Viajes Por El Interior de Las Provincias de Colombia

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NOTA: La presente edición de “Viajes por el interior de las provincias de Colombia” de

John Potter Hamilton es la misma que se puede encontrar la página oficial de la

biblioteca Luis Ángel Arango. He decidido convertir el presente documento a una

versión en pdf del mismo para facilitar de esta manera la consulta de este documento

al público en general. Según las leyes colombianas sobre derechos de autor, el presente

libro puede ser reproducido debido a que este ya cumplió el tiempo necesario para

convertirse en una obra pública. Sin embargo, estas leyes pueden cambiar según cada

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PARTE I - 20 DE OCTUBRE A 23 DE ENERO

CORONEL J. P. HAMILTON

En el otoño del año de 1823, el Gobierno de su Majestad Británica decidió enviar Comisarios a Bogotá, capital del Estado de Colombia recientemente constituido. La comisión constaba del teniente coronel Campbell, de la artillería real, del Señor James Henderson, en la actualidad cónsul general en Bogotá y del autor de la siguiente narración, a quien el secretario señor Canning tuvo a bien nombrar primer comisario.

El día 20 de octubre del mismo año, a causa de este nombramiento, salí de Londres acompañado del señor Cade, quien había sido nombrado secretario privado mío, al llegar a Portsmouth, donde la fragata Isis comandada por el capitán Thomas Forrest C. B., se hallaba lista para transportar a los comisarios a Cartagena o a Santa Marta.

Desde uno de estos lugares debíamos remontar el río Magdalena hasta Honda y de ahí en adelante debíamos continuar el viaje hasta Bogotá por tierra. Después de permanecer una semana en Portsmouth, durante cuyo tiempo, la ciudad estaba inusitadamente animada y alegre debido a la presencia de su Alteza Real el Duque de Clarence, que había llegado con el fin de presenciar el lanzamiento de un barco de guerra, el almirante del puerto, el teniente gobernador, el comisario naval, etc., ofrecieron grandes comidas a las cuales tuve el honor de ser invitado. El domingo 27 de octubre, embarqué a bordo de la fragata Isis, que era el barco insignia del vicealmirante sir Laurence Halstead, K. C. B., que viajaba con su familia a Jamaica, donde permanecería tres años, como comandante en jefe de las Antillas. Me sentía bastante desanimado cuando me hallé a bordo de la fragata; sin embargo, el bullicio general y los rostros preocupados de los oficiales y de la tripulación, contribuyeron para disipar los pensamientos melancólicos del momento y los pasajeros se encontraban atareados preparándose para lograr comodidad durante el viaje, según lo permitieran las circunstancias. La fragata estaba atestada de gente, pues transportaba al almirante y su familia, a los tres comisarios, varios cónsules y muchos oficiales navales que estaban a punto de unirse a sus barcos en las Antillas. Zarpamos el día 28 de octubre de Santa Elena, con tiempo espléndido y cielo despejado, que, en cuanto pasamos el canal, se trocó por lluvia, vientos contrarios, calinas monótonas, incontables marejadas, que como es de suponer, agitaban el barco considerablemente, aun cuando el capitán nos aseguraba, como de costumbre, que sin excepción alguna este barco era el más cómodo y mejor de los que él había comandado.

Octubre 30. Una baja considerable en el excelente barómetro marino indicó tormenta cercana; hubo grandes consultas entre los oficiales que dieron por resultado dirigirse inmediatamente hacia Torbay. Esta tentativa de enrumbar hacia Torbay se frustró a causa del mar en calma, seguido de fuerte marejada. La columna plateada del barómetro desapareció. El almirante decidió entonces continuar navegando y continuar hacia el oeste. El capitán aparentemente demostraba gran ansiedad pues empezaban a divisarse algunos bancos de arena. El juanete de las vergas se izó y arrió varias veces; calina, lluvia y fuertes marejadas continuaron hasta las diez de la noche, cuando sopló un ventarrón acompañado de relámpagos repentinos y antes de media noche el palo mayor y el mesana frieron lanzados de lado, aun cuando las velas estaban plegadas; las dos cuadras de popa de los botes fueron también barridas por el mar y las ventanas del camarote y los postigos fueron destrozados por las olas. En este mismo instante hubo seria alarma entre las señoras, y lady Halstead escapó milagrosamente de sufrir grave lesión; la armadura de su cama se volcó, los listones de soporte se salieron de sus ajustes y su señoría fue arrojada al centro del camarote, el cual estaba inundado por gran cantidad de agua salada. A media noche, se divisó el faro de Eddystone, motivo de gran satisfacción para todos los pasajeros. Creo que el temporal duró unas treinta y seis horas. Jamás había yo experimentado tan fuerte balanceo. Le oí decir a sir L. Halstead que se había pasado casi toda la noche sacando agua de su camarote y la pobre lady Halstead sufrió un fuerte choque nervioso del cual no se recuperó durante todo el viaje. Una vez venteó tan fuerte que ningún marinero se atrevió a subir a cubierta para retirar algunos escombros, hasta que el segundo teniente, un gallardo joven, se atrevió a hacerlo y más tarde se sacrificó en un clima cálido.

No hay nada de gran interés en un viaje a las Antillas. Tuvimos buenas brisas que nos llevaron a través de la bahía de Viscaya con buen tiempo y después tratamos de buscar vientos alisios por tanto tiempo deseados. Estos vientos comúnmente prevalecen aproximadamente a 35º a cada lado del Ecuador. No arribamos a la isla de Madera, lo cual sentí yo tanto como los demás, que deseábamos visitar la isla, pero los oficiales fueron a

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proveerse de vinos, que son mucho más baratos aquí que en las Antillas. El temporal y el agua salada habían causado estragos a las cartas, libros, mapas, potes de miel, mermelada y encurtidos, etc., de los pasajeros; algunos de ellos con rostros compungidos se lamentaban de sus pérdidas e infortunios. A la altura de Madera hallamos la temperatura especialmente agradable en esta época del año, el termómetro indicaba generalmente 70º F. En este viaje ví por vez primera el pez volador, y en sus esfuerzos por huir de sus enemigos el bonito, la albacora y el delfín, algunas veces daban vuelos de doscientas o trescientas yardas, hasta que sus aletas transparentes se secaban recordándoles que el agua era su elemento natural. El delfín es un enemigo mortal del pez volador, de quien huye con gran rapidez. El pez volador algunas veces tiene de 8 a 10 pulgadas de longitud. El turbulento petrel se ve comúnmente cerca al barco deslizándose sobre la superficie de las olas; esta ave la llaman los marineros polluelo de la madre carey. Nunca supe el origen de este nombre. Al pasar por el Trópico de Cáncer, recibimos la visita del viejo Neptuno y de su esposa Anfitrita. Me libré del remojón habitual sobornando al dios marino con una guinea, pero muchas de las personas a bordo sufrieron una tremenda zambullida. Yo experimenté la desagradable ceremonia de haber sido afeitado en seco. Neptuno y su esposa al retirarse de la cubierta casualmente se cayeron lo cual produjo gran hilaridad entre el almirante, lady Halstead y todos nosotros.

Al desembarcar en Barbados, el comisario fue a ver al gobernador teniente general sir H. Ward, K. C. B., quien nos dio la bienvenida en forma muy cortés y nos invitó a comer al día siguiente, lo cual declinamos, pues esperábamos zarpar por la mañana temprano. El señor Tupper dejó aquí el barco y se quedó en Barbados para conseguir pasaje para La Guaira, donde pensaba residir como cónsul Británico. Zarpamos de Barbados al día siguiente de nuestra llegada por la tarde y al siguiente día por la mañana divisamos la roca Diamond que está cerca a la isla de Martinica. En la última guerra esta roca fue fortificada y tenía una guarnición de marineros del mismo número de una corbeta de guerra con sus respectivos oficiales. Las laderas de esta roca son muy empinadas y su altura es bastante considerable. A pesar de los grandes obstáculos algunos oficiales navales se ingeniaron la manera de subir grandes cañones a la cumbre, donde ellos emplazaron una batería.

De Barbados a Jamaica tuvimos una feliz travesía, los vientos alisios soplaron activamente durante todo el rumbo y anclamos en Port Royal el domingo 9 de diciembre y desembarcamos en Kingston por la tarde. En un paseo que hicimos a una cabaña atravesamos las calles principales, en donde la mayor parte de los comerciantes efectúan sus operaciones comerciales; me sentí muy desilusionado ante el aspecto de ellas, pues esperaba ver una ciudad bellamente construida. Esto se debe a que la mayor parte de los comerciantes principales tienen sus residencias en el campo a corta distancia de Kingston, desde donde vienen por la mañana a sus almacenes y regresan a casa por la tarde. Al día siguiente visitamos al teniente general sir John Keane, comandante de las tropas de la isla, y durante nuestra permanencia en Kingston comimos varias veces en su compañía; él mantiene una mesa bien provista. En Kingston me encontré con un viejo amigo, el teniente coronel Bowles de la Guardia, que dirige la situación del Estado Mayor como ayudante adjunto general. Ambos habíamos estado en el colegio militar en High Wycombe. Dos o tres días después de nuestra llegada, el comisario recibió una invitación para comer con el duque de Manchester, gobernador de Jamaica, que reside en la ciudad española. Yo acompañé al coronel Bowles en su carruaje por la mañana temprano y pasamos un día muy agradable. Después de la comida nos mostraron una hermosa colección de conchas pertenecientes al secretario del duque; la mayor parte, entre las mejores, procedía de la costa del Pacífico. El duque de Manchester es muy popular en la isla de Jamaica y creo que bien lo merece; es de carácter suave y deseoso en gran manera de fomentar el bienestar de todas las clases sociales.

En esta época había gran descontento, que bullía en la mente de los esclavos y muchos de los caballeros de la isla esperaban que hubiese una insurrección general entre ellos el día de navidad; debido a ello, la milicia estaba en guardia pero no hubo ningún disturbio. A mí me parece que el gobierno inglés ha hecho mucho durante los últimos veinticinco años para mejorar la situación de los esclavos en nuestras colonias; pero me imagino que la emancipación total debe ser también obra del tiempo y requiere por parte de la legislación, mucha prudencia y circunspección. Según pude juzgar por el corto tiempo que estuve en las Antillas, los esclavos poseen muchas comodidades modestas en sus cabañas y, en general, creo que se les trata bien.

El calor en Kingston es sofocante y la ubicación del hotel Winter donde residíamos, está en la parte baja, lo cual nos priva de las brisas de mar y tierra. Estas se levantan por la noche y aquellas entre las nueve y diez de la mañana. El termómetro en la sombra en Kingston está generalmente a 88º F. En una ocasión comimos con el señor Wilson, el comerciante de mayor prestigio en Kingston; en su mesa vi por primera vez una legumbre que

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se da en la copa de una palmera vegetal, que crece a gran altura; el árbol se corta para obtener la berza. Una mañana en Kingston visité a un relojero y vi una gran cantidad de pájaros, cuadrúpedos e insectos disecados, todos procedentes de la isla; la colección estaba a la venta. Así mismo vi en su corral dos caimanes y un cocodrilo vivos, los primeros capturados en un río de la isla y el último en el Nilo. El cocodrilo era de tamaño mayor que los caimanes y sus ojos de color obscuro proyectaban una verde mirada feroz, en cambio los de los caimanes de color verde mar. Le compré al relojero un oso hormiguero bastante domesticado, procedente de la costa de Honduras. El naturalista señor Bullock había residido durante algún tiempo en Kingston coleccionando peces, de los cuales había gran variedad en la costa que circunda la isla.

El día de Navidad, se izó en el palo mayor de la fragata la banderola azul de zarpa y después de despedimos de sir Laurence Halstead, su esposa y familia, embarcamos por la tarde a bordo del lsis para dirigirnos a Santa Marta en la costa de Colombia. Al ir en el bote de Kingston a la fragata Isis, Jakco, el oso hormiguero, demostró su habilidad para atrapar peces, pues como muchos de los peces pequeños habían saltado al bote, él los agarró en un momento y los devoró con avidez. Después de una travesía muy agitada, el Isis andó en el puerto de Santa Marta el 30 de diciembre con gran alborozo de todos los pasajeros.

Al llegar al litoral español, la vista de la cordillera de los Andes, en la parte posterior de Santa Marta, es grandiosa y sublime, algunas de las montañas llenen gran altura y por lo tanto se hallan en toda época cubiertas de nieve en la cumbre; la base esta guarnecida de hermosos árboles y matorrales, revestidos de constante frondosidad. Al andar la fragata, saludó al pabellón colombiano, saludo que fue retornado por las baterías de la cosa, con algún retraso, motivado, me imagino, por la escasez de municiones. Como no hay fondas en Santa Marta, al principio nos vimos muy desorientados sin saber dónde establecer nuestro hospedaje, pero por fortuna para nosotros, el coronel Campbell conoció al señor Faribank, comerciante americano, residente en Santa Marta, quien muy amablemente nos ofreció hospedaje y alojamiento en su casa durante los pocos días que permaneciéramos en la ciudad, hasta que pudiéramos conseguir botes que nos transportaran hasta el río Magdalena. Visitamos al coronel Salda, gobernador de la plaza, de origen español pero un patriota adicto, que había sufrido mucho por la causa de la independencia. El gobernador nos recibió con gran amabilidad y nos rogó que nos hospedáramos en su casa. Declinamos este ofrecimiento, pero en cambio le aceptamos al día siguiente una invitación a comer. El coronel Saída había luchado contra los españoles en Méjico, donde fue hecho prisionero y enviado a Europa y más tarde reducido a prisión en compañía de un coronel inglés en la fortaleza de Ceuta, en la costa del Africa. De los calabozos de Ceuta se escaparon trabajando como topos durante siete meses por medio de un pasadizo subterráneo bajo los muros de la fortaleza. Por lo que me relató, parece que corrieron tantos riesgos y tan grandes peligros como el barón Trenck, pero su valor, paciencia y perseverancia se vieron coronados al fin por el éxito. Sin embargo, la huida de la fortaleza de Ceuta fue únicamente para caer en manos de implacables enemigos de los españoles, los moros bárbaros. "Incidit in Scyllam, cupiens vitare charybdin". En este sitio el coronel Saída tuvo la buena suerte de haber sido libertado del cautiverio por medio de compra de su persona por parte del cónsul general francés en Tánger, por unos cuantos pañuelos de seda, y cuando él regresó Inmediatamente a Suramérica, entró al servicio colombiano y en esta ocasión fue objeto de gran estima por parte del presidente Bolívar. El coronel no poseía ninguna de las cualidades de los españoles; "toujours gai, et vive la bagatelle" parecía ser su lema, con suficiente filosofía para importarle poco los éxitos o fracasos de este mundo.

Al día siguiente el coronel Saída nos obsequió con una comida muy abundante preparada de acuerdo con la cocina española, la cual tuve el mal gusto de no alabar, pues el ajo y el aceite rancio predominan en la mayor parte de los platos. Entre el primero y segundo plato, los invitados por regla general salen a dar una vuelta por el término de veinte minutos o media hora; después, al regresar al comedor, encuentran la mesa colmada de pudines, tortas, dulces, frutas en conserva, todo ello de excelente calidad; pero me imagino que las gastralgias y las malas dentaduras tan corrientes en las damas del nuevo mundo que muestran al sonreír, son una evidencia del abuso de estas golosinas. Sin embargo, ellas son graciosas a pesar de su dentadura.

Ninguna ciudad sufrió tanto durante la guerra sanguinaria librada entre España y sus antiguas colonias como Santa Marta, pues debido a su situación tan cerca a la desembocadura del río Grande o río Magdalena, con el cual se comunica por agua a través de las ciénagas, cada enemigo se sentía ávido por retener la posesión de la plaza; sin embargo, no había fortificaciones alrededor de la ciudad, solamente un alerte o dos en la base del puerto y una pequeña roca fortificada con un cuartel que domina la entrada al puerto. La población de Santa Marta ha disminuido considerablemente desde el principio de la guerra civil y en la época en que estábamos

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allí, se me informó que no había más de tres mil habitantes. Los naturales de esta plaza habían sido siempre enemigos decididos de la causa de la libertad, por lo tanto la mayor parte de los habitantes principales habían sido desterrados y los demás reclutados para el servicio del ejército del gobierno colombiano.

El general Morillo, que vivía en el vecindario, dio una gran fiesta en la plaza de Santa Marta a todas las tropas para celebrar la libertad del país del yugo español. En esta ocasión los soldados estaban provistos en los cuarteles de una botella de clarete San Julián, una libra de carne de ternero, muchas legumbres y dulces a los cuales todas las clases sociales son muy aficionadas. Me contaron que al general le agrada mucho dar bromas inofensivas para distraerse en esta forma de su mal de gota, y soltó en la plaza durante la noche, sin saberlo los soldados ni la gente, un torete que salió dando cabriolas y bramando en medio de la multitud. Todo mundo salió corriendo en distintas direcciones, derribando en su huida mesas, figuras, vasos, botellas y atropellándose entre sí. No hay palabras para describir el tumulto y la confusión; pero por fortuna, la broma no ocasionó ningún daño grave fuera de unas cuantas cortadas, espinillas rotas y contusiones, además de uno o dos abortos.

El general Morillo desciende de una de las más distinguidas familias de Caracas. En su temprana edad fue a la vieja España y prestó servicio en la guardia de corps del rey. Al regresar a su patria nativa se convirtió en el más celoso defensor de la causa destinada a establecer la independencia de las colonias españolas; y durante la lucha desesperada entre España y Colombia, se le confiaron importantes órdenes en el litoral de la República. Después él comandó el sitio de Cartagena, que capituló después de largo bloqueo con la victoria para las armas de Colombia. Los modales del general eran exquisitamente refinados; de tal suerte que se podía observar al instante su roce en la mejor sociedad. El hablaba francés e italiano con fluidez y el inglés medianamente, aun cuando él por lo general se sentía reacio a conversar con los ingleses en su propia lengua. El ingenio del general Morillo era de calibre superior y en sus operaciones militares durante la guerra había demostrado mucha previsión, prudencia, decisión y valor. Pero algunas de las autoridades de Bogotá, cuando yo estuve allí, me dieron a entender que el gobierno se sentía bastante desconfiado del general, pues lo consideraban como un intrigante infatigable y por esta causa lo mantenían en la costa alejado del gobierno central. Desde entonces él renunció al cargo de gobernador de las provincias de Santa Marta, Cartagena y Riohacha y fue reemplazado por el general Bermúdez. Hay una mancha en el temperamento del general Morillo -su pasión inveterada por el juego-, en cuya complacencia podría pasar días y noches en vela. Esta pasión ha demostrado ser la ruina de Suramérica, si no se toman medidas firmes por el Senado y el Congreso para detener su desarrollo, y si fuere posible, extirpar este veneno de la mente de todas las clases sociales; pues los antiguos grandes de España, los caballeros, los mecánicos, los indios y los negros son todos igualmente adictos a este vicio fascinador. Uno de los juegos predilectos entre la clase baja, se denomina "Más diez". Frecuentemente se ven mesas de este juego en las plazas públicas durante el carnaval; tienen bolsas alrededor numeradas hasta 22; el jugador lanza una bola alrededor, si ésta entra en tina bolsa por encima del número 10, es ganancia para el banquero de la mesa, pero si por el contrarío cae en una bolsa de numeración inferior, gana el jugador, pero le da al banquero de la mesa la ventaja de dos bolsas.

Las corrientes de aire procedentes de los Andes que se levantan, soplan del S. E. y predominan durante los meses de diciembre y enero en Santa Marta, y mientras permanecimos en esa ciudad (que está construida sobre suelo arenoso) nos incomodaban a los ojos; pues el calor es tan sofocante, que las casas están edificadas sin ventanas. Las brisas del S. E. por consiguiente cubren las casas de una arena fina blanca que empolva los muebles; los platos en las comidas también participan de este elemento picante. Se agregan a esta calamidad, los mosquitos, nubes de moscas, ciempiés, escorpiones y de vez en cuando la presencia de la fiebre amarilla, que constituye un gran inconveniente para establecer la residencia en Santa Marta.

Con el tiempo, Santa Marta llegará a ser una plaza de considerable comercio y tránsito debido a su posición ventajosa en la costa del Atlántico, especialmente si no tiene éxito la apertura del canal entre Cartagena y el río Magdalena. La música y el baile son las diversiones predilectas de los habitantes de Santa Marta, y en todas las ciudades de la costa se oye todas las noches tocar alegres guitarras y pies ágiles que se mueven a su ritmo. Los dueños de la casa reciben a los desconocidos con mucha amabilidad cuando desean entrar a bailar o a observar.

Las mujeres tienen lindos ojos y en general tienen buenas formas, pero su complexión es morena y los dientes, aún los de las muchachas jóvenes, están deteriorados, causa, como lo manifesté anteriormente, del consumo constante que hacen de dulces. Muchos de los habitantes tienen una imagen del Niño Jesús en un retablo, que

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lo iluminan con velas durante la noche y lo adornan con flores y conchas de mar; éstas se encuentran en la costa próxima a Santa Marta en bellísimos colores y formas. A todo inundo se le permite entrar y salir durante estas fiestas religiosas. Distante unos tres cuartos de milla de la ciudad existe un lindo arroyo de aguas cristalinas, que ofrece a los naturales el doble lujo de una bebida sana y un baño agradable.

Esta plaza fue atacada y tomada por unos 350 indios en enero de 1823 y mantuvieron el dominio de ella durante unos 18 días. Pugeal, español, comandó a los indios en este ataque; más tarde cayó prisionero en manos de los patriotas y fue enviado a Lima para servir como soldado raso, aun cuando en esa época ya tenía más de sesenta años de edad. Anteriormente había sido gobernador de un departamento del reino de España. Los indios saquearon todas las casas de la ciudad, con excepción de la aduana y los almacenes de depósito de uno o dos comerciantes ricos, los cuales se conservaron como provisión de boca para el general español Morales, quien se hallaba en posesión de la fortaleza de Maracaibo. En ese entonces Santa Marta fue tornada por los indios, pues tenía para su defensa únicamente un reducido número de fuerzas locales muchas de las cuales eran bastante indiferentes a la causa de la independencia. Mientras permanecimos allá, la guarnición constaba de un regimiento de infantería de la provincia de Antioquia a órdenes del coronel Restrepo, hermano del ministro del interior.

El domingo 4 de enero nos hallábamos preparados para emprender el viaje a través de las ciénagas o lagos, después de haber alquilado el señor Faribank una barcaza cubierta y una gran canoa para transportarnos con nuestro equipaje a la ciudad de Mompox y después de habernos provisto de los alimentos necesarios tales como galletas, ron, carne de ternera salada, aves, chocolate, etc. A propósito, recomiendo a todos los viajeros que suban el río Magdalena no olvidar sus mosquiteros, pues estos insectos chupadores constituyen una terrible molestia en el río, como pude comprobarlo por propia experiencia penosa, al haber dormido dos o tres noches sin mosquitero, suponiendo entonces que la picadura de este insecto americano no era tan ponzoñosa como la del mosquito del Mediterráneo. El bote o barca está construido con cubierta como los buques, la longitud es de 62 pies y seis pulgadas, once de ancho; la longitud de la parte cubierta tiene diecisiete pies; el conjunto de la tripulación lo integran un piloto, un timonel, un cocinero y diez hombres para impeler el barco con pértigas. La canoa grande llamada bongo se construye de un árbol ahuecado en forma cóncava con herramientas; tiene cuarenta y dos pies de longitud y seis pies dos pulgadas de ancho; la tripulación la componen un piloto, un cocinero y cinco hombres para impulsarla con pértigas.

El señor cónsul general Henderson llegó a Santa Marta con su esposa y familia pero se quedó atrás por falta de embarcación. Todos los sirvientes, exceptuando uno mío, habían salido con nuestro equipaje el día anterior en el bongo y la piragua por vía marítima para entrar a los lagos que se comunican con el río Magdalena en Cuatro Bocas. El domingo por la tarde el gobernador, coronel Saída (que insistió en que le acompañásemos a la aldea india de Guava a unas dos leguas de Santa Marta), el coronel Campbell, el señor Cade y el señor M'Leland (socio del señor Faribank), mi sirviente y yo, salimos de Santa Marta a caballo, escoltados por un destacamento de húsares y lanceros, con dirección a la grande aldea india La Cervanos, donde debíamos de encontrar nuestros buques. Esta escolta era necesaria, pues algunas de las tribus vecinas indígenas estaban todavía en armas. Los uniformes de estos húsares y lanceros constituirían una novedad para cualquier europeo; ellos usaban cascos cubiertos de pieles de oso, chaquetas rojas, pantalones blancos pero sin botas, las piernas desnudas, las plantas del pie protegidas con sandalias y provistas de largas espuelas. Nosotros criticamos mucho durante la revolución francesa de 1794 los sans-culotes, pero yo nunca vi caballería sin botas; los caballos eran pequeños pero briosos y de buen rendimiento. La Cervanos está situada a siete leguas de Santa Marta, y encontramos algunas partes de la carretera muy pedregosas, pendientes y malas, especialmente en la costa, donde nos vimos obligados a cabalgar por rocas inmensas durante la noche. El caballo del coronel Campbell se cayó con él, pero afortunadamente resultó ileso. En Guava nos despedimos del coronel Saída, expresándole muy sinceramente nuestra gratitud por toda la benevolencia de que nos había hecho objeto durante los pocos días que permanecimos en Santa Marta. Durante las tres o cuatro primeras leguas de nuestro viaje, cruzamos a través de hermosas selvas, valiosas debido a la variedad de maderas tintóreas que se transportan a Santa Marta para exportarías de ahí a Europa. Atravesamos diversos riachuelos en el camino hacia La Cervanos y, como noveles viajeros del Nuevo Mundo, nos sentimos bastante alarmados al ser prevenidos por los húsares de que había caimanes en algunos de estos caños. Recuerdo perfectamente bien haber mantenido las piernas y rodillas en alto corno el sastre que cabalgaba en Brentford, y observando atentamente de derecha a izquierda en expectativa constante de ver aparecer uno de estos monstruos voraces de anchas quijadas en la superficie del agua; pero después al subir el río Magdalena, nos acostumbramos a la

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presencia de caimanes de tamaño gigantesco, aun cuando debo confesar que nunca tuve el honor de cabalgar sobre el lomo de uno de ellos (1), ni me sentí muy inclinado a hacerlo. En este viaje estuve especialmente bien montado, gracias a la bondad del coronel Reenboldt, que tuvo la fineza de prestarme un caballo brioso. El coronel era natural de Hanover y estuvo algunos años antes al servicio del gobierno británico; en la época actual comandaba un batallón extraordinario llamado cazadores de la guardia, acantonado entonces en Cartagena. En este instante estaba en vía de Cartagena a Maracaibo, "pour faire l'amour" a una linda muchacha, con quien se casó más tarde; para lograr este don, tuvo que afrontar tantos peligros y riesgos como la mayor parte de los caballeros andantes de antaño.

Para ir de Santa Marta a Maracibo por tierra es necesario cruzar el territorio perteneciente a una tribu poderosa de indios independientes llamados guagiros, que dominan unas cuantas leguas de costa hacia el este de Santa Marta, con dirección a Riohacha, y los cuales no permiten a ningún extranjero atravesar su territorio, sin iniciar antes hostilidades. El coronel Reenboldt me contó que él tenía consigo un guía leal y que su plan consistía en viajar solamente durante la noche y permanecer durante el día oculto en la espesura sombría de la selva, pues los indios jamás están en actividad durante la noche, pero están siempre vigilantes al amanecer. El coronel llegó a Maracaibo sano y salvo -"omnia vincit amor"-, y recibió la debida recompensa por su constancia y valor.

Se considera al coronel Reemboldt como uno de los mejores oficiales al servicio de Colombia y se ha distinguido a la cabeza de su extraordinario batallón de tiradores expertos en muchas ocasiones, especialmente en acción contra los indios cerca de los lagos, en enero de 1823, cuando el general Morillo comandaba las fuerzas colombianas.

Tal como dije antes, los indios guagiros dominan una región considerable de la costa del Atlántico, desde una parte pequeña hacia el oriente de Santa Marta hasta Riohacha y Cojoro, en el golfo de Maracaibo, y en el interior también se extiende muchas leguas. Parece bastante extraño que esta nación de indios independientes no hubiese sido nunca conquistada por los españoles, estando por todas partes rodeados por criollos que viven en las provincias que ahora forman parte de la República de Colombia. He oído decir que esta fue política de los españoles para mantener a los indios guagiros independientes, por cuyo medio evitaban a los habitantes de cualquier parte de las provincias comunicarse entre si; esto, sin embargo, es problemático.

La población de esta región se supone que llegue a cuarenta mil hombres y pueden enviar a la lucha catorce mil hombres bien armados con fusiles, lanzas, arcos y flechas; las flechas están envenenadas. La comarca de los guagiros sostiente un comercio notable con los comerciantes de Jamaica; ellos cambian mulas, ovejas, perlas, maderas tintóreas y cueros por ron, brandy, municiones y baratijas. Ellos también tienen comercio con la ciudad de Riohacha. Sus caciques o jefes se distinguen por una montera de guerra hecha de piel de tigre, con los dientes incrustados en la parte frontal y la piel adornada en la parte superior con plumas de colores brillantes de los guacamayos y loros. El actual gobierno de Colombia desea que todos los buques negocien con los indios guagiros arribando ya sea a Maracaibo o a Riohacha, para obtener permiso en la costa y pagar un pequeño tributo por la carga, pues los colombianos no están en dominio de todo el país. Yo no creo que los comerciantes de Jamaica se hallen dispuestos a cumplir con esta orden del gobierno de Colombia.

Arribamos a La Cervanos de la Ciénaga cerca de las dos de la mañana muy cansados, pues no estábamos acostumbrados, por lo tanto, a permanecer mucho tiempo encerrados a bordo de un buque. La parte de la ciudad donde estaban acantonadas las tropas se hallaba bien asegurada con fortalezas temporales construidas por cercos de estacas cubiertas de barro con agujeros y un caballo de frisa para evitar el verse sorprendidos por los indios, que atacaron la ciudad dos veces durante los dos últimos años; y en una ocasión fue arrastrada por la tempestad de modo especial, produciendo la muerte de la mayor parte de la guarnición. La guarnición constaba ahora de cien hombres del batallón de Antioquia y un destacamento de húsares y lanceros. La ciudad en esta época contaba con unos dos mil indios, pero había diminuido más de la mitad durante la guerra debido al número de hombres que perdió en apoyo de la causa del rey de España. Un cacique fue hecho prisionero diez días antes de nuestra llegada e inmediatamente fue fusilado, pues ninguna de las partes contendoras daba cuartel y los oficiales me contaron que había muerto con la mayor sangre fría.

La primera noche que pasamos en La Cervanos fue de lo más incómoda; sin tener mosquiteros, estábamos completamente a merced de los mosquitos que abundan en las cercanías de todos los lagos y en los climas cálidos y que casi nos devoran. Considero esto como el mejor chiste del caso -en verdad uno muy fino para mi

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joven secretario, que había estado siempre empleado en el Foreign Office de Downing Street, pero que lo aceptó con muy buen humor- y el presagio de una de las mayores comodidades que teníamos que experimentar al navegar unas 800 millas, por el río Magdalena hasta Honda. El coronel Campbell y yo como soldados veteranos, no teníamos derecho a quejarnos. El oficial comandante del destacamento estaba casado y su esposa, una hermosa joven de Cartagena, le acompañaba. El nos dio un espléndido desayuno de acuerdo con la costumbre del país; chocolate espeso, carne salada de ternera desmenuzada y huevos fritos y además plátanos y algunas frutas tropicales. Después de la comida nos levantamos y dimos una vuelta por el fuerte y con gran sorpresa mía, cuatro soldados me dirigieron la palabra en inglés; éstos habían pasado muchos años al servicio de Colombia y estaban ahora en el batallón de Antioquia; dos de ellos eran irlandeses, uno de High Wycombe, de nombre Bucks y el cuarto de Yorkshire. Que los tres primeros estuviesen al servicio de Sur América no era de sorprender, pero haber encontrado uno procedente de Yorkshire era bastante asombroso. Hubiese puesto en duda la anécdota del individuo a no ser por el dejo marcado de su entonación. Estos hombres se quejaban dé tener el estómago lleno de combates pero vacío de alimentos y que el gobierno les debía a ellos una considerable suma de mesadas atrasadas; si ellos hubieran podido obtener el pago de éstas, muy seguramente hubieran abandonado inmediatamente el servicio en el ejercito colombiano, manifestando que las campañas en las inmensas llanuras de Sur América no eran cosa de chiste.

En el corral del comandante vi varios gallos de riña amarrados por la pata con un cordel bastante largo para permitirles moverse. Los colombianos son particularmente aficionados a la riña de gallos y llevan esta pasión a tal extremo que me han contado apuestas que llegan a la suma de 30.000 dólares por una pelea corriente. En mis viajes posteriores a 1.500 millas en el interior del país encontré indios que llevaban sobre la espalda jaulas pequeñas con gallos de riña, caminando por las montañas para llevárselos a los caballeros colombianos. El gallo está protegido con espuelas de acero inglés cuyo valor es de tres dólares el pan. Los oficiales admiraron mucho la escopeta de dos cañones y la brújula de bolsillo del coronel Campbell.

El lunes el coronel Campbell y yo bajamos al lago con nuestras escopetas; matamos cinco aves grandes del género de avefría, una hermosa paloma torcaz del tamaño de un tordo y un milano de bello plumaje. Vimos gran variedad de aves acuáticas pero no pudimos conseguir ninguna, pues las orillas del lago son muy pantanosas. Deseoso de conservar la paloma torcaz la disequé siguiendo las reglas del arte. En esta operación tuve bastante éxito, aun cuando muy mortificado por el jején y los mosquitos; como no tenía caja pequeña para poner el ave, a la mañana siguiente encontré centenares de hormiguitas comiéndose la piel y por consiguiente comprendí que mis esfuerzos para conservar las pieles de los pájaros no tenían objeto. Mucho admiramos los lagos, la superficie de cuyas aguas contrasta con las islas de bosques en donde las orillas se hallan cubiertas de mangles que se elevan a una altura de 70 u 80 pies. En lontananza se divisa, remontándose hasta las nubes, un ramal de los Andes, que va de Santa Marta a Caracas; muchos de estos picos están constantemente cubiertos de nieve. Lo que más particularmente llama la atención del viajero al Nuevo Mundo es la condición gigantesca de la naturaleza: montañas de inmensurable altura, llanuras, selvas, ríos y lagos de extensión y espacio ilimitados; la mente se halla ocupada a toda hora con algo nuevo, en la forma y colores que presentan las aves, fieras, insectos, árboles y arbustos de este país extraordinario.

Como los mosquitos nos habían atormentado tanto la noche anterior, resolvimos desquitarnos de ellos la próxima noche fumando tabaco, pues el humo está demostrado que contrarresta el ataque de estos molestos y perseverantes insectos. En Suramérica se recomienda mucho el fumar para ahuyentar las fiebres intermitentes y otras fiebres perniciosas que se contraen durmiendo cerca de las sabanas y grandes pozos de agua estancada. Atribuyo a la costumbre mía de fumar el no haber contraído nunca fiebre en mis viajes por Suramérica, Cerdeña y Sicilia o durante mi permanencia en el ejército de España. El viajero nunca debe empezar un viaje temprano por la mañana sin su traguito (una copita de brandy que tomaban los soldados alemanes) o una taza de café tinto cargado sin leche y unos cuantos tabacos en el bolsillo, que se encienden generalmente en brasas de la leña que hay en el bosque.

Nuestros barcos habían cruzado felizmente la barrera que separa la entrada del lago al Atlántico, cuya travesía estaba a menudo acompañada de peligros cuando soplan los vientos del mar con violencia y envían una fuerte resaca sobre la varandilla. Anclamos en Pueblo Viejo, a unas dos millas y media de distancia de La Cervanos de la Ciénaga, donde por primera vez contemplé la venta de pavos negros silvestres, buen alimento de mesa y el paujay, o gallina silvestre del tamaño y forma de un faisán, de plumaje negro y la cola salpicada de puntos blancos y una cresta negra a manera de copete que lo adorna en forma elegante. Vagaban por la ciudad

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muchos perros nauseabundos, sin pelo, del tamaño de un perro de aguas. En verdad debía ser muy cómodo para el animal en este clima cálido carecer de pelaje, pero su deshabillé no le sentaba bien. Ocurrió en el barco un triste accidente a uno de los pequeños comerciantes que transportaban provisiones desde el interior, aguas abajo del Magdalena, al cruzar los lagos hacia la costa. Su cargamento consistía en marranos gordos que estaban acorralados tan estrechamente y tenían tan poco aire para respirar, que cuando llegaron a Pueblo Viejo las dos terceras partes de los pobres cerdos se habían asfixiado. Como no había tiempo que perder cuando el termómetro marca de 80 a 90º F, encontramos al propietario y a uno o dos de sus asistentes en la playa despresando y salando la carne de puerco de estas víctimas prematuras, para los habitantes de Santa Marta; ya que los habitantes de las grandes ciudades de Suramérica consumen lo mejor y peor como la población inmensa de nuestras propias metrópolis.

Cerca de Pueblo Viejo me mostraron el campamento donde tuvo lugar una severa acción entre las tropas colombianas, comandadas por el general Cariguán, en la actualidad gobernador de Panamá, y los indios nativos de estas dos aldeas, acompañados de unos pocos españoles bajo las órdenes del general Porrus, español, gobernador de la provincia en el año de 1820. Los indios defendieron sus posiciones de la manera más desesperada y perdieron casi mil hombres, que fueron muertos a bayoneta y lanza, y al examinar sus cadáveres, pudo observarse que sus heridas eran en la frente. Esta anécdota me fue relatada de sobre mesa por el honorable Pedro Geral, ministro de relaciones exteriores de Francia en Bogotá, el cual había estado en el campamento después del combate. Esa devoción a la causa del rey de España y el determinado coraje debe ser admirado por todos, cualesquiera que sean los sentimientos políticos. Al día siguiente, con sólo cuatrocientos hombres, atacaron a los colombianos con su valor proverbial, pero fueron derrotados debido al corto número de ellos. En esa ocasión vimos muy pocos jóvenes en las aldeas; la población consistía de ancianos, mujeres y niños. Sus casas estaban construidas de bahareque y techadas con hojas de palma. Encontramos un indio que había estado en Inglaterra y hablaba un poco de francés e inglés. Sus compatriotas lo consideraban como un prodigio. Algunos indios que estaban en los lagos con sus canoas pescaban con redes, que se me asemejaron mucho a nuestras atarrayas y que las arrojaban casi en la misma forma. En esta aldea compré dos tucanes dentro de una jaula grande de bambú por dos dólares y dos reales; eran éstos unos pichones muy bonitos. El tucán abunda en las provincias de Santa Marta y Cartagena, hacia la costa, pero nunca los vi en el interior de Colombia. Se supone generalmente que el tucán se alimenta de frutas, semillas, etc. y no es de rapiña. Pero un vendedor de pájaros en Londres me aseguró que había tenido uno vivo casi durante año y medio, al cual le permitía andar suelto por la tienda, hasta que descubrió que había devorado un pinzón real que cantaba, que había escapado de la jaula y desde entonces él lo alimentaba con pájaros muertos.

Al señor M'Leland, después de haber comprado algunas provisiones adicionales para nosotros, le dimos la despedida y nos embarcamos en nuestros buques el día martes 6 de enero. A esta hora, dos de la tarde, el termómetro marcaba 87º F a la sombra. Al pasar cerca de Cuatro Bocas, vimos cuatro caimanes, los primeros que habíamos visto; el coronel Campbell disparó a largo alcance con perdigones, pero las escamas son tan duras que se cubren entre sí de manera que los perdigones no tienen la más mínima oportunidad de penetrar dentro de la carne. Yo me sorprendí al ver caimanes en esta parte del lago, pues el agua es salobre y yo había supuesto anteriormente que sólo se hallaban en el agua dulce de los lagos y ríos. Después de esto, nos alarmamos mucho al ver uno de los indios saltar a bordo con una garrocha que cayó al agua y esperábamos a todo momento ver al infeliz devorado por un caimán; pero pronto cogió su objeto y subió de nuevo a bordo. Supongo que el ruido que hacen los negros e indios cantando y el golpe de las pértigas en el agua, asustan a los caimanes y los mantienen lejos de los buques. Una hora o dos más tarde de esto, mi perro favorito, Don, perdió el equilibrio y cayó al agua; lo dí por perdido, pero los esfuerzos de uno de los negros a quien le había prometido un dólar dieron buenos resultados, pues Don me fue rescatado y ahora está vivo y sano en Inglaterra. Encontramos muy útil a Jacko, el oso hormiguero que había comprado en Jamaica, pues en el barco mataba las cucarachas, hormigas blancas, arañas, etc. Estos insectos invaden constantemente nuestras provisiones y son especialmente incómodos. Por desgracia Jacko tenía profunda aversión a toda la raza canina; por lo tanto había una guerra perpetua entre él y Don, que al fin fue fatal para Jacko, pues con gran pesar por mi parte me vi obligado a matarlo. Después de mi llegada a Bogotá, casi se termina la vida de Don, a causa de un profundo mordisco en el cuello. Había leído en algunos autores que el oso hormiguero carecía de dientes; mi viejo pointer podría decir otra cosa muy distinta -ellos muerden con tanta agudeza como un tejón y sus patas están provistas de garras largas y fuertes.

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Tuvimos poca brisa o ninguna para la navegación. A nuestra tripulación negra, cobriza y morena le oí rezar a San Juan para que concediera brisas favorables. Los lagos rara vez tienen más de veinte pies de profundidad y en promedio unos seis o siete pies. Nuestro buque mayor calaba unos dos pies y medio y el menor uno y medio. Comíamos a las seis en nuestros camarotes o por la cubierta del buque grande y bebíamos a la salud de nuestros buenos amigos de Inglaterra con una botella de clarete San Julián y echamos anclas a las siete, en un lugar llamado Menciado, clavando las pértigas en el lodo y amarrando los botes en ellas. Por la noche hubo buenas brisas que sirvieron para mantener alejados a los mosquitos y dormimos profundamente sobre cubierta, después de haber pasado dos noches en la costa tan incómodos. El bongo no apareció sino a las seis de la mañana y se regañó al patrón, que demostró ser un tunante redomado.

El día siete, a las siete de la mañana, entramos a la Boca de Caño Grande, que no tiene más de veinte yardas de ancho, timoneando de occidente a sur. Navegábamos entonces a una velocidad de cuatro nudos por hora. Todos los negros e indios tomaban por la mañana temprano un vaso de ron, y si se les agregaban unos cuantos cigarros, los individuos trabajan como esclavos de galeras durante tres o cuatro horas. Cicerón hubiera podido arengar a estos negros boteros sin causar la menor impresión, pero en cuanto ellos veían los cigarros y la damajuana de ron, les brillaban los ojos y pronto se oían las canciones alegres y las largas pértigas se movían con precisión y rapidez. Ellos están desnudos con excepción de un trapo de tela que llevan alrededor de la cintura y un sombrero de paja. El coronel Campbell mató una hermosa garza de color blanco lechoso o garza real. Sobre el dorso de este animal se hallan las plumas que adornan la cabeza de nuestras bellezas europeas. Observamos gran variedad de aves acuáticas tales como gallinetas, espátulas escarlatas y un ave excelente, el flamingo y cercetas, pero ellas se asustaban al ver los buques. Al cruzar el Caño de Boca Grande entramos en otro lago, denominado Redonda y después pasamos por Boca Sucia, que es un canal pantanoso. Después de esto, el coronel vio dos monas coloradas y un mono rojizo que dan unos alaridos espantosos y gruñen durante toda la noche, pero no están a tiro de fusil. El plátano y la higuera silvestre crecen a orillas del lago y las flores y enredaderas de algunos arbustos eran de los más hermosos y brillantes colores. Por la tarde tomamos agua del lago, a las cuatro, y nos pareció bastante fresca; vimos un enorme pájaro que los indios llaman tixerana o cola de tijera. Por la tarde entramos al Caño de Clarín y observamos gran número de monos colorados trepados en los árboles, pero ninguno de ellos estaba a tiro de fusil, con excepción de uno al cual herimos; este no cayo, pero se mantuvo colgado de la cola hasta que lo herimos seis veces. Con mucha dificultad desembarcamos para buscar al mono, que esperábamos se hubieran devorado los mosquitos, de los cuales hay millones zumbando alrededor de nosotros. Al abrir y despellejar el mono, los negros e indios observaron que era hembra y estaba grávida; más, sin embargo, oí decir que ellos habían preparado un plato delicado para la cena; estos individuos tienen apetito de buitres y digestión como la de un avestruz. Pasamos la noche en el Caño Abrito, que es fresco pero algo infestado por mosquitos.

Jueves 8. Entramos a las cinco de la mañana a zarpar de Caño Abrito y vimos por la costa una gran bandada de loros verdes; erré con mi escopeta varios tiros pero más tarde maté un mirlo de la misma forma y tamaño de una urraca de cola larga, ojos muy oscuros y cresta en la parte superior del pico. A las ocho de la mañana entramos al Caño de La Soledad, con temperatura de 79º F, y llegamos a desayunar a Cuatro Bocas. En las orillas de Cuatro Bocas encontramos una familia acampada; ésta se hallaba aquí durante unos días esperando vientos favorables para cruzar los lagos de Santa Marta; tenía un cargamento de arroz, gallinas y plátanos. Una linda mulata de diecisiete años formaba parte del grupo y observé que mi joven secretario estaba muy atento con ella; pero el desconocimiento de la lengua española constituía un serio obstáculo para enamorar. Aquí tuvimos que ejecutar una desagradable maniobra al vernos obligados a descargar los buques, sacando todo el equipaje pesado y trasbordándolo a la playa arenosa, lo cual nos detuvo algunas horas; hubo también una lucha desesperada entre Don y el oso hormiguero; en ésta Don salió con un fuerte mordisco en la cola, que fue curado por uno de los indios aplicándole sal y tabaco en la herida. El alimento de los indios y negros es arroz, plátano y carne salada de ternera en sancocho. Durante las comidas los reinos anchos que los boteros usan siempre cuando van a atravesar el río se lavan y colocan en el fondo del champán hacia la proa; entonces la ración de alimentos se saca y divide en pequeñas partes para los hombres que se la comen con los dedos. La mayor parte de las bodegas tienen grandes conos de panela que sirven de postre. Hoy el coronel Campbell mató lo que nos imaginamos que hiera un enorme pavo silvestre, pero más tarde averiguamos que se trataba de buitre de la ciénaga o gallinazo del lago. Esta ave tenía cinco pies y medio de ancho de alas, patas largas, rojas y muy fuertes; el plumaje del dorso y del pecho negro y gris y blanco en la cabeza con dos espuelas curvas afiladas en la punta, de casi una pulgada de largo desde la base de cada ala, con las cuales golpean con fuerza terrible. Los indios nos habían dicho que el buitre se podía comer, lo desplumamos y lo preparamos

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para la comida; no hay nada que decir de sabor, pues debo confesar que nunca había probado una cosa tan dura, fuerte y mala; y el coronel y la señora Cade fueron de la misma opinión. Esto resultó ser para nosotros un día de ayuno. Antes de llegar al río Magdalena los buques encallaron, lo cual nos obligó a permanecer inmóviles durante la noche. No nos habíamos cambiado la ropa desde que embarcamos en Pueblo Viejo, ni habíamos visto choza ni ser humano, salvo la familia ya mencionada. Los mosquitos y el jején resultaron muy fastidiosos esta noche, al acercarnos a la playa. Vi una gran cantidad de cocuyos por la noche, que proyectan una luz fluorescente y los llaman luciérnagas.

Viernes 9 de enero. Entramos al río Grande o río Magdalena, río de primera clase, aún en Suramérica, donde los hay de corrientes poderosas. El Magdalena en este lugar me pareció que tuviese una milla y media de ancho y el agua muy turbia. Las pendientes suaves de las colinas hacia el S. O. a siete u ocho millas de distancia tienen mucho parecido a las cascadas del Sussex. Estas fueron las primeras tierras que vimos cultivadas de algodón, maíz, cacao y caña de azúcar, desde nuestra salida de Pueblo Viejo; éstas se hallan a la orilla izquierda del río Magdalena y en estos terrenos la mayor parte del suelo rico y fértil permanece sin cultivo y cubierto de selvas. Un poco más arriba del río divisamos extensas sabanas con gran número de caballos pastando; en esta región hay asimismo extensas granjas donde los propietarios mantienen de doscientas a trescientas vacas lecheras y producen unas dos o tres arrobas (2) de queso diario, gran parte del cual se envía a las ciudades de Cartagena y Santa Marta. Los habitantes que viven junto al río eran generalmente criollos y vimos muy pocos indios o negros. Las aves de corral se venden aquí a dos chelines el par. El coronel Campbell mató un loro verde con plumas escarlatas en las alas, que resultó gordo y tierno. Los españoles bloquearon el estrecho canal de Bocadores de la Buega, que es la vía angosta entre el río Magdalena y los lagos, para evitar que los colombianos atacaran a Pueblo Viejo y a Santa Marta. Este canal fue dominado y los obstáculos removidos por los buques cañoneros de los patriotas.

Hacia el medio día llegamos a la espaciosa ciudad de Soledad, situada a milla y media del Magdalena, en la ribera izquierda, y se comunica con el río por un caño o canal natural. Un comerciante mulato nos ofreció bondadosamente habitaciones para pasar la noche y darnos la comodidad de disfrutar de una camisa limpia, después de haber transcurrido cuatro días con sus noches sin cambiarnos de ropa, en un clima tropical donde el termómetro a la sombra marca a las tres de la tarde 83º F. Divisamos a lo lejos la aldea de Barranquilla, pero por falta de agua no pudimos desembarcar. Enviamos nuestras cartas de presentación con un mensajero al señor Glenn, respetable comerciante inglés que residía allá. Vimos un caimán muerto tendido sobre el lomo a la orilla del río; me imagino que tendría de 14 a 15 pies de largo y debido a su hediondez llegó a ser un vecino desagradable. Las orillas del Magdalena son hermosas a causa de la abundancia de flores rojas y lilas de la clase de cámbulos que las guarnecen.

En Soledad encontramos un negro llamado Luis Bramar, que había estado durante tres años de tambor mayor en uno de nuestros regimientos como guardia de corps. El hablaba inglés muy bien y estaba empleado como dependiente en la tienda de nuestro anfitrión. Nos fue muy útil y entre sus conocimientos del inglés nos informó que había aprendido el arte de preparar el ponche de huevos en nuestro país. Nosotros pusimos a prueba su habilidad y nos regalamos durante la noche con esta bebida, encontrándola tan excelente que le rogamos a don Luis le diese una lección a nuestro cocinero Edle. Vimos aquí muchos caballos y mulas en grandes barcazas para lavarlos es el único cuidado que se les da a estos animales, que prueba sin embargo, ser muy refrescante después de un viaje. A los caballos, mulas y asnos les gusta por igual la calabaza; su forraje habitual es el maíz, en los países cálidos. El señor Glenn, hermano del comerciante, vino a caballo de Barranquilla a visitarnos; él estaba a media paga en el ejército de Meuron.

El gobierno colombiano le había concedido al señor Elbers, comerciante alemán, el derecho exclusivo para navegar durante veinte años por el río Magdalena con buques de vapor. En esta época un buque de valor de cuarenta caballos de fuerza, había entrado al Magdalena procedente de los Estados Unidos. Este buque después subió únicamente unas pocas leguas arriba de la ciudad de Mompox y a causa de su gran calado, no pudo proseguir más adelante. Es de lamentar que el gobierno de Colombia hubiese concedido el derecho exclusivo de navegación en los principales ríos y lagos, a saber: el Magdalena, el Orinoco y el lago de Maracaibo a individuos particulares; la madre patria del pasado sufre el ejemplo pernicioso del sistema de monopolios. Estas grandes vías de comunicación deben dejarse a disposición de todo el mundo y si este hubiera sido el caso, estoy seguro de que por esta época, a fines de 1825, muchos barcos de vapor estarían navegando en estos ríos y lagos. Sí el gobierno ha estado decidido a estimular los monopolios, que siempre

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son desventajosos para una nación comercial, hubiera sido más conveniente haber hecho contratos con compañías respetables, que poseen capital suficiente para evitar cualquier obstáculo natural en la navegación de los ríos, como esas grandes masas de troncos, los bajos fondos y bancos de arena, etc. El Magdalena es la gran vía fluvial que comunica a las provincias de Santa Marta, Cartagena, Antioquia, Mariquita y Neiva y transporta buques a tres días de distancia, por tierra, de Bogotá, capital de la República. Dejo estas disquisiciones de economía política para que se juzgue si es esta una razón fundamental para no conceder privilegios exclusivos.

Después de habernos provisto de una buena cantidad de camarones secos, pollos, azúcar, chocolate, mermelada de naranja y de algunos vinos fuertes catalanes, salimos de Soledad el sábado y pasamos por las ciudades de Sabana Grande y Rey de Molino, distantes de cinco a ocho leguas de Soledad. El arbusto de algodón silvestre está a orillas del río cargado de capullos maduros y reventones, que presentaban una apariencia bonita y nueva. También observamos la nidia, que la produce una planta trepadora que se enrosca alrededor de los árboles de la selva, y que produce un efecto agradable. Esta planta medra mejor en el suelo húmedo, y de ella gran cantidad se enviaba anteriormente a España para emplearla en la sazón del chocolate. El número de enredaderas separadas y colgantes de los árboles espaciosos, producen un efecto singular en estas vastas selvas y algunas veces a distancia aparecen cables pequeños de las vergas de un acorazado. A veces las he encontrado tan densas y entrelazadas entre si que parecen impenetrables: algunas de ellas cuando están en florescencia son especialmente agradables a la vista. Gran cantidad de árboles frutales se adaptan bien para el trabajo de enchapado y presentan una variedad de colores agradables cuando se pulen debidamente. Después vi en Bogotá modelos de obras de ebanistería, tales como muebles para las altas clases sociales, que me asombraron completamente. Los colores diferentes de las maderas habían sido enchapados con mucho gusto; pero los criollos trabajan muy rápido y probablemente un humoso tocador con cajones no se termine en menos de un año; y además debe darse el dinero por anticipado al ebanista, pues este no tiene capital. Vimos el esqueleto de un gran caimán y el coronel Campbell mato un Palero de hermoso plumaje llamado la amarilla o pechiamarillo; el dorso tenía un bello color castaño, el pecho amarillo brillante y un humoso copete rojo en la cabeza; es como del tamaño de un mirlo y canta muy bien.

El río en esta parte había disminuido considerablemente en altura y la corriente era más fuerte. Algunas de las granjas de las orillas daban un aspecto rural bonito, al estar sombreadas por la palma real de perenne follaje, que se remonta a considerable altura. Observamos en muchos lugares unas cercas bastante fuertes de bambú, construidas en la margen del río para proteger a los habitantes de los caimanes que tanto abundan en el Magdalena. A pesar de estas precauciones, ellos de vez en cuando, se dan maña para atrapar a alguien. Nos contaron en Barranca que una mulatica de catorce años de edad había sido arrebatada por la muñeca mientras llenaba un balde y arrastrada bajo el agua por uno de estos saurios. Tan pronto como los caimanes han saboreado la carne humana se aficionan particularmente a ella y son feroces y atrevidos en el ataque a la especie humana. Los nativos conocen esta circunstancia y procuran por todos los medios capturar el caimán que se lleve a alguna persona, cosa que es muy fácil de realizar, pues este monstruo anfibio es voraz como el tiburón y tiene sus cuevas particulares que rara vez abandona.

Mi secretario y yo entramos al bongo para navegar más rápido que el buque durante la noche y pasamos una sin dormir a causa de los desesperados ataques de las diferentes especies de mosquitos que infestan las orillas del Magdalena. A las tres de la mañana anclamos en la pequeña aldea de Ponto Corvo y nos sentimos muy complacidos de poder huir de nuestros perseguidores en la playa, los mosquitos, que ya cubrían todo el bongo. Aquí dormimos en el suelo durante tres o cuatro horas hasta la llegada del buque y nos dimos cuenta de que el coronel Campbell también había sufrido su penitencia como nosotros, durante la noche. Compré un bonito loro verde en este lugar por tres dólares, que hablaba algunas frases en español con bastante claridad y era un buen patriota, pues se le oía gritar "Bolívar" y muy a menudo decía "viva Colombia", "viva la patria y nada para los españoles". Este loro lo llevé después a Inglaterra y murió durante el invierno de 1825.

Hoy domingo, 11 de enero, a la una pasamos por Picua, pequeña aldea sobre la orilla derecha del río y Vimos una bandada de gallinazos, pequeño buitre negro que se alimenta de mortecinos y cadáveres de caimán; también vimos grandes árboles en forma de campana en la selva. Cerca de la aldea de Curé de San Antonio, observamos inmensas rocas y gran cantidad de pececitos que con frecuencia saltaban fuera del agua; nos imaginamos que estaban perseguidos por los caimanes. Se divisaban montañas orientadas hacia el S. O. Entonces nos dirigimos hacia el sur. El termómetro a la sombra marcó este día 86º. El coronel Campbell mató

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una garza de color de paloma, casi de la mitad del tamaño de las garzas del país, la cual tenía un redondel rojo alrededor de los ojos y patas amarillas.

En esta parte del río hay muchas isletas pobladas todas ellas de árboles gigantescos y hermosos arbustos, especialmente la mimosa. La tierra da el aspecto de ser extraordinariamente rica y fértil; en algunas partes hay hasta quince pies de profundidad de capa vegetal. El bejuco, una enredadera, crece en estas selvas, es tan fuerte y resistente que los nativos lo emplean para amarrar las vigas de sus casas y los bambúes para cubrir los champanes o lanchones en los que viajan por el Magdalena desde la ciudad de Mompox al interior de las provincias. Vimos varios monos colorados en los árboles y un par de guacamayos o macaguas grandes de color escarlata.

La noche la pasamos en la gran aldea de Barranca Nueva, situada en la orilla izquierda del Magdalena, en la casa de correos que era el mejor alojamiento que tuvimos desde que dejamos la casa del señor Faribank en Santa Marta. Barranca Nueva es una plaza floreciente debido a una considerable parte de productos que se transportan por el Magdalena, se descargan aquí y se llevan en mulas a Cartagena. Se emplea el mismo medio de transporte de Cartagena a Barranca para el despacho de artículos de lencería, vinos, etc., procedentes de Europa, Estados Unidos y Jamaica. Hay un canal natural entre Cartagena y Barranca por los lanchones durante la estación de lluvias que dura tres meses. Un ingeniero ha inspeccionado el terreno entre las dos ciudades y se espera que la comunicación fluvial se mantendrá abierta durante todo el año abajo costo. Los campos se han despejado a alguna distancia alrededor de la ciudad y como esta en lo alto, por esta circunstancia se goza de una bella vista del Magdalena hacia abajo y arriba de la ciudad.

En esta dudad, el cónsul general Henderson tuvo la desgracia de perder a su hijo, primoroso joven de diecisiete dios, tres semanas después de nuestra salida. El se estaba bailando y me imagino que nunca se supo bien si se ahogo file arrebatado por un caimán. En esa ocasión un 8IMente que estaba con el hizo una descripción muy confusa del accidente y entiendo se manejó de manera cobarde al abandonar al pobre joven. Frente a Barranca Nueva habla una isla, la cual parecía lugar predilecto para los monos colorados que hacían gran ruido durante toda la noche. Por la tarde el jefe de correos y unos veinte o treinta hombres y mujeres a caballo y en mulas repesaban de un baile que se celebraba en una aldea a unas dos millas de distancia. Las señoras cabalgaban a horcajadas con las enaguas arriba de las rodillas. La población de Barranca Nueva es de unas mil almas. Por la noche disfrutamos todos de un baño refrescante en una parte panda del río, con un sirviente en vela para los caimanes o cocodrilos. El correo de Cartagena va de Barranca Nueva a Honda, a una distancia de ochocientas millas en quince días. Se transporta en una canoa larga con cuatro hombres y se impulsa por medio de pértigas día y noche, un hombre manejando el reino, otro piloteando y así se reemplazan con los demás cada seis horas.

El día 12 salimos de Barranca Nueva a las seis y media de la mañana. El jefe de correos había recibido esa mañana una carta en donde se le anunciaba que dos miembros del congreso, procedentes de Panamá, estarían en Barranca Nueva dentro de seis días y se deseaba que se enviaran a Cartagena veinte caballos y mulas para el transporte de ellos, de su comitiva y equipajes. Cuando estábamos subiendo a bordo conocimos al coronel Johnstone y a otro oficial irlandés; el primero había estado cinco años al servicio de Colombia y había luchado en casi todos los combates contra el general español Morillo, habiendo estado gravemente herido. Como era oficial de campo en el batallón de Albions, compuesto de soldados ingleses, el coronel estaba en uso de retiro a media paga y se preparaba para ir a Inglaterra. Los oficiales en uso de retiro del servicio colombiano que no hayan sido heridos, reciben solamente una tercera parte del sueldo. El coronel Todd, anteriormente encargado de negocios de los Estados Unidos ante la república de Colombia se hallaba aquí, en viaje para Norte América pero no le vimos.

En cuanto navegamos río arriba con una brisa agradable, cerca de la costa maté una iguana de cuatro pies y medio de largo de cabeza a cola del género saurio. El patrón nos dijo que era un manjar delicado, por lo tanto se lo entregamos a Edle, el cocinero, para que hiciera un fricasé para la comida con salsa blanca; nosotros lo encontramos excelente, pues era gordo y blanco como una gallina. El coronel Campbell y yo salimos en la canoa con nuestros fusiles cuando había menos agua y matamos tres papagayos rojos de gran tamaño. Desembarcamos y nos dirigimos hacia un laguito donde los indios nos indicaron que era un lugar de caza de aves. En nuestro camino vimos una diversidad de pavos negros silvestres en los árboles; yo le disparé a uno y lo herí pero logró escapar. El coronel Campbell en el lago, donde vimos gran variedad de gallinas silvestres,

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mató un chorlito pardo que tenía el pico encorvado de unas cinco pulgadas de longitud. En un palo, a orillas del río estaba colocada una cabeza de tigre que parecía haber sido muerto últimamente, los colmillos eran largos y gruesos y tenía una mueca espantosa. Nos dirigimos a un corral de ganado que estaba protegido fuertemente con una cerca formada por guaduas grandes para evitar que las fieras se apoderaran del ganado. En un rancho cercano encontramos una negra muy ocupada haciendo quesos de leche sin descremar; tomamos con mucho agrado un trago de suero que nos pareció muy caliente, después anduvimos por lugares poco ventilados a causa del espeso follaje de árboles y arbustos. En este rancho vimos una pica o lanza larga con que se guían los toros, que son muy bravos. Nosotros estábamos allí muy precavidos durante nuestro paseo, a causa de las numerosas serpientes venenosas que invaden los bosques y lugares pantanosos, especialmente las culebras cascabel y las equis, cuya mordedura pronto es mortal, si no se aplica el específico empleado por los nativos del país. En algunos árboles observamos que se habían hecho grandes agujeros por los lados, los que, según se nos dijo se hacían con el fin de preparar colmenas, pues había abejas silvestres cuyo producto es muy provechoso aquí, donde hay tantos altares y retablos constantemente iluminados con cirios en ciudades y aldeas, en homenaje a la Virgen y a todo el calendario de santos.

Hoy pasamos el día en las aldeas de Barranca Vieja y de Yuel, situadas ambas a la orilla izquierda del río. Las aves gorjeaban y el panorama de la selva era grandioso. El termómetro a la sombra a la una de la tarde marcaba 87º F y a las tres de la tarde 89º. Un indio brincó al agua en busca de su sombrero de paja, el cual obtuvo sin peligro alguno; estos hombres nadan admirablemente. Una balsa inmensa, cargada de caballos y mulas, que iba bajando el río pasó junto a nosotros; estaba ésta protegida por una cerca de guaduas. Vimos una bandada de guacamayos rojos, que viajan siempre en parejas y algunas veces sus cabezas escarlatas se ven asomar por entre el follaje de los árboles en donde, según se nos dijo, hacen los nidos.

Pasamos la noche en la aldea de Yubertín y al anochecer fuimos de paseo a la plaza, donde encontramos grupos de personas de diferentes tonalidades de color moreno, jugando cartas en mesitas al rayo de la luna, apostando dulces. Los negros, indios, mulatos, zambos y criollos parecían estar tan interesados en esos juegos como los jugadores profesionales apostando miles en una casa de juego de Londres. Nos sorprendió, o tal vez nos mortificó bastante notar que estos jugadores no hacían ningún caso de nosotros. Los hombres de esta aldea eran todos pescadores, y observamos mucha cantidad de pesca de forma y color semejante al escarcho de dos a tres libras de peso colgada en cuerdas secándose al sol. Como habíamos colocado nuestros mosquiteros antes de la puesta del sol, lanzamos un desafío a estos insaciables chupadores de sangre, que podían oírse afuera zumbando, volando en todas direcciones y tratando por todos los medios de encontrar un agujero en las cortinas. Un criado debe estar preparado para cerrar el mosquitero inmediata mente que uno se mete a la cama, pues de otro modo se cuelan estos atormentadores y pican y dan serenata toda la noche. No conozco nada más atormentador que las picadas de mosquito en un clima tropical. Es casi imposible abstenerse de rascar la picadura, la cual se irrita inmediatamente y algunas veces es sumamente dolorosa. Los nativos aplican sobre la irritación tabaco empapado en ron y yo comprobé que alivia mucho la inflamación.

Salimos de Yubertín al despuntar el día y vimos una serpiente verde y negra de unos siete pies de longitud deslizándose entre los arbustos de la orilla del río. Antes de tener tiempo para coger las escopetas ya había desaparecido. A las doce y media del día pasarnos la ciudad de Tenerife. Esta plaza ha sufrido mucho a causa de la lucha de los colombianos por la causa de la libertad. La iglesia y las mejores casas fueron quemadas por los patriotas en 1812, pues los habitantes eran godos, vocablo que se aplicaba a los españoles por ser descendientes de los godos. En una canoa grande vimos un enorme pescado llamado bagre, de unos tres y medio pies de longitud con manchas negras a los lados, una cabeza grande aplanada y boca ancha, ojos pequeños y barba fuerte. El bagre es un magnífico alimento y su carne es muy nutritiva. Uno de los indios pescó una tortuguita de agua. Otro caimán de gran tamaño apareció muerto a orillas del río y una nube de gallinazos estaba devorándolo. Entre éstos, observarnos dos de la especie denominada rey de los gallinazos. Se dice que el gallinazo corriente se retira de su presa como un súbdito obediente y observa cuando el rey de los gallinazos aparece. Esto en general puede ser cierto, pero en esta ocasión, supongo, el espíritu de republicanismo se había extendido a esta tribu plumosa y ya no se trataba al rey con el mismo respeto, pues dos reyes estaban con todos sus súbditos comiendo sin ceremonia y con tanta jovialidad corno el rey Arturo en medio de sus caballeros. Hoy por primera vez vimos el ave cabecinegra; se trata de un pájaro de gran tamaño, que en pie mide cuatro pies de altura, el cuerpo es blanco, la cabeza negra y el cuello rojo brillante. Era tan arisco que nunca pudimos tenerlo a tiro de fusil. También vimos bandadas de loros verdes, periquitos, que hacían mucho ruido al volar. Había tal cantidad de peces en la parte parida del río que parecía como si la canoa

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fuera a cortarlos. Esto ocurría cerca de la aldea de Plato; aquí contamos treinta caimanes nadando a unas doscientas o trescientas yardas de nuestra barca; en general sólo las cabezas aparecen sobre la superficie del agua. Plato es una aldea notablemente limpia y bonita, por lo tanto resolvimos pasar la noche allí.

Por la noche dimos nuestro paseo acostumbrado por la aldea, fuimos a dar a una casa donde había dos muchachos negros tocando violín, una muchacha tocando tambor y un mulato el triángulo. Nos causó gran sorpresa oír a estos músicos morenos tocar algunos valses con gran gusto y expresando el deseo de que salieran a bailar; pronto se formó un círculo y empezó el baile. Mi joven secretario bailó un vals con dos o tres bonitas mulatas y algunos aldeanos bailaron durante una hora o dos. Era muy agradable el ver la manera graciosa de esas niñas de ocho o diez años cómo bailaban, colocando los brazos en forma variada de actitudes elegantes. Los criollos indios y negros tienen un oído excelente para la música. Con frecuencia he recordado esta noche con placer; la noche era fresca y agradable, la luna esparcía sus rayos sobre nosotros, todos parecían estar embriagados de alegría y contento. Grupos de niñitos desnudos reían sentados con las piernas cruzadas a nuestro alrededor, lo mismo que los bailarines parecían disfrutar de la novedad de la escena. Tal vez sería dudoso si la brillante asamblea de Almacks sintiera la alegría de estos hijos de la naturaleza tan puros. Se servían tandas de ron y pasteles entre los bailes. El termómetro marca hoy 93º F a las tres de la tarde. Al salir de Plato por la mañana temprano una muchachita mulata le trajo al coronel Campbell de regalo una taza de leche fresca y algunas frutas. El coronel había estado charlando con ella la noche anterior y le había regalado una chuchería; y para ella demostrarle su gratitud le hizo este regalo.

Le regalamos el pasaje a una muchacha zamba desde este lugar hasta Mompox. La canoa o piragua en donde ella iba río abajo se volcó durante la noche al chocar con un gran tronco que flotaba sobre el río; todo se perdió; la muchacha y la tripulación se salvaron nadando hacia la playa. Esta joven damita parecía sufrir su infortunio con mucha filosofía, pues yo la oí con frecuencia cantando. Durante el viaje maté una garza que medía cinco pies de punta a punta de las alas. Vimos gran cantidad de patos y gansos silvestres y lagartos de color verde brillante a las orillas del río; estos reptiles son muy rápidos y ágiles en sus movimientos. A los nativos les gustan mucho los perros y los tienen por cantidades en todas las aldeas; sus ladridos durante la noche mantienen alejado al jaguar o tigre de manchas negras, al leopardo rojo y a otras fieras carnívoras. Oí decir que la rabia canina no se conocía en Sur América. El agua del río Magdalena está siempre muy turbia. Pasamos la aldea de Sombrone a la orilla izquierda del río y dormimos en San Pedro, a siete millas de distancia de Plato. El termómetro a las tres de la tarde indicaba en la sombra 92º y en el sol 112º F. Disparamos cuatro veces hoy a los caimanes muy cerca del bongo con perdigones y posiblemente les dimos, pues inmediatamente se sumergieron y no los volvimos a ver más; yo me imagino que uno de los rifles del señor Staudenmeyer a una distancia moderada hubiera podido atravesar las escamas. Dormimos esa noche en el Sitio del Demonio, a causa de la nube constante de diablillos que en forma de mosquitos invade este lugar. Partimos de aquí a la salida del sol del día 15 de enero.

Esta mañana el segundo patrón o capitán de la canoa se cayó al agua y tomó más de la necesaria para aplacar la sed; inmediatamente vimos un enorme caimán o cocodrilo que se dirigía hacia él; golpeando las pértigas contra el agua y los indios y negros haciendo un ruido enorme, logramos mantenerlo alejado mientras le arrojamos un cabo al patrón y lo sacamos sano y salvo a cubierta; el caimán y el remojón le volvieron la serenidad al caballero completamente. El coronel Campbell encontró varios huevos de caimán a punto de empollar. La navegación por el río se volvió ahora muy monótona debido a gran número de troncos de árbol que flotaban en el agua, los cuales estrechaban el curso de la navegación formando corrientes y remolinos, y como no soplaba ninguna brisa la tripulación se vio obligada a remolcar encima de esos palos, debido a que el agua era bastante profunda en las demás panes del río. Mientras impelían el buque con las pértigas con abundante transpiración, bebían grandes cantidades de agua sin experimentar malos efectos; esto puede atribuirse quizás al calor del agua. En el curso del día observamos varias bandadas de palomas silvestres y gran cantidad de milanos blancos. El termómetro a las tres de la tarde, a la sombra, marcaba 93º F. Al medio día tuvimos una agradable brisa del S. O. y unas cuantas gotas de lluvia, las primeras que recibimos desde que desembarcamos en el continente de Sur América. Acampamos por la noche en Pinto, pequeña aldea de 300 habitantes. Los agricultores aquí son ganaderos, algunos tienen hasta 100 cabezas de ganado. Por la noche fuimos a visitar al segundo alcalde o magistrado, y compramos tres pieles de tigre por seis duros españoles. Una de estas pieles perteneció a un tigre que se había llevado una pica del alcalde hacía algún tiempo y en el ataque con este feroz animal murieron tres de sus mejores perros. Los cazadores de jaguares los matan a veces a bala, pero generalmente prefieren emplear para tal fin una lanza de siete pies de largo con un hierro

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ancho en la punta, muy afilado en los bordes. El alcalde manifestó que nuestro gran tigre había atravesado el río a nado tres meses antes y al amanecer llegó al centro de la aldea; los perros dieron la alarma con incesantes ladridos; cuando el alcalde regresó con sus esclavos, atacó al intruso y lo mató. Los jaguares y caimanes son enemigos mortales, los primeros les hacen la guerra perpetua a los últimos. Siempre que el tigre sorprende dormido a un caimán sobre la arena caliente, él lo ataca por debajo de la cola, que es una parte blanda y gorda y la más vulnerable y tal es su sobresalto que difícilmente se mueve o resiste; pero sí el caimán agarra a su enemigo en el agua, su elemento más propio, entonces los papeles se cambian y por lo general el tigre se ahoga y perece devorado; conocedor de esta inferioridad, cuando tiene que atravesar un río lanza un tremendo rugido en la orilla del río antes de entrar al agua con la esperanza de asustar al caimán y alejarlo. En este paraje había gran cantidad de tigres gallineros que se llevaban los cerditos, las cabras y las aves; sus pieles tienen manchas negras, son suaves y muy hermosas y constituyen un artículo comercial en Europa. Una vaca gorda vale aquí unos veinte duros españoles; se sacan con frecuencia dos arrobas (3) de cebo para hacer velas.

