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VIDA Y DIALÉCTICA DEL SUJETO La controversia de la modernidad

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VIDA Y DIALÉCTICADEL SUJETO

La controversia de la modernidad

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Colección Razón y SociedadDirigida por Jacobo Muñoz

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Eduardo Álvarez

VIDA Y DIALÉCTICADEL SUJETO

La controversia de la modernidad

BIBLIOTECA NUEVAEDICIONES DE LA UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DE MADRID

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© Eduardo Álvarez González, 2013© Editorial Biblioteca Nueva, S. L., Madrid, 2013 Almagro, 38 28010 Madrid www.bibliotecanueva.es [email protected]© UAM Ediciones/Servicio de Publicaciones de la Universidad Autónoma de

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Álvarez González, EduardoVida y dialéctica del sujeto : la controversia de la modernidad. –

Madrid : Biblioteca Nueva, 2013.576p. ; 21cm.ISBN 978-84-9940-501-81. Historia de la fi losofía occidental 2. Ética y fi losofía moral1(09) hpc17 hpq

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Índice

Introducción.—Consideraciones y problemas en torno a la concepción del sujeto moderno ........................................ 13

Primera parteEL PRIMADO METAFÍSICO DEL SUJETO

EN LA GNOSEOLOGÍA MODERNA

Capítulo 1.—La afirmación cartesiana del sujeto ................ 31 1.1. La voluntad de comenzar de nuevo ................................ 31 1.2. De omnibus dubitandum est .......................................... 35 1.3. De la verdad a la certeza ................................................. 36 1.4. El yo sustancial ............................................................... 39 1.5. El sujeto de las pasiones .................................................. 44

Capítulo 2.—De la res cogitans al yo trascendental de Kant . 47 2.1. Antes de Kant: breve digresión sobre el empirismo mo- derno .............................................................................. 47 2.2. El giro copernicano hacia el sujeto trascendental ............ 53 2.3. La apercepción pura del yo ............................................. 57 2.4. La libertad del sujeto como voluntad racional ................ 60 2.5. El individuo en la historia y el plan oculto de la naturaleza .. 69

Segunda parteLA DIALÉCTICA DEL SUJETO

Capítulo 3.—El camino del idealismo alemán hacia la dia- léctica especulativa del concepto .................................... 79 3.1. De la apercepción pura de Kant a la autointuición del yo en Fichte: la superación especulativa de la «teoría del conocimiento» ................................................................ 79 3.2. La autogénesis del yo en la Doctrina de la ciencia de 1794 . 84 3.3. La conciencia como manifestación del absoluto en la expo- sición de la Doctrina de la ciencia de 1804 ...................... 89

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3.4. Breve apunte sobre Schelling .......................................... 92 3.5. La tarea de la fi losofía hegeliana: la escisión de la conciencia y su superación en el saber absoluto ............................... 97 3.6. La dialéctica de la vida: la negatividad y la razón especu- lativa ............................................................................... 102

Capítulo 4.—La génesis de la subjetividad en la FENOMENO- LOGÍA DEL ESPÍRITU: de la independencia vital a la libertad de la autoconciencia .......................................................... 111 4.1. La vida se hace sujeto a través de la acción ...................... 111 4.2. La duplicación de la autoconciencia ............................... 115 4.3. La lucha por el reconocimiento ...................................... 117 4.4. La dialéctica del señor y el siervo .................................... 119 4.5. La libertad de la autoconciencia realizada en el pensamiento 123 4.6. Breve apunte sobre la objetivación de la libertad del sujeto .. 130

Capítulo 5.—La dialéctica materialista del sujeto en la obra de Marx ................................................................................. 135 5.1. De Hegel a Marx: el sentido de la razón y el problema de la inteligibilidad de la experiencia ................................... 135 5.2. El signifi cado de la actividad teórica ............................... 140 5.3. La naturaleza en relación con la subjetividad del hom- bre y la cuestión del materialismo ................................... 147 5.4. La discusión sobre la «naturaleza humana» y el concepto central de «praxis social» ................................................. 153 5.5. La cuestión de la dialéctica ............................................. 158 5.6. El descentramiento de la conciencia: cosifi cación y aliena- ción ................................................................................ 172 5.7. El sujeto como categoría social y la condición del individuo 181 5.8. La cuestión de la autonomía y el debate sobre el huma- nismo ............................................................................. 192

Tercera parteEL SUJETO EN CUANTO VIVIENTE

Y LA CONTROVERSIA SOBRE LA VIDA DEL ESPÍRITU

Capítulo 6.—El mundo del sujeto como voluntad y como representación ..................................................................... 199 6.1. La experiencia metafísica o la conciencia de la voluntad . 199 6.2. El espejo del mundo: el sujeto de la representación ........ 204 6.3. La autoconciencia frente a la voluntad de vivir ............... 207

Capítulo 7.—La vida de la conciencia y las fabulaciones del espíritu: los caminos de Nietzsche ............................. 215 7.1. La voluntad de poder o la infi nita fragmentación del sujeto 215 7.2. La jerarquía de la vida ..................................................... 223

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7.3. El cuerpo y las fabulaciones de la conciencia: el problema de la crítica genealógica .................................................. 229 7.4. El hombre como animal ................................................. 239 7.5. El problema del nihilismo y la cuestión del ultrahombre 250

Capítulo 8.—El espíritu frente a la vida: el problema de la subjetividad del ANTHROPOS .................................................. 261 8.1. Entre el espíritu de Hegel y la larga sombra de Nietzsche. Breve apunte sobre la subjetividad romántica ................. 261 8.2. La vida que se percata de sí misma, o la vivencia como forma del espíritu, según Dilthey ................................... 268 8.3. El viviente, el yo y su circunstancia, según Ortega .......... 275 8.4. La vocación y el imperativo de la autenticidad ............... 284 8.5. La defensa de la autonomía del espíritu y de su lugar sin- gular en el cosmos, según Scheler ................................... 295 8.6. Vinculación al entorno y apertura al mundo. El carácter posicional del viviente .................................................... 301 8.7. La forma de la posición excéntrica del yo, según la teoría de Plessner ...................................................................... 308

Cuarta parteLA DISCUSIÓN SOBRE EL SUJETO

EN LA FENOMENOLOGÍAY EN RELACIÓN CON LA NOCIÓN DE EXISTENCIA

Capítulo 9.—La restauración del primado del sujeto en la fenomenología de Husserl ................................................. 319 9.1. La crisis de la razón y la recuperación neocartesiana del enfoque gnoseológico ..................................................... 319 9.2. El problema del fenómeno originario ............................. 322 9.3. Del yo natural al yo trascendental .................................. 326 9.4. La intencionalidad constituyente del ego ......................... 332 9.5. La vida pura de la conciencia y su carácter bilateral ........ 338 9.6. Constitución del sentido y síntesis del objeto ................. 342 9.7. El yo como forma de la síntesis universal: la continua con- ciencia del tiempo inmanente y la unidad sintética de las vivencias ......................................................................... 347 9.8. La reducción eidética, la cuestión del ego puro y su signi- fi cado antropológico ....................................................... 355 9.9. El yo de los otros y el problema de la intersubjetividad .. 364 9.10. Breve apunte sobre la noción de Lebenswelt .................... 378

Capítulo 10.—El DASEIN y la crítica heideggeriana de la filo- sofía del sujeto .................................................................... 383 10.1. Sentido general de la crítica de Ser y tiempo a la fi losofía del sujeto .............................................................................. 383

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10.2. El Dasein y el sentido de la apertura como existencia ..... 387 10.3. El signifi cado general del ser-en-el-mundo como crítica del idealismo moderno ................................................... 391 10.4. La reinterpretación hermenéutico-existencial de la feno- menología trascendental ................................................. 400 10.5. La vida interhumana y la existencia auténtica ................. 405 10.6. Autenticidad, alienación y autonomía en relación con la sociedad moderna ........................................................... 412 10.7. Más allá de Ser y tiempo: la acentuación de la deriva hacia el irracionalismo ............................................................. 420 10.8. El debate con Cassirer en Davos: Kant y la discusión so- bre la fi nitud del hombre ................................................ 423 10.9. La cuestión del humanismo ............................................ 426

Capítulo 11.—La conciencia como escisión en la fenome- nología existencial de Sartre ............................................ 435 11.1. La concepción no egológica de la conciencia: el cogito prerre- fl exivo ............................................................................. 435 11.2. El Para-sí y el problema de la nada ................................. 441 11.3. Las formas de nihilización del ser por la conciencia ........ 447 11.4. La facticidad del Para-sí y la cuestión del cuerpo ............ 453 11.5. La acción o el problema de la libertad ............................ 456 11.6. La irrupción del prójimo y la cuestión de la intersubjeti- vidad .............................................................................. 463

Capítulo 12.—Entre la fenomenología y la dialéctica: la subjetividad del cuerpo según Merleau-Ponty ............... 475 12.1. La fenomenología como descripción del mundo que está ahí .................................................................................. 475 12.2. Entre la fe perceptiva y la refl exión: el discurso de la fi lo- sofía ................................................................................ 480 12.3. El lugar trascendental del cuerpo .................................... 486 12.4. La ambigüedad de la existencia ....................................... 494 12.5. La cuestión del cogito y la temporalidad .......................... 499 12.6. La subjetividad del otro y el mundo interhumano .......... 505 12.7. La dialéctica de lo visible y lo invisible ............................ 510 12.8. A modo de crítica: la dialéctica frente a la fenomenología . 517

