Veinte leyendas ecuatorianas y un fantasma

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Veinte leyendas ecuatorianasy un fantasma

Mario Conde

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Título original:

Veinte leyendas ecuatorianas y un fantasma

Primera Reimpresión© 2012, Mario CondeIlustración de portada: Roger YcazaDiseño y diagramación: Lenin Dávila

ISBN:978-9942-03-159-4

Abracadabra EditoresDiego de Sandoval Oe2-134 y Pedro DoradoTelf.: 2612 552 / 098 044 883E-mail: [email protected]

Impresión: Grupo Editorial “Gráficas Amaranta”Versalles N17-109 y SantiagoTelf.: (593-2) 254 9310E-mail: [email protected]

Todos los derechos reservados. No está permitida la reproducción total o parcial de este libro,ni la transmisión de ninguna forma o por cual-quier medio, ya sea electrónico, mecánico, por foto copia, por registro u otros métodos, sin la autorización escrita de los titulares del copyright.

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Contenido

Presentación

Leyendas del trópico Espuma de mar El hada del cerro Santa Ana La Tunda El naranjo encantado La gallina de oro Leyendas de la selva El árbol de la abundancia El deseo de las piedras Alas de ceniza El cerro de los diablos La madre de la chacra La que nunca llora Leyendas de la serranía Las guacamayas El viejo,el nevado y el rondador El pozo de las serpientes Come oro El lago San Pablo El Señor de la Sandalia El gallito de la Catedral

Leyendas insulares El tesoro del pirata Lewis La maldición de la guayaba

Un fantasma

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Presentación

Las leyendas forman parte de la me-moria de un país; así pues, este libro cons-tituye una recopilación de la memoria del Ecuador. Veinte leyendas envueltas en-tre la realidad y la magia, la historia y las costumbres, los sueños y las creencias de los ecuatorianos.

Estas leyendas recogen también la particularidad geográfica de cada región. Cinco ambientadas en el trópico de la Costa, seis en la Selva Amazónica, siete en las montañas de la Sierra y dos en las islas Galápagos. Veinte leyendas con una geografía distinta pero con una misma historia y una misma gente.

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Asimismo, se agrupan leyendas de varias ciudades del país. Constan, des-de luego, algunas de Quito y Guayaquil, pero se priorizan historias de Esmeral-das, Jipijapa, La Troncal, Tena, Cañar, Riobamba, Cuenca, Otavalo, San Cristó-bal, Floreana, etc. En suma, se da a cono-cer ciertas leyendas dejadas de lado por el hecho de desarrollarse fuera de las dos principales urbes ecuatorianas.

Por último, se incluye al final una his-toria de la ciudad de Guayaquil denomi-nada Un fantasma. Tal historia, un hí-brido entre la leyenda y los cuentos de aparecidos, corresponde al nuevo género llamado leyenda urbana, que se genera al interior de la vida moderna. Habría sido injusto excluirla por esta simple razón. Además, le confiere al título una sugesti-va resonancia de misterio.

Mario Conde

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Leyendas del trópico

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Espuma de mar

En tiempos precolombinos, no hubo en territorio ecuatoriano pueblo más gue-rrero que el huancavilca, que se asentó en las orillas del río Guayas. Pero a más de su renombre para la guerra, fueron también famosos por una misteriosa vi-dente que habitó entre ellos. Se llama-ba Po-sor-ja, que significaba “espuma de mar”.

La vidente llegó un día a las costas de la península de Santa Elena, embarcada en una pequeña nave de madera. Era so-lamente una criatura y venía envuelta en unas finas mantas estampadas con jero-glíficos; además, llevaba en el pecho un colgante adornado con un caracolillo de oro.

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Poseía una apariencia sobrenatural. Sus cabellos eran largos y dorados como las hebras de la mazorca tierna del maíz. Sus dientecillos parecían perlas. El color de su piel imitaba el de las nubes.

Tras ser recogida por los huancavilcas, se presentaron ante ella los más pode-rosos adivinos y hechiceros para exami-narla y explicar su origen. Sin embar-go, nadie ofreció una respuesta cierta y aventuraron que era una hija del mar, enviada a ellos como deidad protectora.

Espuma de Mar creció hasta hacerse mujer. Vagaba libremente por llanos y lomas, entraba en pueblos y en cabañas, jugaba con los niños y con los pájaros. Pero había épocas en que no salía de su cabaña. Sumida en profunda meditación, tomaba entre sus dedos el caracolillo de oro y, acercándolo al oído, parecía escu-char una voz que le hablaba desde el fon-do marino. Y en trance vaticinaba gue-rras, pronosticaba victorias y anunciaba sequías tras cosechas abundantes. Ro-deados en torno a ella, los huancavilcas

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la escuchaban con devoción pues sabían que sus palabras se cumplirían, como la noche se cumple tras el día.

Los vaticinios de Posorja atrajeron hasta su aldea al Inca Huayna-Cápac, Señor de Ánimo Esforzado que conquistó el Reino de Quito. Años después, convo-caron también a su hijo Atahualpa.

La vidente vaticinó la muerte de Hua-yna-Cápac en Tomebamba, y la guerra fratricida entre Atahualpa y Huáscar. Al príncipe quiteño le pronosticó su triun-fo sobre Huáscar y el breve tiempo que duraría su victoria. Presagió también la llegada de unos hombres blancos y ves-tidos de metal que lo matarían luego de tomarlo prisionero en Cajamarca.

Tras pronunciar este augurio, Posorja anunció que su misión en la tierra había concluido. Corrió al mar y se adentró hasta que las aguas mojaron sus doradas hebras de maíz tierno. Desprendió de su cuello el caracolillo de oro y lo sopló con dulzura. La espuma del mar la devolvió a su hogar.

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El hada del cerro Santa Ana

En Guayaquil se levanta un cerro en cuya cima existe un faro que se puede divisar desde cualquier parte de la ciu-dad. Denominado antiguamente Cerrito Verde, en la actualidad se lo conoce como Santa Ana, debido a una increíble histo-ria que dio origen a tal nombre.

Hace mucho tiempo, antes de la lle-gada de los españoles e incluso antes del asentamiento de los huancavilcas en la cuenca del río Guayas, residió allí un despiadado cacique que poseía un palacio construido de oro, plata y mármol. Pese a los fabulosos tesoros, la ambición del cacique era insaciable, de modo que lan-zaba su ejército contra pueblos vecinos y

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saqueaba sus riquezas.Hasta que un día la hija del cacique,

una joven de incomparable belleza, enfer-mó gravemente. Desesperado, el cacique mandó llamar al chamán más poderoso de la región y le ofreció hacerlo rico si la curaba.

―Si realmente deseas salvarla, resti-tuye a sus legítimos dueños todo lo que has robado ―sentenció el chamán―. ¡Eli-ge entre la salud de tu hija y tu avaricia!

―Antes que perder mi fortuna prefiero que muera mi hija ―el cacique se apode-ró de un hacha de oro y se lanzó contra el chamán―. Pero tú, brujo maldito, la acompañarás al otro mundo.La arremetida resultó inútil. En un ins-tante, el chamán se deshizo en humo, en tanto su voz retumbó entre los radiantes muros del palacio:

―Te condeno a vivir con tu hija y tus tesoros en las entrañas del cerro ―sen-tenció―. Hasta que tu hija, que aparecerá cada cien años, encuentre un hombre que la escoja por sobre la fortuna.

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Al eco de la maldición, el cielo se volvió negro, el cerro se levantó como un gigan-tesco monstruo y sepultó en sus entrañas el majestuoso palacio.

Tras siglos de encierro y oscuridad, en la época de la fundación de Guayaquil, un teniente español, Nino de Lecumbe-rri, escaló hasta la cima del cerro. Encon-tró allí una bellísima joven que llevaba un vestido de arcoíris y una varita de pla-ta como si fuese un hada.

Como por arte de magia, la joven tras-ladó al teniente a una cámara al interior del cerro y le mostró un palacio cubierto de oro y plata. Allí le preguntó si deseaba ser dueño de esos tesoros o prefería con-vertirse en su esposo. Si la elegía, ella se-ría fiel y cariñosa para siempre, incluso después de la vida.

―Gracias, cara bonita ―dijo el espa-ñol―, pero ahora me urgen más los teso-ros.

La joven encantada gimió; la cámara se pobló de gritos y lamentos. Al instan-te, apareció la figura furiosa del cacique,

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maldijo la ambición del español y preten-dió aprisionarlo para que padeciera tam-bién la condena de vivir sin estar vivo.

Presa del pánico, el teniente Lecumbe-rri se postró de rodillas y clamó auxilio a Santa Ana, patrona de su localidad natal. De inmediato, de forma milagrosa, sintió que flotaba y de pronto se halló en el ex-terior del cerro.

Agradecido por la salvación, el espa-ñol mandó levantar allí una cruz con la leyenda «Santa Ana», nombre con el que desde entonces se conoce a este sitio de Guayaquil.

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La Tunda

La Tunda es un espíritu con cuerpo de mujer que habita en los montes de Es-meraldas. Según quienes las han visto, es una negra de cuerpo macizo, se cubre la cabeza con un pañuelo colorado y tiene por extremidades una pierna de gente y una pata de molinillo. Vive en los altos cerros y baja a los esteros a bañarse y a pescar camarón y cangrejo. Sabe cocinar, cantar y rezar. Puede transformarse en lo que quiera, sea hombre, mujer o ani-mal. Así entunda a los negros y negras para llevárselos al monte a vivir con ella.

