Varios - Gritos y Escalofríos

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GRITOS Y ESCALOFRÍOS Cuentos clásicos de misterio y terror RESEÑA Trampillas, ataúdes, voces extrañas y risas escalofriantes: son algunas de las cosas extraordinarias que vas a ver y a oír en esta nueva recopilación de cuentos clásicos de terror y misterio. Te llevarás unos cuantos sustos con estos relatos, escritos por más de veinte autores elegidos entre los mejores de la literatura universal. Aquí encontrarás clásicos espeluznantes como «El ladrón de cadáveres», de Robert Louis Stevenson, y disfrutarás de nuevo con la historia de Hansel y Gretel, pero contada desde el punto de vista de la bruja. Descubrirás nuevas historias de terror como «Primero las orejas» y te costará olvidar la poesía hipnotizadora de «La balada de Bill el blasfemo», de Robert William Service, o los macabros hechizos entonados por las brujas del Macbeth de Shakespeare. Si buscas mitología y aventura, ¿qué mejor que acompañar a Perseo en su peligrosa aventura en busca de «La cabeza de la Gorgona», de Nathaniel Hawthorne? Si prefieres una historia de belleza y de misterio que te hiele la sangre, en «La puerta del muro» de H.G. Wells te hablará de un hombre al que la visión de una puerta verde que da a un jardín encantado, le persigue toda su vida. Y también encontrarás humor, en historias como «“Q”, un cuento parapsicològico psobre lo psobrenatural», de Stephen Leacock.

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Cuentos clásicos de misterio y terror.Esta colección de cuentos espantosos y misteriosos te obsesionará. La intriga y el terror se mezclan aquí de una forma que sin duda dará escalo¬fríos al más valiente. Solamente los títulos («El ladrón de cadáveres», «Primero las orejas», «La casa que se cobraba un precio») bastan para despertar la imaginación e inspirar deliciosas sensaciones de espanto y temor.

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GRITOS Y ESCALOFRÍOSCuentos clásicos de misterio y terror

RESEÑATrampillas, ataúdes, voces extrañas y risas escalofriantes: son algunas de las

cosas extraordinarias que vas a ver y a oír en esta nueva recopilación de cuentos clásicos de terror y misterio. Te llevarás unos cuantos sustos con estos relatos, escritos por más de veinte autores elegidos entre los mejores de la literatura universal. Aquí encontrarás clásicos espeluznantes como «El ladrón de cadáveres», de Robert Louis Stevenson, y disfrutarás de nuevo con la historia de Hansel y Gretel, pero contada desde el punto de vista de la bruja. Descubrirás nuevas historias de terror como «Primero las orejas» y te costará olvidar la poesía hipnotizadora de «La balada de Bill el blasfemo», de Robert William Service, o los macabros hechizos entonados por las brujas del Macbeth de Shakespeare.

Si buscas mitología y aventura, ¿qué mejor que acompañar a Perseo en su peligrosa aventura en busca de «La cabeza de la Gorgona», de Nathaniel Hawthorne?

Si prefieres una historia de belleza y de misterio que te hiele la sangre, en «La puerta del muro» de H.G. Wells te hablará de un hombre al que la visión de una puerta verde que da a un jardín encantado, le persigue toda su vida. Y también encontrarás humor, en historias como «“Q”, un cuento parapsicològico psobre lo psobrenatural», de Stephen Leacock.

Contiene:

Las calzas del Diablo / Italo CalvinoLas luces largas / Leyenda urbanaEl ladrón de cadáveres / Robert Louis StevensonLa pierna de oro / Historia de fantasmas tradicional francesaAy, ¿estás escarbando en mi tumba? / Thomas HardyFrankenstein (fragmento) /Mary Shelley

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El fantasma honrado / Sorche Nic LeodhasAnnabel Lee / Edgar Allan PoeLa cabeza de la gorgona / Nathaniel HawthorneEl colipo / Cuento popular estadounidenseLa mujer del leñador / Priscilla GallowayLa balada de Bill el blasfemo / Robert William ServiceLa casa embrujada / George MacDonaldEl gabinete de cedro / Lafcadio HearnEl avaro entre las zarzas / Hermanos Grimm«Q.», un cuento parapsicològico psobre lo psobrenatural / Stephen LeacockCara de luna llena / Jack LondonMacbeth (fragmento) / William ShakespeareLa puerta del muro / H. G. WellsUna carta sin entregar / Newton MacTavishLa cosa y yo / Sean O’HuiginPrimero las orejas / Arielle North Olson y Howard SchwartzLa casa que se cobraba un precio / W. W. JacobsEl wendigo / Theodore Roosevelt

INTRODUCCION«Con doble trabajo y doble esfuerzo, / arde el fuego y borbotea el caldero.»

¿Hay algo más estremecedor y más emocionante que las brujas, los duendes, los fantasmas y los monstruos? ¿La oscuridad y el peligro, quizá? ¿Los ruidos extraños y los hechos inexplicables?

Esta colección de cuentos espantosos y misteriosos te obsesionará. La intriga y el terror se mezclan aquí de una forma que sin duda dará escalofríos al más valiente. Solamente los títulos («El ladrón de cadáveres», «Primero las orejas», «La casa que se cobraba un precio») bastan para despertar la imaginación e inspirar deliciosas sensaciones de espanto y temor.

Aunque el horror te corte la respiración, sé testigo del momento en que el monstruo de Frankenstein abre por primera vez los ojos, amarillos y acuosos; comunícate con extraños seres de otro mundo; descubre a una bruja que tiene como afición preferida devorar a la gente que se instala en su casa; entra en un caserón que ronda un fantasma, y viaja al Artico, donde un cadáver helado y sonriente clavará la mirada en la tuya.

O, si te apetece algo un poquito menos espeluznante, adéntrate en un mundo de sombras en el que el amor acaba triunfando por encima de todo.

¿Y quién te contará estos relatos fascinantes? Pues nada menos que algunos de los escritores más admirados de todo el mundo: William Shakespeare, Robert Louis Stevenson, Edgar Allan Poe, los hermanos Grimm, Italo Calvino, Mary Shelley, Thomas Hardy, Stephen Leacock, Nathaniel Hawthorne y H. G. Wells. Todos y cada uno de ellos descubren una visión singular e imaginativa.

Pasa por las puertas entreabiertas, las habitaciones vacías y los pasadizos extraños de este libro y descubrirás un mundo extraordinario. Seguro que querrás leer estos cuentos y poemas cautivadores y asombrosos una y otra vez.

PRISCILLA HAWTHORNE

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Cuentos clásicos de misterio y terror

LAS CALZAS DEL DIABLO

Italo Calvino

Había un hombre que tenía un hijo que era el muchacho más guapo que se había visto nunca. Sucedió que el padre enfermó y un día hizo llamar al hijo.

—Sandrino, tengo la impresión de que voy a morir pronto —le dijo—. Pórtate bien y administra con cordura lo poco que te dejo.

Murió el hombre, y el joven, en lugar de administrar con cordura la herencia y dedicarse a trabajar, se quedó en la calle al cabo de menos de un año a fuerza de correrse juergas. Entonces se presentó ante el rey de aquella ciudad para pedirle que lo aceptara a su servicio. El monarca, al comprobar la belleza del muchacho, lo cogió de lacayo. Nada más verlo, la reina se quedó tan prendada de él que lo

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quiso como lacayo personal suyo. Pero, en cuanto se percató de que la soberana se había enamorado de él, Sandrino se dijo: «Será mejor quitarse de en medio antes de que se entere el rey». Así pues, se despidió. El monarca quiso saber por qué se iba, pero él contestó que era por asuntos personales y se marchó.

Llegó a otra ciudad y se fue a ver al rey para solicitar que lo tomara a su servicio. El soberano vio a aquel joven alto y apuesto y contestó de inmediato que sí, con lo que Sandrino entró a trabajar en palacio. Tenía el rey una hija que nada más ver al muchacho se obsesionó con él hasta lo indecible. La cosa se puso tan seria que de nuevo Sandrino se vio obligado a despedirse antes de que surgieran problemas. El monarca, que no sabía nada, le preguntó el motivo de aquella decisión, a lo que él repuso que se debía a asuntos personales, de modo que el rey no pudo decir nada más.

Entró entonces al servicio de un príncipe, con la mala fortuna de que su mujer se enamoró de él y una vez más tuvo que poner pies en polvorosa. Pasó aún por seis o siete señores más, pero siempre dejaba enamorada a alguna señora y tenía que marcharse. El pobre muchacho maldecía su belleza y llegó a decir que para librarse de ella sería capaz de entregar el alma al Diablo. En cuanto pronunció esas palabras apareció ante él un gentilhombre que le preguntó:

—¿Por qué te lamentas así?Sandrino se lo contó.—Mira —repuso el gentilhombre—, voy a darte estas calzas. Cuida de llevarlas

puestas siempre y no quitártelas nunca. Volveré para recuperarlas exactamente dentro de siete años. Durante ese tiempo tampoco debes lavarte nunca la cara ni cortarte la barba, ni el pelo, ni las uñas. Por lo demás, puedes hacer todo lo que te apetezca y estar más contento que unas pascuas.

Dichas esas palabras se esfumó. En ese instante dieron las doce de la noche.Sandrino se puso las calzas y se echó a dormir allí mismo en la hierba. Se

despertó cuando el sol ya había salido por completo, se frotó los ojos y de inmediato se acordó de las calzas y de lo que le había dicho el Diablo. Se puso en pie y notó que le pesaban; se movió y oyó el tintineo característico del dinero: las tenía llenas de monedas de oro y cuantas más sacaba más salían.

Se dirigió a una ciudad y se alojó en una posada, en la mejor habitación de la casa. Se pasó el día entero sacando dinero de las calzas y amontonándolo. Por cada servicio que le hacían daba una moneda de oro; a cada pobre que le tendía la mano le entregaba una moneda de oro: así acabó con una procesión constante ante su puerta.

Un día preguntó al lacayo:—¿No sabrás si hay algún palacio en venta?El criado le contestó que había uno justo delante del que tenía el rey, pero que

no lo compraba nadie porque era carísimo.—Encárgate de comprármelo —pidió Sandrino— y te recompensaré. El lacayo

se las ingenió para adquirirlo en nombre de Sandrino, que se puso a reformarlo todo e hizo forrar de hierro todas las habitaciones de la planta baja y tapiar las puertas. Encerrado allí dentro pasaba día tras día sacando monedas. Cuando se llenaba una estancia pasaba a la siguiente y así acabaron repletas todas las de la planta baja. Pasó el tiempo y le crecieron el pelo y la barba hasta dejarlo irreconocible. También tenía las uñas largas como cardas, hasta el punto de que debía calzar sandalias como las de los frailes, porque los pies ya no le cabían en los zapatos. Por toda la piel se le formó una costra de un dedo de espesor. En resumen, ya no parecía un hombre, sino un animal. Para mantener las calzas limpias las cubría de albayalde o de harina.

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Hay que mencionar que el rey de aquella ciudad, al que había declarado la guerra otro rey vecino, estaba desesperado, pues no le quedaba dinero para seguir luchando. Un buen día hizo llamar a su intendente.

—¿Qué deseaba su majestad?—Estamos entre la espada y la pared —aseguró el rey—. No me queda ni un

céntimo para hacer la guerra.—Majestad, ahí delante hay un señor que tiene tanto dinero que no sabe dónde

meterlo. Puedo ir a preguntarle si nos presta cincuenta millones. Lo peor que puede pasar es que se niegue.

El intendente se presentó ante Sandrino en nombre del rey, le hizo todos los cumplidos posibles y luego informó de su cometido.

—Dígale a su majestad que estoy dispuesto a servirlo —contestó Sandrino—, a cambio de que me entregue a una de sus hijas en matrimonio, una cualquiera de las tres, que a mí me da igual.

—Transmitiré el recado.—Muy bien, espero la respuesta antes de tres días. En caso contrario, me

desentiendo de cualquier compromiso.Al enterarse de tal exigencia, el rey exclamó:—¡Ay, pobre de mí! A saber qué dirán mis hijas cuando vean a ese hombre que

parece un animal salvaje. Al menos tendrías que haberle pedido que te entregara un retrato, para preparar a las chiquillas.

—Voy a solicitarlo —repuso el intendente.Ante esa petición, Sandrino llamó a un pintor, se hizo el retrato y se lo mandó

al soberano, que al ver a aquella bestia dio un paso atrás y gritó:—¡Cómo va a amar una de mis hijas a alguien con una facha como ésta!Sin embargo, para probar suerte, hizo llamar a la mayor, a la que explicó la

situación. La muchacha se rebeló:

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—¿Me hace a mí propuestas así? Pero ¿creéis que un hombre como ése puede casarse?

Y sin una palabra más le dio la espalda y se marchó.El rey se dejó caer en una butaca negra que reservaba para los días malos y se

quedó allí completamente descorazonado. Al día siguiente sacó fuerzas de flaqueza y convocó a la hija mediana, preparado para lo peor. La joven acudió, su padre le contó lo mismo que a la primera y le explicó que de su respuesta dependía la salvación del reino.

—Bueno, señor padre —contestó ella, un poco intrigada—, enséñeme ese retrato.

El rey se lo ofreció y la muchacha lo aceptó, pero tras darle sólo un vistazo lo lanzó lejos de sí como si hubiera cogido una serpiente.

—¡Señor padre! Jamás lo habría considerado capaz de ofrecer un animal como esposo a una hija suya. ¡Ahora veo lo mucho que me quiere!

Y con eso se marchó, entre iras y lamentos.El rey se dijo: «Vamos de mal en peor. Mira que tener que pro—poner un matrimonio así a mis hijas. Si las dos primeras han reaccionado así, a

saber qué dirá la pequeña, que es la más hermosa». Se hundió en la butaca negra y dio orden de que aquel día no abrieran a nadie. Sus hijas no lo vieron aparecer a la hora de la comida, pero no preguntaron qué le sucedía. Sólo la menor, sin decir una palabra, salió del comedor y fue en busca de su padre. Se dedicó a engatusarlo y le preguntó:

—Pero ¿por qué está tan tristón, papi? Venga, levántese de esa butaca y anímese un poco, que si no me pongo a llorar yo también.

Entonces empezó a rogar y a suplicar que le contara qué le pasaba, hasta el punto de que el rey le expuso la situación.

—¿Ah, sí? Pues muéstreme ese retrato, vamos a verlo.El soberano abrió un cajón y le entregó el cuadro. Zosa, que así se llamaba la

muchacha, se puso a estudiarlo por los cuatro costados y dijo por fin:—¿Ve esto, señor padre? Debajo de ese pelo tan largo y desgreñado ¿ve qué

frente hermosa hay? La piel es negra, eso es cierto, pero si se lavara sería una cosa muy distinta. ¿Ve qué manos tan bonitas, si no fuera por esas uñotas? ¡Y los pies, también los pies! Y todo el resto del cuerpo igual. Alégrese, señor padre, que yo me caso con él.

El rey rodeó a Zosa con los brazos y pasó un buen rato besándola y

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abrazándola. Luego llamó al intendente y le ordenó informar a aquel señor de que su hija menor estaba dispuesta a casarse con él.

Nada más enterarse, Sandrino contestó:—Bueno, cerrado queda el trato. Dígale a su majestad que puede disponer de

cincuenta millones, o, mejor aún, venga a recogerlos de inmediato y llévese usted también un saquito, que quiero demostrarle mi gratitud. Y dígale también a su majestad que no se preocupe de darle nada a la novia, que ya me encargo yo de todo.

Cuando el compromiso de Zosa llegó a sus oídos, sus dos hermanas empezaron a tomarle el pelo, pero ella no les hizo caso y las dejó que se desfogaran.

El intendente fue a recoger la cantidad acordada y Sandrino le llenó un gran saco de aquellas monedas de oro.

—Ahora habrá que contarlas —comentó el intendente—, porque me parece que hay más de lo acordado.

—No importa, a mí un poco más o un poco menos me da igual —replicó Sandrino.

Después mandó comprar lo más bello que tuvieran todos los joyeros de la ciudad: pendientes, collares, pulseras, broches y anillos con diamantes como avellanas. Lo colocó todo sobre una bandeja de plata y envió a cuatro de sus lacayos a entregar los regalos a su prometida.

El rey estaba que no cabía en sí de gozo, su hija dedicaba horas a probarse las joyas y sus hermanas empezaban a sentir punzadas de envidia y a decir:

—Sería mejor si fuera un poco más guapo.—A mí me basta que sea bueno —contestaba Zosa.Mientras, Sandrino se había ocupado de llamar a los mejores sastres,

sombrereros, zapateros, costureros de vestidos de novia y artesanos de cintas y pañuelos; encargó todo lo que hacía falta para el ajuar y dejó claro que debía estar listo al cabo de quince días.

Ya se sabe que quien paga manda, así que transcurridos quince días estaba todo a punto: camisas de una tela fina y ligera como el aire, bordadas hasta las rodillas; enaguas con pedazos de damasco de una braza de largo; pañuelos tan cargados de encajes que no quedaba sitio para sonarse; vestidos de seda de todos los colores, con bordados de oro y plata y decoración de gemas, hechos de terciopelo rojo y azul oscuro.

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La víspera de la ceremonia Sandrino llenó cuatro tinas, dos con agua caliente y dos con agua fría. Cuando estuvieron hasta arriba se metió en la que tenía el agua más caliente y se quedó en remojo hasta que se reblandeció un poco la capa de mugre que llevaba encima; luego se metió en la otra tina de agua caliente y se frotó bien la piel: se le desprendían tales virutas que parecía un carpintero en plena faena. ¡Hacía siete años que no se lavaba! Una vez se hubo quitado la mayor parte de la porquería se metió en otro tinajón, éste lleno de agua perfumada apenas tibia. Se enjabonó a base de bien y su hermosa piel de antaño empezó a dejarse ver. Después se metió en la última tina, llena de agua de colonia, y se quedó allí un buen rato para darse un último aclarado.

—Que .venga el barbero ahora mismo.Llegó el barbero, que lo esquiló como a una oveja y después le rizó el pelo con

hierros y le aplicó pomadas. Por último le cortó las uñas.A la mañana siguiente, cuando descendió de la carroza para ir a recoger a su

prometida, las hermanas de ésta, que estaban apostadas a la ventana para ver llegar a aquel monstruo, se toparon con un joven muy apuesto.

—¿Quién será? Quizá un enviado del novio para no tener que mostrarse en persona.

También Zosa se creyó que sería un amigo y se subió a la carroza. Al llegar a palacio preguntó:

—¿Y el novio?Sandrino cogió el retrato que se había hecho y le contestó:—Mira bien esos ojos, mira esa boca. ¿No me reconoces?La joven se puso loca de contento.—Pero ¿cómo habías llegado a aquel estado tan lamentable? —quiso saber.—No me preguntes nada más —repuso su prometido.Las hermanas, al percatarse de que se trataba en efecto de él, empezaron a

morirse de envidia. Se pasaron todo el convite mirando a Zosa y a Sandrino como si quisieran comérselos con los ojos y diciéndose la una a la otra:

—Daría el alma al Diablo para no volver a verlos así de felices.Precisamente aquel día se cumplían los siete años que había marcado el

maligno, que a medianoche debía acudir a recuperar las calzas de manos de

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Sandrino. Así pues, a las once el novio se despidió de todos los invitados diciendo que les apetecía quedarse a solas.

—Esposa mía —dijo a Zosa cuando estuvieron en la intimidad—, tú ve yéndote a la cama, que yo me reúno contigo luego.

«A saber qué le ronda por la cabeza», se dijo Zosa, pero de todos modos, con la ayuda de sus doncellas, se desvistió y se acostó.

Sandrino había hecho un fardo con las calzas del Diablo y lo esperaba. Había mandado a todo el servicio a dormir y estaba completamente solo; de repente se percató de que tenía la piel de gallina y el corazón en la garganta. Dieron las doce.

Tembló toda la casa y Sandrino vio al Diablo, que se le acercaba. Le ofreció el fardo.

—¡Coge tus calzas; ¡Ten, quédatelas! —exclamó.—Ahora debería llevarme tu alma —recordó el Diablo, y Sandrino fe

estremeció—, pero, como gracias a ti he encontrado otras dos, ¡me llevo ésas y a ti te dejo en paz!

A la mañana siguiente dormía Sandrino plácidamente junto a su esposa cuando se presentó el rey a darles los buenos días y a preguntar a Zosa si sabía algo de sus hermanas, que habían desaparecido. Los tres se dirigieron al dormitorio de éstas, pero no vieron a nadie, aunque encima de la mesa había una nota: «¡Os maldecimos! Por culpa vuestra nos hemos condenado y se nos lleva el Diablo!».

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Fue entonces cuando Sandrino se dio cuenta de cuáles eran las dos almas que se había llevado el maligno en lugar de la suya.

LAS LUCES LARGAS

Leyenda urbana

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Una noche Julie salió muy tarde de la biblioteca de la universidad, tras muchas horas de estudio. Cruzó el aparcamiento hasta llegar a su coche, sacó la llave, abrió y dejó el montón de libros que cargaba en el asiento derecho. Al contarlos se dio cuenta de que se había olvidado uno en la biblioteca, en el mostrador de préstamos, así que cerró de golpe la puerta del coche y volvió a la carrera.

Al cabo de un minuto regresó con el libro extraviado en la mano. Se sentó en el asiento del conductor y dejó caer el volumen encima del montón antes de poner el motor en marcha y salir a la calle. Tenía un buen trayecto por delante.

Pasado un rato se detuvo en un semáforo en rojo. A su lado paró una camioneta de reparto, pero apenas se fijó en ella. Tamborileando sobre el volante, esperaba a que se pusiera en verde. De repente, el conductor de la camioneta hizo sonar el claxon y Julie dio un respingo, sobresaltada. Miró a su alrededor, pero en el cruce sólo había dos vehículos, así que se imaginó que debía de haberle pitado a ella por algún motivo. Trató de ver quién conducía, pero las ventanillas de la camioneta eran mucho más altas y no alcanzaba a distinguir nada.

«¿Por qué me habrá pitado? Si no he hecho nada», murmuró Julie, molesta por haberse asustado de aquella forma.

El semáforo se puso en verde y la chica siguió su camino. Se metió en la

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carretera y ya casi se había olvidado de la camioneta cuando, de repente, el coche quedó inundado por un chorro de luz procedente de la parte posterior.

Miró por el retrovisor entrecerrando los ojos y apenas logró distinguir la misma camioneta que le había pitado en el cruce. La tenía justo detrás con las luces largas encendidas, de manera que a Julie le costaba seguir mirando por el espejo. Luego las apagó y, ya con las cortas, siguió conduciendo detrás del coche.

«¡Gracias a Dios! Con esa luz casi me deja ciega», se dijo Julie, que ya empezaba a ponerse nerviosa por culpa de aquel extraño conductor que llevaba detrás. Era muy tarde y no había nadie más por la carretera.

De improviso volvió a encender las luces largas y a apagarlas.«Ya está bien, voy a dejar atrás a ese tío», decidió la chica, y apretó con fuerza

el acelerador, pero cuando volvió a mirar por el retrovisor se dio cuenta de que la camioneta le pisaba los talones. Frunció los labios, clavó los ojos en el asfalto y aceleró aún más.

Otra ráfaga de luz blanca procedente de la camioneta. El conductor encendió las largas y una vez más las apagó.

En aquel momento Julie ya estaba claramente asustada. Echó un vistazo al espejo y le quedó claro que la camioneta la seguía y de cerca, pero sabía que ya faltaba poco para llegar a casa: su única esperanza era dejarlo atrás.

Salió de la carretera y llegó a su calle. Ya veía su casa al final de la manzana. Otra ráfaga le dejó claro que la camioneta seguía su pista, pero no miró hacia atrás.

Con un chirrido de las ruedas, Julie se metió en el camino de acceso a la casa. Bajó del coche de un salto y echó a correr hacia la puerta, casi antes de que el vehículo se hubiera detenido del todo. El ruido de un frenazo le indicó que la camioneta se había detenido junto a la acera. Presa ya del terror, llegó tambaleándose hasta el porche y se puso a aporrear la puerta sumida en un pánico absoluto.

—¡Mamá! ¡Papá! ¡Socorro!Cuando ya se encendían las luces de la casa, se volvió para enfrentarse al que

estaba convencida de que iba a ser su agresor. En efecto, el conductor de la camioneta de reparto había bajado, pero, antes de dar tiempo a la chica a gritar otra vez, se abalanzó sobre la puerta trasera del coche, la abrió de golpe y se lanzó sobre el asiento. Julie se quedó atónita al ver que sacaba a un hombre.

Entonces se abrió la puerta de su casa y sus asustados padres salieron al porche para ser testigos junto a ella de cómo el conductor de la camioneta luchaba cuerpo a cuerpo con el extraño que había salido del asiento de atrás del coche. Tras un largo forcejeo, el primero logró dejar inconsciente al otro.

Más tarde contó a la policía que, cuando se habían detenido en el cruce, había visto a aquel hombre escondido en el asiento trasero del coche de Julie, con un cuchillo de caza enorme en la mano. Había tratado de avisarla haciendo sonar el claxon, pero la chica no lo había entendido, así que había decidido seguirla con la esperanza de que se presentara la oportunidad de ayudarla. Cada vez que el asesino en potencia se había incorporado, cuchillo en ristre y dispuesto a atacar, el otro lo había asustado para que volviera a esconderse poniendo las luces largas.

EL LADRON DE CADÁVERES

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Robert Louis Stevenson

Todas las noches del año nos congregábamos los cuatro en el pequeño reservado de la taberna The George, en Debenham: el dueño de la funeraria, el posadero, Fettes y yo mismo. A veces había más gente, pero contra viento y marea, lloviera, nevara o helara, nosotros cuatro siempre nos aposentábamos en nuestros respectivos sillones. Fettes era un viejo escocés dado a la bebida, hombre de educación sin duda y también dueño de ciertas propiedades, ya que

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no tenía ocupación conocida. Había llegado a Debenham hacía años, siendo aún joven, y por el simple hecho de haber prolongado su estancia se había convertido en hijo adoptivo del pueblo. Su capa azul de camelote era ya una antigüedad autóctona, como la torre de la iglesia. Su lugar en el reservado de The George, su ausencia de la iglesia y sus vicios trasegadores y vergonzosos eran cosas que se daban por mentadas en Debenham. Hacía gala de ciertas opiniones radicales imprecisas y de algunas infidelidades pasajeras, que de vez en cuando exponía y subrayaba dando manotazos vacilantes en la mesa. Bebía ron (cinco vasos todas las noches, como un reloj) y durante la mayor parte de su visita cotidiana a The George permanecía allí untado, con el vaso en la mano derecha, sumido en un estado de melancolía alcohólica. Lo llamábamos «el doctor», porque se le su-ponían ciertos conocimientos de medicina y alguna que otra vez, en caso de necesidad, había sabido entablillar un hueso roto o aliviar una dislocadura; sin embargo, aparte de esos escasos detalles, nada sabíamos de su naturaleza ni de sus antecedentes.

Una oscura noche invernal (habían dado las nueve un rato antes de que el posadero fuera a sentarse con nosotros) nos enteramos de que había un enfermo en The George, un terrateniente de la zona que había sido víctima de una apoplejía de camino al Parlamento; se había telegrafiado al excelentísimo médico londinense de tan excelente hombre para que acudiera a su lado. Era la primera vez que sucedía algo así en Debenham, pues acababa de inaugurarse el ferrocarril, y como era lógico todos estábamos impresionados por el suceso.

—Ya está aquí —anunció el posadero, tras llenar y encender la pipa.—¿Quien? —pregunté—. ¿De quién se trata? ¿No será el médico?—El mismo —repuso nuestro anfitrión.—¿Cómo se llama?—Doctor Macfarlane.Fettes estaba acabando de dar buena cuenta de su tercer vaso, ya ebrio y

atontado, ora cabeceando y ora dirigiendo una mirada perdida a su alrededor, pero con aquella última palabra pareció despertarse y repitió el nombre de Macfarlane dos veces, la primera en voz bastante baja, pero la segunda con una emoción repentina.

—Sí —confirmó el posadero—, así se llama: es el doctor Wolfe Macfarlane.Fettes se serenó al instante; su mirada se despejó, su voz pasó a ser clara,

enérgica y firme, y sus palabras, serias y contundentes. Todos nos sobresaltamos ante aquella transformación, como si hubiera resucitado de entre los muertos.

—Le pido disculpas, pero me temo que no he prestado demasiada atención a la charla. ¿Quién es ese Wolfe Macfarlane? —apuntó, y tras escuchar la explicación del posadero añadió—: No puede ser, no puede ser; y, sin embargo, me gustaría mucho verlo cara a cara.

—¿Lo conoce, doctor? —preguntó el dueño de la funeraria con un hilo de voz.—¡Líbreme Dios! —fue la respuesta—. Y no obstante el nombre es particular;

sería extraño que hubiera dos personas que se llamaran así. Dígame, posadero, ¿es mayor?

—Bueno, no es ningún muchacho, la verdad, y tiene el pelo cano, pero parece más joven que usted.

—Pues en realidad tiene más años que yo, bastantes. En fin —prosiguió, dando un manotazo en la mesa—, lo que ven ustedes en mi cara es el ron, el ron y los pecados. Tal vez ese hombre tenga la con— ciencia tranquila y haga bien la digestión. ¡La conciencia! Qué cosas digo. Cualquiera diría que soy un buen cristiano de toda la vida, ¿no es cierto? Pero no, ni mucho menos: nunca me ha dado por camandulear. Voltaire quizá lo habría hecho de estar en mi pellejo,

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pero la mente —se dio un capirotazo en la calva—, la mente estaba despejada y en funcionamiento; vi lo que vi y no saqué ninguna conclusión.

—Si conoce usted a ese médico —me atreví a comentar, tras un silencio bastante violento—, me parece que no comparte la buena opinión que de él tiene el posadero.

Fettes no me prestó atención.—Sí —anunció con una determinación inesperada—, tengo que verlo cara a

cara.Se produjo otra pausa y luego se oyó un portazo procedente del primer piso y

unos pasos se dirigieron a la escalera.—Es el médico —informó el posadero—. Corra y lo alcanzará.Apenas dos pasos separaban el pequeño reservado de la puerta de la vieja

posada; la ancha escalera de roble terminaba casi en la calle; apenas había sitio para una alfombra turca entre el umbral y el último peldaño, pero aquel espacio reducido rebosaba de luz todas las noches, no sólo gracias a la lámpara de lo alto de la escalera y al gran farol situado bajo el cartel exterior, sino también debido al intenso resplandor de la ventana de la cantina. De ese modo, The George se anunciaba radiantemente a los transeúntes de la fría calle. Fettes se dirigió con paso firme hasta ese punto y a su espalda nosotros fuimos testigos de cómo los dos hombres se veían, tal como había dicho uno de ellos, cara a cara.

El doctor Macfarlane era un individuo despierto y brioso. El pelo cano hacía resaltar un semblante pálido y apacible, si bien enérgico. Iba vestido elegantemente con el mejor velarte y el hilo más blanco, con una gruesa cadena de oro para el reloj y gemelos y anteojos del mismo metal precioso. Llevaba una corbata de pliegue ancho, blanca y moteada de lila, y del brazo le colgaba un cómodo abrigo de pieles, adecuado para el viaje. No cabía duda de que los años le sentaban bien y rezumaba opulencia y respetabilidad, de modo que, cuando el borrachín de nuestro reservado (calvo, sucio, lleno de granos y envuelto en su vieja capa de camelote) le hizo frente al pie de la escalera, el contraste resultó sorprendente.

—¡Macfarlane! —llamó, con un tono de voz algo excesivo, más como un heraldo que como un amigo.

El gran doctor se detuvo en seco en el cuarto escalón, como si la familiaridad del saludo lo sorprendiera y en cierto modo fuera una ofensa para su dignidad.

—¡Toddy Macfarlane! —repitió Fettes.El londinense casi se tambaleó. Contempló durante un brevísimo segundo al

hombre que tenía ante sí, miró tras él con cierto temor y por fin dijo con un susurro sobresaltado:

—¡Fettes! ¡Usted!—Pues sí, ¡yo! ¿Creía que también había muerto? No será tan fácil dar por

terminada nuestra relación.—¡Calle, calle!—exclamó el médico—. ¡Calle, calle! Este encuentro es muy

inesperado... Ya veo que está amedrentado. Al principio me ha costado reconocerlo, lo confieso, pero estoy encantado de disfrutar de esta oportunidad, aunque en este momento sólo tengo tiempo de saludarlo y despedirme de inmediato, porque la calesa aguarda y no puedo perder el tren; pero déme... Veamos... Sí, déme su dirección y no dude de que pronto tendrá noticias mías. Tenemos que hacer algo por usted, Fettes. Mucho me temo que está usted apurado, pero ya nos ocuparemos de eso, «por los viejos tiempos», como cantábamos en aquellas cenas.

—¡Dinero! —gritó Fettes—. ¡Dinero de usted! El que me dio se quedó tirado bajo la lluvia, donde yo mismo lo arrojé.

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Con su intervención, el doctor Macfarlane se había situado en una posición de cierta superioridad y de seguridad en sí mismo, pero la inusitada vehemencia de aquella negativa volvió a sumirlo en la confusión inicial.

Una terrible mueca pasó fugazmente por su rostro, casi venerable.—Como desee, querido amigo; lo último que pretendo es ofenderlo. No quiero

meterme en la vida de nadie. Pero sí que le dejaré mis señas...—No las quiero. No quiero saber qué techo le sirve de cobijo —interrumpió el

otro—. He oído su nombre y he temido que fuera usted; deseaba saber si, al fin y al cabo, Dios existe, pero ahora sé que no. ¡Váyase!

Seguía plantado en mitad de la alfombra, entre la escalera y el umbral, de modo que, para escapar, el gran médico londinense se vería obligado a esquivarlo. Quedó claro que vacilaba ante la sola idea de aquella humillación. A pesar de su palidez, había un destello amenazador en sus anteojos, pero entonces, estando aún inmóvil e indeciso, se percató de que el cochero de la calesa observaba aquella escena insólita desde la calle y al mismo tiempo vio de reojo el grupito que formábamos los compañeros del reservado, apiñados junto a la esquina de la cantina. La presencia de tantos testigos lo convenció de inmediato para huir. Se encogió, se pegó a la madera que revestía la pared y se dirigió raudo como una serpiente hacia la puerta, pero el mal trago aún no había pasado por completo, porque cuando cruzaba el vestíbulo Fettes lo aferró del brazo y las siguientes palabras surgieron de sus labios en un susurro que, no

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obstante, se escuchó con una claridad punzante:—¿Ha vuelto a verlo?El próspero médico procedente de Londres dejó escapar un chillido agudo y

ahogado, apartó a quien de aquella manera lo interrogaba y, con las manos sobre la cabeza, salió corriendo por la puerta como un ladrón que hubiera sido descubierto. Antes de que ninguno de nosotros pensara en moverse, la calesa echó a andar con gran traqueteo hacia la estación. La escena terminó como si hubiera sido un sueño, pero un sueño que había dejado pruebas y rastros de su paso: al día siguiente la criada encontraría los elegantes anteojos de oro rotos en el vestíbulo. En aquel momento nos quedamos todos sin aliento junto a la ventana de la cantina, con Fettes a nuestro lado, sobrio, pálido y con una mirada—de determinación en los ojos.

—Que Dios se apiade de nosotros, señor Fettes —exclamó el posadero, el primero en recuperar el uso de sus facultades—. ¿A qué demonios ha venido todo eso? Las cosas que ha dicho han sido muy extrañas.

El aludido se volvió hacia nosotros y nos miró sucesivamente a la cara.—Traten de mantener la boca cerrada. Ese tal Macfarlane es peligroso cuando

se enfada; quienes lo han contrariado se han arrepentido demasiado tarde.Y entonces, sin terminarse siquiera su tercer vaso ni mucho menos esperar a

los otros dos, se despidió y tras pasar bajo el farol del hotel se adentró en la noche negra y se marchó.

Los otros tres regresamos a nuestros sitios en el reservado, junto a un buen fuego carmesí y a cuatro velas acabadas de encender, y cuando nos pusimos a repasar lo sucedido el primer escalofrío de sorpresa dio paso enseguida a una aureola de curiosidad. Nos quedamos allí hasta tarde; ninguna de nuestras tertulias en The George se ha prolongado nunca tanto. Antes de separarnos, cada uno expuso una teoría que estaba seguro de poder demostrar; ninguno de los tres tenía asunto más acuciante en este mundo que investigar el pasado de nuestro impenetrable contertulio y averiguar el secreto que compartía con el gran médico londinense. No es algo de lo que vanagloriarse, pero creo que se me daba mejor sonsacar historias que a ninguno de mis dos compañeros de la posada, y puede que en este momento no quede con vida otro hombre que pueda narrarles los hechos abyectos y antinaturales que me dispongo a relatar.

En su juventud, Fettes había estudiado medicina en Edimburgo y había hecho gala de un don singular: el que permite captar con prontitud lo que se oye y repetirlo fácilmente como algo propio. En casa trabajaba poco, pero en presencia de sus maestros se mostraba cortés, atento e inteligente. Enseguida vieron en él a un muchacho que escuchaba con atención y recordaba con exactitud; es más, por extraño que me pareciera cuando me lo contaron, por aquel entonces era apuesto y estaba satisfecho con su prestancia. Corría por allí a la sazón cierto profesor de anatomía que no pertenecía a la universidad y al que designaré aquí con la letra K. Más adelante su nombre sería tristemente conocido y el individuo que hacía gala de él se movería por las calles de Edimburgo oculto tras un disfraz, mientras que la muchedumbre que había aplaudido la ejecución de Burke pediría a gritos que se derramara la sangre de quien había hecho tratos con él, pero en la época que nos ocupa estaba el señor K. en su máximo apogeo y disfrutaba de gran popularidad debido en parte a su talento y a su destreza y en parte a la incompetencia de su rival, el catedrático de la universidad. Al menos los alumnos lo tenían en un pedestal y Fettes creyó, como tantos otros, haber echado los cimientos del éxito cuando logró el favor de aquel sujeto de fama meteórica. El señor K. era todo un vividor además de un excelente profesor; le gustaba una mención taimada lo mismo que un preparado meticuloso. En ambos

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terrenos disfrutaba Fettes, merecidamente, de su atención, de modo que durante su segundo año de estudios ocupó en su clase el puesto informal de segundo auxiliar o subayudante.

En calidad de tal, el cuidado del quirófano y del aula recaía en particular sobre sus hombros: tenía que responder de la higiene de las instalaciones y de la conducta de los demás alumnos y ocuparse de conseguir, recibir y dividir los cadáveres. Teniendo en cuenta ese último (y por aquel entonces delicadísimo) asunto, el señor K. se encargó de alojarlo en el mismo callejón en que estaba situada la sala de disección y más tarde en el mismo edificio. Allí, tras una noche de placeres turbulentos, con la mano aún temblorosa y la visión todavía empañada y confundida, lo sacaban de la cama en las horas negras previas al amanecer invernal los intrusos sucios y desesperados que suministraban el material de las mesas. Abría la puerta a aquellos sujetos, que posteriormente lograron una infausta fama en todo el país, los ayudaba con su trágico cargamento, les pagaba su sórdida tarifa y, una vez se marchaban, se quedaba a solas con aquellos ingratos despojos de humanidad. Tras esas escenas volvía a la cama para descansar una o dos horas más y así reponerse de los excesos de la noche para afrontar los trabajos del día.

Pocos muchachos podrían haberse mostrado más insensibles ante las impresiones de una vida pasada de ese modo entre las enseñas de la mortalidad. Su mente se había cerrado a toda consideración general. Era incapaz de interesarse por los destinos y las fortunas de los demás y vivía esclavo de sus propios deseos y sus viles ambiciones. Flemático, frívolo y egoísta en última instancia, contaba con ese atisbo de prudencia, mal llamado moralidad, que sirve de salvación ante una borrachera inconveniente o un robo punible. Asimismo, ansiaba cierto respeto de sus maestros y sus compañeros, y no tenía la más mínima intención de adentrarse de forma visible en la mala vida. Así pues, resolvió disfrutar de cierta distinción en los estudios y día tras día ofreció un servicio intachable a su patrón, el señor K., cuando éste lo miraba. Para compensar los días de trabajo se regalaba noches de placer extremado y

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canallesco; una vez alcanzaba un equilibrio, el órgano al que llamaba conciencia se declaraba satisfecho.

La obtención de cadáveres suponía una molestia continua tanto para él como para su maestro. Había gran cantidad de alumnos en aquella clase que trabajaban mucho, de modo que la materia prima de los anatomistas siempre escaseaba; las diligencias necesarias no sólo eran desagradables, sino que además amenazaban con consecuencias peligrosas para todos los implicados. El señor K. tenía por costumbre no hacer preguntas sobre sus tratos con profesionales. «Ellos consiguen el cadáver y nosotros pagamos el precio —acostumbraba a decir, regodeándose en la aliteración—: quid pro quo.» Y añadía ante sus ayudantes, con cierto aire de escarnio: «No hagáis preguntas, tendréis la conciencia más tranquila». No se daba por sentado que el suministro de individuos procediera del asesinato. Si alguien se lo hubiera mencionado con esas palabras, habría retrocedido horrorizado, pero la superficialidad de sus comentarios ante un asunto tan serio suponía de por sí un atentado contra las buenas maneras y una tentación para los hombres con los que trataba. Fettes, por ejemplo, se había percatado a menudo de que los cadáveres aún estaban calientes. También le había llamado la atención una y otra vez el aspecto abatido y abominable de los rufianes que acudían a él antes del amanecer, y cuando mentalmente encajaba con claridad las piezas de aquel rompecabezas quizá atribuía un significado demasiado inmoral y categórico a los imprudentes consejos de su maestro. Entendía que su función tenía, en resumen, tres vertientes: recoger lo que le traían, pagar la tarifa y apartar la mirada de todo indicio de delito.

Una madrugada de noviembre esa norma de silencio tuvo que superar una dura prueba. Había pasado toda la noche sin pegar ojo debido a un dolor de muelas atroz, dando vueltas por su habitación como una bestia enjaulada o arrojándose con rabia sobre la cama, y por fin había quedado sumido en ese sueño profundo e inquieto que suele seguir a una noche de dolor cuando lo despertó la tercera o cuarta repetición furiosa de la señal acordada. La luna, aunque menguante, brillaba con intensidad; hacía un frío glacial, soplaba el viento y había helado; la ciudad aún no se había despertado, pero una agitación indefinible preludiaba el murmullo y el ajetreo del día. Los necrófagos se habían presentado más tarde de lo habitual y parecían tener aún más ganas de marcharse que en las demás ocasiones. Fettes, muerto de sueño, les alumbró el camino para que subieran por la escalera. Oía los gruñidos de sus voces irlandesas como si estuviera soñando. Mientras vaciaban la triste mercancía del saco se recostó adormilado, apoyando un hombro en la pared, y tuvo que sacudir la cabeza para ponerse a buscar el dinero con el que pagarles. Mientras lo hacía, sus ojos se posaron en el rostro muerto y se sobresaltó; dio dos pasos adelante con la vela en alto.

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—¡Santo cielo! —exclamó—. ¡Pero si es Jane Galbraith!Los hombres no contestaron, pero se acercaron a la puerta arrastrando los

pies.—Les digo que la conozco —prosiguió—. Ayer estaba vivita y coleando. Es

imposible que esté muerta; es imposible que hayan conseguido este cadáver limpiamente.

—Sin duda se equivoca usted por completo, caballero —aseguró uno de ellos.Por su parte, el otro dirigió a Fettes una mirada amenazante y exigió el dinero

en aquel mismo instante.Resultaba imposible malinterpretar la amenaza o exagerar el peligro. El

muchacho se quedó sin valor. Tartamudeó alguna excusa, contó la suma y vio partir a sus odiosos visitantes. En cuanto se marcharon se apresuró a confirmar sus temores. Gracias a una docena de señales incuestionables identificó a la joven con la que había reído el día anterior. Con horror advirtió en su cuerpo marcas que podían ser claros indicios de violencia. El pánico se apoderó de él y se refugió en su cuarto, donde reflexionó durante un buen rato sobre aquel descubrimiento y se planteó con calma la relevancia de las instrucciones del señor K. y el peligro que correría si se inmiscuía en un asunto de tal gravedad. Finalmente, confundido y acongojado, decidió esperar el consejo de su inmediato superior, el ayudante de clase.

Se trataba de un médico joven, de nombre Wolfe Macfarlane, gran favorito de los alumnos temerarios, además de listo, licencioso y carente del más mínimo escrúpulo. Había viajado y estudiado en el extranjero. Sus modales eran

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encantadores y algo atrevidos. Era toda una autoridad en temas de teatro y diestro sobre el hielo o los campos de golf con los patines o los palos; vestía con una audacia distinguida y, para dar el toque final de elegancia, contaba con una calesa y con un recio trotón. Su trato con Fettes era de intimidad; de hecho, sus respectivas ocupaciones requerían cierta asociación. Cuando escaseaban los cadáveres, los dos se subían a la calesa de Macfarlane para adentrarse en el campo, visitar y profanar alguna tumba solitaria y presentarse antes del alba con su botín ante la puerta de la sala de disección.

Aquella mañana en concreto, Macfarlane llegó algo antes de lo acostumbrado. Fettes lo oyó y salió a recibirlo a la escalera, le contó la historia y le mostró el motivo de su alarma. Macfarlane examinó las señales del cadáver.

