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ESTANISLAO ARPONE VIENTO NORTE Cinco crónicas ocres

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ESTANISLAO ARPONE

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Estanislao arponE

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A León

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Escribir es ser ególatra, idealista, ab-surdo, hedonista, inconformista.

Cada mañana, tarde, o noche en que uno se sienta a escribir –por placer y no automáticamente en una redacción– se convierte en un instante sabroso que vuela como una pompa de jabón, y allí es donde uno sabe que es como un enamoramiento a cada instante, un segundo que no querría dejar de sentir nunca, aunque tenga un aire hedonista. Sin embargo un libro es mucho más que todo ese placer, es la gente que apoya, con llamadas sistemáticas a las ocho de la mañana para que hagas las crónicas, aquellos que revisan los textos hasta pa-sar días enteros discutiendo sobre cual o tal concepto, quienes te regalan textos y prestan todas sus bibliotecas de cronistas y grandes novelistas para seguir siempre respirando letras, y aunque a veces pese, también son quienes te consultan cada vez que pueden sobre tus avances para ver el resultado.

Por eso gracias a Martín, Karen, Fa-brizio, Sole, Alcira, Eduardo, Mónica y tantos otros.

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prólogo

Las estrellas que miraremos en “Viento Norte” ya no están. Su luz se extinguió hace millones de años. Nuestro punto de obser-vación nos regala una ilusión.

La misma ilusión de este norte, nuestro norte, que parece detenido en el pasado; que se encamina hacia espacios donde conviven saberes, olores, texturas, silencios; cultura que se en-trecruza, choca, se arrastra con el viento, se amalgama y vuelve inmediatamente a un espejismo de quietud.

Contemplaremos un recorrido, arbitrario y fugaz, donde nuestros ojos se posarán en diferentes cuencas desde donde se logra retratar un instante revelador a partir de una prosa clara que rescata giros, sintaxis, tonalidades, actitudes y gestos.

Terminaremos de pintar un lienzo con colores que un sol abrazador no logra dar brillo, una paleta de ocres únicos; áridos bermellones, prudentes amarillos que parecen estratégicamente posados para darle esplendor a los verdes valles, las azules aguas.

Nos inmiscuiremos en el devenir de hombres y mujeres –via-jeros y autóctonos– que intentan confluir en un universo, una idea; una esfera cuya circunferencia –a decir de Pascal– está en todas partes y el centro en ninguna.

Estanislao Arpone nos ubica en un presente que se escapa, en el viaje hacia un ilusorio pasado idealizado que se emprende desde un puerto. Y si bien nos regala esa mirada, su aporte es extraordinario cuando también nos brinda otras miradas, esas miradas quietas de quienes contemplan el aluvión, la búsqueda desenfrenada de quienes, cuando pase el verano, ya no estarán.

Fabrizio Frisorger

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tilcara

Cáliz de la luz, fecundo sueño agrario,doncella con ajorcas de esmeralda.A tus plantas un río de salitre,otro río de cuarzo a tus espaldas,y allá a lo lejos, entre el mar y el cielo,la hidrográfica senda del Huichaira.

Pupila del ocaso interminable.Sueño indio, sepulcro de la raza.Desde la noche oscura del incariohasta el alba naciente del mañana,custodiarán el sol de tus umbraleslos enhiestos cardones del Pucara.

Matriz del viento, origen de la sombra.Ofertorio otoñal de las calandrias.¡Duerme la siesta del maíz fecundosobre el tálamo gris de tus pizarras!Hasta que el hombre de la mano rudaabra en surcos la paz de tus entrañas.

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Abre tus brazos al rosal latino;no levantes ni cercos ni murallas,que tus mollares le den sombra y abrigoal criollo, al europeo y al aymara,y que lleven tu nombre por el mundo,muchacha azul, princesa americana.

Cuando el verano te devuelva el ríoy tus noches se enciendan de guitarras,un cortejo de grillos escondidosprenderán de tu nombre un pentagrama.Y desde el verde lampazar nocturnoun coro anfibio entonará tu nombre:Tilcara.

Germán Walter Choque Vilca

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1. Enero de contradicciones

Ella a 2 mil kilómetros de su Glam Buenos Aires; él, a 500 de su Tucumán natal, disfrutan enero en Tilcara con una fiesta que desde el mediodía trajo cervezas, vasos de Coca-Cola con Fer-net, y la noche los encontró bailando en El Quincho como dos amantes. Como la mayoría, la nueva pareja que pasa de los 30, busca el desenfreno del festival de cada comienzo de año en San Francisco de Tilcara.

Ella de Palermo con su short de jean ajustado y remera de marca; él rugbier, de malla y remera Quicksilver, llegaron en la tarde del primer fin de semana del nuevo año en plan de va-caciones lujuriosas. Ella por primera vez se colgó hace más de 24 horas una mochila con 50 litros de peso para subirse a un ómnibus junto a tres amigas; él, tucumano, ya es un habitué de Tilcara, pero sólo para enero, en auto y con amigos, siempre con plan de destrucción masiva: mucho alcohol, poco sueño, nada deportivo, ningún recorrido turístico y la mayor cantidad de mujeres posibles. Como miles han elegido Jujuy para sus vaca-ciones de enero como podrían haber elegido Buenos Aires, Rio de Janeiro o Rocha, pero donde Tilcara a diferencia del resto, es un paisaje montañoso y árido todo el año –como el mar o los morros– y una fiesta distinta cada mes.

**** –Fiestas populares. Hay algunas mejor que otras, y algunas a las que deberíamos cerrarle la puerta. El enero tilcareño, no es una fiesta de Tilcara porque viene mucha gente de afuera, y el que viene de afuera

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no viene a unirse a la fiesta del pueblo como en el festival, como en las cosas que el pueblo puede ofrecer. Uno los ve en la plaza tirados todo el día, sin hacer nada, o mejor dicho tomando, guitarreando armando su propias peñas ahí en circulo, las peleas a la noche, y al otro día lo mismo y pasan el mes del enero tilcareño haciendo lo mis-mo, y entonces digo que fiesta es esa, destruyendo Tilcara.

Dice el Sacerdote Daniel Amante, desde de su oficina conti-gua a la iglesia que dirige como párroco desde hace cuatro años.

Otro díscolo del enero es José Torrejón. Sin embargo el oriundo secretario de Cultura del municipio se enreda y desdice en sus propias artimañas de político que lo llevan a explicar el Enero tilcareño como una ecuación sencilla de la represión y el agobio social de la ciudad que se transmutan en la norma de no respetar nada, y que lleva a los nativos a pensar al enero sólo como negocio molesto.–Existe algo que los jóvenes vienen a mostrar en el Enero Tilcareño y que no podemos controlar, es un problema, de alcohol y desfachatez, que deberían ver sus familias.

Con una fina voz que contrasta con su cara redonda, de tez oscura, descuidada, vestido con jean y camisa manga corta blan-ca con rayas azules, Torrejón recibe sus visitas sentado en la silla barata vieja y gastada de hierro, en una de la veintena de oficinas sin carteles, del único edificio administrativo de la Municipali-dad Indígena de Tilcara de la calle Marcelino Vargas, frente a la plaza central. Se siente vecino y habla como tal, sin envestidura de funcionario.–Soy tilcareño, y el enero tilcareño es ya una creación del y para el turista. Como villa turística, los pobladores siempre estuvieron en situación de sometimiento. En esta época se recauda mucha plata,

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para todo el año. El problema es que acá en enero vienen muchos jóvenes y hacen cosas que en su lugar no hacen. Hemos hablado con distintas organizaciones pero por lo visto tienen que cambiar cosas de la misma ciudad de Tilcara. Por ejemplo hay un problema con la capacidad. El Quincho –un tinglado acondicionado como bar– tiene capacidad para 500 personas y los comerciantes ha-cen entrar dos mil.

Se queja, relincha, y atiende el Nokia 1100 que le grita desde su bolsillo derecho ante la ausente mirada de su única secretaria que tipea una planilla en una computadora entrada en décadas y tierra. La misma tierra que vuela, constante, hacia el arenal de infinitos matices.

****

Capital Federal, avenida Pueyrredón –entre Bartolomé Mitre y Rivadavia– donde las oscuras veredas techadas por los balcones que se acumulan a punto de caer, dan trémula atmósfera a los puestos de revistas con diarios de Bolivia y Paraguay, a los ven-dedores ambulantes de ropa interior y alimentos, y a los merca-deres y vendedores de boletos para ir al norte argentino.

Entre los buscas, los transas, los custodios de comercios y la venta ambulante se mimetiza Valderrama. Valderrama –¿se lla-mará así o sólo lo hará como marketing?– entra y sale del hotel Pueyrredón, frente a Plaza Once. Porta un metro y medio for-nido y ágil, como disimulando sus 60 de arquetípico boliviano. Y concibe la vida como un transpirar, es el laburante en estado puro: inquieto, hábil para evadir la burocracia y justificar los va-cíos legales de las leyes de transporte que al comienzo lo trenza-

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ban en discusiones con la Policía, y que ahora lo tienen al frente de una pyme con la venia de la Policía Federal y las camineras que controlan las planillas de pasajeros.

Aunque el teléfono le suena a cada instante, habla pausado y con el honor de haber creado un negocio: el de los viajes a Jujuy por fuera del sistema oficial. Les llama Tour de Compras con destino a La Salada, pero son viajes para turistas que buscan pagar menos que lo impuesto por las grandes compañías que salen desde Retiro.

Valderrama es parte de esos miles que Estados Unidos llama outsiders y Argentina trabajadores en negro, elefantes que sostie-nen ese planeta imaginario llamado capitalismo. Valderrama vio hace ya más de veinte años una forma de subsistir en el mundo paralelo cuando llegado de su Potosí natal pensó en crear algo que lo mantuviese como jefe –la idea de crecer, de ser dueño, aunque sea en el mercado negro. Muchos después lo imitaron y se independizaron creando nuevas empresas que se reparten las inmediaciones de Plaza Once. Ahora contesta el teléfono don-de un cliente, atascado en el tráfico vehicular de Buenos Aires, pide atrasar unos minutos la salida del ómnibus. La seriedad que hace malabares con el tiempo e intenta dejar contentos a todos, formó el nombre respetado que dice tener frente a sus colegas y en la pensión donde para a diario.

Si el avión a Jujuy fuera la primera clase del viajante, el óm-nibus sería la segunda que se subdivide en asientos más o menos reclinables, y el de Valderrama, no llega pero aspira a ser de ter-cera. Los paradores que usan no son iguales a los de las grandes empresas; en los colectivos jamás hay algo para tomar y el viaje siempre tiene mucho de más: niños que lloran, olores y bolsas

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que se amontonan entre los pasillos, ruidos, más llantos, películas policiales yanquis y de terror que siempre están a todo volumen.

Mientras las madres se cuentan los chimentos de unas cuan-tas vidas, los niños sacan la cabeza por las ventanillas; los envol-torios de golosinas que caen al suelo y se transforma en consigna que quienes menos pagan más prerrogativas sienten, sin impor-tar ser reconocidos.

Al llegar a San Salvador después de 24 horas de viaje, el bus se detiene a tres cuadras de la terminal sobre la avenida Éxodo. La primera gran imagen estática de un turista en Jujuy es su terminal. Y siempre es horrorosa. Quizás por esas nimiedades hay un dicho que dice: Salta vende turismo y Jujuy pone los paisajes.

Pero para entrar a la terminal desde uno de sus lados, es necesario cruzar la avenida Dorrego, siempre más rota y con el tránsito como si no existiera el semáforo. En la vereda la posibilidad de morir por choques no se reduce: la inmensidad de vendedores ambulantes, car-pas con ropa que imita a las primeras marcas y gente comiendo a toda hora empanadas fritas, guisos y todo producto posible de largar hedor frente al calor sofocante que se concentra entre carpas negras repletas de productos que cuelgan.

Los miles de turistas y vecinos caminan a los golpes mientras esquivan olores y chicos que corren en la vereda. Dentro de la terminal la situación tiene tenues cambios: boleterías despinta-das remplazan a las carpas negras, donde la falta de información y el desorden son la moneda de cambio. El suelo alguna vez tuvo baldosas que ahora es un cemento entre chicles pegados; mugre y cemento, los altavoces no funcionan y baños que nunca cono-cieron la lavandina, el jabón y el papel. Un hombre arrugado y con todos los años sobre su espalda y su voz, grita.

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–Sandwich de lomito y queso, de lomito y tomate.Mientras una mujer con su ropa y sus trenzas que indican

que nació al otro lado de la frontera sentada en unos de los tres tablones de madera dice vender empanadas de carne y se suma a la parva de vendedores ambulantes que pueblan la terminal con golosinas y fast foods a bajo costo.

Subo por fin al primer micro blanco con destino a Tilcara, me siento agotado, oliente, con el olfato a punto de explotar y pienso que este colectivo de la empresa Evelia ya dio unas cuan-tas vueltas al mundo y hace una década mereció su jubilación; pero confío en que llegará a Tilcara.

El norte es distancia, y en su inmensidad las montañas que al amanecer eran marrones, con el sol a sus espaldas parecerán rojizas, y tan sólo la noche las volverá violáceas, oscuras, hasta ser parte de la negra noche. El camino será de cornisas, curvas y contracurvas en un asiento que no se reclina pero no tengo otra opción y en estas latitudes en las se necesita confiar más que analizar, me duermo.

****

El Evelia deja la ruta 9 justo cuando me despierto. Metros antes de la YPF, ingresa en una rotonda, dobla a la derecha y atraviesa un puente sobre el Río Grande que da ingreso a Tilcara. ––El Río Grande es una metáfora del Estado– me cuenta mi ocasional acompañante. La jurisdicción de sus aguas corresponde al go-bierno provincial a través de la Dirección de Recursos Hídricos. Pero los hechos indican que, a pesar de los intentos que algunos hicieron y dejaron en su fase inicial sin rendir cuentas sobre el

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destino de los fondos, no existe un estudio integral de la cuenca del Río Grande. Así y todo se sabe que el suelo es arcilloso y ge-nera sedimentaciones que hacen crecer su altura con el paso del tiempo. En algunas zonas se convierte en planicie y se dificulta la fluidez de sus aguas. Sobre el cauce del Río Grande también se cuenta la desafortunada construcción de un gasoducto y que di-vide el caudal en dos direcciones. Pero según el relato de los po-bladores, en la década del 60 por debajo del puente podía pasar sin problemas un carro con una persona parada. Por esos años también se modificó parte del curso del río cuando se construyó una defensa de dos metros que cercaba al río desde la entrada hasta unas cinco cuadras hacia el norte, y en la actualidad esa de-fensa está al nivel del río y sus ínfimas aguas corren calmas, pero en los meses de abundantes lluvias –enero y febrero– sobrepasan cualquier barrera y generan anegamientos.

****

Se percibe el calor seco, las áridas montañas multicolores que se pisan y se ven a kilómetros de distancia, cambiantes de color según la hora y el reflejo del sol, el aire puro con un cielo azul francia, noches de estrellas fugaces y cactus. Pero la aparente eterna paz natural contrasta con los cambios que imprimen los proyectos políticos y económicos como la declaración como Patrimonio de la Humanidad, que trajo a la zona un exorbi-tante incremento de la capacidad hotelera y los precios que en los meses de enero y febrero lleva a los pobladores a empeñar habitaciones vacías u algún espacio que puedan improvisar para la ocasión.

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Mientras el hombre del norte espera que pasen los días de aires cargados, pesados; y espera que el adobe –de barro, arci-lla y paja– se cueza al sol; y espera que la compacta tierra que decora el exterior de su casa no se desmorone; el turista busca desesperado a través de las ventanillas, el pueblo detenido en el tiempo, el de la foto de montañas milenarias, armónico, conser-vador como le explica el Feng Shui.

