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Vida y santidad

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Colección «EL POZO DE SIQUEM»

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Thomas Merton

Vida y santidad

Editorial SAL TERRAE

Santander

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Título del original en inglés: Life and Holiness

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Traducción: Josep Vallverdú i Aixalà

Traducción del Prólogo:Ramón Alfonso Díez Aragón

2006 by Editorial Sal Terrae Polígono de Raos, Parcela 14-I

39600 Maliaño (Cantabria) Fax: 942 369 201

E-mail: [email protected] www.salterrae.es

Con las debidas licencias

Impreso en España. Printed in Spain ISBN:

Depósito Legal:

Fotocomposición:

Impresión y encuadernación:

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In memoriam

Louis Massignon

1883-1962

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Índice

Prólogo, por Henri J.M. NouwenIntroducción

1. Los ideales cristianos Sacados de las tinieblasUn ideal imperfectoSantos de escayolaLas ideas y la realidad

2. Los ideales, puestos a pruebaLa nueva ley¿Cuál es la voluntad de Dios?Amor y obedienciaCristianos adultosEl realismo en la vida espiritual

3. Cristo, el caminoLa Iglesia santifica a sus miembrosSantidad en Cristo La gracia y los sacramentosVida en el EspírituCarne y espíritu

4. La vida de feFe en Dios La existencia de Dios Fe humanaLa fe en el Nuevo Testamento

5. Crecer en Cristo CaridadPerspectivas sociales de la caridadTrabajo y santidadSantidad y humanismoProblemas prácticos

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Abnegación y santidad

Conclusión

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Prólogo

Vida y santidad fue escrito por Thomas Merton hace más de treinta años. Es una declaración directa, clara, inteligente y muy convincente sobre lo que significa ser cristiano.

La lectura de este libro me ha traído a la memoria mi único encuentro con Merton y la breve conversación que mantuvimos durante una visita que hice a la Abadía de Gethsemani. Me impresionó su gravedad. Directo, abierto, sin sentimentalismos y siempre con un brillo en los ojos. Así era Merton. Así es este libro.

Muchas veces me pregunto: «¿Qué libro puedo recomendar a alguien que quiera saber lo que implica ser cristiano?». Éste es el libro, sin duda alguna. No es un libro sobre doctrinas o dogmas, sino sobre la vida en Cristo. Se podría haber titulado Cristo en el centro, porque en todo lo que Merton dice sobre vida y santidad, pone a Cristo en el centro. Afirma: «...fe es el rechazo de todo lo que no sea Cristo con el fin de que toda vida, toda verdad, toda esperanza, toda realidad puedan ser buscadas y halladas “en Cristo”». Con toda su gran sencillez, éste es un libro radical. Y nos llama a una entrega absoluta y un compromiso total.

La lectura de este libro me pone en contacto con lo que es permanente, duradero y «de Dios». Desde la muerte de Merton han pasado tantas cosas que casi parece que todos los cimientos sólidos se han desvanecido bajo nuestros pies y parece que nos hemos convertido en personas que tratan de cruzar un lago saltando de un bloque de hielo flotante a otro. Lo que deseamos es algo que nos dé un fundamento sólido, algo en lo que poder confiar, algo que sea verdadero. Merton nos dice: ¡Ese algo es Alguien! Es Jesús quien nos guía a través de este valle de tinieblas dándonos su propio espíritu, su propia vida, su propio amor. Y porque está centrado radicalmente en Cristo, este libro es un clásico, no sujeto a las modas intelectuales pasajeras de cada momento. Y hoy su alimento espiritual es tan sabroso como el día en que fue escrito.

En su autobiografía La montaña de los siete círculos, Merton recuerda una conversación con su amigo Bob Lax. Mientras paseaban por la Sexta Avenida, en la ciudad de Nueva York, una tarde de primavera, Bob Lax se volvió de repente hacia él y le preguntó:

«LAX: En definitiva, ¿qué es lo que quieres ser?MERTON: No lo sé, supongo que lo que quiero es ser un buen católico.

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LAX: ¿Qué quieres decir con eso de que quieres ser un buen católico?... Tendrías que decir... que quieres ser santo.

MERTON: ¿Cómo esperas que yo llegue a ser santo?LAX: Queriéndolo.MERTON: No puedo ser santo. No puedo ser santo...LAX: Lo único que necesitas para ser santo es quererlo. ¿Acaso no crees

que Dios hará de ti aquello para lo que te creó si tú consientes que Él lo haga? Lo único que tienes que hacer es desearlo».*

Merton comprendió el poder del reto de su amigo. Mucho más tarde, después de veintidós años de vida como trapense, escribió este libro esencial y muy práctico sobre el camino hacia la santidad. ¡Es indudable que sabía sobre qué estaba escribiendo! Escribe con humildad y convicción, con bondad y vigor, con humor y sabiduría.

Merton murió hace veintisiete años. Su amigo Bob Lax vive ahora en Patmos. Estoy seguro de que Bob sonreirá con gratitud cuando vea este libro de nuevo y recuerde su paseo con Tom hace muchos, muchos años.

HENRI J.M. NOUWEN

Toronto, 1996

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Introducción

Éste pretende ser un libro muy sencillo, un tratado elemental sobre unas pocas ideas fundamentales de la espiritualidad cristiana. De aquí que haya de ser útil a todo cristiano y, más aún, a cualquier persona que desee familiarizarse con algunos principios de la vida interior tal como la entiende la Iglesia católica. Nada se dice aquí de temas como la «contemplación» o la «oración mental». Y, sin embargo, el libro subraya aquel aspecto de la vida cristiana que es a la vez el más común y el más misterioso: la gracia, el poder y la luz de Dios en nosotros, que purifican nuestros corazones, nos transforman en Cristo, nos hacen verdaderos hijos de Dios y nos capacitan para actuar en el mundo como instrumentos suyos para el bien de todos los hombres y para su gloria.

Ésta es, por lo tanto, una meditación sobre algunos temas fundamentales apropiados para la vida activa. Tenemos que decir de inmediato que la vida activa es esencial para todo cristiano. Claro está que la vida activa debe tener más significado que la vida que se lleva en los institutos religiosos de varones y mujeres que se dedican a la enseñanza, al cuidado de los enfermos, etcétera. (Cuando se habla de la «vida activa» frente a la «vida contemplativa», el sentido es el descrito). Aquí la acción no se considera opuesta a la contemplación, sino como una expresión de la caridad y como una consecuencia necesaria de la unión con Dios por el bautismo.

La vida activa es la participación del cristiano en la misión de la Iglesia en la tierra, y esto significa llevar a otras personas el mensaje del Evangelio, administrar los sacramentos, realizar obras de misericordia, cooperar en los esfuerzos mundiales por la renovación espiritual de la sociedad y el establecimiento de la paz y el orden sin los cuales la raza humana no puede alcanzar su destino. Incluso el «contemplativo» enclaustrado está implicado inevitablemente en las crisis y los problemas de la sociedad a la que todavía pertenece como miembro (ya que participa en sus beneficios y comparte sus responsabilidades). También él tiene que participar «activamente» hasta cierto punto en la obra de la Iglesia, no sólo con su oración y santidad, sino también con su comprensión y solicitud.

Incluso en los monasterios contemplativos el trabajo productivo es esencial para la vida de la comunidad, y representa por lo general un servicio para la sociedad en su conjunto. Incluso los contemplativos, pues, quedan implicados en la economía de la nación a que pertenecen. Es justo que deban

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comprender la naturaleza de su servicio y algunas de sus implicaciones. Esto es aún más cierto cuando el monasterio ofrece a las personas el «servicio» –muy esencial, por cierto– de cobijo y recogimiento durante los tiempos de retiro espiritual.

Pero he declarado que este libro no va a tratar sobre los contemplativos. Baste decir que todos los cristianos deberían poner interés en la «vida activa» tal como aquí será tratada: la vida que, respondiendo a la divina gracia y en unión con la autoridad visible de la Iglesia, dedica sus esfuerzos al desarrollo espiritual y material de toda la comunidad humana.

No quiere ello decir que este libro pretenda tratar de las técnicas específicas apropiadas para la acción cristiana en el mundo. Su ámbito de interés se concreta más bien en la vida de la gracia de la cual debe brotar toda acción cristiana válida. Si la vida cristiana es como una vid, entonces este libro tiene que tratar más del sistema de sus raíces que de las hojas y los frutos.

¿Es extraño que, en este libro sobre la vida activa, se acentúe no tanto lo referente a la energía, fuerza de voluntad y acción, como lo relativo a la gracia y la interioridad? No, puesto que éstos son los verdaderos principios de la actividad sobrenatural. Una actividad basada en las acometidas e impulsos de la ambición humana es un espejismo y un obstáculo puesto a la gracia. Se interpone en el camino de la voluntad de Dios y crea problemas, en vez de resolverlos. Debemos aprender a distinguir entre la pseudo-espiritualidad del activismo y la auténtica vitalidad y energía de la acción cristiana guiada por el Espíritu. Al mismo tiempo, no hemos de crear una división en la vida cristiana dando por supuesto que toda actividad es en cierto modo peligrosa para la vida espiritual. La vida espiritual no es una vida de retiro y quietud, un invernadero donde crecen prácticas ascéticas artificiales fuera del alcance de la gente de vida ordinaria. Donde el cristiano puede y tiene que desarrollar su unión espiritual con Dios es precisamente en sus deberes y trabajos de la vida ordinaria.

Este principio no es en modo alguno nuevo. Pero quizá no sea fácil de aplicar en la práctica. Un escritor o predicador que suponga que es fácil, puede desorientar gravemente a aquellos que intentan seguir su consejo. El trabajo en un contexto humano normal y sano, el trabajo con una medida humana sana y moderada, integrado en un medio social productivo, es por sí solo capaz de contribuir mucho a la vida espiritual. Pero el trabajo desordenado, irracional, improductivo, dominado por los agotadores afanes y excesos de una lucha a escala mundial por el poder y la riqueza, no va necesariamente a aportar una

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contribución válida a las vidas espirituales de todas las personas que lo realizan. De aquí que sea importante considerar la naturaleza del trabajo y su lugar en la vida cristiana.

A dicho asunto dedica este libro algunas páginas, aunque no lo trate de forma exhaustiva. Hemos ignorado zonas enteras de angustia y confusión. He creído suficiente indicar brevemente que el trabajo diario del ser humano es un elemento importantísimo de la vida espiritual y que, para que el trabajo sea realmente santificador, el cristiano no debe sólo ofrecerlo a Dios en un esfuerzo mental y subjetivo de su voluntad, sino que debe afanarse por integrarlo en el esquema completo del afán cristiano en pro del orden y la paz en el mundo. El trabajo de todo cristiano no sólo debe ser honrado y decente, ni sólo productivo, sino que debe rendir un servicio positivo a la sociedad humana. Debe tener parte en el esfuerzo general de todos los hombres por una civilización pacífica y rectamente ordenada en este mundo, porque de este modo nos ayuda inmejorablemente a prepararnos para el otro.

El esfuerzo cristiano por llegar a la santidad (un esfuerzo que sigue siendo esencial en la vida cristiana) debe, pues, ser situado hoy dentro del contexto de la acción de la Iglesia en el umbral de una nueva era. No nos está permitido engañarnos a nosotros mismos con una retirada a un pasado ya desvanecido. La santidad no es ni ha sido nunca una deserción de la responsabilidad y de la participación en la tarea fundamental del ser humano de vivir justa y productivamente en comunidad con sus semejantes.

El papa Juan XXIII inauguró el concilio Vaticano II el 11 de octubre de 1962, con estas palabras, profundamente conmovedoras: «En el orden actual de las cosas, la divina Providencia nos guía hacia un nuevo orden de relaciones humanas que, por los esfuerzos de los hombres y aún más allá de sus perspectivas, están encaminadas hacia el cumplimiento de los designios altísimos e inescrutables de Dios».

La santidad cristiana en nuestra época significa más que nunca la conciencia de nuestra común responsabilidad de cooperar con los misteriosos designios de Dios para la raza humana. Esta conciencia será ilusoria a menos que esté iluminada por la gracia divina, robustecida por un esfuerzo generoso y perseguida en colaboración no sólo con las autoridades de la Iglesia, sino con todos los hombres de buena voluntad que están trabajando sinceramente por el bien temporal y espiritual de la raza humana.

THOMAS MERTON

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1Los ideales cristianos

Sacados de las tinieblas

Todo cristiano bautizado está obligado por las promesas del bautismo a renunciar al pecado y entregarse por entero, sin reservas, a Cristo, con el fin de cumplir su vocación, salvar su alma, entrar en el misterio de Dios y allí encontrarse perfectamente «en la luz de Cristo».

Como nos recuerda san Pablo (1 Co 6,19), «no nos pertenecemos». Pertenecemos enteramente a Cristo. Su Espíritu tomó posesión de nosotros en el bautismo. Somos Templos del Espíritu Santo. Nuestros pensamientos, nuestras acciones, nuestros deseos son de pleno derecho más suyos que nuestros. Pero hemos de luchar para asegurarnos de que Dios recibe siempre de nosotros lo que le debemos por derecho propio. Si no nos esforzamos por superar nuestra debilidad natural, nuestras pasiones desordenadas y egoístas, lo que en nosotros pertenece a Dios quedará fuera de la influencia del poder santificante de su amor, será corrompido por el egoísmo, cegado por el deseo irracional, endurecido por el orgullo, y a la larga terminará hundiéndose en el abismo de negación moral que llamamos pecado.

El pecado es el rechazo de la vida espiritual, el rehusar el orden y la paz interiores que provienen de nuestra unión con la voluntad divina. En una palabra, el pecado es el rechazo de la voluntad de Dios y de su amor. No es sólo el negarse a «hacer» esto o aquello que Dios quiere, ni la determinación de «hacer» lo que Dios prohíbe. Es, más radicalmente, la obstinación en no ser lo que somos, el rechazo de nuestra realidad espiritual misteriosa y contingente, oculta en el misterio mismo de Dios. El pecado es la negativa a ser aquello para lo que fuimos creados: hijos de Dios, imágenes de Dios. En último término, el pecado, aunque parezca una afirmación de libertad, es una huida de la libertad y la responsabilidad de la filiación divina.

Todo cristiano, por consiguiente, está llamado a la santidad y a la unión con Cristo, mediante la guarda de los mandamientos de Dios. Sin embargo, algunas personas con vocaciones especiales han contraído por votos religiosos una obligación más solemne y se han comprometido a tomar de un modo especialmente serio la vocación cristiana fundamental a la santidad. Han prometido emplear ciertos medios definidos y más eficaces para «ser

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perfectas»: los consejos evangélicos. Se obligan a sí mismas a ser pobres, castas y obedientes, renunciando con ello a su propia voluntad, negándose a sí mismas, y liberándose de lazos mundanos con el fin de entregarse a Cristo de un modo aún más perfecto. Para ellas, la santidad no es simplemente algo que se busca como un fin último, sino que es su «profesión»: no tienen otro trabajo en la vida que ser santas, y todo se subordina a ese fin, que para ellas es primario e inmediato.

Sin embargo, el hecho de que las religiosas, los religiosos y los clérigos tengan una obligación profesional de esforzarse por ser santos debe entenderse con propiedad. No significa que sólo ellos son plenamente cristianos, como si los laicos fueran en algún sentido menos verdaderamente cristianos y miembros menos plenos de Cristo que ellos. San Juan Crisóstomo, que en su juventud estuvo muy cerca de creer que nadie se podía salvar si no huía al desierto, reconoció en su edad madura, siendo obispo de Antioquía y después de Constantinopla, que todos los miembros de Cristo son llamados a la santidad por el mero hecho de ser sus miembros. Sólo hay una moral, una santidad para los cristianos, y es la que se propone a todos en los Evangelios. El estado laical es necesariamente bueno y santo, ya que el Nuevo Testamento nos deja libres para elegirlo. Pero para vivir el estado laical no es suficiente mantener un tipo de santidad estática y mínima, simplemente «evitando el pecado». A veces la diferencia entre los estados de vida se deforma y simplifica tan exageradamente en las mentes de los cristianos que parece que éstos piensan que, mientras los sacerdotes, los monjes y las monjas están obligados a crecer y progresar en la perfección, del laico sólo se espera que se mantenga en estado de gracia y, pegándose, por decirlo así, a la sotana del sacerdote, se deje llevar al cielo por aquellos especialistas, que son los únicos llamados a la «perfección».

San Juan Crisóstomo señala que el mero hecho de que la vida del monje sea más austera y más difícil no debería llevarnos a pensar que la santidad cristiana es principalmente una cuestión de dificultad. Esto llevaría a la falsa conclusión de que, como la salvación parece menos ardua para el laico, también es, de alguna manera extraña, una salvación menos verdadera. Por el contrario, dice Crisóstomo, «Dios no nos ha tratado [a los laicos y al clero secular] con tanta severidad como para exigirnos austeridades monásticas como una obligación, sino que ha dejado a todos la libertad de elegir [en materia de consejos]. Hay que ser castos en el matrimonio, hay que ser moderados en las comidas... No se os ha ordenado que renunciéis a vuestras propiedades. Dios sólo os ordena que no robéis y que compartáis vuestras

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propiedades con aquellos que carecen de lo que necesitan» (Comentario a la Primera carta a los Corintios 9,2).

En otras palabras, la templanza, la justicia y la caridad ordinarias que todo cristiano debe practicar, son santificantes de la misma manera que la virginidad y la pobreza de la religiosa. Cierto es que la vida de los religiosos consagrados tiene una dignidad y una perfección intrínseca mayores. El religioso asume un compromiso más radical y más total de amor a Dios y al prójimo. Pero no hay que pensar que esto significa que la vida del laico queda degradada hasta la insignificancia. Por el contrario, hemos de reconocer que el estado matrimonial es también santificante en grado sumo por su misma naturaleza y puede, ocasionalmente, implicar tales sacrificios y tal abnegación que, en determinados casos, podrían ser incluso más efectivos que los sacrificios de la vida religiosa. Quien de hecho ame más perfectamente estará más cerca de Dios, sea o no laico.

De aquí que san Juan Crisóstomo proteste de nuevo contra el error de que sólo los monjes tienen que esforzarse por alcanzar la perfección, mientras que los laicos sólo tienen que evitar el infierno. Por el contrario, tanto los laicos como los monjes han de llevar una virtuosa vida cristiana, muy positiva y constructiva. No es suficiente que el árbol permanezca vivo, sino que también ha de dar fruto. «No basta con dejar Egipto», nos dice, «hay que caminar, además, hacia la Tierra prometida» (Homilía XVI sobre la Carta a los Efesios). Al mismo tiempo, aun la práctica perfecta de uno u otro de los consejos, como, por ejemplo, la virginidad, no tendría sentido si quien lo practicara careciese de las virtudes más elementales y universales de justicia y caridad. Dice: «En vano ayunáis y dormís en el duro suelo, coméis cenizas y lloráis sin cesar. Si no sois útiles a nadie, no hacéis nada de importancia» (Homilía VI sobre la Carta a Tito). «Aunque seas una virgen, serás arrojada de la cámara nupcial si no das limosnas» (Homilía LXXVII sobre el Evangelio de Mateo). No obstante, los monjes tienen un papel importante que desempeñar dentro de la Iglesia. Sus oraciones y su santidad son de un valor insustituible para toda la Iglesia. Su ejemplo enseña al laico a vivir también como «un extraño y peregrino en esta tierra», desasido de las cosas materiales, y preservando su libertad cristiana en medio de la vana agitación de las ciudades, porque él busca en todas las cosas únicamente complacer a Cristo y servirlo en el prójimo.

En pocas palabras, según Juan Crisóstomo, «las bienaventuranzas pronunciadas por Cristo no pueden quedar reservadas para el exclusivo uso de los monjes, porque ello sería la ruina del universo»1.

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En realidad, todos cuantos hemos sido bautizados en Cristo y nos hemos «vestido de Cristo» como nueva identidad, estamos obligados a ser santos como Él es santo. Estamos obligados a vivir vidas dignas, y nuestras acciones deben ser testigos de nuestra unión con Él. Él deberá manifestar su presencia en nosotros y a través de nosotros. Aunque es posible que la cita nos sonroje, hemos de reconocer que estas solemnes palabras de Cristo van dirigidas a nosotros:

«Vosotros sois la luz del mundo. No se puede ocultar una ciudad puesta en lo alto de un monte. Tampoco se enciende una vela para meterla debajo del celemín, sino para ponerla en el candelero y que alumbre a todos los de la casa. Alumbre así vuestra luz a los hombres para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en el cielo» (Mt 5,14-16).

Los Padres de la Iglesia, particularmente Clemente de Alejandría, creían que la «luz» en el hombre es su filiación divina, la Palabra que habita en él. Por lo tanto, enseñaban que toda la vida cristiana se resume en un servicio a Dios que no es sólo cuestión de culto externo, sino de «avivar lo que en nosotros hay de divino por medio de una infatigable caridad» (Stromata 7,1). Clemente añade que el propio Cristo nos enseña el camino de la perfección y que toda la vida cristiana es un curso de educación espiritual a cargo del único Maestro, a través de su Espíritu Santo. Al escribir esto, se dirigía a los laicos.

Se supone que somos la luz del mundo. Se supone que somos luz para nosotros y para los demás. ¡Quizás esto explique por qué el mundo está sumido en tinieblas! Entonces, ¿qué se entiende por la luz de Cristo en nuestras vidas? ¿Qué es la «santidad»? ¿Qué es la filiación divina? ¿En serio se supone que somos santos? ¿Se puede desear tal cosa sin pasar a los ojos de los demás por loco de remate? ¿No será presuntuoso? En todo caso, ¿es ello posible? Para decir la verdad, muchos laicos, e incluso muchos religiosos, no creen que, en la práctica, la santidad sea posible para ellos. ¿Es esto sólo sentido común? ¿Es quizás humildad? ¿O es traición, derrotismo y desesperanza?

Si somos llamados por Dios a la santidad de vida, y si la santidad está fuera del alcance de nuestra capacidad natural (lo cual es cierto), se sigue entonces que el propio Dios ha de darnos la luz, la fuerza y el valor para cumplir la tarea que Él nos pide. Nos dará ciertamente la gracia que

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necesitamos. Si no acabamos siendo santos, es porque no sabemos aprovechar su don.