—Sí —confirmó con un asentimiento—, esto huele mal.—Bueno, ¿y qué hago? —preguntó Fettes.—¿Que qué haces? ¿Quieres hacer algo? Por la boca muere el pez, creo yo.—Puede que alguien más la reconozca —objetó Fettes—. Era más famosa que

el castillo de Edimburgo.—Esperemos que no suceda. Y si sucede... Bueno, pues tú ni te habías fijado,

¿entiendes? Y ya está. Mira, esto lleva ya demasiado tiempo en marcha: si revuelves el fango, meterás a K. en un lío de padre y muy señor mío. Y tú también saldrás muy mal parado; y yo, puestos a decirlo todo. Habría qué ver en qué situación quedaríamos o qué demonios podríamos decir para defendemos si nos pusieran en un estrado como Dios manda. Yo una cosa la tengo clara: en la práctica, todos nuestros cadáveres son producto del asesinato.

—¡Macfarlane! —exclamó Fettes.—¡Venga, hombre! —se burló el otro—. Como si tú no lo hubieras sospechado.—Una cosa es sospechar de algo...—Y otra muy distinta demostrarlo. Sí, ya lo sé. Y lamento tanto como tú que la

situación haya llegado hasta aquí —aseguró, dando un golpecito al cadáver con el bastón—. Tal como están las cosas lo que más me conviene es no reconocer el cadáver —añadió con frialdad— y no lo reconozco. Tú puedes, si quieres. No voy a darte órdenes, pero creo que un hombre de mundo haría lo mismo que yo. Y me permito añadir que supongo que eso es lo que K. esperaría de nosotros. La pregunta es: ¿por qué nos eligió a nosotros dos de ayudantes? Mi respuesta es que no quería viejas cotillas.

Era el tono que mejor efecto podía surtir en un muchacho como Fettes, que accedió a imitar a Macfarlane. El cuerpo de la desdichada joven fue diseccionado de la forma habitual y nadie comentó nada ni pareció reconocerla.

Una tarde, cuando ya había terminado la jornada laboral, Fettes entró en una concurrida taberna y se topó con Macfarlane, que estaba sentado con un desconocido, un hombre bajo y muy pálido, de cabello oscuro y ojos negros como el carbón. La disposición de sus facciones prometía un intelecto y un refinamiento que no se reflejaba en sus modales, pues resultó ser, al conocerlo un poco mejor, basto, vulgar y tonto. Sin embargo, ejercía un control muy notable sobre Macfarlane; daba órdenes como si fuera el gran pachá; se indignaba ante el más mínimo obstáculo o retraso y comentaba con grosería el servilismo con el que se lo obedecía. Aquella persona tan desagradable quedó prendada de Fettes al instante, se dedicó a ofrecerle una bebida tras otra y lo honró con insólitas confidencias sobre su trayectoria. Habría bastado que fuera cierta una décima parte de lo que reveló para convertirlo en un granuja sumamente detestable; la vanidad del muchacho se sintió halagada ante las atenciones de un hombre de tanta experiencia.

—La verdad es que estoy hecho un bribón —comentó el desconocido—.

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Macfarlane sí que es buen chico... Toddy Macfarlane, lo llamo yo. Toddy, pide otra copa para tu amigo. —Y también le ordenó—: Toddy, anda, levántate ya y cierra la puerta.

Después añadió:—Toddy me odia. Sí, sí, Toddy, ¡no lo niegues!—No me llames así, no me gusta ese dichoso nombre —gruñó Macfarlane.—¡Sólo hay que oírlo! ¿Has visto alguna vez a los chavales jugar con una

navaja? A él le gustaría hacerme eso por todo el cuerpo —afirmó el desconocido.—Los que nos dedicamos a la medicina tenemos un sistema mejor —intervino

Fettes—. Cuando no nos cae bien algún amigo nuestro que haya muerto, lo diseccionamos.

Macfarlane lo miró con cara de pocos amigos, como si aquella broma no le hubiera hecho ninguna gracia.

La tarde fue pasando y Gray, pues así se llamaba el desconocido, invitó a Fettes a cenar con ellos, encargó un festín tan espléndido que provocó un alboroto en toda la taberna y cuando hubieron terminado ordenó a Macfarlane pagar la cuenta. Se había hecho ya tarde cuando se separaron y el tal Gray estaba totalmente borracho. Macfarlane, serenado por la rabia, daba vueltas mentalmente al dinero que se había visto obligado a despilfarrar y a los desaires que había tenido que soportar. Fettes, por cuya cabeza navegaban distintos licores, volvió a su casa con paso titubeante y la mente completamente en blanco. Al día siguiente Macfarlane no apareció por clase y Fettes se sonrió al imaginárselo aun acompañando al insoportable Gray de taberna en taberna. En cuanto llegó la hora de la liberación, fue de un sitio a otro en busca de sus compañeros de La noche anterior, pero no consiguió encontrarlos en ninguna parte, de modo que regresó pronto a sus habitaciones, se fue enseguida a la cama y durmió el sueño de los justos.

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A las cuatro de la mañana lo despertó la señal habitual. Al bajar a abrir la puerta se quedó de una pieza al encontrarse a Macfarlane con su calesa, que contenía uno de aquellos bultos espantosos que tan bien conocía.

—¿Qué es esto? —gritó—. ¿Has salido solo? ¿Cómo te las has arreglado?Macfarlane lo hizo callar con brusquedad y le indicó que se pusiera manos a la

obra. Una vez hubieron subido el cadáver al piso de arriba y lo tuvieron colocado sobre la mesa, Macfarlane hizo ademán de marcharse, pero se detuvo y pareció titubear.

—Será mejor que le mires la cara —con un tono que indicaba que estaba algo cohibido—. Será mejor —repitió, ya que Fettes se limitaba a mirarlo boquiabierto.

—Pero ¿dónde, cómo y cuándo lo has conseguido?—Mírale la cara —se limitó a decir Macfarlane a modo de respuesta.Fettes estaba estupefacto; lo asaltaron extrañas dudas. Dirigió la mirada al

joven médico, luego al cadáver y de nuevo al otro. Por fin, dando un respingo, hizo lo que se le pedía. Casi estaba esperando la imagen con la que se toparon sus ojos, pero de todos modos el sobresalto fue atroz. Ver, inmovilizado por la rigidez de la muerte y desnudo sobre aquel pedazo de basta arpillera, al hombre que había dejado bien vestido y bien lleno de carne y pecado a las puertas de una taberna despertó, incluso en alguien poco considerado como Fettes, algunos de los terrores de la conciencia. El hecho de que dos personas a las que había conocido hubieran acabado tumbadas en aquellas heladas mesas supuso un eras tibi1 que empezó a resonar en su alma. Sin embargo, se trataba sólo de pensamientos secundarios; su principal preocupación era Wolfe. No estaba preparado para un reto de tal calibre y no sabía cómo mirar a la cara a su compañero. No se atrevía a cruzar la vista con él y le fallaron tanto las palabras como la voz.

Fue Macfarlane el que dio el primer paso: se le acercó en silencio por la espalda y le puso la mano en el hombro con cuidado pero también con firmeza.

—Richardson puede quedarse la cabeza —propuso.El tal Richardson era un alumno que desde hacía mucho tiempo tenía ganas de

diseccionar esa parte de un cadáver humano. No hubo respuesta y el asesino continuó:

—Y hablando de negocios: tienes que pagarme. Las cuentas deben cuadrar, claro.

Fettes contestó con una voz que era sólo un espectro de la suya:—¡Pagarte! —bramó—. ¿Pagarte por esto?—Pues claro, por supuesto que tienes que pagarme. Por supuestísimo y sin que

haya lugar a la más mínima duda. Ni por asomo te lo daría gratis, ni tú debes aceptarlo sin pagar; nos comprometería a los dos. Este caso es como el de Jane Galbraith: cuantas más complicaciones haya, más motivo tenemos para comportarnos como si todo fuera bien. ¿Dónde guarda el dinero el viejo K.?

—Ahí —repuso Fettes con voz ronca, señalando el armario del rincón.—Bueno, pues dame la llave —ordenó el otro, sin alterarse, mientras tendía la

mano.Hubo un instante de indecisión y la suerte quedó echada. Macfarlane no logró

reprimir una contracción nerviosa, marca infinitesimal de un alivio inmenso, al sentir la llave entre los dedos. Abrió el armario, sacó pluma, tinta y un cuaderno de un compartimento y retiró de los fondos que había en un cajón una suma indi-

1 Modo abreviado de hodle mihi, eras tibi, «hoy yo, mañana tú» utilizado en epitafios, y en la literatura victoriana con el sentido de «hoy estamos, mañana no».

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cada para la ocasión.—Bueno, mira, ya se ha efectuado el pago, que es la primera prueba de tu

buena fe y la primera medida de tu seguridad. Sólo te queda rematarlo dando un segundo paso: haz constar la transacción en el cuaderno y ni el Diablo podrá poner en duda tu actuación.

Los siguientes segundos fueron para Fettes un tormento mental, pero al poner en una balanza todos sus terrores, triunfó el más inmediato: cualquier dificultad futura le parecería casi un alivio si evitara en aquel momento una disputa con Macfarlane. Dejó la vela que había sostenido durante todo aquel rato y, con mano firme, anotó la recha, la naturaleza y la cantidad de la transacción.

—Y ahora —añadió entonces Macfarlane— lo justo es que te embolses tú el beneficio. Yo ya me llevo lo mío. A propósito, cuando un hombre de mundo tiene un golpe de suerte y lleva unos cuantos chelines de más encima... Me da vergüenza hablar del tema, pero existe una regla de conducta para esos casos: nada de invitar, nada de comprar libros de texto caros, nada de saldar viejas deudas; hay que pedir prestado, no prestar.

—Macfarlane —contestó Fettes, aún algo ronco—, me he echado una soga al cuello para complacerte.

—¿Para complacerme?—gritó Wolfe—. ¡Venga, hombre! Lo que yo creo es que has hecho lo que desde luego tenías que hacer en defensa propia. Supongamos que yo me metiera en un lío: ¿en qué posición quedarías tú? Este asuntillo es consecuencia sin duda del primero. El señor Gray es la continuación de la señorita Galbraith. Uno no puede empezar y dejar las cosas a medias. Si se empieza, hay que seguir adelante; ésa es la verdad. No hay descanso posible.

Una horrible sensación de oscuridad y de percepción de la infamia del destino se apoderó del alma del desdichado estudiante.

—¡Dios mío! —exclamó—. Pero ¿qué he hecho? ¿Y cuándo empecé? Pregunto en nombre de la razón qué hay de malo en ser ayudante de clase. Service

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aspiraba al puesto, podría haberlo conseguido. ¿Habría acabado él donde me encuentro yo ahora?

—Mi querido amigo, ¡qué niño eres! ¿Te ha pasado algo malo? ¿Qué puede pasarte si tienes la boca cerrada? Pero, bueno, hombre, ¿sabes lo que es esta vida? Nos dividimos en dos grupos: los leones y los corderos. Si eres de los segundos, acabarás tumbado en estas mesas, como Gray o Jane Galbraith; si de los primeros, vivirás y serás propietario de un caballo, como yo, como K., como todo el que tiene dos dedos de frente o algo de valor. ¡Te has quedado estupefacto porque era el primero, pero mira a K.! Mi querido amigo, eres inte-ligente, no te falta arrojo. Te tengo aprecio, lo mismo que K. Has nacido para llevar las riendas y te aseguro, por mi honor y mi experiencia de la vida, que dentro de tres días te reirás de todos estos espantajos como un colegial ante una farsa.

Dicho eso, Macfarlane salió al callejón y se marchó en su calesa para recogerse antes del alba. De ese modo, Fettes se quedó a solas con sus remordimientos. Comprendió el riesgo espantoso que corría. Entendió, con consternación inefable, que su debilidad no tenía fondo y que, de concesión en concesión, había pasado de ser el árbitro del sino de Macfarlane a convertirse en su cómplice indefenso y a sueldo. Habría dado lo que fuera por haber sido un poco más valiente en el momento adecuado, pero no se le ocurrió que aún ten-dría oportunidad de serlo en el futuro. El secreto de Jane Galbraith v la anotación maldita del cuaderno de entradas le cerraron la boca.

Pasaron las horas, empezaron a llegar los compañeros de clase y los miembros del desventurado Gray se distribuyeron entre unos y otros se aceptaron sin comentario alguno. Richardson se alegró de recibir la cabeza y antes de que sonara el timbre que marcaba la hora de la liberación Fettes empezó a temblar de júbilo al comprobar hasta qué punto habían avanzado por la senda de la salvaguardia.

Durante dos jornadas siguió observando, cada vez con mayor satisfacción, el espantoso proceso de enmascaramiento.

Al tercer día hizo su aparición Macfarlane, que contó que había estado

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enfermo, pero luego recuperó el tiempo perdido gracias a la energía con que dirigió a los alumnos. Dedicó la ayuda y los consejos más valiosos a Richardson en particular, y el alumno, animado por los halagos del profesor ayudante, se esmeró, cargado de esperanzas, viendo ya una medalla en su poder.

Antes de que acabara la semana se había cumplido la profecía de Macfarlane: Fettes había superado sus temores y se había olvidado de su vileza. Empezó a vanagloriarse de su valor y reconstruyó la historia mentalmente de modo que pudiera recordar los hechos con un orgullo malsano. Apenas vio a su cómplice. Coincidían, por descontado, durante el transcurso de la jomada académica; recibían juntos las órdenes del señor K. En ocasiones intercambiaron una o dos palabras en privado y Macfarlane se mostró de principio a fin especialmente amable y jovial, pero estaba claro que evitaba toda referencia al secreto que compartían e incluso cuando Fettes le susurró que había decidido unirse a las filas de los leones y abjurar de los corderos se limitó a indicarle con un gesto y una sonrisa que guardara silencio.

Finalmente se presentó una ocasión en la que de nuevo tuvieron que trabajar codo con codo. El señor K. volvía a notar la escasez de cadáveres; los alumnos se impacientaban y una de sus aspiraciones como maestro era tener siempre un buen suministro de material. Al mismo tiempo llegó noticia de un entierro en el cementerio rural de Glencorse. El paso del tiempo apenas ha cambiado el lugar en cuestión, que estaba situado entonces, lo mismo que hoy, en una encrucijada, lejos de cualquier morada humana y bien enterrado bajo el follaje de seis cedros. Los balidos de las ovejas por las colinas de las cercanías, los arroyuelos a ambos lados (uno zumbaba con fuerza entre los guijarros y el otro iba goteando furtivamente de remanso en remanso), el rumor del viento entre los viejos castaños de montaña en flor y, una vez cada siete días, la voz de la campana y las viejas melodías del chantre eran los únicos sonidos que alteraban el silencio de aquella iglesia campestre. El resurreccionista, como se decía por entonces, no se dejaba disuadir en absoluto por la inviolabilidad de la devoción tradicional. Su oficio consistía en parte en despreciar v profanar las volutas y las trompetas de tumbas antiguas, los senderos desgastados por los pies de fieles y plañideros y las ofrendas y las inscripciones surgidas del cariño y la aflicción. En las zonas rurales, donde la tenacidad del amor está más extendida de lo habitual y donde algunos lazos de sangre o de compañerismo unen a toda la sociedad de una parroquia, el ladrón de cadáveres, lejos de sentirse repelido por el respeto natural, se sentía atraído por la facilidad y la falta de riesgos con las que podía actuar. Cuerpos que se habían entregado a la tierra para aguardar con júbilo un despertar muy distinto eran objeto de una resurrección apresurada a la luz de un farol, cargada de terrores y obrada por la pala y el azadón. Se forzaba el ataúd, se rasgaba la mortaja y los restos melancólicos se envolvían en arpillera y, tras transportarse durante horas dando tumbos por caminos poco frecuentados y no iluminados por la luz de la luna, acababan expuestos a las humillaciones más terribles ante una clase de muchachos boquiabiertos.

Del mismo modo en que dos buitres pueden caer en picado sobre un cordero moribundo, Fettes y Macfarlane iban a abalanzarse sobre una tumba de aquel verde y tranquilo camposanto. A medianoche iban a arrancar de su fosa a la esposa de un granjero, una mujer que había vivido sesenta años y sólo había sido conocida por su buena mantequilla y su piadosa conversación, para llevársela, inerte y desnuda, a aquella ciudad lejana a la que siempre había honrado en sus visitas con su mejor traje de domingo; aquel hoyo situado junto a su familia iba a permanecer vacío hasta el día del juicio final y sus miembros inocentes y casi venerables quedarían expuestos a la curiosidad última del anatomista.

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Los dos ayudantes emprendieron el camino a última hora de la tarde, bien envueltos en sus capas y provistos de una botella de enormes dimensiones. Caía agua sin piedad; era una lluvia fría, densa y violenta. De vez en cuando soplaba una ráfaga de viento, pero aquella cortina de agua la mantenía a raya. Pese a contar con la botella, el trayecto hasta Penicuik, donde iban a pasar la velada, resultó triste y silencioso. Se detuvieron una vez, para ocultar sus herramientas entre unos espesos matorrales no muy alejados del camposanto, y luego otra en The Fisher’s Tryst, para brindar ante el fuego de la cocina con una jarra de cerveza que les ofreciera variedad frente a los tragos de whisky. Al llegar al final del recorrido se encargaron de que se pusiera la calesa a cubierto y de que se diera de comer al caballo y se lo atendiera. Por su parte, los dos jóvenes médicos se instalaron en un reservado, donde cenaron y bebieron lo mejor que podía ofrecer la casa. Las luces, el fuego, el repiqueteo de la lluvia contra la ventana y la tarea fría e inapropiada que tenían ante sí contribuyeron a que disfrutaran con más entusiasmo de la comida. Con cada copa aumentaba su cordialidad. Macfarlane no tardó en entregar a su acompañante un montoncito de oro.

—Una cortesía —aseguró—. Entre amigos estas transacciones sin importancia deberían hacerse con la misma facilidad con la que pasan de mano en mano las pajuelas con las que se encienden las pipas.

Fettes se guardó el dinero y aplaudió con fuerza aquella afirmación: —Eres todo un filósofo. Hasta que te conocí era tonto de remate. K. y tú, entre los dos... ¡Por el mismísimo diablo, si es que haréis de mí un hombre!

—¡Pues claro que sí!—confirmó Macfarlane—. ¿Un hombre? Permíteme que te diga que había que ser todo un hombre para apoyarme aquella madrugada. Hay bastantes cobardes cuarentones, corpulentos y bravucones que habrían sentido náuseas al ver aquel maldito fardo, pero tú no, tú no perdiste la cabeza. Te observé.

—Bueno, ¿y por qué no? —se vanaglorió Fettes—. No era asunto mío. Por un lado no habría conseguido más que un buen alboroto, y por el otro sabía que podía contar con tu gratitud, ¿no es así?

Se dio una palmada en el bolsillo para hacer sonar las monedas de oro y al oír aquellas palabras destempladas Macfarlane se sobresaltó ligeramente. Puede que se arrepintiera de haber adiestrado tan bien a su joven compañero, pero no tuvo tiempo de intervenir, porque el otro prosiguió a gritos su perorata jactanciosa:

—Lo más importante es no dejarse llevar por el miedo. A ver, entre tú y yo, no quiero que me ahorquen, eso es tener sentido práctico, pero, en cuanto a la hipocresía, ya nací desdeñándola. El infierno, Dios, el Diablo, el bien, el mal, el pecado, el delito y toda esa vieja galería de curiosidades puede que asusten a los muchachos, pero los hombres de mundo, como tú y como yo, las despreciamos. ¡Brindemos a la memoria de Gray!

Por entonces se había hecho ya un poco tarde. Siguiendo sus órdenes les llevaron la calesa hasta la puerta con los dos faroles bien encendidos y los dos jóvenes pagaron la cuenta y emprendieron camino de nuevo. Dieron noticia de que se dirigían a Peebles y tomaron esa dirección hasta perder de vista las últimas casas del pueblo, momento en el que, tras apagar las dos llamas, recuperaron su rumbo real y tomaron un camino secundario que llevaba a Glencorse. No se oía otro ruido que el de su avance y el del aguacero incesante y estridente. Estaba oscuro como la boca del lobo; de vez en cuando, una puerta blanca o una piedra del mismo color los guiaba durante un breve trecho, pero la mayor parte del tiempo avanzaron al paso y casi a tientas por las tinieblas reverberantes para llegar a su destino, aislado y solemne. En el bosque bajo que

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cubría los alrededores del cementerio desapareció la escasa luz existente y fue necesario prender un fósforo y volver a encender uno de los faroles de la calesa. Así, bajo árboles de los que caía agua a chorros y rodeados de enormes sombras en movimiento, alcanzaron el escenario de su sacrílega empresa.

Ambos tenían experiencia en aquellos quehaceres y sabían utilizar la pala con brío, de modo que apenas llevaban veinte minutos cavando cuando recibieron la recompensa de un ruido sordo al toparse con la tapa del ataúd. En aquel momento Macfarlane, que se había hecho daño en la mano con una piedra, la echó hacia atrás de forma despreocupada. La tumba, en la que estaban ya metidos casi hasta los hombros, quedaba cerca del borde de la zona elevada del camposanto; para iluminar su tarea habían apoyado el farol de la calesa contra un árbol situado al borde mismo del pronunciado terraplén que descendía hasta el arroyo. Por una de esas casualidades, la piedra dio de pleno sobre él. Se oyó el ruido del cristal al romperse y se hizo la oscuridad a su alrededor; ruidos ora apagados ora estrepitosos anunciaron la caída tambaleante del farol pendiente abajo, chocando con algún que otro árbol. En su descenso desplazó una o dos piedras que traquetearon tras él hasta las profundidades de la cañada; luego el silencio, al igual que la noche, recuperó su dominio y por mucho que aguzaron el oído no se oyó nada más que la lluvia, que con la misma facilidad seguía el ritmo del viento o caía con firmeza sobre kilómetros y kilómetros de campo despejado.

Estaban tan cerca de concluir su abominable labor que decidieron que lo más acertado sería proseguir a oscuras. Exhumaron el ataúd y rompieron la tapa, introdujeron el cadáver en el saco empapado y lo llevaron entre los dos a la calesa; uno montó para aguantarlo y el otro agarró el caballo del bocado y fue avanzando a tientas, siguiendo el muro y los matorrales, hasta que llegaron al ca-

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mino más ancho que pasaba junto a The Fisher’s Tryst. Había un resplandor tenue y difuso que recibieron como si se tratara de la luz del sol; les sirvió para que el caballo consiguiera un buen paso y empezara a traquetear alegremente hacia el pueblo.

Los dos habían acabado calados hasta los huesos durante la realización de su labor. Al ir saltando el vehículo por los profundos baches del camino, el fardo que iban sosteniendo entre los dos caía ora sobre uno, ora sobre el otro. Cuando se producía el espantoso contacto repelían el bulto instintivamente, cada vez con más violencia, un proceso que, pese a ser algo natural, empezó a pasar factura a los nervios de los compañeros. Macfarlane hizo una broma de mal gusto sobre la mujer del granjero, pero surgió de sus labios sin mucho convencimiento y fue recibida con silencio. El fardo sacrílego seguía tambaleándose de un lado a otro: tan pronto la cabeza reposaba sobre los hombros de los ayudantes, casi en un gesto de confianza, como una sacudida de la arpillera empapada y helada la hacía ir a parar contra sus rostros. Un escalofrío fue apoderándose progresiva-mente del alma de Fettes; escudriñó el bulto y le pareció que era algo más voluminoso que al principio. Por todo el campo, y desde distancias muy distintas, los perros de las granjas acompañaban su paso con trágicos aullidos. Mentalmente fue convenciéndose de que se había producido algún milagro antinatural, de que el cadáver había experimentado alguna transformación indescriptible y de que los perros vociferaban movidos por el miedo a la carga sacrílega que transportaba la calesa.

—¡Por el amor de Dios —exclamó, haciendo un gran esfuerzo para articular palabra—, por el amor de Dios, vamos a encender una luz!

Al parecer Macfarlane se había visto afectado de forma similar, pues, aunque no respondió, detuvo el caballo, pasó las riendas a su acompañante, descendió y procedió a encender el farol que les quedaba. No habían pasado todavía del cruce que llevaba a Auchenqlinny. La lluvia seguía cayendo como si de un nuevo

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diluvio universal se tratara y no era tarea fácil encender una lumbre en aquel lugar húmedo y oscuro. Por fin la llama azul y parpadeante prendió la mecha y empezó a crecer y a aclararse, con lo que se abrió un halo de luz difusa en torno a la calesa y los dos jóvenes lograron verse y distinguir su carga. La lluvia había amoldado la basta tela al contorno del cuerpo que contenía; se distinguía la cabe-za del tronco y los hombros se marcaban con claridad; algo a un tiempo espectral y humano les hacía fijar la mirada en su espantoso compañero de viaje.

Macfarlane se quedó inmóvil durante un rato, sosteniendo el farol. Un horror espantoso envolvió el cuerpo de Fettes como una sábana mojada y le tensó la piel blanca del semblante; un miedo sin sentido, un horror que no podía existir, iba apoderándose de su mente. Un instante más y habría hablado, pero el otro se le adelantó.

—Eso no es una mujer —aseguró Macfarlane con un hilo de voz.—Era una mujer cuando la hemos metido dentro del saco —susurró Fettes.—Sostén el farol. Tengo que verle la cara.Mientras Fettes aguantaba la lámpara, su cómplice desanudó los cierres del

saco y retiró la parte que cubría la cabeza. La luz iluminó con gran claridad las facciones oscuras y bien formadas, las mejillas afeitadas de una faz que conocían muy bien y que ambos habían visto a menudo en sueños. Un alarido desenfrenado recorrió la noche y los dos bajaron de un salto al camino, cada uno por su lado; el farol se cayó, se rompió y su llama se apagó, y el caballo, aterrado por aquel alboroto desacostumbrado, se encabritó y salió corriendo hacia Edimburgo al galope, arrastrando tras de sí, como único ocupante de la calesa, el cadáver de Gray, muerto y desmembrado hacía ya mucho tiempo.

LA PIERNA DE ORO

Historia de fantasmas tradicional francesa

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Vivió una vez una hermosa muchacha que estaba casada con un noble joven y riquísimo que se enorgullecía de su encantadora esposa y disfrutaba ataviándola con espléndidos vestidos y joyas. Un día, el noble regresó a casa con tres baúles repletos de joyas relucientes y vestidos de seda. Su esposa corrió escalera arriba

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para probarse uno; después, cuando ya bajaba, también a toda prisa, para enseñárselo a su marido, se le enganchó el tacón de un zapato en el dobladillo del traje. Se cayó de cabeza por la larga y bruñida escalera y dio con sus huesos envueltos en seda violeta contra el suelo. Una pierna quedó doblada de una forma extraña tras el cuerpo.

Llamaron de inmediato al médico, que tras examinarla puso cara de circunstancias.

—Bueno, diga algo, hombre. ¿Qué puede hacerse con lo de mi esposa? —gritó el noble.

—Me temo, caballero, que tiene la pierna rota por siete puntos distintos. No puede hacerse nada. Hay que amputarla.

Aquella tarde, el médico cumplió con su tarea y serró, cortó y segó la pierna de la señora.

—No te preocupes, cariño —la tranquilizó su esposo al día siguiente al verla despierta—. He llamado al orfebre y vas a tener la pierna más hermosa del reino.

Aquella misma tarde llegó el orfebre montado en su caballo a la mansión del noble. Tras tomar diversas medidas regresó a su taller y se dispuso a crear la pierna de oro más exquisita que se había visto jamás. Fue un trabajo tan preciso que el encaje con el cuerpo de la señora resultó perfecto. Al poco tiempo ya corría y saltaba, brincaba y bailaba como si no hubiera sucedido nada.

Transcurridos siete años, una vez más bajaba la señora alegremente con un traje nuevo que tenía muchas ganas de mostrar a su esposo cuando, de nuevo, se le enganchó el tacón en el dobladillo del vestido, tropezó y cayó de cabeza por la larga escalera. En esa ocasión se rompió el cuello y murió.

El noble se quedó muy consternado. Hizo enterrar a su señora con la pierna de

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oro en el cementerio cercano e instalar una lápida tallada con gran maestría. Se encargaron rollos de hermosas telas de la China y se confeccionaron trajes de luto para todo el servicio. El mozo de cuadra del señor se vistió de un caro satén negro. Se trataba de un joven gallardo y engreído que se sintió elegantísimo con el nuevo atuendo. Mientras se admiraba ante el espejo empezó a pensar en voz alta:

—Qué apuesto estoy con este traje. Soy demasiado atractivo y elegante para ser mozo de cuadra de un caballero. ¿Por qué no puedo ser yo caballero? Ojalá tuviera una pequeña fortuna... —Empezaron a brillarle los ojos con un aire misterioso—. ¡Pues claro! La señora ya no necesita la pierna de oro: ¿por qué no puedo quedármela yo? Podría venderla y empezar a vivir como todo un caballero. ¿Para qué la quiere ella?

Y así se fraguó su plan. Aquella misma noche se echó una larga capa por los hombros y se dirigió a toda prisa al cementerio. No tardó mucho en desenterrar el ataúd y forzar la tapa haciendo palanca con el extremo de la pala. Luego cortó la pierna de oro del cadáver de la señora y enseguida volvió a enterrarla. Envolvió el preciado trofeo con cuidado en la larga capa y regresó apresurada-mente a su cuarto. Entonces escondió la pierna de oro en el armario, se metió en la cama y se sumió de inmediato en un profundo sueño.

A la mañana siguiente el sepulturero, que estaba trabajando en el cementerio, oyó una voz al acercarse a la tumba de la señora:

—¡Oro, oro, que me devuelvan mi pierna de oro!Aquel grito se repitió durante todo la mañana, hasta que por fin el sepulturero

fue a ver al noble para decirle:—Señor, su esposa no deja de hablar desde la tumba. No puedo hacer mi

trabajo como Dios manda. Tiene usted que ir a ver qué desea.El viudo se apresuró a acudir a la tumba de su mujer y le preguntó:—Amada esposa, ¿qué deseabas decirme?—¡Oro, oro, que me devuelvan mi pierna de oro! —fue la respuesta.—Pero, amor mío, si ya la tienes. ¿No quieres decirme nada más?La voz se limitó a repetir:—¡Oro, oro, que me devuelvan mi pierna de oro!—¡Bueno, si no sabes decir nada más te deseo un buen día! —replicó él—. ¡Te

recordaré en mis oraciones!Y dichas esas palabras regresó a la mansión. Sin embargo, la voz no dejó de

llamar en toda la mañana y el sepulturero se angustió y fue a ver al viudo otra vez.

—Señor, su esposa no descansa en paz —afirmó—. Le ruego que mande a alguien a verla.

Así pues, el noble envió a la doncella de su esposa al cementerio.—¿Qué puedo hacer por usted, señora?—¡Oro, oro, que me devuelvan mi pierna de oro! —fue de nuevo la respuesta.—Pero, señora mía, sea razonable. ¡Si ya tiene usted la pierna de oro!—¡Oro, oro, que me devuelvan mi pierna de oro! —dijo una vez más la voz.—Señora, no es usted justa. No puedo darle lo que ya tiene. Rezaré por usted

esta noche. Buenos días.También la doncella regresó a la mansión, pero la voz no dejó de llamar:—¡Oro, oro, que me devuelvan mi pierna de oro!El sepulturero acudió de nuevo al noble.—Señor, su esposa sigue llamando. Le suplico que envíe a alguien a su lado.El noble se volvió hacia su mozo de cuadra y le ordenó:—Ve tú, a ver si te enteras de una vez de lo que quiere.

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—No puedo, señor —repuso el mozo, con los labios temblorosos.—¿Qué? ¿Te atreves a desobedecer a tu amo? ¡Ve ahora mismo!—Por favor, señor. No vuelva a pedírmelo. ¡No puedo ir! —imploró el mozo,

hecho un mar de lágrimas.—¡Cobarde! ¡Ve de inmediato o habrás muerto antes de que amanezca! —gritó

su señor con furia.El mozo dio media vuelta y se dirigió al cementerio. El corazón le golpeaba con

fuerza las costillas hasta hacerle daño. Cuando llegó a la tumba susurró:—¿Qué desea mi señora?—¡A ti! ¡A quien quiero es a ti! —chilló ella.De repente surgió del suelo un fantasma blanco y alargado que agarró al mozo

de la garganta y lo arrastró bajo tierra con ella para devorarlo poco a poco... empezando por una pierna.

AY, ¿ESTAS ESCARBANDO EN MI TUMBA?

Thomas Hardy

—Ay, ¿estás escarbando en mi tumba, amado mío? ¿Plantas ruda?—No: su amado desposó precisamente ayer a una muchacha inteligente de

familia adinerada. «Ya no puede hacerle daño —aseguró— el que no sea fiel a su recuerdo.»

—Entonces, ¿quién escarba en mi tumba?¿Acaso mis queridísimos familiares?—Ah, no: ésos se han puesto a reflexionar.

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«¿De qué servirá plantar flores? —razonan—.Por mucho que cuidemos su sepultura no la soltaremos de las garras de la

muerte.»

—Pero alguien escarba en mi tumba.¿Es mi enemiga, que cava satisfecha?—No, cuando se enteró de que se había ido con la parca que tarde o temprano

a todos llega decidió no malgastar su odio en usted y ahora le trae sin cuidado dónde repose.

—Entonces, ¿quién escarba en mi tumba? Dímelo, ya que no lo he adivinado.—Pues soy yo, señora querida.Soy su perro, que aún vive cerca y espera sinceramente que sus movimientos

no hayan importunado su descanso.

—¡Ah, sí! Escarbas tú en mi tumba...¿Cómo no me había dado cuenta de que dejé atrás un solo corazón sincero?

¿Qué sentimiento puede encontrarse que iguale entre la raza humana la fidelidad de un perro?

—Señora, he escarbado en su tumba para enterrar un hueso, no vaya a ser que me entre hambre cerca de aquí cuando venga a dar mi paseo matutino.

Le pido disculpas, pues me había olvidado de que era aquí donde en paz descansaba.

FRANKENSTEIN [fragmento]

Mary Shelley

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En una noche lóbrega de noviembre contemplé el resultado de mi esfuerzo. Con una angustia que era prácticamente un tormento, reuní los instrumentos de vida que tenía a mí alrededor con el objetivo de infundir una chispa de existencia a la cosa inerte que yacía a mis pies. Había dado ya la una de la madrugada; la lluvia golpeaba estrepitosamente los cristales y la vela casi se había apagado cuando, a la luz trémula de la llama casi agotada, vi cómo se abría el ojo amarillo y sin brillo de la criatura; respiró con ansia y con un espasmo sacudió los brazos

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y las piernas.¿Cómo trazar las emociones que me invadieron ante tal catástrofe o describir

al miserable que me había entregado a formar con un desvelo y un cuidado infinitos? Sus extremidades estaban proporcionadas y me había encargado de seleccionar los rasgos por su atractivo. ¡Atractivo! ¡Santo cielo! La piel amarilla apenas cubría la maraña de músculos y arterias; tenía el pelo largo y de un negro brillante y los dientes, de un blanco nacarado, pero en realidad esas exube-rancias ofrecían un contraste más horripilante con sus ojos llorosos, que parecían casi del mismo color que las cuencas de un banco parduzco en las que estaban metidos, con su piel apergaminada y con sus labios rectos y negros.

Las distintas casualidades de la vida no son tan variables como los sentimientos de la naturaleza humana. Había trabajado con ahínco durante casi dos años con el único fin de infundir vida a un cuerpo inanimado. Con ese objetivo me había privado del descanso y de la salud. Lo había deseado con un fervor que excedía sobremanera la moderación, pero, una vez terminada la tarea, la belleza del sueño se desvaneció y se apoderaron de mí una repugnancia y un terror que me dejaron sin aliento. Incapaz de soportar el aspecto del ser que había creado, salí como una exhalación del cuarto y pasé un buen rato dando vueltas por mi alcoba, incapaz de serenarme y conciliar el sueño. Al final la la-situd venció a la agitación que había sufrido anteriormente y me eché en la cama vestido para tratar de refugiarme durante breves momentos en el olvido. Fue en vano: dormí, es cierto, pero abrumado por sueños de lo más tormentosos. Me pareció ver a Elizabeth, rebosante de salud, recorrer las calles de Ingolstadt. Encantado y sorprendido, la abracé, pero al plantar el primer beso en sus labios se tornó lívida con el color de la muerte; sus rasgos parecieron transformarse y me dio la impresión de que tenía entre los brazos el cadáver de mi madre; una mortaja envolvía sus formas y vi cómo los gusanos ascendían por los pliegues de la franela. Me desperté aterrorizado; un rocío helado me cubría la frente, me castañeteaban los dientes y tenía espasmos en todas las extremidades; de repente, gracias a la luz tenue y amarillenta de la luna, que se abría paso entre los postigos, distinguí al miserable, al monstruo espantoso que había creado. Levantó la cortina de la cama y vi que sus ojos, si es que podían llamarse ojos, estaban clavados en mí. Abrió las mandíbulas y emitió sonidos indescifrables mientras una mueca le hacía arrugar las mejillas. Puede que dijera algo, pero no lo oí; tenía una mano extendida, aparentemente para detenerme, pero logré es-capar y eché a correr escalera abajo. Me refugié en el patio de la casa que habitaba y allí permanecí el resto de la noche, caminando con impaciencia de un lado a otro, presa de una enorme agitación, aguzando el oído, captando y temiendo el más mínimo sonido como si fuera a anunciar que se acercaba el cadáver demoníaco al que tan tristemente había insuflado el aliento vital.

¡Ay! Ningún mortal podría soportar el horror de aquel semblante. Una momia revivida no podría ser tan horrenda como aquel miserable. Lo había contemplado cuando aún no estaba terminado y ya era feo entonces, pero una vez aquellos músculos y aquellas articulaciones habían empezado a moverse se había convertido en algo que ni el mismísimo Dante habría podido concebir.

Pasé una noche espantosa. En algunos momentos el corazón me latía tan fuerte y tan deprisa que notaba las palpitaciones de todas las arterias; en otros, casi me desplomaba debido a la languidez y a una debilidad descomunal. Con ese terror se mezclaba la amargura de la decepción; sueños que habían sido mi sustento y mi grato reposo durante tanto tiempo se habían transformado en un infierno para mí, ¡y cuán raudo había sido el cambio, cuán completo el derrocamiento!

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Llegó por fin el amanecer, sombrío y lluvioso, y descubrió a mis ojos insomnes y doloridos la iglesia de Ingolstadt, con su aguja blanca y su reloj, que marcaba la hora sexta. El portero abrió la verja del patio, que había sido mi amparo, y salí a las calles, que recorrí con paso apresurado, como si pretendiera evitar al miserable que temía que se me presentara ante la vista a cada esquina. No me atreví a regresar al piso que habitaba y me sentí empujado a seguir avanzando a toda prisa, si bien empapado por la lluvia que descargaba un cielo negro y desapacible.

EL FANTASMA HONRADO

Sorche Nic Leodhas

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A la muerte del viejo conde de Thistleton, allá en tierras escocesas, se produjo un ligero revuelo en el vecindario. La hacienda era grande y acogía a muchos arrendatarios: los granjeros, los campesinos y los pastores de las distintas fincas, un molinero que se ocupaba de un molino situado junto a un caudaloso arroyo y numerosos aldeanos, pues la aldea de Balnacairn quedaba dentro de sus límites. Sin embargo, el conde era un anciano que había vivido lo que le correspondía y,

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aunque era respetado, no se le echó mucho de menos. Nadie se preocupó en exceso por su fallecimiento ni por lo que pudiera traer el futuro. El viejo terrateniente de Thistleton había muerto, Dios lo tuviera en su gloria, pero llegaría otro para ocupar su lugar. Se esperaba que las cosas siguieran como habían sido siempre.

El deceso se produjo de forma bastante inesperada pero discreta, mientras el conde dormía una fría noche de octubre en la que había helado, poco después de haber regresado de una visita al pastor de la iglesia de la aldea de Balnacairn, situada a diez kilómetros. A pesar de su avanzada edad, era de naturaleza enér-gica y aquella noche había recorrido el trayecto de ida y vuelta a pie.

Lo enterraron en el cementerio de la aldea y quieres acudieron al sepelio a presentar sus últimos respetos, si no a llorar su muerte, dieron media vuelta y lo dejaron allí entre los miembros de su familia que yacían en aquel camposanto desde hacía generaciones.

La gente de los alrededores estaba de acuerdo en que pocas cosas malas podían decirse del viejo. Cierto, era hosco y refunfuñón, y no costaba mucho que perdiera los papeles, pero como señor de la hacienda se había mostrado justo e imparcial. Además, era honrado. Un hombre así, de eso no cabía duda, descansaría en paz en su sepultura.

La primera noticia llegó una tarde fría y lluviosa, unas seis semanas después del entierro del viejo conde. La gente de la aldea de Balnacairn, alarmada al oír el retumbar de cascos de caballo y el estruendo de las ruedas de un coche pesado por el camino de entrada al pueblo, corrió a las puertas de sus casas para averiguar qué sucedía.

Entonces surgieron imponentes de la llovizna neblinosa dos caballos y el carro del que tiraban, que se detuvo ante la posada. Los aldeanos se arremolinaron a su alrededor y descubrieron al cochero, que no era otro que Lang Tammas el recadero, echado contra el respaldo de madera del asiento, temblando como si hubiera tenido un ataque. Los miraba con los ojos como platos y el rostro blanco como la harina tamizada. Pasó un rato antes de que consiguieran sonsacarle alguna palabra coherente. Algo le había dado un susto de muerte. Lo ayudaron a bajar del coche y lo metieron dentro; la posadera le llevó un vasito de brandy para calmarle los nervios y pasado un rato empezó a recuperarse. Sin embargo, cuando logró hablar lo que contó no tenía mucho sentido.

Lang Tammas se había acercado al molino, que estaba unos kilómetros más allá de Thistleton Manor, para llevar unos sacos de trigo que había que moler para el pastor de la iglesia de Balnacairn. A su regreso fue cuando tuvo el tremendo susto. Al acercarse a la mansión vio a un hombre de pie en mitad del camino de acceso a la casa, entre los pilares de piedra de la verja. Allí la bruma era más densa debido al arroyo que discurría paralelo al camino, de modo que al principio no pudo distinguir bien al hombre, pero de todos modos le resultó familiar. Hasta que lo tuvo delante no pudo Lang Tammas echarle un buen vistazo. ¡Fue entonces cuando se dio cuenta de que se trataba del conde de Thistleton en persona!

—Era el viejo conde, de verdad, y echó a andar hacia el coche, como os lo digo —relató Tammas—. Llevaba un gran farol de latón en la mano. No estaba encendido y lo levantó y lo agitó hacia mí. Luego me llamó por mi nombre y me dijo: «Mira esto, Lang Tammas» e hizo ademán de acercarse, pero yo no tenía ninguna intención de aguardar a ver qué decía, así que fustigué los caballos, nos alejamos al galope y lo dejamos allí al lado de la verja.

Bueno, ésa fue la historia que contó Lang Tammas y hubo algunos que lo creyeron, pero fueron más los que no. Y estos últimos aseguraron que Lang

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Tammas había empinado el codo con el molinero mientras esperaba a que estuviera molido el trigo del pastor y seguramente había tomado alguna copa de más.

Sin duda el asunto habría quedado olvidado al cabo de un tiempo si no hubiera sucedido nada más, pero el caso fue que al cabo de un mes el viejo conde de Thistleton se apareció de nuevo, y no en el crepúsculo de una tarde brumosa, sino a plena luz del día.

Fue Jamie el cartero quien lo vio en esa ocasión, cuando transportaba las sacas desde la estación de ferrocarril de Balquidder hasta la oficina de correos de Balnacairn. Jamie iba tan tranquilo en el coche de correos, a su ritmo, pues no tenía por costumbre darse prisa en ningún momento. Al pasar por la verja de Thistleton miró por casualidad hacia el camino de acceso a la mansión y allí, en el umbral de la torre de entrada, justo al otro lado de la verja, vio al viejo conde, de pie y con el farol de latón en la mano. Hizo un gesto con él a Jamie, que no esperó a ver si el anciano se acercaba ni a comprobar si lo llamaba por su nombre: fustigó con fuerza al poni que llevaba el coche de correos y se alejaron con frenesí por el camino hasta llegar a la aldea de Balnacairn, donde a decir de la gente entró a una velocidad inusitada y jamás igualada por él ni antes ni después.

Nadie pudo achacar lo visto por Jamie a una o dos copas de más, pues era bien sabido que se trataba de un hombre moderado que no había probado el alcohol en la vida. La gente se decía que quizá había algo de cierto en todo aquello, al fin y al cabo. Nadie quería hablar mucho del tema, pues ya se había visto dos veces al conde. Es mejor no comentar las cosas de ese tipo si suceden muy cerca de la propia casa, pero lo cierto es que nadie se acercaba a Thistleton Manor si podía

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evitarlo desde el día en que se había di— visado al .señor de la mansión por segunda vez.

A todo esto se conoció por fin el testamento del viejo terrateniente; al no tener ni esposa ni hijos, había dejado todas sus propiedades en herencia a su sobrino, el único hijo de un hermano que había emigrado a Australia. El título también era para el sobrino, de modo que había ya un nuevo conde de Thistleton, además del viejo, que al parecer seguía deambulando por allí.

La gente empezó a preguntarse cómo se comportaría el viejo conde cuando llegara el nuevo a hacerse cargo de la hacienda.