Hace muchos años, añísimos, el tío Pascual fue una tarde a bañarse al río.

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Descansaba en la playa cuando escuchó un canto extraño: «Uy, uy, uy…» Sobre-saltado, se puso de pie para regresar al pueblo, pero de pronto percibió un sabro-so olor a camarón asado.

El tío Pascual había oído que en caso de toparse con la Tunda hay que alejar-se gritando «¡Ay carajo!» Sin embargo, el olor era tan irresistible que se internó en el monte.

No anduvo mucho cuando llegó a un claro entre la maleza. Allí, de espaldas y acuclillada ante tres piedras a mane-ra de fogón, una mujer preparaba una comida. Mareado por el delicioso olor, el tío Pascual se aproximó y se estremeció cuando la mujer se dio la vuelta. Llevaba un pañuelo colorado en la cabeza. Tenía la nariz abultada, una bemba inmensa y un cuerpo deforme en el que sobresalía una pata de molinillo. El tío Pascual se santiguó, en tanto la Tunda le extendió un humeante plato de camarones.

Rendido por el exquisito aroma, empe-zó a comer con avidez. Los camarones es-

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taban tan deliciosos que se deshacían en su paladar. Cada bocado se le hacía me-jor que el anterior, al tiempo que parecía que la Tunda iba cambiando de forma.

Primero, el tío Pascual notó que la nariz y la bemba eran menos abultadas. Luego, el cuerpo macizo ya no era defor-me; por el contrario, poseía una contextu-ra igual de tentadora que la comida. Por último, la pata de molinillo desapareció y el pañuelo rojo envolvía un pelo ensor-tijado que brillaba como el agua del este-ro al mediodía. La Tunda era una mujer hermosa, hermosísima. El tío Pascual no quería separarse de ella jamás.

Al día siguiente la noticia de la des-aparición del tío Pascual movilizó a sus parientes y amigos más cercanos. Sospe-chando que la Tunda lo había entundado, llamaron a don Hilario, padrino de bodas del tío Pascual y única persona a quien él escucharía, y se internaron en el monte. El grupo llevaba un bombo, unas cuer-das y agua bendita.

Al llegar a un claro entre la maleza,

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descubrieron pisadas de gente y un ras-tro de pata de molinillo, lo que confirmó sus sospechas. Fuera del claro, las hue-llas se internaban entre la espesura de la maleza, de modo que los amigos se abrían paso machete en mano mientras entona-ban María Pastora, piedad María, un canto religioso que la Tunda no soporta. Don Hilario, por su parte, iba gritando a su ahijado: «¡Pascual! ¡Pascual! ¡Aquí está tu padri-no!»

Pasaron horas andando y cantando en el caluroso monte. Hasta que el crujir de unas hojas secas los alertó. En el acto, quien llevaba el bombo comenzó a tocarlo monótonamente; los demás entonaron el canto de María Pastora con más fuerza y devoción.

Cantaron y tocaron. Tocaron y canta-ron. De pronto, la maleza se agitó como si una bestia emprendiera la fuga. Segura-mente la Tunda que huía espantada del tambor y el canto religioso. Pero había que evitar que el tío Pascual se fuera tras

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ella. Don Hilario se puso a gritar con to-das las fuerzas: «Pascual, Pascual, no te vayas allá. Ven pronto acá que la Tunda te va a llevar».

Silencio en el monte. La maleza carga-da de ramas dejó moverse. Entonces, un matorral se abrió con violencia y dio paso a una figura humana con las ropas des-garradas y el cuerpo embarrado de lodo. Era el tío Pascual que gruñía y sacaba los dientes como una fiera acosada.

Don Hilario y los demás forcejearon, lo agarraron fuertemente y lo ataron con las cuerdas.―Ya lo tenemos ―dijo don Hilario―. Échenle agua bendita.Al contacto con el agua, el entundado se estremeció de pies a cabeza, vomitó algo negro y viscoso y cayó desmayado.

El tío Pascual no despertó sino hasta el próximo día. Pero permaneció amarra-do en su casa por casi tres meses, hasta que de a poco se fue desentundando y re-cuperó la cordura.

Como recuerdo de la historia del tío

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Pascual, la gente de Esmeraldas suele cantar los siguientes versos:

La Tunda era de carne y hueso Mas no le gustaba cocinar Por eso escapó al monte Para vivir sin trabajar.

De ahí se convirtió en Tunda Que anda buscando enamorar A sus hermanos y hermanas de tierra Su espíritu sale a entundar.

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El naranjo encantado

En tiempos de antaño, en Manabí, las mujeres solían ir a lavar la ropa en los manantiales del Chocotete, volcán apagado hace miles de años y que en la actualidad forma parte del balneario de Joá, famoso por sus aguas azufradas de poder curativo.

Con la ropa a lomo de mula, las lavan-deras subían al pie de una ladera don-de manaban unas aguas verde oscuras. El paraje era extraño, por el color de los manantiales y por un solitario árbol de

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naranjo que cargaba todo el año unos fra-gantes frutos amarillos.

A más de esta increíble abundancia, contaban las lavanderas que el árbol guardaba con recelo sus frutos. Consen-tía que las personas tomaran las naran-jas, las más dulces que jamás nadie haya probado, sólo para comerlas allí. Pero ja-más permitía que se las llevaran a otro lugar. Lo llamaban por esto el Naranjo Encantado.

¿Por qué el árbol se comportaba de esta manera? Nadie lo sabía. Lo cierto es que en una ocasión, un joven desoyó los cuen-tos de las lavanderas y subió al Chocotete con una mula para llevarse una carga de naranjas.

El joven llegó hasta el árbol colmado de frutos maduros a eso del mediodía. Tomó dos y, en efecto, comprobó que eran los más dulces y suculentos que jamás había probado. Enseguida, cosechó lo que pudo en un costal, lo cargó en la mula y la arreó para que empezara el descenso. Mientras avanzaba detrás de la bestia, en la mente

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del joven había una sola idea: regresar el próximo día. Sin embargo, se dio cuenta de que debido a su distracción había ex-traviado el camino.

Perdido en un inmenso paraje, total-mente diferente del que había ascendido, el joven se vio de pronto rodeado de gran-des matas de cerezos, ovos y cactus. Pre-ocupado, trató de hallar el camino a los manantiales, pero mientras más anda-ba, más se internaba en una vegetación virgen y exuberante. Hombre y mula pa-saron el resto de la tarde dando vueltas sobre sus propias huellas. Al anochecer, muerto de cansancio, el joven descargó la bestia e hizo un alto entre la oscuridad y la intemperie.

Al próximo día, el joven despertó ado-lorido y picado por hormigas y zancudos. Cargó el costal de naranjas y arreó a la bestia, que de nuevo se echó a andar en círculos, esquivando dificultosamente la vegetación. En este punto, el joven com-prendió que a ese paso iba a perecer de hambre o de cansancio. Ya no le importa-

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ban las naranjas, sino salir de aquel lu-gar. Descargó la mula para dejarla andar a su antojo, a ver si con su instinto halla-ba el camino de regreso.

Entonces, una vez que las naranjas ro-daron por la tierra, la exuberante vegeta-ción desapareció como por arte de magia y el paisaje volvió a ser el mismo: una la-dera con manantiales de agua verde oscu-ra. Loco de contento, el joven corrió hacia donde se oían las voces de las lavanderas. Una vez allí, no esperó para referirles lo sucedido. Mientras lo escuchaban, las mujeres miraban a lo lejos, al solitario y receloso habitante de la ladera.

Con el pasar de los años, la vegetación del Chocotete se fue perdiendo hasta con-vertirse en el risco que es hoy. Con ésta se marchó también el Naranjo Encanta-do. Hasta la fecha nadie lo ha vuelto a ver.

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La gallina de oro

En recintos de la Costa ecuatoriana, especialmente en los asentados cerca de ríos o esteros, aparece al amanecer una gallina de oro. Quienes la han visto ha-blan de ella con temor y respeto, pues di-cen que surge de pronto a las orillas del río, dorada y resplandeciente como una luna llena, seguida de una docena de po-llitos que brillan entre las primeras luces del día.

En cierta ocasión, un grupo de mora-dores de un pueblito se reunió para tra-

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tar de atrapar a la fabulosa ave. ¡El que menos se imaginaba que con la fortuna se compraba una finca para salir de po-bre! ¡El que más se veía con los bolsillos llenos de plata como para darse una vida de millonario!

El plan era sencillo. Dos hombres se escondieron a un lado del estero donde se había visto aparecer a la gallina y a sus polluelos. Cinco se apostaron en línea recta en un camino que iba del estero a una choza abandonada de caña guadúa, la que serviría de corral. Dos se ubica-ron al interior de la choza para cerrar la trampa sobre las ansiadas presas.