Un ideal imperfecto

Con todo, hemos de ir con tiento para no simplificar en extremo este delicado problema. No debemos pensar irreflexivamente que el fracaso de los cristianos en ser perfectos es debido siempre a mala voluntad, a pereza o a pecaminosidad grosera. Más bien se debe a confusión, ceguera, debilidad y malentendidos. No apreciamos realmente el sentido y la grandeza de nuestra vocación. No sabemos cómo valorar las «insondables riquezas de Cristo» (Ef 3,9). El misterio de Dios, de la redención divina y de su infinita misericordia es generalmente nebuloso e irreal incluso para los «hombres de fe». De aquí que no tengamos valor ni fuerza para responder a nuestra vocación en toda su profundidad. Inconscientemente la falsificamos, deformamos sus verdaderas perspectivas y reducimos nuestra vida cristiana a una especie de propiedad gentil y social. Así las cosas, la «perfección» cristiana deja de consistir en una ardua y extraña fidelidad al espíritu de gracia en la negrura de la noche de la fe. En la práctica se transforma en una respetable conformidad con lo que comúnmente se acepta como «bueno» en la sociedad en cuyo seno vivimos. De este modo se pone el acento en los signos externos de respetabilidad.

Ciertamente, esta exterioridad no debe rechazarse de plano como fariseísmo, otro cliché demasiado cómodo. Puede, de hecho, haber mucha bondad moral real en esta clase de respetabilidad. Las buenas intenciones no se pierden a los ojos del Señor. Sin embargo, siempre habrá cierta falta de profundidad y una determinada parcialidad y falta de totalidad que hará imposible que tales personas alcancen la plena semejanza con Cristo o, al menos, que logren trascender las limitaciones de su grupo social haciendo los sacrificios que les exige el Espíritu de Cristo, sacrificios que los alejarán de algunos de sus allegados y que les impondrán decisiones de una solitaria y terrible responsabilidad.

El camino de la santidad cristiana es, en todo caso, duro y austero. Hemos de ayunar y orar. Hemos de abrazar las dificultades y el sacrificio por amor a Cristo y con el fin de mejorar la condición del ser humano sobre la tierra. No estamos autorizados a gozar meramente de las buenas cosas de la vida, «purificando nuestra intención» de vez en cuando para asegurarnos de que lo hacemos todo «por Dios». Tales operaciones mentales, puramente

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abstractas, son únicamente una lamentable excusa para la mediocridad. No nos justifican a los ojos de Dios. No basta hacer gestos piadosos. Nuestro amor a Dios y al hombre no puede ser meramente simbólico, ha de ser completamente real. No se trata simplemente de una operación mental, sino de la entrega y el compromiso de nuestro ser más íntimo.

Claro está, pues, que esto significa ir un poco más allá de los insulsos sermones de esa religión popular que ha llevado a cierta gente a creer que entre nosotros tiene lugar un «resurgimiento religioso». ¡No lo aseguremos a la ligera! El mero hecho de que las personas estén asustadas e inseguras, de que se aferren a eslóganes optimistas, de que corran con más frecuencia a la iglesia y busquen pacificar sus atribuladas almas mediante máximas estimulantes y humanitarias, no es en modo alguno índice de que nuestra sociedad se está volviendo «religiosa». De hecho, puede que sea un síntoma de enfermedad espiritual. Ciertamente, es buena cosa tener conciencia de nuestros síntomas, pero ello no justifica que los paliemos con curanderismos.

Por lo tanto, no nos engañemos con fáciles e infantiles concepciones de la santidad.

Por desdicha, es muy posible que una religiosidad superficial, sin raíces profundas ni fructífera relación con las necesidades de los seres humanos y de la sociedad, resulte a la larga una evasión de las obligaciones religiosas imperiosas. Nuestra época necesita otra cosa que gente devota, asiduos al templo, que evitan faltas graves (al menos, en todo caso, las faltas fácilmente identificables como tales), pero que raras veces hacen nada constructivo o positivamente bueno. No basta ser respetable exteriormente. Al contrario, la mera respetabilidad exterior, sin valores morales más profundos o más positivos, acarrea descrédito sobre la fe cristiana.

La experiencia de las dictaduras del siglo XX ha demostrado que es posible que algunos cristianos vivan y trabajen en una sociedad extremadamente injusta cerrando sus ojos a toda suerte de males, y quizá participando incluso en dichos males, al menos por defecto, interesados sólo en su propia vida de piedad compartimentada, cerrada a cualquier otra cosa de la faz de la tierra. Claro está, pues, que dicha pobre excusa de religión contribuye efectivamente a la ceguera e insensibilidad moral y en última instancia conduce a la muerte del cristianismo en naciones enteras o zonas enteras de la sociedad. Sin duda es esto lo que ha abocado al gran problema moderno de la Iglesia: la perdida de la clase trabajadora.

Por ello quizá sea aconsejable hablar de «santidad» más que de «perfección». Una persona «santa» es aquella que está santificada por la

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presencia y la acción de Dios en ella. Es «santa» porque vive tan hondamente inmersa en la vida, la fe y la caridad de la «santa Iglesia» que ésta manifiesta su santidad dentro de ella y a través de ella. Mas si uno se concentra en la «perfección» con seguridad tendrá una actitud egoísta más sutil. Puede que corra el riesgo de querer contemplarse a sí mismo como un ser superior, completo y adornado con toda suerte de virtudes, aislado de todos los demás y en grato contraste con ellos. La idea de «santidad» parece implicar algo de comunión y solidaridad con un «santo pueblo de Dios». La noción de «perfección espiritual» es más bien apropiada para un filósofo que, por el conocimiento y la práctica de disciplinas esotéricas, despreocupado de las necesidades y deseos de otros hombres, ha llegado a un estado de tranquilidad en que las pasiones ya han dejado de atormentar su alma pura.

Ésta no es la idea cristiana de la santidad.

Santos de escayola

Un sapientísimo consejo que san Benito da en su Regla a sus monjes es que no tienen que desear ser llamados santos antes de ser santos, sino que deben primero hacerse santos a fin de que su reputación de santidad se base en la realidad. Esto pone de manifiesto la gran diferencia entre la perfección espiritual real y la idea humana de perfección. O quizás uno debiera decir, más afinadamente, la diferencia entre la santidad y el narcisismo.

La idea popular de un «santo» está, desde luego, basada naturalmente en la santidad que la Iglesia presenta a nuestra veneración, en hombres y mujeres heroicos. No hay nada sorprendente en el hecho de que los santos queden muy pronto estereotipados en la mente del cristiano corriente; y todos, si reflexionan, admitirán fácilmente que el estereotipo tiende a ser irreal. Las convenciones de la hagiografía han acentuado por lo común la irrealidad de dicha representación, y el arte piadoso en muchos casos ha completado la obra, coronándola de hecho. De esta forma, el cristiano que se esfuerza por alcanzar la santidad tiende inconscientemente a reproducir en sí mismo algunos rasgos de la imagen estereotipada popular. O más bien, como es por desgracia difícil lograr el éxito en esta empresa, se imagina a sí mismo en cierto sentido obligado a seguir el modelo, como si se tratara realmente de un modelo propuesto por la misma Iglesia para su imitación, en vez de una caricatura puramente convencional y popular de una realidad misteriosa: la semejanza de los santos con Cristo.

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La imagen estereotipada es fácil de trazar aquí: es, esencialmente, una imagen sin el menor defecto moral. El santo, si acaso alguna vez pecó, se volvió impecable tras una perfecta conversión. Como la impecabilidad no es suficiente, es elevado por encima de la más pequeña posibilidad de sentir tentación. Claro está que es tentado, pero la tentación no presenta dificultades. Él tiene siempre la respuesta absoluta y heroica. Se arroja al fuego, al agua helada o a las zarzas antes que enfrentarse a una remota ocasión de pecar. Sus intenciones son siempre las más nobles. Sus palabras son siempre los más edificantes clichés, que encajan en la situación con una transparencia que desarma y acalla incluso la intención de diálogo. Ciertamente, los «perfectos», en este sentido apabullante, son elevados por encima de la necesidad y hasta de la capacidad de un diálogo plenamente humano con sus semejantes. Carecen de humor como carecen de asombro, de sentimiento y de interés por los asuntos corrientes de la humanidad. Aunque, claro está, acuden al lugar con el preciso acto de virtud requerido por cada situación. Allí están siempre, besando las llagas del leproso en el mismo momento en que el rey y su noble séquito aparecen por la esquina y se detienen en su camino, mudos de admiración...

No hay nadie que no se sonría ante el ingenuo principiante que confiadamente se embarca en la reproducción de este tipo de imagen en su vida. Siempre le dirán que afronte la realidad; pero, en cambio, cuando le recuerdan los crudos hechos de la vida, ¿no llegamos a pensar, secretamente, que, después de todo, él lleva razón? La santidad es, en efecto, un culto a lo absoluto. Es intransigente, y ni siquiera considera que pueda haber un término medio. En el fondo de nuestros corazones, ¿no queremos decir realmente con esto que el milagro de la santidad es, en cierto modo, no sólo sobrenatural, sino hasta inhumano? De hecho, ¿no igualamos lo sobrenatural con una negación tajante de lo humano? ¿No son la naturaleza y la gracia diametralmente opuestas? ¿No significa la santidad el rechazo absoluto y la renuncia absoluta de todo lo que concuerda con la naturaleza?

Si pensamos de este modo, estamos admitiendo en la práctica la realidad de la imagen estereotipada y, en este caso, no tenemos más alternativa que suponer que éste es el modelo que indefectiblemente debe llevar a cabo el perfecto cristiano. ¿Con qué derecho, pues, disuadimos a nuestros semejantes de realizar lo que es en verdad su perfecto modelo?

El hecho es que nuestro concepto de santidad es ambiguo y oscuro, y esto quizá se deba a que nuestro concepto de la gracia y de lo sobrenatural es asimismo confuso. El principio de que «la gracia supone y perfecciona la

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naturaleza» no es en modo alguno un cliché ideado para excusar medidas tibias en la vida espiritual. Es la pura verdad, y hasta que no nos demos cuenta de que antes de que una persona pueda hacerse santa debe ser ante todo persona, con toda la humanidad y fragilidad de la condición real del ser humano, nunca podremos entender el sentido de la palabra «santo». No sólo todos los santos han sido perfectamente humanos, no sólo su santidad ha enriquecido y profundizado su humanidad, sino que el más Santo de todos los santos, la Palabra encarnada, Jesucristo, fue el más honda y perfectamente humano de los seres que han vivido en la faz de la tierra. Debemos recordar que en Él la naturaleza humana fue totalmente perfecta, y al mismo tiempo idéntica a nuestra frágil y castigada naturaleza en todas las cosas, excepto en el pecado. Ahora bien, ¿acaso no es lo «sobrenatural» la economía de nuestra salvación en y a través de la Palabra encarnada?

Si hemos de ser «perfectos» como Cristo es perfecto, hemos de esforzarnos por ser tan perfectamente humanos como Él, con el fin de que Él pueda unirnos con su ser divino y compartir con nosotros su filiación del Padre celestial. De aquí que la santidad no sea cosa de ser menos humano, sino más humano que otros hombres. Esto implica una mayor capacidad de preocupación, de sufrimiento, de comprensión, de simpatía y también de humor, alegría, aprecio de las cosas buenas y bellas de la vida. Se sigue de ello que un pretendido «camino de perfección» que simplemente destruya o frustre los valores humanos precisamente porque son humanos, y con el fin de situarse aparte del resto de las personas, a modo de un objeto de admiración, está condenado a no ser más que una caricatura. Y tal caricaturización de la santidad es ciertamente un pecado contra la fe en la encarnación. Pone de manifiesto desprecio por la humanidad, por la que Cristo no vaciló en morir en la cruz.

Sin embargo, tengamos cuidado en no confundir los valores genuinamente humanos con los valores casi menos que humanos que se aceptan en una sociedad desordenada. De hecho, sufrimos más de la distorsión y subdesarrollo de nuestras tendencias humanas más profundas que de una sobreabundancia de instintos animales. Por ello el severo ascetismo que se inventó para controlar las pasiones violentas puede hacer más daño que bien, cuando es aplicado a una persona cuyas emociones no han madurado de verdad nunca y cuya vida instintiva padece debilidad y desorden.

Debemos reflexionar más profundamente de lo que solemos acerca de los efectos de la vida tecnológica moderna sobre el desarrollo emocional e instintivo del hombre. Es muy posible que la persona cuya vida se divide entre

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accionar una máquina y ver la televisión sufra más tarde o más temprano una privación radical en su naturaleza y humanidad.

La santidad presupone no sólo una inteligencia humana normal, adecuadamente desarrollada y formada mediante una educación cristiana, una voluntad humana normal, una libertad adiestrada capaz de autoentrega y oblación, sino que incluso antes que esto presupone unas emociones humanas sanas y ordenadas. La gracia supone y perfecciona la naturaleza, no reprimiendo el instinto, sino sanándolo y elevándolo a un nivel espiritual. Tiene que haber siempre un lugar adecuado para la espontaneidad saludable e instintiva en la vida cristiana. Las emociones e instintos del hombre actuaron en la sagrada humanidad de Cristo, nuestro Señor: en todas las cosas Él mostró una humanidad sensible y cálidamente receptiva. El cristiano que desee imitar a su Maestro debe aprender a hacer esto no imponiéndose un control recio y violento de sus emociones (y en la mayoría de los casos sus esfuerzos en tal sentido estarán abocados al fracaso), sino dejando que la gracia forme y desarrolle su vida emocional al servicio de la caridad.

Jesús preguntó a los fariseos: «¿Cómo podéis creer vosotros, que aceptáis gloria unos de otros?» (Jn 5,44). Buscar una heroicidad de virtud que nos dé gloria a los ojos de los demás es en realidad debilitar nuestra fe. El verdadero santo no es aquel que se ha convencido de que es santo, sino el que está anonadado por el convencimiento de que Dios, y sólo Dios, es santo. Está tan sobrecogido por la realidad de la santidad divina, que comienza a verla por todas partes. Acaso pueda verla en sí mismo también, pero seguramente la verá allí en última lugar, porque en sí mismo seguirá experimentando la nulidad, la pseudo-realidad del egoísmo y del pecado. Con todo, aun en la negrura de nuestra disposición al mal brillan la presencia y la misericordia del divino Salvador. El santo es capaz, como decía Dostoievski, de amar a los otros incluso en su pecado. Pues lo que el santo ve en todas las cosas y en todas las personas es el objeto de la divina compasión.

Así pues, el santo no busca su propia gloria, sino la gloria de Dios. Y, a fin de que Dios pueda ser glorificado en todas las cosas, el santo quiere ser únicamente un instrumento puro de la voluntad divina. Quiere ser simplemente una ventana a través de la cual haga Dios brillar su misericordia sobre el mundo. Y por ello se esfuerza en ser santo. Lucha por practicar la virtud heroicamente, no para que se le tenga por virtuoso y dechado de santidad, sino para que la bondad de Dios no se obscurezca jamás con un acto egoísta por su parte.

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Por eso quien ama a Dios, y busca la gloria de Dios pretende hacerse, por la gracia de Dios, perfecto en el amor, como «el Padre del cielo es perfecto» (Mt 5,48).

Las ideas y la realidad

Siempre resulta un poco insensato tratar de expresar, en unas pocas fórmulas claras, la esencia de la perfección cristiana. A veces hay que hacerlo. Pero, cuandoquiera que lo intentemos, hemos de recordar que no captamos el sentido de las palabras con exactitud, y hemos de tomar medidas contra el peligro de crear la impresión de que la santidad puede conseguirse fácilmente siguiendo una simple fórmula determinada. «Llegar a santo» no es cosa de tomar una receta adecuada y guisar los diversos ingredientes de la vida cristiana según una fórmula que sea grata a nuestro paladar. Y, sin embargo, es esto precisamente lo que parece que hacen algunos libros espirituales. Y luego están esas «almas santas» que han descubierto un método nuevo que lo resume todo y que de ahora en adelante resuelve el problema del modo más simple para todos y cada uno.

Claro está que es natural que se busque un método sencillo de resolver todos los problemas espirituales. Tradicionalmente, la pregunta más fundamental que una persona puede formular es: «¿Qué hemos de hacer?» (Hch 2,37). La respuesta cristiana: «Convertíos, haced que os bauticen... para que se os perdonen los pecados; entonces recibiréis el Espíritu Santo» (2,38), no es la exposición de un método o de una técnica. Al contrario, lo que san Pedro decía con ello a los fieles de su primer sermón en el primer Pentecostés era que la salvación no consistía tanto en seguir un método como en hacerse miembro del pueblo de Dios, el cuerpo de Cristo, y en vivir como miembro de dicho cuerpo, con la vida de dicho pueblo, que es una vida de amor. Pero en este contexto «amor» no es simplemente una cuestión de afectividad y disposición interior benigna. El amor que es esencial para la verdadera vida cristiana requiere participación en todas las luchas, problemas y aspiraciones de la Iglesia. Amar es comprometerse plenamente con la obra de salvación de la Iglesia, la renovación y dedicación del hombre y su sociedad a Dios. Ningún cristiano puede desinteresarse de esta obra. Hoy, las dimensiones de esta tarea son tan amplias como el propio universo.

A pesar de ello, la tarea comienza dentro de cada alma cristiana. No podemos llevar la esperanza y la redención a otros a menos que nosotros

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mismos estemos llenos de la luz de Cristo y de su Espíritu. Para poder tomar parte efectivamente en el trabajo de llevar la carga de la Iglesia, tenemos antes que ganar fuerza y sabiduría. Hemos de ser educados en el amor. Hemos de empezar a vivir la santidad.

No existen fórmulas simples y eficaces, excepto en los Evangelios, donde las palabras ya no son de hombre, sino de Dios. Y, con toda su transparente sencillez, las palabras de Cristo, palabras de salvación, siguen siendo profundamente misteriosas, como todo lo que procede de Dios. Así, si bien es totalmente claro que somos llamados «a ser perfectos», y si bien sabemos que la perfección consiste en «guardar los mandamientos» (de Cristo), sobre todo su «nuevo mandamiento de amarnos los unos a los otros como Él nos ha amado», con todo, cada uno tiene que labrarse su salvación en el temor, temblando en el misterio y en la desconcertante confusión de su propia vida individual. Haciéndolo así, todos salimos ganando un nuevo «modo», una nueva «santidad» que es privativa de cada uno, porque cada uno de nosotros tiene una vocación peculiar de reproducir la semejanza con Cristo de una manera que no es idéntica a la de cualquier otra persona, ya que nunca dos personas son del todo iguales.

Esta «búsqueda» del escondido e invisible Dios puede parecer muy sencilla cuando se reduce a leyes claramente formuladas y consejos de vida espiritual. No nos resulta difícil imaginarnos nosotros mismos descubriendo ciertas cosas buenas que hay que hacer y evitando otras cosas que están mal: haciendo cosas buenas generosamente, siempre, claro está, «con la ayuda de la gracia de Dios» y alcanzando así la «unión divina». Con un ideal más o menos definido in mente, nos lanzamos a conquistar la santidad forzando a las realidades de la vida a conformarse a nuestro ideal. Creemos que todo cuanto se requiere es generosidad, fidelidad completa a este ideal.

Lamentablemente, olvidamos que nuestro mismo ideal puede ser imperfecto y engañoso. Aunque nuestro ideal se base en normas objetivas, es posible que interpretemos esas normas de una forma muy limitada y subjetiva: tal vez las distorsionemos inconscientemente para que se acomoden a nuestras necesidades y expectativas desordenadas. Estas necesidades y expectativas nuestras, estas exigencias que nos planteamos a nosotros mismos, a la vida y al mismo Dios, pueden llegar a ser mucho más absurdas e ilusorias de lo que podemos llegar a comprender. Y, por lo tanto, toda nuestra idea de perfección, aunque pueda ser formulada con palabras teológicamente irreprochables, puede resultar tan totalmente irreal a la hora de la práctica concreta, que nos veamos reducidos a la impotencia y a la frustración. Incluso puede que

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«perdamos nuestra vocación», no porque carezcamos de ideales, sino porque nuestros ideales no tengan relación alguna con la realidad.

La vida espiritual es una especie de dialéctica entre los ideales y la realidad. Digo una dialéctica, no un compromiso. Los ideales, que generalmente se basan en normas ascéticas universales «para todas las personas» –o al menos para todas las que «buscan la perfección»–, no se pueden realizar de la misma manera en cada individuo. Cada uno se hace perfecto, no llevando a cabo una medida uniforme de perfección universal en su propia vida, sino respondiendo a la llamada y al amor de Dios, que se dirige a él dentro de las limitaciones y circunstancias de su propia y peculiar vocación. De hecho, nuestra búsqueda de Dios no es cuestión de encontrarlo por medio de ciertas técnicas ascéticas. Más bien, es un aquietamiento y reajuste de toda nuestra vida por medio de la abnegación, la oración y las buenas obras, de forma que el propio Dios, que nos busca más de lo que nosotros le buscamos a Él, pueda «hallarnos» y «tomar posesión de nosotros».

Reconozcamos también que nuestro concepto de la gracia puede ser nebuloso e irreal. De hecho, cuanto más tratemos la noción de gracia de forma semimaterialista y objetivada, más irreal resultará. En la práctica, tendemos a imaginar la gracia como una especie de substancia misteriosa, una «cosa», un producto que nos otorga Dios, algo así como carburante para un motor sobrenatural. La contemplamos como una especie de gasolina espiritual que creemos necesaria para recorrer nuestro itinerario hacia Dios.

Desde luego, la gracia es un gran misterio, y sólo podemos referirnos a ella mediante analogías y metáforas que tienden a confundirnos. Pero ciertamente esta metáfora es tan desorientadora que resulta totalmente falsa. La gracia no es «algo con que» hacemos buenas obras y alcanzamos a Dios. No es una «cosa» o una «substancia» totalmente separada de Dios. Es la misma presencia y acción de Dios dentro de nosotros. Por lo tanto, resulta claro que no se trata de un producto que «necesitamos obtener» de Él para ir hacia Él. A todos los efectos prácticos, podríamos igualmente decir que la gracia es la cualidad de nuestro ser resultante de la energía santificante de Dios que actúa dinámicamente en nuestra vida. Por eso en la literatura cristiana primitiva, y especialmente en el Nuevo Testamento, no se nos habla tanto de recibir la gracia como de recibir el Espíritu Santo –el propio Dios.

Haríamos bien en subrayar la gracia increada, el Espíritu Santo presente en nosotros, el dulcis hospes animae, el «dulce huésped del alma». Su misma presencia dentro de nosotros nos transforma: de seres carnales a seres espirituales (Rm 8,9), y es una gran lástima que nos demos tan poca cuenta de

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este hecho. Si nos diésemos cuenta de la importancia y significación de su íntima relación con nosotros, hallaríamos en Él gozo, fortaleza y paz constantes. Estaríamos más acordes con aquella secreta e interior «inclinación del Espíritu que es vida y paz» (Rm 8,5). Estaríamos más capacitados para saborear y gozar de los frutos del Espíritu (Ga 5). Tendríamos confianza en el Escondido que ora dentro de nosotros incluso cuando nosotros no somos capaces de orar bien, que pide por nosotros las cosas que no sabemos que necesitamos y que busca proporcionarnos los gozos que por nuestros propios medios no nos atreveríamos ni a buscar.