El nuevo señor no se trasladó a Thistleton Manor de inmediato. Había montado un negocio allí donde residía y necesitaba un tiempo para liquidarlo con rentabilidad. Además, el trayecto por mar era largo y la época del año no resultaba la más indicada para viajar. El nuevo conde y su esposa tenían un hijo muy pequeño y les pareció que era mejor esperar a que creciera un poco y las condiciones meteorológicas fueran mejores antes de iniciar un viaje tan largo con él. Así pues, la hacienda se puso en manos de un administrador de fincas de Edimburgo que debía encargarse de la administración de las tierras, las granjas y los arrendatarios hasta la llegada del nuevo señor. En cuanto a la mansión en sí, el administrador debía buscarle un inquilino, con un contrato breve de menos de un año, a poder ser.

No le resultó complicado encontrar a alguien. Era una propiedad muy apetecible, como indicaba precisamente el anuncio publicado en la prensa, y la casa estaba bien amueblada y en buen estado. El administrador dio no sólo con un inquilino, sino con tres. Uno tras otro llegaron y se marcharon, todos espantados, uno tras otro, porque no soportaban ver al viejo conde con el gran farol de latón en la mano.

Tras la huida del tercer inquilino, indignadísimo, no llegaron ya otros, pues por entonces había corrido la voz de que el lugar estaba encantado y, como dijo el administrador de fincas: «¿Quién demonios iba a querer alquilar una casa encantada?».

Así estaban las cosas cuando por fin arribó el nuevo conde de Thistleton de allende los mares para tomar posesión de sus propiedades. No se dirigió de inmediato a Thistleton Manor, sino que se detuvo en Edimburgo para hablar con el administrador al que había puesto a cargo de sus asuntos.

Se instaló con su esposa y su hijo en un hotel cómodo y se dirigió a la oficina del administrador. No había puesto jamás un pie en Escocia y sabía muy poco de su herencia. Nada más llegar a la oficina y echar un vistazo al administrador, el nuevo conde se dio cuenta de que algo iba mal, y también de que el otro no quería decirle de qué se trataba, pero él no era capaz de averiguarlo. El ad-ministrador parecía más que dispuesto a hablar de la hacienda y sacó un mapa en el que estaban marcadas las tierras: el molino, las granjas, la iglesia, la aldea y la mansión, todo en su sitio y con los nombres de los arrendatarios al lado. Presentó las cuentas y todo estaba en orden. En ese sentido no había ningún problema, como comprobó por sí mismo el conde. Sin embargo, el administrador parecía nervioso por algo. ¿Qué diantres podría ser?

El nuevo conde cogió las cuentas y volvió a mirárselas, y entonces se fijó en algo que antes había pasado por alto.

—Soy un hombre directo y voy a hacerle una pregunta directa —dijo—. ¿Qué problema tiene la mansión?

—¡Ninguno en absoluto! —respondió el administrador de inmediato. Demasiado deprisa, para gusto del nuevo conde—. Se encuentra en buen estado, bien cuidada y amueblada. No podría pedir usted una casa con mejor

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mantenimiento.—Si eso es así, ¿a qué se debe que en los primeros seis meses tras el

fallecimiento de mi tío firmaran contrato de alquiler de la casa tres inquilinos, uno tras otro, con previsión de quedarse un año, y luego todos se marcharan antes de transcurrido un mes? ¿Y desde que se fue el último no la ha alquilado nadie? ¿Qué tiene esa casa?

—Bueno... —empezó el administrador, a regañadientes—. ¡Dicen que está encantada!

El nuevo conde de Thistleton miró al administrador con incredulidad.—¡Embrujada! No puede ser. Mi padre adoraba ese lugar y jamás se cansaba

de hablar de él. Le habría encantado la idea de un viejo fantasma familiar y estoy seguro de que, en caso de haber existido, nos habríamos enterado.

—Es que el que han visto no es un viejo fantasma familiar. O, al menos, no muy viejo. De hecho es el de su tío de usted, al parecer. Dicen que lleva un gran farol de latón y que lo agita delante de la cara de la gente. Una cosa muy alarmante, estoy convencido.

El nuevo conde miró al administrador de fincas sin decir palabra durante un rato y después se levantó para marcharse.

—Me encargaré del asunto —prometió antes de salir de allí.A continuación regresó al hotel e informó de todo a su esposa.—¡Santo cielo! —exclamó ella—. ¡Pobre tío Andrew! Tiene que resultarle de lo

más incómodo ser fantasma. Me gustaría saber qué lo habrá empujado a ello.—Y a mí. Es más, pretendo averiguarlo.Decidieron ir no a Thistleton Manor, sino a la aldea de Balnacairn, que estaba

a apenas diez kilómetros de la casa (que no era nada) y contaba con una excelente posada donde podrían quedarse, según había informado el administrador. Les pareció que sería el lugar más indicado para realizar sus pesquisas; además, la esposa del nuevo conde no estaba segura de que fuera muy adecuado para el niño vivir en Thistleton Manor, en caso de que se apareciera el tío Andrew y les agitara el gran farol de latón en las narices.

Por fortuna, encontraron habitación y la posadera se alegró al enterarse de que el nuevo conde y su esposa eran quienes se alojaban bajo su techo. Quizá fue el placer que le dio disfrutar de ese honor lo que le soltó la lengua. Sea como fuere, no había pasado ni un día cuando contó a los nuevos señores de Thistleton cómo se había aparecido el fantasma del viejo conde a Lang Tammas el recadero y a Jamie el cartero; y, dado que los inquilinos que habían huido de la mansión habían acabado en la posada, también pudo hablarles de ellos.

El nuevo conde y su esposa eran personas amables y atentas, ni mucho menos de las que miran a los demás por encima del hombro, de modo que los arrendatarios los aceptaron de inmediato. No es que tuvieran nada en contra del viejo señor de Thistleton, que quede claro, pero se daban cuenta de que el recién llegado sería un muy buen terrateniente. Así pues, a nadie le molestó en absoluto responder a las preguntas que hicieron su esposa y él.

Lo que querían saber los condes era qué impedía que su tío descansara en paz en su tumba. ¿Qué clase de persona había sido en vida?

Bueno, decía la gente, era un señor bastante refunfuñón, para qué negarlo, pero también justo.

Hacía trabajar mucho a sus hombres, pero también él se dejaba la piel. Y, además, era honrado. Siempre pagaba un salario justo por una jornada bien trabajada. Tenía un humor de mil demonios y montaba en cólera de improviso si alguien lo contrariaba, pero la verdad era que nunca se enfadaba sin un buen motivo. No soportaba la falta de honradez, debido a lo honrado que era.

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Ahorraba hasta el punto de caer en la tacañería, pero con él uno podía estar seguro de recibir lo que se le adeudaba, aunque probablemente no le sacaría ni un penique más. Era un hombre honrado, el viejo conde.

El pastor de la iglesia, que había sido el único buen amigo del anciano, se sonrió cuando le preguntaron cómo era.

—No tan malo como le gustaba aparentar —contestó—. Tenía cierto mal humor y en ocasiones se le acababa la paciencia, pero era el hombre más honrado que he conocido. Le habría resultado tan imposible mentir, engañar o robar como arrancar una montaña y sostenerla con una mano.

Todo el mundo sentía lástima por el nuevo conde y su esposa, que habían recorrido una distancia tan larga para descubrir que la mansión familiar resultaba inhabitable debido al fantasma. Los arrendatarios habrían ayudado con gusto, pero por muchas vueltas que le daban a la cuestión no lograban imaginarse qué inquietaba tanto al viejo conde que lo impedía descansar en su tumba.

Los nuevos condes se sentaron a reflexionar y poner en común lo que les habían contado.

—El viejo conde era un cascarrabias de tomo y lomo —dijo su sobrino.—Pero era honrado —recordó su esposa.—También muy agarrado.—Pero honrado.—Tenía tendencia, en ocasiones, a perder los papeles.—Sí, pero era honrado —insistió ella—. Por mucho que haya dicho la gente de

él, todo el mundo ha acabado añadiendo que era honrado. Dudo que un hombre

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tan honrado como tu tío Andrew rondara Thistleton Manor sólo para mantenerte alejado. ¡Si te lo dejó todo en su testamento!

—¡Creo que estás en lo cierto! No cabe duda sobre su honradez. Todo el mundo la menciona —concluyó el nuevo conde.

Su esposa se mantuvo en silencio durante unos instantes y por fin apuntó con voz pausada:

—Hay otra que todo el mundo menciona al hablar de tu tío. Al hablar del fantasma, quiero decir. Los inquilinos se lo dijeron al administrador, y Lang Tammas el recadero y Jamie el cartero se lo contaron a la gente de aquí de Balnacairn: cada vez que alguien cuenta que ha visto al fantasma dice que le agitaba el farol de latón en la cara.

¡Lo dicen todos!Se miraron durante un minuto en silencio y por fin el nuevo conde decidió:—Mañana mismo nos vamos a Thistleton Manor.Así pues, al día siguiente dejaron a su hijito al cuidado de la posadera, pidieron

prestado un coche y un poni al esposo de ésta y emprendieron la aventura.Al llegar a la mansión recorrieron el camino de acceso, bajaron del coche y el

joven conde abrió la puerta con la llave que le había dado el administrador.Entraron entonces en la casa y buscaron de habitación en habitación, arriba y

abajo. No vieron ni rastro de ningún farol de latón ni, ya puestos, del fantasma del viejo conde.

—El farol del tío Andrew debe de ser también fantasmal —concluyó el sobrino cuando regresaban ya al vestíbulo.

Su esposa fue hasta el final del pasillo y se detuvo ante una puerta.—¿Qué hay aquí?—preguntó, mientras giraba el pomo—. Está cerrado. ¿Qué

hay aquí?—Dará al jardín —repuso él.—No creo. Las habitaciones de los dos lados ocupan varios metros. Yo diría

que es una habitación; pequeña, eso sí.—¡Pues claro! Ya sé qué es: la oficina donde mi tío llevaba los asuntos de la

hacienda. El administrador la mencionó y me dijo que la había cerrado con llave en el momento de hacerse cargo de todo porque dentro había documentos privados y quería mantenerlos a buen recaudo. ¡Espera un momento! Creo que me dio la llave.

La encontró y abrió la puerta. Lo primero que vieron fue el gran farol de latón en un estante situado tras el escritorio del viejo conde. Ella fue a cogerlo.

—Mira.Había una etiqueta atada con un cordel a la parte superior. Advirtieron que

había unas palabras escritas minuciosamente en ella. «Farol del pastor de la iglesia de Balnacairn», leyeron. Se miraron.

—¡Pobre tío Andrew! —exclamó ella—. Lo único que quería era que alguien devolviera el farol a su legítimo dueño. No le pertenecía y no podía descansar en su tumba sabiendo que no lo había devuelto.

Aquel mismo día se lo llevaron al pastor, que nada más recibirlo dijo:—Bueno, pero si me había olvidado de él. Claro, claro, se lo dejé la última vez

que vino, antes de morir. Se quedó hasta tarde, porque nos pusimos a hablar y no nos dimos cuenta de la hora que era, y cuando salió para regresar a su casa ya había anochecido, así que le dejé el farol para que tuviera luz por el camino.

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Al día siguiente el conde, la condesa y su hijo hicieron las maletas y se trasladaron a Thistleton Manor. Estaban convencidos de que el fantasma del viejo conde ya descansaba en paz, puesto que el farol había regresado junto a su dueño. Y tenían razón.

La gente estuvo muy pendiente de lo que sucedía durante un tiempo, pero parecía que todo iba muy bien en la mansión y por lo que se veía el fantasma se había ido para siempre. Así pues, Lang Tammas el recadero volvió a llevar el trigo al molino por el camino que pasaba por delante y Jamie el cartero de nuevo fue por allí con sus sacas, en lugar de tomar el desvío al que habían recurrido ambos desde que se les apareciera el fantasma.

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En cuanto a su sobrino y su esposa, en honor al viejo conde llamaron Andrew a su segundo hijo, que salió muy parecido a él en cuanto a temperamento, pues tenía tendencia a mostrarse hosco y refunfuñón de vez en cuando y a menudo perdía los papeles, pero su madre decía que no le importaba, siempre que en todo acabara siendo igual que el tío Andrew, que, como todo el mundo había di-cho siempre, era un hombre muy honrado.

ANNABEL LEE

Edgar Allan Poe

Hace muchos, muchos años, en un reino junto al mar existió una doncella a la que podéis conocer por el nombre de Annabel Lee.

Aquella muchacha vivía sin otro deseo que amar y ser amada por mí.

Yo era niño y ella, niña, en aquel reino junto al mar, pero compartíamos un amor que era mucho más mi Annabel Lee y yo, un amor que los alados serafines del cielo nos envidiaban a ella y a mí.

Y ése fue el motivo de que, hace mucho, en aquel reino junto al mar, surgiera un viento de una nube y helara a mi hermosa Annabel Lee, y llegaran sus parientes de alta cuna para arrancarla de mi lado y encerrarla en un sepulcro en aquel reino junto al mar.

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Los ángeles, ni de lejos tan felices como nosotros, no dejaban de envidiarnos a ella y a mí.

¡Sí, ése fue el motivo (es de todos conocido, en aquel reino junto al mar) de que surgiera el viento de la nube aquella noche y helara y matara a mi Annabel Lee.

Pero nuestro amor era más fuerte que el de quienes nos superaban en edad, que el de tantos mucho más sabios que nosotros, y ni los ángeles allá en el cielo ni los demonios en el fondo del mar podrán jamás separar mi alma del alma de la hermosa Annabel Lee.

Pues la luna no brilla jamás sin traerme sueños de la hermosa Annabel Lee; y las estrellas no se alzan nunca sin que vea los ojos vivaces de la hermosa Annabel Lee; y así paso toda la noche, acostado al lado de mi amada, mi amada, de mi vida, mi esposa, en el sepulcro junto al mar, en su tumba a orillas del mar atronador.

LA CABEZA DE LA GORGONA

Nathaniel Hawthorne

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Perseo era el hijo de Dánae, a su vez hija de un rey. Siendo Perseo muy pequeño, quiso la infamia que madre e hijo acabaran metidos en un cofre, a la deriva en el mar. El viento empezó a soplar y alejó el cofre de la orilla, y el embate de las aguas lo agitó de un lado a otro; mientras, Dánae aferraba a su hijo contra el pecho, temiendo que una ola enorme lanzara su cresta de espuma sobre ellos. Sin embargo, el cofre siguió surcando el mar y ni se hundió ni volcó. Por fin, cuando ya se acercaba la noche, se aproximó tanto a una isla que se enmarañó en la red de un pescador que lo arrastró hasta dejarlo varado en la

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arena. La isla se llamaba Sérifos y la gobernaba el rey Polidectes, que resultó ser hermano del pescador en cuestión.

Me alegra poder decir que éste era un hombre extremadamente humanitario y recto que demostró una gran bondad con Dánae y su hijito y mantuvo el trato con ellos hasta que Perseo se hubo convertido en un apuesto joven, muy fuerte y enérgico, además de diestro en el manejo de las armas. Mucho antes de eso, el rey Polidectes se había enterado de la llegada a sus dominios de dos forasteros (la madre y el niño) dentro de un cofre flotante. Dado que no era amable y bondadoso, como su hermano el pescador, sino sumamente perverso, decidió enviar a Perseo a cumplir una misión peligrosa, en la que probablemente perdería la vida, y luego hacer tratar terriblemente a Dánae. Así pues, el desalmado monarca dedicó mucho tiempo a determinar cuál sería la tarea más arriesgada que podía emprender un muchacho, hasta que por fin, tras dar con un cometido que sin duda debía desembocar en el fatal desenlace que ansiaba, mandó llamar al joven Perseo.

El muchacho se presentó en palacio y se encontró al soberano sentado en el trono.

—Perseo —empezó el rey Polidectes, sonriéndole con gesto de astucia—, te has convertido en todo un hombre. Tu buena madre y tú habéis recibido mucha generosidad de mí, así como de mi honorable hermano el pescador, y supongo que no lamentarás devolver esos favores, aunque sea en parte.

—Por favor, majestad —repuso Perseo—, estaría encantado de arriesgar la vida a cambio de lo recibido.

—Bueno, pues entonces —prosiguió el rey con una sonrisa maliciosa en los labios—, tengo una aventurilla que proponerte y, dado que eres un joven audaz y emprendedor, sin duda considerarás un golpe de buena suerte el contar con una oportunidad tan singular de distinguirte. Debes saber, mi buen Perseo, que tengo previsto casarme con la hermosa princesa Hipodamía y es costumbre en tales ocasiones ofrecer a la novia como presente alguna curiosidad desmedida y elegante. Me ha desconcertado un poco, debo confesarlo de todo corazón, la búsqueda de algo que pueda complacer a una princesa de gusto tan exquisito, pero esta misma mañana considero que he tenido una excelente idea para dar con el artículo perfecto.

—¿Y yo puedo ayudar a su majestad a conseguirlo? —exclamó Perseo con entusiasmo.

—En efecto, si eres tan audaz como creo —contestó el rey Polidectes con el máximo refinamiento—. El regalo de boda que he decidido ofrecer a la hermosa Hipodamía es la cabeza de la gorgona Medusa con su cabellera de serpientes. Confío en ti, mi querido Perseo, para que me la consigas. Por consiguiente, y dado que tengo muchas ganas de zanjar este asunto de la princesa, cuanto antes salgas en busca de la gorgona más me complacerás.

—Emprenderé camino mañana a primera hora —respondió Perseo.—Te ruego que sea así, mi gallardo joven. Ah, cuando le cortes la cabeza aja

gorgona lleva cuidado de hacer un tajo limpio, para no estropear su aspecto. Debes traérmela en las mejores condiciones posibles, para satisfacer así el gusto exquisito de la hermosa princesa Hipodamía.

Perseo abandonó el palacio y apenas había desaparecido de su presencia cuando Polidectes prorrumpió en una carcajada; por ser un rey tan perverso, se divertía mucho al comprobar lo fácil que había caído el joven en la trampa. La noticia de que Perseo se había comprometido a cortar la cabeza de Medusa con su cabellera de serpientes se propagó por todas partes con rapidez. Todo el mundo se alegró, pues la mayoría de los habitantes de la isla eran tan perversos

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como el propio rey y nada les habría gustado más que ver cómo les sucedía una desgracia terrible a Dánae y a su hijo. La única buena persona de aquella desventurada isla de Sérifos era al parecer el pescador. Por lo tanto, al ver pasar a Perseo la gente lo señalaba, hacía muecas, se guiñaba el ojo y lo ridiculizaba a voz en grito.

—¡Ja, ja! —aullaban—. ¡Las serpientes de Medusa se lo comerán a mordiscos!A todo esto, por aquel entonces vivían tres gorgonas, que eran los monstruos

más extraños y terribles que habían existido desde la creación del mundo, que se hayan visto desde entonces o que sea probable que se conozcan en tiempos venideros. No sé muy bien qué tipo de criatura o de aparición decir que eran. Se trataba de tres hermanas y al parecer guardaban algún tipo de parecido remoto con mujeres, aunque en realidad pertenecían a una especie sumamente espantosa y maliciosa de dragones. Resulta difícil imaginarse qué seres horripilantes eran aquellas tres hermanas, que en lugar de pelo tenían cada una, no sé si me creerán ustedes, cien enormes serpientes, todas ellas vivas, que les salían de la cabeza y se retorcían, se enroscaban, se encrespaban y sacaban unas lenguas bífidas y venenosas rematadas con aguijones. Los dientes de las gorgonas eran colmillos de una longitud terrible y tenían las manos hechas de latón y el cuerpo recubierto de escamas que, si no eran de hierro, sí estaban hechas de un material igual de duro e impenetrable. Además tenían alas, unas alas de un esplendor apabullante, se lo digo yo, pues todas y cada una de sus plumas eran de oro puro, brillante, resplandeciente y bruñido y su aspecto resultaba deslumbrante, qué duda cabe, cuando las gorgonas volaban al sol.

Sin embargo, cuando los mortales vislumbraban su centelleo titilante en lo alto del cielo pocas veces se quedaban a contemplarlas, sino que salían corriendo y se escondían a toda prisa. Pensarán ustedes, quizá, que les daban miedo las mordeduras de las serpientes que hacían las veces de pelo de las gorgonas, o que éstas les arrancaran la cabeza con aquellos colmillos grotescos, o que los

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despedazaran con sus garras de latón. Sin duda, esos peligros eran bien reales, pero ni mucho menos los mayores ni los más difíciles de evitar. ¡Resulta que lo peor de las abominables gorgonas era que si un mortal dirigía la mirada a sus rostros estaba garantizado que en ese mismo instante dejaría de ser de carne y hueso dotados de vida para transformarse en piedra inerte!

Por consiguiente, como comprenderán con facilidad, la aventura que había pergeñado el perverso rey Polidectes para aquel joven inocente era sumamente peligrosa. Al reflexionar sobre el asunto, el propio Perseo no había podido evitar darse cuenta de que tenía muy escasas posibilidades de salir airoso y de que antes de lograr hacerse con la cabeza de Medusa y su cabellera de serpientes era muchísimo más probable que acabara convertido en imagen de piedra. Y es que, sin pararse a pensar en las demás dificultades, había una cuya solución habría desconcertado a un hombre de más edad que Perseo. No sólo tenía que combatir y matar a aquel monstruo de alas de oro, escamas de hierro, colmillos de gran longitud, garras de latón y melena de serpientes, sino que debía hacerlo con los ojos cerrados o, como mínimo, sin dirigir la mirada en absoluto a la enemiga a la que había de enfrentarse. En caso contrario, cuando levantara el brazo para atacar se quedaría petrificado y permanecería en esa postura durante siglos, hasta que el tiempo, el viento y la erosión lo convirtieran en polvo. Y eso sería una tragedia para un joven que pretendía realizar muchos actos de valentía y disfrutar de una enorme felicidad en este mundo de alegría y belleza.

Esos pensamientos lo dejaron tan desconsolado que Perseo se sintió incapaz de contarle a su madre lo que se había comprometido a hacer, así que cogió el escudo, se ciñó la espada y abandonó la isla para ir al continente, donde se sentó en un lugar solitario y no pudo evitar derramar alguna que otra lágrima.

Mientras estaba sumido en esa aflicción oyó una voz a muy poca distancia:—Perseo, ¿por qué estás triste?Levantó la cabeza, que tenía entre las manos, y he aquí que, aunque él creía

estar absolutamente solo, había un desconocido en aquel lugar apartado. Se trataba de un muchacho de aspecto dinámico, inteligente y claramente astuto, con una capa por los hombros, una especie de gorra extraña en la cabeza, una vara retorcida de una forma rara en una mano y una espada corta y muy curva colgada a un costado. Era de figura sumamente esbelta y ágil, como si estuviera muy acostumbrado a los ejercicios gimnásticos y tuviera una gran capacidad para saltar o correr. Por encima de todo, el desconocido tenía una apariencia de alegría, complicidad y amabilidad tan marcada (aunque para compensar también proyectaba cierta picardía) que Perseo no pudo evitar animarse al contemplarlo. Además, por ser precisamente un muchacho valeroso, se sentía muy avergonzado de que alguien lo hubiera descubierto con lágrimas en los ojos, como un tímido escolar, cuando, al fin y al cabo, tal vez no tuviera motivo para desesperarse. Así pues, Perseo se enjugó las lágrimas y respondió al desconocido con bastante brío y el mejor gesto de arrojo que fue capaz de conseguir.

—No es exactamente que esté triste —explicó—, sino más bien que reflexiono sobre una aventura que me he comprometido a correr.

—¡Ajá! Bueno, cuéntame, a ver si puedo serte de utilidad. He ayudado a muchos jóvenes a triunfar en misiones que de antemano parecían difíciles. Puede que hayas oído hablar de mí. Tengo más de un nombre, pero el de Hermes me viene igual de bien que cualquier otro. Dime qué problema tienes y vamos a considerarlo, a ver qué puede hacerse.

Las palabras y la actitud del desconocido provocaron que Perseo cambiara por completo de humor y decidiera contarle todas sus dificultades, porque no habría sido fácil ir a peor y era muy posible que su nuevo amigo le ofreciera algún

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consejo que al final resultara de utilidad. Así pues, puso a Hermes al tanto de la situación, en pocas palabras, refiriéndole que el rey Polidectes anhelaba la cabeza de Medusa con su cabellera de serpientes como regalo de bodas para la hermosa princesa Hipodamía, con la que pensaba casarse, y que él se había comprometido a ir a buscársela, pero le daba miedo acabar petrificado.

—Pues sí que sería una pena muy grande —observó Hermes, con aquella sonrisa picara suya—. Serías una estatua de mármol magnífica, es cierto, y tardaría un buen número de siglos en convertirte en polvo, pero, así en general, siempre es mejor ser mozo durante unos pocos años que imagen de piedra durante muchísimos.

—¡Ah, sí, mucho mejor!—exclamó Perseo, con lágrimas en los ojos una vez más—. Además, ¿qué haría mi madre si su queridísimo hijo se quedara petrificado?

—Bueno, bueno, esperemos que las cosas no se pongan tan feas —repuso Hermes en tono alentador—. Soy la persona más indicada para ayudarte, si es que alguien está en disposición de lograrlo. Mi hermana y yo haremos todo lo que esté en nuestras manos para que superes la aventura sano y salvo, por muy negras que veas las cosas ahora.

—¿Tu hermana? —se sorprendió Perseo.—Sí, mi hermana. Es muy sabia, te lo prometo; en cuanto a mí, por lo general

tengo la cabeza encima de los hombros, en la medida de lo posible. Si te muestras valiente y precavido y sigues nuestros consejos, no tendrás que temer que nadie te petrifique, al menos de momento, pero ante todo tienes que sacar brillo al escudo hasta que te veas reflejado en él con la misma claridad que en un espejo.

A Perseo eso se le antojó un inicio peculiar para la aventura, pues le parecía más relevante que el escudo fuera lo bastante resistente como para defenderlo de las garras de latón de la gorgona y no veía la necesidad de que estuviera tan reluciente que dejara ver el reflejo de su rostro. Sin embargo, llegó a la conclusión de que Hermes sabía lo que se hacía mejor que él y se puso manos a la obra de inmediato; frotó el escudo con tanta fuerza y tanto empeño que en seguida brilló como la luna en época de cosecha. Hermes lo miró con una sonrisa y asintió para dejar clara su aprobación. Después cogió su corta y curva espada y se la ciñó a Perseo en lugar de la suya.

—Ninguna espada que no sea la mía servirá para lo que requieres —observó—; la hoja tiene un temple excelente y corta el hierro y el latón como si se tratara de la rama más fina. Y ahora vamos a ponerte en camino. El siguiente paso es buscar a las grayas, que nos dirán dónde encontrar a las ninfas.

—¡Las grayas!—exclamó Perseo, para quien aquello sólo representaba una nueva dificultad en el sendero de su aventura—. ¿Y puede saberse quiénes son las grayas? En la vida he oído hablar de ellas.

—Pues son tres ancianas de pelo entrecano muy extrañas —explicó Hermes, entre risas—. Sólo tienen un ojo entre las tres y también un único diente. Además, debes hallarlas a la luz de las estrellas o en el crepúsculo del día, pues no se muestran jamás cuando está presente la luz del sol o de la luna.

—Pero ¿por qué tengo que perder el tiempo con esas tres ancianas? ¿No sería mejor ir directamente en pos de las terribles gorgonas?

—No, no. Hay otras cosas que hacer antes de encontrar la pista de las gorgonas. La única posibilidad es ir en busca de las grayas y cuando des con ellas ten por seguro que las gorgonas no quedarán muy lejos. ¡Ven, vamos a ponernos en movimiento!

A esas alturas Perseo tenía tanta confianza en la sagacidad de su nuevo amigo que no puso más objeciones y aseguró estar preparado para iniciar la aventura

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de inmediato. Así pues, se pusieron en marcha y echaron a andar a buen ritmo, tan bueno que, de hecho, a Perseo le costaba mucho seguir a su ágil amigo. A decir verdad, le dio la impresión de que Hermes llevaba puestos zapatos alados, lo que, por descontado, suponía una ayuda estupenda. Después, cuando lo miró de lado por el rabillo del ojo, también le pareció verle alas en las sienes, pero si se volvía y lo miraba directamente no había ni rastro de tal cosa, sólo un gorro bastante raro. En todo caso, la vara retorcida era evidentemente de gran ayuda para Hermes, ya que le permitía ir tan deprisa que, aun siendo Perseo un mozo muy enérgico, empezó a faltarle el resuello.

—¡Ten! —le dijo Hermes por fin, pues se daba cuenta, pícaro como era, de lo mucho que le costaba a su amigo mantener su ritmo—. Coge tú la vara, que la necesitas mucho más que yo. ¿La gente de la isla de Sérifos anda toda tan despacio como tú?

—Andaría de maravilla —aseguró Perseo, mirando de refilón los pies de su compañero— si tuviera unos zapatos alados.

—Pues entonces tendremos que conseguírtelos —contestó Hermes.

De todos modos, la vara ayudó a Perseo con tanto brío que dejó de sentir el más mínimo cansancio. Le daba la impresión de que estaba viva y le prestaba parte de esa vida. Junto a Hermes, Perseo siguió avanzando a buen paso, manteniendo una conversación muy animada. El otro le contó muchas historias entretenidas sobre sus aventuras previas y sobre lo bien que le había servido la astucia en distintas ocasiones, hasta el punto de que Perseo empezó a considerarlo una persona de lo más maravillosa. Estaba claro que conocía el mundo y no hay nadie más fascinante para un muchacho que un amigo con ese tipo de experiencia. Perseo era todo oídos, pues tenía la esperanza de desarrollar su agudeza mental con lo que escuchaba.

En un momento dado recordó que Hermes había hablado de una hermana que iba a ayudarles en la aventura en la que se habían embarcado.

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—¿Dónde está?—quiso saber—. ¿No vamos a encontrarnos pronto con ella?—Todo a su debido tiempo. Además, tienes que comprender que esta hermana

mía tiene una personalidad muy distinta de la mía. Es muy seria y prudente, pocas veces sonríe, jamás se ríe y tiene por norma no articular palabra si no hay algo especialmente profundo que decir. Y tampoco escucha a no ser que la conversación sea de gran sabiduría.

—¡Pero bueno!—gritó Perseo—. Me dará miedo decir una sola sílaba.—Es una persona muy competente, te lo aseguro, y tiene todas las artes y las

ciencias en la punta de los dedos. En resumen, es tan desmedida su erudición que mucha gente asegura que se trata de la sabiduría personificada. Sin embargo, para serte sincero, en mi opinión le falta vivacidad; y dudo mucho que te resultara una compañera de viaje tan agradable como yo. Tiene sus cosas bue-nas, eso sí, y de ellas te beneficiarás en tu enfrentamiento con las gorgonas.

Por entonces ya prácticamente había anochecido. Habían llegado a un lugar muy agreste y desértico, cubierto de maleza enmarañada y tan silencioso y solitario que parecía que nadie lo había pisado o descubierto jamás. Era todo aridez y desolación a la luz gris del crepúsculo, que cada vez lo oscurecía todo más. Perseo miró a su alrededor con bastante desconsuelo y preguntó a Hermes si les quedaba mucho camino por recorrer.

—¡Chis, chis!—susurró su compañero—. ¡No hagas ruido! Estamos en el momento y el lugar ideales para ver a las grayas. Cuidado, que no te vean ellas antes, porque, aunque sólo cuentan con un ojo para las tres, tiene la agudeza de media docena de ojos comunes y corrientes.

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—Pero ¿qué debo hacer cuando las veamos? —preguntó Perseo.Hermes le explicó cómo se las apañaban las grayas con un solo ojo. Tenían por

costumbre, al parecer, pasárselo de una a otra, como si se tratara de un par de lentes o, lo que habría sido más adecuado en su caso, de un monóculo. Cuando hacía un tiempo que lo tenía una de ellas, se lo sacaba de la órbita y se lo entregaba a una de sus hermanas, la que correspondiera, que de inmediato se lo colocaba para disfrutar brevemente del mundo visible. Por lo tanto, se com-prenderá con facilidad que, cuando una de las grayas veía, las otras dos permanecían en una oscuridad absoluta; es más, en el momento en que el ojo pasaba de mano en mano ninguna de las tres ancianas veía nada de nada. He oído hablar de muchas cosas extrañas a lo largo de mi vida y he sido testigo de no pocas, pero ninguna de ellas, me parece a mí, puede compararse con la de aquellas pobres ancianas de cabello entrecano, que tenían que conformarse con ver las tres con un solo ojo.

Eso mismo pensó Perseo, que se había quedado tan pasmado que casi le pareció que su amigo le tomaba el pelo y que no existían en ningún lugar del mundo mujeres como aquéllas.

—Enseguida descubrirás si digo la verdad o no —comentó entonces Hermes—. ¡Escucha! ¡Calla! ¡Chis, chis! ¡Por ahí vienen ya!

Perseo forzó la vista para distinguir algo en pleno crepúsculo y, en efecto, a no mucha distancia divisó a las grayas. La luz era tan tenue que no apreciaba bien qué tipo de figuras eran; en principio descubrió únicamente que tenían el pelo largo y entrecano, pero cuando se acercaron vio que dos de ellas presentaban una única cuenca vacía en mitad de la frente, mientras que la tercera hermana mostraba en el mismo lugar un ojo muy grande, luminoso y penetrante, que refulgía como un diamante enorme engarzado en un anillo. Tal parecía ser su intensidad que Perseo no pudo evitar pensar que debía de poseer el don de ver en la madrugada más oscura igual de bien que en pleno día: la visión de tres personas se fundía y se concentraba en aquel único ojo.

Así pues, las tres ancianas se desenvolvían en su conjunto con la misma comodidad que si hubieran visto todas a la vez. La que en aquel momento tuviera el ojo en la frente guiaba a las otras dos de la mano, observándolo todo con atención a su alrededor constantemente, hasta el punto de que Perseo temió que lograra ver lo que había detrás del denso cúmulo de arbustos que habían utiliza-do Hermes y él para ocultarse. ¡Por las estrellas! Era absolutamente terrible encontrarse en el campo de acción de aquel ojo tan perspicaz.

Sin embargo, antes de que llegaran hasta los arbustos una de las grayas habló.—¡Hermana! ¡Hermana Espanto! —llamó—. Ya hace mucho que tienes el ojo.

¡Ahora me toca a mí!—Déjamelo un poquito más, hermana Pesadilla —rogó Espanto—. Me ha

parecido atisbar algo detrás de ese denso arbusto.—Bueno, ¿y eso qué tiene que ver?—replicó Pesadilla con malos modos—. ¿Es

que yo no puedo mirar detrás de un arbusto igual de bien que tú? El ojo es tan mío como tuyo y sé manejarlo igual de bien que tú, o puede que un poquito mejor. ¡Insisto en echar un vistazo de inmediato!

En ese momento la tercera hermana, que se llamaba Consternación, empezó a quejarse y a decir que en realidad el ojo le tocaba a ella, y que Espanto y Pesadilla querían quedárselo para ellas solas. Para zanjar la disputa, la anciana Espanto se sacó el ojo de la frente y lo sostuvo ante sí.

—Que lo coja una de las dos —gritó—, para que se acabe esta rencilla insensata. Yo, por mi parte, estoy encantada disfrutando un poco de una buena oscuridad. ¡Pero cogedlo rápido o vuelvo a metérmelo yo en la cabeza!

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En consecuencia, tanto Pesadilla como Consternación extendieron la mano y lo buscaron a tientas con avidez para arrebatárselo a Espanto, pero, al estar ciegas las dos, no les resultó fácil encontrar la mano de su hermana, quien, por estar sumida en una oscuridad tan total como la de Consternación y Pesadilla, tampo-co podía entregárselo directamente a ninguna de las dos. Por consiguiente (como verán ustedes con sólo entreabrir un ojo, mis sabios oyentes), las buenas ancianas habían quedado sumidas en una extraña perplejidad, pues, si bien el ojo brillaba y refulgía como una estrella en la mano que extendía Espanto, ninguna de las grayas captaba ni un ápice de su luz y estaban las tres sumidas en una oscuridad total provocada por un deseo de ver excesivamente impaciente.

A Hermes le hacía tanta gracia tener delante a Consternación y a Pesadilla buscando a tientas el ojo y echándose la culpa de la situación la una a la otra, así como a Espanto, que le costaba no reírse en voz alta.

—¡Ésta es tu oportunidad!—susurró a Perseo—. ¡Corre, corre! Antes de que una de ellas se meta el ojo en la frente. ¡Abalánzate sobre ellas y arrebátaselo a Espanto!

En un instante, mientras las grayas seguían regañando, Perseo salió de un salto de detrás de los arbustos y se hizo con la preciada esfera. En su mano, el maravilloso ojo brillaba con gran intensidad y parecía mirarlo a la cara con cierta complicidad, como si hubiera estado a punto de hacer un guiño en caso de haber estado provisto de pestañas. Sin embargo, las grayas no tenían ni idea de qué había sucedido y se creyeron que una de ellas estaba en posesión del ojo, por lo que empezaron a reñir de nuevo. Al cabo, y dado que no deseaba molestar a aquellas respetables damas más de lo estrictamente necesario, Perseo consideró que lo adecuado era explicar el asunto.

—Buenas señoras, les ruego que no se enfaden entre ustedes —pidió—. ¡Si alguien tiene la culpa seré yo, pues soy quien tiene el honor de estar en posesión de su brillantísimo y excelentísimo ojo en este momento!

—¡Tú! ¡Tú tienes nuestro ojo! ¿Y puede saberse quién eres? —chillaron las grayas, las tres a una, dado que se habían asustado terriblemente al oír una voz desconocida y descubrir que la clave de su visión estaba en manos de alguien extraño—. Ay, ¿qué hacemos, hermanas? ¿Qué hacemos? ¡Estamos todas

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sumidas en la oscuridad! ¡Danos el ojo, es nuestro! ¿Danos nuestro único ojo, nuestro preciado ojo! ¡Tú ya tienes dos, danos el nuestro!

—Diles que se lo devolverás en cuando te indiquen dónde encontrar a las ninfas que tienen las sandalias voladoras, el zurrón mágico y el casco de invisibilidad —susurró Hermes a Perseo.

—Buenas y admirables señoras —dijo entonces Perseo a las grayas—, no hay motivo para alterarse de esta forma. No soy mala persona en absoluto. Les devolveré el ojo, sano y salvo y más refulgente que nunca en cuanto me digan dónde hallar a las ninfas.

—¡Las ninfas! ¡Pero bueno! Hermanas, ¿a qué ninfas se refiere? —chilló Espanto —. Ninfas hay muchas, dice la gente; las hay que salen de caza por el bosque y las hay que viven dentro de los árboles, y también las hay que tienen un cómodo hogar en fuentes de agua. No sabemos nada de nada de ellas. Somos tres ancianas desgraciadas que deambulan al atardecer y no tienen más que un solo ojo entre las tres, y encima nos los han robado. ¡Vamos, devuélvenoslo, ama-ble desconocido! Seas quien seas, devuélvenoslo.

En ningún momento dejaban de buscar el ojo a tientas con los brazos extendidos, tratando con todo su esfuerzo de apresar a Perseo, pero éste se encargaba de no ponerse a su alcance.

—Respetables damas —prosiguió con excelentes modales, pues su madre le había enseñado a utilizarlos en todo momento—, tengo su ojo bien aferrado y voy a guardarlo a buen recaudo hasta que hagan el favor de decirme dónde encontrar a esas ninfas. Me refiero a las que tienen el zurrón encantado, las sandalias voladoras y, ¿qué más era?, ah, el casco de invisibilidad.

—¡Ay de nosotras, hermanas! ¿De qué habla ese joven?—exclamaron Espanto, Pesadilla y Consternación dirigiéndose unas a otras y haciendo gran alarde de asombro—. ¡Habla de unas sandalias voladoras! Los pies se le irían volando enseguida por encima de la cabeza si fuera tan tonto como para ponérselas. ¡Y un casco de invisibilidad! ¿Cómo iba a volverlo invisible un casco, a no ser que fuera tan grande que lo tapara por completo? ¡Y también un zurrón encantado! ¿Qué clase de artilugio puede ser ése?, me pregunto. ¡No, no, amable desconocido! Nada podemos decirte de esas cosas maravillosas. Tienes tú dos ojos para ti solo y nosotras sólo uno para las tres. Encontrarás esos prodigios con más facilidad que tres pobres criaturas viejas y ciegas como nosotras.

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Al oírlas hablar así, Perseo empezó a convencerse de que, en efecto, las grayas no sabían nada del asunto; y, como le daba pena hacerlas sufrir así, se dispuso a retornarles el ojo y pedirles perdón por su mala educación al habérselo arrebatado de aquella manera, pero justo en ese instante Hermes detuvo su mano.

—Que no te tomen el pelo —advirtió—. Estas tres ancianas de pelo cano son las únicas personas del mundo capaces de decirte dónde encontrar a las ninfas. Y si no consigues esa información jamás lograrás cortar la cabeza de Medusa con su cabellera de serpientes. Tú conserva el ojo a buen recaudo y todo saldrá bien.

Resultó que Hermes estaba en lo cierto. Pocas cosas hay que valore tanto la gente como la vista, y las grayas valoraban su único ojo como si se hubiera tratado de media docena, que era la cantidad que les habría correspondido. Al darse cuenta de que no había otra forma de recuperarlo, acabaron contándole a Perseo lo que quería saber. En cuanto terminaron, el muchacho lo colocó raudo y veloz, además de con el máximo respeto, en la cuenca vacía de la frente de una de ellas, les agradeció su amabilidad y se despidió. Cuando ya se alejaba tuvo aún tiempo de oír cómo se enzarzaban en una nueva disputa porque resultaba que Perseo había puesto el ojo a Espanto, a la cual no le correspondía, porque era precisamente la que había disfrutado del último turno cuando se había iniciado la crisis.

Cuesta mucho no temer que las grayas tuvieran por costumbre habitual alterar su mutua armonía con riñas de ese cariz, lo cual es lamentable en grado sumo, ya que no podían vivir adecuadamente por separado y estaba claro que debían ser compañeras inseparables. Como norma general, recomendaría a todo el mundo, se trate o no de hermanos, sean viejos o jóvenes, que si por un casual tienen que compartir un solo ojo entre varios traten de tener paciencia y no se empeñen en utilizarlo todos al mismo tiempo.

Por su parte, Hermes y Perseo habían partido ya en busca de las ninfas. Las ancianas les habían dado unas indicaciones tan detalladas que no tardaron mucho en dar con ellas. Resultaron ser muy distintas de Pesadilla, Consternación y Espanto, pues, por ejemplo, en lugar de viejas eran jóvenes y hermosas, y en vez de un ojo para todas tenían las ninfas dos cada una, unos ojos muy penetrantes con los que miraron con gran dulzura a Perseo. Daba la impresión de que ya conocían a Hermes, y cuando éste les contó la aventura que había emprendido su nuevo amigo no pusieron traba alguna y le entregaron los valiosos artículos que custodiaban. En primer lugar presentaron lo que parecía una bolsita de piel de ciervo con unos bordados curiosos y le encomendaron que la guardara bien. Era el zurrón mágico. A continuación las ninfas sacaron un par de zapatillas, más bien sandalias, cada una con dos alitas en el talón.

—Póntelas, Perseo, y verás que durante el resto de nuestro viaje los pies te pesarán tan poco como desees —aconsejó Hermes.

Así pues, el joven empezó a colocarse una y para ello dejó la otra en el suelo a su lado, pero de repente esa otra sandalia extendió las alas, las batió y salió disparada, y seguramente se habría ido volando de allí si Hermes no hubiera dado un buen brinco y la hubiera atrapado en el aire.

—Lleva más cuidado —recomendó al devolvérsela a Perseo—. Si vieran volar a una sandalia entre ellos, los pájaros del cielo se asustarían.

Una vez se hubo puesto las dos sandalias maravillosas, Perseo se sintió tan ligero que dejó de tocar el suelo con los pies. Dio un paso o dos y hete aquí que salió flotando por encima de las cabezas de Hermes y las ninfas y le costó mucho esfuerzo aterrizar. Suele costar bastante dominar las sandalias aladas y demás artilugios voladores de ese tipo hasta que uno se acostumbra. Hermes se rió de

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la actividad involuntaria de su compañero y le aconsejó no llevar tantas prisas, porque aún debía recibir el casco invisible.

Las bondadosas ninfas tenían en su posesión el casco en cuestión, con un penacho oscuro de plumas que se agitaban, y ardían en deseos de ponérselo al muchacho. Cuando lo hicieron sucedió algo más fantástico que todo lo que les he contado hasta ahora: un instante antes, Perseo era un joven apuesto de rizos de oro y mejillas sonrosadas que llevaba la espada curva ceñida a un lado y el escudo reflectante del brazo, una figura que parecía hecha de coraje, vivacidad y luz prodigiosa, pero en cuanto el casco descendió sobre su blanca frente ¡se desvaneció por completo! ¡Sólo quedó aire en su lugar! ¡Incluso el casco en sí, que lo cubría con su invisibilidad, se había esfumado!

—¿Dónde estás, Perseo? —preguntó Hermes.—Pues aquí, ¿dónde voy a estar? —dijo el otro en voz muy baja, que en

apariencia surgía de la atmósfera transparente—. Donde estaba hace un instante. ¿Es que no me ves?