A eso de las cinco de la mañana, cada quien aguardaba en su puesto acalam-brado por la expectativa y la falta de mo-vimiento. Entonces se escuchó el cacareo de la gallina y el piar de sus crías. Los hombres escondidos veían con increduli-dad. Un brillo dorado se destacaba entre la oscura orilla del estero. Allí, a pocos pasos, la fortuna tenía forma de alas, pi-cos y patas de oro. Alguien dio la señal y

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empezó la cacería.Las acciones se desarrollaron según lo

planeado. Espantadas, las fabulosas aves se echaron a correr por el camino, tra-tando de desviarse hacia la maleza, pero siempre aparecía alguien que las obliga-ba a avanzar a la choza abandonada. Allí entraron a toda velocidad, seguidas por siete hombres mientras los del interior cerraron la trampa. Sin embargo, los po-llitos se escabulleron por las rendijas de las viejas guadúas; no así la gallina que al verse acorralada comenzó a cacarear de forma ensordecedora. Entre el ruido y la confusión dorada, no faltó algún preca-vido que había traído una sábana vieja. La arrojó como si fuera una red y la galli-na de oro quedó atrapada.

En los rostros de los hombres brilló la fortuna. ¡Sus días de pobres habían ter-minado! ¡Tendrían plata hasta para reír-se!

―Yo levanto la sábana y ustedes la to-man por las patas ―dijo el dueño de la sábana.

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Pero nadie se movió cuando levantó la prenda, lo que aprovechó el ave para escapar por entre las piernas de sus cap-tores. Otra vez los hombres vieron con in-credulidad. La fortuna acababa de escu-rrírseles de las manos, igual que el agua del estero.―¡Cómo se te ocurre levantar la sábana! ―protestó airado el jefe del grupo, y al instante se percató de algo extraño. Las palabras salían de su boca, pero nadie po-día oírlas.

Los demás lo veían gesticular y mo-ver los labios con desesperación, pero no escuchaban palabra alguna pues en sus oídos seguían resonando los bulliciosos cacareos, que no cesaron sino después de una semana.

¡Quien quiera fortuna, que se aventu-re una madrugada a capturar a la galli-na de oro! Eso sí, que se prepare a pasar unos días con los oídos llenos de cacareos.

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Leyendas de la selva

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El árbol de la abundancia

Hace muchos, muchos años, la selva ecuatoriana soportó una prolongada se-quía. Los ríos se habían vuelto riachue-los, las chacras se habían arruinado y los habitantes de la selva: dioses, humanos y animales, padecían de hambre.

Afectados por la escasez, los gemelos divinos Cuillur y Ducero fueron a la choza de su amigo Mangla para pedirle comida. Éste les brindó chicha de yuca y mientras conversaban, sentados ante la tulpa, los gemelos se dieron cuenta de que en una esquina había unas enormes escamas de pescado, arrancadas seguramente de un pez más grande que un hombre.

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―¿De dónde sacas estos peces? ―pre-guntaron los gemelos. Mangla les indicó que en una laguna cer-cana y los invitó a ir a pescar con él.En la laguna, los tres pasaron horas tra-tando de capturar una pieza, pero no lograron nada. Al comprender que su amigo los había engañado, los gemelos sujetaron a Mangla por los brazos.

―Te daremos una buena paliza por mentiroso ―lo amenazaron.Arrepentido del embuste, Mangla les contó que por la Cordillera de los Guaca-mayos existía un árbol grueso y gigantes-co, tanto que en su copa albergaba una laguna poblada de gran variedad de pe-ces, aves y animales. Los gemelos presio-naron a su amigo para que los llevara al lugar donde crecía un árbol de tal abun-dancia.

Luego de avanzar por senderos de ani-males y sortear pantanos habitados por boas, entraron en un bosque amarillo y verde de cañas guadúas. Los rayos del sol no iluminaban el lugar y el frío calaba en

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los huesos. Al salir del bosque, llegaron por fin a un extenso claro de la selva. Allí se erguía un descomunal árbol.

Los brazos unidos y extendidos de los gemelos y su amigo no alcanzaban para rodear la mitad de la circunferencia del tronco. Tras reflexionar cómo derribar aquel gigantesco árbol, que proveería de comida a todos, los gemelos divinos pidie-ron ayuda a los roedores, aves e insectos de la selva. Guatusas, ardillas, ratones, tucanes, halcones, pájaros carpinteros, abejorros, comejenes, hormigas, etc., se pusieron de inmediato a morder, picar y raspar. Trabajaron hasta el agotamiento en jornadas de sol a sol. Al final de nueve días y nueve noches, el tronco fue cortado completamente, pero el árbol no cayó.

Un halcón levantó el vuelo y fue a in-vestigar. Cuando descendió, contó a Cui-llur y Ducero que el misterio no estaba abajo en el tronco, sino arriba en la copa.

―¡Ardilla! ―dijeron los gemelos.Al instante se convirtieron en dos roe-

dores de esta especie. Treparon ágilmen-

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te hasta la copa del gigantesco árbol y quedaron sorprendidos con la vista. Ante ellos se extendía una inmensa laguna, de agua cristalina y con islotes llenos de aves y animales. Pero había también un colosal bejuco que nacía en el islote más grande y subía verticalmente hasta enre-darse en el cielo. Por esto el árbol no caía.

―¡Cortémoslo! ―dijeron los gemelos convertidos en ardillas. Nadaron en las aguas cristalinas hasta el islote. Sus afi-lados dientes se pusieron a roer el bejuco.

El árbol se precipitó estruendosamen-te. El agua de la laguna se esparció por las chacras sedientas. Los peces nada-ron en los nuevos arroyos. Las especies de aves y animales buscaron refugio en la selva. El torrente cristalino llegó hasta los ríos y los volvió anchos y navegables, como son hasta ahora.

Los únicos que no disfrutaron del ár-bol de la abundancia fueron los gemelos y su amigo. Cuillur y Ducero porque tras cortar el bejuco treparon por éste hasta el cielo, donde ahora son dos luceros que

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aparecen al inicio y al final del día. Man-gla, en cambio, murió aplastado cuando el árbol gigantesco impactó contra la tie-rra.

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El deseo de las piedras

Antiguamente, en uno de los afluentes del río Napo, el Jatunyacu o Agua Gran-de, existían dos piedras sagradas que con sus cánticos apaciguaban las aguas y evi-taban las inundaciones. Debido a su pro-cedencia volcánica, eran de un color rojo tostado. La una poseía un espíritu macho y la otra un espíritu hembra. En los días

de sol, conversaban animadamente de sus sueños y deseos, pues en

cierta ocasión las aguas del Jatunyacu les habían hablado

de la inmensidad del mar. Desde en-

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tonces ansiaban bajar por el río y cono-cerlo.

Un día del mes de julio, el cielo se cu-brió de negros nubarrones y se oscureció como si fuera de noche. La gente de las comunidades vecinas gritaba con voces de pánico; una tormenta eléctrica acom-pañaba al torrencial aguacero; parecía que había llegado el fin del mundo.

Inundados hasta más no poder, los senderos de la selva se transformaron en torrentes que arrasaban con todo para desembocar las aguas lodosas en el río. Un ruido descomunal se oía en la cabe-cera del Jatunyacu. A la medianoche, los habitantes de las comunidades abando-naron sus hogares y se refugiaron en los terrenos altos. La creciente, cargada de lodo, palos y ramas, desbordó las aguas de su cauce normal.

Valiéndose del empuje de la corriente, la piedra macho empezó a rodar con len-titud por el lecho del río. ¡Por fin iba a conocer el mar! A cada vuelta, su espíritu lanzaba gritos de alegría que se confun-

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dían con los truenos de la tormenta. Por su parte, la piedra hembra, cuyo espíritu era benigno con los seres humanos, per-manecía en su sitio y con sus cánticos tra-taba de apaciguar al Jatunyacu.

A la mañana siguiente, cuando por fin cesó de llover y empezó a bajar el nivel del río, la piedra macho había rodado hasta Pañacocha, cientos de kilómetros abajo del río Napo, separada tristemente de la piedra hembra.

Desde aquella ocasión, cada mes de ju-lio el Jatunyacu crece formidablemente, hinchando su caudal como vientre de mu-jer preñada. En la oscuridad de la noche, entre los truenos de las tormentas que re-tumban en la selva, parece oírse un llan-to mineral. Es la piedra hembra que deja oír sus cánticos, se queja de su soledad y le pide al río que la lleve junto a su ama-do, varado abajo en Pañacocha.

Se dice que un día ocurrirá otra gran inundación. Entonces el deseo de las pie-dras se cumplirá, volverán a unirse y jun-tas rodarán hasta el mar.

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Alas de ceniza

En épocas antiguas los tuca-nes no eran aves sino personas.

Vivían en comunidades en los claros de la selva y se dedicaban

a la caza y la pesca. Pero allí también habitaban los diablos, que se co-

mían a los tucanes. Un día, un valiente tu-

cán se fue de caería solo y allá, en la espesura de la

selva, un diablo se lo comió y se vistió como él.

Su mujer aguardaba en la casa y cuando lo vio llegar se fijó en sus pies de-

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masiado grandes. Enseguida se dio cuen-ta de que era un diablo que se había co-mido a su marido.

―Toma, aquí está la carne para la co-mida ―dijo el diablo a la mujer, ofrecién-dole el cuerpo del tucán ahumado.

La mujer no quería cocinar la carne de su esposo, pero el diablo insistía en que les diera de comer a sus hijitos, que llora-ban de hambre. En eso, pensó en un truco para escapar:

―Necesito agua para cocinar la carne ―le dijo al diablo dándole una olla de ba-rro―. Ve a traerla del río.

El diablo se fue y al rato trajo una olla repleta, pero la mujer le pidió otra. En la tercera ida, aprovechando un descuido, ella cogió a sus dos hijos y se fue a la casa de los hombres tucanes.