Salimos de Pinto a las seis de la mañana, a esa hora había 78º F de temperatura; en la noche hubo mucho rocío y una niebla espesa por la mañana. Antes de salir se entonaban siempre Oraciones por uno de los indios o negros y en la última parte de la plegaria se unía toda la tripulación y rezaban en coro. Como el día era nublado, salí con el coronel Campbell en la piragua de cacería y desembarcamos en un bonito paraje donde había una choza indígena rodeada por gran variedad de árboles frutales de mucha belleza, cubiertos de capullos de flor, botones y frutas maduras. Los señores en Inglaterra habrían considerado estos árboles de valor incalculable como ornamento para sus parques, pero aquí les echan hacha sin piedad, sin mandato alguno ni peligro de denuncia por daño. Vimos aquí diversas especies del mono llamado mono mochino, de cola muy larga, la cual emplean para saltar de árbol en árbol con sorprendente actividad. Los perseguimos durante algún tiempo, deseosos de dispararles. Permanecimos cuatro horas en estos bosques y aun cuando están cubiertos de espeso follaje, y de vez en cuando encontrábamos un sendero indígena claro, sin embargo el calor era tan intenso que nos ocasionó gran fatiga la caminada. Metimos en nuestros talegos a un mono colorado, de barba larga e hirsuta como la de un fraile capuchino; dos grandes guacamayos, uno escarlata y el otro azul brillante y amarillo; dos periquitos verdes, un hermoso halcón culebrero, llamado así porque mata las serpientes, con un anillo negro en el cuello; una oropéndola, una mirla del tamaño de un tordo, con plumas anaranjadas en el pecho y parte de la cola; una enorme garza; un pato real silvestre; un halcón amarillo con la cabeza de color castaño. Consideramos esta excursión como un magnífico día deportivo. Sentimos algún remordimiento por haber matado el mico macho; él parecía mirarnos con mirada piadosa y de reproche, como si quisiera decir "¿Qué hice yo para merecer la muerte?" y al morir, su larga barba le daba el aspecto de un anciano. Vimos una espátula de color escarlata, pero se mantuvo fuera de nuestro alcance. Llegamos a las seis de la tarde a Rinconada, una casa abandonada, ambos estábamos rendidos, después de tanto ejercicio y sin haber comido nada desde las seis de la mañana. Aquí dormimos. El amo de la casa era un criollo, hombre muy industrioso; hace tres años logró que le concedieran mil yardas a lo largo de la orilla del río y todo cuanto pudiera cultivar en la parte posterior, pagando pequeños diezmos a un sacerdote de Mompox. Durante este tiempo él había construido un trapiche; bonito edificio y muy ordenado; sus plantaciones de caña de azúcar, cacao y plátano se hallaban cultivadas en la forma más ventajosa.

El sábado 17 de enero llegamos a la ciudad de Mompox a las cuatro de la tarde. Teníamos cartas de presentación para un respetable comerciante colombiano de esa ciudad, llamado Pino. Esperábamos que se nos hubiera ofrecido alojamiento, pero por desgracia el señor Pino en esa ocasión estaba muy enfermo y no nos pudo recibir. Visitamos después al señor Lynch, inglés que había sido oficial en el ejército colombiano y actualmente se hallaba establecido como comerciante en Mompox. Muy amablemente nos ofreció parte de su casa, la cual aceptamos gustosos. En esta ciudad, es necesario hacer otra descripción de las balsas planas, denominadas champanes para navegar en el Magdalena cuando el río está muy pando y se procede a remontarlo. Es un caso singular pero bien conocido, que estos champanes tienen la misma forma y construcción de los buques hechos por los indios o aborígenes del país para la navegación del río antes de haber sido conquistado por los españoles. Todas las mejoras y medios de transporte fueron revisados por los antiguos españoles; puesto que evidentemente la política y el gran objetivo de la Corte de Madrid era que las diferentes provincias de estas extensas colonias del Nuevo Mundo tuviesen entre sí la menor comunicación posible, con el fin de mantenerlas en la ignorancia de su poderío y recursos. Por consiguiente el viajero encuentra numerosos obstáculos y dificultades en la navegación de los ríos, el cruce de las llanuras y la subida a las montañas de este inmenso país. Confío en que la edad del barbarismo haya terminado al fin y que antes

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de algunos años, el viajero y el comerciante puedan atravesar este vasto continente desde el Atlántico hasta el Pacífico con facilidad. La naturaleza ha contribuido con su parte hacia la realización de este fin, pues ningún país posee tan buenos ríos navegables como los de Sur América. La construcción de champanes cuesta una suma considerable de dinero; por uno espacioso se pagan tres mil dólares. Se construyen muchos en Mompox. Nuestros bogas estaban borrachos y pendencieros; mientras estábamos aquí, hubo una pelea entre ellos a machete o sea cuchillos largos, en la cual hubo un muerto y cinco heridos; no hubo demanda ni investigación ni diligencia activada por el poder civil. En verdad estos bogas contumaces de Mompox deben únicamente mantenerse en orden por el poder militar, que castiga la delincuencia sin demora. La negrita no nos demostró mucho su gratitud; a ella le habíamos dado pasaje desde Barranca Nueva, pues la picarona trató de engañar a mi cocinero en la venta de unos doscientos huevos de tortuga, que él había deseado comprar. Las tortugas principalmente ponen sus huevos en este mes.

Mompox era y es un gran emporio de comercio, pero al igual que la mayor parte de las ciudades de la república de Colombia había sufrido mucho durante la última guerra. Su situación céntrica y ventajosa a orillas del Magdalena, entre Cartagena, Santa Marta y las provincias de Antioquia, Mariquita y Bogotá, debe en toda época asegurar un mercado considerable en el tránsito de mercancías, y los productos del interior de las provincias, tales como cacao, maderas tintóreas, azúcar, café, oro en polvo, pita (una clase de lino fuerte), etc. Un cargamento de madera tintórea de doscientas sesenta libras vale en Mompox ocho dólares y el precio de un buen caballo es de doscientos dólares. Mompox tiene una población de unas ochocientas almas, de todos colores, pero la mayoría son negros y zambos. Los bogas, o la tripulación de los champanes que los impulsan río arriba, son un conjunto de individuos tan borrachos y disipados como los puede haber en el mundo; la mayor parte reside en esta ciudad. Hay un juez civil, dos alcaldes, un gobernador militar con el rango de coronel y una pequeña guarnición de sesenta hombres, cuya principal ocupación es tratar de mantener el orden dentro de los mismos bogas. Aquí hay una fábrica de cadenas de oro, el cual procede de la provincia de Antioquia; estas cadenas son finas y bonitas y no hay la menor mezcla de aleación en el metal. Mompox tiene bonitas iglesias y muchos conventos; estos últimos han sido cerrados por el gobierno actual, y los miembros de la comunidad se hallan en libertad, algunos de ellos están en los conventos de Bogotá, que conservan su propiedad y prodigan asilo a los viejos frailes de los conventos provinciales que han sido suprimidos. Las casas de la calle principal son buenas, de un piso de altura y tienen aspecto limpio y pulcro por haber sido blanqueadas ocasionalmente. Las calles por la noche estaban iluminadas con grandes faroles de papel: recientemente se había impartido esta orden por el gobierno debido a la tentativa hecha para asesinar al señor Pino. Hay un muelle extenso a la orilla del río y una muralla de milla y media de longitud, veinte pies de altura y tres pies de espesor, para proteger el muelle y la ciudad de las inundaciones del río en la época lluviosa. El mercado en Mompox es bueno; se puede conseguir carne abundante y fresca, gran variedad de pescado, frutas y legumbres; las toronjas y piñas son muy buenas. La gente tiene pájaros enjaulados que se llaman turpiales, de color negro y amarillo, son como los ruiseñores de este país; son muy costosos cuando cantan bien. Yo pagué dieciséis dólares por uno, pero su gorgeo era hermoso. El pájaro murió después en Bogotá, debido a que el clima era muy frío para él. El calor es muy fuerte en Mompox, debido a su baja situación: el termómetro el día 22 de enero a las dos de la tarde marcaba 88º F con algo de brisa.

El coronel Ramos y sus oficiales comieron con nosotros el día 20; este es un gran caballero que ha estado durante mucho tiempo al servicio de Colombia; había sido condecorado con la insignia de tres órdenes, entre ellas la del Libertador de Venezuela. Los buenos patriotas de Mompox ofrecieron considerable resistencia a Morales, general español que, como de costumbre, cuando lograba dominar la plaza, mataba gran número de sus habitantes. La fiesta de San Sebastián es aquí un día muy alegre; la negras y mulatas se divierten entre sí arrojando harina sobre las cabezas de los negros. Tomamos una bebida fresca muy agradable llamada guarapo, hecha de zumo de caña de azúcar hervido con agua.

El día 23 salí a caballo con mi secretario para ir a una pequeña aldea cuatro millas distante de Mompox. Aquí observamos la manera curiosa de cultivar repollo, cebolla, etc. Se hace una cerca fuerte de guadua de cinco pies de altura; dentro de ella se deposita una capa fina de tierra y una pequeña cantidad de estiércol de ganado, en esta forma se siembra la semilla de repollo y cebolla. Las plantas que vimos eran grandes y hermosas y el cultivo de legumbres en esta forma tiene estas ventajas: que ni los cerdos ni las gallinas pueden llegar hasta ellas; las eras se riegan por la mañana y por la noche. El coronel Campbell se encontró aquí con el señor Manning, antiguo amigo suyo, a quien había conocido en Barcelona, España. El señor Manning venía de Bogotá con destino a Cartagena, después de haber efectuado una operación mercantil.

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Se habían alquilado dos champanes y una piragua o una pequeña canoa, al señor Pino. El señor Lynch había advertido a nuestra churrusca tripulación de bogas que nos proponíamos salir de Mompox el viernes 23. Pero los esfuerzos del señor Lynch y los nuestros fueron infructuosos para enganchar la tripulación, pues la mayor parte de ellos estaban borrachos y dispersos por la ciudad. Es una mala costumbre la que tienen aquí de anticiparles todo el jornal a los bogas antes de la embarcación, pues como nuestros marineros ingleses, estos hombres rara vez abandonan la playa hasta cuando hayan gastado el último real en aguardiente (licores) y chicha (una clase de sidra fuerte). Las provisiones para la gente del champán las consigue el empleado que suministra la tripulación y se las distribuye el patrón o capitán del champán cada día. La ración consta de ternera salada, plátanos y algunas veces arroz. Estas se cocinan en la popa del buque y se les da en grandes vasijas de metal; ellos lavan los remos y los colocan en el fondo del buque para formar una mesa; cuando ésta se halla servida, ellos comen con los dedos: a la mayor parte les dan un terrón de panela como postre. El mayor de los champanes tenía sesenta pies de longitud por siete de ancho y dos pies sobre el borde del agua; el centro de convexidad es de seis píes, seis pulgadas; está hecho de guadua fuerte y flexible y está techado con hojas de palma y sujetas entre sí con bejucos fuertes. El conjunto de hombres para un champán de este tamaño es así: el patrón, el piloto que dirige con un largo remo en la popa y veintidós hombres que emplean pértigas de veinte pies de longitud; parte de ellos se halla en la cubierta y el resto en la proa del champán: la pértiga se ajusta contra la espalda que, debido a ello, se vuelve dura y callosa. Los bogas llevan una vida o muy indolente o muy laboriosa, pudiendo impeler el champán contra la corriente desde las seis de la mañana hasta las seis de la tarde bajo un sol tropical y con sólo hora y media para el almuerzo y la comida. En la operación de impulsar el buque, sus movimientos son algo lentos, algunas veces rápidos y regularizados por la voz de uno o más hombres. Este ruido al principio es desagradable pero pronto se acostumbra uno a él y no se acuerda de ello como el molinero de su molino. Lo que no se pasa fácilmente desapercibido es la sacudida cuando los bogas cambian la monotonía de sus movimientos por una clase de brinco corto o baile que impide completamente la lectura o escritura: con frecuencia echan agua sobre la embarcación para refrescarla. A los bogas, a causa de sus esfuerzos y constante caminar sobre las cubiertas calientes, se les hinchan las piernas y con frecuencia vimos en las aldeas a jóvenes inválidos por esta clase de trabajo y por falta de atención médica adecuada, constituyendo así una carga para sus familias. Creo que la navegación para remontar el río, estando encerrado todo el día en un champán con los bogas, el intenso calor del clima, las nubes de mosquitos de diferentes clases y tamaños, de las cuales hay cinco, y el dormir en las orillas calientes de los ríos, es una peregrinación mala e incómoda que tiene que sufrir el ser humano. Como este es el caso, al viajero no le queda otra alternativa que acortar la penitencia lo más rápidamente posible; para tal fin, recomiendo encarecidamente llevar consigo dos o tres barrilitos de ron y dos o trescientos cigarros y darles a los bogas, siempre que trabajen bien, dos o tres cigarros y un vaso de ron por la mañana y otro por la noche. Estos pobres infelices verdaderamente lo merecen, porque impeler durante tantas horas bajo un sol abrasador es un trabajo extraordinariamente pesado y sin duda mataría a cualquier europeo en pocos días.

Le regalé el pasaje de Mompox a Honda al capitán Hughes, primo del caballero dueño de las minas de cobre, quien estaba a media paga en un regimiento de Lanceros, y que había sido educado en Irlanda por el general Devereux para el servicio colombiano. El pobre Hughes, que se había quedado sordo en sus campañas, difícilmente hablaba español y estaba, según creo, falto de aquello que es nuestro mejor amigo en todo el mundo.

(1) Véase "Las Andanzas por Sur América" de Waterton.

(2) La arroba tiene veinticinco libras.

(3) Unas cincuenta libras.

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PARTE 2 – 24 DE ENERO A 16 DE FEBRERO

A las siete de la mañana del sábado 24, salimos de Mompox con gran alegría. Las orillas del río eran planas, pero estaban pobladas de bonitos ranchos rodeados de platanales. El termómetro a la sombra, en este día y a las cuatro de la tarde, marcaba 88º. Uno de nuestros monos (teníamos dos a bordo) saltó a la playa y dos o tres bogas frieron a los bosques en su búsqueda. Lo trajeron muerto. Con sus machetes o largas peinillas, que siempre llevan consigo, lo habían herido cuando trataba de subir a un árbol. En nuestra excursión de caza vimos pelícanos de color escarlata en posición conveniente de buen tiro. Al ir bordeando, y mientras caminábamos cruzando algunos vallados y pasto muy alto, con el afán de conseguir el ave, nos íbamos deslizando silenciosamente para lograr cazarlos. De repente oímos un gran ruido y un crujido en los vallados e inmediatamente supimos que un jaguar o tigre había saltado y se disponía a atacarnos. Rápidamente aprestamos nuestros fusiles dispuestos a defendernos como pudiéramos, pero fuimos agradablemente desilusionados al echar un vistazo a una garza silvestre que pasó apresuradamente por nuestro lado y que había sido molestada en su retiro sombreado.

Hoy navegamos seis leguas aguas arriba y dormimos en la orilla opuesta a la aldea de Guama, que se halla a la orilla derecha del río Magdalena. Había nubes de mosquitos en esta orilla arenosa y el río estaba lleno de caimanes, los cuales hacían mucho ruido duran te toda la noche chapaleando y golpeando el agua en persecución de los peces, impidiéndonos dormir, por estar nuestros catres muy cerca del río. Los bogas nos advirtieron que los caimanes rara vez salían del agua por la noche, lo cual era una noticia agradable pues hubiera sido una visita muy inoportuna. Continuamos el viaje al despuntar el día, seis de la mañana. El termómetro a la sombra marcaba 7°F. El coronel Campbell tuvo hoy la suerte de matar una cabeza negra, caza que durante mucho tiempo habíamos tratado de hacer. El ave era muy alígera y tuvimos mucho trabajo para capturarla, pues parecía correr tan rápidamente como un avestruz, ofreciendo resistencia con su largo pico, cuando uno de los bogas lo alcanzó en una parte panda y lo golpeó con su larga pértiga. Este curioso pájaro medía diez pies de ala a ala y seis pies delpico a las patas; parado medía cinco pies de altura; sin plumas en el pescuezo, su piel era sencillamente tosca. Caminaba de manera tan majestuosa que por eso había adquirido el nombre de El Capitán. Nuevamente dormimos en unaorilla arenosa, y como el viento había derribado los mosquiteros, estos insectos nos chuparon la sangre con toda libertad. Salimos al despuntar el día. La pierna mía estaba tan hinchada e irritada a causa de las picaduras de los tiranos, que no pude por eso acompañar al coronel Campbell en su excursión de cacería.

Llegamos a El Peñón a las diez de la mañana, donde permanecimos el resto del día para contratar dos bogas más y reparar el techo de la piragua. Después del almuerzo el coronel Campbell salió de caza y trajo al buque un lindo monito, llamado tití, de color negro y gris claro, el pecho y la barriga de color chocolate y la cara lampiña de aspecto agradable; además una ave zancuda acuática, de alas amarillas brillantes, y un enorme halcón que durante algún tiempo había sido el terror de las aves de corral de la aldea. Por la noche una india vieja le trajo al coronel Campbell unos huevos de regalo por el servicio que le había prestado al matar al halcón. Los muchachitos bailaban alrededor del pájaro muerto en demostración de alegría por su ejecución. El termómetro a la una de la tarde marcaba en la sombra 822°F. Los padres tenían la peculiaridad en esta aldea de hacer rezar a sus hijos tres veces al día; ellos se arrodillaban y entonaban las oraciones en español. Comimos algo del ave cabeza negra en la comida; era la suya una carne áspera y dura. Por la tarde presenciamos una procesión religiosa con seis faroles de papel colgados de palos, una cruz y un cuadro pintarrajeado. La procesión dio la vuelta a la iglesia y recorrió la aldea de un extremo a otro. Figuraban en ésta unas sesenta personas entre hombres, mujeres y niños, y un indio anciano que marchaba a la cabeza cantando las vísperas. Luego el mismo indio nos contó que esta ceremonia se hacía dos o tres veces a la semana para mantener alejados a los espíritus malignos. Nos hospedamos bien en casa del alcalde. Durante el gobierno español El Peñón perteneció al rey de España y le pagaban un tributo anual; en la actualidad pagaba algo menos el gobierno de ahora. Casi frente a El Peñón hay un pequeño caño o canal que se comunica con un lago llamado Zapatoza, pero es únicamente navegable por canoas cuando el río está crecido durante las lluvias periódicas. Nos dijeron que la superficie de este lago estaba poblada de gallinetas silvestres. En esta aldea vimos el árbol de guayaba de cuyo fruto se hace una jalea del mismo nombre y gran cantidad de

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ésta se envía a Europa. La plaga o sea el jején se encuentra únicamente en algunas partes especiales del Magdalena, y estos caballeritos ejecutan la operación de chupar sangre durante el día. Los meses de marzo, abril, septiembre y octubre son los peores para los mosquitos, pues es la temperatura lluviosa. El termómetro a las dos de la tarde marcaba a la sombra 90°. Salimos de El Peñón a las cinco de la mañana. A orillas del río había gran cantidad de bambúes espinosos, cuyas espinas agudas tenían pulgada y media de longitud, sin hojas y de veinte pies de altura. El señor Cade mató un pájaro curioso, de aspecto parecido al halcón; el cuerpo de color chocolate, la cola de once pulgadas de longitud y de color verde bordeada de blanco, el pico amarillo y el ojo de un bello color carmesí. A las cinco de la tarde llegamos a San Pedro y salimos al día siguiente a las cinco de la mañana. Compramos algunos capones aquí por tres reales (un chelín y seis peniques cada uno). Vimos enormes montañas al S.E. en lontananza. El termómetro a las doce marcaba en la sombra 88° F. Pasamos por Braquela de Morales, pequeño atajo no navegable durante todo el año. Nuestro cocinero había sufrido tanto a causa de los mosquitos, que llegamos a temer que a causa de las picaduras y la irritación de las mismas. Sus actividades culinarias quedaran temporalmente suspendidas. Hoy escuchamos a una nueva especie de monos charlando en los árboles; eran pequeños, de color castaño oscuro y con rayas en el cuerpo. Dos patos reales atravesaron nadando este brazo del río con su pollada. Ellos son como la mitad de nuestros patos domésticos y los caimanes nunca los molestan. Las aldeas a orillas del Magdalena so n por lo general muy aseadas, mucho más que las de la parte sur de los países de Europa, y siempre hallamos a los habitantes apacibles y deseosos de servir a los extranjeros. Dormimos esa noche en la playa y al cabo de pocas horas nos despertaron de nuestro sueño tranquilo los bogas, anunciando la proximidad de una tempestad. Este anuncio produjo un desorden general ocasionado por el transporte de nuestras camas bajo el toldo del champán, ya que las tempestad es en los climas tropicales son más espantosas que en Europa . La lluvia cae a torrentes y los relámpagos son vivos y centelleantes; el trueno retumba en las montañas distantes con majestad aterradora. A causa del gran dolor que tenía en la pierna izquierda, pasé el resto de la noche muy incómodo. Salimos al rayar el día, aun cuando sufrimos alguna demora en poner a flote el champán, que se había embarrancado. A las tres de la tarde llegamos a una bonita aldea muy notable llamada Morales. La vista que se divisaba desde ésta era extensa,circundada por una cadena de montañas elevadas, bellamente cubiertas de árboles en la cima. Nos hospedamos en la casa de una viuda que estaba en condiciones holgadas y que tenía dos hijas muy bonitas, la mayor de las cuales se había casa do hacía un año. Nos consideramos muy afortunados de haber sido tan bien recibidos por la viuda. Nos levantamos a las cuatro de la mañana y enviamos nuestras camas al champán. Pronto empezamos a sospechar que se aproximaba una tempestad , a juzgar por las miradas sombrías y ariscas de nuestros bogas, si bien ignorábamos aún completamente el motivo del disgus to. El champán pequeño se quedó atrás en busca de reemplazo para dos enfermos y un fugitivo. Después de haber navegado corto trecho en el champán grande, nuestro patrón nos informó con gran sorpresa nuestra que era dudoso cuándo podría seguir el viaje el pequeño champán, pues los hombres estaban muy disgustados de no haber descansado un día en Morales. En tales circunstancias, creímos conve niente regresar a la aldea. Ante esta decisión me pareció observar que los ojos de mi joven secretario brillaban de gusto y por los acontecimientos subsiguientes me convencí de que no estaba equivocado en mi juicio. La menor de las hijas del ama de casa, se había prendado de él y le había regalado dos anillitos de oro: parecía que en ella encontraba una compañía más agradable que la aburridora monotonía del champán. En esta ocasión él se consideró como "garcon de bone fortune", El semblante de la más joven era completamente como el de una gitana, con rasgos delicados, ojos negros y la astucia peculiar de estas tribus errantes; ella estaba comprometida para casarse con su primo, elegante joven criollo. Nos vimos obligados a hacerles una severa reconvención verbal a nuestros bogas y amenazarlos con dar parte al gobierno de Bogotá y enviarlos como soldados al Perú, cosa que los alarmó bastante. Conseguimos tres hombres nuevos, en reemplazo de los dos enfermos y del desertor a quienes convinimos en pagar treinta y seis duros españoles. La población de Morales cuenta con ochocientas almas. De aquí se envía una gran cantidad de chocolate a Cartagena. Hay bonitas hile ras de palma real sembradas a lo largo de la playa del río, frente a Morales, y también hay muchas en las casas que mejoran la apariencia de la aldea. Las aldeas están siempre rodeadas de bosque, y sus plantaciones de caña de azúcar, etc., a distancia, mantienen alejados a los cerdos. Al despedirnos de la distinguida dama y de sus hijas, aquella nos dijo en español: "Adiós caballeros, no se olviden tan pronto de las pobres muchachas de

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Morales , cuando hayan conocido a las bellas señoritas de Bogotá". Creo que ellas tenían razón en su conjetura , aunque pude observar, no obstante, que uno de nuestros pasajeros estaba muy triste durante el día. Estas muchachas, verdaderamente, eran las más bonitas que habíamos conocido desde nuestra llegada a Colombia. En Morales vimos varias mujeres y un hombre con bocio, larga inflamación en el cuello, que se supone es motivado por tomar agua del Magdalena. Salimos de Morales el 31 de enero a las cinco de la mañana. No pude caminar hacia el buque sin ayuda, debido al dolor de la pierna izquierda. El termómetro a las tres de la tarde marcaba 92° F a la sombra, y en el sol 1160° F. Llegamos a Vadillo a las seis de la tarde, día de mucho trabajo. Había una gran muchedumbre de gentes estacionadas a orillas del río mirando el champán: al preguntarles, supimos que al día siguiente, domingo, por ser la fiesta de la Candelaria habría una importante feria . A esta festividad y feria asisten muchos habitantes de la ciudad de Cimití, de la provincia de Cartagena, a seis leguas de distancia de la aldea de Vadillo y al extremo de un lago que se comunica con el río Magdalena. En las cercanías de Cimití, la gente lava la arena en busca de oro en polvo, del cual obtienen considerables cantidades que envían a Mompox para su venta. Por la noche la aldea es extraordinariamente alegre: grupos aquí y allá de hombres y mujeres, con sus vestidos de fiesta , juegan baraja apostando dulces, o bailan. Aquí vimos la danza negra o africana: la música consiste en pequeños tambores, y tres muchachas que palmotean exactamente al compás, algunas veces rápido, otras lento, se unen al coro mientras que un hombre canta versos improvisados y en apariencia con mucha habilidad. De una canción patriótica recordamos estas palabras:

Mueran los españoles picarones tiranos; Vivan los americanos republicanos.

En una de estas danzas favoritas, las actitudes y movimientos son muy lascivos. Las bailan un hombre y una mujer. Al principio del baile la dama es esquiva y tímida y huye perseguida por el caballero; pero al fin se hacen buenos amigos. Este es un baile más voluptuoso que el fandango de la vieja España. Algunos de los cimitenses baila n especialmente bien. Hacían tanto mido las danzas hasta las tres o cuatro de la mañana, qu e difícilmente pudimos pegar los ojos; nos sorpren dió ver a varios de nuestros bogas que habían estado impeliendo los champanes al rayo del sol durante trece horas en el mayor jolgorio del baile. En Cimití las mujeres lucían hermosas cadenas de oro con cruces en el cuello y grandes zarcillos en las orejas. Pocos días después de nuestra llegada a Vadillo habían matado en el vecindario un enorme tigre que había producido grandes estragos en el ganado. Los champanes se pusieron en movimiento a las cinco de la tarde. El coronel Campbell y el señor Cade salieron en la piragua de cacería y mataron dos pavos silvestres, varios pares de becardones y un pájaro carpintero de gran copete escarlata. El termómetro a las dos de la tarde marcaba 88° F a la sombra. Pasamos la noche en la orilla del río. Los caimanes y peces cada vez eran más escasos. Salimos al despuntar el día. En este día vimos a gran distancia las montañas de la sierra Simiterra, en la provincia de Antíoquia: parecían ser de gran altura. Llegarnos a las siete a San Pablo, - donde pasamos la noche. En las cercanías las orillas del río eran muy empinadas, llenas de agujeros, en los cuales los vencejos construyen sus nidos. El terreno aquí no es tan rico ni arcilloso, sino algo cascajoso, con una suave ondulación hacia las montañas. Aquí dejamos a uno de nuestros bogas que se sentía enfermo de disentería; yo le di un poco de calomel y ruibarbo del botiquín que llevaba; pero temo que mi experiencia sea tan mala como la del doctor Sangredo, pues el pobre individuo se puso peor y no pudo continuar el viaje. Salimos al despuntar el día. En algunas de las orillas vimos gran variedad de hermosas mariposas de todos colores y tamaños; no nos tomamos la molestia de coger ninguna, porque no estábamos provistos de cajas pequeñas o cajones para colocarlas, y si no se guardan bien se las comen las hormigas blancas. Dormimos en una casa solitaria, situada en una buena posición, rodeada de extensas plantaciones de cacao y platanales, etc. El propietario había vivido aquí doce años. Las mazorcas de cacao en los árboles parecen pequeños melones ordinarios y tienen un color rojizo, están llenos de granos, de los cuales se obtiene el chocolate. El terreno a orillas del Magdalena es particularmente ventajoso para el cultivo del árbol de cacao, pues es rico y húmedo. Frente a la casa había un naranjo que fue sembrado hace siete años. Tenía diez piesde circunferencia. Ya me sentía mejor de las piernas y podía andar cojeando con un par de bastones. Compramos

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aquí once pollos capones por treinta y tres reales y una curiosa honda con bolas duras de arcilla, usadas para matar guacamayos, loros y periquitos cuando ellos invaden los cacaotales y platanales. El amo de la casa nos informó que había matado un león hacía poco tiempo, pero yo después descubrí que pertenecía a la especie del leopardo, el color era de león pero bastante pequeño con la cola semejante al del león africano. Este hombre era adicto a la causa de la Independencia y le había regalado al ejército patriota una cantidad considerable de chocolate, cuando bajaba del río Magdalena para atacar a las tropas españolas. En nuestra travesía hoy por el río, la proa del pequeño champán chocó contra nuestro toldo con gran violencia cerca de donde estaba el coronel Campbell; si le hubiera golpeado el impacto probablemente le habría fracturado dos o tres cos tillas. Nos causó gran complacencia la proeza de mi pointer Don, que salió victorioso de una pelea contra cuatro perros de la aldea, cada uno tan grande como él, lo cual produjo gra n asombro entre los bogas. Una pequeña balsa de vástagos amarrados entre sí cruzó junto a nosotros en el río; no había nadie a bordo. Los bogas generalmente regresan de Honda a Mompox en estas balsas. No vimos ni un caimán en todo el día. Dormimos en una isleta pero nos vimos obligados a regresar al buque por un a tempestad; los mosquitos no nos mortificaron en esta ocasión. Nos divertimos mucho con los micos, que hacían toda clase de maromas en los árboles, se colgaban de la cola mientras que los pe queños se aga rraban de los costados de los mayores. Observamos también que un mico por lo genera l dirigía el camino, seguido por los otros con guías y retaguardia. El termómentro a las dos de la tarde marcaba a la sombra 85° F. Pasamos la noche del 7 de febrero en las espaciosas orillas llamadas Peñones de Barbacoas, donde tuvo lugar una batalla entre españoles y patriotas el 29 de enero de 1819, y en la cual estos últimos obtuvieron una completa victoria . El coronel Campbell y el señor Cade fueron a visitar las posiciones de los dos partidos; yo no pude acompañarlos a causa de mi cojera. Los árboles de la selva eran especialmente altos en esta parte del río. Nosotros desenterramos tres docenas de huevos de tortuga en la arena y vimos gran cantidad de rudos colgantes de los pájaros que se llaman oropéndolas: su forma es muy curiosa y los cuelgan de las extremidades de las ramas, con un pequeño orificio a cada lado. Esta construcción colgante es una defensa contra los micos a quienes les agradan mucho los huevos y los pichones. La oropéndola anda en bandadas. Los troncos de los árb oles en los cuales estas aves construyen sus nidos, son bastante altos y de corteza notablemente suave, no tienen ramas cerca del suelo, sino a treinta o cuarenta pies de altura , de modo que ninguno de los bogas pudo trepar a cortar alguna rama y dejar que cayera uno o dos nidos; por lo tan to senti grandes ilusión al no poder satisfacer mi curiosidad con el examen interno de su estructura . La oropéndola es un ave negra de cola amarillo anaranjado; algunas de ellas tienen el tamaño de una pequeña paloma. Nos sentimos muy perturbados durante la noche por el rugido de dos tigres o jaguares que se encontraban a corta distancia, pero algunas fogatas impedían que se aproximaran más cerca. El domingo 8, desembarcamos en la aldea de San Bartolomé y permanecimos aquí un día en busca de bogas de reemplazo; el patrón los consiguió ofreciéndole nueve dólares de sueldo a cada uno. El termómetro a las dos de la tarde marcaba a la sombra 88°F. Y al colocarl o en el piso arenoso del cuarto bajó 3°F en diez mi nutos. Le hicimos una visita a un anciano franciscano, perteneciente a un o de los conventos de Bogotá. El nos, contó que había ingresado a la orden en 1783; era conversador y comunicativo. Mandamos a buscar una botella de clarete y le hicimos tomar al buen padre tres o cuatro copas; y no obstante sus gestos, que hicieron sonreír a nuestro anfitrión, que nos guiñó el ojo, creo que lo encontró más agradable que la cerveza de Adán, de la cual es muy posible que él hubiera despachado muchas botellas en su época. El fraile residía en San Bartolomé por motivo de salud. La guarida de un caimán de dieciocho pies de largo se hallaba cerca de es ta aldea ; muchos cerdos y perros al ir a beber agua al río habían sido arrebatados por él y los habitantes trataban de ejercer su ingenio para matarlo, pero hasta ahora toda tentativa había quedado frustrada. Nos señalaron a este caimán en el momento de atacar a un pequeño de aquellos que estaban en las orillas , al cual arreba tó hacia el río en un abrir y cerrar de ojos. La gente era muy prudente para acercarse a esa parte del río bajo su dominio. Salimos de San Bartolomé a las cinco de la mañana. El termómentro marcaba a esa hora 79" F dentro de la casa. Dormimos esa noche en el sitio de Guerapata en la quinta orilla del Magdalena . Aquí encontramos dos grandes champanes que acababan de llegar de Honda en dos días y medio. Esta noticia nos regocijó mucho pues vimos la esperanza de terminar pronto nuestro viaje monótono y cálido al remontar el río. Los champanes estab an ca rgados de tabaco y cigarros de Ambalema, que está situada arriba de Honda y en la cua l había una fábrica de tabacos perteneciente al gobierno, muy próxima al río, en la provincia de Mariquita. El señor M'Namara, que había sido anteriormente Comisario General del general Devereux en la División de! servicio de

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Colombia, había comprado grandes cantidades de tabaco en especulación para enviar a Hembro y este cargamento hacía parte de ello . El tabaco de Ambalerna se co nsidera como el mejor de Colombia y es casi igual al que se cu ltiva en la isla de Cuba. El precio era cinco dólares por arroba para el de mejor calidad, el inferior se vendía a tres dólares. Un teniente coronel, un mayor colombiano y un joven irlandés eran los pasajeros del champán. Este grupo tomó vino con nosotros; el mayor nos informó que él había estado en Bogotá para ser juzgado por una corte marcial general, acusado de haber vendido ochenta equipos completos de armas al general español Morales; él fue honorablemente absuelto de esta acusación. Nuestro buen amigo Paddy se sentía como en su casa; tenía un fuerte dejo y hablaba muy mal el español; se sentía perfectamente libre y descansado con sus compañeros militares de pasaje y se hacía pasar asimismo como uno de los socios en el negocio del tabaco. Cuando más tarde encontramos al señor M'Namara en Honda y le contamos que habíamos dejado a su socio bien en el camino, él se mostró muy sorprendido y al explicarle nuestro encuentro en el champán rió cordialmente y nos aseguró que Paddy solamente era su criado: Salimos a las cuatro y media de la mañana. El termómentro a las tres de la tarde marcaba 83° F a la so mbra. Hay pocos bancos de arena o isletas en esta parte del río y los guijarros son grandes. En este día tuvimos una buena brisa y vimos en el banco de arena donde dormimos la huella fresca de la pata deun jaguary oímos un rugido en la noche. Aquí encontramos un huevo de caimán que lo reventó uno de los bogas; yo lo envié después a Inglaterra. Me contaron una historia curiosa del caimán cuando está incubando sus huevos: que la hembra devora a toda la cría que no alcanza a lanzarse al agua , pues el uso inmediato de sus largas patas es el único medio de defenderse de ese afecto maternal. Llegamos a Nare por la noche y el alcalde nos consiguió una casa desocupada para nuestro hospedaje. Una milla antes de llegar a Nare, hay una fuerte corriente de agua que desemboca en el Magdalena; su curso es a través de las monta ñas y por la ciudad de Rionegro. Nuestros bogas nos dieron de esta agua en sus cantimploras; es muy clara y mucho más fría que la del Magdalena. Este río es únicamente navegable en piraguas a dos días de viaje del Magdalena; los cargamentos se sacan de las canoas y se transportan por las montañas a las espaldas de los hombres, hacia el interior de la provincia. Me contaron aquí que hacía poco tiempo un caimán había arrebatado a una mujer que estaba lavando a orillas del río. Su esposo pescó el caimán con un arpón provisto de una carnaza fresca, y al día siguiente encontró parte del cuerpo de su esposa en el interior del vientre del animal. Este monstruo había devorado también seis perros. Aquí vimos por primera vez un rebaño de cabras, indicio seguro de que nos aproximábamos a una región montañosa. Mientras estaba sentado frente a nuestra casa a las diez de la noche, todos acostados menos yo, pensando en mis amigos de Inglaterra, vi en el techo de la casa vecina a un hombre tratando de herir con una lanza alguna cosa. Me puse en observación y vi a un mono grande en el techo. Esta persona me dijo que el señor jocko venía con frecuencia por la noche a robarse las gallinas y ya había logrado llevarse muchas aves. El mono era muy listo para su enemigo y había escapado. El día 12 de febrero al despuntar el alba, salimos de Nare dejando dos bogas enfermos. En este día vimos un champán grande y una piragua que bajaban el río. Por lo general viajan por el centro del río . Los tripulantes, con sus largas pértigas sujetas en la popa, reman hacia abajo y van cantando alegres canciones. Esta alegría se comprende fácilmente, pues los bogas regresaban a ver a sus familias en Mompox y la navegación río abajo, con su corriente, es simplemente un pasatiempo para ellos. Permanecimos durante la noche en una isleta. No les dimos su ración de ron a los bogas por la mañana, pues ellos no les ayudaron a nuestros sirvientes a preparar las camas por la noche en el champán en medio de una fuerte tempestad. El coronel Campbell padecía mucho dolor debido a un nacido irritado que tenía en el brazo derecho. Cogimos algunas hermosas mariposas, pero al día siguiente las encontramos muertas. Las hormigas blancas estuvieron muy ocupadas preparando los esqueletos de las mariposas. El termómetro a las tres de la tarde marcaba a la sombra 82º F. Dormimos en un banco de arena. Cayó más lluvia. Acababa de empezar la temporada de lluvias que terminó con nuestros campamentos de gitanos.

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Por la noche vimos en una isla centenares de loros y periquitos que venían a reposar en unos árboles de higuera; todos iban en parejas y antes de cerrar los ojos para dormir por la noche, media hora antes hacían tanto al ido como una bandada de cornejas. Conté treinta pares de loros volando al mismo tiempo en el aire. Estuvimos muy fastidiados durante los últimos dos o tres días con las plagas de jején que lo atormentan a uno especialmente cuando está leyendo o escribiendo. Pasamos este día en la aldea de Buena Vista, a la orilla izquierda del río. El panorama era hermoso a causa de las diferentes cadenas de montañas cuyas bases surgían audazmente del río, y estaban cubiertas de árboles de sombrío y de bellos arbustos. El termómetro a la una de la tarde marcaba a la sombra 84º F.

Pasamos la noche en un extenso banco aguijarroso y pusimos las cobijas sobre el techo del mosquitero con la esperanza de protegernos de la lluvia. Los bogas nos recomendaron no pasear por los bosques adyacentes, pues había en esos lugares muchos tigres. En estos días teníamos más o menos lluvia. Dormimos en una casa que había construido recientemente el coronel Acosta. Había diversas cajas llenas de azadones, zapapicos, etc., que habían llegado de Cartagena, pues se proyectaba una nueva carretera a través de la enorme propiedad del coronel, desde este lugar hasta Guaduas, lugar delicioso, gran aldea a un día de distancia de Honda sobre la carretera a Bogotá. Aquí también debía de edificarse una nueva bodega u oficina de aduana para las mercancías que iban a Bogotá, y si el proyecto de la nueva carretera se llevaba a cabo; al terminarse, se economizarían dos días de navegación por el Magdalena y se acortaría así la distancia a Bogotá. El viaje por tierra también se reduciría desde este lugar y se evitaría la pendiente de las montañas. Esta nueva vía de comunicación debía quedar terminada al cabo de diez meses, pero sospecho que transcurrirían dos o tres años antes de darse al Servicio publico. Había diversas pieles de jabalíes monteses colgando en la habitación, las cuales procedían de jabalíes cazados con lanza por el hombre que vivía aquí, quien me dijo que frecuentaban estos lugares en manadas de uno a dos centenares, y algunas veces causaron muchos daños al maíz, arroz, legumbres, etc. Había tres nidos colgantes de oropéndola cerca a la casa, pero no pudimos subir al árbol, pues tenía doce pies completos de circunferencia, unos cuarenta pies sin ramas y tan resbaloso como el hielo. Aquí oímos un pajarito llamado bugío de plumas grises, del tamaño de una mirla, cuyo canto es una nota suave melancólica y canta toda la noche. Partimos de la casa al despuntar el día.

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PARTE 3 – 17 DE FEBRERO A 26 DE ABRIL

El río se volvió ahora muy correntoso en algunos lugares y la mitad de anchura que tenía en Mompox. Tuvimos gran dificultad en la dirección de nuestros champanes debido a los chorros (o remolinos); los bogas se vieron obligados a saltar a la playa con cables y frecuentemente arrojarse al agua. El 17 dormimos en una isleta y llegamos a las dos de la tarde con mucha satisfacción y regocijo a la bodega u oficina de aduanas de Bogotá, situada en la margen derecha del río. El termómetro a la una de la tarde marcaba 83º F a la sombra. El señor M'Namara nos visitó durante el día. El residía en Honda, procurando conseguir transporte para el resto del tabaco que había comprado al gobierno de Colombia. Nunca podré olvidar la deliciosa sensación y emoción que experimenté al levantarme temprano en la primera mañana de nuestra llegada a la bodega y meditar que me hallaba ahora libre del encierro en un champán caluroso durante doce horas al día con los bogas, mosquitos y toda clase de olores desagradables. Me sentí verdaderamente cual pájaro que escapa de la jaula y cojeando con dos bastones, con mi corazón liviano como una pluma, escuchando el ruido raro de la guacharaca y la variedad de cantos de los pájaros a una milla de distancia: se le da a la guacharaca este nombre por el sonido onomatopéyico de su canto peculiar. Tiene más o menos el tamaño de nuestro faisán, la misma forma, de color chocolate en el pecho y lomo, pero en éste es algo más oscuro. Tiene diversidad de plumas blancas en el pescuezo y un copete rojo en la cabeza.

Si la novedad de la escena llamó nuestra atención, otro tanto ocurrió con la de los habitantes, igualmente emocionados al vernos y contemplar nuestro acompañamiento. Un muchacho indio estaba encantado con una lámpara perteneciente al coronel Campbell. La luz de ésta la reflejaban tres vidrios cilindrados, colocados en ángulos obtusos y con la parte céntrica de colores. Nuestros mapas de Sur América frieron admirados extraordinariamente por los habitantes residentes a orillas del río, al señalarles nosotros los nombres de sus ciudades, aldeas y provincias.

El viernes, día 20, fuimos a comer con el señor M'Namara y a su mesa encontramos a uno de los principales magistrados del Distrito, persona muy inteligente, encargado de tres o cuatro oficinas públicas más. La comida fue muy abundante e hicimos algunos brindis pomposos por la prosperidad y las relaciones futuras entre Inglaterra y Colombia. Pasamos la noche en casa del señor M'Namara.

A una mula río arriba en la orilla opuesta se halla la ciudad de Honda, en cuyas cercanías hay hermosas cascadas. Estas cataratas impetuosas interrumpen el silencio de este lugar, y si pudiera juzgar por el incesante esfuerzo que hacían los pájaros por gorjear se creería que la tribu alada se mantenía en constante agitación a causa del rugido de las aguas. Honda parece haber sido una ciudad muy notable antes de que su mayor parte hubiera sido destruida por el terremoto que tuvo lugar en 1807. El cataclismo ocurrió durante la noche y quinientas personas perdieron la vida en esta catástrofe espantosa. La iglesia principal y muchas de las mejores casas están aún en ruinas. El río Gualí desemboca en el Magdalena en la ciudad de Honda, procedente del interior de la provincia de Mariquita. El río cruza por un lecho de arena negruzca que le da al agua una apariencia de color obscuro, aun cuando es clara y de buen sabor; pero los nativos prefieren el agua del Magdalena después de dejarla reposar para depositarla en sus recipientes o jarras. Un largo y elevado puente atraviesa el río Gualí donde se une a la ciudad. Honda es la capital de la provincia de Mariquita, la cual se extiende a distancia considerable sobre la orilla izquierda del río Magdalena y está separada de la provincia de Antioquia y del Valle del Cauca por un ramal considerable de los Andes. Parte de éste forma las famosas montañas del Quindío, que más tarde crucé a pie, en diciembre de 1824. Un caballero me regaló una pequeña cantidad de canela, que había sido recolectada de los árboles silvestres que crecen en esta provincia. Hasta ahora yo no sabía que esta valiosa especia se encontrara en Sur América. Aquí vi unas pieles de animal que los nativos llaman león, o lión, y al examinarlas completamente confirmé la opinión que se trataba de una especie de leopardo. Las cataratas situadas arriba de Honda constituyen un serio problema para la navegación del río, pues los bogas se ven obligados a descargar los champanes y transportar los cargamentos por tierra arriba del salto. Los champanes muchas veces se pierden cuando tratan de pasar el salto, pues la corriente es tan rápida que los arroja contra las rocas con gran violencia Un bote sufrió estas consecuencias dos meses antes de nuestra llegada a la bodega. Un natural de Honda me contó que el río podría hacerse navegable con seguridad con un gasto aproximado de cinco mil dólares y sin embargo nunca se ha hecho. La gente de Honda sufre mucho de bocio (o gargantas inflamadas), y los habitantes presentan en general un aspecto poco saludable. Una de las causas puede ser que la plaza es excesivamente cálida, rodeada por todas partes de

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altas montañas que le dan un aspecto romántico, pero al impedir el aire, aumenta el calor. El termómetro a las diez de la noche marcaba 82º F. Se calcula que la población tenga unos cuatro o cinco mil habitantes.

El viernes el coronel Ayala nos invitó a una gran comida en su condición de Gobernador de la provincia. El primer plato fue olla podrida, seguido de otros veinte platos más, tres a la vez, hasta que me sentí completamente asfixiado por los deliciosos olores. El postre fue excelente y unas cuantas garrafas de vino añejo de Málaga pusieron fin al banquete. Una de las personas que nos servían a la mesa era el cuñado del Gobernador. Después de la comida nos contó un cuento uno de los invitados, que me hizo recordar una parte de las aventuras del Simbad de las Mil y una Noches, a saber: "que había una gran roca de imán cerca de la ciudad de Mariquita y que cuando los viajeros o arrieros pasaban a cierta distancia de allí, se quitaban las espuelas y las riendas de las mulas para evitar que fueran atraídos". En verdad vi un pedazo de la roca que tenia el señor M'Namara, el cual tenis la condición del imán.

El domingo 22, el Gobernador y su esposa nos visitaron en la bodega. La dama era de complexión rubia y natural de la ciudad de Cúcuta, había acompañado a su esposo en algunas de las campañas contra los españoles.

Ella había sufrido grandes penalidades y había dado a luz a un niño en una canoa al cruzar un río, cuando trataba de escapar de las tropas de Morillo. Los rasgos de la región son especialmente escarpados en las cercanías de Honda. Algunas de las rocas presentan un aspecto fantástico; las montañas de granito en la parte posterior de la bodega parecen muros perpendiculares de inmensa altura. Hay cuatro o cinco hombres armados para proteger la propiedad almacenada en esta gran barraca que se llama aduana.

El día 23 la mayor parte de nuestras mulas llegaron de Guaduas, las cuales debían transportamos a nosotros junto con nuestro equipaje a la ciudad de Bogotá. Estuvimos ocupados casi todo el día haciendo los preparativos necesarios para el viaje. Mi carruaje y algunos de los objetos más grandes debían quedarse atrás en la bodega para ser transportados a través de las montañas por indios cargadores; debían desarmarse para llevar las piezas separadas. El capitán Hughes y mi lacayo inglés se quedaron en la bodega para hacerse cargo del equipaje pesado. Salimos el martes por la mañana a las siete, y antes de nuestra partida, vimos al señor M’Namam navegando de abajo con un cargamento de tabaco en un enorme champán con dirección a Santa Marta: más tarde supe que se había ahogado en el Magdalena. Su hijo, joven apuesto, al servicio de Colombia, al poco tiempo había sido ahorcado en el penol de la verga en un navío de guerra español por orden del general Morillo, por haber contestado de un modo jocoso a ciertos reproches que el general le hizo por haber servido a la causa de la Independencia. Este hombre era de un temperamento tristemente feroz, si la mitad de los actos de crueldad desenfrenada que se dicen o relatan acerca de él por los oficiales colombianos, merece crédito. Morillo era natural de la isla de Puerto Rico o de las islas Canarias, de humilde nacimiento, pero poseedor de algún talento, gran actividad y mucha perseverancia.

Encontramos la manera de leer, aún bajo el sol tropical, muy agradablemente, después de la reclusión en el champán. Ahora considerábamos todos nuestros sufrimientos casi terminados, aún cuando el paso de la mula era terriblemente malo y en general corría a lo largo del borde de profundos abismos. Los viajeros pronto pierden el miedo al descubrir que las mulas de este país son unos animales extraordinarios. Estas están bien amaestradas para subir y bajar montañas y accidentados precipicios. Avanzan con gran cautela y firmeza, sentando sus pequeños cascos en los huecos hechos en los senderos al pasar y volver a cruzar constantemente. Sus esfuerzos al subir bordeando los peldaños o bajando, son verdaderamente sorprendentes, rara vez ellas lo tumban a uno y la mejor seguridad consiste en dejarle la rienda suelta al cuello de la mula y dejarles seguir su propio sendero, el cual recorren con gran maestría, nunca tratando de caminar en línea recta pero siempre siguiendo el serpenteo de los caminos con mucha paciencia. Una buena mula es de valor incalculable en este país.

Viajamos una o dos leguas a corta distancia de las orillas del Magdalena pero por montañas de considerable altura sobre el nivel del río. A diferentes trechos divisábamos bonitas vistas del río formando remolinos y corrientes espumosas, al chocar

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con enormes rocas. Al girar repentinamente hacia el oriente, viajamos legua y media por el lecho de un riachuelo que después abandonamos, y empezamos el ascenso de una empinada colina para llegar a una clase de posada (o fonda pequeña), donde nos desmontamos para almorzar. Aquí vimos al señor Jones durante unos cuantos minutos; iba en camino hacia Inglaterra, contratado por la casa de Powles, Herring & Co. que concedió el primer empréstito inglés a este país. Observé en la casa a un joven con el brazo en cabestrillo, y al preguntarle la causa me refirió que había sido herido gravemente en el brazo por un jaguar (o tigre) hacía un mes. El relató que estaba caminando por la selva cuando de repente el perro que iba con él empezó a ladrarle a algo que veía en una caverna obscura rodeada de maleza; que al acercarse a la entrada, se le aventó un tigre contra él con gran violencia agarrándolo por el brazo derecho y en la lucha, ambos cayeron a un pequeño precipicio; él perdió entonces el conocimiento, pero al recobrarlo vio que el tigre lo había abandonado, y que su brazo estalla sangrando y muy lacerado. Expresamos nuestra sorpresa de que el jaguar no lo hubiera matado; él entonces encogiéndose de hombros observó: "La bienaventurada Virgen María lo había salvado"...

Nada hay que sea tan hermoso como el panorama alpino al subir las montañas desde el Magdalena; las colinas interrumpidas estaban por todas partes cubiertas de árboles hasta la cima y diversos riachuelos diáfanos cruzaban el sendero,

Precipitándose de la altura rocosa,

saltando centellea, agreste y gozosa,

corrientes en las cuales con agrado calmamos nuestra sed. Estas montañas están coronadas de árboles bonitos y majestuosos, cuyas raíces están cubiertas de arbustos de color verde obscuro que proporcionan reposo a la vista. Aquí y allá se ven ranchos de indios rodeados de pequeñas parcelas cultivadas en la forma más romántica y en lugares aparentemente inaccesibles. La caña de azúcar, los platanales y el arroz es lo que los indios cultivan principalmente. La forma singular de las montañas de las diferentes cordilleras de los Andes, constituye un nuevo aspecto para el ojo europeo; sus laderas agudas y sus picos elevados le hacen pensar a uno que hubo algunas convulsiones volcánicas extraordinarias de la naturaleza y de esta manera quedaron desfiguradas esas estupendas moles. Por la tarde al ascender a una altura considerable, encontrarnos la temperatura mucho más fresca y en algunos llanos cerca de la carretera, cruzamos algunas haciendas grandes y pequeñas y vimos vacas y rebaños de cabras paciendo en un pasto excelente. Observarnos grandes helechos en la cúspide de las montañas.

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A las cuatro llegamos a la cumbre de la cordillera de montañas que separan al río Magdalena del valle de Guaduas, cuya aldea divisamos en lontananza. Le dije adiós al río sin el menor pesar, y si se me hubiera impuesto el castigo de la mujer de Lot, amenazándome si miraba hacia atrás, no hubiera tenido gran tentación para hacerlo y no hubiera tenido mérito al librarme de ser convertido en estatua de sal.

A las seis de la mañana llegarnos a la pulcra y bella aldea de Guaduas, acompañados por el coronel Acosta y su hermano, quienes había corrido un par de millas a caballo para encontrarnos. A juzgar por el aspecto general del valle, creímos que habíamos llegado al fin del Paraíso Terrenal, especialmente al vernos cómodamente alojados en la casa del coronel Acosta y ante la expectativa de una buena comida y vinos preparados para nosotros, sin mosquitos ni jején que impidieran nuestras actividades. Casi toda la región de Guaduas en varias leguas a la redonda, pertenece a este oficial, y los habitantes ganan sumas considerables de dinero suministrándole mulas para el transporte de mercancías del río Magdalena a Bogotá. En el valle se crían en gran cantidad caballos y mulas. El coronel Acosta presta atención especial a la cría de éstos y quiso que yo le aceptara un hermoso caballo gris de regalo, lo cual decliné.

Nuestro anfitrión era altamente estimado por su liberalidad y hospitalidad para con todos los viajeros, tanto si eran nativos o extranjeros que le hubieran sido presentados. Se le consideraba completamente como un patriarca de este valle feliz; los habitantes confiaban sus querellas a su arbitramento, que generalmente se ingeniaba para terminar en forma amistosa y a satisfacción de todas las partes. Como Guaduas se halla a una temperatura más cálida que Bogotá, los inválidos vienen aquí con frecuencia en busca de buen clima y aires saludables, que pronto les devuelven la salud. El Barón de Humboldt ha calculado que Guaduas se halla a 5.082 pies sobre el nivel del mar.

A las ocho de la noche llegaron veinticinco mulas con parte de nuestro equipaje. Pasamos la noche más agradable durmiendo en buenas camas que nos facilitó nuestro hospitalario anfitrión. Nos levantamos temprano y después del desayuno fuimos a visitar un convento que había sido anteriormente ocupado por frailes de la orden de San Francisco: su ubicación era notablemente bella -estos buenos padres nunca la escogen mala-, sobre una bonita colina por donde corría un alegre arroyuelo a través de las verdes praderas. El gobierno colombiano les había confiscado sus rentas y el convento estaba ahora desocupado, salvo una pequeña parte del edificio que la tenían destinada a escuela pública conforme al plan de Láncaster. Cuarenta muchachos asistían a las clases; me dijeron que algunos de ellos leían perfectamente bien y al examinar su caligrafía observé que era en general buena y cursiva. La capilla del convento anterior era pequeña y aseada y conservaba todos sus ornamentos.

A mi regreso el coronel Acosta me mostró un curioso animal llamado el perezoso, de dos uñas, que él deseé lo trajera yo a Bogotá. Tiene el tamaño de un pequeño tejón; de color gris borroso salpicado de manchas castañas, provisto de dos garras largas encorvadas en las patas delanteras y tres en las posteriores. Sus movimientos eran muy lentos y en apariencia se movía con dificultad, pero no le oírnos quejarse ni chillar como si sufriera al arrastrarse; se colgaba de sus largas garras. El perezoso es completamente inofensivo y se alimenta de hojas de árbol pero es enteramente un animal tan feo que no sentí deseo de llevármelo. El termómetro a las dos de la tarde marcaba 76º F; a las seis de la tarde 73º F. El clima varía poco en esta aldea agradable y en época lluviosa rara vez baja a 70º F. El clima y el terreno del valle de Guaduas proporcionarían una situación agradable para emigrantes europeos, que están mal adaptados para establecerse en las ardientes orillas del río Magdalena. Salí con mi perro pointer, pero sin escopeta; encontré dos o tres bandadas de perdices y tuve dos buenas ocasiones. Estas aves son de mayor tamaño que las codornices, con su plumaje jaspeado de blanco y negro, y de forma muy semejante a aquella: se consideran como un manjar para la mesa. La población de Guaduas y sus corregimientos cuenta con unas 35.000 almas. Esta plaza, por su clima y suelo excelentes, así como por su ventajosa situación sobre la gran carretera que comunica con la capital, será sin duda dentro de pocos años un lugar de importancia. En este valle se cultivan la caña de azúcar, el café y el plátano, y además los prados son extensos y fértiles. Esta fue la primera vez que vimos ovejas en este continente: son pequeñas, de las que se cultivan en el norte de Europa y las de los climas tropicales estaban a la venta. Esto al principio llama la atención del extranjero, pero a dos días de viaje de Bogotá, al bajar, se encuentra uno en un clima completamente indio, cálido. La carne sería excelente si los carniceros no le quitaran todo el gordo para fabricar velas; generalmente vale tres peniques la libra. Habiéndole explicado a mi cocinero, a manera de queja, que no les daba a mis invitados ninguna variedad de sopas, él dio como explicación que no podía comprar en el mercado carne de ternera para hacer sopas blancas, pero él me pidió permiso para

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comprar una vaca con el ternero, venderla nuevamente y sacrificar al ternero. Al adoptar este plan sorprendí a los nativos en mis comidas dándoles sopas blancas, filetes, lomos de ternera y cabezas de ternera, etc., que ellos jamás habían probado. Los agricultores no quieren matar nada que sea joven, en consecuencia, no se puede comprar ternera, cordero, cabrito o lechoncitos. También compramos bueyes y los dividimos entre las familias inglesas, para poder tener carne con gordo, cortada al estilo inglés.

Las damas de alto rango de Bogotá son generalmente de pequeña estatura, pero bien formadas, y pueden vanagloriarse de tener pies tan lindos y tobillos pequeños como cualquier mujer del mundo, éstos están siempre cubiertos por hermosas medias finas de seda y calzado lujoso. Como las mujeres de España, caminan ellas con gracia y dignidad y son así mismo coquetas y juguetonas con sus abanicos. El traje matinal parece de momento extraño, pero después pensé que les caía bien. La cabeza y las espaldas están cubiertas con un manto negro o azul sin ningún adorno y algunas veces se dobla bajo el mentón, pero deja la cara descubierta y un pequeño sombrero de copa acabado en forma cónica, puede decirse literalmente que estaba colocado sobre el moño de la cabeza; se ponía a un lado pero corno ninguna cabeza cabía dentro de él, a menudo me sorprendí de que no se les cayera. Son sus batas de seda negra bien ajustadas y muy adornadas con abalorios del mismo color. Con este atuendo las damas van siempre a la iglesia. El furor del sombrerito de copa y del manto, creo que pasará pronto de moda pues algunas de las damas, antes de salir de Bogotá paseaban por las calles con enormes sombreros franceses adornados con muchas flores artificiales y vestidas con batas de seda de vivos colores y chales sobre sus espaldas, ante el asombro y mortificación de algunos de los sacerdotes que consideraban como pecado recitar sus oraciones con ropa tan llamativa. El vestido apropiado para pasear por la tarde es un sombrero bonito de paja con flores artificiales colocado en la misma forma que el negro, un chal de abrigo Norwich y batas de algodón o zaraza fabricadas en Inglaterra. En sus tertulias y bailes las damas visten a la moda francesa con mucho gusto y van adornadas con profusión de perlas, esmeraldas y otras piedras preciosas, para cuya compra ellas hacen grandes sacrificios. En general tienen muy buen oído para la música, pero hay una falta lamentable de maestros y buenos instrumentos musicales, debido a las dificultades y gastos enormes para subir un piano desde la costa hasta la capital y tal vez cuando llega, probablemente salga costando £200. Las damas bailan bien y con mucha gracia; las contradanzas españolas se prestan especialmente para exhibir las diferentes actitudes del cuerpo. El vals es también un baile favorito. En mis visitas matinales a las damas las encontré sentadas sobre cojines colocados sobre alfombras al estilo oriental y ocupadas bordando en tambores; una negrita esclava acurrucada cómodamente en un rincón del cuarto, estaba lista a obedecer las órdenes de su ama. Observé que los criollos o descendientes de los españoles trataban a los esclavos de sus hogares con mucha bondad e indulgencia, permitiéndoles conversar con ellos de modo más familiar de lo que nosotros acostumbrábamos con nuestros sirvientes en Inglaterra. Con respecto a la moral de las señoras de Bogotá, creo que ellas pueden ostentar tanta virtud como las damas europeas. De vez en cuando, a decir verdad, se oye hablar de algún desliz pero yo respondo como su paladín, y afirmo que han sido calumniadas en algunas obras que han sido publicadas por viajeros, sobre las costumbres de los naturales de Sur América; pues si una mujer se condujera mal y se llegare a saber su falta de virtud, sería expulsada de la buena sociedad, cosa que no ocurría bajo el dominio del gobierno español, cuya política consistía en desmoralizar el pueblo y corromper su mente y hacerles insensible su propio yugo.

La pasión del juego fue muy estimulada por el virrey y capitán general de la provincia de Venezuela. Prueba de ello fue que uno de los ministros colombianos me aseguró que entre los papeles pertenecientes al capitán general encontrados en Caracas por los independientes, cuando evacuaron la plaza, había una cuenta por 40.000 dólares a cargo del rey de España por mantener una mesa de juego y dar comiditas para atraer adictos.

El día seis de abril el doctor Maine invitó a muchos colombianos a comer y en esa ocasión me senté junto al coronel García. Nuestra conversación versó sobre varios acontecimientos de la guerra civil y la gran lucha de los suramericanos para lograr su independencia. El coronel me dijo que durante la guerra, había caído prisionero en manos de los españoles y había sido enviado de la costa a Bogotá, sufriendo grandes penalidades en su larga marcha a la capital, habiendo llegado casi muerto de hambre. El coronel fingió entonces cambio en sus ideas políticas, fue puesto en libertad y colocado en un puesto humilde en el ministerio de guerra. Durante este período él trató de comunicarse con Pola Salavarrieta, una de las más adictas patriotas de la causa y que más tarde fue fusilada en Bogotá por orden del virrey, al descubrirse su correspondencia con los independientes, y el coronel García fue enviado una vez más a prisión, bajo sospecha de haber sido cómplice con la heroína Pola. Mientras estuvo en la cárcel esta intrépida mujer trató de enviar una hoja de papel dentro de una naranja al coronel, en la cual estaban escritas estas palabras: "diga que nunca me conoció ni que

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nunca se comunicó conmigo". El coronel siguió su aviso y afirmó ante el consejo de guerra y habiendo sido corroborado por la declaración de Pola, fue absuelto por mayoría de números del consejo de guerra, pero todavía estuvo firmemente encarcelado y vigilado. El coronel García logró escapar por fin, sobornando con 500 dólares al cabo de guardia, que también se escapó con él. Por la noche al hacer la ronda con las llaves y acompañado por un soldado para ver que todos los prisioneros estuvieran sanos y salvos en su celda, él de repente le dijo al soldado: "oigo ruido arriba", y quiso que fuera arriba a ver lo que pasaba. Durante la ausencia corrió a la prisión del coronel, abrió la puerta, le dio una capa y una gorra militar saliendo inmediatamente a la parte exterior del patio de la prisión. Aquí un centinela gritó: "¿quien vive?" a lo cual el cabo inmediatamente dio el santo y seña, simulando al mismo tiempo encender su cigarro y la linterna; él apagó la luz para que el centinela no conociera al coronel; después abrió la puerta exterior de la prisión y salió marcialmente con el coronel García. Ellos viajaron esa noche por las montañas unas siete leguas españolas (casi treinta millas) y el intrépido cabo fue ascendido más tarde a teniente al servicio de Colombia por recomendación del coronel. Muchos caballeros de Bogotá me contaron que la conducta de Pola cuando iba a ser fusilada por los españoles, causó la admiración de todos. Ella demostró el más decidido valor pero con conducta digna y sus últimas palabras fueron: "por el éxito de la causa de mis compatriotas oprimidos". Esta dama era joven y hermosa y en la época de su muerte estaba comprometida en matrimonio con un coronel colombiano. El coronel García me envió de regalo la más bonita piel de jaguar (o tigre) de seis pies de longitud, de animal capturado en trampa y no tenía marcas de lanza u orificios de bala.

El 10 de abril hicimos una excursión para ver el Salto de Tequendama, después de haber tomado una merienda fría en la quinta del señor Robinson. Los participantes eran: el coronel Campbell, el señor Robinson, el Barón Elben, el señor Santamaría, padre, el doctor Maine, el señor Cade y yo. Salimos de Bogotá a las cuatro de la tarde, a las seis llegamos a la aldea de Soacha, situada al S.O. de Bogotá. Pasamos la noche. El padre Candia nos recibió con mucha amabilidad y hospitalidad y en sus modales no hubo nada monástico; por el contrarío, pronto se apercibe uno por su franqueza y buena educación que denotan que él ha vivido mucho en el mundo y todos nos sentíamos como en casa después de nuestra llegada. El padre Candia era un celoso adepto de la causa de la Independencia, durante el período en que el país estuvo ocupado por las tropas españolas bajo el general Morillo. Parecía tener de treinta a cuarenta años de edad, con un semblante dulce pero al mismo tiempo inteligente, fuertemente definido su buen carácter. Las casas de la aldea de Soacha parecían limpias y cómodas; la alegría que se observaba entre los feligreses, era la mejor prueba de que nuestro anfitrión, tenía un espíritu libre de fanatismo y avaricia. El padre Candia nos dio una magnífica cena con profusión de dulces, carnes y frutas.

A la mañana siguiente continuamos nuestro viaje al Salto que dista unas dos leguas de Soacha. A media leguas de esta aldea pasamos por la hacienda o finca llamada Canoas cuyo dueño deriva una considerable renta por la venta del trigo que se cultiva en estas tierras que se consideran las mejores de la sabana de Bogotá y se vende al precio más elevado del mercado. Al acercarnos al pie de las montañas, nos sentimos muy complacidos al contemplar la belleza y exhuberancia de la naturaleza en esta parte de la sabana de Bogotá. El río del mismo nombre la serpentea con una corriente tranquila y apacible y el panorama era variado por la apariencia singular del trigo y la cebada en diferentes grados de madurez. Se siembran dos cosechas por año. Rebaños de ovejas y hatos de ganado y caballos, se veían paciendo en extensos prados y había grandes cantidades de patos silvestres volando con afán de dirigirse a las grandes lagunas situadas hacia el oeste de donde estábamos. No llevaba el termómetro conmigo, pero imagino que la temperatura en Canoas sería de unos 70º F, lo cual es bastante agradable para el cuerpo humano. Al subir entre 500 o 600 pies sobre la sabana de Bogotá, la vista era espléndida al abarcar las sinuosidades del río, las inmensas lagunas al oeste, muchas aldeas y la ciudad al fondo al pie de las cordilleras escarpadas de montañas. Todos nos quedamos durante algún tiempo en este lugar para recrear la vista ante el hermoso panorama.

La población de esta magnífica sabana de Bogotá es reducida, cuando se considera la riqueza prodigiosa de su suelo y la extensión de más de 60 millas de norte a sur y un promedio de 30 millas de ancho; pero todas estas grandes ventajas naturales, deben aumentar por lo menos diez veces y probablemente dentro de pocos años estará tan poblada como antes de la conquista del país por Gonzalo Jiménez de Quesada, cuando esta sabana estaba cubierta en todas direcciones de aldeas indígenas. Con un clima y suelo propio para europeos ¡cómo sería de sorprendente producir los cultivos agrícolas de manera adecuada! Sin duda la emigración europea a Sur América aumentará cuando los gobiernos estén bien establecidos y haya tolerancia en asuntos religiosos; entonces y sólo entonces veremos el gran poderío físico de las fértiles mesetas de Sur América progresar, ya

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que poseen quizás los climas mejores del mundo, aun cuando se hallan tan cerca del Ecuador. El Barón de Humboldt menciona en sus viajes que un hombre con un termómetro en la mano puede escoger su propio clima en Sur América; pues subiendo o bajando puede encontrar la temperatura exacta que más le convenga a su constitución.

Desde la altura ya indicada, empezamos a descender hacia el Salto de Tequendama. El descenso era muy quebrado y resbaloso y malo en algunos lugares, a través de una selva magnífica pero sombría que nos protegía de los ardientes rayos del sol. Al bajar más hacia abajo todo era silencioso, excepto el grato gorgeo de un turpial, que se oía ocasionalmente, y nuestros ojos quedaron deslumbrados por el brillante plumaje del grupo de pájaros que vivían tranquilos en estas nobles y agrestes selvas. El señor Cade sufrió una mala caída al bajar la montaña, pues se le volteó la silla. En una altura pequeña dejamos los caballos con nuestros sirvientes y después de bajar 200 o 300 pies, apareció el Salto a nuestra vista. Lo forma el río Bogotá, de unas 58 yardas de anchura, que se precipita entre dos montañas hasta llegar al borde del abismo, desde donde toda la mole de agua, de unas veinticinco yardas de anchura y diez de diámetro, se precipita hacia el gran abismo en el fondo. Estas brechas en las cordilleras se llaman barrancas; las partes laterales son casi perpendiculares y constan de capas de granito de color rojizo. La altura de esta cascada es de unos 1.200 pies y en la cumbre de estas masas de granito, las montañas están cubiertas de inmensos árboles que aumentan la grandiosidad del panorama. En el fondo del abismo hay un valle. Nosotros vimos papagayos y periquitos volando alrededor; éstos nunca los ví en la sabana de Bogotá. El Barón de Humboldt calculó esta caída desde la barranca entre unos 600 pies; algunos científicos de Bogotá creen que son muchos más; quién tenga la razón no pretendo determinarlo, pero ciertamente iba acompañado de los mejores matemáticos franceses e ingleses para medir las alturas y tomar observaciones, etc.

Es difícil describir la emoción que se experimenta al contemplar esta enorme mole de agua que se precipita hacia el abismo; sorpresa y placer mezclados de pavor; yo permanecí al borde del abismo durante algunos minutos en muda admiración al contemplar este maravilloso panorama. El agua en su descenso tenía la apariencia de una fuerte tempestad de nieve y los rayos del sol al ponerse en contacto con el rocío, producían variedad de colores. La cuesta hacia el lado del bosque en dirección opuesta a la cascada, donde nos hallábamos, tenía 75 grados. La columna de agua se disminuye mucho cuando llega al fondo, lo cual atribuía el Barón de Humboldt a que mucho del caudal se evaporaba por el aire en su descenso. Mucho me sorprendí al contemplar en la profundidad del abismo y no ver sino una insignificante corriente que continuaba su curso hacia el este por el sur y del oeste hacia el norte para desembocar en el río Magdalena.

Los bosques están bien provistos de venados, pues en ellos se encuentra gran cantidad de chusque, al cual son muy aficionados estos animales. También hay otra planta muy propia para la ceba en estos bosques, que se llama plagador; un buey alimentado con ésta se engorda en dos meses. Vimos un pájaro llamado jilguero, del tamaño de una mirla, el lomo y el pecho de color verde brillante, el pescuezo y la cola rojos y el pico largo y encorvado, la parte superior de la mandíbula blanca, y la inferior negra; el cual producía un hermoso canto.

Regresamos a Soacha alrededor de las once, donde nuestro buen padre Candia nos había preparado un espléndido almuerzo, pues nuestra larga jornada nos había aguzado el apetito, de lo cual dimos buena cuenta. Después de haber descansado dos o tres horas nos despedimos amigablemente de nuestro anfitrión, montamos en nuestros caballos y regresamos a Bogotá muy complacidos de nuestra excursión.

Dos o tres días después de este paseo, un curioso y magnífico regalo me hizo el honorable Pedro Gual: se trataba de un ídolo de los indios hecho de oro sólido hallado en el lago de Guatavita. Tenía cuatro pulgadas de altura y cinco onzas de peso. No parece, a juzgar por este ídolo, que los indios adoraran la belleza en esos días, pues las facciones de este dios eran verdaderamente horrorosas y su cuerpo no había sido fundido en molde griego. Este ídolo era el de mayor tamaño que se había encontrado en el país y era de oro puro. Del lago de Guatavita, donde se halló este ídolo, no diré nada por el momento pues yo fui a visitarlo más tarde. El señor Pepe París me regaló una pequeña serpiente de oro encontrada también en esta laguna.

Durante la semana siguiente fue el domingo de Ramos, hubo muchas procesiones religiosas por las calles y los santos de las diferentes iglesias eran muy sociables y se visitaban entre sí. Su Excelencia el Vicepresidente, los ministros, generales y jueces, etc. asisten a esta procesión con grandes cirios en la mano. Yo ví a su Excelencia con los grandes funcionarios del Estado y todo el estado mayor, algunos de ellos protestantes, arrodillarse

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devotamente sobre las lajas duras ante el altar de la Virgen María y del Niño Jesús, que estaban colocados en una carroza magnífica, precisamente frente a la puerta del señor Castillo. Había una multitud hacia los lados en esta procesión religiosa, compuesta por las personas de los frailes alegres y rollizos, canónigos de la Catedral, seminaristas y clérigos, portando grandes cirios de cera; la guardia posterior integrada por militares a pie y a caballo y multitud de gente contemplándola. En los intervalos se habían colocado bandas de música a lo largo de la columna de gente en movimiento. Algunos de los niños de las altas clases sociales en esta ocasión estaban vestidos de ángeles para servirles a los santos. A mi no me agradó mucho ver al sobrino del Ministro de Hacienda, un enfantgaté, lindo muchachito de siete u ocho años de edad que había estado por la mañana equipado soberanamente como un ángel sirviéndole a la Virgen María, jugando por la tarde en las calles con algunos muchachitos zarrapastrosos y haciendo más mido que todos ellos juntos. Vi al general Barón D'Eben un día regresar de una larga procesión de los frailes de la orden de Santo Domingo, en la cual el Barón tuvo el honor de portar el estandarte del santo. El general se quejaba de tener calor y sed y de estar cansado por haber participado de una gran cantidad del consuelo espiritual, pero de muy poca parte del consuelo corporal que le hubiera servido a "tout ensemble" para salir bien librado. Había conocido al Barón D'Eben en Inglaterra de capitán de los húsares de York; más tarde llegó a ser capitán del décimo de húsares.

