Verónica Silva Camejo UN ROCK SOBRE LA ESPUMA DE UNA...

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1 Verónica Silva Camejo UN ROCK SOBRE LA ESPUMA DE UNA OLA Mi asistente me tendió la mano con un café en cuanto crucé la puerta. El estudio de grabación Stern Music, estaba a rebosar de jóvenes aspirantes a participar en el gran musical. Recuerdo que recorrí el pasillo a toda prisa: la mañana iba a ser movida. Sobre mi mesa me esperaba un alto de fotografías y currículums de los citados a primera hora. Revisé, con detenimiento, los retratos que adjuntaron a la solicitud cada uno de ellos. Me gusta buscar esa primera impresión, que me resuena dentro. Casi al final del alto fajo de imágenes estaba ella, cara de gruñido, así la llamé en un primer momento. Aquella joven que había decidido presentarse así, llamó mi atención. Su belleza y su juventud se contorsionaban en una expresión desafiante. La fotografía se había realizado desde un ángulo superior, por encima de su cabeza. De ese modo, el rostro ocupaba el centro del espacio enmarcado, disimulando el físico y la altura. La cara, los hombros y los brazos en jarra componían la imagen. Sus cabellos rubios y lacios caían sobre los hombros y se perdían hacia la espalda, liberando sus orejas pequeñas. La piel tan blanca contrastaba con las gafas negras que ocultaban la mirada, dando más fuerza al gesto. Su nariz se fruncía asomando los orificios nasales. El centro diametral de la imagen lo ocupaba la boca, donde los labios contraídos encuadraban la doble hilera de dientes aferrados por los brackets. Desde su mentón una línea imaginaria alineaba el cuello con la articulación clavicular. Me pareció tan audaz su propuesta que la entrevisté primero. Cara de gruñido se llamaba Alekai Pu’u Jones. Un nombre nada común para una inglesa. Mi asistente la hizo pasar y me dispuse desde ese instante a observar todos sus movimientos, necesitaba saber si podía aspirar al papel. Alekai era alta y delgada, se movía con gracia como si flotara en el espacio. Se sentó cruzando la pierna con un tobillo sobre la rodilla opuesta. Se adivinaba una gran confianza y una deportista con algunas clases de ballet. Vestía jeans, zapatillas y un blusón estampado amplio. Sus ojos café transmitían mucha fuerza. Después de un breve saludo, leo en voz alta su curriculum y subrayo: clases de canto y guitarra. Le pido que cuente algo de sí misma que la describa, un recuerdo, una anécdota.

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Verónica Silva Camejo

UN ROCK SOBRE LA ESPUMA DE UNA OLA

Mi asistente me tendió la mano con un café en cuanto crucé la puerta. El estudio

de grabación Stern Music, estaba a rebosar de jóvenes aspirantes a participar en el gran

musical. Recuerdo que recorrí el pasillo a toda prisa: la mañana iba a ser movida.

Sobre mi mesa me esperaba un alto de fotografías y currículums de los citados a

primera hora. Revisé, con detenimiento, los retratos que adjuntaron a la solicitud cada

uno de ellos. Me gusta buscar esa primera impresión, que me resuena dentro. Casi al

final del alto fajo de imágenes estaba ella, cara de gruñido, así la llamé en un primer

momento. Aquella joven que había decidido presentarse así, llamó mi atención. Su

belleza y su juventud se contorsionaban en una expresión desafiante.

La fotografía se había realizado desde un ángulo superior, por encima de su

cabeza. De ese modo, el rostro ocupaba el centro del espacio enmarcado, disimulando el

físico y la altura. La cara, los hombros y los brazos en jarra componían la imagen. Sus

cabellos rubios y lacios caían sobre los hombros y se perdían hacia la espalda, liberando

sus orejas pequeñas. La piel tan blanca contrastaba con las gafas negras que ocultaban la

mirada, dando más fuerza al gesto. Su nariz se fruncía asomando los orificios nasales.

El centro diametral de la imagen lo ocupaba la boca, donde los labios contraídos

encuadraban la doble hilera de dientes aferrados por los brackets. Desde su mentón una

línea imaginaria alineaba el cuello con la articulación clavicular.

Me pareció tan audaz su propuesta que la entrevisté primero.

Cara de gruñido se llamaba Alekai Pu’u Jones. Un nombre nada común para una

inglesa. Mi asistente la hizo pasar y me dispuse desde ese instante a observar todos sus

movimientos, necesitaba saber si podía aspirar al papel. Alekai era alta y delgada, se

movía con gracia como si flotara en el espacio. Se sentó cruzando la pierna con un

tobillo sobre la rodilla opuesta. Se adivinaba una gran confianza y una deportista con

algunas clases de ballet. Vestía jeans, zapatillas y un blusón estampado amplio. Sus ojos

café transmitían mucha fuerza.

Después de un breve saludo, leo en voz alta su curriculum y subrayo: clases de

canto y guitarra.

Le pido que cuente algo de sí misma que la describa, un recuerdo, una anécdota.

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Su mirada se vuelve más profunda, descruza la pierna y los hombros decaen

levemente aproximándose a la mesa. La voz enlaza con el recuerdo y pausada y cálida,

cuenta. Viví una infancia muy feliz con mi madre y mis abuelos polinesios en la isla

Oahu, Hawái. Mi abuelo decía que era delgaducha pero fuerte, con determinación y

muy valiente. Cuando nos adentrábamos en el océano con la tabla de surf para remontar

las enormes olas, no sentía miedo y mi cuerpo vibraba de emoción. Libre, así me sentía

cuando flotaba sobre la espuma de una ola que acababa de romper. El abuelo contaba, y

reía al recordarlo, que siendo muy pequeña me preguntaron de dónde venían los niños y

les contesté que venían del océano dentro de una caracola.

¿Por qué te presentas al casting de este musical de rock?

Porque cuando canto mis canciones de rock y las acompaño con la guitarra vuelvo

a sentir el vértigo de un Aéreo, un vuelo controlado para volver a caer sobre la ola.

Vuelvo a sentir la libertad.

Le pido que cante lo que tiene preparado para la prueba.

De pie con las piernas separadas y el pie derecho adelantado surgen los primeros

acordes de su guitarra. Su voz potente se expande y escala por las paredes hasta lo más

alto con una afinación perfecta. Mientras la escucho una imagen involuntaria se forma

en mi mente, mar gruesa con enormes olas me arrastran hasta la orilla. Soy muy

pequeña y no paro de llorar, me sangra una rodilla, mi abuelo me coge en brazos y me

lleva de regreso a la granja. ¿Cuántos años han pasado desde entonces? ¿Cuánto hace

que no lo veo? ¿Desde la muerte de la abuela quizás? ¿Llevo tanto tiempo sin llamarlo

siquiera?

Alekai sale de mi despacho con mi visto bueno y una cita para la prueba de baile.

Le pido a mi asistente que no me haga pasar a nadie más, tengo que hacer una llamada

que he postergado mucho tiempo. ¿Qué es esa algarabía que oigo del otro lado?, me

responde que son los amigos de Alekai que le acompañaron a la entrevista y agrega:

Comentaron que su voz hechiza el corazón como un canto de Sirena ¡qué ocurrencia!

Y cerró tras de sí la puerta.

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María Fernanda Guillamón

Adela en la cocina

La casa en invierno no invitaba a concentrarse en la tarea. Las habitaciones,

difíciles de calentar, y el sol que nos abandonaba temprano, eran los factores adversos

que jugaban en contra de mi perseverancia. Aún no terminaba los ejercicios de

matemáticas, envueltos mis pies en la manta de alpaca y fríos mis dedos mientras

dibujaban signos y cifras. Eran casi las ocho de la noche cuando desperté de mi

abstracción al inundarme el aroma que llegaba desde la cocina. El olor a puerros y

zapallitos impregnaba el aire prometiendo una deliciosa sopa de verduras que ella

misma cultivaba en la huerta. Me asomé y la vi, de espaldas frente a la mesada. Su

silueta dominaba el espacio minúsculo de paredes amarillas azulejadas, mientras se la

escuchaba tararear un tango con melancolía. Para Adela, ese aroma se parecía, casi con

certeza, a la sopa de puchero que preparaba a los nueve. Quizás, por eso, el tango. O tal

vez, por ese parecido, la voz melancólica.

Como cuando era niña, revolvía la cuchara de madera con parsimonia, y al mismo

tiempo, elevaba los talones y volvía a bajarlos al compás. Un momento después, vi

cómo cerró los ojos y abrió las narinas para adelantarse a la degustación. Amplias y

profundas, para atrapar ese aroma a puerros y el otro, dulce como los choclos. No podía

verla con claridad pero podía adivinarlo. Alumbrada a medias por esas bombitas, que

nada iluminaban con la baja tensión, Adela se perdía en sus recuerdos. Y sin la mínima

intención de revivir la infancia en el campo, viajaba velozmente a ella, transportada por

el aroma del caldo.

En aquellos años, Don Luis había preparado un banco de madera, reforzado con

clavos gruesos, para que su hija alcanzara a la olla enorme, instalada sobre la cocina

Instilart a leña, con la misión de preparar el almuerzo. Ella echaba dentro, con

delicadeza, los trozos de hortalizas: calabazas anaranjadas, rodajas de zanahorias y

zapallitos de tronco, aros de cebollas, pencas de acelga y trozos de papas y batatas,

peladas con obstinación. Bien al fondo, las presas de la gallina, que no hubo más

remedio que sacrificar, daban sustancia al plato principal, y único, por cierto. Sólo

algunos mediodías, contaba con choclos para el delirio de sus comensales, no más de

uno por cada invitado a compartir la mesa. Y a pesar de la impericia, lograba darle un

toque de gracia con dos dientes de ajo y un ramillete frondoso de hojas de apio y perejil.