—Ayúdenme, por favor. Un diablo mató a mi marido y ahora quiere que lo comamos. Logramos escapar, pero viene siguiéndonos.

De inmediato, los hombres tucanes prepararon sus lanzas de chonta. El dia-

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blo no tardó en llegar.―¿Está aquí la madre de mis hijos? ―

preguntó. —Sí —le respondieron los hombres tu-

canes—. Está en ese cuarto.Para ingresar en aquel cuarto había

que agacharse. Los hombres tucanes aprovecharon esta acción del diablo y lo hirieron con las lanzas. Luego recogieron leña y le prendieron fuego.

―No importa que me maten ―decía mientras moría―. Mis cenizas se conver-tirán en alas.

Por temor, los hombres tucanes reco-gieron las cenizas y las envolvieron en unas hojas de plátano. Ordenaron a un joven que las echara al río, pero éste sin-tió curiosidad y las abrió. De allí se echa-ron a volar los primeros zancudos, tába-nos y mosquitos del mundo, que desde entonces molestan a los humanos.

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El cerro de los diablos

Cuando los jesuitas llegaron a la selva ecuatoriana, a finales del siglo XIX, en-contraron un puñado de nativos que ha-bitaba en las faldas del Pungara Urco o Cerro de Brea, ubicado al oriente de la ciudad del Tena. Tras la catequización, los nativos asimilaron algunas creen-cias de la religión católica y adoptaron el nombre de comunidad de San Pedro. Sin embargo, nunca dejaron de creer en sus dioses y diablos aborígenes. De ahí que hasta la actualidad evitan acercarse al Pungara Urco. Según ellos, conviene ale-jarse pues allí viven los diablos.

Los nativos cuentan que en una oca-

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sión desaparecieron cuatro niños en el río, y por más que los buscaron no halla-ron rastro alguno. Así pasaron varias se-manas, hasta que dos mujeres fueron a traer agua y no regresaron jamás.

Preocupados por las desapariciones, los nativos consultaron a cuatro chama-nes, sus guías espirituales. Los poderosos brujos, precedidos por el más anciano del grupo, hicieron un ayuno ritual de cuatro días, bebieron ayahuasca y hablaron con los espíritus de la selva.

―El río se ha vuelto peligroso porque los diablos se han apoderado de él ―dije-ron a la comunidad―. Exigen un pago a cambio del agua. Una exclamación de impotencia se esca-pó de las gargantas indígenas. Los cha-manes ofrecieron ayudar a la comunidad y ahuyentar a los diablos del río.

―Para alejarlos es necesario emplear hierbas ceremoniales ―dijo el anciano―. Pero antes hay que pagar cuatro sajinos y cuatro canoas llenas de pescado ahu-mado.

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Cumplido el pago, los brujos se prepa-raron para conjurar el lugar. Mientras tanto, por las tardes, uno de ellos acom-pañaba a las mujeres y a los niños al río. Allí les mostraba las piedras a las que no podían acercarse, unas de color negro donde vivían los diablos.

Una noche oscura y lluviosa, los cua-tro chamanes se dirigieron al río llevando ollas con extrañas hierbas cocidas. Nadie más asistió al ritual. Toda la noche se es-cucharon insultos, gritos, maldiciones y silbidos. La lluvia arreció con fuerza. El caudal del río creció. Los animales de la selva enmudecieron. Al día siguiente, los cansados brujos informaron que habían expulsado a los diablos a otro lugar.

Un tiempo después, cuando parecía que la situación había vuelto a la norma-lidad, se vio un sajino por las orillas del río. Un joven cazador lo siguió sigilosa-mente hasta el Pungara Urco. Se aden-tró en sus senderos y no regresó más. Los familiares y amigos fueron a buscarlo. Tomaron el mismo camino y escucharon

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unos gritos misteriosos, que los invitaban a continuar y perderse en el cerro. Ate-morizados, volvieron por donde habían venido. Jamás se supo nada del cazador.

Quienes por desgracia se han aven-turado a acercarse al Pungara Urco, en especial en las horas de la noche, dicen haber escuchado unos gritos desgarrado-res. A éstos les sigue una risa diabólica que se alarga como un eco y los llama in-sistentemente. Pocos han podido escapar de este llamado.

En ocasiones aparecen por las cha-cras de la comunidad venados, guatusas, sajinos o pavas del monte, pero nadie los caza ni persigue. Los moradores de San Pedro no se dejan engañar. Saben que es-tos animales tratan de atraerlos al Pun-gara Urco, el Cerro de Brea donde viven los diablos.

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La madre de la chacra

En tiempos antiguos de la selva, la ali-mentación del pueblo shuar dependía de si la mujer poseía el don de hacer produ-cir una chacra. Algunas nacían con ese paju o poder innato de siembra, otras lo heredaban de una rucu mama, pero la mayoría carecía de esta virtud por lo que sus familias pasaban hambre.

Así fue hasta que en una comunidad se llevó a cabo la unión de una joven pareja.

Como era costumbre, el hombre hizo un desmonte y preparó la tierra para que la mujer sembrara una buena chacra de yuca.

Después de un tiempo, madurada ya la

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planta, la mujer se fue a sacarla. Cavó y cavó toda la tierra y no cosechó sino una canasta.

Con paciencia, el marido preparó nue-vamente un desmonte y la mujer sembró la yuca, pero volvió a cosechar una canas-ta.

Esta vez el marido se enojó:—¿Qué clase de mujer eres? ¡No pue-

des hacer producir una chacra!Humillada, la mujer abandonó la cho-

za y se internó en la selva hasta llegar a la orilla del río. Mientras lloraba, ob-servó que la corriente traía unas cáscaras de yuca, plátano y maní. Esperanzada en hallar comida, se echó a caminar aguas arriba. Tras avanzar un buen trecho, vio una gran chacra al frente de una casa.

Se acercó esperanzada. En la chacra, los tubérculos eran tan desarrollados que levantaban la tierra. Allí había de todo: yuca, plátano, caña, camote, maní… La mujer se dispuso a cosechar una yuca, cuando en eso apareció la dueña.

—Ven, ven, mujer —le dijo—. ¿Eres tú

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la que no sabe sembrar una buena cha-cra?

—Sí, soy yo —contestó la mujer aver-gonzada—. Por más que trabajo, la tierra no carga.

—Mira esa niña que está acostada en la hamaca ―dijo la dueña―. Como vi-ves infeliz, voy a regalártela. Tienes que cuidarla y nunca dejarla sola; a cambio, cuando necesites comida, le dices «ahora canta» y ella te la dará.

La mujer volvió feliz a su choza con la niña, la que en realidad era Nunkui, la madre de la chacra. Había pasado más del mediodía. De pronto, la mujer escu-chó a los lejos que su marido regresaba de cacería. Otra vez no hallaría nada que comer y se enojaría.

―Ahora canta ―le pidió la mujer a la niña.

«Qui-trai. Qui-trai. Qui-trai», se puso a cantar Nunkui.

Al instante, la mujer vio la tierra al-rededor de su choza convertida en una hermosa chacra de yuca, plátano y maní.

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Agradecida, se puso a cosechar la yuca, llenó una canasta con una sola planta y corrió a enseñársela a su marido.

De ahí en adelante, siempre que la mujer necesitaba comida para su familia o para los demás de la comunidad, lleva-ba a la niña a la chacra. Mientras ella sembraba, la pequeña cantaba «Qui-trai. Qui-trai. Qui-trai», y enseguida los pro-ductos crecían y maduraban.

Todo era felicidad. Pero una vez la mu-jer se fue a la chacra y dejó a la niña en compañía de sus hijos. Los pequeños em-pezaron a jugar y, por travesura, botaron ceniza a los ojos de Nunkui. La niña se echó a llorar y poco a poco se fue hundien-do en la tierra. Cuando la mujer regresó, Nunkui había desaparecido por comple-to. Nunca más se escuchó su canto.

Sin embargo, ni la mujer ni sus hijos volvieron a pasar hambre. Ella había aprendido el «Qui-trai. Qui-trai. Qui-trai» de la madre de la chacra y gracias a este canto la tierra producía para to-dos. Fue así como las mujeres del pueblo

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shuar adquirieron el paju o poder para hacer producir una chacra.

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La que nunca llora

En una tranquila y próspera comuni-dad indígena de la selva amazónica, vivía una bellísima muchacha llamada Sañi. Todo el mundo le expresaba cariño y ad-miración, pero a ella no le importaban los sentimientos de las personas y nunca se conmovía por nada ni se enternecía por nadie. La conocían por eso como La que nunca llora.

Cuando llegó el invierno, cayeron unos aguaceros torrenciales que de la noche a la mañana desbordaron los esteros y los ríos de la comunidad. Las chozas, las cha-cras y los animales fueron arrasados. La gente se lamentaba y lloraba ante el de-

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sastre. Sólo Sañi se mantenía indiferen-te, sin derramar una sola lágrima.

Afligidas por la destrucción, las per-sonas de la comunidad criticaban con amargura la frialdad de Sañi:

―Mírenla, no le importa nada ―comen-taban unos.

―Ni siquiera le conmueve el llanto de los niños ―criticaban otros.

―Ella tiene la culpa de lo que nos pasa. Los dioses nos están castigando por su falta de sentimientos ―juzgaba la mayo-ría.