—¡No, claro que no! El casco te oculta. Y si no te veo yo tampoco te verán las gorgonas. Sígueme, pues, y vamos a comprobar tu destreza en el uso de las sandalias aladas.

Al decir Hermes esas palabras se extendieron las alas de su gorro como si la cabeza fuera a salir volando para dejar atrás los hombros, pero en lugar de eso toda su figura se elevó ligeramente y Perseo hizo lo mismo. Cuando ya habían ascendido unos cien metros, el joven empezó a sentir lo fantástico que era dejar la aburrida tierra allá abajo y revolotear como un ave.

Ya era noche cerrada. Perseo miró hacia arriba y vio la luna, redonda, luminosa y plateada y le pareció que lo que más ansiaba era seguir subiendo más

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y más y pasarse la vida allí. Después miró hacia abajo y vio la tierra, con sus mares y sus lagos, y los cauces de plata de sus ríos, y sus cumbres nevadas, y la inmensidad de sus prados, y los macizos oscuros de sus bosques, y sus ciudades de mármol blanco; y con la luz de la luna que lo bañaba todo le pareció tan hermosa como esa esfera o cualquier estrella. Entre otras cosas distinguió la isla de Sérifos, donde estaba su querida madre. De vez en cuando Hermes y él se aproximaban a alguna nube que, vista desde lejos, parecía hecha de plata algodonosa, pero cuando se sumían en ella acababan helados y mojados por una bruma gris. Sin embargo, tan veloz era su vuelo que al cabo de un instante ya habían salido de la nube para volar de nuevo a la luz de la luna. En una ocasión, un águila de vuelo elevado fue a dar directamente contra el invisible Perseo. La visión más soberbia era la de los meteoros, que resplandecían de repente, como si se hubiera prendido una hoguera en el cielo, y hacían que la luz de la luna palideciera en cien kilómetros a la redonda.

Los compañeros siguieron avanzando y a Perseo le pareció oír el frufrú de una prenda de ropa junto a él, al otro lado del que ocupaba Hermes, pero sólo veía a éste.

—¿De quién es esa prenda cuyo susurro voy notando cerca de mí cuando la mueve la brisa? —quiso saber Perseo.

—¡Ah, es de mi hermana!—repuso Hermes—. Nos acompaña, ya te lo dije. No podríamos hacer nada sin su ayuda. Ni te imaginas lo sabia que es» ¡Y qué ojos tiene! Si es que en este mismo instante te ve perfectamente, como si no fueras invisible, y me atrevo a decir que será la primera en distinguir a las gorgonas.

Por entonces, en su veloz recorrido por los aires, habían llegado hasta un punto en el que se divisaba un gran mar que enseguida sobrevolaron. Muy por debajo de ellos las olas rompían con gran tumulto en mitad del mar, o acercaban franjas de espuma blanca a las largas playas, o chocaban contra los acantilados rocosos con un estruendo que resultaba atronador en el mundo inferior, pero que llegaba a oídos de Perseo convertido en un murmullo suave, como la voz de un recién nacido medio dormido. En ese momento alguien dijo algo en mitad del aire, cerca de él. Parecía una voz de mujer y era melodiosa, aunque no destilaba exactamente dulzura, sino más bien seriedad y contención.

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—Perseo, ahí están las gorgonas —dijo.—¿Dónde? No las veo.—En la costa de esa isla que queda a tus pies —repuso la voz—. Si tu mano

soltara un guijarro, caería entre ellas.—Ya te dije que sería la primera en encontrarlas —recordó Hermes a Perseo—.

¡Ahí están!Justo a sus pies, unos cuantos cientos de metros más abajo, Perseo distinguió

un islote por cuya costa rocosa rompía el mar en espuma blanca, con la excepción de un extremo en el que había una playa de arena nívea. Descendió en esa dirección, miró con atención un cúmulo de luminosidad, situado al pie de un precipicio de rocas negras, y he aquí que se topó con las terribles gorgonas.

Estaban profundamente dormidas, arrulladas por el estruendo del mar, pues era necesario un estruendo que habría dejado sordo a cualquier otro para adormecer a aquellas fieras criaturas. La luz de la luna refulgía en sus escamas aceradas y sus alas doradas, que descansaban tranquilamente sobre la arena. Sus garras de latón, de aspecto horripilante, estaban extendidas y tenían aferrados pedazos de roca azotados por las olas, mientras las gorgonas soñaban con despedazar a algún pobre mortal. Las serpientes que les hacían las veces de pelo parecían también dormidas, si bien de vez en cuando alguna se retorcía, alzaba la cabeza y sacaba la lengua bífida, con lo que emitía un silbido somnoliento, para luego dejarse caer de nuevo entre sus hermanas.

Las gorgonas eran una especie de insecto gigantesco y espeluznante (inmensos escarabajos de alas de oro, o libélulas, o algo por el estilo, feo y hermoso al mismo tiempo), más que otra cosa; la diferencia consistía en que eran una millonada de veces más voluminosas. Y, a pesar de todo, tenían también un rastro de humanidad. Por suerte para Perseo, sus rostros quedaban completamente ocultos al muchacho debido a la postura en la que se habían echado; de otro modo, con sólo haberlas mirado un instante habría caído de inmediato al suelo con todo el peso de una imagen de piedra inerte.

—¡Ahora —susurró Hermes, que flotaba junto a Perseo—, ahora tienes la oportunidad de conseguirlo! ¡Date prisa, porque si se despierta una de las gorgonas será demasiado tarde!

—¿A cuál ataco primero?—preguntó Perseo mientras desenvainaba la espada y descendía un poco más—. Las tres se parecen. Las tres tienen serpientes por cabello. ¿Cuál de las tres es Medusa?

Hay que tener en cuenta que Medusa era la única de las tres dragonas monstruosas que sería capaz de seccionar Perseo. En cuanto a las otras dos, ni aunque hubiera tenido la espada más afilada de la historia y se hubiera pasado horas asestando golpes con ella les habría hecho el más mínimo daño.

—Ve con cuidado —lo previno la voz que le había hablado antes—. Una de las gorgonas tiene el sueño inquieto y está a punto de darse la vuelta. Esa es Medusa. ¡No la mires! ¡Te quedarías petrificado al instante! Mira el reflejo de su rostro y su figura en el buen espejo que es tu escudo.

Perseo entendió entonces el motivo de Hermes para exhortarlo con tanto interés a pulir el escudo: en su superficie podría ver sin peligro alguno el semblante de la gorgona. Y allí lo tenía, aquel rostro horrendo, reflejado en el brillo del escudo, con la luz de la luna detrás y todo su horror desplegado. Las serpientes, cuya naturaleza venenosa les impedía descansar por completo, no dejaban de revolverse sobre la frente. Era la cara más feroz y más horrible que se ha visto o imaginado jamás, y sin embargo desprendía una especie de belleza extraña, aterradora y salvaje. Los ojos permanecían cerrados y la gorgona seguía sumida en un sueño profundo, pero una expresión de inquietud alteraba sus

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rasgos, como si una pesadilla alterase al monstruo, que hacía rechinar los colmillos blancos y clavaba las garras de latón en la arena.

Las serpientes también parecían sentir el sueño de Medusa e inquietarse con él. Se enroscaban unas con otras para formar nudos intrincados, se contorsionaban con virulencia y alzaban un centenar de cabezas sibilantes sin abrir los ojos.

—¡Ahora, ahora! —musitó Hermes, que empezaba a impacientarse—. ¡Lánzate sobre el monstruo!

—Pero con calma —previno la voz seria y melodiosa que surgía junto a Perseo—. Mira en el escudo al descender en tu vuelo y asegúrate de no fallar el primer golpe.

El muchacho voló con cautela, sin dejar de mirar el reflejo del rostro de Medusa. Cuanto más se acercaba, más terrible le resultaban el semblante rodeado de serpientes y el cuerpo metálico de la vil criatura. Por fin, cuando se encontró flotando sobre ella a apenas unos palmos de distancia, alzó la espada en el mismo instante en que todas y cada una de las serpientes de la cabeza de la gorgona se extendían amenazadoras hacia lo alto y la propia Medusa abría los ojos. Pero se había despertado demasiado tarde. ¡La espada estaba afilada, Perseo asestó el golpe a la velocidad del rayo y la cabeza de la perversa Medusa cayó rodando de su cuerpo!

—¡Admirable joven —lo llamó Hermes—, apresúrate y métela en el zurrón mágico!

El héroe se quedó asombrado al comprobar que el pequeño zurrón bordado, que se había colgado del cuello y que hasta el momento había sido una simple bolsita, crecía de repente lo suficiente para contener la cabeza de Medusa. Raudo como el pensamiento, la aferró, con las serpientes aun retorciéndose, y la echó dentro.

—Has cumplido tu tarea —afirmó la serena voz—. Ahora aléjate volando, pues las otras gorgonas harán todo lo que puedan para vengar la muerte de Medusa.

Era en efecto necesario huir de allí, puesto que la tarea de Perseo no había sido precisamente silenciosa y el choque de su espada, el silbido de las serpientes y la caída de la cabeza de Medusa sobre la arena golpeada por el mar habían despertado a las otras dos criaturas, que se quedaron sentadas durante un instante, frotándose los ojos somnolientas con las garras de latón, mientras todas las serpientes de sus cabezas se erguían debido a la sorpresa, cargadas de malevolencia venenosa contra algo aún desconocido. Cuando las gorgonas vieron el cadáver escamoso de Medusa, decapitado y con las alas de oro a medio desplegar en la arena, a merced del viento, fue absolutamente horrible oír los chillidos y los bramidos que soltaron. ¡Y luego las serpientes! Emitieron un silbido multiplicado por cien, todas a una, y las de Medusa les contestaron desde el interior del zurrón mágico.

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En cuanto estuvieron completamente despiertas, las dos gorgonas supervivientes alzaron el vuelo y blandieron las garras de latón, hicieron rechinar los horribles colmillos y agitaron las enormes alas con tal fuerza que de la sacudida se desprendieron algunas plumas de oro que descendieron hasta la costa flotando. Tal vez sigan desperdigadas por allí aún hoy. Las gorgonas subieron y subieron, como les digo, dirigiendo miradas horripilantes a su alrededor con la esperanza de petrificar a alguien. Si Perseo las hubiera mirado a la cara o hubiera caído entre sus garras, su pobre madre jamás habría vuelto a besar al muchacho, pero lo cierto es que se preocupó de volver los ojos en dirección opuesta y, dado que llevaba el casco de invisibilidad, las gorgonas no pudieron seguirlo. Además, aprovechó bien las sandalias aladas y ascendió a toda prisa más de un kilómetro; a esa altura, y mientras los chillidos de aquellas criaturas abominables sonaban lejanos a sus pies, tomó rumbo directo a la isla de Sérifos con el fin de llevar la cabeza de Medusa al rey Polidectes.

No dispongo de tiempo para contarles las distintas maravillas que acontecieron a Perseo en su camino de regreso; por ejemplo, mató a un horripilante monstruo marino en el instante en que estaba a punto de devorar a una hermosa doncella y asimismo transformó a un enorme gigante en una montaña de piedra con sólo enseñarle la cabeza de la gorgona. Si dudan de la veracidad de esa última historia pueden viajar a África, un día de éstos, y verla donde sigue hoy en día, todavía conocida por el nombre de aquel gigante de la antigüedad.

Finalmente, nuestro valiente Perseo llegó a la isla, donde esperaba ver a su querida madre, pero durante su ausencia el perverso rey había tratado tan mal a

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Dánae que se había visto obligada a huir y refugiarse en un templo, donde unos sacerdotes habían sido muy buenos con ella. Al parecer, esos meritorios hombres de religión y el pescador bondadoso que había ofrecido su hospitalidad a Dánae y al pequeño Perseo al encontrarlos dentro del cofre eran las únicas personas de toda la isla que se preocupaban de hacer el bien. Todos los demás, incluido el rey Polidectes, eran extraordinariamente ruines y no merecían un destino mejor que el que estaba a punto de hacerse realidad.

Al no hallar a su madre en casa, Perseo se fue directamente a palacio y en seguida lo llevaron a presencia del monarca. Polidectes no se alegró en absoluto de verlo, pues con toda su maldad se había convencido de que las gorgonas habían despedazado al joven y luego lo habían devorado. Aunque creía haberlo quitado de en medio, al verlo puso buena cara en la medida de lo posible y le preguntó si había cumplido su misión:

—¿Has hecho realidad tu promesa? ¿Me has traído la cabeza de Medusa con su cabellera de serpientes? En caso contrario, jovencito, te costará muy caro, pues debo disponer de un regalo de bodas para la hermosa princesa Hipodamía, que nada admiraría más.

—Sí, creo haber complacido a su majestad —repuso Perseo con voz queda, como si no hubiera sido una hazaña de lo más maravillosa para un hombre tan joven—, ¡He traído a su majestad la cabeza de la gorgona, cabellera de serpientes incluida!

—¡Bueno, bueno! ¡Te ruego que me dejes verla! —pidió el rey Polidectes—. Debe de ser un espectáculo sumamente curioso, si es cierto todo lo que cuentan los viajeros.

—Su majestad está en lo cierto. Es en efecto un objeto que atrapará todas las miradas de quienes se fijen en él. Si su majestad lo considera apropiado, sugiero que se proclame una festividad y se convoque a todos los súbditos de su majestad para que sean testigos de tan maravillosa curiosidad. ¡Pocos de ellos, me imagino, habrán visto una cabeza de gorgona y puede que jamás vuelvan a verla!

El soberano era muy consciente de que sus súbditos eran un hatajo de holgazanes y depravados, muy dados a contemplar cosas de brazos cruzados, así que aceptó la propuesta del muchacho y envió heraldos y mensajeros en todas direcciones, para que hicieran sonar el clarín en las esquinas, en los mercados y en las encrucijadas con el fin de convocar a todo el mundo en la corte. Llegó, pues, una gran multitud de vagabundos sin oficio ni beneficio, todos los cuales, por pura afición a las fechorías, se habrían alegrado si le hubiera sucedido algo malo a Perseo en su lucha con las gorgonas. Si había buena gente en la isla (y espero que los hubiera, aunque la historia no dice nada de ellos), se quedaron tranquilamente en sus casas a ocuparse de sus asuntos y atender a sus hijos. En fin, lo importante es que la mayoría de los súbditos acudió a toda prisa a palacio; hubo empujones, sacudidas y codazos por las ganas que tenían todos de acercarse a un balcón al que se asomó Perseo con el zurrón bordado en una mano.

En una tribuna desde la que se contemplaba perfectamente el balcón se sentó el poderoso rey Polidectes, rodeado de sus malvados consejeros y con un semicírculo de aduladores cortesano alrededor. Monarca, consejeros, cortesanos y súbditos miraban con impaciencia a Perseo.

—¡Muéstranos la cabeza! ¡Muéstranos la cabeza! —gritaba el pueblo, y había una virulencia tal en sus voces que hacía pensar que iban a despedazar a Perseo si no los satisfacía con lo que se había comprometido a exhibir—. ¡Muéstranos la cabeza de Medusa y su cabellera de serpientes!

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Un arrebato de lástima hizo mella en el joven Perseo.—¡Oh, rey Polidectes y pueblo de Sérifos, me resisto a enseñaros la cabeza de

la gorgona! —proclamó.—¡Ah, granuja y cobarde! —gritó la gente con más virulencia que antes—. ¡Se

burla de nosotros! ¡No tiene la cabeza de ninguna gorgona! Muéstranosla si es que de verdad la tienes o te arrancaremos la tuya para jugar a darle patadas!

Los malvados consejeros susurraron malas recomendaciones al oído del rey; los cortesanos murmuraron, con una sola voz, que Perseo había faltado al respeto a su real amo y señor, y el propio rey Polidectes hizo un gesto con la mano y le ordenó, con la voz grave y severa de la autoridad, que sacara la cabeza si no quería perder la vida:

—¡Muéstrame la cabeza de la gorgona o te corto la tuya!Perseo suspiró.—¡Ahora mismo —insistió Polidectes— o morirás!—¡Contempladla, pues! —exclamó Perseo, con una voz que semejó el toque de

una trompeta.De repente sostuvo en alto la testa en cuestión y nadie tuvo tiempo ni de

parpadear antes de que el perverso rey Polidectes, sus malvados consejos y todos sus virulentos súbditos quedaran convertidos en meras imágenes de un monarca y su pueblo. ¡Quedaron todos petrificados por siempre jamás con el gesto y la actitud de aquel momento! ¡Nada más ver la terrible cabeza de Medusa se volvieron de un níveo mármol! Entonces Perseo la metió de nuevo en el zurrón y se encaminó a informar a su querida madre de que ya no debía tener miedo del perverso rey Polidectes.

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EL COLIPO

Cuento popular estadounidense

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Un anciano de nombre Jeb vivía en las profundidades de un bosque de Virginia Occidental, en una cabaña de troncos sombría y destartalada. No tenía ni agua corriente ni electricidad. El viejo Jeb disponía de luz y de calefacción gracias a unas pocas lámparas de aceite y una buena chimenea de piedra situada en el centro de la estancia principal. No se llevaba bien con la gente y en realidad prefería vivir en el bosque porque no había nadie que lo importunara.

El viejo Jeb se ganaba la vida como cazador y trampero. Vendía las pieles de los animales que mataba y se comía la carne. De vez en cuando se acercaba al pueblo en su antiquísima furgoneta de reparto para vender las pieles y comprar algunos productos básicos, pero prefería pasar casi todo el tiempo en el bosque por su cuenta.

La única compañía que soportaba el viejo Jeb era la de sus tres perros, Shadrach, Meshach y Abednigo, que dormían bajo el porche de la cabaña. Se los llevaba de caza, escopeta en mano, y levantaban animales como ciervos y conejos que luego llevaban a su amo.

Un invierno fue especialmente penoso para el viejo Jeb. Aunque había hecho acopio de comida y demás suministros, el frío duró más de lo acostumbrado y las reservas empezaron a escasear. Y lo peor fue que los animales que siempre

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cazaba para desollarlos y vender sus pieles en el pueblo empezaron a desaparecer misteriosamente. Sin pieles que vender ni carne que comer, el viejo Jeb ni siquiera tenía dinero para comprar comida en el almacén.

Lo primero que se le acabó fue la carne, de modo que se pasó tres largas semanas comiendo sopa de nabo. Para dar a los perros sólo tenía arroz y los tres empezaron a quedarse en los huesos, debilitados por la falta de carne. Sin embargo, el viejo Jeb era muy tozudo y se negaba a pedir ayuda a la gente del pueblo.

Un día abrió la despensa y se encontró con que no quedaba prácticamente nada de nada. Tenía que encontrar carne fuera como fuera, así que agarró la escopeta, llamó a sus perros, Shadrach, Meshach y Abednigo, que estaban debajo del porche, y salieron los cuatro a cazar por la nieve. Al principio las cosas resultaron igual de deprimentes que las otras veces, pues los animales no lograban encontrar el rastro ni de un mísero conejo viejo entre la maleza helada y exánime, pero entonces, justo cuando el viejo Jeb había decidido dar media vuelta y regresar a su sombría cabaña, Meshach olisqueó una pista en la brisa y empezó a ladrar con fuerza.

—¡Shadrach, Meshach, Abednigo! ¡Id por la presa, muchachos! —gritó el viejo Jeb con emoción, mientras se llevaba la escopeta al hombro.

Los perros se alejaron dando saltos en dirección a una maraña de arbustos sin hojas, entre ladridos y gruñidos. El viejo Jeb sujetó la escopeta con firmeza, aunque sólo de pensar en cenar carne ya se le hacía la boca agua y le temblaban las manos.

De improviso, un animal salió de entre los arbustos de un brinco y fue a caer en el sendero que tenía ante sí el viejo Jeb, que le disparó sin pensárselo dos veces, pero ya mientras apretaba el gatillo la vista le dijo que aquello no se parecía a ningún animal conocido. Tenía el tamaño de un gato, pero la cola era larga y tupida, distinta de la de cualquier felino. El pelaje era de color orín y cuando se detuvo, justo antes del disparo, el viejo Jeb vislumbró unos ojos de un amarillo intenso y unos colmillos afilados. Algo le decía que debía tener miedo de aquella criatura, pero estaba tan emocionado por la perspectiva de comer un buen plato de carne que le daba exactamente igual.

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Las ilusiones del viejo Jeb se desvanecieron cuando vio que el animal se adentraba en el bosque a toda prisa después de que retumbara el disparo. Los perros fueron tras él sin dejar de aullar. El viejo Jeb bajó el arma, creyendo que el disparo no había ni rozado a la presa, pero cuando echó a andar tras los perros vio una buena mata de pelo en mitad del camino y se agachó para recogerla. Era la cola muy, muy larga de la criatura.

—¡Shadrach, Meshach, Abednigo! ¡Volved aquí, muchachos! —los llamó el viejo Jeb, casi bailando de alegría.

Los perros acudieron, gimoteando por haber tenido que dejar es— capar a su presa, pero al ver la cola que sostenía su amo se dieron cuenta de que suponía comida y se echaron al suelo a revolcarse, babear y gritar de emoción.

En cuanto llegó a la cabaña, el viejo Jeb puso un cazo a hervir. Luego desolló la cola y la echó en el agua, junto con las escasas verduras que le quedaban en la despensa, para hacer un estofado.

No tardó en estar listo y entonces el viejo Jeb se zampó casi todo el cazo. Cuando terminó echó los restos debajo del porche para los perros, que se pelearon enfurecidamente por los huesos.

Con el estómago lleno por vez primera en varias semanas, Jeb se fue a la cama contento, pero cuando ya se adormilaba oyó algo en el exterior, a cierta distancia de la cabaña. Parecía casi una voz, pero era sobrenatural. No era ruido alguno que pudiera emitir un ser humano. Además, el viejo Jeb sabía que ningún hombre sería tan tonto como para deambular por el bosque a aquellas horas. La voz era débil. Un escalofrío recorrió la columna vertebral del viejo Jeb cuando oyó:

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Colipo, colipo...¡Yo sólo quiero mi colipo!

Salió de la cama de un salto y se fue corriendo al exterior en pijama. También los perros habían oído la voz y estaban removiéndose y gruñendo bajo el porche.

—¡Shadrach, Meshach, Abednigo! ¡Id por él, muchachos! —ordenó Jeb.Los animales salieron de inmediato de su refugio y se marcharon

apresuradamente al bosque en tinieblas.El viejo Jeb aguzó el oído durante un rato, pero no volvió a oír la voz.—¡Shadrach, Meshach, Abednigo! ¡Volved aquí, muchachos! —los llamó.

Y oyó que se partían algunas ramas al paso de los perros, pero sólo salieron dos del bosque para ir corriendo a meterse debajo del porche. Shadrach no regresó.

Ante aquello el viejo Jeb se quedó convencido de que algo iba mal, pero no tenía la más mínima intención de meterse en el bosque en plena noche, así que volvió a la cama, se llevó la manta hasta la mismísima barbilla y clavó la mirada en la oscuridad.

No pasó mucho rato antes de que oyera otro ruido. Era el sonido de un arañazo. Algo arañaba, arañaba y arañaba el exterior de las paredes de la cabaña. Ras, ras, ras. Y entonces volvió a oír la voz:

Colipo, colipo...¡Yo sólo quiero mi colipo!

Temblando, el viejo Jeb salió de la cama y corrió de nuevo hasta el porche.—¡Meshach, Abednigo! ¡Id por él, muchachos! —gritó, con el hilo de voz que le

dejaba el miedo.Los perros volvieron a salir de debajo del porche y se fueron entre gruñidos a

la parte trasera de la casa. El viejo Jeb oyó ladridos y bufidos que le indicaron que los animales se peleaban con la criatura. De repente uno dio un gañido y Abednigo regresó a toda prisa y se metió de un salto en su escondrijo. Meshach

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no estaba por ninguna parte.Aterrado, el viejo Jeb entró en la casa a toda prisa y se metió en la cama, pero

esa vez se tapó todo el cuerpo con la manta, cabeza incluida.No pasó mucho tiempo antes de volver a oír a la criatura, que parecía que ya

estaba al otro lado de la puerta:Colipo, colipo...¡Yo sólo quiero mi colipo!Sin moverse de la cama, el viejo Jeb chilló:—¡Abednigo! ¡Ve a por él, muchacho!Entonces oyó un gruñido feroz, pero no distinguió si procedía de la criatura o

de su perro. La batalla fue encarnizada y se oyeron desgarrones, chasquidos y mordiscos. Luego se hizo el silencio, que no duró mucho. El corazón del viejo Jeb no había recuperado aún el ritmo normal cuando oyó:

Colipo, colipo...¡Yo sólo quiero mi colipo!

¡Parecía que ya estaba dentro de la cabaña!El viejo Jeb levantó ligeramente la manta para ver algo y al pie de la cama se

encontró con la criatura a la que había arrancado la cola de un disparo, que lo observaba con aquellos ojos amarillos que resplandecían de forma antinatural. Los colmillos le chorreaban sangre.

Sin saber cómo, el viejo Jeb no se quedó mudo y logró farfullar:

—N... no... s... s... sé... qui... quién... s... se... ha... 11... lle... v... va... do... t... tu... c... o... li... p... po...

—Sí, sí que lo sabes —siseó aquel ser— ¡Has sido tú!Y entonces saltó sobre el pecho del viejo Jeb y lo despedazó.

Desde entonces, si alguien se atreve a adentrarse en los bosques de Virginia Occidental hacia el anochecer, hay quien dice que el viento aún transporta una voz débil que canturrea:

Colipo, colipo...¡Yo sólo quiero mi colipo!

LA MUJER DEL LEÑADOR

Priscilla Galloway

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Esa historia que asegura que pretendía comérmelos es una auténtica fantasía. La gente se inventa cualquier cosa. Lo que quería era observarlos atentamente mientras lo pasaban mal y seguir consiguiendo sangre, que me habría sido muy útil.

Al final seguramente les habría dejado volver a su casa. Su padre, que era mi esposo, me amargaba la vida igual que se la amargaba a sí mismo. Al final, habría tenido que elegir entre soltar a los críos y fingir (durante una temporada) que éramos una familia de cuento de hadas de ésas felices que comen perdices...

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o deshacerme de los tres de una vez y pasar página.Dominar la brujería como la domino yo tiene sus inconvenientes. Cuando

adopto forma humana, envejezco muy poco, pero en mi forma verdadera soy absolutamente vieja y nariganchuda y tengo las mejillas hundidas y los ojos rojos, empañados y legañosos. Me siento cansada, cada día más. Es lo que pasa una vez cumples trescientos años, que no te quedan muchas cosas que hacer. Por aquel entonces dedicaba todo mi poder a seguir viva en mi forma verdadera y a mantener el cuerpo que había elegido. De vez en cuando reunía energía suficiente para cocinar alguna poción o despachar algún hechizo sencillo.

¿Sorprende el hecho de que me transformara en alguien pobre, en la mujer de un leñador? Las riquezas y el poder pierden encanto cuando dejan de ser algo novedoso. Ya había disfrutado abundante— mente de las dos cosas. En realidad, un vestido corriente hecho a mano y unos zuecos requieren menos energía que las sedas recargadas y cubiertas de hilo de oro y perlas, además de que el cambio de mi auténtico yo a aquella ama de casa de mediana edad era menos exagerado que si me hubiera convertido en una mujer hermosa, fuera vieja o joven.

Además, cuando me casé con él, no era pobre y era joven, guapo y fuerte. Y encima bueno. Dicen que los contrarios se atraen. Su bondad me atraía entonces, aunque ese atractivo de esfumó en seguida; a lo largo de todos aquellos años acabó aburriéndome soberanamente.

En una transformación anterior había optado por una gran belleza. Contaba con un espejo que me lo decía: un buen detalle. Ser guapa es una ocupación constante, por mucho que se tenga un poder como el mío de entonces, y, se haga lo que se haga, se envejece y se pierde la belleza. Todas mis formas tienen que marchitarse, aunque sea muy despacio. La eterna juventud llama en exceso la atención. No tengo nada en contra de la edad, pues va de la mano de la experiencia.

Ser la mujer de un leñador era más sencillo que ser reina. Podía disponer de los días como quisiera. Cuando Karl se iba a trabajar al bosque con los niños, podía recuperar mi aspecto verdadero y dedicarme a mis quehaceres.

Los hechizos más potentes han requerido siempre carne o sangre humana. Todo el mundo ha oído hablar de la Mano de la Gloria, que en efecto me permite entrar a mi antojo en una casa en plena noche, con la certeza de que nadie se despertará. Sin embargo, no basta con cortar la mano de un ahorcado. Es necesario, pero no suficiente. Hay que segarla a una hora determinada y de un modo concreto, además de hacer el embrujo como debe ser. La que yo tengo perteneció a uno de mis esposos, el bandolero. Pasamos juntos diez años felices y cargados de incidentes hace un siglo, hasta el día en que echó el ojo a una gitanilla. No me senté a esperar su infidelidad y a la noche siguiente los casacas rojas estaban esperándolo.

En fin,—ya no me quedaba brío para ir muy lejos, pero alguna que otra vez sacaba la mano del bandolero de su escondrijo y contemplaba el sueño de Karl y de los dos niños. Debido al poder de la mano, jamás se desvelaban, si bien en alguna ocasión el terror se apoderaba de una cara o unos labios daban forma a un grito mudo. Cuando me apremiaba la necesidad recurría a la extracción de una taza de su sangre, aunque no lo hice a menudo, pues los niños se quedaban pálidos y Karl no trabajaba con el mismo vigor de siempre. Sin duda fue uno de los motivos por los que acabamos sumidos en aquella pobreza desesperante.

Fui testigo de cómo se reducían nuestros alimentos hasta casi desaparecer y no reaccioné a tiempo. Sin carne que comer, carecía de la energía necesaria para transformarme. En mi propia encarnación, aunque tenga la vista borrosa, cuento

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con un olfato muy fino. Los olores acuden a mí y entonces descubro sin problema a un animal, que acaba dentro del horno, pero por aquel entonces tenía que con-tentarme con una hogaza de pan y una jarra de leche.

Recuerdo que un día le di una orden brusca a la niña:—Gretel, tráeme esa leche. ¡Venga, ahora mismo!—En seguida, madrastra.—¡Gretel, cuidado con esa escoba!Demasiado tarde.—¡Qué niña tan estúpida! La última leche que nos quedaba... y también la

última jarra. Ten, una cuchara y un plato. Trata de recuperar algo. Mira que eres idiota, te voy a dar una azotaina que vas a sangrar.

La voz de Hansel a mi espalda:—Tú no eres nuestra madre. No puedes azotarnos. Sólo puede papá.

Volví a sentirlo todo. La rabia se apoderó de mí, con toda su fuerza. Tenía que alejarme mientras durase aquel impulso, tenía que transformarme. No podía permitir que me plantaran cara y se salieran con la suya. Por descontado, no me siguieron hasta el bosque. Tras el primer recodo del camino adopté mi forma legítima. Sin duda, aquella rabia me estimularía para llegar sana y salva a la cabañita del bosque en la que guardaba carne que me devolvería mis energías. «Ven, escoba mía, no está muy lejos», dije.

Gretel me había hecho un favor al ponerme tan furiosa. No me convenía volver a olvidar la fuerza de la rabia. Aquel estofado me esperaba desde hacía seis meses y se había mantenido caliente y en su punto gracias a un hechizo. Qué bueno estaba. Sentía la sangre en las venas. ¡Energía! ¡Poder! Podía haber muerto encerrada en el cuerpo de aquella estúpida y no estaba dispuesta a correr ese riesgo de nuevo, pero ¿qué podía hacer?

Sí, el plan iba cobrando forma. Ya lo tenía todo claro. Unos preparativos y estaría lista para regresar.

—Sólo queda pan para cenar, Karl, y agua para hacerlo pasar —informé posteriormente a mi esposo.

—Se me ha roto la jarra, papá, y se ha derramado la leche. Lo siento, lo siento —se disculpó la niña.

—No llores así, Gretel, cariño. Ya se me ocurrirá algo. Te quiero mucho. Ha

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sido un accidente, ya lo sé. Ten, come un poco de mi pan.Cuando la bondad de Karl no me aburría, me sacaba de quicio.—Ha echado a perder la última gota de leche —recordé—. Todos tenemos que

pasar hambre. Le he dicho que no podía comer pan.—Pero si es una niña —contestó él, entregándole todo el pedazo que le

correspondía.Gretel lo partió en dos con cuidado (era una cría muy concienzuda) y le

devolvió una mitad. Lo devoraron con gran satisfacción, como si tuviéramos la casa llena de comida y dinero para comprar más.

Reprimí la rabia y repasé mi plan. ¡Era digno de admiración! Cuando los niños ya se habían metido en la cama, Karl se sentó cansado delante del fuego a contemplarlo.

—No sé qué hacer —se quejó—. Helga, ¿qué vamos a hacer? Últimamente talo muy poca madera y el pueblo queda muy lejos para ir a venderla. Si tuviera un caballo para tirar del carro sería fácil, pero en realidad si lo hubiéramos tenido ya lo habríamos vendido hace mucho. No sé de dónde sacar comida para los niños.

¡Típico de Karl! ¡Ni se le ocurría decir algo sobre la comida para nosotros dos! Puse una carita tierna y encantadora.

—Es terrible, Karl, terrible. No podemos cruzamos de brazos y ver cómo se mueren de hambre. A nosotros nos pasará los mismo, pero duraremos más que los niños.

—Ya lo sé. No puedo soportarlo.—No tengo ninguna solución sencilla, Karl, y no sé cómo resolver la situación.

Vamos a morir todos. Tenemos que aceptarlo. Lo único que se me ocurre es hacerlo más rápido y más fácil para los pequeños.

—¿Matarlos? —Su rostro estaba cargado de terror.—No, no, por supuesto. Vamos a llevarlos al bosque. Podemos hacer un buen

fuego para que estén calentitos y dejarlos mientras nos vamos a trabajar, como haces tú siempre. Yo te acompaño, Karl. Si los llevamos lo bastante lejos, no sabrán volver y el final será rápido. Ya sé que es horrible, querido esposo, pero me pasa lo mismo que a ti: no soporto la idea de verlos morir.

Me limité a mirarlo a la espera de que su voluntad se quebrara. Yo había comido y él no. Mi voluntad tenía siglos de antigüedad.

—Mañana —musitó por fin.Dormí bien, pero noté que en su lado de la cama daba vueltas y se retorcía;

tenía el rostro grisáceo cuando nos levantamos y desayunamos una vez más agua y un bocado o dos de pan.

—¡Hoy nos vamos todos al bosque!—anuncié con alegría—. Qué bien, ¿verdad?Hansel me miró. Tenía los ojos muy oscuros, casi negros. Karl solía cortarle el

pelo, pero llevaba un tiempo sin hacerlo, por lo que los rizos morenos le caían por ambos lados del enjuto rostro. Era un gesto reflexivo, casi sentencioso, pero contestó con la voz bastante firme:

—Sí, madrastra.Karl y yo abrimos camino. Gretel sollozaba con amargura, casi como si

estuviera al tanto de todo, pero por supuesto eso era imposible.—Venga, niña —la animé, con tono vigorizador pero amable, o al menos eso

era lo que pretendía—. Hansel, ¿por qué vas volviendo la vista?—Miro un pajarito que está sentado en la chimenea —respondió—. Casi parece

que trate de decirme algo.—Vamos, va, mueve las piernas —insistí.Karl no dijo nada. No tenía talento para la conversación.

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La historia conocida acierta al relatar lo que sucedió entonces. En efecto, el mocoso se las había arreglado para oír lo que le había dicho a su padre y, estando yo dormida, había salido y se había llenado los dos bolsillos de piedrecitas blancas. Así pues, aunque encendimos el fuego y los dejamos allí según lo previsto, regresaron al día siguiente con el amanecer.

—Gracias a Dios —exclamó Karl—. Gracias a Dios.No fue capaz de decir nada más, pero abrazó sus corpezuelos y sonrió entre

lágrimas.—Nos vamos contigo al pueblo, padre —aseguró Hansel—. Puedo ayudarte a

tirar del carro y Gretel anda perfectamente. No nos retrasará.Volvieron por la noche riendo y llorando por tumos mientras me contaban la

historia. En el mercado, un rico mercader había echado un vistazo a Gretel y había comprado toda la madera. Había ordenado a sus criados que le llevaran el carro a su casa mientras él acompañaba a Karl y a los niños a la taberna para que comieran algo caliente. Luego les había llenado el carro de comida: sacos de harina de trigo y de maíz, patatas, un balde de miel, una caja repleta de carne, mantequilla y huevos y jarras de leche y de vino. Había coronado la carga con una jaula con seis gallinas ponedoras, que graznaron y cloquearon cuando la dejé en el suelo, como si ya sintieran que les traspasaba el corazón con los ojos.

—Qué maravilla —mentí, maldiciendo para mis adentros al hombre que se había inmiscuido en mis planes—, pero ¿cómo demonios ha hecho algo así un completo desconocido?

El rostro de Karl se ensombreció.—Me ha contado que su hijita murió no hace mucho y que Gretel se la

recordaba. Ha dicho que le hacía pensar tanto en la carita de su hija a antes de morir que quería que Gretel estuviera sana y en buenas condiciones. «Déle un huevo al día», nos ha dicho.

Karl agitó la cabeza de lado a lado y yo comenté:—Es asombroso que no haya querido quedársela.—Sí que quería —aclaró Karl con voz tensa—. Ayer quizá habría dado otra

respuesta. Tener el estómago bien lleno hace que las cosas se vean de otro modo, eso está muy claro. Hoy le he dicho que nada en el mundo podría separarme de mi querida niña. «Está bien —ha contestado el mercader—, eso mismo pensaba yo.» Tenía los ojos llorosos. «Jamás me interpondría entre un padre y una hija que se adoran», ha añadido. —Los brazos de Karl se aferraron a Gretel y luego extendió uno para abrazar también a Hansel, antes de decir—: Tú le has parecido un buen muchacho.

—Bueno, pues parece que tenemos un final feliz —apunté, con tono alegre, mientras colocaba el puchero grande en el fuego—. ¡Vamos a cenar de maravilla!

En un abrir y cerrar de ojos se pusieron a bailar y a cantar en círculo, Karl algo encorvado para coger de la mano a los niños. Daban vueltas cada vez más deprisa y sólo de mirarlos me cansé y me mareé.

—Basta —pedí, tratando de no parecer molesta—. Gretel, pon la mesa. Hansel, trae más leña y luego barre el suelo. Karl, tú saca el mantel de la abuela del baúl. Vamos a prepararnos para el festín.

El obsequio del mercader nos trajo buena suerte. Y su generosidad no se quedó así: al día siguiente mandó a un criado a nuestra cabaña con una vaca. «Leche para los pequeñuelos», fue el mensaje. El sirviente aseguró que su señor no pretendía volver a ver a Gretel, pero quería que todos estuviéramos felices y a gusto por el bien de la niña.

Una bruja aprende paciencia si vive trescientos años. Hansel y Gretel daban de comer a las gallinas y recogían los huevos, mientras que yo ordeñaba la vaca

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y hacía la mantequilla. Karl cortaba madera y la transportaba al pueblo para venderla.

—Pronto podré volver a tener un carro tirado por un caballo, si esto sigue así —afirmó sonriente.

Por mi parte, me limité a conservar energía y esperar tiempos mejores. Cuando los niños se iban con su padre no me costaba transformarme. No les quitaba sangre alguna; sólo en ocasiones le sacaba una tacita a la vaca. Karl cortaba mucha más madera.

—Estoy dedicándome al trabajo de corazón —decía, pero yo sabía que el motivo era que comía bien y que no perdía sangre.

—Es que tienes buen corazón —contestaba yo, y era muy cierto: bovino, banal y bueno.

Seguí esperando.

Primero la vaca dejó de dar leche.—Hay que montarla —señaló Karl, pero no conocíamos a nadie que tuviera un

toro, así que nos quedamos sin leche y sin mantequilla.Las gallinas dejaron de poner gradualmente. No teníamos galio, así que no

podían criar. Una a una, hubo que ir guisándolas para cenar. Los niños lloraron. Hasta les habían puesto nombre. El día que nos comimos a Paciencia, la última gallina, me di cuenta de que pronto volveríamos a pasar hambre.

La segunda vez mis preparativos fueron concienzudos. La comida que reservaba para mí la escondí en el silo, debajo de la arena. No estaba dispuesta a volver a quedarme sin energía para transformarme. Mantuve el estofado caliente y en su punto con uno de mis hechizos más sencillos, que también impedía que el olor llegara a narices hambrientas.

Karl vendió la vaca. Le dije que debería recurrir de nuevo al mercader para

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pedirle más ayuda, pero se negó.—No soy un mendigo, ya lo sabes —contestó de mala manera.Sí, lo sabía, pero también sabía que debía de haber estado dando vueltas al

asunto. Desde la conversación conmigo estaba segura de que pospondría la visita durante una temporada, aunque Gretel ya estaba pálida y delgaducha, pero es que yo necesitaba un poco de tiempo para ir al pueblo y organizar un accidente: cuando Karl por fin se decidió a acudir a casa del mercader, el pobre hombre ya llevaba un mes en la tumba.

El dinero de la venta de la vaca nos permitió pasar el invierno y con el de la leña que cortaba Karl aguantamos el verano y el otoño siguientes. Luego volvió el invierno y una vez más llegó el día en que sólo nos quedaron una jarra de leche y una hogaza de pan. En esa ocasión a Gretel no se le cayó la jarra, pero por lo demás la historia se repitió.

Con una diferencia: esa vez cerré la puerta con llave.Convencer a Karl de abandonar a los niños en el bosque de nuevo fue más

difícil y al mismo tiempo más sencillo. Parecía increíble hasta qué punto estaba embelesado con Gretel y orgulloso de Hansel. Le había dado por llamar al día de su regreso «el día milagroso».

—Hubo dos milagros. Los niños encontraron el camino de regreso. Eso fue lo primero. ¡Y además conseguimos toda aquella comida estupenda! Dos milagros en un mismo día. Está claro que una estrella nos protege, Helga —acostumbraba a repetir al principio, aunque hacía un tiempo que ya no lo decía.

Veía cómo los niños volvían a quedarse pálidos y escuchimizados y comprobaba sin decir palabra cómo sus risas infantiles se convertían en silencios. Al escuchar mi propuesta acabó aceptando:

—Sí. No soporto verlos sufrir, Helga. Es peor que la última vez. Estaba convencido de que nos habíamos salvado para siempre, pero esta vez me cuesta más. Vamos a dejarlos de nuevo en el bosque, sí, pero más lejos, como propones.

Soltó un gemido y la verdad es que, si hubiera sido capaz de sentir lástima, la habría sentido por él en aquel momento. En lugar de eso contesté:

—A lo mejor hay otro milagro.—Es precisamente lo que estaba pensando yo —aseguró, con una chispa de

esperanza en la mirada—. Quizá un milagro aún mejor. Quizá.A la mañana siguiente, cuando salimos de casa, presté más atención a Hansel

que en la ocasión anterior. Una vez más, Gretel y él iban rezagados. Una vez más, Karl y yo nos dimos cuenta de que se volvían para mirar hacia la casa.

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—¿Qué estáis mirando?—pregunté por fin—. No tenemos todo el día. Ya es bastante difícil conseguir una buena remesa de madera sin que nos retraséis.

—Estaba mirando el tejado —repuso Hansel—. ¿Te acuerdas de dónde se sentaba mi gata blanca, al ladito de la chimenea? Estaba pensando en ella.

—¿Aún la echas de menos?—preguntó Karl— Es verdad que a veces los gatos desaparecen sin más, pero fue muy triste.

—Fue para mejor —tercié yo, recordando cómo se había resistido el animal al retorcerle el cuello, recordando la poción amorosa que había preparado con la sangre de su corazón—. Fue para mejor, porque tampoco podríamos haberle dado de comer.

Seguimos avanzando en silencio y, al llegar, de nuevo encendimos una hoguera para que los niños no pasaran frío. Hice un pequeño hechizo en una rama de arce para que fuera golpeando la de al lado, de manera que el ruido les pareciera a Hansel y a Gretel el de un hacha. Así se creerían que su padre no estaba lejos. También aquel día trabajamos durante unas horas y luego regresamos a casa.

Como nos habíamos deshecho de los niños, en cuanto Karl se metía en el bosque podía transformarme. Todos los días volaba hasta mi cabaña, que quedaba a escasa distancia. Desde el aire veía a Hansel y a Gretel, que seguían en el bosque, y podía calcular con bastante precisión cuándo lograrían salir de él. Nunca me habían visto en ninguna forma que no fuera la de su madrastra, pero incluso con aspecto de bruja soy capaz de sonreír con amabilidad y buenas maneras cuando la necesidad apremia.

La parte más difícil de los preparativos fue transformar la cabaña. Ninguna de las versiones de la historia ha hecho jamás justicia a mi creatividad. Los cristales de las ventanas eran de caramelo hilado, se dice en el cuento. No se añade que por un lado hacían las veces de espejos y por el otro eran transparentes: yo veía lo que pasaba fuera, pero nadie veía el interior. El tejado estaba hecho de galleta de jengibre, con nata montada encima. Me imaginé que los niños no se fijarían en que no había nieve en el suelo o que les traería sin cuidado. Las paredes eran de pan de jengibre bien resistente, con caramelos de yuyuba, gominolas y

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pastillas de menta pegadas con glaseado. La puerta y su marco estaban hechos de onzas de chocolate. El interior de la casita era encantador. Bueno, era encantador y estaba encantado. Lo creé todo a partir de la imaginación. Nadie había construido una casa de pan de jengibre antes que yo.