En la noche del 16 de abril, la gran Catedral, las iglesias y todos los conventos estaban iluminados espléndidamente con cirios; el altar mayor resplandeciente con innumerables luces presentaba un aspecto muy imponente al acercarse a él desde el otro extremo de la Catedral y los ojos quedaban encandilados por los ornamentos resplandecientes de oro y plata, santos dorados y ricos mantos de terciopelo, bordados con la mayor habilidad por las monjas, en el centro de los cuales se hallaban la Virgen y el Niño Jesús; el vestido de la Virgen estaba adornado con muchas piedras preciosas. Ante este altar vi a muchas personas de todas las clases sociales arrodilladas devotamente rezando sus oraciones. A un lado de la iglesia vi a un hombre y a una mujer arrodillados con los brazos en cruz; supe que eran pecadores penitentes que en castigo por sus pecados, habían determinado permanecer durante hora y media o dos en esta posición; a veces se desmayaban a causa del cansancio excesivo. Había también un hombre desnudo hasta la cintura que se flagelaba con cordeles por sus pecados cometidos. A mí me pareció que él tenía cuidado de no golpearse muy duro, aun cuando a juzgar por sus quejidos y lamentaciones, parecía que experimentara un castigo horrible. También se ven por las calles caminando mujeres vestidas con hábitos religiosos, sin ser miembros de ninguna comunidad religiosa; a estas mujeres se les llama "beatas" (o benditas). Yo nunca pude comprender exactamente por qué las mujeres usan estos hábitos, salvo que ellas crean que lucen bien; he encontrado con frecuencia algunas de las más bonitas muchachas con este hábito religioso que en realidad no se ve muy elegante. Las calles estaban excesivamente colmadas de gentes que iban a vísperas a las diferentes iglesias, y se les oía a muchos entonar sus oraciones en voz alta mientras iban caminando.

El día Viernes Santo era un gran día de caza en Bogotá; había una reunión de jauría de perros en la ciudad para la cacería del venado en las montañas adyacentes. Los perros eran una especie de galgos ordinarios, que son muy rápidos y cazan por el olfato. Pero la correría por los desfiladeros de las montañas entre precipicios escabrosos era propia para romperse la crisma y requería nervios muy bien templados. El pobre venado tenía muy poca ventaja, pues algunos de los jinetes llevaban carabinas consigo y ocupaban posiciones en los desfiladeros de las montañas para saludarlo con un tiro al pasar; también llevaban lazos consigo. A veces hacían una fuerte correría cuando el ciervo era ojeado por las montañas y conducido a la sabana de Bogotá. El coronel Johnstone, del ejército colombiano, era sumamente aficionado a la cacería del ciervo y había traído varías parejas de perros jateos a Bogotá. El ciervo cazado hoy me lo mandó el señor Pepe París de regalo. Era un hermoso animal de cuernos ramificados, pero no tan grande como nuestro venado rojo y de color algo más obscuro. La carne de venado era tosca y mala, bastante inferior a la de los gamos engordados en los parques de nuestros caballeros ingleses. Había también en la selva pequeños corzos. El gamo tiene dos cuernos pequeños sin ramificaciones, desviados hacia afuera de su base. Su Excelencia el Vicepresidente, conocedor de mi afición hacia los animales, tuvo la bondad de enviarme un ciervo domesticado. Era un animal noble y tan manso que podía alimentarlo en la palma de la mano cualquier persona. Me ví obligado a deshacerme de él. Tenía el ardid de subir las escaleras y entrar deliberadamente en mi alcoba y mirarse en el espejo grande; en una de estas ocasiones les dio mucha dificultad a mis sirvientes para hacerlo salir del cuarto sin dañar los muebles. A él le gustaba mucho la cebada.

Ninguna de las tropas se había distinguido tanto entre los nativos colombianos durante la larga guerra sanguinaria mantenida entre Bolívar y Morillo como la caballería desordenada -cosacos sería tal vez el término

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más apropiado de las llanuras del Apure, que están cruzadas por el río del misino nombre actividad personal, excelente equitación y notable habilidad en el empleo de las largas lanzas, llegaron a constituir al fin completo pavor y miedo entre las tropas españolas, especialmente entre la caballería. Estos hombres estaban acostumbrados desde su juventud a llevar una vida errante, siempre a caballo y cuidando grandes hatos de ganado en estado casi salvaje, que se alimenta en estas inmensas llanuras y al igual que la gente que vive en las inmensas pampas o dehesas de Buenos Aires, se hallan frecuentemente expuestos a privaciones. El llanero tiene pocas necesidades; puede vivir durante varios meses alimentándose de carne de ternera fresca, que le proporciona en todo momento su lazo; él corta la carne en trozos y la asa sin sal. Si algún caballo se cansa, pronto consigue otro de la manada suelta que se cría en las sabanas. Sus armas y avios constan de una larga lanza, algunas veces una pistola en un cinturón de cuero y un freno fuerte de hierro para su caballo, pues no tiene silla, un sombrero de paja adornado con una escarapela y unas cuantas plumas de guacamayo y loro verde, una ruana delgada, calzones azules y un par de espuelas de acero grandes de rodaja y sandalias hechas de cortezas de árbol, para proteger los pies, y por último, pero no de menos importancia en estas inmensas llanuras, su lazo para enlazar el ganado. Un notable regimiento de espléndidos húsares españoles, bautizado con el nombre del amado Fernando "los húsares de Fernando Séptimo", quedó casi destruido por estos cosacos de las llanuras del Apure. Esto se debió en gran parte a que estos húsares estaban abrumados de armas y equipo, cada uno portaba una lanza, espada, carabina y un par de pistolas, con todos los arreos y uniforme de un húsar húngaro, que estaban muy mal preparados para una campaña en un clima tropical. Los llaneros al cargar contra el enemigo, ponían la cabeza y el cuerpo sobre la nuca del caballo, llevaban las lanzas en posición horizontal, en la mano derecha casi a la altura de la rodilla. Los húsares de Fernando se veían obligados a cortarles la cola a sus caballos, como las de los de las diligencias en Inglaterra, y algunas veces les dejaban simplemente un pequeño muñón sin pelo, pues los llaneros en muchas ocasiones habían galopado hacia un húsar y lo desmontaban al instante agarrando al caballo por la larga cola, arrojándolos de lado por la sacudida repentina y después remataban al jinete en el suelo.

Los llaneros estaban comandados por el valeroso general Páez, actualmente gobernador de la provincia de Caracas; unos cuantos soldados de los más viejos formaban generalmente la guardia de Bolívar. Un oficial de Bogotá, edecán de Páez me relató su historia, que era bastante extraordinaria. El general Páez era hijo de un pequeño comerciante de la provincia de Valencia, y en una ocasión, cuando aún no tenía diecisiete o dieciocho años de edad, fue enviado por su padre con unos cuantos centenares de duros españoles para el pago de algunas mercancías. El se montó a caballo y tuvo la precaución de ir armado con un par de pistolas. En el camino se vio atacado por dos ladrones, también a caballo; de repente sacó su pistola, declarando que le dispararía al primer hombre que se atreviera a ponerle las manos Esta amenaza la puso inmediatamente en ejecución en uno de los rufianes que intentaba apuñalearlo. El otro ladrón, al ver caer a su compañero, huyó. Páez se alarmó mucho por haber matado al ladrón, resolvió no regresar al hogar y abandonó el país. Poco tiempo después se contrató como sirviente en casa de un noble, que tenía grandes propiedades de tierra en Caracas. En esta colocación él se manejó tan bien, que gradualmente se captó la entera confianza de su amo y se hizo mayordomo o administrador y estaba en este cargo al estallar la guerra civil; él cobijó entonces la causa de la independencia y por su intrepidez, juicio, y el celo que desplegó en todas ocasiones, pronto llegó a ser el gran favorito de Bolívar y rápidamente elevado al rango de general.

El general Páez es casi como el Blucher del ejército colombiano, especialmente entre sus cosacos de las llanuras del Apure, quienes tenían la mayor confianza en él como caudillo y partidario. El general en una carga estaba comúnmente entre las primeras filas contra el enemigo y como era un jinete admirable, muy hábil en el manejo de la lanza como en el lanzamiento del lazo, y aun cuando no era alto, era notablemente fuerte. Su lanza en la mayor parte de las ocasiones causó estragos entre los españoles a quienes nunca perdonó, a causa de sus crueldades para con los criollos. Como puede muy bien suponerse, la educación del general Páez no había sido muy esmerada; tenía mucho de la rudeza y modales incultos del soldado raso; pero desde su nombramiento para el alto comando que tenía en la actualidad, oí decir que tuvo grandes dificultades consigo mismo. El ahora hablaba bien francés y un poco de inglés. Tenía mal carácter, pero su corazón era de temperamento ardiente; era muy generoso y como todos sus paisanos le gustaba vestir bien.

Me contaron dos o tres anécdotas de Páez, que definen el carácter del individuo. En una ocasión él pilló en una escaramuza a un mayor español de caballería que se defendió con coraje, pero cuando el general estaba a punto de arrojarle la lanza, exclamó: "Oh, general, si usted hubiera estado tan mal montado como yo, le hubiera vencido". A lo cual repuso el general: "Cambiaremos caballos y renovaremos el combate". Esto fue aceptado

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por el mayor, quien tan pronto como se encontró montado en el caballo del general, salió galopando a toda velocidad, perseguido por su enemigo, el cual al ver que perdía terreno en el caballo del mayor, le arrojó el lazo, enlazó al mayor y lo derribó de la montura; pero el general pensó que esto no era un lance equitativo y como su enemigo se había defendido bien en el primer encuentro, le dio cuartel, favor que raramente concedía el general a sus lanceros. En otra ocasión, poco después de la llegada de Morillo a Colombia, uno de sus hombres le trajo prisionero a uno de los húsares de Fernando Séptimo. Ellos usaban largas barbas para despertar pavor. Páez interrogó en tono airado, por qué le habían dado cuartel. A lo cual repuso el llanero, "Que él estaba siempre dispuesto a matar a los soldados españoles, pero su conciencia no le permitía rematar a un fraile capuchino" -señalando las barbas largas del húsar-. A lo cual Páez riendo, le explicó a su lancero que no eran frailes sino soldados corrientes de caballería y deseando que en lo futuro no le trajeran ningún fraile capuchino. Sin embargo, él le perdonó la vida al húsar, el cual entró al servicio de Colombia. Antes de partir de Colombia, el general Páez había sido elegido senador; es posible que él no gane tantos laureles en el senado como los que conquistó en las llanuras del Apure contra los españoles.

El 1º de mayo, el coronel Campbell, el señor Cade y yo fuimos invitados por nuestro amigo el padre Candia a visitar su convento de la orden de San Francisco en Bogotá. El

convento es un inmenso edificio; no recuerdo haber visto ninguno tan enorme en España. Necesitamos casi dos horas en nuestra visita, pero el padre Candia nos informó que el convento de San Francisco en Quito, al sur de Colombia, se consideraba mayor que éste. Todos los departamentos me parecieron bien organizados, constaban de capillas, dos bibliotecas, una enfermería con cuarto de botiquín y refectorio, etc., y el padre Candia construía para los enfermos -monjes franciscanos y pacientes-, baños fríos y calientes que parecían bien planeados. Había tres patios grandes; las paredes de los corredores del primer patio estaban adornadas con grandes cuadros pintados al óleo con la historia de San Francisco, fundador de la Orden. Estos cuadros en general estaban mal pintorreados y el tema de algunos de ellos era bastante ridículo. Las paredes del corredor hacia arriba, estaban adornadas con los retratos de los frailes notables de esta Orden; entre el número de cuadros vi cinco que habían ocupado la presidencia, Ganganelli fue el último y diversos cardenales. El retrato de Ganganelli estaba bien pintado, el colorido era bueno. En este convento hay también buenos cuadros pintados por nativos de Bogotá, que pueden considerarse como el Murillo del país. Una Virgen y el Niño Jesús es un cuadro agradable; hay tanta dulzura y ternura en la expresión de la Virgen y la inocente sonrisa del rostro del Niño Jesús que son admirables. El colorido es suave, los tintes claros y hay una caracterización llamativa de

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naturalidad y excelencia en toda la composición. El pintor de este cuadro, Vásquez, ha estado en Europa estudiando las grandes obras de los famosos pintores de Italia, y cuando estuvo en Italia le ocasionó gran satisfacción al Papa, cuyo retrato pintó y por tal motivo, le envió un anillo grande recamado de diamantes con su miniatura en él. Las iglesias y conventos de Bogotá están llenos de sus cuadros, especialmente la capilla junto a la Catedral; pero muchos de sus mejores cuadros se hallan tan mal dispuestos a la luz que no se pueden ver con facilidad. Vásquez ha debido ser un genio de primera clase como pintor, y ha adquirido mucha fama en su país en una época en que estas condiciones no eran bien apreciadas y probablemente poco estimuladas. El pintó a principios del siglo pasado. En este convento nos mostraron la celda de uno de los frailes que había sido Virrey de Nueva Granada y había vivido en Bogotá durante algunos años con la pompa y esplendor de un príncipe, hasta que se cansó de las vanidades del mundo, abandonó su posición y se recluyó dentro de los muros del convento de San Francisco, donde, a manera del emperador Carlos Quinto, terminó sus días en paz. Los franciscanos son una Orden pobre y no se les permite poseer tierras, casas u otras propiedades. Sospecho que ellos no viven mal; algunos de los frailes poseen famosas corporaciones.

Una mañana visité a la marquesa José María Lozano acompañado de la esposa del general inglés. Nuestro principal objetivo era conocer la casa, considerada como la mejor amoblada de Bogotá. Esto era efectivamente cierto; en los apartamentos había un mobiliario antiguo muy valioso, y muchos artículos pequeños y grabados de Inglaterra y Francia. La marquesa nos contó con un profundo suspiro, que a ella le gustaba mucho el dinero y que durante el invierno le habían robado 40.000 dólares. Cinco hombres enmascarados entraron a la casa a las diez de la noche, después de haber encerrado a todos los esclavos, obligaron a la marquesa a que les mostrara el lugar donde tenía guardados sus amados tesoros, de los cuales se apoderaron y después muy deliberadamente amarraron a la anciana marquesa abajo en una gran butaca y se despidieron dándole las buenas noches. Los ladrones se quedaron sin descubrir, cosa que nada bueno dice de la vigilancia policiva de la metrópoli. Su esposo, el marqués, era criollo y tenía grandes fincas en la sabana de Bogotá y vivía principalmente en una de sus quintas, siendo de hábitos muy retraídos y estudioso. Nunca tuve el placer de conocer al marqués, que era muy culto y había estado dos o tres veces en España.

Un comerciante me mostró un collar de perlas de Panamá, especialmente de un bello color, forma, tamaño e igualdad. Pedía 3.000 dólares por el collar, pero como él tenía mucho de judío, sospecho que él hubiera estado resuelto a dejarlo por 2.000 dólares si se le hubieran puesto en efectivo en la mano. Las perlas se encuentran en las ostras en la costa cerca de Panamá, no son tan finas en color como las orientales, y a menudo se amarillan en pocos años. Creo que no hay ninguna parte del mundo donde se hallen perlas ovaladas tan enormes y de tan bella forma como las de Panamá, y cuando hacen juego, logran alcanzar precios muy elevados. Las perlas que se encuentran en la costa de Riohacha son de mejor color que las de Panamá pero no alcanzan a tener el mismo tamaño. Los indios guagiros practican la pesca de perlas en esta costa.

El clima de Bogotá puede considerarse como una primavera perpetua. Al mantener una cuenta diaria del termómetro durante tres meses en una habitación, sin calefacción, en la sombra, casi nunca encontré una temperatura por encima de 70º F o por debajo de 56º; y durante la estación de verano por las mañanas de seis a diez, la temperatura es muy agradable. Aún en las épocas lluviosas las mañanas por lo general son buenas; la lluvia se presenta generalmente de 2 a 3 de la tarde, acompañada de vivos relámpagos y truenos retumbantes, cosa que continúa hasta gran parte de la noche. Un paseo por la mañana temprano después de una noche de lluvia es muy agradable; los sentidos se recrean con la fragancia exhalada de diversos arbustos aromáticos silvestres de los setos que hay a derecha e izquierda de la carretera, cargados con profusión de rosas rojas que florecen casi todo el año. También se fascina con el concierto de varios pájaros cantores en esta llanura, que así como nuestros pájaros europeos, compensan su sobrio plumaje con la dulzura de su gorjeo. Entre éstos está la mirla, muy semejante a nuestro pájaro inglés, aun cuando de color más claro y de mayor tamaño. No soy muy entendido en materia de flores, pero nunca vi en ninguna parte de Europa tal variedad de claveles como los que tienen las damas de Bogotá sembrados en tiestos alrededor de sus balcones. Los colores son hermosos y algunas de las flores de gran tamaño. Para guarnecer mi balcón como los de mis vecinos compré cincuenta tiestos de claveles por un dólar y una dama muy entendida en plantas, tuvo la amabilidad de escogérmelas. Pude después vanagloriarme de tener algunas especies raras entre mi colección, de las cuales cuidaba con gran esmero una sirvienta mulata que tenía. Una mañana cálida y clara observé los colibríes revoloteando sobre las flores como libélulas, cogiendo los insectos y libando el néctar. Los diversos tonos que reflejaban los rayos del sol sobre el dorso y el pecho eran de color púrpura y oro, proyectados por el rápido movimiento de las alas de estos pajaritos tan hermosos y deslumbrantes a la vista.

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Hasta que ví el colibrí en Bogotá, yo nunca creí que se encontrara en un clima tan frío; pero en mis solitarios paseos por las montañas en la parte posterior de la ciudad, los he visto con frecuencia a 400 o 500 pies de altura. En estas ocasiones sentí mucho no haber sido botánico, pues estas montañas están cubiertas de arbustos y plantas; algunas de ellas tan sumamente hermosas en la forma de su follaje y color de sus flores, aunque no hubiera habido sino muy poca oportunidad para hacer nuevos descubrimientos, pues el célebre botánico Mutis, que residió durante muchos años en Bogotá, fue infatigable en sus investigaciones sobre las plantas del Nuevo Mundo. Sus trabajos y labores, desafortunadamente para Colombia, fueron enviados a Madrid por el general Morillo.

Una mañana visité la quinta (o casa de campo) del coronel Bario Nuevo, español, que comandaba el cuerpo de artillería de Bogotá. El coronel era mecánico y sabía algo de matemáticas. Me agradó mucho observar su ingenioso esfuerzo para hacer subir el agua de un pozo que tenía en su patio por medio de una cañería aérea rudimentaria. Una rueda pequeña giraba con gran velocidad empujada por un resorte, alrededor de la cual se enrollaba la línea aérea, arrojando al mismo tiempo el agua dentro de una cañería de madera en cantidad suficiente para llenar una gran olla (o vasija de barro)en corto tiempo.El también había establecido una enorme tenería en este lugar y ganaba mucho dinero curtiendo cueros. Me mostró una hermosa capilla privada, con dos bonitos cuadros pintados por los vascos; me se ntí inclinado a comprarle los cuadros, pero el coronel pedía mucho dinero por ellos.

Los perros son muy numerosos en las calles de Bogotá. Muchos de ellos no tienen amo, comiéndose toda la basura que pueden encontrar, de modo que el alcalde se ha visto obligado de vez en cuando, a enviar hombres por la noche armados con lanzas para matar todos los que encuentren. En estas ocasiones es tuve muy preocupado por mi pointer Don, que hubiera podido correr la misma suerte por parte de estos destructores de la raza canina.

Abril 29. Le devolví la visita al señor Rivera, director del Museo Nacional, que acababa de regresar de una expedición a orillas del río Meta, con el fin de medirlo y hacer observaciones astronómicas. El Meta se halla distante de Bogotá a cuatro días a través de las montañas orientales, y después de recorrer considerable distancia por la llanura inmensa, desemboca en el gran río Orinoco. El señor Rivera me mostró una especie de látex procedente de un árbol, algo de leche y un poco de cera extraídos de éste. También me enseñó un calabazo lleno de curacé (veneno) que le regalaron a él algunos de los indios que viven a orillas del Meta y lo emplean para ap licarlo en las puntas de sus flechas y lanzas.

El señor Rivera en su viaje había estado acompañado por dos o tres natura listas franceses, caballeros que estaban al servicio de Colombia y asignados al Museo Nacional. El me dijo que había visto diversos pájaros y pequeños animales muertos por los indios con las flechas envenenadas y que la muerte era casi instantánea. Así mismo vi la hamaca de estos indios llamada chinchorro; ésta estaba tejida ingeniosamente con fibras de un árbol de palma, las cuerdas eran finas pero resistentes y muy propias para dormir en un clima cálido; y muy bonitas pieles de tigres gallineros que él había comprado a los indios. Tenía también una raíz llamada barbasco, que se encuentra a orillas de este río, una cocción de ésta mezclada con las aguas del Meta les permite a los indios coger grandes cantidades de pescado, que se envenena y flota sobre la superficie del río. Esto me recuerda a mí los días de mi juventud en Rugby, cuando yo le hacía la guerra a un bando de peces en el río Avon, colocando cocblicus indicus en los grandes estanques para emborrachar a los peces. Las raíces de barbasco no producen ningún efecto a los caimanes o tortugas, En el Meta hay un pececillo extraordinario llamado el caribe; tiene unas seis o siete pulgadas de longitud y es tan feroz y voraz que inmediatamente ataca a cualquier persona en el baño, y como son tan numerosos, es motivo de peligro meterse en el agua. Este pez es muy estimado por los indios como alimento . El viento durante ciertos meses del año sopla siempre del norte del río Meta.

Abril 26. Los comisarios británicos y el señor Cade tuvieron el honor de comer con Su Excelencia el Vicepresidente del Estado de Colombia. Invitados para conocer al presidente del senado y de la cámara de representantes, y muchos de los más distinguidos personajes de ambas cámaras , varios generales, jueces y todo el estado mayor de la capital. La comida fue de lo más suntuoso, pero no de lo más apropiado para el paladar inglés ; el pescado fue servido como último plato en lugar de ser el primero, de acuerdo con nuestras costumbres . Me agradó muchísimo el plato favorito español llamado olla podrida; constaba ésta de aves hervidas , tocino, carne de vaca , carnero y una diversidad de legumbres ladas revueltas en el mismo plato,

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pero el arte de cocinar era sencillo y exento de ajo y aceite. Como de costumbre en el intermedio de los platos, dábamos cortos paseos y después renovábamos el ataque a las aves y dulces que eran de sabor excelente y muy agradables a la vista. Oí decir más tarde que los dulces con los pasteles le habían costado al Vicepresidente 400 dólares (80 libras esterlinas). Se hicieron muchos brindis durante la comida por Su Excelencia el Vicepresidente y los diferentes miembros del senado y de la cámara de representantes, algunos muy obligados para la nación inglesa. Los criollos tienen un feliz acierto para expresar mucho en pocas palabras en su s brindis y su lenguaje es en gen eral elegante y apropiado. Me sentí verdaderamente sorprendido al oír con cuánta libertad y propio dominio estos caballeros expresaban sus sentimientos. El Vicepresidente hizo los honores de su mesa notablemente bien , acomodando a todos sus invitados a su gusto.

El comedor era largo y espacioso, pero angosto y en las paredes estaban escritos los nombres de los generales colombianos y coroneles que habían caído muertos por la causa de la Independencia; así como la denominación de los lugares donde se habían ganado las principales victorias. Observé en la pared frente a donde yo estaba sentado, "Carabobo", cuya victoria fue principalmente ganada por el valor de un batallón inglés, llamado en la actualidad "Regimiento de Carabobo", tuve el honor de proponer un brindis a la salud del Presidente Bolívar , el cual fue aceptado con entusiasmo por todos y luego nos despedimos llenos de júbilo, muy agradecidos a nuestro anfitrión y complacidos por la fiesta.

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PARTE 4 – 27 DE ABRIL A 19 DE SEPTIEMBRE

Al día siguiente hubo una terrible discusión en la cámara de representantes, a causa de la moción presentada por uno de sus miembros para investigar la conducta del Presidente Herrera, acusado por cohecho en su situación judicial, y que él debía abandonar la curul de la presidencia durante la investigación. Este señor Herrera se negó a hacerlo, y el tumulto fue tan tremen do al fin que la cámara de representantes se vio obligada a suspender la sesión sin llegar a resolver el asunto. El coronel Campbell presenció todo el asunto, y dijo que aquello parecía un patio de osos. En la sesión de la cámara de representantes del día siguiente, el presidente Herrera fue depuesto y se nombró un comité especial para investigar su conducta.

En esta semana el senado y la cámara de representantes aprobaron un decreto por el cual se disponía de parte de los bienes de la Iglesia Y otras propiedades hipotecadas a diversas instituciones monásticas. El gobierno calculó reunir un millón de dólares por estos medios. El cuerpo legislativo debiera haberse reunido el 2 de enero de 1824, pero no estaba constitucionalmente instalado hasta algunos días de abril por carencia del número adecuado de miembros.

Durante este tiempo los gastos diarios del gobierno correspondientes a los miembros que llegaban a Bogotá, ascendían a 11.868 dólares, a saber:

Para los miembros del senado. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 2.136

Idem para la cámara . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 9.732

11.868

Los miembros que no se hallaron en Bogotá el día de la sesión, eran multados con rigor, a menos que estuvieran impedidos por causa de enfermedad.

Unos cuantos días después de esto, el coronel Campbell y yo fuimos invitados por el señor Pepe París, para ir con él a visitar la famosa laguna de Guatavita, que él había estado tratando de desecar durante los últimos dos o tres años, con el fin de encontrar el tesoro de los ídolos indios de oro al por mayor y también algunos lingotes de oro que se suponía habían sido arrojados por los caciques indios en sus ceremonias religiosas, y disminuir así la rapiña de sus conquistadores españoles. En Bogotá se constituyó una compañía bajo la presidencia del señor Pepe París, para levantar los fondos suficientes destinados al drenaje de la laguna de Guatavita. Las acciones valían 2.000 dólares. Muchas de las compañías mineras de este país valían en una época a alto precio, pero antes de salir de Bogotá habían disminuido mucho de valor. Nuestro grupo constaba además de los ya mencionados, del señor Rivera, mineralogista, y del doctor Cheyne, un joven médico escocés que había llegado recientemente a Bogotá para ejercer. El señor Cade desistió de ir.

Llegamos a las nueve y Media a El Cedro, una casita de campo, donde el señor Pepe París había preparado el almuerzo. El Cedro se halla al norte de Bogotá. Al salir de El Cedro, cruzamos algunas montañas hacia el N.E. por una carretera muy mala y nos encontramos en un rico y fértil valle, con aguas abundantes. Después empezamos a subir una cadena de montañas y bajamos al extenso valle de Guatavita. Llegamos a la aldea del mismo nombre a las cuatro de la tarde. Dista de Bogotá unas treinta millas en dirección E.N.E. A corta distancia de la aldea de Guatavita encontramos a un fraile franciscano que estaba reemplazando al párroco; él estaba a caballo y le seguían unos cuarenta campesinos bien montados. El fraile nos dirigió un corto discurso, deseándonos que nuestra llegada a Colombia fuera de utilidad para su país y dándonos la bienvenida a Guatavita. Después nos dirigimos a la casa cural, frente a la cual se habían reunido todos los indios, pues esta aldea era indígena. Dos de ellos estaban tocando el instrumento nacional, la chirimía (un pequeño tambor y una flauta), otros estaban disparando buscaniguas y triquitraques. Los campesinos entraron a la casa del párroco en fila, después se descubrieron y dieron tres vivas cordiales a los cuales nos unimos todos. Ellos gritaron: "Viva la nación inglesa, amigos de la República de Colombia". En la casa del párroco nos proporcionaron todo lo necesario y allí pasamos la noche. El beneficio eclesiástico de Guatavita es de 3.000 dólares por año.

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Los indios de esta parte parecen una raza miserable, cuya mente ha sido completamente dominada por la opresión y crueldad de los primeros españoles de la conquista. Si usted les hace alguna pregunta a los indios le contestan: "si mi amo -no mi amo"- en el tono más sumiso. Las chozas de los indios en esta aldea eran sucias y los habitantes excesivamente pobres.

En la sala del párroco me sorprendió mucho ver un grabado grande de Jorge Segundo montado sobre un brioso corcel; tal era la superstición de la gente de este país en una época que un sacerdote hubiera pensado que su casa se manchaba teniendo el grabado de un príncipe hereje. El riachuelo de Guatavita pasa cerca de esta aldea en dirección E. N. E., después se desvía alrededor hacia el S.S.O. por la aldea de Escuiba y entra a la sabana de Bogotá cuyo nombre toma luego. En la aldea de Guatavita, en sus alrededores, se encuentran hierro y carbón, este último arde como el abeto o el carbón de kendal. También había aguas minerales diversas cerca de la aldea; la temperatura de estas aguas era de 63º F.

Quince días antes de nuestra llegada, ocurrió un triste accidente a uno de los indios que estaban adornando con flores una enorme cruz de piedra frente a la casa cural, en espera de la visita de los comisarios británicos. Una enorme piedra de la cruz cedió y cayó sobre la cabeza del pobre indio dejándolo muerto en el acto. El pobre hombre dejó una esposa y dos hijos. Nosotros naturalmente hicimos una suscripción para ella y se la dejamos en manos del fraile franciscano.

Salimos de Guatavita a las siete de la mañana del día martes y llegamos a las nueve a almorzar a la choza construida por el señor Pepe París cerca del lago. En nuestro camino a esta aldea pasarnos por un lugar donde en otra ocasión existía la ciudad indígena de Chilacho, que antes de la conquista del país por los españoles estaba totalmente habitada por indios que comerciaban en oro y plata. Después del almuerzo nos dirigimos al lago de Guatavita, distante un cuarto de milla. La vista de la laguna por el lado donde se estaban haciendo las excavaciones es muy agradable aun cuando algo triste; parece de forma redonda como la de una marmita, rodeada de montañas por todas partes, de unos doscientos o trescientos pies de altura y cubiertas de bosques en las cumbres; el agua de la laguna era tan diáfana como un cristal -no se veía en ella el menor remolino y era muy limpia-. A un lado de la laguna me mostraron a mí los escalones hechos por los indios para subir y bajar cuando los caciques, nobles y sacerdotes del pueblo venían a celebrar sus ritos idólatras para apaciguar los espíritus malignos, que ellos creían vivían en las aguas de Guatavita. Cruzamos el lago en una balsa pequeña. Al hacerlo noté especialmente que íbamos por las partes más pandas para tratar de descubrir algunos ídolos de oro, pero todo fue en vano. El centro del lago tiene unos veintisiete pies de profundidad y es donde se supone que haya mayor cantidad de oro. En la otra parte de la laguna observamos una hilera de grandes pilotes que habían sido puestos por los españoles cincuenta años después de la conquista del país, con el mismo fin del de nuestro buen amigo Pepe París, pero únicamente para desaguar una parte de la laguna que era bastante panda, lo que los españoles lograron hacer y obtuvieron considerable cantidad de oro, ya que una quinta parte de éste sumó 3.000 dólares los cuales fueron pagados a la Tesorería Real de Bogotá como parte del Rey de España. Se encontró un documento oficial en los archivos de Bogotá que confirma este hecho. El coronel Campbell y el doctor Cheyne se bañaron en la laguna y encontraron el agua fría.

El corte hecho por Pepe París por el lado de la montaña, está en dirección E.N.E. Hace unos tres años que él empezó esta gran empresa; en este tiempo se hicieron bastantes gastos, tratando de ejecutar un corte a través de la montaña para darle salida al agua de la laguna, pero como la brecha no tenía suficiente pendiente las rocas y la tierra se desplomaron siete veces. Como su propósito no tenía oportunidad de éxito de esta manera, se le aconsejó que cavara un túnel subterráneo unos treinta pies más abajo que el lecho de la laguna, en la misma dirección en que él había hecho las primeras grietas, las cuales en la época en que nos hallábamos, ya casi había terminado; pero más tarde supe que le había ocurrido una desgracia inesperada, de modo que temo que al pobre señor Pepe París, si no consigue un buen ingeniero de Inglaterra para dirigir sus excavaciones, le pasará como al perro de la fábula que arrojó el pedazo verdadero que tenía en la boca para coger la sombra en el agua. Yo deseo cordialmente que tenga éxito al fin; él merece poseer una buena fortuna, siendo un hombre tan liberal y de buen carácter, especialmente atento con los extranjeros y un gran amigo de Bolívar, como también lo fue del difunto capitán Cochrane, R. N. que tenía acciones en este proyecto, y había residido casi un mes en el pobre rancho construido por el señor París en las montañas vecinas a la laguna, para vigilar y dirigir a los indios en su trabajo. No dudo que pueda encontrar oro en la laguna de Guatavita si se lograra alguna vez desaguarse, pero es dudoso que lo fuera en cantidad suficiente para reembolsar a los tenedores de acciones y producirles remuneración. Una razón es, que los indios no pudieron poseer grandes cantidades de oro en estos

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distritos. Las minas de oro más cercanas se hallan a cuatro días de distancia de Bogotá, en la provincia de Mariquita, y entiendo que éstas no han sido nunca explotadas en ninguna forma; únicamente la tierra y la arena se han lavado para obtener oro en polvo. En la llanura donde se dice que está situada la ciudad de Mariquita hay seguridad de encontrar trazas si se cava un poco la tierra de las calles y se lava en una batea. Esto puede ser cierto; pero yo he encontrado algo de exageración en estos cuentos. Mariquita está a dos o tres horas a caballo de la ciudad de Honda, sobre una hermosa llanura. El venado y los tigres gallineros son numerosos en las cercanías de las selvas donde se halla la laguna de Guatavita.

Durante el mismo día, nuestro grupo visitó la quinta del señor Montoya (hermano del caballero que estuvo en Inglaterra para conseguir el último empréstito colombiano); la ubicación era sobre un montículo rodeado de extensas mangas, en las cuales había una cantidad enorme de yeguas, caballos y potros, pues la renta que producía la propiedad se obtenía principalmente por la venta de caballos de cría en su finca. El señor Montoya era considerado como un comerciante muy rico de Bogotá y nosotros descubrimos que él vivía en la abundancia como sus propios caballos. La dirección del hato parecía muy acertada; el mayordomo de la finca y sus ayudantes a caballo hacían rodeos y los recogían en grandes pesebres cubiertos de paja, para examinar si los animales habían recibido patadas, mordiscos o heridas. A veces se pagan hasta doscientas libras esterlinas por un caballo padre. Algunos de ellos eran hermosos, de muy buena lámina pero pequeños. Una buena importación de caballos ingleses de pura sangre, mejoraría mucho la cría en Colombia.

Al día siguiente nos despedimos del señor Montoya y nos encaminamos hacia Zipaquirá para ver la gran explotación de sal cerca de esa ciudad. Llegamos a las tres de la tarde y nos hospedamos en la casa del gobernador Barriga, coronel de la guardia nacional. La población de Zipaquirá es de 6.000 habitantes y la del distrito de 14.000. Hay tres escuadrones de lanceros (guardia nacional) en el vecindario, que hacen ejercicios todos los domingos bajo la dirección del coronel Barriga. La salina es digna de verse y en las excavaciones que se hacen en las montañas, aparece una enorme mole de sal, mezclada con piritas y azufre este artículo se envía a grandes distancias, aún al Valle del Cauca y a la provincia del Chocó en el Pacífico. Cerca de la plaza vimos después bueyes cargados de sal procedentes de Zipaquirá. Una arroba de sal (25 libras) vale aquí seis reales (dos chelines seis peniques). Los indios que llevan el agua salada en pellejos desde la salina hasta los establecimientos de evaporación, ganan dos reales por cuarenta cargas. Vimos aquí bonitas muestras de las piritas, que son una mezcla de hierro y azufre y de las cuales se obtiene gran cantidad de esta salina. En un promedio de años, estas salinas le pagan al gobierno una renta neta de 120.000 duros; y lo que es más extraordinario es el procedimiento que se emplea para extraer la sal, el cual no ha sufrido ninguna variedad desde la época de los indios aborígenes que habitaban en el país. Se llenan grandes ollas de barro de agua salada y se ponen sobre el fuego -las montañas adyacentes poseen gran cantidad de combustible-. Tan pronto se evapora el agua se produce la sal. Se vuelven a llenar las vasijas de agua salada hasta que ésta queda completamente llena de la masa sólida de sal. Entonces se rompen las vasijas para obtener la sal, lo cual ocasiona un gasto de 4.000 o 5.000 dólares por año. Yo creo que el coronel Jolinstone y algunos otros extranjeros, han alquilado esta salina del gobierno por el término de algunos años, y tienen la intención de emplear vasijas de hierro para la evaporación del agua salada, con lo cual se disminuiría considerablemente el costo de la operación. Esta es una especulación que me gustaría acometer, pues la demanda de sal aumentará a la par de la población. Hay también minas de sal a unas dos leguas de Bogotá, pero el gobierno no permite la explotación. Los españoles empezaron a construir una enorme iglesia en Zipaquirá hace veinte años; el Virrey concedía anualmente la suma de 15.000 dólares, procedente de las salinas para la construcción, pero todavía no se ha terminado ni la mitad ni es posible que lo sea. Los españoles a menudo empiezan empresas gigantescas en España pero rara vez las terminan.

Las notables minas de esmeraldas de Muzo se hallan a veinte leguas de Zipaquirá, y yo sentí mucho no haber podido acompañar al señor Pepe París y al señor Rivera, que iban a salir al día siguiente para ir a visitadas, cuando este último caballero fuera a inspeccionarlas. Estas minas también se han dado en arrendamiento a algunos caballeros por el término de diez o veinte años. Poco antes de nuestra llegada a Zipaquirá un indio había desenterrado sesenta pequeños ídolos indios de oro; uno de ellos me fue obsequiado por un caballero del lugar, y yo a mi vez se lo obsequié al coronel Campbell. Los nativos de la provincia de Antioquia son muy expertos para descubrir las tumbas donde estaban enterrados los indios antes de la conquista, al abrirlas encontraban frecuentemente que contenían un número considerable de ídolos de oro y ornamentos etc. Como esta parte de la sabana de Bogotá es fértil en extremo, los enormes caminos están llenos de ganado en todas

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direcciones, que se engorda al cabo de tres meses en estos ricos pastos. Una arroba de carne de vaca (25 libras). vale aquí únicamente seis reales.

Al regresar a la capital al día siguiente, nuestros caballos y mulas atravesaron el río Bogotá a nado y nosotros en una balsa cubierta de juncos. A la izquierda de la carretera divisamos la quinta de Su Excelencia el Vicepresidente; él poseía una magnífica finca rodeada de potreros.

A las diez del día nos detuvimos en la aldea de Chía en casa del párroco, donde encontramos preparado para nosotros almuerzo según la costumbre española. Constaba éste de huevos fritos y plátano, aves asadas, carne salada y papas, etc. y terminado por una tacita de chocolate espeso. No nos sorprendió nada el despliegue de platos preparados por el párroco. Las fuentes, platos y tazas eran todos de plata maciza pesada. El sacerdote me dijo que al fin y al cabo eran más baratas que la porcelana, la cual era muy cara y escasa en el interior del país. Aquí los señores Pepe París y Rivera se separaron de nosotros para continuar su viaje a Muzo. Chía es una gran aldea indígena; la mayor parte de las chozas se hallan casi ocultas por huertos de manzanos, cuyas frutas se envían para su venta al mercado de Bogotá. A las cinco de la tarde llegamos a casa, pero no libres de un completo remojón, pues llovió muy fuerte durante todo el tiempo, lo cual hizo que el camino se volviera muy resbaloso para los cascos del caballo.

En esta semana presencié una corrida de toros en la plaza mayor frente a mi casa, pero como yo ya había visto este espectáculo nacional en España, donde los toros de Andalucia son especialmente bravos y activos, los jinetes magníficos y a los toros se les permite campo libre en la arena, me sentí bastante desilusionado del espectáculo. El toro fue llevado a la plaza por un jinete, el cual sujetaba al toro con un lazo por los cuernos. El lazo era bastante largo y le permitía al animal acometer al picador, quien tenía una banderilla (o bandera) en la mano izquierda, que él ondeaba para llamar la atención del toro; esto lo irritaba cuando él hacía un ataque furioso al picador al embestirlo, pero hábilmente le arrojaba al animal un venablo o dardo al cuello y saltaba a un lado. Al extremo del dardo había un cohete, que se disparaba inmediatamente, con lo cual enfurecían al toro en el ataque a su asaltante; en estas ocasiones el toro no tenía ninguna ventaja, pues tan pronto como el jinete observaba que el picador estaba en peligro de ser cogido, él retenía su caballo de freno fuerte y el animal bien amaestrado inmediatamente giraba a un lado, fijaba los pies en la mejor posición para resistir la arrancada del toro en su esfuerzo para alcanzar al picador. Esta maniobra está tan bien ejecutada por el jinete y el caballo, que con frecuencia he visto al toro caer de lado con tanta violencia como si hubiera sido fulminado por un tiro. Al presenciar el enlace de los caballos salvajes y del ganado en las inmensas llanuras de Suramérica, el magnífico adiestramiento de los caballos me ha llenado siempre de admiración, especialmente la posición que toma el caballero, cuando el animal ha sido enlazado con el fin de derriba río al suelo sin caerse él. El lazo se sujeta en la cabeza de la silla con un anillo fuerte de hierro. En una ocasión vi a un oficial vestido de uniforme que había sido derribado por el toro; todos temíamos que fuera a perecer. Por fortuna para él, el toro desahogó su furia contra el pobre caballo, que quedó herido, mientras que el jinete escapó corriendo. Los muchachos practican constantemente con un pequeño lazo en los patios de las haciendas, tratando de enlazar cerdos, gallinas, etc. Un día ví en la gran plaza de mercado una maniobra maravillosamente hecha a un cerdo, y para evitar que el lazo que le había tirado un indio lo ahorcara, ejecutó la maniobra por séptima vez y en la última logró enlazarlo.

Visité al señor Rivera en el Museo Nacional, donde ví la momia de un cacique indio, que había sido recientemente desenterrada cerca de la ciudad de Tunja. Estaba muy bien conservada. El cuerpo se encontró envuelto en una tela grande de algodón de diferentes colores, y debió haber sido enterrado antes de la conquista del país por los españoles, pues el señor Rivera me informó que la tela de esa fabricación no se había visto nunca empleada por los criollos. El cuerpo se hallaba sentado y las rodillas casi tocaban el mentón.

El sábado 11 de junio Su Excelencia el Vicepresidente fue invitado por mí a una comida en unión de veinticuatro miembros del senado y de la cámara de representantes. Los ministros y algunos de los principales funcionarios se hallaban también en el convite. Como esta fue mi primera invitación pública desde mi llegada a Bogotá, estaba deseoso de que todo saliera bien, lo cual fue en realidad, con la ayuda de unas cuantas botellas de champagne que nos hicieron terminar la fiesta muy animados.

En esta época ví a un hombre y una mujer que pasaban por frente a mi casa, e iban a ser fusilados en la plaza de San Francisco; ellos llevaban cruces frailes; franciscanos los acompañaban a cada lado, exhortándolos a

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hacer oraciones al cielo por el perdón de sus pecados. Además estaban custodiados por una escolta de soldados. Para satisfacer con mayor libertad relaciones sexuales criminales, la mujer había ayudado a su amante para cometer el asesinato de su esposa; pues fue primero apuñaleada en la garganta y después ahorcada de una de las vigas de la casa. La muchacha no tenía más de diecinueve años y su aspecto era bastante interesante. Me contaron luego que esta pareja culpable murió arrepentida.

Bogotá corno todas las ciudades de España, tiene un constante tañido de campanas procedente de las diferentes iglesias y conventos. A las nueve de la mañana y seis de la tarde cuando repican las campanas la clase baja del pueblo en las calles, se descubre y recita sus oraciones entre sí. Ellos también se descubren al pasar por una iglesia o convento.

Tuve buenas relaciones con el coronel Blanco, uno de los mejores oficiales al servicio de Colombia; él era fraile cuando empezó la revolución y en su carrera militar se distinguió mucho. Los rasgos del coronel Blanco eran muy distinguidos, sus modales suaves y modestos y en la conversación se le observaba gran cultura, especialmente con respecto a la moral y condición física del Estado de Colombia. Cierto día el coronel desplegaba todo el valor como granadero en el campo de batalla y al día siguiente se le encontraba en el púlpito predicando con magnífica retórica y elocuencia para darles ánimo a los soldados y aumentar su celo hacia la causa por la cual luchaban. Tal caballero era el enemigo más formidable de los españoles, y tenía doble vinculación por las pasiones de los soldados.

Un caballero me envió la piel de una serpiente que media y tenía veintitrés pies de largo sin la cabeza, que por desgracia había sido decapitada por los indios. Su diámetro era considerable, pero la piel se había encogido y no pude calcular las dimensiones. Estaba cubierta de escamas de gran espesor. El color era carmelita terroso, mezclado con rayas negras. Esta serpiente la mataron en las llanuras de Casanare y pertenecía al tipo de la boa constrictor. Su mordedura no es venenosa pero mata venados y otros animales retorciéndolos y a causa de su gran fuerza los aplasta hasta dejados muertos. No hay ningún país de Sur América, creo yo, donde abunden tanto las serpientes. Afortunadamente los nativos poseen un antídoto para el veneno, el cual toman o lo aplican sobre la mordedura. Los criollos hacen una relación curiosa para explicar la manera como se descubrió este antídoto. En la provincia de Antioquia estaba un indio trabajando en una selva cuando le llamó la atención el combate que sostenían un pajarito llamado halcón culebrero y una serpiente. El observó que tan pronto era el halcón mordido por la serpiente durante la lucha, volaba inmediatamente a un arbolito llamado guaco, comía algunas de sus bayas y después de un corto intervalo renovaba la lucha con su enemigo y al fin lograba matar la serpiente, la cual devoraba. Por supuesto se le ocurrió a la mente del indio que la decocción de estas frutitas probablemente serviría de específico para la curación del veneno; en algunos casos, cuando la gente ha sido mordida por culebras cascabel u otras serpientes venenosas, aplican ese remedio. Después practicó el experimento en un indio que había sido mordido por una serpiente coral y respondió satisfactoriamente a sus esperanzas. En las provincias donde abundan las serpientes, especialmente en las de Buenaventura y Chocó, los indios y negros llevan consigo siempre esta decocción, u otro antídoto para el veneno, pues ellos corren gran riesgo de ser mordidos cuando están trabajando en las selvas o en las plantaciones de cacao, ya que las piernas están al descubierto y las plantas del pie protegidas únicamente por abarcas (5). Creo que pocas culebras ataquen al hombre a menos que se acerque mucho a ellas o trate de amenazarlas.

Por orden del rey de España, un reo condenado a la pena de muerte por asesinato, era obligada a meter las manos dentro de un recipiente donde se hubieran colocado previamente dos o tres de las serpientes más venenosas tan pronto mordían al hombre, él bebía algo de la decocción de estas bayas y no sentía ningún mal en las heridas. Se le perdonaba la vida, pero era condenado a trabajos forzados por el resto de sus días. Cuando se toman grandes cantidades de sal, se considera también como antídoto para las mordeduras venenosas. He oído decir que hay una clase de animal pequeño del tipo de la comadreja que vive principalmente de serpientes y sostiene batallas desesperadas con la cobra capella, y que cuando éste recibe alguna mordedura, así como el halcón culebrero de América, corre hacia una raíz particular, la come y después de un ratito renueva el combate.

En Sur América hay gran variedad de únicos con cola pero no hay simios. Mis amigos conocedores de que yo era gran aficionado a las aves y mamíferos fueron muy gentiles al enviarme gran cantidad. He tenido cuatro o cinco monos de diferentes especies que me trajo una mañana el señor Borrero, miembro del Congreso por la provincia de Neiva, situada al S.0. de Bogotá y que ha sido dos veces gobernador. Algunos de estos monos

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eran muy pequeños y en particular muy divertidos por su viveza y travesuras. Uno de ellos tenía todo el continente y modales de un anciano y era el predilecto entre mis sirvientes. Tenía dos pies de altura, de grandes ojos negros y melancólicos, piel fina y suave, de un color gris claro plateado; tenía la cola larga y esponjada. Al comer y beber se sentaba erecto a la mesa y usaba con gran habilidad el cuchillo y el tenedor, ocasionalmente bebía en su copa. Su carácter era excelente, no era por lo menos quisquilloso, como suelen ser por lo general estos animales, pero en todo momento era serio y reposado. Estuve deseoso de llevar este mono a Inglaterra, pero el clima de Bogotá fue demasiado frío para él y murió de disentería.

Paseando por el campo ví algunos muchachos matando, o más bien, aturdiendo pajaritos con un tubo de soplar o bodoquera que se dispara con bolas duras de barro. Las bolas se arrojan por el resoplido a través del tubo, que tiene dos pies de largo y media pulgada de diámetro y a veinte o veinticinco yardas generalmente dan en el blanco. Yo les vi a ellos lanzarle una bola a un pájaro que fue golpeado en la cola, pero logró escapar. Otro muchacho había matado seis o siete pájaros que llevaba en la mano. Esta bodoquera se hace exactamente dentro de los mismos principios que la grande que usan los indios salvajes arrojando pequeños dardos envenenados contra la casa y sus enemigos, de las cuales haré una descripción al hablar de la provincia de Popayán.

El día 17 de junio se celebró en Bogotá una fiesta de inusitada magnificencia. Su Excelencia el Vicepresidente, todos los grandes funcionarios de Estado y los militares, etc., asistieron con sus uniformes de gala y por la tarde tuvimos corrida de toros en la plaza mayor.

El día 2 de julio, el coronel Campbell partió de Bogotá para Inglaterra. Muchos de sus amigos y yo mismo le acompañamos algunas leguas por la carretera y regresarnos por la noche a Bogotá.

A mediados del mes un coronel negro, colombiano, llamado Infante, fue enviado a prisión por la acusación de haber asesinado por la noche al capitán Persone, un individuo de color. El cadáver del capitán fue hallado a la mañana siguiente arrojado por un puente al final de una calle llamada San Juan de Dios, y cayó a una pequeña corriente del río San Francisco, con una herida profunda en la sien derecha. El coronel Infante había sido esclavo en Venezuela; al estallar la revolución civil él huyó de su amo y entró al servicio de Colombia. Debido a su valor había sido elevado al rango de coronel. Mientras estuvo al servicio de los lanceros de corps bajo el mando del general Bolívar, su disposición feroz lo convirtió en el terror de todos los lugares donde había sido estacionado y en particular en el del cuartel de la ciudad de Bogotá, donde residía hacía un tiempo. Se decía comúnmente que el coronel tenía una cuadrilla de malhechores negros como él, que a toda hora estaban listos para actuar como instrumentos de su venganza contra cualquier persona que tuviera la desgracia de incitar su disgusto. Se suponía generalmente que Infante había estado en la capital bajo la vigilancia del gobierno. El crimen que ahora se le importaba había sido cometido por celos; él sospechaba que el capitán era un rival favorito de una de sus amantes. Los bogotanos se sintieron muy complacidos cuando supieron que el coronel había sido aprehendido. Algunos meses después le vi fusilar por este crimen en la plaza mayor, frente a mi casa.

Julio 30. Di un baile de disfraces y una cena a Su Excelencia el Vicepresidente, a los ministros y a todos los miembros del Congreso, así como también a toda la gente elegante de Bogotá. Con el fin de reunir entre los invitados a lo más selecto posible, dos damas de alto rango me dieron la lista de las personas que debía invitar. El baile de disfraz demostró ser muy lucrativo para todos los sastres, que estuvieron muy ocupados, por primera vez, en la confección de pantalones cortos. Nos causó gran hilaridad ver a un joven francés aparecer con un par de pantalones blancos de seda y un distinguido caballero presentó sus excusas por no asistir al baile debido a que los sastres tenían tanto trabajo entre manos que no pudieron terminarle sus calzones.

Agosto 9. Sólo placer y alegría hubo durante toda la semana precedente: cada día hubo un banquete, o una baile, o una tertulia, o un concierto. El día 7 Su Excelencia el Vicepresidente y todos los funcionarios de Estado civiles y militares, frieron con mucha ceremonia desde palacio a la catedral mayor a dar gracias por la victoria de Boyacá, ganada por Bolívar contra el general español don José María Barreiro, en agosto del año de 1819. El general fue después fusilado con otros treinta y ocho oficiales españoles, en la plaza mayor; y como un fraile había sido turbulento y activo defensor de los españoles, fríe agregado al número de fusilados, cuyo número fríe de cuarenta. Es realmente espantoso cuando se reflexiona en la forma sanguinaria como se hacía la guerra en esta época entre las partes contendoras. La muerte del general Barreiro, creo que fue muy lamentada por

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las damas de Bogotá. En una ocasión él comandó la guarnición de Bogotá, era notablemente bien parecido, no tenía más de treinta años y era hombre de gran valor: era llamado "el Adonis de las mujeres". Cuando lo subieron al cadalso demostró gran firmeza.

La importante victoria de Boyacá le dio a Bolívar la posesión de toda Nueva Granada. El entró a Bogotá el 11 de agosto. El virrey Sámano había huido de la capital acompañado de la Real Audiencia, de la Guardia de Honor de la guarnición y de algunos civiles, hacia el río Magdalena, en vía a Cartagena, dejando en su precipitada huida una considerable suma de dinero en la casa de moneda (medio millón de dólares), muchos documentos oficiales, mucho equipo militar y también su gran bastón de puño de oro. La captura de Bogotá fue de la mayor importancia para Bolívar en este período crítico; su ejército, reducido pero valeroso, había sufrido excesivamente a causa de las largas jornadas, vida difícil y mucho combate. Yo conocí al coronel Mamby del batallón de Albions, quien me contó que había entrado a la vanguardia con las tropas de Bolívar y que no tenían ni un par de zapatos ni medias en todo el batallón; los oficiales iban de alpargates(6).

En la noche del día 7 Su Excelencia el Vicepresidente, dio un espléndido baile y una cena a toda la gente conspicua y a los extranjeros de Bogotá; este alegre baile duró hasta las primeras horas de la madrugada. Había mujeres muy hermosas en este baile, muchas de ellas estaban divinamente vestidas "a la française". En esta fiesta ví una gran cantidad de señoras con tapados, o vestidos con la cabeza cubierta que permanecían en otra habitación y eran únicamente espectadoras de la fiesta. El Vicepresidente es un buen bailador y le gusta mucho divertirse.

Al día siguiente invité a comer al señor Restrepo, ministro del interior, quien trajo consigo un pieza de oro que pesaba una libra y cuarto, encontrada en una mina de la provincia de Antioquia. Esta es la muestra más grande que yo había visto, pero después en la tesorería me enseñaron una de puro oro macizo que pesaba algo más de cuatro libras, la cual fue hallada en una mina de la provincia de Venezuela, la más rica de Colombia y que pertenece al señor Gual y al señor Arrubla. La vista de este tesoro servirá de estímulo para los ánimos abatidos de los tenedores de acciones en diferentes compañías mineras formadas en Méjico, Colombia y Perú. Con paciencia, perseverancia y cuantioso capital, algunas de estas especulaciones tal vez resulten provechosas; pero sospecho que muchos de los anuncios de minas indicados como pertenecientes a compañías mineras, existen únicamente en la imaginación de quienes los han inventado. La gente europea se forma las ideas más extravagantes acerca de los tesoros de Sur América, probablemente debido a la lectura de libros que relatan los tesoros de las galeras españolas que acostumbraban a llegar a Cádiz anualmente, cargadas con algunos millones de dólares, procedentes de Veracruz y de La Habana. Pero deben recordar que el producto de las mejores minas de Méjico y del Perú y una parte considerable del tesoro, pertenecían a comerciantes e individuos particulares. Me divertí mucho con el cuento que me relato un oficial inglés al servicio de Colombia, de uno de sus soldados que era irlandés: -Paddy caminaba un día por las calles de Caracas, cuando por ventura vio un dólar en el suelo; dándole un puntapié lo echó de lado con mucho desprecio, exclamando:

-¡Recorcholis!, ¡vine a las Américas en busca de oro, no me mancharé en los dedos con una simple moneda de plata. El señor Restrepo, ministro del interior, pertenece a una magnífica familia de la provincia de Antioquia y se había graduado de abogado. Hablaba francés e inglés tolerablemente bien, este último lo había aprendido en los Estados Unidos. El había sufrido mucho durante la guerra civil y y durante largo tiempo había estado preso por los españoles; en este lapso se habla visto obligado a ejecutar trabajos forzados en las fortalezas. Estaba ansioso de extirpar todos los prejuicios mezquinos absorbidos por las clases media y baja del pueblo bajo el gobierno de los virreyes españoles, frailes y sacerdotes, y no había hombre de conducta tan ejemplar como la de este ministro. Nunca se le veía en una mesa de juego; empleaba el tiempo ahora escribiendo la historia de la guerra civil, que habla culminado con la libertad de su patria. No conozco a nadie mejor preparado para el desempeño de esta ardua tarea, pues posee mucho juicio, discriminación, gran industria y mente despejada. La obra será editada en Inglaterra; me contó que ya había terminado la primera parte.

Por la noche debíamos asistir a una función de teatro representada por jóvenes aficionados; desafortunadamente el joven que iba a representar uno de los principales papeles, mientras hacia el ensayo se le disparó la pistola que estaba cargada hiriéndolo en la cabeza. La joven con quien estaba comprometido en matrimonio se libró, pues él le había dado el arma a ella y en brozna había apretado el gatillo sin saber que estaba cargada. El teatro de Bogotá es muy bonito y está muy bien ornamentado, pero por falta de comediantes

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estuvo cerrado durante mi permanencia en la ciudad, salvo en una o dos ocasiones en que se celebraban bailes y también estaba siempre abierto durante el carnaval.

En esta semana asistí a la iglesia de San Pablo para presenciar los exámenes públicos de algunos de los estudiantes del colegio patrocinado por Su Excelencia el Vicepresidente, el obispo de Mérida, los ministros de hacienda y del interior y algunos de los miembros del Senado y de la Cámara. Los principales temas de los exámenes eran administrativos y de relación entre el Senado, la Cámara de Representantes y el Ejecutivo. Los alumnos eran asimismo examinados en teología, matemáticas, historia moderna y lógica, la de Aristóteles fue refutada. Hay dos colegios públicos en Bogotá, en los cuales se educa la juventud que viene de todas las partes de la república. Los estudiantes vestían togas y birretes; los de un colegio con banda blanca y los del otro con roja. Bajo el gobierno español el Colegio de San Bartolomé estaba destinado a la educación de los hijos de la nobleza y el otro para la clase media; en la actualidad no hay diferenciación. Los edificios son muy espaciosos pero no ofrecen ningún gusto en la arquitectura.

El día 3 de agosto se inauguraron las sesiones del Senado y de la Cámara. Yo asistí por la noche a la Cámara y oí un corto discurso del presidente a los miembros despidiéndose de ellos.

El 9 de agosto todas las tropas de la guarnición se establecieron en el trayecto de legua y media de la carretera de Maracaibo, donde se celebraba un simulacro de batalla en honor de la victoria de Boyacá. El Vicepresidente comandaba parte de las tropas y el coronel París las otras. El terreno que era montañoso y a intervalos cubierto de grandes rocas, resultaba bastante ventajoso para el movimiento de tropas ligeras; y al estar en un declive, el efecto era muy propicio para los espectadores estacionados abajo en la carretera. Ocurrieron dos o tres accidentes causados por algunos hombres de la milicia que habían cargado sus cañones con piedras pequeñas, por cuyo medio algunos artilleros resultaron gravemente heridos. Cuando los espectadores supieron esto, todos se mantenían a distancia respetable de los ejércitos contendores. Grande fue nuestro asombro al observar al coronel Blanco, antes fraile, en el campo, a caballo, acompañado del juez de la Corte Suprema de Justicia, "en la grupa" ¡tras él! ¿Qué pensaría la buena gente de este país si ellos vieran a Lord Chancellor cabalgando en la gurupera del ayudante general en la revista de Houslow ante su majestad? Aquí nadie se preocupaba por eso. Afortunadamente el día fue notablemente agradable; muchas damas fueron a caballo a presenciar el simulacro de combate. Al terminar la batalla el Vicepresidente ofreció un refrigerio en el campo, con abundancia de champagne, y a los soldados se les dio su rancho con magnífica concesión de chicha. En la mañana de este día el Vicepresidente almorzó al estilo de los llaneros o lanceros de las llanuras de Apure. Las porciones de carne de buey eran asadas por los soldados y se le presentaban a él en una broqueta de madera de la cual llevaba la comida a la boca con los dedos, pero en esta ocasión se concedió sal y pan.

El 13 de agosto el coronel Infante fue condenado a fusilamiento, por sentencia de la corte marcial, a causa de la muerte del capitán Personé. Era preciso que esta sentencia fuera confirmada por el juez de la Corte Suprema de Justicia y por el Vicepresidente.

El domingo 22 de agosto fui con la esposa del general inglés a la casa del coronel Narváez, cuya esposa iba a ser la madrina de una linda muchacha de diecisiete años que iba a tomar hábitos para ingresar de monja en la Orden de la Concepción, aquella tarde. A las tres y media la señorita, vestida elegantemente de blanco, adornada con profusión de perlas y esmeraldas, etc., iba acompañada del coronel Narváez, sus padres, parientes y amigos. La señora del general inglés y yo salimos en comitiva de la can del coronel hacia el convento, mientras una banda de música tocaba en las calles y se disparaban cohetes frese al convento a nuestra llegada. Todos permanecimos sentados en una de las capillas, cera de la puerta que conducía a su altura morada; por esta puerta debía trasponer pronto por última vez; en este momento la pobre joven conversó animadamente con sus parientes y amigos y de vez en cuando sorprendí una mirada de sus bellos ojos expresivos; no pude evitar el mirarla con compasión, detestando con toda mi alma esta costumbre que entierra en vida a un ser en la flor de la juventud y belleza. Estas reflexiones me hicieron sentir muy abatido y muchos de los convidados, al aproximarse el momento de la ceremonia, se acercaron y parecían absortos en profundas meditaciones.

Tan pronto se terminó la oración la joven regresó con los sacerdotes y golpeó a la pequeña puerta del convento por nueve veces, la cual fue abierta por la señora abadesa y ella ingresó a su tumba viviente. A través de una puerta rechinante al aburrirse, ví veinte monjas, cada una con una velita encendida y quienes al recibir a la

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nueva reclusa se retiraron entonando himnos acompañados de música de órgano, que despertaba un poderoso efecto de melancolía en el espíritu. El acompañamiento se retiró enseguida al refectorio del convento, donde nos habían preparado chocolate, dulces, horchata, limonada, etc. Tuve el placer de conversar durante algún tiempo con la señora abadesa, quien me hizo diversas preguntas acerca de Inglaterra de nuestras costumbres y hábitos. Ella tenía un velo negro cubriéndole el rostro, pero me imagino que no era muy joven. En otro apartamento había refrescos para los sacerdotes y algunos caballeros, pero por un gran favor fui admitido en el refectorio. Al cabo de media hora recibimos la orden de regresar a la capilla, donde la nueva monja vestía el hábito de la Orden y creo que le lucía más que cuando la vi con todos los ornamentos de la moda. Le cortaron todos sus bucles y una capucha ordinaria muy ajustada le cubría parte de la frente, de los lados de la cara y se hallaba sujeta bajo el mentón. La capucha y el resto de su hábito eran de franela blanca fina con un rosario largo a cuyo extremo había un crucifijo colocado a su lado. El coronel Narváez le preguntó a la pobre muchacha sí no se arrepentía de sus votos, a lo cual ella repuso con una sonrisa melancólica:

De ningún modo. Una monja anciana que estaba en pie junto a ella observó significativamente:

Ella no sabe lo que ha hecho!

Después nos despedimos de la joven novicia.

A través de las verjas de los balcones que rodean la capilla puede observar muchos pares de ojos negros centelleantes, que supe pertenecían a las jóvenes novicias. Durante una semana o diez días después de tomar hábitos una joven, sus parientes pueden veda y conversar con ella, pero después de ese término queda prohibida toda comunicación, excepto la de la madre, cuyas visitas se limitan a una vez mensual. La Orden de la Concepción es menos severa que las otras, tanto que a las monjas de esta comunidad se les permite tener sirvientas.

Agosto 22. Fuimos a una gran partida de caza, acompañados del señor Anderson, ministro americano a la aldea de Fontibón, distante de Bogotá unas tres leguas, para cazar patos silvestres. El coronel Desmanard, caballero francés agente de la Caes Powles, Herring & Co;, nos dio un excelente déjeuner a la fourchete en Fontibón, que él había llevado de Bogotá. Empezamos, pues, nuestras operaciones contra los patos silvestres, cercetas y trullos, y cobramos en pocas horas cuarenta piezas; muchas quedaron heridas y las perdimos por falta de un buen perdiguero. Mi joven secretario, el señor Illingsworth y yo, nos metimos en el agua hasta la cintura, aun cuando nos previnieron no hacerlo algunos caballeros de Bogotá, quienes nos pronosticaron que podríamos contraer fiebres intermitentes al día siguiente; pero el anhelo por el deporte es mejor que la prudencia y al día siguiente nos hallábamos todos bien, con excepción de estar algo acalorados debido al ejercicio violento que habíamos practicado.

Los patos silvestres se hallan en cantidades prodigiosas en las lagunas de la Sabana de Bogotá, pero es difícil lograrlos en las extensas superficies de agua donde no hay cobertizo de juncos o arbustos. Vi varios pares de becardones pero eran silvestres y ariscos; hay becadas pero el plumaje del lomo era más obscuro que el de las mismas especies que visitan a Inglaterra cada invierno. Los indios las cazan con trampas y así mismo cogen los patos silvestres vadeando silenciosamente hasta cogerlos por el pescuezo en el agua. Las cabezas están. cubiertas con una clase de penacho hecho de arbustos y cuanto se hallan cerca del pato, lo tiran suavemente de las patas Ibera del agua y los ponen dentro de un gran morral que llevan delante consigo. Penachos semejantes a los suyos se arrojan a flote para acostumbrar a los patos a la vista de ellos. Los señores Desmanard e Illngsworth nos dieron una magnifica comida después del cita de cacería, a la cual asistieron algunos de los ministros con sus esposas, y un cónsul general con su familia.

Durante mi residencia en Colombia el presidente Bolívar se hallaba en el Perú comandando el ejercito independiente, compuesto de tropas colombianas y peruanas, contra el ejercito español bajo el comando del virrey la Serna y el general Canteiac. Sentí mucho no haber tenido la buena suene de conocer personalmente a Bolívar, quien en la época actual, sin menosprecio alguno para los demás altos oficiales de grandes dotes en América, ha sido el más grande hombre y la personalidad más extraordinaria que jamás haya producido el Nuevo Mundo. Bolívar desciende de una de las más antiguas familias españolas de Caracas, llamada "Los Mantuanos" para indicar que proceden en línea directa de guerreros españoles que fueron acompañados por Cortés, Pizarro, Gonzalo Jiménez de Quesada y otros jefes en la conquista de Méjico, Perú, Colombia y Chile,

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etc. Bolívar tenía unos cuarenta y un años de edad; se me dijo que aparentaba mayor edad a causa de las grandes fatigas y privaciones a que había estado expuesto en sus numerosas campañas por Sur América. Bolívar en su físico, es de pequeña estatura pero musculado, bien formado y capacitado para sufrir extraordinarias fatigas, que me han sido confirmadas por uno de sus ayudantes de campo y por el coronel Santamaría, el cual, con otros oficiales de Bolívar, muchas veces se quedaba la zaga de su jefe en las largas y monótonas jornadas por las montañas y vastas llanuras de Colombia y el Perú. Los ojos de Bolívar eran muy obscuros, grandes y llenos del alego de la inspiración que denotaban la energía de su espíritu y su grandeza de de alma; su nariz era aguileña y bien formada; su rostro era largo y surcado prematuramente de arrugas debido a la inquietud y ansiedad; su complexión era pálida. En sociedad Bolívar era de modales vivos, buen conversador y lleno de anécdotas; poseía la feliz habilidad, lo mismo que Bonaparte, de conocer enseguida el temperamento del hombre y colocarlo en una situación donde su talento y habilidad fueran más útiles para el país. Una de las raras virtudes pertenecientes al carácter de Bolívar era su desinterés completo y poca consideración que se tenía así mismo dentro de las más severas privaciones, siempre deseoso de repartir cuanto tenía con sus compañeros de armas, aún hasta su última camisa. Para confirmar esto no sería inoportuno relatar una anécdota de él, que me contó otro de sus ayudantes de campo:

Poco después de su entrada a Bogotá, al terminarse la derrota de los españoles en Boyacá, dio una gran fiesta a muchas de las primeras familias de la plaza. Antes de la comida se presentó un coronel inglés; Bolívar al mirarlo, le dijo: "Mi bueno y valiente coronel, ¡qué camisa tan sucia lleva usted para este gran banquete! ¿que sucede?". El coronel repuso "que el lo sentía profundamente pero debía confesar la verdad, pues era la única camisa que tenía". Al oír esto Bolívar se rió y mandó llamar a su mayordomo, ordenándole que le diera al coronel una de sus camisas. El hombre vacilaba y permaneció mirando al general, que dijo nuevamente, lleno de impaciencia: "¿Por qué no actúa usted como yo lo deseo?, el banquete empezará pronto". El mayordomo balbució: ¡"Su Excelencia sólo tiene dos camisas, una la tiene puesta y la otra la están lavando". Esto hizo reír a Bolívar y al coronel a carcajadas; el general observó en broma: "¡Los españoles se retiraron tan rápidamente de nosotros, mi querido coronel, que me ví obligado a dejar mi equipaje pesado en retaguardia!".

Es bien sabido el hecho de que Bolívar está en la actualidad más pobre que cuando estalló la guerra civil. El tenía entonces las mejores propiedades en las cercanías de Caracas, cultivadas por esclavos, donde se producía excelente cacao, tabaco, añil, etc. El le dio la libertad a casi todos sus esclavos mediante una condición única, la de no servir contra la causa de la Independencia. La mayor parte de los negros entraron al servicio de Colombia y probaron ser excelentes soldados.

Bolívar decidió perseverar bajo las circunstancias más desalentadoras; su pericia, habilidad y destreza para amalgamar los diferentes materiales que constituyen ahora el Estado de Colombia; su valor y serenidad de acción y su prudencia y previsión para captar instantáneamente todas las ventajas obtenidas de la victoria, nunca se alabarán como se lo merece; y conducen a Bolívar por sobre todos al cenit en el templo de la fama. No ha existido ningún hombre todavía, por grande que sea, que iguale las cualidades de su cerebro, que no haya tenido su lado flaco y proyecte alguna sombra sobre las partes más brillantes de su carácter. Bolívar es de carácter bastante nervioso y con frecuencia en esas ocasiones emplea expresiones duras, las cuales lamenta él profundamente después y se siente deseoso de reparar los sentimientos de las personas a quienes hubiera podido herir en estos momentos indiscretos. Pero jamás cobijó el pecho de este grande hombre el rencor; y no exento de las atrocidades y crueldades cometidas por los españoles contra sus tropas, jamás se sintió inclinado Bolívar a llevar contra sus enemigos une guerre a a l´outrance. Bolívar tiene fama de ser hospitalario y se complace en ver a sus amigos contentos a su alrededor. El es moderado en su dieta y bebe el vino con moderación, no toma licor, rara vez fuma y generalmente es el último en retirarse a descansar y el primero en levantarse. El baile es una de sus diversiones predilectas, que ejecuta con gracia y en estas ocasiones, se me cuenta, que el cosecha multitud de sonrisas de las bellezas americanas. El Libertador, corno lo llaman, es un hombre galante y tiene fama de ser muy afortunado. Bolívar es viudo, sin hijos; se casó en Madrid cuando joven con una hija del marqués de Ulsturon. Habla francés e italiano bien, por haber residido en esos países; también habla un poco de inglés, que ha perfeccionado en los últimos años por haber tenido siempre en su estado mayor uno o dos oficiales ingleses y un médico de la misma nacionalidad.

Bolívar se libró de ser asesinado en muchas ocasiones en forma milagrosa; durante su permanencia en Kingston, Jamaica, cambió de alcoba por una que estuviera situada en un lugar más fresco, a donde pensaba mandar su cama al cita siguiente, pero cambió de plan y permaneció ahí esa noche, dejando su hamaca

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colgada en su antigua habitación. Su secretario se quedó en esta y ale herido de una puñalada en el corazón durante la noche. El asesino ale capturado y se supo que era un negrito a quien Bolívar había despedido de su servicio. El miserable fue ahorcado por esta falta, pero se negó, con toda firmeza, a descubrir los nombres de las personas que lo hablan instigado a cometer el crimen; se supone generalmente que en el momento del crimen había algunos agentes españoles responsables de este acto nefando.

En otra ocasión, en una de sus campañas cerca de San José, un coronel colombiano desertó hacia las filas del enemigo y ofreció esa misma noche guiar a un grupo de españoles a la tienda de Bolívar, disfrazados con los uniformes de las tropas criollas, con el objeto o de asesinarlo o de tomarlo preso. La oferta fue aceptada por Morillo y el destacamento llegó a los cuarteles generales sin dificultad. El coronel López, desertor, tenia esa noche el santo y sentía del ejército colombiano y afirmó a uno de los jefes del estado mayor del presidente que él tenía algo de importancia para comunicarle a Bolívar, en relación con un movimiento que intentaba hacer el enemigo, que había sabido por un desertor. El oficial repuso que él iría inmediatamente a la tienda del general Bolívar a informarle de la circunstancia; a lo cual el coronel López y su gente se precipitaron contra él y a pocas yardas de distancia de la tienda le hicieron una descaiga; salieron después en huida y escaparon en la obscuridad de la noche. Providencialmente Bolívar habla salido de su tienda dos o tres minutos antes y estaba a pocos pasos, en la parte posterior, cuando tuvo lugar el ataque. Esto causó alarma general y mucha confusión por el momento; las tropas se alistaron creyendo que era un ataque nocturno de los españoles y al examinar el catre de Bolívar se descubrió que había sido perforado por tres o cuatro balas; indudablemente hubiera muerto o quedado gravemente herido si hubiera estado allí.

La última escapatoria de asesinato fue en Lima, Perú, durante el invierno de 1824: un coronel peruano se encontró asesinado por la noche en la calle y el machete (o peinilla) estaba enterrado hasta el puño en el cuerpo. Le trajeron el machete a Bolívar al día siguiente, quien observó al examinado minuciosamente que había sido afilado hacía poco. Al ver esto, dio orden de traer ante él a todos los cuchilleros, tan pronto como hiera posible. Al interrogados por separado, uno de los cuchilleros manifestó que un negro habla estado en su almacén el día anterior para hacer afilar dos machetes y que con toda seguridad conocerla al hombre si lo viera de nuevo. EL general Bolívar dio entonces la orden a pequeñas patrullas militares para recorrer las calles y coger a todos los negros o reclutas para algunos de sus batallones; y cuando le mostraron estos hombres al cubrelero, pronto reconoció al negro que había estado en su almacén para amar los machetes. El negro confesó que habla apuñalado al coronel y que el otro machete había sido afilado para que el mayordomo del general Bolívar asesinara a su amo y que lo encontrarían oculto en la manga del saco del camarero. Se probó que esto era evidente, pero la resolución del mayordomo había fracasado cuando estuvo a punto de cometer el horrible acto. Esta fue la relación que se hizo en Bogotá y se agrega que los culpables habían sido inducidos a esta diabólica traición por algunos de los realistas.

