Varios Autores - La Iglesia de Los Pobres en America Central

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UN ANÁLISIS SOCIO-POLITICO Y TEOLÓGICO DÉLA IGLESIA CENTBQAMEBICANAI1950 1982)

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CORRECCIÓN y DIAGRAMACION: Jorge David Aruj

Hecho el Depósito de ley

SAN JOSÉ, COSTA RICA 1982

DEI DEPARTAMENTO ECUMÉNICO DE INVESTIGACIONES

Apartado 339 - San Pedro de Montes de Oca San José — Costa Rica

A San Romero de América, pastor y mártir nuestro, ya todos los que han dado su vida por la construcción del Reino de Dios y por la ' 'Iglesia de los pobres'' que busca ser su signo en América Central.

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índice

INTRODUCCIÓN—Pablo Richard 13 MARCO ECONÓMICO-POLÍTICO DE LA EVOLUCIÓN DE LA IGLESIA CENTROAMERICANA (1960-1982) Guillermo Meléndez 23

I. ESTRUCTURACIÓN DE LAS ECONOMÍAS CENTROAMERICANAS HASTA 1950 2 3

II. ELESTADOSOCIAL-INTERVENCIONISTAREFORMISTA . . . 2 4 III. EL AUGE ACROEXPORTADOR DE POSTGUERRA 2 5 IV. LA ESTRATEGIA GLOBAL CONTRARREVOLUCIONARIA

DELOSSESENTA 2 6 V. LA ESTRATEGIA ESTADOUNIDENSE DE LOS SETENTA:

LANUEVALINEADURA 31 VI. IMPLICACIONES DEL CRECIMIENTO ECONÓMICO

DE LAS TRES ULTIMAS DECADAS 38 VIL LAPROPUESTATRILATERAL 41

VIH. EL PROYECTO REAGANEANO 4 3

LA IGLESIA DE LOS POBRES EN EL SALVADOR 45

I. BREVE APROXIMACIÓN HISTÓRICA 4 5 II. EL REFORMISMOANTI-COMUNISTA DE LOS SESENTA 4 7

III. LA IGLESIA DURANTE EL DECENIO DELOSSESENTA 5 2

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IV. EL MODELO DE TRANSFORMACIÓN NACIONAL DE LOS AÑOS SETENTA 61

V. LA IGLESIA DE LOS POBRES 6 8

VI. EL RÉGIMEN DEL GENERAL ROMERO Y EL TERRORISMO DE ESTADO 8 2

VIL LA IGLESIA PERSEGUIDA 8 8 VIII. EL RECAMBIO NECESARIO . •• 106

IX. LAIGLESIAANTEELGOLPEDELliDEOCTUBRE 115 X. ELM6MENTOACTUAL 121

Anexo: ¿Qué queda de la opción por los pobres? 127

LA IGLESIA DE LOS POBRES EN NICARAGUA 135

I. INTRODUCCIÓN 135

II. REINTEGRACIÓN DEL MOVIMIENTO REVOLUCIONARIO YCRISISDELCAP1TALISM0(1958-1972) 1 4 0

III. HACIA UNA RENOVACIÓN DE LA IGLESIA NICARAGÜENSE 144

IV. MEDELLIN Y EL AGITADO UMBRAL DE LOS AÑOS SETENTA 149

V. REFORMA Y CONTRARREVOLUCIÓN (1972-1977) 156 VI. LA IGLESIA TOMA DISTANCIA 161

VIL CRISIS GENERAL Y TOTAL DEL SOMOCISMO YLUCHAPOPULARCONTRALADICTADURA 174

VIII. LA IGLESIA EN LA LUCHA DE LIBERACIÓN DEL PUEBLO NICARAGÜENSE 179

Anexo: Presencia cristiana en una nueva Nicaragua -

Balance de dos años: 1979-1981 187

LA IGLESIA DE LOS POBRES EN GUATEMALA 195

1. PER1ODOREVOLUCIONARIO0944-1954) 195

II. EL GOBIERNO CONTRARREVOLUCIONARIO DE CASTILLOARMAS(1954-1957) 199

III. ELGOBIERNODEIDICORAS(1958-1963) 201 IV. GOBIERNO DEPERALTAAZURDIA(1963-I966) 2 0 4 V. INICIODELAMILITAR-DEMOCRACIA 2 0 6

VI. ELREGIMENDEARANAOSORIO(1970-1974) 2 1 2 VII. ELGOB1ERNODELAUGERUD(1974-1978) 2 1 7

VIII. GOBIERNODELUCASGARCIA(1978...) 231

Anexo: El episcopado guatemalteco ante una

histórica encrucijada 243

LA IGLESIA DE LOS POBRES EN COSTA RICA 251

I. A MODO DE INTRODUCCIÓN 251

II. LOS AÑOS SESENTA: CONSOLIDACIÓN Y AUGE DEL REFORMISMO 2 5 8

III. LA NUEVA CRISTIANDAD COSTARRICENSE 2 6 3 IV DECLIVE Y AGOTAMIENTO DEL REFORMISMO

(1970-1978) 2 7 4 V. LA INCIPIENTE NUEVA CONCIENCIA ECLES1AL 2 7 8

VI. ELSOCIALCRISTIAN1SMOCARACISTA 2 8 7

LA IGLESIA DE LOS POBRES EN HONDURAS 301

I. GENERALIDADES SOBRE LA HISTORIA ECONÓMICA

DEHONDURAS 301 II. DATOS GENERALES SOBRE LA REALIDAD

HONDURENA 3 0 3 III. EL AGRO 3 0 4 IV. HISTORIA DEL ESTADO HONDURENO DURANTE

LAS DOS ULTIMAS DECADAS 3 1 1 V. EL «ANT1COMUNISMO»: BASE DE LANZAMIENTO

DELAIGLESIAENLOSAÑOSCINCUENTA. 3 2 0 Vi. LOS AÑOS SESENTA: HACIA UNA TOMA DE

CONCIENCIA DE LA NUEVA SITUACIÓN 3 2 2 VIL RECORRIENDO LA NUEVA RUTA SEÑALADA

PORELCELAM 3 2 8

VIII. ACRECENTAMIENTO DE LOS ESFUERZOS DESARROLL1STAS DE LA IGLESIA 3 3 0

IX. PARALIZACIÓN DE LA LABOR DESARROLLISTA 3 3 2

BIBLIOGRAFÍA GENERAL 339

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Introducción

Pablo Richard

UNA VISION GLOBAL DÉLA IGLESIA CENTROAMERICANA

El libro que aquí presentamos ofrece una interpreta­ción global de la Iglesia centro-americana, especialmente de 1960 hasta nuestros días. Es un estudio global, pues abarca todos los países centro-americanos (excepto Beli-ce y Panamá), analiza la Iglesia desde una perspectiva tanto sociológica como teológica, y estudia la Iglesia ins­titucional tanto en sus niveles jerárquicos como de base. No existe hasta la fecha ningún estudio de esta naturale­za. Hay estudios monográficos, sobre determinados as­pectos de la Iglesia, en tal o cual país; hay también análisis más globales de tipo económico o socio-político, pero que no consideran la Iglesia; o análisis globales sobre la Igle­sia, que no toman en cuenta lo económico o lo político. Uno de los aportes más originales de este libro es que con­sidera todos los aspectos mencionados, constituyendo una interpretación universal y global de la Iglesia en Centro-américa. Consideramos necesaria la visión de to­talidad, pues sólo la totalidad es concreta e iluminadora.

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¿QUIENES SON LOS A UTORES DE ESTE LIBRO?

En cada país centro-americano se constituyó un equipo para gestar este libro. Los equipos los formamos con los así llamados «cuadros medios». No son cuadros académicos: profesores universitarios o investigadores profesionales; tampoco son cuadros indiferenciados de base. Son, eso sí, cuadros dirigentes, ligados orgánica­mente a la base, y también con acceso a los instrumentos de producción teórica. Estos cuadros medios forman hoy en la Iglesia un estrato lúcido y productivo, sise les da la posibilidad de producir.

Formamos un equipo en cada país y los visitamos 4o5 veces durante la investigación. Además les enviamos tres documentos-guías, para incentivar y orientar mejor el trabajo. El momento cumbre fue el Encuentro del 1 al 3 de febrero de 1980, cuando vinieron a San José, Costa Ri­ca, algunos miembros de cada equipo. En esa reunión se gestó oralmente el contenido de este libro. Cada país rin­dió un informe completo de la investigación y se discu­tieron las tesis de fondo del presente trabajo. Hasta di­ciembre de 1980, los equipos locales siguieron elaboran­do sus estudios. El equipo de Guatemala gestó el trabajo final más elaborado. Los otros equipos escribieron traba­jos parciales, pero lo más importante fue que siguieron profundizando y verificándolas tesis de fondo de este libro. Por su inserción orgánica en los movimientos políticos y eclesiales de base, fueron el interlocutor per­manente de nuestra investigación. A partir de enero de 1981, comenzó el trabajo de nuestro colega del DEI, Guillermo Meléndez. Fue la segunda gestación del libro, pues fue necesario retrabajar todo el material y darle su redacción final. Esta redacción fue a su vez estudiada y corregida por los equipos locales. El trabajo de Guillermo fue pacientee intenso, puesosupo interpretar cantidad de datos, siendo fiel a la línea interpretativa de los equipos locales. Si los grupos y equipos orgánicos de base son el primer autor de este libro, Guillermo Meléndez es su se-

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gundo autor. Para todos ellos mi sincero reconocimiento y el de todos aquellos que leerán este libro y lo verificarán en la práctica.

METODOLOGÍA EMPLEADA

Nuestra metodología estuvo determinada por dos principios fundamentales. Por un lado, afirmamos que la Iglesia institucional es parte de la realidad social y que, por lo tanto, participa de todos los procesos económicos, políticos y culturales de su tiempo. Por otro lado, afirma­mos la autonomía relativa de la Iglesia, lo que le posibilita participar, como Iglesia y a partir de su identidad propia y específica, en los procesos económicos, políticos y cultu­rales de su tiempo. Los conflictos y contradicciones socio-políticas atraviesan ciertamente la Iglesia institu­cional y así muchos problemas que' ella hoy vive en­cuentran en esas contradicciones su última explicación histórica; pero también es cierto que la Iglesia vive esas contradicciones de una manera propia y específica; no podemos así aplicarle mecánicamente ei análisis de las clases sociales y de la lucha de clases, sin considerar que estos elementos son procesados en la conciencia eclesial en términos propios, que sólo se hacen inteligibles a partir de la fe.

Los estudios actualmente realizados sobre la Iglesia en América Latina, aplican normalmente sólo uno u otro de los principios mencionados: en algunos casos se reduce la realidad de la Iglesia a su dimensión puramente social o política, no respetándose su autonomía o realidad propia y específica; en otros casos se analiza la Iglesia en sí mis­ma, sin considerar las necesarias determinaciones de or­den socio-político. Nuestro esfuerzo metodológico buscó superar ambas deficiencias, combinando en forma dialéctica tanto, el principio de la determinación social de la Iglesia, como el principio de su autonomía relativa.

Además de la opción metodológica fundamental re­cién descrita, destacamos algunas opciones metodológi-

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cas menores. En primer lugar tuvimos cuidado de no in­terpretar la Iglesia jerárquica únicamente a partir de lo que ella dice de sí misma en los documentos oficiales, sino también a partir de su práctica social. Los documentos son importantes, pues más allá de la conciencia de sus autores, esos documentos tienen vida propia e influyen como tales en los procesos sociales y eclesiales; pero como puede darse un desfase entre práctica y conciencia, no po­demos, a partir de un documento, deducir un análisis sobre la realidad histórica de la Iglesia. Los documentos de los grupos de base, por su género literario testimonial, suelen reflejar más directamente la realidad de su práctica socio-eclesial. En forma general, cualquiera sea el caso, buscamos siempre interpretar todo documento desde la práctica social y eclesial desús autores. De ahí que privile­giamos la entrevista directa a los actores claves de los pro­cesos socio-eclesiales, para reconstruir las prácticas tota­les y colectivas en los diferentes procesos. Cuidamos mucho también de recoger los juicios primeros y las in­terpretaciones fundamentales de la misma realidad estu­diada. La fase inicial de este libro es así ya parte de esa re­alidad y aquellos que primero la interpretaron, son los «intelectuales orgánicos» de esa misma realidad, tanto política como eclesial. La Iglesia de base no puede ser es­tudiada si uno no pertenece y participa en la vida misma de esa Iglesia. L os grupos de base siempre escapan a todas las in vestigaciones académicas y éstas siempre se estrellan y fracasan cuando tratan de entender esa realidad desde fuera. Por eso nuestra insistencia en elaborar nuestra in­terpretación a partir de los mismos actores de la realidad, siendo los mismos autores de este trabajo, parte integran­te y viva de esa realidad.

LOS DOS EJES FUNDAMENTALES DE LA INVESTIGACIÓN

Para evitar la dispersión, centramos todo nuestro tra­bajo en torno a dos ejes fundamentales:

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1) Relación Iglesia jerárquica-Estado-clases dominantes. 2) Relación Iglesia-movimiento popular.

En torno a estos dos ejes buscamos articular toda la realidad eclesial. En torno al primer eje interesaba ver la forma de legitimación que la Iglesia otorga al Estado y el tipo de alianza con las clases dominantes, determinando también en cada caso la clase o sector de clase dominante que se aliaba con la Iglesia-Estado. Frente a la situación tradicional de alianza Iglesia-Estado ya bastante conoci­da, buscamos privilegiar los momentos de crisis, aleja­miento o incluso ruptura de la Iglesia jerárquica con el Es­tado y las clases dominantes. En torno al segundo eje, que era para nosotros el principal, era necesario interpretar todas las relaciones existentes entre la «Iglesia que nace del pueblo por la fuerza del Espíritu» y el movimiento po­pular. Cuál era la participación de los cristianos y de las Comunidades Eclesiales de Base en los movimientos po­pulares y procesos revolucionarios, y también, a su vez, el impacto que éstos tenían sobre los cristianos y las comu­nidades. La influencia de la evangelización liberadora sobre la conciencia popular; y ¡a influencia de la toma de conciencia de las clases explotadas sobre la conciencia re­ligiosa y cristiana del pueblo. El impacto de la organiza­ción y movilización popular sobre la Iglesia de base, y la influencia del movimiento eclesial de base sobre el movi­miento popular, etc..

Es obvio que los dos ejes mencionados no son líneas paralelas, sino dos procesos que se condicionan dialécti­camente. Todo cambio en la relación Iglesia jerárquica-Estado, influye directamente en la Iglesia de base; igual­mente, el movimiento eclesial de base implica siempre una presión sobre ¡a relación existente entre la Jerarquía y las clases dominantes.

Los dos ejes analizados fueron siempre interpretados simultáneamente desde una perspectiva sociológica y te-

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ológica. La relación Iglesia-Estado, por ejemplo, no es sólo un hecho político, sino también un hecho eclesial, pues ahí se juega un modo de ser Iglesia y una manera de­terminada de comprender la Iglesia su misión y su organi­zación interna. Igualmente, en la opción política de los cristianos y las comunidades por el movimiento popular y revolucionario, se juega una importante renovación ecle­sial, teológica y espiritual, que el Duro análisis sociológico jamás llegaría a interpretar adecuadamente.

A QUIEN SE DIRIGE ESTE LIBRO

El libro se escribió pensando simultáneamente en los movimientos eclesiales de base y en los partidos y movi­mientos populares de liberación en América Central. Igualmente, también, para todos aquellos que se intere­san por la realidad social y eclesial de América Central.

A los movimientos eclesiales de base hemos querido ofrecer una visión de futuro y comunicar a ellos la seguri­dad que el futuro de la Iglesia está en su compromiso con la causa de los pobres. Como dice el Papa Juan Pablo II, en ese compromiso la Iglesia vive su misión, su servicio y la verificacióin de su fidelidad a Cristo (Laborem Exer-cens, No.8). Esta visión de futuro la hemos elaborado es­tudiando el pasado, especialmente los últimos veinte años de nuestra historia.

A los partidos de izquierda y a los movimientos de li­beración de América Central y otras regiones, hemos querido mostrar la racionalidad histórica y la lógica inter­na de los cambios ocurridos en la Iglesia y del compromi­so político de los cristianos con la causa de los oprimidos. Con esto hemos buscado facilitar la integración de todos en una misma práctica de liberación, donde nadie mani­pule a nadie, sino, por el contrario, cada parte se integre en el todo, conservando su identidad y misión propias.

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MARCO TEÓRICO DE INTERPRETACIÓN Y OBJETIVOS DEL PRESENTE LIBRO

a) Crisis de ¡a Cristiandad en América Central

Hemos asumido como concepto clave para nuestro análisis, aquel de Cristiandad. La Cristiandad no define la Iglesia en cuanto tal, sino que define un modelo históri­camente dado de Iglesia, un modo concreto de ser Iglesia en un tiempo y espacio determinados.

La estructura fundamental —el eje constitutivo— de la Cristiandad es la relación de la Iglesia Jerárquica con el poder político dominante. La Iglesia utiliza ese poder en dos sentidos: hacia afuera, como mediación de su proyec­to misionero, y hacia adentro, reproduciendo en sus estructuras internas los mecanismos de dominación del sistema. La Iglesia de la Cristiandad busca utilizar todas las estructuras económicas, sociales, jurídicas, políticas, culturales y religiosas del sistema dominante, para asegu­rar su presencia «cristianizadora» en el conjunto de la so­ciedad. La Iglesia posee realmente un proyecto auténtico de misión, pero éste se vicia internamente cuando utiliza el poder como medio para realizar su proyecto misionero. El régimen de Cristiandad construyó un modelo de Iglesia que, más allá de las mejores intenciones, imponía a los obispos la necesidad de buscar siempre las mejores rela­ciones con los Estados y clases dominantes. La Iglesia, a través de la educación y la familia, busca «cristianizar» las élites dominantes, pues con las familias y colegios ca­tólicos la Iglesia espera formar una oligarquía o bur­guesía católica, de la cual salgan los futuros presidentes, ministros, diputados, jueces, generales, empresarios ca­tólicos, que aseguren el poder y la presencia de la Iglesia en toda la sociedad. Para la Iglesia de la Cristiandad, toda ruptura con el poder político y con las clases dominantes, es impensable, pues dicha ruptura es sentida como el fin de la Iglesia. La consecuencia lógica de este modelo, es que la Iglesia legitima el sistema dominante, y además in­terioriza en sus propias estructuras internas, la lógica y la

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forma del dominio político secular. El obispo administra la Iglesia como un «buen empresario católico»y la domi­na olvidando la palabra del evangelio:« Como ustedes sa­ben, los que son considerados como jefes de las naciones las gobiernan como si fueran sus dueños; y los poderosos las oprimen con su poder. Pero entre ustedes no ha de ser así» (Mrc. 10, 42 s.).

Uno de los cambios más profundos de la Iglesia latino-americana en general, es justamente la crisis de este modelo de Iglesia gestado en el seno de la Cristiandad. Surge hoy día un nuevo modelo de Iglesia al margen y en contra de la Cristiandad. Lo que se rechaza no es la Igle­sia, sino un modelo determinado de Iglesia, para cons­truir, no otra Iglesia, sino otro modelo de Iglesia. Estepa-so de un modelo de Iglesia de Cristiandad a otro modelo de Iglesia ajena a todo esquema de Cristiandad, es un pro­ceso común a toda la Iglesia latino-americana, pero en ca­da país y en cada región adquiere formas y ritmos diferen­tes. En términos generales, entre una Cristiandad conser­vadora y una Iglesia anti-Cristiandad, se da una forma de transición que normalmente es llamada Neo-Cristiandad o Cristiandad Social-cristiana. Fue este todo un intento de «salvar» la estructrua constitutiva de la Cristiandad, adaptándola a las nuevas exigencias sociales de América Latina, y sobre todo como respuesta al desafío del ascen­so del movimiento popular.

Uno de los objetivos del libro que presentamos ahora, es la interpretación de este proceso de crisis de la Cristian­dad conservadora en América Central, y las formas específicas que asumen las fases intermedias de esta crisis. Es por eso que hemos privilegiado en nuestro análisis la interpretación histórica de la relación Iglesia jerárquica-poder político dominante, pues dicha relación nos dará la clave para interpretar la crisis irreversible de la Cristian­dad en América Central, con todas sus consecuencias políticas y eclesiológicas.

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bj Surgimiento de una Iglesia de los pobres en América Central

La expresión «Iglesia de los pobres» ha sido definiti-vamen te rescatada por el propio Papa Juan Pablo lien su encíclica Laborem Exercens, N°8, y nosotros la utiliza­mos aquí con el mismo sentido que la usa el Papa: es una Iglesia que define su misión y su servicio en relación con su compromiso con la causa de los pobres; más aún, en ese compromiso verifica su fidelidad a Cristo.

Conviene además subrayar con insistencia que la lla­mada Iglesia de los pobres no es otra Iglesia, ni una Iglesia paralela, sino solamente una manera concreta de ser Igle­sia, es decir, un nuevo modelo de Iglesia. Lo esencial de este nuevo modelo, es que la Iglesia ya no utiliza el poder político como mediación de su proyecto o como principio interno de estructuración jerárquica, sino que es una Igle­sia que se apoya sólo en el poder de su fe, esperanza y cari­dad; en el poder del Evangelio. Esta Iglesia utiliza tam­bién medios materiales, pero no hace depender su eficacia evangelizadora del poder de estos medios; no pone su confianza en el poder político que pueda dar el dinero o la alianza con aquellos que tienen dinero. En Hechos de los Apóstoles, capítulo 3,1,11, tenemos una imagen nítida de este nuevo modelo de Iglesia. No se trata tanto, en esta nueva manera de ser Iglesia, de un modelo orgánico bien definido, sino más bien se trata de un movimiento de re­novación eclesial. Un re-encuentro de la Iglesia consigo misma, puesto que en la Cristiandad la Iglesia vivía enaje­nada, es decir, vivía en lo ajeno y no en lo propio, vivía en el mundo del poder y no en el m undo de los pobres que es su propio mundo.

Por último, cabe recordar una y otra vez que la Iglesia de los pobres o Iglesia que nace del pueblo por impulso del Espíritu de Cristo, es una Iglesia universaly no una Iglesia sectaria. Es una Iglesia que llama a todos los hombres, pe­ro de diferente manera. A los pobres busca salvarlos, libe­rándolos de su pobreza, y a los ricos busca salvarlos, libe-

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rondólos de su riqueza y de todos los medios de explota­ción y dominación.

El objetivo del libro que aquí presentamos, es funda­mentalmente mostrar cómo ha surgido en América Central esta Iglesia de los pobres, especialmente en tos úl­timos veinte años.

INSTITUCIONES PARTICIPANTES

El presente libro, es el fruto de una investigación co­lectiva, coordinada por el Departamento Ecuménico de Investigaciones (DEI) deCostaRica. En su fase inicial re­cibimos el apoyo de la Confederación Superior Universi­taria Centroamericana (CSUCA), del Seminario Bíblico Latinoamericano y de la Escuela Ecuménica de Ciencias de la Religión de la Universidad Nacional Autónoma de Costa Rica. El proyecto fue financiado fundamental­mente por el DEI, con una ayuda inicial de la Comisión Evangélica Latino Americana de Educación Cristiana.

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Marco económico-político de la evolución de la Iglesia

Centroamericana (1960-1980))*

Guillermo Meléndez

I. ESTRUCTURACIÓN DE LAS ECONOMÍAS CENTROAMERICANAS HASTA 1950

La característica fundamental de esta estructuración es la situación de estancamiento crónico —producto de factores externos e internos— que, desde finales del siglo pasado, actuaron como elementos inhibidores de una real superación de la situación de atraso estructural.

Tardíamente vinculados al mercado internacional, los países centroamericanos asumieron una rígida posi­ción en la división internacional del trabajo: la de pro­ductores agroexportadores (con el propósito de suplir las necesidades de alimentos y materias primas de las metró­polis industriales) y la de mercados importadores de pro­ductos manufacturados (fundamentalmente productos de consumo).

Se configuró entonces un sector eje de las economías nacionales orientado hacia la producción y comercializa-

*Dado que esle capitulo no constituye el objeto propio de la obra, las te­sis que planteamos —en la forma de un punteo de los elementos que consideramos más significativos y característicos del desarrollo social, económico y político de la región a partir de la segunda postguerra— no serán justificadas aquí.

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ción de productos exportables. Realmente se trató de un desarrollo «hacia afuera» marcado por una férrea depen­dencia de los países centrales. Esta dependencia y consi­guiente vulnerabilidad de las economías centroamerica­nas se vio agravada por la monoproducción exportable (uno o dos productos agrícolas cubrían entre el 60 y el 90% de las exportaciones, y por tanto de los ingresos na­cionales), pero también por las inversiones de capitales extranjeros, tendientes a controlar el financiamiento, el transporte y la comercialización de las producciones na­cionales.

Un nuevo factor de atraso estructural en Centro Amé­rica lo supuso el enclave bananero, un sector autosufi-ciente, totalmente desintegrado de la economía interna, con poder y autoridad autónoma en su territorio. El control total de los transportes ferrocarrileros y la implantación de tarifas diferenciales inhibidoras de la producción nacional, el poder de autodecisión, el cerce­namiento territorial, la no integración del excedente ge­nerado dentro de la economía del país, son algunos de los aspectos por los que los enclaves contribuyeron decisiva­mente a deprimir las economías nacionales.

II. EL ESTADO SOCIAL-INTERVENCIONISTA REFORMISTA

La gran depresión del año 29—sus efectos en el istmo centroamericano se dejaron sentir especialmente desde 1932— hizo entrar en crisis el sistema económico agroex-portador monocultivista, y con él al viejo esquema del£s-tado oligárquico-liberal que, paulatinamente, fue des­mante lado y sust i tuido por el Es tado social-intervencionista reformista. El Estado comenzó a jugar el papel de agente propulsor del crecimiento económico, crecimiento que se movería dentro de los límites impues­tos por el neocolonialismo estadounidense y sus aso­ciados dependientes, las clases dominantes locales.

Esta refuncionallzación estatal implicaría un cuádruple incremento:

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— De las funciones del poder estatal: numerosas institu­ciones serían creadas para implementar las nuevas di­rectrices económicas (Bancos Centrales, Oficinas de Planificación, etc.), pero también para amortiguar las contradicciones sociales (institutos agrarios, de vivien­da, de salud).

— De la importancia del sector público (gastos e inver­siones del Estado en las economías nacionales).

— Del endeudamiento externo, porque las nuevas activi­dades estatales —sobre todo las inversiones públicas— serían financiadas con empréstitos del extranjero. Es­ta tendencia se acentuaría con la «internacionalización del capital» desde mediados de los años sesenta.

— De la utilización del crédito público interno, principal­mente a partir de 1977 debido a la escasez de crédito ex­terno. Esto repercute en la tasa de crecimiento pues se priva al sector privado de recursos para su desarrollo.

III. EL AUGE AGROEXPORTADOR DE POSTGUERRA

Hacia 1950 se consolidó en todos los países centro­americanos una robusta economía agropecuaria de ex­portación. Además del café y el banano, la ganadería co­noció un primer desarrolló importante, lo mismo que productos como el algodón —que ya para 1955, en Nica­ragua, desplazó al café como principal producto de exportación—, el azúcar, el cacao, el arroz, etc.

Esta pujante diversificación agrícola tuvo importan­tes consecuencias:

— Acentuó el proceso de concentración de la tierra y de los medios de producción agrícolas, con sus implican­cias de desligamiento de los productores directos de esos medios de producción.

— Fortaleció el crecimiento del proletariado agrícola y de los subocupados crónicos.

— Consolidó definitivamente las relaciones de produc­ción capitalista en el agro sobre las antiguas formas pre-capitalistas.

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— Supuso una relativa expansión de los mercados inter­nos. Ya en los umbrales de la década de los sesenta los cepalinos quisieron aprovechar esa expansión para promover un desarrollo industrial en el que, cierta­mente, el capital extranjero jugaría un importante pa­pel, aunque serían los capitalistas centroamericanos quienes tendrían el control económico del proceso.

IV. LA ESTRATEGIA GLOBAL CONTRARREVOLUCIONARIA DE LOS SESENTA

El afianzamiento de un proyecto socialista al interior de la Revolución Cubana, llevó a los Estados Unidos y a sus aliados capitalistas a configurar una estrategia global contrarrevolucionaria para evitar que la situación de explotación prevaleciente en Latinoamérica, actuara co­mo detonante para nuevas victorias populares contra el neocolonialismo y las dictaduras locales. El «Plan de la Alianza para el Progreso» sería parte importante dentro de dicha estrategia.

La Alianza para el Progreso en Centro América

ALPRO significaría para Centroamérica: — Ingreso al Mercado Común Centroamericano (MCC),

bajo la hegemonía de los capitales y las agencias re­gionales estadounidenses.

— Gobiernos «civilistas» —allí donde fuera necesario— con el fin de ocultar el férreo sustrato de las dictaduras militares (en 1963 se impondría en Nicaragua a Rene Schick; en 1966, en Guatemala, a Méndez Monte­negro).

— Reforma agraria y ciertas medidas de tipo tributario tendientes a ampliar el mercado interno para la pro­ducción industrial (de ahí, por ejemplo, el surgimiento en estos años de los institutos agrarios nacionales: Ins­tituto Nacional Agrario en Honduras, Instituto Agra­rio en Nicaragua, Instituto de Tierras y Colonización en Costa Rica).

— Desarrollo industrial en el marco del MCC. — «Ayuda» crediticia para «financiar» el crecimiento

económico.

El fracaso de ALPRO en el istmo se debió a contradic­ciones insalvables para la política neocolonialista. En pri­mer lugar, la tradicional oligarquía cafetalera y los nuevos sectores agroexportadores consolidados durante la década de los cincuenta, cimentados sobre un esquema latifundista de tenencia de la tierra, no estaban dispuestos a reducir sus privilegios. Por eso adversaron la reforma agraria. En la mayoría de los países ésta se redujo a reubi-car el campesinado situado en «zonas explosivas», insta­lándolo en tierras de reserva, impropias para la agricultu­ra y sin condiciones mínimas de comunicaciones, trans­portes, etc. Asimismo adversaron las reformas tributa­rias, reacios a compartir las ganancias derivadas de las ex­portaciones agropecuarias.

En segundo lugar, los inversionistas extranjeros y los empresarios locales vieron en ALPRO una simple ventaja económica; no llegaron a percibirla claramente como un programa a nivel continental para contrarrestar las ten­siones sociales y evitar «otra Cuba». Y, por último, los políticos y funcionarios gubernamentales que solamente vieron en el programa un medio de fácil enriquecimiento.

La pseudo-industriaiización o industrialización dependiente

En Centro América, únicamente desde 1960 —dentro del marco del MCC— se hizo perceptible el paso de una producción casi totalmente agrícola (o agro-industrial) al desarrollo de una incipiente industria manufacturera.

Las principales características del proceso serían las siguientes: — Insuflado desde fuera, es decir, no fue el resultado de

una estrategia elaborada internamente. Primero se trató del «proyecto de los cepalinos», encauzado luego conforme a los intereses estadounidenses.

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— Control económico en manos de los monopolios extranjeros; los capitalistas locales serian simples so­cios subordinados, y las pocas industrias ya existentes serían absorbidas (desnacionalización).

— Centrado en empresas de industria ligera o intermedia que sólo muy limitadamente utilizarían materias pri­mas locales, excepto en las ramas agroindustriales. Sir­viéndose de las ventajas que brinda a las transnaciona­les la existencia de la «Zona Libre de Colón» (Panamá), esas «industrias» dependerían de la impor­tación de componentes semi-elaborados para procesar en su última fase de ensamblaje, acabado, empaque...

— Por la tecnología empleada y la superficialidad que lo caracterizaría, el proceso estaría incapacitado de ab­sorber los grandes contingentes de mano de obra ex­pulsados por el agro, y sólo a niveles reducidos originaría una clase obrera fabril.

— Desarrollo limitado por la barrera de un endeble mer­cado interno nacional y regional que las clases domi­nantes no tendrían interés en profundizar.

— Alta saturación de in versiones extranjeras en los secto­res más dinámicos.

— La producción de artículos de consumo sobrepasaría la de bienes básicos.

— La agricultura permanecería estancada. — No re-inversión de los beneficios en el proceso de creci­

miento económico (marcharán al extranjero). — Dejaría intacta sustancialmente la estructura

económico-social, estoes, no se producirán los despla­zamientos de clase que originan los auténticos proce­sos de desarrollo ni las consiguientes modificaciones en las relaciones de propiedad.

Integración económica y crisis del Mercado Común Centroamericano

La honda crisis de sus economías agroexportadoras monocultivistas, sumamente sensibles a las variaciones de precios en el mercado mundial, impulsó a los países centroamericanos a intentar una posible vía de solución y

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superación. Desde 7950 una cierta política integracionis-ta a nivel regional comenzó a manifestarse a través de pro­yectos bilaterales. Esta primera «toma de conciencia» respecto de su deficiente participación en el mercado mundial y la imposibilidad de un desarrollo local autóno­mo debido a las debilidades de sus mercados internos, fue clave para el inicio de planteamientos más serios acerca de Xa. necesidad de incrementar las relaciones y vinculaciones económicas del área.

El «Proyecto de Integración Económica Centroame­ricana», impulsado por los «Bilderberger» a través de la CEPAL desde finales del decenio de los cincuenta, pasó a ser prioritario a raíz del viraje hacia el socialismo del pro­ceso cubano. En 1961 se firmó el Tratado de Integración por la mayoría de los países centroamericanos. Aquellos algo reacios a adherirse —caso de Costa Rica— fueron debidamente «persuadidos».

Al iniciarse el proceso de integración, tanto Nicara­gua como Honduras eran los dos países de un menor de­sarrollo relativo. Especialmente Honduras tenía una infraestructura muy inferior (carreteras y electricidad, su desarrollo agrícola e industria! era menor, y también el de su sistema bancario). Esto los colocó en posición desven­tajosa para aprovecharse de la Integración.

Los países menos desarrollados «financiaron» la ex­pansión industrial de los más desarrollados. A cambio de sus productos agropecuarios recibían productos manu­facturados, de mala calidad, y a precios desproporciona­damente altos, lo que repercutió negativamente en su Ba­lanza Comercial. De este modo, lejos de darse un de­sarrollo equilibrado, aumentaron las desigualdades re­gionales iniciales.

El problema se agudizó con Honduras. Las crecientes protestas de los comerciantes, los industriales y el grueso de la población ante los efectos adversos del Mercado Co­mún Centroamericano, llevó al gobierno hondureno, a partir de 1966, a plantear la necesidad de un trato especial

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para su país. Pese a las presiones, Honduras siguió negán­dose a ser tributario de la economía de sus vecinos —en particular de El Salvador—, siendo ésta una de las princi­pales causas de la «guerra del fútbol» (1969). El desenlace «imprevisto» de la misma —se creía en un fácil y rápido triunfo armado salvadoreño— precipitó la crisis de ago­tamiento del Mercomún, de la que es signo el retiro hon­dureno en 1970.

El Mercomún sobrevivió como unidad comercial, y los principales inversionistas extranjeros siguieron bene­ficiándose. Los estrategas trüateralistas de la Admi­nistración Cárter intentaron revitalizarlo, sin embargo la revuelta sandinista, primero, y la efervescente situación salvadoreña y guatemalteca, después, socavarían se­riamente esos esfuerzos.

Agotamiento de la pseudo-industrialización e integración regionales

Durante la década de los sesenta la estrategia esta­dounidense en Centroamérica —al igual que en el resto del continente— fue una variante del reformismo: in­tegración económica basada en la industrialización. La estrategia representaba un intento de incorporar y, por tanto, en cierto sentido, de comprar a la clase trabajado­ra.

En teoría, el Mercado Común Centroamericano aportaría un mercado suficientemente grande como para merecer la atención de las gigantescas transnacionales do­minadas por los antiguos intereses económicos del estees­tadounidense («establishment»). Centro América cono­ció entonces una afluencia sin precedentes de inversiones extranjeras en industrias manufactureras subsidiarias de esas multinacionales.

Pronto se evidenció que aquel enfoque teórico inicial era impracticable sin un mínimo de reformas que, ni los grupos dominantes extranjeros ni los nacionales, desea­ban hacer. En la práctica, pues, ni la integración econó-

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mica ni la industrialización lograron controlar la lucha de clases en la región, incorporando a las masas e inculcán­doles valores de clase media y normas de consumo. La «industrialización» no logró llegar a los problemas de de­sempleo y de hacienda; la balanza de pagos de la zona si­guió deteriorándose y el Mercomún se dividió por las de­sigualdades regionales.

Cuando el mercado centroamericano alcanzó el límite de su expansión, las corporaciones cambiaron de estrate­gia. En general, mantuvieron las inversiones que habían hecho, pero, hacia finales del decenio, hubo pocas nuevas inversiones de ese tipo. Por el contrario, algunas subsi­diarias, aduciendo la pérdida del mercado hondureno o el control del mercado por otras firmas, suspendieron sus operaciones. Fueron indicios inequívocos del problema más general de la saturación del mercado centroamerica­no, y de que los principios del Mercado Común habían dejado de ser los pilares principales del crecimiento eco­nómico de la región.

V. LA ESTRATEGIA ESTADOUNIDENSE DE LOS SETENTA: LA NUEVA LINEA DURA

Las nuevas condiciones imperantes en la región

Eran el resultado del cambio de condiciones a nivel la­tinoamericano y mundial. Muy suscintamente podríamos caracterizarlas por:

— El derrumbe del MCC como modelo de desarrollo en Centroamérica.

— El fracaso de la «pacificación» en Guatemala —ocurrida durante el gobierno de Méndez Monte­negro, con la participación de los «boinas verdes» estadounidenses—, la creciente consolidación político-militar del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) en Nicaragua, y en general, la belige­rancia de los movimientos estudiantiles y populares en toda el área.

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— El surgimiento de nuevos grupos con intereses económi­cos en EE. UU. y en Centro América.

Nuevos grupos económicos

En primer lugar, el «Sunbelt» (intereses económicos del sur estadounidense). No eran propiamente represen­tantes de intereses multinacionales clásicos; tampoco oligarquía financiera. Representaban más bi$n grupos se-cundarios recientes cuyos capitales habían surgido, des­pués de la segunda guerra, de la producción interna y de los bienes raíces. De estos grupos interesa resaltar que:

— Se localizaban en los estados del sur y en el «verano costero» de EE.UU. (Florida, Texas, Sur de California).

— Representaban un capital agresivo e «inescrupuloso» con fuertes inversiones en hotelería, turismo, y en la «industria» del juego, drogas, cabarés y otras activida­des vinculadas con el crimen organizado.

— Hasta 1968 fueron socios menores del «establish-ment» (intereses económicos del este).

— Adquirieron prominencia política, que los llevó a plantear nuevas prioridades, a raíz del cambio en el equilibrio del poder que supuso la llegada a la presi­dencia de Nixon (representante político por antono­masia de Sunbelt).

— Llegarían a Centroamérica con el apoyo incondicional de la Administración Nixon y el respaldo de las agen­cias oficiales estadounidenses.

En segundo lugar, los grupos de exiliados cubanos ra­dicados en los EE. UU., los cuales:

— Se localizaban principalmente en Miami Beach. — Eran aliados en calidad de socios menores de Sunbelt. — Odiaban la Cuba revolucionaria; eran fanáticos anti­

comunistas e instrumento voluntario de la CÍA y de otros grupos que les prometían ayuda para recuperar la isla.

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— Vendrían al área portando abundante «ayuda» finan­ciera y una «prestigiosa» experiencia organizativa pa­ra montar cabarés, casinos, comercio de estupefacien­tes y otras minucias.

En tercer lugar, grupos locales constituidos por:

— La nueva burguesía burocrático-militar constituida por políticos, funcionarios gubernamentales y milita­res convertidos ahora en hombres de negocios que co­menzaban a disputar ciertos ámbitos de inversión a otras fracciones de la burguesía.

— Exiliados cubanos en Centroamérica, estrechamente ligados a sus compatriotas de Miami.

Propósitos y caracterización de la estrategia

Las nuevas condiciones imperantes en el área a finales de los sesenta, así como las nuevas prioridades planteadas por el «Sunbelt» y sus aliados, llevó a la Administración Nixon a sustituirla estrategia reformista de las admi­nistraciones demócratas por una política de mano dura. De este modo se pretendía evitar el derrumbe total de las economías déla región, sin hacer ninguna reforma econó­mica ni social de fondo.

En lo económico la nueva estrategia:

— Descansaba en actividades que serían altamente ren­tables para un diminuto grupo de inversionistas (pro­moción de nuevas exportaciones, cría de ganado para la exportación, minería, turismo, nuevas «industrias» turísticas como los juegos de azar) y que no exigirían reformas estructurales (fiscales o agrarias, por ejemplo).

— Estaba ligada a la llegada de nuevos inversionistas extranjeros a la región, y al surgimiento y consolida­ción política de nuevos grupos burgueses locales.

En lo político:

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— En vez de intentar conquistar o comprar, se trataba ahora de sojuzgar a la clase trabajadora y al pobre me­diante la institucionalización del aparato de contrain-surgencia y de represión.

— Implicaba la desaparición o la corrupción de las insti­tuciones de la democracia liberal burguesa.

Estrategia económica

A la par que se constituía la alianza de intereses econó­micos privados (Sunbelt —exiliados cubanos— grupos locales), el gobierno Nixon procedió a la promoción ofi­cial de la nueva estrategia económica que permitiría man­tener en marcha las economías locales. Esto bastaría para la contención del movimiento revolucionario y el mante­nimiento de la zona como coto de inversiones extranjeras, y en particular estadounidenses.

En esa promoción desempeñaron un relevante papel las agencias internacionales de ayuda como la ROCAP (Oficina Regional de la AID para Centro América y Pa­namá) y las misiones de la AID en los distintos países. Desde 1970 se aplicaron a la puesta en práctica de la nueva política económica enviando expertos, creando institu­ciones, promoviendo proyectos específicos, «sugirien­do» leyes y otorgando préstamos al Banco Centroameri­cano de Integración Económica (BCIE) para subprésta-mos a empresas privadas no tradicionales de exportación y turismo.

Las nuevas actividades promovidas fueron:

— La explotación y diversificación agrícolas (transna­cionalización del agro).

— Las exportaciones no-tradicionales (agrícolas e in­dustriales), lo que significó reforzar el proceso de transnacionalización de la economía.

— La actividad y la «industria» turística. — La minería de extracción (aluminio en Costa Rica,

cobre en Guatemala...).

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Estas actividades «productivas»:

— Estarían en manos del sector privado. — Se orientarían hacia el mercado mundial, no hacia el

centroamericano como en el caso de la «pseudo-industrialización» del decenio anterior. La región simplemente sería utilizada como base de operaciones, por lo que no exigiría profundas reformas internas.

— Deberían ser estimuladas mediante la creación de centros de promoción^ de exportaciones y la adopción de leyes de promoción para atraer inversionistas extranjeros (leyes en ese sentido se dictaron en El Sal­vador en 1971, en Costa Rica y Gautemala a finales de 1972, si bien en estos países los técnicos de la AID de­bieron usar abundantemente de su capacidad «per­suasiva»).

La nueva panacea: exportaciones no-tradicionales

La promoción de nuevas exportaciones, en particu­lar, fue presentada como la gran panacea que remediaría las dificultades económicas de los países centroamerica­nos. La política propuesta proporcionaría fuentes de ingresos adicionales que aliviarían la crisis crónica de las balanzas de pagos y mitigarían el grave problema del de­sempleo; además, las industrias que se crearían primor-dialmente utilizarían insumos primarios —recursos naturales— centroamericanos.

Pero la piedra angular sobre la que descansó la cam­paña de promoción de exportaciones la constituyó el de­sarrollo y diversificación agrícola. La «revolución verde» apareció como «el futuro» de Centroamérica.

En la práctica, la famosa nueva «industria» significó la instalación de «talleres fugitivos». Amparadas en los flexibles cuerpos de leyes promulgados, las nuevas «in­dustrias de exportación» se redujeron a la importación de materias primas, a su «transformación» y posterior reex­portación via Zona Libre de Colón. Se trata del «sistema

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de maquila» que, en esencia, es un medio de «exportar» mano de obra barata.

Las empresas no-tradicionales de exportación agro­pecuaria, por su parte, se convirtieron en la «estafa del siglo». En particular la ganadería conoció un gran de­sarrollo: el más importante en la nueva oleada agrope­cuaria. Al mismo contribuyeron los abundantes recursos puestos al servicio de los ganaderos por el Banco Intera-mericano de Desarrollo y el Banco Mundial, y, sobre to­do, la suspensión de la cuota estadounidense de importa­ción de carne decretada por el gobierno de Nixon. La me­dida implicó una invasión de inversionistas ganaderos es­tadounidenses —principalmente hacia Costa Rica—, atraídos por el bajo costo de la mano de obra, del ganado, y por la inexistencia de límites al tamaño de las haciendas.

Un balance de la «revolución verde» centroamericana arroja lamentables resultados:

— La promoción de empresas agropecuarias de exporta­ción generó nuevas oportunidades de acumulación pa­ra las transnacionales en cuanto almacenamiento y co­mercialización de alimentos.

— El desarrollo de la ganadería como actividad de expor­tación disminuyó el consumo de carne en nuestros países, y acrecentó el control de la cría de ganado y de las operaciones de procesamiento.

— Los mayores beneficiarios de la «ayuda» internacional fueron los grandes terratenientes.

— Los mejores precios de los productos agrícolas de ex­portación determinaron la reducción de la producción de alimentos básicos.

— Aumentó el acaparamiento de las mejores tierras en manos de una minoría, en contra de las perspectivas de reforma agraria o de algún otro cambio significativo en el campo. Acrecentó la expulsión de grandes contingentes de población de las zonas rurales hacia las urbanas.

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Influencia económica y política del «Sunbelt» y los exiliados cubanos

La expansión del «Sunbelt» y sus aliados de Miami fue ciertamente propiciada por su nueva prominencia política en los Estados Unidos, pero también por el poco interés del «establishment» por aumentar sus in versiones en el área después de la saturación del mercado centro­americano y del desplome del Mercomún. No se trata de decadencia de los intereses industriales del este ni de una súbita aparición de los del sur: el elemento «nuevo» fue la intensificación de la influencia económica y del poder político del «Sunbelt» y sus aliados.

Este fenómeno tuvo múltiples manifestaciones, sobresaliendo las asociaciones económico-políticas de José Figueres con Robert Vesco y de Anastasio Somoza conHowardHughes, a quienes sus inversiones les signifi­caron gran influencia. Igualmente fueron importantes las relaciones financieras establecidas por el guatemalteco Arana —a falta de un «padrino»— con esos intereses extranjeros.

Los exiliados cubanos adquirieron poder económico considerable: muchos como ejecutivos locales de impor­tantes subsidiarias; otros actuando como empresarios en distintos sectores de las finanzas y las inversiones, lo que les permitió asociarse con intereses financieros locales. También fueron utilizados como refuerzos policíacos y de pandillas para llevar a cabo tareas «sucias» de los go­biernos —especialmente en Guatemala—, y algunos has­ta alcanzaron cargos políticos importantes, como en el caso de Costa Rica y Guatemala.

A partir de Watergate «escándalo» ciertamente exa­gerado por los capitalistas del «establishment» para tum­bar a Nixon, debilitar al «Sunbelt» y recuperar la promi­nencia política— se produjo un decrecimiento relativo de la influencia del «Sunbelt» que se hizo más notorio a par­tir de la toma de la Casa Blanca por ¡os trilateralistas (1976).

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VI. IMPLICACIONES DEL CRECIMIENTO ECONÓMICO DE LAS TRES ULTIMAS DECADAS

El auge agroexportador de postguerra, la pseudo-industrialización de los sesenta y la promoción de expor­taciones no-tradicionales del último decenio, tuvieron importantes consecuencias a nivel económico, social y político.

En el plano económico implicaron:

— La dinamización de las economías centroamericanas a ritmos antes no conocidos, claramente manifestada por la variación de los índices de crecimiento del Pro­ducto Interno Bruto (PIB).

— La expansión del sector servicios y del comercio. — El aumento de los recursos estatales, en buena parte

utilizados para crear una amplia red infraestructura! (carreteras, plantas de energía eléctrica, puertos) en concordancia con las demandas y necesidades de la ex­pansión transnacional.

— Una mayor concentración del ingreso y de la riqueza social en su conjunto.

En el campo social se produjo una completa transfor­mación de la fisonomía de las clases y de los grupos so­ciales. En efecto: — La burguesía experimentó notables modificaciones.

En el caso de El Salvador y Nicaragua, las antiguas fracciones de la oligarquía terrateniente se integraron en una nueva clase de naturaleza capitalista, cualita­tivamente diferente: la gran burguesía. La conforma­ron los grandes terratenientes agroexportadores (ca­fetaleros, algodoneros, ganaderos, azucareros) que controlaron la nueva «industria» y las finanzas. En Costa Rica, en cambio, a la vieja oligarquía cafetale­ra se sumaron otros grupos agroexportadores (gana­deros, bananeros, arroceros). Por aparte se de­sarrollaron burguesías industriales y financieras, di­ferentes de las fracciones terratenientes.

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Finalmente señalamos el surgimiento de una burguesía burocrático-militar, producto del fortaleci­miento y desarrollo del aparato estatal y militar. De­pendiendo de que el énfasis viniera puesto en uno u otro aspecto, la nueva fracción sería casi exclusiva­mente político-burocrático, como en Costa Rica, o

• militar, como en los restantes países del área. — Las capas medias manifestaron un mayor o menor en­

sanchamiento, dependiendo del desarrollo del proceso de crecimiento económico propio de cada país. Ad­quirieron relevancia los tecnócratas, vinculados ya al aparato estatal, ya a las nuevas empresas industriales o financieras.

— Surgió un reducido proletariado industrial y se acen­tuó el proceso de proletarización del campesinado, lo que determinó, de modo especial a partir del inicio de la transnacionalización del agro, la definitiva pre­ponderancia numérica de los obreros agrícolas, y de los semi-proletarios entre los trabajadores del cam­po.

— Emergieron grandes contingentes de desocupados y subocupados, tanto en el campo como en la ciudad, que engrosaron los cinturones de miseria en torno a las principales ciudades. Esta situación repercutió intensamente en la reactiva­

ción del movimiento popular obrero y campesino. A par­tir del influjo de la Revolución Cubana, pero también por el auge de la teoría marxista y por los aires de renovación que comenzaron a despertar la adormecida conciencia de los cristianos desde el crucial pontificado de Juan XXIII, se produjo un ascenso del movimiento popular. La pri­mera en movilizarse y radicalizarse fue la pequeña burguesía intelectual. Sus manifestaciones más visibles las tenemos en la activación del movimiento de guerrillas, las revueltas estudiantiles, las reformas universitarias, el surgimiento de una nueva generación de intelectuales re­volucionarios (poetas, músicos, escritores), la fundación de partidos políticos de Nueva Izquierda o Izquierda Re­volucionaria.

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Las manifestaciones estudiantiles y populares se ini­ciaron en Panamá, en torno al problema del enclave cana­lera. Ya en 1959, un grupo de estudiantes se alzó en guerra de guerrillas en el cerro Tute, en la provincia de Veraguas. La «Operación Soberanía» dio lugar a manifestaciones callejeras violentamente reprimidas por la Guardia Na­cional y las tropas estadounidenses, con gran saldo de muertos y heridos. Las más importantes de estas manifes­taciones ocurrieron en noviembre del 59, en 1960 y, sobre todo, en enero de 1964, viéndose obligado el presidente Chiari a romper relaciones diplomáticas con los Estados Unidos.

En 1961 se fundó en Nicaragua el Frente Sandinista de Liberación Nacional, que inició su lucha por la libe­ración del pueblo nicaragüense en medio de grandes di­ficultades. En 1962, en Guatemala, quedaron consti­tuidas las Fuerzas Armadas Rebeldes (FAR) como orga­nización de frente único para la lucha armada. Hasta la atípica Costa Rica conoció una intensa movilización es­tudiantil y popular a finales de los sesenta y principios de los setenta.

Esta reactivación del movimiento popular en Centro América, tuvo su auge a partir de los años setenta gracias a la incorporación de los sectores urbanos marginados, de los campesinos e indígenas y del proletariado a la lucha militar y política. Los Estados Unidos y los gobiernos centroamericanos —a cuyo frente se aliaron los sectores conservadores y reformistas de la mayoritaria Iglesia Ca­tólica y de las denominaciones y sectas protestantes— in­tentaron responder suscribiendo pactos y creando orga­nismos de represión militar y policial unificados y de es­pionaje, bandas paramilitares e instituciones de propa­ganda antirrevolucionaña que montaron intensas y agre­sivas campañas anti-comunistas. El Consejo de Defensa Centroamericano (CONDECA), sería el más conocido y característico de esos pactos y organismos.

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VII. LA PROPUESTA TRILATERAL

Congregando a sus mejores «expertos» en la llama­da Comisión Trilateral, los sectores más dinámicos del capital transnacional trataron de ofrecer una respuesta que diera la impresión de ser positiva y moral al desafío del Tercer Mundo, cada vez más unido y consciente. Las aspiraciones tercermundistas eran vistas como una serie amenaza al sistema capitalista: la amenaza de «negarse a cooperar».

La Administración Cárter —la «obra maestra» del trilateralismo— fundó su política exterior en los siguien­tes postulados:

— Relativa disminución del apoyo a regímenes militares y a operaciones clandestinas.

— Implementación de un desarrollo organizado a través del Fondo Monetario Internacional (FMI).

— Seguimiento de una estrategia flexible que reafirmara la confianza de los latinoamericanos en el sistema ca­pitalista.

— Sustitución de los regímenes militares dictatoriales por democracias restringidas que favorecieran una cierta prosperidad y una más equitativa redistribu­ción de la renta.

— Fortalecimiento y revitalización de los bloques in-tegracionistas (ALALC, Pacto Andino, Mercomún).

Fracaso del trilateralismo Entre los múltiples factores que lo explican, men­

cionamos, en el plano económico:

— La profunda crisis económica estadounidense (aumento del desempleo, pérdida del poder adquisiti­vo, inflación desmesurada, déficit en la balanza de pagos, disminución de la productividad).

— Las discrepancias entre ¡os intereses del capital «na­cional» y los del «transnacional». Estas discrepancias

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explican el estira y encoje en torno a] tratado canale­ra, la discordancia en el Gobierno Cárter acerca de los caminos a seguir frente a las dictaduras latino­americanas, etc.

— La resistencia a la nueva estrategia trilateralista de desarrollo global (simple producción industrial de piezas y partes) por parte de los países más avanzados de la región (Brasil, Argentina), por chocar con sus intereses y pretensiones.

— Los problemas endémicos económicos y organizati­vos de los países latinoamericanos, que impiden su despegue económico.

— El cuestionamiento de los privilegios económicos de los Estados Unidos por sus socios trilateralistas (Europa Occidental y Japón).

— La pérdida de capacidad de negociación de los países trilateralistas frente a los países petroleros aglutina­dos en la OPHP.

— Los renovados intentos tercermundistas por en­gendrar un nuevo orden económico internacional.

A nivel político son importantes: — El desenmascaramiento de la «nueva moralidad» del

imperio sobre los derechos humanos como un simple ardid propagandístico, que no iba más allá de las pre­siones diplomáticas.

— La creciente influencia de la Internacional Socialista en el continente.

— El obstáculo para los «intentos de democratización» proveniente del fraccionamiento, la carencia de lide-razgo y de organización efectiva de las agrupaciones políticas en la mayoría de los países latinoamerica­nos.

— La convulsión continental provocada por la entrada de los procesos revolucionarios en fases cuasi defini­tivas.

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VIH. EL PROYECTO REAGANEANO

Se inscribe dentro de las respuestas conservadoras —siempre latentes a lo largo de la historia política estadounidense— que se identifican con la defensa de los principios libera/es tradicionales sobre los que se fundó la nación.

La nueva «racionalidad neoconservadora» centra su propuesta de política exterior en:

— La «contención» del avance soviético. La principal contradicción a nivel mundial es —dentro de su esquema— la confrontación Este-Oeste, por lo que se propone reformular la política hacia la URSS para eli­minar la «brecha militar», principal elemento, a su juicio, que separa a las dos superpotencias.

— La re-composición de la alianza occidental con Esta­dos Unidos a la cabeza. El establecimiento de vínculos estrechos, respaldados por la nueva política dura hacia la Unión Soviética, haría más «confiable» dicha alian­za y permitiría a Estados Unidos recuperar el liderazgo dentro del mundo occidental.

— El mejoramiento de re/aciones con los países «amigos» que hubieran sido afectados por la política de derechos humanos de Cárter (Chile, Argentina, Guatemala...).

— La conducción de acciones enérgicas ante gobiernos «hostiles» a los intereses estadounidenses (Cuba, Gra­nada, Nicaragua).

Estos objetivos de politica exterior se buscará alcan­zarlos a través de los siguientes instrumentos:

— El sustancial incremento del presupuesto militar y el reforzamiento del aparato de inteligencia.

— La utilización de la «ayuda» económica y militar co­mo medio de difusión de la «ideología americana».

— ha promoción del modelo de libre mercado como «la forma idónea de incentivar el crecimiento económico y la democracia política».

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La Iglesia de los pobres en El Salvador

I. BREVE APROXIMACIÓN HISTÓRICA

El Salvador es el más pequeño de los países de Centro-américa y uno de los de mayor densidad de población del Continente. La estructura económica monocultivista —cafetalera— supuso una subordinación económica con respecto a Inglaterra, primero, y a los Estados Unidos, después.

La oligarquía agrícola mantuvo bajo su absoluto control la economía y la política del país. Consecuente­mente, ninguna de las reformas liberales logró alterar sig­nificativamente las condiciones de vida de los campesinos y del incipiente proletariado urbano.

Hacia 1920 se sitúa la lenta pero continuada migra­ción campesina hacia las pequeñas ciudades, migración en buena parte absorbida por los pequeños y medianos talleres. Entonces empiezan a surgir pequeños sindicatos y Farabundo Martí, secretario del «general de hombres libres», Augusto César Sandino, funda el Partido Comu­nista Salvadoreño en 1929. El nuevo partido encontraría buena acogida en el artesanado urbano y en el campesina­do de los departamentos cafetaleros.

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En marzo de 1931 subió al poder el último presídeme civil salvadoreño, Arturo Araujo. Intentó impulsar algu­nas políticas reformistas, sin embargo, los efectos de la crisis económica capitalista de 1929 no se lo permitieron. La caída de los precios del café golpeó particularmente al campesinado. En la zona cafetalera prácticamente no había tierras sin cultivo donde refugiarse o crear líneas defensivas en la economía de autoabastecimiento. El de­sempleo y el hambre originaron una atmósfera insurrec­cional entre los campesinos.

En diciembre del año 1931 fue depuesto Araujo e ins­talado en la presidencia el general Maximiliano Hernán­dez Martínez. A principios de 1932, en la región de Izalco, se produjo un levantamiento campesino que se propagó rápidamente a toda la zona occidental del país. Las fuer­zas represivas del gobierno, con el apoyo de las «guardias cívicas» organizadas por los terratenientes y la burguesía urbana, liquidaron ferozmente la rebelión extendiendo la represión a todo el país para eliminar las presiones so­ciales producto de la crisis.. La masiva campaña de repre­sión y matanza tuvo un saldo de más de 30.000 campesi­nos muertos.

La masacre campesina de 1932 representa un momen­to decisivo de la historia salvadoreña. Se conforma una alianza de hecho entre el grupo oligárquico y los milita­res, de fatales consecuencias para el pueblo, en la cual se mantienen firmes hasta hoy. Represión y terrorismo ins­titucionalizado en vez de reformas democráticas será en adelante la respuesta a cualquier manifestación de des­contento popular.

Una nueva alza en los precios del café permitió a la oligarquía cafetalera diversificar la producción y aumen­tar las exportaciones agrícolas en los años cincuenta. El excedente agrícola fue invertido en el comercio, tratándo­se también de impulsar el desarrollo industrial. Con este fin se creó un sistema bancario que captara los ingresos de los pequeños y medianos cafetaleros. Así, a través de un

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proceso de mutación, el grupo oligárquico se transforma­ría en una de las grandes burguesías más fuertes del istmo.

II. EL REFORMISMO ANTI-COMUNISTA DE LOS SESENTA

Modernización de la economía

La década de los sesenta se caracterizó por el vigoroso impulso que se dio al proyecto de modernización de la economía nacional. Con el Tratado de Integración Eco­nómica, la apertura del Mercado Común Centroamerica­no y el surgimiento de la industria de integración, el sector industrial adquirió un notable desarrollo.

El proceso de modernización alcanzó también a la agricultura. Surgieron nuevas plantaciones de corte capi­talista y la moderna agroindust ria que operan con base en la gran inversión de capital, la contratación de mano de obra asalariada y la orientación de la producción al mer­cado internacional.

Las consecuencias de todo esto fueron un acentuado proceso de proletarización y el empeoramiento de las con­diciones de vida de las grandes mayorías marginadas de los beneficios de la modernización. Las bases para poste­riores conñictos sociales estaban echadas; los trabajado­res se hallaban en una situación que les permitía captar más claramente la estructura de explotación.

Transformaciones político-ideológicas

La relativa apertura democrática ligada al proyecto global de la Alianza para el Progreso, con la que se pretendía legitimar la modernización económica, es un segundo hecho que caracteriza el decenio que nos ocupa.

Tanto los sectores medios como el proletariado urba­no y el campesinado se aprovecharon de la Alianza para el Progreso para fortalecer sus organizaciones gremiales y políticas. No obstante, esta apertura pronto mostró sus li-

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mitaciones, los cambios políticos no se hicieron acompa­ñar de reales cambios económicos que favorecieran al grueso de la población. Por estemotivo los sectores popu­lares paulatinamente fueron volcando su apoyo político a los partidos de oposición como medio de superar su postración.

Consecuentemente, el sistema de dominación entró nuevamente en crisis. Al no ser capaz de garantizar su per­manencia mediante el consenso, tuvo que recurrir a me­dios crecientemente coercitivos. Esto se evidenció clara­mente en las elecciones de 1972 en las que la gran burguesía desconoció el triunfo de la oposición, impo­niendo a su candidato militar. Seguidamente se describi­rán con algún detalle los principales hechos.

£</ Junta cívico-militar de 1960

El régimen del coronel José María Lemus (1956-60), generó durante sus primeros años una atmósfera de cierta «benevolencia política». Brotaron entonces diferentes organizaciones gremiales y políticas que constituirían el núcleo de los frentes de masas que hoy luchan contra los militares y la gTan burguesía.

El deterioro de las condiciones de vida, motivado en parte por una nueva baja en los precios del café, llevó a manifestaciones públicas de descontento. Por otra parte, el triunfo de la revolución cubana dio nuevos ánimos a los partidarios de un cambio radical, lo que produjo el temor y la desconfianza de la burguesía local y del neocolonialis-mo estadounidense.

El gobierno de Lemus recurrió a los mismos métodos represivos utilizados por sus predecesores. En agosto de 1960 empezaron una serie de manifestaciones populares que fueron brutalmente reprimidas, y que culminaron en un golpe que instaló provisionalmente en el poder a una junta cívico-militar. Esta anunció que limitaría su papel a restaurar la autoridad de la Ley y el respeto a los derechos

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cívicos para que pudieran darse elecciones libres. Uno de sus primeros pasos fue dejar en libertad a todos los pri­sioneros políticos y encarcelar a numerosos oficiales del régimen anterior.

La Junta contó con el apoyo del Frente Nacional de Orientación Cívica (FNOC), integrado por sindicatos, organizaciones estudiantiles e incipientes partidos políticos de distintas ideologías. Estas organizaciones y gremios empezaron la organización política entre las ma­sas del campo y la ciudad, lo que puso de manifiesto que grandes sectores de la población apoyaban las demandas para hacer reformas radicales que debilitaran a la oligarquía.

El Directorio cívico-militar de 1961

Los sectores salvadoreños conservadores y la embaja­da estadounidense iniciaron una virulenta campaña de propaganda para desacreditar ante el pueblo a los grupos de izquierda integrantes del FNOC. Simultáneamente, se estimuló el surgimiento de partidos como el Demócrata Cristiano y el Social Demócrata para diluir la «amenaza izquierdista».

Una vez más la derecha salvadoreña se agrupó para salvaguardar sus intereses. Con el abierto apoyo esta­dounidense dio otro golpe que derrocó a la Junta e instaló en su lugar a un Directorio cívico-militar de «confianza». Tan sólo tres meses había durado el «experimento de­mocrático salvadoreño». De nuevo el ejército controlaba la situación para preservar el resquebrajado statu quo; justifica su intervención como necesaria para evitar que el país cayera bajo el control comunista.

Las organizaciones populares reaccionaron promo­viendo manifestaciones masivas de protesta. El ejército impuso entonces el estado de sitio y la ley marcial; luego de una semana de turbulencia y sucesos sangrientos, los militares controlaron el descontento.

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El Directorio prometió una serie de reformas (descen­so en los alquileres urbanos, paga obligatoria de los días de descanso, dieta alimenticia en el campo, reformas fi­nancieras) que engarzaban perfectamente con la Alianza para el Progreso. Sin embargo ningún mecanismo efecti­vo fue establecido para implementar estas reformas su­perficiales por lo que, en definitiva, aquellas promesas y proclamaciones no contribuyeron en nada a aliviar la en­démica crisis económica.

Como uno de los aspectos contemplados por el Plan de la Alianza para el Progreso era el de la apariencia de­mocrática de estos gobiernos, se eligió una Asamblea Constituyente. Asimismo, se convirtió al ejército en un partido político armado, el Partido Conciliación Na­cional (PCN), que durante estas dos décadas ha monopo­lizado el gobierno a través de fraudulentos y represivos regímenes militares.

En 1962 hubo elecciones bajo una ley electoral redac­tada en términos tales que el único partido calificado para presentar candidatos para la elección era el nuevo partido oficial del ejército. El 1 de julio de ese año asumió la presi­dencia el coronel Julio Adalberto Rivera, vencedor de unas «elecciones» en las cuales fue el único candidato.

La «guerra del fútbol» con Honduras (1969)

Desde tiempo atrás la burguesía industrial y comercial hondurena presionaba al gobierno~de López Arellano pa­ra que Honduras se separara del Mercado Común Centroamericano. Se resistía la burguesía hondurena a que su país siguiera financiando el crecimiento económi­co salvadoreño, toda vez que Honduras era invadida por caras manufacturas elaboradas en el país vecino, mientras que los precios de los productos agrícolas hon­durenos que satisfacían el mercado salvadoreño eran muy bajos. A esto se sumaban las demandas de tierras de las organizaciones campesinas que llevaron al gobierno

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hondureno a impulsar un modesto programa de reforma agraria.

Durante décadas, miles de campesinos salvadoreños sin tierras ni empleo pasaron ilegalmente la frontera, pe­netraron en territorio hondureno y se apoderaron de pe­dazos de tierra. Se calcula en cincuenta mil las familias salvadoreñas establecidas por aquel entonces en Hondu­ras.

En conexión con la fuerte campaña contra los produc­tos salvadoreños desatada er; Honduras, se introdujo en la ley de reforma agraria un artículo que afectaba directa­mente a aquellas familias salvadoreñas. Se especificó que sólo los hondurenos de nacimiento podían convertirse en propietarios de las tierras del gobierno. En consecuencia, las familias salvadoreñas tendrían que evacuar las tierras que habían ocupado y regresar a su patria.

Erj El Salvador, por su parte, los conflictos sociales habían llegado a niveles realmente peligrosos para la pre­servación del sistema. La situación se deterioraba acele­radamente ante las fuertes y constantes presiones obreras y campesinas. El retorno masivo de miles de salvadoreños impondría intolerables presiones en la economía y generaría irresistibles demandas para la reforma agraria. La gran burguesía salvadoreña y sus aliados, los militares, decidieron ir a la guerra contra sus vecinos —un fácil y rá­pido triunfo militar se daba por descontado— para impe­dir la deportación de aquellos trescientos mil salvadore­ños y el rompimiento de Honduras con el Mercado Co­mún Centroamericano. Además, Ja guerra tenía la venta­ja de que permitiría desviar la atención de las masas de los agudos problemas internos, arrastrándolas, previa una intensa y sostenida campaña de acción psicológica, tras el objetivo patriotero de la defensa de los salvadoreños en Honduras.

Los resultados de aquel plan militar, mal concebido y peor ejecutado, fueron desastrosos para la burguesía y el gobierno militar salvadoreños. Aunque parcialmente se

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logró impedir aquel retorno masivo, el cierre de fronteras privó a la industria salvadoreña de gran parte de su mer­cado de exportación centroamericano, y al gobierno del flujo de alimentos hondurenos con el que contaba para alimentar a su población. Además, el transporte terrestre hacia los mercados nicaragüense y costarricense quedó bloqueado, lo que llevó a una seria depresión del hasta poco antes floreciente sector industrial.

III. LA IGLESIA DURANTE EL DECENIO DE LOS SESENTA

A modo de introducción

Los acontecimientos de 1931-32 influyeron notable mente en la conciencia política salvadoreña. Dadas su deplorables condiciones de vida, el campesinado ha sido y es una muy seria amenaza para el grupo privilegiado que domina la política y la economía del país. Las Fuerzas Ar­madas y los cuerpos de seguridad tratan de contener, me­diante el recurso constante a los despliegues de fuerza, a una masa que podría explotar en direcciones imprevistas en cualquier momento.

El anti-comunismo se ha convertido en un escudo pa­ra defender el injusto estado de cosas; todo aquel que lo critique o intente atentar contra éi es anatematizado co­mo comunista. La mayor parte de la jerarquía y del clero participó y alentó, en buena medida, el miedo al comunis­mo.

La religión católica ha sido constante en ofrecerse al Estado como religión oficial, garante del orden, la paz y el progreso. Las autoridades eclesiásticas preveían que al de­saparecer el Estado y el grupo privilegiado a los cuales servían, ellas también podrían desaparecer como detenta­doras y sustentadoras de un orden de cosas injusto. Este real temor frecuentemente se disfrazó proclamando el ateísmo y las supuestas injusticias de los regímenes comu­nistas.

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A partir de la reforma liberal, la Iglesia salvadoreña jamás volvió a gozar del predominio que tuviera durante la colonia y los gobiernos conservadores. El gran proble­ma de la Iglesia pasó a ser la defensa de sus derechos insti­tucionales y su propia autonomía frentea las pretensiones liberales de someterla a las leyes y al Estado mismo. La promulgación de cada nueva constitución era una buena ocasión para delimitar más y más el poder eclesiástico. Pero, a pesar de las restricciones impuestas, ese poder eclesiástico mal que bien se acomodó a las nuevas condi­ciones y exigencias para lograr sobrevivir. Solventado el problema y lograda la reconciliación con el Estado libe­ral, la Iglesia no sólo tuvo el suficiente espacio para dedi­carse tranquilamente a la labor pastoral sino que hasta contó con el apoyo y ayuda estatal. Además de la ayuda monetaria para edificar templos, la franquicia postal o la exoneración de impuestos aduaneros y municipales, se trató también de dar cierto apoyo para hacer cumplir la disciplina eclesiástica y para actuar contra protestantes, espiritistas y comunistas.

Desde 1932, la «amenaza protestante» pasó a segun­do plano. La Iglesia se dedicó a trabajar arduamente en moralizar y cristianizar las costumbres y, sobre todo, a predicar contra el comunismo. Este efectivo apoyo de los eclesiásticos fue muy bien explotado por los sectores do­minantes para condenar y reprimir todo tipo de organiza­ción o lucha popular que atentara contra sus intereses económicos, políticos y sociales.

Sin embargo, desde el momento en que cada vez más significativos sectores de la Iglesia, a la luz de las directri­ces emanadas del Concilio Vaticano II y de la Conferen­cia Episcopal de Medeüín, buscaron nuevos modelos de actividad pastoral orientados hacia la organización y li­beración del campesino y del obrero, reaparecieron los conflictos entre el poder político y el poder eclesiástico. Sólo que ahora el problema para la Iglesia no sería la de­fensa de sus derechos como institución, —que los tiene re­lativamente asegurados—, sino el enfrentar la embestida

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gubernamental contra los derechos y las vidas mismas de los cristianos comprometidos en la labor pastoral. El nuevo y gran problema sería el de la persecución de la Iglesia, el ataque, no ya a la institución sino a algo más profundo: el cuerpo mismo de la Iglesia. Los obispos se verían crecientemente obligados a defender y respaldar a los agentes de pastoral frente a las fuerzas represivas esta­tales. A estos agentes, además de acusarlos de comunis­tas, los sectores dominantes salvadoreños les «recorda­rán» continuamente que no deben intervenir en «política». Quienes hacían este recordatorio parecían ol­vidar que la Iglesia salvadoreña siempre ha estado meti­da, activa y partidísticamente en la política, con la única diferencia de que antes se apoyaba a los grandes terrate­nientes y patronos; pero aquello «no era política» y se podía permitir y hasta estimular su injerencia.

Monseñor Luis Chávez y González

Mons. Chávez pastoreó la arquidiócesis treinta y nueve años (1938-1977). Al igual que sus antecesores co­menzó dando relevancia al mantenimiento de la vida sacramental, la catequesis y la religiosidad popular, y centró la organización diocesana en la parroquia. Su gran sentido práctico y su feliz intuición para acertar en nuevos caminos le permitirían impulsar la evangelización por otros rumbos. De ahí que se deba distinguir el Mons. Chá­vez anterior al Concilio Vaticano II del Mons. Chávez postconciliar, el cual impulsó una pastoral más dinámica, comprometedora y consecuente con el seguimiento de Je­sús.

Este cambio fue posible gracias a la mentalidad abier­ta del arzobispo, consecuencia de su innata capacidad in­telectual y de su amorosa obediencia a la Iglesia que siempre le caracterizó. Una de sus grandes y primeras fuentes de inspiración fue el Consejo Episcopal Latino­americano (CELAM), al que estuvo vinculado desde su creación en 1955. Acogió las pautas pastorales para Amé-

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rica Latina emanadas del nuevo organismo; promovió la fundación de cooperativas de ahorro y crédito, de es­cuelas parroquiales y de dispensarios médicos y anti­alcohólicos; instaló una radio católica e inauguró el Programa de Escuelas Radiofónicas.