Ser «perfecto», pues, no es tanto cuestión de buscar a Dios con ardor y generosidad como de ser hallado, amado y poseído por Dios, de tal forma que su acción en nosotros nos hace completamente generosos y nos ayuda a trascender nuestras limitaciones y reaccionar contra nuestra propia debilidad. Nos hacemos santos no a base de superar violentamente nuestra propia debilidad, sino dejando que el Señor nos dé la fortaleza y pureza de su Espíritu a cambio de nuestra debilidad y miseria. No nos compliquemos, pues, nuestras vidas ni nos frustremos concediéndonos demasiada atención a nosotros mismos, olvidando con ello el poder de Dios y ofendiendo al Espíritu Santo.

Nuestra actitud espiritual, nuestra forma de buscar la paz y la perfección, depende enteramente de nuestro concepto de Dios. Si somos capaces de creer que Él es realmente nuestro Padre amoroso, si podemos de verdad aceptar la verdad de su infinita y compasiva solicitud por nosotros, si creemos que nos ama no porque seamos dignos, sino porque necesitamos su amor, entonces podremos avanzar con confianza. No nos desalentarán nuestras inevitables debilidades y fracasos. Podremos hacer cualquier cosa que nos pida. Mas, si creemos que es un legislador severo, frío, que no se interesa realmente por nosotros, que es un mero gobernante, un amo, un juez y no un padre, tendremos grandes dificultades para vivir la vida cristiana. Por consiguiente, hemos de empezar por creer que Dios es nuestro Padre; si no es así, no podremos enfrentarnos a las dificultades del camino de la perfección cristiana. Sin la fe, el «camino estrecho» es totalmente imposible.

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2Los ideales, puestos a prueba

La nueva ley

Para ser perfectos hemos de tener ideales racionales concretos y esforzarnos en vivir a la altura de los mismos. Debe haber algunas normas y medidas generales que valgan para todos, que sirvan de «reglas» universales que todos sigan al vivir su propia vida. Nunca hay que subestimar o desatender tales reglas. Si dedicamos ahora algunas páginas a reflexionar sobre estas normas amplias y generales que son la base de la doctrina espiritual cristiana, no es porque intentemos diseñar un método a toda prueba para llegar a santo. Sencillamente estamos recordando la enseñanza fundamental de la Iglesia acerca del camino de la perfección cristiana.

El camino de la perfección cristiana empieza con un llamamiento personal dirigido al cristiano individual por Cristo, el Señor, a través del Espíritu Santo. Este llamamiento es una llamada, una «vocación». Todo cristiano, de una forma u otra, recibe esta vocación de Cristo que es la llamada a seguirlo. A veces imaginamos que tal vocación es una prerrogativa de los sacerdotes y religiosos. Es cierto que ellos reciben una llamada especial a la perfección. Se dedican a la búsqueda de la perfección cristiana mediante el empleo de ciertos medios definidos. Pero en realidad todo cristiano es llamado a seguir a Cristo, a imitar a Cristo tan perfectamente como las circunstancias de su vida lo permitan y con ello llegar a la santidad.

Nuestra respuesta a esta llamada de Cristo no consiste en decir muchas oraciones, hacer muchas novenas, encender velas ante las imágenes de los santos o comer pescado los viernes. No consiste simplemente en oír misa o en realizar algunos actos de abnegación. Todas esas cosas pueden ser muy buenas vistas en el contexto pleno de la vida cristiana. Separadas de dicho contexto, pueden quedar desprovistas de significado religioso y ser meros gestos vacíos.

Nuestra respuesta a Cristo implica tomar nuestra cruz, y esto a su vez significa cargar con nuestra responsabilidad de buscar y hacer en todas las cosas la voluntad del Padre. Ésta fue, en definitiva, toda la esencia de la vida terrena de Cristo, y de su muerte y resurrección. Todo lo hizo por obediencia al Padre (Hb 10,58; Lc 2,49; Mt 26,42; Jn 5,30, etcétera). Así también Cristo dice a todos los cristianos: «No todo el que me dice “Señor, Señor” entrará en

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el Reino de los cielos, sino el que cumple la voluntad de mi Padre que está en el cielo» (Mt 7,21).

Por ello toda nuestra vida debería estar centrada en la voluntad del Padre. Esta voluntad queda expresada clara y paladinamente en la ley que Dios nos dio, resumida en los diez mandamientos y epitomizada del modo más perfecto en el gran mandamiento único de amar a Dios con todo nuestro corazón, nuestra mente y nuestras fuerzas, y al prójimo como a nosotros mismos.

Pero ahora, que Cristo ha entregado su propia vida y ha resucitado de entre los muertos para tomar posesión de nosotros por su Espíritu, este mismo Espíritu, que habita en nosotros, debería ser nuestra ley. Esta ley interior, la «nueva Ley», que es puramente una ley de amor, se resume en la palabra «filiación». «Los que se dejan llevar por el Espíritu de Dios, ésos son hijos de Dios. Habéis recibido, no un espíritu de esclavitud, para recaer en el temor, sino un espíritu de hijos adoptivos, que nos hace gritar: “¡Abbá, Padre!”» (Rm 8,15).

El Espíritu Santo no abole la antigua Ley, el mandato exterior, sino que esa misma ley la hace interior para nosotros, de tal forma que el cumplir la voluntad de Dios ya no resulta obra del temor, sino obra de amor espontáneo.

De aquí que el Espíritu Santo no nos enseñe a obrar contrariamente a los dictados familiares de la ley. Al contrario, nos conduce a la más perfecta observancia de la Ley, al cumplimiento amoroso de todos nuestros deberes en la familia, en nuestro trabajo, en el modo de vida que hayamos escogido, en nuestras relaciones sociales, en la vida civil, en nuestras oración y en la íntima conversación con Dios en la profundidad de nuestras almas.

El Espíritu Santo nos enseña no sólo a cumplir activamente la voluntad de Dios tal como el precepto nos lo indica, sino también a aceptar de buen grado la voluntad de Dios en los acontecimientos providenciales que escapan a nuestro control.

En una palabra, toda la vida cristiana, consiste en buscar la voluntad de Dios con fe amorosa y poniendo por obra aquella divina voluntad con amor fidedigno.

La perfección, pues, es cuestión de fidelidad y amor: fidelidad, ante todo, al deber; luego, amor a la voluntad de Dios en todas sus manifestaciones. El amor implica preferencia, y la preferencia exige sacrificio. En la práctica, pues, la preferencia de la voluntad de Dios significa poner a un lado y sacrificar nuestra propia voluntad. Cuanto más renuncie el cristiano a su propia voluntad para hacer la voluntad de Dios con sumisión amorosa y

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confiado abandono, más unido estará a Cristo en el Espíritu de la filiación divina, más verdaderamente se mostrará como hijo del Padre celestial y más cerca se encontrará de la perfección cristiana.

¿Cuál es la voluntad de Dios?

Ahora bien, surge otro problema, y una vez más nos preguntamos si acaso no nos sería menester una especie de modo sistemático y metódico de conocer y hacer la voluntad de Dios. ¿Cómo voy a ser fiel a esa misteriosa y divina voluntad? ¿Cuándo voy a saber si un sacrificio es grato al Padre celestial o si sólo es una ilusión de mi propia voluntad?

No es materia fácil, en modo alguno. No puede dejarse al sentimiento o al capricho subjetivo. Uno podría, por ejemplo, inventar un método, tan falaz como excesivamente simplificado, de discernir «la voluntad de Dios». Podría ser que uno dijera: «Normalmente, mi voluntad pecadora se opone a la voluntad de Dios. Por lo tanto, para rectificar mi situación, debo hacer siempre lo que contradice mis deseos espontáneos o mis intereses personales, y entonces estaré seguro de hacer la voluntad de Dios». Pero esto arranca de una falsa premisa, una especie de creencia maniquea según la cual yo estoy necesariamente inclinado al mal en toda ocasión, y cualquier cosa que espontáneamente desee está condenada a priori a ser pecaminosa

La naturaleza humana no es maligna. No todo placer es desaconsejable. No todos los deseos espontáneos son egoístas. La doctrina del pecado original no quiere decir que la naturaleza humana está completamente corrompida y que la libertad del hombre se inclina siempre hacia el pecado. El hombre no es ni un diablo ni un ángel. No es un espíritu puro, sino un ser de carne y espíritu, sujeto a error y malicia, pero fundamentalmente inclinado a buscar la verdad y la bondad. Es, desde luego, un pecador, pero su corazón responde al amor y a la gracia. Y también responde a la bondad y a las necesidades de sus semejantes.

La manera cristiana de discernir la voluntad de Dios no es una operación lógica abstracta. Tampoco es meramente subjetiva. El cristiano es un miembro de un cuerpo vivo, y su conciencia de la voluntad de Dios depende de su relación con los otros miembros del mismo cuerpo; porque, como estamos todos unidos, «como miembros unos de otros», la voluntad viva y salvífica de Dios se nos comunica misteriosamente de unos a otros. Todos nos necesitamos mutuamente, nos completamos unos a otros. La voluntad de

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Dios se halla en esta interdependencia mutua. «Lo mismo que el cuerpo es uno y tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, a pesar de ser muchos, son un solo cuerpo, así es también Cristo. Todos nosotros, judíos y griegos, esclavos y libres, hemos sido bautizados en un mismo Espíritu, para formar un solo cuerpo. Y todos hemos bebido de un solo Espíritu. El cuerpo tiene muchos miembros, no uno solo. Si el pie dijera: “No soy mano, luego no formo parte del cuerpo”, ¿dejaría por eso de ser parte del cuerpo? Si el oído dijera: “No soy ojo, luego no formo parte del cuerpo”, ¿dejaría por eso de ser parte del cuerpo? Si el cuerpo entero fuera ojo, ¿cómo oiría? Si el cuerpo entero fuera oído, ¿cómo olería? Pues bien, Dios distribuyó el cuerpo y cada uno de los miembros como él quiso. Si todos fueran un mismo miembro, ¿dónde estaría el cuerpo? Los miembros son muchos, es verdad, pero el cuerpo es uno solo. El ojo no puede decir a la mano: “No te necesito”; y la cabeza no puede decir a los pies: “No os necesito”» (1 Co 12,12-21).

Así pues, el «método» cristiano no es una serie de complejas observancias rituales y prácticas ascéticas. Por encima de todo, es una ética de caridad espontánea, dictada por la relación objetiva entre el cristiano y su hermano. Y toda persona es, para el cristiano, en cierto sentido un hermano. Algunos son en realidad y visiblemente miembros del cuerpo de Cristo. Pero potencialmente todos los seres humanos son miembros de dicho cuerpo, y ¿quién dirá con certeza que el no católico o el no cristiano no está, de modo más o menos oculto, justificado por la inhabitación del Espíritu de Dios y, por lo tanto, no es, aunque no de modo visible y evidente, un verdadero hermano «en Cristo»?

La voluntad de Dios, por consiguiente, se manifiesta al cristiano sobre todo en el mandamiento de amar. Jesucristo, nuestro Señor, dijo a sus discípulos, en el más solemne de sus discursos, que aquellos que le amasen guardarían su mandamiento de amarse unos a otros como Él nos ha amado.

«Os he hablado de esto para que mi alegría esté en vosotros, y vuestra alegría llegue a plenitud. Éste es mi mandamiento: que os améis unos a otros como yo os he amado. Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando. Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor; a vosotros os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer. No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido; y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto dure. De modo que lo que pidáis al Padre en

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mi nombre, os lo dé. Esto os mando: que os améis unos a otros» (Jn 15,11-17).

He aquí el único «método» ascético que Cristo nos ha dado en los Evangelios: que todos se muestren amigos Suyos, haciéndose amigos unos de otros y amando incluso a los enemigos (Mt 5,43-48). Si siempre deben actuar con un espíritu de sacrificio, paciencia y mansedumbre, incluso frente al injusto y al violento, todos los cristianos están aún más obligados a ser caritativos y amables unos con otros, no empleando jamás lenguaje hiriente ni insultante en el trato mutuo (Mt 5,20-26).

El «método» cristiano de descubrir la voluntad de Dios consiste, pues, en buscar aquella voluntad santa y vivificadora en la mutua relación de miembros reales y potenciales del cuerpo místico de Cristo. La voluntad de Dios es que todos los hombres se salven. De aquí se sigue que Dios quiere que todos cooperemos con Jesucristo y unos con otros para proporcionamos la salvación y la santidad.

Todos estamos obligados a buscar no sólo nuestro propio bien, sino el bien de los demás. La Providencia divina nos pone en contacto, sea directa o indirectamente, con aquellos en cuyas vidas hemos de tomar parte como instrumentos de salvación. Y el Espíritu Santo quiere también que recibamos de aquellos a quienes damos y que demos a aquellos de quienes recibimos. Toda la vida cristiana es, pues, una interrelación entre miembros de un cuerpo unificado por la caridad sobrenatural, es decir, por la acción del Espíritu Santo, que nos hace a todos uno en Cristo. La voluntad de Dios es por encima de todo que cada uno coopere lo más libremente posible con el Espíritu Santo de amor, el «vínculo de unidad».

Dicha unidad es viva y orgánica. La Iglesia es más que una organización que impone a sus miembros una uniformidad externa. Es un organismo vivo que los une con una vida que es presente y activa en lo más profundo de la propia naturaleza de cada uno. Esta vida es el amor cristiano. Y se expresa en una variedad casi infinita de maneras, en los innumerables miembros del cuerpo místico. La voluntad de Dios es, pues, que cada cual se dedique, según su capacidad, su función y posición, al servicio y salvación de todos sus hermanos, especialmente de aquellos que están más cerca de él en el orden de la caridad. Primero debe amar a los más allegados: padres, hijos, dependientes, amigos; pero en todo caso su amor debe abarcar a todos los hombres.

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La norma por la cual podemos evaluar y juzgar nuestros sacrificios, por lo tanto, es este orden preciso de caridad. El sacrificio de nuestra propia voluntad es necesario y grato a Dios cuandoquiera que se trate de renunciar a nuestro bien individual y privado en pro de un bien más alto y más común, que obrará tanto para nuestra salvación como para la salvación de los otros. Así, lo que importa no es lo que el sacrificio nos cuesta, sino lo que aporta al bien de otros y de la Iglesia. La norma de sacrificio no es la cantidad de dolor que inflige, sino su poder de derribar murallas de división, de restañar heridas, de restaurar el orden y la unidad en el cuerpo de Cristo.

«Tratad a los demás como queréis que ellos os traten: en esto consiste la Ley y los Profetas. Entrad por la puerta estrecha. Ancha es la puerta y espacioso el camino que lleva a la perdición, y muchos entran por ellos. ¡Qué estrecha es la puerta y qué angosto el camino que lleva a la vida! Y pocos dan con ellos. Cuidado con los profetas falsos; se acercan con piel de oveja, pero por dentro son lobos rapaces. Por sus frutos los conoceréis. A ver, ¿acaso se cosechan uvas de las zarzas o higos de los cardos? Los árboles sanos dan frutos buenos; los árboles dañados dan frutos malos. Un árbol sano no puede dar frutos malos, ni un árbol dañado dar frutos buenos. El árbol que no da fruto bueno se tala y se echa al fuego. Es decir, que por sus frutos los conoceréis. No todo el que me dice “Señor, Señor” entrará en el Reino de los cielos, sino el que cumple la voluntad de mi Padre que está en el cielo» (Mt 7,12-21).

«Si cuando vas a poner tu ofrenda sobre el altar, te acuerdas allí mismo de que tu hermano tiene quejas contra ti, deja allí tu ofrenda ante el altar y vete primero a reconciliarte con tu hermano, y entonces vuelve a presentar tu ofrenda. Procura arreglarte con el que te pone pleito enseguida, mientras vais todavía de camino, no sea que te entregue al juez, y el juez al alguacil, y te metan en la cárcel. Te aseguro que no saldrás de allí hasta que no hayas pagado el último cuarto» (Mt, 55,23-26).

«No me traigáis más dones vacíos, más incienso execrable. Novilunios, sábados, asambleas, no los aguanto. Vuestras solemnidades y fiestas las detesto; se me han vuelto una carga que no soporto más. Cuando extendéis las manos, cierro los ojos; aunque multipliquéis las plegarias, no os escucharé. Vuestras manos están llenas de sangre. Lavaos, purificaos, apartad de mi vista vuestras malas acciones; cesad de obrar mal, aprended a obrar bien; buscad la justicia, defended al

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oprimido; sed abogados del huérfano, defensores de la viuda. Ahora venid y discutamos –dice el Señor–: Aunque sean vuestros pecados como la grana, como nieve blanquearán; aunque sean rojos como escarlata, como lana blanca quedarán» (Is 1,3-18).

El principio básico es, por lo tanto, que todos reconozcamos tanto nuestras necesidades como las de todos los demás y nuestra obligación de servir a todos los demás. Comenzaremos a ver clara la voluntad de Dios una vez que aceptemos y comprendamos esta verdad fundamental. Pero si no reconocemos que somos miembros de un solo cuerpo y que tenemos obligaciones y responsabilidades vitales hacia otros miembros que viven según el mismo principio de vida, jamás comprenderemos el amor de Dios.

Amor y obediencia

La prioridad de la caridad en la vida moral cristiana nos da la clave de todas las demás obligaciones del cristiano. La Iglesia debe, ciertamente, tener normas y leyes externas. Por todos los medios debe emplear la disciplina organizativa, unos ritos, una autoridad docente. Ha de tener una jerarquía. Pero cuando olvidamos la finalidad de todas estas cosas, cuando pasamos por alto su orientación a la unión en la caridad, obtenemos una idea desfigurada de la Iglesia y de su vida.

Si olvidamos que las leyes y la organización de la Iglesia existen sólo para preservar la vida interna de la caridad, tenderemos a considerar la observancia de la ley como un fin en sí misma. Entonces la vida cristiana queda reducida a una realidad externa. Quien va cumpliendo la ley externamente puede tender a contentarse con ello, aunque no esté estrechamente unido a su prójimo cristiano, y a los demás semejantes, en caridad sincera, humilde y desinteresada. Hasta puede quedar tan absorbido en las manifestaciones externas de la ley y de la organización que pierda el sentido real de la importancia de la caridad en la vida cristiana. Y esto hace imposible la auténtica santidad, ya que la santidad es la plenitud de la vida, la abundancia de la caridad y la irradiación del Espíritu Santo escondido en nuestro interior.

La caridad cristiana exige obviamente la obediencia cristiana. La más alta y más perfecta unión de voluntades en el amor no será posible si falta la más baja y más elemental unión de voluntades en obediencia. Es un error

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apelar al amor frente a la obediencia. Pero también es un error reducir todo el amor, en la práctica, a la obediencia, como si los dos fuesen sinónimos. El amor es algo mucho más profundo que la obediencia, pero, a menos que la obediencia revele estas profundidades espirituales, nuestro amor seguirá siendo superficial, un asunto de sentimiento y emoción, y poco más. La obediencia puede dar al amor la fortaleza para elevarse por encima de las formalidades de la pura exteriorización. Sin la obediencia, nuestra caridad será subjetiva e incierta. Necesitamos normas objetivas con las cuales canalizar la fuerza del amor en la dirección querida por Dios dentro y para su Iglesia. La obediencia nos proporciona estos criterios objetivos.

Es muy importante tener presentes estos sencillos principios fundamentales, que con tanta frecuencia se dan por supuestos y se olvidan en la práctica. Y, con todo, es precisamente esta pérdida de verdadera perspectiva la que hace que la santidad parezca como un ideal fuera de la realidad y hasta imposible para el cristiano.

Cuando perdemos de vista el elemento central de la santidad cristiana, que es el amor, y cuando olvidamos que la forma de cumplir el mandamiento cristiano del amor no es algo remoto y esotérico, sino, por el contrario, algo inmediatamente presente, entonces la vida cristiana se vuelve complicada y muy confusa. Pierde la sencillez y la unidad que Cristo le dio en su Evangelio, y se convierte en un laberinto de realidades que no guardan relación entre ellas: preceptos, consejos, principios ascéticos, casos morales y hasta tecnicismos legales y rituales. Estas cosas resultan difíciles de entender en la medida en que pierden su conexión con la caridad que las une y da a todas una orientación a Cristo.

Aturdidos por las complejidades y dificultades de una vida espiritual desorganizada y apenas comprensible, empezamos a creer que la verdadera santidad cristiana es un asunto tan complicado y técnico, que sólo puede ser entendido y practicado por expertos.

Sin duda alguna, es bueno tener conocimientos teológicos, así como experiencia en la vida ascética. Es bueno, asimismo, tener la formación suficiente para darse cuenta del verdadero significado de la ley y las prescripciones litúrgicas de la vida católica. Un estudio debidamente orientado de estas cosas nos dice lo que afirmó Adán de Perseigne, uno de los escritores cistercienses del siglo XII: «La ley es amor que vincula y obliga» (Lex est amor qui ligat et obligat).

Con todo, es posible que la confusión y el malentendido que surge cuando se olvida la primacía de la caridad en la vida cristiana lleve a un estado

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de tal desilusión que acabemos por abandonar los intentos de alcanzar la santidad, y aun de ser profundamente cristianos. Esto implica que los ideales son puestos a prueba seriamente. Es una prueba en la que fácilmente podemos fallar. La solución no es simplemente cuestión de «esfuerzo» y «fuerza de voluntad». Al contrario, la luz intelectual y espiritual puede a veces ser el elemento más necesario para poner a salvo la propia vocación a la santidad y aun la fe cristiana personal. La fuerza de voluntad carece de valor sin la verdad. El amor sin la verdad es mero sentimentalismo.

Cristianos adultos

Puede ocurrir con facilidad que una persona pierda su fe cristiana porque se ha forzado a sí misma a aceptar una visión de la Iglesia, o de Dios, o de la vida en Cristo, tan deformada que sea prácticamente falsa. Con todo, puede estar bajo la impresión de que esta visión de la Iglesia es correcta, ya que parece ser la visión que sostienen en realidad la mayoría de los cristianos con quienes se asocia. En dichos casos, el esfuerzo por aferrarse a un concepto del cristianismo deficiente e imperfecto no sólo no hace ningún bien, sino que en realidad contribuye más rápida y eficazmente a la pérdida de la fe. Lo que hace falta en tal situación no es tanto fuerza, ni automortificación y esfuerzos confusos para adaptarse a un cristianismo de segunda mano, como un esclarecimiento del problema real y una restauración de las perspectivas auténticas.

Nuestros ideales han de ser puestos a prueba ciertamente de la manera más radical. No podemos evitar esta puesta a prueba. No sólo tenemos que revisar y renovar nuestra idea de la santidad y de la madurez cristiana (sin miedo a desechar las ilusiones de nuestra niñez cristiana), sino que incluso es posible que tengamos que enfrentarnos en nuestras vidas con ideas inadecuadas de Dios y de la Iglesia. En efecto, tal vez topemos con abusos reales en la vida de los cristianos, en una sociedad llamada cristiana, y hasta dentro de la misma Iglesia.