Confío en que los riesgos y peligros de Bolívar hayan terminado en la actualidad; los españoles ya no poseen ni una pulgada de tierra en toda Sur América, con excepción de El Callao, el cual ha sido noblemente defendido por el general Rodit; pero por falta de provisiones este puerto será al fin obligado a rendirse. Los españoles no tenían ni un sólo buque de guerra en el Pacífico y estaban muy preocupados en esta época por un ataque a las islas de Cuba y Puerto Rico, procedente de las fuerzas combinadas de Méjico y Colombia. En esta época Bolívar demostró ante el inundo su desinterés al rehusar un regalo de dos millones de dólares que habían sido votados para él por el Congreso General del Perú, en pago de los servicios que había prestado a la patria de los incas.

Las damas de Bogotá se adornan con esmeraldas de un magnífico color verde y sin fallas, lo cual es raro en estas piedras y las hace de un valor incalculable. Estas esmeraldas proceden todas de las minas de Muzo, donde se han encontrado las más grandes que hay en el mundo y están ahora en poder del rey de España. Tiene una de un tamaño tan grande que su majestad la tiene de pisa papel. Me contaron que el párroco de Muzo tenía un chaleco cuyos botones eran pequeñas esmeraldas y que la mayor parte de ellas las había encontrado dentro del buche de los pollos y pavos que las habían recogido picoteando por el terreno en busca de alimento.

La provincia de Nueva Granada se encuentra entre 5 y 12 grados de latitud norte y 63 y 80 grados de longitud occidental. De acuerdo con las medidas del Barón de Humboldt, Bogotá está a 8.694 pies sobre el nivel del mar y no más de 4º de latitud norte del Ecuador. Dice la tradición que la Sabana de Bogotá fue en otra época una

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inmensa laguna: hay razón para aceptar este aserto, pues está rodeada por todas partes de montañas y el río Bogotá se ve obligado a abrirse paso a través de un abrupto precipicio denominado el Salto de Tequendama. La población de la capital está calculada en 40.000 almas. Esto podría considerarse como un cómputo moderado, al juzgar la enorme área que ocupa la ciudad, pero al examinarla se encuentra que la mayor parte de los lugares están llenos de grandes conventos y de enormes jardines anexos a numerosas iglesias; las casas son también de un solo piso, de pocos habitantes, en proporción al espacio de terreno que ocupan. En esta época la población de la capital ha aumentado rápidamente y muchos extranjeros se congregan en la sede del gobierno. Esto ha hecho duplicar y aplacar al precio del alquiler de las casas que tenía tres o cuatro años antes y el valor de la propiedad se ha aumentado. Los bogotanos empiezan a comprender la ventaja que obtienen al admitir extranjeros en Colombia; toda la finca raíz en la vecindad de Bogotá adquirirá un precio elevado dentro de pocos años. Los dos pequeños arroyos de las montañas, San Francisco y San Agustín, atraviesan la ciudad y desembocan en el río Funza o río Bogotá, una o dos leguas más allá de la ciudad. La renta del obispo de Bogotá era de 70.000 dólares por año, obtenida por diezmos, regalos, multas, etc. El último obispo vivió como un príncipe temporal; dándole a su mayordomo 100 dólares todas la mañanas para los gastos del día; en hermano de un marqués de España. La renta de los canónigos de la catedral era de 3000400 dólares. Además de la magnifica catedral hay tres iglesias, ocho conventos, cuatro monasterios de monjas y un hospital público. La universidad fue fundada en el año de 1610 y desde esa época los dos colegios ya mencionados han sido dotados con grandes rentas para la educación pública. La biblioteca se fundó hace 50 años, pero la mayor parte de los libros, en particular las obras de valor de los célebres botánicos como Mutis, se enviaron a España durante la guerra civil. Hay una casa de moneda en Bogotá y varios tribunales de justicia.

La sabana está bastante bien cultivada y los habitantes logran dos cosechas por año; las siembras se hacen en los meses de febrero, marzo y septiembre. He visto magnificas cosechas de trigo, cebada, alfalfa y árbol holandés, éste se desarrolla con gran fertilidad. El cultivo de la alfalfa se beneficia principalmente con la ayuda del sistema de irrigación y es un articulo que le produce grandes utilidades al propietario, pues se vende para forraje de caballos en la dudad; los arados y otros implementos agrícolas son de burda construcción y podrían mejorase, lo cual ocurrirá pronto, pues un coronel que estaba antiguamente a nuestro servicio habla llegado de Inglaterra con arados y trillas; un agricultor inglés y un cerrajero venían con estos implementos y el coronel había comprado una hacienda a dos o tres millas de Bogotá. Tenía la intención de proveer el mercado de carne grasa, buena mantequilla y otros productos domésticos poco conocidos antes en la capital de la Nueva Granada.

El clima ardiente de la costa resulta fatal para gran número de los habitantes de las altiplanicies de Colombia y la población de la República ha disminuido mucho durante la última guerra, pues ambos partidos enviaron reclutas a Cartagena, Santa Marta, Maracaibo, Puerto Cabello y otras ciudades cercanas al mar. El clima de las provincias de mayor latitud les sienta muy bien a los negros y mestizos que vienen de la costa.

Al regresar el señor Rivera de Muzo, trajo dos cóndores, uno de estos murió de cansancio del viaje poco después de llegar a Bogotá y a otro lo alcancé a ver vivo. El cóndor pertenece a la clase de los buitres: es un ave corpulenta y fuerte. La cabeza está desprovista de plumas y alrededor del cuello date un collar de color blanco suave de unas dos pulgadas de ancho, como el del cisne; el plumaje del cuerpo es de color castaño mezclado con plumas blancas, las piernas y talones de gran tamaño y robustez, las primeras tienen el espesor de la muñeca de un hombre. Esta ave tiene casi chico pies de altura, los ojos son de color castaño obscuro pero carecen de la fiereza de los del águila o del buitre. Es muy destructor para las ovejas y cabras etc., y se ha sabido de algunos que se han llevado hasta un ternero pequeño. Es arisco y difícil para aproximársele. Estos dos fueron cazados con un lazo después de haber engullido la carne de un buey muerto. La primera vez que vi a esta ave acababa de comer y presentaba un aspecto torpe y estúpido. El señor Rivera me regaló la cola de una culebra de cascabel, que contenta diez articulaciones o cascabeles, lo cual denota que tenla diez años, pues cada año aumenta un cascabel: estos suenan como alverjas secas dentro de una caja. Esta culebra fue muerta de una manera besante curiosa: un hombre observó que la serpiente lo miraba, arrojó el sombrero cerca de ella y mientras esta fijaba sus ojos en el sombrero, con una horqueta de madera enganchó la serpiente por el cuello y la mató.

El coronel Rivera es un hombre extraordinariamente inteligente y gran deportista; él ha vivido mucho tiempo en su finca situada a orillas del río Magdalena. Me hizo una

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descripción de la forma como él atacaba a los jabalíes silvestres cuando iban en rebaños de uno a doscientos. El primer objeto que deben tener en cuenta los cazadores es tratar de separar a uno de ellos del grupo principal con la ayuda de sus perros, y después atacar con la lanza para jabalíes. Si el jabalí mantiene la cabeza erecta se le puede atacar sin mucho peligro, pero si la tiene agachada le toca al cazador ponerse en guardia, pues está preparándose para lanzarse. Al hacerlo, es tanta la furia que derriba a los perros y a los hombres, hiriéndoles gravemente con sus colmillos afilados. Los cazadores de jabalí aprenden a conocer por las huellas de su rastro si los animales están distantes o no. Las dantas (o asnos salvajes) se encuentran en estas selvas, pero son ariscas y tienen el sentido del olfato tan fino que muy pocas se llegan a matar.

A fines de agosto el coronel París, hermano del señor Pepe París y comandante de la ciudad, comió conmigo. El vicepresidente le tenía mucha estimación y lo consideraba como un bizarro oficial. El había actuado en muchas campañas contra los españoles al comando del cuerpo de infantería. Me refirió que en una acción contra los pastusos en la provincia de Pasto había perdido 210 hombres de 300 que tenía y había perdido 14 oficiales entre muertos y heridos. En diferentes acciones el coronel había sido herido tres veces y perdido dos dedos de la mano derecha. Contó que tres de sus soldados habían defendido una vez un estrecho sendero durante mucho tiempo, para dar campo a que el grueso del ejército pudiera retirarse y cuando vieron que el enemigo les acosaba y que ellos inevitablemente iban a caer presos, se abrazaron y lanzáronse a un abismo donde quedaron destrozados. ¡Qué ejemplo glorioso de devoción para su patria! Muy semejantes a las epopeyas registradas en los anales de Grecia y Roma. El coronel París cayó preso en manos de los españoles, cuando el coronel Calgada que los comandaba, decidió que cada prisionero en orden alternado debía de ser fusilado. Al echar las suertes, el coronel París tuvo la fortuna de escapar. Antonio Ricaurte, joven oficial (según su propia relación), comandaba un pequeño fuerte en la provincia de Venezuela en donde había un depósito de pólvora. Los españoles rodearon el fuerte, el cual estaba desprovisto de provisiones, éste quiso que la pequeña guarnición abandonara el fuerte por la noche y tratara de escapar. Por la mañana izo una bandera para indicar a sus enemigos que deseaba entregar el fuerte. Había preparado con anterioridad un rastro de pólvora que comunicaba con el polvorín, permitió la entrada de las tropas españolas y sus oficiales hasta el fuerte, después disparó al polvorín y estalló con todos los españoles.

La Constitución de la República de Colombia fue ratificada por el Congreso en pleno durante 1821. Este conjunto de leyes se adapta mejor para el gobierno libre de Colombia en su forma actual, que el sistema de jurisprudencia español, que prevaleció mientras estas colonias estuvieron sometidas a la Madre Patria, cuyo objeto primordial era dividir y debilitar. Por medio de su política de astucia, mantuvieron en estado de abyecta sumisión a diecisiete millones de personas de todas las razas y colores, víctimas de las extorsiones rapaces de aquellos individuos que enviaba la vieja España a América, con el propósito de recuperar sus fortunas decadentes. Durante esa época gobernaba en España el Príncipe de la Paz (Godoy). Era bien sabido en todo el mundo que todas las colocaciones del gobierno estaban a precio; y nunca se tuvo en cuenta si el individuo estaba calificado o era idóneo para la colocación que deseaba obtener, con tal de que su bolsa estuviera suficientemente llena para suministrar la suma convenida. La ignorancia y la superstición constituían los grandes apoyos del antiguo gobierno, pero esperemos que el reino de estos males vaya pronto a su terminación y que un rayo de sol, de sabiduría y tolerancia brille en estas fértiles praderas. La gente en verdad merece un buen gobierno después de haber expuesto valerosamente sus vidas y haciendas para obtener esta bendición. Posiblemente se tardará algún tiempo antes de que el país se halle en situación adecuada a la actual constitución.

El territorio de la república ha sido dividido en diferentes departamentos y los deberes y obligaciones de los distintos funcionarios del gobierno han quedado claramente definidos. Se han establecido cortes de justicia adecuadas, y en el curso del tiempo la jurisprudencia civil y penal mejorará y la corrupción española quedará exterminada de estos tribunales de justicia. Esta es una empresa hercúlea y puede llevarse a rabo únicamente en forma gradual. La demora y gastos que exigen los procesos, están sujetos a quejas tanto en el Nuevo como en el Viejo Mundo; en verdad los abogados engordan con los litigios de la humanidad en casi todas las partes del globo.

El objetivo principal que persigue el gobierno de ahora, es, hasta donde las circunstancias lo permitan, mejorar a todas las clases sociales, tanto al indio como al negro; el primero ya no paga impuesto de capitación como en tiempo de los españoles y el negro cuando era esclavo fue bien tratado por sus amos. Mediante un decreto del Congreso de 1819, todos nacen libres desde esa fecha y son estas leyes tan justas y eficientes, que sería

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conveniente para otros gobiernos adoptar este plan. Convendría que Colombia imitase tan íntimamente como fuera posible al gobierno de los Estados Unidos en relación con los gastos de los ingresos nacionales y disminuir sin demora en forma considerable las erogaciones causadas por la guerra, pues ello representa la seguridad del país, en vez de contribuir a expediciones contra la isla de Cuba, tratando por medios económicos de remitir a Europa las sumas necesarias para pagar los próximos dividendos de los empréstitos concedidos por Inglaterra. John Bull hasta ahora ha sido un sincero amigo y bien intencionado hacía Colombia, pero estos sentimientos podrían cambiar, si observa que le ha estado ayudando a un país cuyo gobierno en transacciones monetarias resulta estar a la par con el Amado Fernando. La facilidad con que el nuevo gobierno americano ha conseguido dinero en Inglaterra, ha causado la prodigalidad; pero los suramericanos descubrirán que el nuevo flujo de oro ha terminado y que sus preciosas minas de metales deben reanudar su curso a través del atlántico con el fin de sostener la personalidad del nuevo gobierno. Un ministro como el Duque de Sully se necesita mucho ahora en Colombia, pues la integridad y gran aplicación a los negocios debiera ser el rasgo predominante de los ministros de hacienda.

Los esfuerzos hechos por su excelencia el vicepresidente Santander y el ministro del interior, señor Manuel Restrepo, para hacer cumplir el decreto del Congreso en relación con la educación de todas las clases del pueblo en esta extensa república, son dignos de alabanza. Me sorprendió gratamente encontrar durante mis viajes hacia el sur y el oeste una escuela del método de Láncaster en todas las aldeas. Auncuando pequeñas, ningunas de ellas están muy bien reglamentadas. En realidad las diversas gentes de raza de color de Colombia, no carecen de inteligencia, pues he visto en varios lugares acuarelas, mapas pequeños y juguetes ingeniosos, lo cual prueba que el terreno es fértil y que lo único que se requiere es quitar las zarzas y abrojos para lograr una buena cosecha. El gobierno con mucha prudencia ha destinado la propiedad de los conventos menores a la educación pública, y todas las instituciones monásticas regulares que no tuvieren ocho miembros de la orden, residentes en los conventos, fueran abolidas y la propiedad si proveyera de bienes muebles o de rentas fijas, se aplicara a la dotación y apoyo de colegios y escuelas de las diferentes provincias. Las primeras se necesitaban con urgencia; los hijos de los caballeros residentes en las provincias del Chocó o Cauca, se veían obligados a atravesar la cordillera de los Andes y viajar a gran distancia para recibir educación en los dos colegios de Bogotá. Los obispos y vicarios fueron exhortados por el gobierno ejecutivo para que ayudaran a la formación de nuevas escuelas y el celo y la caridad con que muchos de los prelados obedecieron estas órdenes, redundó mucho en su crédito.

El Congreso ha atendido también a la educación de las niñas y se han fundado escuelas en diferentes conventos de monjas. No puedo aprobar este sistema, pues las monjas de Sur América son por lo general muy ignorantes, exceptuando las artes de bordados para los santos e iglesias, la elaboración de flores artificiales y la confección de dulces. Debido a la gran influencia que ejerce la mujer en nuestra sociedad, todo cuanto se haga por su educación, es poco. Para lograr este último objetivo, debieran fundarse escuelas para mujeres en las grandes ciudades de la república y las maestras y sus ayudantes deben pagarse de las rentas procedentes de los bienes confiscados a los eclesiásticos, por parte del gobierno.

Los artículos de exportación de Colombia constan de cacao, café, azúcar, tabaco, algodón, cueros, maderas tintóreas, zarzaparrilla, quina, bálsamos, añil, pieles, etc. La prolongada y desoladora guerra última, disminuyó considerablemente el comercio de exportación de algunas de las provincias, especialmente la de Venezuela, donde muchas de las mejores haciendas han quedado arruinadas por falta de cultivo; los esclavos aprovechándose del estado confuso del país, huyeron de sus amos y los pocos restantes se vieron obligados a tomar armas en favor de los patriotas o de los españoles. Durante una guerra civil es casi imposible a los propietarios mantener una causa neutral. Ellos se consideran como amigos o enemigos de los partidos contendores y sus fincas sufren cuando la provincia es el teatro de la guerra y sus amigos con frecuencia causan más mal que los enemigos.

El Congreso y el gobierno de Colombia debieran de tratar por todos los medios posibles de inducir a los extranjeros a que se establezcan en el país y aumentar la población. Pues el elemento de trabajo que más debe tenerse en cuenta es el que aporte verdadera riqueza para la nación, ya que hay enormes distritos sin cultivar y casi deshabitados, los cuales producen muy pequeña renta al gobierno. Ningún país necesita tanto de paz prolongada como Colombia. En realidad esta ha hecho esfuerzos nobles y extraordinarios para afirmar su independencia, pero al hacerlo, se ha visto obligada a agotarse y únicamente la paz puede proporcionarle a su

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pueblo el restablecimiento de sus finanzas. Al sentirme bien intencionado hacia Colombia, me agradará mucho cuando llegue el día en que la espada vuelva a su vaina.

La gente en general tiene la cabeza despejada y rápida percepción y bajo un gobierno del todo justo, llegarán a convertirse en ciudadanos útiles.

El Congreso general de Colombia ha decretado algunas leyes buenas para el comercio y los impuestos de aduana para algunos artículos extranjeros se consideran bastante bajos, pero queda mucho por hacer todavía en los diferentes puertos marítimos para librarse de la corrupción, demora y molestias que sufren todavía los comerciantes extranjeros en las aduanas. Según el último tratado comercial celebrado entre la Gran Bretaña y Colombia, el comercio de ambos países debe colocarse sobre la base de reciprocidad. Las importaciones que se hacen a Colombia procedentes de Europa son muchas y de diversas clases; las principales son artículos de lana y algodón procedentes de Manchester y Glasgow, sedas y vinos franceses, lana en rama, lencería de Alemania, toda clase de loza y muchos de los artículos vienen bajo la denominación de mercancías de lujo y suntuarios.

Las fábricas de Colombia son pocas en la actualidad y la mayor parte de ellas se hallan en Quito y en el sur de la república: consisten estas en carpetas, algodón en rama, telas de algodón burdas y ruanas (7) a listas, etc. Su excelencia el vicepresidente tuvo la fineza de enviarme un gorro de dormir y un par de guantes fabricados en Quito que eran de tejido muy suave y fino. Los naturales de Quito, cuya mayor parte son indios, se consideran muy industriosos e ingeniosos. Me causó gran sorpresa ver en Bogotá una alfombra gruesa magnífica de bellos colores fabricada en Pasto; pero el transporte de una alfombra desde Quito hasta Bogotá cuesta muchos cientos de pesos y por lo tanto, solo las personas acaudaladas pueden hacerlo. Las ruanas más finas de algodón se fabrican en la provincia de Pasto, pero esta ha sufrido mucho en su población a causa de la resistencia tenaz de sus habitantes contra la causa de la independencia, por lo tanto pocas ruanas se fabrican ahora allá.

En el mes de agosto el señor Elbers invitó al vicepresidente y a todos sus amigos a un almuerzo en la quinta del presidente Bolívar, la cual está situada a una milla de Bogotá en una pendiente suave al pie de las montañas, en la parte posterior de la ciudad y desde donde se divisa una espléndida vista de la capital, de la extensa sabana, las grandes lagunas y montañas que constituyen la grandeza del panorama en sus cercanías. El jardín está cultivado con mucho gusto, lo mismo que algunos arbustos en pequeña escala. Cerca de la casa hay un mirador desde cuya cumbre el panorama que se divisa es extraordinario. En la parte baja de este edificio hay un baño cómodo y frío. En este abrigado retiro el gran Bolívar solía regocijarse, rodeado de sus amigos íntimos y a menudo declaró que él prefería esta "maison de plaisance" a su hermoso palacio. Esta linda quinta se la obsequiaron por sus servicios y fue muy raro que la aceptase. El presidente daba a menudo aquí pequeños bailes a algunas bellezas de Bogotá.

El almuerzo del señor Elbers fue soberbio y los corchos del champagne volaban en todas direcciones, transformando a los invitados en gente bastante alegre y bulliciosa. Oí decir después que el champagne que se había consumido por los invitados, había costado la suma de 300 dólares, probablemente con la ayuda de los sirvientes. El baile comenzó a las siete de la noche y se mantuvo animado hasta muy avanzada la noche; todo mundo regresó a su hogar altamente complacido por la diversión del día, que en verdad fue una de las más agradables a donde yo asistí en Colombia. El señor Elbers es un gran amigo de algunos de los miembros del gobierno ejecutivo y ha tenido la fortuna de conseguir algunos contratos ventajosos por parte de éste; entre otros, tal como lo indiqué antes, el privilegio exclusivo de la navegación por el río Magdalena con buques de vapor por el término de veinte años. Este caballero desde entonces se casó con una dama colombiana de buena familia. En el almuerzo un sirviente alemán del señor Cadiz fue herido en el pecho por el capitán Clementi, sobrino de Bolívar, quien me refirió después que el hombre había sido insolente. Por fortuna el sirviente saltó hacia un lado cuando le fue lanzado el puñal o si no con toda posibilidad le hubiera travesado el cuerpo. En honor de la verdad debo decir que el capitán Clementi, era de carácter muy apacible; pero el bullicioso jugo de la uva, y en especial el de las viñas de champagne es un mal promotor de disgustos y con frecuencia cambia a un hombre de buen carácter en uno peleador.

Entre las diversiones de Bogotá, en especial las del domingo por la tarde, están las riñas de gallos en las galleras, lo cual es un espectáculo muy elegante para todas las clases sociales y se hacen grandes apuestas a

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los gallos. Un caballero inglés se sorprendió al visitar a un señor y ver que tenía una o dos docenas de gallos de riña ingleses en el patio de su casa, todos estaban amarrados de una pata por un cordel: les daban agua limpia y con frecuencia los alimentaban a ciertas horas del día con maíz. Todavía persisten las costumbres ridículas españolas en Colombia de ofrecer al visitante cualquier cosa que admire en la casa; ya que los colombianos han asumido un nuevo carácter, deben abandonar estos cumplidos vacíos de sentido y ofrecer únicamente lo que ellos tengan intención de regalar. El señor Cade y yo nos divertimos mucho una mañana al recibir una tarjeta impresa del Subsecretario de Relaciones Exteriores con la siguiente leyenda: "La señora de.......... tiene el honor de ofrecer a la disposición de usted una niña que ha dado a luz". Yo tengo media docena de hijos en Inglaterra y decliné el atento ofrecimiento de recibir un nuevo bebé.

El día 13 de septiembre había hecho todos los arreglos para un largo y monótono viaje, con el fin de visitar algunas provincias situadas al sur del Estado de Colombia, para convencerme por observación personal de la situación de esta parte del país. Había oído decir que el Valle del Cauca, que está casi todo rodeado por diferentes ramales de la cordillera de los Andes, y que limita con el Pacifico, era el más bello del territorio colombiano. El grupo de viajeros estaba formado por el señor Cade, mi secretario, el cocinero Edle y dos sirvientes uno inglés y el otro alemán, que habían estado ambos durante tres o cuatro años al servicio de suboficiales y hablaban bien el español. El inglés era particularmente activo y estaba muy familiarizado con el temperamento de los nativos y muchas veces en nuestros viajes demostró ser de gran utilidad. Yo tenía tres mulas propias y varias para transportar nuestro equipaje. Nos vimos obligados a preparar provisiones de galletas, carne de vaca salada cortada en tajadas finas, chocolate, etc., para un mes. Me dijeron que podía comprar pollos y huevos hasta que llegásemos a seis o siete días del páramo de Guanaco (un pico de los Andes), que los viajeros deben cruzar para su viaje a Popayán. El honorable Pedro Gual tuvo la bondad de darme una carta circular de recomendación para todos los magistrados de las ciudades y aldeas que tuviera que recorrer, para que me ayudaran en lo que hubiere menester; después supe que los gobernadores de las provincias habían recibido cartas del gobierno, encareciéndoles que me prestaran toda clase de atenciones en la medida de sus fuerzas, las cuales recibí en todas las circunstancias.

El 14 de septiembre a las tres de la tarde salimos de Bogotá acompañados de algunos amigos durante corta distancia y el señor Pepe París fue hasta la aldea de Bojacá, antigua residencia de un cacique indio. Aquí pasamos la noche colocando nuestras camas sobre mesas grandes para evitar hasta donde fuera posible el ser atormentados por las pulgas y otros bichos. Por un error la cama del coronel Narváez, quien debía dormir esa noche en Cuatro Esquinas, a una legua de distancia, la trajeron a nuestra casa y de ella tomo posesión mi amigo Pepe ParÍs que se había retirado temprano a dormir. El coronel Narváez al descubrir la equivocación, envió un sirviente y una mula a llevarle la cama por la noche. Walter (nuestro alemán), al encontrar que la cama estaba ocupada por el señor Pepe París, le dio el recado que acababa de recibir, el cual entre dormido y despierto y al oír algo acerca de la cama del coronel, sacó en conclusión que su interlocutor era el coronel Narváez que venía a reclamar su propiedad y tartamudeando algo en francés al sorprendido Walter, le dijo: "Je vous demande mille pardons, monsieur. Je ne savais pas que c'etait votre lit". El señor Cade y yo que nos hallábamos sentados en el cuarto no pudimos evitar la risa ante esta escena ridícula entre Pepe París y el antiguo húsar alemán.

Salimos de la aldea de Bojacá temprano por la mañana y dirigimos rumbo hacia S.S.O. La región durante algunas millas se halla dividida en pequeños valles cerrados por colinas sin árboles. Todos los valles son potreros y están llenos de caballos y ganado. Almorzamos en una posada bastante buena, llamada Boca de Monte. Tan pronto como el viajero abandona esta plaza, se empieza el descenso de la sabana de Bogotá por una carretera rocallosa y abrupta hacia la región cálida. Aquí los bordes de la selva adornan las montañas y después de bajar dos o tres horas nos vimos obligados a seguir a pie en alguna parte, de nuevo oí el grito de nuestros viejos amigos los micos colorados, vi los nidos colgantes de las oropéndolas y los pájaros tropicales y mariposas volando a nuestro alrededor. La perspectiva al descender de la meseta era verdaderamente sublime. Los picos de la cordillera de montañas hacia el este, que forman parte de la sabana de Bogotá en dirección hacia el Salto de Tequendama, estaban ocultos entre las nubes. En lontananza divisamos unos cuantos ranchos dispersos y en medio de ellos aparecía La Mesa (8), pequeña ciudad; en el fondo, entre la distancia intermedia, había grandes trayectos de selva incendiada y humeante, la cual se había quemado con el fin de limpiar el terreno para el cultivo. A nuestros pies se proyectaban aquí y acullá los rasgos irregulares de la campiña, blanqueados por enormes cascadas. Era de todas maneras un panorama digno del pincel de Salvador Rosa. Al pasar por una selva sombría nuestro guía nos enseñó a la izquierda de la carretera una

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enorme cueva donde habitaba un célebre ermitaño que la había ocupado durante algunos años; se nos informó que este virtuoso varón tenía la fama de hacer curaciones maravillosas a los enfermos; y como tenía pocas necesidades vivía de frutas, raíces y agua, jamás recibió ninguna remuneración por sus servicios.

Llegamos a La Mesa a las cuatro de la tarde. Me sentía enormemente fatigado al haberme enfermado de disentería al abandonar la capital y la distancia de la aldea de Bojacá a La Mesa es de unas ocho leguas españolas (32 millas). Los viajeros se sienten muy deprimidos durante dos o tres días después de la salida de Bogotá a causa del cambio repentino que experimentan en un clima cálido viniendo del clima tan frío de la altiplanicie. Pasamos por la bonita aldea de Tenjo en nuestra ruta a La Mesa, donde el general Briceño Méndez, a la sazón ministro de guerra y su hermano coronel de húsares del cuerpo de guardia, tenían una casa de campo y extensas propiedades en las cercanías. Los fuegos que divisamos en las selvas procedían de su finca que había sido rozada para el cultivo del maíz. Las cosechas durante algunos años son excelentes, después de haber sido rozadas por el fuego. Las raíces de los árboles corpulentos se van quitando gradualmente, aun cuando se dejan algunas y en el espacio despejado por éstas, el terreno produce plátano, café y maíz en abundancia. En nuestro camino encontramos gran cantidad de mulas cargadas de frutas y legumbres del clima tropical, con dirección al mercado de la capital; supe que los indios y las clases bajas que vivían a cinco o seis días de distancia de Bogotá, llevaban sus productos de las pequeñas fincas allá. Al llegar a La Mesa por la tarde el termómetro estaba a 80º con una diferencia de 12º entre este lugar y la aldea de Bojacá.

A nuestra llegada encontramos a su excelencia el vicepresidente que había ido a pasar unos días a la casa de campo del ministro de guerra, y pasó la noche del día anterior en la casa del coronel Olaya de la milicia de La Mesa, donde yo debía pasar la noche. El coronel Wilthew, un joven inglés, ayudante de campo del vicepresidente, le pidió permiso a su excelencia para acompañarnos hasta la ciudad de Tocaima, a lo cual consintió amablemente. El coronel Olaya nos proporcionó buena alimentación pero yo me sentía tan enfermo y tenía tanta sed, que no pude hacerle los honores a la comida, lo cual pareció preocupar mucho al coronel que era hombre muy hospitalario. El me refirió que cuando los españoles ocuparon por última vez a su patria, se había visto obligado a permanecer oculto durante tres años en las montañas adyacentes, cambiando con frecuencia su escondrijo, pues los españoles enviaban a menudo tropas ligeras para explorar las montañas en busca de fugitivos y se había visto con frecuencia casi muerto de hambre. Su hijo mayor, apuesto joven de unos veintiún años de edad, fue hecho prisionero y fusilado en la plaza de La Mesa a pocas cuadras de su casa; las plantaciones de cacao, caña de azúcar y café de sus fincas, quedaron todas destruidas. El coronel terminó su conversación diciendo: "No siento todos estos sacrificios, ya que los colombianos hemos logrado al fin libertarnos del maldito yugo de los españoles" El coronel tenía entonces una finca para la venta en las orillas del río Bogotá por la cual pedía veinte mil dólares incluyendo todos los esclavos.

El mercado de esta plaza es bastante considerable pues la gente viene de Tocaima, la Purificación y hasta de Neiva, capital de la provincia, distante a diez días de jornada. La gente de la provincia de Neiva cambia sus productos, tales como oro en polvo, pescado seco del Magdalena, frutas de todas clases, pieles de tigre y otros cueros por el trigo que se cultiva en la Sabana de Bogotá. En este cantón me dijo el coronel, que podía reunir 2.000 hombres de milicia todos provistos con armas de fuego y lanzas.

Nos despedimos de nuestro amable anfitrión el jueves por la mañana, 16 de septiembre y al cabo de tres horas llegamos a la pequeña aldea de Anapoima, donde fuimos a la casa del párroco.; pues el coronel Wilthew lo conocía un poco. Este buen sacerdote nos recibió de la manera más amable e inmediatamente nos hizo preparar un magnífico almuerzo. A todos nos llamó la atención la hermosura de una niñita de unos 8 o 9 años de edad, hija del ama de llaves que también era una morena hermosa. El sacerdote era extraordinariamente alegre y de buen humor y no se ofendió cuando bromeando le hicimos ver la gran semejanza que había entre la niñita y él; que a propósito era para hacerle un cumplido, aun cuando él era bien parecido, de grandes ojos azules, cosa que es muy rara en estas provincias. Su carácter amable le había hecho ganar el respeto y la estima de la parroquia y de los vecinos. El era natural de los llanos de Apure, y por haber desplegado en todas las ocasiones gran celo por la causa de la independencia, el gobierno le había dado el beneficio eclesiástico de Anapoima. El resto de nuestra jornada durante el día se hizo a través de una región montañosa y muy quebrada; la mayor parte de esta estaba llena de bosques. El oído se despeja considerablemente al acercarse a la pequeña ciudad de Tocaima.

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Por la carretera encontramos a varias familias de regreso a Bogotá, que habían ido a Tocaima a bañarse en las aguas minerales para mejorar la salud.

A legua y medía antes de llegar a Tocaima nos encontramos a orillas del río Bogotá en un paraje deliciosamente fresco, comparado con el terrible calor de la carretera, y en él se había construido un rancho indígena cubierto de hojas de palma y de otros bejucos. El lugar se veía atestado de mulas y arrieros que iban y venían de la capital; algunos estaban ocupados bañando las mulas, otros durmiendo en el suelo o en sus hamacas colgadas de los árboles y los demás ocupados en tomar una comida frugal bajo la sombra del espeso follaje de las nobles ramas. El aspecto de estos diversos grupos de hombres con pocas mujeres entre ellos, cuando se divisaban en un alto, a corta distancia, era muy pintoresco y el panorama hubiera constituido un magnífico tema para ser dibujado. Aquí encontré a un soldado irlandés que regresaba a Bogotá con el equipaje de su amo, coronel al servicio de Colombia, quien era paisano de éste; el coronel debía proseguir su viaje al día siguiente, después de haberse restablecido de la salud en Tocaima.

Llegamos a esa plaza a las cuatro de la tarde. Me encontraba tan débil y enfermo del ataque de disentería que empecé a sentir sería preocupación de no poder continuar el viaje. Se requiere muy buena salud para que las personas puedan emprender un viaje a través de estas llanuras tan escasamente habitadas y también por las montañas de este país donde difícilmente sé puede conseguir servicio médico y medicinas; estoy convencido que casi la mitad de la población perece debido a la carencia de atención adecuada. Sin embargo, me decidí a descansar un par de días en Tocaima confiado en mejorarme y poder proseguir mi viaje.

El alcalde de Tocaima le dio hospedaje a nuestra comitiva en la casa de un anciano párroco, quien era de carácter completamente opuesto al amable y hospitalario sacerdote de Anapoima.

El doctor Cheyne que estaba establecido en Bogotá y era el predilecto de las primeras familias de esta plaza, tuvo la amabilidad de darme algunas medicinas con las debidas instrucciones para tomarlas, en caso de que alguien de la comitiva se enfermase en la carretera, de fiebres intermitentes o disentería, y debido a ello encontramos inesperadamente una pequeña cantidad de sales Emden que tuvo la precaución de agregar a las medicinas. El coronel Wilthew me recomendó no tomar sino una buena cantidad de sales durante los días que fuera a permanecer en Tocaima, consejo que seguí y me encontré perfectamente restablecido y en capacidad para continuar el viaje.

La primera noche de mi llegada el comandante de la plaza me visitó y expresó su deseo de conseguirme cualquier cosa que hubiera en la ciudad; entre otros tópicos de la conversación él me contó que se había descubierto cerca de Tocaima el esqueleto de un enorme animal y al mostrarme al día siguiente algunos de los huesos, me percaté que pertenecían a un animal antediluviano llamado mamut; el coronel me regaló una parte de un hueso del fémur, que me guardó hasta cuando regresara a la ciudad de Tocaima, y yo lo llevé después a Inglaterra.

Tocaima es un lugar de balneario y en esta ocasión estaba llena de visitantes e inválidos procedente de Bogotá. Las aguas minerales contienen sulfatos, hierro y azufre. Las personas enfermas de reumatismo, escorbuto y enfermedades venéreas, muy comunes en Bogotá, vienen a bañarse aquí en las aguas minerales y como dicen los nativos, "a transpirar las enfermedades". Estas enfermedades las consideran los facultativos difíciles de curarse en Bogotá, a causa del aire enrarecido de la atmósfera, que cierra los poros e impide la transpiración. Muchos de los bogotanos acaudalados van cada año a temperar un par de meses a Guaduas, La Mesa o Tocaima, simplemente para cambiar de aires y curarse de sus enfermedades por la transpiración. La población de Tocaima se computa en unas mil almas; hay dos iglesias pequeñas y una escuela pública recientemente establecida por el sistema de Láncaster.

Por la mañana temprano, el coronel Wilthew y el señor Cade fueron a bañarse al río Bogotá, que dista milla y cuarto de la ciudad. Como estaba inválido no pude darme el placer de este lujo. Toda el agua que se trae a Tocaima procede del río y viene en grandes petacas (o jarras), a lomo de burros o traída por mujeres. Hay unos pocos caimanes en esta parte del río Bogotá, pero no tan grandes como los del Magdalena. Encontramos el termómetro, a medio día, en la sombra, a 85º. Tocaima está situada al 4º16" latitud norte y 74º59" longitud oeste. Las mulas que vienen de la Sabana de Bogotá a este clima ardiente, con frecuencia sufren una

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enfermedad llamada insolación, causada por el inmenso calor del viaje. Para curarlas de esta dolencia los arrieros hacen sangrar las mulas y les echan un poco de aguardiente en las orejas y luégo se las vendan.

(5) Las abarcas son una especie de calzado que usan los montañeros y otros, amarradas a los pies.

(6) Una especie de borceguíes fabricados de fibras de f ique y a menudo de junquillo.

(7) Una ruana es una tela de paño cuadrada grande, con un orificio en el centro por el cual se introduce l a cabeza; cubre los bra zos y las

piernas cuando se está cómodamente a caballo.

(8) La Mesa, se llama así a causa de estar situada sobr e una pequeña meseta plana.

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PARTE 5 – 19 DE SEPTIEMBRE A 7 DE OCTUBRE

El domingo 19, a las seis de la mañana salimos de Tocaima acompañados por el comandante, el coronel Wilthew y varios oficiales colombianos que residían allí para el restablecimiento de la salud, dejando a nuestro anciano hospedero en cama. Al pasar por la entrada de la ciudad me sorprendió ver gran multitud de jóvenes y al llamarle la atención al comandante de que yo suponía que se hicieran muchos robos en el vecindario, él repuso: "Oh, no!, la gente aquí es honrada y pacífica; que estos prisioneros eran únicamente jóvenes voluntarios de la provincia de Neiva que iban a engancharse a un nuevo regimiento de Bogotá y que estos voluntarios se recluían por la noche para evitar la huida". Esta explicación nos divirtió mucho. Al llegar al río Bogotá lo atravesamos en una piragua y como el río estaba muy bajo a causa de la gran sequía, las mulas con nuestro equipaje pudieron vadearlo a través. Aquí me despedí del coronel Wilthew, del comandante y de los demás oficiales y continué con nuestro guía, que iba a pie. Viajamos bien todo el día por una extensa llanura diseminada por pequeñas colinas y el calor era terriblemente abrasador. Por la carretera encontramos más voluntarios con las manos atadas, de modo que sospecho que quienes sirven en el ejército de Colombia son únicamente voluntarios de nombre. Al lado de la carretera observamos muchas crucecitas de madera en la cabecera de las tumbas y muchas piedras colocadas encima de la tierra para evitar que los tigres, muy numerosos en esta provincia, devoren los cadáveres. Como no hay capillas cerca de las casas del pueblo, se ven obligados a enterrar a sus parientes cerca de los ranchos y fijan al lado de la carretera en el mismo lugar el entierro, para que todos los viajeros puedan entonar una oración por la salvación de las almas. En esta región vi por primera vez madrigueras de conejos; estos son del mismo color de los que tenemos en Europa, pero no tan grandes. Al acercarnos al río Magdalena vimos una gran cantidad de pavos silvestres, pavos reales, guacamayos, periquitos, etc. Todavía me sentía tan débil que no sentí deseos de ir tras ellos con mi escopeta. El plumaje de algunas de estas aves era para mí desconocido, los colores muy hermosos, en especial el de uno del tamaño de una alondra que tenía el pecho completamente negro, con un copete en la cabeza de color escarlata y la cola negra. Nos detuvimos en un ranchito limpio, hecho de guadua; los lados estaban sin paredes para permitir la fácil circulación del aire y el techo era de hojas de plátano secas; la cocina de la casa se halla Siempre separada del lugar donde se vive. Aquí nos detuvimos durante tres o cuatro horas, las más ardientes del día. Una camilla mecedora o cuna donde dormía un infante había sido construida ingeniosamente de láminas de bambú plegables en la forma de una barquilla unida a un balón; a los extremos de la cuna y a distancias iguales estaban adheridas cuatro cuerdas pequeñas que se reunían en un punto y estaban colgadas a la viga del rancho, de manera que al menor contacto se mecía y bajo la protección de un mosquitero azul y blanco, el niño dormía de la manera más cómoda.

Toda la gente de esta provincia se quejaba este año (1824) del calor inusitado. Septiembre por lo general es uno de los meses más cálidos en la parte baja de Nueva Granada. Las cosechas de maíz, plátano, cacao, etc., se han perjudicado mucho debido a las lluvias habituales que caen durante los meses de febrero, marzo y abril y las continuas sequías considerables han destruido casi todas las cosechas. Al regresar por esta región, en enero, encontré a casi todos los habitantes muriéndose de hambre y estaban obligados a conseguir provisiones a costo elevado en las aldeas de la Sabana de Bogotá y de otras provincias distantes. Cerca de esta carretera vi por primera vez algunas conchas del interior muy grandes, que he oído decir, tienen gran valor entre los conquiliólogos y también algunos arbustos enanos cargados de flores brillantes de color escarlata.

A las seis de la tarde llegamos a orillas del río Magdalena, al paso de Flandes (lugar de transporte a través del río), y encontramos la casa llena de arrieros que iban hacia La Mesa; las mulas estaban cargadas de cacao procedente de la ciudad de Neiva, capital de la provincia. Todos estábamos muy cansados y auncuando nuestra posada no era muy buena, pasamos allí la noche; pero la conducta de estos individuos fumando y escupiendo y el olor de ajo y otras substancias malolientes, casi nos hacen salir de la casa para refugiarnos en una casita de afuera. El calor de este lugar nos obligó a mantener la puerta abierta durante la noche. No nos dijeron que ésta se empleaba como granero para depositar el maíz del hacendado. Sin embargo una rama de esta familia, los cerdos conocía perfectamente bien esta circunstancia y nos atormentó toda la noche con sus esfuerzos inveterados para robarnos el maíz. En los climas cálidos los cerdos se alimentan durante la noche y en el día duermen y se revuelcan en el fango. Este agricultor debía ser un hombre bastante acomodado, a juzgar por el número de cerdos que él mantenía engordando con plátanos en grandes zahurdas cerradas por talanqueras fuertes de guadua. Los arrieros nos dijeron que hacía 15 días un caimán del río Magdalena había arrebatado en las cercanías a una mujer de uno de los ranchos vecinos.

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El día 20 todos estábamos levantados a las cuatro de la mañana, después tuvimos que hacer un trabajo muy pesado al hacer pasar nuestras mulas y el equipaje por el río Magdalena. Esta operación nos entretuvo casi tres horas; los arrieros no tienen en cuenta para nada el valor del tiempo, creo con toda sinceridad que están blindados contra toda persuasión bondadosa que se les haga. Recomiendo a todas las personas impacientes el viajar seis meses por Colombia sí desean aprender a adquirir paciencia, aun cuando tal vez les resultaría grave a algunos, pues nada hay tan propicio para conservar la salud en un clima tropical como un carácter suave y plácido. Las mulas atravesaron el río en grupos de cuatro o cinco tras de una canoa, cada una tenía un lazo al rededor de la nuca el cual se amarraba a la cola de la siguiente. Estos inteligentes animales eran muy partidarios de la natación y disfrutaban mucho. El ruido de las guacharacas, loros, papagayos, periquitos, etc., junto a la balsa, era más que suficiente para ensordecer a alguien, pues todas estas aves son muy ruidosas en particular al despuntar el día. Eran tan mansitas, por no habérseles nunca disparado, que el señor Cade casi tumba dos o tres a las pedradas. El río Bogotá desemboca en el Magdalena dos leguas abajo del Paso de Flandes y de ahí a Honda se llega en dos días, donde el río se halla crecido a causa de las lluvias periódicas.

Después de haber cruzado el río con las mulas y el equipaje, lo dejamos a las 8 y nos detuvimos a almorzar en un ranchito de guaduas a las 10 de la mañana. Tendimos nuestros catres a la sombra de los árboles y salimos a las tres, habiendo mandado adelante el equipaje a la aldea de El Espinal. La dirección que seguíamos era con rumbo al sur en una inmensa llanura, pero el calor se hacia más benigno a causa de las brisas agradables. En esta llanura vi pequeñas bandadas de perdices corriendo cerca a la carretera; nos veíamos en dificultades para hacerlas levantar el vuelo cuando íbamos tras ellas. Nuestro guía estaba ansioso de llegar al lugar de la posada antes de obscurecer. Es muy difícil ver el camino en esta inmensa llanura, donde no hay carreteras corrientes y sólo pequeños senderos que deben seguir las mulas, y como hay muchos que se cruzan entre si, es un verdadero rompecabezas para el individuo no conocedor, saber cuál debe escoger. En estas llanuras resecas vimos muchos hatos de ganado paciendo, parecían gordos y brillantes, a pesar de tener el pasto la pariencia de estar seco. Encontramos por el camino muchos naturales de las provincias de Mariquita y Neiva a caballo y a píe, las mujeres cabalgaban en la misma forma que los hombres, su apariencia y rostro eran mucho más atractivos y sus cuerpos mucho más desarrollados que los de las campesinas de la sabana de Bogotá, aun cuando por lo general eran de tez pálida. Hay pocos negros en estas provincias y los rasgos del pueblo son más europeos que indígenas. La ropa es extremadamente limpia y bonita; las mujeres usan un bonito manto de tela de algodón sobre la cabeza, con el borde adornado de flores azules, un chal blanco con cenefa de colores, enaguas de color escarlata; las medias y los zapatos no están de moda; los hombres usan un sombrero de paja, ruana blanca, pantalones azules y alpargates en los pies. Las mujeres rara vez le miran a uno al pasar, lo cual mortificó mucho a mí joven secretario, pero generalmente dicen: "buenos días caballeros". Las telas de algodón se fabrican en la provincia de Neiva.

Llegamos a la ciudad de El Espinal antes de anochecer, y como generalmente enviábamos un peón a buscarnos alojamiento, a nuestra llegada supimos que el alcalde nos había conseguido casa. El Espinal es una aldea bonita y aseada, con una población de 1.500 habitantes. Recorrimos la ciudad con el alcalde, el jefe de correos y otros dos o tres de los grandes personajes; nos mostraron gran cantidad de ranchos de reciente construcción. El alcalde nos hizo ver, que no perdía la esperanza de vivir lo suficiente para ver a El Espinal transformado en una extensa ciudad, ya que se habían expulsado los godos (los españoles) del territorio nacional. Esta ciudad fue reducida a cenizas por los españoles en 1816. El principal comercio de la plaza consiste en sombreros de paja, tasajo, sebo y cueros que se envían en balsas aguas abajo del Magdalena. El Espinal se halla solamente a legua y media del río, en una hermosa llanura pero los labriegos difícilmente pescan, pues emplean todo el tiempo en cuidar sus inmensos hatos de ganado.

El día 21 a las seis de la mañana partimos de El Espinal; por la mañana recorrimos una bonita llanura interceptada por pequeños bosques y dulcificada por las suaves notas de diversos pájaros cantores. Pero nuestro gran objetivo era atravesar los Andes antes de que se presentara la época de lluvias, cuando las carreteras se presentan peligrosas y casi intransitables y para realizar ésto era necesario prescindir del solaz del campo. A las diez entramos a la pequeña aldea de El Guamo y nos hospedamos en la casa del párroco, por la mejor de las razones, ya que parecía la más cómoda de la plaza y también porque en ésta, los viajeros, sí tienen que pagar posada, están seguros de obtener lo mejor de la región. El padre nos había preparado un buen almuerzo y lo encontramos muy jocoso, de mucho ingenio y buen humor, tenía él unos treinta y cinco años de edad. El arriero nuestro se extravió en el camino y no llegó con el equipaje sino hasta las doce. Inmediatamente después de nuestra llegada a la villa, cruzamos un arroyuelo de aguas frías, y sí no hubiera

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estado yo tan acalorado, hubiera tenido tentación de bañarme, pero por este motivo, no me atrevía a hacerlo. Este riachuelo se llama Luisa, sus arenas se lavan para extraer oro en polvo.

El resto del día lo pasamos contemplando a nuestra derecha la magnífica vista de las montañas del Tolima, cuya cumbre está perpetuamente cubierta de nieve; este es el pico más alto del ramal de los Andes que pasa por Popayán y el Valle del Cauca hasta adentrarse en la provincia de Antioquia. La horchata que nos ofreció el padre tenía un sabor agradable y muy fresca; es una mezcla de melones, agua y azúcar. Los tigres gallineros son numerosos en este vecindario y devoran gran cantidad de ovejas, cabras y aves de corral. En medio de nuestra charla se oyó la campana de alarma de la capilla; al escucharla, nos precipitamos hacía la puerta acompañados del sacerdote, y supimos que uno de los ranchos estaba en llamas; con gran esfuerzo logramos dominar el fuego y llevar la alegría al corazón de los pobres aldeanos. Sí este incendio hubiese escurrido por la noche, probablemente toda la aldea hubiera quedado convertida en cenizas, pues durante esta estación de sequía del año, todo se halla considerablemente reseco. El padre me enseñó, en su alcoba, la figura del cráneo de un monito que tenía en la mano derecha una guadaña, la cual segaba horizontalmente al halaría por medio de un cordón. El manifestó que esta figura representaba la muerte, y que con frecuencia se la mostraba a las muchachas de su aldea como un recuerdo de la misma, pero, agregó, guiñando el ojo, estas muchachas piensan en algo muy diferente.

Como no pudimos conseguir forraje para las mulas de carga, las enviamos a la Villa de Purificación, distante del lugar a unas seis leguas y medía españolas. Por consejo del cura, enviamos a un peón para que viera al intendente y le llevara una carta que me había dado el intendente de Bogotá, con el fin de conseguir lo necesario y otras mulas de repuesto. Los labradores son grandes peatones en esta provincia y caminan el doble de la distancia que recorre una mula cargada en veinticuatro horas. Nuestro amigo el sacerdote insistió en que le acompañásemos a cenar, y como nuestro hospedaje era bueno, tanto el señor Cade como yo, no nos opusimos a satisfacer los buenos deseos de nuestro anfitrión. Nos dieron una sopa de fideos olla podrida, tortilla y un postre líquido, muy sabroso. Después de la comida, que fue la mejor que hicimos desde la salida de Bogotá, hicimos una siesta de una hora y despidiéndonos de este hospitalario sacerdote nos encaminamos hacia Purificación.

A las cuatro de la tarde llegamos al río Saldaña que corre en dirección oriental y entramos al Magdalena a pocas leguas de este lugar. Aquí nos vimos obligados a detenernos durante algún rato para conseguir una piragua a fin de hacer la travesía; las mulas, como de costumbre, lo atravesaron a nado. El Saldaña es un río bastante caudaloso y de aguas muy claras. Los bogas nos dijeron que había buena pesca aquí y que de vez en cuando un caimán del Magdalena hacia su aparición auncuando nunca dejaba sus huevos aquí, debido según suponían, a la falta de arena en las orillas. Como se acercaba la hora del crepúsculo, contratamos a uno de los hombres de la balsa para que nos llevara a Purificación y tuvimos la suerte de que aceptara, pues la carretera o camino de herradura que atraviesa la extensa llanura en la obscuridad de la noche es difícil. Así, pues, no llegamos al sitio de destino sino a las nueve de la noche, terriblemente cansados; el señor Cade lo estaba tanto que inmediatamente se metió en el catre quitándose únicamente las botas. El peón que habíamos enviado no había llegado aún con la carta para el intendente, y mis criados me dijeron que habían durado dos horas en la calle con las mulas del equipaje. El alcalde no quiso conseguirles hospedaje, pues el peón no había traído la carta. Ante este predicamento, un español que había sido sargento al servicio de Colombia, después de haber desertado del ejército de Morillo y retirado ahora a pensión, nos ofreció su casa, que los criados aceptaron gustosos y aquí nos quedamos. El español hablaba algo de francés y me contó que había servido durante dos o tres años a las órdenes de Napoleón y que su lema actualmente era: "cedunt arma togne", pues ahora ejercía el oficio de sastre. Encontramos el café cargado muy refrescante después de nuestro día de penalidades. Los sirvientes nos contaron que las mulas de carga estaban completamente agotadas y que se habían visto en apuros para hacerlas llegar a Purificación. Un gran aguacero cayó durante la noche, para regocijo de las gentes que lo consideraban como gotas de oro, después de haber transcurrido tres meses sin ninguno. El techo de la casa de nuestro posadero, era tan defectuoso, que me vi obligado durante la noche a cambiar mi catre de sitio. El español tenía unos cuarenta años y estaba casado con una muchacha criolla muy bonita de unos catorce años, quien pasaba todo el tiempo jugando a las cartas.

Purificación está graciosamente ubicada sobre una pequeña colina y el río Magdalena cruza por su base; pero ahora no era aquella corriente majestuosa que yo navegué en champanes. En esta época estaba bastante bajo debido a la larga sequía. Encontramos a Purificación de calor insoportable aun después de la lluvia. A las seis

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de la mañana el señor Cade y yo nos fuimos a bañar a una parte panda del Magdalena, donde los caimanes no pudieran acercarse sin ser vistos. Encontramos el agua bastante limpia y en el río olvidamos completamente nuestro cansancio. Los hombres de esta provincia se consideran como soldados excelentes; son valientes, obedientes y enemigos decididos de los españoles y generalmente van armados con una lanza larga. Hoy estuvimos de suerte; había sido sacrificado un buey gordo y enviamos a nuestro hospedero acompañado por Edle para comprar parte de éste y con la ayuda de un bonito bagre (pez que ya había descrito), nos regalamos como concejales.

Por la mañana recibimos la visita del coronel García a quien habíamos conocido en Bogotá, y la del señor Márquez, miembro del Congreso de Guayaquil. Estaban visitando a un amigo que vivía en esta aldea. El coronel insistió en regalarme un sombrero de paja muy liviano, de alas muy anchas para protegerme de los rayos del sol, que encontré especialmente cómodo en mis viajes, pues estaba usando un casco, blanco inglés. Algunas fogatas ardían en los bosques frente al Magdalena presentando un gran espectáculo durante la noche, ya que las llamas se extendían a distancia considerable.

El alcalde me visitó por la mañana y me manifestó que el peón acababa de llegar con la carta del intendente. El me presentó excusas por haber mantenido las mulas y el equipaje tanto tiempo en las calles y me prometió proveerme de mulas descansadas por la mañana temprano, que irían hasta Neiva; le pagamos cuatro pesos por cada mula. En este lugar un caso particular atrajo mi atención: observo varias personas que tenían manchas como los caballos en el cuerpo y en el pelo, y en la cabeza tenían manchas blancas y negra en distintos lugares. Gozaban de buena salud y no pude saber las causas que las originaba. Admiramos la limpieza de las cercas de guadua al rededor de los jardines; estaban hechas de estacas grandes de guadua enterradas en el suelo a ciertas distancias y tubos de la misma amarrados con bejucos de los árboles; tenían los cinco pies y medio de altura, muy durables e impedían que, los cerdos: y las ares dataran los jardines. El español nos informó que había gran variedad de peces en esta parte del Magdalena; entre ellos se contaba el bagre blanco no tan grande como el rayado de color obscuro, la dancella, el potolo, el bocachico, el dorado y el puso renga, toda esta pesca muy buena para la mesa.

No pudimos salir de Purificación hasta las diez; las mulas no llegaron del campo sino a las nueve y como a esta hora el calor era muy fuerte, nos hicimos el cargo de que nos íbamos a asar durante este día, así pues, teniendo la cabeza y el rostro tan bien protegidos con mi sombrero de ala ancha, me sentía muy aliviado. Durante seis horas caminamos por unas llanuras cálidas y arenosas, sin encontrar una mola casa, pero al fin hallamos un rumbo solitario. Vimos aquí árboles cargados de frutas llamadas cerezas del tamaño de una ciruela pequeña de un sabor ácido agradable y el color de una berenjena. Nos disponíamos a emprender un ataque desesperado contra el árbol, pues nuestros labios estaban resecos de sed, pero nuestro baquiano (o guía) nos trajo del rancho un jarro lleno de cerezas y nos advirtió que éstas en gran cantidad eran buenas cuando no estaban asoleadas, pero que si comíamos las frutas recién cogidas, podíamos enfermarnos de disentería y nos recomendó no comer muchas, consejo que seguimos con prudencia, pues es cosa muy grave enfermarse en estos lugares donde se carece de atención médica en cien o doscientas millas a la redonda. Al pasar por estas tierras vimos gran cantidad de palmas de dátil y sí se hubieran agregado al paisaje algunos grupos de árabes y mamelucos con sus camellos, me hubiera imaginado encontrarme en un paraje de Egipto. Nos dimos cuenta de la buena idea de viajar llevando nuestras hamacas en las mulas, pues al llegar a un sitio de descanso para permanecer durante medio día, podíamos colgarlas dentro de los ranchos o entre dos árboles, y hacer nuestra siesta cómodamente sin el peligro de ser atacados por reptiles venenosos. Nos agradó mucho no recibir la visita de nuestros mortales enemigos los mosquitos, muy escasos en la provincia de Neiva, lo cual se debe a la aridez del país y a la escasez de bosques; en el trecho de las últimas sesenta millas no encontramos ni ciénagas ni pantanos.

A las seis llegamos a la aldea indígena de Matayán, la primera que encontramos desde nuestra salida de Bogotá. Las mulas con el equipaje solamente llegaron a las ocho con gran pesar de toda la comitiva que se vio obligada a esperar a que llegasen las cantinas. Los sirvientes se quejaron amargamente de la calidad de las mulas y de la pésima disposición de los arrieros, pero estos pequeños inconvenientes son inevitables. Nos hospedamos en una escuela indígena; la capilla y la parroquia acababan de ser destruidos por el fuego pocos meses antes; la primera lo fue a consecuencia de un rayo. Las aldeas indígenas de estos lugares tienen la apariencia de ser muy miserables. El maestro de escuela hizo cuanto pudo por conseguirnos lo necesario, que era lumbre para cocinar y huevos. El sacerdote nos envió de regalo una docena de éstos; por ellos le pagamos

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seis peniques; el mismo precio de una gallina. El alcalde indio cuando supo que íbamos a permanecer en Motayán durante la noche, se esmeró cuanto pudo; él nos informó que ésta era también la costumbre de las tropas cuando iban hacia la aldea y me rogó informar de su conducta ante el gobernador de Neiva. El sacerdote y varios de los indígenas de esta aldea, tenían bocio. En esta escuela se impartía educación a muchachas y muchachos para que aprendieran a leer y algunos de los más inteligentes a escribir.

El día 24 las mulas con el equipaje estaban listas para continuar el viaje a las siete de la mañana. Mediante grandes esfuerzos rara vez logré que el equipaje estuviera listo antes de esta hora. El resto del día lo pasamos viajando por un terreno muy abrupto y solitario y variado de vez en cuando con selvas de palma y dátil, bastante bien regados por riachuelos que vierten el curso de sus aguas en el gran río Magdalena, a cuyas orillas llegamos por la tarde y lo atravesarnos en canoas, mientras las mulas lo pasaban a nado. Vimos otro destacamento de voluntarios que iban con destino al N. O. y muchas cruces al lado de la carretera, donde había gente enterrada, pero solo encontramos durante todo el día dos ranchos indígenas. Nuestro equipaje se mantuvo bien; para arreglar las cargas con propiedad, se requiere alguna experiencia y éstas se repartieron con bastante igualdad; sopló una brisa agradable que refrescó la atmósfera. Pasamos la noche en un rancho a orillas del Magdalena y armamos nuestros catres bajo unas palmeras cerca del río, pero nos castigamos al haber escogido este lugar pues fuimos atormentados durante toda la noche por el jején. Nos bañamos por la mañana temprano y al saber que los caimanes eran pequeños y que rara vez atacaban a las personas, nos complacimos nadando un poco por primera vez. Varias balsas grandes procedentes de Neiva navegaban aguas abajo temprano, cargadas de cacao.

Salimos a las siete de la mañana y llegamos a Villa Vieja a las once para almorzar. Nuestro equipaje no llegó sino hasta la una; dos de las mulas siguieron un sendero errado y se perdieron durante algún tiempo; por consiguiente decidimos pasar la noche en Villa Vieja, al observar la aldea nos dimos cuenta de que era muy aseada y limpia y el alcalde muy solícito, procurando satisfacer todas nuestras necesidades. El sacerdote nos hizo una visita revestido. Manifestó que sólo hacia tres semanas que residía en el lugar. El llegó con muy mala salud y ya estaba casi restablecido a causa de los aires saludables del lugar. Observamos un pájaro de color castaño atrapando moscas e insectos en la barriga de una vaca que estaba echada. Esta aldea está cerca al Magdalena. Durante el día sufrimos de un calor intenso, el termómetro a la sombra marcaba 85º la escuela pública tenía la apariencia de estar bien manejada y los niños se veían unos y limpios en su figura. Vimos otro grupo de cincuenta reclutas, custodiados por quince hombres armados de lanzas.

A las seis y media levamos anclas para la ciudad de Neiva, capital de la provincia y durante la mañana recibimos el beneficio de una llovizna muy refrescante para los hombres y la cabalgata. Durante las cuatro primeras horas no me vio ni una sola casa, aun cuando ya nos aproximábamos a Neiva. Por fin divisamos un ranchito a cierta distancia de la carretera, en las orillas de un riachuelo de aguas cristalinas, donde nos detuvimos para romper el ayuno. El campo al rededor tenía la apariencia de un color obscuro profundo, pero a poca distancia cruzamos unos valles agradables, cubiertos de bosque y con aguas abundantes. Este aliciente no bastó para atraer a los habitantes. Los tigres gallineros, el venado y otros animales montaraces recorrían el lugar tranquilos. Nuestro baquiano llevaba siempre una totuma (o vasija de madera) en la copa de su sombrero y cuando llegaba a un arroyo la llenaba de agua y nos daba a tomar. El parecía ser un conocedor del agua por el aire de satisfacción con que nos decía al llegar a ciertos lugares: "agua muy fresca". Después del almuerzo me fui a caminar solo por el valle y me recosté a lo sombra de un árbol frondoso cerca a un riachuelo, cuando de pronto fueron interrumpidas mis meditaciones por el crujido de algunos arbustos muy cerca de mi. Al volver la cabeza observé un venado muy bonito, gordo, a una distancia no mayor de doce yardas, que caminaba apaciblemente fuera del matorral y que venia a beber en el arroyo. Al verme acostado en el suelo, se detuvo y me miró y salió trotando a ocultarme en la espesura; tenía pequeños memos afilados sin ramificaciones. Si hubiese tenido mi escopeta, me hubiera procurado algo de carne de venado para la comitiva. En la llanura de la parte superior del valle había muchos conejos y bandadas de perdices.

Cundo nos faltaba una legua para llegar a Neiva, salieron a recibirnos el Gobernador de la Provincia, coronel Vicente Vanegas, sus ayudante y mi amigo el doctor Borrero, y encontramos una buena casa en la plaza y una magnifica comida preparada para nosotros y nuestros sirvientes, además de buen forraje para las mulas. El doctor Borrero vino exprofeso desde su finca a encontrarnos; aquella me halla situada al S. E. de Neiva y cita distante a unos dos días de Viaje. Su intención era también la de acompañarnos por el camino durante cuatro o cinco días desde Neiva a la Plata donde vivía anteriormente su familia. El doctor que acababa de graduarse de

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abogado, era a la sazón uno de los miembros del Congreso por la provincia de Neiva, había sido dos veces gobernador de ésta; en desempeño de tan alto cargo, había causado satisfacción general a todo las clames de los habitantes, y por todos sus merecimientos era un hombre muy popular y el enemigo más acérrimo de los españoles, aun cuando mi padre era natural de España. El doctor era especialmente amigo de los ingleses y me contaron, que cuando se reunió el Congreso General en Cúcuta a abrió una cama para todos los ingleses, en particular para los oficiales británicos al servicio de Colombia. La energía, actividad y valor que el doctor Borrero desplegó para despertar a los habitantes de su larga apatía, e indicarle la conducta de opresión de los españoles, lo hicieron el hombre más aborrecible de dios, por lo cual, el gobernador español de la provincia de Neiva ofreció una suma considerable por su cabeza y el doctor nos mostró el sitio en la plaza donde fue quemado en efigie por los españoles. Después fue hecho prisionero y enviado a trabajos forzados de por vida a las fortificaciones de Cartagena, que era lo mismo que sentenciado a una muerte lenta, pues la mala alimentación y esta dan de trabajos en un clima tropical, acaban pronto con la existencia del hombre más fuerte. Borrero era un bon-vivant; aficionado a la botella y, como la mayor parte de sus paisanos, adicto al juego. Pero como compañero en vivaracho y chistoso y pan servir a un amigo, estaba dispuesto a ir a través del fuego y del agua, suponiendo que él no hiciera lo suficiente por alguien con quien hubiera trabado amistad. Por fortuna, yo me hallaba incluido en esta clase y nunca podré olvidar las muchas atenciones que me hizo durante mis viajes y más tarde al facilitarme armas, monteras, animales, hermosos pájaros, etc., de la tribu de los indios bravos (o indios salvajes), llamados los Achaguas, que viven en las montañas a diez o doce días de viaje de Neiva hacia el oriente y no lejos de las fuentes del Meta.

Tan pronto como el doctor Borrero me vio en la carretera, me hizo prometer la permanencia del cita siguiente en Neiva, pues el gobernador estaba deseoso de atenderme y había invitado a todas las autoridades civiles y militares para conocerme. Esta invitación ni el señor Cade ni yo la pudimos declinar.

Al día siguiente nos fuimos a bailar al Magdalena. Hice preguntas especiales acerca del peligro que pudiera haber de mis viejos amigos los caimanes y supe que no eran mayores de cinco a seis pies de longitud y que nunca acometían. Al oír esto me decidí a cruzar a nado el río Grande, y alquilamos una canoa para que nos transportan a la orilla izquierda del río, desde la cual tenía la intención de nadar hacia la derecha y traer mi ropa en la canoa, tan pronto como el señor Cede se hubiera bailado. Al empezar mi tarea me senda muy bien ha que me encontré en la mitad del camino, donde la corriente es tan alerte que me arrastró aguas abajo sin poder, con todas mis fuerzas, ganar la orilla opuesta. Empecé entonces (aun cuando demasiado tarde) a arrepentirme de mi empresa y pan agravar, me imaginaba a cada momento que un caimán pudiera hallarse en el río por casualidad y atacarme. Tanto me afectó esta idea a la mente que si hubiera hecho ruido con los pies en el agua hubiese mirado hacia atrás alarmado, esperando ver las anchas quijadas del monstruo sobre el agua. Debido a los grandes esfuerzos que hade contra la corriente, empecé a cansarme y miraba hacia la orilla con vehemencia; por fortuna cuando bajaba por el río fui a dar a una parte donde había menos corriente. Aquí descansé un poco y logré lo que llaman los boxeadores, el segundo aliento, hice renovados esfuerzos para llegar a la orilla deseada, lo que logre al fin, muy fatigado, y sin deseos por los menos de volver a atravesar a nado el río Magdalena, en lo cual empleé media hora. Con toda probabilidad soy el primer inglés que haya cruzado nadando este hermoso río. Después de esperar algún rato el señor Cade me trajo la ropa en una canoa y me felicitó por haberme librado de ahogarme o haber sido devorado por los caimanes, pues él se alarmó mucho cuando observó que era llevado por la corriente tan lejos.

Al regresar a nuestro hospedaje, vimos que nuestros amigos nos habían preparado un excelente almuerzo y me regañaron por haber atravesado el río a nado, diciendo entre sí y encogiéndose de espaldas: "Los ingleses son gente muy extraordinario. Después del almuerzo yo le regalé al doctor uno de los mejores mapas de Suramérica de Faden hecho en secciones, retuve la parte que comprendía el territorio de Colombia hasta cuando nos volviéramos a encontrar en Bogotá, la cual le entregué el próximo mes de febrero. El se sintió tan complacido por este obsequio, que corrió a darme un estrecho abrazo y luego fue a mostrarle el mapa al gobernador y a sus amigos.

Hoy por la mañana llegaron a Neiva noticias por expreso, procedentes de Bolívar en el Perú, en las cuales se informaba que había habido un combate serio de caballería en donde los húsares y lanceros colombianos habían derrotado completamente a los españoles bajo el comando del general Canterac. Esta noticia exaltó tanto al doctor, que juró emborracharse esa noche, lo cual él hacía con bastante frecuencia, aún sin tener ningún acontecimiento tan extraordinario que le sirviera de excusa para ello. Las escasas tropas que estaban

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aquí de guarnición se pusieron a disparar en el aire "feu de Joie" y por la tarde hubo una función de fuegos artificiales, algunos de los cohetes eran muy bonitos. A las tres de la tarde fuimos a comer con el gobernador, coronel Vanegas. El coronel tenía una enorme cicatriz hecha a sable en el rostro, la que adquirió cuando quedó abandonado en el campamento como muerto después de un combate. Era considerado como un oficial muy valiente y durante algún tiempo estuvo en el Estado Mayor de Bolívar, y en tal situación sirvió durante varias campañas contra los españoles. En la comida conocimos al juez político, al sacerdote, al jefe de correos, a un coronel de color (que había venido de Bogotá para enseñar a la gente de la provincia el ejercicio corriente de lanza), al doctor y a todos los grandes personajes del lugar.

La comida, como de costumbre, fue muy abundante. Un pavo de tamaño prodigioso adornaba la mesa, y había una inmensa botella de aguardiente (o licor), además de diferentes clases de vinos españoles. Tuvimos una fiesta muy alegre y bebimos por el éxito continuo de las armas de Bolívar en el Perú. Creo que el doctor cumplió bien su promesa, pues tuve pan dificultad al día siguiente para hacerlo salir de Neiva. Después supe que había estado jugando toda la noche con el gobernador, el cura de la parroquia y dos o tres amigos más. El doctor me contó que se fumaba en promedio cuarenta tabacos al día durante todo el año, botaba la tercera parte de la colilla del cigarro, pues afirmaba que ya había perdido su aroma y para complacer este vició de filmar con exceso, tenía que gastar trescientos dólares por año, lo cual indica cuánto tabaco debe consumir la población de Colombia y si las fabricas de tabaco estuvieran bien administradas, debieran producir una gran renta al gobierno.

En la casa donde estuvimos hospedados en Neiva nos molestaron mucho los alacranes. Encontramos uno inmenso aun lado de la albarde de una mula que casi pica a uno de nuestros sirvientes. El doctor me trajo por la mañana una totuma (vasija de madera) que era especialmente bonita, doce pieles de tigre y de gatos de agua; éstos tenían casi el tamaño de un Conejo; las pieles son de un color blanco muy bonito con rayas de color castalio y tan suaves como el satín. Una de las pieles pertenecía a un tigre de gran tamaño. Las totumas eran fabricadas en la pequeña ciudad de Timaná, de donde les viene el nombre de timanas, y están adornadas con mucho gusto, con flores de brillantes colores; estas vasijas reciben un barniz por todas partes, que los indios de la provincia de Timaná extraen de un árbol; el fondo sobre el cual se pintan las flores es de color rojo obscuro. El doctor había hecho poner su nombre alrededor de la vasija de modo muy ingenioso. Estas vasijas son las manufacturas más hermosas que he visto en Colombia y las flores son una copia exacta de las naturales. Se pueden usar con agua caliente sin sufrir ningún daño. El doctor me anunció lleno de satisfacción que pensaba contraer segundas nupcias con una esposa joven (el doctor tenía unos cincuenta años); time rogó que hiera por su casa pero como ésta se hallaba a dos citas de jornada fuera del camino, decliné la invitación, deseoso de cruzar los Andes tan pronto como fuera posible.

La provincia de Neiva a la cual se halla unida la pequeña de Timaná hacia el S.E, cuenta con unos 70.000 habitantes. Hay grandes cantidades de oro en polvo que se obtienen en Timaná al lavar las arenas auríferas de los riachuelos, algo de este me trajeron para la compra. En está provincia se cultiva un magnífico cacao, a orillas del río Magdalena y se envía en balsas aguas abajo. La apariencia de los campesinos en toda esta provincia es muy agradable, los hombres son altos, bien formados, de ropa muy limpia, de rostro franco y noble y cuando van armados con sus lanzas largas a caballo, son enemigos formidables; todos ellos detestan a los españoles. Aquí se puede comprar una oveja gorda por un dólar, una cabra por dos chelines y un cabrito de buen tamaño por uno. Llegó correo de Bogotá antes de salir de Neiva. Me serán muy desilusionado al no recibir cartas de Inglaterra; no había recibido ninguna desde el cinco de mayo. No conozco nada que cause tanto placer en un país extranjero como recibir noticias de los amigos y parientes, sobre todo cuando se halla uno separado de ellos a tan grandes distancias; ahora estábamos casi a 1.600 millas en el interior de Suramérica.

Decididamente decliné el ruego del doctor de permanecer otro día en Neiva y después de hacer grandes esfuerzos, logré hacerlo salir a las diez de la mañana montado en su caballo gris y con un sirviente negro montado en una mula que le llevaba una vieja escopeta francesa cargada por si el doctor quisiera hacer algún disparo a los pavos silvestres o perdices que estuviesen cerca de la carretera. En Neiva conseguimos otro repuesto de mulas, mucho mejor que las que nos alquilaron en Purificación y el hombre de confianza entendía bien su negocio. Era imposible evitar la risa al mirar al doctor, que iba a caballo con su vestido de viaje de la figura más cómica que puede imaginarse. Imaginarse a un hombre de ojos negros grandes saltones enrojecidos, con una expresión desorbitada, nariz aguileña de buenas dimensiones, boca no muy pequeña, con un cigarro constantemente en ella, patillas largas y negras, mentón proyectado, cara larga y ahí tiene usted la

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apariencia del doctor. El estar sentado toda la noche bebiendo y jugando no había mejorado en nada su fisonomía; en este momento pudiera muy bien representar "el Caballero de la triste figura". Usaba un enorme sombrero de paja con la escarapela colombiana, chaqueta azul corta con rayas blancas, pantalones de color azul claro, botas de montar con enormes espuelas; una espada larga francesa de dragones, con empuñadura de bronce, sujeta a una correa de cuero, se balanceaba de un lado a otro del caballo, un par de pistolas que asomaban de sus cartucheras un cebador que colgaba de sus espaldas y ocasionalmente la escopeta francesa que estaba colocada delante de él en la cabeza de la silla. No debo omitir entre los atavíos del doctor una tercera pistola de bolsillo de las que se cargan por la poca. El cabello gris verdaderamente era un buen animal, pero tan flaco como rocinante. El sirviente de color del doctor Candela, era una figura tan extraña como la de su amo e iba siempre al pie de él ya sea para encenderle el tabaco o entregarle la escopeta.