Esta acción pastoral concordaba perfectamente con su profunda convicción acerca de la urgente necesidad de hacer frente al comunismo ateo militante, no con la violencia, sino mediante la promoción de una seria acción social en favor de ¡os más desfavorecidos orientada por el pensamiento social de la Iglesia. Así se explica la funda­ción del Secretariado Social Arquidiocesano, la creación del semanario Orientación y el interés de que la emisora católica, la YSAX, se preocupara más por el mundo de los obreros y trabajadores en general. Todas estas obras de evangelización tuvieron el apoyo de la Acción Católica Universitaria Salvadoreña (ACUS), de Justicia y Paz, compuesta por laicos prominentes, nombres de empresa y profesionales de renombre, y de Defensa Social Salva­doreña para una acción moralizadora.

El gobierno y la oligarquía, en general, vieron con simpatía estas iniciativas. Parte de las plazas de las es­cuelas parroquiales fueron pagadas por el gobierno; la empresa privada ayudó eficazmente a la renovación de la YSAX y patrocinó el famoso programa En marcha obre­ros, de tanta aceptación en todos los estratos sociales sal­vadoreños, que difundía la doctrina,social de la Iglesia y promovía el sindicalismo católico; por último, algunas de las grandes familias ayudaron significativamente para el pago mensual del asesor y gastos de la ACUS.

La Acción Católica y el Apostolado de la Buena Pren­sa (catecismos, biblias, etc.) fueron muy favorecidos por el arzobispo Chávez. Fundó el Arsenal Catequístico y es­parció libros por todos los pueblos de la arquidiócesis, convencido de que el racionalismo liberal sólo podía ser combatido eficazmente iluminando las mentes de los fieles con sana doctrina, ayudándoles a pensar como cris­tianos.

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El Concilio Vaticano II y Medellin

Todavía mucho más allá fue el anciano arzobispo con el Vaticano II y Medellin. En este sentido fueron impor­tantes los Encuentros de Actualización (entre los años de 1958-1962), animados por el P. Lombardi—quien impul­só el Movimiento por un Mundo Mejor— y por otras pro­minentes personalidades conocedoras de los problemas teológicos, sociales y espirituales, y que influyeron positi­vamente en una mayor apertura de la acción pastoral al campo social. También hay que mencionar la labor de Mons. Arturo Rivera y Damas el cual, como obispo auxi­liar, sumó sus dotes e inteligencia a los esfuerzos del arzo­bispo para mejorar la situación de la evangelización y ha­cer una realidad la consigna del «aggiornamento» lanza­da por Juan XXIII. Por último, durante la celebración misma del Concilio fueron muy importantes las oca­sionales jornadas de reflexión tenidas con un grupo de obispos latinoamericanos, entre los cuales estaban Mons. Leónidas Proaño y Mons. Sergio Méndez Arceo. La prin­cipal preocupación de este grupo era la de que las resolu­ciones del Concilio no se quedaran simplemente en el pa­pel, sino que fuesen llevadas a la práctica al menos en sus diócesis.

Ya en pleno período postconciliar, el Secretariado So­cial Arquidiocesano desempeñó un destacado rol al ayu­dar en la planificación y obtención de subsidios interna­cionales para el financiamiento de programas en los centros diocesanos de promoción, pero fue el magisterio del arzobispo, a través de sus Cartas Pastorales de conte­nido social, el elemento que más marcó el período. Espe­cialmente debe mencionarse su Carta Sobre el compromi­so temporal del laico (1966), causa del inicio del distan-ciamiento entre la Iglesia, el gobierno y la gran burguesía, el primero, porque veía en la Carta un claro apoyo al Par­tido Demócrata Cristiano; la segunda, porque se veía cri­ticada duramente. Las posteriores cartas y acciones pas­torales concretas en favor de la justicia, la organización y

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promoción del campesinado, acentuarían ese distan-ciamiento y agrietamiento del régimen de nueva cristian­dad.

Con el advenimiento de Medellin y su entusiasta implementación, especialmente en la arquidiócesis, se aceleró el proceso de ruptura con el modelo de nueva cris­tiandad. Con el propósito de que el clero se pusiera al día en sus conocimientos y prácticas pastorales, se impar­tieron cursos de «aggiornamento» con la participación de teólogos que emergían de la novedosa y pujante reflexión latinoamericana, tales como Segundo Galilea y José Ma-rins. Asimismo, las reuniones mensuales del clero gana­ron en seriedad y profundidad, llegándose a discutir con mucha altura y compromiso importantes problemas de la pastoral y de la evangelización. Por su parte, el Senado Presbiterial se convirtió en un verdadero instrumento de diálogo entre el arzobispo y su presbiterio.

Los otros obispos

En ia arquidiócesis se concretó el liderazgo eclesialy social de la persona del arzobispo. Efectivamente, Mons. Chávez impulsó con firmeza el acomodamiento de la Igle­sia a las directrices y exigencias del Concilio y Medellin, promocionó a los laicos y, a partir de 1970, patrocinó un serio intento de pastoral unificada arquidiocesano. Ade­más, en sus numerosas Cartas Pastorales de contenido so­cial hizo el diagnóstico cristiano de la situación del país, situación que se ahondaría después: el círculo vicioso de la miseria que gravita crudamente sobre los pobres como consecuencia de una mala distribución del capital, lo que produce el injusto enriquecimient o de unos pocos y el em­pobrecimiento de las mayorías.

La actuación y el influjo social de los obispos de las otras diócesis fueron muy distintos. Fue evidente la ausencia de una pastoral unificada en una dirección, y menos en la de Medellin. Los obispos aparecían separa­dos y hasta distanciados de los grupos más significativos

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de sus diócesis, por lo que perdieron liderazgo aglutinante y entraron frecuentemente en conflicto con sectores im­portantes del clero y demás agentes de pastoral.

Aunque esporádicamente algunos de estos obispos de­nunciaron los atropellos de la oligarquía y del gobierno, las más de las veces hicieron causa común con ellos. En una Iglesia y en un mundo en cambio, este afán por mantener el statu quo eclesial y socio-político del país se traduciría en un influjo social negativo. A esto se sumó la índole de sus declaraciones doctrinales y mensajes pastorales que daban más importancia a los juicios sobre ideologías, a los peligros y-fallos de toda actuación y proyectos históri­cos, a la pureza abstracta en que se mueve la Iglesia, que a la urgencia e ingentes calamidades de la realidad salvado­reña y al servicio déla Iglesia a esa realidad.

Sacerdotes y religiosos

Durante el decenio de los sesenta la misión e influjo cotidiano de la Iglesia en la población se canalizó princi­palmente a través de sus líderes más representativos: sa­cerdotes, religiosos y religiosas. La estructuración en parroquias, instituciones educativas y de promoción so­cial permitió que el trabajo de éstos pudiera influir bas­tante masivamente y canalizar el liderazgo más universal del arzobispo.

Mons. Chávez dio gran impulso a las vocaciones sa­cerdotales. Asimismo se empeñó en mantener un nivel de preparación aceptable en el Seminario Mayor San José de la Montaña. Anualmente enviaba jóvenes seminaristas y sacerdotes a cursar estudios en facultades teológicas y universidades del extranjero, con el propósito de confor­mar un grupo de profesores y colaboradores especializa­dos con una esmerada formación. Por todo ello el clero ha contado con un nivel de preparación bastante bueno. Además, sobre todo el diocesano, es en gran parte na­cional y de extracción campesina.

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Pese a que el clero secular —también el regular— se incrementó entre 1955 y 1965, su número siguió siendo re­ducido. Se daba una gran concentración en la arquidióce-sis (106 sacerdotes en la arquidiócesis, contra' 30 en ¡as diócesis de Santa Ana y San Vicente y 29 en la de San Mi­guel), y su labor principal era el servicio parroquial.

Las parroquias rurales —en algunos casos también las urbanas— abarcaban núcleos de población dispersa en cantones de difícil acceso. El trabajo parroquial se difi­cultaba porque el sacerdote tenía que movilizarse a través de esas amplias zonas para cumplir con sus obligaciones. De ordinario las parroquias eran cotos cerrados en el sen­tido de que si bien cada párroco era responsable de sus ac­tos ante las autoridades eclesiásticas, actuaba, siempre conforme a sus propios criterios.

Por esta misma época existían unos 1125 religiosos y religiosas (775 religiosas y 350 religiosos). Su concentra­ción en la arquidiócesis era también muy alta, pero, a di­ferencia del clero secular, su influjo social lo realizaban pastoralmente a través del campo de la enseñanza. Tres cuartas partes de los religiosos y religiosas eran extranje­ros.

Tradicionalmente este apostolado educativo estuvo dirigido a las clases adineradas en los colegios clásicos de la capital, es decir, los colegios católicos eran el lugar de formación de la oligarquía. Existía también un cierto tra­bajo pastoral en parroquias, especialmente urbanas, y una pastoral social con énfasis en la asistencia social en dispensarios, orfanatos, asilos, ayuda alimenticia, etc. Toda esta labor pastoral se hacía con una gran indepen­dencia de los obispos y una muy escasa integración en la pastoral diocesana.

Laicos

Durante los años cincuenta y sesenta se dio el naci­miento y desarrollo de movimientos apostólicos elitistas

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de orientación neo-cristiana, como es el caso de los Cur­sillos de Cristiandad y el Movimiento Familiar Cristiano. También se fortaleció la Acción Católica General, la estu­diantil (JEC), la universitaria (ACUS) y Defensa Social Salvadoreña. La Acción Católica especializada alimentó a la Democracia Cristiana de los primeros años de la déca­da de los sesenta.

El impacto de todos estos movimientos fue grande, notándose incluso cierto revivir cristiano. Se trataba de movimientos con una profesión de principios cristianos individualistas y con poca o ninguna orientación hacia la acción; movimientos que la jerarquía —no los laicos— asumía, orientaba, planificaba, asegurándose la fideli­dad a la^loctrina y la ortodoxia. Fueron movimientos cir­cunscritos a los sectores medios y a las clases dominantes, es decir, a los sectores privilegiados de la sociedad urbana y rural. El obrero y el campesino no tenían cabida en sus filas. Pese a la índole elitista de estos movimientos, muchos cristianos recibieron una cierta formación que después les permitiría vincularse en alguna medida al mo­vimiento revolucionario. Así, por ejemplo, la Acción Ca­tólica estudiantil paulatinamente desarrolló cierta critici-dad hasta llegar a cuestionar la estructura colegial tradi­cional, logrando introducir algunas simplificaciones.

El pueblo no careció de organización religiosa; la tu­vo, claro está que a su manera y conforme a su forma de ser. La más importante de estas organizaciones religiosas populares fue la de los Caballeros Adoradores del Santísimo Sacramento, sobre todo en las parroquias ru­rales. Su finalidad era el mejoramiento espiritual de sus miembros, la superación del medio en que vivían, y su principal actividad el trabajo comunitario pro-desarrollo del pueblo o cantón. Los «adoradores» eran los respon­sables de la celebración de la Semana Santa, de dirigir el rosario, los cantos dominicales y estaban llamados a ser un ejemplo para sus comunidades.

A medida que algunos miembros del clero y unos po-

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eos obispos fueron comprendiendo la necesidad de una actividad pastoral de cara al pueblo, aparecieron los centros de formación y promoción campesina. Los pioneros de la nueva experiencia pastoral fueron un gru­po de sacerdotes y religiosas estadounidenses que ini­ciaron el trabajo de equipo en la parroquia de la Unión, donde establecieron el Centro El Castaño. El objetivo del centro era la formación de líderes campesinos que fueran promotores del desarrollo dentro de sus propias comuni­dades, para lo cual se les impartía instrucción religiosa, agrícola, cooperativista, desarrollo comunitario, hi­giene, sanidad.

En El Castaño colaboró por vez primera un equipo in­tegrado por sacerdotes, religiosos y religiosas de diversas congregaciones, así como seglares. Otros centros se es­tablecieron en Santa Ana, Chalatenango, etc.

Los líderes campesinos y obreros egresados de estos centros de formación se fueron haciendo sentir en sus co­munidades, primero en lo agrícola y religioso y después en lo político. Los sacerdotes y laicos que tenían a su car­go los centros de formación se dedicaron al «seguimien­to» de estos líderes. Las comunidades y pueblos comenza­ron entonces un lento proceso de concientización que conduciría a la formación de las primeras «comunidades eclesiales de base». Sin embargo, en la misma medida fue aumentando la vigilancia y la represión preventiva de los cuerpos de seguridad, clara manifestación del temor del gobierno y la oligarquía hacia la organización campesina.

^ IV. EL MODELO DE TRANSFORMACIÓN NACIONAL DE LOS

AÑOS SETENTA

La seria depresión del sector industrial provocada por el fracaso militar del 69, obligó a los militares y oligarcas salvadoreños a elaborar una estrategia calificada como «modernización estructural capitalista en el marco de la Seguridad Nacional», La nueva estrategia combinaba cambios estructurales y autoritarismo militar con vistas a

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promover un capitalismo moderno que fortaleciera al país ante eventuales amenazas internas y externas.

El modelo de Transformación Nacional:

• no cuestionaba la dependencia estructural del país;

• asignaba un fuerte rol intervencionista al Estado;

• dejaba en manos de la empresa privada el desarrollo de las industrias de transformación y bienes de consumo;

• se proponía la modernización de la agricultura y la ate­nuación de las tensiones sociales más agudas;

• confiaba al ejército y a la tecnoburocracia la garantía del cumplimiento del nuevo modelo como parte de la Seguridad Nacional, y

• no pretendía una participación de las masas.

Corno vemos, la estructura fundamental de la pro­piedad permanecía incólume, en tanto se seguía negando la participación políticá,del pueblo.

Hegemonía económica de la «gran burguesía»

La vieja oligarquía cafetalera, ahora convertida en burguesía industrial, acentuó su política de inversión en otras ramas de la economía, controlando, en asocio con los nuevos inversionistas recién llegados al área, la agro-exportación, el turismo y las zonas francas.

Esta política financiera afirmó la hegemonía econó­mica de la gran burguesía frente a los restantes sectores dominantes, estos son la burguesía industrial que no pu­do dar el salto financiero, la pequeña y mediana burguesía industrial y comercial, y los sectores atrasados de la oligarquía cafetalera, pero sobre todo afectó a las grandes masas de proletarios y subproletarios agrícolas y urbanos.

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Cierre de la apertura democrática de ¡os sesenta

El gobierno de Fidel Sánchez Hernández, segundo presidente del Partido Conciliación Nacional, instrumen­tó la guerra con Honduras acentuando su espíritu chauvi­nista. Este fortalecimiento pasajero del gobierno permi­tió el triunfo del PCN en las elecciones municipales y parlamentarias de 1970.

No obstante, la crisis económica causada por el//« del impulso desarrollista (agotamiento del Mercado Común Centroamericano) y la guerra con Honduras, redujo sen­siblemente los ingresos del gobierno limitando su capaci­dad de respuesta a las demandas populares. La lucha reivindicativa del movimiento popular obrero-" campesino conoció entonces un fuerte impulso. Se res­pondió con medidas represivas, adversadas por el sector progresista democrático del ejército.

El fraude electoral de 1972

El proceso electoral de 1972 mostró claramente la cri­sis en que se encontraba el sistema y el camino creciente­mente coercitivo adoptado para asegurar su reproduc­ción.

Durante la campaña electoral el oficialismo militar re­currió a eslogans que giraron alrededor del «salvadore-ñismo» y la «victoria militar» contra Honduras pero los resultados no fueron los esperados. En las elecciones fue indiscutible el triunfo del candidato opositor José Napo­león Duarte, de la Unión Nacional Opositora (UNO), sin embargo el gobierno de Sánchez impuso violentamen­te al candidato oficial, coronel Arturo Molina.

El ala constitucionalista de oficiales jóvenes del ejér­cito protestó contra el fraude ocupando algunos cuarteles con amplio apoyo popular. Nuevamente el mecanismo de CONDECA ejerció su poder. Aviones, armas y soldados guatemaltecos y nicaragüenses fueron enviados en ayuda

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del gobierno, y sofocaron sangrientamente el levanta­miento en dieciocho horas.

Desde entonces quedó cerrada toda posibilidad de una apertura democrática. El gobierno de Fidel Sánchez implemento una sistemática represión contra los civiles opositores, en particular contra los principales dirigentes y militantes del movimiento obrero y de masas, si bien no pudo castigar a los oficiales jóvenes que se habían suble­vado. Los canales de expresión democrática se vieron re­ducidos cada vez más. Las elecciones parlamentarias y municipales de 1974 y 1976 también serían desvirtuadas por el fraude a favor del PCN, por lo que la oposición de­cidió retirarse masivamente de las elecciones presiden­ciales por falta de garantías en 1976.

Escalada represiva

Inmediatamente después del fraude, las luchas popu­lares reivindicativas en la ciudad y el campo adquirieron gran consistencia y un alto grado de combatividad. El go­bierno replicó con una utilización sistemática de la repre­sión que hizo decrecer la lucha de masas entre 1972 y 1974. Uno de los más rudos golpes que recibió el movi­miento popular fue la intervención militar en la Universi­dad Nacional. El rector, los decanos y numerosos docen­tes fueron expulsados del país, y los principales dirigentes estudiantiles fueron duramente reprimidos.

Paralelamente, el gobierno y la gran burguesía pro­movieron la creación de organizaciones de masas que dieran a la camarilla militar el necesario respaldo para mantenerse en el poder, tales como la Unión Comunal Salvadoreña y la Organización Democrática Nacionalista (ORDEN), organización paramilitar pública que se dedi­ca al control, denuncia, persecución y represión directa de los opositores y revolucionarios. Se crearon también nuevos instrumentos represivos legales como el código penal y el laboral.

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Organizaciones político-militares y sindicales

El supuesto de que la minúscula y sobrepoblada topografía salvadoreña no ofrecía ninguna garantía para establecer y mantener acciones guerrilleras, hizo que el Partido Comunista Salvadoreño adoptara una política de alianza con grupos políticos de oposición como la Unión Nacional Opositora (UNO).

En 1970, un grupo disidente encabezado por Salvador Cayetano Carpió se separó y conformó las Fuerzas Popu­lares de Liberación Farabundo Martí (FPL). Las FPL, partidarios de la teoría de la «guerra popular prolonga­da», se dedicaron al establecimiento de fuerzas guerrille­ras de resistencia.

En 1972, una segunda fracción dejó el partido para conformar el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP). Mientras tanto, el núcleo del partido persistió en su tradi­cional posición de «acumulación de fuerzas», trabajo «legal» y formación de alianzas con grupos electoralistas de oposición.

A su vez, dentro del ERP surgieron discrepancias ha­cia 1974 entre los que propugnaban una línea «militar» y los que favorecían una línea de «masas». Estos últimos conformaron las Fuerzas Armadas de Resistencia Na­cional (FARN) en 1975.

Con la izquierda dividida por diferencias ideológicas, los militares y la gran burguesía confiaron en que su programa de represión, conducido a través de las bandas armadas por los terratenientes, la organización clandesti­na Unión Guerrera Blanca (UGB) y la Organización De­mocrática Nacionalista (ORDEN), terminaría por hacer desaparecer a aquellos grupos aislados de resistencia.

Pero por más que la represión se tornó más sanguina­ria y selectiva y trató de tocar puntos neurálgicos y figuras claves de los sectores populares, no tuvieron éxito en su propósito. Las acciones represivas como las ocurridas en los caseríos La Cayetana y Tres Calles, en la Hacienda

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Santa Barbara, lo mismo que la conducida contra la ma­nifestación de estudiantes universitarios que protestaba pacíficamente contra el concurso de Miss Universo, revi-talizaron el movimiento popular. En efecto, cerrado el camino hacia una democracia electoral y anulados los de­rechos civiles, las masas integraron cada vez en mayor nú­mero frentes populares revolucionarios orientados a dar una base de apoyo a las fracciones guerrilleras, y a gene­rar una agitación política para lograr reivindicaciones económicas y sociales urgentes.

De este modo surgieron tres grandes «frentes de ma­sas»: el Frente de Acción Popular Unificada (FAPU) que se organizó en 1974 y ligado a las FARN; el Bloque Popu­lar Revolucionario, creado en 1975 y ligado a las FPL «Farabundo Martí», y las Ligas Populares 28 de Febrero (LP-28), en 1977, ligadas al ERP.

En el campo laboral hay que mencionar la acción de la Central de Trabajadores Salvadoreños (CTS) y de la Central Unitaria Sindical Salvadoreña (CUSS), adherida al Partido Comunista. Las organizaciones campesinas, pese a estar proscritas por el gobierno, ganaron en fuerza. Los dos grupos mayoritarios, la Federación Cristiana de Campesinos Salvadoreños (FECC AS) y la Unión de Tra­bajadores del Campo (UTC), se alinearon con el Bloque Popular Revolucionario.

Al hacerse sentir la actividad guerrillera, el gobierno militar dispuso aumentar su presupuesto militar y con­vertir a la Guardia Nacional, la Policía Nacional, la Policía de Hacienda y los servicios de seguridad en fuer­zas de contrainsurgencia. Asimismo aumentó la compli­cidad y la protección del gobierno y de las fuerzas arma­das hacia los grupos paramilitares ultraderechistas.

El plan de transformación agraria

El gobierno del coronel Molina, para frenar la cre­ciente presión campesina y proporcionar medios «políticos» que aseguraran la elección del candidato ofi-

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cial para las elecciones de 1977, el Gral. Carlos Humberto Romero, promulgó el Decreto de Transformación Agra­ria en junio de 1976.

La Transformación Agraria se proponía realizar una redistribución parcial de algunas tierras nacionales no explotadas; el proyecto también afectaba a algunas fami­lias de la oligarquía terrateniente no pertenecientes a la gran burguesía financiera. Para ello se creó el Instituto Salvadoreño de Transformación Agraria (ISTA) que di­vidió las áreas afectadas en cuatro zonas; la primera de és­tas zonas fue la algodonera.

La oligarquía terrateniente, que veía en aquella medi­da la manifestación de un cambio traidor del gobierno, reaccionó violentamente orquestando una fuerte campa­ña de presión contra éste a través de la prensa. Tres meses después, el coronel Molina, que públicamente había hecho alarde de que no retrocedería ante las presiones de los terratenientes, se batía en retirada.

Represión de la Unión Nacional Opositora y délas organizaciones campesinas

El gobierno y las organizaciones paramilitares volca­ron todo su poder represivo contra la Unión Nacional Opositora, atacaron sus locales, anularon sus papeletas de candidatos, persiguieron a sus dirigentes y militantes, etc. Esto obligó a la UNO a retirarse de las elecciones di-putadiles y municipales de 1976, por lo que el Partido Conciliación Nacional (PCN) logró el control absoluto del Parlamento y de los municipios.

Al ser rechazado el intento de reforma agraria, los conflictos y los enfrentamientos se agudizaron. En no­viembre de 1976 el Bloque Popular Revolucionario plan­teó una plataforma reivindicativa organizando algunas manifestaciones en los Departamentos para apoyarla. Hubo enfrentamientos violentos en Quezaltepeque, en la finca La Paz (Tecoluca) y en la Hacienda Colima (Suchi-

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toto). Los militares y los sectores dominantes, temerosos de la gran fuerza que descubrían en el campesinado, lan­zaron una campaña de ataque a las organizaciones cam­pesinas.

Esta situación quiso ser aprovechada por el gobierno de Molina —totalmente desprestigiado ante el pueblo, ciertos sectores del ejército y de la clase dominante— que trató de lograr algún consenso, de cara a las elecciones presidenciales de 1977, en torno al «plan contrarrevolu­cionario» enarbolado por el Gral. Carlos Humberto Ro­mero, hombre fuerte del ala del ejército que propugnaba la represión y el gran responsable de las masacres de los últimos años.

V. LA IGLESIA DE LOS POBRES

Articulación de un nuevo tipo de conciencia eclesial

La primera mitad de la década de los setenta verá la ar­ticulación más coherente de un nuevo tipo de conciencia eclesial que se venía gestando ya desde el decenio anterior y que se había expresado en algunas experiencias piloto de evangelización.

Conviene que recordemos algunos de los principales factores que contribuyeron a esta articulación. En primer lugar, el empeño de Monseñor Chávez —el anciano obis­po de más de sesenta años convertido por el Concilio— de impulsar no sólo en la arquidiócesis sino en todo el país el conocimiento y la vivencia de las conclusiones conciliares y del episcopado latinoamericano en Medellín.

En segundo lugar, su preocupación por elevar el nivel intelectual del clero con el propósito de que pudiera ser más útil al pueblo; por último, la procedencia del clero se­cular, salvadoreño y de origen campesino en su gran mayoría. Este hecho sería determinante en el proceso de configuración de la nueva conciencia eclesial porque en su contacto con el pueblo de Dios a través de la evangeli-

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zación, ese clero, por su misma extracción de clase, iría asumiendo las condiciones de vida y expectativas de los pobres y marginados.

La Nacional

Lo importante de todo esto es que no se tratará de una acción pastoral dispersa. Hacia finales de los sesenta, un grupo de unos cuarenta sacerdotes, en su mayoría salva­doreños y diocesanos, unidos por lazos de amistad, vieron la necesidad de reunirse para analizar en común los problemas que planteaba su trabajo pastoral concreto en las parroquias. Pronto comprendieron que debían estu­diar más detenidamente los documentos de la Iglesia, la situación nacional, etc., por lo que las reuniones se trans­formaron paulatinamente en sesiones más formales de es­tudio.

Meses después, los sacerdotes se estructuraron defini­tivamente como grupo, definiendo los siguientes objeti­vos:

• Intercambio de experiencias pastorales. • Estudio de los documentos de la Iglesia y de la realidad

nacional. i

• Planteamiento de los problemas comunes que surgían del quehacer pastoral y análisis de sus posibles solu­ciones.

• Realización de acciones concretas.

Entre estas acciones concretas podrían mencionarse: una declaración de protesta por el nombramiento como Cardenal del arzobispo de Guatemala, Mario Casariego; una declaración pública contra el coronel Molina por los atropellos cometidos contra algunos sacerdotes durante la campaña electoral. Se logró que el manifiesto lo firma­ran cerca de la mitad del total de los sacerdotes del país.

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Estas primeras acciones de La Nacional fueron utilizadas por la reacción que acusó a los sacerdotes de «meterse en política».

Una segunda fase del trabajo de la La Nacional se de­sarrolló en las parroquias mismas, y consistió en la capa­citación de líderes laicos. Estos, desde el año 1972 aproxi­madamente, participaron activamente en la pastoral ofreciendo charlas, responsabilizándose de comunidades eclesiales de base en el campo y en la ciudad, e incorpo­rándose progresivamente a las reuniones de La Nacional, lo que generó un importante proceso de «desclericaliza-ción».

Primera Semana Nacional de Pastoral de Conjunto (1970)

Los centros de formación y promoción campesina, y en menor medida los movimientos de neocristiandad, habían generado una inquietud y una capacidad de parti­cipación amplia y fuerte de los laicos en la vida y en la pas­toral de la Iglesia. Este hecho, unido a la urgencia de uni­ficar criterios y señalar nietas pastorales, hizo que se con­vocara a un encuentro de sacerdotes, religiosos y laicos que se llamó Primera Semana Nacional de Pastoral de Conjunto, la cual tuvo lugar en julio de 1970. De los obis­pos, sólo Mons. Chávez y Mons. Rivera participaron de lleno en la misma; eventualmente lo hizo el obispo de San-

.ta Ana, quien estuvo presente para la aprobación de las conclusiones.

Este acontecimiento fue de trascendental importancia para la Iglesia salvadoreña, especialmente la de la ar-quidiócesis, por varios motivos. Primero, porque signifi­có el rompimiento con la pastoral elitista de nueva cris­tiandad para dar paso a una nueva pastoral desde las co­munidades eclesiales de basé. En segundo lugar, porque representó el reconocimiento oficial de la activa partici­pación de los laicos en la pastoral de la Iglesia salvadore­ña. En tercer término, por la importancia que se dio a la Palabra de Dios, a la Biblia, en el trabajo de las comuni-

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dades; y, finalmente, por el gran impulso que recibió la pastoral pro/ética apuntalada por los medios de informa­ción de la Iglesia.

Así pues, esta Señíana de Pastoral representó el rom­pimiento, la quiebra del viejo modelo eclesial de nueva cristiandad'y el surgimiento de un nuevo modelo dé Igle­sia. Una Iglesia formada no sólo por la jerarquía y el cle­ro, sino también por todos los bautizados; una Iglesia en la que no cuenta únicamente la participación de los laicos, sino también la calidad de su militancia en las comunida­des.

Los obispos que no participaron en el encuentro, con Mons. Aparicio a la cabeza, negaron su aprobación a las conclusiones. Nombraron a dos personas «ortodoxas», las cuales tampoco habían participado en esa semana, no ya para que revisaran cuanto para que corrigieran las conclusiones. La corrección resultó desastrosa, llena de ambigüedades y espiritualizante. Uno de los correctores fue Osear Arnulfo Romero.

Por supuesto, nadie atendió ni siguió las conclusiones «oficiales». Los sacerdotes de la arquidiócesis las publi­caron comparándolas con las de la Asamblea que partici­pó en la Semana de Pastoral, lo que resaltó la diferencia abismal entre unas y otras.

En todo caso, lo acordado sirvió de estímulo a muchos sacerdotes que ya habían iniciado trabajos de evangelización en la línea de Medellín, y animó a muchos otros a emprender trabajos más planificados. Se integra­ron equipos sacerdotales de trabajo pastoral, y, muy im­portante y característico de la Iglesia salvadoreña, se acentuó e intensificó la incorporación y participación ac­tiva de las religiosas en la pastoral parroquial. Los centros de promoción campesina siguieron formando agentes de pastoral portadores de la nueva conciencia eclesial. En fin, en el Seminario de San José de la Montaña se dio tam­bién una renovación en los danés de formación

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—contando con el nuevo instrumental teórico e interpre­tativo que ofrecía la naciente Teología de la Liberación— orientada a formar a los seminaristas de cara a la realidad social y pastoral salvadoreña. Aunen las parroquias más conservadoras se notó interés por la catequesis de adul­tos, los cursos bíblicos y las celebraciones de la palabra.

El florecimiento de las comunidades cristianas

Pese a los esfuerzos de los organismos represivos del Estado para entorpecer la acción pastoral de la Iglesia, la nueva experiencia de las comunidades eclesiales de base conoció un gran desarrollo durante la primera mitad de la década de los setenta. En más de trece parroquias hubo equipos de sacerdotes trabajando en ese sentido, a lo que habría que añadir cerca de veinte comunidades de reli­giosas esparcidas en otros tantos pueblitos a lo largo y ancho de la arquidiócesis. La experiencia prendió espe­cialmente en el campo y en las zonas marginales de San Salvador; se pueden mencionar las conducidas en Guaza-pa, Ilopango, San Sebastián - Ciudad Delgado, Zacamil, San Antonio Abad, Ayutuxtepeque, Aguilares, Suchito-to, Opico, Quezaítepeque, Ciudad Arce, Chaiatenango, Dulce Nombre de María, La Palma y Cojutepeque.

Pero, tanto en las comunidades rurales como en las comunidades pobres de las ciudades, fueron los laicos quienes llevaron adelante el trabajo de la Jglesia con la Biblia como principal instrumento de trabajo. Desde el Vaticano II los líderes laicos habían ido tomando progre­siva conciencia de que «no eran tontos ni cristianos de se­gunda categoría, por lo que rio debían dejarse llevar como borregos por los sacerdotes y la jerarquía». Eran ellos los que reunían a las comunidades los fines de semana; eran ellos los que planificaban los cursos que se daban a quienes aspiraban a incorporarse a las comunidades de base, y eran ellos los que se reunían para estudiar y plante­ar soluciones a los problemas, no sólo religiosos, de sus comunidades.

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Desde un principio estos líderes laicos estuvieron en contacto intenso y estrecho con las religiosas, las cuales habían revalorizado su papel dentro de la Iglesia, además de ser más abiertas a la participación de los laicos que muchos sacerdotes, quizá por carecer de los «vicios» ad­quiridos por éstos a lo largo de la formación seminarística. También fue clave el diálogo conslante mantenido con Mons. Chávez quien, a pesar de no siempre entender o estar de acuerdo con ellos, les tuvo tanta confianza que les dio importantes cargos en la ad­ministración curial (en el Semanario Orientación, en la YSAX, etc.), tradicionalmente reservados a los clérigos.

Las comunidades fueron creando su propia liturgia centrada en la celebración de la Palabra, que llevó a una participación más plena, conciente y activa. Esta partici­pación y conocimiento de la Palabra de Dios produjo un cambio de mentalidad, una conversión manifestada por hechos concretos: menos borracheras, e incluso la destrucción de las sacaderas clandestinas de «chaparro»; ayuda a los necesitados... No es que las comunidades tu­vieran una orientación moralista sino que la conversión al Evangelio y la vivencia de la fe se tomaba muy en serio, de ahí que esos signos concretos mostraran ¡a creciente soli­daridad que se estaba gestando, el cambio de una mentali­dad egoísta en otra más solidaria. Así, por ejemplo, el tiempo que antes se dedicaba al «chaparro» ahora se empleaba en servir a los hermanos y a la comunidad, y hasta los cultivos que antes se hacían de manera indivi­dual ahora se hacían en forma colectiva.

Ahora bien, paralelamente, los miembros de estas co­munidades fueron tomando conciencia de que el ser cris­tiano exige una participación política activa para t ratar de cambiar la actual situación de injusticia, de maldad, de vicios, en fin, de pecado. Irían comprendiendo que el destruir una sacadera clandestina de aguardiente o el arreglar una casa, no satisfacía ni resolvía los graves problemas del país. Las comunidades entonces se cues­tionaron y concluyeron que para cambiar aquella si-

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tuación de pecado era necesario hacer algo más: organi­zarse políticamente. Fue así como un número cada vez mayor de cristianos de las comunidades eclesiales de base fueron tomando una opción política concreta y se suma­ron a las diversas organizaciones populares para partici­par activamente en el proceso de liberación. Así pues, los crist ¡arios que ahora participan en las organizaciones y en el ejército popular lo hacen fundamentalmente a partir de su compromiso cristiano, madurado por su participación en las comunidades eclesiales de base.

Oposición inlraeclesial a las comunidades eclesiales de base

Las comunidades eclesiales de base muy pronto se hi­cieron sentir por su activa, condente y plena participa­ción en las celebraciones litúrgicas, pero también, y espe­cialmente, por su acción en favor de la justicia: fortaleci­miento de las organizaciones campesinas, difusión y estu­dio de las leyes laborales, lucha por prestaciones y reivin­dicaciones salariales. Los movimientos de acción católica especializada (JEC, JOC...), al no poder enfrentar la nueva situación y las nuevas tareas, decayeron rápida­mente.

Ahora bien, el trabajo con las comunidades es duro: demanda tiempo, esfuerzo, estudio y, ante todo, ser con­secuentes con lo que se predica. El sacerdote, la religiosa o el laico capacitado no es ya más el centro único e indiscu­tible de referencia sino un miembro más de la comunidad, un hermano más, un acompañante que no siempre avan­za debidamente junto a sus hermanos o como ellos quisieran, por lo que muchas comunidades y muchos líderes quedan en el camino.

Esta es la principal razón por la que muchos sacerdo­tes, religiosos y religiosas adversarían a las comunidades de base y al nuevo modelo de Iglesia. Y es que la Iglesia ya no era más simplemente una Iglesia jerárquica sino una Iglesia del pueblo que es juez de cada uno; una Iglesia que hace crecer, que da vida. De ahí que con el respaldo oficial

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del grueso de la jerarquía, aunque sin mayor éxito, se tra­tara de impulsar nuevos movimientos como el carismáti-co y el catecumenal con el propósito de mediatizar el auge y desarrollo de las comunidades eclesiales de base.

Esa falta de consenso intraeclesial —ya evidenciada por el desconocimiento de las conclusiones de la Primera Semana Nacional de Pastoral por parte de algunos obispos— afloró nuevamente cuando cuatro sacerdotes salvadoreños arquidiocesanos solicitaron al gobierno la expulsión de siete colegas extranjeros, acusándolos de di­fundir ideas contrarias a la democracia y al sistema vigen­te en el país. Ante la defensa que el arzobispado hizo de sus sacerdotes, los descontentos realizaron un gran despliegue publicitario en los diarios con apoyo oficial. Lo interesante de este hecho es que esos ataques públicos contribuyeron significativamente a la compactación déla Iglesia de la arquidiócesis (sacerdotes, religiosos, laicos).

Reacción del gobierno y las clases dominantes contra la Iglesia y la pastoral pro)ética

En tanto el sistema de dominación buscaba subsistir sobre la base de la desmovilización popular y la creación de organizaciones verticales rígidamente controladas, la Iglesia, en particular la arquidiocesana, impulsaba con creciente claridad y empeño el surgimiento de comunida­des eclesiales de base en las que se fomentaban las relaciones fraternales y solidarias, se estudiaba la problemática que les afectaba, y se animaba a la incorporación a las tareas de cambio. La consecuencia lógica de estas dos dinámicas seria el conflicto.

Ya en enero de 1970 se quiso asestar un rudo golpe a la delegación arquidiocesana a un Congreso de Reforma Agraria convocado por la Asamblea Legislativa, se­cuestrando al P. Inocencio Alas. La acción enérgica de Mons. Rivera Damas ante el Ministro de Defensa, y una programación espontánea y especial de la YSAX, a cargo de un grupo de sacerdotes que se tomó la emisora y duran-

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te toda la noche estuvo denunciando las injusticias que se cometían y el descontento popular, hizo que el sacerdote apareciera abandonado, desnudo, golpeado y drogado dos días después.

En diciembre del mismo año fue asesinado el P. Nico­lás Rodríguez. Este crimen político perseguía intimidar al clero para que abandonara la pastoral recientemente per­filada e impulsada por la Primera Semana Nacional. Dos meses después, con base en unas declaraciones extraofi­ciales de dirigentes del CESPROP con motivo del se­cuestro del industrial y agroexportadorErnesto Regalado Dueñas, se quiso involucrar a sacerdotes comprometidos en una pastoral liberadora. Desde entonces arreciaron los ataques a la jerarquía, sacerdotes e instituciones eclesiás­ticas en periódicos, hojas volantes y transmisiones ra­diales.

Con ocasión de las elecciones presidenciales de 1972, la YSAX se abstuvo de aceptar propaganda de los parti­dos contendientes. No obstante el arzobispado mantuvo un ágil y vibrante programa informativo y crítico —Presenciando los acontecimientos— que suscitó la ira del gobierno y de los sectores dominantes. A principios de marzo estallaron varias bombas incendiarias que daña­ron los estudios de la emisora y la mantuvieron inactiva durante algunos meses. Como era urgente denunciar la represión desatada por el gobierno de Fidel Sánchez para lograr imponer en la presidencia al coronel Arturo Moli­na, surgieron dos órganos informativos: Carta de Noti­cia, destinada al clero arquidiocesano, y Justicia y Paz, para las bases campesinas.

Los acontecimientos de 1974-75

Como ya dijimos, desde 1974 el régimen militar implemento una arción represiva más sanguinaria y selec­tiva orientada a tocar los puntos y dirigentes claves del movimiento popular. Los campesinos organizados, y particularmente los egresados de los centros de forma-

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ción diocesanos, fueron fuertemente reprimidos. Muy importantes en este sentido son las masacres de La Caye­tana (Diócesis de San Vicente), en noviembre de 1974, y la de Tres Calles (Diócesis de Santiago de María), en junio de 1975, que representan el comienzo de la represión contra los cristianos. Ambos acontecimientos acrecenta­ron la conciencia política de los líderes laicos; desde en­tonces, un buen porcentaje de lo mejor de los celebrado-res de la Palabra pasó a militar en las organizaciones cam­pesinas y político-militares.

Los sucesos de La Cayetana dieron origen a un docu­mento elaborado por algunos cristianos, que pedía la co­laboración de los sacerdotes y comunidades eclesiales en el proceso de liberación salvadoreño. Este documento fue asumido y re-elaborado por las Fuerzas Populares de Li­beración (FPL) y publicado en su boletín Estrella Roja en 1975. En ese documento —Carta de las FPL «Fara-bundo Martí» a los cristianos progresistas—, el primero en el mundo de una organización marxista-leninista a la Iglesia y a los cristianos, las FPL, la organización que quizá tuvo mayor claridad desde el principio respecto a la participación de los cristianos en el proceso revoluciona­rio y que había incorporado desde antes a muchos de és­tos, planteaba su razón de ser y cómo su lucha no se oponía al cristianismo.

La masacre en Tres Calles es importante también por­que marca el inicio de la conversión de Mons. Romero y del diálogo, todavía muy tímido, entre éste y las comuni­dades eclesiales de base. Romero pasó totalmente anula­do como obispo auxiliar de Mons. Chávez, desde 1970 a 1974. Como obispo titular de Santiago de María, protestó enérgicamente ante el gobierno por los sucesos de Tres Calles y denunció las arbitrariedades de la Guardia Na­cional. Esta actitud le mereció la solidaridad de los sacer­dotes de La Nacional que se presentaron a celebrar la eucaristía con él en ese caserío.

Esta conversión de Mons. Romero se continuó por la

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obra del P. Daniel Rodríguez, un desconocido sacerdote de la Iglesia salvadoreña, profeta fiel y auténtico pastor, llamado por muchos el «Che de la Biblia». Pese a ser uno de los sacerdotes más perseguidos ha permanecido dentro del país al lado de los cristianos de las áreas rurales. Pues bien, él llegaba a dar charlas al centro de capacitación campesina Los Naranjos, en Jiquilisco (Diócesis de San­tiago de María), que dirigían los padres pasionistas. Mons. Romero tenía sus dudas porque el obispo de San Vicente, Mons. Aparicio, le había dicho que el P. Rodríguez era «comunista». En agosto de 1975 expulsa­ron del país al P. Merino, director de ese centro. Mons. Romero no sólo luchó para que Merino regresara, sino que además lo nombró Vicario de Pastoral y se manifestó de acuerdo en que el P. Rodríguez continuara con sus charlas. ¿Qué había sucedido? Sin que nadie se enterara Monseñor escuchó en varias ocasiones las charlas del P. Rodríguez detrás de una puerta, y éstas le abrieron los ojos y lo evangelizaron. Esto tiempo después lo confesaría el mismo Mons. Romero. •

Los sucesos de La Cayetana y Tres Calles marcaron asimismo la historia del movimiento campesino, en cuan­to llevaron a muchos líderes cristianos a ingresar en las or­ganizaciones campesinas defensoras de los intereses de la clase trabajadora del campo —especialmente en la Fede­ración Cristiana de Campesinos Salvadoreños (FEC-CAS)— al percatarse de la necesidad de crear sus propias instancias organizativas políticas. Tanto FECCAS como la Unión de Trabajadores del Campo (UTC) se de­sarrollaron cuantitativa y cualitativamente; consolida­ron su alianza con la creación de la Federación de Traba­jadores del Campo (FTC), extendida por todo el país.

El otro gran acontecimiento clave que nos interesa re­saltar es la masacre del 30 de julio de 1975 contra estu­diantes universitarios. Fue tai la magnitud de ésta que el pueblo quedó horrorizado y las organizaciones paraliza­das. Pero, por primera vez, la Iglesia no esperaría hasta el final de los acontecimientos para «no equivocarse».

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Mons. Chávez y Mons. Rivera Damas denunciaron el atropello y concelebraron la misa exequial del único muerto entregado por las autoridades. Apenas salió el impresionante desfile fúnebre un grupo de sacerdotes, re­ligiosas y laicos tomó la Catedral de San Salvador co­mo un medio de devolverle la calle al pueblo y de propor­cionarle un foro para hacer oír su voz. El templo perma­neció ocupado desde el 1 al 6 de agosto. Simultáneamente tuvo lugar un mitin externo de denuncia que buscaba pre­sentar al naciente Bloque Popular Revolucionario (BPR) como la nueva esperanza del pueblo. Las FPL perdieron el control del mitin externo por algunos días. Tomada nuevamente la calle, el BPR, escéptico de la vía electoral con la que simpatizaba la dirigencia del Frente de Acción Popular Unificada (FAPU), emergió como el nuevo «frente de masas» hegemónico. FECCAS y UTC se le adhirieron.

Primera Semana A rquidiocesana de Pastoral

Toda esta situación adversa no impidió la paulatina consolidación de una organización pastoral bien definida y dinámica en la línea de Medellín. Pero se sentía la nece­sidad de unificar criterios pastorales y de planificar la ac­ción urbana y rural, especialmente en lo referente a las co­munidades eclesiales de base.

El Senado Presbiterial propuso la celebración de la Primera Semana Arquidiocesana de Pastoral. El mayor obstáculo que se debía enfrentar era vencer la frustración de la Semana Nacional de Pastoral de seis años atrás, así como defender los esfuerzos pastorales que se conducían en la arquidiócesis de la posible intromisión de la Confe­rencia Episcopal. Por otra parte, se trataba de evitar que la iniciativa fuera tomada como una pretensión hegemó-nica de la arquidiócesis sobre las otras diócesis, de ahí que se hablara de una Segunda Semana Nacional de Pastoral que previamente debería ser preparada mediante la ce­lebración de semanas diocesanas. De antemano se sabía

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que las otras diócesis no las realizarían —y todavía no las han efectuado, por lo que sigue pendiente la Segunda Se­mana Nacional—, pero de este modo se tenía luz verde para celebrar la semana arquidiocesana. Al fin se era re­alista y se comprendía que no todas las diócesis iban a ca­minar al mismo paso.

Todo el año 1975 sirvió de preparación. Los temas es­cogidos fueron intensamente estudiados en las Vicarías Foráneas en las que hubo pequeños encuentros para pre­parar a los laicos que asistirían como delegados.

En enero de 1976 se realizó el encuentro arquidiocesa-no. Alrededor de trescientos agentes de pastoral cuidado­samente seleccionados asistieron en representación de to­das las parroquias, congregaciones y asociaciones laicas de la arquidiócesis. Eran gente venida en su mayor parte de trabajos pastorales concretos en las bases y que aporta­ron sus opiniones «con la entera libertad de los hijos de Dios, en un clima de oración, de búsqueda y de diálogo sin restricciones».

La opción fundamental de la Semana fue por una evangelizarían en todos los niveles, considerada ésta co­mo grave, urgente y necesaria. Las pistas de planificación señaladas, a la manera de grandes líneas maestras a tener en cuenta en un Plan Arquidiocesano de Pastoral de Con­junto, fueron las siguientes:

• Formación de agentes de pastoral.

• Formación de comunidades cristianas, vivas y operan­tes.

• Revisión de algunas estructuras eclesiales de la ar­quidiócesis.

• Creación de organismos operativos.

El encuentro arquidiocesano terminó con un mensaje que era un compromiso a luchar por los derechos huma­nos. Además, se creó un Secretariado Ejecutivo para que las conclusiones no cayeran en saco roto y, en efecto,

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pronto se contó con una Secretaría de Información muy ágil, con una Comisión de Pastoral, con publicaciones rá­pidas, etc. Se había roto con el burocratismo.

Indudablemente, las conclusiones de esta Semana de Pastoral definieron más claramente la línea de trabajo pastoral de la arquidiócesis de cara a la real y propia problemática salvadoreña. Significaron una segunda sa­cudida que terminaría por generalizar la difusión de las comunidades eclesiales de base.

El Plan de Transformación Agraria y sus consecuencias

Ya dijimos que la promulgación del primer proyecto de transformación agraria produjo la reacción inmediata y violenta de diferentes sectores dominantes. La oligarquía y la gran burguesía salvadoreñas, que después de cuarenta y cinco años sin ejercer directamente el poder político habían perdido en buena parte el control sobre el Estado, vieron el proyecto como un desacato al sistema de libre empresa; el primer paso de una escalada interven­cionista que había que frenar a como diera lugar. La. Aso­ciación Nacional de la Empresa Privada (ANEP), or­questó una virulenta y millonada campaña publicitaria. Pronto los agroexportadores crearon el Frente de Agri­cultores de la Región Oriental (FARO), que superó a la ANEP en virulencia verbal y en amenazas de golpe de Es­tado.

La modesta medida, en cambio, tuvo el apoyo decidi­do de la Universidad Católica José Simeón Cañas (UCA) a través de su revista Estudios Centro Americanos (ECA), y de los jesuítas que la dirigen. La ANEP y FARO enfilaron sus baterías contra ellos acusándolos de ser los «cerebros del gobierno». Cuando al cabo de dos meses y medio el gobierno de Molina se doblegó ante las presiones de los terratenientes, ECA publicó un editorial titulado «A sus órdenes mi Capital» que denunció el sometimien­to del gobierno ante aquellos sectores.

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A partir de estos acontecimientos las grandes aso­ciaciones privadas, fortalecidas por su victoria sobre el gobierno, comenzaron a ejercer su poder de exigencia sobre el Estado. La ANEP, FARO y el gobierno forma­ron un frente común y alistaron sus armas contra la Igle­sia, de tal modo que bien pronto la labor evangelizadora tuvo que enfrentar una nueva dificultad: la persecución.

VI. EL RÉGIMEN DEL GRAL. ROMERO Y EL TERRORISMO DE ESTADO

Imposición del Gral. Romero: masacre de la Plaza La Libertad

Después de ahogar la tímida «reforma agraria» del coronel Molina, la gran burguesía salvadoreña instaló en la presidencia a un militar más duro que pudiera aplastar a los agitadores políticos «terroristas» y «comunistas», señalados como los únicos responsables de todos los problemas del país y del creciente caos económico.

Las elecciones de 1977 significaron un nuevo fraude contra la Unión Nacional Opositora (UNO) y su candida­to, el militar demócrata Ernesto Claramount. Las masas respondieron al llamado de la UNO y se lanzaron a las calles. En la capital se levantaron barricadas, fueron ocu­padas las principales plazas, especialmente la de La Li­bertad, y se c; cretó una huelga general por una semana. Las ciudades del interior vivieron también una fuerte agi­tación política.

En la madrugada del2¿? de febrero, el gobierno de Mo­lina decidió desalojar la Plaza de La Libertad. Fue el ini­cio de la gran masacre. Claramount buscó asilo en Costa Rica y declaró que no menos de siete mil salvadoreños fueron asesinados por el ejército y los cuerpos de seguri­dad.

La represión continuó durante los siguientes meses. Dentro de ese clima represivo el Gral. Carlos Humberto Romero tomó posesión de la presidencia. Sin ningún apo-

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yo popular, el candidato del Partido Conciliación Na­cional (PCN) sólo era sostenido por la gran burguesía fi­nanciera, los sectores ultraderechistas del ejército y las or­ganizaciones paramilitares.

El Plan Bienestar para Todos

El fracaso de la Transformación Agraria robusteció la alianza del gran capital con el aparato estatal, y dentro de éste, con las Fuerzas Armadas. Empresarios organiza­dos mantendrían un control manifiesto de los centros de decisiones económicas oficiales.

El Plan Bienestar para Todos fue proclamado por el gobierno que alegó que mejoraría las condiciones de vida del pueblo, favorecería la «libre empresa» e impulsaría las industrias de exportación, principalmente la actividad cafetalera.

La nueva política gubernamental se proponía: • La reducción progresiva del control estatal sobre la

política monetaria; • la apertura del mercado monetario salvadoreño a in­

termediarios financieros internacionales; • el estímulo a las empresas locales para que suscribieran

créditos directamente con los bancos extranjeros.

Este recurso al mercado libre de capitales se explica porque la captación de capitales extranjeros a través del Banco Interamericano de Desarrollo y del Banco Mun­dial, se veía limitada por la violación de los derechos hu­manos. Por otra parte, dado el clima de inseguridad im­perante, la empresa privada no sólo se mostraba reacia a invertir sino que buscaba las formas más «adecuadas» para la fuga de capitales, por lo que la industrialización permanecía estancada.

En 1977 se dieron condiciones que permitieron una evolución favorable de la economía. La principal de esas

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condiciones fue el alza de los precios del café en el merca­do internacional. Además, el crecimiento del sector in­dustrial fue más importante que en 1975 y 1976 por lo que el país terminó el año con una envidiable liquidez interna­cional y con un saldo positivo de la balanza comercial y de la cuenta corriente. Todo esto hizo de El Salvador un buen sujeto de crédito para los organismos financieros.

Pero estas favorables condiciones sólo favorecieron a la oligarquía y a la gran burguesía. El proceso de pauperi­zación de la clase trabajadora siguió adelante. El índice de precios al consumidor se incrementó sensiblemente de mes a mes a causa del gran flujo de divisas procedentes de la exportación cafetalera que provocó una demanda exce­siva en el mercado interno. A esto se agregó una prolon­gada sequía que afectó seriamente la cosecha de granos básicos.

Reacción popular

Esta situación hizo necesaria y urgente una mayor movilización sindical y toma de conciencia por parte de los sectores populares. Las organizaciones populares se acrecentaron en términos cuantitativos y cualitativos. La alianza obrero-campesina se fortaleció en la práctica; también se afianzó su alianza con las fuerzas no proleta­rias de la pequeña burguesía (maestros, estudiantes, etc.).

Junto a las huelgas obreras, los trabajadores del cam­po organizados en FECCAS y UTC emprendieron la lucha por una serie de justas demandas.

Rotos los canales de participación democrática, los partidos políticos de oposición vieron cortadas sus posi­bilidades inmediatas de acción y fueron sustituidos por las organizaciones político-militares populares. Efectiva­mente, ante la situación de crisis política y económica el pueblo se vio en la necesidad de buscar nuevas alternati­vas de lucha: huelgas en haciendas y fincas; tomas de tierras por parte de los campesinos; tomas de embajadas, de oficinas públicas, de templos; etc.

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Toda esta lucha popular tuvo como respuesta la inten­sificación de la represión por parte del gobierno y sus agrupaciones paramilitares.

El terrorismo de Estado

Apoyándose en el asesinato del industrial Molina Ca­ñas, la oligarquía y la gran burguesía desencadenaron una campaña de prensa en contra de la lucha obrero campesi­na a la que calificaron de «terrorista» y «subversiva». Presionado por esta campaña —que atribuía la falta de paz exclusiva o principalmente a la acción premeditada de los grupos subversivos— el gobierno respondió con medi­das represivas enmarcadas dentro de la ideología de la Se­guridad Nacional. Entre estas medidas sobresale la pro­mulgación de la Ley de Defensa y Garantía del Orden Público.

Sobre todo en el campo, la represión alcanzó propor­ciones alarmantes. Es que la mayor preocupación eran las organizaciones campesinas y su creciente capacidad de movilización del campesinado por reivindicaciones eco­nómicas inmediatas. El ejército pasó a jugar un papel estratégico de primer orden en la represión, en combina­ción con los otros cuerpos armados. A los cáteos, captu­ras, torturas, desaparecimientos y asesinatos selectivos se sumaron los cercos militares, los operativos combinados y la militarización de pueblos y ciudades. La Organiza­ción Democrática Nacionalista (ORDEN) y la Unión Guerrera Blanca (UGB) se convirtieron en parte importantísima de las fuerzas de contrainsurgencia.

El gobierno trató de ganarse algunos adeptos, para lo cual dictó ciertas reformas que favorecían a los afiliados, de organizaciones tales como ORDEN, Unión Comunal Salvadoreña (UCS), Sindicato Unido del Transporte y la Construcción (SUTC), la Asociación de Maestros De­mocráticos (AMAD) y Federación de Profesores (FEPRO). Todas estas organizaciones funcionan como

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mecanismos de control de la población descontenta para posteriormente reprimirla.

La creciente espiral de violencia y la cada vez más ca­ótica situación de la economía frenó por completo el de­sarrollo de la «industria» turística. Como resultado de los secuestros las inversiones extranjeras disminuyeron y lle­garon a ser prácticamente nulas, además de que buen nú­mero de firmas extranjeras empezaron a irse; los créditos foráneos ya no pudieron obtenerse más y aumentó consi­derablemente la fuga del capital nacional.

Desprestigio internacional y destitución de Romero

La victoria militar sandinista significó un gran empu­je psicológico para los revolucionarios salvadoreños. El triunfo del Frente Sandinista de Liberación Nacional de­mostró nuevamente veinte años después, que un movi­miento de liberación nacional puede derrotar a las fuerzas armadas nacionales aun apoyadas por los Estados Uni­dos.

Desde ese momento la situación del Gral. Romero se hizo insostenible. El gobierno fue incapaz de encontrar una salida que respondiera mínimamente a las exigencias de liberación y de justicia de la mayoría del pueblo. La in­tensificación de la represión sólo conseguía aumentar la cohesión, el número y la determinación de las fuerzas po­pulares. Por otra parte, los oficiales de la Casa Blanca, del Departamento de Estado y del Pentágono, luego de su fracaso en Nicaragua, estudiaban con incomodidad los informes sobre la situación preinsurreccional salvadore­ña y empezaban a pulir de nuevo la famosa Teoría del Do­minó. Por último, una reunión de la OEA había sido con­vocada para el 22 de octubre de 1979 en La Paz (Bolivia) para tratar de las violaciones de los derechos humanos en El Salvador, y era bastante probable que el gobierno de Romero recibiera una condena internacional.

Puesto contra la pared, el Gral. Romero mencionó lá

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necesidad de realizar un Foro Nacional para discutir un programa de elecciones libres, amnistía para los exiliados y la liberación de los prisioneros políticos. Se incorporarían al mismo los partidos políticos, las univer­sidades, asociaciones profesionales, sindicatos, iglesias, empresa privada y demás organizaciones «legalmente» reconocidas. El llamado de Romero sólo fue acogido por la empresa privada y unas pocas organizaciones de de­recha que se reunieron en el mes de mayo de 1979.

Los grupos que no asistieron coincidieron en que no existían las condiciones mínimas para un diálogo na­cional dado que imperaba una sistemática represión contra el pueblo. El asesinato de casi medio centenar de maestros pertenecientes a la Asociación Nacional de Edu­cadores Salvadoreños (ANDES), entre el 27 de mayo y el 3 de junio, y de numerosos estudiantes, profesionales y campesinos, así como la imposición del Estado de Sitio que suspendió todas las garantías individuales, termina­ron de darles la razón.

Los acontecimientos se precipitaron. A principios de setiembre el plan de acción estadounidense estaba decidid do. Al testificar ante el Comité de Relaciones Exteriores del Congreso estadounidense Virón Vaky, asistente del Secretario de Estado para Asuntos Interamericanos, afir­mó que: «... la polarización está muy avanzada y las pers­pectivas de evitar la violencia revolucionaria se esfuman rápidamente...». Al día siguiente, el 14 de setiembre, el vocero presidencial Hodding Cárter reconoció que du­rante los viajes de William Bowdler y Vaky a El Salvador, se le había planteado al Gral. Romero la necesidad de re­nunciar a la presidencia.

El 20 de setiembre se constituyó el Foro Popular in­tegrado por catorce'organizaciones. Entre éstas se conta­ban los partidos Demócrata Cristiano, Nacional Revolu­cionario y Democrático Nacionalista; la central sindical FENASTRAS, afiliada al Frente de Acción Popular Uni­ficada (FAPU); la organización de masas Ligas Popula-

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res 28 de febrero (LP-28) y varias pequeñas centrales obreras.

El 10 de octubre el presidente Caner anunció la milita­rización del Caribe y Centroamérica, que justificó por la presencia de tres mil soldados soviéticos en Cuba (esa bri­gada soviética había estado en esa isla desde la crisis de 1962). El día 11 el Gral. Romero viajó a los Estados Uni­dos «por razones de salud», y regresó al día siguiente. El 14 su familia se trasladó a Miami. Obviamente, el presi­dente Romero había sido destituido.

Vil. LA IGLESIA PERSEGUIDA

Caracterización general de la persecución

En junio de 1977, Mons. Rivera y Damas, por aquel entonces obispo auxiliar de San Salvador, afirmó al refe­rirse a la Iglesia salvadoreña:

Esla Iglesia, 'Sacramento universal de Salvación' que devuelve la dignidad y la voz a los marginados y campesinos a los que no se les reconocía ni dignidad, ni voz, resulta intolerable. Y había que ponerle paro no sólo en la Arquidiócesis, considerada como ob­jetivo principal, sino también en las porciones más vitales de las otras diócesis. Y la persecución se dio a todo nivel.

Esta persecución se constata por numerosos hechos violentos contra las personas e instituciones eclesiales, y por la campaña acusatoria a través de la prensa. Según es­ta campaña, la Iglesia, al colaborar en la concientización del pueblo y ayudar a su organización —en particular de los campesinos—, estaba promoviendo la subversión en el país y actuando al margen de la legalidad vigente. Así pues, no habría persecución a la Iglesia en cuanto forma de religión, sino reacción justa y legal contra una Iglesia que no era ya la depositaría de la religión —la cual se alabaría— sino una fuerza social, al decir de ellos, sub­versiva.

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En ese mismo año de 1977, el Secretariado Social In-terdiocesano esclareció ante el pueblo cristiano en qué consiste la persecución y por qué se la puede denominar como tal, en los siguientes términos:

...Persecución a la Iglesia es entonces atacar de forma institu­cionalizada y permanente a los medios que tiene la Iglesia, perso­nas e instituciones, de anunciar y realizar el reino de Dios y de de­nunciar el pecado que niega ese reino, ven atacara los destinata­rios de esa misión, en concreto a la mayoría del pueblo salvado­reño católico que vive en situaciones de extrema miseria, causa­da por la injusticia estructural y permanente, lo cual es la nega­ción del reino de Dios. •La Iglesia afirma que hay persecución cuando se persigue a quienes pretenden proseguir la misión de Cristo y cuando se per­sigue al cuerpo histórico de Cristo, es decir, a los hombres en ge­neral, y más particularmente a los pobres y oprimidos, miembros privilegiados de ese cuerpo (Mi 25, 45).

Conflicto Estado-Iglesia

La campaña de ataque de los sectores económicamen­te fuertes contra las organizaciones campesinas pertene­cientes al Bloque Popular Revolucionario (BPR) con mo­tivo de las manifestaciones realizadas a finales de 1976, pretendió involucrar a la Iglesia («curas tercer-mundistas») como instigadora de estos hechos de violen­cia.

Tanto el arzobispado como una Comisión Coordina­dora del Clero rechazaron las falsas acusaciones contra la Iglesia y los sacerdotes, y señalaron la situación de injusti­cia y de pecado que afectaba a la mayoría de la población como la causa última de aquellas protestas. Estas declara­ciones enfurecieron más a la empresa privada, especial­mente al Frente de Agricultores de la Región Oriental (FARO).

En esta coyuntura se evidenció tina falta de armonía entre ¡as diócesis. LadeSanta Anaenfatizó la autonomía de cada obispo, afirmó la existencia de grupos radicaliza­

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dos de sacerdotes y religiosos que fomentaban la lucha de clases entre el campesinado y, juntamente con la de San Vicente, desautorizó las posiciones de FECCAS y UTC. Además, la de San Vicente postuló que si se comprobaba que algún sacerdote animaba y orientaba esas organiza­ciones, quedaría a las órdenes de los tribunales de justicia porque se habría colocado al margen de la ley y de su mi­nisterio sacerdotal. Estas declaraciones las percibió FA­RO como prueba de la existencia de una escisión dentro de la Iglesia salvadoreña, y las utilizó en un nuevo ataque al arzobispo, a los párrocos rurales de la arquidiócesis y a los jesuítas, que trataba de fomentar la división.

Presionado por estos poderosos grupos, el gobierno de Molina inició la persecución sistemática contra la igle­sia en enero de 1977. La campaña de prensa de FARO había intentado preparar el campo de la opinión pública para que aceptara, en bien de la Seguridad Nacional, los ataques del gobierno contra ciertos sectores del clero, los religiosos y líderes laicos.

La persecución se ajustó con un rigor estricto a las di­rectrices del boliviano Plan Bánzer. Se golpeó a la Iglesia en sus «puntos débiles», menos fáciles de defender; se co­menzó por gente muy vinculada a ella —dos ex­seminaristas jesuítas— y se pasó luego a la captura y ex­pulsión de sacerdotes extranjeros, hasta concluir con la captura, tortura y asesinato de sacerdotes nacionales. Es­tos sucesivos golpes fueron acompañados de una campa­ña de difamación por la prensa que buscaba crear un am­biente favorable en la opinión pública para esas acciones.

Durante esta primera etapa se tocó directamente a diez personas relacionadas con la Iglesia. Nos detendre­mos en estas acciones porque son como un «test» que progresivamente mostrará la capacidad de reacción de la Iglesia salvadoreña.

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Periodo de transición y debilidad de la Iglesia

Desde el 5 de enero al 22 de febrero de 1977 práctica­mente no se dio ninguna reacción pública de protesta de parte de la Iglesia, en lo que representó su período de mayor debilidad. Podrían mencionarse dos causas fun­damentales: una cierta sensación de ser poco afectada por los primeros casos, y, más tarde, la fragilidad pro­pia del período de transición entre ambos arzobispos (Chávez-Romero): 8 al 22 de febrero.

Hubo sí una reacción pública importante, aunque sectorial: la manifestación de fe en Apopa (13 de febre­ro), en protesta por la expulsión del P. Mario Bernal y la campaña difamatoria desatada por los terratenientes de FARO contra ciertos sectores del clero y los jesuítas. Se organizó un desfile en el que participaron sacerdotes acompañados de las comunidades eclesiales de base gri­tando consignas, proclamando y comentando la Pa­labra. Se entregó también un comunicado mimeográ-fiado que analizaba la persecución a la Iglesia.

En la multitudinaria concelebración eucarística, Ru-tilio Grande pronunció la homilía porque se temía que uno de los sacerdotes más radicales «metiera la pata». ¿Sería esta su Homilía de los Hermanos Caínes su sen­tencia de muerte?

Represión posterior al fraude de febrero de 1977

La toma de posesión de Mons. Romero comenzó a planificarse solemnemente y según los cánones. El go­bierno quiso aprovechar aquel período de interregno. Como se sentía confiado en el nuevo arzobispo, la emprendió contra la Iglesia de la arquidiócesis en la fi -gura de los sacerdotes catalogados de conflictivos.

El P. Barahona sufrió la tortura más cruel. Mons. Chávez, impotente para comunicarse con las autorida­des, precipitó el traspaso de la mitra arzobispal. La cere-

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monia fue corta, informal, casi privada. Ese mismo día se produjo la primera reacción oficial de la Iglesia: un comunicado de la Cancillería del arzobispado que pro­testaba por la expulsión de sacerdotes y rechazaba las acusaciones que se hacían contra ellos.

El 28 de febrero tuvo lugar la masacre del pueblo en la Plaza Libertad. Horas antes, el P. Alfonso Navarro a petición de los ocupantes, en su mayoría cristianos había presidido la celebración eucarística en medio ae la plaza. La naciente coordinadora de grupos de jóvenes cristianos de las comunidades eclesiales de base, distribu­yó una carta en que se decía:

Por fin la Iglesia está donde siempre debió estar: en medio del pueblo y entre lobos.

Al día siguiente, el clero arquidiocesano debía iniciar un taller para estudiar la infiltración ideológica del ne-colonialismo estadounidense a través de diversas sectas, iglesias protestantes y movimientos desmovilizadores re­formistas. Aunque era la primera, reunión del nuevo ar­zobispo con su clero, se le pidió la suspensión del en­cuentro. El arzobispo sorprendió a todos:

...vayanse a sus parroquias. Que cada uno permanezca en su puesto atendiendo al pueblo y con las puertas abiertas para los que se sientan perseguidos. Estén atentos a los comunicados del arzobispado (desde entonces serían famosos los Boletines de Prensa del Arzobispado). Aquí estaremos en sesión permanente (situación que se mantendría hasta su muerte, tres años después), evaluando y planificando sobre lo que vaya aconte­ciendo. Vengan todos los que tenean noticias o necesiten orien­tación. Algún tiempo después Monseñor crearía el cafetín del arzobispado, lugar de reunión de sacerdotes, obispos, seminaristas, celebradores de la palabra, campesinos perseguidos por la guardia, obreros en huelga, periodistas...

El 5 de marzo, el Comité Permanente de la Confe­rencia Episcopal dio a conocer su Mensaje sobre el mo­mento actual que vive el país. Este documento represen-

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tó un paso de enorme trascendencia pues denunció la campaña publicitaria de FARO y ANEP, y las amena­zas e intimidaciones a sacerdotes, seglares, instituciones y publicaciones cristianas. El Mensaje afirmó que:

...siempre que los cristianos y la Iglesia han sido fieles a su mi­sión profética de denunciar el pecado y fieles también a la labor constructiva de colaborar para construir una sociedad más justa en la que se tenga realmente en cuenta a los desposeídos y margi­nados... la reacción ha sido muy semejante: el poder se ha volca­do contra estos cristianos y han habido muertos, desaparecidos, expulsados y amenazados.

El asesinato de Rutilio Grande

Este asesinato marca el comienzo de una nueva eta­pa en la reacción de la Iglesia salvadoreña. Una reacción firme, con gran unidad, y que no permitiría que ninguna tergiversación de noticias quedara sin respuesta.

Muchos han insistido en que la muerte de Rutilio, el primer jesuíta salvadoreño que trabajó en la pastoral campesina, es el punto de conversión de Mons. Romero porque era su amigo. El P. Astor Ruiz, uno de los más cercanos colaboradores del arzobispo, pone en boca de éste las siguientes palabras:

La conversión no fes algo emocional y yo no pongo a Rutilio Grande como aislado de las comunidades de base. Mi conver­sión comienza cuando afirmé que seguiría la misma linea de Mons. Chávez, o sea no frenar las conclusiones de la Semana de Pastoral y así borrar mi pecado que hice con la otra semana. ¿Cómo no me iba a convertir si encontré el dinamismo del Espíritu en esta diócesis? Curiosamente los más acusados eran los que tenían más y mejores trabajos de base; ya conocía a Da­vid y me había abierto los ojos. Me enseñaron a dialogar... y ahí aprendí y ahí me convertí y ahí encontré el camino seguro... Indudablemente Rutilio fue el detonante para tener el espacio de la expresión de mi conversión y de mi'compromiso con el pueblo. Pero, ¿de qué hubiera servido eso si las comunidades me hubieran dado la espalda o yo hubiera dado la espalda a las comunidades, al pueblo? Me sentía muy pequeño para tan in­mensa carga, pero cuando las comunidades y el pueblo me brindaron su apoyo, ya no tuve porque preocuparme. La expe­riencia de la vida, la manifestación de Dios en el pueblo sufrido es lo que convierte.

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El mismo día del asesinato, algunos sacerdotes y miembros de las comunidades eclesiales de base tomaron la emisora católica. Fueron tres horas intensas de progra­mación especial: reflexiones, canciones, lecturas bíblicas... Así empezó la nueva YSAX... y una nueva eta­pa de la Iglesia salvadoreña.

Tres días después del asesinato de Rutilio y sus dos compañeros, el arzobispado publicó un importantísimo comunicado sobre la violación a derechos fundamenta­les. En el mismo se determinaba: el cierre de los colegios católicos durante tres días en señal de duelo, protesta y como motivo de reflexión sobre la situación de la Iglesia y su persecución; la celebración de una eucaristía única el domingo 20 de marzo en torno al arzobispo en la Ca­tedral de San Salvador; la no participación en actos ofi­ciales mientras no se aclarara la situación; la creación de un comité permanente que mantuviera continuamente informado al clero y a los fieles mediante la radio y el boletín arquidiocesano.

Por consiguiente, alrededor de la muerte de Rutilio se dan una serie de grandes cambios en la marcha de la Iglesia salvadoreña. Los sacerdotes de las comunidades eclesiales de base caracterizan estos cambios como si­gue:

1- Ruptura con la legalidad burguesa. Mons. Rome­ro lo hace con gestos sencillos: enterrando a Rutilio y a sus compañeros mártires sin esperar la autorización ofi­cial, convocando a reuniones públicas en las plazas contra las leyes del Estado de Sitio decretado después de la masacre del 28 de febrero, etc.

2- Ruptura del esquema de nueva cristiandad. A la condición del esclarecimiento del asesinato, Mons. Ro­mero pondrá otras condiciones previas a cualquier in­tento de diálogo: permitir el regreso de todos los sacer­dotes expulsados y acabar eficazmente con la represión contra el pueblo.

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3- Nueva liturgia. Gran oposición burguesa encontró la decisión arzobispal de suspender todas las celebra­ciones eucarísticas parroquiales y en capellanías para te­ner una eucaristía única. Hubo desde fuertes presiones gubernamentales hasta hipócritas instancias eclesiásti­cas basadas en cánones sobre preceptos dominicales. Sin embargo, Monseñor permaneció firme. De este modo, aquellas nuevas experiencias litúrgicas —más o menos toleradas— desarrolladas por las comunidades eclesiales de base, se enriquecieron e incrementaron: eucaristías en medio de manifestaciones, en tomas de tierras o de lugares para construir casas; celebraciones sacramenta­les en «régimen de segundad y clandestinidad», esto es, bautizos y matrimonios de gente que por estar en la clandestinidad no podía ir a su parroquia a cumplir con los requisitos legales; nuevas fiestas litúrgicas como la «fiesta del maíz»; celebraciones muy «sui-géneris» que daban lugar a choques con obispos, teólogos y liturgis-tas puristas, etc. Se trataba de manifestaciones masivas de fe de las comunidades eclesiales de base que iban ma­durando y adquiriendo una creciente conciencia de su compromiso cristiano.

4- Nueva construcción de la unidad de la Iglesia. La Iglesia salvadoreña era una Iglesia moderna, organizada y conflictiva, y Mons. Romero había sido nombrado pa­ra frenarla, para «poner orden» y controlar a los «curas marxistas»... y él estaba dispuesto a ello. Pero después del asesinato de Rutilio comenzaron las reuniones masi­vas de los obispos de la arquidiócesis, el clero, los reli­giosos y los laicos. No había tiempo para discusiones doctrinales: se trataba de tomar partido por los pobres y su proyecto, o contra ellos. Ahí está el germen de una nueva unidad que pronto pondría claramente al descu­bierto las divisiones objetivas existentes.