Quinta parteSUJETO Y DIALÉCTICA EN LA CRISIS

DE LA MODERNIDAD

Capítulo 13.—El ocaso del sujeto trascendental, la recupe- ración del discurso marxista sobre el sujeto y las obje- ciones postmodernas ........................................................... 523 13.1. Reconsideración en clave dialéctica del proyecto moderno del sujeto: pretensiones y difi cultades ............................. 523

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13.2. La renovación del pensamiento marxista sobre el sujeto en la Escuela de Frankfurt: el individuo en el mundo total- mente cosifi cado ............................................................. 532 13.3. La discusión acerca de la diferencia a partir de la dialéctica y de la tesis heideggeriana sobre la diferencia ontológica . 540 13.4. El «pensamiento de la diferencia» según Derrida ............ 546 13.5. El uso de Marx y Nietzsche en la genealogía del sujeto propuesta por Foucault ................................................... 550 13.6. La experiencia y sus márgenes: emancipación y exclusión a propósito de la razón moderna .................................... 558 13.7. Ética y estética de la existencia: el cuidado de sí y la autonomía del sujeto ...................................................... 564

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Introducción

Consideraciones y problemas en tornoa la concepción del sujeto moderno

La controversia filosófica de la modernidad ha girado en sus líneas fundamentales en torno a este principio axial del sujeto, dando aliento en su origen a una disputa metafísica sobre el conocimiento, pero orientán-dose también de manera más amplia en un sentido antropológico hacia la discusión moral, política y cultural en general. Tanto en su origen como en la proclamada crisis de la modernidad, encontramos el proble-ma de la condición del sujeto, definido por oposición a ese mundo al que al mismo tiempo pertenece. Pues bien, la confrontación con este concep-to, con sus posibilidades y límites, nos obliga a volver sobre los momen-tos de su génesis y de su cuestionamiento como principio filosófico, tan-to para entender la mistificación idealista que marcó su origen y justifica buena parte de la crítica que se alzó en su contra como para poner en cuestión el precipitado rechazo de que ha sido objeto por parte de la es-cuela heideggeriana y posmoderna.

En su concepción moderna, el sujeto nace como un principio crítico que transforma la cultura tradicional alzándose sobre todo en contra del dogmatismo religioso que la sostenía, aunque desplegando sus efectos con un rendimiento que ha incidido tanto en el terreno del saber como en el de la organización práctica de la vida social, así como en el vasto campo de la cultura en general. Esa nueva idea del sujeto, presentado como sustrato y fuente de todo valor y legitimidad, que se va abriendo camino en la cul-tura moderna, contribuye a socavar el orden intelectual de la sociedad tra-

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dicional, en tanto establece el principio de no aceptar como válido más que aquello a lo que el propio individuo presta su consentimiento —en el te-rreno de la ordenación práctica de la vida—, o de lo que él mismo se ase-gura a través del uso de sus facultades naturales —en el plano teórico—. Como consecuencia de ello, todo el orbe de la cultura se inclina hacia esa nueva figura emergente mediante la cual el hombre moderno se coloca en el centro para reinterpretar desde ahí el conjunto de su experiencia. De este modo se refleja en el terreno intelectual la compleja tendencia de transfor-mación económica y social de la sociedad europea, que promueve la inicia-tiva del individuo y el nacimiento del liberalismo en el cuadro más general del desarrollo del capitalismo. En el terreno más difuso de los principios y los valores esa gran transformación alcanza su más señalada expresión con el humanismo, cuyo origen —formando parte del amplio proceso de seculari-zación— se puede rastrear a partir del Renacimiento, aunque no despliega todo su alcance más que a partir de la época de la Ilustración.

Aunque la evolución de este nuevo concepto de subjetividad no sigue una línea uniforme, y además va introduciendo elementos nuevos que se van incorporando a su definición1, sí podemos destacar algunos hitos en su génesis y desarrollo, y anticipar así una serie de consideraciones complemen-tarias que nos acercan a su complejidad aclarando algunos de los sentidos intrincados en ella:

a) En primer lugar, hay que señalar que el giro hacia el sujeto que inau-gura la modernidad se inició, al menos en la metafísica, cuando Descartes reinterpreta en un sentido nuevo el significado del sub-iectum, que la onto-logía tradicional comprende como uno de los sentidos del sub-stratum, término que vierte al latín el significado del término griego «hypokéime-non», empleado por Aristóteles para designar a ese «sujeto» último de la realidad que, en cuanto entidad primera, subyace y soporta en última ins-tancia a todas las demás. Ahora bien, eso que subyace como sustancia pri-mera y está, por decirlo así, puesto por debajo (sub-iectum, participio del verbo subjicio) y dando soporte (subs-tantia) a cualquier otra realidad, es reinterpretado ahora como la sustancia-sujeto o res cogitans que sostiene todas sus representaciones como los modos en que de entrada se presentan

1 En este sentido, la interpretación ofrecida por Heidegger ha sido criticada por ser de-masiado uniforme y unilateral, ya que pasa por alto determinados planteamientos modernos que no encajan coherentemente en ella, como, por ejemplo, el de la tradición empirista. Sobre este asunto, véase A. Renaut, La era del individuo. Contribución a la historia de la subjetividad, trad. de Juan Antonio Nicolás, Barcelona, Destino, 1993, págs. 35 y sigs. Sobre la interpretación heideggeriana del giro moderno hacia el sujeto, véase Nietzsche, II, trad. Juan Luis Vermal, Barcelona, Destino, 2000, passim, págs. 25-26, 57 y 109.

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todas las cosas, de acuerdo con una forma de pensar que comprende la fi-losofía como teoría del conocimiento: el sujeto metafísico es a partir de ahora ante todo el sujeto del conocimiento; es decir, es una sustancia que no consiste en otra cosa sino en la actividad del pensamiento que además se intuye como la unidad de un yo. Por lo tanto, no hay que perder de vista que, según este planteamiento que origina la metafísica del sujeto, la afirmación de su primado ontológico deriva precisamente de la constata-ción de que el yo se tiene a sí mismo de manera inmediata en cuanto acti-vidad de pensar, pues siempre sabe de sí al tiempo que se representa cual-quier objeto. Dicho de otro modo: es «cum-scientia».

Esto plantea el problema de la variada terminología que se emplea en este contexto. Por un lado, hablamos de la «conciencia», que es el resultado de hacerse consciente, aunque una vez que el adjetivo se convierte en sus-tantivo parece designar una especie de facultad con la que nos referimos al modo más inmediato de determinar el cogito, en cuanto saber cierto de sí que acompaña a toda representación. Ahora bien, en la medida en que a través de ese saber de sí se distingue de (y frente a) cualquier cosa que sea objeto de su atención, la conciencia es pensada como «sujeto», en cuanto se constituye como sí-mismo frente a la alteridad de los diversos objetos. Es decir: el sujeto es lo contrapuesto al objeto; lo que se afirma en tanto diverso del objeto, pero en necesaria conexión con él. Por lo tanto, el tér-mino «sujeto» lo empleamos para determinar el modo de ser de la con-ciencia como el de algo que no puede ser objeto, aunque se constituya en referencia a él. Pues no hay conciencia que se autoposea sin referirse a un objeto, ya que solo a través de este llega a sí misma: toda conciencia es, en su raíz, referencia a un objeto. Por eso, cuando trata de dirigir su atención directamente hacia sí misma, es ella la que en ese caso cumple la función de objeto. Aunque, por otro lado, siendo —como es— sujeto, este quede desnaturalizado cuando es observado desde la perspectiva de la objetivi-dad. De ahí que la filosofía de la modernidad haya mostrado la contradic-ción, o al menos la paradoja, que encierra el concepto de la autoconcien-cia, pues el cumplimiento de dicho concepto supondría convertir a la conciencia (o sea, al sujeto) en objeto, aunque solo lo fuera para sí misma. En este sentido, Sartre ha señalado —desarrollando una idea de Hegel— que dicho movimiento de objetivación de la conciencia fracasa necesaria-mente, pues el sujeto nunca llega a reconocerse en ninguna identidad objetiva, lo cual le lleva a sostener que la experiencia de sí como objeto solo se alcanza a través del prójimo, que nos coloca ante nuestra vivencia de ser objeto para él.

Por lo tanto, la concepción moderna del sujeto convierte a todo cuan-to se halla frente a él en objeto, es decir, en aquello que aparece como lo contrapuesto al yo (lo que —según su etimología— remite al término la-

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tino «objectum»; en alemán, «Gegenstand»), lo-que-se-presenta-ahí-delante; pero también puede significar algo cuya realidad aparece como incuestio-nable y vale con necesidad para todos, poseyendo así objetividad en el sentido más usual del término (tal es el sentido de «objeto» en el término alemán «Objekt»). Y del mismo modo que al objeto en cuanto lo-puesto-ahí-delante y diferente de mí —caracterizado por su alteridad— se opone el sujeto como mismidad o «sí mismo», la otra acepción del objeto —lo expuesto por igual para todos, que posee objetividad— se opone a lo sub-jetivo en el sentido de lo meramente referido a mi punto de vista. Esto plantea la curiosa paradoja de que «subjetividad» significa tanto la deficien-cia de una opinión en cuanto carece de valor objetivo, como también —y ahora como sustantivo— la base propuesta por el idealismo sobre la que se funda la objetividad de lo real. La solución que el pensamiento moderno encuentra a esta aparente contradicción consiste en la invocación de un sujeto trascendental, diverso del yo empírico individual y en ambigua rela-ción con él. La formulación modélica de esta concepción es la de Kant, que identifica el yo trascendental con el sujeto racional.