En realidad, el concepto de «sociedad cristiana» tiene que ser clarificado hoy en día. Ciertamente, la sociedad próspera y secularizada de la Europa moderna y de Norteamérica ha dejado de ser genuinamente cristiana. Pero en esta sociedad los cristianos tienden a aferrarse a vestigios de su propia tradición que todavía sobreviven, y a causa de estos vestigios creen que todavía están viviendo en un mundo cristiano. Sin duda, el pragmatismo y el

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secularismo de los siglos XIX y XX han penetrado hondamente en la mentalidad y el espíritu del cristiano medio. Por otro lado, la violenta reacción defensiva de la Iglesia en el siglo XIX contra la Revolución francesa y sus consecuencias ha dejado un espíritu de rigidez e incluso un cierto miedo ante los nuevos desarrollos. Esta situación difícil ha producido muchos conflictos y contradicciones evidentes en la vida católica. No puede haber duda alguna de que hoy la Iglesia se enfrenta a una de las más grandes crisis de su historia. Será inevitable que haya escándalos y problemas de conciencia por todas partes.

Es normal y necesario que todo cristiano maduro tenga que enfrentarse forzosamente, en un momento u otro, a las inevitables limitaciones de los cristianos –tanto de los demás como de él mismo–. Es deshonesto y a la vez infiel que un cristiano imagine que el único medio de preservar su fe en la Iglesia es convencerse de que todo es, en la vida y en la actividad eclesial, siempre ideal, en todo momento y circunstancia. Para probar lo contrario, ahí esta la historia. Lamentablemente es cierto que los cristianos, por una u otra razón, pueden, en nombre del mismo Dios y de su verdad, aferrarse a sutiles formas de prejuicio, inercia y parálisis mental. De hecho, allí donde debiera prevalecer la santidad, pueden darse incluso serios desórdenes morales e injusticias. Ciertamente, la misma Iglesia nunca enseña el error ni promueve jamás la injusticia. Pero sus fieles pueden, de diversas maneras, valerse de las enseñanzas y disciplinas de la Iglesia para atrincherarse en una situación que les parezca favorable y que contiene de hecho muchos elementos de falsedad, deshonestidad e injusticia. O bien pueden ejercitarse en ignorar la verdadera importancia del magisterio de la Iglesia y eludir entonces su obligación de mantener la justicia y la verdad, sea en el ámbito espiritual o en la sociedad misma.

El cristiano tiene que aprender a hacer frente a estos problemas con una sincera y humilde solicitud por la verdad y la gloria de la Iglesia de Dios. Tiene que aprender a prestar su ayuda para corregir estos errores sin caer en un celo indiscreto o rebelde. La arrogancia no es nunca un signo de gracia. Como dijo san Pedro Damián a los monjes de Vallombrosa, que se irritaban contra abusos muy reales de la Iglesia del siglo XI: «Dejemos, a quien quiera ser santo, que antes que nada sea santo él mismo ante Dios, y suprima toda arrogancia respecto a su hermano más débil» (Opusculum 30). El mismo santo se opuso a la arbitraria y general imposición de muchas y muy severas penas a grupos enteros de cristianos y no creía que las reformas religiosas pudieran llevarse a cabo con éxito por la fuerza de las armas.

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En todas las cosas, el espíritu cristiano es un espíritu de amor, humildad y servicio, no de violencia en defensa del absolutismo y del poder. De aquí que, aun cuando haya abusos ciertos, siempre presentes en toda institución, incluso en la Iglesia, tales abusos han de ser afrontados con honradez, humildad y amor. No pueden ser disculpados o ignorados. No todos pueden «hacer algo» para resolver problemas que son demasiado vastos para que un solo individuo los entienda. Pero todos pueden hacer buen uso de ellos en sus propias vidas interiores, considerándolos como oportunidades de purificar su fe, su espíritu de obediencia y su amor sobrenatural a la Iglesia.

Algunos cristianos no son ni siquiera capaces de enfrentarse directamente con dicha tarea: nunca pueden admitir del todo que ésta les corresponde. Pero son incapaces de escapar a la angustia que atenaza su corazón. Quizá no conozcan el origen de la angustia, pero está ahí. Otros pueden admitir que ven lo que ven, pero se convierte para ellos en un grave escándalo. Se rebelan contra la situación, condenan a la Iglesia e incluso intentan hallar los medios de romper con ella. No se dan cuenta de que es en ese momento cuando han llegado muy cerca del significado real de su vocación cristiana, y de que están en condiciones de hacer el sacrificio que se exige a las personas cristianas adultas: la aceptación realista de la imperfección y la deficiencia en ellas mismas, en los demás y en sus instituciones más queridas.

Deben afrontar la verdad de estas imperfecciones, con el fin de ver que la Iglesia no existe simplemente para hacer todo lo que les convenga, para crear un abrigo de paz y seguridad para ellas, para santificarlas pasivamente. Por el contrario, éste es el momento de que ellas den a su comunidad sangre de su propio corazón y de que participen activa y generosamente en todas sus luchas. Es el momento de que se sacrifiquen por otros que quizá no parezcan merecerlo mucho. «Hermanos: El que siembra tacañamente, tacañamente cosechará; y el que siembra generosamente, generosamente cosechará. Cada uno dé como haya decidido su conciencia; no a disgusto ni por compromiso, porque al que da de buena gana lo ama Dios. Tiene Dios poder para colmaros de toda clase de favores, de modo que, teniendo siempre lo suficiente, os sobre para obras de caridad» (2 Co 9,6-8).

Requiere gran heroísmo dedicar toda la vida a los otros en una situación que es frustrante e insatisfactoria y en la que el propio sacrificio puede ser, en gran medida, inútil. Pero aquí, sobre todo, la fe en Dios es lo que se necesita. Él ve nuestro sacrificio y lo hará fructificar, aun cuando a nuestros propios ojos no aparezcan sino la futilidad y la frustración. Cuando aceptamos esta

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gracia, nuestros ojos se abren para ver el bien real e insospechado en los otros, y para estar verdaderamente agradecidos por nuestra vocación cristiana.

El realismo en la vida espiritual

Juan Taulero dice en uno de sus sermones que, cuando Dios busca nuestra alma, actúa como la mujer de la parábola del Evangelio, que perdió una dracma y revolvió toda la casa hasta que la encontró. Este «revolver» nuestra vida interna es esencial para la madurez espiritual, porque sin él nos limitamos a descansar cómodamente en ideas más o menos ilusorias de lo que es en realidad la perfección espiritual. En la doctrina de san Juan de la Cruz, esto se describe como la «noche oscura» de la purificación pasiva, que nos vacía de nuestros conceptos de Dios y de las cosas divinas excesivamente humanos, y nos lleva al desierto donde somos alimentados no sólo de pan, sino de los medios que sólo pueden venir directamente de Él. Los teólogos modernos han argumentado detalladamente acerca de la necesidad de la purificación mística pasiva para alcanzar plenamente la santidad cristiana madura. Podemos desechar aquí los argumentos esgrimidos por ambos bandos, ya que basta con decir que la santidad verdadera significa la plena expresión de la cruz de Cristo en nuestras vidas, y esta cruz quiere decir la muerte de lo que nos es familiar y normal, la muerte de nuestro yo diario, para poder vivir en un nivel nuevo. Y, con todo, paradójicamente, en este nuevo nivel recobramos nuestro yo antiguo, ordinario. Es el yo familiar que muere y resucita en Cristo. El «hombre nuevo» se transforma totalmente y, sin embargo, sigue siendo la misma persona. Queda espiritualizado; es más, los Padres dirían que queda «divinizado» en Cristo.

Esto debería enseñarnos que es inútil acariciar «ideales» que, según imaginamos, nos ayudarán a escapar de un ser con el que estamos insatisfechos o disgustados. El camino de la perfección no es un camino de huida. Sólo podemos llegar a ser santos haciendo frente a nuestra propia realidad, asumiendo la plena responsabilidad de nuestra vida tal y como es, con todas sus deficiencias y limitaciones, y sometiéndonos a la acción purificadora y transformadora del Salvador.

Es realmente trágico observar la frustración y la ruina que se abaten sobre jóvenes de buenas intenciones, pero desorientados, que no pueden captar este hecho elemental. En la práctica, no se plantean la cuestión de un compromiso religioso serio. Y, sin embargo, parecen ser los únicos que, en

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cierto modo, están más sedientos de perfección. La intensidad y el afán con que tratan de salir de la prisión en que ellos mismos se han convertido es tan patética, que no puede por menos de suscitar compasión en todas las personas que intentan ayudarlos. A veces los directores espirituales cometen la equivocación de fomentar el engañoso idealismo que es la fuente de todo el problema, en lugar de llevar a esos pobres dolientes a hacer frente a la realidad.

No hay nada positivo en un mórbido desprecio de sí mismo que a veces pasa por humildad. No hay esperanza en un ideal espiritual teñido de odio maniqueo al cuerpo y a las cosas materiales. Un angelismo que no es otra cosa que un refinamiento de amor propio infantil no puede llevar ni a la libertad espiritual ni a la santidad.

Sin embargo, al mismo tiempo hemos de luchar por dominar nuestras pasiones, hemos de esforzarnos por pacificar nuestro espíritu en humildad y abnegación profundas, hemos de ser capaces de decir «no» firme y definitivamente a nuestros desordenados deseos, y hemos de mortificar, por disciplina, incluso alguna de nuestras legítimas apetencias.

La tarea de entregarnos a Dios y renunciar al mundo es profundamente seria y no admite componendas. No basta con meditar sobre un camino de perfección que incluye sacrificio, oración y renuncia al mundo. Hemos de ayunar de verdad, orar, negarnos a nosotros mismos y hacernos hombres interiores, si queremos escuchar alguna vez la voz de Dios en nuestro interior. No basta hacer que toda la perfección consista en obras activas y decir que las observancias y deberes que se nos imponen por obediencia son en sí mismos suficientes para transformar toda nuestra vida en Cristo. El hombre que simplemente «trabaja por» Dios exteriormente puede estar interiormente falto del amor por Él que es necesario para la verdadera perfección. El amor busca no sólo servirle, sino conocerle, comulgar con Él en la oración, abandonarse a Él en la contemplación.

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3Cristo, el camino

La Iglesia santifica a sus miembros

La perfección no es un embellecimiento moral que adquirimos fuera de Cristo, con el fin de hacer méritos para la unión con Él. La perfección es la obra de Cristo en persona que vive en nosotros por la fe. La perfección es la vida plena de la caridad perfeccionada por los dones del Espíritu Santo. Para que podamos conseguir la perfección cristiana, Jesús nos ha dejado sus enseñanzas, los sacramentos de la Iglesia y todos los consejos con los que nos enseña el modo de vivir más perfectamente en Él y por Él. Para quienes han recibido una llamada especial a la perfección, está el estado religioso con sus votos. Bajo la dirección de la misma Iglesia, tratamos de corresponder generosamente a las inspiraciones del Espíritu Santo. Guiados interiormente por el Espíritu de Cristo, protegidos exteriormente y formados por la Iglesia visible con su jerarquía, sus leyes, su magisterio, sus sacramentos y su liturgia, todos juntos crecemos en el «único Cristo».

No hemos de ver a la Iglesia puramente como una institución o una organización. Ciertamente es visible y claramente reconocible en sus enseñanzas, su gobierno y su culto. Éstos son los perfiles exteriores a través de los cuales podemos ver el esplendor interior de su alma. Esta alma no es meramente humana, es divina. Es el mismo Espíritu Santo. La Iglesia, a semejanza de Cristo, vive y actúa de una forma a la vez humana y divina. Ciertamente, hay imperfecciones en los miembros humanos de Cristo, pero su imperfección está unida inseparablemente a su perfección, sostenida por su poder y purificada por su santidad, en tanto permanezcan en unión viva con Él por la fe y el amor. A través de estos miembros suyos, el Redentor todopoderoso santifica, guía y nos instruye infaliblemente, y se sirve de nosotros también para expresar su amor por ellos. De aquí que la verdadera naturaleza de la Iglesia sea la de un cuerpo en el que todos los miembros «llevan unos las cargas de otros» y actúan como instrumentos de la Providencia divina unos respecto a otros. Los más santificados son los que entran más plenamente en la vivificadora comunión de los santos que habitan en Cristo. Su gozo es gustar las puras corrientes de aquel río de vida cuyas aguas alegran toda la ciudad de Dios.

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Nuestra perfección, por consiguiente, no es un asunto meramente individual, sino también una cuestión de crecer en Cristo, de profundizar nuestro contacto con Él en la Iglesia y mediante la Iglesia y, por consiguiente, de profundizar nuestra participación en la vida de la Iglesia, el Cristo místico. Esto significa, claro está, una unión más estrecha con nuestros hermanos en Cristo, una integración más íntima y fructífera con ellos en el organismo espiritual, que vive y crece, del cuerpo místico.

Esto no significa que la perfección espiritual sea cuestión de conformismo social. El mero hecho de que uno se vuelva un engranaje exacto en una máquina religiosa eficaz nunca hará de él un santo, a menos que busque a Dios interiormente en el santuario de su propia alma. Por ejemplo, la vida común del religioso, regulada por observancias tradicionales y bendecida por la autoridad de la Iglesia, es indudablemente un medio de santificación muy precioso. Es, para el religioso, uno de los elementos esenciales de su estado. Pero esto es todavía sólo un marco. Como tal, tiene su finalidad y ha de ser usado. Pero no hay que confundir el andamio con el verdadero edificio. El verdadero edificio de la Iglesia es la unión de corazones en amor, sacrificio y trascendencia personal. La solidez de este edificio depende de la medida en que el Espíritu Santo toma posesión del corazón de cada persona, no de la medida en que nuestra conducta exterior se organice y discipline por un sistema provechoso. La vida social humana requiere inevitablemente cierto orden, y quienes aman a su hermano en Cristo se sacrificarán generosamente para preservar este orden. Pero el orden no es un fin en sí mismo, y el mero mantenimiento del orden no es todavía santidad.

Con demasiada frecuencia hay gente que toma la vida espiritual en serio, pero desperdicia sus esfuerzos en el andamio, haciéndolo cada vez más sólido, permanente y seguro, sin prestar atención al edificio en sí. Hacen esto partiendo de una especie de miedo inconsciente a las responsabilidades reales de la vida cristiana, que son solitarias e interiores. Éstas son difíciles de expresar, incluso indirectamente. Es casi imposible comunicarlas a los demás. Por ello nunca podemos estar «seguros» de si el otro tiene razón o no la tiene. En esta esfera interior se tienen siempre pocas pruebas de progreso o de perfección, mientras que en la esfera exterior resulta más fácil medir el progreso y ver los resultados. Incluso se pueden mostrar a otros para que los aprueben y admiren.

La obra más importante, más real y duradera del cristiano se lleva a cabo en las profundidades de su propia alma. Nadie puede verla, ni siquiera él mismo. Sólo es conocida por Dios. Esta obra no es tanto una cuestión de

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fidelidad a directrices visibles y generales como de fe: es el acto solitario interior, angustioso, casi desesperado, por el que afirmamos nuestra total sujeción a Dios captando su palabra y la revelación de su voluntad en lo más profundo de nuestro ser, así como en la obediencia a la autoridad por Él constituida.

El credo que tan triunfalmente cantamos en la liturgia, en unión con toda la Iglesia, es real y válido sólo en la medida en que expresa el íntimo compromiso y entrega de cada uno a la voluntad de Dios, como se manifiesta exteriormente a través de la Iglesia y su jerarquía e interiormente mediante las inspiraciones de la gracia divina.

Nuestra fe es, por lo tanto, una rendición total a Cristo que pone todas nuestras esperanzas en Él y en su Iglesia, y espera toda fuerza y santidad de su misericordioso amor.

Santidad en Cristo

Por lo que llevamos dicho hasta ahora, debería quedar bien claro que la santidad cristiana no es una mera cuestión de perfección ética. Comprende todas las virtudes, pero es evidentemente más que todas las virtudes juntas. La santidad no está constituida sólo por buenas obras, y ni siquiera por heroísmo moral, sino antes que nada por la unión ontológica con Dios «en Cristo». Ciertamente, para comprender la enseñanza del Nuevo Testamento acerca de la santidad de vida, hemos de entender el significado de esta expresión de san Pablo. La enseñanza moral de las cartas sigue siempre y clarifica una exposición doctrinal del significado de nuestra «vida en Cristo». San Juan también deja bien claro que todo el fruto espiritual de nuestra vida proviene de la unión con Cristo, la integración en su cuerpo, místico como una rama está unida a la vid e integrada en ella (Jn 15,1-1l). Claro está que esto no reduce en modo alguno a la insignificancia las virtudes y las buenas obras, pero éstas permanecen siempre como secundarias con respecto a nuestro nuevo ser. Según una máxima escolástica, «actio sequitur esse», la acción está en conformidad con el ser que actúa. Como el mismo Señor dijo, no podemos cosechar higos de los cardos. Por ello hemos de transformarnos primero interiormente en hombres nuevos y luego actuar de acuerdo con el Espíritu que nos ha sido dado por Dios, el Espíritu de nuestra nueva vida, el Espíritu de Cristo. Nuestra santidad ontológica es nuestra unión vital con el Espíritu

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Santo. Nuestro esfuerzo por obedecer el Espíritu Santo constituye nuestra bondad moral.

Por consiguiente, lo que importa por encima de todo no es esta o aquella observancia, este o aquel conjunto de prácticas éticas, sino nuestra renovación, nuestra «nueva creación» en Cristo (véase Ga 6,15). Cuando estamos unidos a Cristo por «la fe que obra a través de la caridad» (Ga 5,6), poseemos en nosotros el Espíritu Santo, que es la fuente de toda acción virtuosa y de todo amor. La vida virtuosa cristiana no es sólo una vida en la cual nos afanamos por unirnos a Dios mediante la práctica de la virtud, sino que es más bien una vida en la que, llevados a la unión con Dios en Cristo por el Espíritu Santo, nos aplicamos a expresar nuestro amor y nuestro ser nuevo mediante actos de virtud. Estando unidos a Cristo, buscamos con todo el fervor posible que Él manifieste su virtud y su santidad en nuestras vidas. Nuestros esfuerzos deberían dirigirse a eliminar los obstáculos del egoísmo, la desobediencia y todo apego a lo que es contrario a su amor.

Cuando la Iglesia canta en el Gloria Tu solus sanctus –«porque sólo tú eres Santo»–, podemos interpretar que esto quiere decir, con toda seguridad, que todo lo demás que es santo lo es sólo en Él y por Él. La santidad de Dios se comunica y revela al mundo a través de Cristo. Si hemos de ser santos, Cristo debe ser santo en nosotros. Si hemos de ser «santos», Él debe ser nuestra santidad. Pues, como dice san Pablo, «para los llamados, Cristo es fuerza de Dios y sabiduría de Dios... Por Él, vosotros sois en Cristo Jesús, en este Cristo que Dios ha hecho para nosotros sabiduría, justicia, santificación y redención, a fin de que, como dice la Escritura: “El que se gloríe, gloríese en el Señor”» (1 Co 1,24.30-31). Pero todo esto exige nuestro propio consentimiento y nuestra vigorosa cooperación con la gracia divina.

Jesucristo, Dios y hombre, es la revelación de la oculta santidad del Padre, el Rey de los tiempos, inmortal e invisible, que ningún ojo puede ver, que ninguna inteligencia puede contemplar, excepto bajo la luz que Él mismo comunica a quien quiere. De aquí que la «perfección» cristiana no sea una mera aventura ética o un logro en el que el hombre pueda gloriarse. Es un don de Dios que lleva el alma al oculto abismo del divino misterio, a través del Hijo, por la acción del Espíritu Santo. Ser cristiano, pues, es hallarse comprometido en una vida profundamente mística, ya que el cristianismo es preeminentemente una religión mística. Esto no significa, claro está, que todo cristiano sea o deba ser un «místico», en el sentido técnico moderno de la palabra. Pero sí quiere decir que todo cristiano vive, o debe vivir, dentro de las dimensiones de una revelación y comunicación del ser divino de carácter

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completamente místico. La salvación, que es la meta de todo cristiano individualmente considerado, y de la comunidad cristiana tomada en conjunto, es participación en la vida de Dios, que «nos ha sacado de las tinieblas para llevarnos a su luz maravillosa» (1 P 2,9). El cristiano es alguien cuya vida y esperanza se centran en el misterio de Cristo. En y a través de Cristo, nos hacemos «partícipes de la naturaleza divina» –divinae consortes naturae– (2 P 1,4).

A través de Cristo, el poder del amor divino y la energía de la divina luz se abren camino en nuestras vidas y las transforman de un grado de «iluminación» a otro, por la acción del Espíritu Santo. He aquí la raíz y la base de la santidad interior del cristiano. Esta luz, esta energía en nuestras vidas, es llamada comúnmente gracia.

Cuanto más brillan la gracia y el amor en la fraterna unidad de aquellos que han sido reunidos, por el Espíritu Santo, en un solo cuerpo, más se manifiesta Cristo en el mundo, más es glorificado el Padre y más cerca nos hallamos de la consumación final de la obra de Dios por la «recapitulación» de todas las cosas en Cristo (Ef 1,10).

La gracia y los sacramentos

Nuestra filiación divina es la semejanza del Verbo de Dios en nosotros producida por su presencia viva en nuestras almas mediante el Espíritu Santo. Ésta es, a los ojos de Dios, nuestra «justicia». Es la raíz del verdadero amor y de todas las demás virtudes. Por último, es la simiente de la vida eterna: es una herencia divina que no puede sernos arrebatada contra nuestra propia voluntad. Es un tesoro inagotable, una fuente de agua viva «que brota para la vida eterna». La Primera carta de san Pedro se abre con un himno exultante que alaba esta vida de la gracia, que la divina misericordia nos concede a todos gratuitamente en Cristo: la gracia que lleva a nuestra salvación, con tal de que seamos fieles al amor de Dios, que se nos ha dado mientras estábamos muertos en nuestros pecados y que nos ha resucitado de la muerte con la misma fuerza con que resucitó a Cristo de entre los muertos:

«Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que en su gran misericordia, por la resurrección de Jesucristo de entre los muertos, nos ha hecho nacer de nuevo para una esperanza viva, para una herencia incorruptible, pura, imperecedera, que os está reservada en el cielo. La

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fuerza de Dios os custodia en la fe para la salvación que aguarda a manifestarse en el momento final. Alegraos de ello, aunque de momento tengáis que sufrir un poco, en pruebas diversas: así la comprobación de vuestra fe –de más precio que el oro, que, aunque perecedero, lo aquilatan a fuego– llegará a ser alabanza y gloria y honor cuando se manifieste Jesucristo. No habéis visto a Jesucristo, y lo amáis; no lo veis, y creéis en él; y os alegráis con un gozo inefable y transfigurado, alcanzando así la meta de vuestra fe: vuestra propia salvación» (1 P 1,3-9).