Han pasado dos horas como dos siglos cuando recién el Eve-lia cruza el puente y recorre las tres cuadras de la calle Villafa-ñe; vuelve a doblar a la derecha y a las tres cuadras se detiene exhausto en la terminal. Los turistas y pobladores descienden con calma y en minutos el paraje vuelve a quedar yermo, selva de ocres. –Mi suegra alquila habitaciones, si le interesa puede preguntarle– dice Walter un jujeño que pasa por la esquina de la terminal camino de su trabajo en el PAMI. Vive de esta cuadra para arriba, una, dos, tres –cuenta en voz alta–, tres cuadras y de la mano iz-quierda donde hay una camioneta roja y un árbol. Golpee la puerta.

A pesar de las instrucciones, busco sin sentido un timbre en-tre las cinco maderas que hacen de puerta. Golpeo las palmas y sale Nazaria, a quien durante tres días –hasta cambiar de alo-jamiento– veré con su yoguin azul gastado, sus falsas zapatillas Nike, un buzo de algodón con una rosa estampada y, por el cuello, el atisbo de una camisa blanca a cuadros azules.

Dice ser la menor de tres hermanas nacidas en los cerros de Tilcara donde cultivó la tierra toda su vida como esposa de un trabajador de Zapla, el emporio del acero. Tras la privatización de la segunda empresa más importante de Jujuy –después de Ledesma– el ingreso familiar por la jubilación pasó a ser de 400

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pesos, y para subsistir se fueron a vivir a “la ciudad” –como ella llama a Tilcara– donde construyeron una pieza de alquiler que agolpa seis camas, viejas, de distintas medidas, con pulgosas sá-banas. El baño y la ducha que usan dos familias y los inquilinos tiene un metro por un metro, sin espejo, sin bidet, con inodoro y calentador para el balde de la ducha –el balde u otro recipiente que contenta agua y pueda tener un calentador eléctrico es el método con que se calientan la mayoría de las duchas del norte ante la ausencia de gas natural.

Me cuenta, sin embargo, que hace menos de una década y a un radio de seis cuadras sobre la plaza existe el tendido de gas, pero los altos costos hacen que ninguna otra zona pueda disfru-tar de este servicio.

Para ingresar a la casa que da su frente al río Guasamayo, hay que atravesar unas maderas y un perro pulgoso del tamaño de un salchicha. La entrada da al patio que separa el terreno en dos: a un lado la pieza de Nazaria; al otro, el de su hermana Clara que de mañana siempre atiende a los inquilinos con té y cuatro rodajas de pan de dos días. De ese mismo lado está la cocina compuesta por una mesa, mesada y horno, junto a un brasero siempre encendido y viejas ollas; al otro lado, los pastizales, el maíz para consumo personal que crece desparejo, la habitación de alquiler, y la casa –de dos piezas– donde viven Soledad, la hija de Nazaria, su marido Walter y sus dos hijos; todo dispuesto entre pequeñas pendientes, paredes de adobes, pisos de tierra y cemento, en unos 50 metros cuadrados de terreno.

Al bajar de la casa de Nazaria hasta la terminal se escucha el viento que mueve los álamos plateados. Los recién llegados con-sultan alojamiento una cuadra antes de la terminal a pasos del

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Camping El Jardín, que se promociona llamativamente como el más antiguo de Tilcara. En una cuadra se apilan una Toyota Hi-lux, una Ford Ranger, una Land Rover, un Ford Mondeo, una Traffic, dos remises y dos motos que por sus motores encendidos hacen desoír al viento. En la calle principal que lleva a la plaza los autos último modelo que conducen en su mayoría jóvenes, se mueven a paso de hombre en fila, hacen un malogrado con-cierto de cumbia, rock, motores y bocinas que se entremezclan y dejan a las montañas y el calor de enero como un mero decorado –la juventud consumista invade sin preverlo, sobre ruedas con parlantes de ruidos MTV.

****

En la amplitud de la quebrada los colores –como todo– nunca son homogéneos. El azul del cielo se trasluce hacia el norte en la intercepción de dos cadenas montañosas y más atrás, más oscu-ro el horizonte. Los cerros del este parecen pecosos con la hierba que crece seca como pastizales y las curvas y formas que en cada pendiente imprimen los años de agua y viento. Mientras al oeste flacas, altas, punzantes, cortadas con serrucho, las millares de piedras dicen ser montaña. Al norte ambas cadenas montañosas parecen tocarse pero las separa siempre la ruta nacional 9. Y en dirección al sur por ilusión óptica de los cerros el camino parece cerrado y asfixia.

Desde el puente de ingreso a la ciudad en la calle Villafañe un camino de ripio conduce hacia la única laguna artificial del norte argentino: la Laguna de los Patos. De un lado la acequia, del otro una cadena artificial, una pirca alambrada por los planes

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trabajar del 2009 que de mal construida –nunca proyectada por ingenieros y sin cimientos– se derrumbó –como todas las menti-ras juntas, encajadas– ante la primer gran realidad de una lluvia.

Antes de llegar a la laguna, interrumpe al verde sembradío el medio centenar de casas iguales, sin vida. No las habita nadie y fueron construidas primero para una corriente clasista comba-tiva, cuentan, que de poco combativa las perdió, a manos, de amenazas, y por el peso de la billetera que porta en época de vacas gordas la Central de Trabajadores Argentinos (CTA).

El camino es descampado y en estas latitudes de 2.465 metros sobre el nivel del mar, cuando se nubla, el viento viene helado y acecha por la espalda. Pero en enero la laguna también fue cu-bierta de turistas con sus autos, parlantes y desechos que espan-tan a los pocos patos que buscaron refugio entre los pastizales. Y una vez más, un atractivo turístico es acosado hasta perder su belleza, aunque más no sea hasta el próximo mes cuando la mer-ma de gente devuelva libertad a los pobres animales.

****

Tilcara es un pueblo. Tiene dos plazas y la gente las reconoce como la grande y la chica. La grande está cercada por puestos de artesanías que se repiten. Hacia la Municipalidad la calle está vallada y se amontonan algunos hippies que venden macramé. Junto a ellos un camión del banco Macro con dos cajeros automáticos.

Tilcara también vive como pueblo porque aún en los días donde los turistas llenan sus calles, se ve algún niño que camina a saltos, que juega a imaginarse vidas mientras corre en la plaza céntrica sin la mirada de sus padres, porque ellos están en sus

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casas y su niño de menos de una década juega, todavía, presto a la vida, es feliz, sin tecnologías ajenas.

Al otro lado de la plaza tres hippies hacen malabares y nadie parece mirarlos. Otros cuatro jóvenes que portan sus latas de cerveza Quilmes como armas cruzan a pasos largos, apurados. Un hombre de 1,60, flaco, con una camisa manga larga de color gris que dice Municipalidad de Tilcara, cruza sin ningún apuro la misma plaza acarreando una carretilla. Se llama Rosario Farfán y dice ser del norte, de Yavi, pero vino a esta ciudad en 1968 para vivir con su mujer y su parsimonia. El tiempo le dejó sólo un diente superior y dos incisivos inferiores centrales. La cosecha de este año no la hizo porque uno de sus cuatro hijos –ayudante de plomería– lo invitó a conocer su casa en Salta.

Mientras habla, Farfán pierde su mirada en el horizonte y se transforma en la idea de eterno presente que vive el norte: no es el presente del Budismo en busca de la paz espiritual, sólo es la ruda naturaleza sin planificar, como los cerros, como las cabras, donde los hombres se mimetizan a su entorno y si un viaje llama a la puerta acuden, como a la plantación o al jolgorio de la fiesta; siempre sin preguntar por qué, por quién. Y cada vez que veo a estos hombres me inunda la misma idea de no saber por qué los filósofos discutie-ron siglos, la Humanidad creyó pensar y cambiar tanto, y siempre igual, en algún rincón –cada vez más escondido del mundo– hay hombres que viven sin planes, sin dudas existenciales.

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El sábado comienza a morir. En el tinglado municipal ya to-caron los grupos invitados y la ciudad comienza a mutar: los

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locales se refugian en sus casas, los visitantes lo cubren todo con autos, ruidos y alcohol. Algunos van hacia El aserradero, un bar para turistas junto al río y al puente, que combina la dualidad de la ciudad adaptable: apuesta turística en vacaciones, bar en enero, negocio familiar el resto del año.

Mientras las inmediaciones de la plaza grande se llena de jó-venes con vasos repletos de alcohol, con aire festivo entre música que suena en los parlantes y la ausencia de los tilcareños. A me-dia cuadra de la plaza está El Quincho, donde comienzan a sonar los músicos locales que hacen folklore y cumbia, para animar una fiesta donde todos bailan –borrachos la mayoría– sobre un suelo de cemento, bajo el caluroso espacio del tinglado ilumina-do por unos cuantos faroles.

Los jóvenes son turistas argentinos que recorren el norte, o tienen como destino Bolivia o Perú, y todos con una escala de uno a tres días en Tilcara. En esta noche en particular, pero me dicen que también en otras, marcan presencia los oriundos de Tucumán, alardeando su tonada a los gritos y portando sus ca-misetas futboleras o rugbiers. Y no faltan los oriundos de San Salvador, los de la capital, que reclaman su lugar, su trato como miembros de la misma provincia, aunque llegan de visita sólo los fines de semana con el desparpajo de ser turistas destructivos.

Mientras en el Club Terry –un lugar al que el turista sólo llega-rá por error– los adolescentes locales y sus vecinos de Maimará o Humahuaca, bailan las cumbias que sobre el escenario tocan gru-pos venidos de Capital Federal. Pero la diferencia hace al negocio y así como alguna vez se inventaron los estudios de mercado, el márketing y la estratificación de las audiences, todo empresario de la noche tilcareña sin ningún estudio universitario sabe que con

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música del norte se llama al turista. Más aún si es con comida y a precios de ciudad, como en La Peña de Carlitos o en Lo del Tucuta Gordillo; vendrán los adultos. Si es con ferné en vasos de medio litro, como en El Quincho, se convoca a jóvenes; y con la cumbia de Capital Federal se convoca a los adolescentes nativos. Y así na-die se mezcla y esto es una fiesta trasplantada: bares de unos para unos, clubes de otros para otros. Será por razones como éstas que el enero siempre me resultó la peor fiesta, donde las culturas se miran de reojo y cruzan la nimiedad posible.

****

Cuando el campo, la laguna, la soledad quedan tan cerca de las casas –indefectiblemente– se está en un pueblo. Hoy la laguna, como toda naturaleza, parece más bella sin turistas. Los patos se refugian del frío y una gaviota revolotea hambrienta.–Mi padre era dueño de estas tierras y para que el pueblo tenga un atractivo propuso hacer un laguna– cuenta Oscar Apaza. Yo tenía 17 o 18 años en el ´68, por ahí, y en ese entonces en la playa –junto a la laguna– se hacían las Olimpíadas. Pero las armaban los gringos para ellos mismos que venían de vacaciones. Nosotros los criollos no participábamos. Y me gustaba ver cómo se caían de los burros, porque hacían carreras de burros, y se caían mucho porque los burros son porfiados. –¿También corrían?, pregunto. –Sí, daban vueltas corriendo, eso que ustedes llaman maratones. Ellos traían sus cosas para comer y tomar. Y además construían sus casas. No como ahora que se llena de gente vendiendo: empanadas, tamales, jugos en la plaza y todos compran.

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Apaza –al igual que muchos pueblerinos– diferencia a los na-cidos en Jujuy Capital y en Salta, como al otro, al distinto, que llega a ser identificado como el invasor y enemigo. En los 50´ el mercado aún no existía y los visitantes del enero venían a hacer deportes y descansar sin pensar en hacer turismo. Es curioso, los ricachones de provincia siempre han creado sus lugares vaca-cionales. Como si necesitaran mostrar la opulencia con viajes y lugares lejanos. No alcanza tener comodidades en la ciudad, hay que crear paraísos mixtos, el paisaje de acá, las cosas de allá, como en una versión diluida de los ciudadanos de la antigua Grecia o de los señores feudales.

Y mientras, un pueblo sin mayor valor en el mapa, atravesado por una de las rutas de los Incas, se convirtió en atractivo. El privile-gio le podría haber correspondido a Maimará, Purmamarca, Juella, u otras. Pero fue Tilcara. Como podrían haber sido Santa Teresita, Mar de Ajó, Necochea, Las Toninas, pero fue y es Mar del Plata. –Y te dije –aunque nunca lo dijo– tendría que venir un golpe. Ahora hay mucha joda, robos: degeneración, a las diez, once de la noche están en la calle. Apaza resume el enojo de los locales con las modas, hasta que corta y pega ideas frases que escuchó. –Los abogados y los jueces son mandados por la presidenta. Acá cualquiera se queda con nuestras tierras. Y nadie actúa cuando hay cortes de ruta. La otra vez –y aunque pregunto no obtengo fe-chas– una ambulancia no podía pasar. Y yo lo veo que cada día todo está peor. Por eso tendría que venir un golpecito. Sí, hubo 30 mil desaparecidos y más también. Pero algo hicieron. Pero igual un golpecito, para que se ordenen las cosas. Si se viene el golpe yo estoy dispuesto indeclinablemente a ayudar.

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Y sigue durante más de media hora con nombres de autori-dades, ejemplos de corrupción, frases prestadas y la historia de un hombre que aún cree que se es adulto después de pasar por el servicio militar.

Los viajes son también un poco esto, entender que existen te-mas en vigor, que aunque parezcan cerrados hay gente que los si-gue pensando. Saber que en algún lugar un hombre quiere volver al pasado, quizás porque el consumismo y el cambio de su pueblo lo perturban, quizás porque nunca oyó del apagón de Ledesma y otras verdades hechas historias. Y en estos detalles se marca a fue-go el valor de un pueblo informado, de sujetos politizados y de la instrucción cívica duradera, más allá del nivel escolar.

Ya es primero de febrero y no está el camión sucursal del banco Macro, ni los puestos callejeros en la puerta de la municipalidad porque no hay más de una veintena de turistas a quien venderles. El sol cruzó de un paso la montaña, del día a la noche sólo hay cerros. Quizás unas estrellas junto a las nubes de estrías.

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El carnaval ha nacido inventado por el hombreel mejor tiempo del añopara que se alegre el pobre.

(Copla popular)

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2. Carnaval

A 2.465 metros de altura, instrumentos de viento-metal oferta de carnaval boliviano, suenan en el centro de la plaza grande de Tilcara; quienes pasean se detienen y ya forman un centenar. El sol de cactus tiene la fuerza de una hora antes del mediodía, una pareja cuarentona con su hijo menor miran sorprendidos y se sientan a escuchar: son turistas. Todo está sumergido bajo el rui-do imperfecto de saxos, trombones, trompas, tubas y trompetas que predominan sobre platillos, bombos y redoblantes.

Cerca –a diez metros–, pero lejos –en teoría y práctica– dos hombres, dos mujeres y algunos acompañantes están en la esqui-na de la plaza, en Belgrano y Marcelino Vargas copleando. Co-plear es el canto monocorde de versos que parodian la vida diaria y que se emite al turno de ronda, seguido por el coro del grupo, mientras el Lobo hace sonar la caja –tambor de madera y piel. –Es para que no se enoje el cielo y no truene tanto– dirá luego el Lobo Lozano.

Unos ojos estoy viendodebajo de ese sombrerome han dicho que tienen dueño y así con dueño los quiero.