Fue una tarea titánica que casi superó mis debilitados poderes. Todos los embrujos que había acumulado a lo largo de los años me sirvieron para levantar la casa de caramelo. El resultado, no cabía la más mínima duda, sería irresistible para cualquier niño.

Los oí llegar desde muy lejos. Logré dirigir hacia ellos el olor a menta, a chocolate, a caramelo de mantequilla y de azúcar moreno y a pastel de queso con frambuesas de la casa. ¡Funcionó! Al cabo de unos minutos aparecieron por allí mis jóvenes víctimas. ¡Ja! Oí sus mordiscos y dentelladas. Al principio tragaban sin masticar. Luego ya fueron refinando sus modales. Cuando me pareció que ha-bían comido suficiente para empacharse, salí a montarles una buena por haberme robado la casa.

—Lo siento —se disculpó Gretel, mientras su hermano se quedaba en silencio—. Nos moríamos de hambre.

—¡Menuda excusa! —empecé a decir, pero me contuve al darme cuenta de que eso era exactamente lo que les habría dicho su madrastra en un caso así. Me detuve a media frase. Mi voz y mi aspecto eran tan distintos que no habrían podido reconocerme, pero los gestos y el tono de voz podrían haberme delatado. Los invité a entrar—: Pasad. Estaba a apunto de preparar el té.

—No podemos quedarnos, gracias —repuso Hansel con cortesía—. No nos dejan.

—Gracias, es usted muy amable —contestó por su parte Gretel, con lágrimas en aquellos ojillos azules tan bonitos.

Pasó por la puerta de chocolate detrás de mí y Hansel la siguió a regañadientes, arrastrando los pies.

—Qué bonito —exclamó la niña con un hilo de voz.Se lo comía todo con los ojos. El interior estaba lleno de sedas y brocados

vistosos. Les serví selectas infusiones en tazas de porcelana transparente, junto

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con comida que siempre habían soñado pero nunca saboreado. Se les cerraban los párpados mientras comían, ya que el hambre y el agotamiento sufridos habían hecho mella en aquellos cuerpecitos escuálidos.

—Aquí se está mejor que en el bosque, ¿verdad? —comenté mientras los acompañaba al dormitorio.

Cuatro ojos agotados descansaron con avidez en dos camas tapadas con mullidos edredones. Menos de cinco minutos después, según el reloj, ya estaban profundamente dormidos. Si hubiera querido quitarles un poco de sangre no me habría hecho falta la Mano de la Gloria, pero lo cierto es que a ninguno de los dos les sobraba y sabía que me resultarían mucho más útiles una vez hubieran descansado y comido en abundancia.

Por la mañana ya estaban listos los preparativos para mis jóvenes invitados. Pedí a Hansel que fuera al establo a dar de comer al caballo y luego cerré la puerta y le coloqué un candado. Es verdad que me reía cuando vi cómo trataba de escapar, pero no prorrumpí en carcajadas de júbilo como dicen los cuentos. Y desde luego no me molesté en mantener la magia de los edredones de seda: decidí que Gretel podía dormir perfectamente cubierta de mantas hechas jirones.

Me hacía mucha falta una criada que se encargara de todo en la casa, porque estaba a punto de cumplir trescientos trece años. Tenía todo el derecho del mundo a estar cansada. Gretel se portó de maravilla; me bastaba amenazar con cualquier tontería a su hermano.

—Ese suelo sigue estando sucio. ¡Vuelve a fregarlo o esta noche Hansel no prueba bocado!

Le decía eso y me dejaba el suelo reluciente. En realidad lo que pretendía era cebarlos a los dos para que se pusieran bien gorditos: no quería que Hansel se quedara sin cenar ni un solo día, pero tampoco parecía probable que tuviera que cumplir mis amenazas, porque Gretel no se arriesgaba lo más mínimo.

Los cuentos me pintan como una estúpida de campeonato y aseguran que decía: «Hansel, saca un dedo por los barrotes» y que el niño sacaba en cambio un huesecillo, a lo que yo contestaba: «Huy, aún está muy flacucho para comérselo», dibujando una sonrisa con una boca en muy mal estado.

No me gustaba mirarme al espejo cuando estaba en mi forma verdadera. Se me había caído casi toda la dentadura y la magia necesaria para mantener unos pocos dientes falsos requería energía. Por eso desde hacía un tiempo comía estofado, porque la carne estaba muy blandita. Alguna que otra vez había comido carne humana, pero hacía más de cien años que no la cataba. Hansel era todavía muy joven y estaba tiernecito, pero seguro que Gretel mucho más. No obstante, únicamente podía matarlos y comérmelos una sola vez y no esperar habría sido un desperdicio enorme: estando vivos y rellenitos podían ir aportando sangre para todos los hechizos que iba a necesitar.

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Por descontado, sabía que lo que me sacaba Hansel para que palpara no era un dedo. Cada vez veía menos, pero el olfato no me había traicionado y tampoco el tacto: mis dedos saben distinguir entre piel y hueso.

Durante todo ese tiempo, al llegar la noche me transformaba y me iba a casa de Karl para ser su afectuosa esposa. Sentir la culpa que le provocaba haber abandonado a los niños e introducir en su cabeza sutiles sugerencias sobre animales, alimentar sus pesadillas, aportaba variedad a mi vida. Dejó de cortar madera y empezó a pasarse el día recorriendo el bosque en busca de sus hijos, llamándolos, para luego regresar a casa por la noche exhausto y sumirse en unos sueños horripilantes que lo agotaban aún más. ¿Hasta dónde llegaría antes de volverse loco del todo, antes de que no hubiera vuelta atrás? Le daba de comer dos veces al día, buenos alimentos, y en ningún momento se le ocurrió preguntar de dónde salían; se limitaba a comer entre sollozos, dormir entre pesadillas y recorrer el bosque lloriqueando, sin acercarse nunca a mi casita; ¡de eso me encargaba yo! Con Hansel mantenía breves conservaciones filosóficas:

—¿Qué pasaría si te devorase poquito a poco? Podría cortarte un brazo y empezar por ahí. Soy bruja, Hansel, ya lo sabes, podría hacer que se te curase el muñón y que ni siquiera sangrase. ¿Qué brazo te gustaría que te quitara primero?

Si hablaba así con Gretel, se ponía a chillar y se tiraba al suelo, y luego no me servía de criada durante varias horas, pero en cambio Hansel reflexionaba con seriedad y respondía con voz firme, como si aquello no fuera con él:

—Estoy convencido de que sería muy buen alimento, pero para comprobarlo no tienes que quitarme un brazo entero. Un pedazo de carne te serviría y con eso conservaría los dos brazos y las dos piernas; piensa que es posible que en algún momento me necesites para algún trabajo pesado. Me parece a mí que te conviene que siga siendo útil.

—Ya veremos —decía yo, y me marchaba enfadada. Por descontado que quería que estuviera en condiciones de hacer trabajos pesados cuando fuera necesario. Tenía previsto ampliar el laboratorio antes del invierno y si lo hacía él en mi lugar me resultaría mucho más cómodo, porque mis poderes iban disminuyendo

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progresivamente.Bueno, esa historia sobre el homo en el que dicen que me metió Gretel con

artimañas... Eso es una falsedad como la copa de un pino, como habría dicho un marido muy exagerado que tuve hace mucho. Es cierto que había un horno y que había metido el pan dentro, y también que estaba pinchando a Gretel diciéndole que detrás iría

Hansel, pero en ningún momento le ordené que se metiera para probarlo. Habría sido absurdo. Sin embargo, lo cierto es que me había confiado y que la niñata no era tan sumisa como parecía. ¡Menuda bribonzuela!

¿Cómo se las arreglaría para encontrar la llave del candado de Hansel? El embrujo de invisibilidad tendría que haber durado eternamente. En fin, de repente no encontré al niño en el establo, porque estaba escondido tras la esquina, y entre los dos consiguieron meterme dentro de un empujón y cerrar el candado. Una rabia tremenda se apoderó de mí una vez más, pero como estaba bien alimentada no pude aprovechar bien su fuerza. Aferré los barrotes. Cien años antes habría sido capaz de dejarlos hechos astillas, pero dada mi debilidad se me resistieron. Me dejé caer, abrumada de momento por la rabia.

Debió de ser entonces cuando los niños forzaron el cofre de mis joyas y se llenaron los bolsillos. Lo más probable es que también se llevaran una bolsa llena de gemas. Mi gran amuleto de topacio desapareció, junto con la corona de esmeraldas del marajá y el diamante de Zanzíbar, pero, claro, aún no he podido hacer inventario.

Ahora ya he recuperado la calma, los niños se han marchado y sigo encarcelada. Si me transformo, perderé el poder que me queda. ¿Quizá debería elegir otra forma? Un pájaro, un insecto o cualquier animal pequeño pasaría con facilidad entre los barrotes, pero sólo me queda energía para hacer el cambio una vez. La forma que adopte ahora será la mía durante una buena temporada, quizá para siempre. ¿Qué hago?

¿Podría colarse entre los barrotes un niño escuálido y canijo? ¿Tendría que ser muy, muy pequeñito? ¿Estoy preparada?

Y, si me decido por eso, ¿qué pasará luego? Karl se habrá quedado sin esposa, pero los niños darán con él: tendrán mucha comida y su padre se pasa todo el día

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dando vueltas por el bosque. No tardarán en encontrarse. Si me convierto en un niño pequeño, no podré llegar muy lejos. Por suerte, no pretendo llegar muy lejos. He invertido mucho esfuerzo aquí y estoy muy vieja para empezar de cero. Cuando me presente en la puerta de su casa con carita de hambre y unos ojos oscuros enormes, sé que me acogerán con los brazos abiertos.

LA BALADA DE BILL EL BLASFEMO

Robert William Service

Firmé un contrato para enterrar el cadáver del blasfemo Bill MacKie, cuando, donde o como fuera la muerte que muriera, sucediera a la luz del día o al amparo de la luna menguante; en cabaña o salón de baile, en un campamento o un antro, con botas de piel o simples zapatos; en la tundra aterciopelada o una cumbre inexplorada, por glaciar, corriente o arma; en el hueco de una ciénaga o la penumbra de un cañón, por alud, colmillo o zarpa; por batalla, asesinato o riqueza repentina, por peste, matarratas o plomo...

Juré sobre el libro santo que saldría y buscaría hasta encontrar a mi muerto insepulto.

Y es que Bill era un tipo muy exquisito y se le había metido entre ceja y ceja una parcela de medio pelo con flores y hierba de un cementerio civilizado.

Cuándo o cómo fuera a morir un comino le importaba, mientras acabara en una tumba con florituras y una lápida grabada.

Eso le prometí y me pagó el precio con buenas monedas de curso legal (las mismas que me ventilé aquella misma noche en los fondos más bajos que hay).

Después pinté una tabla de pino de cuatro palmos:«Yace aquí el pobre Bill MacKie», la colgué en mi cabaña y me dispuse a

esperar a que se muriera.

Fueron pasando los años hasta que llegó una india con una historia extraña, sobre unas trampas abandonadas más allá de las montañas de Bighom, sobre una choza junto a la gran cuenca y sobre un blanco que rígido e inmóvil había quedado allí tirado sin ninguna compañía, y me dije que debía de ser Bill.

Pensé entonces en el contrato que había firmado con él y bajé de un estante la preciosa caja negra con su placa de plata, que él mismo había elegido; y la llené hasta arriba de manduca y matarratas y del trineo la colgué; luego enganché mi traílla de perros y partí al despuntar el día.

Ya saben lo que pasa en mitad del Yukón a cincuenta y seis bajo cero; cuando los gusanos de hielo se abren paso con esas cabezas moradas por la corteza de la nieve de un azul tenue, cuando los pinos restallan en el silencio del bosque como si alguien hubiera disparado y los carámbanos cuelgan como colmillos de morsa de la capucha de la parka; cuando el humo de las estufas se abre paso bruscamente y el cielo cobra un brillo extraño, y el roce casual de un pedacito de acero quema como un espetón al rojo vivo; cuando el mercurio es una bola congelada y la congelación acecha con la muerte a la espaldas... Bueno, pues exactamente así era el día que partí en busca de Bill.

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Ay, el terrible silencio que parecía aplastarme a cada paso, cuando avancé a ciegas y dando tumbos en busca de un sendero por aquella tierra rotunda y glacial; medio aturdido y medio enloquecido en pleno páramo invernal, con su crueldad desgarradora, ¡y la lucha implacable por aferrarse a la vida que sólo conoce el pionero!

Al norte según la brújula, hacia el norte insistí; río y pico y luego llano vi pasar como un sueño que soñé para perder y que desperté para de nuevo soñar.

Río y pico y regio llano: ¿quién no quedaría sobrecogido? Ante el resplandor de sus cumbres parece uno estar sereno al pie del trono de Dios. Al norte, sí, al norte, por un terreno maldito, rechazado por las bestias que lo han recorrido, y lo único que oía era mi propia palabra severa y el aullido de los malamutes, hasta que por fin llegué a una cabaña achaparrada, levantada en una ladera, irrumpí en el interior y en el suelo, muerto por congelación, me encontré a Bill.

El hielo, el blanco hielo, cual mortaja cubría las paredes mugrientas de humo; hielo en el conducto de la estufa, hielo en la cama y hielo resplandeciente por todas partes; hielo centelleante sobre el pecho del muerto, hielo deslumbrante en el pelo, hielo en los dedos, hielo en el corazón, hielo en la mirada vidriosa; duro como un tronco y espatarrado como una rana, con los brazos y las piernas extendidos.

Miré el ataúd que había llevado para él y miré el cadáver horripilante y por fin articulé palabra: «A Bill le gustaban las bromas, pero, malditos sean sus ojos, ya

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podía haber tenido en cuenta a los demás en la forma de estirar la pata».

¿Han estado alguna vez en una cabaña en el Ártico, a un tiro de piedra del polo, con un pequeño ataúd de ocho palmos por cuatro y un pesar incontrolable?

¿Se han sentado alguna vez junto a un cadáver congelado que los miraba con una mueca en los labios y que parecía decir: «Ya puedes intentarlo todo el día, pero en la vida me meterás ahí dentro»?

No soy de los que se arrugan ante nada, pero jamás me he sentido tan alicaído como cuando me senté allí a mirar aquel fiambre y a decidir qué hacer.

Por fin me levanté y aparté de una patada a los huskys que husmeaban por allí, antes de encender un buen fuego en la estufa y ponerme a descongelar a Bill.

Bueno, pues a eso me dediqué durante trece días y no avancé en absoluto; los brazos y las piernas sobresalían como estacas, como si de verdad fueran de madera.

Al final me dije: «No sirve de nada, está tan petrificado que no hay quien lo descongele; es duro de mollera y se niega a estirarse, o sea, que habrá que recurrir... a la sierra».

Así pues, le serré los brazos y las piernas al pobre Bill y lo metí bien ajustado en el pequeño ataúd que había elegido él mismo, con la placa de plata de medio pelo; y a punto estuve de derramar una lágrima cuando clavé la tapa bien clavada antes de subirlo a mi trineo del Yukón y emprender el camino de regreso a la ciudad.

Más tarde lo enterré como indicaba el contrato en una fosa estrecha y profunda, y allí sigue, esperando la gran limpieza que llegará cuando se abran las compuertas del juicio.

Yo voy fumándome la pipa y meditando a la luz del sol de medianoche, y en ocasiones me pregunto si contarán las cosas horrendas que he hecho.

Mientras voy escuchando hablar al pastor, que expone la ley sagrada, pienso a menudo en el pobre Bill... y en lo mucho que costó serrarlo.

LA CASA EMBRUJADA

George MacDonald

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I

¡Tiene que ser esta mismísima noche!¡La luna lo sabe, y los árboles también!Se yerguen bien tensos, como si fueran centinelas, como si no se atrevieran a

adivinar por dónde puede soplar el viento.La propia charca, con ojos grises y mortecinos, lo espera sin ánimo, lo siente

próximo ¡y empieza a cuajarse y a helarse!Y la noche tenebrosa, con su escasa luz, guarda el secreto en su regazo.

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II

¿Qué puede ser, que hace que los álamos dejen de temblar y estremecerse, y allá en lo alto, entre un aire funesto, se queden tiesos como el pelo humano cuando el alma siente el vértigo del miedo, todos menos esos dos que a un lado se hacen en un arrebato de dolor mudo, aunque el viento no suelte un solo aliento para abrir paso al fluido brumoso de la muerte?

¿Qué puede ser, que es capaz de asustar a la luna en su máximo esplendor hasta dejarla con la mirada idiota de un ojo golpeado en plena noche? Está claro que ha salido mal; ¡dentro de poco se escuchará un chillido aterrador!

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III¡El silencio es sepulcral, y eso que escucho conteniendo la respiración!Sin embargo, sé que se acerca algo, lo sé muy bien; algo que murmura sin voz

para sus adentros, si está en mí o en el aire no lo sé, pero sí que está muy cerca.¡Siguiendo el ritmo de un tambor callado, algo se acerca, se acerca, crece y se

acerca!Y la luna lo sabe, está aterrada allá en el cielo por esa cosa que se acerca ya

¡murmurando sin voz para sus adentros, al ritmo de un tambor espectral y callado!

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IV

¡No hay nada que ver y nada que oír!Tan sólo en mitad del cielo cercano bate el ala de un pensamiento umbrío,

vago y sin rasgos, sin rostro, lóbrego, apenas un atisbo capta el ojo: ¿se trata de un tenue presentimiento nonato o de un recuerdo enterrado, desperdiciado y gastado como la escarcha de un suspiro invernal al fundirse?

Sin tardanza me llegará! ¡Sin tardanza! ¡Muy próximo está! Una noche algo sucedió, fue eso, algo que dejó sin sangre el asustado rostro de la luna. ¡Escucha! ¿Ha sido el grito de una cabra, o el gorjeo del agua en una garganta?

¡Calla! No hay nada que ver ni oír, sólo algo silencioso y próximo; no llama con los nudillos, no da tres ni cuatro pasos, ¡pero hay una presencia ante la puerta!

¡Mira! ¡La luna algo recuerda! ¿Qué es?¿El gemido de una criatura por su madre abandonada?¿O es un cuervo que afila el pico para comer? un cuchillo frío y azulado junto a

un cuello cálido y pálido ¿O tal vez sólo un corazón que estalló y se detuvo en el pecho de un hombre que quedó liberado?

¡No lo sé, no sé nada, pero algo se acerca, algo regresa murmurando para sus adentros!

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V

¡Ja! ¡Mira eso! ¡Mira esa casa, abandonada por todos, por escarabajos y ratones! ¡Fíjate en su aspecto! ¡Debe de tener alma!

¡Está mirando, mira y ve, aunque no pueda moverse, y las costillas que tiene, cómo clavan la mirada!

¡Sus ojos ciegos parecen dotados de visión!¡Sabe bien que posee alma!Demacrado, se cierne sobre la charca viscosa y mira boquiabierto como miran

los cadáveres: ¡es el mismísimo asesino!El fantasma ha adoptado la forma de esta casa sombría, empapada de

aflicción, en la que se cometió el horror hace mucho, mucho ya, y ha llenado de sí el cuerpo nuevo para recordar por siempre su horrendo crimen, y verlo ir y venir, rumiando a su alrededor como el tiempo inmóvil, con una boca bien abierta y unos ojos de par en par, empañados y ampollados y repletos de luna, ¡cual ser horrorizado ante un alba infernal! ¡El horror! ¡El horror! ¡Llegará pronto!

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VI

Y es que, siempre por toda la eternidad, al sonar la melodía en los tubos del órganos del tiempo, se comete el horror, y llega sin tardanza, fiel a la aparición de la luna con cara de reloj, fiel al repique del carillón esférico, fiel al ritmo y la rima cósmicos; punto por punto, como aquella primera vez, viene y va hasta que todo termina; y, paralizada por el terror de la buhardilla al sótano, la casa no puede cerrar la puerta que tan abierta tiene; su ojo reventado mira como si tratara de ver y se inclina como si se asentara con todo su peso, como si se asentara con gris enfermedad: también ella oye el murmullo mudo de la rueda que gira, ¡de la cosa que se acerca! En las vigas desnudas de su mente, desolado e invernal, mira el cortejo de cuervos que chismorrean y viven de los escándalos, que observan, en silencio todos y con el cuello estirado; están al tanto los muy malvados, tuercen la cabeza y los delata el destello intenso de una mirada maliciosa. ¡Mira, por las rendijas del cráneo en ruinas, cómo se desarrolla la maldad!

¡Fuera del alcance de los ojos de los querubines, fuera del alcance de los oídos de los serafines, en el exterior desierto, en tinieblas, en mitad del caos sombrío, el que buscan los fantasmas, se alza con el horror en pleno apogeo en su interior!

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VII

¡Ay, vientos, vientos que acecháis y espiáis ocultos bajo el borde lunar!¡Ay, vientos, vientos, ascended y barred, ascended y soplad y aventad el aire,

aventad el aire con brío y vaivén, desgarrad esta espantosa casa de quejidos! ¡Desgarrad y esparcid los huesos de su esqueleto por desiertos y montañas desnudos! ¡Arremeted, atacad y apartad tablones con clavos y piedras con argamasa! ¡Llevaos de aquí al fantasma, con torrente y marea, sacadlo de la luna y de mi mente, para que la luz vuelva a brillar sin sombras!

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VIII

Pero, ay, luego el espectro por las montañas y las costas va errando, vaga, y nunca hubo cerdo alguno que, escarbando y hablando con chillidos y aullidos, en las montañas del Gadareno, lo haya acogido, sino que se apresura a llegar al lago para soltar el pecado; para cualquier osario este fantasma es demasiado carnal.

¡No existe volcán, apagado y frío, con cenizas grises y viejas, que pueda lanzarlo con llama revivida para dejar en el cielo una mancha de vergüenza!

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IX

¿No llega ayuda? ¿Ninguna, de parte alguna, por la tierra o por los aires?¡Ven, triste mujer, cuya tierna garganta tiene una boca de rojos labios que no

puede cantar ni una nota! ¡Niño, cuya partera, nefasta tercera parca, hoja en mano, tu llegada aguardaba!

¡Padre, con el cabello embadurnado de sangre!¡Madre, tan marchita por la angustia del amor!¡Ven, corazón destrozado, estés donde estés, apresúrate a poner fin a este

sufrir!¡Fuisteis sólo víctimas del asesinato o del pesar que provocó: él es el horror, el

odio, el desdén!Venid, aunque debáis salir del azul más sacro por el que brilla el trono de

zafiro; por piedad, venid, aunque vuestros bellos pies estén junto a la banda de ancianos; arrojad el arpa sobre lo hialino, bajad deprisa las esferas divinas; venid y espantad esos cuervos; cubrid los ojos del horror para que no vea la luna despiadada, ensombreced su mente para que no distinga de ella el rocío abrasador; languideced a su alrededor, una carpa de amor, un aroma de gracia, una paloma al vuelo; recorred la casa con la melodía curativa de los pasos tranquilos; desterrad la forma que convoca el remordimiento, para imitaros; consoladlo, amores, con dulce perdón; ¡refrescad su corazón tras el calor abrasador con el agua de la vida que lava los pies del trono de Dios y la santa calle!

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X

¡Ay, Dios mío, no es más que un borrón viviente, pero junto a ti vive, porque si por ti no fuera se esfumarían juntos, olvidados de sí mismos, su crimen y él: un soplo de aliento de tu espíritu sobre el suyo lo repararía todo, dispersaría el horror y llevaría alivio en un alba ámbar de sacra aflicción!

¡Dios, dale lamento, surge de dentro, su ser primigenio, más profundo que el pecado!

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XI

¿Por qué tiemblo, como una criatura acorralada?No es más que un sueño, consigo alejarlo.Regresa mi aliento y mi corazón de nuevo bombea la sangre carmesí hasta mi

cerebro desfallecido, liberado del cortejo multiplicado por nueve de la pesadilla: Dios está en el cielo; sí, en todas partes; y el amor, que nunca deja de relucir, matará a la desesperación. Hacia el espacio vacuo y sin ojos del muro vuelvo el rostro del retrato.

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XII

Pero ¿porque está tan desnuda la luna, allá en lo alto?¿Y por qué tan blanca está?¿Y debido a qué mira así, desde lo alto, de esa forma tan extraña, en mitad de

la noche?¿Por qué siguen aún tan quietos los álamos que antes vi?¿Y por qué hay dos que permanecen apartados?¿Y fuera de la negrura por qué se cierne lo gris?

¿Por qué se cierne así, pregunto, sobre la casa, como un paño mortuorio que merece el fallecido en un entierro?

Alma mía, la razón puedes adivinar: ¡tu interior observa la luna con gesto pálido, cargado de terror!

¡Tú y el horror más crudo y solitario, paria de la oscuridad eterna, sois por naturaleza uno y no dos, y tu historia no ha terminado!

Así pues, deja que el retrato te mire desde el muro, y que su luna blanca te observe bien.

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EL GABINETE DE CEDRO

Lafcadio Hearn

Sucedió hace diez años, pero sigo teniéndolo grabado en la memoria, y allí permanecerá siempre, como una barrera oscura y espantosa que divide los años felices y dichosos que viví de niña, con sus pesares tontos y caprichosos y sus alegrías vehementes e inocentes, y la existencia radiante y maravillosa que he llevado desde entonces. Al volver la vista atrás aquella época se me antoja ensombrecida por un nubarrón lóbrego y amenazador, que llevaba en su morbosa oscuridad lo que, si no hubiera sido por un amor y una paciencia sumamente tiernos e infatigables, podría haberse convertido en el rayo de la

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muerte o, algo mil veces peor, de la locura. Tal como sucedieron las cosas, durante meses después de aquello la vida pendió de un fino hilo o quizá la enajenación acechó día a día, o mejor dicho me dominaron arrebatos de horror y de miedo. Ah, los días y los meses tediosos, tediosos, en los que anhelaba lastimeramente un descanso, cuando la luz del sol era una tortura y todas las sombras estaban repletas de un horror atroz; cuando lo que ansiaba mi alma era la muerte; lograr alejarme a rastras del terror que aguardaba en el murmullo más leve de la brisa estival, en la oscilación de la sombra de la hoja más diminuta sobre la hierba bañada por el sol, en cada rincón y cada pliegue de las cortinas de mi querido hogar. Sin embargo, el amor lo conquistó todo y ahora puedo contar mi historia; con sobrecogimiento y asombro, es cierto, pero también con calma y tranquilidad.

Hace diez años vivía con mi único hermano en una de esas pintorescas rectorías de paredes cubiertas de hiedra y tejados rojos que se encuentran desperdigadas por todo lo ancho de la bella Inglaterra. Archibald y yo éramos huérfanos y sólo hacía un año que vivíamos allí y que me ocupaba de él, atareada y feliz tras dejar los estudios, cuando Robert Draye me pidió que me casara con él. Robert y Archie eran viejos amigos y mi futura casa, Draye’s Court, apenas es-taba separada de la rectoría que ocupábamos por un viejo muro gris, en el que había una puerta baja de tachones de hierro que nos permitía pasar de nuestro soleado jardín al antiquísimo parque que había pertenecido a los Draye durante siglos. Robert era el señor de la mansión y había sido precisamente él quien había animado a Archie a instalarse en la rectoría, también propiedad de los Draye.

En la víspera de mi boda nuestro precioso hogar se llenó de invitados. Nos habíamos reunido todos en el amplio y anticuado salón de la rectoría después de cenar. Cuando Robert nos dejó una vez terminada la velada lo acompañé, como era nuestra costumbre, hasta la puertecita, donde tuvo lugar lo que él denominó nuestra última despedida; nos entretuvimos un rato bajo el gran nogal, por entre cuyas ramas pesadas y sombrías se colaba la luz pura y tenue de la luna de septiembre. Teniendo su último beso de buenas noches aún en los labios y el corazón cargado de él y del amor que para mí tonificaba y ensalzaba el mundo entero, no me apetecía volver a rodearme del bullicio y la diversión del salón, de modo que subí a mi habitación con sigilo. La llamo «mi habitación», pero lo cierto es que aquella noche iba a dormir allí por vez primera. Era un cuarto agra-dable orientado al sur y revestido de paneles de madera de cedro con relieves muy trabajados, lo que dotaba la atmósfera de una fragancia especiada. En el momento de nuestra llegada a la rectoría la había elegido para pasar las mañanas; allí había leído, cantado y pintado, allí había pasado largas horas de sol mientras Archibald permanecía ocupado en su estudio después de desayunar. Había hecho que me colocaran una cama en esa estancia porque prefería estar sola a compartir mi dormitorio, más amplio, con dos de mis damas de honor. Cuando entré me pareció luminosa y acogedora; mi silla baja preferida estaba arrimada al fuego, cuyo resplandor rosáceo brillaba y titilaba en las paredes oscuras y satinadas, que daban a la estancia su nombre: «el gabinete de cedro». Mi doncella estaba ocupada en la preparación de mi tocador, pero la despedí y me senté a esperar a mi hermano, puesto que sabía que pasaría a darme las buenas noches. En efecto, acudió; mantuvimos nuestra última charla junto al fuego en mi casa de soltera y cuando se marchó se produjo una incursión de todas mis damas de honor para una «recepción en salto de cama».

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Cuando por fin me quedé a solas corrí las cortinas y me acurruqué en el asiento empotrado debajo de la ventana, ancho y bajo. La luna estaba en todo su esplendor; la pequeña iglesia y el tranquilo cementerio de más allá del jardín parecían hermosos y serenos a la luz de sus rayos; el resplandor de las blancas lápidas aquí y allá, entre los árboles, podría haberme recordado que la vida no es toda paz y felicidad, que las lágrimas y el dolor y el miedo y las despedidas tienen un papel en su historia..., pero eso ni se me pasó por la cabeza. La dicha reposada que llenaba mi corazón se desbordó con algunas lágrimas sin rastro alguno de amargura y, cuando por fin me acosté, no me abandonó la sensación de que una paz profunda y perfecta seguía fluyendo hacia mi interior con los rayos de luna que colmaban la habitación y centelleaban en los pliegues de mi traje de novia, que estaba ya preparado para la mañana siguiente. Describo con tanta minuciosidad mis últimos momentos antes de irme a la cama para que se entienda que lo que siguió no fue producto de una fantasía malsana.

No sé cuánto tiempo llevaba dormida cuando de repente, y por decirlo de algún modo, algo me arrastró de nuevo a la conciencia. La luna se había puesto y el cuarto estaba muy oscuro; apenas distinguía la luz tenue de un cielo nublado y sin estrellas, enmarcado en la ventana abierta. No vi ni oí nada fuera de lo común, pero, sin embargo, era consciente de una presencia inusitada y siniestra cerca de mí; un horror indescriptible me cortó los latidos del corazón; a cada instante que pasaba me convencía más de que compartía la habitación con algún ser malvado. Era incapaz de pedir socorro, a pesar de que el dormitorio de Archie estaba muy cerca y sabía que un solo grito en mitad de aquel silencio sepulcral lo haría acudir a mi lado; lo único que logré hacer fue mirar, mirar, mirar aquella oscuridad. De repente (y en aquel instante un dolor punzante recorrió todos los nervios de mi cuerpo) oí con claridad, procedente del otro lado del panel contra el que estaba colocado el cabecero de la cama, un gemido débil y ahogado, al que siguió al instante una risa socarrona y maligna surgida del otro extremo de la habitación. Si se hubiera tratado de una de las figuras monumentales del pequeño cementerio en el que unas horas antes había visto el plácido reflejo de los rayos de luna, no me habría sentido más agarrotada, más incapaz de moverme o hablar por nada del mundo; parecía que todas las demás facultades habían desaparecido al forzar de aquella forma el ojo y el oído. Al cabo distinguí el sonido de unos pasos que se detenían y los golpes de un bastón contra el suelo, a lo que siguió más silencio, y luego poco a poco, de manera

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gradual, la habitación se llenó de luz, de una luz pálida, fría y estable. A mí alrededor todo estaba exactamente como lo había visto por última vez gracias al resplandor combinado de la luna y el fuego, y, aunque a intervalos seguí oyendo aquella cruda risa, la cortina colocada al pie del lecho me impedía ver su origen. Una vez más, quedo pero claro, empezó el gemido lastimero, seguido de unas palabras en un idioma extranjero, y con aquel sonido surgió una figura de detrás de la cortina, una mujer enana y deforme vestida con una túnica negra y ancha, salpicada de estrellas doradas, que emitía un resplandor tenue y feroz al mismo tiempo, en aquella luz misteriosa; una mano amarilla y enjuta aferró la cortina del lecho; refulgía con anillos cargados de piedras preciosas; una larga melena negra surgía abundante de una diadema de oro que coronaba aquel cuerpo contrahecho. Lo vi todo con la misma claridad con la que ahora veo la pluma que escribe estas palabras y la mano que la guía. El rostro estaba vuelto, ladeado con respecto a mí, como si se nutriera con glotonería de aquellos gemidos sobrecogidos; distinguí incluso las vetas de canas de la larga cabellera, allí tumbada en la cama, desamparada y presa del terror, la perplejidad y la afonía.

—¡Otra vez! —pidió con voz ronca, pero el sonido amainó para quedarse en murmullos poco claros, y tras dar un paso adelante aporreó el panel de cedro con la muleta; entonces, más fuerte y más decidida, resurgió la voz alocada y suplicante; esta vez las palabras que pronunció fueron en inglés.

—¡Piedad, tenga piedad! No por mí, sino por mi niña, mi pequeña, que nunca le ha hecho daño. Se muere... Se muere aquí en la oscuridad; déjeme únicamente volver a verle la cara una vez más. La muerte está muy cerca, ya nada puede salvarla, pero concédale un rayo de luz y rezaré para pedir el perdón para usted, si es que puede existir el perdón para alguien así.

—¡Vaya, por fin te pones de rodillas! Pues sí, arrodíllate ante Gerda y arrodíllate en vano. Un rayo de luz; ni aunque pudieras pagarlo con diamantes. ¡Eres mío! Chilla y llama todo lo que quieras, no hay más oídos para oírte. Moriréis juntos. Eres mío y te torturaré como me dé la gana; ¡mío, mío, mío!

Y dicho eso una risa horripilante resonó por toda la habitación. Al cabo de un instante se volvió. ¡Ah, el semblante de horror maligno en el que se posó mi

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mirada! Los ojos verdes refulgían y con algo parecido al gruñido de una bestia salvaje saltó hacia mí; aquel rostro espantoso casi tocó el mío; la mano escuálida y enjoyada estuvo a punto de aferrarme y entonces... supongo que me desmayé.

Pasé varias semanas presa de unas fiebres, sumida en un horror mental y una fatiga tan intensos que aún hoy me desagrada pensar en ello. Incluso cuando hubieron pasado la crisis y el peligro la recuperación fue lenta; la mente me quedó turbada sobremanera. Vivía en un mundo de sombras. Así fue pasando el invierno, que nos llevó a la hermosa mañana de primavera en que por fin ocupé mi lugar junto a Robert en la vieja iglesia; fui una novia fría, pasiva, casi constreñida. Me daba igual acceder a cualquier cosa que se me propusiera o negarme, de modo que Robert y Archie decidían por mí y les dejaba hacer conmigo su voluntad, ocupada sólo en amargarme dando vueltas y más vueltas, en silencio, al recuerdo de aquella noche terrible. A mi esposo se lo conté todo una mañana en un soleado valle de Baviera y de ello obtuvo fuerzas y paz mi mente débil y asustada; gradualmente el horror angustioso fue apagándose y cuando casi dos años después regresamos a casa por un motivo de felicidad me sentía igual de fuerte y de despreocupada que en mi infancia. Había acabado por convencerme de que todo había sido debido al inicio de la fiebre, no su causa. Más tarde me daría cuenta de mi equivocación.

Nuestra hija había llegado en la época de las rosas y cuando llegaron las navidades, nuestras primeras navidades en el hogar, la casa se llenó de invitados. Fueron unas fiestas tradicionales y maravillosas en las que patinamos mucho y disfrutamos al aire libre, mientras que en el interior no faltó la luz. Hacia el Año Nuevo cayó una buena nevada que nos mantuvo a todos prisioneros, pero incluso entonces los días pasaron alegremente y alguien propuso montar cuadros vivos para amenizar una velada. Robert fue elegido responsable; se organizó un debate y se eligieron los temas, pero luego nos topamos con el problema de cómo encontrar los trajes necesarios de un día para otro. Mi esposo propuso asaltar unos misteriosos baúles de roble que sabía que llevaban años almacenados en una habitación de la torrecilla. Recordaba haber visto de niño cómo los inspeccionaba el ama de llaves y su contenido había

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dejado un recuerdo difuso de viejos brocados sueltos, tisúes de oro, chaquetas, aros y capuchas, y con sólo oír hablar de todo aquello nos emocionamos mucho. Así pues, se mandó llamar a la señora Moultrie, que según era de esperar se quedó horrorizada ante la idea de que profanáramos lo que para ella eran reliquias de lo más sagrado; sin embargo, al ver que era inevitable abrió camino, soltando una protesta con cada crujido y cada susurro de su agarrotado vestido de seda.

«¡Qué rincón tan encantador!», fue, con distintas variantes, la exclamación que se oyó cuando entramos en la alargada sala de vigas de roble, al fondo de la cual estaban colocados de forma ordenadísima los baúles cuyos tesoros codiciábamos. La pobre señora

Moultrie, que destilaba una desaprobación tácita, fue abriéndolos uno tras otro y después pidió permiso para retirarse y nos dejó libertad para «causar estragos». Al cabo de un momento el suelo estaba cubierto de montones de sedas y terciopelos.

—Meg —me llamó la pequeña Janet Crawford, que ya se me acercaba brincando—, ¿no es una maravilla que nos haya tocado vivir en la época de los tules y las sedas estivales? ¡Imagínate estar prisionera de por vida en una fortaleza como ésta! —Y sostuvo un grueso brocado carmesí y dorado, con ballena y adornado con bucarán por todas partes. Lo descartó y quedó medio perdida en otro baúl hasta que, de repente...— Mire, comandante Fraudel, esto es perfecto para usted: una auténtica túnica de astrólogo, toda de terciopelo negro con estrellas doradas. Ojalá fuera lo bastante larga, pero sólo me viene bien a mí.

Me volví para encontrarme aquella figura menuda y bonita y aquel rostro inocente de niña ataviados con una túnica de negro y oro, idéntica en cuanto a forma, estampado y tejido a aquella que tan bien recordaba. Con un grito de espanto me cubrí la cara con las manos y me hice un ovillo.

—¡Quítatela! ¡Ay, Janet! ¡Robert, quítale eso de encima!Todo el mundo se volvió, intrigado. Mi esposo la vio al instante y, consciente

del motivo de mi terror, la echó apresuradamente dentro del baúl y cerró la tapa. Janet parecía medio ofendida, pero el nubarrón pasó en un abrir y cerrar de ojos cuando le di un beso y le pedí disculpas lo mejor que pude. Robert se rió de las dos y propuso un traslado a una habitación más cálida a la que podían llevarnos los baúles para que los revolviéramos a placer, pero antes de bajar Janet y yo

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entramos en una pequeña antesala para examinar unos cuadros antiguos que estaban apoyados contra la pared.

—Eso es justo lo que necesitamos, Janet, para enmarcar las escenas —aseguré, señalando un marco inmenso que debía de medir como mínimo tres metros y medio de lado—. Lleva un lienzo —añadí, tras apartar los pliegues polvorientos de una pesada cortina que quedaba delante.

—Eso se quita con facilidad —afirmó mi esposo, que nos había seguido.Con su ayuda retiramos la cortina por completo, pero, como la luz iba

menguando ya con rapidez, apenas logramos distinguir la figura de una muchacha vestida de blanco ante un fondo oscuro. Robert llamó para que trajeran una lámpara y cuando llegó nos volvimos con gran curiosidad para examinar el cuadro, sobre cuyo contenido habíamos hecho todo tipo de elucubraciones durante la espera. La muchacha era joven, casi una niña, absolutamente encantadora, pero, ¡qué tristeza!, había grandes lágrimas en los ojos inocentes y en las mejillas redondas y juveniles, y agarraba con ternura los brazos de un hombre que se inclinaba hacia ella, y ¿era un sueño?, pero no, se distinguía también con una nitidez odiosa a la mujer espantosa del gabinete de cedro, la misma hasta el último detalle de su cuerpo deforme, vestida incluso con el mismo traje estrellado y la diadema de oro. Los tonos oscuros de su atuendo y su rostro habían provocado en un principio que la pasara por alto. Los mismos ojos malvados parecían clavarse en los míos. Tras pegar un brinco irreflexivo, tuve la sensación de que se me detenía el corazón; luego todo desapareció. Cuando me recuperé de un desvanecimiento largo y profundo quedé sumida en una gran lasitud y después en una intensa agitación nerviosa; mi enfermedad puso fin a la reunión de amigos y durante meses fui una inválida. Cuando una vez más el amor y la paciencia de Robert me permitieron recuperar la salud y la felicidad de otros tiempos, me contó toda la verdad, tal como se había conservado en documentos antiguos de su familia.

En el siglo XVI fue señora de Draye y de la casa una mujer extraña y deforme que, por culpa de su cuerpo contrahecho, un semblante horrendo y un temperamento que la empujaba a odiar y vilipendiar todo lo bueno y hermoso debido al contraste que ofrecía a su lado, logró que todo el mundo la temiera y la

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aborreciera. Un único don poseía: el de la música, pero los compases que arrancaba de los muchos instrumentos que dominaba eran tan desenfrenados y tan extraños que aquel talento servía únicamente para intensificar el pavor que se le tenía. Su padre había fallecido antes de nacer ella y su madre murió durante el parto; no tenía familiares cercanos y había vivido una existencia solitaria y sin amor de la juventud a la madurez. En un momento dado apareció una jovencita por la propiedad, sin que nadie supiera nada de ella, sólo que se trataba de una pariente pobre. Daba la sensación de que la lóbrega señora dedicaba más amabilidad a aquella joven prima que a cualquier otra persona que se hubiera cruzado por su sombrío camino, y de hecho era tal el hechizo que sobre todo el mundo ejercían la bondad, la belleza y la alegría inocente de Marian que los criados dejaron de maravillarse porque hubiera obtenido el favor de su siniestra ama. Parecía que la muchacha sentía cierto afecto, fruto del estupor y la lástima, por la infeliz mujer; la tenía ubicada en una atmósfera creada por su propia naturaleza risueña y durante un tiempo todo fue bien. Cuando Marian llevaba ya un año en la casa apareció por allí un músico ex-tranjero. Era español y la señora de Draye lo había contratado para que le construyera un órgano que se decía iba a tener una potencia y una dulzura fabulosas. El extranjero y su patrona pasaron largos días luminosos de verano encerrados en el salón de música, él atareado con la construcción del maravilloso instrumento y ella entregada a asistirlo y a observar su trabajo. Marian dedicó aquellas jomadas a distintas actividades, a un ocio grato y a un trabajo también grato, a dar largos paseos con su poni zaino y a pasar las mañanas distraída junto al arroyo con la caña y el sedal o en la aldea cercana, donde la recibían con los brazos abiertos por todas partes. Jugaba con los niños, cuidaba de los más pequeños y ayudaba a las madres de mil maneras distintas, chismorreaba con los ancianos y en general alegraba el día a todo aquel con el que trataba. Después, por las noches, se sentaba en el salón con la señora de Draye y el español y charlaban en aquella dulce lengua extranjera en la que solían hablar. Sin em-bargo, aquello no era sino la música del entreacto, pues se avecinaba la gran tragedia. El motivo, fue, por descontado, el mismo que el de cualquier tragedia vital que se haya desarrollado desde los días muy, muy lejanos en que se alzó el telón de la escena del jardín del Edén. Felipe y Marian se amaban y, tras confesarse el uno al otro el feliz secreto, decidieron anunciárselo a su señora, como creían que era su deber. La hallaron en el salón de música. Jamás se supo con certeza si el problema fue que la visión fugaz de un mundo de hermosura que a ella le estaba negado la enfureció o si también ella amaba al extranjero, pero lo cierto es que al otro lado de aquella puerta cerrada se oyeron palabras acaloradas y al poco rato salió Felipe en solitario y se marchó de la casa sin despedirse de nadie Cuando los criados se atrevieron por fin a entrar se encontraron a Marian inerte en el suelo y a la señora de Draye cernida sobre ella con la muleta en alto, mientras que de una herida en la frente de la muchacha manaba sangre. Se la llevaron y la cuidaron con ternura; su señora cerró la puerta con llave cuando hubieron salido y se pasó toda la noche sola y a oscuras. La música que sonó sin descanso por el sereno aire nocturno era más extraña y retorcida qué cualquiera de los compases que habían surgido anteriormente de sus dedos; cesó con la luz del alba y a medida que avanzaba el día se descubrió que Marian había huido durante la noche y que el órgano de Felipe había emitido su última nota, pues la señora de Draye lo había hecho añicos para silenciarlo por siempre jamás. No demostró en ningún momento que le afectara la ausencia de la muchacha y nadie se atrevió a mencionar su nombre. No llegó a saberse nada de su suerte con certeza; sencillamente se suponía que había ido a reunirse

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con su amante.