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Después de un largo rato, asomada al borde, podía ver cómo el hervor provocaba

bocanadas del vapor perfumado a comida, que inundaba la cocina y se escapaba por las

hendijas de las ventanas. Entonces, la cocinera descendía del banco suspirando de

satisfacción. Con la misma presteza, convocaba a María, la mayor, y a Luisa, la que

seguía después de Pablo, para dejar la mesa servida. A regañadientes, María

abandonaba su cuarto en el piso de arriba, para poner el mantel, las servilletas y los

vasos, pensando que Adela no era su madre para mandarla. En realidad, lo que le

molestaba, era estar obligada a contactar con los peones. ¿Cómo era esto de compartir el

comedor con los jornaleros? Como su madre, vivía añorando los tiempos de estancia y

prefería retirarse a soñar que otra vez, serían las sirvientas las que se ocuparan de

preparar la mesa. El resto lo hacía Luisita que, llevando a la pequeña Titi prendida del

moño de su vestido, traía la panera, los platos y los cubiertos, siempre bajo la mirada

protectora de Adela que trataba de evitar accidentes domésticos.

Mientras tanto, afuera, más allá del patio con malvones, se alcanzaba a ver entre

los surcos, cómo el hombre alto de mirada azul y los jóvenes aprendices, cada tanto

giraban la cabeza debajo de sus boinas y enfocaban hacia la puerta de la casa, esperando

que Adelita apareciera. Ella, vestida para la ocasión, con su delantal con pechera,

bordado antaño por su abuela y en parte desgastado, tomaba con sus dos manos el

picaporte de la puerta de atrás, caminaba dos pasos adelante y, como si escuchara

primero unas trompetas, anunciaba que podían pasar al comedor. La niña permanecía

en el umbral hasta que su padre llegaba al patio, seguido del resto de los cosechadores, y

se arremangaba para lavarse las manos con el más suave de los jabones en pan, en la

pileta de afuera. Detrás de él venía Pablo, que se lavaba a medias con ayuda de uno de

los peones, Abelardo y Remigio - vaya nombres que tenían que cargar los hombres del

campo bonaerense-. Y era entonces cuando Don Luis, con las manos limpias, pasaba al

comedor acariciando la cabeza de Adelita antes de entrar. Ella sonreía con cierto aire de

triunfo por haber convertido otro mediodía, en medio del arduo trabajo y la

incertidumbre, en un momento soñado por todos. Tenía la condición natural de

convertir la adversidad en propósito.

El almuerzo era muy importante en tiempos de cosecha, para seguir en la tarde

en medio de los surcos recogiendo choclos plagados de dientes hasta el final de la

jornada. Era importante especialmente para Pablo, su amado hermano de apenas ocho,

que ya por la mañana y bien temprano, había trotado hacia el pueblo en su yegüita, a

repartir la leche recién ordeñada; impecable iba él con sus pantalones recién planchados

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por Adela y su cabello negro peinado con la raya al costado. Pero igual de esperado era

el almuerzo para el par de peones que seguían trabajando para Don Luis , a pesar de la

escasa paga, gracias a que la miseria se reproducía en los campos, allá por el año

veintisiete. Miseria que atravesaba todo, que intentaba desintegrar y borrar del mapa lo

diferente, que como un vendaval arrasaba con los bienes de los que se confiaban y los

amontonaba en los galpones de los que más tenían pero podían acumular más aún…

Aún hoy, puedo imaginar la magia de esa sopa, la dulzura que aportaba en días

como esos el puchero que mi madre preparaba, con batatas y choclos - sólo algunas

veces - pero siempre amarillos como el sol. Tengo grabadas esas escenas con todos su

detalles, desde las tardes de lluvia de mi infancia cuando, entre mates y buñuelos, ella

nos contaba historias, la suya y la de unos cuantos más.

Cuatro décadas después, una noche de frío, Adela volvía a la cocina, pero esta

vez, sin delantal y sin un puñado de personas para alimentar. Habiendo percibido el

aroma a verduras frescas recién escaldadas, yo veía desde aquel rincón, cómo ella

dejaba que el caldo se deslizara de la cuchara a su boca, lo degustaba y sabía que estaba

listo. Entonces, mi madre decidía pasar la preparación a la sopera de loza, decorada con

pimpollos, para llevarla a la mesa del comedor, también mal iluminado. Se volvía sobre

sus pasos y buscaba la galleta de campo para acompañar y el cucharón de plata para

servir el manjar. Y con la misma vocecita de niña, con el caldo recién degustado

humedeciendo todavía sus labios, llamaba -“¡A comer! “ - cantando la frase igual que

las vendedoras de pastelitos en las calles empedradas del siglo 19; del mismo modo que

su abuela en la casa del viñedo al norte de Italia; o de un modo casi idéntico al de ella

misma, cuando a los nueve, tenía que jugar a ser la cocinera de sus hermanos menores y

de todos los hombres de la casa, mientras su madre salía a visitar a sus parientes que,

ya sea en el pueblo o las estancias, no pasaban por las mismas privaciones. Pero llamaba

cantando de alegría por tener esa comida y porque ella se sentía grandiosa cuando hacía

algo por los otros, por los más amados.

Así me llamó esa noche a compartir la cena, pues ésa era su manera de transmitir

amor. Lo recuerdo como si fuera hoy: no dejé que terminara el pregón y me senté a la

mesa con rapidez. Crucé la servilleta en mi falda y esperé que llegara a sentarse

también. Tardó un poco más, pero llegó a la mesa con una fuente de choclos humeantes.

Me robó una sonrisa; ella sabía cuánto me gustaban. Sabía también que su sopa era

capaz de distender enojos y de conspirar contra el hermetismo adolescente. Por eso,

suspiró satisfecha.

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Esa noche cenábamos solitas. Sin embargo, los recuerdos ocupaban parte del

espacio, entibiaban el sitio como la sopa me entibiaba dentro, y no necesitábamos

palabras para explicar de qué se trataba.

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María Fernanda Guillamón

Una gorda aplastada por una flor

Faltan diez minutos para las cinco. Hombres de rostros opacos bostezan,

mientras sus mujeres, inquietas a pesar de la fatiga, miran atentas al final del pasillo. En

la sala de espera, ellos y yo, estamos obligados a esperar las noticias - ¿serán

alentadoras esta tarde? - y el llamado a compartir por un tiempo breve con nuestros

queridos. Presiento que mientras esperamos, sin que siquiera puedan sospecharlo los

demás, se está gestando en esta sala lo que en instantes hará eclosión ante nuestros ojos

asombrados. Eso espero, en realidad; necesito algo de música y color en medio de la

tristeza que este lúgubre hospital me produce. Este hospital, especialmente. He venido

por él, por mi padre y no sé aún si podré verlo.

Puede que esta tristeza se deba a que no he traído conmigo mi violín; no es

práctico andar con él a cuestas en el colectivo. Ni cargarlo desde la mañana - del aula de

la facultad a las calles - atravesando plazas que huelen a magnolias y veredas plagadas

de baldosas flojas, hasta llegar aquí. Definitivamente, no es cómodo transitar con

violines. Mucho menos, esperar sentada en estos bancos que nos dejan tiesos. Pero nada

se compara con la camilla de metal en la que trasladaron a mi padre unos días atrás, del

quirófano a su cama de terapia, ni con las vendas que le comprimen la cabeza, ni con el

tubo que atraviesa su garganta para permitirle respirar. No quisiera estar ahí, en su

lugar. Tampoco quisiera estar aquí, dónde estoy ahora, esperando el parte diario.

“Él es como el Ave fénix, renace de sus propias cenizas”, diría mi abuela, a

quién tanto amé, para minimizar ante la niña que yo era cada una de sus caídas.

Inmediatamente después, solía invitarme a cortar un ramo de flores frescas de su jardín

para distraerme. ¿Por qué será que, siempre que recuerdo estas escenas, mi cabeza

tiende a inclinarse hacia adelante, como si algunos recuerdos me vencieran, me pesaran

como una tonelada de flores, al menos por algunos segundos?

De repente, una luz surge de la puerta de entrada y hace que levante mi mentón y

dirija hacia allí la mirada. ¿A quién traen en esa camilla? Se trata de alguien pesado o de

una camilla muy vieja, por el modo en que suenan los bujes de las ruedas. La empujan

dos camilleros que apenas pueden moverla, pero, con esfuerzo, avanzan lo suficiente

para que la luz deje de enceguecerme y me permita ver una figura que causa mi

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asombro: trasladan una señora inmensa, de enorme vientre y senos voluminosos; muslos

anchos que desbordan la camilla y piernas regordetas, casi torneadas. Está vestida con

un curioso enterizo a rayas anchas, blancas y negras, como si estuviera enfundada en él.

En los pies, zapatillas rojas de baile y en la cabeza, una vincha con florecitas raídas.

Trato de disimular mi sorpresa pero no puedo dejar de mirarla con la boca entreabierta.

Para el caso, da igual, porque ella permanece confusa, apenas consciente. Mientras la

miro, la camilla se pierde por el pasillo camino a la sala de guardia. Y cuando

desaparece su imagen, deja una incógnita que despierta la necesidad imperiosa de

encontrar a alguien, algún acompañante, que me explique.

“¿Qué es lo que pasó?”- le pregunto al muchacho de ojos renegridos y labios

hinchados que está justo frente a mí - “¿qué le pasó, es grave?”.

“Pareciera…una flor enorme le cayó encima y casi la aplasta” - me susurró el

muchacho con cierto reparo. - Una flor ¿qué está diciendo, qué flor podría aplastarla?

Pienso, intentando no transmitirle mi incredulidad. Debería haber sido al revés. Me

pareció la mujer más grande que haya visto jamás, y no creo que le pueda afectar el

peso de una flor…

Toda la escena es confusa para mí. Si observo alrededor, veo que al menos cinco

personas se sumaron al muchacho en esta sala, en actitud de esperar por ella. Un señor

de bigotes, un poco más allá, permanece de pie y no puede aquietarse. ¿Qué le pasa a

ese sujeto? No se sacó su traje de padrino de casamiento y además, usa un bastón corto

sostenido entre sus dos manos que, a mi entender, no lo puede ayudar a caminar. ¡Va y

viene, va y viene, sin cesar! Tenía hace unos minutos un sombrero de copa que le

entregó a un muchachito para que no se le aje. ¡Ah, no! Si lo miro bien no se trata de un

jovencito; es, en realidad, un enano. Un enano vestido de pantalón azul Francia con

tiradores y una camisa a lunares.