Él, ampuloso de voz gruesa irregular como un cerro y corta-do como su vida, de nombre David pero sólo conocido como Lobo, viste siempre de camisa, sombrero, pantalón de vestir, za-patos marrones y soquetes. A veces limpio, las más de las veces no. Porque así es el más renegado de los hombres felices.

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Rufina Cari, una de las cuatro mujeres tilcareñas con un compact de coplas en su haber, ancha, morocha de expresión aguerrida y dura, contrapuntea al Lobo.

Esta cajita que tocosabe sonar y sonarsabe alegrar corazonestambién sabe hacer llorar.

A su lado Walter Vacaflor, el más joven de los experimentados payadores es un cuarentón, docente, director del Museo Soto Aveldaño, que viste de bermuda beige y chomba azul, mientras ríe completamente cubierto de harina y hace flamear una ban-dera Wiphala. Otrora en Tilcara no existía el multicolor ban-derín indigenista que en la última reforma constitucional de Bolivia –febrero 2009– fue introducida como símbolo patrio y que el progresismo tercermundista del nuevo siglo adoptó como ícono, con su consiguiente uso político-cultural: un día alguien recordó los colores milenarios y llegó la adoración, y quizás ma-ñana se recuerden los carnavales españoles y todos callen. –Yo no contrapunteo porque se forman muchas peleas, porque se te declaran– recordará días después Isidra Indalecia Álvarez Prado, en su casa (pieza y cocina) de adobe de la calle Belgrano 1084, 52 escalones arriba en la montaña que termina en mirador. –Aprendí a coplear con mi mamá y mi papá. Él siempre se amanecía cantando y nosotros chicos dormíamos. Allí en el campo aprendí a vivir los carnavales y las señaladas, dónde cada uno llegaba en su caballo–.

Vive a dos cuadras del “Algarrobo histórico a cuyo pie cayó he-rido y prisionero de las tropas españolas, el comandante del primer

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escuadrón de gauchos de la Quebrada de Humahuaca, Don Ma-nuel Álvarez Prado, al cabo de una heroica lucha, el 3 de abril de 1819”, según recuerda una placa de bronce a su tatarabuelo.

Lobo, Rufina, Indalecia y en menor medida Walter, con su ramita de albahaca colgada en la oreja integran, el círculo selecto de copleros de toda una vida; tradición amenazada a morir con quienes la practican: no son un espectáculo con público, nadie les dice qué hacer, ni a dónde ir. Otra realidad, son los chicos con vientos de metal, que aprendieron a robarle unas notas a instrumentos extranjeros para ganarse el pan en las fiestas. Las comparsas contratan a jóvenes y hoy los contratados irán desde la plaza al mojón de los Alegres de Malka, más tarde al Tinglado Municipal, en la parte trasera del mercado, donde se espera a los turistas con un menú gratuito de pollo con arroz para el festejo del Jueves de Compadre.

****

Desde la ruta para llegar al pueblo se cruza un puente, en la pri-mera cuadra entre negocios y lugares deshabitados a mano dere-cha está La Coplería. Walter y Chacho Gallardo suelen reunirse a cantar en el espacio de veinte metros cuadrados cubiertos que ante la falta de un baño, no consiguen habilitación para hacerlo masivo, comercial.

Al llegar, la impresión es de una reunión familiar. Las mesas sobre la vereda sin baldosas, de la aparente casa de una puer-ta a dos hojas, sin carteles, sin inscripciones, con unos postes que delimitan el rectángulo y sostienen una mediasombra ne-gra que parece mirar con zozobra a la hirviente calle asfaltada

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–con baldosones de cemento al estilo colonial– hace ya varias décadas y siempre bañada por el interminable polvo del norte. A la derecha y sobre una parrilla improvisada para la ocasión, hierve una olla de 80 litros, negra de infinitas fiestas que con-tiene locro que no se vende: es para los invitados. La mesa es un tablón y no tiene lugar para muchos platos que andan sobre rodillas y manos. Chacho se ausentó en los cantos de la plaza para ultimar los preparativos, entre ellos un plato especial a Indalecia, que por su diabetes debe equilibrar una cucharada de locro con otra de puré de zapallo. La tradición cuida a sus ancianos portadores de sabiduría. Indalecia es llamada Inda, un emblema tilcareño.

Todos los días, aún hay quienes al tomar una copa ofrecen antes a la tierra, agradecen. No lo piensan, como no piensa quien se persigna al pasar por una iglesia, y reafirman su contra-to tácito con la Pachamama. Después del almuerzo es el tiempo de las coplas entre vinos y cervezas. Los más ancianos y experi-mentados con tono duro, ahora repiten a coro: –Alegres como nosotros se me hace que no hay de haber.

La lluvia de febrero es torrencial y todos aprovechan para marcharse.

El festejo del Jueves de Compadre fue creación de Indalecia hace ya más de una década. Un día entre charlas de vecinos, Inda le comentó la idea al entonces concejal Eduardo Escobar, quien tenía el comedero Papa Verde. Inda preparó saratoga –vino, agua, azúcar, jugo y rodajas de algún cítrico– y empanadas para agasajar a los hombres que pasaban por la puerta del local. La invitación de consumir sin costo y sólo para hombres cose-chó seguidores y un local sin víveres en el bautismo del jueves de

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compadre que sirvió como creación de una costumbre del siglo XX, que se popularizó y dividió según grupos de amigos como el de La Coplería.

Los festejos previos al Carnaval existían incluso antes de la llegada española a estas tierras pero el antecedente más cercano de los Jueves de Compadre fueron los Topamientos, que aún son motivos de historias a lo largo de todo el norte, donde se reunían los hombres en un sitio específico y las mujeres en otro, cada uno con sus consiguientes suministros de alcohol, hasta un horario determinado en que ambos grupos se encontraban en un punto preestablecido y donde comenzaba el amorío de las parejas.

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Bombas de estruendo suenan en Tilcara. En una esquina que alguna vez fue campo, en la ladera del río o al pie de un cerro las comparsas y los copleros ofrendan la tierra. Es la mañana del primer día de la semana de Carnaval, donde se vive la historia de conquistas y el presente material. Es también la convergencia del Carnaval católico que atravesó el norte de la actual Argen-tina con sus cañones cargados de prohibición, y del mundo de las fiestas preincaicas, donde la fertilidad era esencia de los –mal llamados– excesos, y una cuestión de supervivencia.

El Carnaval es también el socavón –submundo del mine-ro– refugio del diablo y de la economía jujeña que ve como sus parientes van a la mina en busca de dinero. Es una semana de convivencia con el Diablo que corre suelto por la ciudad y pue-de atrapar a todos con una simple mirada. Y no para conducir al infierno –del diablo europeo– sino a un mundo dentro de este

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mundo: con excesos, despilfarro, avaricia, codicia. Por eso sin importar edad o sexo hay que enharinarse y esconderse y andar sin tapujos: libres para estar precavidos.

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El gentío sonriente, entre alcohol y fotos, se arremolina, bajo el sol pleno del mediodía en febrero, en derredor de un montículo de piedras llamado mojón. Las más de 300 personas dejan paso a un hombre que se arrodilla en el suelo junto a su mujer. Es Chacho, uno de los fundadores de Caprichosos. Lleva una pul-sera roja en la mano izquierda, jean azul, remera roja, y sobre su morena y tupida cabellera un sombrero ancho negro, y entrega con ambas manos al mojón cigarrillos, bebidas, hojas de coca. Como dicen en la jerga, challa el suelo. El mismo lugar que ayer podía ser meado por perros, hoy es altar de los más creyentes, asombro y patrimonio intangible de la humanidad turística.

Unos instantes ceremoniosos dejan paso a la fiesta precedida por una docena de instrumentos de viento que dan ritmo a la entrada triunfal de una veintena diablos (hombres vestidos con multicolores máscaras, tachuelas, cascabeles, espejitos y largas colas) que saltan y gritan entre talco, serpentinas, papel picado y nieve en pomo que vuelan por el descampado.

Por un minuto los cientos de alegres presentes hacen silen-cio. Un Diablo se para sobre el mojón. La multitud lo mira y él muestra en su mano derecha un muñeco vestido de diablo que gira de un lado a otro, mientras arenga a la multitud y la euforia se reanima entre gritos, saltos que imitan a los diablos, sonrisas, abrazos y miradas cómplices donde todos se dan aliento.

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–El rito de muerte y resurrección está presente en todos los pue-blos. Es celebrar el tiempo cósmico, el tiempo en que la naturale-za renace, después de un período de retracción o de muerte. En la concepción carnavalesca la muerte no es el final de nada, es parte del ciclo de la vida. Hay que morir para renacer, lo que hace la naturaleza. Y es un poco el sentido profundo de la máscara– dice la antropóloga Alicia Martín.

El aire y el tiempo, estáticos; nadie sabe cuántos minutos dura el evento. Pero los ojos rojos a punto de las lágrimas, los labios apretujados entre dientes, suspiros y expresiones de paz y de desconcierto, hacen prever que todos recordarán el Carnaval en Tilcara. Se escucha decir a alguien que la fiesta es increíble, lo más hermoso y con mayor energía positiva que vivió en su vida.

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El ritmo del Carnaval es una marea de hombres y mujeres que cantan y bailan por las calles de Tilcara junto a diablos, sin or-den. El grupo sale del barrio Villa Las Rosas y pocos saben su destino. Junto con la Ruta Nacional 9 serán seis las cuadras que caminarán para llegar a la plaza central y otras siete para volver a la ruta e instalarse junto a la vieja estación ferroviaria, donde espera la Saratoga en la primera invitación.

Invitar a una comparsa es agasajar y es un compromiso con el Diablo que entregará bonanza. Décadas pasadas las familias anfitrionas repartían comida y chicha mientras sonaban los es-pectáculos de bandoneón, guitarra, bombo y otros con quenas y charangos. Pero ahora en los terrenos deshabitados del Ferrocarril Belgrano no hay comida –como tampoco habrá en las demás in-

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vitaciones–, se toma Saratoga y suenan los amplificadores de cinco hombres parados junto a una vieja y roja camioneta Chevrolet, que se hacen llamar grupo Libertad. Hacen ritmos entre saya y cumbia villera, para sus contratistas los Caprichosos.–Hace algunos años nació el Carnaval empresario– sentencia Ma-rio Arias, músico tucumano impulsor de la producción de viñas domésticas en Tilcara y único capaz de llevar el apodo de Dia-blero. –Algunas familias vieron el negocio y se metieron en las com-parsas. Contrataron varios números musicales, cobraron entrada, la venta de bebidas y declaraban pérdida en la organización: un modo de quedarse con la plata–.

A pesar de todo el Carnaval sigue siendo la fiesta más popular, donde lo institucional entra como puede y el municipio se integra con invitaciones para las distintas comparsas: Caprichosos, Alegres de Malca, Pocos pero locos, Flor de cortaderas y Los ahijaditos, en-tre otros. Con toda la voluntad de unas pocas ideas Carlos Torrejón –secretario de Cultura municipal, morocho de un metro sesenta, an-cho, enharinado, sucio con su conjunto de obrero (camisa, pantalón y zapatos marrones)– trabaja como uno más: arremangado y con un vaso con el nombre Cerveza Norte en la mano derecha busca en una olla y reparte Saratoga entre la gente. Sonríe y cuenta que en 2010 el Municipio compró 80 cajones de cerveza, preparó 200 litros de Saratoga y pagó horas extras a una tropilla de diez personas (conce-jales, secretarios y desocupados con planes de trabajo) que se turnan en dos días para atender a las 12 comparsas invitadas en el tinglado de la Intendencia. En los minutos de descanso que le da el baile, el micrófono con el que presenta a cada espectáculo y las ínfimas órde-nes, responde que los cambios en la cultura no le preocupan porque “siempre existen”.

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–Además comercialmente estamos viendo que sirve porque hay más movimiento económico–. Con un silbato negro en la boca y el cuello tapado por serpentinas naranjas amarillas violetas, que muestran cómo muchos compran el discurso de que el mercado sabe lo que hace, sin importar la cultural. –Quién participa en cada fiesta, es la mejor pista para intentar en-tender el rumbo que siguen las fiestas–, recuerda el Diablero Arias quien fuera dirigente de cooperativas.

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En la noche la luna parece negra. Con “Cacho” Salaverón y Ma-ría Julia Auge la charla se extiende entre vasos de Fernet con Coca Cola en el local de los Caprichosos frente a la ruta cercado por la estación de servicio YPF y el Río Grande que tiene un caudal de arroyo pero con las lluvias “se desmadra”.

Una descripción del lugar diría que son 250 metros cua-drados, alambrado al frente, una primera mitad de tierra rese-ca que termina en una carpeta de cemento donde se levantan paredes, alguna vez blancas, y ahora pintadas con formas de diablos; los baños a la izquierda junto al escenario y al final del cuadrado techado con cañas, una barra dividida en dos donde sólo venden alcoholes.

Él, maimareño sonriente y chistoso, morocho, cuarentón, un metro ochenta, conoció a Julia en un carnaval, hace diez años, en Abra Pampa. Ella con sus recién cumplidos cuarenta disfruta como una niña. Sigue conservando sus rizos, la sonrisa fácil y amena. Recién llegada de Capital Federal, disfruta de poder via-jar por el norte y seguir con sus clases virtuales en la Universidad

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de Quilmes: es parte de esa mayoría de amantes de Jujuy o ex habitantes de la Quebrada que no pueden faltar a la cita carna-valesca, ya sea con vacaciones o licencias falsas.

9 de junio de 1976, 34 años atrás, con poder absolutista el decreto 21.329 eliminó el feriado de Carnaval. A veces me pre-gunto por qué si las leyes tienen un apartado de justificación, cuando son derogadas nadie debe argumentar. ¿Habría sido demasiado reflejar en palabras la verdadera intención, cómo destruir las fiestas populares corroe la conciencia de grupo, las tradiciones? Sólo se dijo entonces, que la fiesta de Carnaval afec-taba la productividad. Tampoco sé por qué la democracia tarda tanto en restaurar derechos.

El Lobo, con su camisa rayada y pantalón marrón camina lento, con dificultad hasta donde están Cacho y Julia. Conversa, no ríe, nunca lo hace. –Sí, sé donde queda. Tengo un amigo de allá– dice el Lobo.–Pero ¿estás seguro? Si es de Ayacucho lo conozco– aclara Julia.Cansado de saber del olvido el Lobo decidió contar su historia. –Lo conocí en cana. Los milicos nos tenían a todos vendados pero nos conocíamos por las voces–. Durante seis meses, encerrado en la cárcel de Azul, David Lozano fue uno más entre miles de desaparecidos, muchos de los cuales nunca supieron cuál era su delito. El presunto delito de Lozano era ser un vende-dor ambulante jujeño llegado a la Capital Federal en busca de un mejor pasar y la intención conocer su país. Lozano nunca recibió una explicación formal de su detención y los lazos del pasado que teje en su cabeza canosa son una suegra con in-fluencias y amigos callejeros, discutidores y desencantados de una realidad tormentosa.

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–Ahí (en la prisión) fue cuando me cagaron el riñón por los golpes. Pero un día me sacaron las vendas y me llevaron a la celda con los presos políticos–.

El Lobo fue blanqueado como preso, liberado y exiliado polí-tico en Suecia, luego de maratónicas negociaciones de su futura mujer, quien por esos meses estaba embarazada.–Becarías…– grita en su recuerdo el Lobo. –El Cholo Becarías, no te puedo creer. Yo soy amiga de la hermana–. Y la emoción de Julia se irradia por su boca y sus movimientos histéricos, desencajados. Por un instante todo se detiene. Entre los labios del Lobo se filtra una sonrisa melancólica y los ojos se le colorean de rojo, tras los enormes anteojos con gruesos y sucios vidrios. Bajo la sombra del ancho sombrero marrón una leve mueca deja ver la coca de su cachete derecho ocupando has-ta su única paleta, verde astillada, brillosa de cerveza Norte que toma a sorbos del pequeño vaso plástico de medio litro.