Decir que la religión cristiana es mística es decir que es también sacramental. Los sacramentos son «misterios» en los que Dios obra, y nuestro espíritu obra junto con Él, bajo el impulso de su divino amor. No debemos olvidar que los sacramentos son signos místicos de una acción libre y gratuita del amor divino en nuestras almas. La acción visible, externa, por la cual se confiere un sacramento no es algo que «hace que» Dios nos dé la gracia, aun cuando hace que recibamos la gracia. Es un signo de que Dios nos está dando libremente su gracia. El signo es necesario para nosotros, pero no para Él. Despierta nuestros corazones y nuestras mentes para que respondamos a sus acciones. Su gracia podría sernos dada igualmente sin ningún signo exterior, pero en tal caso la mayoría de nosotros estaríamos mucho menos capacitados para aprovechar el don, para recibirlo con eficacia y corresponder a él con el amor de nuestros corazones. Por consiguiente, necesitamos tales signos sagrados como causas de gracia en nosotros, pero no ejercemos, por medio de ellos, una presión causal sobre Dios. ¡Todo lo contrario!

Si Dios ha querido comunicarnos su inefable luz y compartir con nosotros su vida, Él mismo debe determinar la forma en que esta comunicación y coparticipación han de tener lugar. Comienza por dirigir al hombre su palabra. Cuando el hombre oye y recibe la palabra de Dios, obedece sus indicaciones y responde a su llamada, entonces es llevado a la fuente bautismal o al río purificador de la penitencia. Es alimentado con la sagrada Eucaristía, en la cual el cuerpo del Señor nos es dado para que sea nuestro alimento espiritual, la prenda de nuestra eterna salvación y de nuestras bodas con el Logos. Jesús quiere que «vayamos a Él» no sólo por la fe, sino también en unión sacramental: pues la unión con Cristo en todos los sacramentos, y particularmente en la sagrada Eucaristía, no sólo significa y simboliza nuestra integración mística completa en Él, sino que también produce lo que significa. «Quien come mi carne y bebe mi sangre habita en mí

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y yo en él. El Padre que vive me ha enviado, y yo vivo por el Padre; del mismo modo, quien me come, vivirá por mí» (Jn 6,57-58).

La acción más santificadora que un cristiano puede realizar es recibir a Cristo en el misterio eucarístico, participando así místicamente en su muerte y resurrección, y haciéndose uno con Él en espíritu y verdad. A través de la fe y los sacramentos de la fe participamos en la vida de Cristo. El misterio cristiano se realiza y consuma entre nosotros por medio del culto sacramental de la Iglesia. Pero con el fin de participar en dicho culto hemos de hacernos primero miembros de Cristo por el bautismo.

Por el bautismo, nuestras almas quedan limpias de pecado y alejadas de deseos egoístas, liberadas de la servidumbre de la corrupción para adorar al Dios vivo como hijos suyos. Es necesario que el hombre sea bautizado para entrar en el misterio de Cristo, el reino de Dios. «Quien no nazca de agua y de Espíritu, no puede entrar en el reino de Dios» (Jn 3,5).

Cuando hablamos de este camino místico hacia Dios a través de los sacramentos, hemos de poner mucho tiento en no dar la impresión de que la mística sacramental es una especie de magia. Éste sería el caso si los sacramentos produjeran la gracia infaliblemente sin ninguna referencia a las disposiciones y correspondencia de quien los recibe. Cierto es que el poder de los sacramentos, al obrar ex opere operato, produce un efecto saludable incluso si el fiel no puede suscitar sentimientos subjetivos de devoción ferviente. En otras palabras, el sistema sacramental es objetivo en su funcionamiento, pero la gracia no se comunica a quien no esté convenientemente dispuesto. Los sacramentos no producen fruto donde no hay amor. Cuando un catecúmeno es bautizado con agua, interiormente queda limpio y transformado por el Espíritu Santo; pero ello implica una elección y un compromiso, implica la aceptación de una obligación y la determinación de llevar una vida cristiana. El bautismo no es fructífero a menos que entendamos por ello que recibimos nueva vida en Cristo y nos entregamos para siempre a Cristo. Y esto implica renunciar al pecado y consagrarse a una vida de caridad. Significa vivir a la altura de la dignidad de nuestro nuevo ser en Cristo. Quiere decir vivir como hijos de Dios.

«A cuantos la recibieron, les da poder para ser hijos de Dios, si creen en su nombre. Éstos no han nacido de sangre, ni de amor carnal, ni de amor humano, sino de Dios» (Jn 1,12-13).

«Dios es Luz, en él no hay tiniebla alguna.Si decimos que estamos en comunión con él, y caminamos en tinieblas,

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mentimos y no obramos la verdad. Pero si caminamos en la luz, como él mismo está en la luz, estamos en comunión unos con otros, y la sangre de su Hijo Jesús nos purifica de todo pecado... Hijos míos, os escribo esto para que no pequéis. Pero si alguno peca, tenemos a uno que abogue ante el Padre: a Jesucristo, el Justo. Él es víctima de propiciación por nuestros pecados, no sólo por los nuestros, sino también por los del mundo entero. En esto sabemos que le conocemos: en que guardamos sus mandamientos. Quien dice: “Yo le conozco” y no guarda sus mandamientos es un mentiroso y la verdad no está en él. Pero quien guarda su Palabra, ciertamente en él el amor de Dios ha llegado a su plenitud. En esto conocemos que estamos en él. Quien dice que permanece en él, debe vivir como vivió él» (1 Jn 1,5-7; 2,1-6).

Vida en el Espíritu

La santidad de la vida cristiana está basada, no en el amor a una ley abstracta, sino en el amor al Dios vivo, a una divina persona, Jesucristo, Palabra de Dios encarnada, que nos ha redimido y nos ha sacado de las tinieblas del pecado. Y está basada también en el amor a nuestros hermanos en Cristo. De aquí que nuestra vida moral no sea legalista, mera cuestión de fidelidad al deber. Por encima de todo, es asunto de gratitud personal, de amor y de alabanza. Es una moral «eucarística», un código de amor basado en la acción de gracias comunitaria y la apreciación de nuestra nueva vida en Cristo. Esta apreciación implica una profunda comprensión de la divina misericordia que nos ha llevado a compartir la muerte y resurrección de Cristo. Implica una conciencia espiritual del hecho de que nuestra vida cristiana es en realidad la vida de Cristo resucitado y es fructífera dentro de nosotros en cada momento. Nuestra moral, así, queda centrada en el amor y en la alabanza, en el deseo de ver al Señor y Salvador resucitado plenamente glorificado en nuestras vidas y en nuestra comunidad.

Hemos de darnos cuenta de que nuestros actos de virtud y nuestras buenas obras no se hacen simplemente con el fin de satisfacer la fría obligación de una ley impersonal. Son una respuesta personal de amor al deseo de un Corazón humano lleno de amor divino por nosotros. El sagrado Corazón del Salvador resucitado comunica a nuestro ser más íntimo todos los impulsos de gracia y caridad por los que comparte con nosotros su vida divina. Nuestra correspondencia es, pues, una respuesta a las inspiraciones cálidas y

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sensibles del amor personal que el Señor nos tiene. Esta toma de conciencia nuestra no sólo distrae nuestra atención de nosotros para volverla hacia Él, sino que suscita una esperanza más profunda y vital, y despierta en nuestro corazón una fe más fructífera y dinámica. Llena nuestra vida cristiana con el calor inexpresable de la gratitud y con una conciencia trascendente de lo que significa ser hijos de Dios, porque el Unigénito del Padre nos ha amado hasta el punto de morir por nosotros en la cruz, para que podamos estar unidos en su amor.

No sólo estamos agradecidos por haber sido liberados del pecado por Cristo, sino que Pablo dice bien claramente que nuestra moral «eucarística» de amor agradecido se nutre de un sentido de liberación de un conflicto, al parecer insuperable. Mientras estábamos bajo la ley, dice el Apóstol (Rm 7,13-25), nos dábamos cuenta de nuestra incapacidad para ser santos y satisfacer sus severas exigencias. Pero ahora la gracia del Salvador amoroso nos ha hecho capaces de guardar la ley e ir mucho más allá de lo que la ley prescribía, en la perfección del amor, porque el mismo Cristo ha venido, ha dado muerte al pecado en nuestros corazones y ha producido caridad en nuestro interior.

Únicamente porque tenemos a Cristo que habita en nosotros podemos ahora satisfacer las exigencias de la ley. Pero el modo de hacerlo es fijar nuestros ojos no en la ley, sino en Cristo. Hemos de ocupar nuestros corazones no con el pensamiento de obligaciones arduas y frías que no comprendemos del todo, sino con la presencia y amor del Espíritu Santo, que aviva en nosotros el amor al bien y nos enseña a «hacer todas las cosas en nombre de Jesucristo». El camino de la perfección cristiana es, pues, en todos los sentidos, un camino de amor, de gratitud, de confianza en Dios. En modo alguno dependemos de nuestras fuerzas o de nuestras propias luces: nuestros ojos están fijos en Cristo que nos da toda luz y fuerza a través de su cuerpo, la Iglesia. Nuestros corazones están atentos a su Espíritu Santo, que habita en nuestros corazones y en la Iglesia. El Señor en persona nos da poder y nos guía de una forma que no entendemos, en proporción a nuestra unión con Él por la caridad, como miembros vivos y activos de su cuerpo, la Iglesia.

Nuestra única preocupación es ser constante y generosamente leales a su voluntad, manifestada especialmente en la comunidad de los fieles. Toda nuestra moral consiste en confiar en Él incluso cuando parece que caminamos en las tinieblas de la muerte, porque sabemos que Él es la vida y la verdad, y que donde Jesús nos guía no puede haber error. San Pablo resume todo el camino cristiano con estas palabras:

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«Por lo tanto, ninguna condenación pesa ya sobre los que están en Cristo Jesús. Porque la ley del Espíritu que da la vida en Cristo Jesús me ha liberado de la ley del pecado y de la muerte. Pues lo que era imposible a la ley, a causa de la fragilidad humana, lo realizó Dios» (Rm 8,13).

Carne y espíritu

Lo único que el Apóstol nos pide es que «caminemos» (es decir, vivamos) no según «la carne», sino según «el espíritu». Esto significa varias cosas. La carne es el término genérico no sólo para la vida corporal (puesto que lo santificado por el Espíritu Santo es el cuerpo junto con el alma), sino para la vida mundana. La «carne» incluye no sólo la sensualidad y el libertinaje, sino también el conformismo mundano y acciones basadas en el respeto humano o la preocupación social.

Obedecemos a la «carne» cuando seguimos las normas del prejuicio, la complacencia, el fanatismo, el orgullo de casta, la superstición, la ambición o la codicia. Hasta una santidad aparente, basada no en la sinceridad de corazón, sino en unas apariencias hipócritas, es cosa de la «carne». Cualquiera que sea la «inclinación de la carne», incluso cuando parece dirigida a acciones heroicas y deslumbrantes que los seres humanos admiran, es siempre muerte a los ojos de Dios. No se dirige a Él, sino a las personas que nos rodean. No busca su gloria, sino nuestra propia satisfacción. El espíritu, en cambio, nos lleva por los caminos de la vida y de la paz.

Las leyes del espíritu son leyes de humildad y amor. El espíritu nos habla desde un recóndito santuario interior del alma inaccesible a la «carne», ya que ésta es nuestro ser exterior, nuestro falso yo. El «espíritu» es nuestro verdadero yo, nuestro ser más íntimo, unido a Dios en Cristo. En este oculto santuario de nuestro ser, la voz de la conciencia es al mismo tiempo nuestra voz interior y la voz del Espíritu Santo, porque cuando uno se hace «espíritu» en Cristo ya deja de ser sólo él. No vive sólo él, sino que Cristo vive en él, y el Espíritu Santo guía y regula su vida. La virtud cristiana está enraizada en esta unidad interior en la que nuestro ser es uno con Cristo en el Espíritu, nuestros pensamientos pueden ser los de Cristo y nuestros deseos sus deseos.

Toda nuestra vida cristiana es, pues, una vida de unión con el Espíritu Santo y de fidelidad a la voluntad divina en las profundidades de nuestro ser.

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Por lo tanto, es una vida de verdad, de total sinceridad espiritual, y por ello implica una humildad heroica, pues la verdad, como la caridad, ha de empezar en nosotros. No sólo debemos vernos como somos, en toda nuestra nada e insignificancia, no sólo debemos aprender a amar y a apreciar nuestra propia vaciedad, sino que debemos aceptar completamente la realidad de nuestra vida tal como es, porque se trata de la misma realidad que Cristo quiere asumir, que Él transforma y santifica a su propia imagen y semejanza.

Si conseguimos entender la presencia del mal dentro de nosotros, estaremos tranquilos y seremos lo bastante objetivos para afrontarlo con paciencia, confiados en la gracia de Cristo. Esto es lo que significa seguir al Espíritu Santo, resistir a la carne, perseverar en nuestros buenos deseos, rechazar las pretensiones de nuestro ser exterior falso y entregar con ello las profundidades de nuestro corazón a la acción transformadora de Cristo:

«Vosotros no estáis sujetos a la carne, sino al espíritu, ya que el Espíritu de Dios habita en vosotros... Si Cristo está en vosotros, el cuerpo está muerto por el pecado, pero el espíritu vive por la justificación obtenida. Si el Espíritu del que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, el que resucitó de entre los muertos a Cristo Jesús vivificará también vuestros cuerpos mortales, por el mismo Espíritu que habita en vosotros » (Rm 8,9-11).

De aquí que, cuando estamos unidos a Cristo por el bautismo, la fe y el amor, aun cuando pueda haber muchas tendencias malévolas en acción dentro de nuestro cuerpo y de nuestra mente –semillas y raíces de «muerte», como residuos de nuestra vida pasada–, el Espíritu Santo nos da la gracia para resistir a su crecimiento, y nuestra voluntad de amar y servir a Dios, a pesar de tales tendencias, ratifica su acción vivificadora. Así, lo que Él «ve» en nosotros no es tanto el mal, que es nuestro, como el bien, que es suyo.

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4La vida de fe

Fe en Dios

La diferencia entre «carne» y «espíritu», por lo tanto, no es una diferencia entre sensualidad y espiritualidad, entre pasión y desprendimiento. Una persona puede ser desprendida y espiritual de una manera racional, idealista, y, sin embargo, estar todavía «en la carne» según el Nuevo Testamento (1 Co 3,14; St 3,13-18). Lo que distingue a la carne del espíritu es la virtud de la fe, que nos da vida «en el Espíritu» y «en Cristo». Éste es el sentido de la frase bíblica: «El justo vive por la fe». Aquí justicia significa santidad que brota de la unión con Dios y se expresa en todas las virtudes propias de un hijo de Dios (Ga 5,6).

Por la fe, Cristo se convierte en «el poder de Dios» en nuestras vidas. Sólo por la fe podemos realmente aceptar a Cristo y a su Iglesia como salvación nuestra. Sin la fe, uno es cristiano sólo de nombre. Uno pertenece a la Iglesia no como cuerpo de Cristo, sino como institución social, organización religiosa, y entonces uno se acomoda a las normas de conducta cristiana generalmente aceptadas no por amor a Dios, no por un entendimiento de su significado interior, sino únicamente con el fin de vivir en la medida mínima de buena conducta que garantice la aceptación por parte del grupo. Cristo dijo claramente que había una oposición directa entre la fe y el respeto humano: «¿Cómo podéis creer vosotros que buscáis la gloria en los otros, y no buscáis la gloria que viene del Dios único?» (Jn 5,44).

Si la fe es tan importante, ¿cuál es su naturaleza real? ¿Es meramente la aceptación intelectual de unos pocos dogmas seleccionados, propuestos a nuestra creencia por la autoridad de la Iglesia? Es más que esto. Naturalmente, la fe implica la aceptación de la verdad dogmática, pero, si sólo es esto, no va muy lejos. El mero someterse, incluso el rendir el propio juicio, no es todavía la totalidad de la fe. Es sólo un aspecto de la fe. En los últimos cinco siglos, debido a la confusión de doctrinas y las contiendas entre sectas, la definición magisterial de la verdad dogmática ha pasado a ocupar un papel muy importante en la vida católica. Pero este énfasis extraordinario no debe darnos una perspectiva equivocada. La fe no es únicamente la aquiescencia de la mente a ciertas verdades, es la entrega de todo nuestro ser a la Verdad misma, a la Palabra de Dios.

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La existencia de Dios

En la actualidad, cuando la existencia de Dios ha sido negada o al menos puesta en duda por todos los modos de pensamiento característicamente modernos, el problema de la fe se reduce, en muchos casos, a un problema de la existencia de Dios. Esto es ciertamente fundamental: «Sin fe es imposible complacer a Dios, pues el que se acerca a Dios debe creer que existe y que recompensa a quienes lo buscan» (Hb 11,6). Una vida de fe es ciertamente irracional a menos que presuponga la realidad de un Dios en quien creer. Y la fe debe ser inteligente. No saca su luz de la razón y de la inteligencia; al contrario, es una luz espiritual para el intelecto, que proviene de más allá de la esfera de nuestra limitada comprensión. No es una contradicción plena de la razón, sino que trasciende la razón de una forma que es todavía razonable, y por ello san Anselmo decía: Credo ut intelligam («Creo para comprender»). Ésta es una declaración más cristiana y a la vez más humana que la de Tertuliano: Credo quia impossibile («Creo esto porque es imposible»), si bien la última paradoja es significativa retóricamente, por cuanto es expresión del misterio implícito en la vida cristiana.

La cuestión de la existencia de Dios permanece indudablemente abierta a la investigación racional y puede demostrarse científicamente. Pero la dificultad estriba en que la demostración científica no es convincente si sus términos no son aceptados o comprendidos. Aquellos para quienes la crisis de la fe se centra en la aceptación de la existencia de Dios suelen ser, por consiguiente, presa de una ceguera filosófica y su problema religioso pierde toda coherencia mientras no puedan liquidar dificultades más primitivas en el ámbito de la semántica. Y tales dificultades resultan con el tiempo cada vez más difíciles de manejar. El hombre medio moderno se halla, pues, en una posición en la que el argumento filosófico acerca de la existencia de Dios puede resultar, en la práctica, casi del todo irrelevante. Enzarzarse en una discusión bizantina del asunto no favorece a la fe ni a la razón, sino que únicamente tiende a obscurecer a ambas y a reducir a las mentes honradas a un estado de frustración permanente y de duda invencible.

Esto es tanto más de lamentar cuanto que todos nosotros, en virtud de nuestra propia naturaleza como seres inteligentes, tendemos a tener una conciencia simple y natural de la realidad de Dios sin la cual la mera cuestión de su existencia ni tan sólo se suscitaría en nuestras mentes (veáse Rm 1,20).

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En el momento en que nos damos perfecta cuenta de nuestra propia existencia, tan pronto como captamos la realidad del mundo que nos rodea y del ser contingente, nos encontramos cara a cara con la cuestión del Ser puro y absoluto, implicado necesariamente por la presencia de nuestra existencia relativa y contingente. Esta intuición primigenia, que no es, claro está, una «prueba» de nada, sino meramente un dato de la experiencia humana, puede convertirse en el punto de partida de toda suerte de buenos y de malos razonamientos filosóficos. Pero puede asimismo despertar la inteligencia y guiarla hasta un acto de fe. Incluso constituye una especie de permanente invitación a la fe y, a menos que vayamos contra esta intuición natural y plenamente razonable y nos opongamos a ella con argumentos conscientes, negándola y reinterpretándola desde el punto de vista de nociones adquiridas –y quizá prejuicios–, podemos, de modo totalmente espontáneo, encontrarnos ya en el camino de la fe.

Fe humana

La tendencia de nuestra sociedad moderna y de todo su sistema de pensamiento y cultura es negar y burlarse de esta conciencia simple y natural, y hacer que desde el principio el hombre esté a la vez asustado de la fe y avergonzado de ella. Por lo tanto, el primer paso hacia la fe viva es, como siempre ha sido de una u otra forma, una negación y un rechazo de los modelos de pensamiento aceptados con complacencia por la duda racionalista. Y, en la práctica real, lo que generalmente resulta es no el rechazo de la «razón» y la aceptación de la «fe», sino más bien una elección entre dos fes. Una de ellas, la humana, limitada, externa, de la sociedad humana con todo su inerte patrimonio de presupuestos y prejuicios, una fe basada en el miedo y la soledad, y en la necesidad de «pertenecer» al grupo y aceptar sus modelos con pasiva aquiescencia. O, en segundo lugar, una fe en lo que no «vemos», una fe en el Dios trascendente e invisible, una fe que va más allá de todas las pruebas, una fe que exige una revolución interior del propio yo y una reorientación de la propia existencia en un sentido contrario a la orientación tomada por el prejuicio mundano. Tal fe es una aceptación completa no sólo de la existencia de Dios como hipótesis conveniente que hace que el cosmos parezca inteligible, sino como el centro y sentido de toda existencia, y más particularmente de nuestra propia vida.

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En los días en que la sociedad occidental era cristiana había necesariamente una especie de ambigüedad acerca de una fe que era «dada» junto con todos los demás valores sociales. En tal situación, la fe podía fácilmente ser corrompida por el prejuicio y podía ser cuestión de creencias supersticiosas en un grupo más que de verdadera creencia en Dios y adhesión genuina al cuerpo místico de Cristo. Incluso hoy, cuando tanta gente ansía instintivamente una especie de seguridad humana en la «fe», puede ocurrir que en realidad esté sólo buscando en cierto modo a Dios. Éste es el peligro de una «fe» que está conectada demasiado íntimamente con la idea de «paz» y de comodidad psicológica. Cuando una persona está demasiado ávida de acallar sus ansiedades subjetivas, corre el peligro de abrazar a cualquier precio una fe irreal que le traerá, aparentemente con poco coste, una ilusión de paz. Puede que el coste no parezca muy elevado, pero si implica la renuncia a la responsabilidad de la propia alma, entonces es un precio totalmente desmesurado.

La fe en el Nuevo Testamento

He aquí el significado de la fe en el Nuevo Testamento y en los primeros tiempos de la Iglesia: la voluntaria disposición a sacrificar cualquier otro valor que no sea el valor básico de la verdad y de la vida en Cristo. La fe cristiana, en el pleno sentido de la palabra, no es solamente la aceptación de «verdades acerca de» Cristo. No es solamente la aquiescencia a la historia de Cristo con sus derivaciones morales y espirituales. No es únicamente la decisión de poner en práctica, al menos en cierta medida, las enseñanzas de Cristo. Todas estas formas de aceptación son compatibles con una aquiescencia en lo que «no es Cristo». Es muy posible «creer en Cristo» en el sentido de aceptar mentalmente la verdad de que vivió sobre la tierra, murió y resucitó de entre los muertos, y vivir todavía «en la carne», siguiendo lo establecido por una sociedad codiciosa, violenta, injusta y corrupta, sin notar ninguna contradicción real en la propia vida.