Además, y prosiguiendo con la cuestión de los diversos usos termino-lógicos, el sujeto también ha sido comprendido como «yo» (o «ego»), que es una determinación que introduce al menos dos sentidos nuevos: prime-ro porque este término supone un principio de unificación e identidad sobrepuesto a la escisión que entraña la conciencia (algo que Sartre, por ejemplo, rechaza hasta el punto de que la suya es una filosofía de la con-ciencia, pero no del yo); y además porque dicho pronombre supone la distinción entre la subjetividad del yo y la que corresponde al otro, a los otros o incluso al nosotros.

Así pues, de este comentario sobre la terminología resulta que el em-pleo de uno u otro término no es indiferente, sino que puede tener conse-cuencias filosóficas de peso, aunque de momento, en estas consideraciones iniciales de carácter general, no haremos de ello cuestión.

b) En segundo lugar, hay que señalar que la conciencia-sujeto reúne tanto el carácter de sustancia o cosa (res) como el de actividad (cogitans). En efecto, en primer lugar, la noción del subiectum como substratum recoge la herencia del sustancialismo de origen aristotélico, de modo que representa la persistencia de esa concepción en la época moderna. El yo es así com-prendido como el primer principio de lo real, y la verdad que él representa se convierte en la garantía última de cualquier otra verdad (sustituyendo en esa función a la vieja idea de Dios), por lo que Descartes puede tomar ese principio como base para reconstruir a partir de él la metafísica después de haberla puesto en duda. Y esta centralidad asignada al sujeto entraña un antropocentrismo diferente del que inspiró a otras épocas anteriores, pero

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congruente con el giro humanista que identifica al hombre y a su concien-cia como el fundamento único del saber y de los valores que orientan acti-vamente su vida en el plano moral, político o estético. Pero, en segundo lugar, se subraya que la conciencia no es sino la actividad (representativa y reflexiva) que permite al pensamiento captar todas las cosas, de modo que ese yo en realidad no consiste más que en la actividad pensante en la que se resuelve. Ahora bien, esta segunda consideración entra en conflicto con la primera, pues se trata de dos principios que mantienen una tensión en la concepción cartesiana de la conciencia y que se desarrollan posteriormente según lógicas divergentes, especialmente desde Spinoza y Kant, de modo que la idea de la actividad creativa del yo irá socavando la visión cósica o sustancialista del sujeto hasta hacerse incompatible con ella, sobre todo cuando esa actividad llega a concebirse en el idealismo poskantiano como negatividad. En esta última versión, el yo es concebido también como re-sultado de la actividad que él mismo desencadena, de modo que aquel yo inmediato de Descartes se convierte en Fichte y Hegel en un yo también mediado por el objeto. De esa forma, aquella noción de sustancia pierde su sentido original cósico y solo llegará a conservarse mediante una reinter-pretación que destaca el dinamismo interno que la constituye. Y con esta nueva significación, puede afirmarse que ambas tendencias convergen en la filosofía de Hegel, que en cierto modo lleva a su término la lógica inma-nente de aquella doble consideración acerca del sujeto: la que destaca su carácter como sustancia (el sujeto como base o fundamento) y la que hace hincapié en la actividad en la que consiste en cuanto conciencia. Así pues, llegados a este punto, la sustancia-sujeto ha perdido su significado cósico y no se distingue ya de la actividad en la que se resuelve, de tal modo que la formulación cartesiana, que no conseguía justificar la aparente contradic-ción entre el carácter cósico y el activo de la conciencia, es finalmente su-perada en la concepción hegeliana de la sustancia-sujeto en cuanto resulta-do positivo de la negatividad infinita. El intento posterior de Husserl de volver al punto de partida cartesiano no trata de recuperar, sin embargo —como veremos—, el sustancialismo de su formulación original.

c) Ahora bien, cuando nos referimos a la actividad de la conciencia, conviene señalar que no se trata solo de la actividad del «yo pienso», tal como aparece en el planteamiento cartesiano, sino que dicha actividad será comprendida cada vez más mediante el elemento creativo y dinámico que la constituye y que es expresión de la vida interna del sujeto e inseparable de él. Es decir: el sujeto no es solo un ser consciente, sino también una cierta potencia: la voluntad. Así, Leibniz entiende la actividad de la sustancia-sujeto o mónada como fuerza (vis), que al mismo tiempo se determina como «perceptio» y como «appetitus». En efecto, el sujeto se resuelve en su

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propia actividad tanto cuando crea a partir de sí mismo los propósitos que le guían como también en la representación que se forja de las demás cosas (aunque se recurra a una armonía preestablecida con las otras mónadas). Ese principio conducirá más adelante a Kant a interpretar el conocimiento como actividad que configura su objeto (algo que ya parecía obvio en el terreno de la acción moral), y a la ciencia —desde Galileo— a concebir la tarea del conocimiento a partir de la iniciativa que crea artificialmente las condiciones experimentales para la investigación de los fenómenos, activi-dad que además transforma técnicamente el medio de un modo que revier-te sobre la forma de ser del sujeto. Por lo tanto, según esta concepción, el sujeto no consiste sino en la actividad que él mismo desencadena produ-ciendo efectos, así como en las consecuencias objetivadoras que sobre él hace revertir la acción (según una idea que introducirá el pensamiento dialéctico). Dicho de otro modo: soy un sujeto o potencia porque en mí se origina una actividad dinámica, que no es otra cosa que la propia expresión práctica del yo, la cual se interfiere en la realidad apropiándosela en el co-nocimiento o recreándola a través de su transformación técnica y de la generación de los símbolos, valores e instituciones. Esa capacidad para dar inicio desde sí mismo a la acción es recogida por el idealismo moderno en la concepción de la espontaneidad o creatividad de un yo con voluntad propia, es decir, en la idea de que su voluntad es una causa libre. Y lo hace reduciendo además el significado de la potencia al de un poder consciente.

En su origen, y como consecuencia de la inercia de la cultura filosófica tradicional (la que proviene del mundo antiguo y se prolonga en la Edad Media), la cuestión de la voluntad es abstraída y separada de la referida al conocimiento, como si se tratara de dos esferas independientes. Pero el de-sarrollo de la reflexión sobre el sujeto alcanza un punto, con Fichte y Hegel, en el que se reúnen aquellas dos esferas como dos momentos del sujeto: el momento teórico y el momento práctico son vistos así como dos expresiones diversas en las que se manifiesta la realidad única del yo, el cual consiste —como indica Fichte— tanto en la actividad de captar el mundo como en la de producirlo. Y el privilegio que la modernidad otorga a la acción opera en el fondo de esta evolución hasta interpretar el conocimiento como una forma de praxis, tesis que Marx reformulará luego en los términos del materialismo.

Por otro lado, en la medida en que el elemento dinámico de la activi-dad del yo, la voluntad, en conexión con la de los otros, genera un mundo efectivo cuya realidad objetiva se alza frente al sujeto, el pensamiento de la modernidad ha podido desarrollar la idea de una voluntad —ya sea cons-ciente o ciega— hecha objeto en las creaciones culturales, que pueden ser vistas entonces como voluntad objetivada. En ese sentido puede Hegel re-ferirse al Derecho y analizar su significado como un fenómeno de la volun-tad, pues se trata siempre en él —como señala en la Filosofía del Derecho—

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de examinar la realidad social generada por aquella viéndola como espíritu objetivo. Y Marx puede igualmente referirse al carácter opaco del mundo social creado por la lucha entre voluntades que escapa al control de la con-ciencia, y atribuir a dicho mundo una realidad objetiva que se enfrenta a la subjetividad de los hombres como si se tratara de una segunda naturaleza.

d) Por otra parte, hay que hacer notar que la actividad dinámica que define a la conciencia comporta siempre un momento de reflexión, por cuya virtud vuelve a sí en el sentido de percatarse de sí misma, lo cual constituye un rasgo al que alude el término «cum-scientia»2, pero parece perderse cuando se habla del «sujeto» y se recoge de un modo sincopado en el «yo», en cuanto la primera persona representa la subjetividad vista desde mí. Pero ese movi-miento de autorreflexión, además de cognitivo, es también al mismo tiempo constituyente del propio ser del sujeto, en tanto su acción produce efectos sobre sí mismo. Ahora bien, eso entraña una cierta distancia en relación con lo que somos. De ahí que se haya hablado de una escisión constitutiva de la conciencia, y que sea difícil separar el ser de esta del saber que tiene de sí. Por eso hay que decir que el hombre, en tanto ser consciente, no solo tiene una vida (una vida que le tiene a él y de la que dimana también su conciencia), sino que además lleva su vida, pues se encuentra siempre ya viviendo y al mismo tiempo confrontado al acontecimiento sucesivo de su vivir, que, a partir de ahí, ya no es un mero acontecer para él. Pero esto, como veremos, se ha abordado en la reflexión teórica de maneras diversas. En cualquier caso, si ser sujeto es poseer un saber de sí, dicho saber no está ligado a un solo mo-mento ni a un determinado estado del que sabe de sí, sino a algo que perdu-ra en él, y eso quiere decir que el sujeto sabe de sí como individuo.