En aquellos segundos eternos, sin decir nada, Cacho lo abrazó. El cariño y la cofradía estaban en el aire, como aquel que Lobo seguirá dispensando en su relato a sus compañeros de jaula. El Carnaval dejó el bullicio festivo, para ser el en-cuentro de sentimientos, de ideas, de recuerdos confluidos en ceremonia.

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Faltan cuarenta días para la Semana Santa cristiana. Los días y las noches de la semana carnavalesca fueron largos, para algunos casi indivisibles. Es domingo y suenan bombas de estruendo que dibujan nubes y llaman a la cita del último día festivo.

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–Para el mundo andino Zupay es el menor de los cuatro hijos de la Pachamama. Es el Carnaval, que jode, hincha las bolas como todos los niños, aunque le encanta tomar. Y como castigo la Tierra sólo le permite hacerlo en épocas de abundancia, no durante los meses de trabajo. Pero él vive siempre en la Salamanca con una mochilita llena de bebidas. Si aparece en el resto del año y reconoce a los hombres, los hace tomar y macharse. De ahí la costumbre de enharinarse, para que no se acuerde de las caras que vio durante la semana de fiesta. Ese es el Carnaval para los andinos, no es el Rey Momo, ni el Diablo que inventó el catolicismo. Aunque existe una coincidencia lunar: en el calendario gregoriano, Carnaval es la tercer luna negra, y en el andi-no la sexta– dirá el Lobo en días posteriores sentados en el banco de la plaza que desde 1994 es su puesto de venta y confección de erkenchos, donde los niños del pueblo se acercan, lo saludan, le juegan: el living de su casa imaginaria.

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Cae la tarde en la plaza central, como siempre, a cada lado los puesteros. Como todos los fines de semana, visitantes de distin-tas latitudes llegan en autos importados y combis a recorrer en el menor tiempo posible la mayor cantidad de metros cuadrados, sin importar la festividad que pueda existir. Caminan por las ve-redas apurados. De reojo miran los productos colgados en los te-chos de nylon y caña, preguntan algún precio y vuelven a ver los mismos productos a lo largo de toda la plaza, de toda la Quebra-da, en su mayoría traídos de Bolivia: creador de artesanías que se dicen regionales, a bajo precio. Paradojas de la globalización. Un

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turista rubio, alto y vestido de verano, pregunta en un español de curso intensivo, el precio de unos alfajores rellenos con miel de caña. La vendedora responde un precio tres veces mayor al de diciembre y existen sólo dos alternativas: o hay hiperinflación o el precio depende del comprador.

La tierra se lava, se cuela y es artesanía. Para algunos una for-ma de vida, para otros un recuerdo, un regalo, un hacer presente el pasado.–Hay comparsas que siguen de joda una semana más. Cuando en-tró la onda del Carnaval boliviano, se acentuó la explosión frente a la opresión de todo el año. Y tampoco se respeta el Miércoles de Ceniza (inicio de la Cuaresma y día de ayuno y abstinencia) como proclama el Evangelio–, cuenta el Diablero con una tostada con manteca en la mano derecha, en el comedor de su casa, entre sartenes que cuelgan de la minúscula cocina y una mesa de pino de un metro por un metro, junto a la pared donde el calendario 2010 de la Municipalidad de Tilcara explota de color rojo con un diablo como imagen de fondo.

Decrépitos rostros por días de bailes, caminatas e infinita Sa-ratoga, piden un final, sin embargo los Caprichosos tienen pla-neado “enterrar” el domingo sin importar la hora que impongan las cinco invitaciones del día. Dos minutos antes de mediano-che, la invitación es en el bar Los Tientos (con la faja de clausu-rado) en mitad de la angosta calle Padilla, frente a la coqueta Posada de los Ángeles. Los centenares de personas se amontonan hasta la calle Belgrano y caminan tres cuadras más para llegar al Pasaje Martín Fierro, donde la última invitación espera a los Ca-prichosos de todo el carnaval y dónde se escucha decir: Chacho está en el mojón preparando todo.

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La noche está pobre de estrellas y se puede ver una llama en la zona del mojón al otro lado del calmo río. Junto a él una docena de personas. Íntimos en su ceremonia, toman. Chacho con un silbato negro en la boca, remera manga corta roja con el dibu-jo de un diablo, poncho en los hombros y sandalias marrones; Walter, reconocible sin su traje de diablo que usó durante toda la semana y con short beige, buzo de algodón negro, zapatillas blancas y silbato plateado, levantan una goma de camión junto a otros amigos y la colocan a arder sobre el mojón. Han empezado a enterrar al Diablo para la llegada de la comparsa. Pero primero hacen sus propios rezos, su propio rito que luego compartirán con la multitud.

Las bombas suenan al otro lado del Río Grande y cientos de Caprichosos llegan, entre cánticos y estruendos, para enterrar al Diablo, como marca la tradición, en el mismo lugar donde fue el desentierro.

Parados alrededor del mojón donde las llamas de un metro de alto son la luz que ilumina la noche, junto a la tenue luna. Todos se hacen lugar para ir entregando al fuego alguna per-tenencia. Alguien grita insultante: ¿No ven que hay un muerto? Cállense, esto es en silencio.

Y los presentes hacen silencio de velorio, hasta el resurgir del murmullo. Quienes vistieron toda la semana de diablos, se hacen su lugar preferencial justo delante del fuego, y queman parsimoniosos sus preciadas caretas. La multitud los oye atenta, silenciada; hombres y mujeres de todas las edades, turistas y lo-cales lagrimean, dudan, contemplan el final de un ciclo y deci-den el regreso a sus hogares, porque el Diablo está enterrado; ya no hay fiesta y el Carnaval es un recuerdo.

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peregrinos de la puna

Vinieron en trenes desde Pumahuasi,desde Casabindo, desde Rinconadade toda la puna vinieron, vinieron.huraños y tristes como sus majadas.

El tequi en los brazos, a la espalda el quepi.tilín los zarcillos, badajo de plata ellas morochitas, morenitos ellosllenaron las calles de todo Tilcara.

Esta noche misma subirán al cerroa bajar la virgen de Copacabana;viajaran descalzos como penitenciallorarán sus penas por las cuestas largas

Ya parten: sus pasos los traga la sombra,se envuelven de negro las últimas casas;la luna de marzo navega en el cielo,el frío de punta traspasa la cara.

El viento del cerro cincela en sus carnesrelieves de cobres, perfiles de platay talla esculturas de polvo y fatigaen todos los cuerpos y todas las almas.

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Descanso en la senda, tan sólo susurros,chispea en el fuego la brasa de añagua.La verde yareta perfuma el silencio,se acuesta la noche sobre Chilcaguada.

Distancia y caminos. Fulgores de estrellas.Misticismo puro. ¡Ya están en el Abra!La piel de la aurora, de un gris macilento,tirita en el frío que anida en la escarcha.

Un cielo de rosas corona las cumbres,un rayo cobrizo se astilla en el agua,la gran muchedumbre rodea la capilla,tilín, los zarcillos, talán la campana.

Tres mil peregrinos de toda la Puna,creencia divina, liturgia pagana. Devoción sublime plasmada en cansancio,tributo de sangre de la Pachamama.Es miércoles Santo, cabrillea el fuego,luciérnaga rosa, posada en el alba,siluetas amorfas a ras de las tolas,procesión de sombras volviendo a Tilcara.

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La gris polvareda se pierde en la cuesta,el duro camino se estira en la falda,los labios se agrietan, la sed como fuegollamea en los pechos, revienta en la espalda.

Cimbrea en la tarde alud de puñales,cortando las carnes cual filo de espada.El sol del poniente broncea los rostros,Cuartea las frentes con mil filigranas.

Divisan los ojos allá en bajíoel gris abanico que extiende el Huichaira,la cinta de asfalto, los sauces de otoño,el río de cobre que duerme en la playa.

Cumplieron de nuevo su antigua promesatres mil peregrinos de la Puna helada;volverán de nuevo, creyentes, sufridos, un día de marzo por Semana Santa.

Vinieron en trenes desde Pumahuasi…volverán al clima de su Rinconada,tres mil peregrinos de rostro de bronce,tributo de sangre de la Pachamama.

Germán Walter Choque Vilca

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3. El caminar de sikuris religiosos

–Está ciudad está muerta–.–¿Dónde está la gente? ¿No era que todos los hoteles estaban llenos en Semana Santa?– se escucha decir a una pareja de turistas con acento francés al cruzar la plaza chica. Enfrente, la Iglesia Nuestra Señora del Rosario de Tilcara, está cerrada. Nadie en las veredas, ni en las calles. Caminan dos cuadras y se internan en la plaza central. Los puestos, con empleados de quién sabe qué dueño, como todo el año, bajo sol, lluvia o viento, per-sisten en la venta. En el centro de la plaza dos hippies venden pulseras de macramé, piedras, alpaca. Ningún lugareño cami-na las calles. Los cerros, algunos rojizos, verdosos, o crema, encierran la ciudad. Alisios zumban polvorientos en los reco-dos de la Quebrada. El álamo parece contornearse y hasta los cactus crecen inclinados.

Tilcara, ciudad de 15 mil habitantes, vio a 9 mil personas subir al cerro en 2010 para bajar a la Mamita Virgen de Copaca-bana del Abra de Punta Corral. Porque la tradición así lo indica. A pedir los más, a conocer los menos, desde hace siglos se ca-minan kilómetros para adorar. Nadie se pregunta desde cuándo y cómo comenzó la historia, pero todos saben que el lunes que sigue al Domingo de Ramos se debe subir al cerro para adorar a la Mamita Virgen y pedirle.

Pedir y tener fe: ingredientes llegados en las sotanas católicas de los españoles que conquistaron estas tierras y a fuego, cruz y exclusión social sumaron adeptos o muertos.

Hoy nadie sufre la imposición para subir. Pero el legado de san-gre hace implícita la subida. Hoy todos creen que se les cumplirán

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sus deseos o, aunque sea, aquello que la Mamita crea necesarios. Así lo dicen, y parece que es el comodín de toda creencia.

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Al último de los cinco hijos de Julia Torrejón, los médicos le pronosticaron horas de vida. Los familiares tomaron la bata que usó en su primer día y la trajeron al cerro del Abra de Punta Corral. Caminaron los 27 kilómetros de ida y vuelta hasta el santuario, y aunque a la Virgen durante el año se la guarda en la iglesia del pueblo, ellos subieron a pedir.–Él se salvó y yo vengo todos los años a agradecer y pedir por un año más de vida. Creo en esta Virgen más que en cualquier otra cosa en el mundo y es la única peregrinación que siempre hago– cuenta Ju-lia con su metro sesenta de alto y una sobrina de siete años (hija de su hermano fallecido) que le habla a cada paso.

Hoy, aquel niño con horas de vida tiene diez años, parálisis cerebral y problemas motrices; está en la ciudad al cuidado de su padre. Como Julia, miles cuentan sus desventuras, sus creencias y su amor a este cerro que hasta los menos creyentes consideran un fuerte centro energético.

Miles de parrillas se acomodan entre las carpas, la tierra, los perros y la gente en el suelo rocoso y árido de la planicie de la montaña. A la derecha del templo, un parrillero venido de Mar de Ajó para su fiesta más preciada, cocina cuatro corderos do-nados por el marido de Julia, y que los más de 150 integrantes de la banda Los Veteranos degustarán en algunos instantes; con cubiertos los menos, con la mano los más.

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Es 30 de marzo y a las cuatro de una tarde fría con sol, se dispo-ne el primer casamiento en la historia de las peregrinaciones al Abra de Punta Corral.

A 3.480 metros de altura, una capilla y un centenar de habita-ciones –de adobe y chapas de zinc– forman un rectángulo de 200 metros de largo por 100 de ancho. El espacio interno del rectángulo denominado circuito cerrado, es un descampado que la religiosidad hoy cubre de carpas y sikuris. La parte central la ocupa un altar de adobes dispuestos sobre sí en pilones de a cuatro, de dos metros de ancho y tres de largo. En él se acomoda una mesa y cuatro curas. Las siempre coloridas ceremonias del norte argentino incluyen en esta ocasión, un toldo naranja que se hincha al viento, atado a unos po-cos hierros en sus cuatro lados. Vírgenes en sus cubículos vidriados. En el altar a la izquierda de los curas, una tiene cuatro tubos de luz encendidos. Cuatro adobes por debajo, sobre dos bancos de madera de la parroquia, se acomodan dos urnas con vírgenes repletas de flo-res artificiales de múltiples colores.

El cura habla.–Un hombre y una mujer van a sellar su amor: Don José Humberto y Doña Lorena Raquel–.

Morochos, sin ánimo de nada, miembros de la banda musi-cal La Rosa Mística. Ella toda de blanco con campera y pantalón de jean y zapatos sin taco. Labios rojos, anteojos marrones, pelo negro. Él, más sencillo. Campera de corderoy marrón, pantalón de jean. Alrededor con frío, el público. En la altura el viento es helado, el sol no penetra como el aire. Con mucha suerte las máximas llegarán a 20º.

Unas palabras del clérigo, lecturas de la Biblia. –”María madre de los sikuris escucha nuestra oración. Ave María purísima...” –.

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Más palabras de ejemplo moral y al fin aclara: –Que el hom-bre no separe lo que Ddios ha unido–.

Se prometen fidelidad, se colocan los anillos y el párroco pide un beso a la pareja. Los casados bajan del altar y unos pocos tiran papel picado.

En el resto del rectángulo las bandas siguen con sus ruidos. Dos hombres venden llaveros con la imagen de virgencitas, ro-sarios y fotos del Abra. Cajas de cartón con una ranura ancha pasan entre la gente para pedir limosna.

Según algunos, la limosna y la presencia de la única imagen de la Virgen de propiedad privada no oficializada por la Iglesia, fueron partes en las disputas entre dos pueblos. Hoy cada uno con su Virgen, su Santuario y su Procesión.

La leyenda fue estudiada por el antropólogo René Machaca y cuenta que a mediados del siglo XIX un pastor nativo de estas tierras, Pablo Méndez, vio a una mujer quien le dijo que regre-sara al próximo día. Al retorno, el hombre se encontró con una piedra con forma de Virgen.

Cuando luego la piedra desapareció Méndez fue encarcelado. A los pocos días, cuentan que la piedra regresó sola al cerro, por lo que se decidió erigir una capilla y liberar de la cárcel al pastor. Las adoraciones y más tarde las peregrinaciones fueron crecien-do. La familia con sus descendientes fue dueña o esclava (según la terminología eclesiástica) de la Virgen hasta la fecha.

Pero la relación entre los Méndez y el Obispado de Jujuy pocas veces fue buena. Machaca cuenta también que en 1984 la Iglesia enumera sendos artículos que tienen por objeto restringir la adhesión popular y la permanencia de la imagen en la iglesia de Tumbaya.

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Además se dice que entre los rumores que corrían para des-prestigiar a una y otra parte, el sacerdote Francisco Avilez envió una carta al propietario del Museo Arqueológico, donde se ad-vierte la posible falsedad de la imagen y la venta de la original al Brasil. Sin embargo hoy nadie discute el tema y todos optan por creer.

Después de algunos enfrentamientos, la iglesia de Tilcara mandó a construir su propia imagen de la Virgen para que en 1971 y hasta hoy, cada pueblo peregrine por caminos distintos y adore a símiles objetos. Machaca relata que en 2003 a Tumbaya descendieron 30 mil personas. Y la fe sigue cada año con más creyentes. Por las dos ciudades.

