación al tema en Adelia Lupi, "El ut pictura poesis cervantino: alegorías y bodegones" (Volver a Cervantes, IVCIAC, II, Palma, 2001, pp. 907-12).

3 Adelia Lupi, op. cit., p. 909. 4 Véase "Los gustos pictóricos en la Corte de Felipe III" en Miguel

Moran Turina y Javier Portús Pérez "Uso y función de la estampa suelta en los Siglos de Oro " (El arte ele mirar. La pintura y su público en la Es­paña de Velázquez, Madrid, Istmo, 1997, pp. 13-29.

5 Remitimos a los trabajos incluidos en el catálogo de la exposición Estampas: cinco siglos de imagen impresa, Madrid, 1981. También en Miguel Moran Turina y Javier Portús Pérez "Uso y función de la de la estampa suelta en los Siglos de Oro" (El arte de mirar, op. cit. pp. 257-295).

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6 Entre bobos anda el juego. Citamos por nuestra edición, Barcelona, Planeta, 1990, vv. 1800-01, p. 149.

7 Véase el libro de Javier Portüs, Pintura y pensamiento en la España de Lope de Vega, Madrid, Nerea, 1999.

8 A modo de ejemplo recogemos algunos de los trabajos más intere­santes que se refieren a la obra que estudiamos: Margarita Levisi, "La pintura en la narrativa de Cervantes", BBMP, XLV1II (1972), pp. 293-325), K. L. Selig, "Persiles y Sigismundo. Notes on Pictures, Portraits and Portraiture", en H R, 41 (1973), pp. 305-312 (también en Studies on Cervantes, Kassel-Reichenberger, 1993, Aurora Egido, "La memoria y el arte narrativo del Persiles", NRFH, XXXVIII (1990), pp. 62141) , J. Serverà y Baño, "El paisaje soñado en Los trabajos de Persiles y Sigis­mundo", Actas del ICAC, Barcelona, Antrophos, 1990, pp. 295-305.. Re­mitimos a la bibliografia que se ofrece en estos estudios.

9 Noticia general para la estimación de las artes... Citamos por Francisco Calvo Serraller Teoria de la pintura del Siglo de Oro. Madrid, Cátedra, 1981, pp. 69-70.

1 0 Aunque ya hay una extensa bibliografía sobre el tema puede verse el estudio general de C. Corbacho Cortés Literatura y arte: el tópico "Ut Pictura Poesis", Universidad de Extremadura, Cáceres, 1998.

1 ' Introducción a Persiles y Sigismundo, Madrid, Cátedra, 2°, 2002. '" La critica ya ha demostrado suficientemente el conocimiento de

Cervantes de la Philosophia antigua poetica, publicada en 1596. " En Calvo Serraller, Teoría de la pintura del Siglo de Oro, op. cit.,

p. 73. 14 ¡bid..,p. 74. 1 5 Aunque de publicación postuma, parece que su texto era bien cono­

cido en los ambientes culturales. Ver el estudio y la edición de Bonaven­tura Bassegoda i Hugas, Madrid, Cátedra, 1990.

16 El arte de la pintura, op. cit., 441. '' Ver Carolina Corbacho, Literatura y artc.op. cit., p. 71-72. 1 8 Véase Margarita Levisi, op. cit., p. 302. 1 9 "Bien has dicho, Sancho -respondió don Quijote-:cuélguense mis

armas por trofeo, y al pie dellas, o alrededor dellas, grabaremos lo que en el trofeo de Roldan estaba escrito" ((II, LXV1). Como mote del emblema traduce unos versos del Orlando furioso (XXIV):" Quitarle quiero el ar­nés, /..y ponerle por trofeo/ colgado de alguna rama, / con un mote que su fama/ descubra" ( La casa de los celos., ed. de F. Sevilla y Antonio Rey, Madrid, Alianza Editorial, 1997, w . 2404-2409, p. 235)

2 0 En Comedias novelescas, Obras Completas de Lope de Vega, ed. Menéndez Pelayo, XXIX, Madrid, 1970, pp. 210a-b.

2 1 Ver Karl-Ludwing Selig, op. cit., pp.209-216.

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2 2 Véase el estudio de Rensselaer W. Lee, Ut pictura poesis. La teoría humanística de la pintura, Madrid, Cátedra, 1982.

2 3 Javier Pottús Pérez, Pintura y pensamiento en la España de Lope de Vega,op. cit, 1999, p. 183.

2 4 Remitimos a los trabajos de Orozco y especialmente a los conte­nidos en Mística, plástica y barroco, Madrid, Cupsa, 1977.

"5 Recogido por Pacheco en El arte de la pintura, op. cit., p. 556. *6 En la Historia de la Orden de San Jerónimo, el Padre Sigüenza se

refiere a esa imagen como algo que imponía: "es del tamaño del natural, y tan al natural, que parece nos pone miedo mirarla" (Calvo Serraller, Teo­ría de la pintura, op. cit, p. 133).

27 Estudios sobre iconología, Madrid, Alianza Universidad, 1972.

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