Mas el significado real de la fe es el rechazo de todo lo que no sea Cristo con el fin de que toda vida, toda verdad, toda esperanza, toda realidad puedan ser buscadas y halladas «en Cristo».

Esto, desde luego, no debe interpretarse como un rechazo del universo material y de todo lo perteneciente a la creación de Dios, porque todo eso viene también de Cristo, subsiste en Cristo y no tiene otra razón de existir que

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servir los designios de su misericordia, verdad y amor, manifestando así la gloria del Padre. Rechazar el «mundo» no es rechazar a la gente, la sociedad, las criaturas de Dios o las obras de los seres humanos, sino rechazar las normas perversas por las que el hombre hace mal uso y echa a perder una creación buena, arruinando en el proceso su propia vida:

«Todo eso que para mí era ganancia, lo consideré pérdida comparado con Cristo; más aún, todo lo estimo perdida comparado con la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor. Por él lo perdí todo, y todo lo estimo basura con tal de ganar a Cristo y existir en él, no con una justicia mía, la de la Ley, sino con la que viene de la fe de Cristo, la justicia que viene de Dios y se apoya en la fe. Para conocerlo a él, y la fuerza de su resurrección, y la comunión con sus padecimientos, muriendo su misma muerte, para llegar un día a la resurrección de entre los muertos» (Flp 3,7-11).

Este pasaje característico de san Pablo muestra cuán amplio es el concepto de la fe según el Nuevo Testamento. Para la fe cristiana, Cristo lo es todo, y todo lo que no es de Cristo o en Cristo no es nada; es menos que nada, es «basura». Expresiones tan contundentes han llegado a parecer prohibitivas para el creyente moderno. No se usan con frecuencia en sermones y escritos piadosos porque dan la impresión de ser «extremosas». Pero la fe cristiana es en sí misma «extrema» o, al menos, absoluta. Una vez ha «encontrado» a Cristo, ve la obligación de romper totalmente con todo lo que sea contrario a Él, cueste lo que cueste esta ruptura. Se da cuenta de la obligación que tiene de mantener una inquebrantable fidelidad a su amor, por difícil que dicha fidelidad pueda a veces parecer. Finalmente, ve la necesidad de confiar plenamente en Él con confianza perfecta, abandonando toda nuestra vida en sus manos y dejando que cuide de nosotros, sin que nosotros sepamos cómo se propone hacerlo. Ésta es la auténtica dimensión de la fe cristiana.

Dicha fe no es sólo una reacción subjetiva, psicológica, sino un poder dinámico y sobrenatural en la vida del hombre. Es una «nueva creación», un acto de la omnipotencia divina que revoluciona la vida espiritual y corporal de la persona en lo más profundo de su ser. Por esta razón en los Evangelios sinópticos resuena el eco de las palabras que Jesucristo dirigía a los que curaba: «¡Tu fe te ha sanado por entero!».

En todos los casos esta fe es una aceptación total, inquebrantable de la persona de Cristo como manantial de poder salvífico y de nueva vida.

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La fe por la que estamos unidos a Cristo y recibimos vida sobrenatural por el don de su Espíritu, no es una entrega de nosotros mismos meramente emocional o afectiva. No es cuestión de voluntad ciega. Cristo no es sólo nuestra vida, sino también nuestro camino y nuestra verdad (Jn 14,6). La fe es una luz intelectual por la que «conocemos» al Padre en la Palabra encarnada (Jn 14,7-14). Pero, al mismo tiempo, la fe es un conocimiento oscuro y misterioso. Conoce, como decían los místicos medievales, «desconociendo». Creer es conocer sin ver, conocer sin evidencia intrínseca (2 Co 5,7). O, mejor dicho, si bien la fe «verdaderamente ve», ve per speculum, in aenigmate (1 Co 13,12), de una forma que es oscura, misteriosa, por encima de toda explicación. La «visión» o iluminación intelectual de la fe se produce no por la actividad natural de nuestra inteligencia trabajando sobre la evidencia sensible, sino por una acción sobrenatural directa del Espíritu de Dios. De aquí que, aunque se halla, por esa misma razón, más allá de la captación normal de la inteligencia dejada a sus solas fuerzas, ofrece una certidumbre superior a la del conocimiento científico. Pero esta certidumbre superior, aunque sigue siendo asunto de convicción personal, no es susceptible de prueba racional para nadie que no acepte las premisas de la fe. «Nadie puede venir a mí», dijo Jesucristo, «si no lo trae el Padre que me ha enviado:» (Jn 6,44; cf. 6,65).

Por lo tanto, la fe es un don gratuito de Dios, dado según la complacencia de Dios, negado por Él a quienes se obstinan en aferrarse a los prejuicios humanos y a la mitología del orgullo racial, nacional o de clase. Es dada a quienes están dispuestos a aceptar el don en sencillez y humildad de corazón, confiando no en la autoridad del poder político o del prestigio humano, sino en la palabra de Dios que habla en su Iglesia (Mt 11,25-27).

Como consecuencia de ello, es necesario disponer nuestros corazones para la fe de varias maneras, sobre todo buscando, leyendo y orando. Si queremos saber qué es la fe y lo que creen los cristianos, hemos de preguntar a la Iglesia. Si queremos saber lo que Dios ha revelado al creyente, hemos de leer las Escrituras, hemos de estudiar a quienes han explicado las Escrituras y hemos de familiarizarnos con las verdades básicas de la filosofía y de la teología. Ahora bien, comoquiera que la fe es un don, la oración es quizás el más importante de todos los procedimientos para obtenerla de Dios.

Después de todo, no siempre es fácil hallar un cristiano capaz de explicar su fe, y hasta es posible que los sacerdotes no sepan traducir su conocimiento técnico con palabras inteligibles para todos. Además, la Biblia no es siempre fácil de entender. La interpretación subjetiva de la Escritura puede conducir a errores desastrosos. En cuanto a la teología y a la filosofía,

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¿dónde comienza una persona sin educación religiosa a saber algo de ellas? Así pues, la oración es el paso primero y más importante. A lo largo de toda la vida de fe debemos recurrir constantemente a la oración, porque la fe no es simplemente un don que recibimos de una vez para siempre en nuestro primer acto de creencia. Todo desarrollo nuevo de la fe, todo incremento nuevo de luz sobrenatural, aun cuando podamos estar esforzándonos seriamente para adquirirlo, sigue siendo un puro don de Dios.

Así pues, la oración es el verdadero corazón de la vida de la fe. Cuando leemos en el Nuevo Testamento que la fe «mueve montañas»,

no debemos interpretar el lenguaje simbólico en un sentido exclusivamente literal, como si quisiera decir que la oración fuese un medio mágico de realizar tareas físicas difíciles o imposibles. Éste es el tipo de inanidad que los ateos proponen, después de haber allanado una colina con una máquina excavadora o después de que un astronauta soviético haya regresado a la tierra sin haber visto ángeles. La fe, en efecto, se ocupa de imposibilidades, pero no fue ideada para sustituir el mero potencial físico, ni la medicina, ni el estudio, ni la investigación humana.

Cuando Cristo enseñaba a sus oyentes que debían tener fe, no pretendía que se limitasen a usarla para cambiar el paisaje. Decía a las gentes que la fe debía ser de tal suerte que no la amilanase ninguna clase de obstáculos ni de imposibilidades aparentes. La lección iba dirigida a las cualidades de la fe, no a la naturaleza de la tarea que se había de realizar. La tarea no importaba, porque todo lo que fuese necesario para la salvación iba a concederlo Dios como respuesta a nuestras oraciones.

El significado central de la enseñanza del Nuevo Testamento sobre la oración es, por lo tanto, que el reino de los cielos está abierto para aquellos que pidan, en la oración, entrar en él. Esta ayuda sobrenatural no será jamás negada a nadie que la necesite y la busque en el nombre de Cristo (Jn 16,23). La fe será concedida a quienes sepan orar por ella. La luz de la divina verdad no es negada nunca a los humildes. Pero la oración debe ser perseverante e insistente. No debe estar dividida por la duda ni debilitada por la vacilación.

«En caso de que alguno de vosotros se vea falto de acierto, que se lo pida a Dios. Dios da generosamente y sin echar en cara, y él se lo dará. Pero tiene que pedir con fe, sin titubear lo más mínimo, porque quien titubea se parece al oleaje del mar sacudido y agitado por el viento. Un individuo así no se piense que va a recibir nada del Señor; no sabe lo que quiere y no tiene rumbo fijo» (St 1,58).

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Mas surge la cuestión de si el hombre moderno, confuso y exhausto por un alud de palabras, opiniones, doctrinas y eslóganes, es capaz psicológicamente de la claridad y confianza necesarias para una oración válida. ¿No estará tan frustrado y ensordecido por propagandas opuestas que llegue a perder su capacidad para las verdades profundas y sencillas?

Es cierto que el espíritu del hombre ha sido degradado y estragado por el abuso cínico de los medios de comunicación. Ha sido reducido a la condición de máquina que responde automáticamente a las palabras que le proporcionan. Una máquina así no es realmente capaz de tener fe en Dios sin un proceso de sanación y restauración radical. La tarea de la renovación cristiana en la sociedad es, por consiguiente, vital si los seres humanos han de recuperar su capacidad de creer.

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5Crecer en Cristo

Caridad

La fe es el comienzo de una nueva vida. Vida significa crecimiento y desarrollo hacia una completa madurez y perfección finales. ¿Qué es para el cristiano esta perfección consumada? La plena manifestación de Cristo en nuestras vidas. «Cuando aparezca Cristo, vida vuestra, entonces también vosotros apareceréis, juntamente con Él, en gloria» (Col 3,4). ¡Ésta es la verdadera perfección cristiana!

¿Qué quiere decir esto? Quiere decir la plena revelación en nosotros del gran misterio del amor de Dios al mundo en su plan de «reestablecer todas las cosas en Cristo» (Ef 1,9-10). La misericordia de Dios debe revelarse en nosotros. Cristo debe brillar con toda su gloria en nosotros, sus miembros. Ha de hacerse del todo evidente que su caridad nos ha hecho verdaderamente uno en Él.

«Que todos sean uno, como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también lo sean en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado» (Jn 17,21). Inmediatamente antes de esto, Jesús había dicho: «Por ellos me consagro yo, para que también se consagren ellos en la verdad», y había orado con estas palabras: «Santifícalos en la verdad: tu palabra es verdad» (Jn 17,19.17).

De aquí que veamos que la fe personal y la fidelidad a Cristo no bastan para hacernos cristianos perfectos. Nosotros no vamos a Él como individuos aislados, sino como miembros de su cuerpo místico. Puede decirse que nuestra santidad es proporcionada a nuestra capacidad de servir como instrumentos de su amor para establecer su reino y edificar su cuerpo místico. Cuanto más fructíferas y saludables sean nuestras vidas como miembros de Cristo, tanto más capacitados estaremos para comunicar la vida de Cristo a otros, en y por medio del Espíritu Santo. Cuanto más capacitados estamos para darles a ellos, tanto más recibimos de Cristo. Todo el influjo secreto de la vida mística en nuestras almas está ideado, no sólo para nosotros, sino para otros. Los que reciben más son los que tienen más que dar, y si tienen más que dar tal vez sea porque se les ha perdonado más (Lc 7,47-48). Tienen mayor capacidad de amar a Cristo en su hermano porque tienen una experiencia más profunda y más íntima de su propia angustia y de Su misericordia. El sufrimiento y la

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pobreza de espíritu les han enseñado la compasión y los han enriquecido espiritualmente, porque los misericordiosos son ricos en misericordia.

Los misericordiosos son también ricos en verdad. Si no aprendemos el significado de la misericordia ejerciéndola respecto a los otros, no tendremos nunca conocimiento real de lo que quiere decir amar a Cristo. No porque nuestra misericordia hacia otros nos enseñe a amar a Cristo, directamente, sino más bien porque el amor de Cristo en nuestras vidas actúa dinámicamente para alcanzar a otros a través de nosotros, revelándose Él de ese modo a nosotros en nuestras propias almas.

Sin amor y compasión por los otros, nuestro «amor» aparente por Cristo es una ficción:

«Quien dice que está en la luz y aborrece a su hermano, está aún en las tinieblas. Quien ama a su hermano permanece en la luz y no tropieza.Pero quien aborrece a su hermano está en las tinieblas, camina en las tinieblas, y no sabe adónde va, porque las tinieblas han cegado sus ojos... En esto hemos conocido su amor: en que Él dio su vida por nosotros. También nosotros debemos dar la vida por los hermanos.Si alguno que posee bienes de la tierra, ve a su hermano padecer necesidad y le cierra su corazón, ¿cómo puede permanecer en él el amor de Dios?Hijos míos, no amemos de palabra ni de boca, sino con obras y según la verdad» (1 Jn 2,9-11; 3,16-18).

Perspectivas sociales de la caridad

Con demasiada frecuencia la caridad cristiana viene a entenderse de una forma enteramente superficial, como si no pasase de ser gentileza, afabilidad y amabilidad. Cierto es que incluye todas estas cosas, pero las supera. Cuando se considera la caridad como un mero «ser amable para con» otras personas, esto se debe generalmente a que nuestra perspectiva es estrecha y alcanza sólo a nuestros vecinos inmediatos, que comparten nuestras mismas ventajas y comodidades. Esta concepción excluye tácitamente a las personas que más necesitan de nuestro amor: los desafortunados, los que sufren, los pobres, desheredados o que no tienen nada en este mundo y que, por consiguiente,

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tienen derecho a reclamar a cualquier otra persona que tenga más de lo que estrictamente necesita.

No hay caridad sin justicia. Con demasiada frecuencia pensamos que la caridad es una especie de lujo moral, algo que elegimos practicar y que nos hace meritorios a los ojos de Dios, al mismo tiempo que satisface cierta necesidad interior de «hacer el bien». Esta caridad es inmadura y hasta en algunos casos completamente irreal. La verdadera caridad es amor, y el amor implica una profunda preocupación por las necesidades de otro. No se trata de autocomplacencia moral, sino de estricta obligación. Por la ley de Cristo y del Espíritu estoy obligado a preocuparme de la necesidad de mi hermano, sobre todo de su necesidad más perentoria, que es la necesidad de amor. ¡Cuántos problemas terribles en las relaciones entre clases, naciones y razas en el mundo moderno tienen su origen en la desoladora deficiencia de amor! Lo peor de todo es que esta deficiencia se ha manifestado muy claramente entre quienes pretenden ser cristianos. ¡Si hasta el cristianismo se ha invocado una y otra vez para justificar la injusticia y el odio!

Cristo en persona, en el Evangelio, describe el juicio final con palabras que convierten a la caridad en el criterio central de la salvación. Quienes han dado de comer al hambriento y de beber al sediento, han hospedado al forastero, han visitado a los enfermos y presos, son acogidos en el reino; pues todo esto lo hicieron al mismo Cristo. Por el contrario, quienes no han dado pan al hambriento ni de beber al sediento, y todo lo demás, han dejado de hacer estas cosas a Cristo: «Os aseguro que cada vez que no lo hicisteis con uno de éstos, los humildes, tampoco lo hicisteis conmigo» (Mt 25,31-46).

Por este texto y otro de la Primera carta de san Juan, que hemos citado al final del apartado anterior, vemos que la caridad cristiana carece de sentido sin actos exteriores y concretos de amor. El cristiano no es digno de su nombre a menos que se desprenda de sus posesiones, de su tiempo o al menos de su preocupación, con el fin de ayudar a quienes son menos afortunados que él. El sacrificio debe ser real, no sólo un gesto de señorial paternalismo que engríe el propio yo al tiempo que protege condescendientemente a «los pobres». Compartir los bienes materiales tiene que implicar también compartir el corazón, un reconocimiento de la común miseria, pobreza y hermandad en Cristo. Tal caridad es imposible sin una pobreza de espíritu interior que nos identifique con los desafortunados, los desfavorecidos, los desposeídos. En algunos casos esto puede y debe llegar hasta dejar todo lo que tenemos con el fin de compartir la suerte del desdichado.

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Más aún, una noción miope y perversa de la caridad lleva al cristiano simplemente a realizar actos exhibicionistas de misericordia, actos meramente simbólicos que expresan buena voluntad. Este tipo de caridad no tiene el efecto real de ayudar al pobre: lo único que consigue es condonar tácitamente la injusticia social y contribuir a perpetuar las condiciones en que nos movemos, es decir, mantiene a los pobres en la pobreza. En nuestros días el problema de la pobreza y del sufrimiento se ha convertido en la preocupación de todos. Ya no es posible cerrar nuestros ojos a la miseria que existe por todas partes, en todos los rincones del mundo, incluso en las naciones más ricas. Un cristiano tiene que afrontar el hecho de que esta inexplicable desgracia no es en modo alguno «la voluntad de Dios», sino el efecto de la incompetencia, la injusticia y la confusión económica y social de nuestro mundo en rápido desarrollo. No nos basta con ignorar estas cosas con el pretexto de que estamos desvalidos y no podemos hacer nada constructivo para mejorar la situación. Es un deber de caridad y de justicia para todo cristiano implicarse activamente en el intento de mejorar la condición del hombre en el mundo. Como mínimo, esta obligación consiste en tomar conciencia de la situación y formar un criterio propio respecto al problema que plantea. Claro que no se espera que uno pueda resolver todos los problemas del mundo, pero debiera conocer cuándo puede hacer algo para ayudar a aliviar el sufrimiento y la pobreza, y darse cuenta de cuándo está prestando implícitamente su cooperación a los males que prolongan o intensifican el sufrimiento y la pobreza. En otras palabras, la caridad cristiana deja de ser real a menos que vaya acompañada por una preocupación por la justicia social.

¿De qué nos va a servir celebrar seminarios sobre la doctrina del cuerpo místico y la sagrada liturgia, si no nos preocupamos en absoluto del sufrimiento, la indigencia, la enfermedad y hasta la muerte de millones de miembros potenciales de Cristo? Puede que imaginemos que toda esta pobreza y este sufrimiento están muy lejos de nuestro país, pero, si conociésemos y entendiésemos nuestras obligaciones con respecto a África, América del Sur y Asia, no seríamos tan complacientes. Y, sin embargo, no tenemos que mirar más allá de nuestras fronteras para descubrir mucha miseria humana en los suburbios de nuestras enormes ciudades y en zonas rurales menos privilegiadas. ¿Y qué hacemos para mejorar esto?

No basta con meter la mano en el bolsillo y sacar unos billetes. Debemos dar no sólo nuestras posesiones, sino nosotros mismos a nuestro hermano. Hasta que no recuperemos este profundo sentido de la caridad, no podremos entender las honduras absolutas de la perfección cristiana.

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La Carta de Santiago nos dice que un cristiano no debe respetar al rico y despreciar al pobre, sino que, por el contrario, debe identificarse con el pobre y hacerse pobre también, como Cristo fue pobre.

«No juntéis la fe en nuestro Señor Jesucristo glorioso con el favoritismo. Por ejemplo: llegan dos hombres a la reunión litúrgica. Uno va bien vestido y hasta con anillos en los dedos; el otro es un pobre andrajoso. Veis al bien vestido y le decís: “Por favor, siéntate aquí, en el puesto reservado”. Al pobre, en cambio: “Estate ahí de pie o siéntate en el suelo”. Si hacéis eso, ¿no sois inconsecuentes y juzgáis con criterios malos? Queridos hermanos, escuchad: ¿Acaso no ha elegido Dios a los pobres del mundo para hacerlos ricos en la fe y herederos del reino, que prometió a los que lo aman? Vosotros, en cambio, habéis afrentado al pobre. Y, sin embargo, ¿no son los ricos los que os tratan con despotismo y los que os arrastran a los tribunales? ¿No son ellos los que denigran ese nombre tan hermoso que lleváis como apellido?» (St 2,1-7).

Más adelante, en la misma carta, Santiago habla francamente al rico injusto que ha defraudado a los pobres en sus salarios:

«Ahora, vosotros, los ricos, llorad y lamentaos por las desgracias que os han tocado. Vuestra riqueza está corrompida y vuestros vestidos están apolillados. Vuestro oro y vuestra plata están herrumbrados y esa herrumbre será un testimonio contra vosotros y devorará vuestra carne como el fuego. ¡Habéis amontonado riqueza, precisamente ahora, en el tiempo final! El jornal defraudado a los obreros que han cosechado vuestros campos está clamando contra vosotros; y los gritos de los segadores han llegado hasta el oído del Señor de los ejércitos. Habéis vivido en este mundo con lujo y entregados al placer. Os habéis cebado para el día de la matanza. Condenasteis y matasteis al justo; él no os resiste» Gac 5,25).

Para ser uno en Cristo, todos tenemos que amarnos unos a otros como a nosotros mismos. Amar a otro como a sí mismo significa tratarlo como a uno mismo, desear para él todo lo que uno desea para sí mismo. Este deseo carece de sentido si no tomamos medidas bien definidas para ayudar a otra persona. La parábola del buen samaritano se oye a menudo en los sermones: puede que

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tenga más significado del que creemos. Fueron los buenos judíos, el sacerdote y el levita, quienes dejaron al hombre herido en la cuneta. Sólo el extraño y el marginado condescendieron en ayudarle. ¿Qué somos nosotros? ¿Sacerdotes, levitas o samaritanos?

Trabajo y santidad

Hemos visto que la santidad cristiana ya no puede ser considerada un asunto referido exclusivamente a actos de virtud individuales y aislados. Debe ser considerada asimismo como parte de un enorme esfuerzo de colaboración para la renovación espiritual y cultural de la sociedad que produzca condiciones en las que todos los hombres puedan trabajar y gozar de los justos frutos de su trabajo en paz.

Una de las más importantes encíclicas de nuestro tiempo es la Mater et magistra (MM), la gran declaración, hecha por el papa Juan XXIII, de la doctrina social cristiana a la luz de los urgentes problemas de mediados del siglo XX. Esta encíclica no es sólo para especialistas, economistas políticos y sociólogos. Es para todos los hombres de buena voluntad e interesa especialmente a todo miembro de Cristo, porque todos estamos profundamente involucrados en los problemas sociales, económicos y políticos de nuestro tiempo. El cristiano no puede separar su vida de fe del mundo real del trabajo y el esfuerzo en que vivimos. Su vida en Cristo quedará inevitablemente afectada por su actitud hacia problemas tales como la guerra nuclear, la cuestión racial, el crecimiento de naciones nuevas y toda la lucha crucial entre los mundos comunista y no comunista.