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–Mi papá ha ido con una banda de Humahuaca, Santa Rosa, volvió tocando el sikus y decidió para el año hacer su propia banda. Él se equivocó y puso 1930, pero en el calvario (sitio de adoración) del Abra nosotros tenemos la placa de bronce que dice “fundada en 1929” –.

Dice Florencio Torrejón, hijo de Julio Torrejón y Dominga Lamas, heredero de la que todos consideran la primera banda de sikuris de América Latina.

Julio Torrejón nació en Tiquichi, Potosí, República de Boli-via. En la Argentina conoció a Dominga Lamas de Tres Cruces y juntos concibieron 12 hijos. De los tres que aún viven, Flo-rencio fue quien continuó al mando de la banda Los Veteranos. Primero decidió entregar el mando a uno de sus diez hijos, Daniel. Él murió y Florencio volvió a elegir sucesor a manos de Quique Torrejón.

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–Yo iba tocando primero redoble. En esa época se le decía tambor y era hecho por la gente de aquí, no de fábrica. Después he empezado con bombos, y a lo último he empezado con sikus–.

Aunque algunas mujeres ya subían al Abra, el machismo mermó y en 1997 se creó la primera banda femenina. Para el aniversario 80 de Los Veteranos, que todos hoy festejan, las hijas de Florencio crearon la banda femenina. Aunque en las camina-tas, en las piezas del cerro y en los colores azules y amarillos, los dos sexos se unen.

Albañil, zafrero en los ingenios Ledesma y El Tabacal, em-pleado del Museo Arqueológico Eduardo Casanova y actual agricultor, Florencio a sus 78 años no muestra signos de can-sancio y dice que se aburre si no lo dejan ir a trabajar sus dos hectáreas junto al Pucará. En una silla de madera, con su mapa de arrugas, lunares fuertes y negros, con pantalón largo azul gas-tado y ojotas que dejan ver sus largas uñas y sus marcas de hom-bre trabajador, cuenta:–Las piezas (del Abra Corral donde por una noche durmió el con-tingente) las hemos hecho hacer nosotros. Como llueve mucho se jodían las cañas del techo y la “Muni” ha regalado unas chapas–.

Es una familia numerosa como la mayoría de las de Tilcara. En esa casa, de casas entrecruzadas donde ahora relata su vida, viven algunos nietos, dos parejas de padres y un abuelo. –Yo soy mucho de lo de mi padre, de lo que él ha sido yo he toma-do lo mismo. Él era muy católico, por eso iba a Punta Corral. Y también creía mucho en la Pachamama. Para mí la Virgen es una sola. La Virgen María, Santa Rita y tantas que son nombres. Pero la propia Virgen es la madre de Cristo: Santa María. Ella está en todos lados no solamente aquí o allá. Los changos a veces se pelean

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por llegar al pie de la Virgen y les digo que son tonteras pelearse. Porque la Virgen está con todos nosotros, no solamente con el que va al lado de ella–. –Shhh, Shh–, hace sonar con sus cortos dientes y cara seria a sus nietos que entran y salen del comedor living o entrada de la casa. Torrejón reta a sus nietos que lo miran como a un sabio mientras una perra da de comer a sus recién nacidos en un balde cortado al medio que ellos llaman cucha. Se abre una puerta, es la madre de los chicos, la hija de Florencio que avisa. –Está listo el almuerzo–.

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Ascender kilómetros, franquear montañas con bolsos, mochilas, sikus, bombos o redobles es el rito anual de todo tilcareño. Don-de el pueblo se muestra solidario, en grupos en la noche; solos bajo un puñado de estrellas y una luna que lucha entre las nubes por salir, que sin embargo ilumina más, por sobre las linternas que portan algunos. Luna clara, constante como humedad que florece el aire y el alma; belleza que en la ciudad se suele olvidar tras los interminables focos de artificiosa luz.

Mitad de camino. Pasé dos horas de caminata y el sende-ro pedregoso en constate fluctuación geológica, de colores, de plantas y olores. El frío se impone a pesar de las dos camperas, el par de remeras, las medias y guantes con hilo de llama. Es Chilcaguada, el parador oficializado, donde una pequeña pla-nicie acoge unas cuantas carpas, unos toldos de tela naranja y verde. Algunos ya duermen, otros solo dejamos unos minutos las mochilas para retomar fuerzas y continuar el rito. Dos jóve-

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nes me ofrecen café muy caliente con alcohol. Para que el frío se olvide. Son dos de la familia de músicos Tolaba, integrantes de Los Chacras.

Sentados en el suelo veo lo poco que aclaran las finas luces de las lámparas. Se ve un grupo de gente con ponchos marrones, ordenados; la banda de la Municipalidad de Tilcara, intento gu-bernamental del gobierno de Félix Pérez por acoplarse constan-temente a las fiestas populares para revalorizar según algunos, generar rédito políticos según otros.

En un Estado ínfimo, los miembros de la burocracia son po-bres de ambición. Entre ellos el más improbable, Franco Tolaba. Veintitrés años, padre de tres hijos, compartió días atrás escena-rio con el grupo de rock Divididos, por su implacable capacidad para erques, erquenchos y todos los vientos que se crucen. Aún un adolescente de un metro setenta con signos del paso a la adultez gorda, de cachetes anchos, amable, me alienta a tocar con fuerza el sikus, que horas antes alguien me dio para que aprenda, como todos, durante la caminata.

Media hora de descanso y la caminata se retoma para los Tolaba de Los Veteranos. El mayor, quien dirige el diálogo cuenta que se llama Omar. Me señala el conjunto de luces que vemos al girar el cerro hacia el sur. –Es Humahuaca– aclara.

Al instante recuerdo al “Mula” Omar; pregunto si conoce Afganistán. Dice que sí con aire de no. Le cuento quién es el “Mula”; ríe despacio, lento, poco. Ellos hermanos delan-te uno junto al otro. A unos pasos escucho el susurro de una conversación que no me incluye. Se vuelven preguntan cómo me siento con la caminata, con el aire y les ofrezco hojas de coca. El menor me muestra que masca chicle y no

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quiere coca. Omar acepta, abre sutil la verde bolsa y toma al azar un puñado de hojas mientras camina. Otro puñado y el cachete derecho se hincha.

Es uno de esos días donde todo parece volar y con él, un ápice de vida se traslada, para crecer, al otro extremo de la mon-taña, que la ciencia define como polinización y que pinta con un matiz vegetal las agrestes elevaciones. Una hora de caminata y a cada paso ellos se adelantan más. Los pierdo por el ritmo de cada quien en los senderos, curvas y el paso por un fino puente de acero oxidado donde solo cabe una persona.

Las nubes dejaron ver una luna llena y clara. Y un puñado de estrellas acompaña a los peregrinos.

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En el piso de tierra de la habitación una olla de 80 litros contie-ne té y todos se sirven un poco. Bolsas de dormir por doquier, seis bombos y una docena de redobles colgados en las paredes. Pasadas las cinco primeras horas del miércoles las bandas suenan en el descampado. Comienza el peregrinaje del regreso.

Oscuridad, desorden y todos a punto de partir apurados, al-gunos con signos graves de alcohol en sangre. Recuerdo la voz de Gaspar Alberto Torrejón cuando en la noche decía. –Lo más importante de venir es cumplir las promesas, no venimos a hacer bailes, o a tomar–.

Pero a su lado, típicos ya borrachos de la banda no parecen creer lo mismo. Algunos como “Coqui”; durante los dos días en las alturas los vi sin tetrabrik en las manos sólo cuando tocaban en formación con la banda.

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Padre de nueve chicos, con sus 75, Gaspar miembro por he-rencia de Los Veteranos se fue y fundó otra banda de nombre Te-rritorios Argentinos. Pero después de ser camionero en Mendoza durante 13 años que le impidieron venir al Abra Punta Corral, volvió a la banda familiar.–Ahora cambió el fin de lo que hacíamos. La gente sólo tiene la tradición, pero vos tenés que venir tres años, porque sino huuu– dice arqueando la cejas, hundiendo los cachetes y uniendo las comisuras de los labios en una u que da expresión de miedo, ...te puede venir un castigo o cualquier cosa.

Cuenta en el Puesto 41: cada cien o doscientos metros según las posibilidades que brinde el terreno en el suelo se ven piedras pintadas a mano en el camino de regreso al pueblo que sirven para que cada banda sepa desde y hasta qué punto le corres-ponde “ir al pie de la Vírgen”. Las disputas se resuelven con un sorteo en la capilla la noche previa al regreso. Todos quieren bajar junto a la imagen de la Mamita Virgen en el último lugar. Al entrar al pueblo.

A Veteranos en 2010 le tocó la posta 111 y 41. Esperar cargar fuerzas y tocar sin compasión fue obligación las dos veces. Uno en el frío despertar de las seis de la mañana; la otra bajo el calor atroz de las 4 de la tarde sin árboles. Pero hay quienes creían que la Víirgen descendía con Veteranos. Es que los más de 150 inte-grantes hacen de sus ruidos un eterno resonar con el que tiem-blan los tímpanos. El orden de la doble columna de hombres, es otra virtud que Gaspar cuidaba bajo el respeto de los años, como a su fe que hasta tiene explicaciones:–Hacer pisar es parte de la bendición. Y hay que pedir en todo momento. Si se cumplen las promesas, tienen. Si no le cumplen las

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promesas, no tienen– cuenta Gaspar Alberto Torrejón mientras vemos como la gente camina arrodillada, con rezos y persigna-ciones, debajo de la imagen que seis hombres sostienen.

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Dos extranjeros. Ella ojos rojos al límite del llanto; él boquia-bierto porque hace dos horas que ven bajar en la noche tilcareña cientos de hombres y mujeres con aire militar, con ritmo de fes-tividad con espíritu de religiosidad. Bombos, redobles y cañas, hacen temblar el aire. Una guerra parece en pie, una ciudad a punto del derrumbe.

Y la canción El peregrino, que toda la semana suena en la radio dice:

Divisan los ojos allá en bajíoel gris abanico que extiende el Huichaira,la cinta de asfalto, los sauces de otoño,el río de cobre que duerme en la playa.

Cumplieron de nuevo su antigua promesatres mil peregrinos de la Puna helada;volverán de nuevo, creyentes, sufridos, un día de marzo por Semana Santa.

Vinieron en trenes desde Pumahuasi…volverán al clima de su Rinconada,tres mil peregrinos de rostro de bronce,tributo de sangre de la Pachamama.

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Vientos del alma

Yo soy la noche, la mañanaYo soy el fuego, fuego en la oscuridadSoy Pachamama, soy tu verdadYo soy el canto viento de la libertad Vientos del alma envuelto en llamasSuenan las voces de la quebradaTraigo la tierra en mil coloresComo un racimo lleno de floresTraigo la luna con su rocíoTraigo palabras con el sonido y luzDe tu destino Yo soy la noche, la mañanaYo soy el fuego, fuego en la oscuridadSoy Pachamama, soy tu verdadYo soy el canto viento de la libertadYo soy el cielo, la inmensidadYo soy la tierra, madre de la eternidadSoy Pachamama, soy tu verdadYo soy el canto, viento de la libertad Hoy vuelvo en coplas a tu camino juntando eco de torbellinosTraigo las huellas de los amoresAntigua raza y rostros de cobreTraigo la luna con su rocíoTraigo palabras con el sonido y luzDe tu destino.

Fernando Barrientos y Osvaldo Montes

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4. Conversaciones con la pachamama

Un sin fin de versiones caracterizan a la Pachamama. Pero es posible reunirlas en dos grandes corrientes. Una que le atribuye individualidad unipersonal, Diosa Mayor Madre de la Tierra, esposa de Pachacámac, el supremo hacedor, dios de dioses y de todo lo existente; la otra, muy conocida entre los indígenas del altiplano boliviano dice que no se trata de un solo ser, sino de millares. Su aspecto es el de pequeños duendes que viven en pa-rejas, hombres y mujeres, y residentes en los terrenos de cultivo a los que hacen producir abundantemente o no, de acuerdo a las ofrendas recibidas.

En ambos casos es temple contradictorio. Así como premia, castiga si el humor cambia. Orienta al arriero y cuida sus re-baños; protege al caminante que le rinde culto en la apacheta dejando su ofrenda, aunque ella no sea necesariamente rica ni importante. Alcanza con una brizna, una piedra, el acullico o un puñado de tierra si no hay otra cosa a mano, dice el Diccionario Mágico Jujeño de Antonio Paleari que leo mientras viajo en la ruta 9 para llegar a Tilcara.

Antes, cada unos minutos, la rutina de taparse la nariz, hacer fuerza, y tragar saliva con la lengua en el paladar para intentar destaparse los oídos que se apunan, y que dejan lejos, inalcan-zables las voces. Las montañas cambian de color a cada lado. Es el final de julio y su invierno, pero al pisar la tierra el calor es agobiante la cabeza pesa y el viento sopla del norte.

Lo de Susi será mi residencia. A cuatro cuadras del centro, sobre una calle de tierra, una peluquería a mano derecha que atiende Susi. Atrás su casa y más al fondo un conjunto de tres

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habitaciones de alquiler con un altillo arriba con otra habitación donde dormiré entre dos camas de una plaza y una docena de instrumentos musicales que uno de sus hijos hace sonar cada semana con la ayuda de su padre, en lo que llaman un grupo musical. Desde el nombre, la casa recuerda que aún sigue en pie el aire matriarcal, sin importar que el marido sea un forni-do gendarme. La voz de mando femenina dirige un puñado de chicas y chicos con alegría y orden: mientras el más chico sólo tiene permitido algunos juegos, el mayor de 11 y la señorita de 10 ponen la mesa y barren mientras todos los primos que llegan tienen actividad; desde lavar platos hasta tender camas.

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Son las 9 de la noche y el frío vacía las calles. Sólo hay una veintena de turistas, otros tantos pueblerinos y curiosos que se amontona en una de las esquinas de la plaza, a las puertas del Museo Lavalle, que en el año recibe menos visitantes que Lo de Susi, pero que hoy vive su día de gloria: es el acto teatralizado del día que velaron a Juan Galo de Lavalle. Es una representación que todos los años realizan actores de la zona antes del 1° de agosto –aunque la muerte del general se produjo en octubre– y logra tener como público a los turistas que llegan con la ilusión de ver la ceremonia de la Pachamama.

Dice la historia que Lavalle murió en 1841 en una casona ubicado en el centro de San Salvador de Jujuy en la calle Lavalle 256, que pertenecía originalmente a doña Leocadia Zenavilla de Alvarado y actualmente es un Museo y Monumento Histórico Nacional desde 1941.

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Eran tiempos de federales y unitarios y Lavalle, el otrora miembro del Regimiento de Granaderos a caballo liderado por San Martín, estaba en la residencia de su amante Damasita Boedo cuando a los 44 sucedió su muerte que aún tiene tres hipótesis disímiles: el suicidio; el asesinato a manos de Damasita Boedo, o un balazo de sus enemigos que habría ingresado por la cerradura.

Lo real es que murió con un tiro en su garganta y sus subal-ternos decidieron huir hacia Bolivia para evitar que su cuerpo fuera utilizado como trofeo de guerra por los federales.

Así el grupo emprendió un largo viaje hacia Bolivia. Pero la tradición de la época mandaba realizar un velatorio con sus correspondientes lloronas y así ocurrió en la extinta y diminuta Iglesia de Tilcara, ubicada en la esquina de las calles Rivadavia y Lavalle. Pero en el largo y ripioso camino, el cuerpo del difunto se pudría y el grupo decidió que al llegar a Huacalera, 16 kiló-metros al norte de Tilcara, debía ser descarnado por Alejandro Danel. Luego los huesos de Lavalle fueron llevados hasta Bolivia donde quedarían al resguardo, lejos del enemigo.