Aun cuando yo no me encontraba muy bien, trotábamos alegremente charlando con el doctor que siempre estaba muy animado y deseoso de darme cualquier información con respecto a esta parte de Colombia hasta que llegamos a un rancho solitario distante a tres leguas de Neiva a orillas de río Frío. Nuestro amigo nos propuso que tomásemos nuestro almuerzo aquí e hiciéramos una siesta luego, que él estaba muy deseoso de hacer después de haber pasado la noche anterior jugando; y sospecho que estuvo ganando, pues observé que los bolsillos de los pantalones y del chaleco estaban atestados de doblones y dólares que él tenía gran placer en hacer resonar para oír su sonido musical. En esta casa encontramos al sacerdote de una aldea llamada Campo Alegre, quien iba a Neiva a escribir sus cartas para luego ser enviadas esa noche a Bogotá. Pude observar que el cura tenía unos treinta años, era muy inteligente y comunicativo. Me informó que las fuentes del Magdalena nacían en el páramo de las Papas a ocho días de jornada de una pequeña ciudad llamada Timaná. Me preguntó si al pasar por Purificación había probado un pescadito muy sabroso llamado ringa que se coge en el río Chiqui, cerca de esa ciudad y no se encuentra en ningunas otras aguas de Colombia. Me refirió que en ese mismo río había pequeñas tortugas cuyas conchas contenían pequeñas perlas aun cuando no de buenos orientes.

En este mismo lugar divisamos una hermosa vista de las montañas el Huila cuyos picos se hallan perpetuamente cubiertos de nieve; estas montañas se hallan a seis días de viaje no muy lejos del Valle del Cauca hacia el oeste. El sacerdote dijo que la posición de esta aldea era bastante agradable, de donde le venía su nombre de Campo Alegre; había un riachuelo de aguas transparentes que la circundaban bien provisto de peces, pero se lamentaba de la ociosidad de sus feligreses, quienes al tener éxito en la pesca, se quedaban dos o tres días seguidos tendidos en sus hamacas meciéndose de lado a lado en el cuarto y que nada sino únicamente el hambre podía sacarlos de esa apatía e inactividad. Los jaguares (o tigres) afirmó que eran muy destructores entre el ganado de esta región del país donde él vivía, bajaban de noche y se llevaban las mulas y el ganado cornúpeto. Una pareja de tigres, hembra y macho, éste de gran tamaño, los habían cogido en una trampa en su parroquia hace unas tres semanas después de haber ocasionado muchos darlos. La trampa para los tigres se arma de la siguiente manera: en una porción de terreno, retirado del lugar se cerca con fuertes estacas, algunas veces a tres pies de profundidad y de considerable altura para evitar que los tigres se salgan, dejando una entrada de acceso para éstos; encima de esta abertura se halla suspendida una gran plancha de madera que se comunica con otra que hay en el piso, la cual cae y cierra la entrada tan pronto como el tigre penetra. En el centro se amarro un cordero o marranito como carnaza y los aldeanos vigilan por turnos en un árbol durante la noche en las cercanías del lugar para dar la alarma al capturar a su enemigo; después lo rematan con armas de fuego y lanzas. Una trampa semejante a ésta se armó para un enorme tigre macho, que durante los últimos dos meses había matado cincuenta cabezas de ganado; pero la bestia era extraordinariamente astuta y había evitado la celada preparada para su captura.

En ciertas ocasiones los agricultores y campesinos se arman de lanzas y acompañados de sus perros se reúnen para cazar a los jaguares. Tan pronto como éste se siente acorralado por los perros se agazapa para la pelea y cuando atrapa algún perro con sus garras el pobre animal generalmente muere. Los lanceros se mueven hacia adelante y toman posiciones frente al tigre, colocan las lanzas en forma tal que puedan recibido cuando da el salto, manteniendo los ojos firmes en los del animal y cuando se dan cuenta de que está muy cansado de luchar con los perros, lo enfurecen para inducirlo a que de el salto contra ellos, lo cual efectúa en línea semicircular, como los gatos, rugiendo espantosamente al mismo tiempo; el lancero mantiene el cuerpo algo doblado y sujetando la lanza con ambas manos, una descansa sobre el suelo, y por su destreza y rapidez lucha generalmente por recibir el tigre en la punta de la lanza; entonces los otros cazadores se precipitan y pronto lo rematan con las lanzas. Si por desgracia cae el cazador al recibir el tigre en la punta de la lanza, su

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condición es desesperada y con toda probabilidad perece victima de la fiera enfurecida antes de poder recibir auxilios. Esto ocurre con rareza, pero en tal caso, el único recurso que le queda es su machete (o peinilla) con el cual trata de acuchillar al tigre por el vientre.

El coronel Bardo Nuevo, de la artillería, me contó una anécdota relacionada con una cacería de tigres. Cuando él vivía en su finca a orillas del Magdalena, no lejos de Mariquita, un día el tigre le saltó encima, y únicamente alcanzó a herirlo con la lanza; el animal se le acercó derribándolo de un zarpazo; el hombre y la fiera sostuvieron una lucha terrible, pero aquél desenfundó su machete causándole grandes heridas al animal en el vientre, el cual cayó muerto al fin a su lado. El cazador había recibido muchas heridas de las garras y colmillos del tigre, pero se restableció y todavía era muy aficionado a la cacería de este animal.

Un señor médico de Popayán me refirió que lo habían llamado para que examinara una herida grave que a un lado de la cabeza tenía un hombre y que había sido ocasionada por un tigre que le había dado un manotón con la gana en la oreja mientras aquel estaba acostado durmiendo. La mitad de la Oreja izquierda había sido desgarrada. El arriero a quien eso le ocurrió, al verse atacado en tal forma, saltó y llamó afanosamente a sus compañeros para que le prestaran ayuda; entonces el tigre alarmado huyó hacia la maleza. Esto demuestra que el tigre manchado americano ataca también a las personas sin provocación, aun cuando no son tan bravos o feroces como el tigre rayado de bengala.

El sacerdote se quejó del actual gobierno y observó que había descubierto en cuanto a él se refiere, el proverbio italiano que dice: "Chi serve il comune, serve nessuno". Sostuve con el sacerdote un pequeño argumento teológico, pues se mostraba muy severo en su vituperio contra Enrique Octavo, a quien él calificaba de ser tan soberano lascivo, dogmático y déspota, sin religión y exactamente tan cruel en su modo de ser como Felipe Segundo Rey de España. Nuestro amigo el doctor se rió mucho de nuestra conversación y me recordó que debíamos montar en las mulas ya que teníamos que recorrer alguna distancia antes de anochecer. Nos despedimos del sacerdote, quien pareció muy complacido cuando le dije que esperaba tener el placer de verlo a mi mesa en Bogotá.

A las siete de la noche llegamos a un ranchito solitario en la jurisdicción de El Lobo. Durante las últimas dieciséis millas, recorrimos una inmensa llanura sin encontrar gota de agua. No pasamos una noche muy agradable aquí; nuestros tres catres se tendieron en un pequeño hueco de la habitación, que hallamos excesivamente caliente y como música el doctor nos obsequió con un ronquido ruidoso y constante durante toda la noche, que nos impidió al señor Cade y a mi pegar los ojos.

Salimos de El Lobo el miércoles, a las seis y media de la mañana y llegamos a El Ancón a las 11, casa de campo perteneciente al señor Fernández Méndez, pariente del doctor Borrero. El Ancón estaba graciosamente situado sobre una suave loma, a un cuarto de milla del río Magdalena, en medio de enormes pastales adornados de árboles centenarios. El propietario de esta finca tenía ochenta años de edad pero era un anciano de muy buen aspecto. Estaba casado en segundas nupcias con una hermosa mujer de treinta y seis años tenía cinco hijos, el más joven de catorce meses. Supimos aquí que debido a los buenos oficios de nuestro amigo el doctor se había matado un ternero gordo para nosotros y los anfitriones nos dieron la bienvenida de la manera más cordial y nos rogaron que permaneciéramos en El Ancón durante tres o cuatro días para descansar, antes de proseguir nuestro viaje por los Andes. Esta casa de campo era la más espaciosa y de todos modos la mejor que habíamos visto desde nuestra partida de Bogotá. Después de la comida, el doctor propuso que saliéramos a cazar por los bosques de la finca que están llenos de jabalíes monteces y venados. El doctor y yo cogimos nuestras escopetas, mientras que el señor Cade, un hermano de la señora de la casa y un esclavo negro nos acompañaron a dar una batida a la caza. Caminamos muy despacio hacia el río, pues el hermano de la señora pensó que podríamos encontrar algunos jabalíes monteces revolcándose en el fango a orillas del río. Se vio que en efecto así era pero ellos nos husmearon antes de describirlos y atravesaron el río nadando; inmediatamente nos dirigimos hacia la orilla y les disparamos tres veces con cargas de perdigón y de posta, apuntándoles a la cabeza; uno quedó herido pero logró cruzar la corriente aun cuando no tan rápido como sus compañeros y los vimos recogerse de prisa en una orilla pendiente e internarse en la espesura. Estos jabalíes salvajes son muy apreciados por considerarse magnífico alimento para la mesa y no son tan grandes ni de color obscuro como los de Alemania. Encontramos huellas frescas de muchos venados pero no vimos ninguno.

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Al regresar a la casa por entre las grandes plantaciones de plátano, el esclavo nos mostró una serpiente enroscada y dormida en apariencia. Le dije al doctor que me agradaría dispararle, lo cual hice con el cañón izquierdo de mi escopeta, en donde tenía tiro de posta, pero únicamente la herí en la cola. Tan pronto como disparé se desenroscó y miró alrededor y nos descubrió; se vino enseguida hacia nosotros rastreando con la cabeza erecta a unos tres pies del suelo. Empezamos todos a alarmamos pero el doctor ordenó que nos retirásemos a unas cuantas yardas detrás de un árbol grande mientras él le disparó dos tiros, cuya acción fue inmediatamente ejecutada y cuando la serpiente se hallaba distante a unas diez yardas el doctor y yo le disparamos y casi la dividimos en dos partes, pues cada tiro estaba cargado con seis o siete postas. Entonces gritamos victoria y el señor Cade y el resto de la compañía que se habían retirado por estar desarmados, se acercaron a nosotros. Al examinar a nuestro enemigo muerto, supimos que se trataba de una serpiente equis, por tener cruces negras como equis en todo el lomo. Esta serpiente se considera entre los criollos como una de las más atrevidas y venenosas de Suramérica. Medía unos seis pies y medio de longitud y era tan gruesa como el puño. Si yo hubiera sabido que era tan atrevida y venenosa, con toda seguridad no hubiera interrumpido su siesta. El doctor afirmó que muchas personas de la provincia habían perdido la vida a causa de la mordedura de la equis; él había visto algunas de tamaño mucho mayor. Vimos algunos pavos silvestres pero eran muy ariscos. El terreno donde estaban sembrados los cacaotales estaban muy bien irrigados, en éstos había también buena cantidad de cocoteros. El cacao que se cultiva en esta finca se dice que tiene un magnifico sabor y logra precio alto en el mercado. Los árboles se plantan en triángulos a buena distancia entre sí. El sombrío es absolutamente necesario para el desarrollo del árbol de cacao; por consiguiente se planta siempre con otros árboles, especialmente el plátano. El árbol de cacao tiene muchos enemigos dentro de los gusanos, insectos, venados, micos, loros y la enorme ara (o guacamayo) etc. Aquí se encuentra también oro en polvo y observamos muchos lugares donde los esclavos efectuaban el mazamorreo. El señor F. Méndez me mostró la piel de un enorme leopardo rojo, que habían matado la semana anterior; sus perros lo hicieron subir a un árbol en donde lograron enlazado y después lo remataron con sus lanzas. Este leopardo había devotado de treinta a cuarenta ovejas en unas pocas semanas. Cuando iba a acostarme vi un enorme escorpión enroscado y durmiendo entre las sábanas. Inmediatamente fue corriendo a donde el señor F. Méndez para consultarle el medio más fácil para atrapado. El logró agarrarlo por las tenazas pero el escorpión se escapó y ante nuestro gran desconsuelo logró meterse dentro de un agujero. Difícilmente pude dormir durante la noche imaginándome que otro de estos arácnidos pudiera hacerme una visita. La dueña de la casa había sido picada por un alacrán unas tres semanas antes; ella me contó que casi se desmaya después de la picadura y que durante veinticuatro horas después había sufrido de fuertes dolores de cabeza y perdido el apetito. La parte afectada por la picadura debe con frecuencia bañarse con agua salada y darle al paciente medicinas para refrescarlo. Con gran dificultad madrugamos al día siguiente; nuestro respetable anfitrión nos prometió que regresaría a Bogotá por esta misma vía y deseaba persuadirnos de no cruzar las montañas del Quindío por donde, afirmó él, nos veríamos obligados a sufrir grandes penalidades y fatigas en el viaje. Atravesamos una vez más el río Magdalena al pie de Domingo Aries, a dos leguas y media de El Ancón. A corta distancia se halla el río País que desemboca en el Magdalena y es tan largo que por eso lleva este nombre. Almorzamos en una posada El Remolino cerca al río País, cuya agua era muy limpia y fresca.

Nos dimos cuenta que íbamos subiendo mucho y que el clima se hacía cada vez más frío en unos 3º o 4º F. Los rasgos de la región empezaban a presentar distinta apariencia, pues eran más montañosos y cubiertos de bosque, lo que hacía al paisaje muy romántico. Observamos varias pirámides de tierra de seis o siete pies de altura que habían sido construidas por la enorme hormiga negra; parecía como si la tierra hubiera sido amasada. A orillas del río se veían las ruinas de una capillita dedicada a la Señora del Amparo; pero esta imagen había sido trasladada a la parroquia de El Espinal, pues el sacerdote descubrió pronto que se obtendría una renta considerable al tener en su poder este santo personaje. Esta Virgen fue hallada por un hombre en los bosques se le atribuían toda clase de milagros. El río País es muy correntoso y tiene sus fuentes en el páramo de Sierra Dientía, cuyas montañas están habitadas por una nación de indios llamada los Paites, los cuales hablan muy poco español.

Hoy el doctor, que era nuestro guía, nos llevó sobre tremendos precipicios, donde, si nuestras mulas hubieran fallado el paso, hubiéramos quedado completamente destrozados. En algunos lugares cerraba los ojos, pues me causaba desvanecimientos mirar hacia derecha e izquierda; el doctor llamaba esta carretera jocosamente "el camino real de los godos". Como para disculparse por haber perdido el camino, el doctor mató un enorme pavo silvestre. Era una vista muy graciosa observar al doctor treparse por los arbustos para dispararle al pavo, sin embargo, su viejo fusil francés erró el tiro como unas diez veces, el ave permanecía tranquilamente

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encaramada en el árbol. Entre cinco y seis de la tarde llegamos a una granja llamada Monteleón, bien situada en una lengua de tierra, con una bonita vista hacia un extenso valle. El propietario era un hombre respetable, que acababa de llegar a esta finca pocos meses atrás, de donde había estado ausente durante ocho años huyendo de los españoles, que le habían robado y saqueado casi todas sus cosas y se habían llevado hasta las puertas y ventanas de su casa. Su esposa parecía una mujer notable y sus dos hijas, de menos de veinte años, eran bonitas muchachas. Nos dimos cuenta de que el pavo silvestre relleno de arroz y alguna bebida fuerte de ponche, pusieron al doctor de un excelente humor. Todas las mañanas al empezar, yo le ordenaba al cocinero que le diera al doctor un vaso de ron viejo de Jamaica para sacarle el frío del estómago.

Hoy escuchamos el silbido de los micos por primera vez, en los bosques, pero el follaje era tan espeso que no pude ver a ninguno. Son tan sagaces y astutos, especialmente cuando están haciendo algún saqueo en las plantaciones de cacao, plátano, arroz y hutas, etc. En estas ocasiones ellos tienen sus espías o vigilantes en los árboles, listos para dar la alarma por si se aproxima algún enemigo; y el doctor afirmó que se les había visto castigar a estos centinelas cuando se descuidaban en sus puestos. El dueño de casa nos dijo que parte de estos micos bajaban a los campos de maíz donde algunos hombres estaban trabajando y que les robaban la comida que ellos ocultaban en los arbustos para su alimento. Observamos que el ganado en estas montañas era de mayor tamaño que los criados en la llanura, lo cual se debe a que los primeros están menos atormentados por las moscas y otros insectos y los pastos y forrajes se obtienen cómodamente en forma continua y sin dificultad. Hay asnos de gran tamaño que se mantienen en esta región para la cría de mulas; estos se hallan bien alimentados con maíz cuando son jóvenes para que se desarrollen fuertes y de buen tamaño. Observamos algo muy curioso: unos collares grandes hechos de conchas del interior, puestos alrededor de las nucas de los terneros y ovejas, cuyo ruido evita que sean atacados por los cóndores y buitres. Los agricultores matan estas aves envenenando las ovejas muertas con veneno de cucana. Dormimos en el corredor exterior de la casa. Esta había sido utilizada como cuartel de las tropas que pasaban hacia el sur durante la ausencia del dueño y todavía estaba llena de chinches y pulgas. Un oficial con un grupo de reclutas procedente de Popayán que se dirigía a Neiva, llegó por la noche con su escolta habitual; cocinaron y durmieron durante la noche bajo un árbol frondoso cerca de la casa; yo invité al oficial a cenar conmigo, lo cual declinó. A pesar de haberse colocado centinela alrededor del árbol, un indio recluta trató de escapar durante la noche.

Salimos de este lugar muy temprano, por la mañana. Yo monté en el caballo gris del doctor, los lomos de mis dos mulas tenían mataduras debido a haber cabalgado con sillas inglesas en lugar de emplear las del país; la silla inglesa es demasiado ancha en el cruce para el espinazo de la mula y a causa del movimiento produce mataduras. Los arrieros lavan las mataduras con jabón suave y aguardiente bien mezclados. Almorzamos en una pequeña aldea indígena de Pircole, a cuatro leguas de Monteleón. En realidad merece este nombre miserable ya que nuestro amigo, el doctor, con toda su influencia y actividad no pudo conseguirnos ni un pollo ni un huevo. Al acercarnos subimos una pendiente muy inclinada de una montaña y en su cumbre había una pequeña llanura, desde donde se divisaba una hermosa vista del fértil valle por donde serpentea el río País con un curso rápido y torrentoso; a la derecha se divisaba en lontananza la aldea indígena de Carnicería, llamada así por los españoles debido a que hubo una gran matanza de prisioneros en este lugar, hacía un siglo, por los indios arcais. Los españoles habían caído prisioneros en un ataque ventajoso de los indios que hicieron en la pequeña ciudad de La Plata, que tomaron y redujeron a cenizas. De Pircole a La Plata hay cuatro leguas y media. Atravesamos un hermoso panorama alpino y el valle de La Plata es casi como un pequeño paraíso, el clima excelente y el termómetro en un promedio anual no llega a más de 70º F. El pequeño río La Plata serpentea a través del valle muy semejante a un arroyuelo de truchas en el sur de Gales.

En nuestro camino de Pircole a La Plata pasamos por la hacienda del hermano del doctor Borrero, bien provista de ganado. El había ido a Neiva, tenía el cargo de jefe de correos de La Plata. En los bosques de estas montañas algunas veces se matan venados blancos lechosos; hada unos pocos meses le enviaron de regalo al gobernador de Popayán dos domesticados. Precisamente frente a la ciudad de La Plata cruzamos a pie un curioso puente de guadua de un arco tendido sobre el mismo río, cuyas aguas chocan y espumean contra enormes rocas y piedras. Los costados del puente son tan empinados que llegan a formar ángulo agudo entre sí, y la subida y bajada es tan fuerte que se colocan pequeños pedazos de bambú cruzados a conos intervalos para poder sentar los pies. Me contaron que el coronel Mackintosh lo atravesó a caballo a toda velocidad cuando atacó a los españoles apostados en La Plata, en una proeza difícilmente creíble, cuando se observa el puente. El doctor y muchos de los habitantes me aseguraron que esto había sido cierto. A mi me dio mucho

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trabajo aún cruzarlo a pie; y si el puente hubiera cedido, el coronel Mackintosh se hubiera despedazado. Nuestras mulas pasaron el río a nado a corta distancia de la ciudad.

El doctor Borrero, efusivo, nos dio la enhorabuena por nuestro feliz arribo a su suelo natal. Su padre, que, como ya he dicho, era oriundo de la Península Ibérica, había venido a establecerse con su familia en La Plata, después de haber servido por algunos años como oficial en el ejército español. En esta su patria adoptiva logró acumular considerable fortuna, dejando al morir, para repartir entre sus hijos, 80.000 pesos, a más de extensa propiedad territorial. Y si bien el doctor, con la innegable generosidad y largueza que le eran temperamentales, dio pronto buena cuenta de gran parte de los bienes herenciales, conservaba aún vastas haciendas.

En La Plata se nos proporcionó alojamiento cómodo y confortable, engalanado con la belleza y variedad de flores que ostentaban los jardines circundantes, también poblados de naranjos en hermosa y fragante florescencia algunos, los más cargados ya de frutos.

El sábado 3 de octubre nos levantamos temprano para darnos un baño en el río La Plata, cuyas aguas, aunque extremadamente frías, nos proporcionaron reacción reconfortante. En realidad afrontábamos un brusco cambio de clima después de habernos tostado literalmente durante un mes en los playones y villorios de las márgenes del Magdalena.

En las tierras bajas de La Plata se cultivaba arroz, maíz, cacao de la mejor calidad, plátano, etc., al paso que en las tierras, no distantes, de montaña, las labranzas consistían principalmente en trigo, cebada, papas, legumbres y buena variedad de hortalizas europeas. Además, la numerosa población indígena suministraba al doctor personal apto para

pescar durante la noche "pisco negro", pez de agua dulce de color obscuro, tan estimado como nuestra trucha europea; así es que al desayuno contábamos siempre con excelente pescado. Al almuerzo se nos servía, además, gallina, legumbres y variadas frutas, para no hablar de las bellísimas flores que el gentil doctor, con delicado esmero por atendernos en todas las formas, nunca olvidaba enviarnos para adorno de la mesa. En

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verdad que me sentía yo confundido ante su negativa a recibir cosa alguna en pago de todas aquellas atenciones; tan sólo me fue dado corresponderle, antes de partir de La Plata obsequiándole con una docena de botellas de ron jamaicano, con lo cual quedó sellada nuestra amistad para siempre.

El avío que se nos procuró al partir, consistente en fiambre de volatería, nos fue de utilidad incalculable, pues habríamos de emplear no menos de cinco días en el paso de los Andes, donde poco menos que nada comestible se podría conseguir. Nuestro amigo el doctor parecía en La Plata como rodeado de un ambiente principesco, y era placentero ver la buena voluntad con que las gentes humildes se apresuraban a satisfacer todos sus deseos.

En el espléndido banquete que se nos sirvió de despedida, brindamos un vaso de ponche por la prosperidad de La Plata y de la familia de los Borreros, al cual nos correspondió el doctor con estrecho y conmovido abrazo.

En la mañana había venido a visitarnos el párroco del lugar, hombre de agradable trato, pulcro en el vestir, quien, con gran sorpresa nuestra, nunca fumaba.

De mil amores tanto Mr. Cade como yo, hubiéramos permanecido una semana más en La Plata, a no saber que se aproximaba, ya inminente, la estación lluviosa. Debo apuntar, además, que adornaron la mesa del banquete gran variedad de frutas como aquellas que en el lenguaje vernáculo se llaman guanábana, granadilla, chirimoya, etc., Como también otras cuyo nombre no recuerdo, del tamaño de un limón ordinario y de un sabor dulce acidulado.

En esta comarca se encuentran vastas extensiones de tierra ubérrima, incultas hasta el momento, por falta de brazos. Su clima es propicio para el emigrante europeo que encontraría allí morada salubre y facilidades para hacerse a una fortuna fundando haciendas en la provincia de Neiva, cuya proximidad al río Magdalena les permitiría aprovechar tal vía acuática para llevar sus productos hasta la costa Atlántica. Por lo que hace al doctor, es dueño allí de extensas propiedades que ansía vender a emigrantes provenientes de Inglaterra o de Escocia, quienes por unos pocos miles de dólares podrían adquirir dominios principescos.

Nuestro criado alemán, que tomó parte en la refriega librada en este sitio entre el regimiento Albión, al mando del coronel Mackintosh, y los españoles, nos hizo el relato de ella. Los soldados británicos habían marchado toda la noche por la montaña en la esperanza de tomar por sorpresa a los españoles al despuntar el alba, pero, al acercarse al puente, un centinela español apostado al otro lado del río dio la voz de "quién vive" y, al contestar uno de los sargentos "los ingleses, disparó inmediatamente su mosquete y trató de escapar a todo correr atravesando el puente hacia el poblado. No obstante, se logró darle alcance y fue muerto a bayonetazos. Un fuerte piquete de españoles, al oír el disparo del centinela, avanzó hasta el estribo del puente que da cara al poblado y abrió fuego sobre los ingleses que se lanzaban a cruzarlo. Tres de éstos cayeron muertos y algunos quedaron heridos, pero el resto consiguió tomar la posición por asalto, matando e hiriendo a muchos españoles, en tanto que los sobrevivientes huyeron a la desbandada hacia las montañas. El oficial que capitaneaba las fuerzas españolas, aunque herido en la ingle, consiguió buscar refugio en el monte vecino, donde murió a poco en la choza de un indio. La noche anterior había dado un gran baile en la casa que ahora nos servía de alojamiento, donde la mesa del más amplio salón se halló cubierta de bebidas, dulces y resto de viandas de que los ingleses se apresuraron a dar buena cuenta para recobrarse del prolongado ayuno y de la penosa marcha nocturna.

Las tropas españolas constaban de trescientos hombres y los habitantes de La Plata aseveraban no haber visto leones semejantes a los soldados ingleses en la lucha, y al propio tiempo, tan humanitarios, una vez terminado el fragor de la contienda. Ya puede suponerse la orgullosa satisfacción que produciría en el compatriota de tales guerreros, ver que se les apreciaba en todo lo que valían, aun en aquellos remotos confines del Nuevo Mundo.

A caballo y con seis pares de lebreles salí a caza de venados en compañía de un amigo del doctor Borrero y de Mr. Cade. Pronto encontramos uno y lo perseguimos fogosamente, pero el antílope dejó atrás a los perros y, aunque nosotros llevábamos nuestras escopetas, nos fue imposible alcanzarle con un solo disparo. Vimos, en cambio, en un cacaotal tres mezquinos bohíos donde el dueño solía esconderse, ya entrada la noche, para poder disparar al amanecer sobre los venados que a tal hora acudían a mordiscar las mazorcas de cacao. El astuto cazador nos aseguró que con tal artimaña había logrado abatir en el último mes doce venados.

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El domingo a hora bien temprana partimos del encantador pueblito de La Plata, acompañados por nuestro inapreciable amigo el doctor, el cura párroco y otros amigos, quienes cabalgaron con nosotros casi dos leguas hasta que, finalmente, apeándonos, nos despedimos con estrecho abrazo, prometiendo al doctor hacerle fiel relato de nuestros viajes al encontramos en Bogotá el febrero próximo, pues, en su calidad de miembro del Congreso, debía concurrir a la capital por ese tiempo.

Tanto el guía, hombre muy simpático y ya de alguna edad, como los arrieros que el doctor puso a nuestro servicio, rivalizaron en el cabal desempeño de sus respectivos menesteres.

La antigua villa de La Plata, fundada por los españoles durante la conquista y destruida más tarde por los indios, se hallaba situada seis leguas más arriba siguiendo las márgenes del río del mismo nombre.

Viajamos todo el día por las orillas del Páez, río que se precipita rápido por su cauce rocoso haciendo oír su estruendo a largas distancias. Muchas de las cascadas que forma la corriente al caer de gran altura y con gran volumen de agua, presentan irisada visión, audaz y deslumbrante. No vimos habitación ni ser humano alguno durante la jornada. Hablamos alcanzado considerable altura en nuestro ascenso, llegando ya a las montañas menos altas de aquel minal de la cordillera de los Andes que divide La Plata de Popayán. El angosto camino de herradura serpeaba rodeando inmensas montañas desde donde se divisaba el río Páez desarrollándose como una cinta a centenares de pies balo nosotros. A las cinco de la tarde nos apeamos en una destartalada choza abandonada temporalmente por su cobrizo dueño y nos dispusimos a alojamos en ella, siéndonos indispensable, desde luego, armar nuestros mosquiteros para defendernos de los zancudos y jejenes que zumbaban por doquiera.

Vimos por primera vez en este lugar papagayos negros con pico amarillo. Más tarde pude conseguir dos ejemplares vivos de esta clase de aves con el propósito de llevarlos a mi país, pero uno cayó al mar en la travesía marítima y el otro, que llegó vivo a Londres, vino a ser despedazado allí, pocos días después, por dos enormes guacamayos. Se encuentra ahora en poder de un amigo, quien tiene una rica colección de aves disecadas. El encargado de la disecación del papagayo me refirió que sólo una vez había podido adquirir un papagayo negro en Inglaterra y que lo había vendido luego por cincuenta guineas, al paso que por el mío, vivo aún ofrecía apenas cuarenta. Hacía tanto frío en este lugar que una frazada de más no resultaba, en verdad, abrigo excesivo.

A la mañana siguiente, después de esperar largo tiempo a que los arrieros trajeran las mulas, nos sorprendió ver que éstas sangraban abundantemente en el cuello y los lomos, lo que provenía, según nos explicaron, de las picaduras que les hicieran durante la noche los murciélagos gigantes suramericanos o vampiros, para chuparles la sangre. Vagando a píe por un estrecho valle, mientras los peones se ocupaban en coger las mulas, descubrí bajo una pequeña enramada un trapiche ingeniosamente fabricado por los indios al lado de grandes calderas hechas de barro para hervir el caldo o guarapo extraído de la caña de azúcar. Más arriba en la montaña no encontramos siembra alguna de caña, lo que me hizo suponer que el clima era allí demasiado frío para su cultivo.

Ya alto el sol, partimos de este sitio desolado y comenzamos a ver por el camino bellísimas mariposas, algunas del tamaño de la palma de la mano, con alas moradas y manchas de rojo encendido que, al reflejo de la luz, lanzaban destellos deslumbrantes. Nos detuvimos a almorzar en el caserío indígena de Pedregal, donde fuimos acogidos benévolamente por los habitantes, quienes de buena voluntad nos vendieron algunos huevos. Observamos que en esta comarca los indios tenían un porte bellamente arrogante, muy diferente del servil y taimado que toman los que habitan la Sabana de Bogotá al tratar con un europeo o un criollo. Este mismo día cruzamos el Río Negro, llamado así a causa del color de sus aguas, por un puente de guaduas que, aunque se cimbraba a nuestro paso, según el guía, no ofrecía peligro alguno.

A las cinco de la tarde dimos por terminada la jornada para pasar la noche en un simpático pueblecito indígena llamado Inzá, desde donde se divisa una pintoresca capilla situada en la cumbre de un monte. Con excepción de dos cabañas, la aldea había sido abandonada por sus habitantes debido a los frecuentes saqueos de que había sido víctima por parte de las tropas españolas. Mi compañero de viaje, Mr. Cade, se llevó aquí un buen susto al topar de repente con un jaguar que saltaba de un naranjo a que se había trepado para coger las frutas,

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complicándose la aventura con el vuelo súbito de una bandada de perdices que, al parecer, el felino había estado acechando.

A medida que ascendíamos, las vertientes de la montaña se tornaban más empinadas y más densamente cubiertas de hermosos árboles y arbustos con el riachuelo Yuncal bordeándolas abajo. A medida que nos acercábamos a la cima de los Andes se hacían más frías las noches. Por el camino nos encontramos con un agente municipal quien, según afirmó, había sido enviado por el Gobernador de Popayán para recibirnos pero que, a mi entender tenía por misión especial persuadir a los habitantes del villorrio de que volvieran a sus hogares. Sea de ello lo que fuese, no nos fue útil por ningún aspecto, aunque, para justificar su presencia, aseguraba estar en capacidad de procurarnos todo lo que necesitáramos. El sacerdote que en este pueblo precedió al actual en el curato, caminando una noche por las rocas que flanquean la montaña, se despeña, quedando instantáneamente muerto.

Al partir de Inzá a las siete de la mañana, nos salían al encuentro bandadas de pericos de larga cola que, al volar, lanzaban chillidos penetrantes, posibles de oír a largas distancias. El abrigo de nuestro baquiano o guía consistía en una especie de capa hecha de enea, que llevaba siempre a la espalda, poniéndosela tan sólo cuando llovía. Cubierto uno con esta clase de indumento, se puede desafiar sin temor cualquier temporal; pues ofrece impermeabilidad completa, en cambio, la capa de paño apretado y finísimo que yo había traído de Inglaterra, al empaparse con la lluvia, se hacía imposible de llevar de puro pesada. Nuestro viejo guía marchaba siempre a pie con la agilidad de un corzo libre en las montañas, balanceando con la mano derecha una vara como de diez pies de larga. El camino que tuvimos que recorrer este día se hallaba en tan pésimo estado, que las mulas apenas si podían sostenerse sin resbalar. En múltiples ocasiones tuvimos que apeamos y continuar el camino a pie, lo cual, calzando botas altas con largas espuelas de plata, no resultaba, a buen seguro, un ejercicio agradable. Casi en todo el trayecto el camino se hallaba cubierto de cortos troncos de árbol colocados de través con el objeto de facilitar a los viajeros el tránsito por los pasos fofos o pantanosos. Pero resultaba que la superficie de tales troncos con la lluvia se ponía resbalosísima; o bien, podridos ya o removidos por cualquier causa, dejaban baches anegados en agua y lodo, oponiendo enorme dificultad al paso de las mulas.

Durante la jornada avistamos el primer tambo o cobertizo de guadua construido por el Gobierno para servir de posada a los viajeros, y, entrada ya la noche, llegamos al de Corales situado en un valle estrecho y pantanoso rodeado de altísimas montañas cuyos foscos picos proyectaban su sombra sobre nosotros. También nos tocó en este recorrido cruzar por un angosto puente de guaduas, el río Ojueos de impetuosa corriente y, ya en la proximidad del páramo de Guanaco, cumbre la más alta en esta parte de los Andes, la vegetación toma un color más obscuro y es menos frondosa. Aquí y allá pude observar gran variedad de plantas lacustres de hoja lanceolada. Envolvía el tambo densa bruma y, para defendernos de la temperatura extremadamente baja, mantuvimos prendidas grandes hogueras durante toda la noche. No lejos el Ojueos se precipitaba con gran estruendo desde el páramo.

Al levantarnos muy de mañana apuramos algunos tragos de ron y fumamos buen número de cigarrillos como medio de combatir el frío y nos dio gran contento oír que nuestro viejo guía vaticinaba bonanza para el inmediato paso del páramo de Guanaco, basándose en que el viento soplaba en dirección favorable. Tiempo después el obispo de Popayán me refirió cómo en alguna ocasión había tenido que pasar tres días con sus noches en este tambo, esperando que amainara el viento del noroeste porque sin tal circunstancia era temerario emprender la travesía del páramo.

El paso de los páramos o cumbres de los Andes resulta empresa por extremo dura y peligrosa, especialmente en la estación desfavorable. Muchos viajeros se desvanecen por el enrarecimiento del aire. El general Bolívar hubo de arrostrar sufrimientos y pérdidas enormes en el páramo de Pisba durante la estación lluviosa de 1819. En Popayán un oficial que había formado parte del batallón Albión (escoceses) me refirió cómo habían muerto al cruzar el páramo no menos de seis oficiales y cincuenta soldados. Otro oficial, coronel del mismo batallón, me hizo el siguiente relato de las terribles marchas a través de altísimas sierras granadinas, en 1819:

"A medida que nos acercábamos a las cordilleras de la Nueva Granada, se desplegaba el panorama con sublimidad y grandeza indescriptibles. Al seguir avanzando, el frío se hacía más penetrante y los ríos, henchidos por las copiosas lluvias, se precipitaban de las montañas con tal furia, que varios oficiales se vieron arrastrados irresistiblemente por la corriente, y dos pobres soldados perecieron ahogados. Muchas mulas con

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su carga fueron devoradas por el remolino sin dejar rastro siquiera. Para vadear los ríos los soldados se ayudaban de fuertes lazos hechos de cuero curtido –rejos- pero no encontraron medio alguno para impedir la pérdida de sus fusiles y pertrechos. La alta escogida por Bolívar para despistar a los españoles seguía parajes casi desconocidos. Después de marchar cincuenta días seguidos, con sólo tres de descanso, penetramos en la montaña a través de un bosque habitado por indios, con gran sufrimiento de nuestros soldados, cuyos pies sufrían maltrato horrible al andar descalzos bajo la lluvia por sobre rocas y guijarros. Al fin llegamos al pie del famoso páramo de Pisba, cuya descripción sólo puede hacerse con estremecido horror por quienes tuvieron la fortuna de sobrevivir. Tres días antes que los ingleses habían pasado las tropas colombianas; así es que, a mi paso, siguiendo después el mismo camino encontré los cadáveres de ochenta soldados por lo menos. Cuatro oficiales y cuarenta soldados, entre ellos algunos alemanes pertenecientes al regimiento Albión yacían muertos a la orilla del camino y tuve la tristeza de ver expirar algunos de estos moribundos a mi lado sin poderles prestar auxilio alguno. En tan angustiosa situación hice todo esfuerzo para quitarles los fusiles, pero resultó baldío, pues se aferraban ferozmente a ellos hasta morir. Debo observar aquí que habíamos pasado sesenta y cuatro horas seguidas con la ropa húmeda y de ese lapso, durante treinta horas al menos, nos había sido imposible cocinar alimento alguno debido a la incesante lluvia; de manera que a los pobres soldados les tocó acometer el paso del helado páramo de Pisba ayunos y semidesnudos, empresa peligrosa aun para quienes cuentan con buena alimentación y abrigo. La única planta que crece en estos páramos es la llamada frailejón, cuyas hojas, exquisitamente suaves y de color plateado, tienen el tamaño de las mayores que produce el nabo. Los soldados se daban por satisfechos cuando podían recoger hojas de esta planta en cantidad suficiente para hacerse una yacija".

Las hojas cimeras de este arbusto producen una especie de goma de donde se extrae la trementina y a la cual se atribuyen propiedades medicinales. Envié ya a Londres una muestra y espero escribir pronto un informe completo sobre el extraño vegetal.

Es fácil adivinar con qué satisfacción oiría predecir a nuestro baquiano que el tiempo sería bonacible a nuestro paso por el páramo de Guanaco, después de haber conocido en Bogotá el espantable relato del paso por el páramo de Pisba.

Partimos de Corales poco después de las seis de la mañana, y luego de trepar cerca de seis leguas por caminos casi impracticables, cubiertos a trechos de troncos de árboles destrozados, nos encontramos en el páramo de Guanaco, planicie árida y desolada donde sólo crecía el frailejón. Vimos a nuestra izquierda una laguna de aspecto sombrío que bien pudiera compararse a la Estigia, ya que da nacimiento al río Ojueos.

Tres horas empleamos en el paso del páramo y, en cuanto a mí toca, puedo afirmar que no experimenté mayor molestia; pero por lo que hace a Mr. Cade fue tal el frío que lo atería,que se vio obligado a apearse de la mula y continuar el recorrido caminando a veces y aun corriendo en ocasiones. Afortunadamente no sopló casi viento, fatal casi siempre para el viajero cuando arrecia, como lo demostraban a lo largo del camino los esqueletos humanos. En el tope de una gran piedra pudimos ver una calavera humana dando cara al camino y puesta allí, por lo que entiendo, a guisa de "memento mori". Ordené a EdIe desmontarse y apoderarse de ella para remitiría, como lo hice más tarde, a un médico de Londres. También yacían en copioso número a lo largo del camino, en un trayecto de casi tres leguas, cadáveres de mulas, de los cuales pude contar un centenar al menos, los que ya en estado de descomposición, despedían un hedor insoportable, obstruyendo, además, el camino a tal punto que en ocasiones nuestras cabalgaduras tenían que marchar sobre ellos. Conocimos allí los gallinazos o buitres negros que, congregados de todas las cercanías del páramo, celebraban opíparo festín. Gran número de soldados perdió el ejército al cruzar el páramo de Guanaco. También encontraron allí la muerte muchos de los habitantes de la provincia de Neiva al huir de los ejércitos de Morillo en 1817. Parece extraño que sea más peligroso el paso de los páramos de los Andes, precisamente en los meses de verano o sea en mayo, junio y julio. En este tiempo nadie se atrevería a sentarse para descansar un rato apenas a orillas del camino, pues de seguro quedar’a "emparamado" y morir a en pocos minutos aun en el acto de comer o de tomar un sorbo. En estos casos sobreviene una especie de aterimiento súbito del cual es casi imposible recobrarse.

Llegamos a las once de la mañana al tambo en el extremo sur del páramo, donde nos detuvimos a tomar el desayuno, contenta toda la gente que componía la comitiva de haber coronado la difícil jornada con tiempo tan benigno. Allí nos encontrábamos en una comarca de características completamente diferentes a la que dejamos

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al lado norte de los Andes. El descenso luego fue suave y agradable, el camino se hallaba en buenas condiciones y al terminar una legua de recorrido el terreno aparecía cubierto de verdes arbustos.

Vagando por los alrededores mientras se servía el almuerzo, alcancé a ver en las ramas de un enebro silvestre el nido de una mida con un huevo dentro y no lejos de él, en el follaje de un mirto, estaba echado el pájaro macho. El plumaje de esta ave no se diferencia del de la misma especie que se encuentra en la Sabana de Bogotá. Cerca del tambo nos encontramos con unos indios que iban en partida a caza de venados y, departiendo con ellos un rato, nos dijeron que venían del pueblo de Totoró, situado a cinco leguas de distancia, y que tan sólo habían podido abatir una pieza que file devorada por los penos antes de que pudieran apoderarse de ella; llevaban consigo, en efecto, doce pares de caninos algo más pequeños que el galgo común. Añadieron que en los bosques de las montañas circunvecinas podían cazarse la danta o asno salvaje, osos negros, leopardos rojos, jaguares y zorras; que ellos cazaban para ganar su sustento y que cuando conseguían matar algunos ciervos, conservaban su carne en salmuera. No obstante para mi tengo que más que todo, la cacería constituye para los indios que habitan esta parte de la cordillera su principal distracción. Andan siempre a pie llevando consigo retazos de piel de venado con los que se recubren las piernas y los muslos al penetrar en la selva.

Prestos ya para la partida, nos encaminamos al villorrio indígena de Totoró, a donde llegamos al atardecer rendidos de cansancio y calados hasta los huesos por dos horas de intensa lluvia, después de haber hecho un recorrido de nueve leguas españolas. Nos dirigimos a la casa del párroco, a quien encontramos muy atareado arreglándonos alojamiento, pues acababa de llegar de la casa de su padre, italiano con el cual vivía en un lugar situado a dos leguas y media de distancia sobre el camino de Popayán. Le habían acompañado su madre y su hermana para prepararnos comida, pues el gobernador de Popayán le había encarecido hacer todo lo que en su mano estuviera para hacernos agradable, en la medida de lo posible, nuestra residencia en el pueblo. Aunque de temperamento más bien tímido, el sacerdote se mostró ansioso por servirnos. Nos manifestó que era párroco de varios pueblos de la cordillera y que su feligresía alcanzaba a contar dos o tres mil almas.

Alrededor de la aldea encontramos trigo chamorro, especie que no habíamos vuelto a ver desde que dejamos la Sabana de Bogotá. Parte de la casa cural se hallaba abarrotada de este grano que, al decir del cura, le pagaban los indios como diezmo. La madre del sacerdote, con la ayuda de su hija, nos preparó una cena excelente y tanto Mr. Cade como yo pudimos brindar con regocijo un vaso de ponche por nuestro arribo a Popayán al siguiente día, con lo que pondríamos término por algún tiempo a nuestras fatigas y penalidades. Debíamos, en efecto, permanecer en aquella ciudad los meses de octubre y noviembre, durante los cuales las lluvias hacen intransitables los caminos. Por un peso compramos a una muchacha indígena un collar curiosísimo compuesto de pequeñas conchas, moneditas de plata y algunas piedras de variado colorido. Por el primer momento la chica rehusaba desprenderse de su collar, pero finalmente, el cura se dio maña para arreglar la transacción.

No pudimos partir de Totoró antes de las nueve de la mañana, pues nos fue preciso desempacar el equipaje para tomar algunas prendas que nos hicieran presentables, no sin expresar antes como era debido, nuestros agradecimientos al párroco y su familia por sus muchas atenciones, significándole además que pondría especial interés en llevar al conocimiento del gobernador de Popayán las exquisitas atenciones que nos habían prodigado durante nuestra permanencia en la parroquia. Por el camino nos detuvimos en casa de su padre, pues me interesó mucho tratarlo y conocer la historia de su vida. En efecto, me parecía por demás extraño que un italiano hubiera venido a establecerse en provincia tan apartada de Sur América. No lo encontramos, sin embargo en casa, y sólo pudimos conocer a su hija, bella muchacha de dieciocho años, de facciones típicamente italianas.

Continuando nuestro camino, nos asaltó tremenda tempestad que, con lluvia cayendo a cataratas, durante una hora entera, puso el camino tan resbaloso, que ni nosotros desmontados podíamos mantener pie firme, ni las mulas avanzar sin resbalarse. No nos quedó otro recurso que esperar resignadamente a la orilla del camino hasta que escampara, con la contrariedad de ver cómo, después de habernos tomado el trabajo de desempacar el equipaje, el aguacero había dado al traste en pocos momentos con nuestra gallarda apostura. Pasada la tormenta, salió el sol brillante y cálido, y como estábamos apenas en el comienzo de la estación lluviosa, el agua se absorbía rápidamente por la tierra antes reseca.

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Al reanudar la marcha por la sierra, casi de súbito se desplegó a nuestra vista grandioso panorama digno del pincel de un Claude. A la izquierda se erguían las cordilleras que acabábamos de pasar; hacia el poniente, a jornada y media de Popayán, se divisaban los picos nevados del Puracé; en frente, y extendiéndose a nuestra derecha, se abría el amplio valle de Popayán, y a una distancia de nueve o diez millas alcanzábamos a columbrar, visibles por su blancura, las iglesias y grandes conventos de la ciudad. Y este dilatado paisaje se recortaba hacia el sur por otra cadena de montañas que separa el valle de Popayán de la provincia de Buenaventura, que cae al lado del Pacífico. Por espacio de diez minutos nos detuvimos, deleitando la vista con tan grandiosa perspectiva, cuyo contraste con la visión lóbrega que nos había deprimido durante dos o tres días, cobraba relieve impresionante.

De camino dimos con un numeroso séquito de indios que viajaban a su aldea. Se componía de los hombres y mujeres más apuestos que jamás había visto, de porte garboso y altivo que ni siquiera hacían ademán de saludo con sus gorras azules guarnecidas de rojo y adornadas con vistosos torzales de oro. Iban precedidos de un indio tocando flauta y tambor, a cuyo ritmo marcaban el paso. Los hombres vestían una especie de faldilla semejante a la que usan los Highlanders escoceses, y portaban largas lanzas; las mujeres lucían airosas formas.

Al llegar a un sitio distante cerca de legua y media de Popayán, alcanzamos a divisar, apostado en un alto, un vigía, quien al vernos, rompió a galope en dirección contraria a la nuestra, y poco después nos salían al encuentro el juez político, los altos empleados del gobernador, algunos de los ciudadanos distinguidos de la Villa y dos o tres oficiales ingleses al servicio de Colombia. En corta improvisación, el juez nos manifestó la complacencia con que nos recibían en su provincia y el placer que les daría tenernos como huéspedes por largo tiempo. El gobernador, coronel Ortega, nos había preparado alojamiento en una amplia casona y al llegar, una guardia de honor nos presentó armas mientras sonaba alegre música en el patio.

Manifesté al alcalde mayor que podía despedir la guardia y los músicos de la banda, no sin ofrecerles antes algunos tragos. Retuve tan sólo un negro ordenanza que me pareció juicioso y serio, para que informara a mis sirvientes sobre todo lo relacionado con la adquisición de vituallas, etc.

El general Bolívar se había hospedado en esta mansión al llegar a Popayán en su campaña contra los pastusos. Su dueño, un criollo acaudalado, halla muerto a manos del General Valdez por sospechas de favorecer la causa de los españoles, si bien, según informes de diverso origen de dicho general, podía tenerse apenas por rufián desalmado, desprovisto además de capacidades militares. Por orden del gobernador, uno de sus agentes nos había suministrado toda clase de provisiones como carne, volatería, frutas, pan, hortalizas y vino. En suma, no nos quedó nada que desear, pudiendo afirmar sin reparo que en aquella ocasión disfrutamos plenamente del "Haec ohm meminisse juvabit", el dulce recuerdo de tristezas idas.

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PARTE 6 – 7 DE OCTUBRE A 28 DE NOVIEMBRE

Habíamos llegado a Popayán por la tarde del miércoles 8 de octubre. Tanto Mr. Cade como yo pudimos darnos cuenta, al experimentar tremendas picaduras durante la noche, que nuestro aposento estaba plagado de pulgas, y en efecto, al amanecer pudimos verlas saltando por docenas en nuestras medías. Ya había oído decir en Bogotá que en climas como el de Popayán pululaban indefectiblemente pulgas y niguas, y se me había recomendado hacerme examinar con frecuencia los pies por algún natural del lugar que fuera práctico en su extracción valiéndose de una aguja. El ilustrísimo señor Salvador Jiménez, obispo de Popayán, acompañado de su secretario y algunos miembros del clero, vino a visitarme hacia las once de la mañana del día siguiente. Tenía el obispo trato y modales exquisitos que revelaban bien a las claras haber vivido en el gran mundo donde el roce social hace adquirir aquella distinción y cortesía que tan buena impresión produce en una primera entrevista. Bondadosamente nos preguntó el obispo si algo se nos ofrecía, y al enterarse que carecíamos de camas, nos envió dos con sus respectivos cortinajes, uno para mi secretario y el otro para mí. También nos hizo traer una docena de botellas de vinos españoles junto con abundante provisión de frutas y al despedirse, me expresó su afecto por los ingleses que tan gallardo comportamiento habían tenido en España. Era el obispo natural de Málaga, en España, cuando esta nación luchaba contra la gigantesca y despótica fuerza de Bonaparte, y concluyó diciendo que esperaba que nos viéramos con frecuencia durante mi estada en Popayán. Al expresarle el mismo deseo de mi parte, tomé la mano del obispo para besarla siguiendo la costumbre del país.

Estuvimos ocupados hasta la hora de la comida en recibir las visitas de funcionarios públicos, autoridades militares, y personas de la alta sociedad, entre las cuales se destacaba el señor Mosquera, cabeza de la familia del mismo nombre, con sus dos hijos, el mayor de los cuales había conocido yo en Bogotá como Senador de la República, el señor Hurtado, hermano del ministro colombiano en Inglaterra y el doctor Wallace, súbdito inglés casado con una dama colombiana, el cual venia ejerciendo la medicina en Popayán por espacio de veinte años.

El relato que de su vida me hizo el doctor, bien puede parecer extraordinario, pero lo reproduciré con fidelidad escrupulosa. Veintitrés años antes, más o menos, el doctor Wallace viajaba como cirujano a bordo de un buque de guerra inglés que hacía rumbo a uno de los puertos de la pequeña república de Guatemala. El doctor, acompañado de un guardia marina y de un piquete de tripulantes, desembarcó en la playa para divertirse haciendo tiro al blanco en algún lugar que habían frecuentado en excursiones anteriores. Los nativos, creyendo que se trataba de gentes distintas de las que antes habían tratado, se tendieron en emboscada cerca del sitio donde los ingleses habían desembarcado en otras ocasiones y, cuando el doctor y sus acompañantes hubieron penetrado algún trecho tierra adentro, abrieron nutrido fuego sobre ellos. Fue general y precipitada la fuga para coger el bote que desgraciadamente, los marinos encargados de su custodia habían alejado de la playa a fuerza de remo. Al oír el tiroteo, el doctor corrió a la orilla para alcanzar el bote nadando, pero sintiendo que las fuerzas flaqueaban, hubo de volver a tierra donde fue tomado prisionero junto con el guardiamarina y dos o tres de los marineros. Posteriormente el doctor fue enviado a Panamá y de allí a Guayaquil donde debía tomar pasaje para que, dando la vuelta al Cabo de Hornos, llegara a Cartagena, lugar donde se solía hacer el canje de prisioneros.

Estando en Guayaquil el doctor oyó decir que en las vecindades de la población de Loco a sólo tres jornadas de distancia, se hallaba almacenada gran cantidad de quina, y obtuvo permiso del gobierno español de la ciudad nombrada para ir a examinarla.

En Loco el doctor Wallace tuvo ocasión de tratar al sabio y famoso doctor Caldas, quien se había trasladado allí para realizar el mismo estudio junto con el de otras plantas de las tierras aledañas, y quien a la sazón sufría de fiebres recurrentes. El doctor Wallace se apresuró a prestarle asistencia médica y, logrando restablecer su salud en corto tiempo, se dedicó a ayudarle tanto en sus investigaciones botánicas como en el arreglo de su colección de plantas. En corto tiempo se había cimentado tan estrecha amistad entre los dos hombres de ciencia, que Caldas pudo persuadir a su nuevo amigo de que viajara por tierra a Cartagena pasando por Popayán, su ciudad natal. Y como el gobernador de Guayaquil era gran amigo suyo, obtuvo por correspondencia, permiso para que el doctor Wallace pudiera acompañarlo hasta esa capital. A su turno, el médico inglés, después de llegado al término de su viaje y alojado en la casa de su amigo, cayó gravemente enfermo y fue entonces una hermana del sabio Caldas quien lo atendió con la mayor asiduidad y abnegación.

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Surgió por tal circunstancia un mutuo y natural afecto y poco tiempo después, el médico contrajo matrimonio con la señorita Caldas, continuando el ejercicio de la medicina en Popayán, estimado por todas las clases sociales. De su matrimonio, el doctor Wallace tuvo tres niños, una hembra y dos varones, el mayor de los cuales, ya de dieciocho años, mostraba gran empeño por viajar a Inglaterra.

Cupo en suerte al doctor desempeñar un papel por extremo difícil durante la guerra civil, pues Popayán fue ocupada varias veces, alternativamente, por las tropas colombianas y españolas, viéndose obligado a prestar a estas últimas, servicios y medicinas gratis. No obstante, aseveraba el doctor, la última vez que el general español Calzada se apoderó de la ciudad, ordenó pasarlo por las armas, acusándolo de pertenecer al bando republicano y para salvar la vida, tuvo que buscar refugio en la casa de un realista a quien recientemente había curado de dolorosa enfermedad. El buen hombre se ingenió para esconderlo durante un mes en un cuartucho oscuro de su casa, a donde le llevaba de comer durante la noche. Relataba el doctor que una noche había oído a alguno de los oficiales españoles allí hospedados, decirle al compañero: "¿Dónde diablos pudiéramos atrapar al endemoniado médico inglés? Nuestro general ha destacado tropas ligeras para batir en su busca toda la región, pero han tenido que regresar sin poder agarrarlo".

"Al fin hemos de dar con el republicano hereje y no tardaremos en ponerlo de cara a la pared".

El Barón de Humboldt se expresa en términos de alto elogio al hablar del célebre naturalista doctor Caldas, a quien considera uno de los hombres de ciencia más ilustres que puedan encontrarse en las colonias españolas de América. Al verificar las observaciones astronómicas y medición de alturas de Caldas, hechas por medio de instrumentos de su propia invención, Humboldt las encontró casi tan exactas como las que él había hecho con los mejores instrumentos matemáticos empleados en Europa; y en cuanto a sus descubrimientos en el campo de la investigación botánica y geológica, el gran explorador les atribuyó siempre enorme importancia. Caldas fue firme sostenedor de la independencia americana, a cuya causa contribuyó en plano elevadísimo con sus magníficos escritos y poniendo a su servicio sus vastos conocimientos en ciencia química y mecánica. Fue él quien por primera vez, enseñó a los colombianos la fabricación de la pólvora, el manejo de las armas de fuego, etc. Caldas fue capturado y enviado preso a Bogotá cuando Morillo tenía allí establecido su cuartel general y poco después era fusilado en Plaza Grande junto con otros científicos colombianos, porque la ciencia y la ilustración constituían delito horrible en concepto de Morillo, quien se propuso eliminar, así en Venezuela como en Nueva Granada, toda persona de cultivado espíritu, teniendo bien en cuenta que la ignorancia y la superstición eran los pilares más firmes que podían apuntalar la dominación española. Pude examinar y apreciar un cuadrante hecho por Caldas. Visité al gobernador, coronel Ortega, quien nos recibió con exquisita cortesía e inquirió con solicitud si echábamos de menos alguna comodidad en nuestro alojamiento. Sobra decir que no esbozamos siquiera referencia alguna a las pulgas ni a las niguas, dándonos bien cuenta de que tal plaga no representaba mortificación especial donde la gente, desde la cuna, se habitúa a ella. El gobernador me obsequió con una ruana impermeabilizada con forro de caucho, más una piel de tigre y un pequeño y curioso mapa del Valle del Cauca. Por mi parte, en retorno, le envié luego buena cantidad de pólvora inglesa y algunas botellas de ron jamaicano.

El sábado 10 de octubre fuimos a comer a casa del señor J. Mosquera, donde tuvimos ocasión de alternar con el obispo y la plana mayor de la sociedad popayaneja. En el suntuoso banquete, el señor Mosquera y su esposa ocuparon los extremos opuestos de la mesa a estilo inglés. Nuestro huésped había residido en Inglaterra por algunos meses y profesaba grande estima a los ingleses, cuyas costumbres trataba de imitar en todo lo posible. Se sirvieron vinos españoles añejos de cuarenta años, pero no los pude gustar casi, por encontrarlos demasiado dulces y empalagosos. Generalmente el vino que se consume en la provincia proviene de Chile, desde donde se le envía por mar hasta Guayaquil y luégo se le transporta a Popayán a lomo de mula. Se tenía a la familia Mosquera por la más rica de toda la provincia, en la que poseía grandes haciendas, varias minas y numerosos esclavos. Pocos meses antes don J. Mosquera, quien ocupaba curul de Senador, se había casado con su prima del mismo apellido, bella dama, rica heredera y persona de gran ilustración. Poseía una biblioteca y dedicaba a la lectura gran parte de su tiempo; tenía modales de exquisita elegancia y conversación entretenida y agradable. Al día siguiente nos mandó el señor Mosquera abundante cantidad de duraznos en su jugo, superiores en gusto y bouquet a cuantos se pueden encontrar en Europa. El estilo arquitectónico de la casa era superior a cualquiera de los que yo había visto en Bogotá; los muebles y el decorado de gran refinamiento, especialmente las alfombras de manufactura quiteña.

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Pude admirar allí también algunas copias de los mejores cuadros italianos ejecutadas por maestros de Quito y no pude menos de admirar en ellas la agilidad del dibujo y la exquisitez del colorido. El señor Mosquera tuvo la amabilidad de ofrecerme con instancia dos o tres de los cuadros que yo más admiraba, generosidad que rehusé aceptar, rogándole en cambio que escribiera a alguno de sus amigos en Quito, comisionándolo para que adquiriera a mi costa una docena de las mejores obras de maestros de esa ciudad. Cuando más tarde vi de nuevo al señor Mosquera en Bogotá, me relató que su amigo de Quito le había informado, como respuesta a mi recomendación, que el mejor pintor de la ciudad había muerto de repente y que el que le seguía en fama y prestigio había sido detenido por el homicidio que perpetrara en un arrebato de celos. Al oír su narración, me sentí casi arrepentido de no haber aceptado cuando me los ofreció, siquiera uno de sus cuadros, para exhibirlo en Inglaterra como muestra de la habilidad de los pintores criollos en Sur América.

Durante mí estada en Popayán venía con frecuencia a visitarme el padre del señor Mosquera, simpático anciano que frisaba ya con los ochenta y querido de todos por sus grandes cualidades, entre las cuales brillaba su generosidad extrema y trato humanitario, al punto de que aun los españoles habían acatado su edad y sus virtudes. No hicieron, desde luego, lo mismo con su bolsa, pues los comandantes de las tropas españolas que ocuparon a Popayán en diversas ocasiones le impusieron contribuciones forzosas hasta de 50.000 pesos en total.

El 9 y 10 de octubre empleamos la mañana en visitar al obispo y a los grandes de la ciudad. Algunas de las casas residenciales de Popayán son realmente bellas, con fachadas que siguen el más puro estilo de la arquitectura griega. Por aquel entonces estaba en construcción una elegante residencia para el señor Mosquera. Nada me produjo mayor sorpresa que el encontrar edificios muy superiores a los de Bogotá en una ciudad enclavada en lugar tan remoto.

En Popayán sólo existen dos clases sociales: una integrada por reducido número de familias muy ricas, incluidos el obispo y el clero, la otra constituida por tenderos o "pulperos" en pequeña escala; de donde resultan dos contrapuestas categorías de habitaciones: una, la de las grandes y bellas mansiones y otra, la de las casitas pequeñas con almacén. Para el extranjero resulta en extremo incómoda la carencia de una plaza de mercado en Popayán.

Los tenderos compran directamente a los indios de las montañas circunvecinas la mayor parte de las aves de corral, frutas y legumbres y naturalmente el precio sube considerablemente en la reventa. Los indios traen también de las estribaciones del Puracé, distante jornada y medía, abundantes cargamentos de nieve, mediante la cual puede mantenerse helada cualquier vianda por bastante tiempo.

Frecuentemente se ven por las calles vendedores de helados, quienes ofrecen un vaso lleno de tal refresco por cinco centavos. Gran variedad de deliciosas frutas se consiguen en Popayán, especialmente la chirimoya, que en este clima produce ejemplares de un gusto exquisito, parecido a una mezcla que se hiciera de fresas, crema y azúcar. En algún pasaje de sus viajes dice el Barón de Humboldt: "Valdría la pena de hacer viaje a Popayán tan sólo para darse el placer de comer chirimoyas". El caimito, fruta que se encuentra por doquiera en la región, tiene sabor muy dulce, con el tamaño y la forma de un limón ordinario.

Comimos también manzanas, naranjas, fresas grandes e higos iguales a los españoles, enviados como presente por el gobernador y la señora de Mosquera, junto con una granada, el ejemplar más grande de esta fruta que había visto en mí vida. El clima de Popayán resulta privilegiado para el cultivo de las frutas, como que la temperatura nunca sube de 76º ni baja a más de 68º Farenheit.

Quizás ninguna otra ciudad de Colombia sufrió como Popayán durante la gesta emancipadora. Más de dieciséis veces fue ocupada, alternativamente por los españoles y los patriotas y a lo que se me alcanza, fue saqueada en ocasiones tanto por los unos como por los otros. Debido a su situación, Popayán era una plaza de importancia suma para ambos bandos, como hito indispensable cuenta en la ruta hacia las provincias de Pasto, Quito y del sur en general y por su cercanía al riquísimo, extenso y fértil valle del Cauca, de donde las tropas podían obtener toda clase de vituallas y provisiones.

El obispo de Popayán pasó por casa para invitarnos a una comida familiar en su mansión campestre situada a dos millas de distancia sobre el camino al Valle del Cauca. Fuera de nosotros, sólo concurriría el doctor

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Wallace, nuestro compatriota. Hacía las tres de la tarde, hora de comer según la costumbre del país, llegamos a la villa del obispo, quien luego de mostrarnos sus dependencias y alrededores, nos presentó una señora natural de Pasto, de edad cercana a los cuarenta años, de buena figura y delicado trato, que hacía las veces de ama de llaves.

La comida familiar del obispo puso de relieve la pericia de la dama, -quien tomó asiento a mi lado- en el arte culinario a estilo español. Mr. Cade y yo ganamos su simpatía al alabar los diversos platos servidos mientras nuestro canino apetito subrayaba la sinceridad de nuestras ponderaciones. También hicimos debida justicia a un añejo y delicioso vino de Málaga, divirtiéndome enormemente al observar que luego de escanciárnoslo, la botella emprendía rápida contramarcha hacía el obispo, sin que nadie, a excepción del mismo jerarca y su secretario, de Mr. Cade y yo, se atreviera a probar la generosa bebida. Aunque los pobres diablos sentados a la mesa con nosotros devoraban con los ojos el chispeante Málaga, parece que el obispo era de opinión que tal néctar no estaba destinado para confortar pechos villanos. Terminada la comida, nos encaminamos a una encantadora casita veraniega que el obispo había construido y arreglado con refinamiento exquisito a pocos centenares de yardas de la casa, al lado de un arroyuelo de agua cristalina y rumorosa, rodeado de bello y alegre paisaje; todo en suma, de aspecto muy diferente a la celda de un ermitaño.

A la mansión veraniega el obispo había añadido en el ala izquierda, un tramo de un solo piso para alojar eventualmente a los alumnos del Colegio de Popayán. Contigua a la casa también había adquirido una hacienda de regular extensión con el ánimo de legarla a su muerte, al plantel nombrado: bien se echaba de ver que era hombre dotado de generosa liberalidad y espíritu público.

Como tuve ocasión de apuntar más arriba, el ilustrísimo señor don Salvador Jiménez era oriundo de Málaga en España, de donde partió muy joven, llegando a ser más tarde párroco de Potosí en el Alto Perú, región tan reputada por sus minas de plata. Volvió Juego a España, donde se le nombró canónigo de su ciudad natal, prebenda que ocupaba al invadir Bonaparte la península. Convirtióse entonces en brillante militar, alcanzando el grado de coronel, al paso que con sus ardientes exhortaciones y prédicas alentaba a los campesinos españoles en la lucha contra los franceses. Al ser restaurado en el trono Fernando VII, el canónigo de Málaga fue nombrado obispo de Popayán en reconocimiento a su denodada y patriótica conducta. Las rentas del obispado ascendían a 20.000 pesos o algo más. Ocupando tan elevada jerarquía eclesiástica en Sur América se hallaba el obispo al estallar en Venezuela la fiera y enconada lucha entre los ejércitos de Morillo y de Bolívar, mientras la Nueva Granada junto con las provincias de Popayán y Quito, se hallaban en poder de los españoles. Al ver las armas colombianas triunfantes por doquiera, se retiró a Pasto, poniéndose a la cabeza de sus habitantes, quienes poco antes habían opuesto tenaz resistencia a la causa emancipadora; y allí con su secretario como lugarteniente, peleó contra los colombianos llevando en una mano la cruz, la espada en otra y fulminando desde el pálpito excomuniones contra todo el que opusiera resistencia a la dominación española.

Las montañas abruptas y casi inaccesibles de la provincia de Pasto, oponiendo obstáculo poco menos que insalvable a cualquier invasor, contribuyeron a prolongar la guerra por mucho tiempo; a lo cual se sumaba el valor indómito de su pueblo que defendió su tierra hasta el aniquilamiento casi completo, al punto de que hoy ofrece esta el aspecto de un yermo desierto. Pasto, la capital de la provincia, se entregó en 1822 a Bolívar, quien para obtener la rendición hubo de valerse de la influencia que ejercía el obispo de Popayán. Y no fue tarea fácil la del Libertador ganar al prelado para la causa de la emancipación. Era el obispo de baja estatura aunque de complexión robusta, continente sencillo y bondadoso, con claros ojos vivaces y en cuanto a la edad, le atribuiría yo alrededor de sesenta años. Caminaba con la agilidad de un joven de veinticinco y tenía conversación por extremo animada y divertida. Las gentes de Popayán se expresan de él como de "un hombre muy político" y por lo que a mi toca, no me atrevería a asegurar que fuera patriota convencido ni si al predicar a favor del republicanismo lo hiciera "con amore". Por el momento tal punto carece de importancia, pues en su comportamiento mostraba gran prudencia y decoro, dedicando generosamente gran parte de su crecido caudal a obras de caridad y al auxilio de hospitales y casas de beneficencia.

El secretario del obispo había sido antes capitán de dragones en España. Era un mocetón alto, esforzado, esbelto y de bellas facciones, con un par de hombros que envidiaría el más fuerte estibador, y apenas llegaría a los treinta y dos o treinta y tres años. En Popayán se hablaba mucho a hurtadillas de su popularidad entre las damas de la ciudad. Sea de ello lo que fuere, no sería en realidad la clase de eclesiástico que yo escogiera para confesor de mi familia. Parecía aburrirse en Colombia y desear con añoranza el regreso a España, pero su

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adhesión y afecto por el obispo, le impedían realizar su propósito. De buen humor y alborozados cabalgamos de regreso de la bella quinta del obispo, abrigando la esperanza de volver a pasar en ella otro día de recreo durante nuestra permanencia en Popayán.

De vuelta a casa encontramos a nuestro antiguo amigo el doctor Wallace, quien poseía vasta información sobre la peculiaridad del país. En verdad que se necesitaba prudencia consumada y contar con la influencia de numerosos amigos para haber podido escapar con vida de todas las vicisitudes que le asediaron, pues los ingleses en América eran blanco del rencor de los españoles, quienes los consideraban como instigadores de la rebelión de los súbditos de su muy querido monarca Fernando VII.

En la mañana del 21 de octubre salimos de Popayán acompañados del secretario del gobernador y del hijo de mister Wallace a conocer el volcán y nevado del Puracé. El mayor de los Mosqueras tuvo la amabilidad de prestarme para la expedición una mula fuerte y corsaria, pues, según nos lo advirtió, habríamos de encontrar los caminos excesivamente resbalosos, debido a las lluvias del invierno que ya comenzaba. Como en excursiones anteriores por caminos de la cordillera, al recorrer el que conducía al pueblo de Puracé, disfrutamos, a poco andar, del espléndido panorama de montaña bordeado a lo lejos por el río Vinagre que trae su nombre del sabor avinagrado de sus aguas.

A mitad del camino entre Popayán y Puracé y a corta distancia de nosotros, situada en un estrecho valle a nuestra izquierda, pudimos ver la hacienda de don Manuel Mosquera, padre, circundada de montañas por todos lados, y cuya casa era mas bien pequeña, con techo de paja, pero bien enjalbegada y limpia, lo mismo que las cabañas que la rodeaban. Las dehesas y sembrados se hallaban divididos por setos vivos que daban a la hacienda la apariencia de una granja inglesa. Entre las sementeras había algunas de papa, labradas por los indios sin más herramienta que el azadón.

En un extenso maizal que daba al camino, vimos un indio que acechaba al lado de las trampas tendidas para cazar pericos que abundan mucho por aquellas regiones y que son el azote de las sementeras. En el preciso momento de acercarnos, el indio acababa de sacar de la trampa un perico que se apresuró a mostrarnos, pero el pajarraco se mostró tan montaráz y bravío, que cargó sobre mister Cade alcanzándolo con un tremendo picotazo en un dedo. Así pues, nos apresuramos a dejárselo a su dueño para que le sirviera de asado en la comida. Las trampas se fabrican con crines de caballo y se les coloca en el suelo con un poco de maíz triturado en el centro, como cebo, y allí quedan los pájaros aprisionados por las patas. Hacia las dos de la tarde llegamos al pueblo de Puracé situado en una angosta llanada o lengua de tierra limitada por altísimas montañas hacia el sureste. Nos alojamos allí en la casa de Francisco Figuero, el párroco, quien se encontraba a la sazón en otra aldea indígena llamada Coconuco, distante cerca de dos millas, para asistir en lo posible a dos indios que se hallaban gravemente enfermos y suministrarles, sobre todo, auxilios espirituales. Encontramos en la casa del cura dos muchachas a quienes había ordenado suministrarnos todo lo necesario durante nuestra permanencia en Puracé, órdenes que fueron ejecutadas a cabalidad a las tres de la tarde. Y como la prolongada cabalgata junto con el aire puro de la montaña había aguzado nuestro apetito, rendimos debido tributo al estupendo festín que el buen párroco nos dejara preparado. Terminada la comida salimos a píe para ir a probar las aguas del río Vinagre que, deslizándose por un valle de poca anchura, tuerce su curso hacía el oeste. Si escasamente podíamos mantenernos en pie al transitar por el pendiente y resbaladicísimo sendero que conducía al río, ya puede pensarse en la hilaridad que nos causaran Mr. Cade y Mr. Wallace al esforzarse vanamente por prestar galante ayuda a las damas. El agua del río Vinagre es cristalina pero su sabor justifica plenamente el nombre que lleva. Su corriente desemboca en la del Cauca dos leguas al oriente de Puracé y el ácido que lleva a este último río es causa de que, por muchas leguas abajo de Popayán, no se pueda encontrar en él pescado alguno. al analizar el Barón de Humboldt las aguas del río Vinagre, las halló, según me dicen, ferruginosas, salitrosas y aciluladas. cerca de una milla de Puracé forma el río una bella cascada que presentaba, mirada desde lo alto del valle, hermosa perspectiva; más abajo continúan los saltos de agua, invisibles para nosotros desde el lugar donde nos encontramos. Al caer de la tarde, la temperatura bajaba bruscamente en Puracé; habíamos cambiado de clima al ascender miles de pies en el trayecto desde Popayán, hallándonos ya a menos de tres leguas del nevado.

El día siguiente a las seis de la mañana montamos nuestras mulas, con ánimo de llegar hasta la cima y ver el volcán siguiendo a nuestro guía indígena. El camino se hallaba en pésimo estado y no habíamos adelantado la mitad del recorrido, cuando se desencadenó violenta lluvia, con lo que el sendero que seguimos se puso a tal

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punto resbaloso que el guía afirmó que no podríamos seguir adelante con las mulas. Hicimos entonces un esfuerzo para caminar, calzados como íbamos, de botas altas, pero vimos que era materialmente imposible. Mientras tanto la lluvia continuaba cayendo a torrentes y al fin, muy a nuestro pesar, nos vimos obligados a regresar a Puracé sin haber visto ni el volcán ni las cumbres nevadas. No fue fácil tarea, desde luego, volver sobre nuestros pasos, pues tampoco las mulas podían sostenerse sin resbalar, viéndonos por tal manera obligados a hacer a pie cl recorrido por entre fango y lodazales. Pasé un día interminable y lúgubre encerrado en la casa parroquial mientras caía lluvia incesante acompañada de truenos y ofuscantes relámpagos, tan medrosos en la soledad de estas montañas; y, para colmo de males, no pude encontrar un libro de posible lectura a no ser la Biblia y algunos opúsculos en latín. Todo ésto me trajo a la memoria la melancólica situación en que me hallé, veinte años antes, en una hospedería de Lampeter en el sur de Gales, a donde había ido a la caza de guacos en las montañas circunvecinas. La lluvia, que comenzó a caer a mi llegada, continuó casi sin cesar durante una semana, y el único libro que pude conseguir fue el "Herveys Meditations among the Tomhs" capaz por sí solo de sumir a cualquiera en la más negra hipocondría. Mr. Cade y el joven Wallace, en cambio, supieron arreglárselas para pasar el tiempo muy contentos: tocaba el primero con primor la guitarra española, y así se la llevaron bailando con las sobrinas del cura hasta las dos de la madrugada, en medio de la admiración de los indios que nos acompañaban.