Pasaron los años y con cada uno de ellos el temperamento de la señora de Draye ganó en ferocidad y malevolencia. Jamás salía de su cuarto, excepto en el aniversario de aquel día y aquella noche, cuando el repiqueteo de su muleta y sus zapatos de tacón se oía durante horas mientras iba de un lado a otro del salón de música, al que sólo entraba en aquella vigilia anual. Llegó el décimo aniversario de los hechos y en esa ocasión la vigilia no fue en solitario: los criados oyeron con claridad la voz de un hombre que se mezclaba en una con-versación severa con los tonos agudos de la señora; escucharon durante un buen rato hasta que por fin uno de los más audaces se atrevió a echar un vistazo sin dejarse ver. Distinguió a un hombre agotado y cubierto del polvo del camino; estaba sucio, maltrecho y mal vestido, pero aun así reconoció de inmediato al Felipe atractivo y alegre de hacía diez años. En sus brazos dormía una niña pequeña cuyos largos rizos, tan parecidos a los de la pobre Marian, caían sobre el hombro del español, que en aquella extraña lengua musical parecía suplicar algo en nombre de la criatura, pues levantaba, ay, con gran ternura, la capa que la cubría parcialmente y mostraba su carita, que sin duda le parecía que hablaría por sí sola. La señora, con un gesto de furia, levantó la muleta para golpear a la niña; Felipe se echó atrás con rapidez, se encorvó para besar a la criatura y luego, sin mediar palabra, se volvió para irse. La señora de Draye lo llamó para que regresara haciendo un gesto imperioso, dijo unas pocas palabras que él pareció escuchar con gratitud y juntos salieron de la casa por la cristalera que daba a la terraza. Los criados los siguieron y comprobaron que la señora lo llevaba hacia la rectoría, que en aquel momento estaba desocupada. Se dijo que el extranjero estaba afectado por algún peligro político, además de sufrir una gran pobreza, y que ella lo había ocultado allí hasta poder trasladarlo a un mejor refugio. En efecto, durante muchas noches acudió a la rectoría y regresó antes del amanecer, creyendo que nadie la veía, hasta que una mañana no volvió; sus criados debatieron la cuestión; el trato que había dispensado a Felipe había hecho que la apreciaran más que nunca; fueron a buscarla y la hallaron tirada en el umbral, muerta, con un frasco aferrado entre los dedos rígidos. No había ni rastro de la presencia del español y su hija durante los últimos días; los criados dedujeron que los había ayudado a huir antes de quitarse la vida. La enterraron

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en una tumba de suicida y durante más de cincuenta años la rectoría quedó cerrada a cal y canto. Aunque posteriormente había vuelto a estar habitada, nadie había sido aterrorizado por el espectro que había visto yo; probablemente el gabinete de cedro no se había utilizado nunca como dormitorio.

Robert decidió derribar y reconstruir el ala de la rectoría que contenía la habitación encantada, y con ello la verdad de mi relato tuvo una espantosa confirmación. Cuando se retiró el revestimiento de las paredes del gabinete de cedro se descubrió un hueco en el muro, que era muy grueso, y en su interior los restos maltrechos de los esqueletos de un hombre y una criatura.

Sólo podía extraerse una conclusión: la malvada mujer los había encerrado con la excusa de ocultarlos y ayudarlos y, cuando los tuvo a su merced, había acudido noche tras noche con una crueldad inimaginable para regodearse de su agonía y, tras concluir ese largo suplicio, había puesto punto final a su propia vida. No descubrimos nada del cuadro misterioso. Felipe era artista y podría haber sido obra suya. Lo destruimos para que no quedara rastro alguno de aquella terrible historia. No tengo nada más que añadir, salvo que si no hubiera sido por esos días sombríos dejados por la señora de Draye como legado de miedo y horror, jamás habría conocido tan bien el tesoro que tengo en el amor tierno, infatigable y leal de mi esposo, ni habría descubierto la bendición que todo pesar lleva en su interior, ni que «Toda nube que se despliega en lo alto y oculta el amor es de por sí un gran amor.»

EL AVARO ENTRE LAS ZARZAS

Hermanos Grimm

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Había una vez un granjero que tenía un criado leal y cumplidor que llevaba tres años dejándose la piel a su servicio sin haber cobrado salario alguno, hasta que llegó un momento en que se decidió a no seguir sin paga y acudió a su amo para decirle:

—Hace mucho tiempo que me dejo la piel por usted y confío en que me dará lo que me corresponde por mi esfuerzo.

El granjero era un triste avaro y sabía que el criado era de buena fe, de modo que sacó tres cuartos y le dio uno por cada año de servicio. A aquel pobre

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hombre le pareció que era muchísimo dinero y se dijo: «¿Qué sentido tiene seguir trabajando tanto y viviendo aquí por un mísero sueldo? Ahora puedo viajar por el ancho mundo y disfrutar de la vida». Y dicho y hecho: se metió las monedas en un saquito y se fue a vagar por colinas y valles.

Correteando felizmente por los campos iba, cantando y bailando, cuando le salió al paso un enanito que le preguntó por qué iba tan contento.

—Pero, bueno, ¿por qué iba a andar alicaído —contestó—, si disfruto de buena salud y llevo riquezas en este saco? ¿Qué más necesito? He ahorrado lo ganado en tres años y lo llevo todo a buen recaudo en el bolsillo.

—¿A cuánto asciende? —quiso saber el hombrecillo.—A nada menos que tres cuartos.—Podrías dármelos a mí —pidió el otro—, pues soy muy pobre.El campesino se apiadó de él y le entregó todo lo que tenía, ante lo cual el

enano repuso:—Como tienes tan buen corazón, te concedo tres deseos, a razón de uno por

moneda; así pues, elige lo que te plazca.El hombre se alegró de su buena suerte y contestó:—Hay muchas cosas que me gustan más que el dinero: en primer lugar, deseo

un arco para derribar todo aquello a lo que dispare; después, un violín que haga danzar a todo el que me oiga tocarlo; y en tercer lugar, me gustaría que todo el mundo me concediera lo que pidiera.

El enano le dijo que se cumplirían sus tres deseos y le entregó el arco y el violín antes de seguir su camino.

Por su parte, nuestro honrado amigo también echó a andar de nuevo y, si antes había ido contento, esa alegría se multiplicó por diez. No había avanzado mucho cuando se topó con un viejo avaro: cerca de ellos había un árbol en cuya rama más alta se había posado un tordo que cantaba rebosante de felicidad.

—¡Ay, qué pájaro tan hermoso!—exclamó el avaro—. La de dinero que daría por tener un ejemplar así.

—¿Eso es todo? En ese caso, ahora mismo se lo consigo —aseguró el campesino.

Así pues, sacó el arco y en un abrir y cerrar de ojos cayó el tordo entre las zarzas que había al pie del árbol. El avaro se adentró en ellas a cuatro patas para buscarlo, pero el otro agarró de inmediato el violín y empezó a tocar, con lo que el avaro empezó a danzar y brincar, dando saltos cada vez más y más altos. Las espinas enseguida empezaron a desgarrarle la ropa hasta dejársela hecha andrajos y quedar él mismo cubierto de arañazos y heridas, con todo el cuerpo ensangrentado.

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—¡Ay, por todos los cielos!—chilló el avaro—. ¡Señor mío, señor mío! ¡Le ruego que deje quieto ese violín! ¿Qué he hecho yo para merecer esto?

—Pues ha estafado usted a mucha gente y ésta es la recompensa que merece —respondió el otro, y tocó otra canción.

Entonces el avaro empezó a suplicar y a prometer y le ofreció dinero a cambio de su libertad, pero durante un buen rato no alcanzó el precio deseado por el músico, así que éste siguió haciéndolo bailar con más y más brío y el avaro fue aumentando más y más la cantidad hasta que por fin ofreció la buena suma de cien florines que llevaba en un saquito y que acababa de conseguir estafando a algún desdichado. Al ver tantísimo dinero, el campesino dijo:

—Acepto su propuesta.Así pues, tomó el saco, guardó el violín y siguió su camino muy satisfecho con

el trato.Por su parte, el avaro salió de las zarzas a rastras, medio desnudo y en un

estado lamentable y empezó a considerar cómo cobrarse su venganza y tenderle una trampa al individuo del violín. Por fin decidió acudir al juez y contarle que un granuja le había robado su dinero y encima le había propinado una señora paliza, y que aquel sujeto llevaba un arco a la espalda y un violín colgado del cuello. Por consiguiente, el juez mandó a sus agentes a atrapar al acusado estuviera donde estuviera; no tardaron en detenerlo y llevarlo ante la autoridad para que lo juzgara.

El avaro empezó a contar su historia y aseguró que el otro le había robado el dinero.

—No, me lo dio a cambio de que le tocara una canción —aseguró el campesino, pero el juez le contestó que eso era poco probable y zanjó la cuestión condenándolo a la horca.

Se lo llevaron pues hacia el cadalso, pero cuando ya subía los escalones rogó:—Señor juez, concédame una última voluntad.—Lo que sea, menos que le perdone la vida —contestó el otro.—No, no le pido eso, sino únicamente que me deje tocar el violín una última

vez.

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—¡Ay, no! ¡No!—exclamó el avaro—. ¡Por todos los cielos, no lo escuche! ¡No lo escuche!

—No es más que una canción, enseguida acabarán sus días —repuso, sin embargo, el juez. En realidad, no podía negarle aquella petición, pues también el tercer deseo del enano se había cumplido.

—Átenme bien fuerte, átenme bien fuerte, tengan piedad —suplicó el avaro al oír aquello, pero el campesino ya había agarrado el violín y había empezado a tocar una melodía.

A la primera nota, el juez, los actuarios y el carcelero empezaron a moverse; se pusieron todos a pegar brincos y nadie fue capaz de coger al avaro. A la segunda nota, el verdugo soltó a su prisionero y comenzó también a bailar, y cuando el campesino hubo tocado el primer compás ya danzaban todos juntos, juez, tribunal y avaro, además de todos los curiosos que se habían acercado. Al principio la situación fue bastante alegre y simpática, pero cuando ya hubo dura-do un rato y no parecía que la música y el baile tuvieran visos de acabar empezaron a gritar y a implorarle que cesara, pero sus ruegos no tuvieron ningún efecto hasta que el juez no sólo le perdonó la vida, sino que le prometió devolverle los cien florines.

Entonces el campesino se dirigió al avaro y le pidió:—Díganos ahora, bandolero, de dónde había sacado ese oro, o me pongo a

tocar exclusivamente en su honor.—Lo robé —confesó el avaro ante todo el mundo—. Reconozco que lo robé y

que usted se lo ganó limpiamente.Al oír aquello el otro soltó el violín y dejó que el avaro ocupara su lugar en el

cadalso.

«Q.», UN CUENTO PARAPSICOLÓGICO PSOBRE LO PSOBRENATURAL

Stephen Leacock

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No puedo esperar que ni uno solo de mis lectores se crea la historia que estoy a punto de narrar. Si me paro a reflexionar, prácticamente ni yo mismo me la creo. Sin embargo, el relato es tan extraordinario y arroja tanta luz sobre la naturaleza de nuestras comunicaciones con seres de otro mundo que no me veo en disposición de ocultárselo al público.

Había ido a visitar a Annerly en su alojamiento. Era sábado 31 de octubre. Recuerdo la fecha con tanta exactitud porque era día de cobro y había recibido seis libras de oro y diez chelines. Recuerdo la suma con tanta precisión porque me la había metido en el bolsillo y recuerdo en qué bolsillo porque no llevaba nada más de dinero en ningún otro. Tengo absolutamente claros todos esos detalles.

Annerly y yo estuvimos fumando un rato, tranquilamente sentados.Entonces, de improviso, preguntó:—¿Cree en lo sobrenatural?Me sobresalté como si me hubieran golpeado.En el momento en que mencionó lo sobrenatural yo tenía la cabeza en algo

completamente distinto. El hecho de que lo mencionara justo en el preciso

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instante en que yo estaba pensando en otra cosa me pareció, como mínimo, una coincidencia muy singular.

Durante unos instantes no pude articular palabra.—Lo que quiero decir —aclaró— es si cree en los fantasmas de los muertos.—¿Los fantasmas? —repetí.—Sí, los fantasmas, o si prefiere otra palabra los fantogramas, o llámelos si

quiere manifestaciones fantogramáticas, o para simplificar las cosas fenómenos psicofantasmales.

Miré a Annerly con un interés mayor que el que había despertado jamás en mí. Tuve la impresión de que estaba a punto de abordar hechos y experiencias sobre los cuales en los dos o tres meses que hacía que lo conocía nunca le había parecido oportuno hablar.

Me pregunto ahora cómo es posible que en ningún momento se me hubiera pasado por la cabeza que un hombre que a los cincuenta y cinco años ya tenía el cabello entrecano debía de haber pasado por una terrible experiencia.

Entonces volvió a hablar:—Anoche vi a Q.—¡Santo cielo! —exclamé.No tenía ni idea de quién era Q., pero se apoderó de mí un estremecimiento de

terror indescriptible al imaginarme que Annerly lo hubiera visto. En mi existencia tranquila y reposada jamás había sucedido nada parecido.

—Sí —confirmó—. Vi a Q. con la misma claridad que si ahora estuviera aquí delante, aunque quizá debería contarle algo de la relación que mantuve con él, para que entienda exactamente cuál es la situación actual.

Se acomodó entonces en la butaca situada al otro lado de la hoguera, delante de mí, encendió una pipa y prosiguió.

—Cuando lo conocí, Q. no vivía muy lejos de un pueblo del sur de Inglaterra, que voy a llamar X., e iba a casarse con una muchacha hermosa y de buena educación que me permitiré llamar M.

Apenas había empezado a hablar cuando me di cuenta de que lo escuchaba absolutamente absorto. Me daba cuenta de que la experiencia que estaba a punto de relatar no era nada corriente y tenía la firme sospecha de que «Q.» y «M.» no eran los verdaderos nombres de los desventurados conocidos de Annerly, sino en realidad dos letras del alfabeto elegidas prácticamente al azar para ocultar su identidad. Aún estaba dándole vueltas a lo ingenioso del recurso cuando añadió:

—En la época en que Q. y yo nos hicimos amigos tenía él un perro predilecto (al que, en caso necesario, llamaré Z.) que lo seguía al entrar y salir de X. en su paseo cotidiano.

—Al entrar y salir de X. —repetí, estupefacto.—Sí. Al entrar y salir.Tenía ya todos los sentidos en guardia. El hecho de que Z. hubiera seguido a

Q. al salir de X. me parecía perfectamente comprensible, pero que lo siguiera al entrar era un dato que superaba todo esfuerzo de entendimiento.

—Bueno —prosiguió Annerly—, Q. y la señorita M. iban a casarse. Estaba todo preparado. La boda debía de tener lugar el último día del año. Exactamente seis meses y cuatro días antes de la fecha señalada (lo recuerdo porque la coincidencia se me antojó extraña en aquel momento), Q. acudió a verme ya entrada la noche, muy alterado. Acababa de tener, según me contó, una premonición de su propia muerte. Aquella tarde, estando con la señorita M. en el porche de la casa de ésta, había visto pasar con total claridad por la calle una proyección del perro, de R.

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—Un momento —lo interrumpí—. ¿No había dicho que el perro se llamaba Z. ?Annerly frunció ligeramente el ceño.—Pues sí —repuso—. Se llamaba Z. o, para ser más exactos, Z. R., ya que Q.

tenía por costumbre, quizá debido al afecto que sentía por él, llamarlo R. además de Z. Bueno, pues la proyección o fantograma del perro pasó ante ellos con tal nitidez que la señorita M. juró que era indistinguible del perro verdadero. Delante de la casa el fantasma se detuvo un momento y meneó la cola. Acto seguido echó a andar de nuevo y, de forma inesperada, desapareció tras una esquina, como si lo hubieran ocultado los ladrillos. Y la situación resultó aún más misteriosa porque la madre de la señorita M., que estaba afectada de un problema que le hacía verlo todo borroso, vio borroso al perro.

Annerly se detuvo un instante y luego prosiguió.—Q. interpretó aquel acontecimiento, sin duda de forma correcta, como una

indicación de que se acercaba su muerte. Hice lo que pude para quitárselo de la cabeza, pero resultó imposible, de modo que se zafó de mi mano y se marchó, absolutamente convencido de que no viviría para ver el amanecer.

—¡Santo cielo! —exclamé—. ¿Y murió aquella noche?—No, no murió —contestó Annerly en voz baja—. Eso es lo que resulta

inexplicable.—Prosiga.—A la mañana siguiente se levantó como todos los días, se vistió con el esmero

habitual, sin olvidarse de ninguna prenda, y se dirigió a pie a su oficina a la hora esperada. Después me contó que recordaba las circunstancias con tanta claridad debido al hecho de que había ido a la oficina por la ruta usual, en lugar de tomar otro camino distinto.

—Espere un momento —pedí—. ¿Sucedió algo fuera de lo normal aquel día en concreto?

—Ya me imaginaba yo que iba a hacerme esa pregunta. Pues bien, por lo que yo sé no pasó absolutamente nada. Q. regresó del trabajo y al parecer cenó como siempre y se fue a la cama aquejado de una ligera somnolencia, pero nada más. Su madrastra, con la que vivía, aseguró más tarde que durante la noche había oído con gran claridad el ruido de su respiración.

—¿Y murió aquella noche? —pregunté, con voz entrecortada debido a la

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emoción.—No —repuso Annerly—, no murió. Se levantó a la mañana siguiente

encontrándose más o menos igual, aunque por lo visto la sensación de somnolencia había desaparecido y ya no respiraba de aquella forma tan audible.

Volvió a quedarse callado. A pesar de estar deseoso de escuchar el resto de su insólito relato, preferí no avasallarlo a preguntas. El hecho de que hasta la fecha nuestra relación hubiera sido de carácter puramente formal y de que aquélla fuera la primera ocasión en que me invitaba a visitarlo en su alojamiento me impedía pretender una intimidad excesiva.

—Bueno —prosiguió por fin—, Q. volvió a su oficina todos los días desde entonces con absoluta regularidad. Por lo que yo sé, no hubo nada más ni en su entorno ni en su conducta que indicara que un destino concreto fuera a afectarlo de inmediato. Vio a la señorita M.

con asiduidad y la fecha fijada para su casamiento fue acercándose día a día.—¿Día a día? —repetí, atónito.—En efecto, día a día. Durante una buena temporada antes de la boda vi poco

a Q., pero dos semanas antes de que fuera a celebrarse me crucé con él un buen día por la calle. Por un momento pareció que iba a detenerse, pero entonces levantó el sombrero a modo de saludo, sonrió y siguió adelante.

—A ver, un momento. Permítame que le haga una pregunta que parece relevante: ¿pasó de largo y luego sonrió y levantó el sombrero o por el contrario sonrió con el sombrero puesto, lo levantó y después pasó de largo?

—Su pregunta tiene una clara justificación —aseguró Annerly—, y creo que puedo responder con total precisión si digo que primero sonrió, luego dejó de sonreír y levantó el sombrero y luego dejó de levantarlo y siguió andando.

»No obstante, lo fundamental es esto: el día señalado para la boda, Q. y la señorita M. se casaron según lo previsto.

—¡Imposible! —exclamé, con voz ahogada—. ¿Se casaron según lo previsto? ¿Los dos?

—Así es, los dos al mismo tiempo. Tras la ceremonia, los señores Q. se fueron...

—Los señores Q. —acerté a decir, perplejo.—Sí, los señores Q., pues una vez casados la señorita M. adoptó el apellido de

Q. y luego se marcharon a Australia, donde iban a residir.—Un momento, a ver si me queda clara una cosa: al irse a Australia para

instalarse ¿era su intención residir allí?—Sí, al menos eso fue lo que entendió la mayoría de la gente. Personalmente,

fui a despedirlos al barco y le di la mano a Q. estando al mismo tiempo bastante cerca de él.

—Bueno, desde que los dos Q., como supongo que prácticamente podríamos llamarlos, se trasladaron a Australia, ¿ha tenido noticias de ellos? —quise saber.

—Eso es un asunto que ha quedado revestido de la misma singularidad que el resto de mi experiencia. Hace ahora cuatro años desde que Q. y su esposa se marcharon a Australia. Al principio supe de él con bastante frecuencia, pues recibía dos cartas al mes. Después sólo me llegó una cada dos meses, luego dos cada seis meses y posteriormente sólo una cada doce, y hasta anoche no había sabido nada de nada de Q. durante año y medio.

Me encontraba ya en vilo.—Anoche —continuó Annerly con un hilo de voz—, Q. se presentó en esta

misma habitación, o más bien debería decir que se apareció un fantasma o manifestación parapsicológica de Q. Daba la impresión de estar muy alterado, hizo gestos que no fui capaz de comprender y mostraba continuamente el forro

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de los bolsillos del pantalón. Yo me quedé tan embelesado que no fui capaz de preguntarle nada y no logré entender qué quería decir. Después el fantasma cogió un lápiz de la mesa y escribió estas palabras: «Dos libras, mañana por la noche, es urgente».

Annerly volvió a quedar en silencio y yo medité con calma.—¿Cómo interpreta lo que trataba de expresar el fantograma de Q. ?—Creo que quería decir lo siguiente —anunció—: Q., que evidentemente está

muerto, trataba de visualizar el hecho, trataba, por así decirlo, de desatomizar la idea de que estaba desmonetizado y quería dos libras esta noche.

—¿Y de qué modo pretende hacérselas llegar? —pregunté, fascinado ante su perspicacia instintiva en lo relativo a los misterios del mundo parapsicológico.

—Mi intención es llevar a cabo un experimento audaz y temerario, que, en caso de dar buen resultado, nos ofrecerá un vínculo inmediato con el mundo de los espíritus. Mi plan es dejar dos libras de oro aquí en el borde de la mesa durante la noche. Si por la mañana se han esfumado sabré que Q. se las ha ingeniado para desastralizarse y llevárselas. La única cuestión es: ¿no tendrá dos libras, por casualidad? Yo, por desgracia, sólo llevo calderilla.

Nos encontramos ante un caso de buena suerte de lo más insólito, ante una coincidencia que unía toda aquella cadena de circunstancias, pues resultó que llevaba encima las seis libras que acababa de recibir de la paga semanal.

—Por fortuna, estoy en disposición de solucionar la situación. Me hallo en posesión de dinero en este momento —contesté.

Y saqué dos libras del bolsillo.Annerly se quedó encantado ante nuestra buena estrella. En seguida nos

encargamos de los preparativos del experimento.Colocamos la mesa en mitad de la habitación de modo que no hubiera peligro

de contacto o colisión con ningún mueble. Las sillas se pegaron con cuidado a la pared y de manera que no hubiera dos que ocuparan el mismo espacio que otras dos, mientras que los cuadros y demás ornamentos de la habitación se dejaron exactamente tal cual estaban. Nos preocupamos de no despegar ningún pedazo de papel pintado de la pared ni retirar ningún cristal de la ventana. Cuando estuvo todo dispuesto dejamos las dos libras una al lado de la otra encima de la mesa, con la cara para arriba, de modo que el otro lado, la denominada cruz, quedara en contacto sólo con la propia mesa. A continuación apagamos la luz, di las buenas noches a Annerly y salí de allí a tientas, presa de una excitación febril.

Los lectores se imaginarán perfectamente el estado de entusiasmo en el que me hallaba ante la perspectiva del resultado del experimento. Apenas logré pegar ojo por culpa de los nervios. Tenía, por descontado, una confianza absoluta en el esmero de nuestros preparativos, pero albergaba al mismo tiempo ciertos recelos ante un posible fracaso, pues mi temperamento y mi disposición mental podrían no ser los más indicados para llevar ese tipo de experimentos a buen puerto.

No obstante, no había motivo de alarma, dado que los hechos demostraron que mi mente era un catalizador o, si se prefiere la palabra, un vehículo de primer orden para el trabajo parapsicológico de esas características.

Por la mañana Annerly llegó a toda prisa a mi alojamiento con el rostro iluminado por la emoción.

—Espléndido, espléndido —dijo casi a voz en grito—, ¡lo hemos conseguido! Las libras han desaparecido. Estamos en comunicación monetaria directa con Q.

No es necesario ahondar en el exquisito escalofrío de alegría que me recorrió el cuerpo entero. Durante todo aquel día y el siguiente, la sensación de estar en

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comunicación con Q. no me abandonó en ningún momento.Mi única esperanza era que se presentara una oportunidad para renovar

nuestra intercomunicación con el mundo de los espíritus; a la noche siguiente se cumplieron mis deseos. Era ya tarde cuando Annerly me telefoneó.

—Venga de inmediato a mi alojamiento —pidió—. El fantograma de Q. está comunicándose con nosotros.

Acudí a toda prisa y llegué casi sin aliento.—Q. ha vuelto a presentarse —anunció Annerly— y parecía igual de angustiado

que la primera vez. Una proyección suya ha estado en esta habitación y no ha dejado de escribir con el dedo en la mesa. He distinguido la palabra «libras», pero nada más.

—¿No supondrá que, por alguna razón que se nos escapa, Q. de— sea que volvamos a dejarle dos libras?

—¡Diantre!—exclamó Annerly con entusiasmo—. Creo que ha dado usted en el clavo. En fin, vamos a probarlo, lo peor que puede pasar es que nos equivoquemos.

Aquella noche dispusimos de nuevo dos libras mías en la mesa y movimos los muebles con la misma escrupulosidad de la vez anterior.

Dudando aún hasta cierto punto de mi capacidad parapsicológica para la labor a la que me había entregado, me esforcé en tener la mente preparada, de modo que valiera de referente para cualquier alteración astral que pudiera producirse. El resultado demostró que en efecto había servido a ese fin, pues nuestro experimento fue un éxito rotundo: por la mañana las dos monedas habían desaparecido.

Durante casi dos meses proseguimos con nuestros ensayos en torno al asunto en cuestión. En ocasiones era el propio Annerly, según me dijo, el que disponía el dinero, a menudo sumas considerables, al alcance del fantasma, que jamás dejaba de retirarlas durante la noche. Sin embargo, y por ser un hombre de marcadas convicciones morales, Annerly nunca llevaba a cabo esos experimentos solo, salvo cuando le resultaba imposible comunicarse conmigo a tiempo para

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que acudiera.Otras veces me llamaba con un escueto mensaje: «Q. está aquí», o me enviaba

un telegrama, o una nota que dijera: «Q. necesita dinero; traiga el que tenga, pero no más».

Por mi parte, tenían muchísimas ganas de presentar nuestro trabajo al público con toda la importancia que merecía, o de informar de él a la Sociedad de Investigaciones Parapsicológicas y organismos similares, para que supieran del audaz tráfico que habíamos establecido entre el mundo de la percepción y la existencia psicovinculada o pseudoetérea. Me parecía que, por nuestra cuenta y riesgo, habíamos triunfado al transmitir cantidades monetarias de forma directa y sin mediación de un mundo a otro. Otros lo habían conseguido antes, es cierto, pero gracias a la interposición de un médium o a la suscripción a una revista de ocultismo, pero nosotros habíamos logrado la hazaña con una sencillez tal que ardía en deseos de hacer pública nuestra experiencia para beneficiar a gente como yo.

Sin embargo, Annerly era reacio a tomar esa vía, pues temía que provocara la ruptura de nuestras relaciones con Q.

Habían transcurrido unos tres meses desde nuestra primera experimentación interastral parapsicológico—monetaria cuando llegó la culminación de mis experiencias, de un modo tan misterioso que me tiene aún sumido en la perplejidad.

Annerly fue a verme una tarde. Lo vi nervioso y abatido.—Acabo de tener una comunicación parapsicológica con Q. —anunció, a modo

de respuesta a mis preguntas— que no logro interpretar. Lo que me ha parecido entender es que Q. ha forjado una especie de plan para interesar a otros fantasmas en el tipo de trabajo que hacemos y propone formar, a su lado del abismo, una asociación que trabaje en armonía con nosotros para la gestión de transacciones monetarias a gran escala entre los dos mundos.

El lector podrá imaginarse perfectamente que casi me centellearon los ojos de emoción ante la magnitud de la propuesta que se nos presentaba.

—Q. desea que reunamos todo el capital del que podamos disponer y que se lo hagamos llegar para poder organizar una asociación colectiva de fantogramas, o quizá en este caso lo más indicado sea denominarlos fantoides.

En cuanto comprendí el significado de las palabras de Annerly se apoderó de mí el entusiasmo.

Decidimos intentar el gran experimento aquella misma noche.Mi capital material personal no era, por desgracia, muy considerable, pero sí

contaba con unas quinientas libras en reservas bancarias que me había dejado mi padre al morir y de las que podía disponer, por descontado, en unas pocas horas. Sin embargo, temí que fuera una cantidad demasiado reducida como para permitir a Q. coordinar a sus compañeros fantoides.

Llevé el dinero en billetes y monedas de oro de una libra a la habitación de Annerly, donde lo colocamos encima de la mesa. Por fortuna, él pudo aportar una suma mayor, que, sin embargo, no iba a dejar junto a la mía hasta que me hubiera retirado, pues pretendía impedir que la conjunción de nuestras personalidades monetarias desmaterializara el fenómeno astral.

En esa ocasión hicimos los preparativos con un cuidado excepcional, Annerly seguro de sí mismo y en silencio, y yo, debo confesarlo, sumamente nervioso y temeroso del fracaso. Nos quitamos las botas y anduvimos descalzos, sólo con los calcetines, y a instancias de Annerly no solamente pusimos los muebles como en las otras ocasiones, sino que volcamos el cubo del carbón y dispusimos una toalla húmeda encima de la papelera.

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Una vez completado todo, estreché la mano de Annerly y me fui siendo ya noche cerrada.

A la mañana siguiente esperé en vano. Dieron las nueve, después las diez y por fin las once y seguía sin tener noticias suyas. Presa de una angustia febril me dirigí a su alojamiento.

Imagínense mi enorme consternación al comprobar que había desaparecido. Se había esfumado de la faz de la tierra. No alcanzó a saber qué terrible error en nuestras preparaciones o el descuido de qué precauciones parapsicológicas necesarias provocaron aquel destino, pero los indicios no podían haber sido más claros: el mundo astral se había tragado a Annerly, que se había llevado con él el dinero de la transferencia por la que arriesgó su existencia mundana personal.

La prueba de su desvanecimiento fue fácil de hallar. .En cuanto reuní el valor suficiente me dediqué a hacer unas cuantas pesquisas con discreción. El hecho de que hubiera sido arrastrado cuando debía cuatro meses de alquiler por su alojamiento y se hubiera esfumado sin disponer siquiera de tiempo para saldar cuentas como las que tenía pendientes con distintos tenderos me indicaba que debía de haber quedado desvisualizado de un momento para otro.

El miedo atenazador de que se me responsabilizara de su muerte me impidió hacer público todo el asunto.

Hasta aquel momento no me había percatado de los riesgos que había corrido durante nuestros temerarios tratos con el mundo de los espíritus. Annerly cayó víctima de la gran causa de la ciencia parapsicológica y el resultado de nuestros experimentos sobrevive pese a todo prejuicio como testimonio de su verdad.

CARA DE LUNA LLENA

Jack London

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John Claverhouse tenía cara de luna llena, de pan, de torta. Sí, uno de esos rostros de pómulos muy separados y barbilla y frente hundidos entre los cachetes para formar una circunferencia perfecta, con la nariz chata y rechoncha, equidistante del contorno, aplastada en el centro mismo del semblante como una bola de masa lanzada contra el techo. Tenía cara de luna llena y tal vez por eso me habría gustado cruzársela; lo cierto es que realmente me hacía daño a la vista y su sola presencia en esta tierra me parecía un estorbo. Quizá mi madre había creído en alguna superstición relativa a la luna y un día aciago la había mirado de mala manera.

Fuera como fuera, odiaba a John Claverhouse y su cara de luna llena. Que quede claro que no me había hecho nada que la sociedad pudiera considerar un agravio o una afrenta. Ni mucho menos. El mal era más profundo y más sutil, tan

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esquivo y tan intangible que resultaba imposible definirlo de forma clara y concisa con palabras. Todos experimentamos cosas así en algún momento de nuestras vidas. Vemos por primera vez a determinado individuo, cuya existencia ni siquiera habíamos soñado un instante antes, y en el preciso momento en que lo conocemos ya decimos: «Ese hombre no me cae bien». ¿Y por qué? Ay, no lo sabemos; lo único que tenemos claro es que no nos cae bien. Nos ha resultado antipático y no hay vuelta de hoja. Así me sucedió con John Claverhouse.

¿Qué derecho tenía un sujeto así a ser feliz? Pues por alguna razón, era de naturaleza optimista. Derrochaba alegría y no dejaba de reír. ¡Todo le parecía siempre bien al maldito Claverhouse! ¡Me ponía de los nervios verlo siempre tan contento! Otros hombres podían reírse y no me molestaba. Yo mismo también era dado a la risa... antes de conocer a John Claverhouse.

¡Qué forma de reír! Me fastidiaba, me sacaba de quicio como ninguna otra cosa de este mundo. Me obsesionaba, se apoderaba de mí y no me dejaba en paz. Era una risa exagerada, grotesca. De día o de noche me acompañaba siempre, como un zumbido constante, un chirrido monstruoso que me crispaba los nervios. Al despuntar el día ya oía por los campos aquel jolgorio cargante que me aguaba las gratas ensoñaciones matutinas. Cuando llegaba el letargo provocado por el calor del mediodía, cuando lo verde se abatía y los pájaros se retiraban a las profundidades del bosque, cuando toda la naturaleza se adormilaba, sus sonoros «ja, ja» y «jo, jo» se alzaban hasta el cielo y plantaban cara al sol. Después, en la negrura de la noche cerrada, surgían del cruce solitario por el que pasaba al regresar del pueblo sus aborrecibles carcajadas, que me despertaban y me hacían retorcerme y clavarme las uñas en la palma de la mano.

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De madrugada me acercaba sigilosamente y le espantaba las reses, que se iban por los campos, pero por la mañana volvía a oír sus risotadas convulsivas mientras se dedicaba a reunirías.

—No ha pasado nada —decía—, a las bestiezuelas no se les puede echar la culpa por haberse ido en busca de pastos más abundantes.

Tenía un perrazo al que llamaba Marte, un ejemplar magnífico, cruce de galgo de caza escocés y sabueso, con rasgos de ambas razas. Disfrutaba mucho con Marte e iban juntos a todas partes, pero supe tener paciencia y un buen día se presentó la oportunidad: con artimañas logré llevarme al animal y acabé con él gracias a un buen filete regado con estricnina. John Claverhouse no se alteró lo más mínimo. Sus risas sonaban con la misma intensidad y la misma frecuencia de siempre, y su rostro no dejó de parecerse a una luna llena en ningún momento.

Entonces prendí fuego a sus almiares y a su granero, pero al día siguiente, que era domingo, amaneció una vez más alegre y dicharachero.

—¿Adónde vas? —pregunté cuando pasó por el cruce.—Truchas —respondió, y se le iluminó la cara como una luna llena—. Me

chiflan las truchas.¡Qué hombre tan imposible! Con el incendio de los almiares y el granero había

perdido toda la cosecha. No tenía seguro, de eso ya me había informado, pero, ante la perspectiva del hambre y de la llegada del crudo invierno, él se iba alegremente en pos de unas cuantas truchas, ¡ni más ni menos que porque le «chiflaban»! Si como mínimo la tristeza hubiera aparecido, aunque fuera levemente, en su frente, o si su semblante de tarugo se hubiera alargado con pesar para parecerse menos a la luna llena, o si aquella sonrisa hubiera desaparecido al menos por una vez de sus labios, podría haberle perdonado su sola existencia. Pero no. Con las desgracias aún se ponía de mejor humor.

Lo insulté. Me miró con una sorpresa que tardó en entender y sin dejar de sonreír.

—¿Pelearme contigo? ¿Para qué?—preguntó lentamente, y acto seguido se echó a reír— ¡Qué gracioso eres! ¡Jo, jo! Vas a acabar conmigo. ¡Ji, ji, ji! ¡Jo, jo, jo!

¿Qué podía hacer? Aquello no había quien lo aguantara. ¡Por los clavos de Cristo, cómo lo odiaba! Y encima el nombrecito: ¡Claverhouse! ¡Menudo apellido! Qué absurdo. ¡Claverhouse! Santo cielo, ¿por qué se llamaría Claverhouse? Me lo

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pregunté una y mil veces. No me habría importado que se llamara Smith, o Brown, o Jones, pero ¡Claverhouse! Ustedes me entenderán. Repítanlo: Claverhouse. Escuchen ese sonido tan ridículo: ¡Claverhouse! ¿Debería vivir alguien con un nombre así?, les pregunto. «No», me contestarán. Pues eso mismo dije yo.

Entonces me acordé de su hipoteca. Sabía perfectamente que, con la cosecha y el granero destruidos, sería incapaz de pagarla, así que me agencié un prestamista taimado, discreto y agarrado que logró que se la traspasaran. Yo no hice acto de presencia, pero a través de ese intermediario logré que se ejecutara la hipoteca y John Claverhouse recibió noticia de que al cabo de apenas unos días (el mínimo que permitía la ley, créanme) debía retirar todas sus perte-nencias del terreno. Luego me acerqué por aquí como quien no quiere la cosa para ver cómo se lo había tomado, puesto que llevaba más de veinte años viviendo allí, pero me recibió con brillo en aquellos ojos como platos y el rostro de pan de kilo radiante, como si acabara de salir la luna llena.

—¡Ja, ja, ja! —se rió—. ¡Qué chaval tan gracioso es ese hijo mío! ¿Has visto alguna vez cosa así? Espera que te cuente. Resulta que ha bajado a jugar al río y un pedazo de orilla ha cedido y lo ha salpicado. «¡Ay, papá!», gritaba. «Ha salido volando un charco enorme que me ha dejado empapado.»

Se detuvo, a la espera de que me uniera a su regocijo del demonio.—Pues no le veo la gracia —repuse, cortante, y puse mala cara.Me miró con asombro, a lo que siguieron primero aquel resplandor detestable

que iba extendiéndose como ya he descrito, hasta que todo su rostro desprendió un fulgor apacible y cálido como una luna veraniega, y luego la risa:

—¡Ja, ja! ¡Qué gracia! No lo pillas, ¿eh? ¡Je, je! ¡Jo, jo, jo! ¡No lo pilla! Venga, hombre, escucha. Ya sabes que un charco...

Di media vuelta y me alejé sin más. Fue la gota que colmó el vaso. Ya no lo soportaba. «¡Hay que cortar por lo sano —me dije—, maldito sea! Hay que librar a la tierra de él. Durante el ascenso por la ladera no dejé de oír sus risotadas monstruosas, que resonaban contra el cielo.

La verdad es que me enorgullezco de hacer las cosas con esmero, de modo que cuando decidí matar a John Claverhouse me propuse hacerlo de manera que al recordarlo no fuera a avergonzarme. No soporto ni las chapuzas ni la brutalidad. Para mí, el que un hombre golpee a otro con el puño desnudo resulta repugnante. ¡Qué horror!

Es una asquerosidad. Así pues, la idea de pegarle un tiro, una cuchillada o un garrotazo no me atraía. Además, no sólo estaba decidido a acabar con John Claverhouse (¡ah, ese nombre!) de forma pulcra y artística, sino que pretendía que fuera imposible que recayera sobre mí la más mínima sospecha.

A tal fin apliqué mi intelecto y, tras una semana de intensa cavilación, fragüé un plan. Luego me puse manos a la obra. Compré una perrita de aguas de cinco meses y me entregué en cuerpo y alma a su adiestramiento. Si alguien me hubiera espiado, habría observado que dicho adiestramiento consistía exclusivamente en una cosa: yo lanzaba algo y ella me lo devolvía. La llamé Belona y le enseñé a ir a buscar las ramitas que arrojaba al agua, y no sólo eso, sino que me las traía de inmediato, sin mordisquearlas ni juguetear con ellas. El objetivo era que no se detuviera para nada y me acercara las ramitas a toda prisa. Tomé por costumbre alejarme y obligarla así a perseguirme, con la ramita en la boca, hasta alcanzarme. Era un animal despierto y se aficionó al juego con tal entusiasmo que pronto me quedé satisfecho.

Después aproveché el primer encuentro fortuito con John Claverhouse para presentarle a Belona. Sabía lo que me hacía, porque estaba al tanto de una

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pequeña debilidad de aquel individuo y de un pecadillo privado del que era culpable de forma habitual y contumaz.

—No —contestó, cuando le coloqué el extremo de la cuerda en la mano—. No, no lo dices en serio.

Se quedó boquiabierto y con una sonrisa que ocupaba toda aquella detestable cara de luna llena.

—Es que... me parecía, no sé, que no me apreciabas —explicó—. Tiene gracia que me haya equivocado tanto, ¿no? —Sólo de pensarlo se le saltaron las lágrimas de risa. Por fin logró preguntar, a pesar de las convulsiones—: ¿Cómo se llama?

—Belona —contesté.—¡Je, je! Qué nombre tan gracioso.

Apreté los dientes, porque su júbilo hacía que rechinaran, y por entre ellos solté:

—Era la esposa de Marte, ¿sabes?En ese momento la luz de la luna llena empezó a bañar su rostro hasta que el

sujeto espetó:—Pero si ése era mi perro. Bueno, supongo que ahora es viuda. ¡Ay, ja! ¡Ja, ja!

¡Eh, ji, ji! ¡Ja! —se rió a voz en grito, con lo que pegué media vuelta y me marché a toda prisa por la ladera.

Pasó la semana y el sábado por la noche le dije:—Te marchas el lunes, ¿verdad?Asintió y sonrió de oreja a oreja.—Pues entonces no tendrás más oportunidades de ir a por esas truchas que

tanto te «chiflan».No se percató de mi tono despectivo y con su sempiterna risa dijo: —Ay, no sé.

Mañana voy a ir a intentarlo con todas mis fuerzas. Con aquella garantía me sentí doblemente seguro y volví a casa presa del éxtasis.

A la mañana siguiente, a primera hora, lo vi pasar con una redecilla de pesca y un saco de yute y con Belona pegada a los talones.

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Como sabía adonde se dirigía, tomé un atajo por los pastos de atrás y subí por la maleza hasta lo alto de la montaña. Con cautela, para que nadie me viera, seguí la cima durante un par de kilómetros hasta llegar a un anfiteatro natural entre las colinas, donde el riachuelo bajaba con ímpetu a la salida de un barranco antes de detenerse para recuperar fuerzas en una apacible y amplia charca rodeada de rocas. ¡Aquél era el lugar! Me senté allí en la cumbre, desde donde lo dominaba todo, y encendí la pipa.

No habían pasado muchos minutos cuando apareció John Claverhouse, que ascendía con paso pesado por el lecho del arroyo. Tras él avanzaba sin prisa Belona. Estaban de un humor excelente: los ladridos breves y enérgicos del animal se mezclaban con los tonos más graves surgidos del pecho de su amo. Al llegar a la charca soltó la red y el saco y extrajo del bolsillo trasero lo que parecía una vela grande y gruesa, aunque yo sabía que se trataba de un cartucho «gigante», pues ése era el método que utilizaba para pescar truchas: la dinamita. Para colocar la mecha, envolvió el «gigante.» en un trozo de algodón bien apretado; luego la encendió y lanzó el explosivo a la charca.

Como un rayo, Belona se metió en el agua tras él. Me entraron ganas de chillar de alegría. Claverhouse le gritó, pero no sirvió de nada. Le arrojó terrones y piedras, pero la perra siguió nadando con ganas hasta atrapar el cartucho entre los dientes y luego dio media vuelta y se dirigió hacia la orilla. Entonces su dueño se dio cuenta por fin del peligro que corría y salió por piernas. Tal como yo había previsto y planeado, el animal llegó a la orilla y se fue tras él. ¡Ay, créanme, fue una gozada! Ya he dicho que la charca estaba situada en una especie de anfiteatro, pero por encima y por debajo podría cruzarse el arroyo por estriberones: dando vueltas y más vueltas, subiendo y bajando por las piedras y saltando por ellas corrieron Claverhouse y Belona. Jamás me habría imaginado que un individuo tan torpe pudiera correr tan deprisa, pero vaya si corría, con Belona siguiéndole los pasos a buen ritmo, cada vez a menos distancia. Y entonces, justo cuando la perrilla alcanzó a Claverhouse, él en plena zancada y ella a medio salto con el morro pegado a la rodilla de su amo, hubo un fogonazo repentino, un estallido de humo y una detonación terrible, y donde un instante antes había habido un hombre y un animal no quedó nada que ver más que un buen socavón.

«Muerte accidental en el transcurso de actividades de pesca ilegal.» Ése fue el

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veredicto del jurado de instrucción y por eso me enorgullezco de la forma pulcra y artística en la que me deshice de John Claverhouse. No hubo ni chapuzas ni brutalidad, nada de lo que avergonzarse en toda la operación, como seguro que pensarán también ustedes. Aquella risa infernal ya no resuena por las colinas y su cara regordeta de luna llena ya no se ilumina para sacarme de quicio. Ahora vivo una existencia tranquila y por las noches duermo a pierna suelta.

MACBETH [fragmento]

William Shakespeare

ACTO CUARTO, ESCENA PRIMERA Una caverna. En su centro, un caldero en ebullición.