Por lo tanto, nunca le bastará llevar una «vida cristiana» que quede, en la práctica, confinada a los reclinatorios de su iglesia parroquial y a unas pocas oraciones en casa, sin consideración de estos agudos problemas que afectan a millones de seres humanos y que ponen en tela de juicio no sólo el futuro de la civilización humana, sino quizá la supervivencia misma de la raza humana. Todos estamos implicados en estos tremendos problemas, y estamos obligados, no sólo por nuestra vocación de cristianos, sino por nuestra misma naturaleza humana, a cooperar en el gran esfuerzo por resolverlos con equidad y eficacia.

El papa Juan dijo: «La Santa Iglesia, aunque tiene como principal misión el santificar las almas y hacerlas partícipes de los bienes del orden sobrenatural, sin embargo, se preocupa con solicitud de las exigencias de la

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vida cotidiana de los hombres, no sólo en cuanto al sustento y a las condiciones de vida, sino también en cuanto a la prosperidad y a la cultura en sus múltiples aspectos y según las diversas épocas» (MM 3).

Cualquiera que sea la preocupación de la Iglesia, es también la preocupación de todo miembro de la Iglesia, no sólo de la jerarquía y del clero. En realidad, las cuestiones económicas abordadas en la Mater et magistra caen dentro de la especial competencia del cristiano laico, del ciudadano, el industrial, el agricultor, el político y el hombre de negocios. Cuando estas actividades humanas ordinarias son desarrolladas de forma cristiana, es decir, en plena correspondencia con el orden natural establecido por Dios y explicado por la doctrina y legislación de la Iglesia, entonces no pueden menos de contribuir a la santidad y salvación de quienes participan en ellas.

La Iglesia nos enseña que el trabajo es una de las actividades humanas fundamentales que pueden contribuir a hacer santo al hombre. Ante todo, el trabajo debe ser valorado correctamente, «no como una mercancía, sino como una expresión de la persona humana» (MM 18). Esta frase de la Mater et magistra tiene un significado profundo. Nuestro tiempo, nuestra habilidad y nuestra energía no son simples mercancías que ponemos a la venta. Si creemos que lo son, entonces nos concentraremos inevitablemente más en vender nuestros talentos que en usar de ellos de forma fructífera y satisfactoria. Nuestras capacidades y dones estarán al servicio de nuestro propósito principal: «ganar dinero». Pero ésta es una perversión del orden natural, en el cual el uso productivo de los talentos humanos en el trabajo bueno y fructífero debiera ser normalmente una actividad profundamente humana y satisfactoria en sí, no sólo porque produce un salario justo y contribuye al mantenimiento de una familia, sino también porque colma ciertas necesidades fundamentales, espirituales y psicológicas de la persona humana. En un contexto social desordenado, el trabajo pierde este carácter básicamente sano y se vuelve frustrante o irracional.

Cuando el trabajo es afán irracional, esclavitud a una máquina o a cualquier otra de las incontables rutinas mecánicas de la vida moderna, emprendida sólo por el deseo de un salario, entonces, naturalmente, la mente y la estructura del trabajador reaccionan contra esta irracionalidad y desorden. De un lado, se busca una actividad que tenga sentido en alguna forma de diversión relajadora de la tensión que despeje el tedio de todo un día de labor. De otro lado, una persona con aspiraciones espirituales podría tender cada vez más a escapar de estas rutinas laborales monótonas y fútiles hacia un dominio

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espiritual separado en el cual trata de hallar consuelo en la oración y en la comunión con un Dios que no tiene absolutamente nada que ver con el mundo de las máquinas.

Sin embargo, hay todavía otra infortunada posibilidad, de un cariz en modo alguno infrecuente. Esto agrava peligrosamente el desorden. Uno puede zambullirse enteramente en la actividad de ganar dinero como un fin en sí mismo. Y puede quedar tan absorbido en los ritos y complejidades de los negocios, tan metido en la actividad de planear y hacer tratos, que todo lo demás pierda su significado. La vida familiar pasa a segundo (o tercer) lugar, la familia pierde su significado, las relaciones personales se vuelven ambivalentes y frustrantes si se interfieren con el objeto principal de la vida, que es el de ganar dinero. La vida se hace artificial, tensa y falsa. Las dimensiones genuinamente humanas se encogen. Con el fin de mantener el ritmo y combatir las contradicciones que uno ha montado en su existencia, puede que se dé al alcohol o a los tranquilizantes... o a ambos. En esta atmósfera, la verdadera espiritualidad resulta ser una imposibilidad casi total. En el mejor de los casos, la religiosidad queda como un barniz, una forma exterior, o una veleidad vaga, desazonadora: una de esas muchas cosas de que uno se ocupará «luego».

Las implicaciones de la doctrina social cristiana en el ámbito del trabajo son, pues, hondas y vastas. La Mater et magistra combate la artificial división que parte por la mitad al hombre moderno y su vida. El trabajo tiene que volver a ser espiritualmente significativo y humanamente satisfactorio. La encíclica dice:

«No debe crearse una artificiosa oposición donde no exista, es decir, entre la perfección del propio ser y la propia presencia activa en el mundo, como si uno no pudiera perfeccionarse sino cesando de ejercer actividades temporales, o como si, al ejercerlas, quedara fatalmente comprometida la propia dignidad de seres humanas y de creyentes. Por el contrario, responde perfectamente al plan de la Providencia que cada uno se perfeccione mediante su trabajo cotidiano, el cual para la casi totalidad de los seres humanos es un trabajo de contenido y finalidad temporal» (MM 255-256).

Con todo, tendríamos una errónea interpretación de este pasaje si sacáramos la conclusión de que todo lo que significa es que el trabajador debe contemplar su labor «bajo una luz espiritual». Esto no es sólo una repetición

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del consejo familiar de «ofrecer» y «purificar nuestras intenciones». Este párrafo tiene que ser leído en el contexto global de la encíclica, que exige que la naturaleza verdaderamente objetiva del trabajo, como libre expresión de la dignidad humana y como actividad creativa de la persona humana, sea reinstaurada por medio de una renovación cristiana en la misma sociedad. En otras palabras, implica una aceptación del hecho de que gran parte del trabajo realizado hoy por los seres humanos –ya sea manual, en los negocios o en las profesiones– tiene algo que le resta carácter humano. Este desorden no se puede rectificar con un mero ajuste interior, subjetivo, por espiritual que sea.

La tarea de reinstaurar el trabajo en el lugar que le corresponde en la vida cristiana es, por lo tanto, más que un proyecto personal, interior para el individuo. Es una obligación cooperadora y objetiva de la Iglesia y de la sociedad humana. El cristiano individual hará más para «santificar» su trabajo si se preocupa inteligentemente del orden social y de los medios políticos efectivos para mejorar las condiciones sociales, de lo que conseguirá con esfuerzos espirituales meramente interiores y personales para superar el tedio y la vaciedad de una lucha infrahumana por el dinero. Ni que decir tiene que dicha tarea es enorme. Tiene ramificaciones casi infinitas, que se extienden en todas las direcciones, en la política, la economía, los negocios y todo lo que afecte seriamente a la vida de la nación y de la comunidad internacional.

Por todas partes nos acosan el desorden, la confusión, tensiones cada vez más agravadas, nuevas y constantes rupturas en el cuerpo de una sociedad atormentada. ¿Dónde se puede empezar a resolver el urgente problema de la renovación cristiana de la sociedad moderna?

La Mater et magistra sienta un principio teológico fundamental sobre el que descansa la doctrina de la Iglesia sobre el valor espiritual del trabajo. Como sea que la Palabra de Dios se encarnó, la tarea común de la raza humana de construir una sociedad justa y verdaderamente productiva puede revestirse de un carácter más que humano. Asume algo de la naturaleza de una misión sobrenatural, una prolongación de la obra emprendida por Cristo en su existencia histórica. Leemos en la encíclica:

«Cuando se ejercen actividades propias, aun de carácter temporal, en unión con Jesús, Divino Redentor, cualquier trabajo viene a ser como una continuación del trabajo de Jesús, penetrado por virtud redentora... Viene a ser un trabajo que no sólo contribuye a la propia perfección sobrenatural, sino que también actúa extendiendo y difundiendo en los

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demás los frutos de la Redención y fecundando con fermento evangélico la civilización en que se vive y se trabaja» (MM 259).

No obstante, esto no tendrá realmente eficacia si no consideramos nuestro trabajo como un servicio a la humanidad. Ofrecer tal servicio representa entender y apreciar todo lo que es valioso para el ser humano en el orden social, la cultura y civilización. Esto implica una perspectiva que puede óptimamente ser calificada como humanismo.

Santidad y humanismo

Afirmar la necesidad de un «humanismo» en la vida cristiana puede parecer provocativo y vagamente herético a esos cristianos que se han aplicado a responder negativamente al impacto de esta palabra, frecuentemente ambigua. ¿Puede el humanismo tener algo que ver con la santidad? ¿No son términos opuestos radicalmente, como son opuestos Dios y el hombre? ¿Acaso no tenemos que escoger lo divino y rechazar lo humano? ¿No es el maridaje con los valores humanos la bandera de los que han rechazado a Dios? Aunque han existido y quizá todavía existan «humanistas cristianos», ¿no se trataba de personas a quienes un falso optimismo engañó hasta hacerles comprometer su fe en un peligroso diálogo con el «mundo»?

Podemos contestar con las palabras del Evangelio de san Juan: «La Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros». Si la Palabra de Dios asumió la naturaleza humana y se hizo hombre, en todas las cosas igual a los demás hombres excepto en el pecado, si dio su vida para unir la raza humana a Dios en su cuerpo místico, entonces con toda seguridad debe haber un auténtico humanismo que no sólo es aceptable para los cristianos, sino que es esencial para el misterio cristiano en sí. Este humanismo, es, evidentemente, no una glorificación de las pasiones, de la carne, de las tendencias pecadoras, de un libertarismo perverso y desordenado, de la desobediencia; sino que, por el contrario, debe ser la plena aceptación de aquellos valores que forman parte de la esencia de la persona humana tal como fue creada por Dios, aquellos valores que el propio Dios quiso preservar, rescatar y reinstaurar en su recto orden, asumiéndolos en Cristo.

Al defender la ley natural, los derechos civiles de los hombres, los derechos de la razón humana, los valores culturales de las diversas civilizaciones, el estudio científico y la técnica, la medicina, la ciencia política

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y mil otras cosas dignas en el orden natural, la Iglesia expresa su humanismo profundamente cristiano o, en otras palabras, su preocupación por el hombre en toda su totalidad e integridad como criatura y como imagen de Dios, destinado a la contemplación de la verdad absoluta y de la belleza en el cielo.

La salvación de la persona humana no quiere decir que deba despojarse de todo cuanto es humano, que deba descartar su razón, su amor a la belleza, su deseo de amistad, su necesidad de afecto humano, su confianza en la protección, el orden y la justicia en la sociedad, su necesidad de trabajar, comer y dormir.

Un cristianismo que menosprecie estas necesidades fundamentales del hombre no es verdaderamente digno de ese nombre. Y no hay duda de que nadie pretenderá que la Iglesia no ha de preocuparse de tales cosas. Pero la dificultad estriba en que, mientras todos los cristianos estarían gratamente de acuerdo en que el «humanismo» en este buen sentido es materia de preocupación general u oficial, pocos verían que es de vital importancia para ellos personalmente. En otras palabras, es muy importante darse cuenta de que el humanismo cristiano no es un lujo que la Iglesia concede de mala gana a unos pocos estetas y reformadores sociales, sino una necesidad en la vida de todo cristiano. No existe auténtica santidad sin esta dimensión de preocupación humana y social. No basta con entregar donativos deducibles de impuestos a varias «entidades caritativas». Estamos obligados a tomar parte activa en la solución de problemas urgentes que afectan globalmente a nuestra sociedad y a nuestro mundo.

Si esta afirmación parece extremosa, escuchemos lo que dice el papa Juan XXIII en la Mater et magistra:

«Volvemos a afirmar, ante todo, que la doctrina social cristiana es una parte integrante de la concepción cristiana de la vida... Mucho pueden contribuir a la difusión de esta doctrina social nuestros hijos del laicado, con el empeño en aprenderla, con el celo en procurar que los demás la comprendan y ejerciendo a la luz de estas enseñanzas sus actividades de contenido temporal... Una doctrina social no se enuncia solamente, sino que se lleva también a la práctica en términos concretos. Esto se aplica mucho más a la doctrina social cristiana, cuya luz es la Verdad, cuyo objetivo es la Justicia, cuya fuerza propulsora es el Amor... La educación cristiana debe ser integral, es decir, debe extenderse a toda clase de deberes. Por consiguiente, también debe mirar a que en los fieles brote y se robustezca la conciencia del deber que tienen de ejercer

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cristianamente las actividades de contenido económico y social» (MM 222, 224, 226, 228).

La enseñanza de los papas modernos se ocupa especialmente de la condición humana del ser humano en la era tecnológica. El papa Pío XI (citado en la Mater et magistra 242) señaló la deshumanización del hombre en la sociedad industrial, en la cual, por una contradicción harto curiosa, el trabajo humano, que debía servir para el bien del hombre, se convertía en «un instrumento de extraña perversión: de la fábrica sale ennoblecida y transformada la inerte materia, mientras se corrompen y envilecen los hombres» (Quadragesimo anno). Por ello la Iglesia está obligada a proteger al hombre contra la usurpación de su dignidad humana por parte de una sociedad secularizada. Tiene que defenderlo contra una visión del mundo en la que el dinero y la influencia son considerados más importantes que el mismo hombre.

La tarea del cristiano, por lo tanto, no consiste simplemente en interesarse por la justicia social, el orden político y las honestas prácticas comerciales. Es algo mucho más profundo que esto. Es cuestión de la estructura misma de la sociedad y de la herencia cultural del hombre. Hoy la tarea de todo cristiano consiste en cooperar en la defensa y el restablecimiento de los valores básicos humanos sin los cuales la gracia y la espiritualidad tendrán poco significado práctico en la vida del hombre.

Es esencial reconocer el peligro que para los valores humanos existe en esa misma tecnología, que promete al hombre abundancia, ocio y hasta un paraíso terrenal. La contradicción inherente a una sociedad capaz de producir la máxima prosperidad y que al mismo tiempo corre hacia un suicidio global queda sucintamente señalada en la Mater et magistra por Juan XXIII, cuando afirma en el último capítulo de la encíclica:

«Actualmente la Iglesia se encuentra ante la gran misión de llevar un acento humano y cristiano a la civilización moderna; acento, que la misma civilización pide y casi invoca para sus progresos positivos y para su misma existencia» (MM 256).

Problemas prácticos

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En una situación así ya no les está permitido a los cristianos dedicarse seria y honestamente a una espiritualidad de evasión, un culto de otra mundanidad que rehúsa tener en cuenta la inexcusable implicación de todos los hombres en los problemas y responsabilidades de la era nuclear. No importa cuál sea el motivo alegado para esta abdicación, el hecho es que no puede ser aceptable para Dios y, por lo tanto, no puede contribuir a la santidad cristiana. La indiferencia y la insensibilidad no pueden ya enmascararse como «recogimiento», y el retraimiento cobarde ya no puede alegar la excusa de que se trata de un sacrificio y un acto de piedad. La pasividad ya no cuenta como «fe» o «abandono». La falta de interés en el desesperado destino del hombre es síntoma de culpable insensibilidad, una deplorable incapacidad de amar. En modo alguno puede pretender ser cristiana. Ni siquiera es auténticamente humana.

Pero tampoco es fácil orientarse inteligentemente en el torbellino de los quehaceres modernos, respecto a los cuales las directrices de la Iglesia son generales y necesariamente han de quedar un tanto vagas hasta que sean puestas en práctica en casos concretos mediante una vigorosa interpretación y liderazgo. He aquí por qué es desdichadamente demasiado cierto que innumerables cristianos, con toda la buena voluntad de que son capaces, encuentran casi imposible lograr la información suficiente y directrices adecuadas para desempeñar un papel destacado en los grandes problemas de nuestro tiempo, como es, por ejemplo, la cuestión de la paz mundial.

Los problemas sociales prácticos de nuestro tiempo son innumerables, y quien desee cumplir sus obligaciones de conciencia en este campo corre necesariamente muchos riesgos. Ahora bien, los riesgos hay que correrlos, y no hay virtud donde hay inercia, ni la hay en una abatida y pasiva «prudencia» que remolonea y no se mueve hasta que la Iglesia entera, desde la curia papal hasta la base, da el primer paso. El papa Juan XXIII ha afirmado en los términos más claros que la perfección cristiana no tiene nada que ver con el negativismo y el retraimiento. Es indudable que los problemas temporales de nuestro tiempo son no sólo inquietantes, sino positivamente enloquecedores. Pero hay que hacerles frente. Dice el papa Juan:

«Pero sería un error... si nuestros hijos, sobre todo del laicado, hayan de rebuscar prudencia con la que disminuir su propio compromiso de actuar como cristianos en el mundo;

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antes bien lo deben renovar y acentuar» (MM 254).

Naturalmente, los deberes inherentes a los diferentes estados de vida permanecen intactos. El campo de lo político y de lo económico, de los negocios y de la industria es propio de los laicos, no de los sacerdotes, religiosos y religiosas. Las iniciativas de un jesuita en los asuntos contemporáneos serán ciertamente más elaboradas que las de una monja carmelita. Al pedir que todos reconozcan su obligación de interesarse por los problemas de nuestro tiempo y de desempeñar un papel activo en su resolución, el papa no está diciendo que todos deben abandonar su estado de vida y meterse en política. Lo que quiere decir es que incluso el religioso ha de tener un concepto más profundo de su propia vida, y debe verla claramente en relación con la pobreza de la mayor parte de la humanidad, la amenaza de convulsiones sociales y, sobre todo, la amenaza de una guerra nuclear total. Ante estas cosas, ningún cristiano puede permanecer indiferente, porque no son problemas únicamente políticos o económicos: son síntomas de una enfermedad espiritual tan universal y profundamente enraizada, que amenaza hasta la misma existencia de la raza humana,

Sin embargo, el laico, el sacerdote y el religioso abordarán estos problemas de formas característicamente diferentes. Tradicionalmente, el sacerdote y el religioso que se han entregado a Dios y han «renunciado al mundo» se dedican a tareas espirituales especiales, en el mundo. Han abandonado, o debieran haberlo hecho, el cometido político, la vida militar, las carreras en los negocios, la medicina, las leyes, etcétera. El objetivo de su renuncia es quedar libres para misiones espirituales urgentes que sólo ellos pueden llevar a término. En su caso, es cierto que una dedicación intensa a asuntos puramente temporales constituye por naturaleza un obstáculo a la perfección de su estado de vida. Claro que siempre puede haber excepciones.

Una de las causas de conflicto y confusión en las vidas de los religiosos y sacerdotes, así como de los laicos, es el hecho de que a lo largo de los siglos las fronteras teóricas entre los estados y oficios de la vida cristiana en cierto modo se han perdido en la práctica.

En la alta Edad Media, los prelados y los sacerdotes, por no hablar de los monjes y sus abades, a menudo asumían las más altas responsabilidades políticas o se enzarzaban en campañas militares para proteger sus derechos o incluso para luchar a favor de autoridades seglares. Cuando los únicos hombres con cultura eran los clérigos resultaba natural que casi todas las profesiones las ejerciesen los miembros de la clerecía. Claro está que en tal

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situación el clero ejercía una función importante en el gobierno. La historia nos muestra muchos ejemplos instructivos de este proceso, en el cual los clérigos asumían funciones que propiamente correspondían a los laicos. Aunque, desde luego, en la mayoría de las naciones, actualmente el clero no participa de hecho en la actividad gubernamental, los negocios ni la abogacía, dentro de la Iglesia la situación ha seguido siendo la misma de los siglos anteriores. Se da por supuesto que incluso los asuntos materiales de la Iglesia están en manos de clérigos o religiosos.

De aquí que los clérigos y religiosos estén sobrecargados con muchas tareas y funciones que se relacionan con los negocios y asuntos puramente temporales. En principio, tales responsabilidades podrían ser desempeñadas, al menos en parte, por laicos. La verdad es que, cuando consideramos el problema de las vocaciones en la vida religiosa activa, poco puede sorprendernos que la gente joven se lo piense bien antes de abrazar un estado de vida en el cual tendrán presumiblemente que cargar con el trabajo de personas laicas además del trabajo y observancias del religioso, y ello de tal forma que no tienen la seguridad del desempeño satisfactorio por su parte de ambas responsabilidades. Ciertamente, puede parecer razonable que eviten tal compromiso, cuando consideren que tropezarán con las dificultades y cargas de ambos tipos de vida, sin todas las ventajas correspondientes al estado religioso.

Corolario de esto será que, como los religiosos están cargados con tareas seculares, adquieren en cierto modo un «derecho» a las relajaciones seglares. O al menos éste parece ser uno de los enfoques con que se afronta el problema. Pero ¿es esto satisfactorio? Algo deberá ceder el sitio a estos esparcimientos, y claro está que ello significa ocupar no sólo el lugar que corresponde a los «ejercicios religiosos» formales de la comunidad, sino también el sosiego esencial para la vida espiritual del religioso: la vida espiritual que se supone que él o ella combinará eficazmente con su trabajo. Dígase lo que se diga sobre esto, y ciertamente hay mucho que decir en pro y en contra, podemos ver que, cuando los religiosos se hallan habitualmente implicados en ocupaciones seculares absorbentes, su vida religiosa inevitablemente se ve afectada.

Pero, si ello es así, no se hallan en condiciones de cumplir su auténtica función dentro de la Iglesia. No es a esa gente a quien debiéramos dirigir, sin más, el consejo de considerar su propio trabajo como actividad espiritual. Hay que distinguir. El trabajo que es propio de su regla y constituciones, dentro de los límites previstos por la Iglesia para ellos, los santificará, sin lugar a dudas.

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Conserva su carácter sagrado. Pero cuando, además de las que les son propias, desempeñan innumerables tareas que debieran llevar a cabo otros, ocupaciones profanas que llevan aparejadas exigencias crecientes de su tiempo e incluso nuevas acomodaciones del espíritu de su vocación, entonces se ve la necesidad de un ajuste profundo. Este reajuste no es algo que pueda realizar la buena voluntad del religioso como individuo. No se trata de buenas intenciones y piedad personal, sino de reforma.

Los laicos pueden ayudar ciertamente cada vez más en el trabajo que actualmente realizan los religiosos, en la educación, la administración de instituciones, el cuidado de los enfermos, el periodismo, el apostolado, las misiones, etcétera. Pueden asumir responsabilidades que dejen al clero con mayor libertad para el ejercicio de un ministerio más intenso y fructífero.