En eso, una mujer anciana, la más sa-bia de la comunidad, aseguró que sólo el llanto de Sañi acabaría con la lluvia y las terribles inundaciones. Pero la pregunta era cómo hacerla llorar, si se mostraba indiferente incluso ante el dolor de su fa-milia. Al final, la anciana manifestó que era necesario que Sañi conociera el dolor, para que su alma se conmoviera.

Un día nublado, mientras La que nun-ca llora caminaba por la selva, se le pre-sentó la anciana:

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―Por favor, ayúdame a recoger ramas secas ―le suplicó―. Tengo que calentar mi choza pues mi nieto está muriendo de frío.

Sañi la miró con indiferencia y siguió su camino. Casi al instante, se le apare-ció una joven madre con un niño enfermo en brazos:

―Te lo ruego, ayúdame a encontrar unas hierbas para curar a mi hijo.Aunque Sañi sabía dónde encontrar esas hierbas, no quiso ayudar a la joven ma-dre. Iba a continuar su camino, cuando oyó la voz de la anciana que la maldecía:

―Los dioses te castigarán por no apia-darte de una madre y una abuela. Jamás serás abuela ni madre. Todo el daño que nos has causado por no llorar, desde hoy lo pagarás con tu llanto, que traerá el bien a los demás.

Al escuchar las palabras de la anciana, Sañi sintió que su cuerpo se volvía rígido. De pronto sus pies empezaron a hundir-se y los dedos se prolongaban y se arrai-gaban en la tierra; la piel de su cuerpo

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comenzó a endurecer y a resquebrajarse; sus brazos engrosaron y se expandieron como ramas. Al final, Sañi se convirtió en un árbol.

Desde entonces la selva se pobló de una nueva especie de árbol medicinal, al que se le hiere la corteza para que sienta dolor y llore por la herida. Las lágrimas de este árbol curan infecciones, quema-duras, úlceras, etc. De esta manera se cumplió la maldición de la anciana; el alma de Sañi, atrapada en la savia de la madera, calma el dolor y trae el bien a las personas. Los nativos de la selva ama-zónica conocen a esta especie medicinal como árbol de Sangre de Drago.

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Leyendas de la serranía

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Las guacamayas

En muchas culturas alrededor del mundo se conservan leyendas que men-cionan un diluvio. Tal es el caso de la cultura Cañari, que habita al sur de la serranía ecuatoriana. Según las tradicio-nes de esta nacionalidad indígena, su ori-gen se habría debido precisamente a esta gran inundación.

Cuentan los cañaris que en aquellos tiempos su territorio estaba ya pobla-

do. Ante el avance de las aguas, los antiguos habitantes subieron a los

cerros cercanos, pero poco a poco fueron pereciendo cuando las olas inunda-ron las cumbres más

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altas. Al final, sólo dos hermanos logra-ron sobrevivir pues se refugiaron en un monte que crecía igual que las aguas.

Una mañana cuando cesó la inun-dación, los dos hermanos salieron de la cueva en la que se habían guarecido y fueron en busca de plantas o al menos raíces para alimentarse. Al regresar en la tarde, hambrientos y cansados, se lle-varon una sorpresa. Allí había manjares servidos, chicha fresca y hermosas flores que volvían aquella cueva triste y oscura en un lugar alegre y colorido. ¿Quién les había hecho aquel magnífico obsequio? No se veía a nadie en los alrededores, así que la comida pudo más que la curiosidad y los hermanos saciaron su hambre.

La escena se repitió por tres días. Los hermanos salían en la mañana y al vol-ver en la tarde hallaban comida, bebida y flores, pero jamás aparecían huellas ni señales de quién les proveía los alimen-tos. Intrigados, decidieron descubrir al misterioso benefactor. Para ello, deter-minaron que el hermano menor saldría

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en busca de comida, igual que en los días anteriores, mientras que el mayor se que-daría escondido en la cueva.

Dicho y hecho. El hermano mayor vigi-laba en silencio cuando de pronto escuchó unos aleteos en la entrada de la cueva. Se ocultó tras una roca para no ser descu-bierto y aguardó mientras el ruido se oía con más fuerza. Entonces sacó la cabeza y vio dos guacamayas con bellos rostros de mujer y cubiertas el cuerpo con her-mosas plumas de sol. No obstante la apa-rición casi divina, lo que más sorprendió al hermano mayor fue que las guacama-yas traían algunos productos de la tierra y con éstos se disponían a preparar la co-mida.

Deseoso de atrapar a las guacamayas, para casarse con una de ellas, el herma-no mayor salió de su escondite y se lanzó contra las dos. Pero su intento resultó in-útil pues las aves-mujeres emprendieron el vuelo y huyeron de la cueva.

Al día siguiente no se ocultó el mayor sino el hermano menor. La escena se re-pitió casi con exactitud, excepto que el

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menor esperó tranquilamente hasta que las guacamayas, atareadas en preparar la comida, descuidaron su seguridad. En-tonces irrumpió a toda velocidad, corrió hacia una de ellas, la más pequeña, y lo-gró atraparla. La guacamaya más gran-de, mientras tanto, levantó el vuelo y huyó.

De esta parte en adelante la leyenda no refiere qué ocurrió con la guacamaya que voló ni con el otro hermano. Lo que sí refiere es que el hermano menor y la guacamaya pequeña se casaron y tuvie-ron seis hijos, tres varones y tres mu-jeres. Años después, cuando las aguas se secaron, las tres parejas bajaron del monte protector, se distribuyeron por la provincia del Azuay y dieron origen a la nacionalidad cañari.

Los cañaris conocen a este monte como Huacayñan o Camino del Llanto, en re-cuerdo del dolor y angustia que pasaron allí los dos hermanos sobrevivientes del diluvio. Por esta razón, lo consideran una deidad protectora, igual que las guaca-mayas cuyas vistosas plumas visten du-rante sus días de fiesta.

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El viejo, el nevado y el rondador

Más o menos hacia los años 1300 el te-rritorio de la serranía norte del Ecuador, denominado Reino de Quito, era regido por Shyri Carán XI. Este famoso gober-nante, cuyo título de Shyri no en vano significaba «Señor Supremo de los Gue-rreros», deseó toda su vida conquistar la nación de los puruháes, sus vecinos del sur asentados en la actual provincia del Chimborazo. Sin embargo, nunca logró sus propósitos. Al menos no en vida.

Sintiéndose viejo y sin un hijo varón que le sucediera en el mando de Quito, Shyri Carán XI propuso a Condorazo, ré-gulo de los puruháes, el matrimonio de

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su hija Toa con el príncipe puruhá Du-chicela.

―Sea el matrimonio ―dijo Condora-zo―, con la condición de que cuando noso-tros emprendamos el viaje a la siguiente vida, mi hijo Duchicela gobierne ambas naciones desde aquí, al pie del Chimbo-razo.

―¡Que nuestras tierras y nuestras sangres queden unidas para siempre! ―aceptó Shyri Carán XI.

―¡Y que nuestros herederos tengan hi-jos varones y no falten sucesores! ―ironi-zó Condorazo.El matrimonio se concertó en tales tér-minos, y Duchicela lució en la frente la gran esmeralda de los shyris, símbolo máximo de su poder. Pero la realidad es que ambos gobernantes, viejos y astutos, se habían tendido mutuas trampas a fin de extender sus dominios. No obstante, Shyri Carán XI murió al poco tiempo y su deceso acabó con los planes de los dos.

Celebrados los funerales de Carán XI, Duchicela fue proclamado Shyri XII de

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Quito. Según la condición impuesta por su propio padre, tuvo que gobernar des-de Liribamba, la histórica capital puruhá hoy llamada Riobamba. Pero esto implicó también asumir el mando de su pueblo y ocupar la posición de su padre. De este modo, las dos nacionalidades indígenas se convirtieron en una sola, fuerte y re-gida por un joven gobernante a quien shyris y puruháes aclamaban. Excepto Condorazo.

En efecto, el viejo régulo se vio de pronto desplazado por la juventud y po-pularidad de su hijo, a pesar de tener aún fuerzas para gobernar. Entonces, afligido y lleno de despecho, abandonó su palacio, salió de Liribamba y fue a morir en unas solitarias cuevas al pie de un nevado de la Cordillera de los Andes.

La leyenda refiere que cuando el viento presenciaba el despecho y la tristeza del viejo régulo, soplaba con suavidad por las cuevas y producía unos silbidos llenos de melancolía. Al pasar los años, los puru-háes confeccionaron un instrumento mu-

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sical compuesto con canutos de diversos tamaños, similares a los agujeros de las cuevas. Con éste, soplándolo suavemen-te, aprendieron a reproducir los silbidos melancólicos del viento. Al instrumento lo llamaron rondador; al nevado, Condo-razo, tal como se lo conoce hasta la actua-lidad.

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El pozo de las serpientes

En tiempos precolombinos existía en Quito, en las faldas del volcán Pichin-cha, una especie de cárcel conocida como Samka Kancha. La prisión, construida por el Inca Huayna Cápac tras conquis-tar el territorio ecuatoriano, tenía el fin básico de castigar a quienes quebranta-ban los tres principios incas: no robar, no mentir y no ser vago.

Samka Kancha constituía un pozo sombrío infestado de serpientes. Los que entraban allí salían hinchados y amora-tados a causa de las mordeduras; luego eran llevados a una plaza y colgados como medida de escarmiento para los demás.

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Cierta mañana, el sabio Quishpe, maestro del príncipe Atahualpa, condujo al joven heredero al pozo de las serpien-tes.