El pensamiento de la modernidad recoge este principio de la actividad reflexiva del yo por la que este se constituye mediante el modelo teórico de la autoconciencia, que entraña la consideración de la propia identidad como resultado de un proceso autorreflexivo interminable. En efecto, des-de Montaigne a Hegel, no deja de elaborar esta idea, a través de la cual se destaca que el yo no es una cosa, pues su ser se sustrae a toda pretensión de

2 La conciencia es un movimiento dirigido al objeto al que siempre acompaña secunda-riamente una cierta noción de sí mismo como diverso del objeto en cuestión; ahora bien, cuando el objeto del que la conciencia se ocupa es ella misma, aquel percatarse deja de ser secundario en relación con el movimiento principal, pues ya no se distingue de este, de modo que se trata entonces de la autoconciencia, que es una forma de conciencia: la con-ciencia de sí. Se puede decir, por lo tanto, que la conciencia comporta ya en su forma habi-tual —como conciencia del objeto— un movimiento reflejo, en cuanto sabe de sí como diversa de aquel; pero ese movimiento solo pasa al primer plano y se hace explícito, por de-cirlo así, cuando su atención la dirige directamente hacia sí misma tratando de ponerse en el lugar del objeto al que tiende por naturaleza.

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fijarlo en una identidad, ya que resulta de la propia actividad ejercida sobre las cosas y sobre sí. Por eso, el concepto de libertad, que antes caracterizá-bamos como creatividad o espontaneidad, hemos de concebirlo ahora complementariamente como autodeterminación, una de cuyas expresio-nes es la autonomía. En este sentido, el carácter reflexivo de la actividad del yo entraña el rechazo moderno de aquella máxima expresiva del mundo antiguo que dice «llega a ser el que eres», porque el hombre en tanto sujeto que se desarrolla como actividad reflexiva carece de un ser dado de antema-no y solo llega a ser lo que es como resultado de su propia acción: es lo que llega a ser o hacer de sí mismo. De ahí lo problemático de aceptar el diag-nóstico de Heidegger, que funda su aseveración de que el humanismo es una metafísica en su supuesta comprensión del hombre como un ente de-finido por una esencia, y en el olvido de su constitutiva referencia al ser3. Problemático, puesto que aun aceptando los supuestos ontológicos —y, en ese sentido, metafísicos— de la antropología del humanismo, hay que re-cordar no obstante la insistencia con la que este se pronuncia en contra de la identificación del hombre con una cosa y a favor de comprenderlo me-diante su indefinición constitutiva: desde Pico della Mirandola, que enal-tece precisamente esa paradójica cualidad de ser un animal sin cualidades definidas —hasta el punto, por cierto, de hacer radicar ahí la dignidad humana4—, o Rousseau con su idea de la perfectibilidad5, hasta Kant, que insiste igualmente en hallar la humanidad del hombre en el tránsito a la libertad como facultad de perfeccionarse6, el humanismo siempre ha tenido en cuenta el modo peculiar en que —usando los términos de Heidegger— el hombre está relacionado con el ser y con su propio ser. Esa autocompren-sión del hombre como coautor de su destino comporta al menos tres cosas: una cierta indefinición como condición originaria, la capacidad para produ-cirse tanto en el plano del individuo como en el de la sociedad, y la autono-mía como disposición para autorregularse.

Ahora bien, si el sujeto se constituye a través de la acción y del modo en que los efectos de esta revierten sobre él (haciéndose así consciente de lo que le pasa), lo cierto es que el idealismo que impera en toda la tradición humanista ha concebido esta cuestión de forma paradójica, ya que ha

3 Véase Carta sobre el humanismo, trad. de Elena Cortés y Arturo Leyte, Madrid, Alian-za Editorial, 2000, págs. 23-24, 27 y sigs.

4 Véase Discurso sobre la dignidad del hombre, en «Humanismo y Renacimiento», trad. de Pedro Rodríguez, Madrid, Alianza Editorial, 1986, págs. 123 y sigs.

5 Véase Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres, trad. de Mauro Armiño, Madrid, Alianza Editorial, 1980, págs. 219-220.

6 Véase Comienzo presunto de la historia humana, escrito recogido en el volumen publi-cado con el título «Filosofía de la historia», trad. de Eugenio Ímaz, México, F.C.E., 1978, págs. 77-78.

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antepuesto la conciencia a la acción que precisamente tenía que constituirla: lo primero, según él, sería la conciencia, que estaría así antepuesta a su ac-ción, aunque luego esta incidiera sobre aquella moldeando su figura origi-nal. En otros términos: en la dialéctica entre conciencia y mundo, aquella parece llevar la delantera. Y esto se refleja —como veremos— en la forma en que el idealismo moderno concibe la autonomía del sujeto, al que otor-ga la capacidad, por decirlo así, de anticiparse a sí mismo. Sin embargo, la dialéctica que pone en cuestión las ilusiones del idealismo filosófico señala que la conciencia solo aparece después de que la actividad vital de un indi-viduo haya producido sus efectos y como resultado de la misma cuando el viviente llega a tomar nota de ella y a apropiarse de su sentido, de modo que la acción no siempre espera a la conciencia para dispararse bajo el in-flujo de potencias que son inconscientes. Así pues, la conciencia es en su origen el resultado de «hacerse consciente» y solo el esfuerzo por recondu-cir su vida le permite suspender la acción para reorientarla según sus pro-pios designios. Tal es el planteamiento de Marx, para quien la conciencia es una conquista de la actividad humana y no un punto de partida.

Esta última posición reacciona también en contra de la pretendida autotransparencia de la conciencia, que forma parte del paradigma clásico. Bien sea por razones de orden psicológico o bien por el reconocimiento de una realidad previa de la que procede la conciencia, o incluso por ambos motivos a la vez, quienes ponen en cuestión el modelo clásico del huma-nismo, desde La Rochefoucauld hasta Freud y desde Marx a Merleau-Pon-ty, insisten en la imposibilidad de que la conciencia pueda aprehenderse totalmente por vía reflexiva.

e) También es importante señalar que el giro moderno hacia el sujeto convierte el problema del conocimiento en el asunto central de la filosofía, y lo hace inicialmente distinguiendo entre la mismidad o interioridad de la conciencia7, que se tiene inmediatamente a sí misma, y la alteridad o exte-rioridad del objeto, que de manera inmediata es tan solo una representa-ción cuya verdadera realidad objetiva ha de ser justificada ante el yo. El idealismo moderno torna así los objetos en representaciones del sujeto, a cuya certeza o formas trascendentales apela para fundar su objetividad. Es la inmediatez del sujeto que siempre está cierto de sí mismo lo que subyace a la teoría que funda la verdad en la certeza. Esta es, por otra parte, desde

7 Ya Agustín de Hipona reconoce la importancia de la interioridad como el espacio en el que el hombre se busca a sí mismo, de tal modo que en esa reflexión el descubrimiento del verdadero yo es al mismo tiempo el encuentro con Dios, concebido como la Verdad en la que el yo descansa. Pero el yo de los modernos se presenta con un carácter autofundante, porque convierte al pensamiento cierto de sí mismo en la base y garantía de la verdad.

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Descartes a Berkeley, Hume o incluso Husserl, la raíz de la tentación solip-sista de la filosofía moderna. Pero, en lo que afecta a la condición del suje-to, el principal argumento teórico en la discusión sobre el conocimiento recurre a la noción de un sujeto transindividual capaz de dar un sentido universal y necesario a su experiencia, que se distingue del individuo dife-renciado con su experiencia particular y contingente. Esa distinción adop-ta con Kant la forma concreta de la oposición insuperable entre el sujeto empírico y el sujeto trascendental, que convierte a este último en un yo desencarnado que de algún modo se anticipa a su experiencia. Ahora bien, a partir de este planteamiento del idealismo moderno, que gira en torno al problema del conocimiento, el desarrollo de la metafísica extraerá todas las consecuencias ontológicas de dicho enfoque hasta superar, con Hegel, la interpretación de la filosofía como «teoría del conocimiento», comprendi-da sobre la base presupuesta de la naturaleza intemporal del sujeto, para destacar cada vez más la historicidad que le constituye, aunque ello se haga al coste de desdoblar la noción del sujeto, pues si este se presenta por una parte como el yo individual sometido al lugar y tiempo en el que se confi-gura históricamente su experiencia, la dinámica de su existencia se concibe a la vez sobre la base de una lógica del espíritu que de algún modo precede a la historia en la figura del espíritu absoluto. Por eso, la reacción antihege-liana que rechaza esta segunda vertiente, en las diversas formulaciones de la filosofía de la existencia, se limitará a poner de manifiesto la finitud del sujeto, lastrado siempre por su contingencia y el sentido opaco con que se le presenta su experiencia.