5- Un nuevo servicio al pueblo. Se inició el diálogo con las organizaciones propias de los pobres. Las ce­lebraciones litúrgicas multitudinarias, las reuniones y medios de comunicación de la Iglesia, serían la mejor

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ocasión para que, en aquellas condiciones agudas de represión, esas organizaciones se movilizaran e hicieran su propaganda. Por supuesto el proceso no fue fácil. En un principio el mismo arzobispo no lo entendió y muchos sacerdotes hablaron de «irrespeto». Pero paula­tinamente, Monseñor comenzó a pronunciarse desde los pobres, hasta hacer de la Iglesia «la voz de los que no tienen voz».

6- Gestos de valentía. Desde la remoción de sus pues­tos a sacerdotes que no querían adoptar la línea de servi­cio al pueblo para enviarlos a lugares donde no hicieran tanto daño con su contratestimonio, hasta las claras y decididas denuncias del semanario Orientación, de la YSAX y de los continuos Boletines de Prensa del Arzo­bispado y de Justicia y Paz.

¡Por fin aquella nueva Iglesia concebida en las dos semanas de pastoral comenzaba a conformarse y a ser una realidad!

Los propiciadores de la persecución

El gran capital representado en el Frente de Agricul­tores de la Región Oriental (FARO) —una de las organi­zaciones más virulentas que ha conocido El Salvador— fue el gran propiciador de la persecución sufrida por la Iglesia en esta época, mediante el montaje de una cam­paña publicitaria justificadora de las acciones represivas del gobierno y de las organizaciones de ultraderecha.

Las acusaciones específicas se resumían en cuatro as­pectos:

• La Iglesia (especialmente los jesuitas) dirige las orga­nizaciones campesinas instigándolas a una lucha en contra de la propiedad y en general propiciando la re­volución.

• La predicación de muchos sacerdotes (curas «tercer-mundistas», jesuitas, etc), y de algunos obispos (ar-

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zobispo, obispo auxiliar) es subversiva, en general, y atentatoria contra la Constitución.

• La Iglesia está tomando injerencia en lo político que no es de su incumbencia y atenta contra la Constitu­ción.

• Tanto las actuaciones (dirección de organizaciones) como las prédicas de los curas «tercer-mundistas» y de algunos obispos son ilegales.

El telón de fondo de estas acusaciones era un doble presupuesto: que esa actuación iba contra la esencia de lo que debe ser la verdadera religión y que FARO no era ene­migo de la Iglesia.

La campaña anti-jesuítica

La campaña de desprestigio y difamación contra la Iglesia orquestada por FARO, se dirigió de un modo particular contra los jesuitas. Dos hechos, entre otros, los situaron como blanco de los ataques de la empresa privada: su decidido respaldo al Proyecto de Transfor­mación Agraria y el trabajo de acompañamiento y apo­yo a los campesinos de la parroquia de Agüitares, a car­go del equipo coordinado por Rutilio Grande.

Los actos persecutorios contra los jesuitas comenza­ron con la explosión de seis bombas en la Universidad Católica, y desembocaron en el asesinato del P. Ruti­lio. Posteriormente, otros jesuitas fueron alcanzados de una u otra manera por esta persecución.

La campaña de tergiversaciones y calumnias alcanzó tal magnitud que los religiosos se vieron obligados a sa­lir a la prensa en junio de 1977. Publicaron seis extensos artículos en los que dieron a conocer su posición y res­pondieron a las acusaciones que se les hacían, sobre to­do la de ser los organizadores y dirigentes de las organi­zaciones campesinas FECCAS y UTC.

Dentro de esta campaña hay un hecho que merece

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especial mención por las importantes implicaciones que tuvo a nivel internacional. Nos referimos al Pane de Guerra N. 6 de la Unión Guerrera Blanca (UGB) del 21 de junio de 1977. Este Parte de Guerra establecía que to­dos los jesuítas sin excepción, deberían abandonar para siempre el país en un plazo máximo de treinta días a par­tir de esa fecha; de lo contrario se procedería a su elimina­ción inmediata y sistemática hasta acabar con todos ellos. La UGB justificaba esta orden con el argumento de que los «miserables impulsadores d•'. las asesinas FPL no tiene por qué seguir envenenando a nuestro pueblo».

La sensacional noticia, profusamente difundida por las agencias internacionales, hizo que la opinión pública mundial tomara mayor conciencia de los asesinatos, tor­turas, expulsiones y brutales represiones ejercidas contra el pueblo y la Iglesia salvadoreños, y del papel cada vez más comprometido que ciertos sectores de la Iglesia de­sempeñaban en América Latina.

Consolidación del nuevo modelo de Iglesia

Por esta época las comunidades eclesiales de base presentaban una gran diversidad. Muchas carecían de un proyecto político concreto; otras tenían ese proyecto, pero sin relacionarse ni colaborar directamente con nin­guna organización político-militar popular, y las había también que sí colaboraban con esas organizaciones.

La persecución contra la Iglesia incrementó y aceleró el proceso de concientización política que se venía dan­do. En las comunidades se reflexionó muy profunda­mente acerca del significado y las exigencias de la fe co­mo respuesta positiva a la Palabra de Dios que nos reta. Finalmente, esta reflexión permitió comprender que el «lenguaje de las balas» al que recurrían las organiza­ciones político-militares les era impuesto por los opreso­res que se negaban a dialogar, y que a las manifesta­ciones pacíficas de protesta siempre contestaban con represión.

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Las comunidades cristianas acrecentaron entonces su participación en la lucha revolucionaria, inspiradas en la fe que les decía que «no hay amor más grande que el dar la vida por los hermanos». Las tentaciones, como la neutralidad o la tercera vía, eran grandes; además, la guerra revolucionaria tiene exigencias profundas. No obstante era más fuerte el deseo y la necesidad de des­cubrirse como salvadoreños en un proyecto que Dios miraba como bueno.

Las comunidades rurales entraron en contacto con la Federación de Trabajadores del Campo y empezaron a ayudarse con otras organizaciones (asistencia a reuniones conjuntas, circulación de avisos para abando­nar una determinada zona...). Más tarde, las comunida­des urbanas se vincularon e integraron a los comités po­pulares del Bloque Popular Revolucionario.

Este proceso hizo madurar el concepto de una Iglesia que nace del pueblo, concepto que a muchos sonaba al­go extraño y hasta peligroso, que otros identificaban co­mo un movimiento más dentro de la Iglesia (como los cursillistas o los carismáticos) o que algunos imaginaban como un medio más de control de la participación del laico a través de los sacerdotes y religiosos. Sin embargo se trataba de la misma y única Iglesia salvadoreña, sólo que convertida desde y por los pobres y que estaría me! i-da muy de lleno dentro de la lucha por la liberación. De allí que en todas las organizaciones populares haya cris­tianos y de que en cada comunidad cristiana haya cris­tianos que participan en las organizaciones populares. Lo más importante de ese proceso es que la Iglesia salva­doreña descubrió la revolución como espacio de evange-lización, como espacio teológico, de conversión, de ecu-menismo y de encuentro con los no creyentes.

En efecto, la lucha revolucionaria hizo sentir a los sacerdotes, a los religiosos, a los servidores de la comu­nidad y a las comunidades mismas el paso de Dios por su pueblo y cómo la revolución popular evangeliza por-

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que el pobre es evangelizador. También les ayudó a reflexionar su fe en el servicio a los desposeídos, convir­tiéndolos, porque la revolución exige autenticidad, fide­lidad, a la vez que ayuda a suprimir el espíritu burgués. También la revolución fue el tugar de encuentro con otras Iglesias y con los marxistas no creyentes. El cam­pesino, el obrero, el sacerdote, el obispo, las comunida­des eclesiales a través del diálogo y la lucha hombro a hombro junto a ellos, aprendieron lo que es fraternidad y superaron posiciones dogmáticas, no desde la estéril discusión filosófica, sino en la praxis consecuente al ser­vicio del pobre, del marginado y del explotado.

Por todo esto es que decimos que la Iglesia salvado­reña ha sentido el paso de Dios por su pueblo. La revo­lución le hizo recobrar su identidad, salir de su prostitu­ción, purificarse en el crisol de la persecución y del mar­tirio. Por eso los poderosos y los de espíritu mundano la marcaron y señalaron, la acusaron de quitar la fe y las tradiciones, y ,hasta hablaron de la existencia de una Iglesia paralela y anti-jerárquica.

Pero la Iglesia en El Salvador siguió adelante, pre­ocupada tan sólo de ser servidora como Jesús y temero­sa, eso sí, de no ser fiel al Señor y a su pueblo. Laicos y sacerdotes no quisieron esperar «prudentemente» a ver qué sucede; prefirieron ser «tontos útiles» y no seguir ocupando el puesto de «tontos inútiles»; en fin, correr el riesgo de equivocarse al participar hoy en la revolución para poder ser críticos mañana en la reconstrucción, no vaya a ser que los auténticos revolucionarios les callen después la boca.

Mons. Romero y las comunidades eclesiales de base

Monseñor siempre fue un hombre de una gran espi­ritualidad (oración, retiros), si bien a la manera tradi­cional. En 1977, asistió a una semana de retiro organiza­da y planificada por sacerdotes afines por su trabajo

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pastoral y sus fuertes problemas existenciales, que querían, en un espíritu de oración, replantearse su compromiso sacerdotal y tratar de discernir cuál era la voluntad del Padre en aquel momento de persecución.

Fueron días de intensa reflexión. Los sacerdotes hablaron claramente de su compromiso y Monseñor, pe­se a que no entendía ni compartía mucho de aquello, es­cuchó respetuosamente. Así nació la confianza de Mon­señor en sus sacerdotes, confianza que trascendía la comprensión y la aceptación de sus puntos de vista, y que lo llevó a jugarse por ellos aún en casos muy conflictivos.

Monseñor también sintió la necesidad de estar en contacto directo con el pueblo cristiano salvadoreño, por lo que comenzó a visitar parroquias y comunidades eclesiales de base. El encuentro con éstas fue doloroso, pero enormemente formativo. Al conocer su Iglesia des­cubrió que aquellos sacerdotes que le habían recomen­dado para apoyarse en su gestión arzobispal estaban so­los, no comprendían ni acompañaban al pueblo y se de­dicaban a «vivir de la Iglesia», en tanto que los «malos», los «comunistas», eran los que realmente esta­ban inmersos en el pueblo.

La mitad de la semana la dedicaba Monseñor a estar y platicar con los cristianos sencillos en los cantones y caseríos. Se sentaba en una piedra, entraba a sus casas, comía los frijoles que ellos comían y contaba sus mismos chistes. Esta naturalidad y sencillez hizo que las comuni­dades lo llegaran a ver como a un amigo. En ocasiones era Monseñor quien sorprendía con sus comentarios y revela­ciones; otras veces eran las comunidades las que lo asusta­ban y hasta lo hacían enojar, pero después humildemente les daba la razón y se ponía de su lado. Por eso él siempre contó con las comunidades y ¡as comunidades contaron con él.

Esta novedosa experiencia lo llevó a replantearse el problema de la pastoral. Sus dos primeras cartas pastora-

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les —escritas en 1977— más que un hablar a los otros fueron un hablarse a sí mismo con base en lo que había ido adquiriendo y viviendo. Además, mostraron ya un replanteo y adquisición de nuevas categorías teológicas con gran influencia de Jon Sobrino.

Poco a poco Monseñor se constituyó en la voz de los sin voz. A pesar de su gran duración, su homilía domini­cal se convirtió en el programa radiofónico de mayor audiencia en El Salvador. En los últimos meses de su vida, sus homilías se escuchaban también en muchos otros países latinoamericanos y del mundo.

Det ras de ese hombre que valientemente presentaba el mensaje de un evangelio liberador estaba una Iglesia que lo respaldaba y le ayudaba a preparar las homilías. Las noticias de la prensa, los problemas laborales, las denun­cias de las comunidades... Todo eso lo recogía Monseñor, lo penetraba de Buena Nueva para los pobres... y lo hacía homilía.

No es de extrañar entonces que la celebración eucarística presidida por el arzobispo fuera la fiesta po­pular de la Iglesia salvadoreña. Todos los domingos, cris­tianos de distintas comunidades eclesiales de base ameni­zaban la celebración en Catedral. Ver aquel gran templo repleto de gente pobre —muchos traían bocadillos y se sentaban en el suelo— impactaba a los visitantes extranje­ros.

Su tercera carta pastoral tocó un tema urgente y conflictivo: el de la Iglesia y las organizaciones políticas populares. El tema preocupaba a las comunidades ecle­siales de base que habían llegado ya a puntos de coinci­dencia práctica. La oligarquía y la gran burguesía salva­doreñas culpaban a la Iglesia de todo lo que sucedía y con­sideraban al Bloque Popular Revolucionario como la or­ganización política de las comunidades eclesiales de base. Por eso lanzaban aquellos volantes: «Haga patria, mate un cura».

Para escribir su carta, Monseñor llamó a todos. A las comunidades de base para que le ofrecieran su experien-

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cia, a los teólogos para sistematizar esa práctica y a los abogados del Socorro Jurídico del Arzobispado para sal­var los «vericuetos legales». A los responsables de las co­munidades les pidió la elaboración de un cuestionario pa­ra incorporarlo a la carta y facilitar su estudio. Por fin aquel nuevo magisterio proclamado por la Ecclesiam Suam de Pablo VI se hacía realidad.

En la carta no hubo orgullos dogmáticos sino que se reconocieron las propias limitaciones y se invitó al diálo­go con ¡as organizaciones populares. Monseñor había to­mado partido por el pueblo y sus organizaciones que le agradecerían el regalo de su carta y su coraje. Todo lo contrario ocurriría con los enemigos del pueblo.

División Episcopal

Al hablar de Mons. Chávez mencionamos las diferen­cias existentes al interior de la Conferencia Episcopal de El Salvador (CEDES); también señalamos las raíces estructurales de esas diferencias. En el comienzo de la persecución sistemática a la Iglesia todos los obispos apa­recieron sustancialmente unidos; denunciaron los atro­pellos y emplazaron al gobierno para que pusiera fin o controlara la persecución (mensajes del 5 de marzo y del 17 de mayo de 1977, y reunión del 18 de abril del mismo año con el presidente Molina). No obstante la división al interior de la CEDES pronto se manifestó en toda su mag­nitud.

El mensaje del 1 de enero de 1978 que denunció la Ley de Defensa y Garantía del Orden Público, únicamente fue firmado por tres obispos. Meses después, cuando Mons. Romero y Mons. Rivera publicaron su Carta Pastoral sobre la Iglesia y las organizaciones políticas populares, los otros cuatro obispos emitieron un comunicado sobre el mismo tema con afirmaciones fundamentalmente contrarias. Esta división, que alcanzaba muchos otros ni­veles eclesiales internos, se agudizó por el papel'desempe­ñado por el Nuncio Apostólico y, a nivel de obispos, por

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la incompatibilidad entre Mons. Romero y su obispo auxiliar, Mons. Revelo.

El señor Nuncio no unificó a la CEDES. Por el contra­rio, mediante sus significativas apariciones en público y sus presentaciones en medios gubernamentales, su ausen­cia en medios populares y en las reuniones del clero, dio la sensación de que adversaba la línea pastoral deMonseñor y de la arquidiócesis en general, que favorecía las otras ac­titudes episcopales y apoyaba las tesis gubernamentales respecto a la Iglesia.

Mons. Revelo, por su parte, había sido propuesto pa­ra obispo auxiliar por el propio Mons. Romero por tra­tarse de un amigo de confianza. Sin embargo, los aconte­cimientos se precipitaron y se ensancharon las distancias. Mons. Revelo no se integró a la línea pastoral arquidioce-sana y hasta dejó de asistir a las reuniones mensuales del presbiterio y a las sesiones de planificación pastoral de su propia vicaría. En el Sínodo de Roma acusó de marxistas a los sacerdotes responsables de las comunidades ecle-siales de base, mientras que a los catequistas y celebrado-res de las comunidades los señaló como maoístas.

El conñicto irreversible se planteó cuando, de acuer­do con el gobierno, Mons. Revelo, en ausencia de Mons. Romero, se alió con los obispos de la Conferencia Episco­pal que adversaban al arzobispo para quitarle a éste la representación legal de Caritas nacional. El propósito úl­timo de la maniobra era permitirle al gobierno y a los mili­tares la manipulación de la institución para promover cierta base social de apoyo a la tiranía.

Pese a las presiones de la nunciatura, Mons. Romero anunció públicamente la suspensión del obispo auxiliar de sus tareas como Vicario General. Indudablemente, es­te hecho incidió en la ruptura interna provocada por la ra-dicalidad evangélica de un obispo y de una Iglesia que lle­vaba una gran carga de servicio opuesta a los proyectos de dominación.

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El gobierno y tos sectores dominantes del país trata­ron de sacar provecho de la posición conservadora de la mayoría de los obispos para dar la imagen de una Iglesia salvadoreña en la línea tradicional y no comprometida. Así, por ejemplo, constantemente manipularon la pre­sencia de algunos de ellos en actos oficiales y la del obispo castrense en actos militares, lo mismo que sus declara­ciones, como en el caso de las ofrecidas por Mons. Revelo en Roma y por Mons. Aparicio en Puebla.

Sin embargo, tanto el gobierno como los sectores do­minantes en todo momento tuvieron muy claro que la CEDES carecía totalmente de influjo social y eclesial. Sabían muy bien que la fuerza social de la Iglesia salvado­reña estaba en la arquidiócesis y en los grupos que la se­cundaban en otras diócesis, y que el real portavoz de esa Iglesia era Mons. Romero.

Fuego cruzado contra Monseñor

La Asociación Nacional de la Empresa Privada (ANEP), reúne a todas las instancias de la gran burguesía terrateniente agroexportadora, financiera e industrial. Tiene un enorme poder, y cuando se pone en movimiento, puede destruir a cualquiera que se ponga en el camino. Con Monseñor Romero así lo planearon.

Una millonaria campaña fue orquestada en su contra. Muchas veces la ciudad de San Salvador apareció cubier­ta de panfletos contra la figura del arzobispo con as­querosas caricaturas; y constantemente un grupo de «teó­logos a sueldo» escribía contra él en los grandes diarios. Asociaciones católicas fantasmas invocaban los sagrados principios de la religión para despertar una cruzada de fe contra Monseñor y la Iglesia que él representaba. Edita­ron un periódico, Opinión, exclusivamente dedicado a ri­diculizar al arzobispo, a contradecir sus homilías y a ata­car a sus más cercanos colaboradores en el trabajo pasto­ral. La campaña se financiaba con dinero que, sin ningún escrúpulo, era pedido a las empresas para «combatir al arzobispo».

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Tiempo atrás Mons. Romero había practicado períodos de descanso y tratamiento psiquiátrico; los de la ANEP creyeron que con esta campaña acabarían con él destrozándole los nervios. Pero se equivocaron de medio a medio: Monseñor permaneció entero, fuerte, seguro de sí mismo y de su misión.

Entonces la ANEP enfiló la estrategia hacia Roma. Un gran cafetalero de apellido Llach, «benefactor» de la Iglesia y amigo de los obispos más reaccionarios, empezó a fungir como representante especial ante la Santa Sede. Las curias romanas se llenaron de rumores e infamias contra el arzobispo y los sacerdotes que trabajaban con las comunidades eclesiales de base. Consecuentemente, Roma sería para Mons. Romero no una teoría sino una praxis. Primero, tuvo que visitar al Papa para desvirtuar las calumnias del Sr. Llach; luego, debió enfrentar la lle­gada de visitadores apostólicos que examinaban su orto­doxia, lo mismo que la intromisión y presiones del Nun­cio en Costa Rica, Lajos Kada. Su dolorosísima experien­cia acerca de lo que es la comunión eclesial y lo que repre­senta Roma se completó con su última visita al Papa, a cu­yo regreso, en España, lloró de dolor.

A todo esto se sumaban las presiones internas, todavía más dolorosas para la sensibilidad de un hombre de Iglesia como él. En fin, se trataba de un «fuego cruza­do» que lo llevó a pedir a sus sacerdotes que no crearan problemas artificiales o inútiles, pero que tampoco se asustaran por los problemas necesarios.

VIII. El. RECAMBIO NECESARIO

El golpe del 15 de octubre de 1979

El 15 de octubre de 1979 hubo un despliegue de tropas en varias ciudades del país. Voceros militares explicaron que el golpe se debía a la incapacidad del gobierno de Ro­mero para poner fin a la violencia; además anunciaron que los coroneles Adolfo Majano y Abdul Gutiérrez eran

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los designados por el ejército para integrar la nueva Junta de Gobierno.

Un cable de la Agencia France Press demostró la implicación del Gobierno Cárter en el cambio de rostros militares. Según el cable, una comisión presidencial esta­dounidense especial se reunió la mañana misma de la sublevación para definir el restablecimiento de la ayuda militar y el incremento de la ayuda económica a El Salva­dor.

Ciertos factores hicieron que muchos vieran en la autodenominada Junta Revolucionaria de Gobierno una cierta ruptura con el pasado. En primer término, llamó la atención la presencia de la llamada juventud militar como sector organizado dentro del ejército, pero, sobre todo, la Proclama de las Fuerzas Armadas emitida con ocasión del golpe:'su lenguaje era muy radical y anunciaba cam­bios profundos en lo político y en lo económico.

Respecto a la conformación de la Junta en cuanto tal, impactó muy favorablemente la incorporación del rector y de un profesor de la Universidad Católica como repre­sentantes del Foro Popular, lo mismo que la formación de un gabinete con un buen número de personas capaces, intelectuales honestos y reconocidos luchadores desde la oposición contra el Estado militar. En tercer lugar, impresionó el decreto que pretendía disolver a la banda paramilitar ORDEN y anunciaba la constitución de una comisión especial, supuestamente con plenos poderes, para investigar el caso de los desaparecidos y sentar res­ponsabilidades.

Por todos estos factores, las organizaciones aglutina­das en el Foro Popular no vieron el golpe como un recam­bio más y anunciaron su apoyo a la Junta. El Ejército Re­volucionario del Pueblo (ERP), brazo armado de las Li­gas Populares 28 de Febrero (LP-28), comunicó también su apoyo condicional a la Junta y la cancelación temporal de sus acciones armadas.

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Las demás organizaciones populares, en cambio, se­ñalaron que no cabía duda de que, independientemente de los buenos propósitos de algunas de las personas que propiciaron y se comprometieron con el golpe, la base so­cial y la fuerza política con que contaban los protagonis­tas de este hecho histórico conducirían el proceso a un re­cambio dentro de la estructura de dominación oligár­quica y dependiente: la dictadura militar. Tal posición sería comprendida recién dos meses más tarde por los sec­tores más honestos comprometidos inicialmente con el proyecto impulsado a través del golpe.

El modelo teórico del golpe y los dos primeros meses de gobierno de la «Junta Revolucionaria»

El modelo teórico del 15 de octubre constaba de los si­guientes puntos:

I-Cese de la represión: aparición de presos políticos, castigo a los responsables de la represión, libertad de or­ganización y apertura del diálogo nacional.

2-Reformas económicas: reforma agraria, nacionali­zación de la banca y del comercio exterior.

3-Derrota de la hegemonía de las fracciones terrate­nientes.

4-Apoyo de la clase obrera, campesina, sectores po­pulares e Iglesia.

5-Lograr la hegemonía de la Juventud Militar.

. 6-Apoyo internacional: Estados Unidos, Interna­cional Demócrata Cristiana, Internacional Socialista e Internacional Comunista.

Solución de la crisis: reforma popular.

El proyecto perseguía la derrota ideológica de las or­ganizaciones político-militares y de sus frentes de masas. Para ello buscaba quitarles banderas de lucha e in­tegrarlas en un proceso de democratización que permi-

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tiera la consolidación de una fuerte presión popular para la realización de ciertas reformas, tanto en lo económico como en lo político e ideológico. Sin embargo, pasaron las semanas, pasaron los meses, y ni el cese de la represión ni las reformas se veían por ninguna parte. Por el contra­rio, la represión adquirió características no vistas ni aun en los peores días de los gobiernos de Molina y Romero.

Y es que la burguesía salvadoreña, ciega ideológica­mente, no entendió que su tabla de salvación como clase —que podría protegerla de las consecuencias de una revo­lución popular— estaba en el proyecto planteado y en la Junta apoyada por los Estados Unidos, aunque el costo fuera elevado para algunas fracciones. Con el apoyo de los sectores ultraderechistas del ejército, la clase domi­nante echó a andar su propio «plan de pacificación» que consistía en sabotear los intentos de reforma y en provo­car a las organizaciones populares, con la esperanza de desencadenar una prematura insurrección popular que llevara a otra masacre como la de 1932.

Por otra parte, el prioritario aspecto del cese de la represión presentaba un problema muy serio: la necesi­dad de que el ejército como tal «lavara su pecado» frente al pueblo. Efectivamente, los responsables de la repre­sión eran parte y actuaban disciplinadamente dentro de la concepción de la Seguridad Nacional impuesta por el ejército. El castigo de esos responsables implicaría el re­conocimiento de la participación militar en la represión, hecho no aceptado por el ejército como institución. Este precisamente fue el reto que la juventud militar no quiso enfrentar porque habría significado el rompimiento defi­nitivo con las posiciones conservadoras del ejército y su directo enfrentamiento con ellas.

Es más, se trataba de un problema de alianzas acerca del cual los militares no estaban suficientemente claros. Pese a que algunos de ellos aceptaban la participación política de nuevas fuerzas, no estaban dispuestos a rom­per con su aliado natural: los grupos más tradicionales de

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la burguesía salvadoreña. Lo cierto es que las presiones de los viejos aliados históricos se hicieron sentir y nueva­mente entró en juego el papel hegemónico de la oligarquía.

En cuanto a las reformas económicas, sencillamente no podían hacerse. Su implementación habría significado el fortalecimiento de la posición de los socialdemócratas y de los comunistas al interior del Estado, el debilitamiento de la fracción conservadora del ejército y la pérdida del li-derazgo demócrata-cristiano dentro de las fuerzas políticas en el gobierno.

Al fracasar estos dos puntos —cese de la represión y reformas económicas— el deterioro del modelo se preci­pitó hasta conducir a su rompimiento, dada la doble im­posibilidad de contar con el ejército para golpear a la oligarquía y de recibir el apoyo de la clase trabajadora a través de algunas de sus organizaciones principales. La expresión más clara de ese deterioro fue la salida del go­bierno de los socialdemócratas, comunistas e indepen­dientes que, derrotados en términos de su proyecto, pasa­ron a fortalecer la oposición con su participación al inte­rior de las otras fuerzas.

Junta militar demócrata-cristiana

La renuncia de la mayoría de los ministros del gabine­te, de los miembros de la Corte Suprema y de los directo­res de las corporaciones autónomas del Estado, puso al descubierto que Estados Unidos era el arquitecto de la política de represión creciente y de reformas tardías en El Salvador. Fuentes congresales y diplomáticas de Washington, observadores en ambos países y altos fun­cionarios salvadoreños coincidieron en culpar a la Admi­nistración Cárter de haber presionado a la Junta de Go­bierno para que terminara con la violencia revoluciona­ria. Estados Unidos temía que la lucha desembocara en una guerra civil abierta en la cual una insurrección popu-

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lar podría muy bien resultar victoriosa y extenderse a otros países centroamericanos. Las reformas propuestas apuntaban precisamente a apaciguar a la opinión interna­cional y a encubrir la campaña de represión selectiva diri­gida-contra la vanguardia del movimiento revoluciona­rio.

Las presiones estadounidenses fueron bien apro­vechadas por los grupos reaccionarios oligárquicos y bur­gueses que afirmaron su hegemonía dentro de las fuerzas armadas y debilitaron a la moderada Junta gobernante. Estos grupos dominantes encontraron en la Democracia Cristiana —mucho más clara de su propio proyecto como partido de la burguesía— un aliado complaciente; para la Democracia Cristiana esta «alianza natural» con esos grupos significaba la gran oportunidad de convertirse en un partido orgánico de la burguesía. Los Estados Unidos optaron entonces por apoyar a la fracción conservadora del ejército y el planteamiento de continuidad del proyec-(o golpista —genocidio a fuego lento más algunas reformas—, con la exclusiva "participación del ala conser­vadora de la Democracia Cristiana.

El modelo teórico del 15 de octubre adquirió así características totalmente diferentes:

1-Instauración de la represión contra el movimiento' obrero, los campesinos, sectores democráticos, la Iglesia v las organizaciones político-militares populares.

2-Reformas económicas: reforma agraria, nacionali­zación de la banca y del comercio exterior.

3-Consolidación del ejército: derrota de la Juventud Militar.

4-Consolidación de la burguesía: derrota de la frac­ción modernizante.

5-Apoyo internacional: Estados Unidos, Interna­cional Demócrata Cristiana y gobiernos afines (Vene­zuela, Costa Rica).

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Solución de la crisis: reforma con represión.

Obviamente, la variante con el modelo anterior era ra­dical. El éxito del modelo, esto es la implementación de las reformas económicas, tenía ahora como paso previo indispensable la destrucción de la oposición popular me­diante la instauración de un régimen de terror peor que los anteriores al golpe, sin contar que las reformas económi­cas podrían ser fácilmente mediatizadas por los grupos dominantes.

Los meses que siguieron mostraron claramente que el nuevo gobierno era un edificio tambaleante. Del lado mi­litar se acentuó la falta de control del coronel Majano sobre el ejército que, ante el avance de las fuerzas revolu­cionarias y democráticas, intensificó la represión en todo el país. Finalmente, el control político del mismo quedaría en manos de la fracción más conservadora representada por Abdul Gutiérrez y José Guillermo García, genuinos representantes de los intereses esta­dounidenses y de la gran burguesía salvadoreña. Con la derrota, encarcelamiento y posterior expulsión del país del coronel Majano, la Juventud Militar perdería defini­tivamente la batalla.

Del lado de los civiles se comprobó que la Democracia Cristiana era un arbusto muy débil. Además de soportar el repudio popular, los demócrata-cristianos vieron des­membrarse el equipo de gobierno por la renuncia de va­rios ministros y funcionarios de alto nivel. Algunos de es­tos funcionarios denunciaron el proceso represivo y el empecinamiento de los dirigentes de la Democracia Cris­tiana de continuar en puestos de la administración públi­ca, contra el sentir de las bases del partido que propugna­ban un alejamiento del régimen. Muchos miembros de las bases renunciaron también al partido, cuyo desmantela-miento se completó por la expulsión del ala progresista por parte de Napoleón Duarte.

La Junta y el gobierno demócrata-cristiano, cada vez más débiles y frágiles, sólo se sostendrían en adelante por

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el apoyo militar y económico estadounidense. Pero, no obstante este resquebrajamiento interior, los mayores problemas para la Junta militar demócrata-cristiana y para los Estados Unidos provendrían del proceso de acu­mulación de fuerzas por parte del movimiento popular y del apoyo internacional a su lucha, apoyo que se puede medir por la solidaridad manifiesta de la Internacional Socialista que ya demostró su fuerza en la revolución ni­caragüense. A las fuerzas retardatarias salvadoreñas úni­camente le quedan las armas en manos de un ejército que ya no es granítico y que ha demost rado tener grandes fisu­ras.

La unificación del movimiento popular

Muy pronto las organizaciones populares aplicaron las lecciones aprendidas de la exitosa revolución nicara­güense. El 10 de enero de 1980 distintas organizaciones político-militares clandestinas (las FPL, las FARN y el Partido Comunista Salvadoreño, a las que después se in­corporó el ERP), anunciaron el acuerdo de constituir un organismo de coordinación revolucionaria entre sus Di­recciones Nacionales.

Al siguiente día, las organizaciones de masas creadas, desarrolladas y dirigidas por aquellas organizaciones político-militares anunciaron la conformación de una instancia unitaria: la Coordinadora Revolucionaria de Masas (CRM), La Coordinadora aglutinó al BPR, al FA-PU, a las LP-28 y al Partido unión Democrática Na­cionalista. Posteriormente se incorporó el Movimiento de Liberación Popular (MLP).

El 22 de enero, la CRM dio una categórica demostra­ción de fuerza al hacer desfilar por las calles de San Salva­dor la mayor manifestación en la historia salvadoreña. Esta y sucesivas manifestaciones fueron fuertemente reprimidas por el ejército y los cuerpos de seguridad, has­ta culminar con la masacre perpetrada el día del funeral de Mons. Romero.

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En febrero la CRM publicó su Plataforma Programá­tica del Gobierno Democrático Revolucionario, en la que llamó a la formación de un frente nacional revolucionario para llevar a cabo una revolución «popular, democrática, antioligárquica (que) busca conquistar la efectiva y ver­dadera independencia nacional».

Por su parte, las organizaciones democráticas que habían buscado la transformación social del pais acce­diendo al poder por medio de la; elecciones, y que una vez más vieran frustrados sus intentos a través del golpe, con­formaron el Frente Democrático Salvadoreño (FDS) el 1 de abril de 1980. El FDS aglutinó, entre otros, al Movi­miento Nacional Revolucionario, partido de tendencia socialdemócrata; al sector disidente de la Democracia Cristiana; a la Federación Nacional de la Pequeña Empresa, y a las dos universidades (la Nacional y la Cató­lica). También incorporó a los profesionales y técnicos in­dependientes agrupados en un movimiento de reciente creación: el Movimiento Independiente de Profesionales v Técnicos Progresistas de El Salvador (MIPTES).

La aceptación de la Plataforma Programática de la CRM y el acelerado desarrollo de los acontecimientos políticos, llevó a la fusión del FDS y la CRM. A mediados de abril surgió el Frente Democrático Revolucionario (FDR), que reúne a todos los sectores democráticos, progresistas y revolucionarios en la lucha contra la dicta­dura militar.

Ante la enorme magnitud de la crisis (económica, so­cial, política, cultural, militar) y la política abiertamen­te intervencionista del gobierno Cárter, la unidad tenía que avanzar aún más. Era necesario dar saltos cualitati­vos que consolidaran los avances y respondieran a las nuevas condiciones de dirección de un amplio movimien­to de liberación popular y nacional.

Surgió así la Dirección Revolucionaria Unificada (DRU), que asumió la dirección total del proceso revolu­cionario salvadoreño. «Habrá en adelante —se lee en el

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comunicado de creación de ésta— una sola dirección, un solo plan militar y un solo mando, una sola política na­cional e internacional». Quedaban de esta forma constituidas las instancias orgánicas de la revolución sal­vadoreña.

Las organizaciones que constituyen la DRU darían un nuevo salto cualitativo de consolidación y cohesión política al constituir el Frente Farabundo Martí de Libe­ración Nacional (FMLN), con un Estado Mayor General Conjunto y cuatro frentes de guerra.

IX. LA IGLESIA ANTE EL GOLPE DEL 15 DE OCTUBRE

Crisis en la Iglesia arquidiocesana

La Junta cívico-militar que asumió el mando el 15 de octubre de 1979, se presentó como revolucionaria y muy cercana a Mons. Romero. Es que los promotores del re­cambio necesitaban de él porque representaba la única base social de que podían disponer, de ahí que le ofre­cieran todo lo imaginable. Monseñor sumó su voz a la del resto de los obispos que hadan ver a la Junta como una ver­dadera esperanza para el pueblo. Reconoció la honradez y limpia trayectoria de sus amigos de la Universidad Ca­tólica, y pidió un compás de espera para ver si por las obras demostraban su consecuencia.

En las comunidades eclesiales de base hubo descon­cierto. La represión desatada por la Junta era mucho ma­yor que la vivida en tiempos del Gral. Romero. Algunos sacerdotes que se sentían «protagonistas» del golpe rode­aron a Monseñor; le imposibilitaron el contacto con los sacerdotes y líderes de las comunidades de base, a la vez que mantenían viva su esperanza de que la Junta pronto controlaría todas las instancias del gobierno.

Mientras tanto, las comunidades cristianas conti­nuaban siendo perseguidas por la Guardia Nacional y los sacerdotes y religiosas seguían sufriendo el control y ame-

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nazas de los grupos paramilitares y del ejército. Después de un mes de tregua, las comunidades eclesiales de base dieron a conocer un comunicado en el que hacían una reflexión política y teológica sobre los hechos vividos has­ta'ese momento. Criticaban algunas instancias eclesiales, a los teólogos y cristianos de la Universidad Católica que se habían prestado a ser utilizados para la preservación del proyecto politico de dominación neocolonialista.

Las semanas que siguieron a la publicación del docu­mento de las comunidades fueron duras y difíciles. La jerarquía las acusó de estar siendo instrumentalizadas y de no ser eclesiales sino políticas; los teólogos de la Uni­versidad Católica, por su parte, criticaron la pobreza teó­rica del comunicado. Los responsables de las comunida­des respondieron que, efectivamente, los documentos de éstas nunca han tenido gran vuelo teológico; simplemente tratan de expresar la verdad, la experiencia y la manera de ver las cosas por parte del pueblo sencillo. A Monseñor, el documento le produjo gran dolor y, de hecho, el diálogo entre él y las comunidades eclesiales de base se rompió. Aún más, una reunión del Consejo de Pastoral fue apro­vechada para acusar a los sacerdotes responsables del do­cumento de infidelidad a la Iglesia, de ruptura de la uni­dad y de falta de comunión con el obispo. Estas acusa­ciones mol i varón otra carta de los representantes laicos de las vicarías pastorales, en la que se solidarizaban y da­ban su apoyo a los sacerdotes que se habían hecho respon­sables del comunicado.

El diálogo se restablece

La manifiesta impotencia de la Junta para implemen-tar el proyecto golpista y la inminente salida del gobierno de los socialdemócratas, comunistas e independientes, desintoxicó el ambiente de intereses políticos expresos o velados.

En los primeros días de enero de 1980 se restableció el diálogo con las comunidades eclesiales de base. La reu-

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nión entre Monseñor y los representantes de éstas se reali­zó en un ambiente de gran franqueza y sinceridad. Se cla­rificaron hechos, se practicó la autocrítica y se enun­ciaron preocupaciones.

Monseñor se reconcilió con sus sacerdotes y nueva­mente apostó por ellos. Dos importantes conclusiones surgieron de la reunión: la necesidad de sistematizar aquellas reuniones y realizar semanas de evaluación y pla­nificación, así como la necesidad urgente de iniciar un diálogo directo con los principales dirigentes de las orga­nizaciones revolucionarias.

La comunión no sólo se restableció sino que se forta­leció. Mons. Romero se disculpó por haber desconfiado de las comunidades eclesiales de base y, desde aquel mo­mento, el diálogo fue constante. El pastor siguió recaban­do la opinión de éstas y urgiendo su colaboración para la preparación de las homilías dominicales. Les hacía im­portantes confidencias porque sabía que, si bien eran críticas ante ciertas posturas de la jerarquía, eran since­ras, y las únicas que lo acompañaban en todo y por todas partes, sin importarles que hubiera operativos militares.

Ciertamente, las comunidades eclesiales de base eran las únicas que acompañaban a Monseñor a recoger los muertos que dejaban los cuerpos de seguridad y el ejérci­to. Eran ellas también las únicas que lo acompañaban a consolar a quienes estaban llorando a sus muertos. En fin, eran esas comunidades las que le habían hecho comprender que la comunión con el obispo no es una co­munión pasiva, sino una comunión dinámica que se va haciendo vida y que se da en un proceso dialéctico.

Y lo mataron

Al percatarse que Estados Unidos bloqueaba y distor­sionaba las noticias sobre El Salvador, Monseñor reforzó su decisión de hablar fuerte y claro ante los periodistas, en los eventos internacionales a los qud asistía y en los actos de homenaje que se le rendían.

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A los cristianos comprometidos en las organizaciones populares los instó a mantener su identidad cristiana dentro de la lucha y a encontrar espacios para la explicita-ción de su fe. A los cristianos de las comunidades ecle-siales de base les recordó que se necesitan «buenos libera­dores de la verdadera liberación».

Su actitud personal, su compromiso con el pobre, su diálogo con las comunidades eclesiales de base y con la Coordinadora Revolucionaria de Masas, le dieron la cla­ridad y la fortaleza para denunciar a los enemigos del pueblo pobre, a aquel reducido número de familias que no vacilaba en recurrir a la más despiadada e inhumana represión con tal de mantener y aumentar sus niveles de ganancia. Los mártires del Dios de los pobres y de los pobres de Dios le ayudaron a ver esto.

Al tiempo que señalaba la opresión y a sus agentes, se­ñalaba también los caminos de la esperanza. De este mo­do, saludó con alegría el nacimiento de la Coordinadora Revolucionaria de Masas porque creía en la necesidad de que el pueblo salvadoreño se organizara para lograr una sociedad auténtica y para contribuir eficazmente con el proceso de liberación.

La intensa relación dialéctica con su pueblo lo llevó a reconocer el legitimo derecho a la violencia insurrec­cional, cuando la opresión y la explotación se tornan in­soportables «y se cierran todos los canales del diálogo, del entendimiento y la racionalidad».

Y, por fin, el llamamiento a la desobediencia civil de los soldados. Este acto le puso al margen de la legalidad, del orden establecido. Monseñor lo sabía, sin embargo ya él había comprendido esa verdad fundamental y revolu­cionaria de la experiencia cristiana de que es un deber «obedecer a Dios antes que a los hombres».

•Y por eso lo mataron. Tenían que hacerlo porque ese hombre de Dios, al servicio del proyecto de los pobres, costaba más vivo que muerto. Habrían querido que fuera

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de otra manera, de ahí que mandaran a hablar con él a muchos embajadores estadounidenses, a visitadores apostólicos y a nuncios vecinos. Pero Monseñor insistió en denunciar y en afirmar que es más obligatorio obede­cer a Dios antes que a los hombres. Entonces lo asesina­ron... pero él resucitó en su pueblo, como lo había prome­tido.

Surgimiento de la CONIP

La muerte de Monseñor Romero produjo un enorme vacío de poder en la Iglesia salvadoreña que se manifestó por las vacilaciones de la jerarquía. A esto se sumó la vir­tual situación de guerra que se vivía y que hizo entrar en crisis a las comunidades eclesiales de base. En efecto, la represión del ejército y de los cuerpos de seguridad produ­jo la disolución de muchas de ellas y la «clandestiniza-ción» de otras. Por el mismo motivo, se frenó el creci­miento y se perdió la coordinación entre las comunida­des, sobre todo en el campo.

Fue entonces cuando numerosos agentes de pasioral se plantearon la necesidad de actualizar y revitalizar el trabajo pastoral con el fin de fortalecer d las hasta hace poco tiempo atrás pujantes comunidades. En primer lu­gar, se trataba de recuperar la figura de Monseñor Roine-ro —de quién se hablaba mucho pero como alguien «muerto para la historia»—, esto es, de asumir y conti­nuar su trabajo de acompañamiento y servicio al pueblo. Había también que motivar a los cristianos para que des­de su fe se incorporaran activamente al proceso de libera­ción y, por último, era necesario impulsar una pastoral de acompañamiento —práctica, no teórica— del movimien­to popular.

Sacerdotes, laicos, religiosos, religiosas y seminaris­tas se reunieron en junio de 1980. Analizaron detenida­mente la situación y decidieron coordinar todos los orga­nismos e instancias cristianas al servicio del proyecto de los pobres. Surgió así la Coordinadora Nacional de la

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Iglesia Popular «Monseñor Osear Arnulfo Romero» (CONIP).

Son objetivos de la CONIP:

• Impulsar coordinadamente la presencia pastoral en las comunidades eclesiales de base, en la religiosidad popular y en todas las organizaciones que luchan por la liberación del pueblo salvadoreño (es muy poco co­nocido el hecho de que el mismo Mons. Romero aten­dió peticiones de los cristianos comprometidos en el proceso de liberación y nombró «capellanes del ejér­cito popular»).

• Continuar la labor evangelizadora de servicio a los pobres y oprimidos del país, y desde ellos generar una evangelización a todos los demás salvadoreños de buena voluntad.

• Apoyar coordinadamente el proyecto de liberación del pueblo salvadoreño.

• Incorporar a la Coordinadora a los sacerdotes, reli­giosas y seminaristas que consecuentemente trabajan en medio del pueblo con los mismos objetivos de la CONIP.

• Impulsar la solidaridad de la nueva asociación con todas las comunidades cristianas y pueblos del mun­do que luchan por su liberación, y específicamente a nivel centroamericano.

• Luchar para destruir todo aquello que no permite el desarrollo del hombre según el Plan de Dios.

Estos objetivos de la CONIP:

.. .son expresión de un compromiso radical (no fanático) por una pastoral liberadora desde la perspectiva de los pobres, que sinte­tiza el esfuerzo de nuestros mártires y de todos aquellos que están ahora en El Salvador en los barrios, en los cantones, arriesgando su vida junto al pueblo por hacer de la historia salvadoreña una historia de salvación y liberación.

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X. EL MOMENTO ACTUAL

Situación económica, política y militar

Los planes de Emergencia Nacional y de Estabiliza­ción Monetaria impulsados por la Junta militar demócrata-cristiana poco después del nombramiento de Napoleón Duarte, constituyeron monumentales fraca­sos. Lo mismo ha ocurrido con la más reciente «nueva política económica» basada en un Régimen de Acción Compartida, proyecto de reactivación económica que se quiso ejecutar con base en el sacrificio de los sectores me­dios y populares.

Durante 1981 —año en que la alianza de la oligarquía y la tiranía militar celebra sus «bodas de oro y sangre»— El Salvador ha estado viviendo artificialmente. El cierre y quiebra de empresas, la pérdida y el debilitamiento de mercados, el creciente desempleo, la carencia de divisas, la huida de capitales de trabajo y la negativa de sus pro­pietarios a repatriarlos para dinamizar la inversión inter­na, evidencian patéticamente la profunda crisis económi­ca salvadoreña. La gran burguesía culpa de esta situación a la Junta, y por este motivo tiende a la involución que aboga por una derechización radical del proceso. Esta si­tuación origina una gran pugna por el poder.

El presupuesto de la fácil y pronta aniquilación de la guerrilla, que permitiría suprimir la Ley Marcial y el Esta­do de Sitio, llevó a los Estados Unidos a lanzar su proyec­to electoral para El Salvador. Al ver fracasar tal tentati­va, el gobierno Reagan concibió una nueva estrategia: estrechar el cerco sobre el pequeño país centroamericano. Con este fin se buscaría: impedir la llegada de pertrechos al FMLN; presionar y hasta «comprar» a Nicaragua —la visita de Enders y las declaraciones de Haig y Bush, han tenido ese claro objetivo— para evitar que pueda servir de retaguardia estratégica al FMLN; establecer una base mi­litar estadounidense en el Golfo de Fonsecá; servirse del ejército hondureno para hostigar al ejército popular; pre-

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sionar a los gobiernos latinoamericanos para que man­tengan su respaldo a la Junta genocida y su condena a la lucha de liberación del pueblo salvadoreño; la muerte «accidental» de prominentes figuras políticas latinoame­ricanas muy comprometidas con el proceso insurrec­cional (el Gral. Hoyos del Perú, el presidente ecuatoriano Roídos y el Gral. Torrijos).

Esta ofensiva internacionalista estadounidense pro­dujo en un primer momento una profunda crisis de uni­dad entre las fuerzas combativas populares. Pero la crisis finalmente se superó. La unidad se fortaleció y creció cualitativamente con el inicio de un nuevo proceso de uni­dad en la práctica, de planificación en conjunto, y la re­nuncia a idealismos y romanticismos. Este fortalecimien­to de la unidad le permitió al ejército popular resistir la f -roz embestida del ejército y la aviación sin ser tocado, entre los meses de mayo a julio de 1981.

El número de acciones y enfrentamientos armados aumentó considerablemente desde la emisión de la decla­ración franco-mexicana que marcó el inicio del reconoci­miento internacional de la representatividad política del FDR y del FMLN. Desde octubre se ha incrementado la importancia táctica y estratégica de los enfrentamientos, que evidencia que el ejército popular ha pasado de la ante­rior etapa defensiva a una etapa agresiva ofensiva. Las acciones militares del FMLN —en particular la voladura del Puente de Oro y del Puente de Ixtagua— han debilita­do estratégicamente al ejército salvadoreño. Este ha res­pondido con una táctica envolvente con el propósito de «cercar» a los combatientes populares. El resultado de es­tas operaciones de limpieza ha sido el asesinato de cente­nares de campesinos que son presentados como guerrille­ros, según ha denunciado públicamente el propio arzo­bispo Arturo Rivera y Damas.

Presencia de la Iglesia en el proceso

Las comunidades eclesiales de base aglutinadas en la CONIP vieron cómo se agudizaba más y más la persecu-

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ción gubernamental contra ellas, muchas veces acompa­ñada por persecuciones de la misma jerarquía. Esto las obligó a adoptar métodos de Iglesia de catacumbas, de casi clandestinidad, especialmente en las grandes ciuda­des como San Salvador.

Desamparados por la jerarquía y frente a los nuevos niveles de represión contra el pueblo, los miembros de las comunidades no tenían más alternativas que integrarse a los frentes de lucha o salir al exilio con sus familias. Muchos simpatizantes de las organizaciones populares que no estaban directamente vinculados a ellas se fueron a los «refugios» en Honduras, Nicaragua, Costa Rica o México; otros marcharon a los frentes de guerra. Lo im­portante es que, tanto en los refugios como en los frentes, ellos han seguido reproduciendo sus grupos y sus comuni­dades dando testimonio de su fe y de su esperanza.

Muchos sacerdotes marcharon también a los frentes de lucha y ahora ejercen su labor pastoral entre los com­batientes del ejército popular. Incluso hay religiosas que se han incorporado a la lucha; es el caso de Silvia Arrióla, primera religiosa muerta en combate en América Latina.

Por supuesto, las repercusiones de toda esta situación en la Iglesia Salvadoreña han sido enormes. La realidad que se percibe es la de una gran consolidación de los me-diatizadoresy enemigos de Mons. Romero. Dé una Igle­sia tremendamente comprometida con el proceso revolu­cionario se ha pasado a una Iglesia en la que aparecen más los elementos mediatizadores de ese proceso, o los abier­tamente reaccionarios. No se ha podido sustituir a Mons. Romero... o mejor, ciertas instancias eclesiales no han querido que se le sustituya.

Las comunidades eclesiales de base se han debilitado mucho en las principales ciudades que permanecen todavía bajo control de la tiranía militar. En esas ciuda­des la CONIP actúa casi clandestinamente; quedan todavía bastantes religiosas, menos diocesanos y muchas siembras a punto de secarse. Muy distinta es la situación

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en las «zonas en conflicto», en las «zonas bajo control po­pular» o en los refugios.

En cuanto a la jerarquía, después del martirio de Mons. Romero y como tarea prioritaria, el CELAM y la Santa Sede han urgido a la reconciliación y la reconstitu­ción de la unidad formal de la Conferencia Episcopal Mons. Rivera, presionado para construir esa unidad, fue cediendo en sus concepciones. No ha llegado a desautori­zar abiertamente a la CONIP como la mayoría de los otros obispos, pero tampoco la avala; incluso ha quitado a sus miembros de las principales estructuras arquidioce-sanas (Caritas, Medios de Comunicación Social, Secretaría de Acción Pastoral), y ha llamado a>génte de la Democracia Cristiana y a colaboradores de la Agencia Central de Inteligencia estadounidense (CÍA). Un día fir­ma un documento de la Conferencia Episcopal que justi­fica cualquier acto de represión del aparato militar de la tiranía. Este hecho, que provocó estupor en muchos cris­tianos, marca la ruptura con ¡a trayectoria de pretendida fidelidad a Mons. Romero. Desde luego, estos gestos han redundado en la desmovilización de sectores cristianos poco claros; asimismo, han creado situaciones violentas en la curia arzobispal y han llevado a algunos sacerdotes a abandonar la diócesis.

No obstante, Mons. Rivera es un obispo honesto al que hay que entender como lo que es: un demócrata-cristiano. En efecto, él ayudó significativamente a crear la Democracia Cristiana salvadoreña, envió buena parte de sus-«cuadros» a prepararse en el extranjero y siempre adversó a la tiranía militar como demócrata-cristiano. Tiene, además, un gran bloqueo mental contra el marxis­mo. Pero sufre mucho, y últimamente se percibe un leve progreso en su capacidad de crítica concreta a la Junta presidida por su amigo Napoleón Duarte.

Ahora bien, aunque cierto sector de la Iglesia salvado­reña es cobarde y reaccionario, otro gran sector ha hecho mucho por el proceso revolucionario. Es necesario e im-

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postergable que ésta Iglesia reasuma su papel profético (entendido como denuncia que compromete la vida fren­te a la «idolatrización» de estructuras de poder que insti­tucionalizan la opresión de los pobres, desde la proclama­ción de la soberanía de Dios), que desenmascare a la Jun­ta militar demócrata-cristiana y al neocolonialismo esta­dounidense. También se requiere que retome su acompa­ñamiento del proceso revolucionario; que esté más cerca del pueblo que lucha, de los que conducen el proceso y que preste su servicio pastoral fundamentalmente en las zonas controladas por el FMLN, no en las que mantiene bajo su dominio el ejército de la dictadura. En fin, la Igle­sia salvadoreña tiene que prepararse para responder revo­lucionariamente al cercano e inminente triunfo revolu­cionario.

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ESTE ARTICULO FUE PUBLICADO POR EL CRIE (MÉXICO) EN LA SERIE DOCUMENTOS N°2. AGOSTO 1981

¿QUE QUEDA DE LA OPCIÓN POR LOS POBRES?

Muchos grupos e instituciones se han expresado públicamente en El Salvador durante el mes de mayo sobre la crisis del país y su solu­ción. Admirados, aunque no sorprendidos, hemos presenciado la pro­liferación de declaraciones y gestos públicos de variados Obispos de la CEDES, Mons. Alvarez, Mons! Aparicio, Mons. Revelo y su secreta­rio, Mons. Freddy Delgado, que la prensa hablada y escrita se han en­cargado de difundir.

Mons. Alvarez, Presidente de CEDES, Obispo de San Miguel, Vi­cario Castrense y Coronel del Ejército, ha aparecido frecuente y públi­camente con la Fuerza" Armada y sus altos mandos. Para el pueblo cristiano su actuación más se asemeja a la de un coronel que a la de un Obispo. Se pregunta este pueblo cristiano qué acción pastoral ha de­sarrollado como Obispo, sobre todo qué pastoral ha desarrollado dentro de la Fuerza Armada y los Cuerpos de Seguridad en tantos años de Vicario Castrense, qué denuncia profética ha ejercido cuando estos cuerpos han sido hechos responsables de buena parte de la repre­sión al pueblo y de la persecución a la Iglesia. Y se pregunta sobre to­do qué beneficios han recibido los pobres y oprimidos de la íntima co­laboración de Mons. Alvarez con la Fuerza Armada.

Mons. Aparicio, según reporta el Diario de Hoy, del 28 de mayo, en una homilía pronunciada en San Francisco, Estados Unidos, acusó a la derecha y a la izquierda salvadoreña de la actual catástrofe. Aun­que no quiso hablar "como político, porque no es la misión de un sa­cerdote", dijo que el pueblo está en medio de esa contienda y en ese medio "camina su gobierno, en medio camina su Iglesia". Admirable coincidencia. ¿Será que el actual gobierno, su Fuerza Armada, sus cuerpos de seguridad han hecho una opción preferencial por los pobres? ¿O será que la Iglesia y Mons. Aparicio han hecho una opción

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por el Gobierno? ¿Se habrá olvidado ya que en los últimos meses del Presidente Romero la Casa Presidencial publicaba en los periódicos las homilías de Mons. Aparicio, mientras Mons. Romero era atacado y calumniado por todos los medios de comunicación social? ¿Cree Mons. Aparicio que este Gobierno y el anterior son los defensores del pueblo y por eso Iglesia y Gobierno se encuentran siempre?

Más explícito ha sido Mons. Revelo a propósito de su toma de po­sesión como Obispo de Santa Ana. En su bien preparada homilía Mons. Revelo pretendió enfocar evangélica, no políticamente, las di­rectrices de su actuación. El leit Motiv de su homilía no podía ser más bello, si fuese realidad. Según él, todos los salvadoreños, ricos y pobres, grandes y pequeños, sabios e ignorantes, hacen suyo el deseo de los gentiles en Jerusalen: "Queremos ver a Jesús" (JN 21,21). Oja­lá así fuera. Parece que Mons. Revelo es más afortunado que el mismo Jesús, pues éste sí quiso ver a todos los hombres, pero no todos los hombres quisieron verle a él, sino que los poderosos lo calumniaron, persiguieron y crucificaron.

Si no está nada claro que todos los salvadoreños quieren hoy ver a Jesús, sí es importante analizar las razones que se dan en la homilía para ese deseo. Los hombres y mujeres "están asqueados de tanta violencia, de tanto crimen y terrorismo". Cierto, pero también están asqueados de decenios de injusticia, hambre, miseria, fraudes, corrup­ción gubernamental, mentira en la información, toques de queda y es­tados de sitio. Los jóvenes están "desilusionados de las falaces prome­sas de los modernos mesianismos", leáse, de los movimientos popula­res. Pero quizás están esperando también que se cumplan las promesas de justicia, de investigación de los crímenes, de investigación de los de­saparecidos y presos políticos, de reformas sin represión. Los pobres están "engañados por los ideólogos e instrumentalizados por los explotadores del dolor y la miseria". Pudiera ser. Pero antes del enga­ño y la instrumentalización están el dolor y la miseria, el hambre, los tugurios, la desnutrición, el desempleo, que no han sido inventados por los ideólogos, sino por los poderosos a cuya defensa pasa Mons. Revelo en el siguiente párrafo: "¡Queremos ver a Jesús!, gritan los ri­cos, acosados y señalados como los únicos responsables de todos los males y de todas las desgracias que sufre el país". Ojalá así sea, pero el evangelio sólo pudo contar a tres o cuatro, a Zaqueo, Lázaro, José de Arimatea. Jesús les dijo que más difícil será para ellos entrar en el reino de Dios que un camello pase por el ojo de una aguja. Que Mons. Revelo quiera como Obispo dar una esperanza también a los ricos, nos parece correcto. A ellos sobre todo se les pide la conversión en el evan­gelio y con ella tendrán salvación. Pero no puede ignorar Mons. Reve­lo ni menos invertir la parábola del rico Epulón y el pobre Lázaro. Los intelectuales están "hastiados de tantas ideologías y humanismos en­gañosos y estériles". Suponemos que se refiere al marxismo. Pero .ambién están hastiados del capitalismo, de la seguridad nacional, es­tán hastiados sobre todo de la persecución, las amenazas, los atenta­dos, las bombas y los asesinatos, la militarización de la universidad, en suma, de la irracionalidad de la fuerza para combatir la fuerza de la razón.

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Mons. Revelo termina su homilía con una paráfrasis de las palabras de Jesús en su discurso inaugural en Galilea. «Evangelizar a los pobres: a los hambrientos de la verdad, a los desamparados, a los huérfanos de Dios, a los ciegos que buscan a tientas una mano que le conduzca al Se­ñor, tal es el programa de mi Episcopado». Hermosas palabras, profun­damente verdaderas por lo que afirman, pero trágicamente peligrosas por lo que callan. En El Salvador los pobres tienen hambre de verdad, pero también de pan, arroz y frijol. En El Salvador hay huérfanos de Dios, pero huérfanos también de padre y madre en los refugios y canto­nes. En El Salvador hay ciegos que no ven el camino de Dios, pero hay ciegos también porque se les han arrancado los ojos en las torturas. Es mucha verdad que la Iglesia debe evangelizar en el sentido propuesto por Mons. Revelo, pero sería una depravación de la verdad olvidar que la evangelización debe ser integral y debe dirigirse a los pobres de carne y hueso que existen por millones en El Salvador.

Esta homilía, aparentemente sólo evangélica, resonó en la Catedral de Santa Ana y en los tres periódicos que la publicaron íntegramente co­mo toma de postura política. De hecho, nada de ella perturbó a la Junta de Gobierno, al Ministerio de Defensa y otros funcionarios del Gobier­no que ocuparon los primeros bancos de la Catedral. Durante y después de la misa, autoridades y el nuevo Obispo se abrazaron efusivamente. Mons. Revelo enuncia los males del país en lenguaje muy parecido al Gobierno. Nada tiene éste que temer.

Si alguna duda queda de la postura política de Mons. Revelo, la disi­paron sus declaraciones reproducidas en El Mundo del 13 de mayo. La izquierda sólo quiere el poder, lo cual, para Mons. Revelo, suponemos, es el peor de los males que pudiera suceder. El diálogo que pide ahora la izquierda es una deshonestidad y no se puede aceptar, aunque en princi­pio —ya que Mons. Revelo no puede olvidar que el mismo Papa lo ve con simpatía— habría que propiciarlo. Su conclusión es clara y explícita: «No tenemos otra opción que el Gobierno actual». Eso sí, pa­ra no ser acusado de hacer política, añade que «no es que quiera alabar a este régimen».

Por último, Mons. Freddy Delgado, secretario de la Conferencia Episcopal, ha dado varias entrevistas de prensa después de su viaje por Europa y los Estados Unidos, aparecidas en LaPrensa Gráfica del 18 de mayo y en News-Gazette del 13-19 de mayo. Cuenta los percances per­sonales de su gira, que son de lamentar. Pero sobre todo inierpreta las reacciones desfavorables a su viaje en el mismo lenguaje que el Gobier­no. Nos dice Mons. Freddy Delgado que existe una campaña de desin-formación y desprestigio hacia el país debido a la propaganda adversa del FDR, en la quecolaboran además varios sacerdotes. Lo que no se le ha ocurrido a Mons. Delgado es que, con o sin el FDR, europeos y nor­teamericanos han visto en revistas, periódicos y lelevisión los cadáveres amontonados, los cuerpos degollados, las manifesiaciones masacra­das, sin que el Gobierno salvadoreño les haya convencido de la no

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complicidad de los cuerpos de seguridad. Mons. Delgado puede pensar que europeos y norteamericanos son ingenuos, ¡nocentes víctimas de la propaganda o, peor aún, los consabidos tontos útiles. Pero eso es mucho suponer. No se puede interpretar como ingenuidad, por ejemplo, la actuación de un locutor de televisión europea, quien antes de presentar una de las masacres llevadas a cabo por los cuerpos de segu­ridad dijo, por su propia cuenta y saliéndose del guión, que nunca ha visto cosa igual y que esperaba que fuese la última vez para presentar es­cenas tan Horripilantes. Esio no lo ha inventado la izquierda.

Se endurece también Mons. Delgado ante el clamor mundial contra la injusticia social en El Salvador. «No debemos ser condenados; la in­justicia existe en todas partes. ¿Por qué hacer de El Salvador un caso único en el mundo a este respecto?» No sabemos si Mons. Delgado habla en serio o retóricamente. Hambre hay en muchas partes del mundo pero cuando aparecen las fotos de los niños famélicos de Biafra, el mundo se fija en Biafra. Conflictos armados hay muchos, pero cuando toman la proporción y la crueldad de Vietnam, el mundo se fija en Vietnam. Violaciones fronterizas hay muchas, pero cuando los rusos invaden Afganistán, el mundo se fija en Afganistán. Injusti­cias hay muchas, pero cuando en El Salvador se asesina por miles a campesinos, obreros, sindicalistas, maestros, médicos, líderes de la oposición, catequistas, estudiantes, universitarios, sacerdotes, monjas y a un Arzobispo, el mundo se fija en El Salvador, con o sin el FDR. Y toda esta barbarie no es más que la trágica superficie de la injusticia estructural que está en el fondo.

Otras muchas cosas dice Mons. Delgado sobre la ayuda militar de los Estados Unidos, justificada por la agresión de los rusos; sobre la vanidad de los jesuítas de la UCA que les ciega peligrosamente... quizás no conozca los esfuerzos de jesuítas y laicos de la UCA durante años por ofrecer soluciones racionales, no ciegas, a los conflictos del país; sobre los principios de la doctrina de la Iglesia, que resumen en "el humanitarismo, el bien del hombre, como brillante aporte a la tra­gedia del país".

Por último, Mons. Delgado se refiere a Mons. Romero, y en esto hay que agradecerle su honradez, aunque sólo sea a medias. Se extra­ña de que en todas partes le preguntasen por qué se opuso a Mons. Ro­mero, y responde que porque Mons. Romero se equivocó. "El error del Arzobispo Romero consistió en que había llegado el momento y la situación que justificaban la violencia en El Salvador " . Hay que agra­decer por un lado la honradez de Mons. Delgado de reconocer lo que todo el mundo sabe: que él y los demás obispos de la CEDES, con la excepción de Mons. Rivera, se opusieron tenazmente y no siempre con buenas artes a Mons. Romero. Pero hay que denunciar la caricatura qup se hace de Mons. "Romero en esta cita y desenmascarar que ésta fuese la verdadera razón para la oposición. Es simplemente falso que Mons. Romero propiciase la violencia ni aún en sus últimos días. Alu­dió a la ¡nevitabilidad de la violencia y la posible legitimidad de una

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insurrección si no se encontraban soluciones racionales al conflicto. Pero luchó hasta el final y por todos los medios para que fuese posible esa solución racional. No es ésta la razón del desacuerdo con Mons. Romero. Este tiene raices más profundas, que bien lo sabe Mons. Del­gado. Ni él ni los otros obispos aceptaron la valentía de Mons. Rome­ro en decir la verdad y denunciar proféticamenle los crímenes y abo­minaciones; su cercanía al pueblo sufriente; su defensa de los mártires de la represión y la persecución; su interpretación de Medellín y Puebla; su liderazgo nacional y prestigio internacional; en una pa­labra, su opción por los pobres. Mons. Romero habló un lenguaje evangélico y popular, y no el lenguaje de los gobiernos de turno. Y es­to es algo que nunca lo asimiló la CEDES.

Todos estos son los hechos, declaraciones y gestos, que han moti­vado este comentario. Como decíamos al principio, nos admira y nos duele pero no nos sorprende. Uno de los obispos acusó de comunistas a los catequistas en un sínodo, mientras en El Salvador eran asesina­dos. Otro criticó tan groseramente a Mons. Romero y mostró tan po­co interés por la vida de sus sacerdotes, que sus entrevistadores, buenos cristianos, no publicaron la entrevista por no causar mayores males y desprestigio a la Iglesia. Otro aceptó que uno de sus sacerdotes había sido torturado por los cuerpos de seguridad, pero no como sa­cerdote, sino simplemente como hombre. Y así mil y mil anécdotas trágicas. Conjuntamente se opusieron a Mons. Romero y Mons. Rive­ra. En vida de Mons. Romero se le opusieron en casi todas sus iniciati­vas pastorales y eclesiásticas: cartas pastorales, seminario, curia arzo­bispal, Caritas, representación de sacerdotes y laicos para Puebla, pastoral hacia las organizaciones populares, Orientación, YSAX etc., etc. En su funeral no estuvieron presentes. Después de su muerte no se han unido a Mons. Rivera en el comunicado sobre el asesinato de las religiosas y trabajadora social norteamericanas, ni han trabajado se­riamente con él en sus esfuerzos mediadores.

Este es el contexto real en que hay qué juzgar las declaraciones de los miembros de la CEDES. Todos se presentan apolíticos, neutrales. Pero el Coronel Abdul Gutiérrez ha podido decir recientemente que las relaciones del Gobierno con la Iglesia están en franca mejoría; mientras que no hemos oído semejante cosa de los refugiados, los per­seguidos, los familiares de tantos asesinados, torturados y desapareci­dos. Y aquí está lo trágico. Que los obispos se "metan en política" pa­ra aliviar o solucionar la tragedia del país no es lo que está en discu­sión. Todos debiéramos luchar por eso aunque se acusase a laTglesia de "meterse en política", como se le acusaba a Mons. Romero, aun­que ahora se formula eso como "buenas relaciones". Pero no es éste el punto en discusión. El punto está en si los obispos de la CEDES y su secretario comunican en sus declaraciones y gestos públicos una ver­dadera opción por los pobres, una opción desde el evangelio de Jesús, desde la fe en un Dios que quiere la liberación de los oprimidos. Con dolor echamos en falla este tipo de opción.

¿Dónele está la compasión de Jesús por las muchedumbres que no

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tienen qué comer, y hoy, además, que no tienen donde vivir, dónde es conderse, a dónde ir para no ser reprimidas? ¿Dónde está el grito de las bienaventuranzas, que dan esperanza a los pobres? ¿Dónde está la denuncia profética, las maldiciones de Jesús hacia los poderosos que mantienen al pueblo en la miseria, para que así se conviertan y en­cuentren salvación? ¿Dónde está la defensa de los sacerdotes, reli­giosos, catequistas, agentes de pastoral, constantemente amenazados, hostigados y asesinados? ¿Dónde está una pastoral según el Vaticano II, Medellín —y si éste parece demasiado radical— según Puebla? ¿Dónde está el seguimiento de Jesús, calumniado, amenazado y perse­guido por los poderosos de su tiempo?

Esto es lo que preguntan los cristianos y esto es lo que duele. Que como Obispos individuales o como CEDES critiquen todo lo que está mal, provenga esto del Gobierno o del FDR, de la Fuerza Armada o del FMLN nos parece correcto y necesario. Que juzguen y fomenten todo lo bueno que vean en todos ellos es también correcto y necesario. Nadie pide de los obispos una identificación y bendición del FDR, ni una sistemática oposición y condena a todo lo que provenga del Go­bierno. Más bien les tocaría a los Obispos, en ambiente tan sumamen­te polarizado, juzgar de todo lo bueno y lo malo con verdadera impar­cialidad para iluminar pastoralmente al pueblo y sembrar las semillas de la dificilísima reconciliación. Pero esa imparcialidad no se comuni­ca condenando sólo a la izquierda —y a veces a la derecha, para bus­car la simetría— y no diciendo también una palabra valiente y cris­tiana al actual Gobierno y su Fuerza Armada. Dar un cheque en blan­co al actual Gobierno no es parcialidad hacia los pobres y hacia el evangelio de Jesucristo. Y esto, lamentablemente, no lo comunican en sus declaraciones, ni en hechos pastorales ni en su parcialidad por el actual Gobierno.

¿No será posible que el Señor nos toque a todos los cristianos el co­razón y mantengamos la libertad de Mons. Romero y su parcialidad hacia los pobres? Sabemos que Mons. Romero fue un milagro que difícilmente volverá a repetirse. Conocemos las dificultades, las pre­siones y las intenciones de la Arquidiócesis por encontrar su lugar cris­tiano en este conflicto y cooperar con una solución que haga salir al país dé su agonía y lo encamine hacia su solución. Sabemos que no hay solución ideal y que el bien y el mal no es propiedad exclusiva de uno u otro abismo. Muchísimos cristianos en el país y en el mundo en­tero —a quienes no se puede descalificar como ingenuos, engañados o tontos útiles— se preguntan qué queda en verdad de la opción por los jjobres en la Iglesia salvadoreña en medio de tanta tragedia. Y sólo lo ven en los intentos que penosamente hace la Arquidiócesis por seguir el espíritu de Mons. Romero.

Fstas palabras pueden parecer duras y añadir más confusión, divi­sión y dificultades a las ya existentes. Se han escrito sin embargo para facilitar la solución para el país, de la cual la Iglesia es también res­ponsable. La historia del pueblo salvadoreño y el Señor de esa historia nos pedirá cuenta de ello. Ojalá la Iglesia pueda responder que ha tra-

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bajado por la verdadera paz, la verdadera justicia y la verdadera re­conciliación de los salvadoreños.

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La Iglesia de los pobres en Nicaragua

I. INTRODUCCIÓN

Surgimiento de la Dictadura Militar Somocista

El contexto histórico del cual surgió la Dictadura Mi­litar Somocista (DMS), tiene como principal antecedente tres hechos:

— El derrocamiento del gobierno de José Santos Zelaya en 1909 con el apoyo estadounidense.

— La prolongación de la intervención armada, económi­ca y política de los Estados Unidos en Nicaragua, des­de 1911 hasta 1933.

— La gestación del movimiento armado sandinista (un ejército de campesinos y obreros) que combatió duran­te siete años la intervención y las componendas de los sectores dominantes con los Estados Unidos.

En 1933, humillados por el ejército defensor de la soberanía nacional, los marinos estadounidenses se reti­raron de Nicaragua. No obstante, habían creado ya en el país una fuerza militar organizada, la Guardia Nacional, a cuya cabeza colocaron a Anastasio Somoza García.

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Somoza asesinó a Augusto César Sandino el 21 de febrero de 1934, y desmanteló al movimiento revolu­cionario en la sangrienta represión de Wiwilí donde pere­cieron más de trescientas familias campesinas del norte del país.

Varios factores permitieron a Somoza y la Guardia Nacional entronizarse en el poder: — La desarticulación del movimiento sandinista y la ca­

rencia de un movimiento obrero y campesino organi­zado que reagrupara las bases y continuara la lucha po­pular.

— La debilidad política y económica de los sectores do­minantes del país, a causa de la intervención esta­dounidense y los efectos de la depresión económica

- mundial de los años treinta. — El apoyo incondicional que les concedió Estados Uni­

dos. Somoza dio formalidad y carácter institucional a la

dictadura militar mediante un golpe de Estado en 1936, sucesivas elecciones amañadas y reformas a la Constitu­ción. Pero fue la consolidación de la Guardia Nacional como aparato de dominación la que determinó la gesta­ción del carácter del Estado y de la DMS.

A partir de este momento, los Somoza permanecen en el poder practicando para conservar la forma, diferentes procedimientos que van desde el golpe de estado, pasando por pactos, acompa­ñados por constituyentes de donde sacan disposiciones transito­rias para alargar el período presidencial o servir de puente a otro período, fraudes electorales, etc., hasta la colocación de gentes de su familia y de su absoluta confianza en el Ejecutivo y los de­más poderes reservándose para un Somoza el control del ejérci­to.

Consolidación de la Dictadura

Desde 1939, consolidada la Guardia Nacional, co­menzó a constituirse la fracción somocista como un pode-

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roso grupo económico y político. La coyuntura de la Se-

Íunda Guerra sería aprovechada por la dictadura para ortalecér sus nexos con Estados Unidos. Al mismo tiem­

po, Somoza inició un desmesurado proceso de enriqueci­miento personal por métodos fraudulentos (expropiación de haciendas cafetaleras a ciudadanos alemanes, restric­ciones comerciales arbitrarias a sus adversarios económi­cos, utilización de instituciones estatales como mecanis­mos de control económico y político, etc.).

Resumiendo, la DMS basó su dominación sobre los si­guientes pilares: — El apoyo incondicional estadounidense que, depen­

diendo del momento histórico particular, combinó en mayor o menor medida apoyo político, económico, militar e ideológico.

