Varios Autores - Cuentos Peruanos

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Cuentos Peruanos Selección y adaptación por HERNÁN ALVARADO Profesor Emérito de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos Carátula e ilustraciones: Consuelo Amat y León ISBN 9972-652-00-9 Depósito Legal, BN: 1501052003-1034 Octava edición: 2003 ©Ediciones Quipu E.I.R.L. Pumacahua 1108 (Jesús María) Teléfono 4312997 y facsímil 3304347 Impreso en Editorial e Imprenta DESA S.A., Lima, Perú PRESENTACIÓN El cuento folklórico El torito de la piel brillante Una leyenda amazónica Jempue, el picaflor, y el origen del fuego Felipe Pardo y Aliaga Un viaje Ricardo Palma El alacrán de Fray Gómez Clemente Palma Los ojos de Lina Arturo D. Hernández Sangama Manuel Beingolea Mi corbata Fernando Eomero Una madre Ciro Alegría Calixto Garmendia Francisco Izquierdo Ríos El bagrecico Julio Ramón Ribeyro El banquete Enrique Congrains Martin El niño de junto al cielo

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Cuentos Peruanos Selección y adaptación por HERNÁN ALVARADO Profesor Emérito de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos

Carátula e ilustraciones: Consuelo Amat y León ISBN 9972-652-00-9 Depósito Legal, BN: 1501052003-1034 Octava edición: 2003 ©Ediciones Quipu E.I.R.L. Pumacahua 1108 (Jesús María) Teléfono 4312997 y facsímil 3304347 Impreso en Editorial e Imprenta DESA S.A., Lima, Perú

PRESENTACIÓN El cuento folklóricoEl torito de la piel brillanteUna leyenda amazónica Jempue, el picaflor, y el origen del fuego Felipe Pardo y Aliaga Un viaje Ricardo Palma El alacrán de Fray GómezClemente PalmaLos ojos de LinaArturo D. HernándezSangamaManuel BeingoleaMi corbataFernando EomeroUna madreCiro AlegríaCalixto GarmendiaFrancisco Izquierdo RíosEl bagrecicoJulio Ramón RibeyroEl banqueteEnrique Congrains MartinEl niño de junto al cieloEleodoro Vargas VicuñaEsa vez del huaicoEnrique Bryce EcheniqueUna mano en las cuerdas

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EL TORITO DE LA PIEL BRILLANTE

Cierto día el hombre fue a la orilla de un lago a cortar leña. El becerro lo acompañó. el hombre se puso a recoger leña en una ladera próxima al lago. Hizo su carga, se la echó al hombro y luego se dirigió a su casa. No se acordó de llamar al torito. Este se quedó en la orilla del lago comiendo la totora que crecía en la playa. Cuando estaba arrancando la totora, salió un toro negro, viejo y alto, del fondo del agua. Estaba encantado; era el Demonio que tomaba esta figura. Entre ambos concertaron una pelea. El toro negro dijo al becerro: –Ahora mismo tienes que luchar conmigo. Tenemos que saber cuál de los dos tiene más poder. Si tú me vences, te salvarás. Si te venzo yo, te arrastraré al fondo del lago. –Hoy mismo no –contestó el torito–. Espera que pida licencia a mi dueño; que me despida de él. Mañana lucharemos. Vendré al amanecer. –Bien –dijo el toro viejo–. Saldré al mediodía. Si no te encuentro a esa hora, iré a buscarte en una litera de fuego, y te arrastraré a ti y a tu dueño. –Está bien. A la salida del sol apareceré por estos montes –contestó el torito. Así fue como se concertó la apuesta, solemnemente. Cuando el hombre llegó a su casa, su mujer le preguntó: –¿Dónde está nuestro becerrito? Sólo entonces el dueño se dio cuenta de que el torito no había vuelto con él. Y dijo: –¿Dónde estará? Salió de la casa a buscarlo por el camino del lago. Lo encontró en la montaña, venía mugiendo de instante en instante. –¿Qué fue lo que hiciste? ¡Tu dueña me ha reprendido por tu culpa! Debiste regresar inmediatamente –le dijo el hombre, muy enojado.El torito contestó: –¡Ay! ¿Por qué me llevaste, dueño mío? ¡No sé qué ha de sucederte! –¿Qué es lo que ha ocurrido? ¿Qué puede sucederme? –preguntó el hombre. –Hasta hoy no más hemos caminado juntos, dueño mío. Nuestro camino común se ha de acabar. –¿Por qué? ¿Por qué causa? –volvió a preguntarle el hombre. –Me he encontrado con el Poderoso, con mi gran Señor. Mañana tengo que ir a luchar con él. Mis fuerzas no pueden alcanzar a sus fuerzas. Hoy él tiene un gran aliento. ¡Ya no volveré! Me ha de hundir en el lago –dijo el torito. Al oír esto, el hombre lloró. Y cuando llegaron a la casa, lloraron ambos, el hombre y la mujer.