Sigo muy confundida. Puede que me afecte el no haber almorzado para llegar a

tiempo al horario de visitas. Pero… ¿qué es lo que está sucediendo? No estoy

convencida de haber visto bien. Entonces, voy a frotarme los ojos con mis puños y todo

se aclarará, seguramente. Los vuelvo a abrir y…Ay! ¿Quiénes son ellas? ¿O es una sola

y estoy viendo doble? - recuerdo que un compañero de solfeo padecía de ambliopía y

me decía que verme dos veces, casi en un mismo plano, era para él un doble regalo ¡qué

tipo meloso! - Vuelvo al momento en que abro los ojos y las veo: no son idénticas pero

parecen mellizas, las dos cubiertas por tapaditos de paño color mostaza y el pelo erizado

de un tono cobrizo. Maquilladitas y tensas, hacen muecas con la boca mientras me

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miran; se muerden los labios y fruncen la nariz de un modo casi idéntico. Se me ocurre

decirles “¡Buenas tardes! ¿Cómo están?”

“¿Cómo crees? Nerviosas - me dicen - ansiosas por saber cómo está Azucena”

“¿La flor? pregunto sin pensar.

“No, no. A-zu-ce-na, nuestra compañera, la que llevaron a la guardia en camilla

hace minutos ¿no la viste?, la que fue aplastada por una de las flores que cuelgan del

techo”.

“Ah, claro, la flor del techo…” les contesto sin tener ninguna claridad sobre lo

sucedido.” Pero…¿dónde? ¿Cómo fue que pasó?” pregunto y respiro de un modo

imperceptible, intentado comprobar que no estoy pasando por un estado de confusión.

“Bueno, - dice la más parlanchina percibiendo que no está claro para mí - te

explico. Las flores que adornan el escenario están hechas con paneles de cartón y las

sostienen cables gruesos; uno de ellos se cortó de repente, en medio de la función de la

tarde, mientras Azucena se paseaba con su canasta repartiendo bolsas de palomitas en

las primeras filas. Nunca había pasado….pero pasó.”

Mientras escucho atenta su corto relato, desdoblo mi mente para corroborar si

esto está sucediendo de verdad. Me pellizco un dedo de la mano con otro dedo, y busco

en la sala a las personas que llegaron conmigo a la visita. Siento el dolor y ellos siguen

ahí, esperando todavía. Entonces, es cierto, me están relatando una sincronía, difícil de

repetir, aunque aún no tengo claro dónde sucedió…a pesar de lo que escucho, no puedo

distinguir aún si se trata de una escena ocurrida en una función de circo o en un cabaret

frecuentado por Toulouse- Lautrec, a juzgar por el aspecto de los acompañantes de

Azucena y de su enterizo negro y blanco. Ciertamente el frac y el sombrero de copa del

señor mayor se parecen mucho a los que usaban los hombres en París en la “Belle

Epoque”. Bigotes alargados hacia las orejas, como disciplinados por la gomina; pechera

blanca y cuello alto sostenido por un lazo. Resultan extraños los zapatos puntiagudos al

tono del frac. ¿Será él como aquellos señores de piel pálida y renegrida cabellera, barba

abundante e irónica sonrisa que, sentados en una de las mesas del Moulin Rouge,

esperaban que un par de bailarinas se acercaran a alternar? Esas mujeres risueñas, con

los labios pintados de “rouge” intenso y cabelleras teñidas de colores vivos que vestían

corset ceñido al cuerpo y cancanes negros, para equilibrar la voluptuosidad de sus senos

cubiertos a medias y de sus enaguas tan voluminosas como inútiles. Quizás, este señor

sea el dueño de uno de esos locales de espectáculos, donde se ofrecían frivolidades a un

público que se encantaba con los magos, las bailarinas y los malabaristas. A hombres y

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mujeres a los que les fascinaba ver rarezas y personas con aspectos curiosos, hasta

deformes. Puedo imaginar a las mujeres de esa época, vestidas con largos atuendos, de

seda o terciopelo, con peinados altos, adornados por variedad de sombreritos, casquetes,

moños y peinetas con “strass”. Sin dudar, recuerdo sus rostros empalidecidos con

maquillajes en polvo para resaltar el rojo carnal de sus labios.

Pero ha pasado casi un siglo desde esa época lujuriosa y los personajes no

terminan de encajar. Me inclino por pensar que este señor es el dueño de un circo,

quizás, como los que pintaban los impresionistas, con el espacio central cubierto de

arena, dos equilibristas con rostros maquillados de blanco, bocas rojas y sus cuerpos

flexibles como cañas, haciendo piruetas y vueltas de carnero, para acompañar el paso

impecable del corcel blanco que trasladaba a la bailarina vestida con un tutú amarillo de

tul…Un circo así o quizás, uno más actual, como esos a los que me llevaba papá, donde

no abundaban los animales, pero había más de un payaso. Definitivamente, un circo.

La otra melliza prosigue con el cuento. Dice que mientras un joven - Orlando-

lanzaba llamaradas de su boca en medio del escenario, una mujer llamada Azucena ,

extremadamente gorda, vendía pochoclo a los espectadores - a los más pequeños y a los

que no lo son tanto - a la espera de que los malabaristas iniciaran su presentación. Sin

previo aviso, una flor de cartón prensado, muy grande y pesada, se desplomó del techo

desde los metros y metros que la separaban del suelo y cayó, justamente, en medio de su

humanidad, la derribó y desordenó su peinado, ajando las flores blancas de la vincha. El

golpe hizo que volara la canasta de su mano, desparramando cientos de palomitas por

doquier. ¡Uhhh! esta escena – me digo - hubiera precisado acordes de violines, intensos

y marcados compases.

Una serie de imágenes pasan por mi mente, como si se tratara de un film. No

logro caer…es más, diría que el tiempo se ha suspendido y ya no me pesa la espera para

ver a mi padre, que – eso espero - sigue luchando por permanecer aquí. Miro a las

mellizas alejarse de la mano y sentarse en los bancos frente a mí. Veo al enano sacar un

puñado de maníes y repartirlos para que cada quién entretenga su estómago. También

está allí el señor de los largos bigotes, vestido de frac, y lo veo aquietar su paso y dejar

tranquila la varita. Por un momento, los mentones de todos ellos parecen caer sobre sus

pechos, como si fueran marionetas de papel maché.

“¡Atención, por favor! La visita a Terapia Intensiva está demorada. Les pedimos

paciencia, se debe a complicaciones en uno de los pacientes que ya han sido superadas.

En un rato nomás, los haremos pasar” – dice el enfermero, enjuto de ambo gris, que

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apareció desde el fondo del pasillo. Su voz resuena; me parece llegar desde muy lejos

¡como si se tratara de parlantes ubicados quién sabe en qué lugar del edificio! Escucho

las palabras sin tomar conciencia de que mi padre es uno de los pacientes. Todo sonido

se amortigua mientras afuera garúa sin apuro. Pasan los minutos y todos nosotros – es lo

que a mí me parece en este instante – seguimos inmóviles aguardando. Pero ya no

somos todos los que éramos; algunos debieron retirarse, sin ver a los suyos, para llegar

a tiempo a su trabajo en el turno nocturno. El tiempo es tirano con quiénes viven contra

reloj. El último micro, la hora de cierre, las monedas contadas, la panza retorciéndose y

helada. “Cada hogar es un mundo”, diría mi abuela que amaba los circos…

De repente, el mismo ruido de bujes en el fondo del pasillo avanza hacia

nosotros. Se dibuja la silueta de Azucena, que es traída por uno de los camilleros

acompañado, esta vez, por el médico de guardia. Los dos tienen la mirada cansada. Las

mellizas, el enano y el muchacho se levantan como resortes de los bancos y tratan de

alentar al Sr. Leónidas - así lo nombran - para que se incorpore. No hay murmullo que

quiebre el aire por unos segundos, fuera del sonido de las ruedas vencidas hasta que se

detienen.

“Bueno, señoras y señores, ha sido una desgracia con suerte” - comienza

diciendo el doctor con cierta ceremonia. Y continúa explicando ante un público

minúsculo que lo observa reteniendo la respiración - “Lo de Azucena fue sólo un

desmayo por la contusión. Estuvo confundida pero ya recuperó su conciencia. Las

placas no muestran fracturas y los signos vitales son estables.” Así diciendo, extiende su

mano al señor de frac, que ostenta la autoridad en el grupo y le entrega un papel que

contiene las indicaciones para el cuidado de Zu, como la llaman sus compañeros en el

circo - sí, he concluido que, definitivamente, se trata de una compañía circense -.

“¿Esto es todo? ¿No corre ningún riesgo? , lanza al aire Leónidas asumiendo su

rol.

“Esto es todo. Debe guardar reposo por cuarenta y ocho horas y regresar el martes

por consultorio”. La frase cierra la exposición; el hombre de ambo celeste esboza una

sonrisa antes de volverse por dónde vino y dejar que la historia continúe por sí sola.

“Bueno, si esto es todo… - define con sobriedad el hombre mayor, mirando a la

accidentada - ¡es hora de volver a casa! ¡Hay mucho por hacer antes de la próxima

función!

Zu salta como si fuera un resorte, con inusitada plasticidad pero eso desestabiliza

la camilla que apenas la contiene. “No, tú no, Azucena, no tienes que hacer nada más

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que descansar”, le dice su jefe. Y al decirlo, permite que el resto relaje la mirada, fija

hasta ahora en ella y hasta hace unos instantes en el médico de guardia. Y con la

mirada, se sueltan también las sonrisas y los abrazos a su amiga y a cada uno. Por

cierto, fue entre todos que sostuvieron este tiempo de incertidumbre que pareció

interminable. Es hora de que los murmullos por lo bajo estallen en risas y que entre

todos la ayuden a ponerse de pie. ¡Benditos ellos que tienen compañía - pienso - ¡ No

he logrado que nadie me acompañe…tampoco tengo familia en la ciudad para pedirlo.