— El mantenimiento de un control absoluto sobre el ejér­cito, cuya cohesión se logró fomentando en sus miembros manejos ilegales de fondos y otras formas de corrupción en vías del enriquecimiento personal y la movilización ascendente.

— En el plano meramente político, la institucionaliza-ción de la dictadura se dio a partir de la reorganización del Partido Liberal. Este órgano político permitió a la DMS un control absoluto sobre los poderes del Esta­do y las instituciones públicas, practicando los méto­dos de corrupción ya referidos.

— El congelamiento del juego político a través de una fór­mula bipartidista, excluyeme de otras fuerzas políticas, que concedía al Partido Conservador (un sector de la oligarquía) «representación política» en los poderes del Estado. El bipartidismo le permitió a la dictadura sortear durante décadas sus crisis políticas y económicas mediante pactos políticos, reformas a la Constitución y elecciones fraudulentas, manteniendo un mínimo de consenso entre la burguesía para proyec­tar una defectuosa ficción de democracia.

— Persiguiendo a las organizaciones populares y ahogan­do por la fuerza todas las demandas del pueblo. La

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represión político-militar sistemática fue, en última instancia, la verdadera garantía con que contó la dicta­dura para mantener las estructuras del oprobioso régi­men.

Base económica

La dinámica de la economía nicaragüense ha dependi­do fundamentalmente de la exportación de unos pocos productos agropecuarios (algodón, café, carne congela­da). La agricultura de exportación típicamente capitalista se caracterizaría por un cierto grado de desarrollo de las fuerzas productivas (utilización de maquinarias, control de costos y calidades, uso racional de los recursos), y por razones históricas y geográficas se desarrolló principal­mente en la Zona del Pacífico, donde indujo la acelerada expansión de la infraestructura (caminos, puertos, energía eléctrica, etc.) necesaria para la producción. Con­secuentemente, esta zona se desarrolló desproporciona­damente mientras el resto del país permaneció sumido en un profundo atraso y abandono.

La producción agrícola para el consumo interno se mantuvo en una situación de estancamiento crónico. Ge­nerada en pequeñas unidades donde prevalecían rela­ciones de producción pre-capitalistas se concentró en dos grandes áreas de características diferentes. La zona central y norte, caracterizada por utilizar medios de pro­ducción rudimentarios, por no disponer de infraestructu­ra para la producción y comercialización de sus produc­tos, y por vincularse indirectamente con el mercado inte­rior a través de intermediarios. La otra área importante la constituyó la pequeña producción de granos, frutas y hortalizas realizada alrededor de las ciudades del Pacífico y que se caracterizaría por un mayor grado de desarrollo de las fuerzas productivas, por beneficiarse de la infra­estructura desarrollada para la agricultura de exporta­ción y por vincularse directamente al mercado interior.

En cuanto a la industria, subsiste todavía en Nicara-

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gua una amplia capa de productores artesanales que ocu­pa un importante sector de la población y que suple una buena porción de las necesidades de las masas trabajado­ras. Algunas industrias artesanales evolucionaron con­virtiéndose en pequeñas industrias y, en algunos casos, en grandes industrias.

Otro grupo significativo lo constituirían aquellas in­dustrias surgidas desde sus orígenes como empresas capi­talistas, generalmente en respuesta a demandas del mer­cado interno y haciendo uso de materias primas naciona­les.

Están también aquellas industrias destinadas a susti­tuir importaciones o a desplazar la producción artesanal, surgidas al amparo del proyecto integracionista y del Mercado Común Centroamericano. Finalmente cabe mencionar las «industrias de enclave», aquellas que fun­cionaban aprovechándose de las materias primas del país y de la mano de obra barata.

Elagodón: consolidación del capitalismo dependiente (¡945-1958)

En los años de la segunda postguerra el país conoció la expansión unilateral y desequilibrada del cultivo algodo­nero. En 1955, el algodón pasó a ocupar el primer lugar en las exportaciones nicaragüenses y el 80 por ciento del área cultivada de la zona del Pacífico, eliminando la produc­ción de cereales y frutas.

El impacto del cultivo y la exportación algodonera fue considerable, haciendo de la agricultura el sector más di­námico del modo de producción capitalista en Nicaragua y consolidando el carácter dependiente de la economía nacional. Permitió, además, la creación de grupos finan­cieros (BANIC, BANAMERICA) ajenos formalmente a Somoza; incidió en la modernización del aparato estatal y en el enriquecimiento del grupo Somoza, a través de la creación de sus empresas más importantes. Por último, aceleró el proceso de proletarización en la agricultura, Las migraciones y el desarrollo de las ciudades.

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Para que este desarrollo pudiera darse, fue necesario crear ciertas condiciones políticas, principalmente supe­rar las contradicciones interburguesas surgidas a raiz de la desmedida ambición de la dictadura. Precisamente ese fue el objetivo del pacto entre Somoza García y Emiliano Chamorro en 1950.

Pero mientras la dictadura resolvía sus contradic­ciones con la burguesía, la represión contra los sectores populares continuó brutal y violenta. En 1956, el patriota Rigoberto López Pérez ajustició a Somoza García. Sin embargo, ya a estas alturas la dictadura trascendía a su fundador y, mucho más que una persona, era toda una fa­milia, una camarilla, un sistema de dominación que ter'a preparados los reemplazos.

La transición del poder de la dictadura a los hijos del tirano (Luis y Anastasio), constituyó una verdadera guerra contra el pueblo. Miles de nicaragüenses fueron encarcelados, torturados, asesinados o conocieron el exi­lio como resultado de la represión.

La situación generada por la caída de los precios inter­nacionales del algodón y del café desde 1956, agravada i por la sangrienta represión, hizo que las masas populares comenzaran a movilizarse entrando la actividad de agita­ción y organización en una etapa de auge. Paralelamente, el régimen somocista recupero su forma «democrática» al institucionalizar la presencia de Luis Somoza en el po­der con elecciones fraudulentas en 1957. Estas elecciones, combinadas con los mecanismos de represión y el apoyo del gobierno estadounidense, permitieron la prolonga­ción de la dictadura hasta 1963.

II. REINTEGRACIÓN DEL MOVIMIENTO REVOLUCIONARIO Y CRISIS DEL CAPITALISMO (1958-1972)

Reactivación de la lucha popular (1958-1963)

El auge en la actividad de las masas se manifestó en e. surgimiento de luchas reivindicativas laborales y estu-

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ili.mtiles, tomas de tierras, creación de sindicatos y confe­deraciones obreras y campesinas, hasta formas de sabo­taje y de lucha armada, culminando en la integración de la Juventud Patriótica Nicaragüense. Este movimiento icpresentó la primera organización de distintos sectores de masas, independientes de la burguesía y su dirección política. La respuesta popular a la crisis del capitalismo agrario y a la represión de la dictadura fue la lucha arma­da. Entre 1958 y 1963, se sucedieron más de diez inva­siones e intentos de desarrollar la lucha armada. La prin­cipal debilidad de estos movimientos fue la desorganiza­ción, producto de muchos años de represión contra todas las formas organizadas de lucha.

La experiencia de las movilizaciones populares y de los fracasos de los intentos armados, crearon y madura­ron las condiciones políticas para la reintegración del mo­vimiento revolucionario. El movimiento estudiantil y po­pular recuperó la figura de Augusto César Sandino y sus consignas antimperialistas, independizándose de la opo­sición anti-somocista de los conservadores. En 1961, diri­gido por Carlos Fonseca Amador, surgió el Frente Sandi-nista de Liberación Nacional (FSLN) como la primera vanguardia político-militar establemente organizada.

El paréntesis pseudo-democrático de Schick (1963-1967)

Para finales del gobierno de Luis Somoza, terminó de afianzarse económicamente el grupo Somoza. De este modo los Somoza se dieron el lujo, en 1963, de ceder el Poder Ejecutivo al liberal Rene Schick. La familia Somo­za mantuvo un celoso control del aparato estatal: Luis Somoza pasó a ser Presidente del Congreso, mientras la Guardia Nacional permanecía bajo la dirección de su her­mano Anastasio. La apertura de este paréntesis pseudo-democrático representó un intento de amortiguar las grandes contradicciones sociales y manifestaba, en el pla­no político, la nueva estrategia contrarrevolucionaria es­tadounidense de los sesenta.

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La llegada a la presidencia de Schick, coincidió con un periodo de cierta expansión económica provocado por la implementación del proyecto integracionista, lo que pro­vocó un reflujo en la actividad de las masas. El proceso de «industrialización» tuvo un trascendental impacto en el desarrollo social y la correlación de clases. La moderna burguesía empresarial algodonera se consolidó como ;la-se y estructuró sus grupos económicos alrededor del sec­tor financiero, el más activo y desarrollado de la burguesía. Este desarrollo de la burguesía acrecentó sus contradicciones con el capital extranjero y la dictadura somocista, su agente, con los que tenía que competir de manera creciente. Paralelamente, se engrosaron las filas del proletariado (agrícola e industrial), que acrecentó su nivel de conciencia y la intensidad y continuidad de sus luchas.

Pero este periodo de relativa «paz social» fue de breve duración. Hacia 1966, el auge de la actividad popular evi­denció el fracaso politico y económico de los planes esta­dounidenses. Ante esta situación, los Estados Unidos se quitaron la careta reformista. Recurrieron nuevamente a la represión sangrienta como única forma de contener el estallido de las contradicciones sociales engendradas por el fracaso de su proyecto de capitalismo dependiente. A este cambio de estrategia correspondió el ascenso de Anastasio Somoza Debayle a la presidencia (1967) —mediante elecciones amañadas—, y el énfasis puesto en la modernización y especialización contrainsurgente de la Guardia Nacional.

El movimiento revolucionario intentó canalizar la efervescencia de las masas (expresada mediante huelgas, marchas campesinas, protestas estudiantiles), pero su de­bilidad orgánica, su falta de experiencia política y sus li­mitaciones ideológicas le impidieron lograr esos objeti­vos. Si bien los Comités Cívicos Populares y el Frente Es­tudiantil Revolucionario permitieron cierto arraigo del FSLN en sectores estudiantiles, barriales, obreros y cam­pesinos, fue la oposición tradicional, apoyada en su po-

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der económico y en la demagogia reformista de sus diri­gentes, la que capitalizó la agitación popular.

C'rfíir del capitalismo dependiente nicaragüense (1967-1972)

El primer período presidencial de Anastasio Somoza, tuvo una inauguración sangrienta que mostró claramente el estilo de gobierno que los Estados Unidos implantarían através suyo: la generalización de la represión indiscrimi­nada contra todos los sectores del pueblo. El 22 de enero de 1967, se produjo una gran masacre en la que perecieron unas cuatrocientas personas en Managua. Poco después, el movimiento guerrillero de Pancasán fue reprimido con tremenda saña.

La derrota parcial del movimiento revolucionario en Pancasán, constituyó, a la larga, un importante logro político y moral para el FSLN. Pancasán reafirmó la vi­gencia de la lucha armada en momentos que cundía el derrotismo, sirviendo de puente para darle continuidad a la lucha contra la dictadura y consolidar la autoridad mo­ral y el prestigio político del Frente. Este gradualmente re­estructuró la organización clandestina en las ciudades, fortaleció el trabajo ideológico de sus cuadros, elaboró programas, estatutos y apuntes de línea estratégica en un esfuerzo por tener una mayor comprensión científica de la realidad nicaragüense. También reestructuró la guerrilla en la montaña, incrementándose la participa­ción campesina.

Al carácter represivo dei gobierno somocista y la con­solidación del FSLN, se sumó la crisis del modelo integra­cionista centroamericano, lo que provocó problemas eco­nómicos y discrepancias entre el grup o Somoza y los otros grupos de la burguesía opositora, más bien colabora­cionista. El resultado de esta situación fue la pérdida de legitimidad de la dictadura frente a estos grupos.

Una vez más el somocismo recurrió a un pacto político para limar asperezas con la burguesía colaborá­

i s

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cionista. En 1971 se dio el Pacto Somoza-Agüero o «Kupia-Kumi» («Un solo corazón», en lengua de los in­dios miskitos del noreste nicaragüense), que instauró una fórmula novedosa de Poder Ejecutivo: un triunvirato o Junta Nacional de Gobierno (sin la presencia de Somoza) que gobernaría por dos años. No obstante la familia So-moza mantuvo el control del aparato estatal por medio del Partido Liberal y la Guardia Nacional, cuyo jefe supremo siguió siendo Anastasio Somoza. Una hoja suel­ta que circuló por entonces en Managua, decía: «Dinora, favorita del General, manda más que la Junta de Gobier­no».

El pacto Somoza-Agüero profundizó el deterioro del bipartidísimo como fórmula de legitimación de la dicta­dura ante el pueblo, por cuanto se dio a sus espaldas, sobre su sangre y bajo las denuncias del FSLN y otros sec­tores.

III. HACIA UNA RENOVACIÓN DE LA IGLESIA NICARAGÜENSE

Una Iglesia legitimadora de la Dictadura Militar Somocista

El mayor significado histórico de la Iglesia nicara­güense preconciliar consistió en la legitimación moral de la dictadura somocista. La Iglesia fortaleció el aparato ideológico estatal, en tantoque la jerarquía mantuvo una total complicidad con la dictadura controlada por Somo­za García, consagrándola con sus actuaciones. Esta alianza «trono-altar» no excluyó al clero secular y regu­lar; las escasas «oposiciones» al poder por parte de algu­nos sacerdotes, obedecieron básicamente a razones de política partidista —se trataba de herederos de la tradi­ción conservadora— y no religiosas, o simplemente cris­tianas. Una ejemplar excepción en este sentido fue la de Mons. Calderón y Padilla, obispo de Matagalpa.

Esta situación explica, entre otras muchas muestras, la coronación de la hija única de Somoza García como Reina del Ejército por el arzobispo Lezcano y Ortega en

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l 'J42, utilizando la corona de oro de la Virgen de Candela­ria, o la circular emitida por los obispos condenando el ajusticiamiento del dictador en 1956 y la disposición de (ributarle, conforme cánones, honras de «Príncipe de la Iglesia», así como la concesión de doscientos días de in­dulgencia —dada por el arzobispo González— a todos los fieles que asistieran a los funerales del general.

( omienzos de los sesenta: «defensa de la fe»

Conforme a los lineamientos emanados de la reunión del episcopado latinoamericano celebrada en Río de Ja­neiro en 1955, se llevó a cabo, un año después, laPnmera Conferencia del Episcopado Centroamericano en San Jo­sé, Costa Rica. Al igual que lo puntualizara la Conferen­cia de Río, quedó claro que la Iglesia consideraba como una seria amenaza la filosofía marxista del comunismo. Los obispos centroamericanos planearon implementar una «defensa de la fe», animada por la línea pastoral de la acción católica, y vinculada al impulso misionero. Una le­gión de experimentados sacerdotes españoles recorrió, a finales de los años cincuenta, los países centroamericanos predicando, confesando, oficiando, organizando proce­siones. La Santa Misión nicaragüense se realizó en 1960 con resultados semejantes a los de los otros países del ist­mo.

En el plano de la acción social destacan varios hechos. En primer lugar, la acción de cierto sector del laicado de extracción social media que se abocó a la difusión de las encíclicas sociales y a la reorganización de la Juventud Obrera Católica (JOC). En segundo lugar, la campaña desplegada por un sector de la clase dominante para fun­dar una radio católica.

Pero más trascendencia tuvo otra fundación: la de la Universidad Católica (UCA), surgida gracias al empeño de un grupo de intelectuales ex-alumnos de los jesuítas, a quienes se sumó la empresa privada —urgida de cuadros profesionales para impulsar el naciente proyecto

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integracionista— y el grupo Somoza que veía en la nue\; institución un medio de neutralizar el movimiento estu­diantil de la Universidad Nacional Autónoma y de obte­ner recursos para el desarrollo del país. Así pues, si bien la UCA en cierta medida representaba la culminación inte lectual del laicado promovido por los jesuítas, la nuev universidad se inscribía plenamente en el «modelo dt sarrollista».

Por último, señalemos la aparición de un medio de ce municación que revitalizó al catolicismo nicaragüense su pefando otros intentos similares. Se trata del semanari El Observador, portavoz oficial del episcopado. Pese as¡¡ apego a las viejas tradiciones y características preconci-liares, durante más de diez años contribuyó a difundir el «aggiornamento» impulsado por Juan XXIII.

La renovación conciliar

La renovación conciliar se practicó lentamente en la Iglesia nicaragüense. En realidad la primera sacudida la dio la Mater et Magistra. Tras la difusión de la Gaudium et Spes y de la Populorum Progressio, más y más católicos asumieron sus responsabilidades y tomaron conciencia de la necesidad de un cambio hacia el logro de un orden socio-económico justo. Por supuesto, también surgió la actitud de muchos católicos ricos que, habiendo aceptado en un primer momento teóricamente la liberación de sus hermanos más pobres, se mostraron después renuentes a ella cuando comprendieron que afectaba sus intereses. Asimismo, hubo algunos intentos —poco fructuosos quizá en aquel momento— de diálogo entre cristianos y marxistas, se «renovaron» algunas organizaciones de la Acción Católica y se implementaron reformas litúrgicas.

La jerarquía —al igual que amplios sectores del clero— siguió legitimando de diversas maneras la estruc­tura gobernante. No obstante, la renovación conciliar trascendió paulatinamente el ámbito litúrgico, confor­mándose un grupo de sacerdotes jóvenes y de religiosos,

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opuestos a esa legitimación, que fortalecieron la posición aislada hasta ese momento de Mons. Calderón y Padilla. Ese grupo lo integraban, entre otros, Uriel Molina, Os-waldo Montoya, Guillermo Quintanilla, Francisco Mejía, Octavio Sanabria, Francisco Rodríguez, Edgar Zúñiga, Ernesto Cardenal y algunos capuchinos que tra­bajaban en la costa atlántica.

Estos sacerdotes impulsaron nuevas experiencias pas­torales. En general no se centraban todavía en la proble­mática socio-política, sino que insistían en aspectos tales como creación deun espíritu comunitario, desclericaliza-ción, superación del machismo, integración familiar y re­novación litúrgica. Tampoco eran experiencias generali­zadas: Parroquia San Pablo Apóstol de Managua, zonas rurales del norte, región de Zelaya (costa atlántica)... y Gran Lago de Nicaragua, donde, desde el archipiélago de Solentiname, se elevaba una oración, los Salmos, pero no sólo los de los poetas bíblicos, sino que también los del poeta y contemplativo Ernesto Cardenal:

«Bienaventurado el hombre que no sigue las consignas del Partido ni asiste a sus mítines ni se sienta en la mesa con los gangsters ni con los Generales en el Consejo de Guerra. Bienaventurado el hombre que no espía a su hermano ni delata a su compañero de colegio. Bienaventurado el hombre que no lee los anuncios comerciales ni escucha sus radios ni cree en sus slogans Será como un árbol plantado junto a una fuente». Otra experiencia importante fue la formación de

evangelizadores autóctonos en la «Hoya del Río Coco». El territorio en cuestión comprende el extremo nordeste de Nicaragua y la punta sudeste de Honduras, formando el Río Coco la frontera entre ambos países. Lo habitan unos 30.000 indígenas miskitos diseminados en casi un centenar de pueblos.

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Los «moravos» trabajan en la zona desde hace ochen­ta años y los católicos desde hace unos cincuenta. Por más de medio siglo la Iglesia Morava formó en la región a evangelizadores indígenas. Por el lado católico, no fue si­no hasta 1953 que se creó el Instituto Catequístico de Waspam, con la finalidad de suministrar a cada pueblo un seglar que pudiera dirigir el culto dominical. La cola­boración de los misioneros capuchinos fue decisiva para el éxito de la experiencia en su primera etapa, que se ex­tiende hasta 1967. Los misioneros enviaban a los cursos a los miskitos que más prometían; además, recogían arroz y frijoles para el Instituto y colaboraban como profeso­res.

Paulatinamente los cursos ganaron en calidad y efi­ciencia. Parte de los mejores evangelizadores que actual­mente están en función proceden de esta primera etapa del programa de formación. No faltaron problemas. Uno fue que muchos evangelizadores, llenos de ardor y de celo al acabar su breve período de formación, pronto perdían su entusiasmo y terminaban por abandonar el Oficio de los domingos. Por otra parte, se consideraba a los evan­gelizadores nativos como simples asistentes o sustitutos del sacerdote.

Pese a las dificultades, algunos evangelizadores capa­ces y entregados fueron formados. Para 1967, unos dieci­séis miskitos católicos aseguraban, más o menos regular­mente, este servicio dominical, medio principal de evan-gelización y profundización de la fe en la zona. Incluso los mejores evangelizadores eran enviados a pasar varios me­ses en otros pueblos para evangelizar e instruir a la pobla­ción.

Estos evangelizadores laicos se servían de una arcaica^ traducción del Nuevo Testamento en miskito, publicad* años atrás por las Sociedades Bíblicas. El padre Bernará Casper facilitó la labor de los evangelizadores publicar» do, en miskito moderno, una colección de evangelios del domingo, un libro con un centenar de cantos religiosos! un catecismo, etc. 1

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Esta etapa, que contó con el apoyo constante del Vica­rio Apostólico de Bluefields, marca un primer paso ade­lante hacia la participación activa de los seglares coste­ños. El terreno estaba preparado para una nueva expe­riencia.

IV. MEDELLIN Y EL AGITADO UMBRAL DE LOS AÑOS SETENTA

II Encuentro Pastoral de 1969

El espíritu de Medellín fue introducido en Nicaragua por un movimiento de sacerdotes jóvenes, al que el somo-cista diario Novedades llamaría «Los siete hermanos en Marx» (Molina, Quintanilla, Mejía, Montoya, Zúñiga, Parrales, Rodríguez). A ellos se sumó luego Fernando Cardenal.

En enero de 1969 se celebró un Encuentro Pastoral muy conflictivo. Allí se dio el primer gran enfrenfamiento entre laicos y obispos. Tan conflictivo fue ese encuentro que se escribió un libro y no se volvió a hablar más de él.

El jesuíta P. Noel García expuso objetivamente al ini­cio del Encuentro la realidad de la Iglesia nicaragüense. Fundamentándose en las contestaciones dadas por sacer­dotes y laicos a encuestas previas que se les dirigieron, García sintetizó las actitudes de la jerarquía, del clero diocesano, religiosos, religiosas y parroquias. De la jerarquía se dijo que sólo era «avanzada» en edad, pues su conservadurismo y apatía eran notables; negativa, de­sunida y poco accesible al pueblo, representaba el inmovi-lismo. Y lo que era peor: carecía de un líder visible capaz de seguir una clara línea directriz.

Escaso en número, poco abierto al diálogo y sin «ag-giornamento», el clero diocesano permanecía ideológica­mente anquilosado y marginado por la jerarquía y el pueblo. La excepción eran unos pocos sacerdotes jóve­nes, quienes vivían en continua tensión con la jerarquía que trataba de frenar sus ímpetus renovadores.

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La mayoría de los religiosos trabajaban en colegios, en forma aislada e individual, sin cooperar con el clero diocesano y llevando una vida muy cómoda. En las reli­giosas el aislamiento era más notable, si bien —y esto aumentaría con los años— comenzaba a notarse cierto espíritu apostólico dentro de varias congregaciones que permitían a sus estudiantes trabajar en promoción social.

La realidad parroquial era deprimente. Los párrocos tenían poco trato con los feligreses y no existía la vida co­munitaria. En muchísimas parroquias el Vaticano II —y con más razón Medellin— continuaba ausente de la litur­gia, la predicación y el apostolado. Los sermones eran monótonos; las asociaciones religiosas inoperantes y sin verdadero sentido apostólico. La catequesis seguía redu­cida a una pura memorización sin sentido. En fin, muy pocas parroquias desarrollaban obras de promoción so­cial.

El contenido de esta ponencia permite deducir el fuer­te estudio crítico que se hizo de la Iglesia nicaragüense, re­visando sus actitudes, medios, métodos y organizaciones. La Asamblea Plenaria trató de arribar a conclusiones en­marcadas en la perspectiva de Medellin: demandó la edi­ción de un catecismo actualizado y adaptado a las exigen­cias del medio nicaragüense; recalcó la necesidad de pro­fundizar en el estudio de la enseñanza social de la Iglesia y de los documentos de Medellin; de capacitarse para estar en condiciones de dialogar con las distintas corrientes ide­ológicas contemporáneas y de formar a los laicos hacién­doles caer en la cuenta de sus responsabilidades como miembros de la Iglesia y como miembros de la sociedad; denunciar valientemente con palabras y obras las injusti­cias sociales, económicas, políticas y religiosas, etc. Para activar la pastoral de conjunto se hicieron varias sugeren­cias organizativas: la creación de un organismo de pasto­ral que integrara las actividades de evangelización, litur­gia, acción asistencial y de promoción humana; hacer del Instituto Juan XXIII de la Universidad Católica, un ór-

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gano oficial de investigación socio-religiosa al servicio de la Iglesia nicaragüense; renovar la Comisión Nacional de Liturgia y las Comisiones Diocesanas; actualizar el sema­nario El Observador y la Radio Católica, etc.

Por supuesto el Encuentro tuvo sus efectos, por más que estos fueran reducidos y no se hicieran sentir sino has­ta años después. A principios de julio del mismo año, se celebró un Primer Cursillo de Pastoral Litúrgica con par­ticipación de medio centenar de sacerdotes. Los asisten­tes recomendaron suprimir las diferencias clasistas en los «aranceles» buscando en todo la sencillez y la fraterni­dad; señalaron la ausencia de cursillos y estudios de for­mación litúrgica como una de las causas del «ritualismo» de las celebraciones e insistieron en que la acción pastoral no debía limitarse a la instrucción de los niños y al fomen­to de ciertas prácticas piadosas, sino extenderse a la for­mación de la conciencia adulta y de sus responsabilidades en un medio concreto de vida.

Se intentó ubicar los Cursillos de Cristiandad dentro de la pastoralde conjunto; lo mismo se quiso hacer con la promoción humana (Escuelas Radiofónicas, Apostolado de los Enfermos, Caritas, Instituto de Promoción Huma­na, Instituto Pablo VI, parroquia de San Pablo Apóstol, orden teresiana del Reparto Schick e Instituto Juan XXIII de la UCA), coordinada ahora por la Comisión de Acción Social surgida del Encuentro.

Pero el mayor fruto fue el haber generalizado la ur­gencia de una nueva espiritualidad: más bíblica, comuni­taria y de equipo. Esta nueva espiritualidad arraigó en aquellas comunidades en las que se conducían experien­cias de renovación pastoral, preanunciando las comuni­dades eclesiales de base que en los años setenta emergerían como el sector más dinámico de la Iglesia ni­caragüense. El desarrollo de esta espiritualidad no fue rá­pido ni fácil; costó mucho dolor y malas interpretaciones. Tuvo una de sus primeras manifestaciones en la protesta de dos obispos y siete sacerdotes ante la violencia de la

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dictadura contra los jóvenes guerrilleros en julio de 1969. Ya en aquella ocasión se señaló que no bastaba con que dos obispos y siete sacerdotes encarnasen la Palabra del Pueblo; tenia que haber comunidades de fieles dispuestas a transformarse para hablar palabra de vida y engendrar otras comunidades, como lo exigia el cambio en Nicara­gua. Esas comunidades surgirían muy pronto.

Una de las recomendaciones del Encuentro Pastoral fue la renovación del informativo El Observador. El cam­bio de director no bastó para que se diera la actualización deseada. Dichosamente en enero de 1969 había, aparecido el primer número del periódico mensual Testimonio, que expondría el pensamiento de laicos pertenecientes al sec­tor intelectual progresista de la Universidad Católica (Er­nesto Castillo, Manolo Morales, Luis Rocha, Felipe Mántica...). En algunas parroquias halló eco; en muchas otras no tuvo aceptación, y en algunos lugares, hasta hu­bo prohibición absoluta de recibirlo y de difundirlo. El equipo responsable del periódico se fue quedando solo hasta no llegar a contar con el mínimo respaldo para ga­rantizar su existencia comunitaria. El editorial de su ante­penúltimo número expresó con sinceridad lo que se esta­ba viviendo:

...no hay suficiente comunión entre los cristianos que quieren una Iglesia renovada, lo cual impide que tengamos la suficiente garantía de que la vivificación procederá del seno mismo de la Iglesia, ya que no se da la necesaria unidad, el proceso renovador estará expuesto a los errores y deficiencias propias de una actitud individual. Nosotros nos sentimos temerosos de correr ese ries­go.

Nuevas experiencias pastorales

En el campo de la acción pastoral debemos mencionar el significativo avance cualitativo de algunas comunida­des cristianas. En primer lugar, la llamada «Iglesia Madre»: la comunidad de San Pablo Apóstol de la «14 de Setiembre», animada por el sacerdote José de la Jara des­de 1966. Ahí se comenzó realmente una experiencia de co-

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munidad eclesial de base que continúa hasta hoy. La for­mación inicial incluyó cursos bíblicos, prematrimoniales v de introducción a la vida cristiana, la creación de una cooperativa... Hacia 1968 su pastoral comenzó a ocupar­se de temas como la dignidad de la persona humana, la postura del cristiano ante la realidad política y de promo­ver algunas acciones de participación política popular. Rápidamente la parroquia se convirtió en una «parroquia piloto»: formación de líderes laicos, edición de un boletín informativo, extensión de la comunidad al Reparto Schick, proyección de su labor misionera en Solentina-me, encuentros de matrimonios. A finales de 1968, la co­munidad organizó un encuentro en la Gruta Javier de los jesuítas, al que asistieron las comunidades de barrio Larreynaga, Condega, Somoto y Pueblo Nuevo, lo mis­mo que el P. Vidal de Waspan (costa atlántica), todos en­tusiasmado por el movimiento renovador de la parro­quia. En esta comunidad de Managua nació la Primera Misa Popular Nicaragüense, muy conflictiva porque la jerarquía no aceptaba el Credo que decía «Yo creo en Je­sucristo que nació de nuestra gente», y los obispos repli­caban: «¡Imposible! El nació de la Virgen María».

Allá en el Gran Lago, en torno a Ernesto Cardenal, se consolidaba la pequeña comunidad o monasterio laico de Nuestra Señora de Solentiname. No todos los habitantes de las islas asistían a las celebraciones litúrgicas. Muchos por falta de bote. Otros porque no encontraban las devo­ciones a los santos, a las que estaban acostumbrados. Otros por la influencia de la propaganda anticomunista, y tal vez también por temor. Los campesinos que asistían a las celebraciones tenían, en vez de un sermón, un diálo­go sobre el Evangelio. Aquellos comentarios en el templo, en el rancho de paja para las reuniones y el al­muerzo comunal después de la eucaristía, al aire libre en otras islas o en un pequeño caserío de la costa de enfrente, originaron el «Evangelio en Solentiname».

El P. Vílchez, por su parte, impulsaba en la diósesis de Matagalpa una intensa acción rural que cubría más de se-

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tenta valles, organizando comunidades y formando líderes campesinos. La pastoralmisionera de Río Coco, \ su vez, entraba en una nueva etapa. Se habia llegado a ui callejón sin salida dado que los hombres demás edad, qut eran los que tenían el respeto de sus comunidades, salvo raras excepciones no sabían leer, y los jóvenes, que sabían leer, en general no habían podido granjearse el respeto de sus comunidades. En la parroquia más grande de la zona, se puso en marcha un nuevo plan en 1967. Se invitó a cada pueblo a elegir a su propio evangelizados si el elegido no sabía leer, se debía nombrar a alguien con cierto estudio para que le asesorara. Para ayudar a los nuevos evangeli-zadores se les proporcionó un Oficio Bíblico (en lengua miskita) y se fijaron reuniones bimestrales para renovar constantemente su formación y animarlos en su misión.

El Instituto de Formación de Waspam organizó un curso breve para los nuevos evangelizadores. Estos, ade­más de presidir la celebración del oficio dominical, prepa­rar para el baustismo, el matrimonio y animar a los jóve­nes, debían participar en las actividades de desarrollo socio-económico de su comunidad y estimular a todos los cristianos a hacer lo mismo.

En 1968 se unificaron tres parroquias de la zona. Los párrocos fijaron su residencia en Waspam y pasaron a formar un equipo pastoral. Las religiosas de Waspam se integraron al equipo al año siguiente. Como resultado del nuevo plan y del trabajo en equipo, el número de evange­lizadores laicos activos subió considerablemente: de dieciséis que eran en 1967 a ciento veinte en 1970.

Los conflictos de 1970

Dos hechos importantes acontecieron en 1970: el caso del P. Francisco Mejía y el conflicto estudiantil de la Uni­versidad Católica. En el mes de enero la Guardia Na­cional atacó una casa de seguridad del FSLN en el barrio El Edén de Managua. El P. Mejía intervino ante la Guar­dia para que se respetase la vida de los jóvenes sandinistas

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detenidos, lo que motivó que fuera detenido y golpeado Los obispos auxiliares de Managua, Mons. Borgc y Mons. Chávez Núñez, minimizaron la intervención del sacerdote y la actuación de la Guardia confirmando su ac­titud de apoyo a la estructura gobernante.

A nivel de diócesis sólo se manifestaron las de Mata-galpa y León. Sí protestaron el clero y el pueblo de Léon, el Sindicato de Intelectuales Cristianos —gestado en la Universidad Católica— y la Asociación Nacional del Cle­ro. El clero leonés emitió un extenso documento en el que daba un panorama reciente de la vida nacional:

Son muchas las expresiones de insatisfacción que cada día vienen brotando en nuestra sociedad: huelgas reprimidas con violencia; estudiantes ultimados sin intentos efectivos de salvación... de­tenciones arbitrarias, torturas comprobadas repetidas veces en los detenidos políticos; llamados al pueblo por parte del clero joven y, primera vez en Nicaragua, los vejámenes físicos y morales a un sacerdote...

Entre los no firmantes del documento estuvo Mons. NoelBuitrago, reincidente en sus públicas demostraciones somocistas. En su alocución durante la visita reelec-cionista de Somoza al pueblo del Malpaisillo, dijo al dic­tador:

...lleváis tres años de gobierno y en este tiempo hemos sentido la mano progresista de vuestra administración. Que la estrella de Belén os siga dirigiendo para que vuestra mano se levante mante­niendo la paz y la prosperidad por sus cuatro puntos cardinales.

Gran significación tuvo también el conflicto estudian­til de la UCA. Inspirándose en los «Documentos de Bu-ga» sobre la crisis de las universidades católicas latino­americanas, el Centro Estudiantil de la Universidad Centroamericana (CEUCA) emprendió un estudio refle­xivo que llevó, por primera vez desde la fundación de la Universidad, al cuestionamiento de la orientación de-sarrollista de ésta exigiendo una reforma integral.

Las máximas autoridades universitarias se negaron a sentarse a dialogar. Los estudiantes tomaron entonces los

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edificios de la Universidad, recibiendo el apoyo de los laicos y sacerdotes que animaban el periódico Testimo­nio. Plantearon su concepción liberadora de la Universi­dad, y, lo que es muy importante, descubrieron una nueva forma de lucha política: la loma de los templos. Con algunos sacerdotes e intelectuales, los estudiantes to­maron la Catedral de Managua denunciando el injusto sistema socio-económico-político, protestando por la constante violación de los derechos humanos más ele­mentales y demandando el cese de las torturas y la libertad de varios estudiantes capturados y de miembros del Fren­te Sandinista de Liberación Nacional. La valentía y deci­sión de los manifestantes obligó a Somoza Debayle a ac­ceder a sus demandas.

A partir de este movimiento estudiantil, fundamen­talmente cristiano, los templos serían verdaderos bas­tiones de lucha para el pueblo nicaragüense. Ahora bien, el movimiento continuó su pujante desarrollo. Además de otras tomas internas, organizó importantes en­cuentros y seminarios sobre Teología de la Liberación, Realidad Nacional, Revolución Cultural y Misión de las Universidades Católicas en América Latina, Estudiante y Revolución, etc.

Para finales de ese año, casi un centenar de los princi­pales miembros del movimiento fueron encarcelados por la dictadura y expulsados de la Universidad. Sin embar­go, posteriormente, saldrían de allí los primeros elemen­tos del Movimiento Cristiano Revolucionario, el cual se consolidaría en la Universidad Nacional Autónoma de Nicaragua (UNAM) hacia 1976, y contribuiría a difundir la convicción de que el mensaje evangélico es esencial­mente un mensaje de liberación.

V. REFORMA V CONTRARREVOLUCIÓN (1972-771

En diciembre de 1972 el país fue sacudido por un terre­moto que devastó la ciudad de Managua. Se constituyó

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un Comité Nacional de Emergencia cuya presidencia asu­mió Anastasio Somoza. El financiamiento externo y la masiva ayuda internacional para la reconstrucción per­mitieron una recuperación artificial de la economía, pero también la mayor corrupción administrativa que registra la historia nicaragüense.

Por estos años se inició la penetración de capitales es­tadounidenses no tradicionales, asociados a negocios su­cios vinculados orgánicamente a la «mafia». El mayor representante de esta abigarrada corriente empresarial fue HowardHughes. Asociado al grupo Somoza organi­zó la refinería y el superpuesto petrolero de Monkey Point, la canalización de la ruta Río San Juan-Xolotlán, la renovación de los equipos de la empresa aérea Lanica, y otros muchos proyectos.

Las ultrasoberanas concesiones otorgadas a Hughes y a otros grandes proyectos foráneos, convirtieron al país en un apéndice político-económico de las compañías transnacionales. Para finales de 1974, el 80% de la pro­ducción industrial estaba en manos de las empresas esta­dounidenses. Cuatro grandes bancos transnacionales —Chase, First National of Boston, Wells Fargo y Mor­gan Guaranty Trust— controlaban el ámbito de las ope­raciones agrícolas, industriales, las construcciones e in­versiones inmobiliarias. Colocados a la cabeza de los pul­pos financieros de la burguesía colaboracionista —Banco Nicaragüense y Banco de América—, o directamente aso­ciados al grupo Somoza, se infiltraban por todos los in­tersticios de la economía nacional.

Se precipita la crisis política de la dictadura

Somoza impulsó la reforma de la Constitución para poder ser elegido nuevamente. En 1974 era fraudulenta­mente electo para otro período presidencial de seis años en medio del más amplio repudio popular. Estados Uni­dos reforzó la asistencia de los programas de ayuda mili­tar, la capacitación del ejército y los aparatos represivos.

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La cruda aplicación de la violencia contrarrevolucionaria se matizó con programas de acción cívica, control de la natalidad, asistencia médica y otros amortiguadores practicados masivamente en las zonas de operaciones del movimiento guerrillero.

El 27 de diciembre de 1974, tras un prolongado lapso de organización clandestina, el FSLN asestó un especta­cular golpe a la dictadura capturando como rehenes a un relevante grupo de funcionarios del régimen que se en­contraban en una fiesta particular. El impacto de la ac­ción y el manifiesto apoyo de la población, mostraron la debilidad política del dictador quien tuvo que acceder a todas las demandas de «los muchachos».

La precipitación de la crisis política de la dictadura coincidió con el agravamiento de las condiciones de vida de las masas, el desabastecimiento de productos de prime­ra necesidad y la desocupación. La desconfianza se hizo presente en los niveles de la administración somocista y en los altos mandos de la Guardia Nacional. Simultáne­amente, Nixon era arrojado de la Casa Blanca, y con él los funcionarios implicados en negocios sucios, como era el caso del embajador en Nicaragua, Turner Shelton, socio-empleado de Hughes y socio también de Somoza al cual había prestado un apoyo incondicional. La ola de críticas que se levantó contra Somoza y su camarilla por la apro­piación de la ayuda externa para la reconstrucción de Ma­nagua, fue otro de los principales factores que contribuyó a la pérdida de legitimidad de la dictadura.

Una estrategia de emergencia

El Departamento de Estado se veía empujado a adop­tar medidas más sutiles que contrarrestaran la imagen de total identificación de los Estados Unidos con Somoza. Pero, por otra parte, en momentos en que se agudizaba la crisis del Mercado Común y se impugnaba la presencia es­tadounidense en el Canal de Panamá, la dictadura somo-

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cista adquiría relevancia como un intermediario fuerte, influyente y capaz de enfrentar situaciones desagradables para los Estados Unidos en el área. Este aspecto es importantísimo. El carácter esencial de la dictadura mili­tar somocista, su inequívoco propósito, su razón de ser, consistía en servir como gobierno de intervención. Su ba­se de poder, la Guardia Nacional, era un aparato de fuer­za organizado, apertrechado y dirigido bajo una concep­ción de ejército expedicionario y de ocupación, orientado a la defensa de los intereses geopolíticos y económicos ne-ocolonialistas en la región centro-caribeña.

El Departamento de Estado diseñó entonces una política de emergencia para el caso de Nicaragua. Esta combinaba reformas de cierto corte burgués y escaladas represivas, en una especie de síntesis de la vieja política «aliancista» y de la estrategia de militarización y contrainsurgencia de finales de los sesenta. La nueva al­ternativa se diferenciaba en que la acción directamente es­tatal sustituía a los empresarios locales, centrando la política económica en la promoción de proyectos agrícolas de gran envergadura. Se contemplaba la crea­ción de un área de economía cooperativa de carácter agrícola que se organizaría básicamente en las zonas más expuestas al trabajo político del movimiento revolu­cionario. Entre reforma y contrarrevolución, el énfasis se ponía, lógicamente, en la segunda; incluso los programas «cooperativistas» estaban diseñados para asegurar el control de la población en las unidades productivas.

La parte operativa del programa estratégico se confió a una institución, especialmente modelada por los aseso­res estadounidenses, denominada Instituto de Bienestar Campesino (INBIERNO), ente autónomo multisectorial que contaría con la asistencia directa de todas las institu­ciones vinculadas con la economía. Tras INBIERNO se encontraba la sucursal de planificación agrícola de la AID, que fue la que diseñó el proyecto.

Simultáneamente, múltiples organismos estatales

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contribuían con la fachada demagógica, impulsando programas de asistencia popular, préstamos, asistencia técnica, mejoramientos salariales, etc. Los mecanismos partidistas de la dictadura, por su parte, realizaron una intensa labor propagandística orientada a difundir la nueva imagen «social» del gobierno somocista.

La escalada represiva se puso en práctica con mayor anticipación que las reformas «sociales». En diciembre de 1974 se instauró el Estado de Sitio, la Ley Marcial y la Censura, que se prolongaron hasta setiembre de 1977. La Guardia Nacional reprimió en repetidas ocasiones a la población de los departamentos occidentales y del norte, y mantuvo una persecución estable y el estado de terror en las zonas aledañas al sector de operaciones guerrilleras (Matagalpa y Jinotega). Durante este período represivo se gestó el paulatino proceso de desgaste de las bases de sustentación de la dictadura que culminaría en una crisis política irreversible.

Creciente aislamiento político de la dictadura somocista

La sangrienta represión conducida por la dictadura en su desesperado intento de descabezar al movimiento po­pular, puso al descubierto su carácter abiertamente mili­tar y criminal. Esto desató una ola de protestas y cues-tionamientos al régimen, en particular de parte de los sec­tores populares, principales víctimas de la represión y de la crisis económica que se sintió al agotarse el período de crecimiento económico artificial posterremoto. A nivel internacional, fue importante el aprovechamiento de la brecha abierta por la política de derechos humanos del presidente Cárter.

Gran significación tuvo el inicio del deterioro de la unidad contradictoria en el poder entre la dictadura y las distintas fracciones de la burguesía colaboracionista. La agudización de la represión militar y la institucionaliza-ción del terror, molestó a algunos sectores de la mediana

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burguesía que preferían un régimen político que goberna­ra basado en el consenso, por cuanto era obvio que se es­taban multiplicando las condiciones para la radicaliza-ción del pueblo y la legitimación de la violencia revolu­cionaria como única forma válida de lucha política. Pero lodavía más importante fue el hecho de que este periodo represivo coincidió con el agotamiento de las posibilida­des de crecimiento económico, y con increíbles niveles de corrupción y distorsión de la política económica del Esta­do en beneficio exclusivo del grupo somocista. La burguesía acusó al dictador de «competidor desleal», in­dicando así que los márgenes de coexistencia entre el gru­po Somoza y los otros grupos burgueses se estrechaban aceleradamente.

Para 1977 la dictadura estaba sumida en un aislamien­to político casi total. Contaba únicamente con el apoyo de la Guardia Nacional, de los Estados Unidos —pese a manifestaciones parciales de rechazo y críticas de la Ad­ministración Cárter— y de la burguesía financiera más re­accionaria.

Todos estos factores, incluidos la clara presión esta­dounidense y la incapacidad del Estado de Sitio de frenar las luchas populares, determinaron la derogación del es­tado de excepción en un intento de la dictadura por recu­perar la legitimidad y reaglutinar las fuerzas que tradi-cionalmente la habían apoyado.

VI. LA IGLESIA TOMA DISTANCIA

Comienza el deterioro de relaciones

En abril de 1970 se produjo el nombramiento del nuevo arzobispo. Este recayó en la persona del brazo de­recho de Mons. Calderón y Padilla: el obispo auxiliar de la diócesis deMatagalpa, mons. MiguelObando y Bravo. El nombramiento de mons. Óbando supuso una coyuntu­ra favorable que, sobre todo a partir de 1971, llevó a un creciente deterioro de las relaciones con el régimen somo-

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cista. Signos de este deterioro fueron el rechazo del nuevo arzobispo a Somoza Debayle de un lujoso automóvil, po­niendo así fin a /apolítica de prebendas mantenida por el somocismo a nivel del arzobispado; su participación en un comité pro-presos políticos; sus declaraciones al regre­so del Símodo de 1971 y, principalmente, su negativa a asistir a la ceremonia oficial, del «Kupia-Kumi» (Pacto Somoza-Agüero), lo que habría comprometido a la Igle­sia en la «operación».

Muy compenetrado con la doctrina de la no-violencia, mons. Obando abogó por una solución refor­mista a los problemas sociales, insistiendo en la educa­ción de los laicos para que pudiesen actuar efectivamente en cooperativas y sindicatos. Albergaba la esperanza de que la Iglesia diese un fuerte impulso a la transformación de la realidad nicaragüense cuando la función parroquial dejase de limitarse a la administración de sacramentos, para convertirse en un centro que despertase a los fieles el sentido de la dignidad, la fuerza reivindicativa de sus de­rechos y el respeto de la persona humana.

El carácter de «obispo de la dignidad» que hasta 1972 —año de su muerte— fue atribuido a mons. Calderón y Padilla, paulatinamente pasó a mons. Obando a medida que se consolidó como la mayor autoridad moral del país. Llegaría a constituir, a nivel nacional, un factor de solu­ción pacífica en los conflictos políticos-militares más críticos, como fueron las tomas de la residencia del somo-cista «chema» Castillo, en diciembre de 1974, y la del Pa­lacio Nacional el 22 de agosto de 1978, realizadas ambas por el FSLN.

El «acta de independencia» de la iglesia nicaragüense

El 29 de junio de 1971, los obispos nicaragüenses suscribieron una Carta Pastoral «Sobre el deber del testi­monio y déla Acción Cristiana en el Orden Político». No obstante su carácter genérico, no fue firmada por el obis­po de Granada mons. García y Suárez, quien mantuvo siempre pública amistad con la familia Somoza.

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Menos genérica y más directa resultó la Pastoral del 19 de marzo de 1972, a raíz de la promulgación de la Constituyente que llevaría al poder a los t res miembros de la Junta Nacional de Gobierno. Su título era «Sobre los principios de la aci ividad política de la Iglesia», y muchos la interpretaron como un «acta de independencia» de la Iglesia nicaragüense respecto a la dictadura somocista.

Aunque su juicio sobre la realidad era rápido y genéri­co, los obispos demostraron una gran comprensión de la gravedad de los problemas, abogando por cambios de estructuras, transformaciones audaces y profundamente renovadoras:

No se pueden cerrar los ojos a esla realidad. Las diversas expe­riencias políiicas que observamos en nueslro Continenle, el fer-menio revolucionario que irrumpe sin cesar en forma de mani-fiestos más o menos pacíficos, guerrillas o luchas declaradas, podrá ser canalizado o aprovechado en determinado momenio por fuerzas políticas interesadas, pero en su origen no es sino un grito incoercible de un pueblo que toma conciencia de su si­tuación y busca cómo romper los moldes que lo aprisionan. Es lodo un orden nuevo el que busca. Se podrá reprimir o retrasar por la fuerza esos intentos de muchas partes, pero el movimiento está en marcha, y los viejos sistemas tienen ya muchas fallas.

Tanto dentro de los partidos de oposición como en publicaciones periódicas, hubo muchos comentarios sobre la Carta Pastoral, mient ras que el gobierno la igno­ró. El diario La Prensa comentó que «en medio del caos se eleva un astro nuevo: al Iglesia». Por su parte, el distin­guido intelectual cristiano José Coronel Urtecho, mani­festó": «Creo que la última Pastoral de los Obispos es el documento más importante que ha lanzado la Iglesia des­de que el cura Agüero dijo la primera Misa en territorio nicaragüense en 1523.»

Cada vez más la Iglesia en general y la jerarquía en particular, estuvo más atenta a la denuncia de abusos concretos cometidos por la Guardia y las autoridades ju­diciales. La Conferencia Episcopal, en mayo de 1974, emitió una declaración señalando como atentados cont ra la justicia, el derecho y el orden público, los insultos y

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violencia en las investigaciones, el allanamiento de mora­das y las vejaciones a detenidos indefensos. Los obispos llamaron la atención sobre el aumento de la desconfianza en los jueces, denunciando que su correspondencia, cuando intentaban poner en conocimiento de las autori­dades hechos abusivos, era retardada o quedaba sin res­puesta. En agosto de ese año, siguiendo la línea de las Pas­torales de 1971 y 1972, el Episcopado publicó una tercera carta con motivo del proceso electoral que se avecinaba, demandando libertad de asociación política para todos y reclamando el derecho de disentir.

Estos documentos episcopales recogen las exigencias de una democracia en libertad y constituyen una repeti-cióti de principios umversalmente aceptados. Pero si en su contenido no hallamos originalidad ideológica, sí tienen el valor de haber aparecido oportunamente y el mé­rito de haber cuestionado las soluciones impuestas, ha­ciendo que la jerarquía nicaragüense cobrara libertad res­pecto de los poderes públicos.

Probablemente su mayor deficiencia radica en su punto de partida. A pesar de su reclamo por un cambio de estructuras y transformaciones audaces, Io&obispos se si­tuaron en el terreno señalado por las instancias políticas, siendo su mayor preocupación el ejercicio de los partidos políticos, la actividad electoral, etc. Y es que es muy dis­tinto el enfoque de los problemas desde la perspectiva de los partidos políticos que desde las miserias y frustra­ciones de las masas de campesinos y marginados urbanos. Sorprende que la Conferencia Episcopal no recogiera el mensaje de Medellín. Son muy escasas las citas que hacen referencia a esos documentos y, ciertamente, la perspecti­va e inspiración de los mismos quedaron en buena parte silenciados en las cartas de los pastores nicaragüenses.

La contribución de los cristianos de ¡a pequeña burguesía

Hacia 1973, después del terremoto que destruyó Ma­nagua, en Barrio Riguero, uno de los barrios orientales

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que durante la insurrección resistirian heroicamente la embestida de la Guardia Nacional, nació una experiencia de vida comunitaria de sacerdotes y jóvenes universita­rios en una marcha hacia el conocimiento cercano de los pobres. En esa comunidad se vivió un intento de síntesis entre reflexión bíblica, celebración de la fe y compromiso revolucionario. La Comunidad Universitaria de Barrio Riguero tendría gran trascendencia en la historia religiosa del país y en el futuro desenvolvimiento del Frente Sandi-nista de Liberación Nacional. La integraron ex-alumnos de colegios privados dirigidos por congregaciones reli­giosas. Ellos serían el núcleo del Movimiento Cristiano Revolucionario, y prácticamente todos se com-meterían de una u otra manera con el Frente Sandinista, tomando parte activa en su dirección. Algunos de ellos son hoy Comandantes de la Revolución o integran los cuadros más importantes del Frente; otros regaron el compromiso revolucionario con su sangre.

Los muchachos y muchachas hicieron una lectura política del Evangelio desde un análisis marxista de la re­alidad, que, al principio, no fue comprendido por los sa­cerdotes que los acompañaban a causa de una especie de bloqueo ideológico. Al agudizarse la represión y empe­orar las condiciones de vida del pueblo, los miembros de la comunidad, que cada vez atraía a más gente, radicali­zaron su comprensión y vivencia de la fe. El párroco Uriel Molina soportó,muchas presiones de la jerarquía y de sus superiores, pero la comunidad siguió adelante.

A la par de la radicalización de su fe se dio un proceso de cambio de intereses de clase. Los jóvenes vieron que sólo asumiendo solidariamente los intereses de las clases populares podían vencer al burgués que llevaban dent ro y pensar en un compromiso revolucionario que intentara, no únicamente «derrocar a Somoza», sino derrocarlo desde la perspectiva de los intereses de los pobres.

El camino desde la religión hacia una fe, de la que la lucha por la justicia fuera una parte esencial e indispen-

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sable, no fue fácil. No lodos mantuvieron una vivencia religiosa explícitamente eclesial; no todos lograron recre­ar un anuncio de Jesucristo al lado de una realización del mandato cristiano del amor que revolucionariamente in­tentaban cumplir en su lucha. No todos supieron dar ra­zón de su fe mientras maduraban en ellos una teoríay una práctica marxistas con una gran creatividad y muy «a lo nica». ¿Las causas? Probablemente muchas. Pudo haber influido —en ellos más que en el pueblo pobre— la mayor cercanía a manifestaciones disciplinarias de la jeraraquía adversas al uso de la violencia revolucionaria en cualquier coyuntura. El no haber encontrado siempre en el clero y en sus compañeros de otros movimientos laicales cris­tianos el adecuado acompañamiento eclesial para sus op­ciones. También puede que sus hábitos burgueses de pen­samiento rechazaran demasiado fácilmente como sin sen­tido celebraciones sacramentales que los pobres tardan mucho más en considerar superfluas o que nunca consi­deran superadas, sino que las recrean a su modo.

Lo importante es que, en Riguero y en otros barrios, los jóvenes se metieron en las comunidades eciesiales de base y en los consejos parroquiales. A los universitarios del Riguero se sumaron nuevos grupos de jóvenes cris­tianos de la Parroquia de San Antonio y de los colegios re­ligiosos (Centro América, Calasanz, La Asunción...). A cada acontecimiento político se trataba de responder con la fe. Todo este t rabajo, respaldado por cursillos, semina­rios, etc. hizo que los cristianos fueran madurando en su fe, creando una red cada vez más amplia de simpatizantes del proceso. De este modo, desde la toma de la casa de Chema Castillo en diciembrede 1974, los cristianos de las comunidades de base y de ot ros movimientos eciesiales se sintieron crecientemente identificados con los ideales del Frente Sandinista. Bastantes se le unieron pasando a la clandestinidad; otros colaborarían de diversas formas (prestando la casa para reuniones, trasladando armas, sirviendo de correo, facilitando medicinas, trasladando u ocultando «compás»...).

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Entre la pequeña burguesía y aun entre la gran burguesía nicaragüense, hubieron también muchos cris­tianos que se adhirieron a la lucha contra la dictadura por motivos cristianos, pero ellos no tomaron la causa de los pobres como causa propia, como causa de Dios. A ellos los motivó el exceso de corrupción del régimen somocista, su crueldad y su actuación genocida. También ellos arriesgaron sus casas de barrios residenciales de «clase media alta» y también ellos lo hicieron teniendo clara la posibilidad de que la Guardia Nacional y los «orejas» descubrieran su actuación. Esa generosidad con que en un momento dado lo arriesgaron todo, nadie se la quita­rá.

Pero una indignación moral ante los excesos de una dictadura y un corazón bondadoso ante las privaciones de las masas, no bastan para comprender que en la libertad absoluta de poseer los medios de producción, en un siste­ma basado en el lucro y en la propiedad, propiedad que no reconoce una grave hipoteca social, existen ya los gérme­nes de la represión y de la corrupción. Hace falta dar un paso más: hace falta dejar de pensar en términos de los in­tereses de un minoría, asumiendo los intereses de las cla­ses populares. Aceptar que un sistema que produce histó­ricamente «ricos cada vez más ricos a costa de pobres ca­da vez más pobres», no puede ser opción de ningún cris­tiano. Sólo entonces comprenderán a los compañeros su­yos de clase que fueron capaces de dejar su posición so­cial, sus privilegios de superioridad, sus bienes materiales opulentos, para confundir su sudor y su sangre con el su­dor y la sangre ya centenarias del pueblo pobre nicara­güense.

El despertar de la Iglesia de Estelí

La diócesis de Estelí, en la zona norte del país, comprende una región netamente rural con núcleos de población semi-urbanos. Se trata de una diócesis nueva que, siguiendo las orientaciones del Vaticano II y apoyán-

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dose en la personalidad de su primer obispo, mons. Cle­mente Carranza, inició su despertar por esta época.

A partir de la llegada de un grupo de jóvenes sacerdo­tes, religiosas y laicos y de la Conferencia de Medellin se comenzó a encarar la situación de opresión que se vivía en el país. Se inició entonces un trabajo de análisis de la reali­dad, buscando descubrir las causas de la pasividad e indi­ferencia de grandes sectores de la población, no sólo en lo religioso, sino también respecto a la problemática econó­mica, social y política.

Un grupo de sacerdotes se interrogó sobre el papel que estaban jugando como Iglesia, descubriendo el rol legiti­mador del sistema que ésta cumplía, pero también que era la institución que más pesaba culturalmente en la con­ciencia del pueblo. Se gestó así una labor pastoral de cara a la liberación de éste.

Se emprendieron muchos trabajos de animación y promoción de pequeñas comunidades, insistiendo en as pectos como fe, Biblia, religiosidad popular, sacramen tos y realidad moral. Al principio se dio una dispersión j con frecuencia el objetivo (liberación real del pueblo), quedó muy oculto. El desarrollo mismo de los aconteci­mientos hizo que el interés recayera más y más en lo so­cial, lo político, los servicios prestados por el Estado, has­ta abordar, por fin, la posición de la Iglesia en relación con todos esos aspectos.

La intensa actividad pastoral exigió crear organismos de coordinación. Aparecieron asi la Vicaría de Pastoral y las Zonas Pastorales en la diócesis. Se establecieron cur­sos de formación para agentes de pastoral, previendo que el escaso clero debía ser reforzado por gente del pueblo mismo que garantizara la eficacia del servicio de la Igle­sia.

La despiadada acción represiva de la Guardia Na­cional en la zona, llevó a mucha gente a buscar la protec­ción y el relativo «espacio libre» de la Iglesia. El clero

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reflexionó acerca de la misión evangelizadora de la Iglesia en aquel contexto de opresión y represión, concluyendo que la Iglesia tenía que incluir entre sus servicios un dis­curso político claro que, partiendo de la fe, ayudara a los cristianos a enfrentar la realidad nacional y regional.

Particularmente los años 1975 y 1976 transcurrieron en medio de una exagerada vigilancia, control y abierta represión. Seis sacerdotes fueron llamados a declarar en los tribunales militares en relación a las actividades del FSLN. Otros fueron acusados ante las autoridades ecle­siásticas y fichados casi todos en los comandos de la Guardia. Una gran cantidad de Delegados de la Palabra fueron encarcelados y torturados, y un sacerdote expul­sado del país. Este era sólo el preanuncio de la crisis que se avecinaba.

Los capuchinos de Zelaya extienden su acción misionera

Zelaya es el gran departamento oriental de Nicara­gua. Comprende alrededor del 46% del país y el-10% de la población nicaragüense. Hacia 1971, los misioneros fran­ciscanos capuchinos de la zona (unos treinta en total), que habían centrado su trabajo apostólico en las poblaciones miskitas ubicadas a lo largo de las trescientas millas del Río Coco, comenzaron a extender algunos de los progra­mas que ya funcionaban entre los miskitos a los campesi­nos de habla hispana de la región.

En varias parroquias rurales de Zelaya iniciaron programas para líderes de salud. Se dictaron también cur­sos agrícolas que llevaron a la organización de Clubes Agrícolas en estas comunidades no-miskitas. En 1976 el Frente Sandinista tomó gran parte del área deshabitada del departamento. Esto ocasionó la presencia de contin­gentes de la Guardia Nacional que, mediante la severa aplicación de la ley marcial que restringía las reuniones públicas en la zona de combate, suprimió o desintegro muchos de los clubes agrícolas. Y es que los militares sos-

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pechaban enormemente de un tipo de organización que no tenían bajo su control.

En 1972, los líderes rurales de Zelaya —sobre todo los evangelizadores laicos— tomaron la iniciativa en lo que consideraban su mayor problema comunitario: la ausen­cia de escuelas en sus comunidades. Con la ayuda de la Misión Católica formaron un comité y solicitaron a las autoridades educativas un programa especial para maes­tros campesinos.

Muchas de las comunidades no esperaron la decisión de Managua para empezar sus propios programas. Al año siguiente un grupo de religiosas dirigió, en Rama, el pri­mer curso para maestros campesinos. Se siguió insistien­do ante las autoridades hasta que, en 1975, por primera vez recibieron salarios del gobierno ochenta maestros. La coordinación, supervisión y entrenamiento de los ma­estros rurales estaba en manos de los misioneros y reli­giosas, los únicos que visitaban esos pueblos.

Los padres capuchinos organizaron asimismo un cur­so para los evangelizadores laicos sobre su compromiso político comociudadanos y cristianos nicaragüenses, con el objetivo de combatir la difundida idea de que la política era un peligro que debía ser evitado. Unos trescientos líderes del suroriente de Zelaya participaron del curso; de regreso a sus comunidades, difundieron el contenido del mismo en los servicios dominicales.

También en la zona norpccidental ejercieron su influencia los capuchinos estadounidenses. En 1973, en Jalapa, Departamento de Nueva Segovia, Fray Evaristo ; Bertrand organizó el grupo juvenil «Llamas», cuyo prin­cipal trabajo fue llevar un mensaje de compromiso y con-versión cristiana. Los jóvenes intervinieron para liberar a personas detenidas, criticando la tortura y otras viola­ciones de los derechos civiles. Los oficiales, sospechando de sus frecuentes viajes a las áreas rurales, anularon sus visitas a los prisioneros y sus intentos de velar porque los

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derechos civiles de éstos fueran respetados. Mientras tan­to, Fray Evaristo y otros misioneros desarrollaban una intensa labor de predicación en los pueblos y ciudades de los departamentos de Nueva Segovia, Estelí y Madriz.

En junio de 1976, la totalidad de los capuchinos de Ze­laya dirigió una Carta al Gral. Somoza, con una detallada lista de unos ciento sesenta campesinos perdidos, tortura­dos o reportados muertos por la Guardia Nacional. La publicación de la carta y de la lista en el extranjero produ­jo un mayor enfriamiento de las relaciones entre la Iglesia y la dictadura. En Zelaya, por lo pronto, Fray Evaristo Bertrand fue apresado por la Guardia y expulsado de Ni­caragua. Además, el gobierno asumió/ la completa res­ponsabilidad del programa para maestros campesinos.

¿Cuál fue el resultado de los numerosos programas de concientización impulsados por los misioneros capuchi­nos y las religiosas de Zelaya? Quizá la mejor respuesta sea el testimonio de Rene Vivas, combatiente sandinista en la zona, quien dijera que «las comunidades cristianas fueron nuestros mejores aliados».

La Iglesia ante la represión

Después del sensacionalgolpe que supuso la toma de la residencia de José María Castillo, el Frente Sandinista de Liberación Nacional siguió operando en las montañas de los departamentos del norte y de Zelaya. La contraofensi­va de la Guardia Nacional tomó la forma de « operaciones de limpieza» en esas zonas rurales, las cuales golpearon fuertemente a los indefensos campesinos.

Los obispos realizaron gestiones personales ante las autoridades militares y gubernamentales, pero la si­tuación no mejoró. Tal fue la represión contra los campe­sinos de Matagalpa, Jinotega y Zelaya, que los misione­ros capuchinos, como ya señalamos, tuvieron que denun­ciarla formalmente ante el Gral. Somoza. Su denuncia

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constituyó la actuación eclesial más llamativa de este período. Fue recogida por varias asociaciones cristianas y1

grupos cívicos que impulsaron una campaña nacional eq favor de los campesinos desaparecidos, aunque no obtu­vieron ninguna respuesta oficial.

Por esos mismos días, el P. Fernando Cardenal de­nunció ante la Cámara de Representantes del Congreso de los Estados Unidos, las acciones represivas de la Guar­dia Nacional. Como su denuncia escandalizó a muchos,, declaró: '

Nadie se extraña cuando los sacerdotes apoyan a los poderosos y explotadores de este mundo, ni que bendigan sus fábricas y ha­ciendas, abracen a dictadores y se sienten a la mesa de los tortu­radores. Pero se escandalizan cuando un sacerdote, siguiendo el ejemplo de Cristo, defiende a los pobres y a los humildes, como ha sido mi caso. ;

En defensa de la dictadura militar se presentaron al­gunos testimonios de eclesiásticos, católicos y protestan­tes, que no dejaron de tener su impacto ante la opinión! pública.

Este período vio nacer dos importantes organiza-) ciones: la Comisión Nicaragüense de Defensa de los De­rechos Humanos, con amplia participación de sacerdo-j tes, pastores y laicos, y la Asociación de Mujeres ante la Problemática Nacional (AMPRONAC), que incorporó ai numerosas cristianas nicaragüenses. 1

Pero, ciertamente, la sangrienta represión conducida! por la dictadura reclamaba una declaración de la jerarquía, sobre todo por cuanto la censura impuesta a los medios de comunicación impedía que se hiciera públi­ca ninguna denuncia sobre los graves atropellos a los de­rechos humanos. La Conferencia Episcopal emitió final­mente su mensaje «Renovando la esperanza cristiana al iniciarse el año 1977». Si bien la toma de distancia de los obispos respecto al régimen se remontaba a 1971, este mensaje no tenía paralelo en sus anteriores comunica­ciones pastorales. El documento, aun adoleciendo de una

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dd iciente estructuración interna y de orden en su conteni­do, constituyó una fuerte denuncia sobre la situación existente. Los obispos, con gran valentía, denunciaron los abusos del poder militar y la inoperancia del poder ju-dicial, ganando en concreción y señalando con claridad a los autores de esos abusos, si bien todavía manteniéndose en un nivel descriptivo.

La respuesta de los sectores oficiales fue inmediata. Se montó una campaña de ataques y amenazas al arzobispo, ii varios sacerdotes e instituciones católicas a través del diario somocista Novedades y las emisoras liberales, lil apoyo solidario de diversos sectores de Iglesia y de la ciudadanía hizo que esta campaña perdiera fuerza, hasta i|ue una nunca bien explicada afección coronaria del dic­tador, fue hábilmente aprovechada por el régimen para neutralizar el impacto del documento sobre la opinión pública y dar de nuevo la apariencia de armonía con la Iglesia.

La dictadura somocista fue siempre muy cauta en sus relaciones con la jerarquía. Rehuyó toda confrontación con los obispos ignorando sus documentos condenato­rios, los que acababan siempre siendo presentados como coincidentes con la línea de gobierno. Pues bien, al ser hospitalizado el dictador en Miami, varios obispos eleva­ron oraciones públicas por el restablecimiento de su salud y pusieron la Misa al servicio de rogativas de la Guardia Nacional y del Partido Liberal Nacionalista. En mes y medio se celebraron cerca de doscientas cincuenta misas pidiendo por la salud de Somoza. Estos mismos obispos enviaron telegramas hasta el hospital donde se atendía al general, y escenificaron una celebración de acción de gra­cias (un «Te Deum») cuando éste regresó a Nicaragua. Tal explosión de servilismo de cierta parte del clero y del episcopado, marca la hora más oscura de aquella actitud ambigua que denunciaba y deslegitimaba a la autoridad somocista, aunque deslegitimando al mismo tiempo a La única alternativa histórica frente a la dictadura: el FSLN.

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Pero si el régimen procuró dar una imagen de respeto y diálogo con la jerarquía, su actitud con los sacerdotes y evangelizadores laicos fue muy distinta. Varios sacerdo­tes fueron expulsados del país, acusados de acción política, sin que mediara un diálogo aclaratorio entre las autoridades civiles y religiosas, en tanto que muchos cola­boradores laicos fueron capturados, torturados y desa­parecidos por la Guardia Nacional.

VII. CRISIS GENERAL Y TOTAL DEL SOMOCIStyO V LUCHA POPULAR CONTRA LA DICTADURA

A partir de 1977 la crisis del modelo de dominación so-mocista se hizo general, pues abarcó todas las esferas (económica, política, ideológica), además fue total, por cuanto su profundidad le asignó un carácter irreversible. El somocismo fue incapaz de superarla, de realizar refor­mas mínimas, ya no digamos suficientes, para atenuar o resolver, aunque fuese parcialmente, las contradicciones acumuladas desde la existencia misma de la dictadura, y que en esta coyuntura propicia se acrecentaron permi­tiendo el vigoroso auge revolucionario de las masas.

En efecto, cuando el modelo de dominación somocis-ta comenzó a ser hundido por las luchas populares; cuan­do la dictadura alcanzó un nivel cero de legitimidad y el pueblo rompió con las organizaciones políticas de la opo­sición burguesa, construyendo a base de lucha y dirigido por el FSLN y otras organizaciones populares su propia alternativa revolucionaria; cuando fue levantado frente a la dictadura el ejército del pueblo, los cimientos del somo­cismo se vieron decisivamente removidos. El somocismo no pudo ya garantizar con seguridad, y a un costo razo­nable, la reproducción capitalista.

Luego, la crisis político-ideológica derivó y precipitó la crisis económica, quedando ambas inter-reíacionadas dialécticamente en un mismo y único proceso. La profun-dización de la crisis económica proporcionó, a su vez, la base material de la agudización de las contradicciones de

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clase; en particular acentuó las contradicciones con la dic­tadura, lo que aceleró el debilitamiento y aislamiento de ésta.

Crisis económico-financiera

La crisis política propiamente dicha se inició con los golpes asestados por el FSLN a la Guardia Nacional en octubre de 1977, agudizándose con el Paro Empresarial, la irrupción violenta de las masas en la coyuntura a raíz del asesinato de Pedro Joaquín Chamorro y la rebelión del heroico pueblo indígena de Monimbó.

El sector privado experimentó pérdidas significativas desde el Paro Empresarial, por lo que muchos colocaron sus ahorros en el exterior. A comienzos de 1978 el sistema financiero no pudo ya responder a las demandas del cré­dito necesario para impulsar la actividad económica. La dictadura vio mermar sus entradas en concepto de ingre­sos tributarios al tiempo que crecían sus necesidades de recursos financieros.

La Huelga Política General iniciada en agosto de 1978 y la Insurrección Popular de setiembre, hicieron madurar la crisis económica. Esto obligó a la dictadura a adoptar medidas que objetivamente le perjudicaban desde el pun­to de vista político, pero que le significaban una salida pa­ra mitigar el impacto de la crisis financiera.

Las medidas adoptadas fueron de política fiscal (la llamada «reforma fiscal») y monetaria («control cam­biarlo»). La reforma fiscal significó de hecho un alza en los impuestos con la finalidad de aumentar los ingresos de la dictadura. Con el control cambiado, en un momento en que prácticamente se habían agotado las divisas en el mercado oficial, se incrementaron los costos de las in­dustrias y comercios que laboraban con insumos impor­tados.

La crisis financiera, junto con la crisis económica y la crisis política general, se agravó por la acelerada fuga de

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capitales y por la respuesta genocida que la dictadura dio a la insurrección popular de setiembre. Los indiscrimina­dos bombardeos y las acciones represivas destruyeron masivamente activos productivos (establecimientos co­merciales, depósitos, etc.) lo que afectó fuertemente a to­dos los sectores de la economía.

Ante el redoblado impulso revolucionario, la dictadu­ra acaparó gran parte de los dólares generados por las ex­portaciones para pagar amortizaciones e intereses de su deuda externa y para cubrir sus cuantiosos gastos en compra de armamento. La escasez de dólares que se pro­dujo llevó al somocismo a establecer mayores restric­ciones, controles cambiarios y el «depósito previo para las importaciones visibles», que obligo a los sectores co­merciales importadores e industriales a tener mayores ca­pitales de trabajo para realizar un mismo volumen de ven­tas. Los comerciantes y empresarios redujeron sus opera­ciones y sus gastos, generalmente vía reducción de perso­nal. Otras empresas pequeñas simplemente paralizaron sus actividades. Tanto en el sector público como en el pri­vado se alcanzaron niveles mínimos de inversión, si­tuación que redundó en un drástico incremento del de­sempleo.

La profunda crisis financiera desembocó en la deva­luación del córdoba que significó un reconocimiento público de la quiebra económica del somocismo. Ese fue el costo político que la dictadura tuvo que pagar y simul­táneamente cobrar con creces al pueblo (a sangre y fuego), con tal de conseguir una tabla de salvación del ca­pital estadounidense. La devaluación generó una enorme ola inflacionaria agravando el problema del desempleo estructural que llegó a los puntos máximos de la historia económica nicaragüense.

Así pues, los efectos devastadores de la crisis econó­mica envolvieron también a los sectores medios y finan­cieros. Esta fue la base material para la profundízación de las contradicciones con la dictadura, incapaz de sentar las

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bases para la superación de la crisis. La polarización política aumentó radicalmente, revelándose cada vez con mayor claridad que la solución efectiva de la crisis pasaba por el derrocamiento revolucionario de la dictadura mili­tar somocista.

La guerra popular sandinista

El Frente Sandinista impulsó la propaganda y agita­ción por las libertades democráticas a finales de 1977, re­activando el movimiento de masas que venía saliendo del túnel de treinta y tres meses de Estado de Sitio y Ley Mar­cial. Esta propaganda y agitación se combinó con la de­nuncia del genocidio contra el campesinado en el norte del país y con la táctica de resistencia popular adoptada para esa coyuntura política.

La táctica de resistencia tomó en los barrios la forma de manifestaciones, mítines, fogatas, tomas de templos. Emergieron también nuevos frentes de masas (Aso­ciación de Mujeres Nicaragüenses ante la Problemática Nacional (AMPRONAC), Asociación de Trabajadores del Campo).