Truenos. Entran las tres brujas.BRUJA PRIMERA Tres veces ha maullado el gato atigrado.BRUJA SEGUNDA Tres y una más ha gañido la cría de erizo.BRUJA TERCERA Grita la arpía: «Es el momento, es el momento».BRUJA PRIMERA Al caldero damos vueltas; a él arrojamos entrañas infectas.Sapo que bajo una fría piedra durante treinta y un días con sus noches has

dormido y criado veneno, hierve tú primero en la olla encantada.TODAS Con doble trabajo y doble esfuerzo, arde el fuego y borbotea el

caldero.BRUJA SEGUNDA Rodaja de serpiente pantanosa, en el caldero hierve y

cuécete; ojo de tritón y anca de rana, pelo de murciélago y lengua de perro, colmillo de víbora y aguijón de culebra, pata de lagarto y ala de mochuelo, para un hechizo de tremenda fuerza como caldo infernal bullid y borbotead.

TODAS Con doble trabajo y doble esfuerzo, arde el fuego y borbotea el caldero.

BRUJA TERCERA Escama de dragón, diente de lobo, momia de bruja, buche y entrañas de tiburón de abismo salino, raíz de cicuta desenterrada a oscuras, hígado de judío blasfemo, bilis de cabra y esquejes de tejo cortados durante un eclipse de luna, nariz de turco y labios de tártaro, dedo de criatura estrangulada al nacer y echada a una zanja por una meretriz, espesad y endureced las gachas: añadimos a eso vísceras de tigre y ya están los ingredientes en nuestra olla.

TODAS Con doble trabajo y doble esfuerzo, arde el fuego y borbotea el caldero.

BRUJA SEGUNDA Se enfría con sangre de babuino y ya está el hechizo más que listo.

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LA PUERTA DEL MURO

H. G. Wells

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I

Una noche de confidencias, no hará ni tres meses, Lionel Wallace me contó esta historia de la puerta del muro. En aquel momento tuve la impresión de que, por lo que a él respectaba, se trataba de un relato verídico.

Me la contó de forma tan sencilla, directa y convincente que no tuve más remedio que creérmela. Luego, por la mañana, en mi casa, desperté en una atmósfera distinta y mientras, aún tumbado en la cama, repasaba lo que me había dicho, privado ya del hechizo de su voz efusiva y pausada, despojado de la luz de la mesa, concentrada y tamizada, de la atmósfera misteriosa que lo envolvía y de muchas cosas agradables, de los postres, las copas y la mantelería de la cena que acabábamos de compartir, de todo lo que había creado en aquel momento un mundo reducido y estimulante, aislado por completo de la realidad cotidiana, me pareció que la historia era francamente increíble. «¡Resultó desconcertante! —me dije—. ¡Qué bien lo hizo! No es en absoluto lo que habría esperado que se le diera bien a él, precisamente a él.»

Después, incorporado ya en el lecho, me tomé el té del desayuno y sin darme cuenta empecé a tratar de justificar la sensación de realidad que me resultaba sorprendente en sus recuerdos imposibles, suponiendo que de algún modo sugirieran, presentaran o reflejaran (no sé qué palabra emplear) experiencias que de otro modo sería imposible contar.

Bueno, ya no recurro a esa explicación. He superado las dudas que me asaltaron en el ínterin. Ahora creo, como creí en el momento en que lo contó, que Wallace hizo todo lo que estaba en su mano para revelarme la verdad de su secreto, pero no puedo pretender adivinar si vio de verdad o únicamente creyó ver, si estuvo en posesión de un privilegio inestimable o fue víctima de un sueño fantástico. Ni siquiera las circunstancias de su muerte, que puso fin para siempre a mis dudas, arrojan luz sobre el asunto. El lector deberá juzgar por sí mismo.

He olvidado qué comentario fortuito o qué crítica vertí para animar a un hombre tan reservado a confiar en mí. Se defendía, creo, de una imputación de negligencia e informalidad que le había hecho con respecto a una gran decisión pública en la que me había decepcionado cuando, de repente, se soltó.

—Tengo una preocupación... —empezó, y tras una pausa que dedicó a estudiar la ceniza del puro que estaba fumando añadió—: Sé que he sido negligente. Lo cierto es que... no se trata de un caso de fantasmas o de apariciones..., sino... de una cosa que parece rara al contarla, Redmond... Estoy obsesionado. Me obsesiona algo... que me angustia bastante, que me llena de anhelos...

Se detuvo, atenazado por esa timidez inglesa que con tanta frecuencia nos domina cuando pretendemos hablar de cosas emotivas, serias o hermosas.

—Tú estudiaste siempre en Saint Athelstan —comentó, y por un instante me pareció un dato de lo más irrelevante—. Bueno, pues...

Hizo otra pausa, tras la cual, primero de forma vacilante y luego con más soltura, empezó a contarme lo que ocultaba del recuerdo imborrable de una belleza y una felicidad que llenaban su corazón de anhelos insaciables que hacían que todos los. intereses y el espectáculo de la vida mundana le resultaran grises, tediosos y vanos.

Ahora que tengo la clave, me parece que lo llevaba escrito con claridad en el rostro. Conservo una fotografía en la que quedó atrapada e intensificada esa mirada de apatía. Me recuerda lo que dijo una vez de él una mujer, una mujer que lo había querido mucho: «De repente, pierde el interés. Se olvida de ti. Le traes sin cuidado, aunque te tenga delante de las narices».

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Sin embargo, Wallace no siempre perdía el interés y cuando prestaba atención a algo podía resultar un hombre sumamente aventajado. De hecho, su trayectoria profesional estaba jalonada de éxitos. Hacía mucho tiempo que me había dejado atrás; había despuntado muy por encima de mí y había dejado una huella que yo no podía dejar de ninguna forma. Aún le faltaba un año para cumplir los cuarenta y ahora dicen que de haber vivido habría ocupado un alto cargo y con toda probabilidad habría entrado en el nuevo gobierno. En el colegio siempre me superaba sin esfuerzo, como si fuera algo natural. Estudiamos juntos en Saint Athelstan’s College, en West Kensington, durante casi toda nuestra vida académica. Llegó al centro siendo mi igual, pero salió de él muy por encima de mí, envuelto en un halo de becas y de éxitos. Sin embargo, creo que tuve un rendimiento más que correcto. En el colegio fue precisamente donde oí hablar por primera vez de la puerta del muro, de la que volvería a tener noticias apenas un mes antes de la muerte de Wallace.

Para él, como mínimo, la puerta del muro era una puerta de verdad que atravesaba un muro de verdad para dar a realidades inmortales. De eso estoy ahora convencido.

Entró en su vida a temprana edad, cuando era un chaval de entre cinco y seis años. Recuerdo ahora cómo, cuando me ofreció su confesión con una seriedad pausada, razonó y calculó la fecha.

—Había una parra virgen de un rojo intenso —aseguró— que cubría con un manto carmesí el muro blanco, iluminado por la pálida luz ámbar del sol. En eso me fijé con detalle, aunque no recuerdo con claridad por qué, y había hojas de castaño de Indias por la limpia acera de delante de la puerta verde. Estaban surcadas de amarillo y de verde, ¿sabes?, no marrones ni sucias, así que debían de haber caído hacía poco. Supongo, pues, que debía de ser octubre. Todos los años me fijo en la caída de las hojas de ese árbol, así que lo tengo claro.

»Por lo tanto, si estoy en lo cierto, tenía aproximadamente cinco años y cuatro meses.

Había sido, afirmó, un crío precoz: había aprendido a hablar a una edad anormalmente temprana y era tan sensato y tan chapado a la antigua, como suele decirse, que se le permitía tomar la iniciativa hasta límites que la mayoría

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de los niños apenas alcanzan con siete u ocho años. Su madre había muerto al nacer él, con lo que había quedado al cuidado, menos atento y estricto, de una institutriz. Su padre era un abogado severo y absorto en sus pensamientos que le prestaba escasa atención y esperaba grandes cosas de él. A pesar de lo mucho que prometía, creo que la vida le resultaba algo gris y aburrida. Un buen día se escapó y se fue a pasear sin rumbo fijo.

No recordaba en concreto cómo se había producido el descuido que había permitido que se fuera por su cuenta y tampoco la ruta que había seguido por las calles de West Kensington. Todo eso había quedado sumido en la bruma incurable de la memoria. Sin embargo, el muro blanco y la puerta verde se le habían quedado grabados con total claridad.

De acuerdo con el recuerdo que tenía de aquella lejana experiencia infantil, nada más ver aquella puerta sintió una emoción peculiar, una atracción, un deseo de acercarse, abrirla y cruzar el umbral.

Al mismo tiempo, tenía el claro convencimiento de que ceder a esa llamada era o bien una imprudencia o bien un error (no sabía cuál de las dos cosas). Insistió, como detalle curioso en el que se fijó desde un principio (o eso creía, pues no descartaba que la memoria le hubiera jugado una broma de pésimo gusto), en que la puerta estaba abierta y podía entrar cuando le apeteciera.

Me parece estar viendo la figura de ese niño, atraído y ahuyentado al mismo tiempo. Wallace también tenía muy claro, aunque eso nunca quedó explicado, que en caso de que entrara por aquella puerta su padre se enfadaría mucho.

Me describió esos momentos de titubeo con todo lujo de detalles. Pasó de largo y luego, con las manos en los bolsillos y haciendo un intento infantil de silbar, siguió andando hasta más allá del final del muro. Allí recordaba una serie de tiendas humildes y sucias, en concreto la de un fontanero y pintor, con un batiburrillo mugriento de tuberías de loza, grifos de plomo, muestrarios de papel pintado y botes de pintura. Se detuvo y fingió que examinaba esos objetos, mien-tras ansiaba la puerta verde, la deseaba apasionadamente.

Entonces, me contó, sintió una emoción súbita y echó a correr antes de que las dudas se apoderasen de nuevo de él: franqueó la puerta verde con el brazo estirado ante él y dejó que diera un portazo a su espalda. Así, en un abrir y cerrar de ojos, Wallace se metió en el jardín que lo obsesionaría toda la vida.

Le costó mucho transmitirme todas las sensaciones que le provocó aquel jardín en el que había entrado.

Flotaba algo en el aire que inducía al júbilo, que transmitía una impresión de ingravidez, de sosiego y de bienestar; tenía algo que provocaba que todos sus colores resultaran nítidos, perfectos y sutilmente luminosos. En el mismo instante de entrar, uno quedaba sumido en una felicidad exquisita que sólo se experimenta en este mundo en momentos excepcionales y cuando se es joven y alegre. Además, allí dentro todo era hermoso...

Wallace reflexionó antes de seguir contándome la historia.—Bueno —dijo, por fin, con la inflexión de duda de quien se detiene ante las

cosas increíbles—, resulta que allí había dos grandes panteras... Sí, panteras moteadas. Y no pasé miedo. Había un camino largo y ancho flanqueado por parterres de flores con bordillos de mármol y las dos bestias, enormes y aterciopeladas, jugaban por allí con una pelota. Una levantó la vista y se me acercó, con cierta curiosidad al parecer. Se me colocó justo delante, restregó con mucha delicadeza una oreja redonda y suave contra la manita que yo le tendía y ronroneó. Era, créeme, un jardín encantado. Lo sé. ¿Y sus dimensiones? Ah, se extendía a lo largo y a lo ancho, por un lado y por otro. Me parece que había colinas a lo lejos. A saber adonde fue a parar de repente West Kensington.

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Además, en cierto modo era como volver a casa.»Resulta que en el preciso instante en que se cerró la puerta a mi espalda me

olvidé de la calle con sus hojas de castaño caídas, sus coches de caballos y sus carretas de comerciantes, me olvidé de esa especie de fuerza gravitatoria que hace regresar a la disciplina y la obediencia del hogar, me olvidé de todas las dudas y todos los miedos, me olvidé de la discreción, me olvidé de todas las realidades íntimas de esta vida. Me convertí en un momento en un chaval muy contento y gozoso... en otro mundo. Era un lugar que tenía algo distinto, con una luz más cálida, más penetrante y más tenue, con un leve aire de alegría diáfana y jirones de nubes acariciadas por el sol en el azul de su cielo. Ante mí se abría aquel camino largo y ancho que me llamaba, con parterres sin malas hierbas a ambos lados, repletos de flores que nadie cuidaba, y con aquellas dos panteras gigantescas. Pasé las manitas sin temor por su fino pelaje y les acaricié las orejas redondas y los rincones sensibles que tenían debajo, jugué con ellas y fue como si me recibieran en mi propia casa. Me invadió una marcada sensación de regreso al hogar, y cuando al rato apareció por el camino una chica alta y rubia que se dirigió hacia mí, sonriente, y me saludó con un «¿Y bien?», me levantó por los aires, me besó, me dejó en el suelo y me cogió de la mano no hubo asombro, solamente una sensación de acierto deliciosa, un recordatorio de cosas felices que, por algún extraño motivo, se habían pasado por alto. Había unos escalones anchos, recuerdo, que se abrieron entre espigas de consólida real, y por ellos ascendimos hasta una gran avenida flaqueada de árboles oscuros, viejos y frondosos. Por toda aquella avenida, entre los tallos rojos agrietados, había asientos de honor de mármol y estatuas, así como palomas blancas muy dóciles y amistosas...

»Por aquella avenida me llevó mi amiga, con la cabeza baja (recuerdo el contorno adorable, la barbilla cincelada y el rostro dulce y cariñoso), haciéndome preguntas con voz tenue y afable y contándome cosas, cosas agradables, estoy seguro, aunque jamás he logrado recordar de qué se trataba... Después bajó de un árbol un monito capuchino, muy limpio, con el pelaje de un marrón rojizo y los ojos tiernos color avellana, que se puso a correr a mi lado, levantando la vista y sonriendo, hasta que por fin se me subió al hombro de un salto. Así proseguimos nuestro camino rebosantes de felicidad...

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Se detuvo.—Continúa —rogué.—Me acuerdo de algunos detalles. Pasamos junto a un anciano absorto entre

unos laureles, recuerdo, y por un lugar repleto de alegres periquitos, y salimos a una amplia columnata sombreada por la que llegamos a un palacio fresco y espacioso, lleno de fuentes gratas, lleno de cosas hermosas, lleno de todo lo que

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pudiera desear el corazón. Había muchas cosas y muchas personas, algunas que aún parecen destacar con claridad y otras que quedan un poco desdibujadas, pero todas ellas eran personas buenas y hermosas. De alguna forma, no sé cómo, se me comunicó la amabilidad de todas ellas, lo mucho que se alegraban de tenerme allí, y sus gestos me llenaron de gozo, lo mismo que el contacto de sus manos, que sus miradas de bienvenida y de amor. Sí...

Reflexionó durante un rato.—Encontré compañeros de juegos, lo cual significaba mucho para mí, porque

era un niño solitario. Jugaban a juegos maravillosos en un patio cubierto de hierba en el que había un reloj de sol hecho de flores. Y jugar era amar...

»Pero, y eso es extraño, tengo un vacío en la memoria. No recuerdo aquellos juegos. Jamás he sido capaz de recordarlos. Después, siendo aún niño, dediqué largas horas a intentar recordar la forma de aquella felicidad, incluso hasta que se me saltaban las lágrimas. Quería volver a jugar a aquello, en mi cuarto, yo solo. ¡No! Lo único que recuerdo es aquella dicha y a dos queridos compañeros de juegos que fueron los que más tiempo pasaron conmigo... Al cabo de un tiempo apareció una mujer morena y sombría, de rostro pálido y circunspecto y mirada etérea, una mujer sombría que vestía una túnica larga y sedosa de un violeta claro y que llevaba un libro; me hizo señas y me llevó con ella a una galería situada por encima de un salón, aunque mis compañeros se resistían a dejarme marchar e interrumpieron su juego y se quedaron mirando mientras me alejaba. “¡Vuelve con nosotros!—gritaban—, ¡Vuelve pronto con nosotros!” Levanté la vista para ver la cara de la mujer, pero no les hizo el más mínimo caso. Tenía un semblante delicado y serio. Me llevó a un asiento de la galería y me puse a su lado, dispuesto a mirar el libro, que se colocó sobre el regazo. Las páginas se abrieron de par en par, ella señaló y miré extasiado, pues me vi en las hojas vivientes de aquel libro: era un cuento sobre mí mismo y en él estaba todo lo que me había sucedido desde el nacimiento...

»Me pareció maravilloso, porque las páginas de aquel libro no eran imágenes, ¿comprendes?, sino realidades.

Wallace se detuvo con gesto serio y me miró poco convencido.—Prosigue —pedí—. Lo comprendo.—Eran realidades, sí, tenían que serlo; la gente se movía y las cosas entraban

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y salían de las páginas; mi querida madre, a la que jamás había olvidado; luego mi padre, severo y bien erguido, los criados, mi cuarto, todas las cosas familiares de casa. Luego la puerta de la calle y la ciudad bulliciosa, con tráfico que iba y venía: miraba y me maravillaba, y volví de nuevo la cabeza hacia la cara de la señora, con cierto recelo, y fui pasando las hojas, saltándome esto y aquello para ver más de aquel libro, y más, hasta que por fin me encontré conmigo mismo, rondando indeciso ante la puerta verde del largo muro blanco, y sentí otra vez el conflicto y el miedo.

»Pregunté a voz en grito: “¿Y ahora qué?”, y ya estaba a punto de pasar la página cuando la fría mano de la mujer adusta me detuvo.

“¿Ahora qué?”, insistí, y forcejeé un poco, retirándole los dedos con toda mi fuerza infantil, y cuando cedió y la página reveló su secreto se inclinó sobre mí como una sombra y me besó en la frente.

»La página no mostraba el jardín encantado, ni las panteras, ni a la muchacha que me había acompañado de la mano, ni a los compañeros de juegos que se habían resistido a dejarme marchar, sino que en ella aparecía una calle larga y gris de West Kensington, a esa hora gélida de la tarde antes de que se enciendan las farolas, y allí estaba yo: era una figurilla desdichada que lloraba a voz en grito, aunque trataba de contenerme, y lloraba porque no podía regresar junto a mis queridos compañeros de juegos, que habían pregonado: “¡Vuelve con nosotros! ¡Vuelve pronto con nosotros!”. Allí me encontré. Aquello no era ya la página de un libro, sino la dura realidad; aquel lugar encantado y la mano que me refrenaba, perteneciente a la madre adusta en cuyo regazo había estado hacía un momento, habían desaparecido. ¿Adónde habían ido a parar?

Se detuvo de nuevo y permaneció en silencio durante un tiempo, con la vista clavada en el fuego.

—¡Ay, qué desgraciado fue aquel regreso! —musitó.—¿Y bien? —pregunté, transcurrido más o menos un minuto.—Cómo sufrí, pobrecito de mí: ¡volvía a estar en este mundo gris! Cuando

comprendí la trascendencia de lo que me había sucedido quedé sumido en un sufrimiento irreprimible. Y la vergüenza y la humillación de aquellas lágrimas en público y de mi vergonzoso retorno me acompañan todavía a día de hoy. Vuelvo a ver al anciano de aspecto benévolo y lentes dorados que se detuvo y se dirigió a mí, tras pincharme suavemente con el paraguas. «Pobre chaval. ¿Te has perdido?», preguntó. ¡Y se lo decía a un niño de Londres de más de cinco años! Tuvo que llamar a un policía joven y atento y organizar un corrillo a mi alrededor para llevarme a casa con todo un desfile. Entre sollozos, con ganas de dejar de llamar la atención y asustado, regresé del jardín encantado a la escalera exterior de la casa de mi padre.

»Es todo lo que recuerdo de la visión de aquel jardín, que sigue obsesionándome. Por descontado, no puedo expresar en absoluto aquella indescriptible sensación de irrealidad translúcida, aquella esencia distinta de la cotidianeidad de la experiencia que lo dominaba todo, pero eso..., eso fue lo que sucedió. Si fue un sueño, estoy seguro de que sucedió de día y fue sumamente extraordinario... ¡Hum! Por descontado, a continuación sufrí un interrogatorio terrible, por parte de mi tía, mi padre, la niñera, la institutriz: todo el mundo...

»Traté de explicárselo y mi padre me propinó la primera zurra de mi vida por contar mentiras. Cuando más adelante intenté relatárselo todo a mi tía me castigó de nuevo por mi vil persistencia. Todo el mundo tenía prohibido escucharme, prestar atención a una sola palabra sobre aquel episodio. Incluso me quitaron los libros de cuentos durante una temporada, puesto que era “demasiado imaginativo”. ¿Eh? ¡Sí, es cierto! Mi padre era de la vieja escuela... Y

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la historia quedó sólo para mis adentros. Se la susurraba a la almohada, una almohada que mis labios se encontraban a menudo mojada y salada debido a las lágrimas infantiles. A las oraciones imperativas y menos fervientes añadía siempre esta sentida petición: “Por favor, Dios, haz que sueñe con el jardín. ¡Ay, llévame hasta allí otra vez! ¡Llévame a mi jardín!”.

»Soñé frecuentemente con él. Puede que añadiera algo o puede que lo modificara; no lo sé... Todo esto, como comprenderás, es un intento de reconstruir una experiencia muy temprana a partir de recuerdos fragmentarios. Entre ese episodio y los demás recuerdos consecutivos de la infancia hay una laguna. Llegó un momento en el que me pareció imposible volver a hablar jamás de aquella visión fugaz y maravillosa.

Hice una pregunta evidente.—No —contestó—. No recuerdo haber tratado en ninguna ocasión, durante

aquellos años, de encontrar el jardín. Ahora me resulta extraño, pero me parece que, muy probablemente, tras aquel percance se dedicaron a vigilar mis movimientos más de cerca para evitar que tomara el mal camino. No, hasta la época en la que ya me conocías no intenté volver, e incluso creo que hubo un período (por increíble que parezca ahora) en que me olvidé por completo del jar-dín. Tendría ocho o nueve años. ¿Me recuerdas de niño en Saint Athelstan?

—¡Por supuesto!—Por aquel entonces no mostraba ningún síntoma de tener un sueño secreto,

¿verdad?

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II

Levantó la vista con una sonrisa repentina.—¿Alguna vez jugaste a la ruta del noroeste conmigo...? ¡No, claro, nuestros

caminos no se cruzaban! Era uno de esos juegos a los que dedican el día entero todos los niños imaginativos. Se trataba de descubrir una ruta que llevara al colegio por el noroeste. El camino del colegio estaba muy claro; el juego consistía en encontrar otro que no lo estuviera, empezando diez minutos antes de la hora y yendo en una dirección prácticamente imposible para luego encontrar una forma de llegar a mi objetivo por calles por las que no solía pasar. Un día me compliqué, me metí en una zona de clase baja, al otro lado de Campden Hill, y empecé a pensar que por una vez el juego iba a salirme mal y acabaría llegando tarde. Casi a la desesperada, me metí por una calle que parecía que estaba cortada y al final encontré un pasaje por el que me metí a toda prisa con ánimos renovados. «Aún puedo conseguirlo», me dije, y pasé por una hilera de tiendecillas descuidadas que inexplicablemente me sonaban. ¡Y allí estaba! ¡Me topé con mi largo muro blanco y con la puerta verde que daba al jardín encantado!

»Fue como un mazazo: ¡al fin y al cabo resultaba que aquel maravilloso jardín existía, no había sido un sueño!

Se detuvo.»Supongo que mi segunda experiencia ante la puerta verde caracteriza la

inmensa diferencia existente entre la vida ajetreada de un escolar y el esparcimiento infinito de un niño pequeño. En resumen, que esa segunda vez ni se me pasó por la cabeza entrar de inmediato. Resulta que... Para empezar, tenía la cabeza centrada en la idea de llegar a tiempo a clase, en no dar al traste con mi historial de puntualidad. Seguro que como mínimo sentí cierto deseo de comprobar si estaba abierta. Sí, tuve que sentirlo, pero sobre todo recuerdo la atracción de la puerta como otro obstáculo para mi voluntad arrolladora de llegar al colegio. El descubrimiento que acababa de hacer me interesó de inmediato, por descontado, y de hecho me fui de allí sin dejar de darle vueltas, pero lo cierto es que me fui. No me paralizó. Eché a correr mientras sacaba el reloj y vi que me quedaban diez minutos; en seguida bajé por una pendiente y me encontré en una zona conocida. Llegué al colegio; sin aliento y sudoroso, es verdad, pero a tiempo. Recuerdo que colgué el abrigo y la gorra... Pasé justo por delante de la puerta y me alejé sin más. Es curioso, ¿no?

Me miró con aire pensativo.—Naturalmente, en aquel momento no sabía que no siempre iba a estar en

aquel lugar. Los escolares tienen una imaginación limitada. Supongo que me pareció estupendo tenerla allí, saber cómo volver a encontrarla, pero el colegio tiraba de mí. Aquella mañana debí de estar bastante alterado y distraído, recordando lo que podía de la gente extraña y hermosa que volvería a ver al cabo de poco tiempo. Aunque parezca extraño, no me cabía duda de que se alegrarían de verme... Sí, aquella mañana debí de pensar en el jardín sencillamente como un lugar estupendo al que se podía acudir en los descansos de una vida académica agotadora.

»Por la tarde no me acerqué. Al día siguiente sólo teníamos clase por la mañana y puede que eso me influyera. Tal vez también me reprendieran por la poca atención que presté, lo que habría reducido el margen de tiempo necesario para el desvío. No lo sé. Lo que sí sé es que mientras tanto el jardín encantado se me metió entre ceja y ceja hasta el punto de que no logré guardármelo para mí solo. .

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»Se lo conté a... ¿Cómo se llamaba? Aquel chaval con cara de hurón al que apodábamos «Squiff».

—El joven Hopkins —contesté.—Hopkins, eso es. No me hizo gracia contárselo, porque tenía el

presentimiento de que, en cierto modo, incumplía las normas, pero aun así se lo conté. Hacíamos juntos una parte del camino de vuelta a casa y era parlanchín: si no hubiéramos hablado del jardín encantado habría salido otro tema de conversación, y pensar en cualquier otra cosa me resultaba intolerable, así que me fui de la lengua.

»Bueno, pues contó mi secreto. Al día siguiente, durante el recreo, me rodeó de repente media docena de chicos mayores que nosotros que, medio en broma y movidos por completo por la curiosidad, se dedicaron a preguntarme por el jardín encantado. Estaban el grandullón de Fawcett (¿te acuerdas de él?), Carnaby y Morley Reynolds. ¿No estarías tú también, por casualidad? No, me acordaría...

»Los muchachos son criaturas de extraños sentimientos. Me que— dé, estoy convencido, un poco halagado por la atención de aquellos chicos mayores, a pesar de la indignación que me invadió interior mente. Recuerdo en especial un momento de placer provocado por las alabanzas de Crawshaw (¿te acuerdas del mayor de los Crawshaw, los hijos del compositor?), que dijo que era la mejor mentira que había oído en la vida. Sin embargo, al mismo tiempo se apoderó de mí un doloroso torrente de vergüenza por estar contando lo que consideraba sin duda un secreto sagrado. El bruto de Fawcett hizo un chiste sobre la muchacha del jardín...

La voz de Wallace se quebró con el intenso recuerdo de aquella humillación.—Hice oídos sordos. Bueno, entonces, de pronto, Carnaby me acusó de mentir

y cuando insistí en que era verdad me plantó cara. Contesté que sabía dónde encontrar la puerta verde, que podía llevarlos a todos, que tardaríamos diez minutos. Carnaby se mostró exageradamente digno y me soltó que estaba obligado, que tenía que demostrar mis palabras o atenerme a las consecuencias.

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¿Alguna vez te retorció un brazo? Porque en ese caso quizá comprendas cómo me sentí. Juré que la historia era cierta. En todo el colegio no había nadie que pudiera salvarte de Carnaby, aunque Crawshaw terció un poco. Carnaby se salió con la suya. Me emocioné, se le pusieron las orejas coloradas y me asusté un poco; me porté de principio a fin como un tonto y después, en vez de irme yo solo en busca de mi jardín encantado, acabé guiando (con las mejillas sonrojadas, las orejas al rojo vivo, los ojos escocidos y el alma ardiendo de amargura y de turbación) a un grupo de seis escolares burlones, curiosos y amenazantes.

»No conseguimos encontrar el muro blanco y la puerta verde...—¿Quieres decir que...?—Pues que no la encontré. Si hubiera estado en mi mano, los habría llevado

hasta allí.»Luego, cuando logré ir a solas, tampoco di con ella. No volví a verla. Ahora

tengo la impresión de que me pasé toda la etapa del colegio buscándola, pero sin éxito.

—¿Y esos chicos... te lo hicieron pasar mal?—Fue horrible... Carnaby montó un consejo para juzgarme por mentir sin

motivo. Me acuerdo de cómo me metí a hurtadillas en casa y subí corriendo por la escalera para que nadie viera que había lloriqueado. Luego seguí derramando lágrimas hasta quedarme dormido, pero no por Carnaby, sino por el jardín, por la hermosa tarde que había esperado pasar, por las mujeres tiernas y cariñosas y los compañeros que me esperaban para jugar a aquel juego que tenía ilusión por aprender de nuevo, aquel hermoso juego olvidado...

»No me cabía la más mínima duda de que si no me hubiera ido de la lengua... Después de aquello lo pasé mal: lloraba por la noche y me quedaba pensando en las musarañas de día. Me despisté durante dos trimestres y saqué malas notas. ¿Te acuerdas? ¡Seguro que sí! Fuiste tú el que me hizo volver a hincar los codos, cuando me hiciste morder el polvo en matemáticas.

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III

Durante un rato, mi amigo se quedó observando en silencio el corazón rojo del fuego, hasta que por fin dijo:

—No volví a toparme con ella hasta los diecisiete años.»Se cruzó en mi camino por tercera vez cuando me dirigía a la estación de

Paddington; mi destino era Oxford, donde tenía la esperanza de lograr una beca. Apenas la vi fugazmente. Iba asomado a la ventana del coche de caballos fumando un cigarrillo y sin duda convencido de que era todo un hombre de mundo cuando, de repente, aparecieron la puerta, el muro y la añorada sensación de las cosas inolvidables y todavía alcanzables.

»Pasamos por delante con gran estruendo y fue tal la sorpresa que no detuve al cochero hasta que ya habíamos avanzado bastante y doblado una esquina. Entonces tuve una sensación extraña, un movimiento doble y divergente de la voluntad: di unos golpecitos en la portezuela del techo del coche y bajé el brazo para sacar el reloj. “Dígame”, contestó el cochero de inmediato. “Eh... Bueno, no era nada —le grité—. Me he equivocado! ¡No tenemos muchos tiempo, continúe!”. Y continuó...

»Obtuve la beca. Al día siguiente de recibir la noticia, después del anochecer, me encontraba sentado ante el fuego en mi estudio, una habitación que tenía en el piso de arriba de casa de mi padre, cuyos elogios (elogios poco habituales, todo sea dicho) y sensatos consejos me resonaban en los oídos, cuando me puse a fumar mi pipa preferida (esa obstinación formidable de la adolescencia) y a pensar en aquella puerta del largo muro blanco. “Si me hubiera detenido —me dije—, habría perdido la beca, habría echado Oxford por la borda y el futuro prometedor que tengo por delante. ¡Empiezo a ver las cosas con más claridad!” Me sumí en una profunda reflexión, pero en aquel momento no dudé que mi trayectoria profesional exigía sacrificios.

»Aquellos amigos queridos y aquella atmósfera diáfana me parecían encantadores, maravillosos, pero muy lejanos. Estaba empezando a concentrarme en el mundo. Veía que ante mí se abría otra puerta, la del futuro profesional.

De nuevo clavó la mirada en el fuego, cuyo resplandor rojizo iluminó una fuerza pertinaz que apareció en su rostro durante apenas un momento vacilante para luego desvanecerse.

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—Bueno —prosiguió, con un suspiro—, me he entregado a ello. He trabajado... mucho, muchísimo. Y no he dejado de soñar con el jardín encantado en mil sueños distintos, y he visto su puerta, o como mínimo la he vislumbrado, cuatro veces desde entonces. Sí, cuatro. Durante una temporada este mundo me pareció tan intenso y tan interesante, tan lleno de sentido y de oportunidades, que el hechizo medio borrado del jardín resultaba en comparación moderado y remoto. ¿Quién quiere acariciar panteras de camino a una cena con mujeres hermosas y hombres eminentes? Después de Oxford regresé a Londres convertido en una gran promesa que creo que en gran parte he logrado hacer realidad. En gran parte, porque ha habido desilusiones...

»Dos veces me he enamorado (sobre eso no voy a extenderme), pero en una ocasión, cuando iba a reunirme con alguien pero, lo sé bien, dudaba de que tuviera el valor suficiente, me animé a acortar el camino por una calle poco transitada, cerca de Earl´s Court, y me topé con un muro blanco y una puerta verde que conocía bien. “¡Qué raro! —me dije—. Si yo creía que esto estaba en Campden Hill. Es el sitio que no conseguía encontrar, no sé por qué, como si qui-siera contar las piedras de Stonehenge; el lugar de aquella extraña ensoñación.” Y pasé de largo decidido a cumplir mi propósito. Aquella tarde no me atraía.

»Apenas sentí el impulso momentáneo de comprobar si la puerta estaba abierta, apenas habría necesitado desviarme tres pasos, a lo sumo (aunque el corazón me decía con certeza que a mí se me abriría), pero me pareció que eso retrasaría mi llegada a la cita, en la que creía que me jugaba el honor. Con posterioridad me arrepentí de esa puntualidad y pensé que al menos podía haber asomado la cabeza para saludar con la mano a las panteras, pero por entonces ya sabía que no valía la pena buscar a destiempo algo que no se encuentra buscando. Sí, aquella vez lo lamenté mucho...

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»Después vinieron años de mucho trabajo en los que no volví a verla. Ha sido recientemente cuando ha regresado a mí, acompañada de la sensación de que mi mundo había quedado cubierto por una fina capa de polvo que lo deslucía. Había empezado a imaginarme la pena y la amargura de no volver a ver esa puerta. Quizá sufría de cierto exceso de trabajo o tal vez se debía a lo que he oído llamar “la crisis de los cuarenta”. No lo sé, pero desde luego de un tiempo a esta parte ha desaparecido el ánimo entusiasta que facilita el esfuerzo, y eso en el momento en que vivimos tantos cambios en la política, cuando debería estar manos a la obra. Es curioso, ¿verdad? Lo cierto es que últimamente la vida me resulta dificultosa y sus recompensas, cuando me acerco a ellas, escasas. Hace ya una temporada que empecé a anhelar el jardín con todas mis fuerzas. Sí, y ya he estado delante en tres ocasiones.

—¿Del jardín?

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—No, ¡de la puerta! ¡Y no he entrado! —Se inclinó sobre la mesa para acercarse a mí y prosiguió con un pesar enorme en la voz—: Tres veces he tenido la oportunidad, ¡tres! Si esa puerta vuelve a aparecer ante mí, juro que entraré y me libraré de este polvo y este calor, de este brillo vacuo de la vanidad, de estas pequeñeces tan trabajosas. Entraré y no regresaré jamás. Esta vez me quedaré... Ya lo había jurado y cuando llegó el momento ¡no entré!

»Tres veces en un año he pasado ante esa puerta sin franquearla. Tres veces en el último año.

»La primera fue la noche de la votación de la Ley de amortización de arrendamientos, en la que el gobierno se salvó por apenas tres votos de diferencia. ¿Te acuerdas? Nadie de nuestro bando (y seguramente muy pocos del otro) esperaba ese resultado. Luego el debate se desmoronó. Hotchkiss y yo íbamos a cenar a casa de su primo, en Brentford, los dos íbamos sin pareja y nos llamaron por teléfono, de modo que nos fuimos de inmediato en el automóvil de nuestro anfitrión. Teníamos el tiempo muy justo, pero por el camino pasamos ante mi muro y su puerta, pálida a la luz de la luna y manchada de un amarillo intenso cuando la iluminó el resplandor de nuestros faros, pero inconfundible. “¡Dios mío!”, exclamé. “¿Qué?”, preguntó Hotchkiss. “¡Nada!”, respondí, y el mo-mento pasó.

»”He hecho un gran sacrificio”, confesé al diputado responsable de la disciplina de nuestro grupo parlamentario al entrar. “Como todos los demás”, contestó, y se alejó rápidamente.

»Considero que en aquella ocasión no había posibilidad de actuar de otro modo. La siguiente se presentó cuando me dirigía a toda prisa a despedirme de mi severo y anciano padre en su lecho de muerte. También esa vez las demandas de la vida resultaron imperiosas. Sin embargo, la tercera oportunidad fue distinta; sucedió hace una semana. Recordarla me llena de un remordimiento punzante. Me encontraba con Gurker y con Ralphs (ya no es ningún secreto que mantuve una charla con Gurker). Habíamos cenado en Frobisher y la conversación había adquirido un tono de intimidad. La cuestión de mi lugar en el ministerio una vez remodelado quedó en todo momento un poco más allá de los límites de la tertulia. Sí... Sí. Está todo decidido. No hacía falta sacar el tema todavía, pero contigo no hay motivo para mantener el secreto... Sí, gracias.

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¡Gracias! Pero permíteme que te cuente la historia.

»En aquel momento, aquella noche, la cosa aún estaba en el aire. Me encontraba en una posición muy delicada. Tenía muchísimo interés en conseguir una respuesta definitiva de Gurker, pero la presencia de Ralphs suponía un obstáculo. Dediqué toda mi capacidad mental a llevar aquella charla trivial y despreocupada, con la debida discreción, al terreno que me interesaba. No tenía más remedio y la posterior conducta de Ralphs ha justificado de sobras mi precaución... Como sabía que éste nos dejaría al pasar Kensington High Street,

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me propuse sorprender entonces a Gurker con una franqueza repentina. En ocasiones hay que recurrir a esas pequeñas artimañas... Antes de que llegara ese momento distinguí una vez más con el rabillo del ojo el muro blanco con su puerta verde. Estaba algo más adelante, en aquella misma calle.

»Pasamos por delante, charlando. Pasé de largo. Es como si aún tuviera ante mí la sombra del pronunciado perfil de Gurker, con el sombrero de copa inclinado hacia delante sobre la nariz prominente y los muchos pliegues de la bufanda adelantados a mi sombra y a la de Ralphs mientras paseábamos tranquilamente.

Pasé a menos de medio metro de la puerta. “Si me despido y entro —me dije—, ¿qué sucederá?” Me moría de ganas de hablar con Gurker.

»No podía contestar a esa pregunta estando enredado en mis demás problemas. “Se creerán que me he vuelto loco —pensé—. ¡Lo que pasaría si desapareciera ahora! ‘¡Sorprendente desvanecimiento de destacado político!’” Con eso me convencí. Un millar de mundanerías de una insignificancia inconcebible me convencieron para salir de aquella crisis.

En ese momento se volvió hacia mí con una sonrisa de aflicción y siguió hablando lentamente.

—¡Aquí estoy!—dijo, y lo repitió—: Aquí estoy y se me ha escapado la oportunidad de entrar. Tres veces en un año se me ha ofrecido la puerta, esa puerta que lleva a la paz, al placer, a una belleza que supera los sueños, a una bondad que no puede conocer nadie en la tierra. Y la he rechazado, Redmond, y ha desaparecido...

—¿Cómo lo sabes?—Lo sé. Lo sé. Ahora me toca superarlo y entregarme a las tareas que tanto

me reclamaban cuando se presentaron las oportunidades. Bueno, dices que tengo éxito, ese concepto vulgar, chabacano, cargante y envidiado. Es cierto. Si esto fuera mi éxito... —Y con esas palabras estrujó una nuez que tenía en la enorme mano y me la mostró—. Permíteme que te diga una cosa, Redmond: este vacío está acabando conmigo. Hace dos meses, ya casi diez semanas, que no he trabajado en absoluto, que sólo he cumplido con las tareas más necesarias y urgentes. Mi alma rebosa remordimientos inconsolables. Por la noche, cuando hay menos posibilidades de que me reconozcan, salgo a la calle y vago sin rumbo. Sí. A saber qué diría la gente si se enterase. Todo un ministro, el responsable del departamento más vital, va dando tumbos, llorando, en ocasiones de forma casi audible, ¡por haber perdido una puerta, un jardín!

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IV

Veo perfectamente su rostro, bastante pálido, y el fuego sombrío y nada habitual que se había apoderado de su mirada. Esta noche lo veo con total claridad. Recuerdo sus palabras, su voz, aquí sentado con la Westminster Gazette de ayer por la tarde aún encima del sofá, con la noticia de su muerte. Hoy durante el almuerzo en el club no se hablaba de otra cosa que no fuera él y el enigma de su suerte.

Encontraron su cadáver ayer a primera hora en una profunda fosa cerca de la estación de East Kensington. Se trata de uno de los dos pozos que se han perforado durante las obras de ampliación del ferrocarril en dirección sur. Para protegerlo de la intromisión del público hay una valla en la calle principal en la que se ha abierto una entrada que utilizan algunos de los trabajadores, que viven en esta dirección. Había quedado sin cerrar con llave debido a una confusión entre dos capataces y al parecer por ahí pasó Wallace.

Me abruman las preguntas y los enigmas.Por lo visto, esa noche se marchó a pie de la Cámara de los Comunes

(últimamente había vuelto a casa andando con frecuencia) y así es como me imagino su figura oscura por las calles desiertas a aquellas horas, bien abrigada, resuelta. ¿Tal vez las pálidas farolas eléctricas cercanas a la estación confirieron a los bastos tablones cierto tono blanco? ¿Acaso aquella puerta funesta a la que nadie había echado el candado despertó algún recuerdo?

¿Existió alguna vez, después de todo, un muro banco con una puerta verde?No lo sé. He referido la historia tal como me la contó él. En ocasiones tengo la

impresión de que Wallace fue simplemente víctima de la coincidencia entre una alucinación poco común pero no inaudita y una trampa provocada por un descuido, pero lo cierto es que no acabo de estar convencido. Considérenme supersticioso si así lo desean, e insensato, pero la verdad es que estoy bastante seguro de que realmente tenía un don anormal, y un espacio, algo (no sé qué exactamente) que, con la apariencia de un muro y una puerta, le ofrecía una vía de escape, un pasaje secreto y peculiar que daba a otro mundo, sumamente más hermoso. De todos modos, dirán ustedes, al final eso lo traicionó. O quizá no. Ahí llegamos al misterio más íntimo de estos soñadores, de estos hombres dotados de amplitud de miras e imaginación.

Nosotros vemos el mundo con una claridad manifiesta: una valla y un pozo. Según nuestros parámetros diáfanos, Wallace se alejó de lo seguro y se adentró en las tinieblas, en el peligro, en la muerte. Pero ¿fue eso lo que vio él?

UNA CARTA SIN ENTREGAR

Newton MacTavish

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Afuera, un martillo golpeaba como queriendo burlarse; estaban montando la horca. Entre los barrotes de hierro de la ventana de la celda se colaban sin mucho afán unos pocos rayos de sol. Mi cliente apoyaba los codos en las piernas y el mentón, en las manos. La luz hacía resplandecer su pelo enmarañado mientras escuchaba los martillazos del exterior.

—Bueno, podría escribirle una carta a Bill —comentó, sin levantar la cabeza—. ¿Puede traerme lápiz y papel?

Se los conseguí y esperé a que acabara de escribir:«Querido Bill:»Tal como van las cosas, me parece a mí que hoy me cuelgan. Hasta ahora

había tenido la esperanza de que encontraran el rastro que tenían que seguir, pero me doy cuenta de que el verdugo va a tener que darle la patada al cubo y será mi fin: la construcción de la horca avanza muy rápido.

»Te digo yo, Bill, que robar no conduce a nada. Una vez juré que iba a dejarlo y ojalá lo hubiera hecho, pero uno no puede hacer siempre lo que le apetece. Supongo que siempre no puede ser, ¿eh, Bill? No te enteraste de cómo me metí en este lío, ¿verdad?

»Una día estaba en la calle, sin más, sin hacer nada, cuando vi un par de caballos desbocados que se acercaban como locos. Me aparté de un salto y agarré de la brida al que quedaba más cerca. Tiré bien fuerte, así, de repente,

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pero algo me hizo girar en redondo y me pegué un buen golpetazo en la cabeza al estamparme contra la vara de tiro. Fue un buen batacazo.

»Cuando recuperé el sentido estaba sentado dentro del carruaje con una muchacha de carita angelical inclinada sobre mí, limpiándome la cara con agua fría. Me dijo que me llevaba, que dónde vivía, y ¿sabes qué?, Bill, por primera vez me dio vergüenza confesarlo. Pero, bueno, se lo dije y, como te lo cuento, me acompañó y, por éstas, entró en casa conmigo y todo y mandó a Emily que me metiera en la cama. Dejó dinero y fue a verme todos los días, hasta que me puse bueno; se sentaba y leía la Biblia y todas esas cosas. ¿Y sabes qué, Bill? Pues que no pasó mucho tiempo antes de que las cosas empezaran a parecer distintas. No podía mirar aquella carita pura y tierna y pensar en un golpe. El último día que fue a verme me decidí a probar otra cosa y dejar de robar.

»Salí a buscar trabajo. Un individuo me preguntó de dónde salía y le contesté que de la cárcel, que había pasado mucho tiempo en la cárcel, y luego ya no quiso saber nada de mí. Un maromo me encargó picar piedra durante un par de días en un sótano, pero dijo que lo hacía tan bien que se imaginaba que había estado en la cárcel. Después ya no conseguí nada más, porque nadie quería complicarse con un preso reincidente y yo había decidido decir la verdad.

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»Al final Emily empezó a pincharme y el pequeño Bob a llorar porque no había pitanza. Me harté de buscar trabajo y parecía que todo el mundo me empujaba a volver a mi antiguo oficio. Estaba harto. Tenía que hacer algo, así que me senté y organicé un golpe a una casa enorme de una zona residencial. Ya le tenía echado el ojo de antes.