La historia cuenta que la caravana llegó a Potosí donde fue recibida por el presidente de Bolivia quien dispuso que los restos del general Lavalle fueran depositados en la Catedral. Luego en 1858, serían trasladados al cementerio de la Recoleta de Buenos Aires en el centro de la Capital Federal donde el epitafio dice: Granadero: vela su sueño y si despierta dile que su Patria lo admira.

En recuerdo a Lavalle, un grupo de pobladores teatralizan la huida. A caballo, un hombre llega al Museo donde funcionaba la Iglesia. Se adelanta de su grupo, que aún está en camino y gol-pea las puertas. Lo atiende una sirvienta y tras ruegos y gritos, sale el cura. Conversan. El cura intenta excusarse pero lo con-

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vencen para dar el último adiós al difunto. Tras unos minutos llega el resto del grupo con el cuerpo de Lavalle. Ingresan en la iglesia y al salir Lavalle es sólo una idea reducida a un conjunto de huesos en una caja.

Alguien avisa que vienen los unitarios. Los federales huyen hacia la frontera.–Bravo, bravo– grita de entre el público el Lobo Lozano que aplaude desde la silla de plástico negra. No fue igual, pero la idea está bien.

La Patria que Lavalle ayudó a construir cumplió 200 años. Es curioso el ser humano, como aún las ideas no se pueden conciliar.

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Aunque el Estado tenga su calendario festivo para vender al tu-rista, –a diferencia de enero y sus recitales, el endiablado Carna-val o Semana Santa con su caminata al cerro– la Pachamama no tiene publicidad y esconde sus colores del turista, porque más que fiesta es ritual ancestral. El Gobierno Provincial realiza un almuerzo que intenta ser ceremonia en el centro de la Capital para que turistas y medios de comunicación saquen las fotos de una copia festiva. Sin embargo las familias del interior hacen su ceremonia en la privacidad de sus casas con pocos o ningún invitado y que responde a una fecha propia, siendo habitual el primer fin de semana o primer día de agosto.

La evangelización no logra extirpar la presencia de la Pacha-mama en la vida espiritual de las comunidades aborígenes, ni termina con las manifestaciones rituales campesinas en las que se la venera.

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–A lo sumo se logra que se la identifique con la Virgen María en lo que se refiere a su bondad infinita y protectora y sus característi-cas taumartúrgicas para modificar lo normalmente inmodificable– dice Paleari.

Como un grupo de boy scouts, Lobo Lozano, Indalecia Ál-varez Prado, Walter Apaza, Chacho Gallardo y el joven Oscar entre otros, preparan en la única biblioteca popular de Tilcara una ceremonia de la Pachamama. La invitación está abierta a todo público, incluido turistas, con el objetivo de recaudar fon-dos para la biblioteca. Y desde la mañana en el patio del lugar todos cocinan. Sobre una mesa de cuatro metros despintada el Lobo corta perejil e Indalecia pica locoto para hacer yacua, una salsa picante. Apaza controla las ollas que hierven sobre la leña, mientras cebolla, papas, zapallos y habas esperan su turno.

Otra fiesta donde ellos nunca llegan, porque siempre pare-cen estar viviendo la fiesta. En la Pachamama no hay negocio y por tanto no existe horario de trabajo, ni un otro que produzca aquello que vendería una fiesta; ellos son su propia fiesta, sin horarios, sin obligaciones preestablecidas, más que con la con-ciencia.

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–Las fiestas de pastores constituyen una de las ocasiones en que el culto de la Pachamama se manifiesta aún, con todas sus concomi-tancias. Apelando a su triple condición de madre primordial y de diosa de la fertilidad y de la vegetación, se le dedican una parte de las libaciones y sahumerios, que se ofrecen en el curso de las mismas, y también otros dones, entre los que figuran la sangre, el corazón y el

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hígado de la víctima de sacrificio– dice Ana María Mariscotti de Gorlitz en su libro Indiana, Pachamama Santa Tierra, antes de contar como en los pueblos del norte argentino una vez al año la hacienda se marca en un ritual dónde las familias y sus amigos, toman, comen y trabajan de un modo muy singular.

Aquellos actos denominados marcadas emigraron lejos del contacto foráneo al interior del interior, a donde no hay hoteles, campings, ni calles asfaltadas, y tienen lugar durante dos períodos principales comprendidos entre junio y agosto, y entre diciembre y febrero. Y una de las únicas marcadas que se desarrollan en el partido de Tilcara durante el mes de agosto es en Villa Florida.

Villa Florida se aleja por la Ruta Nacional 9, a 6 kilómetros del centro de Tilcara. Luego se ingresa en una curva sin mar-caciones que sólo conocen los de la zona y donde comienza el zigzagueante camino de ripio. El remís conoce el camino y le lleva cinco minutos atravesar las calles sin nombre hasta dete-nerse frente a una casa rodeada en un gran descampado, donde no parece existir nada. Pero entre esas montañas de nada, está la casa de la familia Ramos, un terreno irregular y alambrado hasta el comienzo de una montaña, formado por una construcción de una planta de adobe sin revoque y en continuo deterioro que constituye no más de 40 metros cuadrados. La casa no parece tener una puerta de entrada. Pero desde uno de sus lados se ve como un grupo de hombres –de jeans y remera– salan carne sobre una mesa sin sombra junto a la parrilla.

Golpeé las palmas en uno y otro lado del terreno y aunque los hombres me veían, no parecía importarles. El conductor que esperaba en el auto por su paga y ansioso por irse, llamaba a gritos y bocinazos.

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Pasados unos minutos, un hombre con más de cinco décadas al sol –de 60 u 70–, flaco, de pasos cansados y barba de pocos días, salió a preguntar que quería. Era el dueño de casa, que tras un breve diálogo regresó para pedir permiso a la patrona por mi ingreso, que ambos consideramos un hecho. No corría aire y el sol picaba mientras las nubes intentaban calmar los 45 grados que producían sudor sin movimiento, en una tierra reseca sin árboles, sin sombras y sin humedad.–Hola.–Hola señora.–Sí, ¿qué querés?– una mujer arrugada, petisa, gorda, morocha, con largas trenzas negras que sobresalían del sombrero y zapatos negros: toda una chola, pero quizás argentina y sin ánimo de diálogo.–Soy periodista y me gustaría, si es posible, compartir la señalada con ustedes–. –Bueno… bueno– duda. Pero enseguida se aclara. Vas a tener que pagar. Y depende si querés sacar fotos– dice mientras camina en semicírculo y acelera las palabras sin demostrar el calor que debía correr entre la pollera roja hasta la pantorrilla, la camiseta y la blusa rosa.–Bueno, vemos, dígame cuanto. No hay problema, igual si le moles-ta no saco ninguna foto–.

Al terminar el camino imaginario, se da vuelta, no me mira más y como un grito de las entrañas escupe: –No… andate, an-date, vos sos blanco y acá somos todos negros–.

Sorprendido, apuro el paso y le explico que no voy a sacar fotos, que necesito estar con ellos y otras explicaciones que no pueden calmar la furia de la mujer que entre gritos dice:

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–Tengo mucho que hacer, no me molestes, andate, te está esperando el remís, andate–.

En menos de un minuto me había dicho que sí y que no. Me había dejado solo en la calle ripiosa con sus gritos retumbando en mi impotencia. Para males, el remisero que no quiso bajar a hablar con la señora (que conocía) esperaba dinero por dos viajes.

Mis más de diez años de historia en Tilcara a algunos los convence para integrarme. Pero en una sociedad matriarcal las mujeres siempre dudan desde el primer saludo y pueden estar siempre dispuestas a cambiar de opinión; los hombres, en cam-bio, aceptan el diálogo y dejan ser convencidos. Quizás el caris-ma de ellas nos hubiera entregado otra historia. Es imposible no pensar en la realidad vecina: del otro lado de la frontera las manifestaciones que paralizaron Bolivia y colaboraron con la llegada de Evo Morales al poder –el 22 de enero del 2006– fue-ron comandadas por mujeres combativas que sólo con sus hijos y unas piedras se interponían a la Policía y sus maridos. Con perseverancia y dispuestas a dejarlo todo, lograron conquistas sociales y políticas que sus maridos no habían conseguido en siglos de negociaciones.

Pero el hecho de ser expulsado de un lugar sólo por el color de piel –blanco– es cuanto menos un reflejo de las disputas que aún en el siglo XXI imperan en estas zonas. Además nadie elige dón-de ni cómo nacer, pero existen diferencia cultural de muertes, de conquistas, con sus odios y resentimientos que se resumen en co-lores. La contradicción vuelve intacta: yo blanco, quiero y relato una parte de ese mundo que alguna vez oprimieron otros blan-cos, o peor aún, nunca dejan de oprimir, como aún cree el Lobo Lozano cuando le cuento mi viaje a Villa Florida y recuerda:

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–La Quebrada tenía un concepto de vida que poco a poco murió con la educación. La escuela pública de Sarmiento tiene los valores occidentales que aniquilan lo propio del norte. Es el peor enemi-go nuestro. Así nos quitaron nuestra manera de hablar, de vivir y sembrar. Nos cambiaron la alimentación, la ropa. Teníamos una cultura de la producción y nos metieron la cultura del kiosco–.

Esa escuela, donde el Lobo no se educó, cambió a su hija: de coya a reina según la elección que sus compañeros hicieron para re-presentar a Tilcara en la Fiesta de los Estudiantes, hace unas cuantas décadas. Incrédulo en esos días el Lobo dice que le dijo a su hija:–Mis tíos y abuelos han muerto peleando por la independencia y aho-ra yo tengo una reina en mi casa. Es una vergüenza–. Y le recordó aquello que siempre recuerda: La Quebrada de Humahuaca es el único lugar que los españoles conquistaron de sur a norte, porque había una comunidad unida y alegre. Los españoles han hecho la división en propiedad privada. No pudieron quitar el trabajo en co-munidad y tuvieron que adaptarse. Eran dueños de la tierra pero no de la mano de obra. Si no hacían comida o fiesta no se trabajaba–.

Eugenio Catacata, el último Cacique de la Quebrada dejó en 1834 de cobrar el arriendo instaurada ya la República. El norte siempre fue comunitario hasta hace una década cuando en 2002 la nombraron Patrimonio de la Humanidad y empezó eso que llaman turismo: una invasión.

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Pachamama simboliza la fuerza reproductora de la naturaleza y es quien da las frutas y las flores; sostiene a los hombres cui-dando las cosechas y se encarga del multiplico de los animales.

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Algunos la visualizan como una mujer regordeta y pequeña de gran cabeza, siempre cubierta por un sombrero de alas anchas, calzada con enormes ojotas, pues son desmesurados sus pies. A menudo la acompaña un perro negro y muy perverso y el quir-quincho es su chuchi y la víbora su lazo.

Muchas son las ceremonias en su honor en distintas opor-tunidades: cuando comienza la siembra, y cuando se inicia la cosecha, en las marcadas y también antes de comer. –El primer día de Carnaval y el último, tienen sus rituales insosla-yables y si alguien perdió su espíritu, anda triste y abatido, también están las oraciones y los quehaceres en homenaje a la Pachamama para recobrarlo– dice Paleari.

La cena de agasajo a turistas en el marco de la Pachamama en el primer día de agosto se hace en el salón donde unos tablo-nes hacen de mesas cubiertas con largos plásticos que hacen de manteles. A uno de los lados del salón escondidos en un cuarto de dos por dos donde nadie entra se apilan estantes, que apilan libros, que nadie ya leería, pero que en Tilcara forman uno de los pocos patrimonios de la cultura escrita.

La literatura sobre el tema explica que en algunas culturas de la región el primer día de agosto era un día nefasto porque se hallaban abiertos todos los caminos del mal y la tierra estaba hambrienta y enojada.

Poco antes de la medianoche, ya ingresan la treintena de tu-ristas procedentes de las más diversas geografías del país y que comen junto a los pueblerinos. Todos disfrutan de los sabores que dejan las cocciones por más de seis horas, sabores que esca-sean en las metrópolis. Mientras Walter Apaza y Chacho Gallar-do se turnar para divertir a los presentes en el salón.

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–Siempre pedimos y ahora, por la Pacha, hay que agradecer a la tierra por todo cuanto nos da. Esta es la única biblioteca popular del pueblo y a pesar de que esta ceremonia se suele hacer entre los íntimos, en familia, nosotros quisimos invitar a los turistas que están de pasadita para que conozcan nuestras costumbres. Y la plata que ustedes pa-garon como entrada es sólo para renovar libros– dice Apaza como presidente de la Biblioteca y con su atuendo de norteño: poncho marrón claro, pullover, pañuelo en el cuello y pantalón claro ha-ciendo juego. Seguirá sin aburrir y con un discurso directo dirá que es preciso recordar cómo se destruye a diario la tierra.

Como ya son las 12 pero parece todo muy ordenado, lo llaman al Lobo Lozano para que se sienta parte y hable con micrófonos delante. Lobo cuenta los chistes sexuales que sus amigos no pueden. Vuelve Walter a hacerse del escenario y de las historias a veces dudo-sas, que deseo creer como al buen profesor de Historia que es.–Para la iglesia, la Pachamama era un rito pagano por eso lo hace-mos en la noche –, dice y antes de invitar a la gente para estancarse horas de pie a ver como se hace cultura, agrega: acá se viene a ser partícipe. No nos gusta que la gente mire de afuera, para eso que se queden en su casa–.

El turismo quizás sea televisión en tres dimensiones: ver, oler, oír, pero sin ensuciarse mucho que ya demasiado con la plata de pasajes para poder contar a los vecinos que se estuvo allí, que vio aquel acto. El turista se transforma en una especie de lider de opinión del lugar visitado, quizás pasó una noche, no se mojó los pies, pero el pasaporte, el kilometraje del auto o el gorrito y pullover colla –que jamás volverá a usar– sirven para marcar su estadía y su status de conocedor.

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“Si bien muchos de los rituales centro-andinos tienen lugar durante el día, las ceremonias más esotéricas tienden a realizarse al amparo de la noche. La medianoche es, en Jujuy, la hora elegida por muchas familias para implorar a Pachamama y enterrar ofrendas en honor de ella. Hay pruebas concluyentes de que la práctica de implorar a los númenes, al amparo de las tinieblas, se remonta, por lo menos, hasta la época de Chimú –1000 a 1200 dc– y parecen haberse asociado, antiguamente, con la realización de observaciones astro-nómicas”, dice de Gorlitz en Indiana, Pachamama Santa Tierra.

Sopla viento norte hace tres días, es noche clara y la Luna menguante zigzaguea entre las ramas de un molle y centenares de estrellas. Ya de madrugada los turistas atraviesan la biblioteca hasta uno de los extremos del patio donde un montículo de tierra los espera para la ceremonia. Uno a uno se acomodan con la mirada al noroeste y un cigarrillo en la mano que les repartie-ron para no fumar, sólo para colocar con el filtro en la tierra en derredor del agujero.

Apaza jovial sahúma la gente, los sexos. Luego desarmará el montículo de tierra hasta dejar un hoyo de medio metro rodea-do de extintos cigarrillos que se apagan con el fuerte viento.

El rito del “pago a la tierra”, como se lo conoce en casi toda el área andina, es aquí denominado “Corpachada”. Se realiza habitualmen-te en un mismo lugar y allí se reabre el hoyo donde fuera ofrendada el año anterior. Se convida a la tierra con determinadas comidas que se preparan especialmente para esos días; las preferidas son la tijtin-cha y la kalapurka; se le ofrece chicha (bebida de maíz fermentado) y alcohol, además de hojas de coca y cigarrillos, dice el plan de gestión que Jujuy presentó ante la Unesco al momento de tratarse su inclu-sión como Patrimonio Mundial en la categoría paisaje natural.