Puracé tenía 700 habitantes, todos de pura sangre indígena. Muy limpias eran las casitas, los jardines trazados con regularidad y bien cercados. Esta fue, sin duda, la aldea más bonita que encontré en Colombia, lo cual atribuyo en gran parte a la labor del párroco, quien tomaba vivo interés por el bienestar de sus cobrizos feligreses, sin gravarlos jamás con exageradas exanciones. La capilla techada con teja y de paredes enjalbegadas ofrecía también un aspecto pulcro y primoroso. El beneficio eclesiástico de Puracé y Coconuco llegaba a unos 800 pesos anuales, renta ampliamente suficiente en esos apartados montes, más aún si se le añade la gran cantidad de regalos que suelen enviar siempre a los padres los piadosos indígenas. Encontramos la cocina llena de conejillos corriendo en todas direcciones; más, cuando al día siguiente nos sirvieron uno de los mejor cebados a la comida, semejaba tanto una rata, que nos abstuvimos siquiera de tocarlo.

Desde el camino que conduce a Puracé vimos varías chozas construidas por indígenas sobre rocas y precipicios en apariencia inaccesibles; tiene esa gente gusto especial en habitar esos parajes lóbregos y solitarios. Las chozas son pequeñas y estrechas, con frecuencia llenas de humo, pues, desprovistos de ventanas, sólo tienen una tronera en el techo para la ventilación. Los setos que dividen sus campos se forman de "el lechero" o árboles de leche, nombre que se le ha dado por el color del líquido que destila al quebrarle las ramas. Tal líquido es violentamente cáustico. Se cortan estacas de seis pies de alto, las cuales al poco tiempo de sembradas empiezan a dar renuevos semejantes a los de la mimbrera, y al podarlas, por lo general, echan ramazón tupida que, entrelazada, forma un magnífico seto. Los indígenas cultivan trigo, papas, maíz de diferentes variedades, hortalizas y yuca con cuya harina confeccionan deliciosas tortas y pastelillos. Los pastos que ya en la montaña son muy buenos para caballos, mulas, ovejas y cabras, en el valle son todavía mejores. Los indígenas habitantes de estas cordilleras gozan de perfecta salud; el clima es apenas templado, el agua pura y el sol brilla despejado todos los días durante siete meses en el año. No resulta, desde luego, agradable vivir allí durante la estación lluviosa pero, por otra parte, fertilizando éstas el suelo, el agricultor casi siempre ve su trabajo recompensado con abundantes cosechas. El indio se levanta a las tres de la mañana, se desayuna con papas cocidas, una torta de maíz y unos sorbos de leche y, desde las cuatro dé la madrugada hasta la tarde, trabaja sobre las eras sin tomar alimento, mascando tan sólo hojas de coca o betel, tan agradable para ellos como el tabaco para un marinero inglés. Profesa el indígena gran afecto por el más fiel compañero del hombre, el perro, y raro sería encontrar menos de dos o tres de estos animales guardando su choza; también se dedican a la cría de aves de corral y casi siempre tienen dos o tres cerdos en sus pocilgas o barbacoas. Se caracterizan las gentes de estas tribus por su continente serio y taciturno, rara vez sonriente, pero siempre afable y Comedido, deseosas siempre de atender a sus huéspedes. Su gran vicio es la embriaguez; toman aguardiente cuando pueden conseguirlo y, borrachos, se tornan alborotadores y pendencieros. Por lo general tienen hermosos ojos grandes llenos de expresión, y pude admirar muchas de sus mujeres, a las cuales no sólo pudiera darse el calificativo de bonitas, sino cuyas formas parecían vaciadas en el más perfecto molde que la naturaleza pueda crear.

Partimos de Puracé el sábado a las seis y media de la mañana y, a dos horas de camino, llegamos a la residencia campestre del coronel Tomás C. Mosquera. El coronel era hermano del senador que a la sazón desempeñaba el cargo de gobernador de la provincia de Buenaventura bañada por las aguas del océano

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Pacífico. Nos recibió con gran cordialidad y sencillez y nos presentó a su esposa y a su hermana, damas ambas de porte elegante y refinado. La quinta se hallaba ubicada a un mula más o menos de Coconuco, en un amplio valle donde el coronel Mosquera, que gustaba de las labores agrícolas, había reducido a cultivo considerable extensión. Al descender hacia la casa por los senderos de pendientes colinas que semejaban a las de nuestro Sussex South Downs, vimos un rebaño como de mil ovejas montañeras, más bien pequeñas, que pacían en dehesas de menudo pasto. Con la lana de estas ovejas fabrican los indios toscos paños, ruanas y franelas; luego tuvimos ocasión de apreciar a la mesa del coronel, la excelencia de la carne, que tiene gusto muy parecido a la de venado. Nos refirió el coronel Mosquera cómo aquella finca, que tenía siete leguas españolas de contorno, incluida la parte de montaña, había sido adjudicada por el conquistador Jiménez de Quesada a un marqués español. Más tarde, las tierras fueron adquiridas del gobierno metropolitano por su abuelo materno, al ser expulsados de las colonias los jesuitas, y calculaba que valía apenas unos 20.000 pesos incluyendo esclavos, edificios, enseres y herramientas, las mil ovejas etc. Me sorprendió tal avalúo, pues no pude concebir que tierra, esclavos y ganado pudieran cotizarse tan barato en una finca que podría ser residencia campestre envidiable en cualquier parte del mundo.

El coronel Mosquera llevaba el rostro vendado por consecuencia de la grave herida que le causara un disparo de mosquete cuya carga, entrándole por la boca, le saltó dos dientes y le atravesó la mejilla cuando arengaba a sus hombres al atacar la guerrilla del famoso coronel indígena Agualongo, quien por espacio de tres o cuatro años venía adelantando campaña de depredación y saqueo en la provincia de Pasto. En la ocasión que se menciona, el guerrillero había lanzado un corajudo ataque contra Barbacoas en la provincia de Buenaventura, en la esperanza de apoderarse del oro allí almacenado, proveniente de las minas circunvecinas, con el objeto de remitirlo a Bolívar, entonces en el Perú, para el racionamiento de su ejército. Narraba el coronel Mosquera que, informado de que Agualongo se aprestaba a asaltar la población de Barbacoas, situada en la ribera izquierda del río Falcombe, se apresuró a adelantar preparativos para la defensa de la plaza, alentando, además, con su presencia la reducida aunque valiente guarnición acantonada en ella. Barbacoas es una pequeña población y el valle de Pater, donde se halla situada, se tiene por uno de los lugares mas insalubres de Colombia, al punto de que los forasteros que han tenido que cruzarlo, rara vez han escapado al contagio de las fiebres intermitentes. El día de su llegada a Barbacoas, el coronel recibió noticia de que Agualongo se proponía atacar el pueblo al amanecer del día siguiente y, que para tal efecto, había reunido buen número de canoas para el transporte de sus tropas río abajo. El coronel trasladó su campamento con gran secreto a una gran casa cuadrangular, en cuyos muros hizo abrir troneras para el tiro de los soldados, al propio tiempo que ordenaba desempajar la techumbre para evitar que se prendiera fuego al edificio. Por toda artillería contaba con una pequeña pieza de montaña servida por cuatro artilleros. Junto con éstos, cuarenta soldados y algunos habitantes del lugar componían la guarnición del fortín, decidida, eso sí, a defenderse desesperadamente, seguros como estaban de no recibir cuartel por parte de Agualongo, si se rendían.

Como se esperaba, Agualongo, al romper el día, bajó el río con sus tropas reforzadas de camino con 200 esclavos negros, quienes habiéndose fugado de las minas de oro, abrigaban la esperanza de participar en el botín que se tomara en Barbacoas. Agualongo lanzó su primero y furioso ataque contra la casa que el coronel Mosquera había abandonado durante la noche, pues, según le informaran sus espías, el coronel todavía paraba allí; mas, apenas se dio cuenta del error, emprendió inmediatamente el asalto de la casa cuadrada donde halló una fogosa y tensa resistencia, batiéndose los defensores con indomable valor, estimulado por la sangre fría e intrepidez del coronel. El fuego continuo de la guarnición mató e hirió tantos hombres de las tropas asaltantes, que Agualongo se vio obligado a ordenar la retirada. No bien hubo observado el coronel este movimiento, cuando con denodado arrojo se lanzó del fuerte a la cabeza de sus hombres para hostigar la retirada al enemigo; y fue precisamente en estos momentos cuando recibió en la boca la bala de mosquete disparado por un pastuso que volvió cara al retirarse haciéndole puntería deliberadamente. Un español que militaba como oficial con las tropas colombianas, al ver al coronel aparentemente herido de muerte, desertó para alcanzar a Agualongo y darle noticia de lo ocurrido, con lo cual renovó éste el ataque contra la casa, prendiendo fuego simultáneamente a todas las viviendas que la circundaban. Aunque herido de tanta gravedad, el coronel Mosquera arengaba a sus hombres en la lucha y consiguió derrotar nuevamente a Agualongo, quien tuvo que dejar 100 muertos tendidos en el patio frontero de la casa. Y fue gran suerte para los defensores esta segunda retirada en momentos en que ya habían agotado casi todos sus pertrechos. Del lado del coronel Mosquera hubo cuatro muertos y unos pocos heridos pero, aun así, su situación no era envidiable, como que quedó rodeado de ruinas humeantes, con una grave herida y sin un médico que asistiera a él ni a sus soldados.

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Cerca de tres semanas transcurrieron antes que pudiera llegar de Popayán el cirujano inglés Mr. Welsh, a examinar la herida de Mosquera, la que encontró en estado desastroso, si bien un sacerdote había podido aplicarle fomentos y extraerle algunas partículas de hueso. A pesar de todo, la recia constitución del coronel fue gran parte a acelerar su curación y si ya podía hablar le era empero difícil.

Uno o dos días después del ataque a Barbacoas sobre el Patía, Agualongo fue hecho prisionero por un piquete del regimiento Caldas, y fusilado más tarde en Popayán. No había sanado aún de la herida que le fue hecha en una pierna durante el ataque que se acaba de narrar. También murió, buscando refugio en las selvas, como casi todos los que fueron heridos en la refriega, un coronel español que había tomado parte con él en el asalto.

El indio Agualongo había obtenido el mando de los pastusos tan sólo por su bravura, espíritu emprendedor y habilidad en la guerra de montaña contra los colombianos, y más tarde como recompensa a sus servicios, la corte española le confirió el grado de coronel, cuyo uniforme lucía en ocasiones solemnes. Pocos hombres habían mostrado semejante constancia, tenacidad y celo en la lucha por la causa del rey español;había tomado este partido con la convicción profunda de que peleaba por su legítimo soberano y por la religión de su patria.

Oí decir que, en ocasiones, Agualongo se había mostrado generoso y benévolo con sus prisioneros y que a menudo, había frenado enérgicamente los feroces instintos de sus soldados, en su mayor parte indígenas de la montaña y negros escapados de las minas del sur. Al entrar Agualongo prisionero a Popayán, se congregó una inmensa muchedumbre para ver indio que había sido el terror de la comarca durante varios años; y alguien al observar su menguada estatura y sus facciones duras y feas, exclamó: "Es aquel hombre tan bajito y tan feo el que nos ha mantenido en alarma durante tanto tiempo?" Sí contestó Agualongo, talarándolo con la mirada feroz de sus grandes ojos negros. "Dentro de este cuerpo tan pequeño se alberga el corazón de un gigante". Cuando se le condenó a muerte, requirió del gobernador de Popayán se le permitiera llevar el uniforme de coronel, gracia que le fue acordada; y, ya ante el pelotón de fusilamiento, exclamó que si tuviera veinte vidas, estaba dispuesto a inmolarlas por su religión y por el rey de España. Nunca podrá exagerarse la admiración por un hombre dotado de tamaña entereza y valor, de lealtad tan acendrada a la causa por la cual sacrificó su vida; y esto demuestra que también se encuentran hombres grandes entre los aborígenes de América.

El ataque a Barbacoas fue el último esfuerzo de los pastusos por la causa del muy querido rey Fernando. Esperaban, al obtener el triunfo en este asalto, conseguir la sublevación de los miles de esclavos negros que trabajaban en las minas de oro de Buenaventura y del Chocó y, con tal refuerzo, marchar sobre Quito, efectuando en tal forma un movimiento de diversión favorable a los españoles que luchaban en el Perú.

Llegamos a las tres de la tarde a la quinta del coronel Mosquera y de ahí nos encaminamos a conocer un fenómeno natural conocido con el nombre de agua hirviente, no más lejos de una legua de la casa del gobernador. El camino que conducía a la fuente se encontraba en pésimo estado y muy resbaloso, a lo cual se añadió la dificultad de vadear el río Coconuco a tal punto crecido por las recientes lluvias, que estuvo a un paso de arrastrar nuestras mulas en su violento raudal. Las rocas y pedruscos que ruedan de las montañas en la estación invernal convierten el cauce de los ríos en una superficie desigual y escabrosa. Con frecuencia se ahogan indios que intentan esguazar los torrentes de la montaña, porque es imposible nadar en aguas que se precipitan de la altura con fuerza irresistible, arrollando cuanto encuentran a su paso. La grieta o boca por donde brota el agua hirviente tiene cerca de tres pies de diámetro, con azufre incrustado en los bordes, del cual arrancamos algunos pedazos como muestra. Salta el agua del manantial burbujeante como de una caldera llena de agua hirviendo; puse el dedo en el surtidor por una vez pero me cuidé bien de no hacerlo una segunda. Mr. Cade mantuvo un huevo en el agua por espacio de tres minutos y medio y, al retirarlo, estaba perfectamente cocido. El sabio Caldas quien analizó el agua de esta fuente, encontré en ella azufre y sal, y al exponerla por bastante tiempo al sol, pudo comprobar que el azufre se evaporaba dejando un sedimento de sal blanca de buena calidad. Brota este manantial en un estrecho valle circundado de laderas tan pendientes que, para tener acceso a él, tuvimos que desmontamos y deslizarnos al azar por resbaladísimo sendero.

Ya de regreso, el coronel Mosquera nos presentó en su casa uno de los descendientes directos del que fuera cacique de Coconuco antes de la Conquista por los españoles. Su edad frisaba en los cuarenta años, era fuerte y de gallarda apostura, tenía nariz aquilina y grandes ojos negros. El coronel hizo cálido encomio de esta familia de principesca estirpe que continuaba residiendo en la misma estancia desde la conquista y era muy respetada por los indios de Coconuco. Los gobernantes españoles les concedieron el titulo de Don y los eximieron de

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pagar capacitaciones. Se nos sirvió la comida en vajilla de fina porcelana, sentándose el coronel y su esposa en los extremos opuestos de la mesa, a estilo inglés que fue puesto de moda en Popayán por su hermano el senador. Lamentó nuestro huésped que nuestra visita hubiera coincidido con la estación lluviosa, pues tenía una buena jauría de sabuesos y hubiera podido proporcionarnos una buena partida de caza, a no ser porque el estado cenagoso en que se encontraban los campos hacía imposible montar a caballo. Vimos en la quinta del coronel varios ejemplares de llamas empleadas por los indios del Perú para el transporte de carga pequeña y que bien pudiera llamarse el camello o dromedario del país. Eran muy mansas, de hermoso aspecto y andaban pausadamente. Al azuzar Mr. Cade la llama hembra, recibió en retorno un sonoro escupitazo.

Conversando con el coronel Mosquera sobre asuntos relacionados con la provincia de Buenaventura, de la cual era gobernador, me decía, entre otras cosas, que allí, tanto en la montaña como en las llanuras, pululaban las serpientes venenosas y, entre ellas, una especialmente agresiva y temida por los habitantes, llamada la guascaina, que alcanza a tener nueve o diez pies de larga por tres pulgadas de diámetro, la guarcaina tiene la facultad de erguirse con la ayuda de dos espolones si todos bajo la cabeza, y en tal posición asecha la presa que ha de transitar por senderos y caminos, lanzándose veloz sobre cualquier cosa que pase a su alcance. Un negro que acababa de cazarse y había bailado toda la noche la fiesta de bodas, penetró un corto trecho en el bosque, cuando de súbito se oyeron gritos angustiosos que causaron alarma entre la gente de la casa. Cuando acudieron al sitio donde se oían vieron que una enorme guascaina los tenía aferrados por el cuello. Atacaron las serpientes con sus machetes y lograron matarla, pero el pobre murió a poco a consecuencia de las heridas que le causara el bicho venenoso.

En otro lugar de la provincia un negro había desplegado gran fuerza y valor al ser atacado por una de estas culebras. Había logrado agarrarla por el cuello con ambas manos para impedir que lo mordiera y, al pedir socorro con grandes alaridos, algunos de sus compañeros que estaban cortando leña en las vecindades, corrieron a su auxilio armados de cuchillo, logrando en breve dar buena cuenta del ofidio. Con admirable esfuerzo y presencia de ánimo había escapado a las mortales mordeduras. Otras muchas anécdotas por este estilo me relataba el coronel Mosquera, añadiendo que, de viaje una vez de las montañas cercanas al puerto de Buenaventura hasta Cali, por un camino raramente transitado a causa de los muchos pasos impracticables que lo obstruían, tuvieron que matar veinte serpientes de diferentes especies y tamaños, más dos o tres cazadoras, dos equis y tres corales con piel manchada de negro y anaranjado.

Me rogó el coronel Mosquera que le aceptara como regalo una cerbatana con algunos dardos enherbolados, de una longitud no mayor de ocho pulgadas, la cual, a su vez, le había sido obsequiada por el jefe indígena la provincia de Buenaventura. Los dardos de esta arma se emponzoñan con un líquido acuoso que exuda el lomo de un sapo verde, abundante tanto en la provincia de Buenaventura como en la del Chocó. Para conseguir la exudación venenosa, los indios colocan el animalejo cerca al rescoldo de una fogata, y al aparecer el liquido, mojan en él la punta de los proyectiles. Tan activo es el veneno que cualquier jaguar o pantera alcanzada por uno de ellos, muere al poco en tremendas convulsiones. Con todo, en la caza del tigre, la pantera, el oso y el jabalí, los indígenas emplean dardos más largos para cargar las cerbatanas y a menudo, llevan también consigo arcos con flechas y largos venablos. También las flechas de punta en espiral van envenenadas, y en lugar de plumas, se pone con cuidado un pequeño fleco de algodón que hace las veces de aquéllas para enderezar su rumbo por el aire.

Observaba el coronel Mosquera que, si bien los indios tenían en punto de religión ideas muy imprecisas, profesaban la creencia, siquiera vaga, de que una deidad bondadosa habitaba los cielos y una mala debajo de la tierra.

Puesto que no vaciamos probabilidades de que amainara el mal tiempo, y corríamos el peligro de que los caminos se enfangaran cada vez más, decidimos despedirnos del coronel a la mañana siguiente, manifestándole nuestro duradero agradecimiento. Montamos, pues, nuestras mulas y emprendimos camino de regreso a Popayán, acompañados durante un trayecto de dos leguas por el coronel y su hermano. Al dar nuestro último adiós a tan gentiles y hospitalarios caballeros se hacia manifiesto por ambas partes el pesar de que hubiera sido tan corto el tiempo que habíamos pasado juntos.

Nuestro viaje de vuelta a Popayán fue penoso por extremo, pues llovía a mares sin cesar, y el camino se había puesto tan resbaloso, que a cada momento las mulas caían, ora de lado, ya sobre las ancas. Así pues, bien

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puede calcularse nuestra dicha cuando al fin llegamos por la tarde a Popayán. A la mañana siguiente fuimos visitados por el obispo, quien nos invitó a un banquete de gala que daría en su palacio el domingo siguiente, y al cual concurría lo más granado de la sociedad popayaneja. Como de costumbre, el obispo se mostró cortés y amable, esmerándose por inquirir si nos hacia falta cualquier cosa y diciendo que le causaría enorme desagrado si tuviéramos que acudir a otra persona para procurárnosla. Con frecuencia venia también Mr. Wallace a vernos en las horas de la mañana. Por mi parte, casi todos los días pasaba yo a su casa y lo veía con frecuencia entregado a recetar a la gente pobre de la cuidad y sus alrededores, dándoles gratis los remedios. Un día me dijo que hacía ya más de veinte años no probaba un roast beef ni un buen plum-pudding a la inglesa; oyendo lo cual lo invité, junto con su hijo, a comer con nosotros sin etiqueta, pues apenas contábamos con servicios de dos personas y le prometí que volvería a comer roast-beef y plum-pudding preparado por un cocinero inglés, siempre que pudiéramos conseguir uvas pasas. Se comprometió el doctor a conseguirnolas, se logró hacer un pudín que honraría la mesa de cualquier inglés en Nochebuena y pude darme la satisfacción de verlo gozar con la merienda como nunca lo había alcanzado mortal alguno. El cocinero se las había ingeniado muy bien para preparar el asado con el auxilio de una cuerda en reemplazo del utensilio correspondiente. Pude disfrutar de la compañía del doctor y de su hijo en repetidas ocasiones durante mi permanencia en Popayán, y desde luego, tuve cuidado en todas ellas de servir un buen plum-pudding a la mesa. Finalmente el doctor consiguió que Edle le diera la receta del postre, mas se quejaba después amargamente de que su mujer, al entrometerse oficiosamente en su confección, lo había malogrado todo, saliendo con cualquier cosa menos con un plum-pudding inglés. Sin embargo, un día cayó el doctor a mi casa muy contento para contarme que la víspera había hecho él solo el experimento y que le había resultado a las mil maravillas; y añadía: "tuve gran dificultad en impedir que aquel demonio hacendoso de mí mujer viniera de nuevo a echarlo todo a perder". Los ingleses a quienes ha tocado vivir más de veinte años en el extranjero saben apreciar muy bien las golosinas de cuya exquisitez John Bull ni siquiera se percata, acostumbrado como está a gustarías diariamente.En esta provincia lo mismo que en la de Timara abunda el estoraque, substancia olorosa que destila un árbol muy común en la comarca. De ella fabrican las monjas de Popayán, con notable habilidad e ingenio, gran variedad de animalitos, especialmente pájaros. También son muy bellas las flores artificiales que componen con conchas diminutas y muselina, y de las cuales pude adquirir especimenes seleccionados. Algunos de los cuencos o escudillas de madera manufacturados en Pasto son muy admirados por el primor con que se les decora con pájaros y flores de elegante dibujo, sobre una espesa capa de barniz, aunque nunca pueden parangonarse con los de Timara. Por lo demás, no es fácil conseguirlos ahora, pues casi todos los artífices pastusos han muerto en la guerra o han abandonado su tierra natal.

El domingo a las cuatro de la tarde concurrimos al banquete del obispo, donde hallamos reunidos todos los personajes de más alta alcurnia en la ciudad, así eclesiásticos como civiles y militares, dispuestos a hacer honor a las suculentas viandas de su señoría ilustrísima. Basta decir que todos los huéspedes fueron obsequiados con platos y golosinas de toda proveniencia cercana o remota, como que todos los curas del obispado tenían puntillo en enviar de regalo a su señoría lo mejor que se pudiera encontrar en el ámbito de sus parroquias; y téngase en cuenta que era vasto el campo donde se podía cosechar tan exquisita mies, pues el obispado abarca las provincias de Popayán, Buenaventura, Chocó y Antioquia. El festín estuvo a la altura de la generosa hospitalidad del obispo, y debió de exigir crecido gasto, a despecho de los manjares enviados de regalo. Se sirvió pescado y frutas que antes no había visto y todas estas viandas exquisitas recibían el copioso riego del añejo Málaga, así como de otros vinos españoles, pudiéndose observar que, en tan solemne ocasión como esta, las botellas recorrían circuito mucho menos cerrado que cuando comimos por primera vez en su casa de campo. A las ocho nos despedimos de nuestro huésped, de quien afirmaba Mr. Cade ser el obispo más simpático que había encontrado en todos sus viajes. Por mi parte, hallé que su secretario, el capitán de marras, subía en mi estima al tratado personalmente. Tenía el carácter jovial y sandunguero y apuraba las copas de un solo golpe, subrayando que los ingleses eran grandes bebedores. En realidad no era indispensable disponer de gran penetración para darse cuenta de que el capitán carecía de afición por la abstinencia y el ayuno.

Si bien la casa del obispo no era muy espaciosa, se hallaba, en cambio, lujosamente amueblada. Fue entrada a saco varias veces durante su ausencia en la provincia de Pasto donde luchó largo tiempo por la causa española, a la cabeza de los habitantes de la provincia. El decorado de su capilla privada era de gran sobriedad y sin recargo de imágenes de santos o cuadros de colorido chillón. Un ancho corredor rodeaba la planta baja de la casa, dos de cuyas alas estaban destinadas para escuelas públicas de niños, a los cuales el obispo consagraba gran parte de su tiempo, poniendo mucho interés en el adelanto de sus estudios.

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Octubre 23. Vino a visitarme el gobernador, coronel Ortega, quien me manifestó que le sería especialmente grato mostrarme la Escuela Nacional de Popayán, donde se seguía el sistema Lancasteriano; ofrecimiento que acepté complacido, tanto en mi nombre como en el de Mr. Cade. En el plantel nombrado encontramos 120 jóvenes de aspecto sano y contento, vestidos de bonito y sencillo uniforme.

El cambio de clases se hace con la precisión y rapidez de un batallón de línea, al repique de una campanilla o al agudo silbido de un pito semejante al del contramaestre de un buque de guerra, y que todos los directores llevan consigo.

En presencia nuestra algunos de los jóvenes fueron examinados por sus profesores en aritmética, matemáticas y lectura, con resultado altamente satisfactorio. El aula de la escuela era amplia, bien enjalbergada y perfectamente limpia. En alguna ocasión se enviaron a estudiar en este plantel doce niños indígenas, pero no pudieron resistir por mucho tiempo el enclaustramiento, y hubieron de retornar a sus montañas. Entro los alumnos no vi ningún negro, sin que hasta ahora haya podido encontrar la explicación. Agradaron mucho al coronel Ortega los elogios que prodigamos a este seminario público que, a no dudarlo, era el mejor organizado que yo había visto hasta ahora en Colombia. El gobernador visitaba con frecuencia este colegio y expresaba que, en su sentir, la educación era el único medio de redimir de la barbarie las bajas clases sociales del país.

También visitamos la Casa de Moneda de Popayán, donde pudimos ver a los obreros trabajando en todo el proceso de la acuñación, observando al propio tiempo, que la maquinaria era anticuadísima, como que era la misma que los españoles habían empleado desde La Conquista. A la sazón el Gobierno estaba construyendo una nueva y se proponía adoptar un moderno sistema de acusación, tanto en esta ciudad como en Bogotá. Director de la casa era un español de elevada alcurnia, casado con una dama española (sic), hermana del conde O'Donnel, quien anteriormente había sido comandante de un cuerpo de ejército en España. Con motivo de nuestra visita se hizo gran ostentación de los doblones atesorados en la casa, pero reflexionando que la mayor parte del oro que se extrae de las minas de las provincias meridionales se envía aquí para su acusación, pagando el quinto al Gobierno, no pude sacar la conclusión de que a tal exhibición de abundancia monetaria correspondiera un estado igual de prosperidad y solidez en las finanzas del país.

En la mañana de este mismo día hicimos visita a un respetable comerciante de la ciudad, donde nos fue motivo de sorpresa encontrar a un hermano suyo ejecutando una selección musical en un piano Broadwood que, según dijo, era único en la ciudad y le había costado no menos de 1.200 pesos españoles. El piano había sido enviado desde Inglaterra hasta Guayaquil y de ahí transbordado en un barco de cabotaje para su transporte hasta Buenaventura, de donde, a través de las montañas y a espaldas de negros, había sido finalmente puesto en Popayán. El caballero a quien me vengo refiriendo era oriundo de Chile, pero habiendo contraído matrimonio con una dama popayaneja se había establecido como comerciante en la ciudad.

Nos hallábamos ahora confortablemente instalados para pasar la estación lluviosa en Popayán. De ordinario los aguaceros comenzaban alrededor de las cuatro y duraban hasta salir el sol en la montaña, esplendente y sereno, sin una sola nube que empañara su brillo, animándolo todo con vida y alegría; era un placer entonces salir de paseo respirando el aire perfumado con la fragancia que desde los collados vecinos exhalaban los arbustos y flores silvestres. A la verdad, no teníamos el menor mérito en madrugar, pues las pulgas, nuestras animosas e infatigables compañeras, nos atormentaban toda la noche sin darnos punto de reposo. Nos mortificaban también las niguas al penetrar en los dedos de los pies, y de estas teníamos que hacernos una extracción dos o tres veces a la semana. El cirujano en tales ocasiones era Joaquín, un mestizo que ahora vive con nosotros en Inglaterra, el cual tenía gran habilidad en practicar la operación con una aguja. Una sensación de escozor y rasquiña en el dedo es el anuncio de que una nigua ha penetrado en la piel y al examinar con cuidado el lugar dolorido se hecha de ver bajo de ella una substancia de color blanquecino. Extraer lo que forma este punto blanco sin que se desintegre es tarea delicada, pues en él se contiene la nigua en medio de sus huevos. Mas Joaquín rara vez se equivocada y conseguía extraerlas enteras, semejantes a perlas diminutas. Luego frotaba la herida con ceniza de tabaco y al cabo de dos o tres días ya estaba cerrada. Pero si, por el contrarío, se deja que el abominable insecto permanezca en el dedo por algún tiempo, maduran los huevos y proliferan a tal punto que, invadiendo la parte carnosa sobreviene a menudo la gangrena. Oí decir que muchos de los soldados españoles de Morillo murieron de esta infección y que a otros fue preciso amputarles los pies por no haberse hecho sacar a tiempo las niguas que les habían entrado. Desde luego, aún extraída la nigua, y

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durante un día al menos, duelen los pies al caminar. Dichos insectos son tan diminutos que es imposible descubrirlos en las medias a simple vista.

Cuando ya llevábamos un mes de residencia en Popayán, volviendo a casa de mí paseo matinal una mañana, me detuvo un caballero de cierta edad para preguntarme si yo era el coronel Hamilton. Al contestarle que sí, me pidió que le concediera una entrevista de cortos minutos para tratarme un punto de importancia; conduje al caballero a la sala en el segundo piso, donde me informó, con expresión muy seria, que Mr. Cade se había propasado en sus atenciones con una bella pulpera o tendera que vivía a corta distancia de nosotros. Le contesté que yo jamás me inmiscuía en asuntos de galantería, pero él replicó que la chica era casada y que el marido, quien había ido a vender conservas a Cali y a Buga, en el Valle del Cauca, la había confiado a su cuidado mientras se hallase ausente. Por tal razón esperaba que yo prohibiera a Mr. Cade continuar su galantería. Pocos días después observé, al pasar, que la pulperita había mudado de aires con toda su mercancía y con gran sorpresa pude cerciorarme más tarde que la chica no era casada sino la querída del viejo comerciante, lo que explicaba claramente los motivos de su gran ansiedad.

Era la tenderita en referencia la moza más guapa de su clase en Popayán; tenía hermosos ojos negros y brillantes y una dentadura de blanco marfilino que demostraba que su dueña carecía del hábito de filmar, tan común entre las gentes de su oficio.

Noviembre 8. Temprano en la mañana, de paso por mi casa, me dijo el Obispo que iba a visita al Convento del Carmen, frontero a nuestra casa; con mucha gentileza me ofreció llevarme en su compañía, advirtiéndome que el jardín allí era digno de verse con sus grandes y bellísimos naranjos. Volvió se luego a Mr. Cade y con maliciosa sonrisa le dijo que lo encontraba demasiado joven para ser admitido en un monasterio de tan rígida clausura; para mí tengo que quizás, por primera vez en su vida, mi secretario hubiera preferido tener unos añitos más.

Al llegar a la puerta del convento el Obispo se hizo anunciar a la Abadesa y hablando luego con ella a través del locutorio, le expuso quién era yo y que deseaba mostrarme el jardín. Mandó la monja inmediatamente por las diferentes llaves de la gran puerta de entrada, correspondientes a cerraduras distintas y guardadas una por la Abadesa y otra por la más antigua de las monjas. Al momento de abrirse la puerta sonó el repique de una campanilla que era la señal para que todas las monjas se recogieran inmediatamente en sus celdas, evitando ser vistas por un extraño, de acuerdo con las reglas de la Orden; también se retiró la Abadesa, dejándome a solas con el Obispo. Paseamos por el jardín cultivado con gran primor y circundado de naranjos, al pie de los cuales y a cortos intervalos, se habían colocado pequeñas bancas donde las monjas podían reposar sumidas en reflexiones melancólicas y lamentando, tal vez con amargura, haberse dejado llevar por toda una vida a penitencia tan severa como la que impone la Orden Carmelita. Los arrietes del jardín ostentaban bellísimas flores que las monjas cultivaban como pasatiempo. Del jardín pasamos al refectorio donde, ya puesta la mesa, pude observar sobre los manteles algunos mendrugos de pan negro y una calavera en uno de los extremos. A fe que no vendría mal a los invitados de un festín profano adornar los extremos de honor de la mesa con una calavera; sin duda impediría a muchos de ellos tomar el tercer plato de sopa de tortuga, evitando una apoplejía que de súbito podría transformar sus llenas y sonrosadas mejillas en tan macabro objeto. Lamentó el Obispo no poderme mostrar todo el convento, pues a ningún hombre le era permitido pasar adelante, exceptuando él solamente y el médico que atendía a las monjas enfermas. Ya al partir, salió a despedirnos la Abadesa y por un instante se levantó el velo negro que le cubría el rostro cuyo aspecto revelaba una edad cercana a los cincuenta años, pero que por la regularidad de las facciones y expresión de los ojos manifestaba haber sido bella en sus días de juventud. Besó la mano del Obispo, quien me refirió después que la Abadesa había ingresado al convento hacía veinte años, que pertenecía a una de las primeras familias de Cali y que era mujer de grandes méritos. Este convento había sido muy rico en tierras, minas y en dinero constante, antes de estallar la guerra civil. Uno de los gobernadores españoles de la provincia se alzó con 200.000 que le pertenecían y huyó a Quito con ellos, siendo imposible el recobro después. Las monjas del Carmen se flagelaban todos los viernes; y debido al duro régimen de vida que lleva y al constante ayuno, su salud es muy precaria aunque, por excepción, algunas hayan llegado a edad avanzada. Visten hábito negro y a juzgar por el constante repique de la campana, se podría asegurar que rezan sin descansar día y noche.

Cuando conté a Mosquera que se me había permitido ver el jardín del convento manifestó enorme sorpresa, pues jamás había oído decir que hombre alguno fuera admitido en su recinto, a no ser el médico del

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establecimiento. Observó, además, que tal privilegio demostraba la buena voluntad que tenía el Obispo en prodigarme toda clase de atenciones.

A la mañana siguiente, yendo a casa de nuestro amigo el doctor Wallace, lo encontramos mirando un caballo que un indio le había traído de la estancia donde lo tenía a pastaje y nos relató una anécdota que demostraba la adhesión que el indio le profesaba: cuando los españoles ocuparon a Popayán se enteraron de que el doctor Wallace tenía un buen caballo al cuidado del indígena y mandaron a un sargento con el encargo de apoderarse de él y traerlo para el servicio de la caballería; pero aconteció que, a pesar de activa búsqueda por toda la estancia, los hombres del sargento no pudieron encontrarlo. Entraron a la choza del indio y le increparon, acusándole de haber escondido al animal, cosa que él negó con ardentía. Lo ataron entonces a un árbol donde le propinaron 100 garrotazos para obligarlo a revelar el paradero del caballo; mas como el indio persistiera tenazmente en su negativa, creyeron al fin que, en realidad, el animal se encontraba en otra parte y lo dejaron libre. Este indio tan leal, temeroso de que los españoles encontraran el caballo y se lo quitaran, se las arregló para esconderlo en tina cueva oculta entre el bosque a alguna distancia, sacándolo a pacer por la noche y después de expulsados de Popayán, lo devolvió a su dueño. Huelga decir que el conmovedor relato puso nuestras carteras a la disposición de su protagonista. Era el indio bien parecido y de complexión robusta, de semblante agradable, franco y abierto. Tenía esposa y dos hijos y por lo demás, contaba con un buen pasar.

Los indios llegan a ser muy buenos sirvientes cuando cobran afecto a la familia; desde hacía diecisiete años el doctor Wallace tenía a su servicio una muchacha indígena que cuidaba de sus niños con especial cariño. Era rolliza, quizás en demasía, pero en cuanto a lo demás, de tipo perfectamente indio. Conseguí que un artista de Popayán pintara su retrato vestida con traje típico de gala; quedé muy satisfecho con la obra de aquel pintor autodidacta que supo captar muy bien el semblante y característica expresión de su modelo.

Tenía gran deseo de conseguir un niño indígena para llevarlo conmigo a Inglaterra corno sirviente, y tanto el coronel Mosquera como el párroco de Puracé me prestaron toda ayuda para el logro de mi intento; hasta llegaron a pensar que habían conseguido satisfacer mi antojo al saber de un chico de siete años de edad, huérfano de padre y madre, que vivía entonces con su abuelo. El coronel hizo que lo llevaran a Coconuco con el propósito de envíamelo de allí a Popayán en la primera oportunidad, pero antes de que tal cosa pudiera realizarse, el muchacho logró escapar al monte sin que jamás se volviera a saber de él. Los indios aman la soledad de sus montañas y profesan verdadera aversión al movimiento bullicioso de las ciudades.

A despecho de todas las diligencias que hice con la ayuda del Obispo, me fue imposible conseguir el niño que deseaba. Gran número de familias indígenas vienen a Popayán para colocarse como trabajadores en las haciendas de los Mosqueras y de los Arboledas, situadas en el valle. Los hombres ganan diez centavos y después de seis semanas o dos meses de trabajo regresan a su choza en la montaña.

Tuve oportunidad de ver en la casa del doctor Wallace, envasada en anchas cañas huecas, buena cantidad de resma elástica o caucho indígena todavía en estado líquido, semejante a la crema de leche, aunque de color más obscuro. De las montañas vecinas suelen los indígenas llevar a Popayán en tales recipientes el líquido que se extrae haciendo incisiones en el árbol que lo produce.

El hijo mayor del doctor Wallace había conseguido inflar bombas hechas de esta goma, tan ligeras y boyantes, que al lanzárselas al aire podían sostenerse en él, por corto tiempo al menos. También se emplea esta suerte de caucho para formar ruanas y otros abrigos, con lo cual se hacen impermeables a la lluvia. Fuera de esto había realizado el doctor algunos experimentos con la quina de Pitoyán que consideraba de mejor calidad y de aplicaciones médicas más variadas que la que se encuentra en las cercanías de Loco, cerca de Guayaquil, sobre la frontera peruana.

Las montañas de Pitoyán donde abunda el árbol que produce la corteza se hallan situadas a tres días de camino hacia el occidente de Popayán. Al invadir el país los españoles el Gobierno tomó el monopolio de producción y comercio de la quina, pero tengo entendido que en la actualidad puede traficarse libremente con el artículo. Por lo demás, como la exportación de esta droga no produce utilidad alguna debido a la dificultad de su transporte por tierra, poco pedido tiene si no es para el tratamiento de fiebres intermitentes en las provincias circunvecinas. El doctor Wallace me regaló un poco del extracto preparado por él para tomarlo en caso de llegar a contraer alguna fiebre a nuestro paso por el Valle del Cauca o la provincia de Mariquita.

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Noviembre 17. Este día llegó la noticia de que un joven comerciante de Popayán, quien había partido de la ciudad ocho días antes con varias mulas cargadas de abarrotes y telas de lino y algodón, había sido asesinado, camino a Quito, por una pandilla de pastusos, en la posada a que se acogiera para pasar la noche. Se decía que el comerciante había salido de Popayán en compañía de algunos pastusos y de una escolta compuesta por un suboficial y siete soldados, llevando consigo 6 a 7.000 pesos pertenecientes al señor Arboleda de Popayán, lo que se suponía, en alguna forma habían sabido aquéllos. Al llegar a una casucha situada en lugar solitario, pretextaron que se habían cansado las mulas y obligaron por tal modo al infortunado comerciante a pasar allí la noche, no obstante su porfía en seguir más adelante. Se suponía que uno o dos de los pastusos habían salido de la casa para dar aviso a una banda de ladrones apostados en la cercanía, los cuales atacaron a los soldados, tomándolos por sorpresa y huyeron después a esconderse en la selva, facilitando así el asesinato del pobre comerciante a manos de estos forajidos.

Son los pastusos pueblo valiente pero traicionero, a tal punto, que el Gobierno colombiano se vio obligado a mantener siempre en Pasto una poderosa guarnición al mando de los jefes más enérgicos, pues se vio claramente que era inútil confiar en negociaciones con gente que, a la primera ocasión propicia, violaba sin vacilar la palabra empeñada. En cierta ocasión, al principio de la guerra, los oficiales de una compañía del regimiento Cauca fueron invitados a comer por los oficiales pastusos cuyas líneas se hallaban situadas a dos leguas de distancia; los colombianos aceptaron la invitación; excepto un inglés de nombre Brown, que a la sazón se hallaba enfermo. Terminada la comida uno de ellos oyó que un pastuso, en voz baja decía a su compañero que le provocaba quedarse, como parte de su botín, con la chaqueta del capitán que llevaba tanto oro en los galones. Al oír esto el colombiano, seguro de que alguna traición se preparaba, echó manos a la espada, listo a la defensa, y alertó a sus camaradas para tratar de abrirse paso por entre sus falsos huéspedes. Siguiose lucha a muerte, pero habiendo acudido gran acopio de pastusos en apoyo de sus compañeros, todos los colombianos fueron acuchillados al final de una heróica lucha. Se llamaba Pinzón el capitán de compañía que fue el primero en desenvainar el sable y que logró dar muerte a tres pastusos antes de caer cubierto de heridas.

Según relatan algunos viajeros, la provincia de Pasto presenta ahora imagen desolada de lo que fue la más feroz de las guerras civiles. Dicen que sólo ven por todas partes las ruinas de casas y de aldeas. Las granjas y estancias, antes esmeradamente cultivadas, se hallan desiertas y casi toda su población o ha muerto o se ha expatriado. A gran número de los que cayeron prisioneros se les envió a Venezuela, Cartagena y Panamá, donde el ardiente clima se encargó de poner fin a la carrera de estos seres supersticiosos y alucinados, nacidos en un clima más frío aun que el de Popayán. Antes de la guerra se cosechaba el trigo en abundancia, la mayor parte del cual se enviaba a Popayán y al Valle del Cauca, disfrutando los campesinos de relativa holgura.

Noviembre 18. Mr. Cade y yo, en compañía de nuestro gentil y digno amigo, el Obispo, fuimos a visitar a la ilustrísima devota María Magdalena, abadesa de la Orden de la Encarnación, quien junto con las monjas y las novicias nos recibieron con exquisita cortesía. No es esta orden religiosa tan rígida como la del Carmen, antes por el contrario, puede considerársela bajo algunos aspectos como tranquilo retiro de las preocupaciones mundanales. Las oraciones no son allí un continuo rezo, los ayunos no son exagerados y las monjas pueden recibir frecuentes visitas de sus amistades. Una de ellas, mujer de gran inteligencia, de espíritu inquieto y vivaz, era hermana del sabio Caldas y cuñada del doctor Wallace. Podría afirmar que todas ellas tenían temperamento comunicativo y agradable conversación durante la cual nos hicieron variadísimas preguntas sobre el carácter y costumbres de las inglesas y los sistemas en que se las educaba.

El edificio del convento era muy amplio y antes de la guerra albergaba ochenta monjas regulares, fuera de las novicias y numerosas sirvientas y esclavas, al paso que ahora las monjas no eran más de veinte, cuya edad pasaba de los cuarenta sólo pude ver dos de una edad entre los dieciocho y los diecinueve, muy bonitas por cierto. Algunas de las novicias vestían hábito blanco con grandes velos que caían sobre el hombro en elegantes pliegues. Me parecieron figuras extraordinariamente atractivas. Este convento file fundado en 1593 por Agustín Coraña, oriundo de la provincia de Galicia en España, y obispo de Popayán en aquel tiempo. Pasando a la capilla, pudimos ver, exornando sus muros, un retrato del fundador y de dos de sus sucesores que habían sido muy dadivosos con la institución, dedicando fuertes sumas a hacerle reparaciones, pues abandonado por muchos años había llegado a quedar casi convertido en almas. Contaba el obispo que las monjas habían sido víctimas de temibles privaciones durante la guerra por habérseles hecho imposible percibir las rentas de sus haciendas, hasta tal punto de que, en más de una ocasión, hubieron de sustentarse por días seguidos tan sólo

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con las naranjas y limones del jardín. Se nos mostró tina corona de oro macizo tachonada de perlas, esmeraldas, rubíes y otras piedras preciosas, junto con algunas imágenes de santos vestidos de riquísimos arreos. Pues bien, ninguna de las monjas, aun en los momentos de mayor penuria y cuando casi morían de inanición, consistió en desprenderse de ellos. Al oír este relato el Obispo exclamó: "De haber sido yo quien se encontrase en tal predicamento habría dado buena cuenta de la corona y de todos los santos". A lo cual la Abadesa replicó festiva: "Mi querido Obispo, veo que Su Señoría se está volviendo hereje". Por el momento no se dio cuenta de que tenia dos a su lado. También se nos mostró una estatuita del Divino Salvador que se sacaba en procesión para implorar del cielo cambio de tiempo en épocas de lluvia o de sequía muy prolongadas. Y aquí el Obispo se gastó otra guaza: "Pero sucede siempre que cuando en la procesión se pide lluvia, empieza a calentar el sol y si se ruega porque venga el verano se desata tormenta de rayos y centellas". A esto la Abadesa contestó con nueva réplica que nos hizo reír a carcajadas. Continuamos otro rato en la cocina para oír cantar a una esclava negra con acompañamiento del órgano que ella misma tocaba, quedando sorprendidos de la belleza de su voz así como de su habilidad en la ejecución musical. Nos aseguró la Abadesa que la chica era por extremo inteligente y viva, dotada de gran talento para la música y que siempre salía con éxito en todo lo que emprendiera. En efecto, tenía la chica ojos animados, porte agradable y ágil y un cuerpo bien formado, si bien de sus facciones no podía decirse que fueran regulares. Muchas de las muchachas de buena familia hacen sus estudios en este plantel; las monjas pertenecientes a las familias de alta sociedad llevan velo negro, y blanco las de clase humilde.

Luego de hacer honor a algunas golosinas y limonadas con que nos obsequiaron, nos despedimos de la Abadesa y de las monjas, muy complacidos del afable trato que nos habían dispensado. Ya en la calle nos prometió el Obispo llevarnos al carnaval de dos o tres días con que el convento celebraba cada tres años la elección de Abadesa, añadiendo que la actual gozaba de tal popularidad entre las monjas que, a no dudarlo, sería re elegida. Y antes de pasar adelante no debo dejar de mencionar que mientras deambulábamos por el convento, echó de ver de pronto la Abadesa que Mr. Cade había desaparecido y envió inmediatamente una de las monjas a buscarlo. Lo encontró ésta a poco engolfado en agradable charla con una linda novicia, falta que le atrajo locuaz reprimenda en que la Abadesa le advirtió que jamás era permitido a las novicias comunicarse a solas con ningún joven; todo, desde luego, en tono benévolo y gracioso. El Obispo me susurró al oído: "Mejor tenerlo a la sombra, porque al sacarlo al sol, va y se derrite".

Se me refirió también ese día que un negro de aldeas vecinas había sido mordido por una culebra equis mientras cogía frutas silvestres subido en un árbol; que, por desdicha, no llevaba el antídoto consigo y que antes de llegar a la casa había comenzado a transpirar copiosamente, sintiendo que las fuerzas le flaqueaban, al punto de caer tendido en el camino donde se le encontró en estado preagónico. Nunca llegué a saber si había conseguido salvarse.

En uno de mis paseos por los alrededores de Popayán, estuve a punto de pisar una culebra larga y delgada, de color obscuro, que dormía atravesada en el sendero. La alcancé a descubrir cuando ya le ponía el pie encima y me retiré sobresaltado, no sin felicitarme de haber escapado a tiempo del peligro. Y como no llevaba arma alguna, opté prudentemente por dejar al bicho en tranquila posesión del sendero, dando más bien un amplio rodeo. Quienes transiten por selvas, llanos y sabanas deben tener siempre los ojos muy abiertos.

La ciudad de Popayán, capital antiguamente de la provincia del mismo nombre y ahora tanto de la provincia corno del Departamento del Cauca, República de Colombia, queda situada al sur, a 2º 27' de latitud norte y 73º 36' de latitud oeste, meridiano de París (según el Barón de Humboldt), al pie de la cordillera dominando una hermosa llanura; se halla flanqueada por dos ríos de escaso caudal, distinguidos con el nombre de Molino, el que corre por el lado norte y el de Egido, el que se descubre hacia el sur. Estos riachuelos desembocan una legua abajo de Popayán en el río Cauca que, torciendo allí su curso hacia el oeste, va a fecundar las ubérrimas llanuras del hermoso y dilatado valle que lleva el mismo nombre.

Como atrás quedó dicho, el clima de Popayán es verdaderamente delicioso, sin que jamás se sienta calor asfixiante ni excesivo frío. Son meses de lluvia octubre, noviembre, parte de diciembre y luego abril y mayo; pero aún en estas épocas, rara vez comienzan los aguaceros que se prolongan, eso sí, hasta la madrugada siguiente, antes de las dos o tres de la tarde. En parte alguna del mundo me había sido dado presenciar chubascos acompañados de truenos y relámpagos como los que se desatan en Popayán durante la temporada lluviosa. El ruido de los truenos es tremebundo y medroso, ampliado por el eco que repercute en las montañas

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de los Andes. Los relámpagos son deslumbradores y rara vez ha transcurrido un año sin que algunos de los habitantes hayan sido heridos de muerte por los rayos. Precisamente la Abadesa del convento del Carmen había sido una de las víctimas. El doctor Wallace me contó que al llegar a prestarle auxilio médico la había encontrado ya muerta y añadió, que en su opinión, el fluido eléctrico era atraído por las partículas metálicas en que abundan las montañas vecinas.

A corta distancia de Popayán se hallan situados los páramos de Puxana y Soltana, desde donde se divisa sublime panorama, alcanzándose a ver en las horas matinales la cordillera de Chicquio que se pierde a gran distancia en el oeste. Cerca de una legua al norte de la ciudad se cruza el río Cauca, por esbelto puente construido y costeado por un rico español que había hecho fortuna en el negocio de farmacia. El donante tuvo buen cuidado, naturalmente, de obtener del gobernador privilegio para cobrar pontazgo a los viandantes. Del Valle del Cauca se envía a la capital azúcar arroz cacao, etc. y los labriegos indígenas de las montañas la proveen de maíz, plátanos, hortalizas, etc. Antes de la guerra se desarrollaba un activo tráfico por la vía de Popayán entre las provincias de Quito, la de Pasto, el valle del Patía y otras poblaciones de esos circuitos. Los principales artículos que se llevaban a Popayán de esos lugares consistían en bayetillas y toscas telas; de Quito venían ruanas y capas; de Pasto lanas, y pimienta del valle del Patía. Antes de la guerra se traía ganado de la provincia de Pasto, pero terminada ésta se sacaron de allí, para enviarlas luego al Valle del Cauca, 8.000 reses, como sanción punitiva a los pastusos por su obstinada resistencia al Gobierno de Colombia. Popayán tiene un colegio con dos profesores: de gramática el uno y el otro de filosofía, fuera, naturalmente del rector y su vicerector. También tiene una catedral destinada actualmente a iglesia parroquial hasta tanto pueda reconstruirse la antigua. Habia cuatro monasterios: los de San Francisco, Santo Domingo, San Agustín y San Caucias; dos conventos de monjas: el del Carmen y el de la Encarnación; pero de todos ellos sólo queda el de San Francisco, pues los otros fueron clausurados por ley que dictó el Congreso de Cuenca en 1821. Entre los edificios importantes hay, además, otras dos iglesias llamadas de Belem o la Ermistad y la casa consistorial, donde se reúne el cabildo compuesto de doce concejales, dos alcaldes ordinarios, un abogado y un magistrado.

La plaza principal de la ciudad presentaba aspecto desolado, pues la catedral se hallaba en ruinas y algunas de las mejores casas con fachada hacia ella fueron abandonadas por sus dueños durante la guerra o convertidas en cuarteles. En alguna ocasión me refirió el doctor Wallace cómo había presenciado la gran serenidad y corajudo arrojo de un sargento colombiano al ser atacada la ciudad por los españoles: las tropas colombianas fueron tomadas por sorpresa y un piquete de caballería cargaba contra los soldados que se sostenían en la plaza, cuando un coronel español se abalanzó a galope sobre un sargento, quien ofreció rendirse si el coronel le perdonaba la vida. Viendo, sin embargo, que el coronel echaba mano a la pistola para ultimarlo allí sin duda, rápido como un relámpago arremetió contra el y de un tremendo lanzazo, traspasándole la capa, consiguió hacerle una herida, aunque leve, en un costado. Amedrentado el español saltó del caballo, del cual se apoderó el sargento prestamente, escapando a galope tendido y quedando dueño de un buena cabalgadura con todos los aperos del coronel. En esta misma refriega otro sargento colombiano a quien la habilidad y cuidado del doctor Wallace había curado de gravísima herida, fue fusilado luego con refinada crueldad por los españoles.

Los empleados de la administración pública son el administrador de la renta de tabaco, el jefe de la aduana y el director de correos. La escuela lancasteriana que visité con el Gobernador funciona en la capilla del antiguo seminario. El traje de las mujeres de la clase media, confeccionado con buen gusto, ostenta vistoso colorido. Consiste generalmente en una falda roja con orlas bordadas, corpiño blanco guarnecido de cinta y faralás y ciñen la cintura con una banda de algodón tejida en vados colores. El cabello lo llevan trenzado a veces, ensortijado en ocasiono y siempre adornado con flores artificiales.

Días antes de partir de Popayán, Mr. Cade salió de caza con algunos caballeros amigos suyos a unos campos distantes algunas leguas de la dudad. La partida resulto animadísima y lograron abatir tres venados. Caída ya la tarde se hicieron servir en la casa de una granja que por allí había, el fiambre que se les había enviado de Popayán.

Mr. Cade pudo admirar el magnífico disparo con que un negro que iba a caballo logró matar un gamo que escapaba en velocísima carrera. La bala atravesó la cabeza del animal, que dio un salto en el aire y cayó instantáneamente muerto. Los cazadores nos enviaron parte de la carne obtenida, la cual resulto flaca e insípida como la de los venados de la Sabana de Bogotá.

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En la costa del Pacifico se encuentra un marisco del cual se extrae un tinte púrpura, igual casi en brillo a la de Tiro y cuyo color nunca destiñe. Para obtener la sustancia colorante se saca parcialmente el animalillo de su concha y haciéndole la presión deja escapar parte de la tintura purpurina. Tal operación puede repetirse varias veces han que el marisco muere por la perdida del fluido que le es vital.

Impaciente estaba ya por partir de Popayán, aunque las lluvias no habían cesado del todo y los caminos se hallaban todavía en pésimo estado, pero el Obispo nos instó a que permaneciéramos dos o tres días más para ver una comedia que iban a representar las monjas de la Encarnación con motivo de la reelección de su abadesa.

Con Mr. Cede fuimos el 21 de noviembre al convento, donde nos recibieron con su habitual cortesía el Obispo y la madre Abadesa, quien para aquella ocasión lude sus hábitos de gala.

Por su parte, algunas de las monjas vestían ya los disfraces de los personajes que iban a representar en la comedia y tan transformadas estaban con su nuevo arreo que ni Mr. Cade ni yo hubiéramos podido reconocerlas. Felicitamos calurosamente por su reelección a la Abadesa, quien se mostraba radiante de alegría, trabajando afanosa y activa para que la fiesta saliera avante con todo lustre y brillo.

Los sirvientes y los esclavos llevaban ostentosos atavíos y se aprestaban a representar en el patio una comedia cuyo argumento era una batalla librada entre moros y españoles. A las dos de la tarde se dio principio a la representación colocándose los actores divididos en dos campos contraltos, cada uno con su general a la caben; era comandante de la fuerza mora la chica mulata que tan bien había tocado órgano en la capilla. Luego de pronunciar encendidos discursos y lanzarse mutuamente enconados reproches, se trabó reñida lucha, armados los contendores con espadas de madera; huelga decir que los cristianos obtuvieron completa y aplastante victoria sobre los infieles. Nos condujeron enseguida a una amplia sala contigua a la capilla, donde se había arreglado con gran propiedad un teatro con las sillas para los espectadores colocadas a conveniente distancia del escenario. Ocupó el Gobernador el centro, al Obispo y a mí nos acomodaron a su derecha e izquierda, respectivamente, y al resto de la concurrencia más atrás, en filas de butacas. Autora de la comedia era una monja hermana de Mrs. Wallace. Tanto las monjas como las novicias representaron su papel a maravilla, especialmente la autora, quien durante todo el sainete nos hizo reír a mandíbula batiente. El juguete cómico ponía en escena la serie de dificultades que tuvieron que arrostrar las monjas durante la guerra civil. Los pasos más divertidos eran sin duda lo diálogos entre la abadesa y el mayordomo de las fincas pertenecientes al convento, quien, para poder percibir las rentas y proporcionarles el sustento diario recurre a los más divertidos expedientes, logrando al fin, a fuerza de ingenio, allanar todos los obstáculos. Terminada la representación se bailaron con gran deleite nuestro, boleros y otras danzas españolas, todo lo cual terminó con una merienda de confitería, frutas, vino, etc.

Luego de presentar nuestros agradecimientos a la Abadesa y sus compañeras por todas sus amabilidades, nos despedimos muy contentos de haber pasado una tarde tan agradable y divertida. Empleamos el día siguiente en dar el adiós a todos los buenos amigos de Popayán y emprendimos finalmente camino hacia el Valle del Cauca el 23 de noviembre, acompañados durante corto trayecto por don J. Mosquera, el doctor Wallace y otros caballeros.

Nos habíamos alejado de Popayán apenas tina legua cuando, con sorpresa, Vimos recostado contra el pretil del puente sobre el Cauca al muchacho Joaquín, el mismo que, mientras residimos en Popayán, comía con la servidumbre y ayudaba a los criados en la compra de víveres, etc.

Como le preguntáramos qué era lo que allí hada, nos contestó que estaba decidido a ir a Bogotá y después a Inglaterra, pues tenía gran deseo de conocer ese país; fuera de que en su casa lo trataban muy mal desde que su madre viuda se había vuelto a casar con otro. Al consultar con Mr. Cade qué podríamos hacer con el muchacho, decidimos que montara una de las mulas de carga y siguiera con nosotros. A la sazón, Joaquín llegaba a los doce años de edad. Vive ahora conmigo en Inglaterra, ha resultado un chico excelente y habla el inglés a maravilla. Su aspecto es inteligente y agradable, con los ojos grandes y negros del indígena y la regularidad de facciones del europeo.

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La primera jornada en nuestro viaje fue dura y penosa, pues no cesó la lluvia en todo el día y los caminos, como era de esperarse, se encontraban casi intransitables. Tan resbaladizo estaba el terreno que mi mula al trastabillar, dio conmigo en un lodazal que me dejó cubierto de barro. Cayendo ya la tarde, estuve esperando largo tiempo a Mr. Cade y las mulas que cargaban el equipaje, pero como no aparecieran por parte alguna, decidí seguir adelante hasta la hacienda de Pendamón, situada a cinco leguas de Popayán, donde se me había recomendado pasar la noche. El dueño nos acogió gentilmente en su casa y envió dos de sus peones en busca de Mr. Cade, quien llegó finalmente a eso de las ocho de la noche. Extraviado en el camino había llegado a la casa de un sacerdote quien lo invitó con insistencia a que se apeara y tomara algún refresco para continuar luego su viaje con un guía que él podía proporcionarle y que lo conduciría hasta la hacienda de Pendamón. El camino que ese día recorrimos se ceñía a la cordillera que caía a nuestra derecha y más de una vez pudimos columbrar el Puracé cubierto de nieve. Nos fue muy difícil vadear algunos de los riachuelos enormemente crecidos entonces debido a la constante lluvia, y hasta temí verme obligado a suspender el viaje si ésta no amainaba en pocos días.

Partimos de Pendamón el 24 a las siete de la mañana y gozamos de buen tiempo hasta llegar a una choza solitaria a cinco leguas de Pendamón. Pocos momentos después se desataba torrencial aguacero que duró toda la noche. El equipaje llegó tres horas después de nosotros y, como es de suponer, tanto éste como los arrieros venían hechos una sopa. Durante esta época del año los viajeros emprenden camino a la madrugada para estar ya bajo techo antes de que empiece a llover a medio día. No encontré casa ni choza alguna durante la jornada, no obstante que bellos bosques y dehesas naturales con pastos suficientes para apacentar grandes hatos de ganado o rebaños de ovejas, brindaban gran oportunidad al establecimiento de colonos. El alojamiento que se nos pudo ofrecer era por demás incómodo, pero los humildes dueños de la casucha hicieron lo que estaba a su alcance para hacer campo donde pudiéramos colgar nuestras hamacas, al propio tiempo que nos conseguían gallinas y huevos. Desde que dejamos a Popayán habíamos venido descendiendo gradualmente hasta encontrar un clima, aunque siempre agradable, tres o cuatro grados más caliente que el de la capital.

Durante la jornada encontramos el terreno tan deleznable al subir y bajar por las montañas que cada rato, al resbalar las mulas cayendo sobre los cuartos traseros, se deslizaban por trayectos de treinta y hasta cuarenta yardas antes de poder incorporarse, debiendo hacer el jinete gran esfuerzo por mantenerse sobre las ancas del animal dejándole libre la cabeza. En las subidas las mulas hacían vano esfuerzo para aferrarse al suelo con las patas delanteras e impedir un resbalón. La única fortuna fue que no hubo huesos rotos.

Partimos bien de madrugada cruzando por fértiles campos donde no vimos habitaciones por parte alguna. De camino tropezamos con unos arrieros negros que conducían a Buga unas mulas cargadas con el equipaje de un comerciante colombiano, quienes se divirtieron de lo lindo lanzando bromas y cuchufletas a grito herido al ver a Edle, mi cocinero, cuyos nervios no estaban hechos para el ejercicio de patinar a lomo de mula, bajando a gatas por los resbaladeros. Y a fe que resultaba irritante ver aquellos negros montar sus mulas por estos desfiladeros con tanta sangre fría y aplomo como si se tratara de una alegre cabalgata por calzadas europeas. La práctica continua desde temprana edad les había avezado cuerpo y nervios a este peligrosísimo ejercicio; fuera de que, ágiles como eran y desnudos como andaban, les era fácil, si caía la mula, saltar de la montura en un instante, poniéndose a salvo sobre sus propias piernas. Decían las gentes hospedadas en la cabaña donde pasamos la noche que la montaña cercana abundaba en venados, y que se veían también con frecuencia leopardos manchados y gatos monteses, pero que las gentes de la región no eran aficionadas a la caza, y sólo de cuando en vez los indios de la serranía venían a practicar ese ejercicio. Al terminar la jornada nos hallábamos cerca de las montañas de Pitoya, donde se consigue la mejor quina de América, sintiéndome contrariado de que la premura del tiempo no me permitiera ir allí para reconocer y examinar los árboles que producen la corteza.

Al promediar la tarde llegamos a la hacienda de Mondono, situada en un plano suavemente inclinado donde el río del mismo nombre, que, tres leguas más abajo, desembocaba en el Cauca, se desliza serpeando al pie de la montaña. Vi allí por primera vez dos bellos periquitos no más grandes que el gorrión ordinario, de azul claro el pecho, la cabeza roja y la espalda verde brillante. Me provocó mucho poder llevar conmigo dos de estas aves, pero hube de desistir al advertirme la gente comarcana que estos pajaritos no podrían sobrevivir encerrados en una jaula, porque eran "muy bravos". Sólo había en esta hacienda unas pocas chozas destartaladas y una capilla en el mismo estado. Antes se habían establecido en ella por algún tiempo esclavos que traían arena

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aurífera de los cerros vecinos para extraer el mineral lavándola en el río Mondono, pero en la actualidad sólo permanecían algunos de ellos de aspecto por demás lamentable y desastroso.

Al pasar por allí los españoles, meses antes habían arramblado con ovejas y ganado para vengarse del dueño de la hacienda que era un popayanejo decidido y patriota. Se llevaron también diecisiete de los mejores esclavos para emplearlos como sirvientes en su brigada. También oí decir que los chapetones o españoles mataban las bestias para aprovechar la lengua únicamente.

Encontramos en Mondono al comerciante colombiano cuyos esclavos se habían divertido tanto a expensas de nuestro cocinero. Había salido de Barbacoas algunos días antes. Durante el tiempo que estuvo alojado con nosotros, me relató nuevos pormenores que ampliaban los que yo ya conocía acerca de la valerosa actuación del coronel Mos-

quera, como que, por casualidad se hallaba en el lugar de los acontecimientos y pudo ayudar a la defensa de la casa al atacarla Agualongo.

El comerciante me pareció hombre inteligente y pude obtener de él informaciones muy útiles respecto del Valle del Cauca al propio tiempo que, con gran contento mío, vaticinaba que la estación lluviosa tocaba a su fin y que encontraría seguramente muy mejorado el camino hasta Buga. Al emprender camino al día siguiente, se pos mostró una posición atrincherada ocupada de tiempo atrás por un destacamento de tropas colombianas. Desde ella se dominaba el paso de un puente tendido sobre un río torrentoso y el acceso a las baterías que la defendían sólo podía hacerse escalando rocas abruptas y escabrosas. La elección de esta posición para fortín militar demostraba que los jefes colombianos sabían aprovechar con pericia las modalidades del terreno para organizar un sistema de defensa. Todavía podían columbrarse en la altura las casetas que formaran el antiguo campamento.

Salimos de Mondono el 24 de noviembre, y no bien habíamos recorrido dos leguas cuando, montado a caballo, nos salió al encuentro un criado del señor Arboleda, quien vivía en Capio, Valle del Cauca, y me enviaba una esquela en que me invitaba con mucha gentileza a pasar dos o tres días con él en su casa de campo. A poco del encuentro con el mensajero, empezamos a trepar por la loma desde cuya cima pudimos admirar el grandioso panorama que nos presentaba el bello y extensísimo Valle del Cauca, cruzado por el río que lleva el mismo nombre, con la ciudad de Cali en lontananza al pie de la cordillera. Perpendicularmente bajo el sitio que

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ocupábamos estaba situada la población de Killacho a la entrada del valle, la cual aparecía como cercada por la Cordillera de los Andes. Nos detuvimos por espacio de un cuarto de hora para deleitar la vista en la contemplación de esa llanura ilimite, dando oído a la interpretación y explicaciones que de las distintas peculiaridades del paisaje nos hacía el criado del señor Arboleda. Con Mr. Cade saboreamos anticipadamente el placer de viajar por este delicioso valle que siempre nos habían descrito los amigos de Bogotá y de Popayán como el paraje más bello de Colombia. Al pasar por el pueblo de Killacho me detuve a visitar a una hermana del señor Hurtado, ministro de Colombia en Inglaterra, quien nos recibió afablemente y nos ofreció algunos refrescos. Ya en Popayán me había informado el coronel Palma que la señora Hurtado poseía una rica colección de curiosidades indígenas y abrigaba yo la esperanza de poder comprarle algunas; mas posteriormente pude saber que tal informe no había sido exacto. La señora Hurtado nos mostró una buena cantidad de oro en polvo, extraída, a lo que creo, de las minas de su propiedad en la comarca vecina.

Continuando nuestro camino, tuve la mala suerte de caer con la mula que montaba en un fangal profundo sin más remedio que apearme en pleno cenagal causando hilaridad incontenible a mi secretario, criados, arrieros, etc., quienes se divertían de lo lindo al ver al patrón haciendo verdadero el proverbio de que "si quieres sacar los pies del barro, más te clavas". Consiguieron al fin los arrieros sacarme del charco donde por poco dejo botas y espuelas, y la pobre mula, ya aligerada de algunas arrobas de peso, pudo fácilmente lograr terreno firme; quedando eso sí, cabalgadura y caballero en la más triste figura que imaginarse pueda, cosa que me proporcionó gran desagrado como que debía hacer mi debut ante el señor Arboleda, personaje de elevado predicamento y alcurnia en esta parte del valle. Poco después, al intentar el paso de un riachuelo vimos un culebra de gran tamaño que nadaba hacia nosotros y que, al llegar a la orilla, se detenía con la cabeza y parte del cuerpo fuera del agua como en actitud de vigilar nuestros movimientos. Pude ver entonces la cruz negra que le marcaba el cuello y deducir que el reptil allí apostado pertenecía a la familia de serpientes llamadas equis. Un negro que pasaba por allí en aquellos momentos convino en tratar de matarla si le pagaban un peso. A tal intento desanduvo un trecho de camino para cortar con el machete una guadua bien larga y gruesa, y así armado, se aprestó a atacar a la culebra que había permanecido sin moverse en la posición descrita, con los ojos fijos sobre nosotros. Al aproximarse el negro, sacó el reptil la lengua bífida irguiéndose en el agua a mayor altura, listo a lanzarse sobre su enemigo; ante cuya actitud retrocedió el negro algunos pasos diciéndome que no le atrevía a atacarla en tal posición. Así estuvieron casi inmóviles el negro y la serpiente por espacio de dos o tres minutos, cuando de repente, la equis giró sobre sí misma para alcanzar nadando la orilla opuesta del río. Apenas vio el negro que el ofidio volvía la cabeza, se abalanzó a la orilla, y le asestó con la guadua tres garrotazos que lo dejaron tendido boca arriba hasta que, el negro, repitiendo los golpes, logró matarla. La serpiente media seis pies de largo. El negro se apresuró a presentármela ensartada en la guadua, mostrando mucha satisfacción por su victoria, la cual subió de punto al recibir la recompensa ofrecida.

Más allá de Killacho encontramos el camino casi intransitable a través de marismas y pantanos donde nuestras cabalgaduras hundían las patas hasta la rodilla a cada paso; cuando nos hallábamos en tales dificultades y en el momento en que me esforzaba por salir de un profundo bache, llegó el señor Arboleda con un amigo suyo y, después de identificarse, en lenguaje expresivo y afable nos invitó a pasar dos o tres días siquiera en su residencia campestre llamada el Capio situada a legua y media de Killacho. Añadió que lo disculpáramos por el mal estado en que se hallaban los caminos, lo que se debía a su prolongada ausencia durante la guerra, cuando se vio obligado a dejar todo abandonado al saqueo de los españoles.

A corta distancia de Capio, el señor Arboleda me señaló una cadena de montículos de greda rojiza de la que sus esclavos lavaban la arcilla aurífera para extraer el polvo de oro, y añadió que, si no teníamos inconveniente, tendría mucho gusto en llevarnos el día siguiente a presenciar los procedimientos de explotación. Más tarde, al continuar nuestro viaje por el Valle del Cauca volvimos a ver los montículos de greda aurífera que se extendían a nuestra derecha por trayecto de muchas leguas. El señor Arboleda afirmaba tener entonces en sus fincas del Valle del Cauca y en el Chocó 800 esclavos, cuya mayor parte trabajaban en el lavado del polvo de oro.

Al llegar a Capio fuimos presentados a la señora de Arboleda, dama joven y elegante, hija del señor Pombo, director de la casa de Moneda de Popayán, y sobrina del general Conde O'Donnel, entonces al servicio del gobierno español. No pudo menos de sonreír la señora de Arboleda al verme completamente emplastado de barro como estaba y anotó que, en verdad, los caminos de su país tenían que pasar por muy malos, especialmente a los ingleses, que disfrutaban en su patria de magnificas calzadas. Luego de tomar un baño y cambiarnos de ropa, nos sentamos a la mesa donde, en vajilla de plata maciza y porcelana francesa, se nos

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sirvió una comida exquisita, con lo cual echamos en olvido las penalidades sufridas. Es más, se convirtieron éstas en tema de diversión al paladear los añejos vinos españoles del señor Arboleda.

Pudimos apreciar la inteligencia e ilustración de los esposos Arboleda. Ya me habían mencionado al marido en Popayán como hombre de vastas capacidades que había consagrado enorme esfuerzo para enriquecer sus conocimientos por medio de los libros.

En una sala que llamaba su estudio, tenía una rica biblioteca de autores franceses, ingleses, italianos y españoles, muchos de los cuales había adquirido recientemente en Lima, a donde fue enviado en misión diplomática por el Gobierno colombiano junto con su primo el señor J. Mosquera. Durante la guerra de independencia, cuando Morillo había ocupado casi la totalidad del territorio colombiano, los esposos Arboleda hubieron de sufrir grandes penalidades. Por dos años buscaron refugio en las selvas y cavernas de sus haciendas en el Chocó donde mitigaron en parte sus sufrimientos las atenciones y buen trato que recibieron de sus esclavos, lo que demuestra el buen amo que había sido para ellos.

En alguna ocasión en que el señor Arboleda fue tomado prisionero por los españoles y enviado a Bogotá, al comparecer ante el general español Morillo, la primera pregunta que éste le dirigió fue la siguiente: "¿Es usted doctor en derecho? A lo que Arboleda contestó inmediatamente "no". Tiene usted suerte en no serlo, replicó Morillo, porque de otro modo, lo habrían fusilado antes de veinticuatro horas, porque para mí son la ralea de legistas y abogados el foco de todas las agitaciones y rebeldías; y aunque sé que usted está casado con una sobrina del general O'Donnel, de nada le hubiera servido tal alianza para el caso".

Antes de la guerra de independencia, pastaban 10.000 reses en la hacienda de Capio número que quedó reducido a una décima parte, pues los españoles continuamente imponían contribuciones hasta de cuatrocientas cabezas cada una, y si la entrega se demoraba, se propinaban al mayordomo Cien o doscientos estacazos como pena a la renuencia. Nos aseguró el señor Arboleda que antes de la lucha emancipadora pastaban en el Valle del Cauca no menos de un millón de reses, al paso que ahora apenas podrían encontrarse 200.000 en toda la provincia.