Sin embargo, el movimiento carecía aún de compac-tación y de suficiente fortaleza. Las mismas acciones ar­madas del FSLN en Ocotal, San Carlos, Rivas (octubre 1977), aunque recordaron a las masas la necesidad del enfrentamiento armado contra la dictadura, aparecían alejadas e independientes de la actividad cotidiana del pueblo.

El asesinato de Pedro Joaquín Chamorro (10 de enero de 1978), indignó y desató la violencia de las masas que concentraron sus energías en un formidable acto de repu­dio a la dictadura. Los empresarios llamaron a una huel­ga general de brazos caídos con fines «inmovilizadores»; el Frente y las organizaciones populares la transformaron en un levantamiento popular, a través de una vigorosa agitación en los barrios capitalinos y en el resto del país.

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Actos de protesta, denuncias, manifestaciones, huelgas, ataques victoriosos del FSLN en Granada y Rivas, barri­cadas y fogatas en los barrios enfrentados a la represión fueron en aumento.

Pero fue la explosión insurreccional del barrio indígena deMonimbó la que determinó la forma de lucha hacia la que se encaminaría el movimiento de masas en su conjunto en el futuro: la insurrección popular. Desde en­tonces la oposición anti-somocista adquirió mayor defi­nición de clase. Aparecieron dos fracciones opuestas que pugnarían por la hegemonía sobre el movimiento de ma­sas: el Frente Amplio Opositor(FAO), coalición oposito­ra de la burguesía y de algunas organizaciones de trabaja­dores, que buscaba una salida democrática viable pero sin alterar sustancialmente las bases del somocismo, y el Mo­vimiento Pueblo Unido (MPU). Este unificó a las princi­pales organizaciones populares (que utilizaban tanto ca­nales legales como ilegales, públicos como clandestinos) para movilizar al pueblo y lograr el derrocamiento popu­lar de la.dictadura.

Los caminos de la lucha cívica se estrecharon cada vez más para las fuerzas de oposición representadas en el FAO. Su llamado al segundo paro general de agosto, luego de la toma del Palacio Nacional por el FSLN, agotó su último recurso en su lucha contra la dictadura. El MPU y el FSLN ganaron definitivamente la hegemonía sobre las masas; en setiembre, el pueblo combatió ya exclusi­vamente bajo los planteamientos sandinistas. Con ello la crisis política de la dictadura rebasó todos sus límites, por cuanto la acción rebelde de setiembre cuestionó no sólo el orden dictatorial sino todo el orden burgués.

Lo que siguió es de sobra conocido: fracaso de los in­tentos negociadores de los Estados Unidos que pretendían un «somocismo sin Somoza»; quiebra econó­mica del país; aislamiento casi absoluto del régimen; in­tensificación de los enfrentamientos armados entre el FSLN y la Guardia Nacional, etc. El campo popular se

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fortaleció de manera significativa al conformarse la Di­rección Nacional Conjunta de las tres tendencias del FSLN, y al integrarse el Frente Patriótico Nacional (FPN) por el MPU, «Los Doce» y otros sectores que rom­pieron con el FAO, con clara hegemonía del MPU. Esto implicó una ampliación mayor de alianza de las fuerzas democrático-populares, que permitió imponer condi­ciones al FAO y unificar, con un viraje a la izquierda, a la oposición.

La Dirección Nacional Conjunta del FSLN llamó a huelga general para el 4 de junio, para pasar luego a la ofensiva insurreccional final. Los Estados Unidos reali­zaron sus últimos intentos por evitar que los sandinistas asumieran la mayoría en el nuevo gobierno y que se derro­tara militarmente a la Guardia Nacional. Fracasadas to­das sus presiones, negociaron con Somoza su salida y el traspaso del mando al nuevo gobierno de Reconstrucción. Nacional. Somoza abandonó el país (15 de julio), pero el encargado de ceder el mando, Francisco Urcuyo, se negó a hacerlo. Esto le permitió al FSLN derrotar militarmente a la Guardia Nacional que abandonó sus puestos y deser­tó en desbandada. El Frente ingresó victorioso en Mana­gua, dándose inmediatamente a la dura tarea de la recons­trucción revolucionaria de un país en ruinas y el avance hacia una Democracia Popular.

VIII. LA IGLESIA EN LA LUCHA DE LIBERACIÓN DEL PUEBLO NICARAGÜENSE

Una nueva actitud del clero y del lalcado

No obstante las notables experiencias pastorales que anteriormente hemos mencionado, los sacerdotes y reli­giosos en conjunto tuvieron, hasta 1977, escasa inciden­cia en el ámbito socio-político nicaragüense. Otro tanto habría que decir del laicado tomado en su globalidad.

Las causas eran varias. Faltó unidad entre sacerdotes y religiosos, debido en parte a su distinta formación y ac-

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titudes dispares. Los pequeños grupos de sacerdotes y re­ligiosos que mostraron mayor preocupación por la si­tuación del país, fueron —al menos parcialmente— neutralizados por la apatía y desubicación de los unos y por el claro alineamiento con el régimen de los otros. La distribución del clero permite entender esta actitud. La mayoría de los efectivos se repartieron en zonas urbanas donde atendían preferentemente a las clases pudientes; el campesinado y los sectores marginados de las ciudades quedaron bastante desatendidos. Es fácil constatar que ahí donde el clero se orientó más decididamente hacia los sectores pobres y campesinos (Zelaya, Estelí, Matagalpa) su actitud fue muy distinta.

Los laicos, por su parte, se agrupaban en movimien­tos eclesiales de notable vitalidad espiritual. De hecho, la renovación religiosa de los años setenta en Nicaragua fue un fenómeno sorprendente. Pero la mayoría de estos mo­vimientos se orientaban a una conversión personal, te­niendo poca incidencia en la vida del país. Ciertamente, de ellos surgieron personas que proyectaron su cristianis­mo hacia un compromiso político, e incluso algunos gru­pos cristianos llegaron a distinguirse por sus denuncias y protestas. Sin embargo, la totalidad del laicado como tal no había tenido especial significación ni liderazgo en la vi­da nacional.

A partir de octubre de 1977, estas deficiencias se vieron superadas en la nueva actitud demostrada por el clero y el laicado. La realidad misma se encargó de produ­cir esta transformación.

En ese octubre surgió la ofensiva de la tendencia in­surreccional del FSLN con los ataques a San Carlos, Oco­tal y Masaya. En esos mismos días hizo su aparición pública el grupo de «Los Doce» del que formaban parte los sacerdotes Miguel D'Escoto y Fernando Cardenal, quienes cumplían la valiosa misión de explicar interna y externamente la justicia de la causa sandinista. A «Los

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Doce» se incorporó más tarde otro sacerdote: Edgar Parrales.

En noviembre, la Guardia Nacional destruyó la co­munidad laica de Nuestra Señora de Solentiname. De los campesinos de las islas, unos fueron llevados prisioneros, otros huyeron y otros salieron al exilio. Las autoridades judiciales de Managua dictaron orden de aprehensión contra Ernesto Cardenal por subversivo. El sacerdote po­eta reconoció públicamente su pertenencia al Frente San­dinista y la participación de su comunidad, por razones evangélicas, en el ataque a San Carlos, convirtiéndose desde ese momento en una especie de ministro de rela­ciones internacionales del FSLN.

Otro sacerdote, Gaspar García Laviana, anunció también su militancia en el Frente. El Padre Gaspar y, más tarde, el P. Sanjinés, se incorporaron a la lucha ar­mada. En estos meses finales de 1977, se celebraron varias reuniones en templos para denunciar la desaparición de hermanos capturados por la Guardia Nacional (como la del 19 de noviembre en el Reparto Las Palmas, en la parroquia a la que pertenecía Pedro Joaquín Chamorro). También se incrementó la incorporación masiva de jóve­nes cristianos a las tres tendencias del Frente.

Tanto durante la insurrección de setiembre de 1978 como en los diez meses que siguieron hasta la victoria del 19 de julio, la actuación de numerosos sacerdotes y religiosas constituyó un verdadero ejemplo de solidari­dad con su pueblo, con los combatientes y los cuadros políticos del FSLN. Muchos de ellos abrieron sus casas, sus templos, sus colegios, a innumerables luchadores perseguidos; atendieron generosamente a presos, heri­dos y familias de desaparecidos, y hasta transportaron en sus vehículos a enlaces de los combatientes.

Quizá el ejemplo más significativo sea el de la Iglesia de Estelí. En este departamento la organización popular creció basada en la confianza que el pueblo tenía en la

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Iglesia, desde la que se montó la organización de barrios y comunidades. Pero, precisamente por ser la figura frontal de la organización popular, esta Iglesia afrontó crisis sociales, políticas y eclesiales de mayor conflictivi-dad que las del resto del país. Además, el departamento de Estelí se hallaba profundamente radicalizado, organi­zado y con mayores niveles de combatividad que otras zo­nas, con excepción de Monimbó.

Pues bien, con análisis constantes y con los servicios religiosos cada vez más clandestinos, sacerdotes y reli­giosas estuvieron presentes en una u otra parte de la diócesis canalizando víveres, medicinas y manteniendo una constante comunicación con la Iglesia nacional y el movimiento de liberación. Hacían los servicios reli­giosos y a veces los que el momento y el pueblo les pedían, como fue el dispensario montado en plena guerra.

Durante la insurrección de setiembre, la Curia y los sacerdotes de la Arquidiócesis de Managua emitieron enérgicos comunicados condenando los abusos que los militares estaban cometiendo en contra de sacerdotes, templos y colegios en distintos lugares del país. Protes­taron por la injusta expulsión del Padre Pedro Belzune-gui y los culatazos al padre Donald García, en Masaya; por los ultrajes al anciano sacerdote José María Gonzá­lez y el ametrallamiento sacrilego del Templo de María Auxiliadora, donde entraron los «Becat» con sus vehículos en el sagrado recinto; por el ametrallamiento, allanamiento violento, daño a la propiedad privada y profanación del templo y casa cural de Nuestra Señora de los Angeles en el Barrio Riguero; por el ametralla­miento del templo de San José en Diriamba, el allana­miento y profanación del templo de San Antonio en Ji-notepe, la profanación y ocupación de la Catedral de Matagalpa y del templo de San José de la misma ciudad; por el allanamiento reiterado y violento de la Parroquia \ de la Asunción y, en fin, por el cuarto ametrallamiento l

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del Colegio Don Bosco de los Padres Salesianos de Masa­ya.

Por supuesto, también hubo sacerdotes y religiosas que no quisieron tomar ningún riesgo sobre sí e incluso cerraron las puertas de sus instituciones a gente en pe­ligro. Algunos hasta abandonaron Nicaragua, pero fueron los menos. En conjunto, el clero, los religiosos y religiosas estuvieron muy cerca del sentir y del actuar ma-yoritario del pueblo nicaragüense.

La jerarquía también evoluciona

La jerarquía nicaragüense siguió propiciando solu­ciones cívicas y pacíficas. Después del ataque sandinista a Masaya, San Carlos y Ocotal en octubre de 1977, Mons. Obando apeló a todas las fuerzas vivas del país para que buscaran cauces civilizados y entraran en un diálogo constructivo; recogía así los postulados del espíritu cris­tiano para circunstancias conflictivas. El arzobispo se vio envuelto en una difícil situación al ser propuesto como miembro de la Comisión Promotora del Diálogo Na­cional, por iniciativa de la empresa privada. El diálogo nunca se realizó, quedando demostrado que las solu­ciones ideales cristianas no siempre encuentran condi­ciones históricas de viabilidad y deseo de llevarlas a efecto por parte de los interesados.

A comienzos de 1978, el Episcopado de nuevo publicó otro mensaje conjunto de tonos fuertemente denuncian­tes, resumido en la frase «Nopodemos callar»: «Cuando un sector mayoritario de nuestra población sufre condi­ciones inhumanas de existencia, como resultado de una a todas luces injusta repartición de la riqueza... Cuando una porción valiosa de nuestro pueblo... sólo atisba solu­ciones patrióticas a través del levantamiento en armas... Cuando se tilda de subversiva la acción concientizadora de la Iglesia en el terreno social, vejando incluso físicamente a sus líderes...». Vemos cómo en el curso de

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un año la jerarquía demostraba una oscilación, una va­riación en su visión de la realidad nicaragüense y de sus conexiones con el Evangelio, realmente preocupante.

En respuesta al Mensaje de los Obispos, el 10 de enero fue asesinado Pedro Joaquín Chamorro por órdenes de Anastasio Somoza Portocarrero, hijo del dictador. Los empresarios promotores del diálogo descartaron éste e iniciaron una ofensiva anti-somocista financiando un pa­ro empresarial en todo el país. Los religiosos y el presbite­rio de Managua —encabezados por Mons. Obando y Mons. Quintanilla— publicaron comunicados expresan­do su adhesión al paro. En ambos comunicados resalta el cuidado de la Iglesia por decir su palabra en esos momen­tos críticos, dejando muy en claro que «lamentaríamos que el esfuerzo que se está haciendo se limitara a un juego entre los poderosos, dejando burlada y en la misma si­tuación a la gran mayoría de los desposeídos». Es más, Mons. Obando, previo asentimiento de los demás obis­pos, permitió que se realizara una huelga de hambre en los templos de la capital.

Lo candente de la situación hizo que la jerarquía vol­viera a pronunciarse en el mes de agosto. También lo hizo el arzobispo y su consejo presbiterial. El documento de la Conferencia Episcopal encerraba una denuncia y plantea­ba exigencias más fuertes que el segundo texto, pero és­te, aunque sin llegar a reconocer el derecho a la insurrec­ción del pueblo, sutilmente sugería la renuncia del dicta­dor:

El Gobernante podría, como una opción dentro de esa política de mutuas concesiones, promover con su retiro, la formación de ese gobierno nacional, que al obtener el respaldo de la mayoría, impediría a Nicaragua caer en un vacío de poder y anarquía que es siempre una amenaza en los procesos de cam­bio.

A la brutalidad represiva y las operaciones de «lim­pieza» por parte de la Guardia Nacional durante la in­surrección de setiembre, la Iglesia institucional nicara-

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güense respondió de dos maneras. Por una parte, el cle­ro arquidiocesano y la Conferencia Nacional de Reli­giosos dirigieron una Carta al Presidente Cárter. Se trata de uno de los documentos eclesiales más logrados por su análisis .de la situación, de las causas que estaban a la raíz del problema y por los presupuestos que debían pre­sidir una solución para Nicaragua. En la carta se denun­ciaba la violencia institucionalizada sobre la que se sostenía la dictadura, que era incapaz de realizar cam­bios significativos, manifestando los sacerdotes la nece­sidad de una transformación democrática y demandan­do el cese de la ayuda económica a Somoza.

Por otro lado, y pese a que nuevamente se exhortaba a la reconciliación, en otro mensaje del arzobispo, su Consejo Presbiterial y la Conferencia Nacional de Reli­giosos difundido el 20 de octubre, hubo ya un acerca­miento al reconocimiento del derecho popular a la in­surrección:

La reacción popular ha sido interpretada como resultado de ma­niobras foráneas, apoyadas en ideologías extrañas, sin embar­go, 'en su origen no es, sino el grito incoercible de un pueblo que toma conciencia de su situación y busca cómo romper los moldes que lo aprisionan'...

En ambos manifiestos —por primera vez también— destaca un rasgo nacionalista con expresiones antimpe-rialistas. Muy distinta fue la actitud del Nuncio Montal-vo. Su fotografía, brindando con champán junto a So-moza en el «bunker» el 15 de setiembre, mientras los aviones del dictador bombardeaban Estelí, simboliza su­ficientemente su nefasta actuación. Con tal Nuncio se explica, si bien no se justifica, el prolongado silencio del Papa sobre Nicaragua.

Al fin, el 2 de junio de 1979, los obispos nicaragüenses legitimaron sin ambigüedades el derecho del pueblo a la insurrección revolucionaria, en caso de tiranía evidente y prolongada que atente gravemente a los derechos funda­mentales de la persona y damnifique el bien común del país.

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EL PRESENTE ES UN DOCUMENTO DEL INSTITUTO HISTÓRICO CENTROAMERICANO, PUBLfCADO EN MANAGUA. NICARAGUA EL 7 DE JULIO DE 1981

PRESENCIA CRISTIANA EN UNA NUEVA NICARAGUA

BALANCE DE DOS AÑOS: 1979-1981

I. INTRODUCCIÓN: EL PUNTO DE PARTIDA, FE CRISTIANA Y LUCHA REVOLUCIONARIA "BANDERA DISCUTIDA".

La década del 70 al 80 ha supuesto para la Iglesia de Nicaragua una gran sacudida, que ciertamente ha puesto a prueba la fe de los cris­tianos, tanto de los católicos como de los que pertenecen a las diversas denominaciones evangélicas. En momentos en que la historia experi­menta cambios tan grandes como los que América Latina y Nicaragua han experimentado en esa década, es cuando más se cumplen aquellas palabras del Evangelio de Lucas, que se ponen en boca de un anciano israelita al ver en el templo de Jerusalén a un niño a quien acababan de poner por nombre Jesús: "Mira, éste está puesto para que todos en Israel caigan o se levanten; será una bandera discutida... así quedará patente lo que todos piensan" (Lucas 2, 34-35).

La historia cambiante de esta década, la historia revolucionaria de Nicaragua, la cual —según la fe cristiana— está llena de la acción del Espíritu Santo y de la reacción de los hombres ante ella, esa historia ha sido de verdad "una bandera discutida", un signo que ha hecho apa­recer contradicciones, un acontecimiento que ha dejado al descubierto lo que en el fondo de sus corazones muchos andaban pensando. Fren­te a esa "bandera discutida", frente a esa historia revolucionaria, lu­gar de revelación de Dios, muchos nicaragüenses han caído y otros se han levantado.

ENTRE FE Y PRACTICA REVOLUCIONARIA NO HUBO CONTRADICCIÓN

Sin embargo, en el momento de mayor condensación de esa histo­ria, entre Octubre de 1977 y Julio de 1979, parece a los observadores de la historia que la mayoría del pueblo nicaragüense se unió vigorosa-

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mente alrededor de la lucha contra la dictadura. La mayoría de este pueblo era explotado y oprimido y también, a consecuencia de su enorme creatividad insurrección , fue terriblemente reprimido por el somocismo. Al mismo tiempo, 1, mayoría de este pueblo era creyente y cristiano, con mayor o menor ce nciencia de lo que significa ser cris­tiano y pertenecer a una Iglesia. Sea como fuere, para los observado­res de la historia, uno de los fenómenos más significativos de este siglo era la masiva participación de los cristianos en una lucha revoluciona­ría de liberación.

Tal vez mucha parte de ese pueblo, explotado, oprimido, reprimi­do, creyente y en lucha, no poseía los instrumentos analíticos refina­dos para comprender el alcance de su lucha. Por eso fue indispensable una vanguardia, el FSLN, para sistematizar las aspiraciones revolu­cionarias de esas mayorías y para encauzar su empuje. Tal vez, por otro lado, muchos de los creyentes cristianos que, de mil maneras, participaron en la lucha revolucionaria en virtud de su fe, tampoco poseyeron una destreza teológica para dar razón de la práctica política de su fe. En este caso, a veces se encontraron con líderes cristianos eclesiales que supieron iluminar su práctica, recogiendo lúcidamente la fuerza cristiana que de ella misma brotaba; otras veces fueron a la lucha tan sólo con la firme, pero vaga convicción de que entre su fe y la lucha revolucionaria no había contradicción. Este acontecimiento de coincidencia cristiano-revolucionaria lo acaban de celebrar un gran número de comunidades eclesiales de base del campo y de la ciudad, reunidas en Managua a través de sus representantes, los días 27 y 28 de Junio de 1981. Así lo han constatado en una carta abierta dirigida al resto del pueblo de Dios nicaragüense.

En este acontecimiento tal vez fueron los laicos cristianos quienes más manifestaron el cprisma de saber unir la confesión de la fe eclesial con la práctica de un amor por los demás, al modo del que Jesús describe en la parábola del samaritano o en la del juicio final (cfr. Le 10, 25-37 y Mt 25, 31-46). Naturalmente, este amor fue personal y también colectivo, ya que la lucha revolucionaria, siendo un fenóme­no colectivo de combate por devolver el poder al pueblo, estuvo al mismo tiempo jalonada de encuentros personales y de opciones hechas desde la raíz de la conciencia y de los corazones.

UN PROCESO ÚNICO EN LA HISTORIA MODERNA DE LAS REVOLUCIONES

El acontecimiento que ahora destacamos se presentaba en América Latina como inédito. La revolución mexicana había sido recuperada por la burguesía y su herencia se debate hoy entre un capitalismo de es­tado, un populismo izquierdízante y una penetración transnacional, entre otras fuerzas. La historia hizo que la mayoría de los cristianos estuvieran en esta revolución del lado del conservatismo contrarrevo­lucionario y que la misma revolución fuese marcada por un laicismo, en ocasiones virulentamente antirreligioso, de origen burgués positi­vista mezclado con ecos del primer marxismo también antirreligioso.

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La revolución cubana no encontró en la base mayoritaria de su pobla­ción un arraigo religioso y cristiano como el que es tradicional en muchos de los otros pueblos latinoamericanos. Lo religioso-cristiano era casi exclusivamente burgués y pequeño-burgués, además de urba­no en su gran mayoría. En Nicaragua, por vez primera, un pueblo pic­tórico de expresión religioso-simbólica, cristiano en su mayoría, ocu­pó templos y ayunó en ellos para lograr la liberación de combatientes revolucionarios presos, plasmó su lucha en los cantos de protesta contra la opresión y de celebración del combate liberador que tuvieron su cumbre en la "Misa Campesina", hizo de las iglesias el espacio libre para vocear la verdad de su lucha, engendró sacerdoles y reli­giosas profundamente comprometidos con el proceso y se expresó asi con exuberancia como creyente y revolucionario.

Los Obispos de este pueblo emergieron también en esta década de un largo silencio frente a la dictadura (roto a veces excepcionalmente). Con creciente valentía fueron señalando la contradicción entre el so­mocismo y la fe cristiana comprometida. Cuestionaron las elecciones amañadas del 74, denunciaror 'a horrible represión desde el 77 y ter­minaron declarando en Juni^ del 79 que la inminente insurrección cumplía las condiciones de la .tica cristiana para ser declarada de­recho legítimo del pueblo.

¿LUCHA CONTRA LA DICTADURA O LUCHA POR LA REVOLUCIÓN?

Tanto para muchos de entre el pueblo como para bástanles sacer­dotes y religiosas y para bastantes Obispos, debajo de lodos estos hechos la historia surgía, sin embargo, como "bandera discutida": ¿La opción política de fondo, en la que la fe se encarnaba, era la lucha contra la dictadura o era además el esfuerzo por construir una so­ciedad sobre bases económicas, políticas, culiurales y espiriiuales ver­daderamente revolucionarias?

II. COMIENZA EL TIEMPO DE LAS OPCIONES

LA VICTORIA, EXPERIENCIA PASCUAL: LA CELEBRACIÓN DE LOS MÁRTIRES

La victoria sandinista, percibida como rescate de la nacionalidad nicaragüense y como oportunidad para cambiar la sociedad de raíz, fue a la vez sentida por muchos cristianos del pueblo como un paso del Espíritu de Dios por la historia de Nicaragua. "El paso de Dios que salva" por la historia latinoamericana (cfr. Medellín, Introd. n.6), no era un invento de escritorio de Obispos y teólogos; había sido la acogi­da jerárquica de una experiencia de Dios en las luchas de los pobres a través de todo el continente; en las luchas que, teniendo la posibilidad de haber hecho de los latinoamericanos, por la violencia, menos hombres, los habían elevado, por la solidaridad, a un grado de huma­nidad más plena. Lo que en Medellín se pre-sintió —en plena lucha de los pueblos oprimidos y creyentes de América Latina—, se sintió en Nicaragua once años después en el primer 19 de Julio.

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El paso de Dios, según la fe cristiana, es siempre un acontecimien­to que, a través del sacrificio de la vida por los demás, hace a todo un pueblo alcanzar una vida más digna: vida de lucha, muerte generosa a causa de tal vida, y resurrección a una vida nueva, son reinterpreta­ciones cristianas, según el modelo de la "pascua" es decir, de su paso de la muerte a la vida de Jesús, de acontecimientos históricos, vistos como signos de la acción del Espíritu de Cristo en la historia. Este pa­so de la lucha generosa y lúcida, por la muerte, a la vida de una nueva Nicaragua y de nuevos nicaragüenses, fue celebrado en Nicaragua, en los meses posteriores al triunfo y durante todo el primer año, en las in­numerables Misas dedicadas a los mártires, en los re-bautizos de calles y avenidas, edificios y ciudades, barrios y cañadas. El recuerdo sub­versivo de los mártires, de los que al morir revolucionariamente eran creyentes y de los que murieron sin serlo ya (por múltiples causas), y entre todos ellos el recuerdo del Padre Gaspar García Laviana y el de Carlos Fonseca Amador, Comandante fundador del FSLN, se fu­sionaron en una potente solidaridad de memoria colectiva que exige continuamente a la revolución que cumpla su proyecto de poder popu­lar.

Poco a poco, al interior de la Iglesia, comenzó el tiempo de las op­ciones, tiempo que siempre está en relación con la interpretación que se dé a la memoria de los mártires, con la forma en que en la nueva so­ciedad se les quiera hacer justicia. En este tiempo, se definen una serie de movimientos cristianos organizados, tanto católicos como protes­tantes. Y también en este tiempo se hacen patentes una serie de necesi­dades impostergables, sin cuya satisfacción peligra la presencia cris­tiana en la revolución al modo del fermento evangélico.

SE DECANTAN MOVIMIENTOS ECLESIALES ORGANIZADOS

Muchos de los movimientos del tiempo anterior (catecúmenos, cursillistas, carismáticos, etc.) experimentan horas difíciles: bastantes de sus miembros tienden a sentirse hartos del conflicto en que la revo­lución hace introducirse a todas las capas de la sociedad nicaragüense. Vuelve a operarse a veces una separación entre fe y praxis, y lo reli­gioso, es decir el ambiente de piedad, luturgia, escucha de la palabra de Dios, etc., de estos movimientos, se vive como reducto de paz "es­piritual" en el que no se quiere dejar que irrumpan las opciones políticas. Algunos de estos grupos se dividen porque parte de sus miembros no encuentran en aquellos ya ambiente para celebrar su compromiso político ni para discernirlo orando acerca de él. Eslo, que se da sobre todo en ambientes urbanos, acontece a su modo propio en medios rurales, al interior de movimientos de delegados de la palabra o catequistas. En un extremo de aquellos grupos urbanos, "la Ciudad de Dios" agrupa a ciertos cristianos que llegan a expresar una parte de su experiencia religiosa en la expectativa de tremendas catástrofes (al modo de una moderna "apocalíptica"). Esto sucede asimismo en los evangelismos del "Cristo viene".

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Al mismo tiempo, emergen o se consolidan, entre adultos y jóve­nes, numerosas comunidades eclesiales de base, cuya vida se orienta en la intersección de la palabra de Dios escuchada y celebrada creati­vamente en la comunidad a partir de la inserción práctica en la histo­ria. La palabra como texto, la historia como pre-texto y la comunidad como contexto, engendran una nueva unidad de fe y participación vi­va en la práctica histórica de la revolución nicaragüense. Esto sucede en los barrios populares de Managua, entre algunos grupos de la pe­queña burguesía comprometida con la revolución, y también en muchos movimientos de delegados de la palabra en las zonas rurales de los departamentos. Siguiendo la pauta de la tradición eclesial en América Latina, estas comunidades no se constituyen por un fenóme­no de oposición a la Jerarquía sino por un fenómeno de vitalidad de la fe en la práctica histórica. Pero sí pretenden una Iglesia mucho más dialogal, mucho más "pueblo" de Dios.

En parte como herencia del proceso de veinte años de lucha revolu­cionaria y en parte como efecto normal de la atracción potente de la mística revolucionaria secular, se dan al interior de los grupos de cris­tianos organizados dos fenómenos: la transición del papel de líder reli­gioso al papel de militante revolucionario y también, a veces y ade­más, el oscurecimiento de la fe cristiana y las ambigüedades y sacudi­das en el seno de las familias. Son dos problemas pastorales de notable envergadura.

Naturalmente mucho pueblo cristiano no se encuentra organizado en movimientos y vive el proceso histórico desde una fe más o menos fuertemente alimentada por procesos de evangelización pastoral me­nos "comunitarios" y más masivos. Pero al interior de este modo cris­tiano de vivir en la Iglesia, mucho pueblo, pobre aún y-oprimido todavía, sigue encontrando en la religión, bien un elemento de impul­so liberador, bien una consolación de su miseria. Para una fe, como la cristiana, llamada a "evangelizar naciones" (Mt 28, 18), pueblos, pro­cesos históricos y culturales, y no sólo pequeños grupos, aquí hay un reto histórico tremendo.

SURGEN NECESIDADES PASTORALES

Frente a esta "bandera discutida" que la historia de la construc­ción de una nueva Nicaragua ha sido en estos dos años, en la Iglesia surgen varias necesidades. Se necesita mayor madurez, que en térmi­nos de Iglesia, desde la fe, tiene que traducirse en mayor tensión vivifi­cante entre autoridad religiosa y pueblo, entre cabeza y cuerpo. Como los representantes de comunidades eclesiales de base urbanas y rurales escribían al pueblo de Dios recientemente, "sin esta Iglesia (así) nueva, no habrá una nueva Patria". Se necesita también mayor luci­dez para saber que no existe para la fe cristiana un lugar neutral, en el templo o en las nubes, desde el cual se pueda ser observador del proce­so sin más. No se pueden evadir las opciones encarnadas de la fe. Pe­ro claro está que se necesita lucidez para saber que las opciones de la fe

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no se dan en el vacio: se dan en mujeres y hombres que pertenecen a grupos y a clases sociales, que defienden consciente o inconsciente­mente determinados intereses, en los que se juega la forja de una de­terminada historia nicaragüense. Como lo han dicho varios grupos de cristianos en Nicaragua, estas opciones no se deducen incuestionable­mente del Evangelio sin más. Necesitan de meditaciones que analicen los diversos proyectos históricos. Sobre estos análisis habrá que pro­yectar la luz del Evangelio para ver cuáles proyectos tienen mayor pro­babilidad de ser a la larga una noticia mejor para los pobres. Pero habrá que aprender a vivir como una Iglesia en el conflicto de varias opciones.

Se necesita, finalmente, en la Iglesia de Nicaragua, entre católicos y evangélicos, un gran esfuerzo de lucidez para asumir responsabilida­des cristianas en función de la esperanza que este fenómeno inédito, una revolución radical con participación cristiana, ha levantado en América Latina y en el mundo. Se necesita lucidez para ver que las iglesias nicaragüenses son hoy lugar de discernimiento y campo de enfrentamiento de dos maneras diversas de ser iglesia: Iglesia cuya me­dida esté en el grado de poder, justicia y solidaridad que los pobres al­cancen, Iglesia cuyo criterio esté en los atisbos del Reino de Dios que se logren en la historia; o Iglesia volcada sobre su propio bienestar ins­titucional, sobre su propio liderazgo cultural, sobre las invocaciones en vano del nombre de Dios, sobre una gracia de Dios reservada a la intimida^ de las conciencias y no también extendida a los procesos his­tóricos y á las estructuras colectivas de la convivencia humana. Final­mente se necesita lucidez para ser Iglesia en la que todos lleven mu­tuamente las cargas de los demás y se enriquezcan con los "carismas" de los demás, de modo que sobre todo la voz de los pobres y el servicio a ellos sea la norma según la cual se confiese a Jesucristo y a su Padre y se discierna al Espíritu que no deja de actuar, ¡en todos! (creyentes y no creyentes, según la fe cristiana). Iglesia de la tolerancia y el perdón mutuo o Iglesia de las exclusiones mutuas y de las acusaciones y los prejuicios.

III. LA LUCHA IDEOLÓGICA

Este tiempo de opciones se ha dado en un contexto en que la histo­ria nueva de Nicaragua, la que hay que construir, esa "bandera discu­tida", ha hecho que la fe cristiana se haya visto envuelta en una tre­menda lucha ideológica. Sólo hay espacio aquí para señalar algunos hitos.

Marzo de 1980 con el grito "robelista" de defensa de la fe reivin­dicado para el MDN; grito respondido por un documento de cris­tianos comprometidos con una misión de ser fermento en este proceso revolucionario, sandinista. Marzo a Agosto de 1980, Cruzada de Alfa­betización, acusada de domesticación, repleta de participación de cris­tianos, ella misma "bandera discutida". Participación del CELAM en la Iglesia de Nicaragua, visiblemente desde Agosto del 80; sentida por

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algunos como defensa de un proyecto de Iglesia y por otros como ata­que a otro proyecto de Iglesia. Octubre de 1980, con el Comunicado Oficial del FSLN sobre la religión, documento histórico desde el pun­to de vista del reconocimiento por revolucionarios radicales en el po­der del papel revolucionario de la fe cristiana; documento discutido por algunos Obispos como poco coherente con presuntos ataques a la religión en la práctica. Páginas y páginas de "La Prensa" dedicadas a una concepción de cristianismo y de Iglesia y páginas y páginas de "Nuevo Diario" y a veces de "Barricada", dedicadas a otra. Entrevis­tas episcopales, dadas a la publicidad, a veces en favor de elementos positivos en el proceso revolucionario, y a veces llenas de presagios de totalitarismo, de marxismo-leninismo anticristiano y de visiones de una Iglesia desprovista de su autonomía educativa. Uniones de padres de familia cristianos, de origen pudiente, que reivindican el derecho de que sus hijos se movilicen en las escuelas en favor de su proyecto "político-religioso" como antes se movilizaron los hijos de los revolu­cionarios o simplemente los jóvenes sandinistas. Un documento de grupos cristianos que afirma en el primer aniversario del asesinato de Moneflor Romero el deber cristiano legítimo de estar presente con fi­delidad crítica en el largo y duro proceso revolucionario, a semejanza de la paciente fidelidad de Dios a las esperanzas de los pobres en la his­toria. Polémicas duras entre centros de pensamiento cristiano, uno de los cuales llega hasta promover sospechas de heterodoxia respecto de otros grupos cristianos. Controversias sobre la originalidad o la cuba-nización de este proceso. Y así sucesivamente.

LA CRISIS DE LEGITIMIDAD DE LA PRESENCIA CRISTIANA

Hasta que, en Junio de 1981, nos encontramos frente al crucial problema de la legitimidad o ilegitimidad de un compromiso cristiano con este proceso revolucionario nicaragüense, que acontece que es sandinista y no de otra manera. Porque quienes observan la historia es esto lo que ven en el fondo de la crisis alrededor de la presencia de sa­cerdotes en puestos de gobierno o de partido, de un gobierno y de un partido revolucionario. Se trata de una legitimidad que, desde el pun­to de vista de su opción evangélica, mediada por un análisis histórico, se reivindica a sí misma sin intentar una pretensión de ser la única op­ción cristiana posible hoy en Nicaragua, consciente además de su de­ber cristiano de ser crítica, con una crítica medida por el bien de las mayorías populares; finalmente se trata de una opción que se somete al juicio de la historia, de los pobres y del Dios de los pobres. Gracias a Dios todo este problema es ahora objeto de un diálogo fecundo al in­terior de la única Iglesia.

IV. EL MINISTERIO DE DIOS EN ESTA HORA HISTÓRICA DE NICARAGUA

Esta opción ha desarrollado sus espacios de fundamemación te­ológica y también sus intentos de evangelización popular. "Fe Cris-

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tiana y Revolución Sandinista en Nicaragua", "Apuntes para una Teología Nicaragüense", "Fidelidad Cristiana en el proceso revolu­cionario de Nicaragua", y muchos ejemplos de popularización de es­tos esfuerzos teológicos de la fe, están ahi como prueba de un deseo de evitar que surja un tremendo desfase entre mística revolucionaria conscientemente alimentada por la educación política y fe y religiosi­dad cristianas adultamente conscientes en su práctica. Todos ellos se reconocen en el contenido de la pastoral de todos los Obispos: "Compromiso cristiano con una nueva Nicaragua" (I7-XI-79).

Y como no podía ser menos esta "bandera discutida", este signo provocador de contradicciones y a través del cual se ha hecho patente el pensamiento de muchos corazones, esta historia nueva nicaragüense por forjar, ha desembocado en el enfrentamiento con el misterio del Dios de Jesucristo, el que de rico lo destinó a ser pobre para que muchos fueran ricos (cfr. 2 Cor 8,9). Y ante el misterio de ese Dios, que interpela a la historia, a la fe y a la Iglesia, y en cuyas manos es más terrible caer que en las manos de cualquier temor al futuro, los cristianos comprometidos hoy en Nicaragua con el proceso revolu­cionario saben que los juzgarán los pobres de Dios y la suerte que corran sus esperanzas. Con humildad, por eso, tratan de no endiosar ningún proceso, sabiendo que la dificultad de unir misericordia y fir­meza, amor y justicia, disciplina y servicio, trabajo y libertad, etc., es sólo un misterioso reflejo del Dios cristiano, "a quien nadie aún ha visto" (Jn. 1,18), del Reino, que nadie aún ha alcanzado o como Bloch decía, de "esa Patria en que nadie ha estado aún".

Mientras tanto lo que toca es forjar la historia; seguirlo haciendo. Es esta una tarea humana, y por eso patrimonio solidario de cristianos y no creyentes. Pero, desde el punto de vista de la credibilidad de la fe cristiana y de sus portadores, las iglesias, lo que se juega hoy en Nica­ragua es un espacio legítimo de vida para la postura de aquellos cre­yentes que están convencidos de que esta forja de la historia, revolu­cionaria, con los pobres como protagonistas, es a la vez un problema político y un problema espiritual; y para los cristianos, más en concre­to, un problema de la práctica política de su fe en Jesucristo.

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La Iglesia de los pobres en Guatemala

I. PERIODO REVOLUCIONARIO (1944-1954)

Cualquier intento de análisis de la iglesia guatemal­teca en las dos últimas décadas, debe partir de un señala­miento de los principales rasgos del período de la revolu­ción: 1944-1954 (Arévalo-Arbenz).

La revolución del 44 fue un movimiento que se desató en contra de la dictadura del General Jorge Ubico, quien había estado en el poder durante catorce años.

Este régimen se caracterizó por:

• Su total protección a los intereses de la oligarquia agroexportadora, y por su decidido apoyo al capital extranjero que quería invertir en el país.

• La anulación y neutralización de todo camino de­mocrático.

• La centralización del poder en el Ejecutivo, y, concretamente, en la persona del dictador.

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• La conformación de un poderoso aparato militar y policíaco que fundamentalmente era el que sostenía a Ubico.

• Una educación tradicionalista y militarizada.

• Un incremento de la explotación del trabajo campesi­no mediante leyes como la de vialidad y vagancia.

El carácter brutal de esta dictadura personalista hizo que el pueblo participara en manifestaciones de protesta propiciadas por fracciones de la incipiente burguesía in­dustrial y comercial, la pequeña burguesía, profesionales e intelectuales democráticos. Estos hechos culminaron primero, con el derrocamiento de Ubico el 29 de junio de 1944, y después, con el de su sucesor e igualmente dicta­dor, Federico Ponce, el 20 de octubre del mismo año.

El proceso de capitalización guatemalteca sería mar­cado por los acontecimientos del 44, decisivos en la agudi­zación de la contradicción existente entre la vieja oligarquía agroexportadora y la ascendente burguesía co­mercial eindustrial. El régimen revolucionario que se ins­tala, dirigido por aquellas fracciones burguesas, será de corte reformista-populista y logrará una significativa movilización popular de apoyo en varios niveles. La revo­lución tuvo una doble dimensión:

• Políticas en contra de la oligarquía agroexportadora, que buscaban favorecer a las fracciones industrial y comercial.

• Políticas en contra del imperialismo estadounidense,' en favor de un desarrollo nacionalista y en desacuer­do con la intervención.

Entre las más importantes reformas impulsadas por la revolución podemos mencionar la ley de titulación suple­toria (permitía a los poseedores de tierras sin registro soli­citar el mismo mediante un trámite legal), la expropiación de las tierras ociosas entregadas por Ubico a sus parciales, el Código de Trabajo (1945), la ley de reforma agraria (Decreto 900), etc.

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Las nuevas posibilidades de organización obrero-campesina, junto con las reformas que afectaban los inte­reses agroexportadores, propiciaron una polarización de intereses que acrecentaron los conflictos sociales. La oligarquía agroexportadora buscó entonces el apoyo de otros sectores y países para empezar a tejer la trama contrarrevolucionaria. En asocio con el imperialismo y con la Iglesia planteó apeligro comunista en Guatemala.

Como consecuencia de las presiones subvencionadas por la United Fruit Company —lesionada en sus intereses por las nuevas reformas— y el Departamento de Estado estadounidense, del respaldo de la Iglesia y de los gobier­nos de Somoza y de Trujillo a los contrarrevolucionarios, el gobierno de Jacobo Arbenz sólo pudo mantenerse has­ta 1954, cuando fue derrocado por un movimiento van-guardizado por el Coronel Carlos Castillo Armas. La ins­tauración del gobierno de facto no se dificultó mucho de­bido a la deslealtad de algunos jefes militares hacia el go­bierno y a que éste, durante el golpe, no dio armas a las or­ganizaciones populares para repeler a los golpistas.

El período revolucionario significó fundamental­mente el intento de implementar un proceso de moderni­zación capitalista que combinaba independencia en el de­sarrollo económico y nacionalismo político. No obstan­te, la participación de las masas empobrecidas del país fue escasa. El populismo importado («socialismo espiritual») del presidente Arévalo, quien en su exilio ar­gentino se identificó con el populismo peronista, no fue más que un modelo abstracto de relaciones que, dentro de una sociedad altamente conflictiva como la guatemalte­ca, tenía que terminar por romperse.

La Iglesia guatemalteca durante el período revolucionario

Durante todo el período, y particularmente durante el gobierno de Arbenz, la Iglesia contribuyó sustancialmen-te al deterioro del régimen revolucionario al impulsar una amplia y variada gama de actividades y apostolados con una evidente intención política.

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Por entonces la Iglesia «chapina» se encontraba en una etapa en la que prevalecía el modelo de cristiandad tradicional. Se caminaba al paso de la carismática figura de Monseñor Mariano Rossel Arellano, arzobispo de Guatemala, quien tenía gran influencia en el pueblo cató­lico y se identificaba plenamente con los principios e inte­reses de los sectores más conservadores del país.

En abril de 1951, antes de la toma de posesión del Pre­sidente Arbenz, se realizó el Primer Congreso Eucarístico Nacional que congregó a veinte obispos, a todo el clero, a la pujante acción católica rural y, el día de la clausura, a más de doscientos mil fieles. Lo más importante del mis­mo, aparte de la demostración de la capacidad de convo­catoria y movilización por parte de la Iglesia, es que co­menzó a evidenciar un modelo de evangelización que, partiendo desde las élites de poder, conllevaba la condena del «régimen comunista».

Ese mismo año es el de la creación de cinco nuevas diócesis: San Marcos, Solóla, Jalapa, Zacapa y El Peten. Se tenía la idea de que el «adoctrinamiento» comunista era mayor en aquellas zonas en las que la presencia de la Iglesia era nula o muy reducida, así que la intención que claramente se perseguía era la de lograr una mayor pre­sencia en regiones hasta entonces poco cubiertas y muy penetradas por el comunismo.

Pero es en 1953 cuando se pondrá de manifiesto la abierta confrontación Iglesia jerárquica-Estado. Ese año se inicia la Peregrinación Nacional de la Imagen del Cris­to de Esquipulas que abre la Cruzada Nacional contra el Comunismo: la religiosidad del pueblo se convierte en una poderosa arma política de los sectores conservadores en su lucha contra «el comunismo ateo».

Con el inicio de la peregrinación coincide la fundación del Partido Demócrata Cristiano, con la bendición de Monseñor Arellano. Este partido, de evidente corte anti-comumsta, representaría la alternativa política propuesta por la jerarquía a los cristianos. La Democracia Cris-

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tiana, inicialmente formada por miembros de la pequeña burguesía, lograría acumular cierta simpatía dentro de los sectores capitalinos y rurales.

La Nunciatura, en cambio, mantiene buenas rela­ciones con el gobierno de Arbenz, logra que se autorice la entrada de nuevas comunidades religiosas y que se abran nuevos centros católicos. Esta llegada de religiosos extranjeros significaría la incorporación de nuevas corrientes de pensamiento con un énfasis anticomunista, pero también incorporaría la tendencia a desarrollar la participación de la Iglesia en la labor social. Se trata del incipiente inicio de lo que en la década de los sesenta representaría un modelo social-cristiano de Iglesia, consolidado como resultado de la situación de extrema pobreza de las mayorías y del impulso que Estados Uni­dos daría a los planes desarrollistas en América Latina.

Los sectores anticomunistas opositores al proyecto reformista del gobierno estaban conscientes de la fuerza política de la Iglesia Católica. Al firmar el llamado Pacto de Tegucigalpa (1953), ofrecen a ésta el reconocimiento de su personería jurídica y el respeto de sus actividades y funciones educativas, sociales y laborales. Esta promesa logra que el Arzobispo Rossell dé su decidido apoyo a los contrarrevolucionarios. En su histórica Carta Pastoral de abril de 1954 (Sobre los avances del comunismo en Guate­mala), pide a todos los católicos que se lancen a la lucha contra el comunismo internacional que pretende apode­rarse de la patria.

II. EL GOBIERNO CONTRARREVOLUCIONARIO DE CASTILLO ARMAS (1954-1957)

A mediados de 1954 Guatemala inicia una nueva ex­periencia política: [aeraanticomunista. Inmediatamente aparecen los verdaderos intereses que se escondían detrás de la campaña de salvación nacional, aprovechándose del hecho de que el gobierno contrarrevolucionario carecía

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de un proyecto económico y político claro que le asegura­ra una base social de sustentación amplia.

El mismo Monseñor Rossell —a quien el nuevo go­bierno anticomunista había rendido honores de héroe nacional— apenas dos meses después de la llegada de su amigo Castillo Armas al poder sale a defenderse de los ataques contra la Iglesia. El arzobispo pone de manifiesto temores que el tiempo se encargaría de confirmar.

Necesitado de legitimación ideológica, el gobierno promulga en 1956 una nueva ley electoral que prohibe la inscripción o fundación de partidos populares. Igual­mente, promueve que la Organización Internacional del Trabajo siente sus bases en el país fundando el Consejo Sindical Guatemalteco. Este Consejo posteriormente se convertiría en una organización representativa de los in­tereses de los trabajadores con el nuevo nombre de Fede­ración Autónoma Sindical Guatemalteca (FASGUA).

A nivel de la Iglesia se da un fortalecimiento de ios movimientos seglares, principalmente en el ámbito uni­versitario, objetivo clave pastoral por aquel entonces. En la Universidad Nacional trabajarán grupos de la Juven­tud Universitaria Centroamericana (JUCA), afiliada a Pax Romana e integrada por estudiantes moderados de la pequeña burguesía. Algunos de ellos son actualmente miembros de la Democracia Cristiana; otros lo son del Consejo de Agricultores, Comerciantes, Industriales y Financieros de Guatemala (CACIF). Estaba también la Acción Católica Universitaria, igualmente afiliada a Pax Romana, y con una visión menos política y más religiosa, pero socialmente más abierta. Todos estos movimientos, que se entienden desde su posición anticomunista, serían impulsados no sólo por la jerarquía sino que también por el gobierno.

Por esta época se inicia una ayuda de emergencia con personal religioso de otras naciones. La venida de mi­siones extranjeras provoca múltiples conflictos; su «mi­sión» era la de apoyar el anticomunismo contrarrevolu-

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cionario promovido por Monseñor Rossel, y beneficiar, ayudar y «cristianizar» al pueblo pagano de Guatemala.

Los misioneros ignoran la idiosincracia y religiosidad popular. Tratan de transplantar sus métodos, su visión del mundo, y de imponer sus esquemas litúrgicos y su pas­toral sacramentalista, por lo que enfrentarán la inconfor­midad del pueblo católico. El suyo era un cristianismo conservador, incapaz de relacionar mínimamente fe y problemas cotidianos. Veían en el comunismo ateo el principal enemigo de la Iglesia católica, y en la evangeli-zación de la gente pagana la mejor forma de erradicarlo.

El 26 de julio de 1957 es asesinado Castillo Armas. Durante su funeral Monseñor Rossel anuncia el cataclis­mo que ensangrentará a la patria por darle la espalda a la justicia. En 1958, el General Miguel Idigoras Fuentes es electo presidente de la República.

III. GOBIERNO DE IDIGORAS (1958-1963)

Hacia una mayor participación de tos movimientos seglares

Ya mencionamos que años atrás se había iniciado una incipiente participación de la Iglesia en tareas de asisten­cia social. Estas abarcaban el aspecto educativo, la cons­trucción de escuelas, puentes, carreteras, caminos, y has­ta la organización de cooperativas. Principalmente en el Peten, Huehuetenango, Quiche y San Marcos, los mi­sioneros extranjeros de Maryknoll, del Sagrado Cora­zón, etc., impulsaban con fuerza estas acciones de pro­yección social.

Sin embargo, este proceso no implicaría un cambio en la concepción fundamental de la evangelización y el ser cristiano. Ciertamente, el inicio de esta participación fe-vela ya un avance pues se intentaba mejorar las condi­ciones infrahumanas de vida de los campesinos, pero la ausencia de un cuestionamiento de las estructuras econó­micas y políticas del momento contribuía a legitimar y perpetuar el estado injusto de cosas.

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Durante los primeros años de la década de los sesenta se observan cambios de importancia en los planteamien­tos de la jerarquía y de los movimientos seglares. Esto se debe al impulso que el modelo desarrollista —planteado para América Latina en la reunión de Punta del Este— re­cibe de parte de la AID, y a una nueva orientación en la Enseñanza Social Católica que buscaba una mayor parti­cipación de la Iglesia en la solución de los graves proble­mas sociales de nuestros países. Se acelera entonces el proceso de cambio de una Iglesia de cristiandad —tipificada por su extremo anticomunismo— a un mo­delo social cristiano, que se caracterizará por la abierta participación de los movimientos cristianos en la vida política a través de la Democracia Cristiana, así como en diferentes programas de desarrollo en sus distintos secto­res de trabajo.

Hay un momento en que se manifiesta un cierto aleja­miento de estos movimientos de la jerarquía y un mayor, acercamiento a los párrocos y al pueblo. No obstante, los: programas estaban bien controlados por la AID y lat jerarquía que, pese a sus contradicciones internas, con-j serva su cuota de poder respecto a las acciones de los mo-' vimientos.

El gobierno intenta atraerse a la Iglesia

El régimen idigorista, caracterizado por la corrupción a todos los niveles, se había ganado la oposición de amplios sectores nacionales. Además, su participación en la fracasada invasión de Bahía de Cochinos lo había con­vertido en un incómodo aliado para los Estados Unidos. El gobierno intentó entonces «ganarse el respaldo de la jerarquía y el clero católico, pero sólo tuvo un éxito par­cial... Empezó por darle al arzobispo Mariano Rossell Arellano cinco mil quetzales para su cumpleaños... logró que el Congreso aprobara una serie de leyes favorables a la Iglesia, incluyendo el derecho a la enseñanza religiosa en escuelas públicas, el reconocimiento civil de los mairi-

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monios religiosos y finalmente el reconocimiento jurídico de la Iglesia. Logró también que ésta tuviera legalmenie sus propiedades por primera vez en sesenticinco años. De ahí en adelante Idígoras sintió que podía exigir a cada ca­tólico, en cumplimiento de su deber cristiano, que votara por su partido político 'Redención'».

El descontento hacia el trasnochado y corrupto régi­men se manifiesta por diferentes acciones. En noviembre de 1960 se produce un levantamiento de oficiales jóvenes del ejército que, aunque es sofocado, da origen posterior­mente al movimiento guerrillero 13 de Noviembre. Desde el primer momento, la represión contra la guerrilla es muy fuerte; los Estados Unidos emprenden el Programa de Acción Cívica Militar, con lo que se inicia la participa­ción estadounidense en los planes de contrainsurgencia en el país.

Es en ese contexto de suma represión que el movi­miento popular se plantea la unidad organizativa para ga­rantizar una mayor eficacia en su acción. En 1961, el Par­tido Guatemalteco del Trabajo (Partido Comunista) —¡legalizado desde el golpe de 1954—, aprueba una reso­lución de apoyo a la lucha armada; en diciembre de 1962 nace la organización guerrillera Fuerzas Armadas Rebel­des (FAR), de la alianza del PGT y el Movimiento 13 de Noviembre.

En los meses de marzo y abril de 1962, el gobierno enfrenta una huelga nacional que busca derrocarlo y que provoca grandes disturbios callejeros. Participan estu­diantes de educación media y universitarios; maestros; empleados bancarios, municipales y públicos; periodistas y algunos colegios profesionales.

A nivel de Iglesia, el distanciamiento coyuntural entre la jerarquía y los movimientos seglares es cada vez más notorio. Esto obedece en buena parte a que los misione­ros y los párrocos se han involucrado significativamente en tareas de desarrollo y de mejora de las condiciones de vida de la población. Así, por ejemplo, en el Quiche se

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construyen clínicas parroquiales, se funda el primer cole­gio católico, se introduce abono químico a la región, sur­gen cooperativas de ahorro y crédito, etc. En El Peten y Huehuetenango, mientras tanto, se fortalecen el coope­rativismo y las obras de infraestructura.

En 1962 nace el apostolado seglar organizado con el Movimiento Familiar Cristiano y el Movimiento de Cur­sillos de Cristiandad. Con ayuda del gobierno se funda la Universidad Católica Rafael Landívar, a cargo de la Compañía de Jesús, y surge el Secretariado Católico Na-' cional como brazo de la Conferencia Episcopal. También en 1962 se hace pública una Carta Colectiva del Episcopa­do —la primera en más de quince años— sobre problemas sociales y el peligro comunista en Guatemala. La misma plantea y acepta la existencia de gente oprimida y de «una situación de miseria extrema en amplios sectores del país, i de cuya situación no ha de culparse a nadie si no a cues-' tiones históricas muy remotas»; declara que el comunis­mo es «una solución falsa» y legitima la existencia de la propiedad privada como derecho natural.

IV. GOBIERNO DE PERALTA AZURDIA (1963-1966)

Era tal el grado de deterioro económico-político, que parecía inminente la llegada nuevamente al poder del po­pulismo con el ex-presidente Arévalo. Para evitar esta eventualidad en 1963 el coronel Enrique Peralta Azurdia encabeza un golpe militar que. depone a Idígoras. El go­bierno de Peralta se caracterizará por la permanente per­secución y represión contra los sindicatos de los trabaja­dores de las plantaciones —se los consideraba una ame­naza comunista—, y por el apoyo total de la policía y del ejército a los dueños de las grandes fincas. Esta orienta­ción antipopular del régimen permitiría el fortalecimien­to de los movimientos guerrilleros, particularmente en las regiones de Escuintla, Zacapa e Izabal, en las que los en­cuentros armados entre el ejército y la guerrilla se hi-cieron más frecuentes.

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Curiosamente, los Estados Unidos encuentran en el propio Peralta el principal obstáculo a sus planes de inter­vención y control. Peralta intentaba equilibrar la balanza de pagos sin aceptar ninguna de las propuestas de emprés­titos por parte de la AID. Por orgullo militar nacionalista tampoco acepta las propuestas del Programa de Asisten­cia Norteamericana. Esta actitud lógicamente le merece fuertes presiones de la burguesía guatemalteca y del go­bierno estadounidense.

El afán de los Estados Unidos de poner en ejecución sus planes de contrainsurgencia y de instaurar un gobier­no que diera la apariencia de ser democrático, propiciaría la llegada a la presidencia de Julio César Méndez Monte­negro.

En lo tocante a la Iglesia, cabe mencionar la Carta Pastoral de Monseñor Rossell con ocasión de celebrarse el IV centenario de la muerte del obispo Marroquín en 1963. En la misma exalta la personalidad de aquél gran obispo que siempre procuró favorecer a los nativos en contra de los colonizadores: obviamente hubo sus reacciones.

El 10 de diciembre de 1964 fallece Morís. Mariano Rossell y Arellano. Automáticamente, por un 'derecho de sucesión' re­cién adquirido, le sucede Mons. Mario Casariego y Acevedo... extraordinariamente hábil en oportunismo político, logra algo que ha sido imposible para sus antecesores: estar siempre bien con los políticos de turno y en lugar de ser rechazado por el siste­ma ser diligentemente protegido por el mismo. (Quizá sea el úni­co caso en el mundo de un Obispo que siempre sale con gente ar­mada). El precio de tal protección es el servilismo y la claudica­ción, por ejemplo, callar y/o hacer callar ante la violación de los derechos humanos, los programas de control de la natalidad, la pornografía, el acaparamiento, etc., y bendecir a todo el que esté en el poder porque está en el poder...

Son años de numerosas fundaciones, especialmente en el interior del país, por lo que aumenta considerable­mente el número de sacerdotes diocesanos y de religiosos. La Conferencia Episcopal trata de coordinar todos los programas a través del Centro Católico Nacional:

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Bajo la consigna del 'aggiornamemo' (ponerse al día) se despliega gran actividad especialmenie en las diócesis del ¡me­nor: cursillos, semanas, encuentros... nuevas parroquias, urba­nas y rurales... nuevos Obispos... Seminario menor de Solóla... Radioescuelas... Organización del Clero diocesano y de los reli giosos, así como de los movimientos seglares.

V. INICIO DE LA MILITAR-DEMOCRACIA

La «pacificación»

Con la presidencia de Méndez Montenegro (1966-1970) se inicia la llamada etapa de represión instituciona­lizada. El acceso de Méndez al poder es sumamente obje­tado y condicionado por los sectores dominantes del país, en particular el ejército. El ex-profesor universitario cede totalmente ante los militares y permite que se impulse la campaña de seguridad interna (Seguridad Nacional), di­rigida por el Departamento de Estado, el Pentágono y la AID mediante el Programa de Asistencia Militar esta­dounidense. Sin un apoyo real para sostenerse en la presi­dencia, Méndez Montenegro busca el apoyo del arzobis­po Casariego.

Así pues, el flamante gobierno civilista de Méndez se caracterizará por la puesta en marcha de los planes de contrainsurgencia estadounidenses. Se reinician los programas de acción cívica del ejército, principalmente en las zonas identificadas como de mayor actividad guerrillera; se asesina, se tortura, se arrasa con aldeas completas, y todo esto se complementa con la aparición de grupos paramilitares entre los que sobresale la Mano Blanca. Esta mutila los cadáveres y los deja expuestos en lugares públicos para generar un sentimiento de terror co­lectivo.

La Democracia Cristiana —que desde 1964 había replanteado su posición— intenta ser nuevamente la al­ternativa política de los cristianos. Levanta la bandera del desarrollismo: «no al comunismo, no al capitalismo, sí al participacionismo», he aquí su lema. Con esta propuesta

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n lormista y oportunista buscaba asegurar una cierta cuota de poder, a la vez que consolidar una base que le diera posibilidades en las elecciones próximas.

Pese a la feroz represión militar, la jerarquía católica permanecía en silencio. Inserta en los Programas de De­sarrollo, sin mayores conflictos con el Estado y mante­niendo subordinados a ella a importantes sectores del país, los obispos no veían el por qué reclamar justicia y arriesgar aquel buen acomodo en la estructura de poder. Además, aunque el peligro comunista causaba muertes y violencia, se consideraba que la Iglesia estaba cumplien­do con su tarea evangelizadora y caritativa, y que la falta ele respeto a las autoridades legítimamente constituidas provocaría mayor inseguridad.

Lo anterior es reafirmado por Mons. Casariego en tina Carta Pastoral de 1967. En ella manifiesta el deber de la Iglesia de respetar a las autoridades legítimamente constituidas y de colaborar con las iniciativas que tienden al bien, al progreso y a la paz de los pueblos. Reprueba el empleo del adjetivo «católico» en cualquier movimiento con tendencias que de alguna manera lesionen el principio de autoridad o promuevan la violencia, e incluso advierte acerca de la posibilidad de que ciertos sectores «utilicen» el adjetivo «cristiano» para propugnar ideas políticas contrarias al gobierno. Es claro que en el marco de la apa­rición de la citada carta, cualquier movimiento que gene­rara lo mencionado por el arzobispo sería sin más identi­ficado con la izquierda revolucionaria, la guerrilla y las organizaciones comunistas.

Aparentemente, la Iglesia guatemalteca en general aún creía en la eficacia de los proyectos de desarrollo. No obstante, algunos pequeños grupos cristianos comenza­ban a preguntarse por las reales causas de la pobreza y la miseria, dado que los problemas de la gente persistían y se agravaban a pesar del intenso trabajo asistencial. La De­mocracia Cristiana, por su parte, impulsada por sus plan­eamientos participacionistas, comienza a separarse de

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los esquemas desarrollistas buscando organizar gremial y* políticamente a ciertos sectores a los que el partido tenía acceso. Nacen asi la Federación Campesina (FE-CETRAC), algunos sindicatos, el Movimiento Nacional de Pobladores (MONAP), etc. En el ámbito cooperativo la Democracia Cristiana también plantea una línea distin­ta a la del movimiento cooperativo financiado por agen- ¡ cias estadounidenses. •

La brutal pacificación y las atroces actividades de la Mano Blanca, despiertan la conciencia del clero compro­metido con aquellos sectores del pueblo que más sufrían la represión y el terror. La Populorum Progressio contri­buye también a despertar la conciencia social de muchos católicos, que comienzan a condenar la explotación y represión de que el pueblo es objeto.

Debido a la represión, en general, los grupos cris­tianos se repliegan o dispersan. Sin embargo, se da la ex­periencia de los Melville (religiosos Maryknoll). Después de muchos años de misión en nuestro país, junto al grupo de jóvenes universitarios Cráter empiezan a difundir y aplicar el contenido de la Enseñanza Social Católica. Al-1' canzan un alto grado de politización que los lleva a es­tablecer contacto con la guerrilla y a definir a ésta como la única alternativa viable para el pueblo guatemalteco. La crisis causada por la acción y opción de estos religiosos hace que sean expulsados del país por las autoridades con el consentimiento de la jerarquía. Los Melville resaltan por medio de diversas cartas la motivación profunda­mente cristiana de su actuación, pero la prevención .gene­ral creada ante los intentos de concientización por parte de los cristianos hace que pronto se le eche tierra al «asun­to Cráter». Los grupos se dispersan, paralizándose por algún tiempo el impulso revolucionario de un amplio sec­tor católico.

Durante este período sangriento es emitido un nuevo mensaje del Episcopado (9 de mayo de 1967). En la intro­ducción se describe el clima de violencia que azota el país

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con su secuela de zozobra, temor y angustia. Luego de analizar y reconocer el hecho de la injusta distribución de la riqueza, el problema agrario, la explotación, etc., plan­tea tres posibles soluciones: violenta la una, de mano dura la otra y de un desarrollo integral la última, optando^cla­ro está, por la tercera. El documento parece estar dirigido principalmente a los sectores dominantes y gobernantes, y si bien no cuestiona a fondo las estructuras injustas pre­valecientes, sí intenta realizar un aporte en cuanto a los efectos de la violencia señalando someramente las causas reales de la misma.

Ahora bien, la Carta Colectiva está motivada por un parcial y relativo divorcio de la Iglesia con el Estado en aquella coyuntura; las relaciones se han enfriado bastan­te y más se busca una separación más definitiva que una reconciliación. Por otra parte, diversos sectores de la Iglesia habían sido afectados de una u otra manera por la represión (catequistas, promotores sociales, de salud y hasta algún religioso), lo que influye para que la jerarquía se manifieste de la forma que lo hace.

A principios de 1968 el país es sacudido por la noticia del insólito secuestro del arzobispo Casariego. Ocurre en pleno día y a dos cuadras y media del Palacio Presiden­cial, por lo que, obviamente, se realiza con la colabora­ción del ejército y la policía. Él prelado acababa de regre­sar de México en cumplimiento de una misión política an­te el gobierno de Díaz Ordaz. El fin de la misión era reca­bar el apoyo del gobierno mexicano para que el presidente Méndez pudiera remover de sus cargos a importantes je­fes militares y dirigentes del programa de con trainsurgeh-cia, detener la matanza e impulsar alguna reforma social. La extrema derecha tilda de «comunista» la maniobra y la Mano Blanca ejecuta la acción del secuestro para conde­nar aquel «abuso de poder» por parte de Mons. Casa­riego. A raíz de este hecho, éste es nombrado Cardenal.

En todo caso, poco después el gobierno releva de sus puestos al coronel Arreaga Bosque, Ministro de la Defen-

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sa; al coronel Manuel Soza, Jefe de la Policía Nacional, y al coronel Carlos Arana Osorio, comandante de la base militar de Zacapa y responsable de numerosas masacres, asesinatos, desaparecimientos y torturas practicadas contra los campesinos de la zona. Terminaba así la «pri­mera ola de violencia derechista».

Una pastoral más comprometida con los pobres

• Todo este período de violencia institucionalizada, unido a la influencia del Vaticano II y de Medellín en el clero —principalmente el que V- abajaba en el campo—, hace que muchos sectores de la Iglesia empiecen a cues­tionarse y plantear lo que debería ser una nueva práctica pastoral que responda a las reales necesidades de las gran­des mayorías oprimidas y explotadas. Este florecimiento crítico crea la necesidad de instancias formativas que po­sibiliten la reflexión y sistematización del quehacer cris­tiano en la Guatemala del momento. El interés por cono­cer la naciente Teología de la Liberación es también un motivo fuerte para entrelazarse.

En 1968 se congregan más de ochocientos agentes de pastoral para estudiar y planificar su trabajo en una Se­mana de Pastoral de Conjunto. Pedían:

... la renovación de la Iglesia guatemalleca... decían querer co­nocer más la realidad del país para encarnarse mejor en él, afir­maban su deseo de trabajar en equipo fomentando el funciona­miento de los Consejos Presbiteriales y Pastorales a niyel na­cional, diocesano y parroquial [ y ] de las Vicarías Foráneas; bus­caban la renovación de todos los grupos y movimientos bajo el signo de la comunión eclesial. De ahí nace un equipo de pastoral de conjunto, el Instituto de Capacitación Misionera, algunos grupos de reflexión, la firme conciencia de unirse los distintos sectores de la Iglesia para hacer oír su voz profética...

Al siguiente año se constituye la Confederación de Sa­cerdotes Diocesanos de Guatemala (COSDEGUA), cu­yos objetivos los resumen así:

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Todos estuvimos de acuerdo en los tres objetivos fundamentales que nos proponemos: lo., la unificación de los sacerdotes dioce­sanos en Guatemala; 2o., la promoción integral de los sacerdotes diocesanos, es decir, pretendemos la superación espiritual, inte­lectual y económico-social del Clero diocesano; 3o., la promo­ción integral de nuestro pueblo guatemalteco.

Se incrementa la formación de líderes laicos, curas, religiosos, promotores sociales. Surgen diferentes centros de promoción humana y religiosa (el Instituto Ca­tólico de Capacitación en Uií cízaltenango, el Centro San Benito en Cobán, el Centro de Desarrollo Integral en Huehuetenango, el Instituto de Capacitación del Peten, la Casa Emmanuel en Escuimla) en donde se comienza a delinear y definir el quehacer de la Iglesia en un mundo de opresión extrema. Sin embargo, sólo una minoría se hallaba en una etapa y en una actitud de real cuestiona-miento del estado de cosas imperante.

Estas numerosas instancias formativas eran el resulta­do de diversos factores externos de estímulo, pero tam­bién de un momento poco claro en cuanto a los objetivos y perspectivas. Existía un mínimo punto de partida co­mún: el quehacer de los cristianos ante una situación de pecado social. No obstante, el problema era los «cómo»: desde dónde la Iglesia entendía su compromiso y hasta dónde estaba dispuesta a llevarlo. Se dan diferentes in­terpretaciones acerca de las causas de esta situación de pe­cado y, por lo mismo, distintas definiciones de alternati­vas viables y consecuentes. Se perfilan entonces dos líneas de acción casi totalmente separadas: una desarrolüsta-promocionista que es adoptada por la mayoría, mientras que la minoría opta por una línea de análisis científico de la realidad que la acerca a la aceptación de que el cambio social y la toma de conciencia de los trabajadores erradi­carán la injusticia económica, social y política.,

Lo importante es que el trabajo pastoral se desarrolla en todo el país; se capacita a cientos de catequistas y pro­motores en los muchos centros de promoción de lá Igle­sia. Pese a las diferencias de enfoque y a la poca claridad

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en cuanto a los objetivos y caminos a seguir, los grupos y gentes formados se irian radicalizando y politizando a una velocidad sorprendente, impelidos por las contradíc-. ciones e injusticias del sistema y por su impotencia ante, las mismas. Ellos son los que van a ir dándole forma-y vi­da a la Iglesia de los pobres. Muchos de ellos después han sido objeto directo de la represión.

Al inicio de este trabajo es muy importante la partici­pación de agencias donantes internacionales, en lo que se refiere al financiamiento de proyectos de promoción y creación de infraestructuras, destacándose Caritas y Catholic Relief Services. Mientras tanto, a medida que las diferencias se marcabaamás claramente entre la línea reformista y la de la nueva corriente que intentaba des­cubrir el papel real de los cristianos junto a las luchas del pueblo, la Democracia Cristiana iba perdiendo su influencia anterior sobre los grupos y organizaciones cris­tianas.

VI. EL RÉGIMEN DE ARANA OSORIO (1970-1974)

El Plan Nacional de Desarrollo

La década de los setenta se inicia en Guatemala con sustanciales variantes respecto al decenio anterior. Para las clases dominantes y el gobierno los focos de principal interés y atención, a nivel económico y político, serán:

• La crisis del modelo desarrollista.

• El Plan Nacional de Desarrollo, entendido como la alternativa a la profunda crisis económica.

• Las técnicas y métodos más convenientes para elimi­nar definitivamente la subversión.

Con el golpe militar de 1963 se había iniciado un inten­to de modernización capitalista, fundamentado en el «sa­neamiento» de la administración pública y en la instaura­ción de una forma de gobierno democrático-burguesa ap-

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ta para sus planes. Esta modernización se entendía como parte del proceso «natural» de los países subdesarrolla-dos; según esto, no era necesario transformar la estructu­ra de la propiedad ni la distribución de la riqueza, aumen­tar la participación económica de las mayorías, la apertu­ra democrática, etc. El Plan Nacional de Desarrollo se en­marcará dentro de este esquema; por lo tanto en vez de mejorar empeorará la situación de miseria, marginación y explotación de las mayorías, principalmente en el área rural.

El gobierno aranista representará netamente los inte­reses de los sectores económicos más fuertes del país, los que aparecen conformando un poderoso bloque casi monolítico. Mientras tanto, los grupos de la pequeña burguesía aglutinados en el Partido Revolucionario y en la Democracia Cristiana, ven reducirse más y más las po­sibilidades de que el pueblo los mire como posible alterna­tiva.

En lo externo, el gobierno fundamentará política y económicamente el proyecto del Plan Nacional de De­sarrollo en la alianza con el Sunbelt y la dictadura somo-cista. Internamente, buscará ganarse la simpatía y el apo­yo del ejército con el Programa de Colonización del Pelen (representa la tercera parte del territorio nacional), que entrega generosamente grandes extensiones de tierra a oficiales del ejército al amparo del anonimato que pro­porcionaba el organismo estatal creado para el fomento y desarrollo de esa zona. Como resultado de la alianza con el Sunbelt, el gobierno otorga a la compañía EXMJBAL la concesión para la explotación de los ricos yacimientos de níquel, a la vez que sienta las bases legales para las con­cesiones petroleras (una vez estallada la crisis energética de 1973) con la promulgación de la Ley de Hidrocarbu­ros. Ahora bien, la creación de una oficialidad militar terrateniente, partícipe de los intereses de la burguesía, proporciona los ingredientes fundamentales para la reali­zación del «plan maestro»: primero, los militares se con­vierten en socios directos de la iniciativa privada; segun-

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do, se impulsa el desarrollo económico del país mediante las promisorias fuentes de níquel y de petróleo; tercero, se asegura la participación del capital extranjero; cuarto, se crea un espacio militar de control que perseguirá a la guerrilla hasta el Peten si es necesario.

Nueva oleada represiva

Asi pues, con el progreso material viene el aumento del endeudamiento externo y la entrega de las reservas na­turales a las grandes transnacionales mineras y agroex-portadoras. Además, el sistema se ve obligado a aumen­tar la represión como su medio natural de sobrevivencia. Se inicia una nueva ola de violencia de la derecha que ases­tará fuertes golpes a los sectores democráticos y popula­res: muchas personas de valía son secuestradas, tortura­das y asesinadas (el Partido Guatemalteco del Trabajo sufre un rudo golpe en 1972 cuando pierde a la segunda carnada de su vieja dirigencia), y toda protesta o denuncia de la constante y descarada violación de los derechos hu­manos es acallada con la expulsión, la amenaza o el asesi­nato. La guerrilla rural y urbana es sistemáticamente in­filtrada, y para 1973 queda reducida a unos pocos focos establecidos en regiones apartadas del país.

El plan económico dé modernización del capitalismo dependiente guatemalteco aparece crudamente ante el pueblo. Por más que el acelerado proceso de pauperiza­ción de los sectores medios y populares quiere ser atri­buido a la inflación importada, se hace patente que su ver­dadero origen se halla en la rapacidad desmedida del capi­tal nacional y extranjero. De ahí el énfasis en la campaña de contrainsurgencia que acaba casi totalmente con la guerrilla; los esfuerzos por «descabezar» a las organiza­ciones populares y democráticas, y la puesta en práctica de «una científica teoría del terror» orientada a crear un sentimiento colectivo de temor a través de las masacres, los desaparecimientos, las torturas, los asesinatos y la in­timidación por los medios de comunicación.