Por otro lado, si la centralidad del problema del conocimiento domina el escenario de la reflexión filosófica hasta el siglo xix, la llamada «filosofía de la vida» rompe también, después de Hegel, con aquel enfoque gnoseo-lógico, reinterpretando el conocimiento como una función de la vida y comprendiendo aquella escisión entre la conciencia y su objeto, o entre lo interior y lo exterior, como una de las variantes —entre otras— de la más radical escisión en que la vida consiste. En efecto, ya se interprete esta, al modo schopenhaueriano, como la Voluntad unitaria que se fragmenta y autodevora en las formas en que momentáneamente se detiene —formas que ilusoriamente la conciencia fija en objetos de representación—, o bien, al modo nietzscheano, como el múltiple impulso retenido y enmascarado por la conciencia; en ambos casos, la dualidad de la conciencia y su objeto se considera secundaria y derivada respecto de otras realidades que se agru-pan bajo el problemático concepto de vida.

Sin embargo, ya Hegel se adelanta a esa crítica en la Fenomenología del espíritu, aunque su enfoque adopta otro sentido y tiene un alcance diferen-te: también él comprende el conocimiento como una función de la vida, que en ese sentido constituye su verdad. De tal forma que la escisión entre

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la representación y su objeto, que acompaña a toda experiencia cognitiva, se revela como un ejemplo más de los otros muchos modos en que la vida unitaria se escinde: entre ella y sus géneros, entre la especie y los indivi-duos, entre el impulso del viviente y el objeto apetecido... Lo que ocurre es que, a diferencia del proceso de división de la vida meramente orgánica o natural, el conocimiento es una forma de escisión que comporta la con-ciencia, cuya experiencia entraña una distancia con la cosa que convierte a esta en objeto de la representación y no ya solo en aquello que se devora o rehúye. Y que reflexivamente hace de ello además objeto de consideración en la autoconciencia. Es decir: la captación consciente es una forma deri-vada de captura vital, solo que en aquella no desaparece el objeto diferen-ciado que se ofrece al intelecto. Por eso Hegel considera que la vida alcanza con la conciencia una forma nueva e irreductible de configurarse —y no, por cierto, como una máscara o una falsificación sin más—, pero la vida consciente se descubre además como la de un yo —ya que toda experien-cia es al mismo tiempo experiencia de sí—, cuya autoconciencia solo es posible además frente a otras autoconciencias, de tal manera que su me-dio no es solo el entorno natural sino el espacio intersubjetivo y social: su vida es también vida social. De ese modo, Hegel se adelantó a la Lebens-philosophie, aunque su crítica del conocimiento se plantea en los términos especulativos del idealismo metafísico, que termina por invertir el signifi-cado de aquella otra crítica hasta entender finalmente la vida —tanto la natural como la histórica— como parte del proceso absoluto de autoco-nocimiento del espíritu. Sin embargo, el pensamiento postmetafísico que no ha renunciado a la dialéctica ha seguido —desde Marx a Adorno— los pasos de Hegel en cuanto a la reivindicación del sujeto, tratando de supe-rar la crítica de la Lebensphilosophie mediante el desarrollo de una re-flexión para la que la comprensión del sujeto como vida no significa de ningún modo su disolución en esta.

f ) A partir de lo anterior, se plantea la controversia fundamental en torno a la cuestión de la autonomía del sujeto. Este es un principio con el que el humanismo moderno define el modo de ser de la conciencia, para lo cual se sirve de la previa consideración idealista de un yo racional inde-pendiente del yo empírico, al que juzga sometido a la necesidad con que se le imponen tanto sus propios impulsos como la circunstancia en que apa-rece situado. Para sostener esta tesis, recurre a una idea de naturaleza hu-mana en la que se hallaría arraigada la facultad racional que hace posible la libertad, ya se trate de la naturaleza espiritual del alma en las formulaciones que se limitan a prolongar la antropología cristiana que procede de la era premoderna, o de la concepción secularizada de una razón que pretende determinar la voluntad a priori, o incluso de la noción de un yo que for-

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mando parte del mundo es capaz de interpretar su situación para anticipar-se a ella (Husserl). De ese modo, el idealismo salvaguarda la autonomía del sujeto, saliendo al paso por anticipado de las objeciones que recuerdan la condición mundana del hombre y de su subjetividad, aunque para ello se vea obligado a sostener que hay un principio espiritual en el yo que le per-mite escapar a las constricciones impuestas por su pertenencia material al mundo. Por su parte, la reacción antiidealista pone en cuestión ese supues-to mostrando su inconsistencia con toda la experiencia de nuestro tiempo —incluyendo muy especialmente la que nos suministra la ciencia y la re-volución darwiniana—, y desposee a la conciencia del lugar central en que la había situado el humanismo, haciendo ver su carácter derivado a partir de otras fuerzas que la preceden: el sujeto estaría en su mismo fondo siem-pre diluido en el medio al que pertenece, ya sea este la vida, el lenguaje o la sociedad. Ahora bien, esta posición crítica ha derivado en el caso de Nietzs-che y de todos cuantos han prolongado filosóficamente su larga sombra en la negación de toda autonomía a la conciencia y en la puesta en cuestión del sentido propio habitualmente atribuido a sus productos espirituales, los cuales —como la propia razón— carecerían entonces de la consistencia requerida para que tenga sentido plantear la discusión sobre los problemas humanos en la esfera de la vida consciente. Sin embargo, en el caso de Marx —y también de Freud, según nuestro criterio—, así como de quie-nes se orientan en esta cuestión con un enfoque dialéctico, no se extrae esa misma conclusión a partir del descentramiento de la conciencia. Pues aun-que esta haya sido destronada del lugar en que la situó el idealismo moder-no, y aunque se suponga inicialmente subordinada a las fuerzas materiales inconscientes de las que procede, una vez surgida como espacio nuevo que redefine el impulso activo del viviente, la conciencia es juzgada capaz de desplegar su propia actividad y de generar una esfera nueva en la que la vida puede guiarse por principios que no están inmediatamente subordi-nados al principio de autoconservación. Esta sería la esfera del espíritu, que la dialéctica puede considerar emergente y subordinada en su origen a otras esferas de la realidad de las que procede y sobre cuya base se constituye, pero en la cual aquella se reorganiza con leyes nuevas que permiten plan-tear con un sentido propio los problemas sobre la moral, la política, el co-nocimiento, etc.8 Pero la esfera del espíritu está marcada siempre por su

8 En efecto, la dialéctica ha destacado, entre otras, esta consideración de la realidad como un todo cuya unidad de fondo, determinada por la composición material del mundo, no impide distinguir diversas esferas que aparecen en una evolución que hace nacer a unas de otras, de tal manera que la esfera de la vida, por ejemplo, depende de la físico-química, así como la esfera de la conciencia y sus productos espirituales (la razón, la iniciativa moral, las instituciones regidas por valores, etc.) depende y se sostiene sobre la esfera de la vida en

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origen, pues la naturaleza de la que surge subsiste con sus leyes inconscien-tes también en el modo en que los hombres organizan su vida social cuan-do esta consiste esencialmente en una lucha en la que la acción consciente de los individuos es un instrumento al servicio de los intereses materiales que oponen la propia autoconservación —y el ensanchamiento del propio poder material— al interés de los demás. A partir de esta concepción de la dialéctica, que sostiene un modelo de genealogía distinto del propuesto por Nietzsche, el sujeto sería entonces un viviente en el que la conciencia gana peso en detrimento de los impulsos inconscientes contra los que trata de abrirse camino en busca de una autonomía que —a diferencia del modo intemporal en que la entiende el idealismo— existe como ideal regulativo. En cualquier caso, el ámbito de la autonomía —y esto es lo único que puede dar significado a este concepto— se basa en la posibilidad de que nazca un poder racional capaz de sustraerse al ciego apremio de los impul-sos por la vía de establecer una distancia con ellos que le permita reorien-tarlos conforme a su propio designio.

Pensamos que la controversia sobre el sujeto, así como el significado que quepa atribuir al concepto de su posible libertad, sigue hoy marcada por la herencia de esos dos modelos de genealogía y por el conflicto entre ellos, cuyo esclarecimiento y discusión nos parece además fundamental para poder adoptar una posición en relación con la llamada «crisis de la modernidad». Y, en conexión con ella y con la influencia de Heidegger en este debate, es importante considerar el significado que se atribuye al sujeto como una instancia de poder, según ha destacado la crítica heideg-geriana. Esta, en efecto, ha tratado de poner fin al paradigma moderno del sujeto autónomo y, con él, a toda la manera de pensar que —según Heidegger— ha marcado a la cultura moderna como «humanismo» y «metafísica de la subjetividad». Y además ha interpretado el primado atribuido al sujeto por parte de aquella como la sanción de su dominio sobre todas las cosas, que de ese modo quedarían reducidas a mero obje-

general, que llega así a ser también vida del espíritu. Esa diversidad dentro de la unidad es un principio que se opone a todo burdo reduccionismo, pues entraña que en cada nueva esfera aparecen leyes que reorganizan parcelas de la realidad y generan nuevos espacios y nuevos sentidos en ella. De modo que puede decirse, por ejemplo, que la mente no es solo el cerebro, como pretende el fisicalismo; o que la discusión moral sobre el altruismo no puede dilucidarse ni agotarse en el terreno de los genes, como ha propuesto la sociobiología; o que la cultura y sus creaciones tienen un sentido propio, de modo que no son una mera estrategia vital al servicio de instintos más o menos poderosos. La genealogía propuesta por la dialéctica rechaza tanto el reduccionismo como la ilusión de que la esfera del espíritu es independiente de la base real que la constituye, pero de la cual emerge con leyes propias. Admite, por lo tanto, un principio de actividad que explica la evolución y que en un cierto grado de desarrollo origina la subjetividad de la conciencia.