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En la biblioteca del centro de Tilcara el júbilo es mayor al miedo, pero ante el pedido de los más antiguos el silencio co-mienza a primar, para en fila, entregar las ofrendas. Además del menú y los chistes, los 50 pesos que pagaron los turistas incluían los elementos de ofrenda, algunos de los cuales reparte Apaza. Además de Apaza, junto al hoyo y en cuclillas se encuentra Oscar. En el metro y medio oscuro y morrudo se esconde un veinteañero que sigue con respeto todos los rituales del lugar, el mejor aprendiz de la zona, y que hoy vive la entrega a la tierra como una auto-graduación en el mundo espiritual.

Oscar crédulo y parsimonioso durante tres horas explica a los turistas el beneficio de ofrendar mientras reparte ofrendas arro-dillado en una noche helada que le entumece los pies.

A medida que se acercan, los hombres y mujeres ofrecen chicha que van arrojando en el pozo y cigarrillos que colocan alrededor. La Pachamama se convierte en la invitada principal de este convite sagrado. Pachamama, Santa tierra, kusiya, kusiya, comienza la invocación ritual que continúa, luego, con los de-tallados agradecimientos por los favores recibidos y los pedidos para resguardar la salud y la prosperidad de los asistentes. El sa-humerio con una planta local, la koa, debe estar encendido todo el tiempo, y los asistentes deben cumplir con ciertos preceptos devocionales, tales como su ubicación con respecto a la salida del sol, las libaciones y las ofrendas.

El patio podría ser una calle de la India o un baldío del Gran Buenos Aires, con su bañera sucia entre la tierra, leña apilada a un costado, piedras en otro extremo, el fuego que chisporrotea e ilumina la escena mientras el humo y el incienso lo cubren todo. Y mientras Willy adorna el lugar con los sonidos suaves de

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su flauta y una mujer de 60 sonríe mientras espera en la fila de adoración y pide que le saquen fotos, que la filmen con su Ko-dak. Pasa ella y otra mujer vuelve a pedir más fotos con celular; no importa cómo, importa registrar, aunque será indispensable dejar fuera del plano los objetos que desentonan con la historia que contarán en sus casas.

Los presentes oran en silencio y se van. Dos turistas más se sientan. Vuelve a sonar el erque detrás de la fila de falsos peregri-nos. Mientras junto al hoyo, los invitados tiran las empanadas con una sola mano, y desde el otro extremo del patio sentado en una silla de madera junto a un fogón el Lobo Lozano mira con desprecio a los turistas que no saben lo que hacen: todos los alimentos deben ser ofrendados con las dos manos.

Cada turista que llega a arrodillarse frente al hoyo recibe entre sus manos los alimentos precocidos por separado durante la tarde. Los alimentos los distribuye Oscar, y las bebidas otros como Indalecia, Lobo o Apaza. A sus espaldas unos 50 turistas fotografían el mo-mento más ceremonial de sus vidas. Nadie duda, todos miran y el mundo demuestra su necesidad de creer, y su obscenica obstinación por paralizar el tiempo, seguros de que la atención debe estar en cómo mostrar el retrato del mundo, aún a costas de perder el presen-te. Con la mente en la fotografía, los turistas interponen la máquina y sus formas al fondo que jamás podrán capturar.

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La literatura antropológica constata la utilización de sapos por parte de los Incas y poblaciones del norte de Bolivia y del Perú y aclara que al quemar las ofrendas, sólo los jefes podían observar las llamas.

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Con la descontractura del siglo XXI, Oscar enseña mientras a los turistas como ofrendar: primero la entrega de coca, des-pués alcohol, agua y comidas que hoy son empanadas, papas, habas, guiso, y volver a las bebidas blancas, vinos, mezclas y al final cerveza. Y un vaso diminuto de cerveza o vino enterito a quien ofrenda. Que podría interpretarse como “te doy pero tam-bién dejame que te robe algo”. No hay cantidades estipuladas, es al sentir, y en las ofrendas los hay generosos y precavidos. Y al finalizar, cuando cada recipiente se vacía debe ser lavado con la tierra hasta limpiar el pocillo y dejarlo inclinado sobre la tierra.

El más viejo del grupo, cierra el acto con su última ofrenda, saca el cuchillo que el primero clavó en el otro extremo de la tie-rra, saca los filtros de cigarrillo que hoy son LyM, CJ y Malboro, y con la tierra que estaba en frente tapa el pozo. Alguien reparte papel picado, otros quínoa y todo se tira en la apacheta.

No hay señales, ordenes, pero todo sucede. Ahora Lobo, In-dalecia, Rufina, Chacho y Walter en ronda coplean algunas cajas –dejávu del Carnaval. Todos detrás copian, cantan el coro.

No me trages madre tierraQue tengo que dejar semillaYa ha llegado el agosto con el viento Dando vueltasComo tierra remolino

Apaza de pie y al otro extremo del patio conversa entre risas con una turista cordobesa y cuando el frío los cansa, entran al salón donde suena una chacarera que los turistas bailan para calentarse el frío, mientras el viejo reloj de plástico colgado en la pared marca las cuatro.

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Suena un wairo, más tarde un carnavalito y tras el parlante un cartel blanco letras celestes dice: Silencio, porque estamos en una biblioteca.

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En numerosas culturas primitivas se tenía a la tierra como divi-nidad primigenia, si bien en ninguna se dio la trascendencia que tuvieron en esta parte de América y en el helenismo. Para los griegos, Gea, también llamada Telús en Roma, fue la diosa por excelencia de la tierra.

Curiosamente, tanto en Grecia, Roma, como en Cuzco, la diosa Tierra, Gea, Tellus o Pachamama tiene duales caracterís-ticas que suelen situarse como antípodas. Por una parte, como dispensadora de prosperidad y frutos, Gea es una particular pa-trona de la vida y la juventud, y en tal concepto en Atenas objeto de una devoción particular.

Por otra parte, esa misma divinidad que reparte tales ben-diciones sobre la tierra es, al mismo tiempo, la fosa sepulcral donde van a parar todas las cosas, el siniestro poder que con ineluctable rigor vuelve a encerrar en su oscuro seno a todo lo vi-viente. De ahí, que sea también en su propio sentido, una diosa de la muerte y de los infiernos, a la que solía invocar junto a los Manes. Se ha sugerido que los enterramientos del paleolítico, en que el cadáver aparece en cuclillas, responde a la idea de que eran depositados en la madre tierra para que volvieran a nacer, dice el Diccionario Mágico Jujeño de Antonio Paleari.

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Guanuqueando

Verteros de labios quebradosZampoñas y quenas sonandoAntiguo respiro en la bocaBesos, besos de mi razaPerdido en la noche de silencioLa tarde que se hace distanciaMisterios que el tiempo descifraÉse, ése es su respiro.

Siento quenas que en el viento huyenTrayendo amores y silencios de las peñasQue encierran el sol en su corazón.

Entre airampos de lunaZampoñas que en el viento huyenEn viaje buscando el cielo un cóndor vaComo mi ser resucitará buscando la luz.

Siento quenas que en el viento huyenTrayendo amores y silencios de las peñasQue encierran el sol en su corazón.

Ricardo Vilca, música; letra Graciela Volodarski

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5. sonidos de quebradas y culturas

Pasada la tarde de sol radiante, el cielo abre sus puertas de plo-mo, y llueve, llueve y llueve. Divididos y los norteños Fortuna Ramos, Micaela Chauque y Los amigos de Vilca esperan para hacer música. La tierra cruje y el cielo se ilumina en pleno abril, época de lluvias irrisorias. Ricardo Mollo –alto, morrudo, mo-rocho, campera y jean negros– recorre el escenario montado al aire libre y sin techo. La multitud espera bajo el diluvio, los asistentes corren para resguardar del agua los costosos equipos de sonido, mientras con secadores y escobillones, otros arrastran litros de agua.

Ahora y con una hora de retraso, cuando el cielo se calma, el trío de Divididos sube al escenario que unas semanas atrás era un cancha de rugby, y con el Cerro Chico y la Laguna de los Pa-tos como telón de fondo, a dos kilómetros del centro de Tilcara, se preparan para hacer su primer tema, El arriero va, como parte del reencuentro de Mollo con Tilcara. Antes el líder, el hombre que con su presencia movilizó 20 mil personas llegadas de dis-tintas partes del país, de rodillas, con la vista alternando entre el ennegrecido cielo y el inundado suelo, implora paz y dice.–No existen las casualidades, acá es imposible no creer en la Pacha-mama–.

La Pachamama también será recordada unos días después, cuando los caminantes suban a los cerros para Semana Santa. La misma liturgia vive en Tilcara y llevará a Micaela Chauque a tocar como una peregrina y vecina más en la banda de sikuris femenina María Rosa Mística luego de ser parte, con sus coplas, del show roquero. Y esa unión entre la música y las fiestas es moneda co-

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rriente en el norte argentino. Los carnavales, y su ritmo festivo son un paso recurrente en todos los artistas de la zona.–La música andina es también como un pacto, tiene identidad y representa a una gran cantidad de gente que la considera propia. Es una elección de vida, pero también disfrute y responsabilidad. Sin embargo la música andina es muy amplia según provincias y países. Además instrumentos típicamente andinos como la quena y el charango están pasando las fronteras: hoy hay bandas de rock y de reggae que los utilizan– dice la artista norteña que meses después estará llevando sus coplas al Luna Park, en otro show de Dividi-dos de esa integración musical.

Y para Chauque, como para Fortunato Ramos o Ricardo Vil-ca, no es una novedad. En la niñez y juventud de los tres nor-teños, las convenciones eran una abstracción desconocida y su pasión por la música, la única realidad. Nacidos entre quebradas y con escasos recursos, cada uno a su manera, dieron sus primeros pasos musicales bajo el hoy denominado ritmo de la cumbia.

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La cumbia, se hace palabra gastada como “globalización”, “tele-visión”, “influencia”, “jóvenes”. La cumbia se coló como el sol entre los cerros. Crece. Los jóvenes de antaño, jugaban con ella y ahora en el norte parece ser más visible que la tierra.

Camisa parda, pantalón de vestir azul y zapatos marrones re-cién lustrados, Fortunato Ramos a sus seis décadas recuerda con orgullo como en su juventud jugaba a ser el Cuarteto Imperial con su acordeón a piano y un guitarrista de apellido Vilca. La moda de aquellos tiempos la marcaban nombres como Leo Dan

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y Palito Ortega. Y el grupo de jujeños tocaba desde taquiraris hasta cumbias, que en ese entonces no sabían de villeras. Sin embargo antes de su muerte Vilca dejaba en claro que su adultez le permitía mirar en retrospectiva y analizar. –De chico, en mi pueblo se escuchaba folklore todo el tiempo. Y le debo mucho a la radio. Hoy se ha ido perdiendo un poco eso. Las nuevas FM pasan cumbia, cumbia y cumbia, y tanto está atentando contra la cultu-ra. Muchos chicos cantan eso en vez de coplas–. Y el conflicto dirá Vil-ca, es qué predomina en la vida sonora de las personas. En la vida de Vilca, el norte era patrimonio de los jujeños y no de la humanidad, la radio era el mayor medio de comunicación y el silencio era un eterno disfrute para el alma creativa. Si aún hoy, con rutas asfaltadas, empresas privadas en busca de minerales y un sinfín de turistas, el norte argentino, con su viento implacable, es el lugar donde descan-sa el silencio, donde el sol camina entre montañas, y los paisanos saben la hora con sólo mirar el cielo. En aquellos años 60´ el polvo corría más calmo y las gotas heladas de rocío eran contempladas por una mayoría parsimoniosa y atenta que iba a la escuela pública con el fin de aprender y no de comer, y recién en los momentos de ocio, imitaban los ritmos y costumbres capitalinas. –En mi norte compuse canciones con el sonido de la máquina en marcha (El último tren, por caso. Porque en la Puna cada ruido merece su atención). Yo los escucho, me inspiro y los musicalizo–, explica el creador de melodías basadas en el golpe de dos pie-dras, en el viento, el canto de un gallo, el andar de ovejas, llamas y burros que pueden rastrearse en cualquiera de sus discos (La Magia de la Raza, Nuevo Día o Majada de Sueños.–Me acuerdo de una experiencia muy linda, de saltar al cielo, di-gamos. Por mi casa pasaban todos los días una propaganda en un

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parlante, que era de don Arsenio Zuleta. Sonaban Ojos azules y Na-ranjitay. Yo la esperaba con la guitarra y trataba de coincidir la nota con el parlante, y si no lo conseguía tenía que esperar hasta el otro día. Doce menos cuarto pasaba, más o menos–. Y después de una sema-na, coincidía con el acorde y pegaba el grito: ¡Lo he descubierto! –Así es que se desarrolla más el oído y empezás a investigar. También las campanas de la Iglesia de Humahuaca, con las que se pueden hacer melodías. Y las piedras. Porque al no tener otro recurso había que buscar una referencia, y fueron las piedras. Entonces descubrí que las piedras también tienen sonido– dice Vilca y aclara: Todo tiene música. Todo. Hasta el silencio–.

Vilca explicó su historia con la música y su amor por la educación en una entrevista a Página/12 tres años antes de su muerte.–Nuestra música es una lucha y gran parte pasa por la educación. La escuela contribuye a que se vaya perdiendo la cultura. No puede ser que cruces a Villazón y los bolivianos hablen quechua, y nosotros no–.

Las enseñanzas de Vilca quedaron grabadas en discos y en su tra-bajo como docente. Durante 16 años trabajó como maestro de mú-sica en un colegio primario perdido entre los cerros, y como peda-gogía de enseñanza reversionaba el Himno Nacional en carnavalitos para que los chicos se diviertan y aprendan. Pero si hay enseñanzas que dejan los músicos, también están las que aprenden en su devenir social, cuando desean abrir la mente al mundo distinto a la melodía de otra sociedad. Era el 87´ y Vilca trabajaba como maestro de músi-ca en Coctaca, Rodero y Ronque (pueblos cercanos a Humahuaca). Y llega un cambio legal que lo hace titular y nuevo docente en Can-grejillos, a unas tres horas de su casa. –Los chicos eran como 250 más o menos, porque era una escuela albergue, de jornada completa. Entre los cuatro maestros nos tur-

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nábamos para atender el comedor. La primera clase fue un día lu-nes, una experiencia muy linda. Había un chico que tejía. Yo no aceptaba, porque cómo puede tejer un niño, esas eran cosas para las niñas. Pero al final me di cuenta de que son otras formas de vida, y al chico el padre lo deja todo el año ahí, y entonces aprende de todo, por las necesidades que tiene. Yo también aprendí a tejer en esa escuela, porque el tiempo sobra allí. No había instrumentos. Yo llevaba siempre una guitarra, pero al mismo tiempo, por estar cerca de la frontera con Bolivia, se podían conseguir las zampoñas y los sikus. Enseñaba con eso, o con las botellas. Sí, con botellas con agua. Era lo más accesible. Por suerte en ese tiempo todavía no ha-bía llegado el plástico. La música es fundamental para revalorizar sobre todo lo que es la identidad. Si el chico escucha radio, nomás, y no ve el instrumento en vivo, se interesa nada más que por lo que escucha, porque no sabe. Un instrumento como un charango, por ejemplo, que es chico, se puede llevar a todos lados. Los niños se sorprenden cuando lo ven. A veces tienen un oído que te admira, y nada más han despertado a un instrumento que no habían visto nunca antes–.