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Esta violencia indiscriminada aisla, repliega y retarda coyunturalmente el proceso revolucionario. No obstante, tienen lugar la huelga nacional del magisterio, a la que se suman otras organizaciones, y que finaliza con una victo­ria clara ante el gobierno, y el levantamiento de campesi­nos del oriente del país, que sólo es controlado masacran­do a las poblaciones de Xalapán y Zacapa. Ambos movi­mientos sirven para explicitar el grado de descontento y rebeldía popular ante una dictadura militarque utilizaba métodos fascistas para mantenerse en el poder.

Papel de la Iglesia

Durante estos años, la Conferencia Episcopal toma como prioridad del Plan Nacional de Pastoral a las comu­nidades eclesiales de base. Inicialmente se logra que más fieles se sumen a las prácticas religiosas, pero no se llega a alcanzar una visión global del quehacer cristiano. Mientras tanto, el equipo de pastoral de conjunto consta­ta la imposibilidad de coordinar proyectos a nivel na­cional debido a las diversas eclesiologías de los mismos pastores. Esta tensión y falta de cohesión interna es evi­denciada por la incapacidad del Episcopado para pro­nunciarse colectivamente lo que repercute en una desesti­ma de la autoridad eclesiástica y en la proliferación anár­quica de iniciativas que causan gran desconcierto entre los católicos.

Hacia finales de 1971, un grupo de católicos y evangé­licos —entre ellos había obispos, sacerdotes y pastores— emite una declaración solicitando el retorno al estado de derecho para que las diferencias sean resueltas de forma más humana. El obispo encargado de la mitra arzobispal, Mons. Ramiro Pellecer, «en nombre de la Iglesia Católica de Guatemala» acusa al grupo de «meterse en política», de hablar sin suficiente conocimiento y de hacerle el juego a «grupos de maleantes». Los extranjeros firmantes de la declaración son expulsados del país, en tanto que los na­cionales reciben amenazas, entre ellos Mons. Gerardo

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Flores quien abandona por un liempo Guatemala. El go­bierno pide a la Conferencia Episcopal cuidar de que los sacerdotes se abstengan de «meterse en política», endure­ce los trámites de migración para el personal apostólico que venga al país, y hace responsable ante él de la conduc­ta de este personal a los respectivos obispos.

En el campo pastoral se dan algunos esfuerzos aisla­dos importantes como el del notable crecimiento de los Delegados de la Palabra, especialmente en las diócesis de Huehuetenango, Quetzaltenango e Izabal. Surge tam­bién la inquietud por la pastoralindigenista. Estaaparece con una doble tendencia: incorporar e integrar a los in­dios a la «civilización» y gestar luchas exclusivamente ét­nicas. Estas desviaciones son paulatinamente corregidas, aunque sin terminar de tener plena claridad en cuanto a los objetivos pastorales del trabajo. Se sabía que los indígenas representan la mayoría de la población guate­malteca, pero no se les ubicaba debidamente dentro de la problemática global del país por lo que, en un inicio, sus perspectivas políticas eran pocas. No obstante, esta pas­toral acarrearía un incremento en la cantidad de retiros, cursos y jornadas, enmarcados dentro de un amplio plu­ralismo, lo que posibilitaría una progresiva politización y radicalización de buena parte del conglomerado indígena.

En 1973 surge en el pais el Movimiento de Renovación Carismática. Sus objetivos y procedencia, quiénes lo fi­nancian, los sectores a los que está dirigido, sus características y sus lamentables efectos, no es necesario detallarlos pues el «carismatismo» es un «fenómeno» co­mún a Latinoamérica. A finales de ese mismo año la Con­ferencia de Religiosos de Guatemala (CONFREGUA), de gran fuerza dentro de la Iglesia guatemalteca —en aquel entonces los religiosos eran 551 y las religiosas 996— convoca a un Primer Congreso Nacional en el que «se ponen en común diversos programas, añoran in­quietudes comunes como la adaptación de la vida reli­giosa al indígena, el conocimiento y compromiso con la

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realidad nacional, el sentido profético, las vocaciones, la formación, etc.».

La base humana de la Iglesia (miembros de movimien­tos apostólicos, cursillistas, agentes de pastoral) se amplía notablemente, sólo que su formación es bastante deficiente y la dispersión de fuerzas es máxima. En parte esto se debía a la falta de medios de comunicación inter­na, lo que hacía que se desconocieran diversas iniciativas y soluciones que se estaban impulsando en las diferentes diócesis.

Un último aspecto que nos interesa señalar es el conflicto suscitado en El Peten entre el Administrador Apostólico y los misioneros que allí trabajaban. La pas­toral liberadora de éstos termina por ser objetada y recha­zada por el prelado que mantenía una línea canónico-carismática. Al final prevalecería la posición del obispo, y los misioneros tendrían que abandonar la región.

VII. GOBIERNO DE LAUGERUD (1974-1978)

En las elecciones de 1974 resultó claramente triunfa­dor el candidato de la Democracia Cristiana, el general RíosMontt. El ejército, de acuerdo con las grandes cáma­ras (Agricultura, Comercio e Industria), y con el apoyo del «omnipotente» Gral. Somoza, falsea los resultados e impone en el poder al Gral. Kjell Eugenio Laugerud. El fraude provoca fuertes protestas populares pero la De­mocracia Cristiana se vende al partido «ganador». Esto le merece un gran desprestigio y la pérdida definitiva del apoyo popular.

Ciertos sectores de la Iglesia que veían a la Democra­cia Cristiana como alternativa para el pueblo oprimido, se desalientan totalmente; incluso algunos comienzan a considerar la vía de la lucha política no partidista. Los grupos cristianos que habían empezado y mantenido una reflexión y formación en la línea de Medellín, alcanzan un mayor nivel de compromiso mediante una acción prácti-

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ca concreta a través de pequeñas instancias organizativas del pueblo (un ejemplo lo constituyen los «comités de amas de casa» formados en la Costa Sur). Este trabajo daría lugar a amenazas y a la expulsión de algunos reli­giosos.

El proyecto económico del tercer gobierno de la militar-democracia no se distinguía sustancialmente de los anteriores. Sustentaba el desarrollo guatemalteco sobre los siguientes pilares: • La inversión estatal en proyectos de infraestructura

—sobre todo hidroeléctricos— para posibilitar el cre­cimiento industrial y agroindustrial.

• Convenios con empresas extranjeras para desarrollar la explotación de los recursos petroleros del pais (esto como continuación de convenios semejantes suscri­tos por el gobierno aranista respecto a la explotación del níquel).

• Facilidades al capital privado foráneo para que pro­moviera proyectos de apoyo al desarrollo turístico. Estos proyectos verían ampliados sus posibilidades con la construcción de la Carretera Transversal del Norte que significaría la apertura de las tierras cerca­nas a los núcleos petroleros y mineros; uniría a los de­partamentos de Huehuetenango, El Quiche y Alta Verapaz, entrando por El Peten hasta el borde del territorio beliceño. (Poco después se intensificaría en estas tierras el despojo por el procedimiento de «titu­lación supletoria», que obliga a miles de campesinos indígenas a emigrar a Belice).

El nuevo plantío se ocupaba de la ampliación del mer­cado interno; lo que interesaba era lograr la mayor capa­cidad de consumo de las capas altas del país. Si a esto aña­dimos un proceso inflacionario en continuo aumento, se comprende el crecimiento del descontento popular mani­festado por huelgas, el resurgimiento de las luchas clan­destinas y las ocupaciones de tierras, situación a la que se trata de poner freno con otra ola de violencia derechista.

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Estaagitación social repercute hondamente al inienoi de la Iglesia que experimenta un crecimiento turbulento, producto de fuertes corrientes encontradas y contradicto­rias. Se trata de un proceso que escapa al control de una Conferencia Episcopal que no logra recuperar el lideraz-go que antes tuvo «el señor Arzobispo».

En 1975 resurge la guerrilla con un nuevo estilo repre­sentado por el Ejército Guerrillero de los Pobres (EGP). Ahora se quiere ir de la mano con las luchas del pueblo; se ve la necesidad de abandonar la modalidad foquista, sus­tituyéndola por una gran movilidad en todo el territorio que permita apoyar la lucha popular ahí donde surja. El EGP clama por una unidad de la guerrilla que destierre la destructiva competencia por la vanguardia del movimien­to popular que caracterizó a los anteriores grupos guerrilleros. Se re inicia así la lucha armada bajo la estra­tegia de la «guerra popular prolongada», que asesta fuertes golpes a la burguesía, al ejército, al gobierno, y que se gana el progresivo apoyo del pueblo, principal­mente en el campo.

rít terremoto de 1976

Ante el gran número de víctimas y la enorme destruc­ción producida por el terremoto, los grupos cristianos y la Iglesia en general actúan de inmediato. En un primer mo­mento, todos los esfuerzos confluyen en Caritas, pero es evidente que aquella unión respondía únicamente a un momento coyuntural. No había un planteamiento ra­cional sobre la importancia de la unidad y los factores que la propiciaban; la actividad era de tipo asistencial urgen­te, sin plantearse los principios generales de ese quehacer posterior al terremoto. Para unos, esa actividad era un acto de caridad; para otros, un acto humanitario; para los menos, una manera de expresar su solidaridad con los afectados, en su mayoría los más pobres. En todo caso, parecía que la Iglesia se unía y que todo lo dominaba el trabajo fraterno que hacía olvidar diferencias y contra­dicciones.

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No obstante habría quienes cuestionaran el cómo se en tendía la ayuda prestada, qué se hacía toda Jaayuda en­viada por los países hermanos; por qué los pobres habían sido los más afectados. A consecuencia de este oportuno despertar la «unidad» sólo dura un par de meses. Aunque Caritas y los obispos intentan seguir monopolizando la acción social de la Iglesia, los grupos con mayor claridad no lo aceptan. Al no ser ya prorrogable la centralización del tra­bajo, se da un rompimiento bastante brusco.

Nace entonces el Comité Cristiano, formado por grupos comprometidos con los intereses del pueblo y que contaban con varios años de trabajo social y concientiza-dor. El Comité pide a los obispos que se pronuncien sobre la situación imperante dado que, después del terremoto, la pobreza, el hambre y la desigualdad social se han hecho más palpables, por lo que las autoridades eclesiásticas debían decir claramente su palabra, ya fuera de justifica­ción o de inconformidad.

En sí mismos los grupos del Comité no tenían fuerza suficiente para presionar a la jerarquía, sin embargo se veían favorecidos por la coyuntura del momento. En efecto el pueblo percibía ahora más lúcidamente la opre­sión y la injusticia que por tantos años le habían sido im­puestas, lo que generaba un malestar general que exigía una «voz de aliento» de la Iglesia y una palabra sobre la actitud asumida por el clero. Además, en el momento de la petición, el cardenal Casariego no se encontraba en el país, circunstancia propicia que es aprovechada por algunos obispos para presionar a sus colegas a emitir una carta pastoral con la que el cardenal no estaría de acuerdo.

De este modo se prepara y publica el documento más importante que haya elaborado la Conferencia Episcopal de Guatemala: Unidos en la Esperanza. Al referirse a la situación social, económica y política del país, los obispos lo hacen en los siguientes términos:

Este pueblo lleno de valores ha sido durante siglos objeto de constante explotación y hoy arrastra una vida injusta e inhuma-

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na... pese a los esfuerzos que se efectúan se conjugan en los sec­tores más numerosos del conglomerado nacional, el hambre y la miseria, las enfermedades de tipo endémico, la mortalidad in­fantil, el analfabetismo'y la marginalidad; profundas desigual­dades en el ingreso, tensiones entre las clases sociales, brotes de violencia y escasa participación del pueblo en la gestión del bien común.

El problema de la violencia que se vivía en el país, la Conferencia lo encara así:

No tememos señalar que Guatemala vive una situación de violencia institucionalizada, de allí que no sea extraño percibir un sordo clamor que brota de millones de hombres pidiendo a sus pastores una liberación que no les llega a ninguna parte. Pero la represión no se hace esperar y hemos entrado desde hace ya largos años en lo que se ha dado en llamar la terrible espiral de la violencia. A la opresión responde la subversión, a la subversión la represión y así poco a poco el clima se hace más exasperante y el baño de sangre que padece nuestra patria es de características insufribles.

La misma claridad caracteriza los planteamientos acerca del llamado «auge económico» y la injusta distri­bución de la tierra:

Se habla con frecuencia en los medios oficiales del sostenido aumento en la economía, estando ya en los umbrales de procla­mar un «milagro guatemalteco». Sin embargo las necesidades básicas de nuestro pueblo están muy lejos de ser debidamente sa­tisfechas... Tenemos que manifestarlo con toda claridad ante Dios y ante los hombres: el acumular la tierra en pocas manos con el detrimento de la inmensa mayoría de los habitantes de una nación, es un pecado de injusticia que clama al cielo (Isaías 5,8).

Seguidamente se hace un análisis de la conflictiva re­alidad intraeclesial guatemalteca, llamando la atención sobre la falta de unidad percibida ja desilusión apostólica de muchos y la urgencia de una pastoral de conjunto. En el resto del documento, a partir de la Iglesia encarnada en el mundo, se reflexiona sobre el papel de la Iglesia «cha­pina» en la búsqueda de una reconstrucción nacional.

Los grupos cristianos más comprometidos reciben el documento con gran satisfacción e interés, y pronto ago­tan varias ediciones de la Carta Pastoral. En las altas esfe-

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ras del gobierno y en los sectores dominantes, la reacción es de disgusto. Además, como la Carta había sido pro­mulgada sin la presencia y autorización del cardenal Ca­sariego, los sectores eclesiales más conservadores pre­sionan para boicotear su distribución, su estudio y refle­xión por las comunidades y grupos cristianos de base. El resultado es que, al poco tiempo, el importante documen­to queda archivado.

Ahora bien, como consecuencia de un crecimiento económico que no daba participación a las masas, del al­za sostenida en el costo de la vida, del empobrecimiento de los sectores populares, del fracaso de los programas de-sarrollistas y reformistas, y del avance marcado de las or­ganizaciones populares, la fuerza política de las organiza­ciones clasistas populares era cada vez más evidente. La capacidad política y la visión estratégica del movimiento popular permite que, en 1976, se conforme la máxima instancia de los sectores organizados del pueblo: el Comi­té Nacional de Unidad Sindical (CNUS).

Ante aquel manifiesto auge del movimiento popular y revolucionario, la burguesía y los aparatos represivos ofi­ciales y paramilitares incrementan la violencia terrorista contra políticos, intelectuales y dirigentes obreros y cam­pesinos. A la ultraderechista Mano Blanca se suma en 1977, el denominado Ejército Secreto Anticomunista (E.S. A.), el que más terror y asesinatos ha causado en los últimos años. Según datos de la Comisión de Justicia y Paz, 826 personas fueron asesinadas durante 1976. El 43% de los muertos eran campesinos o trabajadores rura­les asalariados; el 13.1% eran trabajadores o empleados urbanos asalariados y el 4.3% profesionales, maestros o estudiantes. Por esta época surge también el grupo para-militar de extrema derecha Guerrilla Acción Liberadora Guatemalteca Anti-Salvadoreña (GALGAS), y se men­ciona asimismo en la prensa la existencia de otra organi­zación oficial represiva; el Centro Regional de Comuni­caciones. El Consejo de Agricultores, Comerciantes, In­dustriales y Financieros (CACIF), por su parte, también

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elabora un plan represivo contra las organizaciones po­pulares, pero es denunciado oportunamente por el CNUS.

En lo que respecta al Plan de Emergencia Nacional elaborado por el gobierno con ocasión del terremoto, he­mos de decir que sería un absoluto fracaso. Las tareas y medidas de reconstrucción que se proponen, se revelan deficientes e ineficaces; es que la reconstrucción no era posible dado el alto grado de corrupción administrativa existente. A esta situación se sumaba la proximidad de las elecciones presidenciales que permitía todo tipo de luchas y divergencias de índole electorera al interior de los orga­nismos estatales. Consecuentemente, los afectados por el terremoto tienen que ir superando sus problemas más in­mediatos por su propia cuenta; el gobierno prácticamente no aporta nada. Las agencias internacionales canalizan entonces su ayuda vía Caritas y Comité Cristiano, que son los que asumen casi totalmente la responsabilidad de contribuir en las tareas de reconstrucción.

l.os años 1976-77en Guatemala desde la perspectiva de la Comisión de Justicia y Paz

En octubre de 1977 se realiza en Costa Rica el VII En­cuentro Regional de Justicia y Paz. En ese encuentro, Justicia y Paz de Guatemala señala con mucha pertinen­cia cuatro características fundamentales que coyuntural-mente influían en la dirección dinámica del país en ese momento:

— Divergencias entre algunas de las fracciones del grupo que detenta el poder económico.

— Alza desmesurada del costo de la vida.

— Aumento de la influencia extranjera como con­secuencia del incrementode las inversiones en ac­tividades mineras (níquel y petróleo).

— Augeen laactividad de los movimientos popula­res.

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Sobre el primer punto se apunta que:

Desde hace varios años y como consecuencia de la evolución del proceso de industrialización y modernización del sistema impe­rante, han surgido divergencias por un lado entre los sectores terratenientes agroexportadores y los sectores industriales, fi­nancieros y comerciales, y por otro, entre estos últimos y las empresas transnacionales, contradicción esta última que ha ge­nerado también divergencias al interior del sector apuntado... Las divergencias se han manifestado fuertemente en la composi­ción de fórmulas electorales que entran en contradicciones, ata­ques, presiones que incluso pueden degenerar en enfrentamien-tos armados... estas divergencias terminan cuando se trata de enfrentar el actual auge de la organización y movilización popu­lar.

Con respecto al alza en el costo de la vida, observa Justicia y Paz:

Las alzas producidas en los mercados internacionales para los productos industrializados infieren directamente en el aumento de los precios de los artículos subproducidos por la industria lo­cal e incluso sobre los productos agrícolas de primera necesidad... a la par de esto no hay ningún aumento en los suel­dos de los trabajadores, los campesinos cada vez tienen menos tierras, y las pequeñas industrias y artesanías populares o han si­do ahogadas por la competencia de la gran industria o fueron destruidos sus medios de producción por el terremoto, por lo que se ha generado un proceso creciente de empobrecimiento de los grandes sectores populares... Esta situación se entiende mejor cuando vemos que el 68% de la población vive a un nivel de sub­sistencia, es decir que sólo tiene lo necesario para no morir.

Sobre el tercer aspecto se manifiesta que:

La explotación del níquel y el petróleo encontrados en la zona norte de Guatemala, por parte de grandes empresas extranjeras, ha requerido de ellas una fuerte inversión. Esta situación hace que ellas vean como necesario el poder maníener en el futuro las condiciones favorables en que se les han otorgado las conce­siones de explotación y las posibilidades de tener mayores facili­dades de Gobierno actual... Como un signo de ello vemos la in­versión de cerca de 200 millones que ha hecho Guatemala, con préstamos del exterior, para la construcción de una hidroeléctri­ca en la zona noroccidental del país y que proporcionará energía a la actividad minera; la construcción de una carretera en la zona transversal del norte que les dará salida al océano Atlántico, la instalación de una zona libre de impuestos en el puerto sobre

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dicho océano, la colonización de la selva que proporcionará ma­no de obra, e tc . . Estas circunstancias hacen que se aumente la injerencia extranjera en los destinos y vida del país, apoyando a los grupos dominantes en sus controles, y muy fuertemente, en su capacidad de represión, tratando de copar la actividad econó­mica en ot ros rubros que se beneficiarán con la' bonanza econó­mica' que se anuncia (hotelería, turismo, transporte, bancos, etc.).

Y sobre el último punto se dice: Esto ha provocado un auge en la actividad de los movimientos en esos sectores que se han operado, en la ciudad, en la búsqueda del derecho a la organización, de la contratación colectiva y el aumento de salarios, ejemplj de lo cual son los innumerables conflictos laborales surgidos durante este último año... En el campo esta lucha se traduce en la búsqueda de tierra y en evitar los despojos y desalojos, en la organización creciente que ad­quiere diferentes formas y en la cual la acción católica y demás organizaciones cristianas juegan un papel importante, y en la protesta por las condiciones en que se da el trabajo en la costa sur, no sólo para los trabajadores colonos sino también para el campesino migrante del altiplano.

Las divergencias al interior de los sectores dominantes señaladas en el análisis de Justicia y Paz, harían que los esfuerzos se canalizaran exclusivamente hacia la activi­dad electoral, lo que propiciaría un gigantesco bombar­deo propagandístico e ideológico a través de los medios de comunicación social.

El proceso electoral de 1978

£1 proceso electoral de 1978 representa una conti­nuidad de las campan? s electorales anteriores. Las alian­zas «inconcebibles» están a la orden del día: los más reac­cionarios se juntan con los que alguna vez se llamaron de­mocráticos; los pequeños, a cambio de unas cuantas mi­gajas, se prestan a ser utilizados por los grandes para ase­gurar su hegemonía política.

La más significativa de estas alianzas sería la formada por el Partido Institucional Democrático, el Partido Re­volucionario, la Central Auténtica Nacionalista y otras

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agrupaciones menores aglutinadas en el Frente Amplio. Este Frente —conformado por sectores de la burguesía industrial, financiera y comercial— plantea la ya conoci­da modernización capitalista, la «optimización» de la producción agrícola, el impulso a los proyectos de turis­mo e infraestructura, la descentralización de la industria y, por lo mismo, apoyo a los programas de desarrollo ru­ral. Dentro de los partidos coaligados los había que se definían de «centro izquierda», «nacionalistas democrá­ticos» y «socialdemócratas», qi :i proponen como candi­dato presidencial al ex presidente del Comité de Recons­trucción Nacional, el Gral. Rorreo Lucas García; para la vicepresidencia se denomina al Dr. Francisco Villagrán Kramer, cuya pasada trayectoria «revolucionaria» había sido totalmente olvidada, sobre todo desde que se convir­tiera en abogado asesor del CACIF.

La Democracia Cristiana empezaría su campaña in­tentando una alianza con el ultraderechista Movimiento de Liberación Nacional, lo que aumenta su desprestigio y su impopularidad. Rechazada su oferta, laD.C. seguiría con su planteamiento participacionista —que no significa ningún proyecto político claro, si bien usa de un lenguaje populista— además de presentar como candidato presi­dencial a un militar que no se diferenciaba mucho de Lu­cas García.

La agitada campaña política da un buen margen para la movilización popular. Las luchas reivindicativas son numerosas y muy exitosas. Merecen mencionarse la marcha de los mineros de Idelfonso Ixtahuacán (Huehuetenango) a través de todo el altiplano, y que ter­mina en la capital con aproximadamente cien mil partici­pantes en manifestación de solidaridad; la huelga na­cional de los empleados gubernamentales que estaría a punto de forzar la suspensión de las elecciones y la admi­nistración del proceso por el ejército, así como la huelga y marcha de los trabajadores del proyecto hidroeléctrico Aguacapa. Vemos entonces que el espacio abierto por el proceso electoral es bien aprovechado por el movimiento

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popular. Un alto grado de agitación se percibe en todo el país —producto de la tensión y frustración política de va­rios años de espacio cerrados— y los trabajadores mani­fiestan su inconformidad con el régimen autoritario mili­tar. La burguesía, por su parte, siente que no puede aca­bar de golpe con esas protestas sin poner en peligro sus in­tereses.

Lo cierto es que, al igual que cuatro años atrás, el pueblo muestra su escepticismo con respecto al proceso electoral no concurriendo a votar, lo que se traduce en un altísimo porcentaje de abstencionismo. Y, al igual que cuatro arlos atrás, las elecciones nuevamente dan lugar a un escandaloso fraude, esta vez en favor del Gral. Romeo Lucas García. Mientras tanto, seguía adelante el avance político, militar y organizativo de la guerrilla.

Represión contra la Iglesia de los pobres

Se puede afirmar que en 1977 comienza la represión sistemática contra la Iglesia guatemalteca, cada vez más comprometida con las luchas y la causa de los pobres. Su voz de protesta ante los hechos represivos y explotación imperante, se hacía más y más molesta para los grupos dominantes, de ahí la afirmación del vicepresidente San-doval Alarcón —en el discurso inaugural de un congreso anticomunista celebrado en Formosa— de que «la Iglesia en América Latina propaga el comunismo». La acusa­ción de Sandoval provoca una fuerte polémica y reac­ciones contrarias, principalmente entre el clero y Ja jerarquía. El cardenal Casariego manifiesta su extrañeza y recuerda que, en tiempos de Arbenz, «colaboramos con los líberacionistas, nos rebelamos ante los comunistas que pretendían apoderarse del país, aportamos en la am­putación de una parte del cuerpo canceroso». Muy de otra índole es la refutación de los obispos en su conjunto. Ellos afirman que la Iglesia tiene la obligación de procla­mar la justicia en el campo social y el derecho de denun­ciar las injusticias fruto del pecado.

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Sin embargo, la respuesta más valiente y terminan te es la del obispo Próspero Penados de San Marcos:

...es comunismo preocuparse por la educación en un pueblo donde más de la mitad de sus habitantes son analfabetas, o por la salud de un pueblo que liene elevadas tasas de enfermedades en­démicas y de mortalidad infantil, o el esfuerzo de la Iglesia por desarrollar programas encaminados a aliviar el hambre y miseria del pueblo. O denunciar el desempleo, bajos e injustos salarios, las condiciones de trabajo inhumano y discriminación racial? ¿Denunciar la tortura, desaparición y muerte de tantos inocen­tes... que la Iglesia dé su apoyo moral a organizaciones y movi­mientos que persiguen una vida más digna y humana?... Si eso es comunismo señor Vice-presiden;e, sí somos comunistas, desde el Papa Paulo VI hasta los obispos de Guatemala que firmamos el documento eclesial Unidos en la Esperanza.

Pero, pocos días después de conocerse esta respuesta, el cardenal Casariego visita a Sandoval para «felicitarlo por el día de su cumpleaños». Una vez más el cardenal mostraba su servilismo a las clases dominantes, así como su deslealtad e inconsecuencia para con sus colegas, al avalar con su visita las declaraciones del vice-presidente y brindar su apoyo tácito a las amenazas y medidas represi­vas insinuadas contra los sectores más avanzados de la Iglesia guatemalteca. Una de esas víctimas sería el Padre Hermógenes López, presbítero de un municipio de la ca­pital, asesinado por la derecha clandestina la víspera de la entrega de la presidencia de parte de Laugerud a Lucas García.

Hacia 1978, la" Iglesia guatemalteca en general em­pieza a mostrar una gran vitalidad. Ejn el campo se de­sarrollan diversos proyectos de trabajo que impulsan y permiten una mayor politización de los campesinos, mientras que algunos obispos manifiestan una gran pre­ocupación por explicarse los fenómenos sociales, la injus­ta repartición de la riqueza, etc. No obstante, hay un acontecimiento que marcará una coyuntura eclesial muy especial: La Masacre de Panzós.

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La Masacre de Panzós

Con este nombre se conoce el brutal asesinato de más de ciento cuarenta campesinos indígenas por parte del ejército y los terratenientes de la zona norte del país. Pese a los esfuerzos de la dictadura militar por bloquear la in­formación, muy pronto se conoce de la masacre. Las or­ganizaciones populares condenan aquel hecho genocida, movilizan y agitan al pueblo; la prensa burguesa mani­fiesta su desacuerdo con los métodos adoptados para acallar a los «inconformes»; los partidos políticos seudo-democráticos condenan el hecho como reñido con el «ré­gimen democrático» existente en el país; en fin, la pobla­ción entera demuestra su pesar por el hecho y su solidari­dad «moral» con los afectados por la masacre.

A nivel internacional el gobierno enfrenta la denuncia y condena de otros gobiernos, organizaciones e institu­ciones de la más diversa índole. El alto grado de irrespeto a la vida humana en Guatemala, era ahora más conocido en el exterior. Por otra parte, se evidenciaba la falta de «coordinación» existente entre las fuerzas represivas ofi­ciales y las altas autoridades del gobierno que, al parecer, no estaban enteradas de lo que ocurriría ya que el acto sangriento nabria sido acordado «unilateralmente».

En lo que respecta a la Iglesia, la condena clara de unos y el silencio justificador de otros provocaría una agudización de las contradicciones internas y una mayor definición de posiciones. Efectivamente, la magnitud y crueldad de la masacre hace que, por primera vez, todos los sectores eclesiales se sientan presionados a pronun­ciarse, sobre todo los de la zona norte del país. La partici­pación de las autoridades locales, de los terratenientes y del ejército era tan evidente, que ni siquiera los sectores más reaccionarios de la Iglesia podían tratar de descono­cerla; cualquier enfoque que se le diera a la condena no podría excluir la mención del grado de responsabilidad que tenían, las autoridades. Nunca antes la Iglesia en ple­no se había pronunciado ante determinado hecho. Ahora

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lo tenían que hacer las diócesis por separado, la Confe­rencia Episcopal en pleno, los movimientos seglares, los diversos grupos e instancias cristianas.

Obviamente, no todos los sectores de la Iglesia tenían la misma claridad política acerca del significado de la ma­tanza y su condena. De ahí que muchos simplemente se manifiesten por un alto grado de sensibilidad que los hacía sentir el dolor de los hermanos «kekchíes»; otros por una posición de condena a la violación de los derechos humanos; algunos por ser más progresistas, y los demás, no por ello unos pocos, por su decidida identificación y compromiso con los intereses populares. En todo caso, lo importante es que el movimiento y los sectores populares, la burguesía y el ejército sintieron la presencia de la Igle­sia.

A la manifestación masiva de protesta por la masacré; concurren por primera vez grupos de cristianos, sacerdo­tes y religiosos, todos guiados por el Comité Pro:Justicia y Paz que se convierte en la vanguardia de los cristianos comprometidos con el pueblo. La manifestación, realiza­da sin la autorización del gobierno, reúne a unas cien mil personas y sirve para mostrar el enorme crecimiento y auge del movimiento popular.

Por todo ello, el ejército reacciona y acusa a ciertos sectores eclesiales de estar agitando a los campesinos indígenas del norte y de participar en actos subversivos; tácitamente les imputa responsabilidad en la rríasacre de Panzós. Las posiciones se comienzan desde entonces a de­finir y polarizar más claramente dentro de la Iglesia guatemalteca: unos apoyarán las luchas del pueblo y con­denarán las masacres y la represión ejercida contra él; otros, encabezados por su máximo representante el car­denal Casariego, deslegitimarán a los cristianos compro­metidos con las luchas populares y justificarán las ac­ciones de los sectores dominantes encaminadas a mante­ner su situación de privilegio. Así pues, Panzós significa para la Iglesia de Guatemala el comienzo de la agudiza-

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ción de los conflictos intraeclesiales, y, por consiguiente, de los conflictos con la militar-democracia.

VIH. (ÍOBIKRNO DE LUCAS (¡ARCIA (1978...)

I.a «apertura democrática»

La «apertura democrática» anunciada por el nuevo gobierno, representará un claro intento de confundir al pueblo y de ganar adeptos. En nombre del pluralismo político se trataba de:

• Ocultar —al menos parcialmente— los altos ni­veles de represión.

• Asegurarse la participación de ciertos sectores de la pequeña burguesía y de la clase media, bastan­te escépticos ante el nuevo gobierno.

• Presentar nuevas caras y banderas que contribu­yeran a aminorar la incredulidad del-electorado, a reducir el abstencionismo en venideros comi­cios y a aumentar la representatividad del gobier­no.

• Preparar el terreno para el advenimiento de civi­les al gobierno dada la creciente imposibilidad de los militares de mantenerse en el poder, si bien és­tos conservarían el mando.

Todos aquellos grupos que se organizaran y llenaran los requisitos establecidos podrán inscribirse como parti­dos políticos, pero existiría un pequeño inconveniente: sólo podrían intentarlo los que se encaminen por el centro o por la derecha.

Una ola más de terror derechista

Esta política demagógica del gobierno de Lucas García, sería pronto desenmascarada por el incremento de la represión y el surgimiento de una nueva ola de terror

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—la más terrible que Guatemala haya conocido— impul­sada por los grupos paramilitares derechistas.

Ya en el discurso de toma de posesión presidencial, el Gral. Lucas García había manifestado claramente que «nuestra concepción del funcionamiento del Estado no incluye que la protesta se desplace a la calle sin cubrir pre­viamente los requisitos legales que corresponden». Aquella advertencia —sin duda motivada por el auge del movimiento popular—, que hacía predecir un régimen de mano dura, pudo ser verificada muy pronto.

Ante el asesinato de un dirigente sindical en el inte­rior del país, el Comité Nacional de Unidad Sindical (CNUS) solicita y obtiene la autorización legal para con­vocar a una manifestación de protesta. La manifestación es disuelta con bombas lacrimógenas, garrotazos e inti­midaciones por parte de la policía, los detectives y hasta los grupos paramilitares. La dictadura militar daba sus primeros avisos de que no permitiría las más mínimas li­bertades con el fin de erradicar el «actual estado de anarquía».

Al mes siguiente tienen lugar las llamadas Jornadas de Octubre. La intención gubernamental de aumentar la ta­rifa del transporte público urbano en un 100%, decide a las organizaciones populares a tomar las medidas necesa­rias para evitar que se concretice ese aumento. Se decreta una huelga total de trabajadores del Estado, a la que se su­man el grueso del estudiantado y del magisterio. Hay pa­ros progresivos, levantamiento de barricadas y fuertes enfrentamientos de la población con los agentes de segu­ridad. El clima de agitación política dura trece días, al ca­bo de los cuales el gobierno, incapaz de detener la lucha del pueblo, decide dar marcha atrás y detener el aumento. Gran cantidad de muertos, heridos y detenidos fue el sal­do de aquella victoria parcial del pueblo.

Ahora bien, el gobierno, la burguesía y el ejército se percatan de que, pese a cierta descoordinación mostrada durante las Jornadas, el movimiento popular en su con-

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junto ha alcanzado un alto nivel de capacidad organi/ai iva y política. El asesinato de dirigentes populares, las amena­zas a los religiosos, etc., no parecían calar en las organiza­ciones. Era necesario entonces elaborar un plan represivo muy bien tramado que lograra desmantelar totalmente la organización popular.

El plan represivo pronto se pone en ejecución. Se co­mienza por retirar la personería jurídica a organizaciones como el Comité de Emergencia de los Trabajadores del Estado (CETE), vanguardia de las Jornadas de Octubre, que es de este modo destruido y sus dirigentes asesinados u obligados a buscar asilo en otros países. Por su parte, el Ejército Secreto Anticomunista (ESA) publica una lista, la primera, de treinta y ocho personas acusadas de ser co­munistas por lo que se les ha condenado a muerte. Pocos días después, tan sólo a media cuadra del Palacio Na­cional, es ametrallado el Secretario General de la Aso­ciación de Estudiantes Universitarios, Oliverio Castañe­da, con lo que se evidenciaban las características que tendría la nueva etapa de terror. Desde ese momento habrá un promedio de diecinueve o veintisiete cadáveres que aparecen diariamente en el país con claras señales de tortura. Nuevamente la burguesía y su gobierno recurrían al arma del terror para controlar el descontento popular y mantenerse en el poder.

Divergencias al interior de ta Conferencia Episcopal

La despiadada e indiscriminada ola de terror no podía dejar de tocar a la Iglesia. En diciembre de 1978 es expul­sado del país el sacerdote alemán Carlos Stetter, acusado de «dedicarse a lá política». También dos obispos, Mons. Flores, de las Verapaces (Panzós) y Mons. Luna de Zaca-pa, son acusados de comunistas por boletines anónimos de grupos de extrema derecha. La misma acusación —equivalente en la práctica a una amenaza o sentencia de muerte— es formulada contra muchos cristianos de las bases por lo que numerosos grupos se ven obligados a de­nunciar estos nuevos hechos represivos contra la Iglesia.

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Poco después es expulsado un sacerdote español, tam­bién acusado de «inmiscuirse en la política».

Esta irracional ola de terror agudizaría aún más las discrepancias en el interior de la Iglesia guatemalteca, discrepancias, que «Panzós» se había encargado de po-r T al descubierto. Así, mientras unos obispos son acusa­dos de comunistas, otros se convierten en abiertos defen­sores del régimen, triste y anti-evangélico papel en el que sobresale una vez más el cardenal Casariego quien llega a afirmar que la «lucha de clases es una actividad que se rechaza por anticristiana». Es decir, que según el Carde­nal, la lucha de clases no existe objetivamente sino que es una simple «actividad» que, si se quiere, «se hace o no se hace».

Dentro de la Conferencia Episcopal los esfuerzos no se dirigen ya tanto a mantener la «unidad» cuanto a tratar de ocultar las serias diferencias ideológicas existentes. Mons. Casariego presiona a «sus obispos» —él paulati­namente se había formado «su propia Curia»— para que no pierdan de vista «la misión de salvar almas que le fue encomendada a la Iglesia». Los pocos obispos que en sus diócesis permiten un trabajo pastoral concientizador, entran en creciente enfrentamiento con el cardenal y su séquito. Cada vez es más difícil mantener aceptables rela­ciones en el seno de la Conferencia; incluso se llega a la presentación de renuncias. Es el caso de Monseñor Manresa, obispo de la diócesis de Quetzaltenango, quien renunció en junio de 1979 aludiendo problemas de salud, aunque posteriormente se comprueba que las reales causas de su dimisión eran las serias amenazas de muerte recibidas y las fuertes diferencias con el cardenal.

Mo vimientos y grupos Cristian os

Es importante mencionar ciertos logros en el ámbito de la pastoraljuvenil. De un trabajo meramente apostóli­co se empieza a pasar a una mayor concientización y poli­tización; la opción por los pobres es ahora más clara y real

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para varios grupos de jóvenes. Importante en este sentido es el Sétimo Encuentro Diocesano de la Juventud, ce­lebrado en 1977. En el mismo participan unos cinco mil jóvenes —la mayoría del occidente del país— que se ma­nifiestan en contra de la violencia ejercida contra el pueblo y de los miserables salarios percibidos por gran parte de los trabajadores.

Un aspecto clave que no se debe dejar de mencionar es el de cómo la evolución eclesial de estos años da lugar al cuestionamiento profundo de reglas y ordenamiento se­cularmente admitido por la Iglesia. Sacramentos, votos, preceptos morales, dogmas, paulatinamente empiezan a no ser aceptados tan acríticamente como antes, no por un simple afán de modernismo, sino porque se va percibien­do que la tradicional forma de entender y presentar muchos de ellos, había servido y servía fundamentalmen­te para alienar lanío a! pueblo como al clero que los asu­me.

Ciertos sectores del pueblo cristiano comienzan a ser más agudos en cuanto a su visión de las prácticas, reglas moiales y concepciones religiosas. Aunque muy vaga­mente, van comprendiendo que en la medida que una ley eclesial o práctica religiosa no contribuye al proceso de li­beración del pueblo, muy probablemente en esa misma medida está sirviendo como instrumento de dominación y opresión a los sectores dominantes; y también a la inver­sa, que si una ley eclesial o práctica religiosa no influye positivamente en ese proceso de liberación, puede muy bien convenirse e interpretarse desde la perspectiva del pobre.

l'n ejemplo típico de esta novedosa situación lo tene­mos en el sonado caso del sacerdote Salvador Valenzuela, quien en 1977 preside la celebración litúrgica de su propio matrimonio. El hecho provoca una gran crisis dentro de la Iglesia guatemalteca. La jerarquía condena la acción por estar reñida con las enseñanzas y prácticas tradiciona­les de la Iglesia, excomulga a Valenzuela y lo destituye de

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su función como párroco. Dentro del clero y el pueblo cristianos se dan las más variadas posiciones: desde la más decidida y absoluta condena hasta la consideración de que el casamiento del sacerdote no era suficiente moti­vo para limitar su acción pastoral y evangelizadora. La prensa tradicional, por su parte, saca buen provecho de la coyuntura. Presenta a Valenzuela como un completo re­belde y utiliza la condena de la jerarquía para distorsionar la posición no sólo, ni ante todo, de Valenzuela sino la de todos los sacerdotes y religiosos comprometidos con las luchas populares. El claro objetivo que se perseguía era el de hacer creer al pueblo cristiano que los sacerdotes «que se definen como progresistas pierden los valores que la Iglesia ha constituido como necesarios para el que ejerce el ministerio sacerdotal».

Dentro de este contexto es importante el comunicado de medio centenar de grupos cristianos en el que se conde­na la violencia represiva, los altos niveles de explotación, de desigualdad social, y las pocas perspectivas de en­contrar, en los marcos actuales, una alternativa viable de solución a los problemas de las mayorías. La importancia del comunicado deriva básicamente del hecho de que se produce en momentos en que la represión se agudizaba, en tanto que la Iglesia provocaba o se aprovechaba de co­yunturas propias —«remember» Valenzuela— para des­viar la atención del pueblo, haciéndole olvidar, al menos momentáneamente, los problemas y situaciones concre­tas que más le afectaba. El propósito central de los grupos cristianos firmantes del comunicado, era precisamente llamar la atención acerca de la necesidad de hacer a un la­do /as diferencias y cuestiones secundarias, y tratar de crear consenso sobre la interpretación de la realidad y los problemas fundamentales del momento

Movimiento popular

Durante el año 1979 se percibe un repliegue del movi­miento popular, repliegue que pareciera táctico, pero que

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más bien era forzado. Y es que la represión ciertamente había logrado desmantelar y desmovilizar de manera sig­nificativa a las organizaciones populares. Así, por ejemplo, un promedio de ocho a diez dirigentes sindicales salen del pais durante los primeros meses de ese año ante las amenazas de muerte recibidas.

El proceso nicaragüense representará un gran alicien­te para el pueblo y las organizaciones populares que mi­ran cómo un pueblo que lucha triunfa. El Comité Guate­malteco de Solidaridad con Nicaragua trata de contra­rrestar los bloqueos y deformaciones que los medios de comunicación hacen de las verdaderas circunstancias de la lucha del pueblo de Sandino; esta campaña de agita­ción, propaganda e información continúa hasta hoy. La solidaridad desplegada contribuye fuertemente para que las organizaciones y movimientos populares vuelvan a cohesionarse internamente. La movilización de las bases y cuadros intermedios es ahora coordinada por quienes en el ínterin han asumido la condición de dirigentes. Poco a poco, se comienzan a visualizar mejor los caminos a se­guir.

Sobre la base del rol concientizador y educativo del proceso nicaragüense, las organizaciones aglutinadas en el Consejo Nacional de Unidad Sindical, inician una dis­cusión a nivel nacional sobre la viabilidad de una lucha reivindicativa. En ese primer momento no se llega a un consenso y los intentos que se dan son aislados e inefica­ces. La razón principal es que las posibilidades de impul­sar una tal lucha eran casi nulas; la dictadura militar enca­bezada por Lucas García no estaba dispuesta a permitir ningún acto que no se apegara a las «normas legales». Con­secuentemente, este florecimiento coyuntural del movi­miento popular es controlado por el gobierno y la burguesía, que aumentan la represión contra los sectores involucrados en la lucha.

Pero he aquí que, a principios de 1980, la opinión pública guatemalteca y mundial es conmovida por el es-

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cándalo de la masacre en la Embajada de España. Todo pareciera indicar que no existe ya el menor interés en ocultar el carácter sanguinario de la militar-democracia, por lo que la protesta del pueblo, la condena firme y enér­gica del Comité Pro-Justicia y Paz, la indignación a nivel mundial, no calan ni hacen la menor mella en los milita­res. Sin embargo, es indudable que la masacre y la gran re­pulsa que ocasiona contribuirían enormemente a.acre­centar el aislamiento internacional del régimen y la soli­daridad con las organizaciones populares guatemaltecas.

El avance de la conciencia popular —no así de la orga­nización —hace que el gobierno y la burguesía respondan con el Plan de los Mil Días, que implica una intensifica­ción de la campaña de represión contra los sectores más politizados del país y un sistemático incremento de la pro­paganda anticomunista por los medios de comunicación. El plan da inicio con las acciones represivas conducidas contra la Universidad de San Carlos y el Frente Unido de la Revolución (pan ido socialdemócraia), que llevan al asesí­nalo de numerosos dirigentes sindicales, políticos y estu­diantiles. Un promedio de veinte a veinticinco personas aparecen diariamente asesinadas; solamente durante las celebraciones del 1 de mayo son asesinadas y desapareci­das más de cien personas.

Esta nueva ola de terror tenía objetivos bien defini­dos. Básicamente buscaba generar un profundo senfi»-miento de terror e impotencia entre la población, que hi­ciera aumentar la confusión y la desconfianza general. Se esperaba que esto repercutiera en un aislamiento de las organizaciones populares y democráticas, lo que induciría a los dirigentes y sectores más avanzados del movimiento popular a decidirse por un enfrentamiento abierto con el gobierno y el ejército, lo que en aquellas cir­cunstancias habría sido un verdadero suicidio.

Como resultado de ese vasto plan de exterminio contra sus dirigentes más destacados, el movimiento po­pular opta por un repliegue táctico y estratégico. Pero, a

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pesar de este forzozo repliegue, se buscan nuevos canales de expresión, lo que lleva al surgimiento de formas violentas de lucha semilegales y clandestinas de resisten­cia frente a la dictadura, así como de nuevas organiza­ciones: Frente Popular 31 de Enero (FP-31), los Comités de Resistencia Popular (CRP) y los Grupos de Acción Popular (GAP). Surge también la Coordinadora de Or­ganizaciones Populares (COPA) que se orienta hacia la formación de un Frente Popular Unitario en donde confluyan todas las fuerzas políticas del movimiento po­pular.

Las acciones guerrilleras también se intensifican no­toriamente tanto en el campo como en la ciudad, lo que da lugar a expresiones de preocupación por parte del gobier­no y los altos mandos militares. También, como contra­partida, hay un notorio crecimiento de las acciones de las bandas paramilitares en contra de las organizaciones sin­dicales y algunos partidos políticos.

A diferencia de la década de los setenta, donde más bien eran focos aislados del movimiento popular, las or­ganizaciones guerrilleras —el Ejército Guerrillero de los Pobres (EGP), la Organización Revolucionaria del Pueblo en Armas (ORPA), y las Fuerzas Armadas Rebel­des (FAR)— desarrollan, desde 1980, un trabajo en los sindicatos y, especialmente, en las organizaciones campe­sinas. Un fruto positivo de este trabajo es la «propaganda armada» que efectúan las diferentes organizaciones. Las ocupaciones de haciendas y de pequeños poblados, van seguidas de un fuerte trabajo propagandístico e ideológi­co a menudo entenguas aborígenes. El establecimientode vínculos más estrechos con el campesinado ha llevado a la creciente simpatía y participación de elementos indígenas en el movimiento guerrillero.

En el mes de noviembre de 1980, el EGP, ORPA, la FAR y una fracción del Partido Guatemalteco del Traba­jo (PGT)—Partido Comunista—.ratifican la con forma­ción de un comando unificado y, por tanto, de un trabajo

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conjunto. Recientemente, la otra fracción del PGT ha manifestado que buscará unirse a la Cuatripartita pues se ha confirmado «plenamente que no hay otro camino que la lucha armada revolucionaria para abrirle paso a los cambios que el país necesita».

Se agudiza la represión contra la Iglesia de los pobres

Por supuesto, la Iglesia nuevamente sería tocada por la represión. El caso más espectacular es el de la diócesis del Quiche, cuyo mismo obispo, Mons. Juan Gerardi, logra escapar de una emboscada del ejército después de la cual ordena la salida de todo el clero de su diócesis como último recurso de denuncia y reclamo ante el asesinato de sacerdotes y laicos.

Los señalamientos de religiosos y laicos por parte del gobierno y de algunos círculos políticos, son cada vez más frecuentes. Las entidades y grupos católicos tienen que emitir constantes comunicados y salir a la prensa para analizar y repudiar hechos de la vida nacional. En el mes de julio de 1981, la Secretaría de Relaciones Públicas de la Presidencia lanza fuertes acusaciones sobre la supuesta participación de sacerdotes en la guerrilla guatemalteca, acompañadas de una serie de advertencias a todos los reli­giosos del país sobre próximas investigaciones de que se­rán objeto. -«

En los primeros días de agosto, la Conferencia Epis­copal emite un comunicado en el que refuta las afirma­ciones gubernamentales, denuncia la persecución que sufre la Iglesia, subraya que el diálogo propuesto a las autoridades no ha funcionado y rechaza —entre otros puntos— que la Iglesia y sus miembros sean objeto de «continuas suspicacias y de constantes vigilancias». El documento señala que la Iglesia guatemalteca ha sufrido el asesinato o desaparición de doce sacerdotes (siete de ellos en lo que va de 1981) y «la muerte violenta de nume­rosos catequistas y miembros de nuestras comunidades

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cristianas». Finalmente el comunicado episcopal sostiene que es necesario ser claros, pues «la situación en Guate­mala ha llegado a tal grado, que exige una definición cate­górica de cada uno de nosotros, como lo exige Cristo cuando nos dice que 'no se puede servir a dos señores'». Se cuestiona asimismo la actitud de los católicos que asisten a misa y «luego permanecen indiferentes cuando se asesi­na a sus sacerdotes o se tortura y masacra a sus herma­nos».

Los obispos también aseguran «no podemos valemos de medios violentos para hacer escuchar y obedecer el mensaje de salvación del que somos portadores». Lo en­tendemos. Pesa sobre ellos tradición y estructura... pero el pueblo guatemalteco perseguido y masacrado será sin duda el permanente reto evangélico de nuestros pastores.

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TOMADO DE LA REVISTA IGLESIAS, CENCOS, MÉXICO, SETIEMBRE 1981.

EL EPISCOPADO GUATEMALTECO ANTE UNA HISTÓRICA ENCRUCIJADA

«La Iglesia Católica que durante más de400 años ha estado presente en la vida del pueblo guatemalteco, le ha acompañado en sus alegrías y en sus penas y le ha guiado en la búsqueda de los más altos valores, es hoy, como tal vez nunca en su historia, víctima de injustos ataques y de violentas agresiones...»

Así comienza el último comunicado de la Conferencia Episcopal Guatemalteca del pasado mes de agosto. Es la quinta carta o comunica­do en que el Episcopado hace públicos sus reclamos a la dictadura. En ellas se señalan algunas prioridades, entre las que se destaca el asesinato de doce sacerdotes, siete en lo que va del año, y la muerte de numerosos catequistas y miembros de las Comunidades Eclesiales de Base.

GUILLERMO WOODS, religioso estadounidense de la Congrega­ción religiosa de Maryknoll. Tras una intensa labor de siete años en una zona selvática logra ver los frutos de su tarea de promoción en favor de los campesinos e indígenas de Huehuetenango, El Quiche, comprando entre otras cosas tierras para parcelas y venderlas luego a bajo precio a campesinos pobres. La fertilidad propia de esos terrenos contribuyó al éxito de su esfuerzo, con loque se alcanzó a cosechar café, algodónyca-ña de azúcar.

Esta labor molestó al gobierno que encontró la oportunidad de cobrársela, cuando el sacerdote recogió a unos heridos y los t rasladó en su avioneta al hospital más cercano. Se le acusó de ayudar a los guerrille­ros. El Padre se defendió diciendo que la caridad le imponía no hacer distinción de personas. Al poco tiempo del hecho, en noviembre de 1976, cuando partia de un pequeflo aeropuerto de El Quiche, fue ametrallado por militares—según afirmaron testigos— el tanque de ga-

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solina de su avioneta, donde murió con dos ministros de la iglesia pro­testante. Cinco personas estadounidenses en total, la avioneta fue ocuüada por el ejercito, pero la orden Maryknnoll logró encontrar la puerta de la avioneta ametrallada.

HERMOGENES LÓPEZ, de San Juan Pinula, municipio de la ca­pital guatemalteca, ya llevaba ain año amenazado de muerte por su de­fensa de campesinos a quienes les querían quitar el agua para regadío, con la intención de venderla en la capital. Protegía también a las pe­queñas lecherías a las que las grandes pretendían hacer desaparecer. Defendía a los jóvenes campesinos que a la fuerza eran llevados a los cuarteles para convertirlos en soldados.

Una semana antes de su asesinato había escrito una carta al entonces Presidente de la República, Laugerud García, en la que hacía presentes las demandas de su colonia. Desde que fue víctima de amenazas, salía solo para no exponer a otros al asesinato. El 30 de junio de 1978, cuando iba a atender a un enfermo, le cerraron el paso y lo ametrallaron.

CONRADO DE LA CRUZ SCHUT, filipino, religioso de la Congregación del Inmaculado Corazón de María, cura párroco de Ti-quisaie, municipio del Departamento de Escuintla, a unos 150 kms. de la capital. Optó por los pobres al lado de su pueblo. Participó en la ma­nifestación del Primero de Mayo en la capital. En esa ocasión se repar­tieron volantes en los que se acusaba al gobierno de la gran represión y de la precaria situación de los obreros. El recibió esas hojas, y termina­do el desfile, se quedó conversando con unos amigos. Se detuvo enton­ces un carro junto a ellos; Conrado y sus amigos tiraron las hojas. Civi­les fuertemente armados los obligaron a recogerlas y subir al carro. Des­de entonces no se ha vuelto a saber de ellos.

WALTER WOORDEKER, belga, de la Congregación del Inmacu­lado Corazón de María. Llegó a Guatemala el 30 de agosto de 1966. Ca-yó mortalmente herido el 12 de mayo de 1980, frente a la casa parroquial del Municipio de Santa Lucía Cozumalguapa; donde se desempeñaba; como párroco. Cuando regresaba de la oficina de correos de la pobla­ción, tres hombres fuertemente armados bajaron de un jeep «Toyota Landcruisser» de color beige, con la matricula tapada. Trataron de se­cuestrarlo y al fallar en su intento, le dispararon alcanzándolo con siete impactos de calibre 45.

JOSÉ MARÍA GRAN CIRERA, español de la Congregación de Los Sagrados Corazones, de 27 años. Trabajó dos años en la ?ona guerrillera, donde a muchos catequistas los han sacado desús casas y los han asesinado delante de sus familias. Dos maestros acusados de sub­versivos fueron asesinados. Gran Cirera celebró la misa en Nevaj por los dos maestros. Las hermanas dominicanas y los hermanos maristas fueron amenazados por haber asistido a la misa. Un mes después sa­lieron los hermanos y Gran Cirera con un catequista. Los hermanos se fueron a una aldea y el sacerdote a otra, quedando de volver a reunirse en un determinado lugar de la cabecera de Chajul. Lo asesinaron de 10

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balazos en la espalda. A los tres días la gente encontró su cadáver. Cuen­tan que las mujeres le llevaban flores escondidas en el refajo de sus be­bés.

FAUSTINO VILLANUEVA, español de la Congregación de Los Sagrados Corazones, párroco de Joyabaj, tenía más de 15 años de tra­bajo en el país, en distintos lugares de la región de El Quiche. Se considera que lo mataron porque no quieren testigos de la terrible persecución y represión que lleva a cabo el ejército en El Quiche. El 10 de julio de 1980 se observó en el pueblo un vehículo color amarillo con dos hombres jóve­nes vestidos de civil. A las 9 de la noche liego el mismo vehículo a la parroquia, llamaron a la puerta y la empleada los pasó al despacho. El padre Faustino estuvo con ellos unos cinco minutos, se oyeron detona­ciones, salieron los asesinos y huyeron en el mismo vehículo. El sacerdo­te falleció al instante.

JUAN ALONSO FERNANDEZ, español de la Congregación de Los Sagrados Corazones. Trabajó durante 17 años en El Quiche, ini-cialmente como párroco de la iglesia de Santa María Reina, en Lance-tillo. Los dos últimos años los pasó en la Administración Apostólica de El Peten, en la parroquia de San Andrés. Viendo la necesidad de volver a El Quiche después de la muerte de sus hermanos sacerdotes asesinados, y oyendo el gemido de las ovejas sin pastor, se ofreció de nuevo para ayudar en la diócesis de El Quiche en la parte norte, la más conflictiva.

Ahí, manos asesinas cumplieron la triste misión de plantarlo para siempre en tierras quichelenses el 15 de febrero de este año.

CARLOS GAL VEZ GALINDO, diocesano guatemalteco de la pro­moción de Hermógenes López. El 14 de mayo de 1981 fue asesinado en la sacristía de Tecpán, municipio de Chalatenango. Se piensa que sus frecuentes denuncias de la represión masiva en ese departamento, mo­tivaron su asesinato.

PEDRO AGUILAR, español. Muere ametrallado en El Quiche junto con su asistente el 20 de mayo de 1981.

LUIS EDUARDO PELLECER FAENA, jesuíta guatemalteco. Es secuestrado a pocos metros del Palacio Nacional el 9 de julio. Ingeniero expert o en Medios de Comunicacióin y Ciencias Sociales. Muy concreto y claro en sus ideas; su acción pastoral estaba dirigida a los pobres a quienes entregaba hasta sus pertenencias para que étlos no pasaran ver­güenza por sus ropas raídas o frío por las inclemencias del tiempo.

El 30 de setiembre se le presenta ante las cámaras de televisión donde bajo desconocidas presiones, sin duda torturas y drogas, le hacen desde­cirse de lo que marcó su vida, la opción por los pobres. Le hacen declarar que su desaparición fue un «autosecuestro», que perteneció al Ejército Guerrillero de los Pobres y que esta participación contó con el apoyo de la Compañía, que está de acuerdo con el ejército guatemalteco y lo felicita por la labor que realiza. También habría renuníciado a la Compañía.

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MARCO TUMO MARUSSO, italiano. Fue asesinado el 2 de julio de 1981 cerca de la localidad de Quiriguá, 300 kms. al noroeste de la ciudad de Guatemala. Fue muerto a balazos por un grupo de paramili-tares armados con ametralladoras ligeras. En su testamento había escri­to: «Si soy asesinado, deseo ser enterrado como testigo en contra de la violencia gubernamental en Guatemala».

STANLEY ROTHER, estadounidense. Asesinado por desconoci­dos en la parroquia de Santiago Atitlán, Solóla, el28 de juliodel presen­te. Pertenecía a una Misión que atendía a los indios Tzutuhile, a orillas del lago de Atitlán, donde permaneció durante 15 años.

David Monaghan, portavoz de la diócesis de Oklahoma, que atendía la Misión de la víctima, declaró que el sacerdote estaba amena­zado. Monaghan responsabilizó del crimen a bandas vinculadas con el gobierno de Lucas García.

CARLOS PÉREZ ALONSO. El 4 de agosto de 1981 fue detenido a la salida del Hospital Militar, después de celebrar misa, por agentes ves­tidos de civil y llevado en un automóvil sin posible identificación. Agre­ga la denuncia que hubo varios testigos, inclusive los soldados de guar­dia al frente del hospital, pero ni siquiera intentaron intervenir.

A todos estos sacerdotes, los obispos reconocen como verdaderos mártires en la Carta Pastoral del 13 de junio de 1980, cuyo apartado No.3 dice:

Los mismos sacerdotes que han ofrendado como mártires de Cristo, su vida por la predicación del Evangelio, han sido poste­riormente objeto de insidiosas calumnias, con ¡o que se pretende opacar su claro testimonio cristiano.

En el punto 6 reafirman: «Los obispos, mejor que ninguno, conoce­mos la labor sacrificada y benemérita de nuestros sacerdotes, religiosos, catequistas y demás agentes de Pastoral». Y en el último documento ¡n-« sisten: «La persecución ha sido siempre una señal evidente de la fideli­dad a Cristo y su Evangelio.. La sangre de nuestros mártires será semilla de nuevos y numerosos cristianos».

Esta afirmación cobra vital importancia si la consideramos a la luz de la polémica de los obispos en Puebla, acerca de las condiciones que debían reunir los cristianos asesinados por apoyar las luchas de libera­ción de sus respectivos pueblos, para poder ser considerados «mártires cristianos».

En la Tercera Asamblea de la Conferencia Episcopal de América Latina, quedó sin definición esta cuestión. Para el próximo encuentro de obispos a ese nivel, será tan abrumadora la cantidad de testigos en el cumplimiento de la «opción preferencial por los pobres», y tan seria la práctica pastoral de algunos obispos, que acabarán —seguramente— con la resistencia que se observó en Puebla de Los Angeles.

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Los obispos alertan también sobre la amplia campaña en contra de la Iglesia, orquestada a través de los medios de comunicación masiva. Es importante recordar que a principios de 1980 se desató en Guatemala una ruda campaña contra los jesuítas que empapeló las principales calles de su ciudad capital con difamaciones y calumnias. La curia metropolitana asumió entonces un papel conciliador y ostensiblemente favorecedor del régimen. Entre otras cosas, en aquella ocasión dijeron: «No es cierto que todo en nuestra Patria sea podredumbre y miseria. Deploramos por esto profundamente las actitudes derrotistas de ciertos personajes y de ciertas organizaciones; especialmente las deploramos cuando se trata de personas o instituciones llamadas a contribuir como los primeros a la paz y al orden».

Este año, la represión ya no sólo abarca a los jesuítas, a los catequis­tas y a algunos sacerdotes, sino que la campaña arremete contra la tota­lidad de la Iglesia: institución, obispos, religiosos, sacerdotes y pueblo cristiano en general. A tal punto llega la desconfianza que se ha amena­zado con una investigación de todos los miembros de la Iglesia. «Todos los sacerdotes y religiosos del país serán investigados por el gobierno pa­ra determinar si no tienen vinculación con grupos extremistas».

Consultado un obispo sobre esta decisión del Estado, respondió: «No le tenemos miedo a ninguna investigación; sí a la ignorancia y a la mala fe».

Ante esta situación los obispos demandan de los fieles una clara d e - , finición: «Es inconcebible —advierten— que haya católicos que-asístan a misa y aún se acerquen a recibir el cuerpo de Cristo y luego permane­cen indiferentes cuando se asesina a sus sacerdotes o se tortura o ma­sacra a sus hermanos».

Por una parte todavía están frescas en la memoria de muchos las expresiones del comunicado de la curia el año pasado. Estando de paso por la ciudad en ese entonces, oímos propalar profusamente en cadena radial: «Para los católicos ha llegado la hora de trabajar, de construir y de orar, más que de denunciar y protestar contra las estructuras y peca­dos sociales».

A poco más de un año, los obispos exigen esta definición, no sólo por. los sacerdotes asesinados, sino en general por «todos los hermanos». De donde se concluye, o al menos puede suponerse que los obispos pretenden no sólo que los creyentes se sensibilicen ante las tor­turas y las masacres, sino que contribuyan a evitarlas.

¿Qué ha motivado este cambio en los obispos guatemaltecos?

Evidentemente una modificación tan sustancial en la postura del episcopado no puede atribuirse a un solo factor. Primeramente habría que considerar la influencia que sobre los elementos más sensibles del episcopado ha tenido indudablemente el creciente número de víctimas de la represión gubernamental; no porque antes no existiera la represión en el país, sino que ahora ha alcanzado ya niveles de genocidio.

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Conforme se agravan los padecimientos del pueblo, se reafirma el compromiso de sacerdotes, religiosos y Delegados de la Palabra junto a ese pueblo. Como consecuencia directa de esto, los miembros de la Igle­sia se convierten en blancos frecuentes de la represión. La muertede 12 sacerdotes es prueba irrefutable de lo anterior y debe haber provocado una profunda reflexión en muchos de los obispos.

El nivel alcanzado por la represión es tal que el Papa Juan Pablo 11 se ha referido en diversas ocasiones y circunstancias a este problema lla­mando a los fieles a orar por el pueblo de Guatemala. Resulta evidente el efecto político que este llamado ejerce contra el gobierno de Lucas García, en un país mayoritariamente creyente.

Y aquí aparece otro factor que podría resulta: muy significativo. A raíz de la suspensión de toda actividad pública déla Iglesia en la Diócesis de El Quiche como último recurso de denuncia y reclamo ante el asesina­to de clérigos y laicos, por el solo hecho de pertenecer a la Iglesia, Mons. Gerardi, responsable de esta diócesis —que logró escapar circunstan-cialmente de una emboscada del ejército—, viajó a Roma a entrevistar­se con el Papa. Se rompió así al parecer, un cerco infomartivo tendido alrededor de Juan Pablo II respecto a la realidad del pequeño país centroamericano (recuérdese el arl. «Casariego, subpontífice del nuevo Real Patronato en Guatemala», Iglesia, febrero 1980).

Para algunos observadores, los pronunciamientos del Papa respec­to a Guatemala en mucho tendrían que ver con el informe proporciona­do por Mons. Gerardi a quien por otra parte le fue impedido reintegrar­se al pais a su regreso de Roma.

El principal afectado por el cambio en las relaciones entre el episco­pado y la dictadura es sin lugar a dudas el propio Casariego, quien había logrado mantener bajo su control a la mayoría de los obispos. El papel que la oligarquía guatemalteca atribuía a Casariego queda sintetizado en el comentario que hiciera en el contexto de la campaña anti-jesuitade enero pasado el gerente del periódico «El Imparcial», Rivera Montes* «La iglesia católica guatemalteca —dice Rivera— tiene un dirigente se­reno y piadoso, nuestro Cardenal Mario Casariego, quien siempre se identifica con los intereses del pais cuando ellos tocan los estados de conciencia. Podemos estar seguros que el cardenal arzobispo no se prestaría a una actuación semejante a la del arzobispo de El Salvador y por el contrario su criterio maduro servirá para atemperar a quienes pretenden salirse del redil y transitar por los pecaminosos caminos de la política sectaria».

Tanta confianza no carece de fundamento; durante mucho tiempo el cardenal habia garantizado que los obispos se mantuvieran en «el re­dil». Sin embargo la situación comienza a modificarse. Casariego ha perdido su control sobre la información que recibe el Papa Juan Pablo 11 y casi a continuación los obispos emiten un comunicado en que se ma­nifiesta abiertamente el grado a que han llegado las diferencias con la dictadura. Aunque para ello haya sido necesario que la Iglesia se en-

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cuentre «desvalida», diezmada, sin Doder y sin refugio (Carta Pastoral 15/VIII/81).

No es fácil la situación de los obispos guatemaltecos, no es fácil herir el pecho de una fiera herida porque inmediatamente volverá sus filosos colmillos contra el que se atreve a enfrentarla, lo entendemos. Ellos ase­guran « no podemos valemos de medios violentos para hacer escuchar y obedecer el mensaje de salvación del que somos portadores». También lo entendemos. Pesa sobre ellos tradición y estructura...

Es bueno y necesario el recurso a la oración. «Pedimos una vez más a sacerdotes, religiosas y fieles que organicen jornadas de oración...». Pero a Dios rogando y con el mazo dando... dirían nuestros mayores entrelosque figura sin duda Moisés, a quien de nada le valdría haberse comunicado con Dios en el desierto, si luego no se hubiera animado a presentarse al Faraón para arrancar al pueblo israelita de la esclavitud a la que lo tenían sometido.

El pueblo de Guatemala perseguido y masacrado será sin duda el permanente reto evangélico de los obispos guatemaltecos.

La guerrilla está formada principalmente de indígenas explotados y humillados desde hace 450 años, pero que ahora levantan la cabeza y reclaman sus derechos, y en esta toma de conciencia, el cristianismo ha tenido su parte. Muchos indígenas son hoy catequistas, viven en medio de su pueblo y comparten con él su sufrimiento. El problema indígena está unido con el problema de los ladinos pobres. Existe una alianza entre todos los pobres del país, sean ladinos o indígenas.

Su lucha iniciada en la montaña ha superado varios niveles, organi­zando centros de insurgencia en las mismas ciudades. No se trata de una guerrilla organizada en momentos de desesperación, sino una guerrilla viva de muchos años y clara en sus ojetivos.

La inmensa paciencia de este pueblo humillado ha sido cambiada por la toma de conciencia de su propia situación. A ello han contribuido varios factores. Los excesos del actual régimen, su genocidio, el trabajo de las organizaciones revolucionarias que en Guatemala tienen raíces muy hondas; en consecuencia la formación de dirigentes,campesinos y sindícales en genera!, pero también la acción de base de la iglesia.

Por eso:

Cuando los guerrilleros descienden de la montaña los habitantes de las villas indígenas los reciben con un beso en la mano.

En la tradición Maya Quiche hay una leyenda que dice que

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hombres vestidos de verde como el Quetzal (el pájaro sagrado de los Aztecas y de Guatemala) descenderán de la montaña y continuarán la guerra de liberación interrumpida hace 450 años contra los españoles.

Entre los indígenas el beso en la mano es reservado sólo y únicamente a las personas importantes de cada Comunidad Indígena.

Saludar así a los combatientes significa fundamentalmente reconocer que ellos son los que continúan llevando adelante la tradición de la cultura maya.

Que está resurgiendo en Guatemala y que está teniendo una parte vital y decisiva en el proceso de liberación guatemalteco.

Un proceso revolucionario que no es simplemente un hecho militar sino también político y religioso.

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La Iglesia de los pobres en Costa Rica

I. A MODO DE INTRODUCCIÓN

El movimiento populista de los años cuarenta

Con la llegada de Rafael Ángel Calderón Guardia a la presidencia de la República en 1940, la vieja República li­bera] comenzó paulatinamente a convertirse en una Re­pública social-estatista. Apareció un Estado social-intervencionista preocupado por el mejoramiento social de los estratos populares (Seguro Social, Código de Tra­bajo, Viviendas Populares, Consejo de Producción, etc.). El apoyo de la Iglesia Católica y del Partido Comu­nista al gobierno, hizo de las administraciones de Calde­rón Guardia (1940-44) y de Teodoro Picado (1944-48) un verdadero movimiento populista al incorporar y movili­zar a amplios sectores de la población.

Pero el nuevo Estado fue esencialmente reformista; no planteó ninguna transformación de la estructura pro­ductiva susceptible de alterar la dependencia externa del país. Tanto el poder de la oligarquía como la creciente y poderosa influencia estadounidense, permanecieron inalterables.

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Papel de la Iglesia

Durante la década de los treinta la Iglesia costarricen­se mantuvo una postura de abierta convivencia con el li­beralismo, limitándose a los «dominios» prefijados por éste: el culto y la sacristía.

Los agudos problemas económico-sociales producto de la crisis del 29, demandaban una Iglesia activa en la búsqueda de soluciones a esos problemas. Esta, en cam­bio, luchó fuertemente en un campo enemigo equivoca­do: el del comunismo y el protestantismo. Do? aconteci­mientos: el conflicto entre el gobierno del Presidente Calles y la Iglesia mexicana a finales de los años veinte, y el ascenso de la «República Roja» en España, hicieron que el Vaticano, preocupado por el crecimiento del comu­nismo en nuestro país, presionara al episcopado costarri­cense para que adoptara esa política.

En 1940 fue consagrado arzobispo Mons. Víctor Sa-nabria. A la peculiar coyuntura socio-política del mo­mento respondió con una pastoral desde ypara la clase trabajadora, uniéndose a la defensa de sus intereses. Los grupos eclesiásticos «espiritualistas» no secundaron sus empeños de acción social y de colaboración con otros sec­tores interesados en la lucha por la justicia social.

Sanabria volcó su apoyo al gobierno de Calderón, que contemplaba en su programa los conceptos básicos de!a «Rerum Novarum» y de la «Quadragesimo Anno». Este entendimiento fue fundamental para la conjunción y ca­nalización de diversas fuerzas sociales que en otras cir­cunstancias difícilmente se habrían dado. El apoyo de la Iglesia se vio «recompensado» con la supresión de las le­yes liberales de 1884, que rompió con la hegemonía del li­beralismo anticlerical decimonónico.

Todavía más allá fue Sanabria en su activa participa­ción en la vida política del país. Colaboró con los comu­nistas en la elaboración del Código de Trabajo y, ante la oposición de la oligarquía al Proyecto de Garantías So-

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dales, entabló diálogo con éstos para reforzar el progra­na reformista de Calderón.

Las expresiones y escritos de Sanabria referentes al comunismo permanecieron literalmente fieles a la línea oficial de la Iglesia; en la práctica, adoptó una actitud de decidida colaboración con los comunistas por la meta co­mún que perseguían. Las relaciones de Mons. Sanabria con la izquierda de su época constituyen un precedente de gran valor para orientar las relaciones entre la Iglesia y los grupos políticos populares. El anatema mutuo no debe te­ner cabida en nuestro país.

El levantarñiento del 48 y la Junta de Gobierno

En 1941 se fundó el Centro para el Estudio de los Problemas Nacionales (CEPN). Aglutinó aun significa­tivo sector de la intelectualidad de las capas medias que criticó el modelo económico vigente y formuló nuevos planteamientos políticos. Su proyecto apuntaba a la realización de una «revolución transformista» caracteri­zada por la corporativización autoritaria de ciertos gru­pos anteriormente autónomos, la represión de las fuerzas de oposición y la concentración de los recursos de la so­ciedad en manos del aparato estatal con el propósito de diversificar la economía y modernizar al país desde arri­ba.

Buscando un canal de ascenso de las capas medias cu­yos intereses representaba, el Centro se fusionó con gru­pos de empresarios medios y de la pequeña burguesía que también buscaban ascender, en el Partido Socialde-mócrata. Los socialdemócratas manipularon el descon­tento de la oligarquía cafetalera con el «caldero-comunismo» para derrocar al gobierno de Picado y tratar de establecer su pretendido gobierno autoritario-elitista.

Las primeras medidas de la Junta de Gobierno estu­vieron en perfecta consonancia con este objetivo. Los decretos promulgados contra los sindicatos de izquierda, los calderonistas y los comunistas, condujeron a la mayor

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represión que administración alguna haya ejercido contra los sectores populares en Costa Rica. La oligarquía fue golpeada de dos maneras: nacionalizando la banca y estableciendo una contribución obligatoria del 10% a los grandes capitales privados. La primera de estas medidas puso en manos de los empresarios medios y la pe­queña burguesía el crédito que necesitaban para su de­sarrollo; la segunda, fortaleció al fisco posibilitándole el financiamiento de las obras de infraestructura que el nuevo modelo demandaba y cubrir las demandas de empleo de la clase media profesional, asegurándose su apoyo político.

La confrontación con la oligarquía cafetalera fue in­mediata y violenta. La Junta tuvo que pactar. Convocó a elecciones para una Asamblea Constituyente, viendo su­cumbir su proyecto constitucional. Huérfana de apoyo, optó por entregar el poder.

Caracterización del reformismo liberacionista

Aquel pacto supuso fundamentalmente la renuncia de parte de los socialdemócratas a sus pretensiones de reali­zar una transformación radical déla realidad costarricen­se. Adoptaron entonces un proyecto más moderado, de­mocrático y reformista que comenzó a ser implementado a partir de 1953 por el Partido Liberación NacionaJ (PLN).