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to de consideración teórica o de manipulación técnica. Ese dominio, cuya teorización por Bacon prepara la justificación filosófica del modelo de desarrollo científico-técnico moderno y del despliegue de la sociedad industrial, envuelve la idea de que la autoafirmación del sujeto se produ-ce a través de su entronización como dominus que hace de la técnica el modo universal en que aquel ejerce su dominio sobre todos los entes, incluso cuando los piensa. En esta crítica coinciden, por cierto, aunque por motivos diversos, Heidegger y los pensadores de la primitiva Escuela de Frankfurt. Pero a diferencia de Heidegger, que repudia la racionalidad moderna y la idea del sujeto asociada a la misma, Adorno y Horkheimer no renuncian a la dialéctica sujeto-objeto ni a una forma más elevada de razón, mediante la cual denuncian el carácter tiránico de la razón técnico-instrumental.

g) Finalmente, desde una perspectiva más interesada en los aspectos prácticos, hay que señalar que de aquel carácter de interioridad de la con-ciencia antes mencionado se deriva igualmente el sentido de lo íntimo y, por ende, privado, que es un concepto de gran importancia en el plano psicológico y social, y que está asociado a la dimensión del sujeto como individuo: hay un fragmento de mi vida que me pertenece a mí en exclu-siva. Esta consideración ha dado lugar al problema que ha interesado a la filosofía existencial acerca de la autenticidad de la vida individual. Pero, en el plano de la reflexión social y política, la distinción entre un sujeto indi-vidual y un sujeto supra o transindividual, que expresa lo universal, se re-coge mediante la oposición que se establece entre los intereses particulares que impulsan a los individuos en cuanto constituyen el «sistema de las necesidades» de la sociedad civil y el interés universal representado por el Estado, con el que puede llegar a identificarse idealmente el ciudadano en la comunidad democrática. Ahora bien, en este terreno es importante des-tacar la ambigüedad contenida en esta noción del sujeto, que puede signi-ficar tanto el individuo en cuanto átomo social como también un ser con una realidad supraindividual e intersubjetiva. El alcance y las consecuen-cias que se desprenden de esta ambigua definición del sujeto se ponen de manifiesto en el devenir histórico. Por un lado, la tradición del pensamien-to humanista —que representa la corriente dominante de la moderni-dad— cuenta con esa distinción en cuanto promueve —según hemos di-cho— una idea de la libertad del sujeto entendida como autonomía, res-pecto de la cual no ve incompatibilidad alguna en la subordinación del individuo a la norma que dimana de la razón o de la voluntad intersubje-tiva, ya sea en el plano moral o político. Tal es el caso, por ejemplo, en Rousseau o en Kant, para quienes la autonomía del sujeto —que puede pensarse en términos de una voluntad general o de un sujeto racional— no

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impide la subordinación del individuo a la norma. Para esta tradición, por lo tanto, la noción central es la del sujeto, una de cuyas posibles variantes es el individuo. Por otro lado, sin embargo, frente a la lógica del humanis-mo, el creciente empuje del individualismo promoverá una lógica diver-gente que irá penetrando en la mentalidad moderna y contagiando esferas cada vez más amplias de la vida social y cultural: en el terreno económico con el afianzamiento del homo oeconomicus, sobre todo con el desarrollo del capitalismo; en el campo religioso con la Reforma protestante; en la esfera política, con el triunfo del individualismo revolucionario-democrá-tico en la época de las revoluciones burguesas; e incluso, más tardíamente, en lo que algunos interpretan como una extensión de aquel individualismo moderno a la esfera estética o cultural en el sentido más amplio, con la llamada «segunda revolución individualista», que hace irrumpir el nuevo ideario del individuo replegado hacia la vida privada, interesado tan solo de manera narcisista en la realización de su propia persona según los planes de vida que se le ofrecen «a la carta» en un contexto social hedonista domi-nado por el pluralismo tolerante, el sincretismo ideológico y el consumo masivo9. En efecto, este proceso de afianzamiento de los valores individua-listas se desenvolverá como una dinámica que irá socavando desde dentro la lógica humanista del sujeto hasta hacerse contradictoria con esta. Esto último se hace patente cuando el individuo —que inicialmente era solo una de las formas posibles de entender al sujeto— queda entronizado fi-nalmente —en la modernidad tardía, también llamada por otros «postmo-dernidad»— como la única forma posible de ser sujeto. A partir de ese momento la libertad ya no se determinará como autonomía —que es el concepto humanista—, sino como independencia, que significa la procla-

9 A esto último se refiere con brillantez típicamente francesa Gilles Lipovetsky en La era del vacío, Barcelona, Anagrama. Y aunque no deja de poner de manifiesto la vinculación de los nuevos fenómenos culturales con el desarrollo del capitalismo en la sociedad de masas, nos parece que no extrae suficientemente las consecuencias prácticas de esa vinculación, en el sentido en que lo hace, por ejemplo, Fredric Jameson cuando destaca (Postmodernism or the Cultural Logic of Late Capitalism, Oxford, New Left Review Ltd.) que la llamada «post-modernidad» es la lógica cultural del capitalismo tardío. En esta línea interpretativa, se ha señalado que el ideal ascético calvinista del trabajo, el esfuerzo y el ahorro, que pudo prestar en el pasado cobertura ideológica al capitalismo de corte liberal o mercantil —e incluso impulso a su desarrollo, si aceptamos la célebre tesis de Max Weber—, ha cedido el paso en nuestro tiempo a la nueva ética hedonista y narcisista, requerida por la actual celebra-ción del consumo desenfrenado y la conversión de este en nuevo motor del desarrollo económico. La importancia que sigue teniendo, sin embargo, el esfuerzo productivo le plantea al individuo la contradicción de ser «trabajador aplicado de día y juerguista de noche», por citar una de las varias tensiones a las que —desde una perspectiva liberal— se refiere Daniel Bell en Las contradicciones culturales del capitalismo, trad. Néstor A. Míguez, Madrid, Alianza Universidad.

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mación de soberanía del propio deseo particular, incompatible con su sub-ordinación a normas supraindividuales o a cualquier forma de racionalidad propuesta por encima del capricho del individuo.

Pues bien, sobre estas consideraciones, que giran en torno a la cuestión del sujeto, a su génesis, posibilidades y límites, se desarrolla la discusión que sigue a continuación.

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Primera parte

EL PRIMADO METAFÍSICO DEL SUJETOEN LA GNOSEOLOGÍA MODERNA

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Capítulo 1

La afirmación cartesiana del sujeto

1.1. La voluntad de comenzar de nuevo

Es ya un lugar común señalar que en la historia de la filosofía Descar-tes inicia el giro que identificamos con la modernidad. Dicho en palabras de Heidegger, la metafísica moderna a partir de él se desenvuelve sobre un nuevo terreno, el de la subjetividad1. Y remontándonos en el tiempo, ya Hegel había señalado mucho antes que con Descartes entramos en una nueva época de la filosofía, que se define por la aseveración de que la con-ciencia de sí es un momento esencial de la verdad2. Ambos pensadores, cada uno a su manera, identifican el sentido del giro cartesiano.

Creemos, sin embargo, que antes de atender al significado del nuevo prin-cipio, conviene detenerse en el impulso que lo promueve. En efecto, algo que confiere un sentido imperecedero a la obra de Descartes es la manera en que presenta esa voluntad de remontarse al comienzo para hacer valer desde la raíz el principio con que se inicia la modernidad filosófica: el que ordena pensarlo todo por uno mismo con el fin de asegurarnos de la ver-dad. Es cierto que esa voluntad de volver radicalmente al comienzo no es, sin embargo, algo novedoso en la historia de la filosofía, sino que en rigor se halla en todos los grandes pensadores, hasta el punto de que estos pue-

1 M. Heidegger, Nietzsche, trad. de Juan Luis Vermal, Barcelona, Destino, 2000, vol. II, págs. 119 y sigs.

2 G. W. F. Hegel, Lecciones sobre la historia de la filosofía, trad. de W. Roces, México, F.C.E., III, pág. 252.

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den ser vistos como los iniciadores de caminos nuevos, como aquellos que abren vías aún no surcadas por el pensamiento. Sin embargo, el giro carte-siano es radical en un sentido que sí es nuevo, pues no se trata en él sim-plemente de proponer un principio que sustituya a otro anterior como nuevo fundamento último. Ocurre más bien que en Descartes esa volun-tad de retrotraerse radicalmente al principio absoluto trata de ir más allá de todo saber y de toda verdad, al menos en el sentido clásico en que se em-plean estos conceptos. Porque el saber o la verdad son términos de la gno-seología que entrañan una apelación a alguna suerte de objeto, ya que supo-nen un pensamiento que se determina objetivamente de algún modo y del cual decimos precisamente que es verdadero. Lo que otorga un significado original al cogito cartesiano no es sin más la afirmación de un pensamiento propuesto como principio, sino que esa originalidad consiste en la simple afirmación del pensamiento mismo en cuanto actividad captada en su pura inmediatez. No se trata del pensamiento de esto o de la verdad de aquello, sino del pensar considerado con antelación a cualquiera de sus contenidos. En términos de la tradición metafísica, diríamos que Descartes en cierto sentido repite el gesto parmenídeo, en cuanto identifica inmediatamente el ser con el pensar. Pero se trata ahora del pensar como actividad de un sujeto, considerado además con independencia de los objetos sobre los que dicha actividad recae. El primado de la subjetividad que define a la modernidad se plantea en la filosofía cartesiana de tal forma que a la determinación ob-jetivamente establecida por el pensamiento se le antepone siempre lo que dicho pensamiento significa como actividad. Y precisamente porque se afir-ma de manera inmediata el pensamiento en cuanto actividad subjetiva, se prescinde ahí en un principio de toda determinación objetiva. Esa actividad pensante propuesta de ese modo en su pura inmediatez no remite a ningún objeto fuera de sí mismo, pues se trata de un saber que no se refiere a nada fuera de sí: es la pura certeza de ser actividad pensante.