Y la orquesta en la que toco el violín se limita a compartir ensayos y conciertos.

Se marchan decididos y al salir el último, sin rechazar los saludos efusivos de las

mellizas, la mano alzada del lanzallamas y la reverencia entre brincos de Raulito, el

enano, me acerco a cerrar la puerta. Ya está demasiado fría la sala de espera para sumar

la humedad que afuera crece con la llovizna. Los veo subir a través del ventanal, uno

por uno al colectivo antiguo que estacionaron más allá, totalmente pintado de colores,

decorado con flores y figuras circenses y con cartelitos donde explican con frases la

naturaleza de su espectáculo: “En esta casa viajan artistas al servicio de la comunidad”

“El circo que enseña a vivir” “Circo educativo Nuevo mundo” “Compañía circense La

amistad”. Cuando vuelvo sobre mí, siento el vacío que dejaron al marcharse, todos

juntos, como una sola alma.

Apenas unos segundos después, aparece en escena el enfermero anunciando el

comienzo de la visita. Como en un sueño, el tiempo de espera se disipó. Como en una

función de teatro, el tiempo voló. Es un regalo atravesar las encrucijadas en esta

liviandad. Hoy no hay partes médicos previos; sabremos cómo están las cosas cuando

veamos, cara a cara, a nuestros queridos dentro de la sala de terapia.

No sé por qué - quizás sea por la compañía - presiento que todo estará bien esta

tarde. Tengo la esperanza de que así sea; los partes médicos anteriores me alertaron

sobre la gravedad de la hemorragia de mi padre, y el riesgo muy alto de que no se

recupere. Pero hoy, mi deseo de música y color trajo hasta mí una compañía completa

de circo y supe que una señora sobrevivió a un aplastamiento producido por una flor

gigante, hecho que casi nunca acontece. Además, hubo más de una persona que deseó

profundamente que ella se curara, y Azucena estuvo bien. Tengo derecho a soñar

entonces - si lo deseo profundamente - que cuando llegue junto a mi papá, él tendrá sus

ojos abiertos, me sonreirá y no sin esforzarse, podrá envolverme con uno de sus brazos

y decirme al oído: “No te preocupes, mi nena, todo se sanará…saldré volando de aquí,

como el Ave Fénix”.

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Beatriz López Martín

El pan nuestro

-¡Mamá mamá!

-…mm…eh…s…

- ¡Mamá!

- Déejame un poco

- ¡Mamá por favor! ¿ y los rotus?

- En la mesa hay un paquete de galletas, come, calla shhhh.

-¡tengo hambre mamá, ya las he comido!

- Hijo de puta, déjame en paz shhhh.

- Se lo diré a la seño, vez se lo diré a la seño y verás.

- Díselo, díselo, quién te va a querer desgraciado shhhhh déjame en paz

- ¿Sabes que esta tarde viene la educadora? ¡Avisó mientras dormías!

- ¡Voy cabrón, voy! Encima que te he conseguido tus rotus y me haces esto?

- Le he dicho que estabas trabajando hasta las tres, me dijo que pasaría a esa hora.

¿Qué vas a contar hoy, EH, EH?

- ¿Le has dicho qué? ¿Qué crees que te llevará contigo la gilipollas esa?

- ¿Qué vas a decir?

- Qué eres un hijo puta, que no haces nada en el colegio, con las que lías me

creerán.

- Estoy harto, esta vez qué vas a inventar, no te voy a dejar, mamá.

- El tío me dijo que vendría, te llevará a comer una hamburguesa.

- No me voy, hoy no me voy de aquí.

- Anda, bobo, que soy tu madre, con quién vas a estar mejor.

- Te odio

- Ojalá te hubieras muerto cuando te caíste, cabrón, hijo puta. Asco, me das asco.

Se hizo un ovillo para recibir, mientras le golpeaba con el puño sin control.

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Ángela Zaldo

El cloro de las piscinas

Cuando salí al jardín esta mañana le vi por primera vez. Estaba bañándose en

nuestra piscina, completamente vestido. Me asustó y divirtió al mismo tiempo y, sin

darme cuenta, le había invitado a desayunar. Aceptó. Le dejé una camisa y unos

pantalones tuyos que todavía guardaba, a saber por qué. Curiosamente le estaban bien.

Nos sentamos en la mesa del porche en silencio. Los dos mirando al frente, como

si estuviéramos en el cine. Teníamos que parecer, a ojos de los madrugadores que

habían decidido caminar en las horas más frescas del día, un matrimonio de esos que

llevan juntos tanto tiempo que ya no tienen nada que decirse, porque para bien o para

mal ya está todo dicho.

Sin embargo yo quería hablar. Quería oír mi voz, su voz, por encima del silencio,

por encima del susurro del viento, del trino de los pájaros, del ronroneo del tráfico. Por

encima de las alegres reuniones de mis vecinos, que hacían que me pesara el alma.

Pero ya no sabía. Hablar. Parece mentira lo rápido que uno olvida lo obvio, lo

normal, lo cotidiano. El cómo. De qué. Tenía la garganta seca, el corazón acelerado. Él

no parecía alterado, solo miraba fijamente su ropa empapada, escurriéndose en el

tendedero del jardín situado a la derecha de la casa. El sol de la mañana nos calentaba la

espalda, y la leve brisa que soplaba nos traía olor a ropa limpia. Tu perfume favorito.

Iba a ser un día caluroso. De limonada y sombra. Miro a mi alrededor, estarías

orgulloso. Nuestro jardín está precioso, bien cuidado, cuajado de flores y vida. Los

árboles se yerguen altivos, frondosos y tupidos, y la piscina, vacía de bañistas día tras

día, se ha convertido en un lago propiedad de una bandada de patos.

Yo ya me he terminado mi café, pero él no. Se está tomando su tiempo. Se lo bebe

a pequeños sorbos, como si quemara. Sin embargo tiene que estar helado. Ha pasado un

buen rato desde que se lo serví y además está esa manía mía de no calentar la leche.

Cómo te desquiciaba. Lo sigo haciendo aún, por si te interesa. Casi espero todavía que

me mires ceñudo desde el quicio de la puerta.

Le oigo sorber su café. Hace ruido, como tu tío. Con lo fácil que es beber en

silencio. Hay personas que no saben, que no quieren, que no pueden. Quizás tenga una

malformación en la boca. No sé. Siempre pensando bien de los demás, me decías.

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Demasiado bien. Es más fácil pensar que es mala educación. O mala costumbre. O

dejadez. Nada bueno, en todo caso.

Le observo de reojo, ya se lo tiene que haber acabado. Esa será la señal, me digo a

mi misma. Todavía no sé muy bien cómo empezar, me estoy poniendo nerviosa.

Maldito silencio. Abro la boca y, en ese mismo instante, se oye el ruido del cortacésped

del vecino. ¡Qué oportuno! Agradezco el estruendo, me da unos minutos más para

pensar. No es bueno improvisar.

Lo mejor será que le pregunte cómo se llama y qué estaba haciendo en mi piscina.

O mejor no, igual es un poco brusco. Puede parecer un interrogatorio. Mejor otra cosa.

Piensa. El tiempo, también podemos hablar del tiempo. El tiempo siempre es una buena

opción. Aunque es demasiado fácil, muy típico, como de ascensor. Puede parecer que

no sé de qué hablar, que estoy incómoda. Que por otra parte es verdad. Él, en cambio,

parece relajado, en paz. Disfrutando de la cálida mañana, ajeno al terremoto que está

provocando en mi mundo interior.

Podría preguntarle si acostumbra siempre a bañarse vestido. Es una pregunta

ingeniosa, que rompe el hielo, inesperada. Nos reiríamos, quizás a carcajadas. Después

le preguntaría su nombre y yo le diría el mío. Después de reír todo es siempre más fácil.

Aunque quizás piense que me estoy burlando de él. Empiezo a morderme las uñas

disimuladamente, como siempre que no sé qué hacer.

Carraspeo. A ver si así se anima a hablar. Yo no me atrevo: estoy segura de que, si

hablara ahora mismo, emitiría un graznido en vez de palabras, cual grajo. Espero un

poco, pero no funciona, ni siquiera ha desviado la mirada. Siempre he pensado que la

vista desde el porche de nuestro jardín es bonita, pero no tanto. Me da por pensar que

quizás tampoco él sepa. Hablar, quiero decir. Igual hace mucho tiempo también que no

lo hace. Quizás tengamos más en común de lo que pueda parecer a primera vista.

Contigo fue todo más sencillo. Simplemente comenzamos a hablar en aquel bar

como si nos conociéramos desde siempre. Yo acababa de terminar de cantar y me

acerqué a la barra para pedir un refresco y tú, no sé, allá estabas, sentado en un taburete,

mirándome. Una cosa llevó a la otra, un día al siguiente, pronto la cerveza con aceitunas

se convirtió en cena y más tarde en desayuno. Nunca tuve este problema, siempre sabía

de qué hablar o de qué no. Conversaciones fluidas o frases no dichas. Daba igual.

Contigo, solo contigo. Ahora dudo, igual solo es la falta de costumbre. Me digo que

seguro que es eso. Me doy ánimos internamente, como cuando de joven afrontaba una

tarea especialmente difícil.

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Vuelvo a mirarle, intentando que no se dé cuenta. Con tu ropa casi parece un

hombre normal. Con trabajo, familia y casa. Educado e inteligente. Mantiene una buena

postura y está aseado. Tendrá, calculo, unos cincuenta y cinco o sesenta años, poco

pelo, nariz recta, manos cuidadas y una profunda cicatriz en el antebrazo derecho.

Pienso en cómo se la habrá hecho, en cómo será su vida, si también está solo, si es

moderadamente feliz, si tiene un sitio donde dormir.