—¿Por qué me has traído aquí? —in-terrogó Atahualpa, movido por la curio-sidad.

—Un joven príncipe, destinado a go-bernar, necesita conocer estos lugares para apreciar el dolor ajeno y poner a prueba su propio valor.El joven Atahualpa observó a su maestro con aún más curiosidad.

—¿Ves esa serpiente al fondo del pozo? ―preguntó el maestro Quisphe―. Sólo muerde al verdadero delincuente, al que es capaz de robar, mentir o haraganear mientras el dios Sol cruza por el firma-mento. La víbora conoce a quien posee un corazón malsano. ¿Quieres probar cómo es tu corazón, joven príncipe?

La mirada de Atahualpa cambió de la curiosidad a la resolución. A su rostro acudió el orgullo shyri de su madre y el coraje inca de su padre. De inmediato or-

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denó a su maestro que le atara un lazo a la cintura y lo bajara al fondo del pozo.

El maestro Quisphe lo bajó según sus deseos. En el fondo sombrío, la víbora se acercó a los pies del joven príncipe, pero no acometió ataque alguno. Se enroscó sobre sí misma y se alejó zigzagueando hacia el lado más oscuro del pozo. Ata-hualpa la contempló con su acostumbra-da curiosidad.

—Estoy orgulloso de ti ―le dijo el sa-bio Quisphe tras sacarlo del agujero―. No sólo has probado tu valor, una indis-pensable cualidad para un gobernante, sino que tu corazón, adonde me resultaba imposible penetrar, no te ha acusado de nada. Eres un ser puro, un digno sucesor de tu padre.

Cuando Atahualpa ascendió al poder, años después, ordenó tapar el pozo de las serpientes. Aquella mañana había com-prendido que el dolor causado por la tor-tura espanta, pero no corrige.

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Come oro

En tiempos de la conquista española, un soldado andaluz se apoderó del oro de un viejo cacique de Gualaceo, cantón de la serranía sur del Ecuador. Como en muchas historias de la época, el conquis-tador se valió de un engaño para hacer-se del oro. Sin embargo, lo fabuloso del

hecho es que no lo con-siguió por la astucia sino por la torpeza del truco.

El conquistador iba montado en su caba-

llo cuando se encontró con un joven indígena, llama-

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do Pautis, hijo del cacique. Con temor y curiosidad, el joven se acercó al poderoso animal. El español aprovechó el momen-to para engañar al muchacho.

—Dame oro para el caballo —le dijo el conquistador—. Mira cómo muerde el fre-no de plata. Apúrate.

—¡Maravilla! —contestó Pautis y co-rrió a su casa.

El español hincó las espuelas del caba-llo y siguió al muchacho sorprendido.

En la casa, Pautis le contó a su padre que un hombre barbudo, vestido de relu-ciente metal y con plumas de colores en la cabeza, le había pedido oro para dar de comer a un animal sobre el que iba mon-tado.

—No seas ingenuo —dijo el viejo caci-que de mirada inteligente—. El extraño te pide oro para él, que desea las rique-zas. Los animales no comen oro, sino ho-jas de maíz y otras plantas.

—Pero he visto que mordía un metal blanco como la plata.

—Debe de tener los dientes duros ―ex-

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plicó el cacique―, por eso le ponen un fre-no duro para que obedezca al que monta. Igual que los llamingos cuando hay que guiarlos por la montaña.

Sin convencerse del todo de la explica-ción de su padre, el muchacho señaló con la mano hacia afuera. Allí estaba el ex-traño barbudo, que había desmontado del animal y aguardaba en el patio.

El cacique miró al jinete a través de la puerta y, sin decir palabra, salió de la casa y se dirigió a la chacra. Regresó al rato con algunas plantas de maíz. Con cautela se acercó al caballo.

—Extraño, tú has pedido comida para tu animal ―dijo el cacique―. Quiero ver qué le gusta más.A continuación, le mostró a la bestia un tallo de maíz y un brazalete de oro sacado de su muñeca.

Naturalmente, el animal alargó el ho-cico hacia el maíz, y se puso a morder las hojas a pesar del freno. El brazalete de oro recibió un contundente y caballuno desaire.

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—¡Ya ves, hijo, el oro no es apetecido por los animales sino por los hombres.Las barbas del conquistador no permitie-ron ver la coloración de su rostro.

―Extraño, toma el oro y llévatelo ―dis-puso el viejo cacique, sin apartar la vista del joven Pautis.

—Gracias, viejo astuto.Cuando partió, el español se llevó objetos de oro para él y tallos de maíz para el ca-ballo.

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El lago San Pablo

El lago San Pablo, ubicado cerca de Otavalo, constituye un atractivo de la provincia de Imbabura. Sin embargo, no siempre fue así. Según la leyenda, hace

mucho tiempo el sitio fue una gran planicie donde existía una hacienda.

Debido a la fertilidad del suelo, que proveía abundantes cosechas

para el humano y extensos pas-tos para el ganado, el dueño

era un hombre extre-madamente

rico,

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pero extremadamente avaro. Lo tenía todo en abundancia: cultivos,

árboles frutales y cientos de cabezas de ganado; no obstante, era un hombre mez-quino que nunca compartía nada con na-die.

Una tarde, se presentó a la entrada de la hacienda un forastero que llevaba con-sigo un burro cargado con dos barriles y algunas plantas de laguna: berros, mus-gos, totoras, lirios de agua, etc. Con toda humildad, el forastero llamó al interior.

—¡Se puede! ¡Se puede! ¡Una posada por el amor de Dios!

Nadie contestó, pero enseguida sa-lieron de la casa principal de la hacien-da siete perros furiosos, enviados por el mezquino dueño para que atacaran al fo-rastero.

Al ver lo que iba a suceder, un peón sintió pena por el pobre forastero y, aun sabiendo que el patrón lo reprendería, co-rrió a la entrada, ahuyentó a los perros y lo hizo pasar.

Aquella tarde los dueños de la hacien-

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da estaban de fiesta. Habían sacrificado un cerdo y había gran cantidad de comida y bebida. Mientras el forastero se quedó en el patio de la casa principal, el peón fue al salón en fiesta a hablar con el pa-trón.

—Tonto de capirote ―le insultó el pa-trón―, sabes bien que nunca doy posada a nadie. Pero ya que lo hiciste pasar, deja que duerma en el corredor.

El peón fue a comunicar al forastero la orden del dueño. Luego de agradecerle, el forastero le hizo la siguiente advertencia:

—Escucha, buen hombre, agarra tus cosas y huye de la hacienda. ¡Aquí va a ocurrir un castigo!

Confundido e impresionado por las pa-labras, el peón tomó sus pocas posesiones y en media hora abandonaba la hacienda.

Más tarde, al caer la noche, todos en la casa principal se alegraban al tiempo que disfrutaban de un abundante banquete. Nadie se preocupó de por lo menos ofre-cerle un bocado al forastero.

Entonces, más o menos a la mediano-

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che, el forastero abrió la tapa de los barri-les y de allí brotaron furiosas corrientes de agua que empezaron a inundar el pa-tio, los corrales del ganado y el corredor de la casa principal.

El tremendo ruido provocado por las aguas y los animales alertó a los dueños, pero nada pudieron hacer. De la noche a la mañana, todas las tierras de la hacien-da y los que allí habitaban quedaron su-mergidos bajo el agua.Se dice que el misterioso forastero fue el Padre de las Lagunas.

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El Señor de la Sandalia

Pocas esculturas religiosas poseen tan-tos nombres como una imagen de Cristo ubicada a la entrada del convento de San Agustín, en el centro histórico de Quito. Algunos devotos la llaman El Señor de la Portería; otros, El Señor de la Buena Es-peranza. Para unos es El Cristo de la Úl-tima Esperanza; para otros, El Señor de la Sandalia. Cuatro denominaciones para una misma imagen; cuatro denominacio-nes que tienen su origen en una leyenda.

Una placa del patio central del con-vento, donde funciona el museo Miguel de Santiago, refiere dicha leyenda. Según ésta, en el año 1652 llegó a las puertas

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del claustro una mula cargada de un pe-sado cajón, sola y sin un arriero que la dirigiera.

Ningún viajero reclamó por el animal aquel día. Al anochecer, el hermano por-tero comunicó el hecho al Superior y éste ordenó descargar la mula, alimentarla en el huerto y guardar el cajón en un rincón de la portería, hasta que el dueño apa-reciera. Pero nadie se presentó en tres meses.

Dado lo extraño del suceso, los sacer-dotes y dos testigos abrieron el cajón y descubrieron una estatua de Cristo, la que llevaba una túnica de terciopelo y dos sandalias incrustadas de perlas, es-meraldas y rubíes. Tras deliberaciones, los sacerdotes la pusieron en exhibición pública en la portería. Y de tal forma em-pezaron a llamarla.

Los otros nombres se debieron también a sucesos extraños. Ocurrió así que cierto día un joyero acusó a Gabriel Cayamcela, jornalero pobre de la ciudad, de haber ido a su tienda a vender una de las sandalias

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del Señor.La indignación del Quito de aquellos

años fue general. Las autoridades civiles y eclesiásticas, rodeadas de un furioso gentío, arrestaron a Cayamcela, le arre-bataron la prenda robada y lo condujeron a la cárcel.