Pero detengámonos en la cuestión de quién sostiene esa voluntad de un nuevo comienzo radical. En primer lugar, ya hemos señalado que se trata del sujeto moderno, que aspira a asegurarse por sí mismo de la verdad, re-accionando críticamente en contra de la inveterada tradición que mantiene la tutela sobre el impulso autónomo de la conciencia pensante: dicho sujeto moderno encarna el ideal emancipador que acoge las aspiraciones sociales de quienes ya no acatan la disciplina del viejo orden medieval y formulan dicho rechazo en términos especulativos. Por eso, este giro hacia el sujeto entraña un impulso crítico que recorre toda la modernidad y la define fren-te al pasado medieval: solo aceptaremos como válido aquello que vemos, comprendemos o experimentamos por nosotros mismos, y no lo que se nos impone por la autoridad del dogma. Esta manera de escapar al discurso tradicional, de inspiración religiosa y fundado en la fe, le permite a Descar-

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tes plantear un saber teórico en el sentido literal derivado de la voz griega «theorein» (contemplar, ver, teorizar), pues propone un discurso guiado ex-clusivamente por el imperativo de la evidencia3. Esta se impone incontesta-blemente al espíritu que capta clara y distintamente aquello que su visión ilumina con inmediatez: tal es la intuición. Por eso, en rigor no hay para Descartes otra evidencia más que la que se funda en la intuición intelectual. Incluso cuando se trata de la deducción, su evidencia deriva de las intuicio-nes cuya concatenación la constituyen como saber cierto.

En este sentido, el impulso cartesiano asociado al sujeto es consustan-cial a toda la crítica moderna. Pues aunque la suya concretamente se elabo-ra en réplica a la metafísica tradicional y al enfoque escolástico, lo cierto es que a través de él y de su crítica habla algo más universal. Digamos de en-trada que toda crítica comporta poner en crisis el basamento teórico que sostiene una visión de las cosas, puesta en cuestión de la que se deriva un nuevo arranque que origina una diversa configuración de las ideas y el nacimiento de un nuevo discurso. Desde Marx y Nietzsche, por otro lado, la crítica ha llegado a tener además el sentido de desvelar lo que permane-cía oculto entre los presupuestos de un discurso, de tal manera que este debe juzgarse a partir de ahí a la luz no solo de lo que expresa, sino tam-bién de lo que encubre en la propia expresión. Y esta última forma de crí-tica ha de aplicarse a la obra del propio Descartes para descubrir en ella el sentido dogmático que la historiografía asocia a su racionalismo, sobre todo cuando este, después de haber neutralizado la duda escéptica, se en-trega a la reconstrucción sistemática del saber metafísico. Sin embargo, hay algo en el arranque cartesiano que perdura en toda crítica, a saber: la ini-ciativa que quiere abrirse paso desde sí misma, en cuanto impulso original del pensamiento que pretende adelantarse a su propia sombra, que se bus-ca como actividad anterior a su producto, y que la época moderna identi-ficó con la espontaneidad del sujeto. Esta espontaneidad es desestabilizadora en cuanto socava la base de toda verdad removiendo el suelo sobre el que se asienta y haciendo ver cómo detrás de cualquier objeto del pensar se encuen-tra la propia actividad del yo, que se adelanta a aquel convirtiéndolo en su representación y que es lo único que no puede ser reducido a objeto.

Por otro lado, esa voluntad de un nuevo comienzo radical no escapa, sin embargo, a la comprensión de la finitud del sujeto. Pero esta finitud no se enfoca ya como la insignificancia del hombre que, vuelto hacia sí mis-mo, no encuentra sino el vacío. En esta última interpretación de la incon-sistencia del hombre, incapaz de sostenerse con sus propias fuerzas, se en-

3 Discurso del método, 2.ª parte, trad. de M. García Morente, Madrid, Espasa-Calpe, págs. 35 y sigs.

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cuentra todavía Pascal, cuando, reformulando a su modo el planteamiento escolástico, insiste en el vacío existencial que encuentra quien se vuelve autónomamente sobre sí, como argumento para volver a la apelación a Dios en cuanto verdad firme que sostiene al hombre y evita la perdición en que este cae abandonado a su propia suerte4. Descartes, por su parte, sí cree encontrar un suelo firme en la conciencia vuelta sobre sí. En este sen-tido, su posición refleja una nueva confianza en la capacidad natural del hombre para erigirse en sujeto de su destino5. Sin embargo, el carácter fundacional de la conciencia no la libera de su finitud, de la que habla ex-plícitamente Descartes cuando, por ejemplo, trata de probar la existencia de Dios a partir de la consideración de que el yo, en cuanto finito, no pue-de reconocerse como causa de la idea de infinitud6. Lo que es absoluto en el cogito cartesiano es el carácter incontrovertible de su rango como prime-ra verdad, pero no lo es el sujeto que se afirma en ella. Porque ese sujeto que se presenta como verdad indubitable es el mismo que andaba apremia-do por la necesidad sentida de buscar un fundamento del saber. Y que lo hacía además a tientas, porque no disponía de otro método que el contin-gente mirar aquí o allá para ir descartando otros posibles comienzos (los pareceres, el testimonio de los sentidos, la verdad matemática, etc.)7. Ese sujeto finito que busca un fundamento firme para el saber es el mismo que se entroniza luego como principio absoluto sin que se haya por ello libera-do de su inicial finitud. El modo en que esta se revela, una vez asentada esa primera verdad, es la imposibilidad de trascender al objeto sin recurrir a la idea de Dios. Precisamente todo el desarrollo del idealismo moderno, y en particular el idealismo alemán, consiste en gran medida en el esfuerzo por superar el carácter finito del sujeto, es decir, en tratar de mostrar la manera en que el objeto se funda a partir del sujeto, lo cual por cierto cambia la naturaleza de este. Pero, de momento, en Descartes solo hallamos la afir-mación de un comienzo absoluto, interpretado como la soberana facultad del pensamiento de reflexionar sobre sí sustrayéndose a su identificación con cualquier contenido objetivo.

Por otro lado, el sujeto impulsor del giro filosófico de la modernidad no es un sujeto empírico, no es un individuo, sino que más bien —como comenta Gómez Pin8— se trata del general «nosotros» que se realiza en el

4 Véase B. Pascal, Pensamientos, passim, artículos IV, § 1; VI, § 1; XX, §1; XXI, §9; XXII, §1; XXV, § 32, trad. de Eugenio D’Ors, Barcelona, Ed. Iberia, 1955.

5 Véase Ch. Taylor, Fuentes del yo, Barcelona, Paidós, 1996, págs. 166 y sigs.6 Meditaciones metafísicas con objeciones y respuestas, 3.ª, trad. de Vidal Peña, Madrid,

Ed. Alfaguara, pág. 37.7 Ob. cit., 1.ª, págs. 17 y sigs.8 Véase V. Gómez Pin, Descartes, Barcelona, Barcanova, 1984, pág. 73.

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pensamiento en oposición al «nos» papal (y en oposición —añadiríamos por nuestra parte— al orden encarnado por la nobleza y el clero). Digamos además que en cierto modo se asemeja a una variante de sujeto trascenden-tal, puesto que es condición de posibilidad del conocimiento de objetos, aunque en rigor se trata más bien de un sujeto metafísico, pues su primado no se define en una ontología referida solo al plano del conocimiento, sino también —dicho en los términos de la metafísica tradicional— al ser de lo que es primeramente real. Así pues, es en el terreno de la metafísica donde se formula la noción de sujeto que inicia ese giro moderno.

1.2. De omnibus dubitandum est

La voluntad de comenzar de nuevo entraña un acto de libertad del pensamiento, y en el caso cartesiano se desarrolla, según hemos dicho, como la voluntad típicamente moderna e ilustrada de no admitir como válido más que aquello de lo que mi propio examen, libre y sin tutelas, se asegura. Esa voluntad se resuelve en el rechazo metódico de cuantas pro-puestas han sido formuladas por la tradición para establecer un comienzo firme del saber. En este sentido, el método de la duda escéptica, que llega a ser hiperbólica, se convierte en la expresión negativa de la libertad, pues-to que manifiesta el poder que tiene el pensamiento de desvincularse de cualquier posición determinada para concluir de manera soberana: nada firme parece haber en el mundo9.