Me pregunta bruscamente si puede tomarse otro café. Tiene una voz agradable y

unos bonitos ojos marrones. Le digo que sí, por supuesto, y le ofrezco unas pastas. Coge

una rápido, como si pensara que me iba a arrepentir del ofrecimiento, y se la come con

fruición. Deprisa, al contrario que el café, casi sin masticar. La verdad es que está

delgado, muy delgado. Tus pantalones le están holgados, caben dos piernas de las suyas

en una pernera de tu pantalón beige. Como cuando te operaron del corazón y perdiste

veinte kilos. ¿Recuerdas? Les cogiste cariño, solo te ponías esos pantalones, decías que

te habían dado suerte. Cuando empezaron a estropearse no quisiste deshacerte de ellos,

ni siquiera accediste a darlos a la parroquia. Y eso que tú dabas todo enseguida, otros lo

necesitarán más que yo, argumentabas cuando me enfadaba porque dabas todo

demasiado pronto, demasiado nuevo. Pero estos no, estos los guardaste como recuerdo

de tu victoria sobre la enfermedad. Eso me dijiste, ahora lo recuerdo. Dios mío… ¿cómo

he podido dejarle esos pantalones, precisamente esos, a un desconocido? Me dan ganas

de decirle que se los quite inmediatamente, de gritarle, de llorar, pero eso me obligaría a

explicarle por qué y, la verdad, no tengo muchas ganas de hablarle de nosotros. No

quiero preguntas, no quiero explicaciones. Solo quiero hablar y que me hablen, y que

mientras me miren a la cara.

Así que callo y él se queda con tus pantalones, arrugándolos, dejándoles su olor,

arrebatándoles el tuyo, y me enfado con él, conmigo y contigo, sí, contigo, por ponernos

a los dos en esta situación. Porque fue, es, tu culpa. Si hubieras ido al médico unos

meses antes quizás todo sería distinto. Yo sería distinta.

El médico. Cuando por fin conseguí convencerte para que fuéramos ya era

demasiado tarde. No había nada que hacer. Nos fuimos de allí con demasiadas citas

médicas para el poco tiempo que te quedaba y muchas recomendaciones. Cogidos de la

mano, en silencio.

Me duele el pecho al recordar. Intento tranquilizarme, respiro hondo. Vuelvo a la

realidad, al ahora. Tu pantalón. Solo se ha bañado en nuestra piscina, me digo, solo

puede coger olor a cloro, a nuestro cloro, el mismo que tú te empeñabas en comprar y

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poner año tras año para que pudiéramos bañarnos dos veces en todo el verano. Nos

salían caros los baños. Pero valía la pena. Habría pagado el doble solo por escuchar tus

gritos al entrar en el agua helada. Por ver tus aspavientos. Por oír tu risa. Qué lástima

que no hubiera entonces móviles para grabar esos momentos. Y tantos otros. No me

sentiría tan mal, tan sola, tan muda, tan invisible, si te pudiera ver de vez en cuando, oír

tu voz, perderme en tus ojos. Cierro los míos. Te recuerdo, la mirada franca, tu sonrisa.

Los abro, vuelvo a la piscina, al cloro. Ahora contrato a una empresa para que la limpie

y la mantenga, para le ponga cloro. Sigo haciéndolo aunque ya no me baño, me da

demasiado miedo hacerlo sola por si me pasa algo. ¿Quién vendría a ayudarme?

No me arrepiento de nada, me dijiste. Si hubiera ido antes quizás habríamos

arañado unos meses, con suerte un año, pero habría sido un año triste, de sufrimiento, de

un continuo peregrinar en busca de un imposible. No habríamos sido nosotros, los de

siempre.

En eso tenías razón, tú fuiste el de siempre, pero yo ya nunca fui la misma.

El sol está alto en el cielo, ya debe de ser mediodía. No hemos intercambiado ni

una palabra, fuera de las estrictamente necesarias, desde que aceptó mi invitación.

Quizás esté cohibido. Es posible, hay que admitir que esta circunstancia no es muy

normal.

Necesito ir al baño. Le digo que tengo que entrar en la casa un momento, me mira

y asiente sonriendo, y yo me voy con el corazón en un puño, sabiendo que al volver su

silla estará vacía. Y que se habrá llevado tus pantalones.

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Maika Guijar

DESTINO

El bar estaba abierto y Luis sintió como una caricia el golpe de calor que le

abofeteó la cara al empujar la puerta.

-¡Esa puerta! –gritaron desde el fondo. Una mano amiga no tardó en ayudarle a

cerrarla.

La tormenta de nieve había caído como todas, de imprevisto, en medio de un viaje

importante y sin ninguna pinta de que fuera a amainar en breve. Razón por la que

decidió parar en aquella taberna inhóspita y mugrienta, pero con al menos un buen

sistema de calefacción.

Sacudiéndose como un perro, fue directo a la barra. Sin tener que decir nada, un

vaso de whisky apareció entre sus manos e igual de rápido pasó por su garganta,

creando una reconfortante sensación de quemazón en la boca del estómago.

¿No se puede pedir más, verdad? Un lugar cálido, bebida no excesivamente cara y

un sitio en el que poder descansar pese al insistente olor a fritanga. Se iría de allí en

cuanto pudiera, pero, de momento, fue directo a por el último punto de su lista. Dejando

a un lado a un grupo de parroquianos, Luis divisó una pequeña mesa vacía en un hueco

al fondo de la taberna, justo al lado de una de las ventanas. Con un par de manotazos

limpió de migas la silla de tela y, tras revisar que el hueco de la mesa no estuviera tan

pegajoso como creía, se dejó caer pesadamente. Sentado al fin, se permitió cerrar los

ojos unos minutos, apoyando la frente contra el cristal. Un escalofrío le recorrió toda la

columna, pero aún así fue una sensación gratificante que le relajó lo suficiente como

para empezar a pensar.

No tendría que haberse ido. Tal vez las cosas hubieran sido de otra forma. A lo

mejor, si hubiera pensado en lo que sentía en vez de en lo que querían que sintiera…

Pero ya era tarde, no había sitio para los arrepentimientos.

Estaba reprimiendo un impulso infantil de escribir su nombre en el vaho de la

ventana cuando notó un movimiento por el rabillo del ojo.

- Otro whisky, por favor.

- No soy la camarera.

No, desde luego aquella voz no era ni de lejos tan musical como la de la chica de

la barra, sino rasposa y seca. Luis se giró para ver sentarse a una mujer al otro lado de la

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mesa. Su tez morena y surcada por cientos de arrugas le enmarcaba el pelo blanco y

recogido en un estricto moño bajo. No era alta, aunque su postura quería dar una

sensación completamente diferente. Lo único que le faltaba era el vestido negro, y no

los pantalones de pana marrón desgastados, pero no había que ser muy listo para darle el

mismo significado. La palabra le vino a la mente demasiado rápido, olvidando el

protocolo a seguir para estos casos. Buscó auxilio, disimuladamente, mirando a la barra

y las otras mesas, pero parecía que todo el mundo estaba haciendo un esfuerzo tremendo

por ignorarlos.

- Pasa a menudo –dijo la mujer-, pero al final siempre acaba viniendo alguien a

servir un vaso de coñac a esta pobre y desvalida anciana.

No acabó de decir la frase y ya había un vaso con el dorado líquido colocado

frente a ella. A Luis lo obviaron. Desde luego no era ni de lejos tan inquietante como

ella. Tomó el vidrio con cierta reverencia y olió suavemente el contenido antes de darle

un pequeño trago. Cerró los ojos y asintió con aprobación para luego dejarlo sobre la

mesa y volver su atención a él.

- El secreto no es tanto aterrar como tratar de ser aterradora –comentó, como si

hablara con un viejo amigo al que no hubiera visto en años.- No son mala gente, tan

sólo saben lo que les conviene. Ahora no nos retrasemos más.

La mujer alargó la mano en dirección a Luis y él se la quedó mirando, como si en

cualquier momento le fueran a salir afilados dientes de la palma.

- ¡Oh, vamos! ¿Qué pasa? ¿Acaso es esta tu primera vez?

Notó cómo le ardía el rostro, aunque no sabía si era por el desparpajo de la mujer

al hablarle o por cómo se escapó alguna risilla malamente camuflada bajo una tos

excesivamente falsa.

- Te haré precio especial, chico –le animó,- veinticinco euros la buenaventura y

por cuarenta la camarera te servirá un par de whiskys del bueno, el que esconde dentro

de la botella del Dyc barato ¡que veo que te hacen falta!

Una parte de él quiso negarse. Alzar la barbilla y decirle a aquella mujer que

podía guardarse su buenaventura para otro pardillo, que él ya tenía destino para rato y

que pasase una muy buena noche, gracias.

Pero, y ese era el problema, quién podía rechazar una oferta así. En la ciudad, la

lectura de manos regulada por la Comisión no baja de los cincuenta euros, y, además, el

whisky no estaba nada mal.

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Sin pensarlo más alargó la mano, dejándola frente a la mujer, quien le dedicó una

sonrisa socarrona. Con cuidado la tomó entre las suyas, ásperas y callosas. Sin mostrar

vacilación alguna, la mujer la acercó a su cara y comenzó a recorrer con su larga uña las

líneas una por una. Algunas veces suspiraba, mientras que otras lanzaba exclamaciones,

ligeramente exaltada.

“Es un espectáculo” se dijo Luis, tratando de calmarse “está tratando de hacer que

ponga nervioso”.

Y lo estaba consiguiendo.

- Mira esta línea –dijo la mujer tras un rato,- es la del corazón. Indica el amor de

tu vida. Es larga y, pese a que al principio aparece bifurcada, señalando dos amores, uno

se mantiene fuerte y duradero a lo largo del tiempo. Parece que hay alguien que te ama

mucho. Ahora, ¿ves esta otra? –en esta ocasión señaló un punto diferente-, es la de la

suerte. Mira como todas estas otras líneas la cortan. Esto significa que has tenido

momentos de menor fortuna, pero, observa, luego hay un tramo largo sin cortes, lo que

marca una época de gran esplendor. Y está última, es la de la vida. Larga y sin cortes.