―Soy inocente, soy inocente ―repetía con voz ahogada el acusado―. ¡El Señor sabe que no soy ladrón!

En las indagaciones, el prisionero de-claró que desesperado por el hambre de sus hijos había ido a postrarse ante la sa-grada imagen, le había implorado auxilio y entonces había ocurrido un milagro. El Señor de la Portería había extendido el pie derecho y había dejado caer la sanda-lia en sus manos.

Las autoridades encargadas del caso no podían creerlo. Tan descarada menti-ra mostraba que Cayamcela no temía ni a Dios ni a los hombres.

―Como acusado de robo y sacrilegio le espera la horca ―advirtió el juez―. Eso si es que antes la multitud no logra entrar

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aquí.―El Señor no permitirá una injusticia.

Él mismo dirá que me regaló la sandalia ―se defendió con serenidad el reo, y pidió ser llevado a la portería de San Agustín para que el Señor probara su inocencia.

Las autoridades civiles se opusieron a un traslado suicida, pues la cárcel se ha-llaba a tres cuadras del convento. Afuera, la multitud gritaba amenazante; sin em-bargo, la convicción del reo era tan fuerte que al final accedieron a llevarle.

El recorrido de las tres cuadras fue car-gado de tensión, como momentos antes de una tormenta. El griterío de la gente siguió de cerca al reo, custodiado por un piquete de policías. Todos deseaban pre-senciar el fin del sacrílego.

La multitud no cupo en la portería de San Agustín. Con andar tembloroso, el acusado se postró de rodillas ante la imagen religiosa y oró con esperanza, su última esperanza.

―Señor, vine a pedirte ayuda y tú me regalaste tu sandalia. Como dicen que es

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robada, devuélveme la honra.Cayamcela no había terminado de re-

zar, cuando la multitud vio que la esta-tua de madera extendía el pie izquierdo y dejaba caer la otra sandalia en manos del hombre arrodillado.

―¡Milagro! ¡Milagro! La devoción y el asombro resonaban

en la portería de San Agustín, en el patio del convento, en la iglesia, en todo Quito. Tras postrarse de rodillas, persignarse y pedir perdón por acusar a un inocente, la multitud puso en libertad a Cayamcela y lo reconocieron como legítimo dueño de las sandalias.

Según la leyenda de la placa del con-vento, al final los fieles quiteños com-prendieron que el Señor había regalado sus sandalias. Y dado que conmovía verlo descalzo, aquel mismo día hicieron una colecta pública y se las compraron a Ca-yamcela por cuarenta mil pesos de plata.

Desde entonces la imagen es conocida como el Cristo de la Última Esperanza o El Señor de la Sandalia.

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El gallito de la Catedral

Don Ramón Ayala y Sandoval era un hombre fuerte, osado, aficionado a la mú-sica y las mistelas, una bebida de aguar-diente y canela que hace muchos años preparaba en Quito la chola Mariana. Pero esto no tenía nada de excepcional salvo que, entre la embriaguez, don Ra-món acostumbraba pasar por la Plaza Grande y emprenderla a insultos contra el gallito de la Catedral.

Haciendo honor a sus cuarenta años de soltero empedernido, Don Ramón lle-vaba una vida solitaria y sujeta a un ho-rario estricto. Se levantaba a las seis de la mañana, realizaba los trabajos del día

y en la tarde, a las tres en punto, to-maba la bajada de Santa Catalina

y se encaminaba a la casa de la

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chola Mariana.La tarde transcurría tranquila en la

ciudad, hasta que las campanas de San-ta Catalina daban las seis. Entonces, los vecinos del Quito de aquellos años oían una voz de trueno por la casa de la chola Mariana. Todos sabían que don Ramón se aprestaba a hacer de las suyas.

Tras el repique de las campanas, el ira-cundo borrachito salía de la cantina con las mejillas encendidas y soltando brava-tas sin sentido. Luego, al llegar al pretil de la Catedral, divisaba al gallito con la cresta erguida y desafiante, y se enfure-cía con la sola idea de que en la ciudad hubiera otro gallo más gallo que él:

—¡El que se crea más hombre, que se pare enfrente! Para mí no hay gallitos que valgan. Ni el de la Catedral, ¡Carajo!

Esto pasaba todos los días, hasta que una ocasión don Ramón se embriagó más de la cuenta. Regresaba a su casa a eso de las ocho de la noche cuando, al levan-tar la vista a la cúpula de la Catedral, no halló la figura del gallito. De inmedia-

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to se ufanó a grandes voces por haberlo ahuyentado, pero de pronto distinguió una sombra entre la oscuridad de las co-lumnas del templo. Don Ramón no podía creerlo. El gallito erguido de las cúpu-las avanzaba hacia a él, y a medida que avanzaba crecía extraordinariamente. A don Ramón se le quebró la voz. El gallo alzó una gigantesca pata y rasgó con su espuela las piernas del iracundo borra-chito, quien cayó secamente al suelo. Una vez allí, lo remató con un picotazo en la cabeza.

Horrorizado, don Ramón suplicó a la furiosa ave que le perdonara sus ofensas. Y su asombro fue más cuando el gallo, abriendo el descomunal pico, le habló con voz ronca:

―¿Prometes no volver a beber miste-las?

Lo hizo.—¿Prometes no lanzar más insultos;

ni a mí ni a ningún cristiano?Don Ramón juró que no volvería a insul-tar, ni a beber mistelas, ni a tomar agua

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siquiera. ―Levántate, infeliz mortal, y si vuel-

ves a las andadas, en este lugar te espe-raré —amenazó el gallo y a continuación desapareció.

Aunque muchos decían que todo ha-bía sido un truco del sacristán de la Ca-tedral, lo cierto es que don Ramón llevó por algún tiempo una vida recatada, sin probar una gota de aguardiente. No obs-tante, una tarde se le antojó pasar por la casa de la chola Mariana para beber-se una copita de mistela, nada más que una. Entró allí lentamente, y lentamente se fue haciendo a la idea de quedarse.

Al toque de las seis, la voz de don Ra-món volvió a prorrumpir en insultos ante el pretil de la Catedral:

—¡El que se crea más hombre, que se pare enfrente! Para mí no hay gallitos que valgan. Ni el de la Catedral, ¡Carajo!

Truco o no, una cosa estaba probada: don Ramón no tenía remedio.

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Leyendas insulares

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El tesoro del pirata Lewis

Fray Tomás de Berlanga, obispo de Panamá, descubrió por casualidad las is-

las Galápagos en 1535. Desde entonces, el archipiélago se convirtió en re-

fugio de náufragos, balleneros y piratas, especialmente de

estos últimos que apro-vechaban lo abrupto

del paisaje y el pa-recido entre las

islas para escon-der sus tesoros. Sin embargo, había ocasio-nes en que

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ellos mismos no hallaban sus escondites secretos. Las llamaban por esto las Islas Encantadas.

Uno de los sitios favoritos de los piratas fue una playa al norte de la isla Floreana, conocida hoy como la Bahía del Correo. En este lugar, a finales del siglo XVIII, el capitán inglés James Colnett dejó en un barril de ron unas cartas para que otros navegantes las llevaran a su destino. Y en efecto, con el transcurso del tiempo, algu-nos marineros, los piratas entre ellos, se dieron por recoger estas cartas para ha-cerlas llegar a sus destinatarios, a la vez que depositaban allí su correspondencia.

Se estableció así el sistema de mensa-jería más singular del mundo. Por otra parte, Bahía del Correo se constituyó en paso obligado para los corsarios, que recurrían al barril-buzón para dejar no-ticias a sus compañeros. Se dice que en-tre los más famosos que emplearon este sistema constan los piratas Davis, Cook, Wajer, Dampier, Cowley y Eaton.

Parte de estos legendarios lobos de

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mar fue también el pirata Lewis, que vi-vió en la isla Floreana y murió en San Cristóbal. Al igual que sus compañeros de aventura, muchas de sus vivencias son una combinación entre la realidad y la fantasía.

Para empezar, nadie sabe de dónde vino, de dónde era ni por qué decidió que-darse en San Cristóbal. Lo que sí se sabe es que de tiempo en tiempo abandonaba la isla, volvía en un par de semanas y continuaba con su vida normal.

Al final de sus años, se hizo amigo del señor Manuel Augusto Cobos y decidió revelarle el misterio de sus viajes.

El secreto era que el pirata Lewis ha-bía enterrado un tesoro en alguna isla. Cuando tenía apuros económicos, iba a aquel escondite en un bote viejo y recogía cierta cantidad para solventar sus nece-sidades por un tiempo.

Decidido a revelar el escondite, el pi-rata Lewis se embarcó con su amigo en una lancha de pesca maniobrada por cuatro marineros. Ambos se hicieron a la

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travesía sin ningún inconveniente. Sin embargo, en el transcurso del trayecto, en medio de las aguas agitadas, el pira-ta Lewis empezó a saltar y a gritar como un demente. Parecía que alguna extraña maldición del tesoro había caído sobre el viejo lobo de mar.

Al ver esto, don Manuel Augusto Cobos ordenó a los marineros regresar a San Cristóbal. Desembarcó con su delirante amigo, que gritaba sin ton ni son por el muelle, e intentó llevarlo a su casa. Pero éste volvió de pronto a la normalidad.

―Lo siento si te asusté ―explicó el pi-rata Lewis―. Tuve que actuar así porque esos marineros planeaban matarnos en cuanto supieran el lugar del escondite.