Sin embargo, el principio «de omnibus dubitandum est» no llega a hacer del escepticismo un componente consustancial al principio del cogito, pues el método de la duda escéptica es en realidad extrínseco al significado posi-tivo de este principio, ya que no forma parte de él, sino que tan solo opera negativamente despejando el camino en el que, desde otra parte, surge aquel. Por eso comenta Hegel que el escepticismo no forma parte del de-sarrollo positivo de la filosofía cartesiana, puesto que en rigor la máxima «de omnibus dubitandum est» ni siquiera expresa el principio del escepticis-mo, cuyo sentido es más bien el de la libertad del espíritu que se mantiene en la indecisión. Descartes expresa tan solo que hay que renunciar a toda posición previa y partir del pensamiento mismo. Es cierto que para él pare-ce no haber nada firme mientras el pensamiento recae sobre las cosas y se sustrae una y otra vez a su fijación en una verdad dada, pero lo que prevalece en el curso de su reflexión es la finalidad de llegar a algo firme. Como comen-ta Hegel a este respecto, no es esto, ni mucho menos, lo que hacen los escép-

9 Meditaciones metafísicas, 2.ª, pág. 23.

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ticos antiguos, para quienes la duda no es el punto de partida, sino el resul-tado. De ahí que —según sus palabras—, la superioridad del escepticismo antiguo sobre el moderno consiste en que aquel comprende el sentido ab-soluto de la negación, que es un momento de toda verdadera filosofía, mientras que los modernos —ya se trate de Descartes, de Hume o de Schulze— lo contraponen a la certeza de los hechos inmediatos de la con-ciencia10. En este sentido, el propio Hegel ha interpretado el momento es-céptico como un componente irrebasable para la conciencia, en cuanto la experiencia que esta realiza retiene siempre la desigualdad entre certeza y verdad. Reformulando críticamente el enfoque cartesiano, diríamos con Hegel que el objeto no es nada sin el sujeto (al fin y al cabo, es una repre-sentación de este), pero también que el propio sujeto remite a su vez al objeto y no es nada sin él, de modo que —contra lo que cree Descartes— la conciencia nunca se posee inmediatamente a sí misma. Por eso, a diferencia de la duda cartesiana, que termina allí donde el yo alcanza la certeza inme-diata de sí, en el caso de la conciencia finita, cuyo curso analiza Hegel en la Fenomenología del espíritu, esa duda se torna un camino de desesperación para la conciencia, que nunca alcanza la unidad de certeza y verdad, en tanto entiende aquella desigualdad como pérdida de sí misma, de su iden-tidad11. Sin embargo, el yo cartesiano nunca se pierde en su objeto, sino que está siempre consigo mismo de manera inmediata en el saber de cual-quier cosa. La duda se refiere siempre a algo diverso de la propia subjetivi-dad, cuya identidad sin fisuras queda de este modo asegurada de antemano. Si la duda no alcanza al yo es porque este es la condición de aquella. Pero si la duda es lo que se expresa en el pensamiento, el yo entonces es anterior al pensamiento como la sustancia lo es al atributo.

1.3. De la verdad a la certeza

Ninguna verdad referida a objetos puede aceptarse como la funda-mental, pues todo objeto no es sino una representación que conozco como mía, y, en ese sentido, a la posible verdad sobre el objeto le ante-

10 Véase G. W. F. Hegel, Verhältnis des Skeptizismus zur Philosophie, texto incluido en Werke in zwanzig Bänden, II, Frankfurt a. M., Suhrkamp, 1986, págs. 227 y sigs.

11 Es interesante a este respecto la comparación establecida por Julián Marrades entre la duda y la desesperación, términos cuya versión alemana (Zweifel, Verzweiflung) indica preci-samente la conexión de sentido entre ambos que Hegel tiene en cuenta: cuando la duda es-céptica se convierte en un elemento insuperable para la conciencia, esta lo experimenta como un camino de desesperación. Véase del antedicho autor el artículo Escepticismo metó-dico y subjetividad en Descartes y Hegel, texto incluido en Vicente Sanfélix Vidarte (editor), Las identidades del sujeto, Valencia, Pre-textos, 1997.

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cede necesariamente mi saber acerca de ella. Por lo tanto, la primera verdad coincide con la certeza inmediata que tiene la conciencia en cuanto saber de sí. Este es el momento imperecedero de la filosofía car-tesiana. Y, sin embargo, se trata de una gran paradoja, porque lo que Descartes presenta como verdad primera, al tiempo que como funda-mento y modelo de toda otra verdad, es algo que se aparta y no encaja dentro de lo que se ha llamado «verdad» en sentido clásico. En efecto, la verdad se define tradicionalmente como la adecuación del pensamiento y la cosa, y ahora nos encontramos ante una verdad contra natura, una verdad sin objeto. Ni siquiera cabe decir que esta verdad hace objeto de sí mismo, pues esto supone una tergiversación del sentido del cogito, que está cierto de sí mientras se sustrae a toda objetivación: sabe de sí en los objetos, antes incluso de cualquier objeto, pero como distinto de todos ellos e irreductible a los mismos. Se trata de una verdad sui generis, de un tipo que no admite repetición. Y sin embargo se propone como funda-mento de toda verdad. La filosofía moderna a partir de Descartes ahon-dará en esta tesis básica de que la conciencia de sí —y no ya solo el inte-lecto o concepto en el sentido escolástico— constituye un momento esencial de la verdad. Pero el modo en que el propio Descartes inaugura el reinado de este principio de la modernidad consiste paradójicamente en mostrar que la verdad no es nada sin la conciencia de sí precisamente porque en su origen más radical aquella se reduce a esta, la verdad a la certeza. Y a partir de ahí, toda verdad referida a este o aquel objeto del pensar tiene que repetir el inicio trazado en la determinación de su prin-cipio fundamental: solo sé de los objetos en la medida en que me sé a mí mismo en ellos, en cuanto los conozco como míos, como mis represen-taciones.

Este enfoque, por otra parte, implica una nueva manera de interpretar la experiencia y, en general, el conocimiento. Porque si toda representación es cogitatio o producto de la actividad de un ego cogitans que no deja de apercibirse en sus objetos, toda representación resulta por ello mismo ser necesariamente idea, percepción intelectual, incluidas las sensaciones, las imágenes o los deseos12. Por eso, en última instancia, la intuición intelec-tual abarca todo el ámbito del conocimiento, incluso la sensibilidad, lo que convierte a esta filosofía en idealismo. Y la razón de fondo que explica esta

12 Por eso, el pensamiento se presenta con un significado fenomenológico, ya que en-traña la sensación, la imagen y, en general, todo cuanto cae dentro del videri, que es el tér-mino empleado por Descartes en la Meditación segunda, término que luego, en las Respuestas a las objeciones sustituirá por el de «conciencia». Sobre el uso de estos términos, véase Ema-nuela Scribano, La nature du sujet. Le doute et la conscience, artículo incluido en Kim Sang Ong-Van-Cung (coord.), Descartes et la question du sujet, París, P.U.F., 1999, págs. 54 y sigs.

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reducción de la conciencia a la facultad de idear —más allá de las explica-ciones superficiales de los manuales de historia de la filosofía que se limitan a señalar la jerarquía cartesiana entre la razón y los sentidos— estriba en la toma de posición inicial: la experiencia del objeto nos retrotrae siempre al sujeto, pero no a la inversa, pues el yo se supone capaz de experimentarse directa o inmediatamente a sí mismo. Y por eso Descartes rechaza el carác-ter supuestamente inmediato del dato sensible, pues ello supondría admi-tir que el objeto como tal es irreductible, lo cual está en completa contra-dicción con el principio básico de su filosofía. Hay que esperar a Kant y al idealismo alemán para encontrar una concepción de la experiencia en la que la mediación del objeto por el sujeto se ve acompañada también por la negación del carácter inmediato del sujeto. La reacción empirista, sin em-bargo, responde más bien a la pretensión de fijar el carácter absoluto del dato de la sensibilidad, cuyo valor objetivo se hace derivar —en contra de Descartes— de la consideración de que es el objeto —en el sentido men-cionado— y no el sujeto lo inmediato para la conciencia.

Descontando el sentido singular que encierra la verdad del cogito, se-gún hemos visto, la primera verdad en el sentido usual del término es la referida a la idea de Dios, puesto que en esta sí se distingue entre la idea como acto del pensamiento y lo representado en ella como su contenido. El recurso al argumento ontológico, con el que Descartes pretende demos-trar la existencia de Dios haciendo ver que no se trata tan solo de una re-presentación, vuelve sin embargo a poner de manifiesto la remisión de la verdad a la certeza, aunque ya no en el modo en que se estableció su iden-tificación en la primera verdad indubitable. Ahora el yo se asegura de esa nueva verdad a través de la pretendida certeza de que lo pensado por él tiene además existencia13. Es el pensamiento cierto con su propia legalidad lo que se erige en garantía de la verdad, porque él —esa certeza— es la verdad, la primera verdad. El pensamiento de aquel sujeto finito se con-vierte en la última garantía de la verdad, sustituyendo en ese papel al Dios de la doctrina tradicional. Y es una concesión a la inercia de la tradición por parte de Descartes su consideración posterior14 de que la existencia de Dios, a su vez, revierte sobre el carácter verdadero —claro y distinto— de mi pensamiento y me da seguridad sobre él, lo que incurre en el círculo tantas veces denunciado.

13 Meditaciones metafísicas..., 5.ª, págs. 55-56.14 Ibíd., págs. 58-59.

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