Eso es que vivirás una vida sin ningún tipo de problema.

Algo dentro de él se relajó. Lo notó cuando exhaló la respiración que no sabía que

había mantenido contenida. Sin una palabra más sacó su billetera del bolsillo trasero del

vaquero y dejó dos billetes de veinte sobre la mesa para después marcharse a la barra,

donde la joven camarera le sonreía con un vaso en la mano.

La mujer le observó sentarse y entablar conversación con la chica antes de recoger

los dos billetes y deslizarlos entre los pliegues del abrigo.

- Si no les dices la verdad, podría decirse que les estás robando.

Un hombre de piel oscura y mirada penetrante se sentó en el sitio dejado por Luis,

mirándola con indiferencia.

- Robar sería que me hubiera pagado sesenta por las sandeces que le he dicho. No,

lo único que he hecho ha sido entretenerle el tiempo suficiente para que no saliera fuera.

- ¿Y qué más da fuera que dentro?

Un fuerte golpe seguido por el pitido de la alarma de un coche alertó a toda la

gente de la taberna. No tardó en formarse un pequeño tumulto alrededor de la puerta

para ver qué había pasado. Se quedaron boquiabiertos ante una rama que había

quebrado por el peso de la nieve y, que en su caída, había aplastado el coche que estaba

justo debajo.

- ¡Oh, Dios mío! ¡Mi coche! –Gritó Luis.

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El hombre levantó una ceja interrogante, pero la mujer se encogió ligeramente de

hombros.

- Si él hubiera estado allí…

- Si él hubiera estado allí tal vez lo habría aplastado la rama. O tal vez ya se

hubiera marchado. O tal vez no hubiera montado aún –dio un largo trago a su coñac.-

Lo importante es que el chico está en la barra sano y salvo, pensando en que no ha sido

muy buena idea dejar a su novia plantada en el altar sólo por escuchar lo que sus

amigotes le aconsejaron sobre las decisiones que tenía que tomar en su vida y en su

destino.

- Está cogiendo el teléfono –comentó el hombre- y parece que le están gritando.

- Me sentiría muy decepcionada si no le gritaran.

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Ramiro De Benedetti

Una tarde de sol en el camino

Bajo aquel cielo luminoso y brillante hubiera debido reinar la alegría, pero ese

estado de ánimo tenía poca relación con el de Silvio. Tener que cambiar un neumático

bajo es sol ardiente era lo peor que a cualquiera le podía suceder. Antes de hacerlo tomó

un trago de la botella de agua mineral que llevaba.

Abrió el baúl, sacó la rueda de auxilio, el cricket y la llave en cruz y los puso

junto al desinflado neumático. Una nube atravesó la escena lentamente. Colocó el

cricket y le dio un ligero toque, la rueda tenía que seguir apoyada para poder

desenroscar los pernos. Tomó la llave y probó el primer encastre. No encajaba con la

cabeza del perno, recordó entonces que su coche precisaba un encastre de seguridad,

una pequeña pieza que se colocaba entre el perno y la llave. Lo que no recordó es dónde

estaba guardado, si es que lo había traído. La ruta estaba desierta, no pasaba nadie a

quien pedir auxilio. Eso es, pensó, tengo que pedir auxilio, bueno, un auxilio. Tomó su

celular y, al primer intento, escuchó una educada voz, hispánica y femenina, informando

que estaba fuera de cobertura. Revisó el baúl y todos sus recovecos y nada, el encastre

seguía sin aparecer. La ruta seguía desierta. En todo ese tiempo no había pasado ningún

vehículo. Sí, la ruta seguía desierta y el Sol seguía clavado sobre su cabeza. Revisó la

guantera y los bolsillos laterales. Nada. Agotado, se sentó en una piedra, entonces vio

cómo el viento movía las matas de pasto alto que limitaban la ruta frente a él. Tomó un

papel de diario y se hizo un gorro. Seguía sin pasar ningún coche, camión o lo que

fuera.

Entonces tuvo la sensación de que algo o alguien se ocultaba detrás de los

matorrales. Le pareció distinguir un par de ojos. Quedó en alerta. Debe ser un gato

montés, pensó, puma o yaguaretés sería raro, para comenzar quedan pocos en la zona, si

es que quedan. Además, son demasiado grandes como para ocultarse tras esos

matorrales. ¿Me dará tiempo, sea lo que sea, como para meterme en el coche? La hilera

de matorrales parecía más oscura, más siniestra. La ruta vacía, el Sol, el puto perno.

De golpe la vegetación se abrió para dejar pasar a un perro que, con

desconfianza, cruzó la carretera. Silvio decidió quedarse donde estaba. El perro llegó

hasta él y, con precaución primera y algo más tranquilo después, se dedicó a olfatearlo

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para terminar sentándose frente a él. Lucía sucio, sediento, con la lengua colgando al

costado de sus fauces.

Entonces Silvio vació con clavos, bujías, tornillos y demás cosas que siempre

llevaba consigo, y usándola como bebedero la sirvió un poco de agua mineral que el

perro bebió con avidez. El perro se recostó a su lado en gesto de confianza absoluta.

Silvio volvió a guardar las cosas en la caja: entre ellas estaba el bendito encastre.

La sorpresa de Laura, la esposa, cuando lo vio bajarse del coche seguido de un

perro sucio que se sentó al lado de él con el aire de orgullo del perro que ha vuelto a

encontrar su humano, fue enorme.

Se llama Perno - dijo Silvio, a modo de explicación preliminar.

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EL NENE Y EL CABALLO

Elena Mariani

Al pibe le gustaban los caballos, mucho le gustaban, sí ya sé que se fue todo a la

mierda, pero te juro que creí que era el candidato perfecto, pobre y vivo, vos también lo

viste Sapo, ahora no me discutas, atravesaba el campo con el guardapolvo blanco y una

mochila destartalada, feliz de ir caminando tres kilómetros solito hasta el colegio. En el

camino sólo se detenía ante los caballos, los acariciaba les daba algo que sacaba de los

bolsillos, era capaz de compartir azúcar con ellos y sabés que todo les escaseaba.

Además la familia, si eso era una familia, la madre desdentada a los 30, sola con

siete pibes en ese rancho destartalado en el medio del campo de los Juárez, sí Sapo ya

sé que parecía una bruta y no lo era, una taimada, ventajera la tipa con esa pinta de

pobrecita. Ah no era ventajera, o te creés que hizo la denuncia por sus ideales? Quiere

plata. Bueno Sapito, yo también te puedo echar en cara que meterse con la policía no

fue una buena idea, y vos me vas a decir que sin ellos no es posible trabajar y así la

seguimos hasta la madrugada. Pero ya está, perdimos y estamos acá en gayola y si el

boga de los polis no nos saca, y si los polis no nos tiran la mugre de ellos encima, quién

te dice en dos años estamos otra vez en carrera.

Disculpe la molestia pero el Sr Juárez mi patrón me dijo que hablara con la

doctora y nadie más, con nadie más me lo repitió muchas veces, no no fui a la seccional,

les tengo un poco de miedo, de ahí sacaron cadáver a mi sobrino, sí claro que lo

entiendo pero sabe? el patrón me dijo: hablá solo con la Dra. Silva, algo de la Fiscalía,

mire acá me anotó la dirección y el nombre, caminé como treinta cuadras y tomé dos

colectivos para llegar, disculpe otra vez señorita, pero es por mi hijito el Franquito, el

cuarto el de diez recién cumplidos, el más inteligente, puros dieces y felicitados en la

escuela. Espero señorita, todo lo que sea necesario, perdone pero no me voy hasta que

hable con la doctora.

Cómo iba a saber yo,- pedazo de infeliz-, que el Sapo y el otro chatarrero le iban a

enseñar a manejar a un pibito de diez años, son dos inútiles, todo por un caballo de

mierda, si nosotros tenemos varios pungas en la seccional que por cien pesos te traen lo

que les pidas. Dónde viven estos infelices, no saben que ahora con esto de los derechos

de los turros esos ya no es tan fácil mandar a chicos a trabajar en la calle. Encima nos

tocó la Silva, una turra impecable, no hay con qué darle, y nos tiene entre ceja y ceja

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desde el procedimiento del taller del gordo, sabe que cobramos del rubro desarme y nos

agarró directamente sin intermediarios, lo peor es que el patrón del campo nos jugó en

contra, resultó ser un cristiano arrepentido de todas sus fechorías, nos tocaron todas jefe,

no nos enteramos de los allanamientos y a usted se le ocurrió guardarse de recuerdo el

BMW de los agencieros de Pilar, y la gente del Sapo tenía todos los talleres con piezas

afanadas. Un desastre y salimos hasta en los medios internacionales, un escarmiento

dicen, pero ¿justo a nosotros?

La doctora se inclinaba cada vez más hacia adelante intentando no perder ni una

palabra del relato de la mujer que tenía enfrente y procurando no demostrar lo que iba

sintiendo a medida que avanzaba con los detalles

Sí, como le cuento Doctora, no sabe cómo le agradezco que me atienda, Dios la

bendiga, se me apareció con un caballo, me dijo que un señor muy bueno se lo había

regalado, me pareció raro ¿vio? Quién le regala un caballo a un chico pobre y

desconocido. Pero estaba tan contento que lo dejé, se iba al colegio a caballo, imagínese

como lo cuidaba. Un día le encontré unas chapitas, mire, acá las tengo, en el bolsillo de

la camperita, le pregunté qué es esto hijito? Nada Ma, me las dio el señor del caballo, y

para qué sirven mijo? No te puedo decir es un secreto entre nosotros, me puse como

loca, le grité, le mostré el cinto, poco lo uso con los chicos pero a veces hace falta, y

nada, no me respondía, lo agarré y al primer golpe se puso a llorar y me contó. Sí,

Doctora, me contó eso aunque usted no lo crea.

El Sapo y su amigo miraban con desconfianza a sus socios del otro lado del patio

de la comisaría, sabían que cuando cayeran, los policías se arreglarían entre ellos y los

iban a dejar librados a su suerte.