Pero esto es una digresión. El punto en cuestión es que todos los cristianos, laicos, religiosos y sacerdotes, tienen que desempeñar un papel constructivo y positivo en el mundo de nuestros días. Incluso los contemplativos, en la medida en que tienen el derecho y la obligación de votar, han de entender de forma inteligente lo que sucede en el mundo. Una información objetiva seria sobre el estado del mundo puede y debe contribuir a su vida espiritual haciendo que tomen conciencia de los peligros que acechan al cuerpo de Cristo. Pero seguramente deben estar en condiciones de tener una visión más juiciosa y profunda que la que dan los medios de comunicación. De hecho, esto es importante para todos los cristianos. Uno de los grandes problemas de nuestro tiempo es la falta de información fiable y seria, y con una perspectiva sana, sobre los asuntos políticos y sociales. Una vez más el caso de la guerra nuclear y los problemas políticos ligados a ella se presenta como el más serio de todos. He aquí un conflicto de suprema importancia en el que los hechos más vitales se mantienen secretos y en el que los acontecimientos cruciales raramente se presentan al público de forma clara y sin prejuicios.

Esto nos lleva a un problema más grave. El cristiano que está mal informado, que está sometido a la demagogia de los extremistas de la prensa, la radio o la televisión, y que quizá hasta cierto punto está temperamentalmente inclinado a asociarse con grupos fanáticos en política, puede causar enormes daños a la sociedad, a la Iglesia y a sí mismo. Aun cuando tenga intenciones sinceras de servir a la causa de Cristo, podría llegar a cooperar en desatinos e injusticias de desastroso alcance.

Por consiguiente, es vitalmente importante que el católico controle su celo y modere su entusiasmo por las causas particulares hasta que pueda

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calcular con precisión adónde conducen en último término dichas tendencias. La prudencia no es pasividad, ni la precaución es cobardía. La acción impetuosa y violenta no debe ser considerada como heroica ipso facto. Hemos de aprender a cultivar un juicio sereno en asuntos que afectan al destino mismo de la raza humana. Ante todo escuchemos las sabias directrices de la Iglesia, y especialmente las del Santo Padre, que tienen relación directa no sólo con la vida política, sino también con la cuestión entera de la santidad cristiana y, claro está, con el problema básico de la salvación.

Y ahora, volviendo al tema de la santidad, recordemos que, en la tradición cristiana, la renuncia, el sacrificio y la abnegación generosa son componentes esenciales de la santidad. Es cierto que a menudo los laicos han estado desorientados debido a la idea de que podían ser santos sólo practicando austeridades y mortificaciones apropiadas para la vida del convento. Esto no es verdad, y es otro ejemplo de la confusión de límites entre los estados religioso y laical. Con todo, la abnegación del religioso y del laico es la misma en la medida en que tiende a un único y mismo fin. Su finalidad es liberar la mente y la voluntad de modo que todas las energías del cuerpo y del espíritu puedan aplicarse a Dios de forma apropiada al particular estado de cada uno.

Abnegación y santidad

Negarnos a nosotros mismos en el más pleno sentido es renunciar no sólo a lo que tenemos, sino también a lo que somos, vivir no según nuestro propio deseo y juicio, sino según la voluntad de Dios para nosotros. De este modo la abnegación cristiana alcanzará los más recónditos recovecos de nuestro ser.

Los religiosos se obligan por votos a realizar ciertos actos exteriores de disciplina y culto que los capacitan para alcanzar con mayor simplicidad y más directamente la perfección de la caridad. «Si quieres ser perfecto, ve, vende todo cuanto tienes y dáselo a los pobres, y tendrás un tesoro en el cielo; luego ven, y sígueme» (Mt 19,21). Además de la obligación general impuesta a todos de tender al perfecto amor a Dios, el religioso queda también sujeto a cumplir estas obligaciones especiales que emanan de los votos. Éstas le son impuestas con una finalidad: que pueda crecer interiormente en amor y en unión con Cristo. Esta evolución interior de amor es verdadero crecimiento en perfección. De aquí que el religioso deba hacer uso de los medios que su

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estado le ofrece de renunciar al «mundo», de vivir más perfectamente «de acuerdo con el espíritu» y de crecer en unión con Dios.

Es cierto que el laico no tiene todas las ventajas espirituales que el estado religioso proporciona. Pero no olvidemos que el estado laical tiene ventajas y, consiguientemente, sacrificios que le son propios. Los votos religiosos no son en modo alguno la única forma de heroísmo de que el cristiano dispone en su búsqueda de la santidad. Las obligaciones del matrimonio son de hecho a menudo no menos difíciles que las del claustro. El matrimonio es un sacramento, y por ello la vida del cónyuge está especialmente santificada por la gracia sacramental. Esta gracia sacramental eleva el amor de los esposos a un plano espiritual, y por ello no es un obstáculo a la unión con Cristo. Si se contempla con espíritu de fe, resulta ser una oportunidad para crecer en santidad por medio del don de uno mismo en sencillez y amor.

Por ello no debemos imaginar que la vida de matrimonio es «vida en la carne» y que sólo la vida religiosa es «vida en el espíritu». La vida de matrimonio es una vocación auténticamente espiritual, aunque en muchos aspectos se dificulta por el hecho de que los esposos no reconocen sus oportunidades espirituales y a veces no encuentran quien los guíe en la dirección correcta.

Ciertamente, es trágico que los esposos cristianos se imaginen en cierto modo separados de la vida de santidad y perfección sólo porque encuentran difícil o imposible imitar las austeridades, las devociones y las prácticas espirituales de los religiosos.

Por el contrario, debieran alegrarse por el hecho de que la Iglesia los ha dejado libres en todos estos asuntos para descubrir lo que mejor convenga a sus propias necesidades. Que lean el Nuevo Testamento e imiten el espíritu de aquellos primeros cristianos que comían juntos, «partiendo el pan con alegría y de todo corazón» (Hch 2,46-47). Que se sumerjan en la vida litúrgica de la Iglesia y obtengan del culto eucarístico toda la fortaleza que necesitan para vivir en amor y olvidarse de sí mismos.

El camino de la santidad es un camino de confianza y amor. El verdadero cristiano vive «en el Espíritu» y bebe en todo momento de las fuentes ocultas de la divina gracia, sin estar obsesionado por ninguna necesidad especial de prácticas complicadas y marginales. Por encima de todo se preocupa de lo esencial: frecuentes momentos de oración y fe sencillas, atención a la presencia de Dios, sumisión amorosa a la voluntad divina en

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todas las cosas, especialmente en los deberes de su estado y, coronándolo todo, el amor a su prójimo y hermano en Cristo.

Con todo, la abnegación no debe estar ausente. El cristiano debe llevar una vida de sacrificio a menudo amarga. El esfuerzo constante por controlar las reacciones apasionadas y egoístas, por someterse a las exigencias del amor, requiere un sacrificio permanente y sin desfallecimientos.

«Hermanos: Estamos en deuda, pero no con la carne para vivir carnalmente. Pues si vivís según la carne, vais a la muerte; pero si con el Espíritu dais muerte a las obras del cuerpo, viviréis. Los que se dejan llevar por el Espíritu de Dios, ésos son hijos de Dios. Habéis recibido, no un espíritu de esclavitud, para recaer en el temor, sino un espíritu de hijos adoptivos, que nos hace gritar: “¡Abbá, Padre!”. Ese Espíritu y nuestro espíritu dan testimonio concorde: que somos hijos de Dios; y, si somos hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos con Cristo, ya que sufrimos con él para ser también con él glorificados» (Rm, 8,12-17). «En cambio, el fruto del Espíritu es: amor, alegría, paz, comprensión, servicialidad, bondad, lealtad, amabilidad, dominio de sí. Contra esto no va la Ley. Y los que son de Cristo Jesús han crucificado su carne con sus pasiones y deseos. Si vivimos por el Espíritu, marchemos tras el Espíritu. No seamos vanidosos, provocándonos y envidiándonos unos a otros» (Ga 5,22-26).

Santo Tomás, empero, deja bien sentado que la perfección absoluta es imposible en la vida presente. La perfección a que hemos de tender es la más alta y completa, pero se consigue sólo en el cielo. En el cielo nuestro amor estará siempre total y realmente dirigido hacia Dios. Esta perfección no es posible en la tierra. La perfección que en esta vida podemos alcanzar es la que excluye todo aquello que se opone al amor a Dios:

a) La exclusión de todo pecado mortal –que es objeto de los mandamientos. b) La supresión de los impedimentos al verdadero amor –que es objeto de los consejos.

Aquí santo Tomás se refiere a la vida de los votos religiosos, pero ciertamente los consejos evangélicos no están excluidos de la vida del laico

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cristiano. También éste puede considerar las formas bajo las cuales puede, al menos viviendo en un espíritu de pobreza, por ejemplo, ir más allá del nivel de los mandamientos y dedicar la vida a Dios de un modo que permita una mayor atención a su presencia y una unión más completa con su santa voluntad.

Algunos de los primeros padres del desierto creían que a fuerza de disciplina ascética se podía conseguir en esta vida una perfección casi absoluta. Casiano creía que esto era posible. Al principio también lo creyó san Jerónimo, pero más adelante cambió de opinión y, como santo Tomás, decidió que sólo podemos ser relativamente perfectos en esta vida. Nunca estaremos libres de ciertas semideliberadas faltas o debilidades. Esto es verdad incluso de los santos, quienes conservaron, todos, sus fragilidades y limitaciones humanas.

Paradoja de la historia monástica es que el ideal sobrehumano de la perfecta conquista de todas las pasiones en la vida presente es un concepto pagano más que cristiano; y, por lo tanto, es un ideal de «carne» más que de «espíritu». En la santidad cristiana, cierta debilidad e imperfección humanas son compatibles con el amor perfecto a Dios, siempre que uno gane en humildad por la experiencia de su propia pobreza y aprenda así a poner una confianza cada vez más total y perfecta en la gracia de Dios. San Pablo es un ejemplo clásico de ello:

«Hermanos: Por la grandeza de estas revelaciones, para que no tenga soberbia, me han metido una espina en la carne: un emisario de Satanás que me apalea, para que no sea soberbio. Tres veces he pedido al Señor verme libre de él; y me ha respondido: “Te basta mi gracia; la fuerza se realiza en la debilidad”. Por eso, muy a gusto presumo de mis debilidades, porque así residirá en mí la fuerza de Cristo. Por eso, vivo contento en medio de mis debilidades, de los insultos, las privaciones, las persecuciones y las dificultades sufridas por Cristo. Porque cuando soy débil, entonces soy fuerte» (2 Co 12,7-10).

Esto no quiere decir que el cristiano no pueda alcanzar una paz muy real y relativamente perfecta en esta vida. Ciertamente, todos nosotros podemos y debemos esforzarnos por conseguir la tranquilidad de corazón y libramos de la pasión desordenada. Sin esta paz interior no podemos verdaderamente llegar a conocer a Dios y gozar de la familiaridad con Él que nos es propia en tanto que hijos suyos.

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La paz, sin embargo, no ha de conseguirse por la fuerza bruta ni por la violenta y despótica supresión de nuestros apetitos. La paz no es obra de la fuerza, sino fruto del amor. Y amor quiere decir sumisión a Cristo, sujeción dócil a su Espíritu. La paz verdadera es obra de la misericordia de Dios y no de la voluntad del hombre. Cuando nos ofrecemos a Él en amor, su misma presencia apacigua nuestros deseos y aquieta las pasiones rebeldes. Y si a veces hay tormentas en nuestros corazones, si parece que Dios está durmiendo, aun así y en medio del conflicto podemos tener una paz profunda, si realmente confiamos en Él. Y ciertamente hemos de convencernos de que Él permite el conflicto precisamente con el fin de purificar nuestros corazones, poner a prueba nuestra paciencia y fortalecer así nuestra paz espiritual.

La perfección de la abnegación cristiana encierra, paradójicamente, incluso la renuncia a cierto disfrute desordenado en nuestra propia virtud y proeza ascética (si la hubiere). Los santos no son tipos arrogantes ni satisfechos de sí mismos cuyas virtudes los hayan enriquecido y dado poder en el orden espiritual. Más bien son, como Jeremías, personas plenamente conscientes de su pobreza ante Dios:

«Yo he experimentado la aflicción bajo la vara de su furor.Él me llevaba y me conducía en medio de tinieblas, sin luz.Contra mí, en efecto, sigue volviendo su mano todo el día.Ha consumido mi carne y mi piel, ha quebrantado mis huesos.Ha levantado en torno a mí un cerco de amargura y sufrimiento».

* * *

«Confunde mi camino y me destroza, luego me deja desolado.Tensa su arco y me hace blanco de sus dardos.En mis carnes se han clavado las flechas de su aljaba.Mi gente se burla de mí, me hacen coplas todo el día.Me ha saciado de amargura, me ha dado a beber ajenjo.Me quiebra los dientes con guijarros, me revuelca en el polvo.La paz se ha alejado de mí, ya no sé lo que es la dicha».

* * *

«No hago más que pensar en ello, y estoy abatido. Pero hay algo que traigo a la memoria y me da esperanza:

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que la misericordia del Señor no termina y no se acaba su compasión; antes bien, se renuevan cada mañana: ¡qué grande es tu fidelidad! El Señor es mi lote, me digo, y espero en él. El Señor es bueno para los que en él esperan y lo buscan; es bueno esperar en silencio la salvación del Señor» (Lm 3,1-5.11-17.20-26).

Éste es el verdadero propósito de la abnegación: no simplemente llevar la paz al corazón como premio al desprendimiento, sino también guiar a aquella tribulación interior de la noche espiritual en la que la propia pobreza se hace perfecta en las profundidades del alma, la castidad se vuelve virginidad de intelecto y de espíritu, y la propia obediencia es una dependencia directa del Espíritu Santo en todo momento de nuestra vida. Esta vida sublime en el espíritu de los consejos evangélicos es accesible para todas aquellas personas que son santos, sea dentro de la religión o fuera.

Dice santo Tomás: «Los que son perfectos en la vida se dice que ofenden en muchas cosas con pecados veniales que fluyen de la debilidad de esta vida presente». Y añade: «Basta con que el amor se dirija común y universalmente a todos los hombres del mismo modo que a Dios, y habitualmente a los individuos que nos rodean, según las disposiciones. La caridad fraterna perfecta se mide no sólo por el hecho de que excluye todo lo que es contrario a la caridad, sino también por el hecho de que se extiende incluso a los extraños y a los enemigos, y hace toda clase de sacrificios por ellos, hasta el punto de dar la vida por ellos».

Entonces, en resumen, ¿cuál es la perfección posible en nuestra vida presente? No una perfección en la que verdaderamente y en cada momento tendamos directamente a Dios, ni siquiera una perfección en la que podamos evitar todo pecado venial semideliberado. Entonces, ¿cuál es?

Amamos a Dios con todo nuestro corazón, con toda nuestra mente, con toda nuestra alma y con toda nuestra fuerza cuando todos nuestros pensamientos, deseos y acciones están al menos virtualmente dirigidos a Él, y cuando nos esforzamos todo lo posible por crecer en la pureza de nuestro amor y en la totalidad de nuestra consagración. Esto implica la fidelidad sincera a las obligaciones propias y la respuesta generosa a todas las exigencias del amor en la propia vida. Pero además de esto significa una fe total en Dios y, en cuanto sea posible, un completo abandono a su providencia y amor misericordiosos.

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Conclusión

Jesús es nuestra santidad y nuestro camino hacia el Padre. «Nadie va al Padre sino por mí» (Jn 14,6). «Yo soy el camino, y la verdad y la vida» (Jn 14,6). «Yo soy la vid, vosotros los sarmientos... permaneced en mí y yo en vosotros» (Jn 15,5.4). ¿Cómo permanecemos en Él? Por el amor... «Permaneced en mi amor» (Jn 15,9).

¿Cómo permanecemos en Cristo y somos gratos al Padre? Haciendo la voluntad del Padre como Jesús la hizo, con amorosa atención y sumisión al Espíritu Santo. «Con esto recibe gloria mi Padre, con que deis fruto abundante; así seréis mis discípulos... Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor ... Si me amáis, guardaréis mis mandamientos... El que acepta mis mandamientos y los guarda, ése me ama... El que no me ama, no guarda mis palabras» (Jn 14 y 15).

La voluntad de Cristo es ante todo que nos amemos unos a otros. «Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros como yo os he amado. La señal por la que conocerán que sois discípulos míos, será que os amáis unos a otros» (Jn 13,34-35).

Verdad es que la santidad cristiana es la santidad de Cristo en nosotros, pero ello no quiere decir que el Espíritu Santo realizará su obra dentro de nosotros si nosotros permaneceremos completamente pasivos e inertes. No hay vida espiritual sin persistente lucha y conflicto interior. Este conflicto es aún más difícil de afrontar porque es oculto, misterioso y a veces casi imposible de comprender. Todo cristiano serio está dispuesto a hacer algunos sacrificios iniciales. No es difícil empezar bien. Lo difícil es continuar, proseguir la obra empezada y perseverar en ella muchos años hasta el fin. El esfuerzo de la fe es demasiado grande; la carga sobre nuestro flaco amor, demasiado enorme; o, como mínimo, tememos que lo sea. No entendemos el significado de la cruz y la seriedad de nuestra vocación de morir con Cristo para luego resucitar con Él a una vida nueva. Es perfectamente cierto que morimos con Él en el bautismo y resucitamos de entre los muertos, pero esto es sólo el principio de una serie de muertes y resurrecciones. No nos «convertimos» una sola vez en nuestra vida, sino muchas veces, y esta interminable serie de grandes y pequeñas «conversiones», revoluciones interiores, lleva finalmente a nuestra transformación en Cristo. Pero, aun cuando es posible que tengamos la generosidad de soportar una o dos de tales conmociones, no podremos enfrentarnos con la necesidad de ulteriores y

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mayores desgarros de nuestro yo interior, sin lo cual no podemos en última instancia llegar a ser libres.

Luego, paradójicamente, aunque el propio Cristo lleva a término la obra de nuestra santificación, a medida que la realiza, más tiende ésta a costarnos. Cuanto más avanzamos, tanto más tiende Él a privarnos de nuestro propio vigor y desposeernos de nuestros propios recursos humanos y naturales, de forma que al final venimos a hallarnos en completa pobreza y oscuridad. Ésta es la situación que consideramos más terrible, y contra ella nos rebelamos. Substituimos el misterio extraño, santificante de la muerte de Cristo en nosotros, por la más familiar y placentera rutina de nuestra propia actividad: abandonamos su voluntad y nos refugiamos en los procedimientos, más triviales pero más «satisfactorios» que nos interesan y que nos permiten ser interesantes a los ojos de los demás. Pensamos que de este modo podemos encontrar paz y hacer fructíferas nuestras vidas, pero nos engañamos, y nuestra actividad se vuelve espiritualmente estéril.

El cardenal Newman, que ciertamente conoció la amargura e ironía de la cruz, vivió según la máxima: «Santidad antes que paz». Esta máxima es buena para todo aquel que quiera recordar la total seriedad de la vida cristiana. Si buscamos la santidad, a su debido tiempo nos ocuparemos de la paz. Nuestro Señor, que vino a traer «no la paz, sino la espada», prometió también una paz que el mundo no puede dar. Mientras nosotros nos fiemos de nuestros propios y afanosos esfuerzos, somos de este mundo. No somos capaces de establecer dicha paz con nuestros propios esfuerzos. Sólo podemos encontrarla cuando, en algún sentido, hemos renunciado a la paz y nos hemos olvidado de ella.

Ahora bien, no exageremos el elemento de la oscuridad y la prueba en la vida cristiana. Para el cristiano creyente, la oscuridad se llena de luz espiritual, y la fe recibe una nueva dimensión: la dimensión de la comprensión y la sabiduría. «Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios» (Mt 5,8). El cristiano perfecto, por lo tanto, no es el necesariamente impecable y el que está situado más allá de toda debilidad moral, sino el que, porque sus ojos están iluminados para conocer las dimensiones totales de la misericordia de Cristo, ya no está atormentado por los dolores y fragilidades de la vida terrena. Su confianza en Dios es perfecta, porque ahora conoce, por así decir, por experiencia, que Dios no puede dejar de asistirle (y, con todo, este conocimiento es simplemente una nueva dimensión de la fe leal). Y responde a la misericordia de Dios con confianza perfecta. «Y no sólo esto, sino que hasta de las tribulaciones nos sentimos orgullosos, sabiendo que la

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tribulación produce paciencia; la paciencia produce virtud sólida, y la virtud sólida, esperanza. Una esperanza que no engaña porque, al darnos el Espíritu Santo, Dios ha derramado su amor en nuestros corazones» (Rm 5,3-5). Como dice Clemente de Alejandría, tales cristianos perfectos, perfectos en esperanza y en el conocimiento de la divina misericordia, están siempre presentes para Dios en la oración; incluso cuando no están explícitamente orando, le están buscando y confiando en su sola gracia. No sólo esto, sino que como sólo buscan la voluntad de Dios, toda petición de sus corazones, expresa o tácita, les es concedida por Dios (Stromata 7,7,41). Para estas personas, verdaderas enamoradas de Dios, todas las cosas, parezcan buenas o malas, son en realidad buenas. Todas las cosas manifiestan la misericordia amorosa de Dios. Todas las cosas les permiten crecer en el amor. Todos los acontecimientos les sirven para unirse más estrechamente con Dios. Para estas personas, ya no existen los obstáculos. Dios ha transformado incluso los obstáculos en medios para sus fines, que son los de Él mismo. Éste es el significado de la «perfección espiritual», y no la consiguen quienes tienen fuerza sobrehumana, sino las personas que, aun siendo débiles e imperfectas en sí mismas, confían perfectamente en el amor de Dios.

El tramo final en el camino hacia la santidad en Cristo consiste, pues, en abandonarnos por completo con confiado gozo a la aparente locura de la cruz. «La palabra de la cruz es necedad para los que están en vías de perdición; pero para los que están en vías de salvación –para nosotros– es fuerza de Dios» (1 Co 1,18). Esta locura, la necedad de abandonar todo cuidado de nosotros mismos tanto en el orden material como en el espiritual para que podamos confiarnos a Cristo, equivale a una especie de muerte de nuestro yo temporal. Es un retorcimiento, un abandono, un acto de total entrega. Pero es también un salto definitivo hacia el gozo. La capacidad de realizar este acto, de abandonarnos, de zambullirnos en nuestro propio vacío y encontrar allí la libertad de Cristo en toda su plenitud, esto es inaccesible a todos nuestros esfuerzos y planes meramente humanos. No podemos lograrlo relajándonos o esforzándonos, pensando o no pensando, actuando o dejando de actuar. La única respuesta es fe perfecta, esperanza exultante, transformada por un amor completamente espiritual a Cristo. Esto es un puro don suyo, pero nosotros podemos disponernos a recibirlo con fortaleza, humildad, paciencia y, sobre todo, con una sencilla fidelidad a su voluntad en todas las circunstancias de nuestra vida ordinaria.

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