El intervencionismo o social-estatismo iniciado en los años cuarenta, y que por la influencia comunista en el go­bierno adquirió un carácter «antiimperialista y revolu­cionario», fue mantenido, pero ahora con una tónica re­formista y, a la larga, conservadora. El reformismo libe-racionista, adoptando un neoliberalismo económico que parte de los postulados de Keynes y del «New Deal» de Roosevelt, pretendió consolidar un modelo agrícola e in­dustrial menos dependiente de los productos tradiciona­les, fundado en la apertura a la financiación e inversión extranjera. A nivel político buscó el ensanchamiento del

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poder para que junto a la oligarquía cafetalera encontra­ran cabida los sectores medios y pequeño-burgueses emergentes.

Como estos grupos emergentes se reconocían objeti­vamente débiles ante la vieja oligarquía, establecieron una alianza con las capas medias y los pequeños propieta­rios urbanos y rurales. También perfeccionaron la insti-tucionalidad democrático-burguesa, único modo de lle­var adelante su proyecto económico-político.

Con frecuencia se pasa por alto la falta de apoyo po­pular al proyecto liberacionista. Los propagandistas del partido han alimentado el mito de su carácter progresista-populista buscando captarse ese apoyo. No obstante, al proletariado le ha sido difícil olvidar la alianza de los so­cialdemócratas y de la vieja oligarquía en la guerra del 48 en contra de los intereses populares, y la represión condu­cida por la Junta de Gobierno.

Después del conflicto armado del 48, el proletariado fue mantenido al margen de las negociaciones politicas, siendo sus organizaciones ¡legalizadas. Los trabajadores sólo conservaron la zona bananera como único reducto de resistencia.

Los pequeños y medianos campesinos tampoco tu­vieron influencia política por carecer de organizaciones políticas propias. El camino quedó libre a los sectores do­minantes para la construcción de un nuevo modelo de acuerdo a sus intereses, aunque algunas contradicciones dificultaron la uniformidad de criterios.

La poderosa oligarquía cafetalera, fortalecida por el aniquilamiento de las organizaciones obreras y los buenos precios del café, acusó desacuerdos por la diversi­dad de intereses que albergaba. Dominó la administra­ción de Otilio Ulate (1949-53), encaminando sus esfuer­zos a-socavar los planes modernizantes iniciados por la Junta de Gobierno socialdemócrata, particularmente las iniciativas industrializantes.

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Los grupos emergentes socialdemócratas, por su par­te, tenían gran poder político gracias a su participación en la dirección ideológica, política y militar del pasado conflicto. Pero ninguna de las dos fracciones estuvo en capacidad de imponer un significativo dominio sobre la otra, por lo que coexistieron garantizándose mutuamente cierta cuota de poder y alternándose en la dirección del poder político. El liberacionismo, más coherente y claro en sus planteamientos, finalmente impuso su programa a una oligarquía agroexportadora dividida política, programática, organizativa e ideológicamente. J l grueso del pueblo, mientras tanto, se hacía la ilusión de partici­par en las decisiones políticas votando por los candidatos previamente seleccionados por los grupos dominantes.

Este reformismo representaría una nueva fase de nuestro capitalismo dependiente. En efecto, lejos de eli­minar los factores que obstaculizaban un desarrollo eco­nómico y político más independiente, profundizaría la penetración y dominación extranjera.

Ensayo de periodización

La nueva etapa del proceso político, económico y so­cial costarricense que llamamos reformismo liberacionis-ta, se caracteriza por el dominio de la escena política por parte de la dirigencia del PLN, ya sea desde el Poder Eje­cutivo o desde la Asamblea Legislativa. Fijamos como su inicio el comienzo de la primera administración constitu­cional de don José Figueres (1953-58), y el año 1978, que coincide con el final de la Administración Oduber (1974-78) y con el término —al menos momentáneo— de ese predominio liberacionista, como la fecha límite que seña­la su agotamiento.

Creemos que ese período 1953-1978, puede ser subdi-vidido básicamente en tres subperíodos:

1- Preparación e implementación progresiva (1953-1962)

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2- Consolidación y auge (1962-1970) 3- Declive y agotamiento (1970-1978)

La Iglesia en la década de los cincuenta

La peculiar coyuntura política hizo que los últimos años del arzobispado de Sanabria fueran de silencio jerár­quico. Resulta notorio el cambio de «énfasis» en cuanto a los intereses pastorales y doctrinales del episcopado cos­tarricense, lo que en modo alguno significa que Sanabria dejara de preocuparse por la persistencia de las Garantías Sociales después de 1948.

A causa de la intensa actividad desplegada, la salud del arzobispo se destrozó prematuramente. El 8 de junio de 1952 murió este hombre excepcional, que supo adelan­tarse a su época y acompañar a su pueblo en uno de los períodos más difíciles y cruciales de su historia.

Su sucesor fue Mons. Rubén Odio íl 952-1959). En su primera carta pastoral el nuevo arzobispo habló de conti­nuar la obra de Sanabria; su actuación pastoral sería muy distinta. Impulsó unapastoral triunfalista de neocristian-dad (consagración del país al Sagrado Corazón por parte del presidente Ulate, desfiles y procesiones esplendoro­sas, Congreso Eucarístico Nacional, etc.). Discretamente montó un aparato que le permitió cumplirxon sus propó­sitos pastorales. Se hicieron cambios de personal en Ja or­ganización eclesiástica, removiendo de sus puestos a aquellos sacerdotes más sensibles a los problemas del pueblo; se creó el Consejo Superior de Acción Católica para coordinar las organizaciones seglares (JEC, JOC, etc.)...

Del mismo modo que a la turbulenta década de los cuarenta siguió la pacífica y anodina época de Otilio Ula­te, al visionario episcopado de Sanabria sucedió el deste­ñido episcopado de Odio. Los temas de interés para los obispos y la Iglesia en general volvieron a ser el protestan­tismo, la educación católica, el comunismo. Desapareció

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el contacto con la realidad, con los problemas sociales, económicos y políticos del país, iniciándose una «época de silencio», silencio justificador del poder de los grupos dominantes.

Fue como sí la Iglesia costarricense reaccionara contra la etapa «crítica» sanabrína, buscando deshacerse de todo lo que pudiera ligarla a la conciencia popular. El resultado sería una Iglesia sin contradicciones con el po­der político y económico. Una "glesia cómodamente ins­talada y nada ajena a los intereses del Estado, canalizados a través de los manejos del Nur ció.

Los pastores no defendieron ya más a los pobres y a la clase trabajadora. Se dedicaron, en cambio, a proveer a las clases dominantes del marco ideológico que santifica­ra la propiedad privada y las relaciones de producción que en ella se generan. En plena conformidad con esa línea, la Iglesia costarricense estructuró su pastoral.

II. LOS AÑOS SESENTA: CONSOLIDACIÓN Y AUGE DEL REFORMISMO

Preparación e implementación progresiva (1953-1962)

El nuevo gobierno figuerista(1953-1958) buscó desde un principio implementar sus políticas desarrollistas. La vieja oligarquía y los grandes importadores se opusiere» al alza de los salarios y a la moderada intervención estatal en la dirección de la economía propugnada por el gobier­no. Los ataques por la prensa hicieron que el prestigio y la credibilidad en éste se deterioraran rápidamente.

Otros factores contribuyeron a ese desprestigio: el desteñido papel de la fracción oficialista en la Asamblea Legislativa, la persecución de las fuerzas de izquierda y el agravamiento de la crisis fiscal provocada por la política gubernamental de «gastos crecientes».

Las elecciones de 1958 dieron el triunfo al candidato opositor Mario Echandi (1958-1962). Los votos que reci-

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bió iban desde la extrema derecha hasta los sectores obre­ros antiliberacionistas. El Partido Liberación Nacional mostró el gran apoyo de que gozaba entre el campesinado y las capas medias; logró además el control de la Asamblea Legislativa, desde donde ejercería una sistemá­tica oposición.

Esta oposición y la baja de los precios del café dieron al traste con las intenciones del gobierno echandista. Por otra parte, el gobierno tuvo que vérselas con las presiones estadounidenses y de los sectores conservadores del país, que exigían la represión del movimiento obrero y de la iz­quierda debido al viraje cubt.no hacia el socialismo.

En 1959, no sin gran resistencia de los círculos oligár­quicos, los liberacionis'tas hicieron aprobar en el Congre­so dos importantes leyes: la «Ley de Fomento y Protec­ción Industrial» y la «Ley del Décimotercer Mes». La pri­mera de estas leyes marca el inicio del proteccionismo in­dustrial propiamente dicho. Las ventajas que concedía alentaron el ingreso de capitales foráneos destinados a nuevas «industrias» localizadas en los rubros más diná­micos.

En lo que toca al sector agropecuario, aunque el café conservó su predominio, el banano, la caña de azúcar, el arroz y el ganado vacuno incrementaron su participación porcentual en la producción agropecuaria global. Muy en germen todavía, esta diversificación encerraba un impor­tante efecto social que se manifestó plenamente en los años sesenta. La finca tradicional dio paso a la moderna empresa típicamente capitalista; el finquero paternalista al empresario capitalista del campo que entró a formar parte de la «burguesía agraria», y el trabajador al «cam­pesino proletario».

La modernización económica perseguida demandaba el fortalecimiento de las capas educadas de la población para la atención de los distintos rubros de la economía, mano de obra especializada y semiespecializada, nuevos y mejores cuadros profesionales. Se explica entonces el cre-

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ciente y acelerado auge que desde 1953 conocieron la en­señanza media académica, la técnica, la comercial y la su­perior.

La adopción del proyecto integmcionista

Uno de los objetivos fundamentales del gobierno de Francisco Orlich (1962-1966) fue lograr el ingreso de Cos­ta Rica al Mercado Común Centroamericano (MCC). Se esperaba que el proceso de «inJustrialización» iniciado en 1959, significara un real fortalecimiento de nuestra economía al enmarcarla dentro de la integración econó­mica.

Los sectores oligárquicos resistieron al proyecto por­que sus divisas tendrían que financiar al nuevo sector. Las organizaciones populares lo adversaron por razones muy diferentes y, fundamentalmente, por el incremento de la dominación extranjera que implicaba. Nuestro país fir­mó el Tratado de Integración en 1963.

El flujo de capital foráneo dinamizó la economía na­cional. El proceso de modernización se aceleró y cobra­ron auge las actividades culturales, artísticas y políticas. El consumo interno se fortaleció; las agencias de publici­dad y los medios de comunicación intensificaron sus es­fuerzos para generar crecientes necesidades y aspira­ciones en la población. *

La incorporación intensiva de la mujer al trabajo in­dustrial ensanchó la base obrera. Este hecho, unido al influjo estimulador del proceso cubano, redundó en una revitalización del movimiento sindical y de las fuerzas progresistas que incrementaron sus demandas reivindica-tivas.

Reacción oligárquica

Una de las consecuencias más importantes de la inver­sión extranjera fue la formación y desarrollo acelerado de una «clase gerencial», llamada así por su falta de poder

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económico independiente. Jugó un papel decisivo en la ampliación del mercado y en el fortalecimiento de la influencia del capital foráneo en la vida económica na­cional. Sus efectivos resultados tuvieron profunda reper­cusión en los otros sectores sociales.

La oligarquía agro-exportadora fue uno de esos secto­res. Comprendiendo que la nueva coyuntura producto del proceso de industrialización y del mercado integra-cionista limitaba seriamente su papel hegemónico, enfrentó duramente a la nueva clase gerencial en el campo político. Sus esfuerzos se encaminaron a la conformación y movilización de un frente anti-liberacionista que le per­mitiera recuperar el poder político.

Al frente del movimiento pusieron a un desconocido profesor universitario: José Joaquín Trejos Fernández. Mediante ataques semi-encubiertos al candidato libera-cionista, Daniel Oduber, a quien tildaron de «comunis­ta», y con el decidido apoyo del clero conservador, triun­faron en las elecciones de 1966. Sin embargo, estos secto­res oligárquicos se verían limitados en sus pretensiones por el dominio liberacionista del Poder Legislativo.

Efervescencia popular de finales de los sesenta y principios de los setenta

La efervescencia estudiantil y popular a nivel mundial de finales de los sesenta, influyó en la concientización so­cial y política de los obreros y estudiantes del país. Esta concientización los llevó a librar grandes batallas en las calles contra la opresión y el despoj o, y a favor del plura­lismo ideológico y el desbloqueo de la guerra fría (lucha por la legalización del Partido Bloque de Obreros, Cam­pesinos e Intelectuales; lucha contra el Contrato-Ley con Alcoa; solidaridad con los trabajadores bananeros en huelga; apoyo a las relaciones internacionales con el blo­que socialista, etc.).

Esta efervescencia repercutió de modo particular al interior de la Universidad de Costa Rica, poniendo en cri-

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sis la vieja estructura universitaria. Se formó un amplio consenso en el sentido de que la Universidad debía con­vertirse en una institución profundamente costarricense y latinoamericana, dando prioridad a la búsqueda de nuestro verdadero ser y al enfoque de los problemas esen­ciales de nuestros pueblos. En fin, el «humanismo evasi­vo» tenía que tornarse en «sociologismo», en conoci­miento de los acontecimientos regionales y del desarrollo de sus pueblos, y la Universidad proyectarse más a la so­ciedad costarricense participando activamente en la toma de las decisiones políticas fundamentales.

Movimiento popular

La persecución desatada contra el sindicalismo de iz­quierda por la Junta de Gobierno en 1948 fue de tal mag­nitud que pasaron varios años antes de que éste nueva­mente se hiciera sentir. Resalta el rol fundamental desem­peñado por los trabajadores bananeros. Ellos sirvieron de ejemplo y estímulo a otros sectores de trabajadores; todavía hoy constituyen el más avanzado destacamento de nuestra clase obrera y el mayor pilar del sindicalismo clasista.

La diversificación y modernización de la producción agropecuaria, el proceso de «industrialización» y el creci­miento del aparato estatal ensancharon la base trabaja­dora e implicaron una mayor diferenciación de la estruCj tura social del proletariado. Desde 1965 la tendencia a la sindicalización se acentuó. Los patronos y sus represen­tantes en el gobierno trataron de contrarrestar los avances del sindicalismo de izquierda, impulsando el sindicalismo «libre y democrático» y la organización comunal como instancia organizativa alternativa. En 1966 se creó la libe-racionista Confederación Costarricense de Trabajadores Democráticos (CCTD), y en 1967 la Confederación de Obreros y Campesinos Cristianos que más tarde se con­virtió en la Central de Trabajadores Costarricenses (CTC). Este mismo año es el de la creación de la Dirección Nacional de Desarrollo de la Comunidad (DINADECO).

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Respecto a la lucha comunal, el Partido Vanguardia Popular (antiguo Partido Comunista), ¿legalizado desde 1949, impulsó la formación de «Juntas Progresistas» en los barrios populares.. Desde 1954 estas organizaciones dirigieron las luchas comunales, coordinadas a nivel na­cional.

Su creciente beligerancia hizo que el Estado reformis­ta formulara una acción neutralizadora. De este modo surgió DINADECO, con el fin de ejercer una especie de tutelaje estatal del movimiento comunal orientado a des­vincularlo de los partidos y organizaciones populares. Las organizaciones comunales deberían tener una actitud «constructiva» y de colaboración con el gobierno, no destructiva ni «subversiva».

La ofensiva estatal afectó al movimiento comunal po­pular; las Juntas Progresistas perdieron importancia. DI­NADECO negó su reconocimiento a varias asociaciones «sospechosas» y encauzó las reivindicaciones comunales hacia la consecución de ciertos servicios que dieran una imagen «positiva» del movimiento comunal (alumbrado, arreglo de calles, actividades culturales y deportivas), ig­norando las verdaderas necesidades de las comunidades y sus apremiantes problemas cotidianos (transporte, servi­cios públicos...), cada vez más sentidos.

III. LA NUEVA CRISTIANDAD COSTARRICENSE

Se plasma ¡a neo-cristiandad

La reconciliación Iglesia-Estado de los cuarenta (res­tablecimiento de la educación religiosa en escuelas y cole­gios; derogación de las leyes liberales de 1884), lo mismo que la legislación social dictada en la misma época (le­gislación basada en la Doctrina Social Católica, consoli­dada por el acuerdo Mons. Sanabria-Partido Vanguardia Popular y mantenida por los socialdemócratas), forjó una Costa Rica modelada conforme al proyecto de nueva cristiandad. Las bases de esta nueva cristiandad costarri-

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cense se hallan en la prédica social de Mons. Bernardo Augusto Thiel, a finales del siglo pasado, y en la acción política de Jorge Volio, en la década de los veinte del pre­sente.

Costa Rica fue uno de los países latinoamericanos donde mejor se plasmó el modelo de nueva cristiandad, sin alcanzar, por supuesto, una realización perfecta. Este hecho explica, por ejemplo, el carácter minoritario de la Democracia Cristiana costarricense: su proyecto ya fue «lanzado» cuarenta años atrás.

La Iglesia de principios de los sesenta

El comienzo de los anos sesenta nos presenta a una Iglesia costarricense que ingresaba a la nueva década sin mayores problemas que la inquietaran, llevada por la inercia. Las relaciones con el gobierno echandista eran cordiales y amistosas. A nivel internacional tampoco había mayores motivos de inquietud. Todavía se vivía la euforia de la derrota de Batista en Cuba, y del Concilio Ecuménico anunciado por el Papa Juan no se esperaban mayores innovaciones.

La designación del sucesor de Mons. Odio Herrera tampoco era motivo de preocupación, pues se daba por un hecho que se nombraría a un clérigo de Curia que no introduciría cambios sustanciales. Y, en efecto, así fue*. Se designó a Carlos Humberto Rodríguez Quirós, quien procedía de una familia aristocrática y había recibido su formación eclesiástica en el extranjero, a lo que sumaba su vocación contemplativa y una mentalidad conservado­ra.

Los arzobispos Odio y Rodríguez, son los máximos representantes de la Iglesia conservadora costarricense en su versión post-sanabrina. La falta de apoyo de esta Igle­sia conservadora al Estado reformista ha sido determi­nante para el incompleto desarrollo en nuestro país del modelo de nueva cristiandad. La concepción excesiva-

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mente verticalista del servicio episcopal y la visión «jerar-quicista» de estos arzobispos, motivó numerosas fric­ciones con el clero de nueva cristiandad, sobre todo du­rante el largo arzobispado de Rodríguez que se extendió hasta finales de los setenta. Esta Iglesia conservadora se caracterizó además, por un culto insuficientemente in­tegrado con la vida cotidiana del pueblo, su preferencia por las clases altas y el recelo v desconfianza hacia los in­telectuales.

En cuanto a sus escasas declaraciones sobre los problemas sociales, su rasgo más característico ha sido su extrema vaguedad. No se fundamentaron en un análisis científico de la realidad social y económica del país, limi­tándose a enunciar principios de validez universal sin descender al nivel de la aplicación concreta. Esa forma de proceder se relaciona con el hecho de que ambos arzobis­pos no crearon nuevas agrupaciones de cristianos con conciencia social, y ni siquiera impulsaron a las anterior­mente existentes.

Repercusión del proceso cubano

El afianzamiento del proyecto socialista cubano llevó a la adhesión de la Iglesia costarricense al frente que incluía al gobierno y al catolicismo estadounidenses, los ejércitos y la extrema derecha centroamericanos. Nuestra Iglesia incrementó su alianza con el gobierno y el catoli­cismo estadounidenses, pasando ella misma a depender desús políticas anticomunistas, primero, y aletargantes, después.

El anticomunismo jerárquico y clerical originó una fuerte pastoralanticomunista que conserva todavía plena vigencia. La sistemática campaña de desprestigio contra el régimen cubano adquirió caracteres realmente violen­tos. El «comunismo ateo» fue identificado como el gran enemigo de la democracia, de la libertad y de la religión, de ahí que todos los buenos católicos deberían conformar un solo frente compacto con los Estados Unidos, para

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derrotar al peligroso enemigo común. El gobierno y el gran pueblo estadounidense debían merecer toda con­fianza porque «es cierto que en el pasado, la política yan­qui fue poco afortunada y explotadora. Pero poco a po­co, los Estados Unidos han ido cambiando de actitud ha­cia América Latina y si el cambio no está todo lo avanza­do que quisiéramos, cierto es que el cambio es ya notorio». La exaltación estadounidense se personificó en la figura del «católico» Presidente Kennedy.

A la pujanza y creciente aceptación de las ideas so­cialistas y marxistas por parte de algunos sectores, nuestra Iglesia enfrentó la Doctrina Social Católica como la verdadera y única solución a los problemas sociales y económicos del país. Se creó el Secretariado de Acción Social Católica para dar a conocer la Doctrina y sugerir su aplicación concreta; también la Imprenta Metropolitana para difundir el pensamiento católico.

A partir del 1 de mayo de 1961, se instituyó una con­centración católica de trabajadores en abierta contrapo­sición y competencia con la celebración sindical del Día del Trabajador. En la Invitación, Mons. Rodríguez hacía ver a los obreros que dar su nombre a los sindicatos comu­nistas equivalía a apostatar de la fe católica, quedando, por el mismo hecho, excomulgados de la Iglesia, pues el comunismo es «intrínsecamente malo y perverso».

La labor social de la Iglesia fue impulsada. Se crearon y reorganizaron ciertas estructuras eclesiásticas para ocu­parse de la cuestión social: Juventud Obrera Católica (JOC), Juventud Estudiantil Católica (JEC), Juventud Universitaria Católica (JUC), Hermandades del Traba­jo.. . no obstante su avance fue muy limitado dada la falta de planificación y apoyo del arzobispado. En 1963, se creó la Escuela Social Juan XXIII con el propósito de reunir todas las iniciativas de Acción Social Católica en torno a un centro que les asegurara unidad y consistencia, evitando que se apartaran de la Iglesia. La Escuela contó con el apoyo económico empresarial, pero como adoptó

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una línea calificada por sus mantenedores de «excesiva­mente progresista», el arzobispo intervino «reubicando» al personal. A partir de ese momento, la Juan XXIII pro­movió el solidarismo obrero-patronal, muy del agrado de los empresarios.

'El Programa de la Alianza para el Progreso fue acogi­do y promocionado con gran entusiasmo. Se ponderaron las bondades del Plan, atribuyéndolo a la «generosidad» de los estadounidenses que ahora extendían su mano ami­ga y salvadora a Latinoamérica, como signo inequívoco de arrepentimiento por la explotación que en otros tiem­pos ejercieron en nuestro continente. Igualmente se aco­gió y ponderó la «generosa» ayuda económica y humana de los católicos estadounidenses para la creación y forta­lecimiento de instituciones asistencialistas tipo Caritas, fundada en 1963. Esta ayuda se extendió al campo de la formación de los agentes de pastoral, incorporando la en­señanza de métodos y técnicas pastorales y catequísticas que exaltaban el modelo cultura!, político y económico estadounidense. Así pues, la identificación de la Iglesia costarricense con los intereses de las clases dominantes criollas trascendió esos límites para abarcar también los intereses de la superpotencia capitalista.

Fortalecimiento de la alianza Iglesia-Estado

La peculiar coyuntura vivida a raiz del proceso cuba­no hizo necesaria una reafirmación y un fortalecimiento de la alianza Iglesia-Estado. Los principales protagonis­tas «visibles» de este proceso fueron el arzobispo Rodríguez y el Presidente Francisco Orlich.

El discurso del arzobispo en la toma de posesión de Orlich, no sólo consagró el sistema electoral sino al sistema de gobierno mismo. En directa vinculación con la teoría medieval del derecho divino de los reyes, Mons. Rodríguez dio carácter teológico a un hecho puramente administrativo. Sobre el supuesto de que toda potestad viene de Dios, por lo que la autoridad tiene origen divino, concluyó que el presidente lo era por derecho divino.

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Ante un apoyo tan decidido, la reacción del gobierno no se hizo esperar. Un mes después del traspaso de pode­res, el Poder Ejecutivo rindió un homenaje sin preceden­tes a la jerarquía costarricense. El presidente Orlich ase­guró en esa ocasión que su gobierno lucharía contra la mi­seria según los postulados de la Doctrina Social Católica. El arzobispo Rodríguez, por su parte, ratificó la identifi­cación formal de los intereses de la Iglesia con los del go­bierno, al manifestar que «trabajando en perfecta armonía ambos poderes, el de la Iglesia y el del Estado, podremos los costarricenses... vencer el peligro comunis­ta y llegar a las conquistas de orden social».

Como resultado de esta revitalización de la alianza Iglesia-Estado, la jerarquía restringió aún más su preocu­pación por lo social. Los documentos oficiales del episco­pado en el futuro prescindieron en gran medida de la cues­tión social, revelando, en cambio, una enorme preocupa­ción por el estereotipo del comunismo, exhortando insis­tentemente a la unión obrero-patronal y legitimando el sistema político establecido. A partir de 1966 se observó una diferencia formal en cuanto que esta posición ideoló­gica fue matizada por el empleo de «frases conciliares».

Durante estas dos décadas esa alianza se ha consolida­do. El estado de armonía en las relaciones Iglesia-Estado se ha mantenido en lo sustancial, no obstante una cierta heterogeneidad jerárquica y clerical que permite distini guir sectores relativamente progresistas que brindan un apoyo casi incondicional a las políticas reformistas libe-racionistas, y sectores más conservadores con una opción socialcristiana de derecha.

Incluso se fortaleció su mutua colaboración. Así, mientras prominentes políticos han ocupado importantes cargos de dirección en instituciones eclesiales como Cari­tas y la Comisión Técnica Consultiva de la Curia Metro­politana, numerosos sacerdotes y religiosos se convir­tieron en altos «funcionarios» gubernamentales y muchos otros asumieron la función de «mediadores» entre el poder político y sus comunidades.

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Consolidación del modelo de nueva cristiandad

En otros países centroamericanos como El Salvador, Nicaragua o Guatemala, las instituciones asistencialistas eclesiales conocieron un gran desarrollo. Esto posibilitó la participación activa de los cristianos junto a los sacer­dotes, haciéndoles tomar mayor conciencia de los graves problemas sociales y de la injusticia imperante. La nueva corriente desarrollista y renovadora que recorrió la Igle­sia Latinoamericana desde principios de los sesenta, la asumieron con gran dinamismo esas Iglesias, profunda­mente cuestionadas por su intenso quehacer social. El re­sultado fue la quiebra del modelo de nueva cristiandad y el surgimiento y consolidación de significativos sectores eclesiales, comprometidos no ya con el mantenimiento del statu quo y de las amistosas relaciones Iglesia-Estado, sino con los intereses y las luchas populares.

La Iglesia «tica», en cambio, no reaccionó ante aquel espíritu renovador y siguió apegada al tradicional es­quema de nueva cristiandad. Excepto por unos pocos ca­sos aislados, no se produjo en nuestro medio la aparición de importantes grupos de clérigos o laicos que hicieron oír su voz renovadora, pasando a ser nuestra Iglesia una de las más conservadoras del continente.

Frecuentemente se quiere hacer cargar sólo a Mons. Rodríguez, con el fardo del estancamiento y la falta de respuestas adecuadas por parte de la Iglesia costarricense a las nuevas situaciones. Sin duda la peculiar formación y personalidad del arzobispo jugó un importante papel. El era quien tenía el manejo de los «resortes internaciona­les» y ciertamente planeó y ejecutó el aislamiento del cle­ro costarricense de los centros internacionales progresis­tas del momento, para que las grandes líneas y nuevos ejes del Concilio y de Medellín no fueran suficientemente co­nocidos y estudiados. Tenía también un gran respaldo en Roma; todas las denuncias «rebotaban» e incluso algu­nos Nuncios que lo adversaban fueron reemplazados. Los demás obispos terminaron doblegándose ante el autoritario arzobispo.

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Pero también al clero secular corresponde su cuota de responsab i l idad ; en pa r t e , por su formación seminarística, espiritualista y desligada de la real proble­mática costarricense. Los paulinos alemanes que por buen tiempo regentaron el Seminario Mayor, «castra­ron» las inquietudes intelectuales del clero; en consecuen­cia, nuestros sacerdotes no sentirían la necesidad de leer, de estudiar, de cuestionarse. Otro elemento importante es el aburguesamiento creciente de nuestro clero, favoreci­do por la inclusión de la enseñanza de la religión en los programas oficiales de escuelas y colegios. Las lecciones de religión pasaron a representar para los sacerdotes su principal fuente de ingresos, a la vez que los convirtieron en «funcionarios estatales». Asimismo, esta actividad docente fue en detrimento directo de su labor pastoral (se­paración de «su» pueblo y del Colegio Presbiterial) y de la renovación y actualización intelectual.

No es de extrañar entonces que en las reuniones del clero arquidiocesano (en otras diócesis ni siquiera se reunían), sólo se trataran temas intrascendentes. Muchos eran los que en privado hablaban del arzobispo, pero llegado el momento, agachaban la cabeza con tal de preservar sus comodidades y privilegios.

Los religiosos, por su parte, habían incrementado su número a partir de 1950. Algunas órdenes y congrega­ciones retornaron después de muchos años de ausencia; otras llegaron por primera vez, casi todas expresamente para dedicarse a la educación religiosa de la juventud de los sectores adinerados. Se rompió así con la práctica muy costarricense de la sola existencia de escuelas y colegios públicos que permitía cierto tipo de convivencia de miembros de los diversos estratos sociales durante una etapa muy importante de sus vidas. Lo cierto es que la proliferación de colegios privados católicos permitió a la clase alta proporcionar a sus hijos un ambiente selecto, libre de la «contaminación popular», a la vez que incidió en una identificación de los religiosos con las ciases diri­gentes del país.

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Estos religiosos llegaron al país ignorando los cru­ciales sucesos de los años cuarenta, y con una mentalidad colonialista, tratando de transplantar su vivencia religiosa, sus modos de vida y modelos parroquiales a la manera de sus metrópolis de origen. Esta mentalidad colonialista y de nueva cristiandad, facilitó su utilización por parte de Mons. Rodríguez contra el clero nacional.

Estos factores permiten comprender por qué el Vati­cano II y Medellín permanecen todavía hoy ausentes de la vida católica nacional, como no sea por simples reformas externas de carácter ritual o legal. Como bien se ha dicho, «el Concilio en Costa Rica se redujóa darle vuelta al altar y a decir la misa en español». Hubo dos intentos: el prime­ro, se proponía realizar un estudio sociológico de las con­diciones reales de las parroquias y diócesis para establecer planes pastorales acordes con esas condiciones; el segun­do, apuntaba hacia una renovación catequética. La pri­mera idea degeneró ante la «acción esterilizante» de Mons. Rodríguez. El intento de proporcionar nuevos ins­trumentos de catequización de la niñez, todavía válido, seguirá viéndose frustrado mientras la educación reli­giosa no se rescate de la tutela estatal.

Sin embargo, el factor clave en la explicación de la consolidación de la nueva cristiandad costarricense es la «dilución» de la infraestructura social-asistencialista eclesiástica, minimizada y absorbida por la enorme y po­derosa institucionalidad asistencialista desarrollada por el Estado benefactor. Este insuficiente desarrollo de la ac­ción social de la Iglesia costarricense, impidió aquella acti­va participación laical y sacerdotal que en las naciones ve­cinas contribuyera decisivamente a generar condiciones propicias para el surgimiento de una nueva conciencia eclesial.

La Iglesia costarricense se integró y acopló de manera muy natural al desarrollismo y reformismo estatales en condición subordinada, fortaleciéndose las relaciones y mutua colaboración Iglesia-Estado. Este acoplamiento

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generó una postura de cómoda instalación de la Iglesia en el régimen social vigente que no le permitió adecuarse al nuevo momento histórico. Consecuentemente, el movi­miento popular en nuestro país no sólo ha evolucionado durante estas dos décadas sin la sustancial contribución de obispos y sacerdotes, sino que ha enfrentado su decidi­da y agresiva oposición. La jerarquía y la mayoría del cle­ro han hecho causa común con los grupos conservadores y reformistas, tolerándoles la manipulación de la religión en favor de sus intereses, a la vez que han reprimido, mar­ginado y condenado a los poquísimos sacerdotes y grupos cristianos que han adoptado la corriente profética latino­americana.

Se comprende entonces el total estancamiento en las actividades eclesiásticas durante estos veinte años. Con­forme se llegó a un mayor acoplamiento de intereses Iglesia-Estado, la escasa vitalidad intelectual y práctica de nuestro clero se perdió casi totalmente. Esa decadencia se notó hasta en el campo del periodismo católico; el se­manario «Eco Católico» perdió su garra y fuerza de otras épocas, y el «Mensajero del Clero», que servia para vin­cular al clero y darle sentido de cuerpo, desapareció hacia 1970.

La inactividad e incapacidad jerárquica se manifestó en el modo de difundir sus orientaciones. Los simples co­municados que abundan en conceptos rutinarios de corte catequético, sustituyeron a las Cartas Pastorales que en otro tiempo marcaron época. Todo esto agravado por la separación casi total entre el arzobispo y su grey, las dis­posiciones a puerta cerrada, las negativas al diálogo fran­co y abierto con las comunidades inconformes, y el ejerci­cio del episcopado como imposición divina e irrenun-ciable.

Los primeros grupos renovadores

Todavía la invasión armada estadounidense a Re­pública Dominicana (1965), fue resueltamente defendida

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y justificada por el Eco Católico, en cuanto habría evita­do que los comunistas hicieran de Santo Domingo una se­gunda base de operaciones del comunismo internacional en el Caribe. Pero después se notó algún cambio: los ata­ques al comunismo disminuyeron sensiblemente; los escritos de jóvenes sacerdotes que hablaban de renova­ción sacerdotal, de libertad religiosa, de ecumenismo, co­menzaron a hallar cabida en sus páginas, y hasta se repro­dujeron artículos de no-católicos. No obstante, la proble­mática socio-económica seguía estando ausente.

Hacia 1967, el hoy ex-sacerdote Javier Solís asumió la jefatura de redacción del semanario. Solís y sus colabora­dores comenzaron a cuestionar el autoritarismo imperan­te en la Iglesia arquidiocesana, abogando por una pro­funda renovación litúrgica, pastoral, clerical, etc., que estuviera acompañada de un compromiso real con los sec­tores populares. Esta posición de vanguardia en la denun­cia y presentación de la situación de injusticia que se vivía en el país, tuvo en la columna Pórtico su gran baluarte. Numerosos sacerdotes y religiosos reaccionaron violenta­mente contra la nueva orientación «comunista» del sema­nario; otros, en cambio, se sintieron motivados para asu­mir una línea de mayor compromiso.

En 1968, la discusión del Proyecto de Ley Pro-fuero Sindical enfrentó a algunos de estos sacerdotes y reli­giosos con las Cámaras Patronales y el gobierno de Trejos Fernández. Sin embargo, el acontecimiento fundamental de este periodo tuvo lugar al año siguiente. Las agrupa­ciones sindicales invitaron a la JOC, la JUC, sacerdotes y religiosos a participar en el desfile del 1 de mayo de 1969. Unos pocos sacerdotes y religiosos manifestaron pública­mente su adhesión a la lucha de las organizaciones obre­ras y campesinas, suscitándose una interesante polémica en el diario «La Nación». Las presiones de los empresa­rios y el gobierno a través del Nuncio, hicieron que la Cu­ria emitiera una circular prohibiendo la participación de sacerdotes y religiosos en el desfile de los trabajadores. Aún así, cerca de nueve clérigos (sacerdotes, religiosos.

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religiosas, el obispo anglicano) se hicieron presentes. Eran pocos, pero parecía que se trataba de todo el clero pues la conmoción fue enorme. Fue el momento de la gran opción que permitió a los sectores progresistas enfrentados a la línea oficial jerárquica, asumir un cierto liderazgo dentro de la Iglesia costarricense.

Simultáneamente, la JOC, dirigida por el P. Walter Aguilar, y la JUC, asesorada por el hoy ex-sacerdote Ar-noldo Mora, radicalizaron su * osición. Eran grupos pe­queños, aunque muy activos, ^os obispos contraataca­ron fortaleciendo con viejos tx-jocistas al más sumiso movimiento de «Hermandades del Trabajo», y acentuan­do sus planteamientos social-cristianos.

Por esta época, el Tribunal Supremo de Elecciones emitió una resolución, dejando fuera de la contienda elec­toral de 1970 al «Partido Bloque de Obreros, Campesinos e Intelectuales Costarricenses». El Eco Católico edito-rializó mostrando su desacuerdo con la resolución. De nuevo se suscitó una fuerte polémica y se produjo una Declaración de la Curia, insistiendo en la necesidad de que los sacerdotes conservaran la más estricta neutrali­dad política. Mons. Rodríguez quiso aprovechar aquella coyuntura para confiar la dirección del Semanario al «Opus Dei», pero Javier Solís se le adelantó con su renun­cia haciendo abortar el desdichado proyecto.

i IV. DECLIVE Y AGOTAMIENTO DEL REFORMISMO (1970-78)

Respuesta del reformismo a las nuevas presiones sociales

La falta de serios planteamientos hizo que la Admi­nistración Trejos fuera desbordada por las presiones so­ciales y las necesidades económicas que estas generaban, incurriendo en grandes desaciertos. Él liberacionismo to­mó nuevamente el relevo buscando «detener» la agudiza­ción de contradicciones en aquella «coyuntura democra­tizante» que vivía el país.

Se desarrollaron los servicios públicos y se fundaron

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nuevas instituciones estatales que fortalecieron el aparato burocrático. La crisis económica interna llevó a recurrir al endeudamiento externo. Asimismo, el gobierno finan­ció costosas obras de infraestructura en consonancia con los intereses de las multinacionales que comenzaban la penetración del agro.

En aquellas zonas en las que se desarrollaron grandes latifundios aumentó la presión social sobre la tierra, ori­ginándose movimientos de campesinos minifundistas, precaristas y trabajadores sin cierras que ocuparon fincas mantenidas ociosas por sus dueños. La Guardia Rural reprimió a los campesinos encarcelándolos y quemando sus ranchos, lo que dio lugar « movilizaciones políticas de cierta relevancia.

La nueva coyuntura democratizante, producto de la agitación popular y estudiantil, contribuyó al resquebra­jamiento de la situación de «guerra fría» generando nove­dosas situaciones: la legalización de los partidos políticos de izquierda, el apoyo a las demandas panameñas sobre el Canal, una mejor comprensión y aceptación del nuevo espíritu solidario latinoamericano, el restablecimiento de relaciones comerciales y diplomáticas con la Unión So­viética, etc.

Crisis de la democracia liberal burguesa

Durante este último gobierno de José Figueres se dio un nuevo e interesante juego de alianzas de clase: el enten­dimiento entre la vieja oligarquía agro-exportadora y la nueva burguesía empresarial gobernante. Se produjo una interpenetración y conexión intersectorial que combinó a un nuevo nivel los intereses del sector agro-exportador di­versificado con los de sectores industriales, financieros, comerciales y turísticos.

La integración económica de los grupos dominantes liberacionistas y no-liberacionistas, condujo de manera natural a un nuevo pacto político para adecuar la domi­nación a las nuevas circunstancias. La dirección de aquel

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proceso que buscaba culminar enuna nueva Constitución estaría confiada al núcleo capitalista liberacionista.

La disconformidad de los capitalistas medios y de otros grupos no-liberacionistas los llevó a reclamar la di­rección del gobierno. A esta disconformidad se sumó el agravamiento de la crisis mundial capitalista, lo que implicó la dispersión del no-liberacionismo en múltiples grupúsculos sin mayor respaldo popular.

Esta dispersión oposicionista facilitó el triunfo del candidato liberacionista, Daniel Oduber, en las elec­ciones de 1974. Se rompió de este modo la alternabilidad en el poder, imperante desde 1948, empezando a manifes­tarse la crisis de! bipartidismo tradicional que se halla en proceso de agotamiento.

La respuesta oduberista al agravamiento de la crisis

El gobierno oduberista aprobó una serie de medidas cambiadas y arancelarias, tendientes a proteger la pro­ducción y disminuir los efectos negativos del alza en los precios del petróleo sobre la balanza de pagos. Recurrió también al endeudamiento externo y a la inversión extranjera, reforzando las garantías para el libre despla­zamiento y expansión del capital foráneo. - (

El Poder Central y las instituciones autónomas incre­mentaron sus presupuestos buscando compensar el de­sempleo y contrarrestar las presiones sociales. Esta política implicó un alarmante crecimiento del déficit fis­cal y de la inflación. Se impulsó también un programa de granos básicos que evitó la carestía; además fueron con­cebidos e impulsados diversos programas sociales. Una repentina elevación de los precios áel café, produjo un ingreso extraordinario de divisas que complementó los esfuerzos gubernamentales orientados a atenuar y poster­gar los efectos de la crisis.

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Agotamiento del reformismo

Pero la Administración Oduber presenció el rápido agotamiento de las condiciones que hasta entonces habían permitido aminorar y contrarrestar la injusticia y la explotación del sistema. El hacinamiento habitacional, la delincuencia, la prostitución y el desempleo crecientes^ evidenciaron que la injusticia fundamental del sistema fi­nalmente había sobrepasado la capacidad correctiva del reformismo.

Tanto el proletariado agrícola e industrial como el sector burocrático, presionaron al gobierno. El Ejecutivo enfiló la represión ideológica y militar contra el movi­miento sindical y las comunidades que exigían mejoras en los servicios públicos, acrecentando el deterioro de la imagen gubernamental.

Los sectores burgueses igualmente plantearon proble­mas y dificultades al Poder Central. La burguesía burocrático-política llevó la corrupción administrativa hasta niveles nunca antes alcanzados. Los industriales reclamaron mayor protección estatal para poder compe­tir en el mercado centroamericano. Pero las mayores di­ficultades las plantearon los grupos reaccionarios que preconizan tendencias políticas autoritarias que en­cuentran gran apoyo en medios policíacos con tendencias militaristas, y que adversaban las medidas atenuantes del reformismo, obligando en varias ocasiones al gobierno oduberista a dar marcha atrás ante la amenaza de posibles insurrecciones.

Movimiento Popular

A partir de 1970 el sindicalismo mostró un notable avance en el grado de conciencia reivindicativa y en la ca­pacidad de lucha, multiplicándose las acciones sindicales (pliegos de peticiones, declaratorias de huelga, denuncias de despidos y persecuciones a activistas y dirigentes, etc.). No sólo se buscaban ya reivindicaciones económicas sino que se defendía también la libertad sindical.

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Desde 1975 se multiplicaron las luchas comunales: bloqueos de calles, manifestaciones callejeras, marchas a las municipalidades, asambleas generales de vecinos, fir­mas de memoriales, huelgas de pagos de servicios. En ocasiones se llegó a un alto grado de organización y com­batividad que mereció la represión violenta de la Fuerza Pública.

La organización comunal montada por DINADECO acusó el influjo de este despertar. Asociaciones promovi­das por esta Dirección participaron y hasta dirigieron al­gunas de esas luchas. Igualmente aumentaron las pre­siones para que la institución estatal dejara de manipular el movimiento, otorgando independencia a las aso­ciaciones y permitiéndoles trazar sus objetivos y políticas conforme a los reales intereses y necesidades de las comu­nidades.

Durante estos años ios partidos políticos populares crecieron nutriéndose de los contingentes más avanzados del proletariado, del campesinado, del estudiantado, de la intelectualidad y de la pequeña burguesía radical. Este crecimiento se aceleró después del proceso de democrati­zación que culminó con la derogatoria de la disposición constitucional que ¡legalizaba a los partidos considerados «anti-democráticos».

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V. LA INCIPIENTE NUEVA CONCIENCIA ECLESIAL

El movimiento ecuménico de principios de los setenta

La naciente teología de la liberación, Medellín y la gran efervescencia socio-política de finales de los sesenta y principios de los setenta, cuestionaron cada vez más a ciertos sectores de cristianos, protestantes y católicos, li­gados al ambiente universitario. Estos cristianos, huérfa­nos y faltos de conducción y orientación pastoral a todo nivel, se aglutinaron en diversos grupos y promovieron diferentes actividades. Entre las principales agrupaciones mencionamos: el Movimiento Iglesia Joven (grupo laical

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independiente, nada clerical), ISAL de Costa Rica, el Co­mité Ecuménico de Jóvenes y el Grupo Teología de la Li­beración.

Aquellos católicos y protestantes pronto compren­dieron que su fe era común y que sólo los separaban las «elucubraciones de los teólogos». Esta toma de concien­cia sería clave para el desarrollo de una acción común. En julio de 1970 tuvo lugar el Encuentro Ecuménico de Jóve­nes de Tacares de Grecia. Representantes de más de veinte movimientos juveniles cristianos, respondieron a la invi­tación del Comité Organizador. El programa de trabajo giró alrededor de dos grandes preocupaciones: los desafios que presentaba la realidad nacional y las pers­pectivas bíblicas y teológicas que podrían orientar el compromiso de los cristianos. Los jóvenes descubrieron de «manera existencial que los cristianos tienen más ele­mentos de unión que de división, que la diversidad puede ser una fuente de enriquecimiento mutuo... y que la uni­dad que anhelan sólo se puede lograr a partir de una lucha común por la liberación del hombre total y de todos los hombres».

A principios del siguiente año se celebró un interesan­te Simposio sobre Teología de la Liberación promovido por laicos, sacerdotes, religiosos y pastores protestantes. Este simposio fue complementado con un encuentro de reflexión que se realizó meses después.

La necesidad de un centro de convergencia pluralista, que permitiera un contacto relativamente permanente entre todos estos grupos cristianos próximos en orienta­ción, desembocó en la fundación del Grupo Ecuménico Éxodo, en 1971. «Éxodo» agrupó a ministros y laicos que por ese tiempo iniciaban tareas de renovación en diferen­tes lugares y ambientes, y a cristianos que buscaban una mayor coherencia e integración de su compromiso cris­tiano con la militancia partidaria. El grupo cumplió una importante labor al favorecer y propiciar el diálogo entre cristianos y marxistas, que permitió a muchos de los pri-

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meros llegar a militar en organizaciones políticas popula­res y ayudó a los segundos a superar prejuicios antirreli­giosos.

Enfrentamiento de sectores dentro de la Iglesia costarricense

Los grupos antes mencionados, a los que se sumaron otros como la JUC y la JOC, abogaron por una participa­ción directa y explícita de los católicos y de la Iglesia en la solución de los problemas sociales, demandando que esa participación se identificara con la lucha de los sectores populares.

Esta «línea progresista» suscitó conflictos intraecle-sia/es que conocieron un desarrollo progresivo, habiendo evolucionado en el seno de los bandos enfrentados la con­ciencia acerca de la verdadera naturaleza de esos conflic­tos: su diversa identificación con clases sociales en pugna y la diferente manera de concebir la amplitud de partici­pación que debe tener la lucha por la justicia social. En tanto que los círculos conservadores concebían esa lucha en forma estrecha, excluyendo de la misma a los «socialis­tas» y «comunistas», los grupos renovadores afirmaban la necesidad de una participación amplia de todos aquellos sectores efectivamente comprometidos con la justicia social.

En abril de 1971, el arzobispo Rodríguez ordenó el traslado de dos sacerdotes que luchaban por la promo­ción social y económica de los fieles más humildes de sus parroquias. Esta medida dio lugar a una manifestación de protesta contra el arzobispo en la que participaron sacer­dotes, religiosos y laicos; además, un grupo de jóvenes ocupó una de las iglesias parroquiales afectadas. A fina­les de ese año, estos mismos sectores enfrentaron el movi­miento contra el restablecimiento de relaciones diplomá­ticas y comerciales con la Unión Soviética, promovido por la burguesía conservadora del país.

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En 1972 sobresalen dos acontecimientos: la polémica teórico-doctrinal en torno al tema del socialismo, con motivo de la divulgación del Documento Final del «En­cuentro de Cristianos por el Socialismo», celebrado en Chile; en segundo término, el desconocimiento público de la JOC por parte de la Conferencia Episcopal.

A partir de 1973 estos grupos renovadores decre­cieron, diluyéndose rápidamente hasta desaparecer. Entre otros factores, esta dilución obedeció al reflujo de la ola revolucionaria en Latinoamérica, a la represión ejercida por Mons. Rodríguez y a la «apropiación» de al­gunos de estos grupos por organizaciones políticas de iz­quierda.

No obstante, en 1975 tuvo lugar una importante dis­cusión pública, la primera iniciada por un obispo, Mons. Román Arrieta, a propósito de un problema palpitante en materia socio-económica: la reforma agraria en la región guanacasteca (noroeste del país). Los latifundistas agru­pados en la Cámara de Ganaderos de Guanacaste enfren­taron al obispo, que recibió el apoyo de amplios sectores del clero y de instituciones eclesiales del país que, por pri­mera vez en tres décadas, se compactaron alrededor del Presidente de la Conferencia Episcopal. Los sectores eclesiales conservadores, por su parte, atacaron al obispo y a los que lo apoyaban, a través de dos conocidos profe­sionales laicos vinculados a la pro-patronal Escuela So­cial Juan XXIII.

El «grupo Pueblo»

Dentro de los proyectos del Grupo Éxodo se con­templó la fundaciónde un periódico. Finalmente, en 1972 un grupo de cristianos provenientes de Éxodo constituyó la Sociedad «Publicaciones Ecuménicas» y fundó el se­manario Pueblo. El núcleo central de estos cristianos lo conformaron el obispo metodista Federico Pagura; el obispo episcopal Antonio Ramos; los hoy ex-sacerdotes Javier Solís y Amoldo Mora; el teólogo y profesor del Se-

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minario Bíblico Latinoamericano, Victorio Araya y la re­ligiosa Miriam Keith.

«Pueblo» se convirtió en una nueva instancia ecumé­nica de los grupos cristianos y populares, y en uno de los principales «focos de disgregación» del Grupo Éxodo. Pese a no tener un carácter confesional, el semanario transmitió una línea de pensamiento cristiano identifica­do con los intereses populares que tuvo una acogida con­siderable en medios campesinos, obreros e intelectuales. «Pueblo» hizo las veces de portavoz de aquella tendencia minoritaria de sacerdotes que consideraban la cuestión social.como inherente a su ministerio.

Pronto surgió la inquietud de canalizar la «acción agi-tacional» del periódico, brindando una posibilidad a los cristianos comprometidos de participar en la lucha social. Se organizaron «grupos de lectores» en diferentes lugares del país, ordenados a la reflexión y a la acción. Esto complicó la estructura organizativa, por lo que fue nece­sario separar la acción social y política de la actividad del periódico propiamente dicha.

Hacia 1975, se constituyó un «grupo de estudio» inte­resado en hacer un diagnóstico de la realidad nacional y en proponer nuevas vías de organización política. En este grupo confluyeron fundamentalmente tres sectores: cris­tianos que giraban en torno a «Pueblo»; antiguos mili* tantes del «Frente Estudiantil del Pueblo» (FEP), quienes, después de sustentar una posición radical, se acercaron al grupo cristiano del periódico y, finalmente, militantes del «Sindicato de Educadores Costarricenses» (SEC). Este grupo constituyó la base del Partido De­mocrático del Pueblo (PDP), que pretendía llenar la nece­sidad de una opción política revolucionaria no comunista demandada por muchos cristianos.

Desaparecido «Éxodo», se quiso recoger su herencia de grupo cristiano cuestionador y estudioso. Se pensó en constituir un «centro de servicios» que, a partir del estu­dio de la realidad nacional, elaborara proyectos y brinda-

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ra asesoría técnica a sindicatos, partidos populares, gru­pos cristianos, etc. Después de muchos estudios, sondeos y tentativas surgió, en 1976, el Centro Víctor Sanabria. Se le concibió no como grupo confesional religioso o político-militante, sino como centro de convergencia plu­ralista de personas y grupos de distintas concepciones fi­losóficas y religiosas que, bajo el ejemplo de Mons. Sa­nabria, deseaban poner en común sus esfuerzos en favor de la liberación real y efectiva de los pueblos centroameri­canos.

Por distintos motivos, el proyecto del partido político se frustró y no siguió adelante. El Centro, en cambio, con el apoyo de la fuerte e importante plataforma que suponía «"Pueblo», se consolidó llegando a prestar va­liosos servicios y a alcanzar gran prestigio internacional. Sin embargo, la carencia de un equipo capacitado que pu­diera responsabilizarse del Centro y de la adecuada selec­ción del personal —carencia que en parte era consecuen­cia de la insuficiente clarificación y precisión de objetivos y programas—, así como la oposición y el recelo de otros sectores cristianos, contribuyeron en buena parte a la de­saparición del semanario Pueblo, primero, de su sucesora la revista «Respuesta», después, y del Centro mismo en 1980.

Renovación de la formación de los agentes de pastoral

Simultáneamente, y en íntimo contacto con «Éxodo» y «Pueblo», existió una segunda corriente de renovación representada por un reducido grupo de religiosos que orientó sus esfuerzos concretamente al campo de la for­mación de los agentes de pastoral. El Instituto Teológico de América Central {YTAC), fundado en 1972, representó su primer gran intento que buscó realizarse dentro de las estructuras oficiales de la Iglesia costarricense.

En el ITAC comenzó a implementarse un revolu­cionario plan experimental de formación académica de los futuros agentes de pastoral. Colaboraban conjunta-

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mente el clero secular y regular, en un intento por unificar esfuerzos y adaptar los programas de enseñanza a los tiempos actuales. El plan suponia un régimen administra­tivo, económico y académico sustancialmente diferente de los tradicionales sistemas seminarísticos, siendo ape­nas tolerado por amplios sectores del clero y por los obis­pos.

El plan de estudios fue elaborado exclusivamente en base a principios teóricos, y no a partir de estudios serios de la realidad religiosa nacional y del tipo deagente de pasto­ral que se necesitaba. Por esta razón la formación teó­rica de los nuevos agentes resultó muy elevada para las de­mandas reales de las bases.

Con todo, el plan, revolucionario para su época, per­mitió recuperar ciertos aspectos de la formación reli­giosa, articuló mejor el estudio de la Biblia y proporcionó una mayor «libertad de cátedra».

En 1978 la Conferencia Episcopal decidió irrevo­cablemente retirarse del ITAC. Los seminaristas diocesa­nos recibieron la solidaridad de sus compañeros reli­giosos y fueron a la huelga. Realizaron una manifestación ante la Catedral Metropolitana, protestando por la deci­sión y reclamando tener parte activa en el proceso de su formación.

La mentalidad totalitaria de los obispos que los inca­pacita para compartir el mando y el poder, fue una de las causas del rompimiento. En muchas ocasiones debieron ceder en su posición porque en el ITAC la última instancia era «colegiada», y ellos no podían permitir eso. Pero la razón fundamental es que los obispos querían un «pro­ducto manejable». El Seminario tradicional, experimen­tado por siglos, produce un tipo de sacerdote bien conoci­do y de toda confianza; el ITAC, por el contrario, estaba produciendo un tipo de sacerdote desconocido y «pe­ligroso».

Aquella ruptura significó el fin del «proyecto ITAC»

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como quehacer eclesial, en el sentido de que era un centro de estudios formado por profesores y estudiantes venidos de todos los ámbitos eclesiales. Esto permitía el intercam­bio de carismas, la interdisciplinaridad —pese a que cada sector tendía a encasillarse para salvaguardar sus «de­rechos»—, además de que se estaba terminando con las divisiones intelectuales artificiales entre religiosos y secu­lares, preparando el terreno para una verdadera pastoral de conjunto futura.

A partir de 1979, el Seminario diocesano retrocedió a un plan de estudios'pre-conciliar con insistencia en la metafísica, en la liturgia como rito, en la mariología... Es probable que a corto o mediano plazo resurjan aquellas divisiones intelectuales artificiales que hacían de los reli­giosos la «élite de la intelectualidad eclesiástica». Lo más lamentable es que difícilmente nuestros obispos darán marcha atrás porque eso sería reconocer que se equivoca­ron, y en su mentalidad tal cosa no tiene cabida.

El otro gran logro de esta corriente renovadora lo constituye la creación de la Escuela Ecuménica de Cien­cias de la Religión (EECR) de la Universidad Nacional Autónoma, en 1974. La Escuela se encargaría tanto de la investigación de la Religión en cuanto fenómeno social, como de la información y formación teológica. Durante los dos primeros años privó el énfasis docente. Luego se ordenó y fortaleció su incipiente experiencia en Extensión que se convirtió en un área central de su quehacer. Tan só­lo en 1978 se delimitaron mejor los campos entre el ITAC y la Escuela Ecuménica, perfilando ésta ciertas políticas tendientes a consolidar una investigación propia.

Desde su creación la Escuela tuvo Ja oposición de la Conferencia Episcopal, por su carácter ecuménico —que podría hacer peligrar la ortodoxia— y el temor al «comu­nismo». Esta oposición arreció al plantearse un plan de estudios para la capacitación de seglares para la enseñan­za religiosa en I os colegios de secundaria (1976). La Con­ferencia presionó para que no se aprobara el plan por cuanto

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los laicos egresados de la Escuela, respaldados por un título universitario, desplazarían como profesores a los sacerdotes. Como éstos tienen en la docencia su principal fuente de ingresos, buscarían capacitarse en la Escuela para nivelar la situación, lo que les proporcionaría mayo­res ingresos y, en consecuencia, mayor independencia económica... y a esto los obispos le tienen pánico.

Finalmente el plan fue aprobado. La Conferencia replicó reforzando su control,y dominio de la «Asesoría Técnica de Religión» —que es la encargada de nombrar los profesores de religión— e impulsando ciertos progra­mas como el plan de «seguridad social» para el clero.

Situación de la Iglesia costarricense al final del período

Durante los años setenta nuestra Iglesia siguió vivien­do al día, en medio de la más absoluta anarquía pastoral e ideológica, sin tener ningún proyecto ni para sí misma ni para la sociedad costarricense. En consecuencia, no exis­tió un proyecto pastoral coordinado a nivel nacional sino diversos proyectos.

La pastoral sacramentalista permaneció como la más generalizada. Carece totalmente de diagnósticos, progra­mación y coordinación parroquial, no obstante ser la que más personal demanda. Bastante cuestionada, se man­tiene fundamentalmente por representar una de las prin­cipales fuentes de financiamiento del clero.

En lo que respecta al clero minoritario más avanzado, a finales de los sesenta y principios de los setenta algunos sacerdotes jóvenes iniciaron proyectos de renovación co­munitaria sin mayor conexión entre sí. La jerarquía—en particular Mons. Rodríguez— aplicó una serie de medi­das represivas, a veces discretas (traslados repentinos, ubicación en puestos poco apetecibles), y otras no tanto.

Aunque esta represión significó un duro golpe para los movimientos renovadores, el creciente deterioro del

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modelo reformista liberacíonista, los enfrentamientos en el seno de la Conferencia Episcopal, la pérdida del lide-razgo de Mons. Rodríguez, y cierto influjo concientiza-dor del semanario «Pueblo», del Centro Víctor Sanabria, del ITAC, de la Escuela Ecuménica, hicieron que con el paso de los años se acentuaran las divergencias.

Ya en la segunda mitad de los setenta encontramos un clero más claramente diversificado. Abarca desde el fuer­temente conservador hasta el comprometido con las luchas populares, pasando por el reformista que cree en la «inspiración cristiana» del Estado benefactor y que da prioridad a las labores extra-eclesiales a través de institu­ciones estatales.

Esta «orientación» pastoral condiciona y explica la existencia de un laicado fervoroso a nivel individual, practicante de sacramentos y defensor de formas tradi­cionales. También encontramos un creciente sector que se aleja de la práctica religiosa católica, ya sea por aban­dono de una institución que considera superada, o bien porque se acerca a otras iglesias y sectas donde encuentra unas celebraciones más cálidas y fraternas. Únicamente pequeños grupos entienden su fe como un compromiso solidario con los más pobres y luchan por la transforma­ción de la sociedad. La mayoría de estos grupos partici­pan de ciertas experiencias de pastoral popular imple-mentadas fuera de las instituciones parroquiales, las cuales apuntan a suscitar una presencia cristiana militan­te en sectores sociales estratégicos: trabajadores banane­ros, precaristas, etc.

VI. EL SOCIAL CRISTIANISMO CARACISTA

Derechización del ejercicio del poder político

Para las elecciones de 1978, el candidato presidencial Rodrigo Carazo movilizó fuerzas sociales e intereses su­mamente heterogéneos. Su movimiento integró desde los industriales dependientes de las multinacionales y la

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oligarquía agroexportadora hasta las masas calderonis-tas. El gran reto que debió enfrentar el nuevo mandatario fue el de intentar conciliar al máximo los diversos intere­ses burgueses con los de las dirigencias caracista y calde-ronista, proyectando a la vez una imagen popular de su gobierno. El ejercicio mismo del poder se encargaría de demostrarle que la «heterogeneidad electoral» no es com­patible con la «heterogeneidad ideológica».

La dirección de la política económica del nuevo go­bierno fue encomendada a capitalistas y tecnócratas neo­liberales, seguidores de la «Escuela de Chicago». El cara-cismo y el calderonismo, relegados a posiciones secunda­rias, entraron en una pugna interna por la caza de puestos irrelevantes que aumentó la rivalidad y el distanciamiento entre las dos fracciones. Esto les impediría hacer causa común para la exigencia de reivindicaciones programáti­cas en beneficio de los sectores populares.

Una política económica antipopular

La agudización de la crisis energética mundial, el fin de la bonanza cafetalera, y el deterioro de la balanza co­mercial con los demás países miembros del Mercado Co­mún Centroamericano, agravaron la situación económi­ca interna.

Los poderosos grupos financieros aglutinados por lá Asociación Nacional de Fomento Económico (ANFE), presionaron para lograr la instauración del modelo neo­liberal de los «muchachos de Chicago». Otros círculos burgueses, cuyos intereses económicos se verían afecta­dos por una modificación del modelo intervencionista y proteccionista, hicieron también sentir su peso interpo­niendo su «poder de veto» ante ciertas determinaciones que los perjudicaban. El caracismo, por su parte, trataría de impulsar medidas de carácter nacionalista que aporta­ran mayores ingresos al Estado proporcionándole más capacidad de maniobra para responder a las crecientes exigencias populares.

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Estas luchas y discrepancias internas generaron una política económica vacilante y contradictoria, oscilante entre el paternalismo estatal y el liberalismo impulsado por los «anfistas». En todo caso, las políticas de estímulo a la inversión foránea se mantuvieron sin modificación y la deuda externa siguió aumentando vertiginosamente.

En nombre de una modernización del aparato pro­ductivo, los anfistas, bien secundados por el FMI, implantaron sus políticas liberales afectando drástica­mente el nivel de vida de las capas medias y bajas. Prácti­camente no existía control oficial de precies de los artículos de consumo popular, y también se elevaron enormemente las tasas de interés vigentes. El encareci­miento y la restricción crediticia han tenido efectos ca­tastróficos para los pequeños y medianos productores, muchos de los cuales se han arruinado.

El gobierno, aprovechándose de la crisis energética, ha sobreaumentado los precios de los combustibles pro­curándose recursos adicionales. Más y más impuestos in­directos golpean a los sectores populares, en tanto que las leyes tributarías han sido modificadas en perjuicio direc­to de los asalariados de rango medio que son quienes tri­butan en nuestro país.

Presionado por el FMI, el gobierno ha implementado además una política de recortes y subejecuciones presu­puestarias que pretende restringir el crecimiento del gasto público. Esta «congelación» presupuestaria afecta prin­cipalmente proyectos y programas de interés social.

Estrategia gubernamental

El gobierno y el sector empresarial han extremado la administración de «paliativos» y el empleo de «sedantes» y estrategias socavadoras del movimiento popular, tra­tando de retardar lo más posible una agudización de los conflictos sociales. Los grandes medios informativos despliegan una constante campaña antisindical, a la vez que, propagan un furioso y agresivo anticomunismo.

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Los estrategas del gobierno han enfilado sus baterías hacia el campo en un esfuerzo por captarse el apoyo del pequeño y mediano campesinado para la gestión caracis-ta. Son múltiples las medidas adoptadas: rebaja en los im­puestos a los insumos agrícolas, reajuste en la tasa de inte­rés para el sector agrícola, extensión de las áreas de culti­vo de algunos productos, ferias del «agricultor», intensi­va obra infraestructura!, extensión de los servicios médi­cos a las zonas rurales y, últimamente, el publicitado programa de «trato preferencia! para el agricultor».

Deterioro popular del gobierno

Pese a los esfuerzos desplegados para contrarrestar la creciente impopularidad gubernamental, muy poco han logrado los encargados de promocionar el gobierno cara-cista. Los sectores empresariales que controlan los gran­des medios informativos, no dejan de contribuir signifi­cativamente al desprestigio del gobierno impulsando campañas contra éste, con el fin de presionarlo para obli­garlo a la adopción de políticas convenientes a sus intereses.

Los sindicatos, las organizaciones políticas y ¡a pren­sa populares, tratan de mostrar el real alcance de las ma­niobras y medidas del gobierno, y las presiones de las cá­maras patronales y del FMI. Asimismo, tratan de desen­mascarar la militarización de la Fuerza Pública y el creci­miento del aparato represivo estatal —puesto de mani-i fiesto en recientes y continuos operativos «ignorados» por los grandes «medios de información»—, lo mismo que el sometimiento de la política exterior costarricense a las directrices emanadas de la Casa Blanca y de la De­mocracia Cristiana Internacional.

VII. DESINTEGRACIÓN DE LA NUEVA CRISTIANDAD COSTARRICENSE (1978...)

Seis síntomas de desintegración

-1. El agotamiento del reformismo ¡iberacionista. En el decenio anterior se acrecentó el proceso de concentra-

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ción de la riqueza. Sólo una muy improbable reforma estructural que hiciera revertir el acelerado proceso de pauperización de los sectores populares y de las capas me­dias, posibilitaría la continuidad de la nueva cristiandad costarricense.

2. El Estado benefactor no necesita ya de los clérigos y religiosas. Este es un fenómeno observable en casi todas las entidades donde la Iglesia hasta ahora estuvo presen­te, y no por motivos de irreligiosidad o anticlericalismo, sino simplemente por requisitos técnicos y administrati­vos.

3. El paso de una cultura rural a una cultura urbana con sus consecuencias respecto al estilo de vida, cos­tumbres, escala de valores, ideas y creencias. La Iglesia costarricense se muestra incapaz, humana, teológica y pastoralmente para frenar el proceso de desacralización y descristianización de nuestra sociedad, producto de la ur­banización e industrialización.

4. El crecimiento cultural, causado por el aumento del número de colegios y escuelas de todo tipo, pero especial­mente por el vertiginoso auge universitario. La conjuga­ción de este crecimiento con el proceso de urbanización e industrialización, ha conformado una Costa Rica plura­lista que contrasta enormemente con la Costa Rica mono-color (un solo credo, una misma orientación política, un comportamiento uniforme, una sola filosofía de la vida) de décadas atrás. El desfase cultural clero-juventud o clero-jóvenes profesionales e intelectuales, es marcadísimo.

5. El «boom» protestante. Actualmente las denomi­naciones protestantes —y las innumerables sectas que nos invaden con el respaldo económico del neocolom'alismo estadounidense—, tienen mayor número de centros de atención pastoral que la Iglesia Católica. Estos centros se localizan preferentemente en la periferia urbana y subur­bana, y en las zonas socialmente más conflictivas (zonas

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bananeras, Limón, Guanacaste). La Iglesia Católica, po­co preparada para afrontar el problema, ha respondido con trasnochadas campañas «anti», a la vez que impul­sando el movimiento de renovación espiritual católica (movimiento carismático).

6. Factores intraeclesiales como el nuevo papel asumi­do por el laico y el pluralismo teológico, que origina una gran diversidad de lenguajes al interior del clero. Estos factores han puesto en crisis la identidad, la imagen tradi­cional del sacerdote.

La «Tercera Vacante» (1978-79)

La sede episcopal capitalina había conocido hasta ahora dos vacantes: entre 1871 y 1880, la primera, y entre 1901 y 1904, la segunda. Las razones de mayor peso para que la sede episcopal estuviera vacante durante esos períodos fueron fundamentalmente políticas. Algo simi­lar aconteció antes del nombramiento de Mons. Román Arrieta como quinto arzobispo de San José.

Desde mucho tiempo atrás eran de sobra conocidas las ambiciones arzobispales del obispo de la Diócesis de Tilarán. Dos grandes obstáculos tuvo que vencer Mons. Arrieta para alcanzar el arzobispado: la terquedad de Mons. Rodríguez Quirós en dejar el puesto y la oposición de la Administración Carazo.

Las insuficientes condiciones de salud ñsica y mental del arzobispo Rodríguez, sumadas a su carácter autorita­rio, le ocasionaron una gran pérdida de autoridad. Con­secuentemente, en la arquidiócesis, y en la Iglesia cos­tarricense en general, reinaba el mayor caos. La Santa Se­de trató de remediar esta situación nombrando como Nuncio a Mons. Lajos Kada, con la exclusiva misión de «poner orden». Arrieta hizo de Kada, no obstante las po­siciones retrógradas de éste, uno de sus principales apo­yos; el Nuncio, por su parte, aprovechó esta situación pa­ra convertirse en el gran centro de poder eclesiástico del país.

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A principios de 1978, la salud de Mons. Rodríguez se quebrantó en forma grave e irreversible. Roma apro­vechó la coyuntura para «pasarlo a retiro» forzoso. Apa­rentemente el camino quedaba despejado para Mons. Arrieta, sin embargo, surgió un nuevo obstáculo: la opo­sición del recién elegido gobierno caracista. El nuevo equipo gobernante, respaldado por el amplio triunfo electoral obtenido, quiso «negociar» con la Santa Sede el nombramiento del nuevo arzobispo. La Administración Carazo se aprestaba a introducir importantes modifica­ciones al modelo intervencionista y la designación de Mons. Arrieta, por sus reconocidas vinculaciones libera-cionistas, podía llegar a significarle un peligroso «vacío de poder» en la influyente Iglesia Católica, riesgo que el nuevo gobierno no estaba dispuesto a correr.

Pero en este aspecto también se manifestó la improvi­sación e incapacidad del nuevo gobierno que no pudo pre­sentar un candidato de peso. Mons. Ignacio Trejos, obispo de San Isidro de El General, fue descartado por su carácter intempestivo y sus pocos alcances persuasivos. El P. Carlos Joaquín Alfaro Odio, hombre de gran erudi­ción y virtud, encontró una triple oposición: su avanzada edad, el ser considerado por muchos como un teólogo pe­ro no un pastor, y el ser primo hermano del segundo vi­cepresidente de la República y pariente cercano del pro­pio Presidente Carazo Odio. Se acordó entonces pospo­ner el nombramiento hasta que el Presidente visitara Ro­ma en una próxima gira por Europa; mientras se designó como Administrador Apostólico de la arquidiócesis a Mons. Enrique Bolaños, obispo de Alajuela.

Pasaron los meses y los acontecimientos se precipita­ron. El CELAM, a través de Mons. Alfonso López Tru-jillo, amigo personal deMons. Arrieta, y el Nuncio, insis­tieron ante Roma sobre la necesidad de nombrar un «hombre de confianza» en la conflictiva Centroamérica. Ante el aplazamiento indefinido del viaje del Presidente

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Carazo a Europa y, sobre todo, por el debilitamiento político de su gobierno, el Vaticano finalmente optó por nombrar a Mons. Arrieta como quinto arzobispo de San José, a mediados de 1979.

El gran reto de la Iglesia costarricense

Los cambios en la dirección de las diócesis fueron nu­merosos. Mons. Bolaños retornó a Alajuela, pero ahora acompañado de su obispo auxiliar Mons. José Rafael Barquero. En la arquidiócesis fue designado obispo auxi­liar Mons. Antonio Troyo, y en Tilarán se nombró a Mons. Héctor Morera. Mons. Alfonso Coto, a su vez sus­tituyó a Mons. Hoeffer como Vicario Apostólico de Li­món.

El gran reto que la nueva situación presenta a la remo­zada jerarquía es el de sacar a la Iglesia eos tamícense de su atraso y anquilosamiento. El hecho de que Mons. Arrieta comenzara su arzobispado evocando la figura de Mons. Sanabria cuyos pasos prometió seguir, indica que su nombramiento y el de sus nuevos compañeros en la Conferencia Episcopal abre un nuevo capítulo en la histo­ria eclesiástica de Costa Rica.

El programa de los obispos apunta fundamentalmen­te a la modernización de la Iglesia tica, entendiendo esta modernización como una mayor apertura a la comunica­ción colectiva, mayor contacto pastoral y diálogo perma­nente con el clero y el laicado. De ahí el interés en ciertas medidas como la re-estructuración del Consejo Presbite-rial, la revitalización de la Asamblea del Clero, la re­aparición del «Mensajero del Clero» y la publicación de la Pastoral Colectiva «Evangelización y realidad social de Costa Rica».

Ahora bien, el nuevo arzobispo ha visto entrabada su labor por las serias dificultades a vencer. La noticia de su

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nombramiento, algo opacada por los sucesos nicaragüen­ses, no supuso sorpresa. El liberacionismo recibió el nombramiento como un triunfo político; el gobierno, buena parte del clero arquidiocesano y los grupos cris­tianos progresistas, en cambio, recibieron la noticia con mal disimulada frialdad. Mons. Arrieta, además de enfrentar los compromisos con sus «padrinos» (Mons. López Trujillo y Mons. Lajos Kada), ha debido vérselas con las «condiciones» del gobierno, muy probablemente explicitadas en la «reunión cumbre» con el Presidente Ca­razo y el Vicepresidente Alf aro, pocos días después de co­nocerse el nombramiento. El clero joven y el laicado más comprometido, por su parte, miran al arzobispo con cre­ciente recelo.

El resto de los nuevos obispos ha mostrado ya que no cabe esperar de ellos que generen una Iglesia más in­quieta. Si bien representan, en general, una generación de obispos limpios y «no corrompidos por el poder», su defi­ciente formación en ciencias sociales, bíblicas y teológi­cas modernas les impide, por ejemplo, percibir claramen­te la necesidad de mejorar y actualizar la formación del clero y los seminaristas, abriéndose a nuevas corrientes de pensamiento superando la mentalidad de «ghetto».

Carta Pastoral «Evangelización y realidad social de Costa Rica»

Esta Carta Pastoral, publicada en diciembre de 1979, rompió con la línea mantenida durante los tres últimos decenios por los conductores de la Iglesia costarricense. La carta representa un evidente intento de superar el indi­vidualismo episcopal en el manejo de los asuntos eclesiás­ticos.