Era vivo el pibito, aprendió a manejar en pocos días, te acordás ? Apenas llegaba a

los pedales pero era lo que buscábamos o no? Que no llamara la atención al abrir los

autos, no era como los fieritas que usábamos antes y te apretaban para conseguir merca

todo el tiempo. Y dejarle las ganzúas te parece? Qué gil que sos.

En el día de la fecha siendo las nueve horas…. Esta formalidad del acta de

denuncia me agobia, miro a esta pobre mujer desesperada tratando de salvar a su hijo

del desastre en el que estos delincuentes lo metieron y siento que el derecho penal y la

tarea jurisdiccional no sirven para nada si no hago algo por esta gente. Al Comisario de

la cuarta ya lo tenía enfocado, me faltaba esto, un testimonio directo para meterlos a

todos en la cárcel, aunque sea por unos años, y a esta familia sacarla de ahí urgente y

protegerla, qué difícil es no llorar mientras escucho la voz balbuceante pero valiente de

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esta mujer que podría ser mi hija y parece mi madre. Qué difícil mantenerme en este rol

sin cruzar el escritorio y abrazarla. Ya tendré tiempo de dialogar sin tanta tensión, tengo

que asegurarle que su decisión ha sido tan importante que merece mi apoyo y mi

confianza.

Y dígame, Doctora, en la ciudad ¿cómo voy a hacer? Me van a dar trabajo, y el

colegio de los chicos, y los muebles, disculpe que parezca una pedigüeña pero no

tenemos más que el rancho y lo poco que hay adentro. El Sr. Juárez nos va a ayudar,

qué buen hombre, que Dios lo Bendiga a él y toda su familia. ¿Tan lejos nos vamos?

Disculpe, tiene razón a ver si me matan los chicos o me los roban, quién sabe de lo que

son capaces.

Al pibe le gustaban los caballos, seguí repitiendo eso que a lo mejor convencés al

Juez para te excarcelen ¡idiota!

La Doctora Silva no pudo abandonar su despacho hasta pasadas las 18, revisaba la

declaración una y otra vez. Sabía desde hacía mucho tiempo que la banda operaba con

menores, pero no podía creer que lo hicieran con ese chiquito del campo. Jubilate,

Marta, le decía su marido, jubílate vieja coreaban sus hijos, pero no podía, esa era su

vida, la justicia en medio de la injusticia y la pobreza y la indiferencia de sus pares y

hasta de sus propios empleados. Después de varias horas tomó el teléfono y lo llamó,

con él todo se podía, esconder un pibe y toda su familia, garantizarles una mejor vida,

no sos Dios, Marta, diría su amiga, no lo era pero algo es algo. El cura la atendió con la

calidez de siempre y escuchó atentamente. Sí, claro, Amelia, así la llamaba en la

privacidad de sus llamados desesperados, como siempre, esta familia estará protegida,

quédese tranquila.

Una vez más en el conurbano ardiente el padre Pepe tendía su mano: el nene de

los caballos estaba a salvo.

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LA BRISA DE JUNIO

Quique Cano Ros

“…y la canción que escuchas, tu cuerpo

abrirá con el alba”

Durazno sangrando

Cuando anochecía, más por lástima que por costumbre, ellas dos sacaban al

viejo a tomar un poco de aire a la entrada del porche. Más tarde, al comprobar que los

mosquitos establecían una tregua piadosa, empujaban la silla de ruedas por el pasillo

que desembocaba en el muelle que la casa tenía a la vera del río. Así se les iba el

tiempo a los tres conversando hasta la cena. La charla de siempre: la luna, los colores

cambiantes, las fotos, las crecidas, la lancha colectivo; que pasa, que ya no pasa…

Hacía diez días eran sólo ellos en la vieja casa del Tigre. La primera que se

encontraba al doblar el arroyo Paso y Pedro Varela.

Ahí según la vieja leyenda descansaba el espíritu de Malaber Correa, un salvaje

asesino que por el 1900 enloqueció de soledad. Un espíritu errante poseído por la

maldad misma que de buenas a primeras comenzó a merendarse a la poca gente que

rondaba la cercanía. Conocido en la jerga policial de la época como “el antropófago del

Tigre”, fue el primer asesino serial descubierto en las tierras del delta bonaerense.

Nunca se lo apresó.

A los Sepúlveda poco les importó eso a la hora de comprar. En principio, el viejo veía

el terreno como una inversión, con el correr del tiempo se fue enamorando. Era un

“lugar único”, situada la casa en un paraje bastante alejado de los arroyos del centro y

todas sus atracciones turísticas. Lo de “lugar único” el viejo lo repetía con aire

insuperable, como si el hecho de ser único prevaleciese sobre todas las casas, parajes,

ríos y demás atractivos del lugar, también únicos.

Las leyendas fueron quedando atrás y con el correr de los años no tardaron

mucho en vivir momentos irrepetibles también, decía el viejo. Deslumbrados por

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amaneceres donde el sol asomaba como un naranjo de ombligo, la vida le sonreía en

ojotas. Así al menos lo veía él junto a sus camaradas trasnochados y fiesteros. A decir

verdad, luego de los atracones nocturnos que se pegaba con sus amigotes de barrio

norte, uno podía encontrar el arco iris a la vuelta de cualquier arroyo.

Ahora le había tocado a su hija más chica, Lorena, acompañarlo en lo que los

dos tomaron como unas pequeñas vacaciones de invierno.

Al mirar alrededor todo tan abandonado, ella siente que su madre tiene razón.

Con los años el viejo se hizo pertinaz, en realidad si volvía tanto al Tigre no era para

saciar su melancolía. Le gustaba mortificar a los demás con sus historias de gran piloto

lanchero.; y de paso, entre gallos y media noche, se volteaba a Mercedes.

La” mecha” quedó como única encargada de la casa; a los ojos de Lorena, se

había transformado en toda una isleña. La sensual Mercedes, hoy ya con treinta años

bajo la piel.

Justo cuando su padre tenía cuarenta y dos años, sufrió el accidente con la

lancha. Desde ese momento, su esposa no quiso volver al Tigre, sólo lo hacía cuando

nadie de la familia se comprometía a viajar con él. A pesar de los malos recuerdos, el

viejo se negaba a vender la casa. A él ya no lo picaban los mosquitos, tenía carnet

vitalicio, -la sangre azul no los llama- era un chiste sin fin. Disfrutaba siendo testigo,

de cómo con el correr del tiempo el río se come las casas abandonadas. Algo tan fuerte

como la imposibilidad de levantarse de la silla de ruedas lo hacía regresar cada tanto.

- Venga don, esta noche la vamos a ver bien desde acá - dijo Mercedes al

acomodar la silla, sin esperar contestación corrió al borde del río.

-Mire ahí, los dos patos fosforescentes que a usted le gustan cruzan el río. Esos dos se

tienen ganas- le dijo al viejo que miraba entre su escote.

Mercedes y el señor se entendían desde hacía algunos años. Su tía, la antigua

ama de llaves, había mandado a buscarla a Corrientes cuando tenía quince inocentes

primaveras, al día de hoy podríamos decir que sólo conserva el acento. Le dieron trabajo

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en la cocina y eran pocos los momentos en que se hacía ver por las habitaciones de

arriba. Ante los ojos libidinosos del patrón, la chica era un lindo durazno a punto de

sangrar. Con su andar de liebre correntina, fue descubriendo las sensaciones que su

presencia despertaba entre los hombres de la casa. Todo era nuevo, muy extraño que

pasara un día sin recibir insinuaciones. Su aire fresco de provincia levantaba todo tipo

de sugerencias.

Pero el acoso de película vino montado en cuatro ruedas. El chofer, un

cincuentón bigotudo que no tardaba mucho tiempo en calentar motores con las

empleadas nuevas, se entusiasmó con ella. En cuanto supo que Mercedes era virgen, sus

revoluciones se pusieron a tope. Cuentan las lenguas afiladas de la cocina, que una

noche se metió en la habitación de ella vestido con el pijama que usaba para dormir.

Cuando lo vio paradito, descalzo, con el pantalón floreado y la camisa a cuadros, pensó

lo afortunada que era al estar indispuesta. El chofer lo entendió en seguida, poniendo

marcha atrás se fue a golpear la puerta de la cocinera. Se salvó raspando. Había una

sola forma de proteger su integridad.

A la mañana siguiente, cuando encontró el momento justo interceptó al señor

Sepúlveda mientras leía en la biblioteca, él la escuchó con sumo interés. No pasaron

muchos días antes de que al chofer lo echaran y Mercedes abandonara la cocina. En

seguida el señor le encomendó otra cosa, pasar un plumero de vez en cuando, subida en

la banqueta la observaba desde abajo; él le pedía algún ejemplar polvoriento, mientras

rememoraba melodías adolescentes.

–Acomodame los libros- le decía, distendido, le cantaba estrofas de canciones que ella

no entendía, pero seguro tenían que ver con el futuro que avizoraba.

“La noche del tiempo, sus horas cumplió, y al llegar el alba el carozo canto….”.Ella reía

al imaginar el momento, sin miedo. Las ganas que superaban la curiosidad, vencieron

el miedo a la primera vez, era la elección correcta, la mejor que pudo tomar.

“…partiendo al durazno, que al río cayó…” Su voz se comía el aire, hasta llegar a los

oídos de ella que no paraban de reír.

-Esta biblioteca es única Mecha, ¿viste alguna tan grande?- se vanagloriaba el señor de

lo bien que hizo en construir una biblioteca tan alta.

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Las cosas estaban en su lugar, “su piel era rosa, dorada del sol”, le cantaba

incansable el patrón. “Y al verse en la suerte de todo frutal, a la orilla de un río, su pelo

y su llegar”. Con esa estrofa se hizo mujer sin darse cuenta, un recitado de pura poesía

que le quitó el dolor a la bella correntina.