Poco tiempo después, el Pirata Lewis murió y se llevó consigo el secreto de dón-de tenía enterrado su tesoro, el que has-ta ahora es buscado en la isla Floreana. Allí mismo, mientras tanto, los turistas siguen dejando sus cartas en un viejo ba-rril de ron.

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La maldición de la guayaba

Aunque resulta difícil de creer, uno de los mayores problemas ambientales de Galápagos es causado por una planta de apariencia inofensiva y de dulce y fra-gante fruto: la guayaba. En efecto, mien-tras en otras zonas tropicales esta planta constituye un apreciado cultivo, en las Islas Encantadas es una plaga agresiva y dañina casi imposible de erradicar. Dice la gente por esto que sobre las guayabas de Galápagos pesa una maldición.

Según la leyenda, un día llegó a las is-las un buque llamado Estrella del Mar. El navío transportaba esclavos, provisiones del continente y una planta de guayaba,

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propiedades de un cruel patrón dueño de la hacienda Chatam, hoy conocida como isla San Cristóbal.

Una vez sembrada en el huerto de la hacienda, la planta creció rápidamente; al año cargó sus primeros frutos, unos tan provocativos y fragantes que atraían la atención de esclavos y trabajadores.

Prevenido sobre este hecho, el patrón mandó rodear el guayabo con un alam-brado. Pero por si esto fuera poco, advir-tió que quien se atreviera a tocar uno solo de los frutos sería castigado con trescien-tos latigazos.

Entonces ocurrió la desgracia.Un niño de pocos años se metió por

debajo del alambrado y con la inocencia propia de la infancia comenzó a devorar la fruta prohibida, sin percatarse de que un sirviente envidioso corría a la casa del patrón.

Más tardó el esbirro en avisar que el patrón en llegar al huerto, acompañado por dos verdugos encargados de castigar a los esclavos. Dirigió una mirada al pe-

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queño intruso y sin ninguna compasión ordenó ejecutar el castigo.

El niño se dejó conducir tranquilamen-te por los verdugos, sin comprender lo que le esperaba. Luego, cuando fue atado al poste de los suplicios, lanzó un chillido angustioso y comenzó a llamar a gritos a su madre.

Esclavos y trabajadores se habían congregado en el lugar. Entre ellos, una mujer enloquecida de dolor y llanto que imploraba piedad para su hijo. Todos ob-servaban la escena con la cabeza agacha-da y los ojos brillosos. El patrón mostraba la crueldad de siempre.

Nadie pudo evitar la ejecución del cas-tigo. El patrón contaba los latigazos. Cin-co, diez, quince, veinte… Y exigía más… Pero los verdugos dejaron de golpear por-que el pequeño era ya cadáver. Las lágri-mas rodaban por los rostros de esclavos y trabajadores. Incluso los verdugos se se-caban las mejillas con el puño. El patrón sonreía.

Furiosa e incontenible, la madre no es-

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peró que los verdugos desataran el cuerpo de su hijo para correr a su lado. Se postró de rodillas, puso una mano en el cadáver y maldijo al despiadado patrón:

—Pagarás con tu vida ―le anunció―, y tu planta será una peste. Crecerá in-controlablemente y el olor de sus frutos atraerá gente que vendrá a matarte y se adueñará de la hacienda.

Cuenta la leyenda que no pasó mucho tiempo para que se cumplieran los vatici-nios de la madre. El patrón fue asesinado en su propia casa. La hacienda del Cha-tam se dividió y pasó a varios dueños. La guayaba se volvió una plaga para las Islas Encantadas, incontrolable hasta la actualidad.

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Un fantasma

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Un fantasma

Cuentan que en la ciu-dad de Guayaquil, por el sector al pie del cerro del Carmen, sale a pasear por las noches un hombre ele-gantemente vestido. La ropa del caballero, traje negro de gala y sombre-ro de copa a la antigua,

atrae las miradas de transeúntes noc-turnos. Sin embargo, lo que más llama la atención es que el caballero se acerca a los taxistas estacionados por el lugar y, papel en mano, solicita que lo lleven a la

dirección allí escrita. Lo extraño resul-

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ta que casi nunca un conductor accede a hacerle la carrera.

Del mismo modo procedió una noche don Leandro Alcívar, taxista de la coo-perativa Orellana. Poca gente circula-ba por la calle a esas horas, así que don Leandro aguardaba estacionado en una intersección de la Av. Quito y Machala. En eso, más o menos a las once, las luces del alumbrado público le mostraron una figura distinguida que se aproximaba al vehículo.

Primero don Leandro pensó en arran-car a fin de no actuar de la misma mane-ra que sus compañeros; es decir, negarse a hacerle una carrera al señor, pero la no-che había estado tan floja que decidió no moverse de allí para ahorrar combusti-ble. No pasó un minuto antes que el señor elegante se acercara a la ventana bajada del vehículo y, blandiendo un pedazo de papel, solicitara una carrera.

―Lo llevaría con gusto, señor, pero es-toy con poca gasolina como para llegar allá.

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El caballero del sombrero de copa mos-tró contrariedad y preguntó si creía que pronto vendría algún colega.

―No sé ―dijo don Leandro―. Deben de estar trabajando pocos; con eso de que ahora la ciudad se ha vuelto peligrosa.

El caballero preguntó por qué.Por segunda vez don Leandro estuvo

por arrancar, pero le dio pena aquel se-ñor. Soltó las manos del volante y se puso a charlar con él:

―Usted sabe… ahora no hay como fiarse de nadie. Ni de los vivos ni de los muertos.Las facciones del caballero, algo arruga-das y marcadamente pálidas, evidencia-ron interés. Interrogó al respecto.

―Lo que usted oye ―dijo don Lean-dro―. Fíjese usted. Cuentan que en el ce-menterio, a las once en punto de la noche, un fantasma abandona su tumba y sale a hacer de las suyas.

El caballero bromeó que, en todo caso, había que elogiar la puntualidad del fan-tasma.

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―Es que no sale por gusto ―explicó don Leandro―, sino porque hay dos demonios que lo despiertan a esa hora.Era casi medianoche. Pocos vehículos transitaban bajo los faroles del alumbra-do de la avenida. Al parecer, al caballero le interesaba la plática y había desistido de tomar un taxi. Don Leandro continuó refiriendo la historia.

―Según la leyenda, un hombre de clase alta venido a menos hizo un pacto con el diablo. Gracias a esto se volvió rico, pode-roso y encumbrado, tanto que llegó hasta presidente de la República. Pero cuando se le acercaba la hora, se hizo construir una tumba de cobre para que el diablo no se llevara su alma.

El caballero movió las facciones en for-ma reprobatoria, como quien escucha un embuste.

―Aunque usted no me crea ―don Lean-dro se acomodó en el asiento―. Este pre-sidente se construyó una tumba de cobre, la más grande del cementerio de Guaya-quil en esos años. Y dicen que cuando mu-

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rió, el diablo sólo pudo llevarse el cuerpo. Por eso dejó dos demonios, para que no dejaran descansar en paz a la almita.

Una brisa que subía del río Guayas agi-tó las ramas de un árbol cercano. Parecía que la sombra del árbol se alejaba de allí. La intersección iluminada y solitaria. Un taxi y una figura elegante detenida junto a la puerta del conductor. Todo volvía la noche misteriosa.

De pronto el caballero preguntó al taxista si creía que era verdad esa histo-ria. ¿Acaso alguien había visto personal-mente al fantasma?

―Muchos compañeros ―aseguró don Leandro―. Sólo que se callan para que no los crean locos. Cuentan que lo recogieron a medianoche y lo llevaron a una direc-ción escrita en un papel, igualito al suyo. Luego, el tipo les dijo que no tenía dine-ro y que volvieran el próximo día. ¿Us-ted qué cree? El compañero va a cobrar a la que fue la casa del difunto presiden-te y se encuentra con que no es el único acreedor, que hay un montón de taxistas

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a quien el fantasma les estafó la carrera.El caballero se sacó el sombrero de

copa y sonrió por el chasco de los taxis-tas. Luego se colocó de nuevo el sombrero e interrogó por la identidad que tuvo en vida el fantasma.

Esta vez don Leandro se dispuso a arrancar definitivamente. Encendió el motor del vehículo y respondió antes de acelerar:

―Emilio Estrada ―dijo―, el fantasma que sale de su tumba para conversar con la gente o a solicitar una carrera es el ex presidente don Víctor Emilio Estrada.

El taxi se perdió entre las luces de la Av. Quito, una cuadra abajo del Cemen-terio General. La figura del caballero ele-gante se desvaneció.

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Reseña del autor

Ambato, 1972. Periodista y catedrático universitario. Su primera obra, Romería del carpintero (Libresa, 2003), apareció tras obtener el primer premio en el Con-curso de Literatura Infantil Alicia Yánez Cossío. En cuento ha publicado Cuentos ecuatorianos de aparecidos (Grupo Edi-torial Norma, 2005), Blanca, la recorda-dora y “No puedo decir mamá” (Grupo Editorial Norma, 2006), El Hombre Pelo y otros cuentos descabellados (Alfaguara Juvenil, colección Caja de Letras, 2010). En novela es autor de El amor es un no sé qué (Grupo Editorial Norma, 2008). Para el próximo año aparecerán dos novelas dirigidas para jóvenes: No me llevo con vos porque estás con tos y Los espantosos espantos espantados.

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