Es manifiesto el deseo de hablar para todos los cos­tarricenses, sin distingos de ningún tipo. Esto tiene la ven­taja de que se comprende el papel protagónico que han de jugar todos los sectores sociales en la consecución o rechazo de una mayor justicia social, sin embargo, como

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no todos los sectores son responsables del mismo modo, este llamado genérico resta fuerza a la «opción preferen-cial por los pobres» no precisándose suficientemente la opción desde la que se da el aporte de la jerarquía a la re­alidad social del país.

La Carta afirma el derecho y la obligación de la Iglesia de actuar en la realidad socio-económica y política para concretizar una presencia del Evangelio. Concretamente se objeta el consumismo, ¡a absolutiza-ción de la propiedad privada y la progresiva margina-ción de grandes sectores de la población respecto a los beneficios del crecimiento económico.

En cuanto a los sectores populares, los obispos afirman la necesidad de la participación obrera en la gestión empresarial y de revisar la situación agraria. Respecto al sindicalismo, se afirma su validez como modo de organización, lo mismo que el derecho a la huelga como último recurso.

Por supuesto, no se puede pretender que un primer documento genérico como éste agotara todos los temas. Se comprende entonces que ciertos aspectos importantes no fueran suficientemente precisados. Así, por ejemplo, se echa de menos una evaluación global del modelo de de­sarrollo imperante; una mayor clarificación del significa­do del aporte religioso en el terreno socio-económico y político, y del papel de la Iglesia como comunidad dado que el análisis discurre dentro del modelo jerarquía-sectores sociales, jerarquía-individuos. Otros grandes te­mas que no se tocan son los de las organizaciones popula­res, el modelo educativo, la acción de organismos ecle-siales en el terreno obrero-patronal y campesino, etc.

Mucho más preocupante es la evasión de opciones que impliquen pronunciamientos directos y concretos en asuntos tales como la concentración de la tierra, la reali­dad campesina, los problemas fiscales y la creciente injeren­cia del Fondo Monetario Internacional, la unión partidos

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políticos tradicionales-empresa privada, y la forma en que se apoyaría a las organizaciones obrero-campesinas. Sí aparecen, en cambio, apoyos a la colaboración obrero-empresarial que, de hecho, favorecen la manipulación anti-sindical por parte de las grandes cámaras.

¿Represión a la Iglesia costarricense?

Los trabajadores de la Compañía bananera esta­dounidense radicada en Costa Rica, Standard Fruit Com-pany, mantuvieron entre el 21 de diciembre de 1979 y el 17 de enero de 1980, una combativa huelga en demanda de mejores condiciones laborales. El conflicto envolvió a otros sectores obreros y provocó la airada condena de los representantes y portavoces del gran capital.

A ellos se unió el Presidente Carazo. El 14 de enero pronunció un incendiario discurso denunciando la exis­tencia de una tenebrosa «conspiración comunista» que se proponía desestabilizar económica y políticamente al país, por lo que prácticamente declaró la «guerra al co­munismo».

Un representativo grupo de sacerdotes y religiosos in­tervino. En carta púbica dirigida al señor Presidente, le decía: «Nos angustia la posibilidad de que este discurso sea el inicio de un estilo de gobierno marcado por la into­lerancia...». Esta carta de desaprobación, lo mismo que un editorial del Semanario Eco Católico, evidenciaron la actitud novedosa de una Iglesia que salía de su larguísimo letargo y que, consciente de su responsabilidad histórica, se pronunciaban en favor de los humildes. Las reacciones de los grupos cristianos conservadores no se hicieron es­perar, si bien tampoco faltaron las manifestaciones públicas de identificación y solidaridad con la posición de los sacerdotes y religiosos.

Los temores y angustias expresados por éstos serían confirmados por los acontecimientos posteriores. En el mes de agosto, los trabajadores bananeros, esta vez de la

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zona sur del pais, fueron a otra huelga. La Iglesia presente en la zona —la «Iglesia bananera»— decididamente brindó su apoyo solidario a los trabajadores. Nuevamen­te se produjeron los consabidos ataques de «curas meti­dos en política», «comunistas», etc.

Pero fue desde finales de 1980 cuando, a semejanza de otros países latinoamericanos, se comenzó a tocar a la Iglesia en sus «elementos más débiles». Los sacerdotes salvadoreños Higinio Alas, Benito Tovar y Astor Ruiz, lo mismo que los españoles Luis Arocena y Santiago Torto-sa, sufrieron el acoso de la Oficina de Migración que quería cancelarles su cédula de residencia en el país u obs­taculizar el arreglo de su situación migratoria. La solida­ridad nacional e internacional jugó un importante papel para que esto no sucediera; no obstante los medios de co­municación tergiversaron los hechos con el propósito de confundir a la opinión pública.

Con motivo de dos atentados terroristas en marzo de 1981, el Organismo de Investigación Judicial, la Oficina de Seguridad Nacional y la Oficina de Migración intensi­ficaron la persecución y represión contra sacerdotes, re­fugiados extranjeros y entidades cristianas. Las autorida­des pusieron en funcionamiento un plan coordinado para la ubicación, detención y deportación de extranjeros que comprendió allanamientos, cáteos minuciosos y amena­zas contra los inmigrantes —sin respetar su condición de' refugiados o de religiosos— con la orden de buscar armas o «materiales subversivos». El plan respondía claramente a los intereses de la extrema derecha costarricense que tra­ta de encontrarle una salida por el camino de la fuerza a la grave crisis económica, social y política que vive el país,« modo de una «contrarrevolución preventiva» para con­jurar la «crisis revolucionaria» de la región. La creación de un clima psicológico adecuado para golpear al movi­miento popular y a sus organizaciones, se relaciona direc­tamente con el objetivo de hacer de Costa Rica una «plaza de armas» contra la revolución sandinista y el proceso re­volucionario centroamericano.

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Las organizaciones populares (estudiantiles, comu­nales, sindicales, políticas) no reaccionaron como era de esperar, por lo que calles y plazas permanecieron vacías. Ciertos sectores de la Iglesia reaccionaron positivamente. Las comunidades cristianas de Chacarita, Barranca y Puntarenas se movilizaron manifestando su apoyo a los sacerdotes. La Conferencia Costarricense de Religiosos también se solidarizó con los sacerdotes atropellados, y públicamente hizo constar su estupor e indignación ante el Director del Organismo de Investigación Judicial por las afirmaciones de que «los insurgentes reciben una cuantiosa ayuda material de religiosos extranjeros» que residen en Costa Rica, que «todos los guerrilleros viven bajo el amparo de religiosos», y que «los agentes del OIJ poseen grabaciones magneiofónicas en las que algunos de los religiosos confiesan haber participado en actos terro­ristas por razones ideológicas y morales». Los religiosos exigieron la presentación de las supuestas pruebas en po­der del OIJ. Eso fue el 3 de abril... y todavía esperan la respuesta.

La gravedad de todos estos acontecimientos hizo que numerosos sacerdotes, religiosos y religiosas demanda­ran una declaración de la Conferencia Episcopal en pleno o de su Presidente, Mons. Arrieta, denunciando a los res­ponsables e instigadores de esta campaña represiva, el «terrorismo verbal», la parcialidad y falta de objetividad de los medios de comunicación social. Lamentablemente los obispos guardaron silencio. AI parecer, una de sus mayores preocupaciones en este momento es la de mante­ner y preservar en lo posible ¡as cordiales relaciones Iglesia-Estado, pues de lo contrario se precipitaría la de­sintegración de la neo-cristiandad costarricense.

En todo caso, el aporte de ciertas publicaciones acerca de los desafíos que la realidad sociopolítica costarricense y centroamericana plantea a los cristianos; la creatividad profética y la renovación pastoral que cabe esperar de los agentes de pastoral y de los teólogos formados en el ITAC y en la Escuela Ecuménica; el impacto de los indiscutibles

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logros de la revolución sandinista; las repercusiones de la combativa postura de otras iglesias centroamericanas; el enorme deterioro de las condiciones de vida de las capas medias y populares como resultado de la grave crisis eco­nómica y financiera que azota la economía del país, etc., permiten mirar con esperanza y optimismo el futuro pró­ximo de la mayoritaria Iglesia Católica, y de las iglesias costarricenses en general. Es de esperar que en esta déca­da los cristianos y las iglesias costarricenses, afirmándose en una posición de mayor independencia y autonomía del poder político, asuman por fin el rol clave que Ja crucial coyuntura histórica que vivimos les demandan.

La Iglesia de los pobres en Honduras

I. GENERALIDADES SOBRE LA HISTORIA ECONÓMICA DE HONDURAS

El grado de desarrollo económico y social imperante a mediados del siglo pasado, impidió al interior del país vencer los obstáculos físicos y demográficos que frena­ban el desarrollo de la economía. El auge del cultivo del café, producto que sirviera de base al desarrollo de otras economías centroamericanas, no pudo ser aprovechado, perdurando la hacienda ganadera semifeudal.

En el litoral norte, por su parte, pequeños y medianos productores nacionales y extranjeros iniciaron hacia 1860 el cultivo de! banano, el cual ya para los primeros años del siglo XX constituía el principal producto de exportación. Las grandes empresas bananeras estadounidenses irrum­pieron apropiándose de las tierras más fértiles y mejor lo­calizadas. De este modo abortó el desarrollo de una agri­cultura capitalista nacional, perdurando la hacienda se­mifeudal y la agricultura de casi subsistencia, en el inte­rior del país, y la gran plantación bananera extranjera, en la costa norte.

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La naciente burguesía se dedicó preferentemente al comercio de importación y exportación. La industria fue predominantemente de tipo artesanal; solamente en la costa norte surgió una industria basada en pequeñas fábricas. Las más importantes de éstas pertenecieron a las compañías bananeras estadounidenses, lo mismo que el principal banco del país. Un significativo sector de profe­sionales y oficinistas se ligó íntimamente a los intereses de las bananeras, que pagaban los salarios más altos y promovían la «carrera política» de sus más fieles y capa­ces colaboradores. Los mismos terratenientes de la región se vincularon también a las compañías que erari las que pagaban las rentas más altas y seguras.

Después de la Segunda Guerra Mundial la economía hondurena adquirió nuevas características al desarrollar­se una agricultura comercial no bananera y tomar cierto impulso la industria fabril.

En 1954, tuvo lugar la primera gran huelga bananera en el país. Participaron alrededor de treinta y cinco mil trabajadores que lograron la legalización de la organiza­ción sindical; casi simultáneamente surgió y creció el ejér­cito profesional. Posteriormente, como resultado de la mecanización y de la reducción del área sembrada a causa del «hongo de Panamá», las empresas bananeras realiza­ron despidos masivos dejando cesantes a cerca de veinte mil trabajadores. La mayoría de estos desocupados se asentó en tierras ociosas pertenecientes al Estado, a las compañías bananeras y a terratenientes nacionales, origi­nando un nuevo e importante sector de campesinos sin tierras, el cual siguió creciendo con las inmigraciones pro­cedentes del interior del país y de El Salvador.

Aunque continuó prevaleciendo una agricultura se-mifeudal compuesta por la gran hacienda ganadera y un vasto sector de agricultura de casi subsistencia, paulati­namente se inició la transformación de la agricultura se-mifeudal en una agricultura capitalista, basada sobre to­do en las plantaciones de algodón, tabaco, café, caña de azúcar y la moderna cría de ganado vacuno.

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También aumentó el grado de penetración en la economía hondurena por parte del capital extranjero, es­pecialmente estadounidense. En adelante, el desarrollo capitalista en la agricultura, el comercio y la incipiente in­dustria sería extranjera o estaría ligado y sometido a inte­reses foráneos.

Geográficamente, el mayor desarrollo capitalista y la mayor penetración extranjera se localizan en los centros urbanos importantes y en los departamentos de Cortés, Atlántida y Yoro. En el resto del país predomina la agri­cultura semifeudal y de subsistencia, existiendo focos de desarrollo capitalista principalmente en la agricultura de Copan, El Paraíso, Choluteca, Valle Santa Bárbara y Francisco Morazán.

II. DATOS GENERALES SOBRE LA REALIDAD HONDURENA

Honduras es un país relativamente poco poblado (tres millones de habitantes), con un 80% de mestizos y minorías blancas, indias y negras, estas últimas ubicadas con frecuencia en zonas geográficamente marginales del país. El 70% de la población es campesina, y en 1977 por cada 100.000 habitantes había 34 médicos, 23 ingenieros y arquitectos, 41 profesores de enseñanza media, 22 agró­nomos, 10 farmacéuticos, 17 enfermeras profesionales, 7 dentistas, 7 economistas y 33 abogados.

Según datos de 1974; sólo el 10% de las familias cam­pesinas y el 34% de las urbanas tienen servicio de agua en sus casas. Por otra parte, únicamente el 14% de la pobla­ción dispone de servicios de alcantarillado. En cuanto a la vivienda, se registraba un déficit de 327 mil unidades ha-bitacionales, en tanto que casi el 50% de la población de aquel entonces viví a hacinado. Se teme que ese porcentaje haya aumentado dado el crecimiento de la población y la fuerte migración campesina hacia las ciudades.

Respecto al reparto de la riqueza, aproximadamente el 50% de la población disfruta únicamente del 13% de

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los ingresos del país, mientras que el 5% recibe el 33% de esos ingresos. En Tegucigalpa, donde los ingresos prome­dio son claramente mejores que en el resto del país, el 64% de las familias recibía en 1975 un ingreso promedio de 288 lempiras al mes. Según el Ministro de Trabajo, los gastos de vivienda, alimentación, vestido y transporte consumían el 95% de estos ingresos. Esto quiere decir que el 64% de las familias tegucigalpeñas sólo disponían de 14 lempiras mensuales para cuidar de su salud, educación y diversiones.

Las diferencias económicas entre campesinos y terra­tenientes se ilustran señalando que el 0.3% de la pobla­ción rural recibe más del 25% del ingreso agrícola, mientras que el 65% obtiene únicamente el 23%. En otras palabras, gana más dinero un terrateniente que veinte campesinos juntos.

Por supuesto, estas profundas diferencias sociales só­lo se explican por el control que las minorías criollas favo­recidas y el gran capital extranj ero tienen sobre los princi­pales medios de producción. El siguiente cuadro, con da­tos de 1972, puede dar una idea de las diferencias sociales imperantes en Honduras.

% de Población

70% más pobre 20% intermedio 5%medio-alto 5% alio

% de Ingreso

33.5 25.4 12.0 28.6

Ingreso pro­medio en Lempiras *

240 550

1.000 2.870

III. EL AGRO

Estructura agraria

Honduras es un país eminentemente agrario y, por lo tanto, el análisis de este sector es primordial para la comprensión de los conflictos sociales. El sector agrope­cuario es el de mayor peso dentro de la estructura econó-

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mica hondurena, tanto por la población que ocupa y por el producto generado como porque de él se obtienen los principales productos de exportación. Las arcas fiscales dependen básicamente de las exportaciones de productos primarios: cualquier gobierno que no tuviera suficiente­mente en cuenta este dato, inmediatamente se vería en­vuelto en una crisis de dimensiones extraordinarias.

Tipos de explotación agraria

Primero el sector de subsistencia. Se trata de pequeñas unidades de explotación (minifundios), ubicadas en tierras marginales y erosionadas, por lo que realizan un ti­po de agricultura migratoria. Son unidades de casi subsis­tencia especializadas en la producción de granos básicos. Los minifundios sólo ocupan el 50% del trabajo dispo­nible en la familia. Consecuentemente, existe una cons­tante desocupación y subocupación; esta población emigra a trabajar temporalmente en cultivos estacionales (café, algodón, caña de azúcar), constituyendo buena parte de la mano de obra que trabaja en las explotaciones de grandes dimensiones.

La pequeña propiedad familiar tiene características similares a las explotaciones subfamiliares de subsisten­cia, pero están más orientadas a la agricultura de merca­do. Además de los granos básicos, desarrollan el cultivo del café y la cria de ganado. Las medianas explotaciones, por su parte, son explotaciones mixtas agrícola-ganaderas con predominio de la ganadería extensiva. Aunque la calidad de la tierra es buena, sólo un 9% de ia superficie es trabajada en forma intensiva (agricultura); del resto de las tierras, una gran cantidad es mantenida en descanso.

El sector de grandes explotaciones comprende-en pri­mer término Ja hacienda ganadera. En los úJíimos años, la explotación ganadera se ha desarrollado acelerada­mente haciendo que la vieja institución de la hacienda

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—neta tradición hispánica—, se haya transformado en una empresa de moderna organización capitalista.

Las grandes explotaciones agrícolas se desarrollaron principalmente desde los años cincuenta. Se trata de empresas de tipo capitalista dedicadas a cultivos comer­ciales de exportación (algodón, café, tabaco). En los tiempos de recolección y «limpia» emplean una gran can­tidad de asalariados. El costo de la mano de obra es bara­to, procediendo ésta fundamentalmente de los desocupa­dos del sector minifundista.

Por último, debemos mencionar las dos grandes plan­taciones bananeras en la costa atlántica, controladas por la Tela Railroad Company y la Standard Fruit Company. Estas dos compañías han tenido y continúan teniendo una enorme importancia en la vida económica y política del país. Entre las dos compañías poseen una superficie de aproximadamente doscientas mil hectáreas de las tierras más fértiles y mejor localizadas. Solamente el 35% de esa superficie es cultivada; el resto está ocupada por bosques, pastos y montes. Esta subutilización del suelo se practica con el objeto de disponer de tierras de reserva que son abiertas a la producción cuando se agotan las que han sido explotadas por mucho tiempo.

Concluimos entonces que en Honduras existe una gran cantidad de tierras fértiles que no son explotadas o i que lo son insuficientemente: tierras de las compañías ba­naneras que se encuentran en reserva; tierras de los gran­des latifundistas ganaderos trabajadas ineficientemente; tierras nacionales y privadas que se mantienen baldías y aún sin explorar (zona de la Mosquitia), y, sin embargo la distribución de la propiedad existente condena a la mayoría de la población a la desocupación, el hambre y el éxodo.

Los grupos sociales del campo

El primer grupo es el latifundista. Más preocupados por la renta de la tierra que por su productividad, los lati-

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fundistas se dedican a la explotación extensiva de la tierra. Enemigos de todo cambio y partidarios del más tradicional de los caciquismos políticos, este grupo, aliado a las compañías bananeras, controló el poder político hasta hace relativamente poco tiempo.

Actualmente es más importante la burguesía agro-exportadora. Nació en estrecha relación con las compañías bananeras que aseguraban infraestructura y mercados. En las zonas donde se ha impuesto la agroin-dustria ha aumentado la tendencia a la concentración de la tierra y la explotación indirecta de la misma.

Los campesinos autónomos representan únicamente el 10°7o de la población rural. El campesinado dependien­te, en cambio, constituye el más grande sector de la pobla­ción agraria. Este grupo comprende diferentes subgrupos (minifundistas, aparceros, colonos, arrendatarios), cuya nota característica es la de depender de otros trabajos además del cultivo de las propias parcelas.

Finalmente encontramos un creciente proletariado agrícola, resultado de la modernización del campo hon­dureno, especialmente en los sectores bananero, ganade­ro y azucarero.

Conflictos sociales derivados de la estructura agraria

El aumento de la desocupación rural ha sido acompa­ñado de conflictos sociales y de luchas campesinas. Los conflictos por la posesión de la tierra se han presentado frecuentemente, dando lugar a una lucha violenta entre campesinos y terratenientes, estos últimos apoyados por la fuerza militar. La anarquía existente en cuanto a la deli­mitación de la propiedad privada de la tierra ha complica­do la situación.

El injusto y desigual sistema de tenencia de la tierra y la gran masa de campesinos sin tierras, desembocó en la organización de sindicatos campesinos. En 1962 se fundó

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la Asociación Nacional de Campesinos de Honduras (ANACH), llamada a jugar un papel preponderante en la historia agraria del país.

A partir de 1972, y debido al «Decreto No. 8» y a la Ley de Reforma Agraria, la ANACH tuvo su momento de mayor auge. No obstante, la asociación arrastraba desde sus inicios problemas que la llevaron a su decaden­cia y falta de relevancia social en el momento en que el go­bierno detuvo en seco el procese de Reforma Agraria. El caciquismo, la corrupción de sus líderes y la carencia de una ideología que respondiera adecuadamente a la problemática agraria, impidieron que la ANACH, pese a su gran desarrollo cuantitativo, pudiera actuar como una organización compacta, con objetivos claros y, sobre to­do, como representante de los intereses de clase del cam­pesinado.

Poco después de la ANACH apareció la Unión Na­cional de Campesinos (UNC), de inspiración social-cristiana. Contó con una amplia financiación externa que le permitió adquirir bastante fuerza. Esquemas simples como el de explotadores-explotados o conceptos como el de liberación, dieron a los campesinos de la UNC mayor conciencia y capacidad de lucha. Su desarrollo se aceleró durante el «período reformista» (1972-1975), apoyado por ciertos sectores de la Iglesia, el aumento del finan-ciamiento externo y la maquinaria política demócrata-cristiana. A partir del asesinato de buen número de sus di­rigentes y afiliados (junio de 1975), la Iglesia le retiró su apoyo, el Partido Demócrata Cristiano entró en crisis y el financiamiento externo escaseó. Hubo acusaciones de corrupción y algunos dirigentes incluso pactaron con el gobierno para reprimir a los disidentes.

A pesar de todo, la UNC siguió siendo la organiza­ción campesina más combativa. Y es que el hecho de man­tener entre sus bases irnos esquemas ideológicos más radi­cales, impone a sus dirigentes una política diferente a la de la ANACH.

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La menos numerosa de las organizaciones campesinas es la Federación de Cooperativas de la Reforma Agraria Hondurena (FECORAH). Nació a finales de los años se­senta al calor de un Estado que quería controlar de cerca las experiencias de reforma agraria realizadas hasta ese momento. Mantiene una doctrina cooperativista supues­tamente «apolítica», aunque la organización ha mostra­do sistemáticamente cómo el cooperativismo puede ser manejado al antojo de los gobiernos de turno y del gran capital.

La decadencia de la ANACH y de la UNC, generó en ellas una cierta «crisis de identidad» que llevó a la disiden­cia. Coincidiendo con la crisis interna de la Democracia Cristiana que desembocó en la expulsión de los militantes del Movimiento al Socialismo (MAS), con una clara con­cepción marxista de la realidad, fueron purgados campe­sinos de la UNC muy cercanos a ellos. De este grupo de campesinos surgió la UNCA, con posiciones ideológicas claramente de izquierda. Tiene poca relevancia como or­ganización de lucha, si bien la adición de algunas empre­sas asociativas —especie de cooperativas con una estruc­tura interna más participativa— le ha dado mayor capaci­dad de influir en el sector campesino.

En la ANACH, el cansancio de tas masas ante la falta de combatividad de la corrupta dirección, más o menos anuente con el «frenazo» dado a la Reforma Agraria, y el hábil trabajo de base de algunos maoístas infiltrados, ori­ginaron una nueva disidencia. Sin salirse de la organiza­ción, los disidentes controlan algunas de las seccionales de la ANACH y funcionan con una completa indepen­dencia con respecto a la directiva central.

Reforma Agraria

Como consecuencia de los crecientes conflictos agra­rios y de la acción del campesinado organizado, que pre­sionaba en favor de la redistribución de la tierra, desde

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principios de 1969 fue notorio el interés por ejecutar pro­yectos de reforma agraria (la ley databa de 1962) en aquellas zonas más conflictivas en las que los terratenien­tes se veían fuertemente amenazados. En 1972 se dio el Decreto No.8, seguido de la Ley de Reforma Agraria de 1974.

La ley de 1962 establecía que para obtener una parcela de tierra por dotación, los campesinos debían ser hondu­renos por nacimiento. No fue sino hasta principios de 1969 cuando se produjeron los primeros desalojos de campesinos salvadoreños. Por supuesto este desalojo no debe analizarse aisladamente de ¡os acontecimientos na­cionales ocurridos simultáneamente, ni de los aconteci­dos en El Salvador; no obstante, en relación a este hecho concreto, parece claro que los terratenientes hondurenos encontraron una vía expedita para mantener inalterable la propiedad de la tierra.

Efectivamente, la existencia de campesinos salvado­reños instalados en Honduras, sirvió de pretexto a los terratenientes para presentar como un conflicto de tipo nacional lo que en realidad era un conflicto entre dos cla­ses sociales.

Atribuyendo las invasiones de tierras a salvadoreños —no a hondurenos— se lograban varios resultados, to­dos coincidentes en impedir una verdadera reforma agra­ria y defender el statu quo. Por un lado, se presionaba por el desalojo de los campesinos salvadoreños con el objeto de que esas tierras fueran afectadas por la reforma agra­ria, y no las que eran propiedad de los terratenientes. Por el otro, el énfasis puesto en las invasiones salvadoreñas permitía redefinir el problema de los conflictos agrarios: ya no se trataba de una redistribución de la tierra en favor de campesinos y obreros agrícolas, sino de desalojar a una minoría que había usurpado tierras públicas y distri­buir esas tierras entre los hondurenos. De esta forma, el verdadero foco del problema —la redistribución de la tierra— era desviado hacia un conflicto entre naciones.

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La posterior legislación de 1972 y 1974, no cambió fundamentalmente la situación campesina. Tanto el lati­fundio como el minifundio siguen siendo realidades prác­ticamente intocables en Honduras. La Reforma Agraria ha tenido por objeto canalizar la inquietud campesina, es­tabilizar el sistema y reforzar el proceso de desarrollo ca­pitalista, atando a los sectores más dinámicos del campe­sinado mediante préstamos casi imposibles de devolver.

La repercusión en las clases sociales del campo ha sido triple. Ha aglutinado al sector latifundista e incluso en ocasiones le ha llevado a alianzas con el grupo más mo­dernizante de la burguesía agro-exportadora. Ha produ­cido una cierta movilización social entre el campesinado y hasta ha contribuido a generar una mayor toma de con­ciencia de los afiliados a organizaciones campesinas. Fi­nalmente, ha creado un nuevo tipo de campesino con una creciente capacidad de organización empresarial y de tra­bajo en común, campesinado que al integrarse en la política agro-exportadora vigente ha ido perdiendo su conciencia de clase en la medida que han aumentado sus ingresos económicos.

IV. HISTORIA DEL ESTADO HONDURENO DURANTE LAS DOS ULTIMAS DECADAS

Los militares

Antes de adentrarnos en la historia reciente del Estado hondureno, haremos algunas consideraciones muy gene­rales sobre este sector dada su importancia ascendente y prácticamente irreversible en la política nacional.

La formación profesional del ejército hondureno es muy reciente. La guerra con El Salvador y la reflexión sobre la gravedad de los problemas económicos y políticos del país, hizo que la alta jerarquía de las Fuerzas Armadas tomara conciencia de la carencia de un fuerte número de cuadros suficientemente capacitados en las ciencias políticas y militares, y de expositores o creadores

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de teorías sociales que pudieran constituir el fundamento de una actividad política del ejército como tal. Se trató en­tonces de capacitar el mayor número posible de hombres en todos los terrenos, tanto en el extranjero como dentro del país.

Hasta el momento de la guerra con El Salvador, la ten­dencia predominante dentro del ejército hondureno fue el gorilismo, formada por militares abiertamente reac­cionarios, vaciados en el anticomunismo más obtuso. Sus ideas políticas —las pocas que puedan tener— son suma­mente simples; no se complican con juicios filosóficos sobre el presente y el futuro del pais. En realidad, se redu­cen a un hecho elemental: aplastar cualquier expresión de una conciencia nueva, vista por ellos de una sola manera: como subversión. La ignorancia, la insensibilidad huma­na, la ambición personal, la rutina militar y la corrup­ción, son los rasgos que caracterizan, en general, a los componentes de este grupo. Por eso, actos tan repro­bables como la masacre con motivo del golpe de 1963, la matanza de El Chaparral, el crimen deEl Jute, o la salvaje represión de 1968, lejos de suscitar la correspondiente vergüenza y hasta las sanciones del caso, más bien son motivo de orgullo y de ascensos militares.

La confrontación con El Salvador desnudó totalmen­te al gorilismo frente al pueblo. Muchos oficiales despeí-taron a la realidad, sin embargo, el gorilismo, aunque muy debilitado, siguió existiendo y contando con reduc­tos y destacamentos nada despreciables, formados por aquellos oficiales que se negaron a cambiar la concepción o, que simplemente, en vista de las circunstancias, la en­mascararon bajo una leve capa de «renovación».

Con posterioridad al conflicto militar de 1969, la corriente política que más se fortaleció dentro del ala avanzada de las Fuerzas Armadas, fue la corriente democrático-nacionalista inspirada en el modelo pe­ruano: el peruanismo. Propugnaba la afirmación del país como un todo mediante la realización de un programa de

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cambios sociales, dirigidos a limitar el control neocolo-nialista sobre la economía nacional, y a transformar, en cierto grado, las estructuras económico-políticas.

Con el tiempo, la presión de los sectores económicos dominantes logró desplazar a los nuevos oficiales, quedando en el poder los herederos del gorilismo. La pur­ga de los militares progresistas, todos ellos de acade­mia, generó un gran descontento entre la oficialidad jo­ven y agravó la división en el seno de las Fuerzas Arma­das. En todo caso, es evidente que éstas se han politizado y que no renunciarán en los próximos años a un protago­nismo, directo o entre bambalinas, en la historia del país.

Los años sesenta

En noviembre de 1957, una Asamblea Constituyente proclamó presidente constitucional a don Ramón Villeda Morales, abierto simpatizante de la democracia cristiana. Al año siguiente Villeda asistió a la inauguración de un Congreso Anticomunista en Guatemala, señalando cla­ramente la orientación de su gobierno. No es de extrañar entonces que en 1962 ofreciera a los Estados Unidos una escuadra de aviación, un batallón de infantería, sus servi­cios portuarios, bases e instalaciones aéreas para una ac­ción colectiva contra Cuba.

La aparición del «hongo de Panamá» en las planta­ciones bananeras hizo que la «Mamita Yunai» se despla­zara a Ecuador, dejando cesantes a varios miles de traba­jadores. Se suscitaron diversos conflictos y paros labora­les, destacándose las huelgas de profesionales y maestros.

Esta situación generó grandes tensiones políticas y aumentó las pugnas entre liberales, nacionalistas y milita­res. Se especuló en base a la operación de grupos guerrille­ros «castro-comunistas» en la zona fronteriza con Nica­ragua, preparando el ambiente para un golpe militar. Es­te se produjo en octubre de 1963, diez días antes de las elecciones presidenciales. Con el pretexto de acabar con

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la infiltración comunista, los militares salieron de sus cuarteles y masacraron al pueblo, aunque no sin la oposi­ción de diversos grupos de la guardia civil. El verdadero motivo del golpe fue el temor militar de que el virtual pre­sidente electo, Modesto Rodas, subordinara el ejército —autónomo en Honduras— a la Presidencia de la Re­pública, con la consiguiente disminución de poder y privi­legios.

Asumió el poder el coronel Osvaldo López Arellano, cerrando el período de agotamiento del proceso iniciado en 1949, y que se extendió hasta 1969, siempre gobernan­do López Arellano gracias a su triunfo en las elecciones de 1965.

Período de crisis (1969-1972)

A causa del conflicto armado con El Salvador, el ejér­cito hondureno salió fortalecido como garante de la~ soberanía nacional. Los terratenientes, por su parte, ca­nalizaron las exigencias campesinas hacia las tierras de los salvadoreños expulsados, en tanto que los empresarios se adueñaron del mercado interno al desaparecer la compe­tencia de las poderosas industrias salvadoreñas.

Sin embargo, la profunda crisis económica y social del país se agravó debido a las consecuencias de la guerra y al fracaso del Mercado Común Centroamericano. Esto1

planteó a los sectores económicos y políticos dominantes la necesidad de buscar nuevas formas de dominación política.

Las pretensiones de López Arellano de continuar en el poder después de terminado su período constitucional, chocaron con la vigorosa oposición de los sectores popu­lares. En 1970 se formó el Frente de Unidad Popular (FUP), constituido por diversas fuerzas sociales y políticas, con el objeto de impedir el continuismo del régi­men militar y de exigir la realización de elecciones libres y democráticas. El régimen se vio en la necesidad de convo­car a elecciones generales.

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Pero antes de que se realizara el proceso electoral se firmó el Pacto Político de Unidad Nacional (en la confec­ción del cual jugó importante papel Charles E. Meyer, Sub-secretario de Estado Adjunto para América Latina), consistente en el reparto matemático de los cargos públi­cos entre los dos grandes partidos tradicionales: el Parti­do Liberal y el Partido Nacional.

En las elecciones presidenciales de 1971 únicamente participaron los dos partidos tradicionales, pues se negó la inscripción a otras organizaciones políticas. Más del 50% del electorado se abstuvo de participar. El candidato nacionalista, Ernesto Cruz, fue electo por menos del 23 % del total de votantes. Su gobierno caería estrepitosamente apenas dieciocho meses después, mediante un nuevo gol­pe militar.

La nueva situación semi-industrializada del país exigía reformas que el gobierno latifundista de «Monchi-to» Cruz era incapaz de llevar a cabo. Las contradic­ciones económicas, sociales y políticas se agudizaron y si­guió sin solución el problema del Mercomún. La transna­cionalización del agro y la extensión de los conflictos agrarios se unían para propiciar cambios en el sistema de la tenencia de la tierra. Los conflictos laborales, los actos y manifestaciones de protesta del movimiento estudiantil y magisterial, se sucedían ininterrumpidamente.

Se pensó que con unas cuantas reformas sociales, Honduras saldría automática y rápidamente del subde-sarrollo. Además, la experiencia peruana pesaba decisi­vamente en el ánimo de los jóvenes oficiales del ejército. Respaldados por el sindicalismo de influencia estadouni­dense, por los sectores más modernizantes del agro y-de la industria, los militares retornaron a la dirección del go­bierno en diciembre de 1972, delegando la responsabili­dad de la dirección administrativa nuevamente en López Arellano.

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Reformismo f 1972-1975)

Durante su primer año de gobierno, el régimen militar reorganizó la administración pública y emitió algunos decretos que aliviaron la situación de los grupos más em­pobrecidos, pero sin afectar a fondo los intereses de los sectores económicos tradicionales. Muy importante es el Decreto de Ley No. 8 de diciembre de 1972, medida de emergencia para garantizar, por dos años, las parcelas a los campesinos arrendatarios y aparceros y proporcionar nuevas superficies de siembra a un sector del campesina­do sin tierra. La emisión y aplicación del decreto permitió al gobierno"restablecer relativamente la tranquilidad en el campo, al disminuir en algunas zonas la presión sobre la tierra y darle una mayor estabilidad a los grandes pro­pietarios rurales.

Las medidas adoptadas ampliaron la base social del gobierno y, aunque se produjeron manifestaciones de descontento por parte de los sectores afectados, éstas no alcanzaron una magnitud que hiciera pensar en próximas confrontaciones violentas.

El gobierno comenzó a definir más precisamente su política reformista a partir del 1 de enero de 1974, cuando López Arellano dio a conocer los lineamientos básicos del Plan Nacional de Desarrollo en su «Mensaje de Año Nuevo» dirigido al pueblo hondureno. El mensaje anali­zaba crudamente la realidad del país, consignando que el mantenimiento indefinido de esa situación, especialmen­te en e! agro, conduciría inevitablemente a una crisis eco­nómica, social y política de grandes proporciones.

Las principales medidas del Plan se orientaban a debi­litar al grupo terrateniente tradicional y a sentar las bases para una modernización de la agricultura. Se anunció una política forestal que permitiría al Estado utilizar mejor los recursos del bosque, recuperar divisas que se fugaban por falta de centrales gubernamentales en la exportación de la madera, y destinar una parte del excedente económi-

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co generado en el sector a las necesidades del desarrollo económico, social y cultural del país.

Sin embargo, no se afectaba los intereses fundamen­tales de las empresas extranjeras que operaban en el país, ni se contemplaba una revisión profunda de las relaciones establecidas con la metrópoli estadounidense, principal beneficiaría del constante drenaje del excedente económi­co hondureno. De ahí que el Plan sólo se propusiera la modernización del capitalismo dependiente del país.

Aunque en grado diferente, las organizaciones gre­miales obreras y campesinas, las estudiantiles y magiste­riales, expresaron su apoyo global al Plan de Desarrollo. Por el lado de los sectores dominantes las cosas no fueron tan sencillas. La burguesía modernizante se asustó y reti­ró su apoyo al régimen militar, orquestando una agria campaña antirreformista en los medios de comunicación. El proceso reformista se estancó en tanto que la presión popular crecía. Se imponía un cambio, y el oportuno des­cubrimiento del «soborno bananero», ofreció la oportu­nidad de alejar a López Arellano del poder en medio de un cierto consenso general.

Del reformismo a la represión

El cambio gradual de una política reformista hacia una de índole más represiva, arrancó desde 1975, año en que se evidenció la incapacidad del reformismo para amortiguar los conflictos y tensiones sociales. La sustitu­ción de López Arellano por Melgar Castro, fue algo más que un simple cambio de nombres. Con Melgar Castro subió al poder un nuevo equipo, modernizante también, pero mucho más interesado en introducir a Honduras en el mercado internacional según los designios estadouni­denses, que en desarrollar laeconomíanacional mediante reformas sociales. Los préstamos internacionales, la construcción de obras de infraestructura, la transforma­ción de la reforma agraria en una reforma agrícola basa­da sobre planes de colonización y desarrollo de la política

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agroexportadora, el freno a los proyectos de industriali­zación y el inicio de la represión, mostraron claramente el nuevo rumbo del gobierno.

Los militares reformistas fueron purgados, lentamen­te al principio; con decisión y rapidez, después. Quedaron respaldando al gobierno oficiales de claro talante «gori-lista» que frenaron y reprimieron la movilización popular (masacres de Santa Clara y de los Horcones; desalojo, persecución y encarcelamiento de campesinos; asalto de organizaciones obreras, desalojo violento de obreros de sus centros de trabajo), afianzándose dentro del aparato militar.

El desgaste del gobierno, la presión interna y la influencia de la «política de derechos humanos» del Pre­sidente Cárter, planteó el desafío de un regreso al régimen constitucional mediante la práctica de elecciones. Los mi­litares gorilistas abogaron por una alianza con el Partido Nacional, no obstante los intereses de clase del equipo go­bernante los hizo mirar con recelo la alianza con un parti­do enraizado en el caciquismo, el latifundio, la burocra­cia y la corrupción. Las tensiones entre los grupos milita­res enfrentados llegaron a un punto álgido, desembocan­do en el derrocamiento de Melgar en agosto de 1978, que consumó definitivamente la alianza entre militares y Par­tido Nacional. ¡

Reforma política sin reformas sociales

Queriendo frenar los intentos reformistas y revolu­cionarios fortalecidos tras el triunfo sandinista, los Esta­dos Unidos echaron a andar el proyecto de darle a Hon­duras una reforma política sin reformas sociales. El pro­yecto no está exento de contradicciones, siendo la prime­ra el hecho de que los estadounidenses no cuentan en Honduras con organizaciones decididamente democráti­cas, como lo comprueba el hecho de que los políticos tra­dicionales encargados de llevar a cabo la reforma pongan como condición el que no haya reformas sociales. Y ya sa-

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bemos que toda reforma política que avance hacia la de­mocratización, implica necesariamente reformas sociales o represión, que en poco tiempo termina por hacer inefec­tiva la perseguida reforma política.

El nuevo plan quedó consagrado con las elecciones (20 de abril de 1980) para una Asamblea Constituyente. Pero algunos puntos faltaban por asegurar y determinar. El primero era la «estabilización» de las Fuerzas Arma­das, afectadas por largos nueve años de despiadada lucha interna por adquirir y conservar posiciones de poder. La «desproblematización» de las Fuerzas Armadas exigía solidificar el equipo dirigente, neutralizando o eliminan­do a la oficialidad joven reformista y manteniendo en sus puestos a los oficiales que aseguran y promueven el actual proceso. Mediante rotaciones y pases a retiro se estable­ció un precario equilibrio entre los grupos que configuran la alta jerarquía militar, permaneciendo en la posición más fuerte el grupo hasta ahora dominante.

El segundo punto a solucionar era el de quién tendría la hegemonía en el proceso de cambio desde la dictadura militar a la democracia formal. Celebradas las elecciones del 20 de abril, y que ganó el Partido Liberal, vinieron las negociaciones con los militares para la integración de un nuevo gabinete de gobierno. El Partido Nacional se ade­lantó poniéndose a completa disposición de los militares para cubrir los puestos que éstos desearan, sin más propó­sito que el de simplemente «servirles». Los militares, no queriendo perder el control del proceso, y temerosos de que el triunfo liberal desatara una oleada anti-militarista y, sobre todo, un crecimiento incontrolable de las fuerzas de izquierda, configuraron un nuevo gabinete con teórica mayoría nacionalista (según la afiliación política de los nuevos ministros), pero en la práctica, con mayoría de hombres fieles a los militares por encima de sus propias afiliaciones partidistas.

En resumen, los militares y la derecha hondurena, con el patrocinio de los Estados Unidos, han implantado un

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esquema político orientado a obsequiar a los hondurenos con un «nuevo período de paz y democracia». El propósi­to es pacificar a una Honduras que comienza a inquietar­se, ensayando tácticas y acciones de control que impidan a la «nueva democracia» tomar rumbos no controlables por quienes ahora detentan el poder. La propaganda que los medios de comunicación hacen del nuevo ordena­miento estatal, trata de evitar, por todos los medios, que estas tácticas, acciones y presiones aparezcan reñidas con la «naciente democracia».

V. EL «ANTICOMUNISMO»: BASE DE LANZAMIENTO DE LA IGLESIA EN LOS AÑOS CINCUENTA

La Acción Católica, pese al celo fundacional y organi­zativo de la jerarquía, fracasó en Honduras. El Nuncio Apostólico, Mons. Taffi, insistió en imponer los estatu­tos de la organización según un estricto modelo italiano. Aunque la Acción Católica apeló al mundo urbano fun­damentalmente, fue recibida con gran tibieza por la joven burguesía media de profesionales, surgida con la bonan­za de postguerra. Otro Nuncio, Mons. Paupini, fundó un movimiento de intelectuales católicos que tampoco tuvo mayores consecuencias.

El anticomunismo, primero con la guerra fría y des­pués con la revolución cubana, proporcionó a la Iglesia' católica hondurena una buena base de lanzamiento. Muy importante en este sentido es la Carta Pastoral del Arzo­bispo Turcios y Barahona de 1954, en la que condena públicamente al comunismo al que define como «intrínsecamente malo». La Carta fue promulgada con ocasión de la gran huelga bananera de ese año, y si bien concedía que los abusos contra los trabajadores eran ver­daderos, sus necesidades reales y sus reclamos justos, mostraba la resistencia de la Iglesia a entrar en guerra abierta contra el capitalismo y la propiedad privada. Sus consejos del momento la muestran como una Iglesia dis­tante y hasta «maquiavélica». A los obreros se recomen-

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daba no prestar oído a quienes los incitaran a la violencia; a los campesinos se les advertía que la usurpación y ocu­pación de tierras es un camino torcido y malo, mientras que a los estudiantes se les pedía que denunciaran a todo catedrático que valiéndose de su posición hiciera proseli-tismo en favor del sistema totalitario.

Aquel espíritu de cruzada anticomunista revitalizó a la Iglesia. En la prensa católica y gubernamental los «agi­tadores subversivos» comenzaron a ser designados con «expresiones de bíblica prosapia como lobos con piel de oveja y potestades de las tinieblas». Con este mismo espíritu se realizó la Santa Misión de 1959, predicada por padres españoles que la presentaron como un «medio eficacísimo contra la invasión materialista y desmoraliza­dora». Hubo manifestaciones católicas pidiendo al go­bierno de Villeda Morales romper relaciones con Cuba, y, en marzo de 1960, el semanario diocesano Fides pre­guntaba a las autoridades si habían organizado la oficina de control comunista, y que si nada tenían, les pedía hacer algo para salvar las instituciones republicanas.

Mons. Turcios se preocupó enormemente por el ade­lanto material: edificiación o reparación de templos, ca­sas cúrales y caminos. En su época ingresaron al país gran cantidad de sacerdotes estadounidenses, canadienses, es­pañoles e italianos para reforzar el reducido clero na­cional que amenazaba ser ahogado por el aumento de­mográfico. En 1957 los liberales alcanzaron nuevamente el poder, sólo que su anticlericalismo y prejuicios reli­giosos de otras épocas habían quedado atrás. Su líder, Villeda Morales, asistía y daba realce a los acontecimien­tos religiosos públicos, y su gobierno implantó como obli­gatoria la oración diaria en las escuelas. Pero, prometió al clero más de lo que podía cumplir, y éste se disgustó. La educación siguió definiéndose como laica y la existencia previa del matrimonio civil continuó condicionando el matrimonio religioso. De todos modos, la Iglesia estaba enfrentada a una situación distinta, en una sociedad dis­tinta. Habia llegado la hora de los cambios.

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VI. LOS AÑOS SESENTA: HACIA UNA TOMA DE CONCIENCIA DE LA NUEVA SITUACIÓN

El clero en Honduras

Antes de adentrarnos en la historia de la Iglesia hon­durena de estas dos décadas, señalaremos algunas características generales muy importantes acerca del cle­ro hondureno.

La situación impuesta por la Reforma Liberal y su ex­cesiva prolongación a lo largo de la dictadura de Carias, abrió una brecha prácticamente insalvable entre el núme­ro de sacerdotes existentes en el país y los considerados necesarios para atender a la creciente población. En 1927, el número de sacerdotes existentes cubría un 22% de los que se juzgaban necesarios, en tanto que en 1950 sólo se cubría un 17%. Después de esa fecha, la explosión de­mográfica se aceleró.

En 1973, Honduras era el país latinoamericano con menor número total de sacerdotes: doscientos once (de los cuales únicamente cuarenta y uno eran hondurenos), lo que representaba 10.327 habitantes por sacerdote, contra 5.215 en Nicaragua y 3.738 en Costa Rica. Olancho, la diócesis más extensa del país, ocupaba ese año diez sacerdotes para un territorio similar al de El Sal­vador, aunque de población dispersa y escasa, mientras la de Tegucigalpa concentraba un fuerte 44% del total de sa­cerdotes.

El conflicto armado con El Salvador originó en diver­sos sectores del país el apoyo a políticas más nacionalis­tas; también surgieron manifestaciones de chauvinismo, útiles para encubrir otros intereses. A esto se respondió que al clero hondureno se le hacía odiosa la distinción entre nacionales y extranjeros, más si se usaba para bene­ficio de los intereses de los terratenientes.

Ciertamente, algunos aspectos se percibían como difi­cultades surgidas del origen extranjero de la gran mayoría de los sacerdotes. En el campo resaltaba la barrera del

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idioma, la menor resistencia al clima y al medio, así como cierto aire de superioridad y de desprecio ante piadosas y tradicionales manifestaciones de culto popular. En las zonas urbanas, en cambio, desde los años cincuenta hubo división de opiniones en torno a la actitud de los sacerdo­tes extranjeros que no vestían el hábito o la sotana, juga­ban al baloncesto y a los bolos en camaradería con los jó­venes, fumaban e iban al cine.

Pero el fondo de la cuestión lo constituía, claro está, la nueva posición asumida por la Iglesia frente a los graves problemas sociales del país. La Iglesia, al bajar del pulpi­to y dejar de darle la espalda a las angustias de los fieles,se

encontró con una compleja y difícil situación que deman­daba respuestas totalmente diferentes a las proporciona­das por la vieja tradición y los catecismos.

Mons. Domínguez: un sentido más positivo al miedo anticomunista

El clero hondureno ansiaba un despertar de la reli­giosidad del pueblo, sin embargo se percibían los desajus­tes producto de aquel fuerte espíritu de cruzada antico­munista. En particular, los resultados de la Santa Misión de 1959 habían sido más aparatosos que permanentes, y es que en la práctica, la metodología de aquellos «docto­rales» y autoritarios misioneros no producía cambios en la vida social.

Fue Mons. Evelio Domínguez, obispo auxiliar de Te­gucigalpa, el miembro de la jerarquía que mejor encarno a principios del decenio de los sesenta, la toma de concien­cia de la nueva situación hondurena, dándole un sentido más positivo al miedo anticomunista. En 1961 dio a cono­cer una Carta Pastoral cuyo tema La parroquia, el párro­co y el trabajo pastoral, reflexionaba sobre las funciones que el clero debía desempeñar en un mundo contemporá­neo en el que la Iglesia no era ya más el centro del universo social. El crecimiento demográfico, la migración a las ciudades, la agudización de los conflictos sociales, el in>

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pacto de los medios de comunicación social, habían im­pactado profundamente la realidad y la fe del pueblo. Pa­ra Mons. Domínguez había que comenzar por redefiniral sacerdote mismo, al que concebirá como un hombre co­mo los demás, pero con un título específico: «líder oficial de la comunidad cristiana». Es decir, la responsabilidad de su liderazgo iba unida a la necesidad de contar con un espíritu comunitario y no con un simple agregado de fieles; éstos tenían que comprender la importancia de or­ganizarse alrededor de la parroquia para revitalizar su vida religiosa. Mons. Domínguez habla todavía de orga­nizaciones apostólicas típicas de nueva cristiandad, pero también habla de promover organizaciones campesinas para proteger los intereses del campesinado y de las Es­cuelas Radiofónicas como vehículos de enseñanza.

Inspirándose en los Caballeros de Cristo Rey de la di icesis salvadoreña de San Vicente, inició en Sabana Grande un movimiento seglar campesino en 1955. Dada la escasez de sacerdotes, los fieles, divididos en decenas y centurias, se reunían solos para rezar y «mantener alta la moralidad». Existía además un incentivo concreto: la ne­cesidad de abrir y mejorar los caminos de penetración, necesidad comunitaria básica en aquellas perdidas villas hondurenas. El financiamiento llegaba de Tegucigalpa, asegurado por el deseo del gobierno de detener el «avance del comunismo». Pronto fueron cinco mil los campesinos afiliados. El gobierno de Villeda se preocupó por aquella fuerte organización campesina, y no tardó en lanzar la acusación de que éstos eran los comunistas tan temidos. No obstante, Mons. Domínguez siguió trabajando solita­riamente en esta misión por varios años.

Su idea era simple: ligar la Iglesia, la organización campesina y el trabajo comunal. Otra sentida necesidad era la de establecer un programa de alfabetización de adultos pues la enseñanza seguía limitada a las ciudades. La idea surgió y fue elaborada por varias personas hasta ser materializada por Mons. Domínguez, el sacerdote ca-

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nadiense de la zona sur, Pablo Guillet, y el hondureno Molina Sierra, director de la emisora católica tegucigal-peña Voz de Suyapa.

La primera experiencia piloto de las Escuelas Ra­diofónicas se realizó en 1961: diecisiete escuelas comen­zaron a funcionar en la capital. El P. Guillet extendió al año siguiente el programa por el Sur. Para este plan inicial se partió de una experiencia colombiana similar, si bien se percibió que en esta experiencia prevalecía una forma­ción individualista y que insistía en el hecho de alfabeti­zar como un bien aosoluto. Hacia 1963 se redefinieron los objetivos: la alfabetización sería concebida como un pri­mer paso en un proceso de despertar nacional; lo que más adelante, con la adopción de la pedagogía de Paulo Freiré, se designaría como«concientización».

Muchos de los mejores monitores de las Escuelas Ra­diofónicas surgieron de la versión hondurena de los Ca­balleros de Cristo Rey. Por otra parte, la Santa Misión había despertado el interés en algunos párrocos del sur del país por mantener cierto espíritu comunitario entre sus fieles, a través del apostolado de la oración. Sobre estas bases los padres canadienses lograron la gran aceptación y la rápida difusión de las Escuelas. En Comayagua, en cambio, el principal punto de apoyo lo suministraron las Hijas de María.

Preocupación por el mejoramiento de las condiciones . de vida del campesinado

Otro elemento importante lo constituyó la pastoral universitaria del Padre Fisher. Inmediatamente después del triunfo de la revolución cubana el énfasis fue pura­mente político; se buscó crear grupos estudiantiles que frenaran la propagación del marxismo. Con la consolida­ción de las Escuelas Radiofónicas, en el seno de esos gru­pos surgió una orientación más positiva dirigida al de­sarrollo comunal; desde 1962 se trabajó en el movimiento sindical campesino.

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Los esfuerzos hasta ahora descritos confluyeron has­ta integrarse en la denominada Acción Cultural Popular Hondurena, que buscaría directamente el mejoramiento de las condiciones de vida del campesinado y que, al pro­ducirse el golpe contra Villeda Morales, era ya una insti­tución compleja.

Los aires renovadores del Vaticano II dieron la clave a muchos cristianos —sacerdotes y laicos— para compren­der la creciente movilización campesina. La primera pre­ocupación de muchos sacerdotes se orientó hacia los as­pectos temporales de la vida de los campesinos. Se buscó ayuda externa para formar cooperativas agrícolas, se hi­cieron proyectos de viviendas, pozos, puentes y, en fin, se comenzó a confiar un poco más en el laico hondureno. Uno de los principales frutos de esta preocupación y con­fianza fue la institución de la Celebración de la Palabra, que incorporó al grueso del campesinado a la participa­ción activa y conciente en el desarrollo de la cultura reli­giosa de sus comunidades.

Se impartieron «cursos de concientización» intentan­do seguir algunas ideas de Freiré; se insistió en las Es­cuelas Radiofónicas, contratándose a Sor ChristaSuüer, quién había experimentado el método freireano en el nor­deste brasileño, para la organización del departamento pedagógico. Ya para 1966 habían sido superados la repre­sión subsecuente al golpe militar de 1963, y los cambios en la dirección y reorganización del trabajo emprendido. En los cursillos para monitores y en el trabajo comunitario de éstos, privó la idea de hacer participar a la gente de mo­do que el monitor fuera un guía que se ajustara a los inte­reses del grupo. La enseñanza política se centró en la doctrina social católica, presentada como una solución posible y distinta a las del liberalismo económico y el mar­xismo á los problemas existentes. Parte principal de su programa era lapromoción de la organización del campe­sinado, con sistemas de crédito y ayuda técnica, pero es­pecialmente como forma de lucha para conseguir una j us-ta distribución de la tierra. La Iglesia comenzaba a dejar de ser una defensora más del sistema.

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A finales de 1966 se inició la construcción del centro La Colmena, en la ciudad de Choluteca, que se convirtió en el gran foco irradiador de la actividad social de la Iglesia. Pronto surgieron centros similares en el norte, oriente y occidente del país, destinados a la capacitación campesina. La técnica grupal y la animación para que el grupo se autodefiniera y descubriera sus problemas, sir­vieron de base metodológica a programas de estudio que incluían temas amplios como: diagnóstico de la situación socioeconómica del país, problemas de marginalidad, sociología y economía agrícola, historia salvífica, lide-razgo, etc.

Inspirándose fundamentalmente en la Populorum Progressio, surgió en Honduras una visión cristiana de-sarrollista que afirmaba, como primer paso para comen­zar el desarrollo, un proceso de despertar personal, un cambio interno, una conversión encaminada a superar el individualismo para sumarse a grupos de personas res­ponsables y actuantes. Lo peculiar de este desarrollismo cristiano es que se dio junto con un apostolado social que efectivamente buscaba encarnar esos principios.

Las áTeas turbanas no fueron descuidadas. A> través de los Cursillos de Cristiandad y del Movimiento Familiar Cristiano se trató de recuperar al elemento masculino y de reforzar la vida hogareña. Sin embargo, en las zonas ru­rales era donde la vida familiar presentaba mayores problemas. En 1968, Caritas hondurena inicia el progra­ma de los Clubes de Amas de Casa, que encubría la tarea de concientizar a las mujeres del campo y ayudarlas en sus tareas de directoras del hogar con consejos sobre economía doméstica, nuevas posibilidades de produc­ción, pero también para incorporarlas a la política comu­nal.

Simultáneamente, grupos crecientes de laicos, cansa­dos del estilo político tradicional y deseosos de vivir su propia responsabilidad cristiana en el mundo de la política, iniciaron la formación del Partido Demócrata

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( 11 i i.uio con sus correspondientes organizaciones de ba­se. La mayoría de estos laicos figuraban entre los princi­pales colaboradores de los proyectos de ayuda eclesiales; a través de estos proyectos y de agencias que nacieron a la sombra de la Iglesia, fueron adquiriendo las suficientes conexiones y experiencia para conformarse posterior­mente en un grupo político con personalidad propia.

VII. RECORRIENDO LA NUEVA RUTA SEÑALADA POR EL CELAM

Hacia finales de 1968 recrudeció la agitación en el campo, inaugurándose un período de crisis que se exten­dió hasta 1972.

En aquel tiempo un nuevo espíritu reinaba en la Igle­sia hondurena. Así lo reconoció expresamente el primer informe oficial de Caritas a la Conferencia Episcopal, al consignar, con orgullo, que la Iglesia hondurena se había adelantado a otras Iglesias latinoamericanas lanzándose a recorrer la nueva ruta señalada por el CELAM. El prin­cipal signo de los nuevos tiempos seria la unión de la jerarquía y el clero, y la confianza en los laicos maduros.

En enero de 1970, el episcopado publicó una Carta P a s t o r a l co lec t iva « S o b r e el d e s a r r o l l o del campesinado». En ella se establecía que «un acapara-' miento... de la tierra, por más que lograra ampararse ba­jo una aparente legalidad jurídica, podría ser un verdade­ro atentado contra el derecho de propiedad, si por ello grandes sectores de población se vieran privados de ejer­cer su derecho natural de poseer lo necesario para sí mis­mos y para sus familias... La tierra y sus bienes han sido creados por Dios ante todo para todos los hombres». Los obispos fueron muy claros al señalar que casi todos los profesionales estaban organizados desde años atrás; sólo «la clase campesina recién empieza a tomar conciencia de clase y a sacudir lo que el Papa Juan XXIII llamó comple­jo de inferioridad frente a los demás grupos sociales...».

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Un mes después, el obispo de Choluteca, Mons. Ge-rin, se ocupó del problema de la invasión de tierras en su diócesis. Si bien señaló que la violencia no es un camino adecuado para llegar a la justicia, reconoció que los cam­pesinos del sur tenían razón en sus demandas, y que ellos eran «los abanderados de la verdadera vida cristiana». Los enfrentamientos entre los obispos y los terratenientes continuaron. Así, por ejemplo, Mons. Nicolás D'Anto-nio, obispo de Olancho, fue reiteradamente acusado de «comunista» por los terratenientes de la zona, por soste­ner que las invasiones de tierras tenían sus causas en el hambre y la miseria de los campesinos.

El mismo presidente Ernesto Cruz, reaccionó «teoló­gicamente» contra los obispos y el clero. Se unió a quienes acusaban a la Iglesia de ser la instigadora de la agitación en el campo, manifestando que «Jesucristo dijo que su Reino no era de este mundo. Los curas están equivocados y ahora quieren hacer ese Reino en la tierra».

Las acusaciones del gobierno y los terratenientes contra los sacerdotes extranjeros, recrudecieron a medi­da que las tomas de tierras por parte del campesinado se extendían por todo el país y que el gobierno civil se hundía en la inoperancia administrativa. Los más duros ataques se dirigieron contra los sacerdotes canadienses de la zona de Choluteca, exigiéndose incluso la clausura del centro de formación rural, sostenido por el episcopado, y en el que se habían formado cientos de líderes campesinos.

La pastoral social de la Iglesia, sobre todo la rela­cionada con las Escuelas Radiofónicas consideradas co­mo la base de la misma, quedó bajo la coordinación de Caritas, incluyendo la asistencia técnica y financiera. El nuevo concepto de caridad cristiana que regía las acciones y actividades de Caritas, se fundamentaba en el respeto de la dignidad de la persona y en la búsqueda de las causas del mal, para suprimirlas sin contentarse sólo con denun­ciar sus efectos.

Una de las recomendaciones hechas a Caritas fue la de

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realizar un estudio y elaborar un proyecto, paratonstituir una «Cadena Cultural Nacional» de las tres emisoras ca­tólicas existentes en el país. Aunque existía un espíritu co­mún, la década de los sesenta conoció un despertar del compromiso cristiano promovido en diversas regiones, por diversas personas, grupos y agencias de desarrollo. Por este motivo Caritas promovió, en 1971, la constitu­ción de un Consejo Coordinador para el Desarrollo (CONCORDE), que suministraría estudios científicos de la realidad nacional, marco teórico, línea política de ac­ción, evaluación de las actividades (Escuelas, Radiofóni­cas, Clubes de Amas de Casa, etc.), evaluación presu­puestaria y pautas para la mejor utilización de los recur­sos disponibles.

VIII. ACRECENTAMIENTO DE LOS ESFUERZOS DESARROIXISTAS DE LA IGLESIA

La política reformista del grupo militar «peruanista» que tomó el poder en 1972, produjo una gran moviliza­ción campesina y obrera que obligó a los sacerdotes y obispos a plantearse más conscientemente su compromi­so con los pobres. Aumentaron los proyectos desarrollis-tas, y.la cooperación —sobre todo del clero extranjero— con los laicos que empezaban a definirse ya claramente como demócrata-cristianos. La acción y el compromiso eran intensos; el momento político se vivía prácticamente sin autocrítica, y apenas quedaba tiempo para reflexionar sobre las implicaciones de la acción.

Ciertamente, la ingenuidad de muchos sacerdotes y religiosos les llevó a errores en su compromiso político. No obstante la crítica de los sectores conservadores y del alto clero, posición hacia la cual se inclinaron visiblemen­te los obispos, insistió demasiado en acusar a los demócrata-cristianos de querer instrumentalizar a la Igle­sia, oponiéndose así a que los laicos tuvieran una respon­sabilidad fuerte dentro de la estructura eclesiástica. En re­alidad se trataba de dos lenguajes diferentes: ingenuo el uno; francamente reaccionario el otro.

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Mons. Enrique Santos, arzobispo de Tegucigalpa des­de 1962, insistió sobre la «apoliticidad» de la Iglesia Ca­tólica. Pero lo cierto es que la Iglesia contaba ya con más de diez largos años de promover la organización y politi­zación del campesinado. Junto a las agencias englobadas en CONCORDE y Caritas, se hallaba el fuerte y combati­vo movimiento sindical y campesino de inspiración cris­tiana aglutinado en la Confederación General de Traba­jadores (CGT), y en la Unión Nacional de Campesinos (UNC).

Si bien las agencias pertenecientes a CONCORDE eran independientes entre sí y tampoco tenían lazos de unión con las mencionadas organizaciones de trabajado­res, los activistas se desplazaban de unas a otras como si se tratara de un solo cuerpo: de las Escuelas Radiofónicas a las ligas campesinas, de éstas a los cursillos de capacita­ción organizados por los sacerdotes, etc. En muchos pueblos se daba el caso de que una misma persona simbo­lizaba la nueva liturgia, la unión campesina y el partido político de orientación cristiana. Se trataba de los «dele­gados de la Palabra»; ellos leían y comentaban la Biblia, relacionando la meditación con los graves problemas so­ciales del momento.

La jerarquía terminó por lamentar su llamado de 1969 a proceder con «audacia prudente». De algún modo los políticos habían aprovechado un movimiento que era re­ligioso y socio-cultural, introduciendo la semilla de las di­sensiones internas y la confrontación con otros sectores de la sociedad y del Estado. Mientras los terratenientes no albergaban duda alguna acerca de que la Iglesia en su con­junto había tomado partido por los campesinos sin tierras, buena parte del clero y de la jerarquía estaba inse­gura de su compromiso. Así, en 1974, en tanto CON­CORDE se mostraba preocupada por sú falta de comuni­cación con los organismos populares y decidía estrechar su cooperación con la Confederación General de Traba­jadores, la jerarquía y otros sectores eclesiales tomaban

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más y más distancia de ciertas entidades que la Iglesia mis­ma había propiciado.

IX. PARALIZACIÓN DE LA LABOR DESARROLLISTA

El crimen de Olancho

En marzo de 1975 tuvo lugar el Quinto P/enario Na­cional del Partido Demócrata Cristiano. Los miembros más jóvenes del partido, que se adherían decididamente a la movilización de los obreros y campesinos, adoptaron una línea de oposición crítica al gobierno. Rechazando los temores de las fuerzas conservadoras ante los cambios sociales, repudiaron la simple modernización del capita­lismo dependiente hondureno propugnada por el régimen militar, por ser una forma de beneficiar al neocolonialis-mo estadounidense y a las grandes transnacionales.

Las alarmistas presiones de los terratenientes y empresarios hicieron ceder a los militares. Estos deci­dieron cambiar el Poder Ejecutivo y a su líder de tantos años, el Gral. López Arellano, por un nuevo equipo enca­bezado por el Gral. Melgar Castro. El nuevo gobierno nombró a destacados miembros de movimientos cris­tianos como asesores, pero pronto hubo claros indicios de que el nuevo régimen no proseguiría ni ahondaría la política favorable al pueblo de los «peruanistas». t

Las organizaciones campesinas y obreras quisieron presionar al nuevo equipo gobernante. Con la celebra­ción del tercer aniversario de la masacre de la Talanquera, comenzó una importante movilización campesina que comprendió recuperaciones de tierras en todo el país, exi­gencias para la aplicación de la Reforma Agraria y la libe­ración de algunos líderes presos. Estas acciones crearon un ambiente de agitación y de lucha que culminó en junio de 1975, con una gran marcha campesina hacia la capital: la denominada Marcha del Hambre.

En el departamento de Olancho la situación fue parti­cularmente grave. Los terratenientes y ganaderos deci-

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dieron pasar a la acción para defender sus propiedades, a la vez que acusaban a la Iglesia de ser la causante de la agi­tación campesina. En el mes de mayo fueron expulsados varios sacerdotes; el grueso del clero emitió entonces una declaración asumiendo la defensa de los pobres y oprimi­dos. Se agudizó así una situación que culminó con el asesi­nato de los sacerdotes extranjeros Ivan Betancur y Miguel Jerónimo Cypher, varios campesinos y líderes agrarios, una estudiante universitaria y una visitante extranjera.

La masacre cobró cerca de veinte víctimas. Fue dirigi­da por las autoridades militares en estrecha complicidad con los principales terratenientes de Olancho. Al princi­pio, los implicados y el gobierno militar escamotearon la información; la presión popular y los testimonios filtra­dos desde la región, en virtual estado de sitio, forzaron el reconocimiento de la verdad. El ejército ocupó los templos de Olancho y obligó a sacerdotes, religiosas, ce-lebradores de la Palabra y voluntarios nacionales y extranjeros que colaboraban en programas de extensión rural, a abandonar la región.

La masacre de Olancho evidenció con toda crudeza el duro viraje de la política reformista sostenida por los mi­litares peruanistas en los tres años anteriores. La masacre fue parte de un plan orientado a socavar el movimiento campesino y a contener el crecimiento de la Democracia Cristiana. Pero, ante todo, fue una dura advertencia contra la Iglesia pues los terratenientes achacaban la intranquilidad en el campo principalmente a los sacerdo­tes extranjeros. Así, el mismo día del ataque al Centro de Capacitación Campesina Santa Clara, el gobierno ¡legali­zó la marcha campesina hacia Tegucigalpa, intervino otro centro en Progreso, clausuró dos radioemisoras ca­tólicas, prohibió ejercer su ministerio a varios religiosos y religiosas, registró casas cúrales, etc. Parte importante del plan conspirativo era crear un enfrentamiento éntrela Iglesia y el Estado •

El 18 de Julio fueron hallados los cadáveres de los sa­cerdotes Betancur y Cypher. Ese mismo día el clero de la

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diócesis de San Pedro Sula —en el no»rte del país— emitió un comunicado responsabilizando ai las fuerzas contra­rias a las reformas sociales en el carnpo de aquella ma­sacre, pidiendo libertad para la Iglesia y el retorno de los agentes de pastoral expulsados de s u s lugares de trabajo. El comunicado enfatizaba el compromiso de la Iglesia con los pobres y la necesidad de una j Tusta distribución de la tierra, sobre todo en momentos en que el huracán «Fifí» había arruinado los sembrados y agudizado la mi­seria.

La jerarquía hondurena excomulgó a los responsables de la masacre y decretó duelo general - El arzobispo Héc­tor Enrique Santos manifestó que « toda la grey católica sabe que la misión de la Iglesia es predi car el evangelio que exige la denuncia de las injusticias y promover la justicia a fin de que todos tengan una existencia acorde con la con­dición humana». Los enfrentamientos crecieron hasta llegar a la ruptura entre el gobierno de Melgar Castro y la Iglesia, la que se produjo al ser arrestados más de un cen­tenar de dirigentes de la Unión Nacional Campesina. Al­gunos terratenientes de Olancho incluso pusieron precio a la cabeza del obispo Mons. Nicolás D 'Antonio, en tanto que Mons. Bernardino Mazzarella, obispo de Comaya-gua, declaraba que «la causa del desorden está en la violencia institucional».

t

La ofensiva conservadora

Pero lo cierto es que los objetivos perseguidos con la masacre se lograron. A la confusión y miedo de los secto­res avanzados de la Iglesia, se sumó la presión de los gru- . pos conservadores que vieron en los acontecimientos del 25 de junio el cumplimiento de sus advertencias, la conse­cuencia lógica de un «compromiso medio comunista» de los sacerdotes, religiosas y laicos reprimidos. Comenzó entonces la ofensiva conservadora dentro de la Iglesia hondurena; en este sentido fue decisiva la influencia del Nuncio Apostólico, quien no ocultaba sus simpatías per-

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sonales por la dictadura militar somocista. Vinieion los distanciamientos internos; tendencias radicales y mode­radas se disputaron la dirigencia de movimientos y orga­nismos cristianos; los sacerdotes extranjeros quedaron en posición vulnerable y una religiosidadescapista, sobre t o-do en las ciudades, fue sustituyendo en muchos fieles su sentido de compromiso social.

La jerarquía reafirmó su «apoliticidad»; rompió radi­calmente con la Democracia Cristiana, aisló y hasta repri­mió abiertamente a aquellos sacerdotes que demostraban mayores simpatías por dicho partido. Prácticamente se paralizó la labor desarrollista de la Iglesia y, en el esfuerzo por acallar todo lo que pudiera significar compromiso so­cial o pensamiento crítico, se descabezó y dejó a la deriva a la Secretaría Nacional de Pastoral de Conjunto, el único organismo eclesiástico que durante los ajetreados años anteriores había mantenido una crítica serena e inteligen­te de la situación. Un año después se la reorganizó, pero ahora con una mayor dependencia y supervisión por par­te de los obispos.

Fracasada la política desarrollista del sector más avanzado del clero (desarrollismo que el «post-Fifí» con­virtió frecuentemente en asistencialismo), se imponían nuevas respuestas para la gran masa cristiana, asustada y confundida por la avalancha de acontecimientos contra­dictorios y por el progresivo deterioro de la situación eco­nómica, social y política del país. La primera respuesta la dio el movimiento carismático que rápidamente se exten­dió por las ciudades, primero, y por las zonas campesi­nas, después. En un principio, los obispos y el clero con­servador vieron mal el carismatismo por tratarse de un movimiento laico que prescindía de los cauces y estructu­ras jerárquicas habituales en la Iglesia. El clero progresis­ta lo adversó por otras razones, y fundamentalmente por su contenido político-social conservador y alienante.

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Signos esperanzadores

Claro está que no todo es negativo en este proceso. El duro golpe que para la Iglesia hondurena significó la ma­sacre de Olancho, ha llevado a muchos sacerdotes y reli­giosas a reflexionar y tratar de contrarrestar las implica­ciones políticas del trabajo de los grupos carismáticos. Por otra parte, la creación y conservación de vínculos de reflexión e intercambio de experiencias da a este sector de la Iglesia una cohesión y credibilidad mayor de la que tiene el ala conservadora. Además, muestran un mayor respeto a las responsabilidades laicas, habiendo estableci­do contactos con líderes laicos interesados a quienes in­quieta la crisis por la que atraviesa el país.

De este modo, y un tanto al margen de la jerarquía, va repuntando el trabajo de nuevos grupos cristianos con cierta conciencia crítica y conocimiento de la realidad. Aunque, en general, se nota una gran falta de formación política entre sus miembros, manifestada en el temor a la izquierda y en que su trabajo no cuestiona el sistema vi­gente, cabe mirar con esperanza a estos grupos que em­piezan a movilizarse, a tener un mayor acercamiento entre sí y que se esfuerzan por buscar respuestas nuevas a los graves problemas del país a la'luz de la fe.

Otro rasgo positivo en la evolución eclesial de los últi­mos años, es el nuevo liderazgo que los sacerdotes hondu* renos han comenzado a ejercer dentro de los sectores par­tidarios de una renovación de la Iglesia. Por mucho tiem­po aislados, desorganizados y hasta recelosos, los sacer­dotes nativos, comenzando por los más jóvenes, han ido tomando conciencia de grupo y de la necesidad de partici­par en el proceso renovador. De ahí que su hasta hace po­co esporádica presencia en reuniones, cursillos, planifica­ción de la acción de los grupos más progresistas, mani­fiestos, etc., haya pasado a ser decisiva en los últimos años.

Ahora bien, nuevos e importantes desafíos se plante­an a la Iglesia hondurena. En primer lugar, el agotamien-

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to físico e intelectual de muchos de sus obispos y la absur­da repartición territorial de las diócesis, que hacen inmi­nente el nombramiento de nuevos pastores y una nueva reestructuración diocesana.

En segundo lugar, la reunión de Puebla, los aconteci­mientos que se están viviendo en las vecinas repúblicas de Nicaragua, El Salvador, Guatemala y Belice, lo mismo que la evolución política del país que tiende a esquemas cada vez más conservadores y represivos, sin duda están influyendo ya decisivamente en la Iglesia, a la vez que exi­giéndole decir la palabra adecuada a la actual situación. Y aunque pareciera que esa Iglesia hondurena se ha arre­pentido de su tentativa anterior de ejercer un liderazgo so­cial para volver a un segundo plano y preservar el modelo de nueva cristiandad, lo cierto es que ha recibido muchas lecciones de concientización y en sus futuras decisiones tendrá que situarse a la altura de las responsabilidades que tiene contraídas.

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