El tiempo los encontró fusionados en una complicidad torpe que las miradas no

pudieron sostener. De ambición limitada, Mercedes no representaba ninguna amenaza

para los planes de un depredador como Sepúlveda. Todos lo sabían. Sería raro que

siendo ella tan hermosa que las cosas no cayeran por su propio peso. Hoy recuerda esos

años en Palermo sin poder evitar la vergüenza y la risa. Después de un tiempo, para

mantener su matrimonio a flote, a expreso pedido de la esposa, a la chica se le propuso

vivir en la casa del Tigre.

El anochecer se vino con la clásica niebla flotando en el agua. La brisa de junio,

densa cuando aprieta, flota por el río, sube hasta la entrada de las casas, ensancha las

puertas, pasa sin permiso. Lorena siente sus manos húmedas, le cuesta digerir el paso

del tiempo.

- ¿No tenés miedo, acá sola vos?- dijo al entibiarse las manos.

- ¿Miedo, de qué?

- Y no sé, acá la gente no habla, me pone nerviosa. Después a la noche, los ruidos. Hay

más ruidos que palabras.

- Si será supersticiosa. ¿No andarás extrañando al novio, no? Si querés te consigo algo

en seguidita. Acá son calladitos pero a la hora de cumplir…- dijo Mercedes mientras

cubría las piernas del viejo.

- Te agradezco, pero mañana me vuelvo a la capital. Y vos, es raro pero nunca te

casaste

- No, si novios tuve muchos yo. Pero los patrones nunca quisieron que

me case ... yo vivo bien acá, sin compromisos. El viejo asentía cada afirmación de

Mercedes.

- ¿Y, me lo va a dejar a su padre acá conmigo?

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Lorena clavó los ojos en la manta que cubría las piernas de su padre y no le hizo falta

averiguarlo. Puso la mente en blanco. La noche anterior mientras dormía escuchó unos

gemidos; suspiros con acento correntino provenientes de la habitación del viejo. Pensó

que ése era el único desahogo, por un momento creyó que todo estaba en su lugar. Si

callaba, su madre no tendría por qué enterarse más de lo que ya sabía.

Entonces, con esa voz que parecía aventurada, dijo:

-Vos cuidámelo, mira que del corazón anda más o menos

- Por mí no se preocupe, dígale a él.

Lorena terminó de juguetear con el teléfono. En cualquier momento Mercedes

diría: -¿no quiere que lo hamaque don?- y así lo hizo en dos minutos. Lo pasaron a la

hamaca construida con respaldo hasta los omóplatos. El viejo se dejaba llevar. El ir y

venir del columpio aceleraba sus recuerdos. A medida que aumentaba el empujón era

como pararse en dos piernas y la imagen le venía sola. Ante sus ojos el accidente,

siempre igual. Su lancha yendo en el aire; una estúpida carrera para darse corte con

algún vecino y ese tronco flotando en cualquier lado. El golpe seco en la cadera no sabe

cuando vino, su cuerpo vuela sin columpiarse hasta la orilla.

Abre los ojos, quiere gritar -!más alto Mercedes!- pero el aire frío le tapa la garganta y

no puede.

Sentada a unos metros Lorena dedicó un buen rato a mirar para otro lado. Era

luna llena, a pesar de la niebla alcanzaba su vista una buena distancia.

El momento había llegado, Sepúlveda entre susurros canturreaba su vieja

canción “..y si tu ser estalla, será un corazón el que sangre…” Entonces a ella le pareció

que algo se movía por el fondo, la copa de un sauce. Lo creyó extraño; las casas vecinas

están lejos y los perros de noche siempre avisan. Se enderezó en el asiento y estiró el

cuello, ahora era otro arbusto más cercano. Al ponerse de pie, vio a un hombre salir de

la maleza. Son increíbles los efectos de la niebla; al principio parecía un lagarto de esos

que por la noche se la pasan hipnotizados por la luz de las casas, pero no. Con paso

firme se dirigía hasta donde estaban su padre y Mercedes ignorantes de la situación. En

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sus manos llevaba un sombrero, como una galera de copa. Vestido con un traje antiguo,

de época. Caminaba con dudas, tanteaba el terreno; el tipo se ubicaba en la situación.

- Sabrán ustedes disculpar la intromisión, pero me he perdido - dijo, y dando un

respingo Mercedes dejó de hamacar al señor y dirigió sus palabras directo a los ojos del

extraño.

-¡Por la virgen santa. No sé usted de dónde salió, pero yo acostumbro aplaudir cuando

llego a una casa!

- Mercedes, no ves que anda perdido el hombre - dijo Lorena mirando de reojo al

extraño. -Venga, siéntese un momento. Mecha, traete unos mates, ¿querés?

Y la chica fue entrando en confianza sobre los asuntos del extraño.

- Le agradezco mucho pero quedé con unos amigos para ir a una fiesta de disfraces y me

bajé mal de la lancha.

Mercedes que venía con la pava, la fuente y unos bizcochos de grasa no le dio mucho

tiempo.

-¿Qué lancha, qué fiesta, qué dice? A esta hora no hay más lancha colectivo. Por acá no

hay ninguna fiesta. ¿Qué casa está buscando?

-El arroyo Arenales.

-Eso no es por acá, se pasó maestro-

-Venga, siéntese un rato, deberá estar muy cansado señor ...

-Molina, Sixto Molina para servirle- Y mientras se iba acercando Lorena vio cómo

sujetaba firme la galera. Un poco más alto que ella, se paró cerca. La miró con unos

ojos verdes que disiparon la neblina. Lorena podía sentir sus preguntas en la cabeza.

Mientras estrechaba su mano creyó marearse. Su traje con olor a viejo, la embriagó de

tal manera que a punto estuvo de trastabillar.

- Llegó el mate... Sixto, no quiere un bizcochito, tome, sírvase.

- No gracias, no como bizcochos.

- ¿Y mate tampoco? Viene con ruda.

- No, no, le agradezco, el mate no me cae bien, es ácido.

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-Ah, la pucha- dijo guardándose el pensamiento. Un hombre que no toma mate a ella le

caí definitivamente mal.

-Sixto- dijo Lorena - ¿usted no irá solo a la fiesta, no?

-Es un casamiento. Yo no salgo mucho vio, ahora no sé cómo volver a mi casa desde

acá, ¿el arroyo ese está lejos?

-¡Y más o menos, vio! Pero si camina derechito por acá, por la orilla es una media hora.

-Hace más de dos horas que camino.

-Aaay, pobrecito- dijo Lorena riendo con un “puchero” seductor. Por momentos

olvidaba a su padre; en realidad con la llegada de Molina, las dos se lo habían olvidado

en la hamaca.

-Dos horas, qué fatalidad, justo acaba de pasar la última lancha colectivo.

-Una fatalidad, no sé.... gentilmente les pediría alojamiento.

-No se puede- dijo Mercedes pensando en que a Molina no le gusta el mate. –En la casa

no hay lugar-.

-Entonces tendré que retirarme, disculpen y gracias de todas formas- Antes de irse,

como buen caballero, besó la mano de Lorena. Ella sintió algo distinto, además de ojos

encendidos tenía un vello suave, como una pelusa de durazno en la palma de la mano.

-Estábamos por cenar, si anda con hambre….

-No, le agradezco, han sido ustedes muy serviciales- y así como vino se perdió entre la

maleza mientras las mujeres discutían en voz alta.

-No es bueno alojar extraños nena. Las cosas acá no son como parecen. No es bueno y

punto. Voy a preparar la cena.

Si lo pensaba dos veces, Mercedes tenía razón. Lo más probable es que durante la

noche no sucediera nada. ¿A quién se le ocurre casarse y celebrar con una fiesta de

disfraces? Tanto aburrimiento se curaba con una buena fiesta.

Ya en la cocina, Mercedes enciende la hornalla del fondo, da una

revisada al vuelo, algo está mal, como si faltara un olor.

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-Muchacha atrevida-, invitar a un desconocido a cenar, a dormir –

De la heladera saca unos bifes de cuadril, tira la sangre en la pileta. Iba a prepararlos

saltados con ajo y cebolla, bien picadita y mucho limón, como le gusta al señor. Se

calienta las manos con la llama azul y piensa, después ajusta su delantal. Piensa en el

señor olvidado en la hamaca. ¡Pobre! ¿Qué diría él si se enterara de todos los hombres

que frecuentan la casa cuando el patrón no está? El tipo ése, Molina, era bastante buen

mozo, pero ella jamás arriesgaría su trabajo. No debe abusar. El reloj de pared le avisa

la hora de la pastilla. Esa cabeza distraída. Saca la tableta del cajón y sirve un vaso de

agua.

Con un sonido que no la deja gritar, el cajón vuelve y le aplasta un dedo.

Después de eso fue la mano izquierda de lleno a los glúteos y la otra rozándole el

cuello. Quiere regresar, pero no puede, los cuerpos se juntan. Por detrás, Molina la

tiene sujeta de la cintura. Un olor a durazno le sube por la nariz y lo siente propio. No

puede gritar, ni lo intenta. Como mareada por un extraño influjo se deja apretar contra

la mesada, larga el cuchillo; con la otra mano se desespera, la sartén termina en el piso.

El sube hasta meter su izquierda dentro de la solera, desprende los botones, da un

suspiro cuando acaricia los pechos blancos bien terminados. Aprieta su pezones duros

con uñas largas de vampiro. Se pega más contra el cuerpo de ella y con la mano libre

retira unos mechones del cuello. Saca su lengua arrugada y lame. En zig zag busca un

hueco que le permita tocarla por delante. Mercedes se abandona a ese aliento extraño

hasta sentir como los finos colmillos de Molina penetran buscando la sangre caliente de

la yugular.

Succiona tranquilo hasta sentirse vivo otra vez, igual a los tiempos en que la isla era su

territorio. Bebe su sangre despacio. Disfruta como si la hubiera deseado desde hacía

mucho tiempo. Y cuando ella abrió sus ojos llenos de placer notó cuál era la falta.

Alguien había retirado la ristra de ajos colgada en el marco de la puerta. Ya no le

serviría de mucho, nadie cocinaría más en la casa.