Y por aportes tan variados y fundamentales a la musicali-dad del norte argentino y a su pueblo, en 1983, Ricardo Vilca recibió el reconocimiento de la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (Unesco), por su contribución cultural a la Quebrada de Humahuaca.

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Abril, el sol ardiente de la tarde se esconde detrás de las cadenas montañosas y deja un aire helado con el recuerdo de la impre-

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vista lluvia de una semana antes en Tilcara en pleno recital. Los ancianos no dejan de emitir su opinión: la tierra estaba enojada y Mollo perseverante como los cerros, empeñado en sus recuerdos y sueños de filmar un DVD en su querido lugar.

Jujuy, la provincia más norteña del país, posee dos cabildos: el Real e histórico en San Salvador, ocupado por la Policía y en estado paupérrimo y sin revalorización turística; el otro, Hostal El Cabildo, en Humahuaca, es idea y obra de Fortunato Ramos y se encuentra en el centro de la ciudad. A pasos de las escali-natas que llevan al Inca de dos metros de puro bronce, a metros de una capilla dónde se cree que José Manuel Belgrano juró por primera vez una bandera blanca y celeste y a unos metros de la iglesia, se levanta la imponente estructura. –Construí el Cabildo parecido al de mayo, símbolo que aprendí cuando iba a la escuela primaria y enseñé como maestro rural, para que ese primer grito de libertad esté en la frontera de mi país– dice Ramos, coya patrio, sangre de mezcla como tantos Caupolicans, Guatipucos o Tupaca Marus en que gusta reflejar su aparente contradicción transformada en liderazgo en hombre anticorro-sivo, el mayor de siete hermanos, el padre de cuatro hijos. Todos los espectáculos tienen que tener cierta didáctica y un objetivo determinado para que el oyente aprenda. –Soy docente en el aula y también quiero serlo en el escenario para comunicar todo lo que llevo en mi interior–, dice Fortunato Ramos mientras recuerda como su erque sonaba junto a la guitarra de Mollo bajo el diluvio de Tilcara. Aquella tarde noche de Tilcara, la lluvia ponía en riesgo la integridad de los músicos, pero la emo-ción –a veces hasta las lágrimas– de los artistas hacía continuar el show con el único y tragicómico pedido de Mollo a la lluvia.

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–Espero que este no sea nuestro último show–.En Humahuaca, en el exterior de la Peña de Fortunato dos ado-

lescentes se besan sentados en los escalones de una de las dos puertas de entrada. Sobre el empedrado de la calle, dos perros sin raza evi-dente ladran al viento que lleva hojas y residuos. Todo sucede como en cualquier sitio a las seis de la tarde, pero a más de dos mil metros de altura, lejos, hasta para el oxígeno, que no llega al cuerpo en su tiempo y forma. Adentro una mujer seca vidriados vasos y Ramos explica sus peripecias de docente en la Puna. Ramos y el cóndor no conocen la palabra distancia, será por eso que ambos se pasearon por localidades escondidas en las montañas Mina Pirquita, Mina Agui-lar, Tres Cruces, Abra Pampa o Tilcara donde el docente impartía sus clases mientras el ave, luchaba por sobrevivir.

Los oriundos de Jujuy son en un sentido práctico e ideoló-gico jujeños. Conocen los distintos mundos que encierra Jujuy aunque no hayan viajado, saben –y no sólo por la escuela– dón-de están las yungas, las salinas, la quebrada, la puna, y se con-sidera parte de ese todo que en los mapas tiene forma de bota. Distintos son quienes viven en provincias como Buenos Aires y no sienten parte de un todo al mar argentino, las sierras, o el Río de La Plata.–Primero soy maestro, trabajé con chicos de las escuelas primarias rurales, de ahí que conozco los instrumentos de la zona y toco la anata, el erque, el erquencho y uno que no es del lugar pero que se adapta muy bien para hacer cuecas, carnavalitos y bailecitos: el acordeón a piano– cuenta Fortunato Ramos, el más popular de los músicos jujeños, como si no lo fuera.

El norte es viento constante con ruido a soplo que baja de las montañas. En la ruta 9 se oye el pasar veloz de los autos. En las

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calles sigilosas los ancianos a paso lento sienten silencios mien-tras a unas pocas cuadras un niño, como casi todos los niños del norte tararea una cumbia capitalina, en un mundo inhóspito o perfecto, en su interminable imperfección, puñados de ba-rrios, con comercios, casas, oficinas mínimas en la inmensidad de montañas eternas multicolores rocosas, frías y nevadas, en la calle Jujuy esquina San Luis en letras negras cursivas y anchas se anuncia la Peña de Fortunato Ramos. Sentado sobre la si-lla de madera con cuero de vaca, codos sobre la mesa cuadrada de pino, Fortunato Ramos es la conjunción de todos: mestizo, unión de padre Español (Saturnino Ramos) y madre indígena (Concepciona Sala), cara tosca redonda marrón, nariz en punta, también docente y músico. –Aunque soy colla no es para que me digan quedate con tus ovejas: yo soy colla pero no pelotudo, con mis instrumentos conocí todo el mundo. Soy parte de esa cultura Colla que considero es muy impor-tante y durante siglos fue desmerecida hasta por escuela, donde se leían personajes ajenos pero similares a los nuestros como Quijote y El jorobado de Notredam–.

Dicen que la primera solución es visualizar los problemas, por eso quizás quien intentó paliarlos fue el mismo docente Ra-mos que se encontraba con la dificultad de hacer llegar textos con otra idiosincrasia y geografía a los niños del norte argentino. Y con su impronta áspera y seca, publicó libros como Personajes de la Quebrada, Poemas costumbristas de un maestro rural, Los ru-nas y changos del alto, Costumbres, poemas y regionalismos y Collas de la Quebrada de Humahuaca.

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Cual José de San Martín y Simón Bolívar en Guayaquil, Vilca y Mollo se encontraron en el 2000 en Tilcara para sellar una amistad bajo la insignia de una patria unida por la música que deje atrás las diferencias de género y estilo impuestas por la in-dustria y que separan a los pueblos. Con un show gratuito, diez años después Mollo recordó a su fallecido amigo en su hábitat natural: música y cerros.–No voy en avión, voy en tren– se escucha decir al vientista José González, miembro del conjunto Los amigos de Vilca, invir-tiendo el orden que Charly puso a su tema, recordando a Vilca y haciendo alusión a la importancia del tren (pauperizado con las privatizaciones neoliberales y olvidado por las pantomimas seudoprogresista).

Era el momento del recuerdo y sonaban los acordes com-puestos por Vilca en Guanuqueando:

Verteros de labios quebradosZampoñas y quenas sonando Antiguo respiro en la bocaBesos, besos de mi razaPerdido en la noche de silencioLa tarde que se hace distanciaMisterios que el tiempo descifraÉse, ése es su respiro.

Docencia, amor por sus costumbres y su tierra son puntos de encuentro entre los artistas jujeños como Ricardo Vilca, Micaela Chauque y Fortunato Ramos. Los tres fueron tentados en Bue-nos Aires para dedicarse por completo a la música, y a pesar de

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las penurias económicas, del olvido social y el desamparo de las discográficas, productoras, teatros y público, decidieron quedarse entre montañas, devolver a su pueblo sus creaciones y esperar con calma algún destino, prefijado por dioses o por fiestas. –Me dijeron de ir, pero yo no. La ciudad, no me deja crear. Por ahí cae un rayo en la quebrada, me inspiro en él. Necesito alejarme, porque los temas los hago en el lugar y con su gente, conviviendo. Es fundamental para contar mi verdad–. Y la verdad de Vilca también incluía sobrevivir en Jujuy impartiendo clases en co-legios, donde conoció a Micaela Chauque. Juntos formaron un trío que proyectó conciertos para escuelas públicas de toda la provincia.

Pero antes Chaque también había probado el fruto maduro de la ciudad. Con una infancia en Iruya, primaria en Los Toldos y secundaria en Salta, la vida de esta morocha 1,70 y siempre sonriente, se convertía en un camino hacia ciudades más densas sin aparente retorno. El tiempo en Buenos Aires llegó por la necesidad de bailar folklore y estudiar un profesorado que no existía en Jujuy. Paradoja del falso federalismo que para estudiar ritmos locales hay que viajar al centro del país. En la gran ciudad vivía con sus tíos en Merlo, estudiaba en el Instituto Universi-tario Nacional de Arte, daba clases en la casa de Santiago del Estero y de Salta, vendía artesanías en la Feria de Mataderos, en Plaza Francia y los fines de semana tocaba con un grupo de amigos del norte. Luego llegaron los shows con Jaime Torres y aunque la fama y el futuro alentador era Buenos Aires, decidió volver al a sus cerros. –No me gustan las ciudades, por la vida, el ritmo, el trato, acá tengo todo, vivo más tranquila más en contacto con la música. Todo

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me llama a Tilcara. De toda mi juventud mis amigos estaban acá. Iruya no permite tanto acceso a la ciudad, y acá yo podía seguir con la música, y puedo subir los cerros y ver el paisaje todos los días–.

Quienes migran añoran las quebradas, sus paletas de cambiantes colores. Escriben, cantan y hablan con la entonación del que cruza un camino en pendiente, como los remolinos de la tarde.

Chauque habla sentada sobre un cajón peruano, uno de los tantos instrumentos que se apilan en su local frente al Pucará. Los Pucarás eran los sitios estratégicos, elevados y alejados desde donde los indígenas, que en algunos casos también vivían allí, podían ver a sus enemigos antes de en-frentarse. El Pucará de Tilcara es un museo con refugios de piedra a imagen de los que alguna vez habitaron estas tierras. El predio está bajo la órbita de la Universidad de Buenos Aires y es uno de los principales atractivos turísticos, visi-tado por bandadas de combis y autos importados. Entre el río y el Pucará el municipio alquila una docena de puestos y una de sus inquilinas es Chauque, quien vende instrumentos musicales de la zona como quenas, sikús, anatas, charangos y bombos. En el dos por tres donde trabaja todas las mañanas, cuelgan una bandera argentina y un poster que anuncia un show que pasó hace tiempo, y también se pueden encontrar discos de música, fundas, aguayos y anillos. –Además acá puedo hacer todos los rituales que se viven en la que-brada: Pachamama, cantar coplas en carnaval, flechada, señalada, y la fecha de las almas, festival del enero, en julio el Inti Raimi, Luminaria, San Juan, todos los santos y en semana santa toco con mi banda de sikuris femenina–, cuenta ella mientras un francés baja de una combi y mira los compact que ella vende.

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Todo sucede con el ritmo pausado que imprimen los dos mil metros de altura de la Quebrada: mientras el hombre de bigote blanco y jean no puede hablar por el cansancio, el equipo que debería reproducir música no lo hace. La artista, docente y mercader corre a otro puesto sobre sus zapatillas blancas, con sus mechas negras recogidas y pullover naranja sobre su espalda.

La venta, al único cliente en toda la mañana, nunca se con-cretó, pero ella habla animada y se define.–Soy coya porque no quiero definirme en un solo lugar, y las defini-ciones culturales van más allá de las divisiones políticas. Y soy coya porque históricamente mi familia se crió y vivió de una manera. Se trata no de tu color de piel sino también de la forma de pensar–.

Es pasado mediodía y la coplera del norte llama desde su ce-lular un remís que está ocupado. Caminará al mercado, llenará sus manos de bolsas con frutas y verduras, mientras el bullicio se mezcla con la cumbia, los olores a frituras de pollos, carnes asadas y grasos guisos.

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–La única diferencia es que ustedes respiran un poco mejor que nosotros; venimos a robarles un poco de sol y aire, gracias–. Son las primeras palabras de Mollo, es abril de 2010; la excusa, el nuevo disco de Divididos. Es también el reencuentro con el sonido del viento en su galope a las montañas, la unión de generacio-nes, culturas, amistades, amores que demuestra la inexistencia de fronteras entre el rock, los carnavalitos, los bailecitos o las cuecas.

Es de noche, se divisan las montañas y una multitud venida

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de los distintos rincones del país oye los últimos acordes de Mo-llo, quien parece de fiesta con una sonrisa de oreja a oreja y la emoción que por momento se hace lágrimas bajo el manto de lluvia y, quizás, por el recuerdo de Vilca que suena en los acordes de Guanuqueando; quizás en memoria de los sonidos del Car-naval, que así como se vive en Tilcara, en el Temperley natal de Mollo significaron a los 9 años la primera presentación pública, ante años de dudar de su talento.

Guanuqueando, que suena entre gotas de lluvia y lágrimas, es la composición más famosa de Ricardo Vilca, sin embargo guarda muchas historias. A diferencia de la mayoría de sus crea-ciones, el norteño hizo la melodía del tema como un ejercicio musical, que más tarde sumó la letra de Graciela Volodarski quien cuenta que al “momento de ponerle un título a la canción y después de mucho pensar le puse Guanuqueando, como quien dice tocando, queneando, zampoñando; no fue escrita en honor a Carlos Guanuco, simplemente tomé el apellido de manera metafórica ya que por esa época el músico venía asiduamente a nuestra casa y tocaba sus instrumentos de viento junto a Ricardo”. Luego Ricardo Mollo propuso grabarla e incluirla en su disco Vengo del placard de otro, y el sonido ejercitado por en escuelas de la Quebrada se popularizó.

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De mirar hacia allátodo se congela.Amanecer sin despertar,todo ese paisaje ya no está.

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Aire y luz, allá en Jujuy.Hoy parcelas, Pucará.Arquitectos de antifaz,los antiguos ya no están.No están,no están,no están.Forestal de ciudad,bosques de hormigón.Vista desde el piso mil,también te podés tirarNo están,no están,no están.

Junio en Luna Park de Buenos Aires. Jujuy era un recuerdo y el nombre del tema que sonaba en el escenario capitalino donde el clima de unión musical nacido entre cerros tenía nuevamente a Ramos y Chauque. Mollo sentía que había algo nuevo que decir y grababa el DVD y nuevo álbum de Amapola del 66, después de ocho años de silencio discográfico. –Queríamos, trasladar ese aire norteño a Buenos Aires, traer un poco de ese aire fresco para acá–.

Mientras en el Club Belgrado de Tilcara, frente a la Terminal de Ómnibus, el mismo junio, como el resto de los meses del año, y sin importar fiestas nacionales o indígenas, la cumbia suena a todo vapor. En el nuevo siglo, un club de fútbol es la sede tilcareña de la cumbia tropical más ruidosa, villera o melan-cólica según el músico invitado de Buenos Aires.

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Índice

agradecimientos 5

prólogo 7

tilcara 8

1. Enero de contradicciones 11

2. Carnaval 29

3. El caminar de sikuris religioso 47

4. Conversaciones con la pachamama 61

5. sonidos de quebradas y culturas 79

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Cómo mata el viento norte

Cuando agosto está en el día,

Y el espacio nuestros cuerpos ilumina

Un mendigo muestra joyas

A los ciegos de la esquina

Y un cachorro del señor nos alucina

Háblame solo

De nubes y sal

No quiero saber nada

Con la miseria del mundo hoy

Hoy es un buen día

hay algo en paz

La tierra es nuestra hermana

Marte no cede

Al poder del sol

Venus nos enamora

La Luna sabe de su atracción

Mientras nosotros

Morimos aquí

Con los ojos cerrados

No vemos más que nuestra nariz

Cómo mata el viento norte

Cuando agosto está en el día

Y el espacio nuestros cuerpos ilumina

Señor noche, se mi cuna

Señor noche, se mi día

Mi pequeña almita baila

De alegría, de alegría

(Cómo mata el viento norte, Sui Generis, 1976)