»Aquella noche la luna estaba muy alta, así que esperé a que se pusiera, mucho después de la medianoche. Me encontré la puerta de atrás abierta, o sea, que no me costó nada entrar.

»Subí al piso de arriba, elegí una habitación pequeña, cerca de la parte delantera. Giré la manilla con cuidado y metí la cabeza. Había una vela con una llamita parpadeante y llamas de unos cuantos pedazos de carbón en la chimenea.

»Entré sin hacer ruido.»Vi una butaca de respaldo alto delante del hogar. Me acerqué sigilosamente y

miré por encima. Estaba allí dormida una muchacha, vestida toda de blanco, con escote y los brazos al aire. Llevaba la melena por los hombros; tenía pinta de haber vuelto de un baile y haberse dejado caer en la butaca de puro agotamiento.

»Cuando ya iba a darme la vuelta, las llamas de la chimenea vacilaron y distinguí el destello de rubíes en torno a su garganta. ¡Cómo brillaban, cómo centelleaban, qué fuego lanzaban desde sus profundidades de un rojo sangre! La vela apenas ardía y chisporroteaba, pero el carbón del hogar parpadeaba, los rubíes resplandecían y la muchacha respiraba lentamente sin despertarse.

»Me dije que era pan comido y me incliné sobre el respaldo de la butaca; mi aliento acariciaba el cabello claro que caía sobre aquellos hombros de mármol. Saqué la navaja y estiré los brazos, pero justo en aquel momento el fuego se avivó un poco y, al acercarme, distinguí su carita dulce e infantil. Por éstas, Bill, que era ella, la muchacha que de sólo mirarla me impedía pensar en un golpe.

»Casi sin darme cuenta, me quité el sombrero y me quedé allí plantado, navaja en mano, mientras se me iba toda la sangre a la cara y me daba la impresión de que de alguna forma mis sentimientos me perjudicaban.

»La miré y fui cerrando gradualmente la navaja y enderezándome, porque me había quedado encorvado. Me acordé de un verso que me leía la muchacha: «No os iréis con las manos vacías», así que me dije que volvería a intentarlo, pero cuando me daba la vuelta para irme oí un disparo en la habitación de al lado y

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luego un buen golpe sordo. Me quedé inmóvil durante un instante y luego salí co-rriendo a tiempo de ver a alguien lanzarse escalera abajo. Cuando llegó al final oí que tropezaba. Eché a correr por el pasillo y me di de bruces con el mayordomo.

»Supongo que alguien más había decidido dar un golpe en aquella casa aquella misma noche y me la había jugado bien jugada. No pude hacer nada: lo tenía todo en contra. Llevaba encima aquel gran revólver igualito al tuyo. Resultó que lo tenía con una cámara vacía y que la bala que sacaron de la cabeza del viejo era del mismo calibre. Mi carrerón no me ayudaba; todo estaba contra mí. Lo único que presentaron en el juicio que no me acusaba era un pedazo de la parte de arriba de una oreja; lo habían encontrado en la entrada, donde alguien debía de haberse dado contra algo afilado. Pero no escucharon a mi abogado.

»Deja los robos, Bill; mira cómo he acabado yo. Espero que si Emily necesita ayuda alguna vez le eches una mano, y no enseñes al pequeño Bob a mangar. Hazlo por un viejo amigo, Bill.»

El condenado dejó de escribir cuando el último rayo de sol se escondía tras los barrotes de la ventana de la celda. Afuera habían cesado los martillazos; el cadalso estaba terminado.

—Encontrará a Emily, mi esposa, en el cuarto trasero del sótano del 126 de River Street —informó mi cliente mientras me entregaba la carta—. Ella le dirá dónde puede dar con Bill.

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Acepté la misiva, cuyo contenido aún desconocía. Ya me iba cuando me llamó de nuevo:

—Lleva usted una flor en el ojal. Me gustaría envolverla y hacérsela llegar a Emily.

Al día siguiente, después de que se ejecutara la sentencia que había dictado la ley, fui a buscar a su esposa. Bajé la vieja escalera con olor a humedad del 126 de River Street, donde todo era inmundicia y miseria, y al llegar al cuarto de atrás me detuve y llamé con los nudillos a la puerta. Una cabeza se asomó con timidez a la puerta de al lado.

—Se han ido —aseguró.—¿Adónde?—Ni idea. La mujer se fue con un individuo.—¿Lo conoce usted?—Lo había visto por aquí alguna que otra vez, pero entonces no le faltaba la

parte de arriba de la oreja. Lo llamaban Bill, sería amigo suyo.—¿Y dónde está el chaval?—Pues en el orfanato.Salí al aire fresco y, de pie en la acera, leía la carta:«Lo único que presentaron en el juicio que no me acusaba era un pedazo de la

parte de arriba de una oreja...»Cuando terminé, recordé la flor que llevaba en la mano. No la tiré, sino que me

la llevé al despacho y todavía la tengo allí, envuelta en un papel, tal como él me la entregó.

LA COSA Y YO

Sean O’Huigin

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Oí un aullido espeluznante un chillido un alarido y me desperté aquella noche sin luna las ventanas temblaban la casa se estremecía estiré el brazo para encender la luz toqué algo y me dio un vuelco el corazón una sustancia pegajosa y caliente parecía hígado crudo me hizo tiritar y luego empezó a subirme por el brazo por la cara y por todo el cuerpo creía que iba a asfixiarme traté de gritar con fuerza «ay, por favor» pensé «madre mía que esto no sea más que un sueño» me levanté de la cama con «la cosa» por la cabeza busqué a tientas el interruptor y allí junto al espejo oí claramente una risa JAJAJA JEJEJEJEJE JAJAJAJAJAJA AHHH debía de ser una bruja tenía el cuerpo chorreando los pies empezaban a resbalar «la cosa» me había envuelto en babas y ahora he venido a tu casa querido mío y pronto serás uno de los míos.

PRIMERO LAS OREJAS

Arielle North Olson y Howard Schwartz

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Había una vez un hombre que se llamaba Adbú y tenía dificultades para encontrar trabajo. Era muy pobre y su esposa y sus hijos siempre pasaban hambre.

Desesperado, Abdú salió del pueblo en el que vivía para tratar de ganar unas monedas en el campo, pero por mucho que anduvo no encontró a nadie que necesitara su ayuda. Al caer la tarde se encontraba débil y cansado, pues no había probado bocado en todo el día.

De repente vio a una anciana que se le acercaba. Estaba jorobada y arrugada y se tapaba el pelo con un pañuelo floreado.

—¿Adónde te diriges? —preguntó.—¿Quién sabe? Debo vagar de un sitio a otro hasta que gane lo suficiente para

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dar de comer a mi esposa y a mis hijos —repuso Abdú.—No te desesperes. Trae a tu familia a vivir conmigo, Abdú, y compartiremos

mis riquezas.Abdú se quedó pasmado y preguntó:—¿Quién es usted? ¿Y por qué sabe cómo me llamo?—Soy tu prima. Soy vieja y estoy sola, me gustaría disfrutar de tu compañía. Si

tu familia y tú venís a vivir conmigo, nadie tendrá que pasar hambre.Aunque casi no se creía lo que oía, Abdú empezó a dejarse llevar por la

esperanza. Sintió que recuperaba las fuerzas y regresó corriendo a casa para contárselo todo a su esposa y a sus hijos, que se quedaron encantados al recibir la noticia de la existencia de aquella prima desconocida.

Aquella misma noche abandonaron el pueblo y salieron a pie a reunirse con la anciana, que los esperaba en mitad del camino. Entonces los condujo hasta su casa y dejó que comieran hasta hartarse.

—Y enseguida vais a tener leche que beber —anunció, antes de coger un balde e irse en dirección al establo.

La mujer de Abdú la siguió por si podía ayudarla a ordeñar, pero cuando ya se acercaba al establo oyó que la vieja le decía a la vaca:

—Mañana me merendaré a los invitados.La vaca mugió como diciendo «¡No, no, no!» y la esposa de Abdú regresó

corriendo a la casa para avisarlo.—Tenemos que irnos de inmediato —gritó—. ¡La anciana le ha dicho a la vaca

que mañana tiene pensado merendársenos!—No las ha oído bien —contestó él, enfadado—. Mira lo buena y lo generosa

que ha sido.Al final la esposa accedió a quedarse, aunque pasó tanto miedo que no pegó

ojo en toda la noche.Por la mañana volvió a seguir a la anciana hasta el establo y de nuevo oyó sus

palabras:—¡Ah, hoy voy a merendarme a los invitados!Una vez más la vaca contestó con un mugido que parecía decir: «¡No, no, no!»,

y la esposa de Abdú volvió a toda prisa a la casa.—No podemos quedarnos aquí un solo momento más. ¡La vieja tiene pensado

merendársenos hoy mismo!—chilló, pero Abdú se negó a escucharla, de modo que ella le espetó—: ¿Para qué tienes orejas? Tú quédate si quieres, que yo me llevo a los niños a casa.

Y eso fue precisamente lo que hizo.Cuando regresó la vieja del establo y vio que sólo quedaba Abdú, decidió

comérselo de inmediato. Trabó la puerta y le chilló:—No soy prima tuya. —Enderezó la espalda, desaparecieron las arrugas y cayó

al suelo el pañuelo, que dejó al descubierto una larga melena morena—. Soy una bruja, ¡una bruja a la que nada le gusta más que zamparse a los imbéciles que vienen a vivir a su casa! A ver, dime, ¿qué parte del cuerpo quieres que me coma antes?

Con esas palabras sacó una lima del bolsillo y empezó a afilarse los dientes.Abdú temblaba de la cabeza a los pies. Se dio cuenta de que estaba atrapado y

no podía hacer nada, así que contestó:—Mi mujer me ha avisado, pero me he empeñado en no escucharla, así que

cómete primero las orejas.

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LA CASA QUE SE COBRABA UN PRECIO

W. W. Jacobs

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—No son más que tonterías —aseguró Jack Barnes—. Pues claro que ha muerto gente en la casa, como en todas las casas. Y lo de los ruidos... El viento que se oye por la chimenea y las ratas de detrás de los zócalos resultan muy convincentes para quien ya está nervioso. Ponme otra taza de té, Meagle.

—Les toca a Lester y a White —contestó Meagle, que presidía la mesa ante la que estaban tomando el té, en la posada Three Feathers—. Tú ya te has bebido dos.

Lester y White apuraron sus tazas con una lentitud exasperante, deteniéndose entre sorbo y sorbo para inhalar el aroma del brebaje y analizar con detenimiento las hojas que flotaban con relativa abundancia en él. Luego el señor Meagle se las llenó hasta el borde y por fin se volvió hacia el señor Barnes, que lo esperaba con mal gesto, y le pidió sin mucho afán que llamara para que llevaran más agua caliente.

—Vamos a tratar de mantener tus nervios en su estado de buena salud actual

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—comentó—. Yo, por mi parte, digamos que creo a medias en lo sobrenatural.—Como cualquier persona sensata —apuntó Lester—. Una tía mía vio un

fantasma una vez.White asintió y añadió:—Un tío mío también.—El que los ve siempre es algún conocido —apostilló Barnes.—Bueno, la casa está ahí —recordó Meagle—. Es un caserón por el que piden

un alquiler insignificante y nadie se lo queda. Se ha cobrado un precio siempre que una familia ha vivido allí, aunque fuera por muy poco tiempo, como mínimo se ha cobrado una vida cada vez, y desde que está desocupada los guardas han ido muriendo uno tras otro. El último, hace quince años.

—Precisamente —contestó Barnes—. Hace tanto, que las leyendas han tenido tiempo de acumularse.

—Te apuesto una libra a que no pasas la noche allí tu solo, por mucho que digas —intervino White de repente.

—Y yo veo la apuesta —añadió Lester.—No —respondió Barnes con tono pausado—. No creo en los fantasmas ni en

ninguna otra cosa sobrenatural, pero de todos modos reconozco que no me gustaría pasar una noche allí a solas.

—Pero ¿por qué? —quiso saber White.—¿Por el viento que se oye por la chimenea? —preguntó Meagle, sonriéndose.—¿Por las ratas de detrás del zócalo? —terció Lester.—Podéis decir lo que queráis —dijo Barnes, ruborizado.—¿Y si vamos todos?—propuso Meagle—. Si salimos después de cenar,

llegaremos hacia las once. Ya llevamos diez días de marcha sin una sola aventura, a no ser que contemos el momento en que Barnes descubrió que el agua estancada en una zanja huele a rayos. En todo caso, será una novedad y, si sobrevivimos todos y con ello rompemos el hechizo, el dueño tendría que estar contento y darnos una buena recompensa.

—Primero hay que ver qué dice el tabernero —comentó Lester—, Pasar la noche en una casa común y corriente no tiene nada de divertido. Hay que asegurarse de que esté encantada.

Hizo sonar la campana y, después de requerir la presencia del dueño, le suplicó, en nombre de la humanidad que compartían, que no les permitiera desperdiciar una noche vigilando una casa en la que no hubiera ni rastro de duendes o espectros. La respuesta fue más que tranquilizadora, pues el tabernero, tras relatar con considerable arte y gran lujo de detalles la aparición de una cabeza que había quedado colgando de una ventana a la luz de la luna, les solicitó con buenas formas pero también con cierto apremio que saldaran la cuenta antes de dirigirse al caserón.

—Me parece estupendo que se diviertan ustedes que son jóvenes todo lo que quieran —aseguró en tono indulgente—, pero supongamos que por la mañana los encuentran a todos muertos: ¿cómo me quedaría yo? Sepan que si se dice que la casa se cobra un precio será por algo.

—¿Quién fue la última víctima? —preguntó Barnes, con aire de burla cortés.—Un vagabundo. Se metió allí dentro para ganarse media corona y a la

mañana siguiente apareció colgado de los balaustres, muerto.—Suicidio. Un perturbado.El tabernero asintió ante las palabras de Barnes y añadió con voz sosegada:—Eso fue lo que falló el jurado, pero cuando entró en la casa a mí no me

pareció nada perturbado. Hacía años que lo conocía, así, de pasada. Soy pobre, pero no dormiría en ese caserón ni aunque me dieran cien libras.

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Repitió aquella afirmación al cabo de unas horas en el momento en que sus clientes iniciaron la expedición. Partieron cuando cerraba sus puertas la posada y oyeron a su espalda el estrépito de los cerrojos. La clientela habitual echaba a andar penosamente para recogerse ya y ellos emprendieron con brío el camino de la casa. Casi todas las ventanas estaban ya a oscuras y en unas cuantas más se apagaron las luces a su paso.

—Parece bastante desmedido tener que perder una noche sólo para convencer a Barnes de la existencia de los fantasmas —opinó White.

—Es por una buena causa —señaló Meagle—, por un objetivo que desde luego vale la pena, y me da en la nariz que vamos a salimos con la nuestra. ¿No te habrás olvidado las velas, Lester?

—He traído dos; el viejo no podía prescindir de más.La luna apenas brillaba y la noche estaba nublada. El camino discurría entre

setos altos y estaba oscuro, hasta el punto de que en un tramo determinado que cruzaba un bosque tropezaron en dos ocasiones con el terreno irregular de los bordes.

—A quien se le diga que hemos abandonado unas camas bien cómodas por esto... —exclamó White—. Vamos a ver: ese sepulcro residencial tan apetecible queda a la derecha, ¿no es cierto?

—Está más adelante —aseguró Meagle.Siguieron avanzando durante un tiempo en silencio, roto sólo por el elogio

hecho por White de la cama mullida, limpia y acoge—dora que iba quedándose más y más atrás. Guiados por Meagle giraron por fin

a la derecha y, tras avanzar menos de medio kilómetro, distinguieron la verja del caserón ante ellos.

Prácticamente lo ocultaba la maleza del jardín. El camino de acceso estaba invadido por los matojos, pero siguieron a Meagle y lograron abrirse paso hasta que la mole de la construcción surgió de las tinieblas y apareció ante ellos.

—Por la parte de atrás hay una ventana por la que podemos metemos, según el tabernero —comentó Lester cuando ya estaban ante la puerta principal.

—¿Una ventana? Qué tontería —opinó Meagle—. Vamos a hacer las cosas bien. ¿Dónde está la aldaba?

La buscó a tientas y tras encontrarla propinó unos sonoros golpetazos contra la puerta.

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—¡No hagas estupideces! —lo reprendió Barnes, enojado.—Los sirvientes fantasmales están todos dormidos —repuso el otro cotí

seriedad—, pero voy a despertarlos antes de espantarlos bien espantados. Es escandaloso que nos tengan aquí fuera a oscuras.

Volvió a hacer sonar la aldaba y el ruido resonó en el vacío del otro lado. Luego, con una exclamación repentina, extendió las manos y dio un paso tambaleante al frente.

—¡Pero si estaba abierta! —exclamó, con un extraño temblor en la voz. Vamos.—No me creo que no estuviera cerrada —intervino Lester, sin moverse un

ápice—. Alguien nos está gastando una broma.—Qué tontería —contestó Meagle bruscamente—. Dame una vela. Gracias.

¿Quién tiene una cerilla?Barnes sacó una caja y encendió una, tras lo cual Meagle, protegiendo la llama

con una mano, echó a andar hacia el pie de la escalera.—Que alguien cierre la puerta —pidió—, hay demasiada corriente.—Está cerrada —contestó White después de mirar por encima del hombro.Meagle se llevó un dedo al mentón y mirando a sus tres compañeros preguntó:—¿Y quién la ha cerrado? ¿Quién ha sido el último en entrar?—Pues yo —repuso Lester—, pero no recuerdo haberla cerrado... Quizá, no sé.Meagle estuvo a punto de decir algo, pero se lo pensó dos veces y, sin dejar de

vigilar la llama con atención, empezó a explorar la casa, con los otros pisándole los talones. Las sombras bailaban por las paredes y acechaban por los rincones a su paso. Al final del corredor encontraron una segunda escalera por la que decidieron subir poco a poco hasta alcanzar el primer piso.

—¡Cuidado! —recomendó Meagle cuando llegaron al rellano.Extendió el brazo que sostenía la vela e iluminó el punto en el que se habían

roto los balaustres. Luego miró con curiosidad el vacío que quedaba inmediatamente debajo.

—Ahí sería donde se ahorcó el vagabundo, supongo —comentó, pensativo.—Qué morboso eres —afirmó White, cuando ya habían empezado a andar otra

vez—. Este sitio ya es lo bastante espeluznante sin que nos recuerdes eso. Bueno, vamos a buscar una habitación cómoda para echar un traguito de whisky cada uno y fumarnos una pipa. ¿Qué os parece ésta?

Abrió una puerta al final del pasillo que daba a un cuarto pequeño y cuadrado. Meagle entró el primero con la vela y, tras derretir una o dos gotas de sebo, la pegó sobre la repisa de la chimenea. Los demás se sentaron en el suelo y observaron con buena cara cómo White sacaba del bolsillo una botellita de whisky y una taza de hojalata.

—¡Hum, me he olvidado el agua! —exclamó.—En seguida te la traen —replicó Meagle, y tiró con fuerza de la cadena de la

campanilla, cuyo tañido herrumbroso les .llegó procedente de una lejana cocina. Volvió a llamar.

—¡No hagas tonterías! —lo censuró Barnes con brusquedad.—Sólo quería complaceros —repuso Meagle entre risas—. Tiene que haber

como mínimo un fantasma en la zona de servicio.Barnes alzó la mano para pedir silencio.—¿Sí? —Meagle sonrió burlonamente a los otros dos—. ¿Acaso se acerca

alguien?—¿Por qué no dejamos el jueguecito y volvemos? —planteó Barnes de

improviso—. No creo en los espíritus, pero nadie es capaz de controlar los nervios. Reíd todo lo que queráis, pero de verdad que me ha parecido que se abría la puerta de abajo y subían unos pasos por la escalera.

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Sonoras carcajadas ahogaron su voz.—Ya va entrando en razón —aseguró Meagle con una sonrisita de suficiencia

—. Cuando acabe con él creerá firmemente en lo sobrenatural. Bueno, ¿quién va a buscar agua? ¿Tú, Barnes?

—No.—Si es que hay, tal vez no se pueda beber después de tantos años —apuntó

Lester—. Hay que pasar sin.

Meagle asintió y mientras se sentaba en el suelo extendió la mano para reclamar la taza. A continuación encendieron las pipas y el aroma limpio y saludable del tabaco impregnó la habitación. White sacó una baraja; la charla y las risas resonaron por el cuarto y se apagaron de mala gana en pasillos lejanos.

—En las habitaciones vacías siempre me llevo la falsa impresión de que tengo la voz grave —comentó Meagle—. Mañana...

Soltó una exclamación ahogada en el momento en que la luz se apagaba de repente y algo le golpeaba en la cabeza. Los demás se pusieron de pie de un brinco y Meagle se echó a reír.

—Es la vela —exclamó—. No la he pegado bien.Barnes encendió una cerilla, prendió de nuevo la candela y la colocó sobre la

repisa para sentarse y recoger sus cartas.—¿Qué iba diciendo?—preguntó Meagle—. Ah, sí, que mañana...—¡Escuchad! —ordenó White, colocando la mano en la manga del otro—. Os

doy mi palabra de que de verdad me ha parecido oír una risa.—¡Os propongo una cosa!—lo interrumpió Barnes—. ¿Por qué no volvemos? Ya

me he cansado. Yo también tengo la impresión de que voy oyendo cosas, ruidos de algo que se mueve de un lado a otro por ese pasillo. Ya sé que son imaginaciones mías, pero estoy incómodo.

—Vete si quieres —repuso Meagle—, que nosotros podemos seguir jugando con la mano del muerto, como suele decirse. O si prefieres, al bajar le cedes tus cartas al vagabundo.

Barnes se estremeció y soltó una exclamación de rabia. Se puso en pie, se acercó a la puerta, que estaba entrecerrada, y aguzó el oído.

—Sal, hombre —recomendó Meagle, con un guiño a los otros dos—. Te reto a

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bajar hasta la puerta de entrada y volver tú solo.Barnes regresó, se inclinó hacia delante y encendió la pipa con la vela.—Estoy nervioso pero no he perdido la razón —aseguró, mientras dejaba

escapar una nubecilla de humo—. Los nervios me dicen que algo ronda por ese pasillo tan largo, pero la razón contesta que eso son tonterías. ¿Dónde están mis cartas?

Volvió a sentarse y, tras recoger su mano, la estudió con detenimiento y salió.—Te toca, White —indicó tras una pausa, pero el aludido no se inmutó.—Pero si se ha dormido —observó Meagle—. Despierta, muchacho. Despierta y

juega.Lester, que estaba sentado a su lado, lo agarró del brazo y lo sacudió, primero

con delicadeza y luego con cierta brusquedad, pero White, con la espalda pegada a la pared y la cabeza agachada, no reaccionó. Meagle le dio un buen grito al oído y después se volvió hacia los otros con cara de asombro.

—Duerme como un fiambre —dijo, haciendo una mueca—. Bueno, aún quedamos tres para hacernos compañía.

—Sí —confirmó Lester, asintiendo—. A no ser que... ¡Dios santo! ¿Y si...?Se interrumpió y los miró entre temblores.—¿Y si qué? —preguntó Meagle.—Nada —tartamudeó Lester—. Vamos a despertarlo. Inténtalo otra vez.

¡White! ¡White!—No sirve de nada —afirmó Meagle con seriedad—; ese sueño es un poco

extraño.—A eso me refería —añadió Lester—, y si él se ha dormido así ¿por qué no

podría...?Meagle se incorporó de un salto y contestó con rudeza:—Qué tontería. Está agotado, sin más. Aunque, bueno, vamos a cogerlo y a

largarnos. Tú agarra las piernas y que Barnes abra camino con la vela. ¿Sí? ¿Quién anda ahí?

De improviso levantó la vista en dirección a la puerta.—Me había parecido que alguien llamaba con los nudillos —explicó con una

risa abochornada—. Bueno, Lester, vamos a levantarlo. Uno, dos... ¡Lester! Lester!

Pegó un brinco, ya demasiado tarde; Lester, con la cara hundida en los brazos, había caído hacia un lado, profundamente dormido, y por mucho que Meagle lo

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intentó no logró despertarlo.—Se... ha... dormido... —balbuceó—. ¡Dormido!Barnes, que había cogido la vela de la repisa de la chimenea, se quedó

mirando fijamente y en silencio a sus dos compañeros dormidos mientras el sebo goteaba contra el suelo.

—Hay que salir de ésta —gritó Meagle—. ¡Rápido!Barnes titubeó.—No podemos dejarlos aquí... —empezó.—No hay otra salida —contestó Meagle con voz estridente—. Si tú también te

duermes me voy... ¡Rápido, vámonos!Agarró al otro del brazo e intentó llevarlo a rastras hasta la puerta, pero se

zafó de él, volvió a colocar la vela encima de la repisa y trató de despertar a sus compañeros.

—No sirve de nada —dijo por fin, y les dio la espalda para volverse hacia Meagle y advertirle con inquietud—. Tú no te atrevas a dormirte.

El otro negó con la cabeza y se quedaron quietos durante un tiempo, sumidos en un silencio violento.

—Será mejor cerrar la puerta —propuso Barnes por fin.Fue hasta allí e hizo precisamente eso, con sumo cuidado, pero al oír un ruido

a su espalda se dio la vuelta y vio a Meagle desvanecido sobre la piedra de la chimenea.

Se le cortó la respiración y se quedó inmóvil. En el interior de la habitación la vela, cuya llama vacilaba debido a la corriente, iluminaba tenuemente las actitudes grotescas de los otros tres. Su imaginación exaltada le decía que al otro lado de la puerta había una agitación extraña y furtiva. Trató de silbar, pero tenía los labios resecos y con gesto mecánico se encorvó y empezó a recoger las cartas desparramadas por el suelo.

Se detuvo una o dos veces y se incorporó, con la cabeza inclinada, para aguzar el oído. La agitación del exterior parecía ir en aumento; se oyó un fuerte crujido procedente de la escalera.

—¿Quién anda ahí? —gritó con fuerza.El crujido cesó. Fue hasta la puerta y la abrió de golpe para salir al pasillo a

grandes zancadas. Al echar a andar, de repente, el miedo se esfumó.—¡Venid! —gritó con una risa grave—. ¡Venid todos! ¡Todos! Mostrad vuestro

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rostro, ¡vuestro rostro grotesco e infernal! ¡No os ocultéis!Se rió de nuevo y siguió adelante; en ese momento quien estaba derrumbado

en el hogar sacó la cabeza como una tortuga y se concentró con horror en los pasos que se alejaban. Tuvieron que llegar a perderse en la distancia para que se relajaran las facciones del hombre que los escuchaba.

—Dios santo, Lester, lo hemos vuelto loco —afirmó con un susurro de temor—. Tenemos que ir tras él.

No hubo respuesta. Meagle se incorporó como movido por un resorte.—¿Me habéis oído? Dejad de hacer el tonto ahora mismo; esto es serio. ¡White!

¡Lester! ¿Es que no me oís?Se inclinó sobre ellos y los inspeccionó presa de la perplejidad y la furia.—Muy bien —dijo con voz temblorosa—, pero a mí no vais a asustarme, que

quede claro.Se volvió y se dirigió con una despreocupación exagerada hacia la puerta.

Salió incluso al exterior y miró por el resquicio que quedaba junto a la jamba, pero ninguno de los dos se movió. Escudriñó la oscuridad que había más allá y decidió volver a entrar apresuradamente en el cuarto.

Se quedó unos segundos allí de pie, observándolos. El silencio de la casa era sobrecogedor; ni siquiera los oía respirar. Decidido de repente a hacer algo, aferró la vela de la repisa de la chimenea y acercó la llama a un dedo de White. En seguida retrocedió estupefacto, tambaleándose, y en ese momento volvieron a oírse las pisadas.

Se puso en pie con la vela en la mano temblorosa y escuchó. Las oyó ascender por la escalera más lejana, pero cuando se acercó a la puerta se detuvieron en seco. Avanzó un poco por el pasillo y los pasos salieron disparados escalera abajo y luego trotaron por el pasillo de la planta baja. Meagle regresó a la escalera principal y de nuevo cesaron.

Se asomó durante unos instantes por encima de los balaustres, aguzando el oído y tratando de distinguir algo en la oscuridad que había a sus pies; luego, poco a poco, paso a paso, empezó a bajar y, sosteniendo la vela por encima de la cabeza, escudriñó la negrura que tenía ante sí.

—¡Barnes! —llamó—. ¿Dónde estás?Tiritando de miedo empezó a recorrer el pasillo y haciendo acopio de todo su

valor abrió puertas y metió la cabeza con temor en habitaciones vacías. Luego, de repente, oyó los pasos ante sí.

Los siguió despacio, con miedo de que se le agotara la vela, y lo guiaron hasta llegar a una cocina amplia y desierta, con las paredes marcadas por la humedad y el suelo levantado. Al fondo, una puerta que daba a un cuarto interior acababa de cerrarse. Corrió hasta ella y la abrió de golpe, y entonces un soplo de aire frío apagó la vela. Se le heló la sangre.

—¡Barnes!—volvió a gritar— ¡No tengas miedo! Soy yo... ¡Meagle!No obtuvo respuesta. Se quedó quieto mirando fijamente la oscuridad y en

ningún momento lo abandonó la idea de que había algo allí cerca que lo observaba. Entonces, de repente, las pisadas reaparecieron en el piso de arriba.

Retrocedió apresuradamente, cruzó la cocina y a tientas logró desandar el camino por el estrecho pasillo. Ya veía mejor en la oscuridad. Cuando por fin llegó al pie de la escalera empezó a ascender quedamente. Llegó al descansillo justo a tiempo de ver cómo una figura desaparecía tras doblar una esquina. Siempre con cuidado para no hacer ruido, siguió el sonido de los pasos hasta el primer piso y prosiguió la persecución hasta el final de un corto corredor.

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—¡Barnes! —susurró—. ¡Barnes!Algo se revolvió en la oscuridad. Un ventanuco circular situado al fondo

rompía levemente la oscuridad y revelaba la tenue silueta de una figura inmóvil. En lugar de avanzar, Meagle se quedó casi igual de quieto, atrapado por una duda terrible y repentina. Con los ojos clavados en la forma se fue hacia atrás lentamente y cuando aquello avanzó hacia él soltó un grito horripilante:

—¡Barnes! ¡Por el amor de Dios! ¿Eres tú?El eco de su voz hizo temblar el aire, pero la figura que tenía delante no se

inmutó. Por un instante, Meagle trató de hacer acopio de valor para soportar aquella acometida, pero luego se volvió con un chillido ahogado y echó a correr.

Los pasillos se transformaron en un laberinto y se abrió paso por ellos a ciegas, buscando en vano la escalera. Si pudiera bajar y abrir la puerta principal...

Recuperó el aliento, pero empezó a sollozar; volvían a oírse las pisadas. Avanzaban a buen ritmo pero con pesadez, recorriendo los pasillos desiertos, entraban y salían, iban de un lado a otro, como si lo buscaran. Se detuvo, horrorizado, y cuando notó que se acercaban se metió en un cuarto y se pegó al otro lado de la puerta para oírlos pasar. Luego salió y echó a correr con rapidez y sigilo en dirección contraria, pero al cabo de un instante se dio cuenta de que de nuevo lo seguían. Dio con el pasillo largo y echó a correr por él con todas sus fuerzas. La escalera que conocía estaba situada al final y con las pisadas pegadas a los talones empezó a bajar por ella a ciegas y sin aminorar la velocidad. Los pasos acortaban las distancias y se hizo a un lado para dejarlos pasar, sin detener su huida precipitada. Entonces, de repente, le pareció que le arrebataban el suelo de debajo de los pies y se adentraba en el espacio.

Lester se despertó por la mañana, cuando el sol ya se colaba a raudales en la habitación, y se encontró con White levantado, mirándose con cierta perplejidad un dedo cubierto por una gran ampolla.

—¿Dónde están los demás? —preguntó el primero.—Se habrán ido, supongo —contestó White—. Nos habremos quedado

dormidos.Lester se irguió, estiró las entumecidas extremidades y se desempolvó la ropa

con las manos antes de salir al pasillo. White lo siguió. Al oírlos acercarse, una figura que hasta hacía un instante dormía en el otro extremo se incorporó y reveló el rostro de Barnes.

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—Pero si me he dormido —se sorprendió—. ¿Cómo he llegado hasta aquí? No recuerdo haber venido.

—Un sitio ideal para echarse la siesta —comentó Lester, con gravedad, mientras señalaba en hueco entre los balaustres—. ¡Mirad! Si hubieras ido un metro más allá, ¿dónde habrías acabado?

Se acercó con aire despreocupado hasta el borde y se asomó. En respuesta a su grito de asombro, los otros corrieron a su lado y los tres se quedaron mirando el cadáver del piso de abajo.

EL WENDIGO

Theodore Roosevelt

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Por norma general, los hombres que viven en regiones fronterizas con territorios no colonizados no pueden permitirse ser supersticiosos. Llevan vidas demasiado arduas y prácticas y dedican escasa imaginación a lo espiritual y lo sobrenatural. Apenas escuché unas pocas historias de fantasmas cuando vivía en la frontera y en todo caso eran de naturaleza absolutamente trillada y convencional.

Sin embargo, una vez me contaron una que me impresionó mucho. La oí de labios de un viejo cazador de montaña, entrecano y curtido, de nombre Bauman, que había nacido en la frontera y pasado allí toda su vida. Debía de creerse lo que relataba, porque en determinados puntos de la narración le costó reprimir un estremecimiento; de todos modos, era de ascendencia alemana y sin lugar a dudas durante su infancia se había empapado de todo tipo de leyendas de fantasmas y duendes germánicos, por lo que tendría muchas supersticiones dándole vueltas por la cabeza; además, conocía bien los relatos transmitidos por

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los hechiceros indios en sus campamentos invernales, sobre los seres de las nieves, los espectros y las criaturas malvadas e informes que rondan las profundidades de los bosques y persiguen y atacan a los caminantes solitarios que una vez caída la noche se adentran en las regiones en las que acechan...

Cuando ocurrieron los hechos, Bauman aún era joven y se dedicaba a cazar con trampas, junto a un compañero, por las montañas que dividen las bifurcaciones de Salmón de la cabecera del río Wisdom. Como no habían tenido excesiva suerte, los dos hombres resolvieron adentrarse en un desfiladero particularmente agreste y solitario por el que discurría un arroyo en el que se decía que había muchos castores. El desfiladero tenía mala fama, pues el año anterior un cazador solitario que había penetrado en él había acabado muerto, al parecer víctima de una bestia salvaje, y unos exploradores mineros que habían pasado por su campamento precisamente la noche anterior hallaron sus restos, medio devorados.

No obstante, el recuerdo de ese suceso pesó muy poco en los dos tramperos, que eran tan audaces y robustos como muchos de los suyos. Llegaron con sus dos enjutos potros de montaña hasta el pie del desfiladero y los dejaron allí en una amplia pradera, ya que a partir de allí el terreno, rocoso y repleto de árboles, era impracticable para los caballos. Emprendieron entonces camino a pie por el vasto y lúgubre bosque y, al cabo de unas cuatro horas, alcanzaron un pequeño claro en el que decidieron acampar, ya que había muchos indicios de caza.

Quedaban todavía una o dos horas de luz y, tras levantar un sencillo refugio de broza y soltar y abrir los morrales, echaron a andar arroyo arriba. El terreno era muy denso y de difícil acceso, pues había muchos árboles caídos, si bien de vez en cuando la sombría espesura quedaba rota por pequeñas zonas despejadas, cubiertas sólo por hierba de las montañas.

Al caer la tarde regresaron al campamento. El claro en el que lo habían instalado no tenía muchos metros de ancho y los pinos y abetos, altos y apretujados, lo rodeaban como si de un muro se tratara. A un lado había un riachuelo y más allá se alzaban las pronunciadas laderas de las montañas, cubiertas por la densidad ininterrumpida del bosque de hoja perenne.

Se sorprendieron al descubrir que durante su corta ausencia algún animal, en apariencia un oso, había visitado el lugar y había rebuscado entre sus cosas, desperdigado el contenido de sus morrales y, de forma totalmente gratuita, destruido el refugio. Las huellas de la bestia se distinguían con claridad, pero al principio no les prestaron especial atención y se entregaron a la reconstrucción del cobijo, a preparar la cama y las provisiones y a encender el fuego.

Mientras Bauman preparaba la cena, siendo ya noche cerrada, su compañero empezó a examinar las huellas con más detenimiento y al poco cogió una rama de la hoguera a modo de tea para seguirlas por donde el intruso había recorrido un sendero de caza tras abandonar el campamento. Cuando se consumió la tea volvió para coger otra y repetir la inspección de las pisadas con gran detenimiento. Después regresó junto al fuego, se quedó allí de pie uno o dos minutos, escrutando la oscuridad, y de repente comentó:

—Bauman, ese oso anda sobre dos patas.El otro se rió al oírlo, pero su compañero insistió en que era cierto y, tras

examinar las huellas una vez más con una antorcha, comprobaron que, en efecto, parecía que las habían dejado dos patas, o dos pies. Sin embargo, estaba demasiado oscuro para asegurarlo con certeza. Tras debatir si aquellas pisadas podían pertenecer a un ser humano y llegar a la conclusión de que no, los dos hombres se envolvieron en las mantas que les servían de cama y se dispusieron a

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dormir bajo el refugio que habían levantado.A medianoche, un ruido despertó a Bauman, que se incorporó y se quedó

sentado encima de las mantas. Entonces le llegó a la nariz el olor intenso de una bestia salvaje y distinguió una sombra corpulenta en la oscuridad de la entrada del refugio. Agarró el fusil y disparó a la figura vaga y amenazante, pero debió de fallar, pues inmediatamente después oyó como aquella cosa, fuera lo que fuera, aplastaba el sotobosque al alejarse a toda prisa por las tinieblas im-penetrables de la espesura arbórea y de la noche.

Después de aquello les costó pegar ojo y se quedaron sentados junto a la hoguera reavivada, pero no oyeron nada más. Por la mañana salieron en busca de las escasas trampas que habían colocado la tarde anterior y colocaron otras nuevas. Sin haberlo decidido explícitamente, no se separaron en todo el día, hasta la hora de regresar al campamento, al anochecer.

Al acercarse comprobaron, sin que les sorprendiera en exceso, que el refugio estaba destruido otra vez. El visitante del día anterior había regresado y con un ensañamiento gratuito había revuelto todas sus cosas y destruido la choza improvisada. En el suelo habían quedado sus huellas: al abandonar el claro se había alejado por la tierra blanda de la orilla del riachuelo, en la que las pisadas se distinguían con la misma claridad que si las hubiera dejado en la nieve. Tras un escrutinio escrupuloso del rastro se confirmó la impresión de que, fuera lo que fuera aquella cosa, se había alejado andado sólo sobre dos patas.

Los hombres, alteradísimos, reunieron un buen montón de leños y mantuvieron una buena hoguera encendida durante toda la noche y uno u otro montaron guardia casi todo el rato. Hacia la medianoche la cosa se acercó por el bosque del otro lado, cruzado el riachuelo, y se quedó allí en la ladera durante casi una hora. Oían el crujido de las ramas que producía al moverse y en varias ocasiones emitió un gemido discordante e interminable, un sonido especialmente siniestro. Sin embargo, no se atrevió a acercarse al fuego.

Al amanecer, tras analizar los extraños acontecimientos de las últimas treinta y seis horas, los dos tramperos decidieron echarse al hombro los morrales y abandonar el valle aquella misma tarde. No les importaba en absoluto marcharse, porque, a pesar de haber visto mucha caza, habían conseguido muy pocas pieles, pero aún les faltaba ir a recuperar las trampas, cosa que se dispusieron a hacer.

Permanecieron juntos durante toda la mañana, recogiendo trampa tras trampa, todas ellas vacías. Al salir del campamento habían tenido la desagradable sensación de que los seguían. Entre los densos macizos de píceas oían de vez en cuando que se quebraba una rama tras haber pasado ellos, y alguna que otra vez les llegaron leves ruidos de roces entre los pequeños pinos que quedaban a uno de los lados.

A mediodía faltaban ya apenas unos tres kilómetros para regresar al campamento. A la intensa luz del día aquellos miedos les parecían absurdos a los dos hombres, que iban armados y estaban acostumbrados, tras largos años de recorrer la naturaleza en solitario, a afrontar todo tipo de peligros procedentes de hombres, bestias o elementos. Aún quedaban tres trampas de castor por recoger en una pequeña laguna ubicada en un amplio barranco cercano. Bauman se ofreció a ir por ellas mientras su compañero volvía al campamento y preparaba los morrales.

Al llegar a la laguna encontró sendos castores en las tres trampas, una de ellas había sido arrancada y arrastrada por el animal hasta su guarida. Bauman tardó varias horas en tenerlos a los tres apresados y preparados y cuando inició el camino de vuelta observó con cierta inquietud lo bajo que estaba ya el sol.

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Aceleró el ritmo, pero, al abrigo de aquellos árboles tan altos, el silencio y la desolación del bosque lo abrumaron. Sus pies no hacían ruido alguno al pisar la pinaza y los rayos inclinados del sol, que se colaban entre los troncos erguidos, creaban un crepúsculo grisáceo en el que los objetos distantes brillaban con poca nitidez. Nada quebrantaba la quietud fantasmal que, al no haber brisa, siempre invade esos bosques sombríos y apenas explorados.

Por fin alcanzó el extremo del pequeño claro en el que se alzaba el campamento y gritó al acercarse, pero no obtuvo respuesta. La hoguera se había extinguido, aunque algunos hilillos de humo azulado aún se elevaban hacia el cielo retorciéndose. Cerca estaban los morrales, preparados y bien colocados. Al principio, Bauman no vio a nadie ni recibió respuesta a su llamada. Avanzó un poco más y volvió a gritar, y en ese instante su mirada se posó en el cuerpo de su amigo, echado junto al tronco de una gran pícea caída. El trampero se acercó a toda prisa y descubrió horrorizado que aún estaba caliente, pero le habían roto el cuello y tenía cuatro marcas de colmillos enormes en la garganta.

Las huellas de la bestia desconocida, marcadas claramente en el terreno, servían para contar toda la historia.

El muy desgraciado, tras haber terminado de preparar los bultos, se había sentado en el tronco de pícea mirando hacia el fuego y dando la espalda al denso bosque para aguardar a su compañero. Estando allí, su monstruoso atacante, que debía de haber estado acechando cerca, entre los árboles, a la espera de la oportunidad de atrapar a uno de los aventureros desprevenido, se le acercó por detrás con sigilo, a zancadas largas y silenciosas y al parecer sobre dos patas. Estaba claro que había alcanzado a su víctima por sorpresa, le había partido el cuello desencajándole la cabeza hacia atrás con las zarpas delanteras y le habían hincado los dientes en la garganta. No había devorado su cuerpo, pero por lo visto se había revolcado alegremente por allí, había retozado sin la más mínima delicadeza y le había dado unas cuentas vueltas, y después había escapado hacia las profundidades calmas del bosque.

Bauman, completamente angustiado y convencido de que la criatura en cuestión era o bien mitad humana o bien mitad demoníaca, una gran bestia—duende, lo abandonó todo con la excepción del fusil y salió huyendo a toda prisa por el desfiladero, sin detenerse hasta alcanzar la amplia pradera donde los potros maneados seguían pastando. Montó en uno de ellos y cabalgó al galope en mitad de la noche hasta quedar muy lejos del alcance de quien podía haberlo atacado.

FIN

CRÉDITOS

«Las calzas del diablo» procede de Fiabe italiane: raccolte dalla tradizione popolare durante gli ultimi cento anni e trascritte in lingua, dai vari dialetti da Italo Calvino. Milán: Mondadori, 1993.

«El fantasma honrado» procede de Sorche Nic Lodhas: Twelve Great Black Cats. ©Jenifer Jill Digby, 1971. Publicado con permiso de Penguin Putnam Books

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for Young Readers.

«La mujer del leñador» procede de Priscilla Galloway: Truly Grim Tales. © Priscilla Galloway, 1995. Publicado con permiso de Stoddart Publishing Co. Limited y Dell Publishing, división de Random House, Inc.

«La cosa y yo» procede de Sean O’Huigin: Scary Poems for Rotten Kids. © Sean O’Huigin, 1982.

«Primero las orejas» procede de Arielle North Olson y Howard Schwartz: Ask the Bones: Scary Stories from Around the World. Copyright © Arielle North Olson y Howard Schwartz, 1999. Publicado con permiso de Penguin Putnam Books for Young Readers.

Se ha hecho lo posible por localizar a todos los titulares del copyright de los cuentos incluidos en este volumen. Cualquier error u omisión de la lista anterior es absolutamente involuntario. En caso de que se le notifique, el editor realizará las correcciones oportunas en cuanto se presente la ocasión.

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Datos del libroCompilación de Priscilla Hawthorne

Ilustraciones de BlLL SLAVIN y VESNA KRSTANOVICHTraducción de CARLOS MAYOR

EDITORIAL JUVENTUD

Título original: CHILLS AND THRILLS© Key Porter Books Ltd., 2001

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© de la traducción española: EDITORIAL JUVENTUD, S. A., 2009www.editorialjuventud.es

Traducción del inglés y del italiano de Carlos Mayor© de las ilustraciones: Key Porter Books Ltd., 2001Diseño y maquetación: Mercedes Romero González

Primera edición en esta colección, 2009ISBN: 978-84-261-3718-0

Depósito legal: B-8.968-2009Printed in Spain