Al entrar a la alcoba que se me destinara, quedé pasmado ante el exquisito primor del decorado con que todo estaba, y el lujo de los artículos de tocador que sólo gastan las familias más ricas de Europa y que nunca esperé encontrar en el remoto aunque bellísimo Valle del Cauca. Servían de dosel al lecho cortinas a estilo francés, ornadas de flores artificiales, y en una consola se veían frascos de agua de colonia, jabón de Windsor, aceite de Macassar, "creme d'amendes améres", cepillos, etc. Dormí profundamente en mi lujosa cama que bien podía considerarse por todo aspecto como un lecho de rosas. Temprano a la mañana siguiente, un criado entró a anunciarme que el baño filo estaba listo. Todo aquello me parecía cosa de ensueño mágico o encantamiento y me sentí como un héroe de las Mil y una Noches transportado por los aires a un palacio; tan mezquinos habían sido los alojamientos y tan pobre la mesa de que había podido disfrutar durante mí viaje. El buen gusto con que todo estaba dispuesto en aquella casa daba alta idea del refinamiento de nuestra huéspeda y debo confesar que nunca había encontrado en Colombia nada que pudiera parangonarse con aquella morada.

Después del almuerzo el señor Arboleda nos propuso una excursión a caballo hasta uno de sus montículos auríferos distante una legua, para mostrarnos los procedimientos que se emplean en el lavado de oro. Encontramos al llegar doce negras bonitamente vestidas de falda blanca con adornos azules y tocadas con sombreros de anchas alas. Se hallaban atareadas lavando en sus bateas la tierra extraída, para dejar en limpio el polvo de oro mientras los negros se dedicaban a acarrear la arcilla roja hasta la orilla de la acequia. Procedió entonces a explicarme el señor Arboleda el sistema que ponen en práctica los negros para separar la tierra y las partículas silíceas del polvo de oro, lo cual, en el departamento del Cauca al menos, se hacía por un procedimiento muy sencillo. Debido a una larga práctica, los negros, al examinar la tierra, verifican inmediatamente si contiene oro en cantidad suficiente. Buen número de ellos se dedican a remover la tierra y pulverizarla arrojándola luego al cauce de una acequia que pasa por el pie del cerro en explotación. El oro entonces, por su mayor peso cae al fondo, mientras las partículas más livianas son arrastradas por el agua cuya corriente está regulada de manera que conserve siempre la misma velocidad. Las mujeres se ocupan entonces de sacar fuera las partículas pétreas que queden.

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El canal o acequía corría por un cauce excavado profundizando hasta la tercera capa de tierra llamada peña, constituida por roca no muy dura que permitía mantener tersos y lisos así el fondo como los lados, de manera que el oro no se fuera a perder en las grietas. Después de sacar los guijarritos que puedan quedar y cuando el agua ya ha arrastrado la tierra, queda en el fondo de la acequía el polvo de oro mezclado con partículas muy pequeñas de piedra, arena y algo como limaduras de hierro, todo lo cual se recoge en grandes recipientes de madera. Las mujeres toman de esta mezcla la cantidad que les quepa en la batea y la agitan diestramente sumergida en el agua apenas hasta el borde, hasta que, removida toda substancia extraña, sólo queda en el fondo polvo de oro mezclado con arena muy fina. Como ésta arena es muy menuda y de un peso específico mayor que el del agua, para hacer Esta más densa, los mineros le agregan el zumo de cierta hierba que casi siempre se encuentra en la cercanía de las minas, y con tal expediente consiguen separar la arena del oro, siguiendo el procedimiento que en seguida se describe:

Colocan el mineral en una palangana o perol hecho de cuero, Inclinado levemente sobre una de las bateas, y vienen luego, pocos poco, y suavemente el zumo de la yerba sobre el residuo de arena y oro, con lo cual la arena queda en la batea y el polvo de oro pasa a la palangana de cuero. Entonces, valiéndose de un tizón encendido, una negra se encarga de secar cloro, pasándolo después a un papel. Tal es el procedimiento empleado en el laboreo de las minas del señor Arboleda. Una anciana esclava negra me presentó el papel cubierto de polvo de oro que acababa de obtener, en medio de las aclamaciones de los negros que repetían en coro "viva el señor Arboleda", el cual les repartió un puñado de monedas de plata. Por mi parte les hice obsequio también de algunas piezas de oro, de forma más sólida y tangible que el polvo que ellos acababan de extraer. Los negros trabajaban en las minas cuatro días de la semana para el señor Arboleda y para sí los dos restantes. A los casados se les daba un rancho con una pequeña parcela para labrar, sin cobrarles arrendamiento. Por lo que pude ver, creo que estos esclavos gozan de mayor bienestar bajo su actual patrón, al menos, que los trabajadores de algunos países europeos. Tanto hombres como mujeres parecían disfrutar de espléndida salud sin que faltaran mocetones de bellas formas y aire animoso y jovial. Antes de mi visita a la finca del señor Arboleda, me habla hundo un concepto muy distinto de la vida que tengan que llevar los esclavos dedicados al laboreo de las minas de oro. Es verdad que los negros deben pasar largas horas expuestos a los rayos del sol, pero tal cosa que sería fatal para los europeos, no hace mayor daño a los africanos. Siendo las dos de la tarde, el termómetro marcaba a la sombra 79º F. La mina se llamaba San Vicente de Quiramays.

Cultivaba el señor Arboleda un bello jardín dispuesto en arriates regulares con gran variedad de plantas y flores y cercado por cipreses que había traído del Perú. Años atrás había establecido una fábrica de tejidos de algodón en los suburbios de Popayán. Pues bien, apenas lo supo el Virrey en Bogotá, dio orden terminante de ¡desmantelarla y acabar con ella! Tiene la hacienda de Capio siete leguas españolas de contorno, y al decir de su dueño, alcanzan algunas otras en el Valle del Cauca extensión mucho mayor.

Al estallar la guerra, los esclavos de la provincia del Cauca, casi sin excepción, abrazaron la causa española; pero más tarde la proclamación de independencia hecha por el Congreso los atrajo al movimiento patriota.

Al volver a Inglaterra me causó gran pesadumbre saber por el señor Hurtado que un hermano menor del señor Arboleda había debido regresar a Colombia por su mal estado de salud. Había tenido la fortuna de relacionarme con él en Bogotá y supe más tarde que había viajado a mi país con el principal propósito de aprender bien la lengua inglesa.

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PARTE 7 – 28 DE NOVIEMBRE A 21 DE DICIEMBRE

Nos despedimos de los esposos Arboleda el domingo 28 de noviembre, después de haber pasado dos días agradabilísimos con ellos. El señor Arboleda me regaló un mapa del departamento del Cauca, hasta la costa del Pacífico, levantado por el mismo, y que publico con estos escritos con valedera razón para creerlo exacto. Nuestro huésped nos acompañó por espacio de una legua, dejándonos un baquiano que nos guiara el resto del camino que, por hallarse intransitable en algunos pasos, hacía indispensable tomar por atajos sólo conocidos de los habitantes de la comarca.

Había entrado ya el buen tiempo y fue una delicia cabalgar por el hermoso valle las cinco leguas que nos separaban de la hacienda de Quebradaseca. Pasamos la noche allí al pie de la cordillera que separa el Valle del Cauca de la provincia de Neiva y de la cual descienden numerosos arroyuelos de agua más pura que el cristal. Para cruzar el río Pelo hay que valerse generalmente de canoas, pero nosotros conseguimos vadearlo a caballo. Nos aseguró el guía que el cauce de todos estos riachuelos contenía polvo de oro y que también se conseguía del lavado de las arenas del Cauca.

Ocupa la hacienda de Quebradaseca un bello paraje flanqueado por dos arroyos cristalinos que se deslizan a poco más de un centenar de yardas de la casa, la cual tiene por fondo altos y tupidos bosques y en frente anchas dehesas donde pacen numerosos ganados. Desde el (portal) de la casa se divisan nítidamente los conventos, las iglesias y las casas blancas de Cali y, tras la cuidad, en lontananza, la majestuosa cadena de montañas que separan el valle de las comarcas que caen al lado del Pacífico. Desde la parte opuesta (trasera) se columbran las montañas que tuvimos a nuestra derecha durante la última jornada. Al llegar, nos dijeron los esclavos que su amo se había ausentado por uno o dos días y se negaron a vendernos un par de pollos que deseábamos asar para la comida, pero como no habíamos llevado provisiones de boca y pudimos ver que el solar estaba colmado de gallinas, nos decidimos a matar un par de ellas para pagar después su precio. Mientras mis criados corrían tratando de cogerlas, se presentó el dueño de casa quien, a lo que pudimos colegir, se hallaba a nuestra llegada, durmiendo la siesta, y, como le relatáramos la clase de trato que habíamos recibido de sus esclavos, se apresuró a condenar su conducta y a ordenar que nos desplumaran dos buenos pollos. Pudimos darnos cuenta, con todo, que no daba tal orden de muy buen humor si bien a poco pudimos conquistar su amistad y nos condujo a su huerto, donde nos mostró un árbol de canela ya de veinte años, algunas hermosas matas de tabaco y un arbusto cargado de unas frutas grandes y redondas con cuya cáscara se fabrican las totumas que hacen las veces de escudilla para la gente del pueblo. También ordenó a uno de sus sirvientes coger alguna cantidad de habichuelas, las primeras que vi en Colombia, y preparárnoslas para la comida. Al penetrar en las arboledas que rodeaban la casa, recibimos la visita de las amistades que, tiempo atrás, habíamos hecho en el Magdalena, tales corno el mico rojo, los guacamayos de plumaje escarlata y los loros verdes, lo que demostraba que de nuevo entrábamos a clima tropical, aunque el calor no era sofocante, debido a la fresca brisa que soplaba de las montañas. Nuestro casual huésped nos proporcionó abundante y minuciosa información respecto de los cuadrúpedos y aves del Valle del Cauca, afirmando que, por lo menos, había siete clases diferentes, así de loros como de guacamayos. El plumaje de algunos de estos últimos era amarillo en el pecho, en las alas y en la cola, y rojo en la cabeza. En la llanura abundan los ciervos y venados, los pavos salvajes, las perdices y una especie de guaco. Dos meses antes, con ayuda de sus esclavos, nuestro huésped había logrado matar un oso negro cuya carne, bien asada, consideraba él de gusto delicioso.

Durante la ocupación del Valle del Cauca por los españoles, se había visto obligado a buscar refugio en las montañas donde sufriendo penalidades increíbles, estuvo varias veces a punto de perecer de hambre. Los españoles le robaron 5.000 pesos y mataron o se llevaron todo el ganado que hallaron en la hacienda. A pesar de este saqueo, se podía conseguir carne de excelente calidad a tres centavos la libra. En las horas de la tarde vimos a los esclavos enlazar con singular destreza un toro que, a las dos horas, ya tenían desollado, descuartizado y repartido entre los esclavos de la hacienda, labor toda realizada a campo abierto. Como ración para todo el mes, se daba a cada esclavo una arroba (25 libras).

Todas las haciendas del valle tienen su capilla y un capellán que celebra la misa para los negros, y los oye en confesión. Fácilmente se echan de ver las ventajas que ofrece este hábito piadoso, pues, si algo se anda tramando entre los negros, es lo más probable que el cura lo descubra en el confesionario.

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Por la mañana, antes de partir, compré para Mr. Cade una mula nueva y guapa por ochenta y cinco pesos, lo que se consideró una chiripa, pues las mulas negras son muy escasas y tienen gran pedido en Bogotá. Poco después de las seis de la mañana dimos la despedida al propietario de Quebradaseca y, de camino ya por un bosque cercano a la casa, vimos muchos nidos de oropéndola colgando de las ramas de los árboles más altos. El algodón silvestre y la vainilla abundan en este lugar, pero las gentes de la región rara vez se preocupan por cosecharlos, pues no encuentran mercados donde venderlos. Al cruzar algunos de los riachuelos que atraviesan el camino, noté que las aguas tenían un tinte rojizo y, al indagar la causa, me dijeron que provenía del lavado de la arcilla en busca de polvo de oro.

Fue por demás agradable el recorrido que hicimos a caballo durante este día; pudimos disfrutar de una brisa fresca que soplaba del norte y ver al pasar, ya a la derecha o a la izquierda del camino, a trechos de tres o cuatro millas haciendas pertenecientes a diferentes dueños con casas amplias y bien construidas; y a poca distancia de ellas conglomerados de ranchitos construidos con guadua y solar cercado de caña, de bonita y, al mismo tiempo, fuerte estructura. Habitaban tales casitas los campesinos libres; gente toda hermosa, de alta talla y de color cetrino, bien vestida y que gustaba de tener visibles, adosados a las paredes de su vivienda, aquella clase de muebles y enseres que proveen a hacer la vida llevadera y cómoda, costumbre que agrada observar en cualquier país.

Habíamos adelantado algún trayecto por el Valle del Cauca, y se nos ofrecían ya a la vista elementos de juicio suficientes para persuadirnos de que no habían sido exageradas las ponderaciones que de él se me habían hecho; porque, en realidad, no había conocido parte alguna de Colombia que pudiera parangonarse a esta vastísima llanura, friera ya en la fertilidad del suelo, en la belleza del paisaje o en el aspecto decoroso y cómodo de sus viviendas; y todo eso al terminar apenas una guerra cruenta y despiadada que había arrasado al país durante catorce o quince años. ¿Cuál no podría ser el porvenir de este valle tan ricamente dotado por la naturaleza, en un futuro de veinte o treinta años, al contar con gobiernos que auspiciaran su fomento y desarrollo? En sus pequeñas parcelas los labriegos cultivaban arroz y maíz, plátano y cacao; el naranjo y los limoneros de distintas variedades embellecían el paisaje, frondosos y lujuriantes, recién pasada la estación lluviosa. Nos observó el vaquero que nos acompañaba que algunas de las casas de campo que se alcanzaban a ver desde el camino no resistirían una inspección más de cerca, pues durante la guerra hubieron de ser abandonadas por sus moradores y fueron deteriorándose lentamente por falta de oportunas reparaciones.

A las tres de la tarde llegamos a una espaciosa casa de campo llamada El Bolo, donde recibimos cortés acogida de don Cayetano de Erembo, hasta hacía poco miembro del Congreso, investidura a que hubo de renunciar por hallarse el lugar de su habitual residencia tan distante de Bogotá. Además deseaba administrar personalmente su hacienda y tratar de mejorarla hasta ponerla en el estado que antes de la guerra tuviera, pues ella había corrido la misma suerte que las demás saqueadas por los españoles. Vivían con él dos sobrinos, simpáticos muchachos, que habían hecho estudios en un colegio oficial de Bogotá. Se nos sirvió una comida combinada de modo muy curioso: primero la sopa, luego un plato de legumbres seguido de carne y frutas, las cuales, a su vez, fueron sustituidas por dulces y queso que en Suramérica se usa comer mezclados como un solo plato.

Poseía nuestro anfitrión una jauría de galgos, los más bellos que había visto en el país, todos de piel blanca con manchas negras y que, según me dijo, había traído de Guayaquil para la caza del venado, y eran grandes corredores. En la sala, pendiente de la pared, había un cuadro representando a la Virgen con el niño Jesús, proveniente de Quito. Al insinuar, con algunos rodeos, que desearía comprar el cuadro para satisfacer el deseo de llevar alguna obra de los maestros quiteños a Inglaterra, no obtuve éxito alguno, pues don Cayetano lo apreciaba en el más alto grado. El semblante y expresión, así de la Virgen como del niño, tenían gran encanto y atractivo, el estilo de la composición era irreprochable, y el colorido lleno de naturalidad, color y brillo. Sentí enormemente no haber podido averiguar el nombre del pintor que había alcanzado tal perfección. Vimos Iuego, al pasear la casa, encerrado en una jaula, un bello pajarito que llaman azulejo, cuyo plumaje, como su nombre lo insinúa, es todo azul de un matiz claro, tiene el tamaño de un canario y canta con delicada suavidad. Afirmaron nuestros huéspedes que sólo en el Valle del Cauca se encuentra esta clase de pájaros y, en realidad, no recuerdo haberlos visto en ninguna otra región. También se encuentra por aquellos sitios un pájaro de tres colores, amarillo, negro y rojo, conocido con el nombre de palatón, del tamaño de un loro pequeño y que chilla sin cesar "Dios te de". Tampoco faltan los micos de cola tupida y esponjosa, y otra variedad de color carmelita y

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cola larga y que, cuando van saltando por los árboles, o cruzando un río forman siempre cadena, cada cual cogido de la cola de su compañero.

Eran los sobrinos grandes deportistas y, según relataban, salían con frecuencia a la montaña a caza de perdices que alcanzaban el tamaño de una gallina, aunque, a lo que creo, se referían más bien al gallo negro. También decían los chicos que en el Cauca pescaban bagre, bocachico y barbudo, y en los afluentes, capitán y savilleta, especie, esta última de salmón con escamas de brillo plateado. También cazaban el venado negro y el manchado; en suma, al atenerse a sus relatos constituía la caza la actividad principal en la comarca; oyendo todo lo cual, Mr. Cade y yo deplorábamos no podernos detener en la hacienda algunos días para tomar parte en alguna de esas cacerías, aunque nos consolaba un tanto almiar el viejo proverbio francés "Qui va a la chasse, perd sa place". El comercio de los productos de esta parte del Valle del Cauca se hacía principalmente con Popayán, la provincia de Pasto y hasta con Quito, y consistía principalmente en carne cecina, azúcar, chocolate, café y aguardiente.

Don Cayetano afirmaba que de los campesinos del Valle del Cauca se obtenían excelentes soldados: eran valientes y sufridos en toda clase de privaciones, con gran espíritu de disciplina y de obediencia a sus oficiales. El batallón que los patriotas organizaron en el valle peleó bravamente contra los españoles, a quienes detestaban por su cruel comportamiento y por los saqueos con que devastaron la comarca que bien pudiera llamarse "el jardín de Colombia". Por otra parte son gente laboriosa, mucho más que los habitantes de la provincia de Neiva, situada hacia el este del Cauca al otro lado de la cordillera.

En compañía de don Cayetano y sus sobrinos, salimos a ver las doscientas yeguas de cría, con sus l)otros y potrancas, en las amplias corralejas donde los esclavos las reunían dos veces a la semana para examinarlas y hacerles la curación de cualquier herida o dolama que tuvieran, Eran pocos los caballos enteros que podían conseguirse en el valle, porque los españoles, durante la ocupación les echaban la mano para servir en la caballería, pues estos "dones" no se rebajaban a montar las yeguas. También pasamos por el trapiche o molino de azúcar donde vimos a los negros metiendo la caña entre dos grandes bateas hechas de la madera de un árbol conocido con el nombre de higuerón y que da un fruto muy codiciado por micos y venados. Para aclarar el jugo destilado se trasiega a tinas artesas anchas y pandas, y luego a unos cántaros de barro donde se deja enfriar el azúcar. Tal es el procedimiento que se emplea para fabricar azúcar en el Valle del Cauca, y como la gente allí ni siquiera ha oído nombrar el producto refinado, se contenta con el que se puede adquirir a bajo precio y que, por lo demás, deja buena utilidad al fabricante.

En las haciendas del valle, que siempre abarcan grandes extensiones, los esclavos destinados a manejar el ganado van a caballo y son espléndidos jinetes. Su traje de montar es muy curioso: una capa de enea que los protege tanto del calor como de la lluvia, les cubre todo el cuerpo, y defienden la cabeza de los rayos del sol con un sombrero de paja de anchas alas. Llevan las piernas desnudas, pero calzan sandalias a las que van atadas descomunales espuelas y pendiente del cinto al lado izquierdo, portan su machete. Rara vez cabalgan estos negros a paso distinto del galope tendido, y era un encanto verlos revolver el trotero o pararlo en seco con toda la destreza de un Mameluco. Los vaqueros se escogen desde pequeños y sólo aquellos que demuestran vivacidad e inteligencia consiguen colocarse como tales. También hay otros esclavos destinados a asistir a sus amos en las cacerías de leopardos, jaguares, osos negros y venados. Debieron de ser muchos los esclavos de la hacienda de El Bolo, a juzgar por el número de viviendas rústicas cercanas a la mansión señorial con una capilla de amplias proporciones en el centro. Mas en la actualidad no tenían aquellos siervos el aspecto sano y vigoroso de los de Arboleda y que tuvimos ocasión de ver lavando polvo de oro; ni tampoco sus habitaciones mostraban la limpieza y comodidad que observamos en las de los primeros. Cualquiera que haya viajado un poco por el mundo, pronto descubre dónde se halla la madre del cordero. El aspecto de los siervos y arrendatarios revela por sí solo el secreto, aunque debo decir, para hacer justicia a don Cayetano, que nunca oí motejarlo como amo demasiado severo e inhumano.

En las haciendas de caña se mantiene gran número de cerdos a los cuales, como alimento de engorde, se da el bagazo o sea la caña tal como queda después de extraérsele el jugo, junto con otros desechos que quedan después de obtenido el azúcar. La carne de los animales así cebados es de gusto agradable pero muy blanda y fofa. También los negros engordan cuando madura la caña que les encanta mascar y, por mi parte debo convenir que Mr. Cade y yo adquirimos la misma afición; con frecuencia chupábamos una caña, después de lo cual un vaso de agua resulta delicioso. Fumando luego un buen cigarro y tomando una taza de chocolate se

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pueden aguantar grandes fatigas aun en un clima tropical. El tabaco que se cosecha en el valle es de tipo suave y de muy buen aroma. En suma, la Providencia ha sido extremadamente próvida con este valle privilegiado que produce todo lo que los humanos pueden desear en materia de alimentos o para hacer cómoda la vida.

El administrador general de la renta de tabaco en Bogotá acababa de publicar un folleto en el cual demuestra de manera concluyente que el Gobierno podría obtener un ingreso anual de millón y medio de pesos con el cultivo del tabaco en el Valle del Cauca; pero acontece que los campesinos, con razón sobrada, se abstienen de hacer cultivos de consideración, pues siendo el comercio del tabaco monopolio del Gobierno, carecen de buen comprador para el producto, por la falta de competidores.

Nos hallábamos ya en un clima más caliente, pues habíamos seguido bajando en dirección noroeste, aunque el termómetro no marcaba más de 80º F a la sombra a medio día y soplaba sin interrupción desde el oriente la brisa refrescante de los Andes. Se nos llamó la atención a un árbol llamado bocalico que da una fruta de tamaño no muy grande empleada para el engorde de marranos. Tales árboles abundan en la región ribereña del Cauca y por ésto, en el tiempo de cosecha se llevan allí las piaras que sin mayor trabajo disfrutan de magnífico alimento. En esta hacienda encontramos también gallinas de Guinea que nunca habíamos visto en las que ya habíamos recorrido; clase de volatería que, como las de Europa, viven en continua algazara y se consideran como plato exquisito.

Partimos finalmente de El Bolo el martes 30 de noviembre, acompañados por don Cayetano y sus sobrinos, quienes insistieron en escoltarnos hasta el límite de la finca dos leguas distante de la casa. El día anterior, Mr. Cade había manifestado su admiración por un semental moro de cuatro años; ya nos había sorprendido ver que nuestro criado alemán lo sacaba, a la mañana siguiente, del establo, pero averiguando el motivo, vinimos a saber que don Cayetano había ordenado entregárselo para llevarlo como regalo del dueño de la hacienda a su señor. Corrió a caballo Mr. Cade para expresar su agradecimiento a don Cayetano, rehusando aceptar tan rico presente, pero sin resultado alguno, pues éste le manifestó, a su vez que se sentiría verdaderamente ofendido silo rechazaba después de haber mostrado tan sincera admiración por el caballo la mañana anterior. Y a fe que no era éste un simple cumplido a la española. La lluvia que cayó esa mañana no fue tan fuerte ni tenaz como en los días anteriores, por manera que el recorrido a caballo nos tite muy agradable. Hacia las dos de la tarde nos salieron al encuentro el doctor Soto y su hijo que habían venido de su finca avisados por el Obispo de Popayán de que deberíamos llegar al final del mes, y para quienes llevaba yo una carta de presentación del mismo. Nos prodigó el sacerdote la más benévola acogida y al abrazarnos, nos dijo que nos excomulgaría si no nos quedábamos con él dos días por lo menos; a lo cual le contesté, agradecido, que nos era del todo imposible, pero que nos daríamos el placer de permanecer uno siquiera.

La finca, distante legua y media de El Bolo, se llamaba San José. Las referencias que de este sacerdote me había dado el Obispo lo describían como compañero jovial y de buen humor, amigo del buen vivir, y siempre contento con poder ofrecer generosa hospitalidad a algún amigo; de ahí que el doctor Soto fuera muy querido en todo el Valle del Cauca donde era acatado de todos, ejerciendo la consecuente influencia sobre las clases sociales. Nos había referido también que tanto él como el señor Caycedo (muerto después de una refriega con los pastusos) frieron los primeros en pronunciarse contra la tiranía española, hecho que él consideraba como la acción más gloriosa de toda su vida.

Antes de abrazar la vida religiosa el doctor había contraído matrimonio del cual tuvo varios hijos, entre ellos una niña que, ya mayor vivía ahora con él. A la primera comida en su compañía pudimos cerciorarnos de que en realidad era un "bon vivant"; se nos sirvieron platos exquisitamente preparados al estilo español, y pudimos observar que el doctor no se nos quedaba a la zaga en apetito. De sobremesa nos relató algunos de los sucesos de la última guerra, por donde vinimos a descubrir que el una vez clérigo (creo que tendría a la sazón sesenta años) era tan hábil para la lucha como para la prédica; si bien se abstenía de esto último, naturalmente, después de catar su añejo y delicioso Málaga. En alguna ocasión cayó prisionero del general español Sámano más tarde Virrey de Nueva Granada, quien lo remitió a Quito. Al ser interrogado allí por Montes, capitán general de la provincia, contestó con énfasis que era patriota y que nada podría hacerlo cambiar su convicción política. Agradó a tal punto al capitán general, hombre de esmerada educación y sentimientos humanitarios, tan denodada franqueza, que inmediatamente ordenó poner al doctor en libertad, afirmando que siempre "debía darse trato liberal a adversarios tan francos y gallardos". Para mí tengo que si hubiera habido algunos jefes más

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de entereza semejante a la de Montes, Colombia continuaría siendo colonia española; pero la conducta de Morillo, Saberno y Morales vino a contrarrestar con ventaja el efecto de la política prudente del primero.

También tuve ocasión de comer allí el fruto de la palma real, que tiene el tamaño de una bellota, con cuesco grande, color rojizo y un sabor dulce muy agradable. La ceba de cerdos con esta fruta les da una carne apretada y consistente, según dicen.

En la mañana del primero de diciembre llegó a la casa del doctor una diputación de los principales. de la pequeña población de Llano Grande para congratularnos por nuestro feliz arribo a los términos de su municipio y pedirnos les concediéramos el honor de visitar el pueblo. Les manifesté mi complacencia en atender a su deseo y en consecuencia, tan pronto como se terminó el almuerzo y nuestro huésped hubo calzado botas y espuelas, cabalgamos a la población distante tres cuartos de legua. Ya cerca del pueblo salió a nuestro encuentro un piquete de jinetes que se incorporó a nuestra cabalgata y así reunidos entramos por las calles de Llano Grande acogidos con gozosas sonrisas por las mujeres, así mozas como viejas, y saludados por los hombres con respetuosa inclinación de cabeza. Es Llano Grande un bonito poblado y como su nombre lo insinúa, se halla ubicado en un inmenso llano, casi en el centro del Valle del Cauca. Esta planicie es ubérrima dehesa donde pacen innúmeros ganados que constituyen la riqueza de sus habitantes. Mientras recorríamos las calles, salvas de cohetes y retardos se oían en distintos puntos del poblado en demostración de jubilo por nuestra llegada. La población de Llano Grande con sus alrededores tiene siete mil habitantes. Durante la guerra, que le causó grandes daños fue cuartel general de los ejércitos colombianos y españoles, alternativamente, debido a su situación central y a que la caballería, con amplio radio de acción en la vasta llanura, aseguraba una avanzada defensiva muy segura.

Al apearnos y entrar a la casa de uno de los moradores (amigo del doctor) vimos un bellísimo loro de plumaje amarillo brillante con cenefa roja al extremo de las alas; era de buen tamaño y hablaba con claridad algunas palabras de español. Nos divirtió mucho una chiquilla indígena que lloraba amargamente cuando le dijeron que llevara el loro a la sala de recibo, pues creyó que nos íbamos a llevar su pájaro favorito. Y en verdad que lo hubiera hecho de buen grado, pues era una "rara avis" por estas provincias. Comisioné al doctor para ofrecer a los dueños cincuenta pesos por el pájaro, y creo que hubiera salido con mi intento, a no ser porque la señora y también la indiecita, sin duda, opusieron su veto a la venta. En mi vida había visto un loro amarillo, y temo no encontrarlo tampoco en adelante. Tenía en cambio, uno negro que había logrado conseguir en Popayán. Me mostraron también unos bellísimos encajes bordados, obra de la indiecita que quería tanto a su loro. Entre las personas que salieron a recibirnos se encontraba nuestro amigo el comerciante con quien topáramos en el camino de Barbacoas y pude enterarme de que su domicilio era Llano Grande y no Buga como entendí al principio. Con amable cortesía nos convidó a tomar algún refresco en su casa donde nos presentó a su esposa, encantadora mujercita.

A poco rato de conversación me preguntó si yo era minerólogo, y como le contestara que si bien entendía algo en la materia no podía considerarme propiamente tal, me mostró un pedazo de oro que se había encontrado en las minas de Barbacoas y que pesaba más de dos Onzas; le compré tan raro espécimen al precio corriente quedando muy contento con la ganga que se me ofrecía. El fino de las minas de Barbacoas oscila entre veintidós y veintitrés quilates y viene a ser el segundo en pureza que se puede encontrar en las minas de oro de Colombia. Más tarde regalé la muestra de que hablo a un amigo en Inglaterra.

En su primer paso por esta región los españoles se llevaron 3.000 cabezas de ganado y 500 mulas. ¡Cuán rica una comarca que podía suministrar contribución de tanta monta! Y, con todo, no se echa de ver ahora escasez de ganados en los potreros que bordean el camino.

Nos despedimos, finalmente, de las buenas gentes de Llano Grande, después de manifestarles nuestro agradecimiento por su benévola acogida y de formular votos porque la población alcanzara bajo el nuevo gobierno la prosperidad que merecía; a lo cual contestaron descubriéndose y gritando con cálido entusiasmo: "viva Colombia, viva Bolívar". Pude ver entonces que los ojos del doctor brillaban de alegría y que por sus mejillas corrían las lágrimas, sin encontrar palabras con qué expresar el emocionado sentimiento que lo embargaba. Vi claramente el "amor patriae" que ardía en su pecho; ningún móvil egoísta había prevalecido en su conducta; el pueblo todo apreciaba sus nobles cualidades y era querido de cuantos le rodeaban. Se reunió luego un pequeño grupo para acompañarnos a comer y en fin, pasamos el día muy agradablemente. Tenía

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nuestro huésped una biblioteca bastante buena, entre cuyos libros había algunos franceses como el muy divertido de "Les Causes Celebres".

Pasamos luego a visitar la huerta, donde todo se hallaba arreglado con orden perfecto; la administración de todo lo concerniente a la agricultura estatua a cargo de sus hijos. Vimos numerosos cerdos de engorde y dos pavos reales, uno de los cuales hacía treinta años que estaba en la hacienda. Como el doctor manifestara el deseo que tenía de conseguir algunos gansos, ave que nunca había visto, prometí enviarle una pareja de Bogotá.

Para el doctor Soto la principal distracción y solaz era el jardín que cultivaba con esmero y que mantenía irrigado en todas las estaciones por arroyuelos artificiales, cuyos meandros serpeaban por entre los árboles, las plantas y las flores. Era el doctor experto botánico y se preciaba de haber introducido al Valle del Cauca algunos árboles y plantas de gran utilidad. Entre los que enriquecían su jardín, todos sanos y fuertes, nos enseñó especialmente los siguientes:

El mango y el sagú de Jamaica; el árbol del pan de las islas del Mar del Sur; el níspero de un tamaño como el doble de la fresa grande, cuyo gusto semeja un poco al de la jalea de guayaba; el membrillo que se receta para la disentería y que se prepara también en conserva; la pitahaya cuya semilla, como la de la piña, se emplea como ligero laxante; el marañón con forma de pera y color como el de la manzana rosada, muy bueno para conservas. La semilla de este fruto se encuentra en la cáscara que tiene, además, un activo cáustico; el caimito, árbol muy grande, cuyo fruto alcanza aproximadamente el tamaño de un melón. Todos estos árboles dan dos cosechas al año. Naranja dulce, limón, chirimoyas, tamarindo y café. De este último se cogía a diario el grano suficiente para tostarlo y servirlo al desayuno. El aguacate, fruta de color de oliva en forma de botella, de carne delicada y oleaginosa que suministra materia prima para la extracción del aceite del mismo nombre.

El sapote, parecido al mango de sabor dulce y delicado; el mamey, muy dulce del tamaño como la cabeza de un niño, fruta autóctona de Colombia y del Valle de Cúcuta, y con el cual se confeccionan excelentes conservas; tres clases distintas de piñas y gran variedad de melones plátanos de Santo Domingo, de otaheite, de artón, de azaranfado, de manteguillo, negro y guinea, el último de los cuales sirve para fabricar vinagre.

También expuso el doctor que el Valle del Cauca producía gran variedad de frutas silvestres, entre las cuales podía mencionar el madroño amarillo, dulce aunque ligerísimamente acidulado, de tamaño igual al del coco; la badea, también dulce y acidulada del tamaño del melón y de color verde anaranjado; corozo, coco silvestre de tamaño pequeño como una nuez, cuya almendra tiene un sabor muy agradable; el agreasas, uva silvestre bastante pequeña, cuyo jugo se emplea en la fabricación tanto de vino como de vinagre. El liquido que se extrae del árbol que la produce se toma como medicamento contra la fiebre de origen bilioso.

También cultivaba el doctor gran variedad de plantas medicinales, cuya aplicación parecía conocer perfectamente y como consagraba gran parte de su tiempo a la consecución y cultivo de ellas vino a pasar por el San Lucas de la comarca, pudiéndose decir de él que atendía "tam curae corporis quam animarum". También se cultivaba en el Valle tres clases diferentes de maíz y otras tantas de tabaco.

Debo advertir, de paso, que omití mencionar entre las plantas coleccionadas por el doctor en su jardín, la llamada colegial que da una flor parecida al geranio, cuyo cocimiento se emplea como antídoto contra la mordedura de las culebras. No nos cansábamos de pasear por el jardín, con gran satisfacción del doctor al ver el gran interés que mostrábamos por su colección de árboles y plantas. Nos hizo reír a carcajadas al relatarnos la clase de festejo que se le ocurrió para celebrar la victoria de Bolívar en Boyacá: decidió que todo bicho viviente en su finca habría de emborracharse para celebrar el fausto acontecimiento, y actuando en consecuencia, hizo beber a los caballos, vacas, cerdos, guillan, etc., todo el guarapo que pudo, divirtiéndose luego de lo lindo al ver a los marranos dando saltos con alocada y extravagante alegría.

Antes de la guerra un buey gordo no valía más de dieciséis pesos en el Valle del Cauca. Las ovejas dan dos citas al año. Respecto de culebras el doctor decía que habla una exclusiva del Valle del Cauca llamada la jarruma, pequeña y de color tabaco, cuya mordedura se llene por terriblemente venenosa. Afortunadamente tal serpiente es muy rara, más bien soñolienta que activa.

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Partimos el jueves, dos de diciembre, de la hospitalaria mansión del doctor Soto quien, en unión de sus hijos, insistió en hacernos compañía durante el trayecto de una legua al cabo de la cual, dándonos un estrecho abrazo exclamó en español: "créame que profeso amor sincero a Inglaterra ya sus hijos tan caballeros y valientes". Debo confesar que nunca conocí hombre alguno capaz como éste de conquistar en el acto el afecto de cualquier persona: su franqueza y maneras afables tenían irresistible atractivo.

¡Pobre doctor Soto! Pocas probabilidades tenemos de encontrarnos de nuevo en este mundo, pues, según tuve noticia antes de partir de Bogotá había caido gravemente enfermo.

El resto del día lo pasamos Mr. Cade y yo tristes y pensativos hasta llegar a la hacienda de Guavas, situada a siete leguas españolas de la casa del doctor Soto, para cuyo propietario, sobrino suyo, nos había dado una carta de presentación. A la verdad que su tren de vida estaba muy lejos de igualar al de su tío, pero al fin y al cabo, no venia mal un día de abstinencia después de las comilonas de San José. La hacienda ocupaba una amplia y fértil llanura cruzada por un riachuelo que pasaba cerca de la casa y en el cual nos bañamos al día siguiente por la mañana. Carecía, evidentemente, nuestro huésped de la ilustración del doctor como era fácil de deducir por la suerte de preguntas que nos hacía respecto de Inglaterra, entre las cuales recuerdo la de si allí había gatos; a la cual hube de contestar que no sólo había gatos sino también ratones para tenerlos distraídos. Otro de los acompañantes preguntó a Mr. Cade si Inglaterra estaba separada de Francia por una elevada cordillera.

A hora temprana partimos de la hacienda acompañados por el dueño y ya acercándonos a la ciudad de Buga, empezamos a ver a ambos lados del camino casas de campo distantes entre sí no más de milla y media, lo que daba indicio de estar la región densamente poblada. También se divisaban aquí y allí vastos solares cercados con sólidos setos de guadua, donde bellísimos árboles parecían haber sido plantados con el propósito de embellecer el paisaje, a semejanza de los parques de un terrateniente inglés. Cruzamos también un bosque regado por la corriente de numerosos arroyuelos donde abundaban árboles enormes cuya ramazón prodigiosamente extendida cubría amplia área de terreno.

Se nos señaló a distancia el río Hinatura, la arena de cuyos playones se lava en busca de polvo de oro que, por lo demás, se encuentra en muy pequeñas cantidades.

Al llegar a la cumbre de una colina situada a tres millas, más o menos, de la ciudad de Buga vimos con sorpresa que todo el cabildo, precedido por una banda de música y gran muchedumbre de gente había salido a nuestro encuentro. Al llegar al sitio en que nos hallábamos uno de los cabildantes nos dirigió un discurso para darnos la bienvenida, al cual di contestación en cortas frases, reanudando luego la marcha en el curso de la cual la muchedumbre hacía resonar el aire con los gritos de "vivan los ingleses, viva Colombia y nuestro Bolívar". Al entrar a la ciudad rompió a tocar la banda acompañada por salvas de petardos y cohetes lanzados en todas direcciones. Ya puede suponerse cuán halagadora fue tan entusiasta acogida para nosotros y aun para nuestros criados que tomaron parte en el regocijo en cordial camaradería con las gentes del pueblo. Los cabildantes nos condujeron luego a una amplia casa que de antemano se había arreglado para alojarnos, donde nos obsequiaron con abundancia de vino, ponqués y variedad de golosinas, retirándose poco después para permitirnos descansar y prometiendo volver a las cuatro para darse el honor de comer con nosotros. Añadieron que en la casa una ama y seis esclavos tenían orden de servirnos y atender a lo que se nos ofreciera durante nuestra estada en Buga. Esto sí era hacer las cosas "comme il faut", y empecé a pensar que, de seguir dispensándome tratamiento tan noble y generoso en el Valle del Cauca, me quedaría para no volver nunca a Bogotá.

En la última hacienda en que paramos recibí un mensaje enviado por algunos ciudadanos de Cali, en que se manifestaban extrañados de que yo no hubiera visitado esa ciudad. Encarecí al portador decirles que, aun cuando apreciaba en todo su valor la gentileza del pueblo caleño, malhadadamente, el cortísimo tiempo de que podía disponer no me permitía hacer una desviación tan larga en mi itinerario.

Hay un comercio bastante activo entre esta ciudad y el puerto de Buenaventura sobre el Pacífico. Partiendo de Cali se viaja dos días por tierra y luego, ya en las márgenes del Dagua, se toma una canoa para llegar a los dos días de navegación a Buenaventura, que hoy es un pobre villorrio donde se halla acantonada escasa guarnición al mando de un capitán. La navegación por el Dagua es muy peligrosa debido a su rapidísima corriente y a las

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rocas que obstruyen su cauce; pero los negros manejan las canoas con tal habilidad y destreza que logran esquivar con fortuna todos estos obstáculos.

Buenaventura, como puerto natural, es bastante bueno y a lo que se me informa, tiene amplia capacidad para abrigar una flota de buques de gran calado. Quizás en futuro no muy remoto, cuando logren mejorarse las comunicaciones con el Interior, lo que hoy es el pueblucho de Buenaventura venga a convenirse en una importante ciudad comercial.

Al llegar, a las cuatro, todos los miembros del cabildo nos condujeron a una gran sala donde se había dispuesto un suntuoso banquete. Se me hizo ocupar la cabecera de la mesa ausanza española, con el alcalde a mi diestra y, a la izquierda un coronel colombiano. Y a fe que no fue este día de ayuno, más cuando el alcalde ponía especial esmero en mantener mi plato bien provisto de suculentas viandas. De sobremesa brindamos repetidamente a vaso lleno y, a poco, nos sentíamos tan íntimos amigos como si nos hubiéramos tratado por más de medio siglo. Es extraordinario en este país el efecto de unos pocos vasos de champaña en un convite que comienza ceremonioso y frío. Con frecuencia me ha tocado sentarme a la mesa a la vera de cierta dama quien, durante el primer cuarto de hora, apenas si podía balbucir un "si" o un '"no", más al rato, una o dos copas de champaña trasformaban la frígida rubia en jovial y parlanchina compañera.

El día siguiente a las diez de la mañana vino a hacerme visita protocolaria el juez político acompañado del cabildo, y luego salimos a pasear por la ciudad de casas bien construidas y, por lo general de un solo piso. En alguna parte de la ciudad vimos una bella y amplia plaza. A las cuatro fuimos a comer a la casa del juez superior señor Barcla. Componían la reunión unas veinticinco personas y, a juzgar por esta comida como por la precedente, la ciudadanía de Buga estaba empeñada en convencernos de que sabían darse buena vida. Me presentaron la esposa del señor Barcla y sus dos hijas, una de ellas morena agraciada y vivaracha. Fue motivo de pesar no tenerlas con nosotros en la comida, pero la etiqueta prohíbe en este lugar, a las señoras, sentarse a la mesa en ocasiones solemnes con los hombres. Como antes, se me hizo ocupar la cabecera pero echó a perder todo el deleite de que podía disfrutar en medio de tan agradable y obsequiosa compañía uno de los subalternos del alcalde, que insistía en permanecer apostado tras el espaldar de mi silla con el objeto de atenderme durante la comida. A pesar de todas mis protestas no me fue posible desembarazarme de sus importunidades lacayunas. Terminada la comida el hombre se retiró a otra estancia, donde tomó cualquier bocado a la ligera, para volver luego a reunirse con nosotros. Supongo que es ésta una de las abominables ritualidades de la etiqueta española que debiera abolirse y cuanto antes mejor, pues no cuadra a la calidad de ciudadanos libres en una nación independiente.

Por la tarde en compañía de nuestros amigos, salimos a hacer visita a las damas principales de Buga, de las cuales recibimos siempre benévola acogida, afrontando en ocasiones, eso sí, el peligro de la hechicera sonrisa y los ojos chispeantes de algunas beldades de la atractiva villa. Las mujeres son por lo general de talla pequeña bien formadas, de facciones regulares y bellos ojos negros, aunque de tez morena, comparadas a las de Bogotá o Popayán. Hacia las nueve de la noche volvimos a la gran plaza donde se eleva un globo acompañado de fuegos artificiales en nuestro honor.

La población de Buga, que antes de la guerra era mucho más numerosa, se calculaba por esta época en 5.000 a 6.000 almas y la del distrito entero en 20.000. Las mejores casas de la ciudad pertenecen a individuos dueños de haciendas en los alrededores, donde pasan nueve meses en el año, para venir a residir luego los tres restantes en la ciudad, tal como acostumbran las gentes ricas en Inglaterra. Por Navidad vienen a divertirse con las fiestas del carnaval. Lo que hace más agradable pasear por las calles de la ciudad es el hermoso río de frescas aguas que, descendiendo de la inmediata cordillera, endereza su curso hacia el oriente.

En el verano, entre cinco y seis de la mañana, las damas de la alta sociedad salen a bañarse en su límpida linfa. La primera vez que fuimos a bañarnos en el río Mr. Cade y yo, toparnos de improviso (¿podría jamás decir por desventura?) con un grupo de estas Náiades, causándoles alarma, pero, desde luego, no retiramos sin detenernos siquiera a decir: "¿importunamos?". Debo apuntar, con todo, que no pudimos menos de volver la vista al efectuar la retirada, aunque se nos hubiera amenazado con el castigo de Peeping Tom of Coventry, y así pudimos ver flotando desgreñadas las largas trenzas de estas deidades cuya belleza se recataba apenas en un ligero pueblo azul... Por lo demás, el baño se considera en toda la región como preservador de la salud.

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Como tuve ocasión de observar arriba, en Buga las casas por lo general son de un solo piso y en su mayor parte están rodeadas por amplios jardines que casi las ocultan a la vista por completo y donde abundan los naranjos, los tamarindos y las palmas. Hay cuatro iglesias pero, en cuanto a monasterios, desde el comienzo de la revolución fueron clausurados y el gobierno detenta ahora todas las propiedades que les pertenecían. Buga se halla situada en la cabecera de un valle que forman al abrirse dos ramales de la cordillera, que caen uno hacia el este y la otra hacia el oeste y que allí sólo alcanza tres leguas de anchura pero que se va ampliando a medida que se avanza en dirección norte. También hay una escuela pública que sigue el método lancasteriano y donde reciben instrucción ochenta jóvenes. En esta ciudad se fabrican excelentes sombreros de paja y bellísimas flores artificiales.

En todas panes son muy apreciados los caballos de los ataderos del Valle del Cauca, al punto de que gran número de ellos se envían anualmente a Bogotá y otras provincias. Según se nos dijo, el cauce del do que atraviesa la ciudad es muy rico en polvo de oro, pero está prohibido su lavado para impedir contaminación de las aguas; aunada providencia que hace elogio al buen sentido de los bugueños cuando dan preferencia al agua pura sobre el puro oro. El clima es apenas templado. Aunque el termómetro marca 8º F a la sombra a medio día, suavizan la temperatura las brisas frescas del norte. Especialmente por la mañana y al caer la tarde se disfruta de un ambiente libio delicioso.

Buga se abastece de vino y manufacturas inglesas (lenceria, telas de algodón) provenientes de Catana, capital de la provincia del chocó. El transporte de la mercancía se hace, parte en canoas que navegan algunos trayectos de pequeños dos, y parte a lomo de mula o empleando cargueros que cruzan los cortos trechos montañosos que separan aquí y allí las vías acuáticas. Se halla sita Catana sobre las márgenes del caudaloso Atrato, desde donde, en nueve días de navegación se llega a su desembocadura en el Mar Caribe. La navegación de este río, agua arriba, resulta incómoda y fastidiosa, aunque no tanto como la del Magdalena, pues la corriente es más suave y en su cauce no son tan frecuentes los bajíos y bancos de arena. Tampoco en el Atrato molesta tanto el zancudo. El puerto de descargue para la mercancía que viene de Europa es Cartagena de donde, en barcos de algún calado, se la reembarca hasta Catana. También mantiene Buga considerable tráfico con las provincias de Buenaventura y el chocó a donde lleva especialmente carne en tasajo para la alimentación de los negros que trabajan en las minas.

En la comarca aledaña suele encontrarse oculta en las grietas del terreno o en las cavidades de las rocas, una clase de araña que se conoce con el nombre de caya, la cual lanza a distancia un veneno tan activo que muchos hombres y aun animales grandes han muerto al ser alcanzados por el líquido ponzoñoso. También se encuentra en el gran lago cercano a la ciudad la guagua, anfibio de color parduzco con manchas blancas a los lados, tamaño como un cerdo de mediana edad y de pelaje hirsuto como el mismo. La carne de este animal es muy codiciada par los "bon vivants" de Buga. la guagua deja siempre dos salidas a la cueva donde vive a la orilla, una de las cuales disimula con hojas y yerbas, para asegurar la retirada en caso de ataque. Fenómeno que llama la atención es el de encontrar a menudo culebras de las llamadas equis viviendo en el mimo agujero con la guagua en perfecta amistad y compañía. La guagua se alimenta de peces y raíces de plantas. Por estos alrededores se caza también el guatío, animalejo del tamaño de una liebre, de pelo áspero color verde claro. Es veloz en la carrera y atractivo, por consiguiente para quienes se dan a la caza por deporte; además la carne se considera excelente. También frecuentan las márgenes del Cauca los castores y nutrias de las cuales conservo algunas sedosas pieles de un color leonado.

la Información transcrita respecto de animales, etc., me fue suministrada por don Vicente Ramírez, alcalde mayor de Buga, quien era gran deportista. Narraba al propio tiempo algunos percances que le habían sucedido, de los cuales sacaba la conclusión de que la grasa neutraliza la acción del veneno de las culebras. Un día por ejemplo, que había salido de caza y caminaba por potrero de pasto alto, fue atacado de improviso por una equis de gran tamaño, sin darle tiempo a disparar e inflingiéndole en la pantorrilla tan tremenda dentellada que la sangre le empapó profusamente las medias. Afortunadamente pudo dejarla tendida de un tiro antes que repitiera el golpe, pero no pudo aplicarse medicina alguna por el espacio de tres horas que empleó en volver a su casa, donde se hizo un emplasto de semillas de algala que es el antídoto contra el veneno. Don Vicente suponía que los colmillos del ofidio no habían penetrado más allá de la parte grasa de la pantorrilla y que a tal circunstancia le debía haber escapado con vida. Hay que anotar que el susodicho caballero medía seis pies de altura y pesaba no menos de nueve arrobas. El algala da la semilla en vainas como las del guisante pero listadas de blanco y oscuro. Añadía don Vicente que los habitantes del distrito de Buga eran más laboriosos que

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sus vecinos y que en consecuencia disfrutaban de un nivel de vida más alto que ellos. El año anterior se había conseguido la libertad de diecisiete esclavos, mediante dinero suministrado por un fondo público organizado para trabajar en la emancipación de esclavos casados y padres de familia y que por lo demás, tuvieran antecedentes de buena conducta. Tal práctica envuelve una cuerda sugerencia para nuestros colonizadores en las Indias Occidentales.

En alguna ocasión me fue dado observar un sistema azás ingenioso para llevar agua del río a la ciudad. Se colocan seis gruesas cañas llenas de agua en angarillas sobre una mula, y se les tapona con yerbajos en la parte superior para impedir que se derramen con las sacudidas. Las mujeres son de una prolificidad sorprendente. Se nos mencionó el caso de cincuenta niños traídos al inundo por sólo tres madres, una de las cuales había dado a luz veinticuatro criaturas. No lejos de la ciudad se veía antes el inmenso tamarindo cuyo tronco fue medido por el Barón de Humboldt a su paso por Buga, rumbo a Quito, veinticinco años antes, mas la dura mano del tiempo que todo lo desvirtúa, acabó también con el enorme árbol añoso.

El domingo después de comer, salimos a caballo en compañía de don Vicente Ramírez y algunos otros señores a ver el lago de Buga situado a tres millas de la ciudad. Dispersas aquí y allá a ambos lados del camino, se veían casitas de guadua primorosamente construidas y rodeadas de plantaciones de caña de azúcar, cacao, plátano, maíz, etc. En las dehesas se veía pacer ganado gordo de buena raza y a trechos cortaban el paisaje alamedas de viejos y majestuosos árboles. La guadua que crece formando tupidos bosquecillos, adorna los campos circundantes con ramaje que se mece apacible como el de un sauce llorón. Evóquese en ensueño un gigantesco airón de plumas de avestruz flotando al viento en todas direcciones y se obtendrá la imagen vívida de uno de estos guaduales oscilando con suave rumor en la llanura.

También vimos allí por primera vez, en estado salvaje, guacamayos verdinegros de cabeza roja de tamaño más aventajado que los que ya conocíamos, plumaje escarlata y voces de un tono más profundo. Llevé conmigo uno de aquellos al volver a Inglaterra. No pudo culminar nuestra cabalgata con la vista del lago, pues sus aguas se habían desbordado y el terreno cenagoso impedía el acceso a la ribera. Mis acompañantes me instaron a demorarme un día más para volver por otro camino que había libre de los obstáculos que hicieron impracticable el que seguimos primero.

Por la tarde estuvimos de visita en casa de unas chicas, muy distinguidas señoritas quienes nos mostraron unas bellas capoticas hechas por ellas de paja entretejida con cintillos de seda, llevaban además adornos de flores artificiales confeccionadas por los mismos delicados dedos y tengo por seguro que lucirían con chic en la cabeza de la más refinada beldad parisiense. Poco después nos demostraban de la manera más convincente que podían sacar tanto partido de los pies como de las manos y así pasamos el resto de la tarde bailando valses y danzas españolas.

Aquella noche ocurrió un suceso que en verdad me apesadumbró sobremanera: la muerte de un animalito juguetón mi compañero favorito. Desde que me lo regalara el Obispo de Popayán había llevado siempre conmigo un miquito muy gracioso que mantenía amarrado en uno de los rincones de mi alcoba para evitar que nada malo le sucediera; más como la noche se presentara sofocante y bochornosa, hube de dormir con las ventanas abiertas. De pronto sentí un extraño ruido, pero hallándome soñoliento, poca atención le puse. Al despertarme por la mañana me contristé al ver a mi mascotica tendida muerta en el suelo con el cuello ensangrentado. Al mostrárselo a los esclavos, inmediatamente dijeron que eran los murciélagos grandes o vampiros que le habían chupado toda la sangre al pobre animalito. El monito tenía expresión muy atractiva, y su gran diversión consistía en atrapar arañas, moscas y otros insectos que luego se comía. A la noche siguiente tuve buen cuidado de cerrar bien las ventanas, no fuera que al vampiro se le ocurriera probar mi propia sangre. Siempre se me ha dicho que estos animales tienen mayor destreza que el más hábil de los cirujanos para practicar una sangría y que, mientras la llevan a cabo, abanican al paciente con las alas.

En Buga se fabrica en grande escala la jalea de guayaba que tiene salida a varias y remotas provincias, pues se le considera como la mejor de toda Colombia. Nunca ví en el Valle del Cauca hombre o mujer alguna con bocio ni hinchazón en la garganta. Abunda por doquiera la palma Cristi, de donde se extrae el aceite del mismo nombre, también llamado aceite de castor. Se afronta en Buga la plaga de las chinches, de las cuales hay dos variedades y cuya picadura, al rascarse produce dolorosa inflamación. Son de color más oscuro que la chinche

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europea y corren con gran rapidez. Pude ver varias de ellas, pero en Buga no se sufre el azote de las pulgas ni de las niguas.

Al medio día del 6 de diciembre emprendimos camino por segunda vez para ver el lago en Buga, en compañía de los amigos con quienes hicimos la primera expedición. Temimos al principio que como anteriormente, el mal estado del nuevo camino escogido nos obligara a devolvernos, teniendo que partir definitivamente de la cuidad sin haber contemplado la bella superficie acuática, pero al fin haciendo derroche de perseverancia y tenacidad conseguimos llegar hasta sus márgenes. La ciénaga o lago abarcaba en verdad vasta extensión, pero en ningún caso podía comparársela a las que hubimos de cruzar viajando de Santa Marta al río Magdalena. En algunas partes solo se veían juncales poblados de aves silvestres que alzaban el vuelo o descendían a posar en la superficie y entre las cuales se podía descubrir el pato real. También se me señaló el pato negro del tamaño de un ganso, cuya carne es muy apreciada y cuyo plumaje como su nombre lo insinúa, es perfectamente negro, con la sola excepción de unas pocas plumas blancas en la punta de las alas. Entre las muchas aves que habitan el lago, se pueden mencionar especialmente el pato cuchara; el herón blanco y el azul; la cerceta (o pato silvestre) con plumaje de varios colores; el pallaras de pluma blanca y parda. Todos estos volátiles, después de proporcionar distracción a los cazadores, pasan al brazo secular del cocinero. Vimos un pájaro que aquí se llama gaceones de seis pies de alto, cuello rojo y pico negro y que parece ser el aduno que se conoce con el nombre de capitán en el do Magdalena. Se velan también gallitas pequeñas, de color café con pico rojo y muchas otras aves por este estilo, incluso el tribu de la ciénaga. También descubrí en el curso de éste paseo un nuevo ejemplar de loro llamado cotamincha, pequeño, de cabeza azul, cuerpo verde, cola roja y revolando alrededor del mismo árbol, tan tominejo con plumaje de belleza indescriptible. Entre las plantas abunda la sensitiva que crece hasta alcanzar una altura de dos pies y da una flor de color purpurino que gusta mucho a las ovejas.

Nos detuvimos a conversar con algunas gentes que pescaban en un estrecho canal derivado del lago, las cuales nos informaron que las autoridades sólo permitían vender en Buga una cantidad limitada de pescado, pues consideraban que una dieta abundante en esa clase de carne era dañosa para la salud. Sin duda, los caballeros que integraban la junta médica, habían dictado tan saludable providencia impulsados por el temor de que la vena libre de pescado hiciera bajar el consumo de la carne de cordero y de res en que ellos traficaban. Seguimos luego nuestro camino hasta las márgenes del Cauca, que aunque en estos lugares embellece también el paisaje con su majestuosa corriente, muestra un aspecto cenagoso como el del Magdalena en muchos sitios. Descubrí, apegado a la orilla opuesta, un champán de poco calado que me hizo recordar nuestra penosa peregrinación, tiempo antes, remontando el río.

"Imposible detener en su fuga el feliz momento evanescente: se tiene que esfumar...

Así pues, a la madrugada del día 7 ya habíamos terminado los preparativos para despedirnos de la hospitalaria ciudad de Buga, cuyos moradores no habían ahorrado esfuerzo para hacer nuestra permanencia en ella cómoda y agradable. Recordaré siempre con sentida gratitud todas las atenciones y obsequios que nos frieron prodigados a Mr. Cade y a mí. Como la casa de campo de don Vicente Ramírez queda situada sobre el camino que conduce a Cartago, dicho señor insistió en que nos detuviéramos a comer en ella y nos acompañó hasta allí junto con su amigo el juez político. El resto de los acompañantes cabalgó con nosotros unas dos leguas y regresó después a Buga. Más adelante alcanzamos a ver desde el camino algunos de los árboles que producen la chirimoya silvestre, una sola de cuyas frutas llegó a pesar según se nos dijo, una arroba competa (25 libras). Es esta una fruta muy sabrosa, un poco más ácida que la cultivada en los huertos y se la tiene por medicina muy eficaz contra las fiebres de origen bilioso. Los monos gustan mucho de ella, muy abundante en las cordilleras cercanas. Don Vicente me señaló el árbol de caucho, cuyo jugo o más bien goma, extraen los indios y que al solidificarse, se convierte en el caucho que todos conocemos. El camino que seguíamos pasaba por una bella región de fértiles dehesas densamente pobladas de ganado. A las doce llegamos a la hacienda de Tapias, propiedad de nuestro amigo el alcalde, y a las dos se nos sirvió un suculento almuerzo con todas las golosinas y sabrosos platos peculiares del Valle del Cauca. A las cuatro nos despedimos de nuestro generoso huésped, quien sacando del bolsillo de la camisa una esmeralda de buen tamaño, insistió en que la recibiera como recuerdo.

Nos dieron por guía un viejo muy simpático que había prestado el mismo servicio al Barón de Humboldt y como cierto caballero de Buga me había regalado un bello loro de una variedad muy rara, pensé que lo mejor era

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encomendar el ave a su cuidado, ya que hacía el camino a pie. Pero bien sabido es que favoritos y consentidos tienen siempre un final desgraciado. Habíamos tomado la delantera al guía, cuando uno de mis criados corrió a decirnos que el pájaro se había volado, noticia que me dio gran contrariedad. Sucedió que haciendo mucho calor, el viejo se detuvo a descansar algunos momentos al lado del camino y sacó el pájaro de la jaula para darle de beber en el preciso momento en que al volver la espalda, un gato montés saltaba sobre el pobre Polly, y atrapándolo de un zarpazo se lo llevaba con la rapidez del rayo. El pobre viejo se mostró muy atribulado con la pérdida del loro, pero puesto que no podía inculpársele en realidad de nada, hube de guardar silencio sobre el desgraciado incidente. El loro perdido en esta aventura era de plumaje verde vivo, con la garganta y el pecho entre blanco y rosado, la cola escarlata y los ojos ligeramente azulados. Pasamos por el pueblo de Tapias, situado a más de tina milla de la casa de don Vicente, el cual dejaba ver todavía los estragos de la guerra, con muchas de sus casas en estado de ruina. A las siete de la noche llegamos a la casa del párroco de Bugalagrande, quien se había ausentado para celebrar en un pueblo lejano las fiestas en honor de algún santo. De muy buena gana nos fuimos a dormir temprano, pues habíamos hecho una jornada de ocho leguas españolas y a la madrugada del día siguiente, el día 8 partimos del pueblo, continuando nuestro viaje.

A las tres de la tarde llegamos a la hacienda de Las Lajas situada en una región menos fértil que las que hasta entonces habíamos recorrido pero que no obstante, producía abundantes pastos. Era menor el número de cabañas en esta parte del valle, debido probablemente a la escasez de agua, pues las faldas orientales de la cordillera carecen casi por completo de manantiales y arroyuelos. El propietario de la hacienda se hallaba en la casa ese día, aunque su residencia habitual era en Cartago, y si bien nos recibió con cortesía, se abstuvo de ofrecernos comida o refresco alguno. Oí decir poco después, que en la región tenía fama de tacaño, si bien era por lo demás listo y avisado. Nos dijo que mantenía en su hacienda dos mil cabezas de ganado y se quejaba con exasperación de las manadas de perros salvajes que infestaban la región y que pocos días antes, le habían matado dos docenas de ovejas.

Partimos de Las Lajas a la mañana siguiente muy temprano y legamos a la ciudad de Cartago a las cuatro de la tarde, extraordinariamente cansados por la larga jornada al rayo del sol. Habíamos recorrido ocho leguas españolas, como el día anterior, sin apeamos de las cabalgaduras durante nueve horas.

La acogida que se nos ofreció en Cartago fue diferente en mucho, de la que se nos había prodigado en Buga. Tan sólo tres o cuatro personas salieron a nuestro encuentro a corta distancia de la población, de donde nos condujeron a una casa desocupada por sus dueños y habitada en cambio por cucarachas y otros bichos de esta laya, quedando abandonados a nuestros propios recursos. Estos por fortuna, no eran escasos, pues disponíamos de cocinero, dinero en abundancia y el mercado estaba al alcance de la mano. La región que cruzamos ese día presentaba grato paisaje a la vista del viajero: a la derecha se divisaba continuamente la cordillera coronada por picos de prodigiosa altura, empenachados de altos árboles y que al proyectarse sobre el camino, formaban una perspectiva extraña e impresionante. Nos sorprendió encontrar largos trechos de la vía en muy mal estado y casi intransitables, a pesar de no haber llovido en los últimos días. Durante la estación lluviosa, no hubiéramos podido siquiera intentar la travesía.

A menudo se encuentran por estos lugares caballos y mulas sin orejas, o bien con éstas dobladas sin vida sobre el cuello. Esto es causado por un insecto semejante al gorgojo, que se introduce en la cavidad auricular, donde se multiplica con la proliflcida4 de la nigua y devora poco a poco los músculos del órgano. Como remedio los arrieros aplican manteca de cerdo que expulsa o mata al insecto.

Variadísimas aplicaciones se dan en el Valle del Cauca a la guadua y a las cañas de diferentes clases. Se las emplea en la construcción de casas, setos y sardineles, en los arriata de flores y eras de los huertos. También se fabrican con ellas pífanos y flautas de sonido suave y melodioso, vasos para la bebida, cubos para el acarreo y depósito de agua, lo mismo que jaulas para pájaros. Igualmente se arman con ellas balsas para el transporte del cacao de abajo o bien cujas, lo mismo que cerbatanas y flechas. Por otra parte, en Colombia se saca igual partido de los cueros de res, que de la guadua y de las callas. En efecto, se les emplea para tapizar mesas, sofás, sillas y camas lo mismo que para fabricar lazos, rejos y petacas (o sea cajas cuadradas para la carga de equipajes a lomo de mula). A tal propósito estas petacas prestan mejor servicio que un baúl y resultan impermeables, pues las dos cubiertas que las componen encajan la una con la otra y dos juegos de ellas forman la carga de una bestia. También se consigue confeccionar con el cuero de res, botellas para envasar

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vino, aguardiente y chicha y hasta se consigue fabricar un sustituto aunque muy inferior, naturalmente de la carretilla metálica, para el transporte de tierno arena.

La ciudad de Cartago se halla situada en un risueño y reducido valle limitado al norte por onduladas colinas cubiertas de verdura, que suministra buen pasto para ganados de toda clase. Ocupa tina latitud norte de 4º, 36' y su población se calcula en 3.000 habitantes. Cuenta con tres iglesias, una de ellas perteneciente con su convento a los padres franciscanos, donde residen todavía diez de ellos. En invierno el termómetro marca 74º F.

La ciudad sufrió grandes daños durante la guerra, debido a su ubicación de encrucijada, pues cuatro caminos convergen allí: el que partiendo hacia el oriente, conduce a la provincia de Mariquita y Bogotá, cruzando antes las montañas del Quindio; el que arrancando hacia el occidente, lleva a las ciudades de Citaria y Nóvita en el Chocó; hacia el sur el que va para Popayán, las Pastas y Quito y por último, al norte el que comunica esta provincia con Antioquia. La población de todo el distrito alcanza a 9.000 almas. Siguiendo el camino del norte, se viaja durante seis días sin dejar el Valle del Cauca, atravesando por el caudaloso río que lleva su nombre. Desgraciadamente la navegación entre Antioquia y el Valle del Cauca se halla interrumpida por numerosos saltos y cascadas que forman la corriente al entrar en los boquerones de las montañas que separan a Antioquia del Valle del Cauca; de otro modo se podría establecer navegación directa por un trayecto de 1.500 millas hasta un sitio más abajo de Mompox, donde el río Cauca desemboca en el Magdalena.

Sentimos más que nunca la pérdida de nuestro miquito que hubiera gozado de lo lindo, haciéndonos además un gran servicio cazando cucarachas, hormigas y moscas que pululaban por todos los ámbitos de la casa y que me impidieron dormir pasándome por encima de la cara y las manos, tortura sólo tolerable recordando la que infligieron las pulgas y las niguas de Popayán. En el jardín de la casa uno de mis criados mató una culebra coral que medía pie y medio de largo y que de acuerdo con su nombre, es rojiza por debajo, con el lomo más oscuro y marcada con anillos a espacios a media pulgada. Me parece haber observado atrás que la ponzoña de esta serpiente es terriblemente activa. Durante el camino, el viejo guía se manifestó hablador y comunicativo. Se refirió en términos muy elogiosos al Barón de Humboldt, quien supo según parece, ganarse el afecto de todos los habitantes del Valle. Me contaba el viejo que en una ocasión, le dio para llevar un curioso instrumento que jamás había visto y que andaba con miedo horrible de caer por el camino y romperlo. Supongo que sería un barómetro para la medición de alturas. El timbre de honor adquirido por nuestro viejo guía al elevarse al rango de compañero de viaje del Barón, me obligó a aumentarle la paga con una buena propina y así al separarnos, quedamos buenos amigos para siempre.

A la mañana siguiente de nuestra llegada a Cartago recibimos la visita del juez político acompañado del alcalde y otros personajes. Entre ellos se contaba un francés, monsieur de la Roche, quien habiéndose casado con una dama de Cartago, llevaba veinte años de residencia en esta ciudad, donde había tenido numerosa familia. Nos divirtió mucho hablar francés con M. de la Roche, quien mezclaba continuamente palabras españolas a su propio idioma y acabó por confesar que ya le era muy difícil hablar en su lengua nativa que en castellano. Este señor ocupaba el puesto de administrador de la renta de tabaco cuyo salario, según apuntó "n'était pas grand chose".

Malas noticias nos dio el juez político al informarnos que, como había fiestas en Ibagué, no era de esperarse que vinieran peones al Quindio por algún tiempo y que lo mejor que podía hacerse era mandar un propio con carta para el juez político de aquella ciudad especificándole cuántos hombres y bestias necesitábamos para nuestro viaje por las montañas del Quindio. Adoptado al punto este plan, el funcionario consiguió un peón a quien pagó ocho pesos por llevar la carta a Ibagué y dijo que recibiría respuesta en nueve días. Luego sonriéndose, me dijo: "Siempre es usted un poquito pesado mi coronel, pero he pedido a mi amigo de Ibagué que le consiga dos de los mejores silleros de la ciudad y puedo confiar en que lo llevarán sano y salvo por la montaña". Le agradecí debidamente la atención pero le dije que esperaba poder hacer el recorrido a caballo y, en caso de que tal cosa no fuere posible, lo haría a pie de todos modos, a lo que contestó con cordial pero excéptica sonrisa. Continué diciendo que estaba resuelto a no montar por ningún motivo a espalda de hombre, a menos que enfermara por el camino, caso en el cual consentiría en que me llevaran de cualquier modo, porque a decir verdad, no tenía empeño especial en ser devorado por los tigres y otras alimañas que infestan la región del Quindio y que llegado el caso insinuaría a Mr. Cade y ordenaría a los criados la adopción de dicho plan.

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Quedaba sometida mi paciencia a dura prueba al verme obligado a permanecer por catorce días, lo menos, en el tedioso pueblo de Cartago, especialmente cuando estaba urgido de llegar a Bogotá. Pero ya que no había más remedio, decidimos con Mr. Cade hacer frente a la situación de cualquier manera y al efecto pusimos a los criados a adelantar guerra activa y feroz contra las cucarachas y demás insectos que ya comenzaban a devorar nuestras botas, las provisiones y todo lo que encontraban a su alcance.

Llegando a convencernos de que en Cartago los agasajos y reuniones sociales no estaban precisamente en boga, invitamos una tarde al juez político a comer con nosotros, expresándole que sabríamos agradecerle que nos consiguiera vino de calidad como acompañamiento. La invitación fue correspondida con el envío de algunas botellas de vino sacadas de su propia bodega. En conversación de sobremesa, pregunté a M. de la Roche por qué le había tocado en suerte venir a pasar la mayor parte de su vida en lugar tan apartado como Cartago, a lo cual contestó con el relato de sus aventuras. Contó que pertenecía a una familia de La Vendée, que como lo hicieron todos los habitantes de la provincia, se había levantado en armas contra la revolución; que luego en la infortunada batalla de Quibón, había caído prisionero habiéndole salvado la vida un oficial republicano que anteriormente había sido sincero amigo suyo. Después de aquel malhadado episodio, se había embarcado en el "Mauritius" con ánimo de abandonar para siempre "la belle France". En su viaje al Nuevo Mundo, el barco tocó en Montevideo y al encontrarse en ese país, respecto de cuyas minas de oro y plata tanto había leído, pues había estudiado mineralogía por afición, decidió probar allí fotuna. De Montevideo pasó luego a Buenos Aires, más tarde a Chile cruzando las interminables pampas; de ahí siguió a Lima, después a Quito y finalmente a Cartago para catear unas minas de los alrededores, lugar este último donde exclamó M. de la Roche "l'amour finit ma carriére", pues se enamoró de la mujer que hoy es su esposa. Desde entonces vegeta en la inhóspita ciudad.

Continué conversando con M. de la Roche sobre las minas de Vega de la Supía que había oído ponderar por algunos colombianos en Bogotá, y que el Barón de Humboldt al visitarlas en su viaje por América del Sur, declarara contener gran riqueza aurífera. M. de la Roche me obsequió gentilmente con algunas muestras de las minas de Sachafeute. Las arenas que forman el cauce de este río contienen una mezcla de oro y plata.

Según entiendo, el laboreo de las minas de Vega de la Supía se suspendió hace algunos años y muchos de sus socavones se hallan inundados de agua. Las minas son propiedad conjunta del Gobierno y algunos particulares y empezarán a explotarse de nuevo en breve plazo, por agentes de compañías inglesas. El obstáculo más serio que se opone en estas regiones de Colombia a cualquier empresa explotadora son los pésimos o diré mejor horrorosos caminos; pero por lo que hace al clima, avituallamento, etc., creo que los mineros podrán pasarla muy bien. Entre muchas otras cosas, M. de la Roche me refirió que el capitán Charles Cochrane había estado en Cartago el año anterior y que con tal ocasión, le había suministrado amplios y minuciosos informes respecto de las minas de Vega de la Supía.

Al regresar a Bogotá tuve conocimiento de que algunos agentes de fuertes casas de comercio deseaban comprar las minas de Sichapata y me parece que la firma de los señores Goidsmidt & Co. logró adquirirlas por compra hecha al Gobierno colombiano. En Cartago no hay médico, pero sería aventurado decidir si la mortalidad aumenta o disminuye por esta circunstancia. Pude ver unos pocos gansos traídos de Cartagena. Una arroba de quina se vende por tres pesos y al exportada a Jamaica, se puede obtener una utilidad del sesenta por ciento. En Cartago se fabrican telas de algodón en pequeña escala con maquinaria muy primitiva y se tejen encajes por el mismo sistema del bolillo que se emplea en Oxford y Buckingham. A un cuarto de milla de la población corre el río de la Vieja, que nace en la sierra situada al oriente y cuyas aguas son excesivamente frías. Con Mr. Cade nos bañábamos allí todas las mañanas durante nuestra residencia en Cartago. El río es navegable por botes de pequeño calado desde su desembocadura en el Cauca hasta Cartago y en él se pescan el barbudo y el jetudo, los cuales aunque muy semejantes entre sí, se diferencian no obstante, como su nombre parece indicarlo, por la carencia en el uno de los apéndices o barba que distinguen al otro, siendo además la carne del primero de gusto mas delicado. Una oveja gorda vale aquí menos de dos pesos.

Hay muchos esclavos negros de ambos sexos; las mujeres se visten con una simple falda azul. Dos o tres de estas negras pidieron a Mr. Cade que las comprara a sus amos; otras dijeron que pensaban comprar su libertad al precio fijado por el Congreso, para luego venderse otra vez, operación que les reportaba una ganancia de cien pesos. Solíamos encontrar grupos de estas esclavas que volvían del río con grandes vasijas de agua en la

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cabeza, balanceando graciosamente el cuerpo, enhiestas cual moharras. Desde entonces he pensado que sería un ejercicio excelente para nuestras muchachas hacerlas marchar, siquiera media hora al día llevando en la cabeza un cubo de agua.

Fuimos a visitar a M. de la Roche en su casa, donde nos presentó a su esposa, bonita mujer todavía, no obstante haber tenido numerosa prole. Diez de sus hijos vivían aún con ellos. Vagando después por la ciudad, entramos a una de las iglesias en cuyo recinto vimos unos negros cavando una fosa para sepultar una mulata que acababa de morir y andando hacia el fondo, estuvimos a punto de caer sobre el cadáver que yacía allí en un ataúd descubierto, con dos cirios encendidos en cada extremo. No encontramos nada digno de mención en esta iglesia.

Ya había manifestado a M. de la Roche cuando llegué a Cartago, que si tenía noticia de cualquier clase de curiosidades indígenas, que tuvieran a la venta, me lo hiciera saber para comprarlas. Atendiendo a mi insinuación, cierta mañana me trajo un ídolo hecho de arcilla, hueco por dentro, de muy feo aspecto y que media unas dieciocho pulgadas de altura, hallado al practicar excavaciones en un sido a orillas del Cauca distante dos leguas de Cartago. Me dijo que el ídolo pertenecía a una pobre mujer, esposa del hombre que lo había encontrado, la cual lo empleaba como juguete para divertir a sus chiquillos que le habían roto un pie. Fuimos en seguida a casa de la dueña de la estatuita y al preguntarle el precio que exigiría por su venta nos contestó humildemente que dos reales (diez centavos): ¡mas cuál no sería su sorpresa y alegría cuando al tomarla para llevármela, deposité en sus manos dos pesos! La operación resultó satisfactoria y ventajosa para ambas partes.

El hallazgo de este ídolo de arcilla en la ribera del Cauca constituye prueba irrefutable de que el bello, fértil y extensísimo Valle del Cauca había sido habitado por los indios. Dice la tradición que antes de la conquista española, campeaban por todo el valle las aldeas y cabañas de los indígenas, al paso que hoy no se descubre en toda su extensión una siquiera de las chozas que antes fueron propiedad del indio. ¡Qué avalancha destructora debió de ser el conquistador español para la población indígena, cuando vino a desaparecer por completo en tan extenso valle! Al cruzar la comarca, se alcanzan a ver aquí y allá hendiendo la tierra, los antiguos estrechos surcos, estilo de labranza peculiar a los indios y que todavía emplean estos en los alrededores de Popayán. Tengo la convicción de que la mayor parte de la población indígena pereció en las minas de oro del Chocó y de Buenaventura a consecuencia del trabajo agobiador y del cruel trato que recibían de sus implacables y avaros capataces. Quizás las Casas (el gran defensor y amigo de los indios bajo el reinado de Carlos V) haya exagerado ocasionalmente la crueldad de los españoles para con los aborígenes, pero con todo, no cabe duda de que fueron como una racha pestilencial para los pobres aborígenes cuyo organismo no estaba hecho para resistir la tarea que se les imponía, ni el dolor lacerante de la libertad perdida.

También tuvo M. de la Roche la gentileza de obsequiarme con algunos objetos ornamentales de oro y un collar de piedra caliza encontrados por él en una tumba antigua hallada en las montañas de Cucuana. Luego me dio por escrito la siguiente relación de los descubrimientos hechos por él en los sepulcros de los indígenas:

"En la montaña de Cucuana, cerca al páramo de Banegar, encontré una huaca (o antiguo sepulcro de los indios) donde se hallaban dos esqueletos: uno como sentado bajo un dosel de palma en forma de pirámide con una lámina de oro en figura de flor de Iis sobre el hueso frontal y en el lugar correspondiente a la nariz, dos anillos de dos pulgadas de diámetro, entrelazados. El otro que a juzgar por los adornos que lo cubrían, era el de una mujer, yacía en una especie de cántaro que le servia de ataúd Rodeándole las vértebras del cuello, tenía ocho cuentas de piedra caliza, formando un collar que parecía de mármol y del cual pendía otra lámina de oro como la del primero. Rodeando los huesos de los brazos, aparecían sartas de perlas diminutas a modo de brazaletes. En la nariz llevaba sólo un anillo de oro que caía sobre los dientes superiores y tanto éstos como el resto de la dentadura se conservaban en tan buen estado, que hacían ver que su dueña había muerto joven. También encontré allí al lado del primer esqueleto, unas placas de greda cocida que figuraban las alas de una mariposa, desprendidas del cuerpo y recordando que los antiguos egipcios representaban a la divinidad con el mismo símbolo, para denotar que habitaba en los aires y ejercía dominio sobre los vientos, no pude menos de suponer por analogía, que estos objetos tenían relación con los mitos indígenas y suministraban elementos de juicio para rastrear su origen".

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Conservo todavía el collar de piedra mencionado, después de haber perdido las alas de mariposa y los adornos de oro. M. de la Roche me aseguró que un coronel español nombrado comandante en el Valle del Cauca, se había llevado más de 400.000 pesos fuertes, conseguidos con exacciones de todo género.

Los europeos a quienes se lleva de regalo pájaros raros y en general animales vivos, poco aprecian el gran valor que tienen, pues no se dan cuenta de que su transporte por pésimos caminos y a través de diferentes climas, ha exigido infinita solicitud y trabajo.

Se podía conseguir buen pan en Cartago, pues la harina se traía de Bogotá por el camino del Quindío. Había un carpintero que se valía de clavos hechos de granadillo, árbol cuya madera es sumamente dura y resistente. Los negros gustan mucho de comer la fruta del guayabo de color obscuro muy abundante en la región. En mis paseos por las cercanías, tuve ocasión de ver nadando en las quebradas y en los pantanos, patos salvajes, cercetas y becardones. En uno solo de estos pantanos pude contar más de treinta parejas de cercetas que levantaban el vuelo a corta altura, para posarse luego en la superficie del agua y nos hubieran ofrecido un blanco excelente, de no haber regalado a don Vicente Ramírez, gran cazador, las únicas dos libras de pólvora inglesa que nos quedaban.

Cerca de nuestra residencia en una casita muy pulcra, vivían en compañía de su madre cuatro muchachas, quienes a poco de tratarlas vinieron a ser excelentes amigas. Poseían unas pocas fanegadas de tierra donde mantenían dos vacas y todas las mañanas la madre nos enviaba una cantina rebosante de leche fresca. Era simple deber de cortesía pasar a su casa para manifestarles nuestro agradecimiento por tan delicada atención. Vimos que vivía rodeada de comodidades acompañada de sus cuatro hijos y un niñito, hijo de la segunda de ellas. Las tres menores eran lindas muchachas que no habían cumplido los veinte años y su cutis era tan suave y blanco como el de las europeas. M. de la Roche me relató su historia. Pertenecían a la familia de los Caycedos, una de las más ricas del Valle del Cauca, pero durante la guerra el marido había perdido casi toda su fortuna, quedando a la viuda sólo una modesta estancia que le producía una renta de cuatrocientos o quinientos pesos al año. La segunda de sus hijas se había dejado seducir bajo promesa de matrimonio por un comerciante, padre del niño que viéramos en la casa. El hogar de la viuda vino a ser centro de tertulia para mi secretario que se aburría hasta más no poder en un pueblo tan monótono como Cartago. En cuanto a mí, de cuando en cuando pasaba a visitar a la señora y a las chicas en quienes encontraba trato agradable y buenos sentimientos. En una de mis visitas les oí silbar un trío con singular habilidad, fuera de que todas ellas cantaban con primor aires españoles, acompañándose con la guitarra. A estas habilidades añadían la de nadar muy bien; un día las vimos cruzar a nado el río de La Vieja. Afortunadamente en esta ocasión llevaba algunos libros conmigo; de otro modo me hubiera resultado insoportable la forzada permanencia de dos semanas en Cartago.

Las gentes del pueblo tocan un instrumento que llaman Alfandoke, hecho de madera hueca de un árbol conocido con el nombre de mano de león. Dentro de la caja resonante ponen pepas de una fruta llamada chakera. Al agitar el instrumento las semillas producen un ruido no del todo desagradable, con el cual hacen acompañamiento a las guitarras. La carrasca, que también suelen tocar, hace en cambio, un tremendo ruido en manera alguna melodioso. Se la fabrica con madera de álamo negro, en la cual se cortan varias muescas por un lado. A manera de arco de violín se emplea la costilla de un toro, la cual se frota contra las muescas y con cuyo tañido se produciría en Europa una escena sólo comparable a la que el inimitable Hogarth ha descrito con tanta maestría en su "Músico Rabioso". También tocan en Cartago el tiple, que semeja una guitarra pequeña. De regreso a Inglaterra llevé una especie de arpa pequeña muy curiosa, de tres pies de altura aproximadamente. con tres octavas de cuerdas de guitarra. La caja resonante consistía en un calabazo vacío, ancho abajo y angosto arriba, en la cual iban toscamente incrustadas piezas de madera para darle la configuración especial del arpa.

En los alrededores de Cartago abunda la hormiga llamada cazadora, de gran tamaño y color negro, cuya propagación se fomenta, pues atacan a las culebras no muy grandes, a los sapos y a toda clase de bichos a los cuales aguijonean hasta matarlos. Por supuesto que si una columna de estas hormigas invade una casa, el que la habita tiene buen cuidado de abandonarla Incontinenti hasta que las hormigas la desocupen continuando su camino; tanto es el miedo que se tiene a su picadura. Con frecuencia bajan los osos negros de la montaña para comer las pepas de corozos que producen las palmeras.

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Nos divirtió mucho una mañana ver entrar a nuestro cuarto un pajarito que atacaba a las cucarachas picoteándolas con furia hasta lograr traspasarles el cuerpo y se las llevaba luego volando. Era la avecilla de color castaño claro, con grandes ojos negros y canto de suaves gorjeos. Varias veces he tenido oportunidad de ver aquí ruiseñores en el momento de atacar escarabajos o cucarrones en la misma forma y en alguna ocasión vi al dueño de la casa a donde fuimos de visita cuando vaciaba una jarra llena de estos coleópteros dentro de una pajarera donde tenía varios de los canoros pajaritos.

M. de la Roche vino de nuevo a comer con nosotros el 18 de diciembre y el día siguiente fuimos invitados por el juez político, quien con suculento despliegue de sabrosos platos nos demostró sus aficiones de gourmet El doctor Rodríguez, que así se llamaba el juez, nos mostró la piel de una enorme serpiente que había perseguido una vez en el Chocó a un negrito, el cual viendo que ya casi le alcanzaba se arrojó al río, en cuyas aguas se sumergió por algunos momentos; alguno que por allí trabajaba corrió al río al oír los gritos del muchacho y vio la culebra que se erguía entre los matorrales, mirando en todas direcciones en busca de su presa y sin perder tiempo logró matarla, atacándola a machete. La culebra resultó ser de la familia de los boas constrictores. Entre las serpientes que habitan el Valle del Cauca hay una que cacarea por la mañana como una gallina. La hija mayor del juez político era una chica de extraordinaria hermosura, de grandes ojos negros, cabello castaño tirando a rojizo, que parecía muchacha modesta y juiciosa.

Acabando de comer la esposa del señor Rodríguez me preguntó si yo entendía de medicina, pues su hija mayor se había sentido muy mal durante todo el año y sabría agradecerme si encontraba algún remedio que aplicarle; ruego que hizo reír de buena gana a Mr. Cade; la enfermedad de la pobre chica resultó ser despecho amoroso. Se había enamorado perdidamente de cierto oficial de la guarnición colombiana acantonada en Cartago, pero su padre, el juez político, que era hombre rico, se opuso a su enlace con un simple soldado sin porvenir. Sentí mucho por la pobre chica, víctima de una pasión irrealizable. Al día siguiente vimos en la plaza central un cortejo fúnebre precedido de flautas y tambores en medio de cohetes y pólvora de artificio disparados por la muchedumbre.

Al inquirir la causa de una conducta, al parecer tan absurda, se me explicó que se trataba del entierro de una niña hija del cuñado del juez político y que siempre era causa de público regocijo la muerte de una persona antes de llegar a la edad adulta, pues así disminuía la posibilidad de cometer pecados de los cuales tuviera que dar más tarde cuenta a Dios. Al encontrarme con el padre de la criatura difunta me dijo muy sonriente que su mujer ya había cuidado de llenar el puesto que había quedado vacante. Los criollos tienen un temperamento muy filosófico. No escaseaban los ricos en Cartago. De alguno, muerto hacía muchos meses, supe que había dejado una fortuna que pasaba de los 200.000 pesos. Por estímulo a su esfuerzo sólo tienen el "amor nummi" y el único placer que se dan con sus ganancias es atesorarlas.

Al fin llegó la buena nueva de que el juez político de Ibagué estaba adelantando activas diligencias para conseguir el número necesario de silleros, peones y mulas, pues había recibido órdenes del gobierno de que nos prestara toda clase de ayuda; así es que el 20 de diciembre llegaron a Cartago los hombres y las mulas.

El 21 vino el juez político a decirnos que los peones necesitaban, antes de emprender el camino de regreso a Ibagué, descansar un día y ocuparse en comprar algunas cosas que les faltaban. Se pasaron algunas horas de la mañana en pesarnos escrupulosamente. Yo resulté pesando siete arrobas menos cinco libras, y Mr. Cade cinco completas. Nos divirtió mucho ver a los dos silleros que creían tener que cargar conmigo por el paso de las montañas, mirarme con fijeza de alto a abajo. Como el juez les preguntara qué opinaban de mi peso, respondieron que podrían cargarme sin dificultad alguna y que en anteriores ocasiones habían podido con personas todavía más corpulentas. Por lo que el juez político les había dicho en Ibagué se habían formado la idea de que el cónsul general inglés (título que me daban siempre) era personaje de mucho mayor envergadura. La expedición contaba con cuatro silleros, catorce peones para cuidar del equipaje y tres mulas de remuda, fuera de las que montábamos y una especie de capataz o comandante cuyo ascendiente sobre el personal, si va a decir verdad, no era muy grande.

Siguiendo el consejo del señor Rodríguez, desistimos de llevar con nosotros el moro de Mr. Cade, que cojeaba por habérsele puesto mal las herraduras. Se convino en pagar diez y seis pesos a cada uno de mis silleros, diez a los te Mr. Cade y de Edle y nueve a cada uno de los peones. Por mi parte, les ofrecí una buena propina si quedaba contento del servicio y conducían la carga con cuidado.

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Corre a cargo del empresario de los silleros y peones la alimentación, consistente en carne cecina, tanto de res como de cerdo, plátano y arroz en determinada cantidad por persona. Con satisfacción oímos al señor Rodríguez afirmar que estos cargueros eran muy diferentes de los bribones que se emplean para tripular los champanes subiendo el Magdalena. Y tengo para mí que si no llegaban a ser mejores, peores no podrían serlo en ningún caso.

El artefacto de que se valen para cargar el equipaje es una especie de armazón de guadua, de tres pies de largo aproximadamente, con un travesaño en la parte inferior donde se afianza el bulto. Luego se le asegura con correas hechas de la corteza de ciertos árboles, cuyos extremos se anudan a guisa de arnés sobre los hombros y a través cruzando el pecho del peón; además sostienen con la frente otra correa que va adherida a los extremos superiores del armazón de guaduas que llevan a la espalda. Tienen buen cuidado, desde luego, de poner sendas almohadillas sobre la frente y la espalda para precaverse de las magulladuras. Por lo demás, andan desnudos, con sólo un pañuelo ceñido a la cintura. Las sillas para cargar personas sólo difieren de las descritas arriba en que llevan sostenes para el apoyo de los brazos y los pies del pasajero. El peso que ordinariamente carga un peón es de 100 libras, pero muchos, en ocasiones, llevan uno mayor y algunos han llegado a cargar hasta ocho arrobas; no obstante este impedimento andan ágilmente deteniéndose rara vez a descansar. Tuvimos la satisfacción de ver que el juez político se ocupaba con toda solicitud y acuciosidad en la tarea de tener todo listo y bien dispuesto para nuestro viaje por las montañas. Recomendaba además, con ahinco, a los peones que se portaran con diligencia y esmero durante la jornada que íbamos a emprender.

En la mañana del 22 de diciembre habíamos terminado todos los preparativos y nos aprestábamos ya a partir de Cartago, cuando creí oportuno dirigirme a mis criados para decirles que no debían pensar, remotamente siquiera, en hacerse cargar por los silleros a menos de llegar a enfermarse en el camino, orden que tuve la satisfacción de ver estrictamente acatada. Luego de despedirnos del juez político, de M. de la Roche y de otros tres caballeros allí presentes sin olvidar naturalmente, a las chicas silbadoras, siendo las nueve de la mañana emprendimos camino hacia las montañas del Quindío, montando nuestras mulas, pues era mi propósito cabalgar hasta donde fuera posible. Encontramos el camino en no muy malas condiciones por espacio de tres cuartos de legua; más adelante estaba tan cenagoso que me vi obligado a apearme para vadear los charcos, calzado como estaba de botas altas y grandes espuelas, con gran diversión para los peones, naturalmente, pero con no menor mengua de mis reservas de grasa. Después de llegar a un alto, la bajada a lomo de mula por las veredas resbaladizas y fangosas era empresa rayana en lo temerario. En estos casos era de ver cómo las mulas, conscientes del peligro, escudriñaban la vía con toda cautela y luego, juntando las patas delanteras, se dejaban resbalar sobre las corvas en forma tal, que hasta un testigo presencial hubiera vacilado en dar crédito a sus ojos. Lo único que el jinete puede hacer en estos momentos es conservarse a plomo en la silla confiando en que la Divina Providencia y después la mula lo guarden de estrellarse en el medroso abismo.

A las tres de la tarde llegamos a una casa solitaria sobre las márgenes del río La Vieja, donde debíamos pasar la noche. Ya puede imaginarse el cansancio que me agobiaba después de la tremenda jornada, tan mal equipado como iba para andar a píe por semejantes andurriales y con un calor achicharrante, pues apenas habíamos ascendido un poco sobre el nivel del Valle del Cauca. En cuanto a Mr. Cade, cuyo peso era mucho menor que el mío, había podido salir avante sin desmontarse de la mula. Durante la noche nos molestó mucho el zancudo por la circunstancia de hallarse la casa situada no lejos de las márgenes del río, como queda dicho. Por el estado en que se hallaban los caminos o más bien, veredas, practicadas por el paso de las mulas, pudimos darnos cuenta de que había llovido copiosamente en las montañas mientras en Cartago

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PARTE 8 – 22 DE DICIEMBRE A 22 DE MAYO

En la mañana del 22 de diciembre habíamos terminado todos los preparativos y nos aprestábamos ya a partir de Cartago, cuando creí oportuno dirigirme a mis criados para decirles que no debían pensar, remotamente siquiera, en hacerse cargar por los silleros a menos de llegar a enfermarse en el camino, orden que tuve la satisfacción de ver estrictamente acatada. Luego de despedirnos del juez político, de M. de la Roche y de otros tres caballeros allí presentes sin olvidar naturalmente, a las chicas silbadoras, siendo las nueve de la mañana emprendimos camino hacia las montañas del Quindío, montando nuestras mulas, pues era mi propósito cabalgar hasta donde fuera posible. Encontramos el camino en no muy malas condiciones por espacio de tres cuartos de legua; más adelante estaba tan cenagoso que me vi obligado a apearme para vadear los charcos, calzado como estaba de botas altas y grandes espuelas, con gran diversión para los peones, naturalmente, pero con no menor mengua de mis reservas de grasa. Después de llegar a un alto, la bajada a lomo de mula por las veredas resbaladizas y fangosas era empresa rayana en lo temerario. En estos casos era de ver cómo las mulas, conscientes del peligro, escudriñaban la vía con toda cautela y luego, juntando las patas delanteras, se dejaban resbalar sobre las corvas en forma tal, que hasta un testigo presencial hubiera vacilado en dar crédito a sus ojos. Lo único que el jinete puede hacer en estos momentos es conservarse a plomo en la silla confiando en que la Divina Providencia y después la mula lo guarden de estrellarse en el medroso abismo.

A las tres de la tarde llegamos a una casa solitaria sobre las márgenes del río La Vieja, donde debíamos pasar la noche. Ya puede imaginarse el cansancio que me agobiaba después de la tremenda jornada, tan mal equipado como iba para andar a píe por semejantes andurriales y con un calor achicharrante, pues apenas habíamos ascendido un poco sobre el nivel del Valle del Cauca. En cuanto a Mr. Cade, cuyo peso era mucho menor que el mío, había podido salir avante sin desmontarse de la mula. Durante la noche nos molestó mucho el zancudo por la circunstancia de hallarse la casa situada no lejos de las márgenes del río, como queda dicho. Por el estado en que se hallaban los caminos o más bien, veredas, practicadas por el paso de las mulas, pudimos darnos cuenta de que había llovido copiosamente en las montañas mientras en Cartago habíamos gozado de buen tiempo, observación que fue confirmada por los peones que habían hecho el viaje viniendo de Ibagué.

Madrugamos el 24 de diciembre para seguir camino aunque, a decir verdad, no era muy satisfactoria la condición en que me hallaba para caminar por la montaña. Decidí cambiar mis botas altas por unas alborgas que compré en Cartago, especie de sandalias que cubren la planta del pie y parte de los dedos y que se sujetan con dos cuerdas que, prendidas al talón, se atan sobre el empeine. Hube de prescindir de las medias, pues las hubiera dejado pegadas en el barro. Completaban mi atuendo holgados pantalones blancos, camisa y chaleco, sombrero pajizo de anchas alas y un grueso bordón de punta ferrada para apoyarme al trepar por las rocas o salvar los charcos.

También ese día encontramos los senderos en el mismo pavoroso estado de los que habíamos transitado el día anterior. Caí en dos o tres fangales de los cuales sólo pude salir con la denodada ayuda de los peones y comencé a temer que me flaquearan las fuerzas antes de dar cima a mi empresa; pero resolví perseverar tenazmente en mi determinación mientras pudiera conservar aliento siquiera para mover las piernas. Cuatro días de buen andar se emplean en la travesía de aquella parte del Quindío, conocida con el nombre de La Trucha, región anegadiza y cenagosa; mas dejada atrás ésta, se pisa ya terreno más firme y los senderos empiezan a hacerse transitables. El agua de los arroyos que corren por allí es muy pura y deliciosamente fría; el clima tiene reputación de ser salubre y estimulante. Pasamos la noche en un lugar llamado El Cuchillo, donde nos fue de gran utilidad la tienda que en Popayán nos regalara don J. Mosquera, la cual alcanzaba a servirnos de dormitorio a Mr. Cade y a mí. En

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cuanto a los peones, construyeron con hojas de plátano traídas a tal efecto desde Cartago, una especie de cobertizos que llamaban ranchos y de cuyo abrigo hicieron partícipes también a nuestros criados.

Partimos de El Cuchillo el 24 de diciembre a las seis de la mañana y a las tres de la tarde llegamos a un lugar llamado el Portachilo. Por el camino ese día tuve dos resbalones que dieron con mi cuerpo en tierra, sufriendo gran maltrato, aunque con la práctica anterior había adquirido ya alguna destreza en saltar de uno a otro de los lomos de tierra sólida que sobresalían entre los barrizales; fuera de que en las alborgas hallé calzado más adecuado que las botas altas de antaño para el tránsito por estos resbaladeros. Causaba pasmo ver a los cargueros avanzando por los peligrosísimos senderos con tan pesados fardos a la espalda; sólo una larga práctica había podido avezar sus cuerpos a trabajo tan rudo y azaroso. Nos dijeron que desde pequeños se les entrena haciéndoles cargar livianos bultos cuyo peso se aumenta gradualmente a medida que avanza en edad. En algunos trechos habían caído grandes árboles a la orilla del camino, sobre cuyos troncos se deslizaban los peones con tanta seguridad y aplomo como si estuvieran actuando en un prado de juegos. Mis dos cargueros, con su talle esbelto y recio, parecían modelos escogidos por un gran artista.

Uno de ellos tenía semblante particularmente vivo e inteligente, junto con trato expresivo y jovial.

Me contó cómo había tenido el honor de cargar en el paso por estas montañas a la mujer del coronel Ortega, gobernador entonces de la provincia de Popayán y que en todo el trayecto no se había resbalado una vez siquiera. Tiempo después, conversando con el juez político de Ibagué, me dijo que los cargueros rara vez pasan de los cuarenta años, pues por lo general mueren prematuramente de alguna afección pulmonar o de la ruptura de un aneurisma y que además, como sucede en general, los que trabajan de manera intermitente pero con buena remuneración en cada caso, se daban a la disipación y a la bebida hasta consumir el último centavo de la paga anteriormente obtenida. Hay entre trescientos y cuatrocientos hombres en Ibagué que viven exclusivamente de cargar personas y fardos por las montañas del Quindío. Es de esperarse que el Gobierno realice el programa de mejorar los caminos que calzan estas montañas, pues es ciertamente deshonroso para la especie humana verse en el caso de imponer a sus semejantes un trabajo que sólo las bestias debieran realizar. Se me ha dicho que tanto españoles como naturales del país montan a espaldas de estos silleros con tanta sangre fría como si cabalgaran a lomo de mula y que muchos de estos infames no han vacilado en aguijar las carnes de los pobres hombres cuando le viene en gana pensar que no marchan con suficiente rapidez.

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Yendo de camino uno tras otro, el carguero que va adelante como guía de los demás suba cada cinco o diez minutos para indicarles la ruta que va siguiendo libre de tropiezo.

A la madrugada del 25 de diciembre la expedición estaba lista a partir de Portachilo. Habíamos mantenido encendidas grandes fogatas para ahuyentar a los tigres y proteger especialmente a las mulas, que muy a menudo son víctimas de los audaces ataques de estos felinos. A cada rato les oíamos rugir durante la noche, acompañados del desapacible aullido de los simios rojos; y al añadirse a tan medroso vocerío el áspero grasnar de las aves nocturnas, resultaba una infernal serenata no arrulladora en verdad, para el oído inglés de Mr. Cade y el mío Continuamos todo el día nuestra marcha por el camino cenagoso bordeado de selvas impenetrables, subiendo poco a poco hacia la cuna de este ramal de los Andes, y si, de cuando en vez se presentaba en la abrupta vía un paso que permitiera la vista del paisaje, se alcanzaban a divisar a uno y otro lado, montañas cuyos picos altísimos se alzaban hasta esconderse en un nimbo de nubes. Mr. Cade persistía en continuar a caballo, no obstante los repetidos porrazos que tuvo que afrontar, y los criados, aunque a trechos montaban sus mulas, hicieron a pie la mayor parte del recorrido. Poco a poco, con la práctica iban mejorando mis cualidades de andarín, aunque, no habituado a las sandalias, me dolían los pies, maltratados por golpes y rozaduras contra los pedruzcos y raíces de árbol que obstruían el camino. Vimos por allí pájaros muy raros que no conocíamos, de tamaño como un faisán, de brillante plumaje y largo pico; me decían los peones que estas selvas estaban pobladas de aves que no se encontraban en el Valle del Cauca ni en las provincias de Mariquita o Neiva. ¡Qué campo de investigación tan amplio y rico ofrecían estas montañas a ornitólogos y botánicos dotados de temple suficiente para arrostrar, eso sí, toda clase de privaciones y penalidades!

Esta mañana un peón mató con su bordón una culebra de piel verde brillante y de ocho pies de largo que yacía dormida a dos o tres yardas del camino. Comentaba después que tal clase de serpientes llegaba a tener gran tamaño y que muchas veces las había visto subidas en un árbol a caza de pájaros y animalillos de toda clase, pero que su mordedura no era venenosa. A las tres de la tarde llegamos a un altiplano que consideramos adecuado para pasar la noche y donde había buen pasto para las mulas.

Me había fatigado tanto con la caminata de aquel día, que me vi obligado a descansar varias veces a la orilla del camino. Al partir de Cartago Edler, mi cocinero tenía las piernas hinchadísimas y cubiertas de escoriaciones, pero a medida que con el ascenso encontrábamos clima más fresco (el termómetro aquí marcaba 64ºF) se fue reponiendo hasta desaparecer casi por completo la inflamación. Hasta el momento los peones se habían portado tan bien, que gustoso les prometí una paga adicional de veinte pesos si continuaban lo mismo hasta Ibagué y como los cuatro silleros iban escoteros, ayudaban de buen grado a los peones a cargar el equipaje. Algunos de ellos, como el astuto Esopo, habían tenido cuidado de llevar consigo buena cantidad de comestibles que vendían a buen precio durante el viaje a sus compañeros menos previsivos y andaban ahora ligeros y desembarazados, libres del lastre que al emprender camino les agobiara. Uno de los peones me mostró la palma de cera que por allí se daba.

En la Navidad, que nos sorprendió por el camino, Mr. Cade y yo brindamos unos extras de Punch por todos los amigos de nuestra patria lejana, sin dejar en olvido a nuestros criados, quienes fraternizando con los peones tomaron también parte en el regocijo. No eran en verdad las montañas del Quindío sitio propicio para pasar una alegre y festiva Nochebuena, pero por fortuna gozábamos de buena salud y nos alentaba la esperanza de llegar ya pronto a Bogotá, donde podríamos recibir noticias de los amigos de Inglaterra. Desde mayo anterior, es decir, justamente hacia ocho meses, no había recibido cartas de mi familia. Ya habíamos dejado atrás el Trucha y pisábamos un terreno más sólido, desde cuyas alturas se podían contemplar más amplios panoramas. Hasta donde alcanzaba la vista cubría las montañas selva impenetrable, a no ser por el sendero estrechísimo que seguíamos y que a duras penas se podía transitar. Ya por la tarde, al bajar acompañado por dos peones hasta un arroyuelo que corría por el pie de la montaña, uno de ellos me señaló un jaguar de gran tamaño que estaba bebiendo en la orilla a unas 200 yardas de distancia. El felino nos clavó la mirada por espacio de dos o tres segundos, pero luego, volviendo grupas, se internó a paso mesurado por la selva; actitud que recibió mi aprobación irrestricta, como que en el momento nos hallábamos desprovistos de lanzas o de cualquier arma de fuego. Por la tarde uno de mis silleros empezó a quejarse de que se sentía indispuesto y al ofrecerle yo alguna medicina que podría aliviarlo, se negó obstinadamente a tomarla. Al día siguiente, como lo encontrara ya bueno y sano y le preguntara qué remedio se había hecho, me contestó que había tomado simplemente agua de azúcar, que era la cura infalible para toda enfermedad. Quizás los doctores europeos encuentren algunos reparos que hacer a este sistema terapéutico.

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Ese mismo día cruzamos el río Quindío que, corriendo en dirección sur, desemboca en el río de La Vieja. Las noches iban siendo cada vez más frías y las cobijas se hacían más deseables aún bajo el abrigo de nuestra tienda.

A las seis de la mañana del 26 de diciembre partimos del alto que nos sirvió de posada y comenzamos a ascender rápidamente. De camino vimos bandadas de pavos silvestres y a buen seguro que, de llevar con nosotros nuestras escopetas y cartuchos, nos hubiéramos procurado, por lo menos, dos o tres buenas comidas, pues la carne se conserva bien en un clima ya tan frío. Pero al fin y al cabo, el viajero que transita por tan abrupta e inhóspita región, sólo le obsesiona la idea de llegar cuanto antes al término de su jornada, más si se ha visto obligado a andar a pie. Uno de los silleros me señaló huellas de tigre y de oso negro, las primeras de las cuales, frescas aún, me indujeron a tener ojo avizor para evitar una sorpresa peligrosa al pasar por los desfiladeros.

Poco antes de las tres, hicimos alto para pasar la noche, cosa que siempre me caía como lluvia de mayo, porque si bien ya no teníamos que debatirnos en los profundos charcos, tropezábamos en cambio con peñascos y rocas por las cuales teníamos que trepar a gatas, respirando con dificultad un aire enrarecido. Los peones portadores del equipaje que no era indispensable desempacar, al colocarlo en el suelo lo cubrían con hojas de plátano para ponerlo al abrigo de la lluvia. Hasta aquí habíamos disfrutado por fortuna de tan buen tiempo que apenas si cayeron lloviznas pasajeras, en contraste con la semana anterior durante la cual, según decían los peones, en su viaje de Ibagué a Cartago no dejó de llover un solo día. Desde la altura donde nos encontrábamos se divisaba, distante algunas leguas a la izquierda, el nevado del Tolima en forma de cono truncado y de cima cubierta perpetuamente de nieve; el mismo que según tuve ocasión de mencionar arriba, se hace visible desde Bogotá a hora temprana cuando el cielo está bien despejado. Ignoro si se ha medido su altura, pero debe ser ésta muy grande, cuando alcanza a columbrarse a tan enorme distancia.

Partimos de nuestro campamento el 27 de diciembre a las seis de la mañana y a las once dejando atrás en el remate de la cordillera el páramo que alcanza una altura de 13.000 pies sobre el nivel del mar comenzamos a descender rápidamente. En las dos últimas leguas el camino había sido muy pendiente, y con todo, acompañado de mis dos silleros había ganado tal ventaja sobre el resto de la expedición, que llegué al lugar escogido para acampar al otro lado del páramo, tres cuartos de hora antes que Mr. Cade y sus compañeros. Los silleros me felicitaron con entusiasmo por mi proeza como andarín, no rivalizada por ninguno de los señores que durante toda su carrera les había tocado conducir por las montañas. Mas este enorme y quizás imprudente esfuerzo estuvo a punto de producirme un colapso que, afortunadamente pude conjurar tomando un vaso de ron con galletas y reposando un rato. Con todo, al llegar finalmente, a eso de las tres de la tarde al lugar escogido para pasar la noche, me sentía ya casi deshecho. Llegando ya a la cumbre de los Andes, descubrimos a lo largo del camino huellas de danta (asno salvaje) de pezuña hendida en dos, como la del cerdo.

Este animal sólo habita las alturas de los Andes y es muy raro que los indios logren acercársele lo suficiente para hacer presa en él. Según la descripción de los peones, tiene piel de color leonado oscuro, es muy veloz en la carrera y su tamaño es mayor que el de un asno bien desarrollado. Uno de los silleros me trajo un pedazo de incienso que había arrancado de un árbol llamado patilla, resina de colorido ambarino y olor muy agradable. En las montañas cercanas a Ibagué se han encontrado depósitos de mercurio. A partir de la cumbre de la cordillera, las distancias en leguas van señaladas con postes en los cuales se talla el número correspondiente.

Nada tan grandioso y sublime como el panorama que se extendía a nuestra vista al llegar a la cumbre del páramo, y que pudimos seguir contemplando por largo tiempo durante el descenso. A la derecha, distante no menos de setenta u ochenta millas se alcanzaba a divisar la cordillera próxima al Chocó. De un golpe abarca la mirada estas empinadísimas montañas, y al observar sus flancos como cortados a pico junto con las impenetrables selvas que las cubren, nadie hubiera imaginado que fuera posible cruzarlas por el estrechísimo sendero que las bordea en espiral; es el trabajo tenaz del hombre que consigue allanar todos los obstáculos. Con todo la naturaleza comienza a enseñorearse nuevamente de los caminos del Quindío y, de no poner el Gobierno pronto remedio, dentro de poco sólo darán paso a las fieras de la selva.

A las seis y media de la mañana del 28 de diciembre, la expedición se aprontaba ya a continuar el viaje. Estaba tan fría el agua que, al tomarla, hacia doler los dientes. Mr. Cade persistía tercamente en continuar la marcha

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sin apearse de su mula, no obstante haber sufrido peligrosas caídas o de haber sido lanzado de su montura más de seis o siete veces por las ramas de los árboles que interceptaban el camino; porque sucede que, cayendo estos a menudo sobre la angosta senda en los desfiladeros, dejan apenas espacio suficiente para el paso de las bestias, a menos que el jinete se agache hasta formar un mismo plano con el lomo de la mula. Tuvo el tenacísimo caballero la suerte de escapar a todos estos peligros con un rasguño apenas en la cabeza. En cambio, a pocos días de su llegada a Bogotá, se le fracturó una pierna por dos partes al volcarse el coche del cónsul general que transitaba por una estrecha vía. En algunos trayectos que, en ocasiones alcanzaban hasta dos leguas continuas, el camino se convertía en verdadero túnel oscurísimo, a lo sumo de tres o cuatro pies de anchura, con vegetación tupida y exhuberante a lado y lado. En consecuencia, quien se aventura a pasar por tan estrechos y oscuros pasadizos, debe estar continuamente sobre aviso, para evitar herirse contra los picos de roca que se proyectan sobre la senda, para esquivar las lancetas espinosas de las guaduas que bien pudieran sacarle un ojo, o para ponerse al abrigo de un golpe violento que lo lance lejos de su cabalgadura al chocar con la ramazón de un árbol caído. Es claro que en tales circunstancias resulta mucho más cuerdo andar a pie. En ocasiones, tales desfiladeros se convierten en campo de disputa para los peones de partidas que allí se encuentran viajando en sentido contrario para decidir cuál de las dos debe retroceder dejando paso a la otra, especialmente cuando van con bueyes o recuas de mulas.

Aquel día precisamente un pelotón de peones conducía a Cartago una partida de bueyes cargados de sal, y observé que los fardos que lleva cada animal son más bien pequeños y colocados al lado de las ancas, de manera que no encuentren obstáculo al pasar por los pasadizos que quedan descritos. El buey alcanza a cargar de ocho a diez arrobas de sal y, debido a su mayor fuerza y resistencia, puede salir avante al atravesar lodazales donde una mula quedaría anegada sin remedio.

A las dos de la tarde, más o menos, llegamos a un tambo (ramada o cobertizo) construido especialmente para dar alojamiento a los viajantes, lo que nos causó gran contento, pues esa construcción, con ser humilde, era un mensaje de la civilización. Habíamos comenzado ya el descenso hacia las llanuras de Ibagué, y el ambiente se sentía más tibio y agradable.

Al partir del tambo en la madrugada del 29 me fue mucho más fácil continuar a pie el camino, desde luego que éste era ya en bajada y se hallaba en mejor estado que los que habíamos recorrido al lado occidental de la cordillera. Durante la jornada vi gran variedad de mariposas, algunas de gran tamaño, con alas de color carmelita oscuro con brillantes manchas rojas, y bandadas de micos descolgándose de los árboles y asomándose al camino para mirarnos con curiosidad, haciendo muecas y visajes.

Aquel día cruzamos el río San Juan cuyo curso, torciendo hacia el sureste, desemboca mas allá en el Magdalena, antes de salir de los límites de la provincia de Neiva. No lejos del camino nos mostraron dos fuentes ferruginosas, la una de agua hirviendo, tibia apenas la de la otra. Al decir de los peones, se encontraba azufre en abundancia esparcido al rededor. Marchábamos ahora de muy buen humor y contentos con la perspectiva de llegar pronto a Ibagué a descansar de nuestro penoso tránsito por las montañas.

Siendo ya casi las doce oí gritar a uno de los peones que ya alcanzaba a divisar un rancho; oyendo lo cual, todas las miradas se dirigieron a escudriñar el horizonte para lograr vislumbrarlo, con la misma ansiedad que los pasajeros aprisionados en un buque durante interminable travesía, buscan con ojos ávidos la silueta oscura de tierra en lontananza. A poco atravesábamos por una extensa plantación de maíz y, a la una, llegábamos a un lugar llamado Morales, ocupado por la cabaña solitaria que a distancia columbrara el arriero. Habíamos caminado ocho leguas españolas y me apremiaba llegar a Ibagué, pues mis alborgas empezaban a gastarse y tenía ya los talones medio desollados con el roce de los ataderos. Tan pronto como tomamos posesión de nuestra posada, Edle le compró dos gallinas a la mujer que en ella vivía y, aderezando además algunas papas que guardara como preciada reserva, nos preparó un suculento almuerzo. Esa misma mañana realizó también Edler la hazaña de matar una serpiente coral. Ya por la noche, los pobres peones, más alegres que alondras a la aurora, armaron fiesta, bailando al son de las guitarras y de la estruendosa carrasca, con dos chicas mulatas que vivían también en la posada.

Partimos de Morales a las siete de la mañana ansiosos de alcanzar a ver ya la ciudad de Ibagué y los llanos de Mariquita, que se extienden hasta el Magdalena, los cuales se ofrecieron al fin a nuestra vista en toda su belleza, llegando a un lugar distante una legua de la población nombrada. A lo lejos se divisaban las serranías

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que corren en dirección a Bogotá, paralelas al río del mismo nombre. El camino de bajada hasta Ibagué es sumamente pendiente y su tránsito, en uno u otro sentido, debe ser poco menos que imposible para las mulas durante la estación lluviosa.

Corrimos con singular fortuna durante el paso de las montañas del Quindío, pues durante los nueve días que en ello empleamos, no cayó una sola gota de agua. Poco antes de llegar a Ibagué, Mr. Cade tuvo la ocurrencia de sentarse en la silla que uno de los silleros llevaba a la espalda, para probar por propia experiencia cómo podría sentirse en ellas un pasajero y no acababa de hacerlo, cuando el carguero partió corriendo con él a cuestas con tal agilidad y presteza como si se tratara de simple mariposa posada sobre el hombro: Mr. Cade me participó luego que había encontrado especialmente cómodo tal sistema de transporte. Por mi parte, me fue satisfactorio haber conseguido que durante el viaje, ninguno de los que componían la expedición se hubiera visto obligado a valerse de los silleros. Recibimos cordial recepción del juez político de Ibagué, señor Ortega hermano del coronel Ortega, gobernador de la provincia de Popayán y fuimos luego a alojarnos a un convento, entonces desocupado, y que antiguamente había sido propiedad de los padres Franciscanos. Huelga decir que nos pareció un soberbio palacio, después de la vida errabunda que lleváramos durante tantos días al escampado. Nos manifestó el señor Ortega que corría de su cuenta proveer a todo lo que nos fuera necesario durante nuestra estada en la ciudad, y nos anunció, al propio tiempo, que volverla a las cuatro a darse el placer de comer en nuestra compañía, como sincero y buen amigo.

Una vez solos y en posesión tranquila de nuestras habitaciones, nos ocupamos en aseamos y hacernos presentables. Llevábamos sin afeitamos más de nueve días y, terminada ya mi carrera de andarín, debía cambiar mi ligero ropaje por otro más consistente. Nos mandaron al convento una excelente comida y, según lo había prometido, vino a participar en ella el señor Ortega, acompañado de un amigo suyo, médico europeo, cuyo nombre no recuerdo ahora, el cual según nos dijo, tenía el propósito de ir al Chocó para catear las minas de oro, especialmente aquellas mezcladas con platino. En 1815, don Ignacio Hurtado había hecho obsequio al general Morillo residente entonces en Bogotá, de la pepa de platino más grande hallada hasta entonces, con un peso de diecinueve onzas y de forma semejante a la de tina fresa. Provenía el precioso espécimen de una de las minas de oro de la provincia del Chocó y el general Morillo, a su vez, la envió como presente, al rey de España.

Al día siguiente liquidé la cuenta a los peones añadiéndoles la propina de veinte pesos que les había ofrecido en caso de comportamiento inobjetable, con lo cual nos separamos como los mejores amigos. Tuve también cuidado de elogiar su conducta ante el señor juez político.

La segunda noche que dormíamos en el convento me desperté de súbito al sentir que la cama se movía de un lado a otro como una zaranda, al propio tiempo que se estremecían con ruido extraño todos los muebles y objetos dispuestos en el cuarto. Al llamar a Mr Cade, quien dormía en la estancia vecina, y preguntarle si había sentido el remesón que me despertara, me contestó que estaba seguro de haber sido un terremoto mas, volviendo a quedar todo en calma, pasados algunos momentos volví a sumirme en profundo sueño. Al día siguiente, Mr.Cade me dijo que no había podido pegar los ojos el resto de la noche, temiendo a cada momento que el convento se desplomara sobre nosotros. Al preguntar al juez político la causa de la alarma ocurrida, nos confirmó que había sido un violento temblor de tierra y que muchos de los habitantes, sobrecogidos de pánico, se habían echado fuera de sus casas y pasado toda la noche en la calle. Añadió que durante los últimos dos meses se habían sentido con frecuencia ligeros temblores y que temían sobreviniera de un momento a otro algún tremendo cataclismo, pues el tiempo había estado inusitadamente bochornoso durante los últimos tres meses sin que en todo este lapso hubiera llovido una sola gota en toda la provincia, lo que habla acarreado miseria y males sin cuento a los campesinos, quienes hablan visto sus sementeras arrasadas por completo. En Honda las clases acomodadas habían salido de sus casas en la población para albergarse en chozas improvisadas en las montañas circunvecinas, tal era el temor de que se repitiera el terremoto. En cuanto a Mr. Cade y a mí, hubimos de felicitarnos de no haber quedado sepultados bajo las ruinas del convento. Tiempo atrás, había sentido un temblor de tierra en Messina, Sicilia, pero nunca tan violento como el que nos alarmó en Ibagué.

Poco después conversando con el señor Rivero, director del Museo Nacional, del terremoto que nos había sorprendido en el convento de Ibagué, nos refutó que por ese tiempo había recibido una carta del párroco, hombre ignorante y además tacaño, en la cual le pedía que le indicara qué medios había adoptado él para

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conjurar los terremotos, ¡porque lo tenían sobrecogido de miedo los frecuentísimos temblores! El clima de Ibagué es muy agradable, con una temperatura media de 74º F a medio día. En la cordillera, no muy lejos de la ciudad, se encuentran las bocas de monte o cráteres que los habitantes cuidan de tener siempre destapados como medida preventiva contra los terremotos.

El convento de franciscanos en que nos alojábamos, junto con los terremotos que le pertenecían había sido destinado para escuela pública, y se esperaba con impaciencia que el director nombrado para dirigirla, tomara las medidas conducentes a la pronta iniciación de tareas. Debía seguirse en este plantel el mismo plan de estudios adoptado para los de su índole en Bogotá y recibir, como alumnos, jóvenes provenientes del Valle del Cauca, de las provincias de Mariquita y de algunas de las del Chocó y de Antioquia. El Gobierno había decidido fundar este colegio en Ibagué, por las ventajas que dicho colegio ofrecía debido a su situación central, la salubridad de su clima y abundancia de víveres y de toda clase de recursos.

El vicepresidente de la República, general Santander, y su ministro del Interior, doctor Restrepo, se han hecho acreedores a inmortal encomio por el infatigable esfuerzo que han consagrado a extender la enseñanza a todas las clases sociales, por medio de la fundación de colegios, escuelas y seminarios situados en los lugares más adecuados en cada uno de los departamentos que integran la República.

Los campesinos de la provincia de Mariquita son magníficos jinetes y puede ella suministrar, en emergencia extraordinaria, una brigada hasta de dos mil hombres bien montados y armados de lanzas, algunos de ellos con carabinas y todos con machete al cinto, arma que en la lucha cuerpo a cuerpo es formidable. Los habitantes de Ibagué son habilísimos en la caza de cóndores, águilas y buitres, valiéndose de bodoqueras o cerbatanas que lanzan dardos envenenados. La campaña para acabar con estas aves de rapiña se inicia construyendo un cobertizo de poca altura con agujeros en las paredes laterales. Luego, afuera y a distancia conveniente, se deja cualquier carroña o mortecino y cuando los vultúridos se acercan a picotearlo se les dispara un dardo enherbolado con la bodoquera que apenas se asoma por las troneras. Tal estratagema tiene la ventaja de que los pajarracos no se asusten ni ahuyenten con el ruido, como sería el caso si se emplearan armas de fuego. Les peones aseguran que, al ser heridas por el dardo, las aves apenas alcanzan a volar unas pocas yardas antes de desplomarse muertas. También me dijeron que en la cordillera que se extiende desde Popayán hasta la provincia de Antioquia se encuentran ocho variedades de tigres, más leopardos, panteras y gatos monteses, algunos de ellos de piel casi negra, otros rojos, y algunos de color leonado con manchas blancas. Con mis propios ojos pude ver las pieles pertenecientes a cuatro clases diversas de felinos. Después de dos días de descanso en Ibagué, durante los cuales el señor Ortega nos prodigó toda clase de atenciones, partimos temprano de la ciudad el dos de enero de 1825. Me di entonces el van placer de montar un buen caballo, pues el camino que debíamos recorrer ahora, avanzaba por vastísimas llanuras. Jamás colegiales, volviendo a su casa en vacaciones, pudieron gozar tanto al montar por primera vez sus vacas favoritas, como Mr. Cade y yo en aquella ocasión. Nos lanzamos a paso largo, sin acortarlo durante todo el recorrido, por una región cubierta de altos pastos y bien provista de ganado aunque escasa de aguas, debido probablemente, a la prolongada sequía. De camino, pudimos ver dos o tres grandes haciendas, una de las cuales había comprado recientemente el coronel Ruiz, senador, residente a la sazón en Bogotá.

Nos detuvimos a pasar la noche en casa de una viuda, quien nos describió la penuria que agobiaba a las gentes que tenían sus cultivos cerca de las márgenes del Magdalena, por haber perdido sus conchas a causa de la escasez de lluvias en la época que suele ser de invierno. En cambio, en la región abarcada por veinte millas a la redonda del Quindío había habido humedad suficiente para beneficiar los sembrados de maíz y de plátano. Esa tarde compramos a nuestra huésped un cabrito que nos proporcionó carne casi tan sabrosa como la de un buen cordero.

Partimos de la posada el 3 de enero a las seis de la mañana y, a las tres de la tarde, llegamos a la pequeña población de Valtequi, en la margen derecha del río Magdalena, pocas leguas abajo del lugar por donde lo habíamos cruzado a principios de septiembre en nuestro viaje a Popayán. Sentimos tanto placer en contemplar ahora el Magdalena corno antes lo experimentamos en alejamos de su curso. En fin, nos producía tal contento el pensar que ya tocábamos al final de nuestros trabajos y penalidades y que todo se nos presentaba de color de rosa.

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A poco de llegar a Valtequi, nos dimos cuenta de que faltaba una de las mulas que cargaban el equipaje y, al revisar la recua, pudimos verificar que la extraviada era, precisamente aquella que llevaba los bultos en que habíamos empacado las antigüedades y objetos de arte que con tanto esmero habíamos coleccionado. Quedé consternado con el malhadado incidente y ordené al punto a los peones y a dos de mis criados que pasaran a buscarla al otro lado del río. Afortunadamente, dos o tres horas después volvía la mula sana y salva con el roto del equipaje, con lo cual me volvió el alma al cuerpo. Había sucedido que durante la marcha, la mula habla desviado por un atajo, hasta llegar al río, donde tuvo que detenerse, siendo hallada por los peones destacados en su búsqueda, poco después. Fue descuido imperdonable de mis criados y peones no haber echado de menos la mula antes de vadear el río, pues si por mala suene, le hubiera alcanzado a poner el ojo alguno de los honradísimos bogas que surcan la corriente en los champanes, en mi vida hubiera vuelto a ver mi colección de antigüedades.

Cayendo ya la tarde, sentamos nuestros cuarteles en la casa del fraile franciscano que actuaba como párroco, el cual nos brindó benévola acogida, invitándonos a participar de lo poco que por el momento tenía a su disposición. Nos refirió cómo sus feligreses habían perdido casi por completo las cosechas de mal: y que, pan procurarse víveres y alimentos, habían tenido que recurrir a Ibagué, distante diez leguas, por lo menos. Hacia un calor sofocante, marcando el termómetro 85º F a la sombra a las tres de la tarde, y, para refrescarnos, tomamos por primera vez chicha en abundancia, la cual nos cayó tan bien, que no dudamos en catalogarla entre las bebidas más saludables. Pertenecía nuestro huésped al convento de franciscanos en Bogotá y era gran amigo del superior, padre Candia, que tan buen trato nos había dispensado en nuestro paseo al salto de Tequendama, y a quien habla enviado, hacía poco, como regalo, un marrano cebado.

Emprendimos camino a Tocaima partiendo de Valtequi en la mañana del 4 de enero, e hicimos un agradable recorrido, siguiendo el curso de un riachuelo sombreado por doble hilera de frondosos árboles. Un gamo cruzó veloz el camino, pasándonos muy cerca. Antes de dejar a Valtequi, el padre nos advirtió que nos abstuviéramos de probar las aguas que encontráramos por el camino, pues gozaban fama de insalubres. Aunque transmití la advertencia a los criados, Edle, sin hacer caso de ella, tomó en algún sitio el agua infectada, echándose a descansar luego, expuesto al sol; con el resultado de que al levantarse, se sentía seriamente indispuesto. En este viaje de regreso nos tocó parar de nuevo en casa del fraile viejo y avariento donde podrimos a la ida, el cual, aunque simuló alegría de vernos, tuvo buen cuidado de esconder sus provisiones. Edle se vio aquejado por una fiebre maligna durante un mes después de nuestra llegada a Bogotá, y hasta temí que sobreviniera un desenlace fatal. Nuestro viejo amigo, el comandante, quien vino a felicitarnos por nuestro arribo sanos y salvos a Tocaima, nos trajo el hueso de mamut que había prometido reservarnos. Nos refirió cómo ciertos caballeros le habían instado mucho para que se lo vendiera, con el objeto de exhibirlo en el Museo Nacional de Bogotá, pero que, pues me lo había ofrecido antes a mí, no pudo acceder a sus deseos, por cuya gentileza le manifesté mi agradecimiento muy sincero. A todas estas el fraile se había eclipsado a lo que se me ocurre, para comer solo en su cuarto deleitándose en la contemplación de su tesoro. Ese día pudimos bañarnos deliciosamente en el río Bogotá. Nos sentíamos sobrecogidos de tristeza al oírle el relato de los sufrimientos y miserias a que estaban sometidas las clases humildes en todo aquel distrito, y de los cuales se desprendía que muchas personas habían perecido de inanición.

Partimos de Tocaima el 5 de enero, bien temprano, y por el camino a La Mesa nos detuvimos para visitar al sacerdote, buen amigo nuestro y párroco de Anapoima. Fue para nosotros motivo de honda pena llegar a darnos cuenta de que el buen sacerdote no estaba en uso cabal de sus sentidos, lo que confirmó el ama de llaves al decirnos que, desde hacía un mes, lo había notado ya casi demente. Estrechamos la mano al pobre párroco, quien no pudo reconocernos, tomamos algún refrigerio y seguimos camino hasta La Mesa, donde dormimos en casa del alcalde, capitán retirado, quien nos convidó a comer. Fui luego a visitar a nuestro amigo el señor Olaya, coronel del ejército, a quien no pude ver por encontrarse pasando una temporada en su casa de campo.

Partimos de La Mesa el 6 de enero, pasamos la noche en la hospedería de las Cuatro Bocas, y el siete a las cuatro de la tarde llegábamos a Bogotá, después de cuatro meses de ausencia. Al día siguiente recibirnos numerosas visitas de nuestros amigos bogotanos, todos los cuales nos felicitaron efusivamente por haber llegado sin contratiempo después de tan largo y peligroso viaje. Supimos que durante nuestra ausencia casi no había llovido en Bogotá y, al finalizar enero, vimos desfilar la gran procesión de Santa Bárbara, pidiendo su intercesión para conseguir la lluvia que tanta falta hacía. Mas, al parecer, la santa era dura de corazón e

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inconmovible a las súplicas, pues durante todo este tiempo no cayó una sola gota de agua. Santa Bárbara es la santa que imploran los colombianos para alejar terremotos, pestes, hambres, etc., y me imagino que el obispo diocesano hubiera infligido al párroco de Ibagué severa reprimenda por dirigiré al señor Rivero, en vez de rogar a Santa Bárbara que pusiera fin a los terremotos.

El 3 de marzo se recibió en Bogotá la trascendental noticia de la victoria obtenida en Ayacucho sobre el ejército del virrey La Carna por las fuerzas colombianas y peruanas al mando del general Sucre. Con este triunfo quedó decidida la suene del Perú y, puesto que poco antes había caído también la fortaleza del Callao, largo tiempo defendida con valor por el general español Rodil, puede considerarse este país perdido para siempre para la corona española.

El día 12 se celebró una gran parada militar para festejar la victoria de Ayacucho. En el centro de la gran plaza, frente a mi casa, se erigió un bello templete rematado por una estatua de la Fama embocando la trompa épica. Todas las tropas de la guarnición se congregaron allí, la iluminación se hizo con una gran fogata, y luego se les repartió ración extra con aguardiente. Me pareció admirable una de las maniobras militares organizadas en esta ocasión. La alineación dada a los soldados figuraba las letras que componen la palabra Ayacucho y todos tenían el kepis lleno de pétalos de rosa; al dar una señal, se descubrían, dejando dibujad3s en el suelo las mismas letras con huella florecida. Luego se retiraban prorrumpiendo en vítores y aclamaciones.

Una mañana de febrero fui al museo donde el señor Rivera me mostró un grueso anillo de platino, usado por los indios como adorno, antes de La Conquista. Es éste la única joya de tan duro metal que se haya encontrado en Colombia, pero demuestra palpablemente que es un error la extendida creencia de que los indios no lo conocían antes de llegar los españoles. El señor Rivera opinaba que originariamente había sido una pepa de platino forjada después en forma de anillo, pues los indios desconocían los medios de fundir metales de tal dureza. El anillo había sido hallado en el cauce de un arroyuelo. A lo que se me alcanza las del Chocó son las únicas minas de platino en el mundo entero.

Cuando llegamos a Bogotá ya habían terminado las fiestas nacionales. En los días festivos, los bogotanos sin distinción de clases sociales se entregan al juego en unos tabladillos o kioscos levantados en la plaza mayor. Se ven damas de elevada alcurnia sentadas a la mesa de juego codeándose con sus criadas y esclavos, embebidos todos en la pasión egoísta de ganar y llenar el bolsillo. No creo difícil que el congreso y el ejecutivo puedan adoptar las providencias necesarias para eliminar paulatinamente la exhibición de un vicio que lleva a la ruina tantos hombres, al principio intachables, y a tantas mujeres, antes adornadas de todas las virtudes. Es muy sencillo idear gran variedad de diversiones inofensivas para distracción de un pueblo que, por regla general es de índole complaciente y dócil, fácil de gobernar y fácil también de conducir al extravío. Con ocasión de la fiesta nacional que se celebra todos los años, se cierra el tránsito ordinario en la plaza grande para levantar los kioscos de juego cuya ganancia va a enriquecer las arcas municipales.

El 3 de marzo llegó a Bogotá, haciendo palpitar de alegría todos los corazones, la grata nueva de que el gobierno británico había reconocido la independencia de Colombia; noticia doblemente grata para los colombianos al saber que tal reconocimiento se había efectuado aún antes de haber llegado a la Inglaterra noticia de la gesta victoriosa. Las gentes, como enloquecidas, corrían desaladas por las calles, a caballo los unos, a pie los más, dando voces de júbilo, entre la cuales pude oír las siguientes: "ya somos nación independiente; viva el rey de Inglaterra, viva el señor Canning". En todas partes resonaba el estallido de ruegos artificiales en medio de los aires marciales de las bandas de música a la cabeza de una de las cuales iba el Vicepresidente con todos sus altos dignatarios, seguido de apretada muchedumbre. Una de las bandas fue destacada para que, frente a mi casa, diera una retreta en mi honor.

El 17 de marzo, día de San Patricio, todos los europeos de clase media que se hallaban en la ciudad se dieron por irlandeses e iniciaron el homenaje al santo patrono emborrachándose hasta caer desde temprano; yo mismo pude ver dos de los devotos hijos de la verde Erín sosteniéndose contra el portón de mi casa, ya en completo estado de embriaguez, a las seis de la mañana. Al verme salir, con ademanes de exagerada cortesía, me ofrecieron el clásico ramillete de trébol para adorno del sombrero.

Mr. Henderson dio un lujoso baile para festejar el reconocimiento de la independencia de la nación hecho por Inglaterra, al cual fueron invitados el Vicepresidente y todas las personas de prestancia en la ciudad y que

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resultó la fiesta social más animada y alegre que había visto en Bogotá. El jardín se hallaba iluminado con lámparas de diversos colores combinados con exquisito gusto y en el salón del baile, podían contemplarse los retratos de Bolívar y de Canning.

Poco tiempo después la atención de todos los bogotanos se polarizaba hacia el proceso seguido contra el coronel Infante, de raza negra, por el asesinato del capitán Perdomo, crimen que había quedado impune debido a la obstinación del doctor Miguel Peña, presidente de la Corte Suprema de Justicia, quien había rehusado firmar la sentencia de muerte contra aquél, confirmatoria, en apelación, de la dictada en primera instancia por el tribunal militar competente. La trascendental colisión fue sometida a la consideración del Congreso, el cual declaró que la rama ejecutiva del poder estaba obligada a dar ejecución a la sentencia, sin que para ello fuera óbice la renuencia del doctor Peña a firmarla. Tal delcaración fue recibida con aprobación unánime, pues las pruebas aducidas al proceso no dejaban duda alguna de la contabilidad del coronel. El doctor Peña, quien era reputado por hombre de aguda inteligencia, por simple capricho o por el deseo, quizás, de hacer gala de ingenio en la defensa de una causa indefensable, se había obstinado irreductiblemente en diferir de la opinión de sus colegas. El coronel Infante como atrás tuve oportunidad de expresar, era hombre de tan feroces sentimientos, que se había convenido en terror de toda la ciudadanía.

El sábado 26 de marzo por la mañana, los 2.000 soldados de la guarnición formaban cuadro abierto en la gran plaza, y a las once era conducido Infante, en uniforme de coronel, precedido de un crucifijo y acompañado de dos sacerdotes que, a su lado, con él rezaban en voz baja. Avanzó luego un pelotón de guardia dividida en dos alas, y con otro piquete a retaguardia. Al pasar el coronel por frente de mi casa, observé que miraba alrededor con ojos extraviados y marchaba con paso ligeramente claudicante, debido a la herida que recibiera en una pierna en un encuentro con los pastusos. Al llegar al costado sur de la plaza, permaneció algunos momentos orando con los sacerdotes, al retirarse los cuales se dirigió a las tropas en breves frases que no pude oír. Avanzó entonces un oficial para vendarle los ojos, pero él no lo permitió, apostrofando a las tropas, con voz estentórea, diciéndoles que después de haber desafiado a la muerte tantas veces en el campo de batalla, no iba a amedrentarse en ocasión como esta. En seguida, se sentó en el banquillo y, con ademán resuelto dio la señal de friego a los soldados, dejando caer el pañuelo que llevaba en la diestra. Permaneció rígido, sin caer por algunos instantes, aunque varias balas lo habían atravesado. Al ver esto, avanzó inmediatamente el pelotón de relevo y le dio el golpe de gracia.

Terminada la lúgubre escena, el vicepresidente salió de palacio a caballo y en uniforme militar, rodeado de sus ministros. Ya en la plaza, se dirigió a las tropas en brillante discurso; les dijo que con la muerte del coronel Infante acababan de contemplar un ejemplo tremebundo de vindicta justiciera por la violación de las leyes, egida de la nación, aplicadas con imparcialidad estricta como lo ponía de manifiesto el hecho de que el ajusticiado tenía grado de coronel en el ejército y había hecho gala en muchas ocasiones, del valor a toda prueba en lucha con los enemigos de su patria. Y, para terminar, el general Santander exclamó: "Y si yo me hubiera hecho culpable del crimen cometido por Infante, estoy seguro de que mi cuerpo exánime yacería ahora en el mismo suelo que cubre con su cadáver el coronel Infante". Las tropas manifestaron su aprobación con los gritos de "viva la República de Colombia, viva el vicepresidente".

Antes de estallar la guerra civil, el coronel Infante había sido esclavo en Venezuela y, aunque tenía fama de valiente guerrillero, era, por lo demás, sanguinario y sin principios, y a ser cierta la mitad siquiera de lo que llegó a mis oídos, debía habérsele ejecutado mucho tiempo antes.

Corrido algún tiempo, el doctor Peña fue acusado ante el Congreso por haber rehusado firmar la sentencia contra Infante. Ante el cuerpo legislativo el doctor se defendió con sutil habilidad e ingenio, durante las sesiones de dos o tres días, a parte de las cuales pude yo asistir. Con todo, se le declaró culpable de no haber cumplido con los deberes que le imponía su investidura y se le suspendió en el ejercicio de sus funciones como magistrado de la Corte Suprema de Justicia, por doce meses, reconociéndole tan sólo dos terceras partes del sueldo. Poco tiempo después, el doctor Peña partía de Bogotá para radicarse en Venezuela, su tierra natal.

Al prolongarse inclemente la sequía, reses y ovejas morían por falta de aguas y de pastos y gran número de los campesinos que habitan la Sabana de Bogotá, se veían obligados a abandonar sus aldeas, para llevar sus ganados a las tierras bajas cercanas a los grandes ríos. Para implorar remedio a tal calamidad se acudió al expediente de bajar a la ciudad un santo, abogado de los labradores, que se conservaba en un nicho de la

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iglesia de Monserrate, el cual fue llevado varias veces en procesión por las calles seguido de gran copia de frailes, sacerdotes y nutrida muchedumbre; pero todo fue en vano, y tuvimos que seguir soportando un sol achicharrante sin pisca de lluvia si se exceptúa, en alguna ocasión, un ligero cernidillo.

Por este tiempo llegó a Bogotá el coronel Campbell, acreditado como ministro plenipotenciario, con el principal propósito de negociar un tratado de amistad y comercio entre la Gran Bretaña y Colombia.

Los ministros designados para adelantar las negociaciones en representación del Gobierno de Colombia, fueron mi amigo muy estimado el honorable Pedro Gual, ministro de relaciones exteriores, y el general Briceño Méndez exministro de guerra, también cumplido caballero. El tratado fue ratificado por el congreso colombiano el 27 de abril y, al día siguiente, partí de Bogotá acompañado de numerosos amigos, quienes tuvieron la gentileza de obsequiarme con un espléndido almuerzo en una hospedería situada a tres leguas de Bogotá. Este agasajo me proporcionó al propio tiempo que una inmensa satisfacción, una gran pena: la primera por el cariño que me manifestaban los viejos amigos, la segunda por tener que separarme de ellos.

Hacia las cuatro de la tarde seguimos camino hasta Facatativá. Por orden de Su Excelencia el señor Vicepresidente, debía acompañarme hasta el puerto del Magdalena mi buen amigo el coronel Wilthew, para alistar prontamente un champán en qué embarcarme sin demora, pues me urgía llegar a Inglaterra para presentar el tratado de comercio al parlamento antes de que éste entrara en receso. También viajaban conmigo Mr. C. Krause, mensajero real, y tres criados.

Pasamos la noche del 28 en Facatativá y continuamos el día siguiente hasta Villeta. El sábado treinta paramos en la casa de mi amigo el coronel Acosta, quien manifestó gran placer en recibirnos. La jornada luego hasta Guaduas, me fue muy penosa, pues habiéndosele reventado la grupera a mi galápago, tuve que montar en enjalma, lo que me resulta a tal punto incómodo, que al subir las empinadas cuestas, ya por las montañas, me era casi imposible mantenerme sobre la cabalgadura.

El coronel Acosta tuvo la gentileza de regalarme un loro negro que vino a juntarse con el que afortunadamente había podido traer incólume de Popayán a través de las montañas del Quindío, y cuya pérdida hube de lamentar algo más tarde. Con dificultad logra uno llevar vivos a su tierra animales provenientes de tierras lejanísimas, donde tiene que afrontar climas tan diversos y debatirse por caminos casi intransitables.

En la mañana del primero de mayo dije adiós al coronel Acosta y, por la tarde fui a la bodega o edificio de aduana. En mis viajes por Suramérica nunca me sentí tan agobiado de calor como ese día: ardía un sol calcinante sin un soplo de brisa que refrescara el aire.

El jefe de la bodega me informó que el champán estaba listo en Honda desde hacía días; mas como estaba ya bien escarmentado de las dificultades y demoras con que se tropieza en los viajes por este país, había tomado la precaución de enviar anticipadamente a Honda uno de mis criados que hablaba muy bien el español, con el encargo de tener el champán y todo lo demás que fuere necesario, a la disposición, para embarcarnos inmediatamente. Nos embarcamos al fin el dos de mayo, no sin haber antes estrechado cordialmente la mano del coronel Wilthew y manifestándole mis agradecimientos por todas las atenciones que nos había prodigado.

Estaba decidido a viajar río abajo día y noche, pero como el patrón del champán me advirtiera que la navegación ofrecía gran peligro durante las primeras tres o cuatro noches a causa de los bajíos y remolinos, hube de resignarme a pasarlas en la playa. Al cabo de unos días, dejado atrás el trayecto peligroso, pudimos seguir bajando con rapidez, abandonados a la corriente en la mitad del río, con lo cual, entre otras cosas, nos pusimos al abrigo de los zancudos que tanto nos molestaban cuando navegábamos lentamente ceñidos a la orilla. Para los bogas la navegación, ya en esta etapa, es apenas un agradable pasatiempo. Arrastrada la embarcación por la corriente, les basta con hundir el canalete al compás de alegres cantos de acelerado ritmo a veces, de lenta cadencia en ocasiones.

En un pueblito ribereño donde hicimos alto para abastecer nuestra despensa, vimos un cerdo grande y gordo en el momento en que, acercándose a la orilla para abrevarse, fue derribado por el certero coletazo de un caimán, que agarrándolo con la rapidez del rayo por una de las patas delanteras, desapareció inmediatamente con su presa bajo las aguas. Más adelante me di a observar el método que emplean los nativos para pescar

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con arpón corto. Uno de los hombres, a golpe de canalete, conduce la canoa mientras el otro escudriña el agua para localizar el pez, listo en la diestra el arpón para dar el golpe en el momento preciso. Mientras contemplábamos la maniobra, un salmonete de gran tamaño pasó a poca distancia de la canoa y al instante el arponero, con agilísima destreza, le clavó el venablo en los lomos dándole largas con la cuerda al arrancar veloz, corriente abajo. Perdimos de vista la canoa durante más de media hora, al cabo de la cual reapareció trayendo el salmonete que pesaba alrededor de sesenta libras y por el cual le pagué un peso, que fue el precio que quiso fijarle. Por dos días, tanto nosotros como los bogas del champán, tuvimos carne de salmonete a la mesa, si bien, a mi gusto, la carne de este pez es inferior tanto a la del bagre como a la de muchos otros pescados del Magdalena. Tiene el salmonete la forma de un salmón de mar, con escamas plateadas muy brillantes.

Pasando a la altura de Mompox, prendimos fogatas e izamos el tricolor colombiano para significar a su ciudadanía que eramos portadores de buenas nuevas. Algunos de los tripulantes del champán querían desembarcar a todo trance para visitar sus familias, pero me opuse terminantemente a ello, pues estaba seguro de que, una vez que pusieran pie en la playa, no los volvería a ver en toda la semana. Así pues, me sentí ya más tranquilo cuando estuvimos ya a prudente distancia de la población, y entonces les prometí un premio en dinero por haber acatado sin discusión mis órdenes.

Al cabo de doce días, contados desde nuestra partida de la aduana de Honda, llegamos a Barranca Nueva. Subiendo el río, habíamos empleado seis semanas en el mismo viaje. Al llegar a este sitio, Mr. Krause se ocupó inmediatamente en conseguir mulas de alquiler y continuar sin dilación el viaje con la carga. Yo seguí a la zaga, acompañado por un oficial colombiano perteneciente a la guarnición de Cartagena, a quien, de camino había ofrecido pasaje en el champán y, aunque hicimos una jornada de once leguas españolas no pudimos dar alcance al equipaje.

Después de pasar la noche en un villorrio, continuamos el viaje a la mañana siguiente y a las dos de la tarde, nos apeábamos en casa de Mr. Watts, cónsul británico en Cartagena, en cuya bahía nos esperaba el bergantín de guerra comandado por el capitán Furber. Mas, como por falta de anuncio inmediato, vine a caerle de sorpresa, el capitán me pidió le concediera un día para completar su provisión de agua y de comestibles frescos solicitud a la cual no me fue difícil acceder, pues por mi parte, deseaba un breve descanso después de mi ininterrumpida navegación por el Magdalena.

Poco diré aquí de Cartagena, ciudad sobre la cual han escrito a espacio muchos distinguidos viajeros que la han visitado.

Hacía un calor insoportable, más sofocante aún que el que se siente en Kingston. La plaza cuenta con fuertes defensas por el lado del mar, pero a mi juicio, debieran los colombianos fortificar el cerro de la Popa desde donde se domina la ciudad y todo el campo amurallado, y en cuya cumbre se encuentra hoy sólo un convento antiguo. Me dirigí a casa del general Montilla, gobernador de la provincia, quien me recibió con exquisita cortesía y me invitó a comer en su casa al día siguiente, invitación que no me fue dado aceptar, pues me era indispensable un completo reposo siquiera por un día. Durante mi permanencia en la ciudad, Mr. Watts me rodeó de toda clase de atenciones en unión de su esposa y de sus hijos; su casa esta siempre abierta para todo inglés o extranjero respetable.

El sábado 22 de mayo, fecha de buen augurio para los marineros, subía a bordo del bergantín y después de una feliz travesía desembarqué en Portsmouth el 27 de junio por la noche.

Al día siguiente llegaba a Downing Street, dos meses exactos después de salir de Bogotá. Creo que antes nadie había hecho este viaje en tan corto tiempo.

No carece de interés referir aquí que, poco antes de mi partida de Bogotá, se fundó allí una sociedad bíblica, la primera en establecerse en América del Sur según tengo noticia. Se celebraron varias reuniones con numerosa asistencia. Entre las personas de alta posición que le prestaron decidido apoyo figuraba don Pedro Gual, ministro de relaciones exteriores, y el doctor Castillo, ministro de hacienda. Tropezó tan sólo con la oposición de dos frailes fanáticos quienes sostenían que no debía publicarse la Biblia en español y, al ser derrotados en este campo, arguyeron que, ya que se la publicara en este idioma, debía al menos, llevar anotaciones de acuerdo

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con lo ordenado por el Concilio de Trento. En magistrales exposiciones, con gala de erudición en estos asuntos, Gual y Castillo refutaron todos los argumentos de los frailes. Fue motivo de gran satisfacción para nosotros ver a un venerable sacerdote ponerse en pie para dar severa reprimenda a tino de los frailes por la forma irrespetuosa en que se había expresado durante la reunión.

El Deán del Capítulo Metropolitano se expresó con dignidad y energía. Es curioso que nuestras reuniones tuvieran lugar en el convento de Santo Domingo, antigua sede de la Inquisición y que secretario de la sociedad, fuera precisamente un monje de esa comunidad. Por cierto, joven de brillante inteligencia.

Se recibieron donativos y se suscribieron generosas contribuciones anuales. Abrigo la seguridad de que la lectura de la Biblia, prohibida antes de manera absoluta, contribuirá a elevar la moral del pueblo colombiano.