–¡Ay, mi torito! ¡Ay, mi criatura! ¿Con qué vida, con qué alma nos has de

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dejar?Y de tanto llorar se quedaron dormidos. Y así, muy al amanecer aún, quedaban sombras, muchas sombras. Cuando aún no había luz del amanecer, se levantó el torito y se dirigió hacia la puerta de la casa de sus dueños y les habló así: –Ya me voy. Quédense, pues, juntos. –¡No, no! ¡No te vayas! –le contestaron llorando–. Aunque venza tu Señor, tu Encanto, nosotros le destrozaremos los cuernos. –No podrán –contestó el torito. El dueño subió al cerro y llegó a la cumbre. Allí se ocultó en la paja y miró el lago. El torito llegó a la ribera. Empezó a mugir poderosamente. Escarbaba el suelo y echaba el polvo al aire. Así estuvo largo rato, mugiendo y aventando tierra, solo, muy blanco, en la gran playa. Y el agua del lago empezó a moverse; se agitaba de un extremo a otro; hasta que salió de su fondo un toro negro, grande y alto como las rocas. Escarbando la tierra, aventando polvo, se acercó hacia el torito blanco. Se encontraron y empezó la lucha. Era el mediodía y seguían peleando. Ya arriba, ya abajo, ya hacia el cerro, ya hacia el agua, el torito luchaba. Su cuerpo blanco se agitaba en la playa. Pero el toro negro lo empujaba, poco a poco, lo empujaba hacia el agua. Y, al fin, le hizo llegar hasta el borde del lago, y de un gran astazo lo arrojó al fondo; entonces el toro negro, el Poderoso, dio un salto y se hundió tras de su adversario. Ambos se perdieron en el agua. El hombre lloró a gritos; bramando como un toro descendió la montaña; entró a su casa y cayó desvanecido. La mujer lloraba sin consuelo. Hombre y mujer criaron a la vaca, a la madre del becerrito blanco, con grandes cuidados, amándola mucho, con la esperanza de que pariera un torito igual al que perdieron. Pero transcurrieron los años y la vaca permaneció estéril. Y, así, los dueños pasaron el resto de su vida en la tristeza y el llanto.

A. ESTRUCTURA Y ELEMENTOS FORMALES 1. Hemos dividido al cuento en dos partes. Ponle a cada una un subtítulo que indique claramente de qué trata. 2. Hay dos personajes humanos y tres animales. Menciónalos colocándolos en orden de importancia. 3. En el cuento se intercala el estilo narrativo

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con el dialogado. Al comienzo y al final prevalece la narración. En el medio destacan los diálogos. ¿A qué se debe y qué efectos causa la elección de esos dos tipos de formas de composición? 4. El lenguaje empleado es sencillo, pero muy bello. ¿Cómo fundamentarías estos calificativos? ACTIVIDADES Y EJERCICIOS 3. ¿Qué relación se estableció entre el becerrito, su dueño y la vaca? 4. ¿Qué pasó el día que el hombre fue a cortar leña al a orilla de un lago? 5. ¿Qué sucedió cuando el becerrito estaba arrancando totora? 6. ¿A qué acuerdo llegan el becerro y el toro negro en ese encuentro? 7. ¿Qué diálogo sostienen el hombre y su mujer al volver aquél a la casa? 8. ¿Qué explicación le da el becerro a su dueño cuando se encuentran? 9. ¿Cómo reaccionan los dueños del becerro al saber lo que le va a pasar? 10. ¿Qué pasa al amanecer del día siguiente y cómo reaccionan los dueños? 11. ¿Cómo fue la pelea? 12. ¿Qué hizo después la pareja? C. APRECIACIÓN CRÍTICA Y CREATIVIDAD 1. ¿Qué sorprende en la preñez de la vaca? 2. ¿Por qué están personificados los animales y qué te parece ese recurso? 3. ¿Crees que todo ser es un simple instrumento de su destino? ¿Por qué? 4. ¿Qué opinas de la resignación del becerrito? 5. En el relato triunfa el mal. ¿Así es siempre en la vida real? 6. Ponles nombres al becerrito, la vaca y las dos personas. 7. ¿Qué pensamientos pasarían por la mente del hombre oculto en la paja? 8. Reescribe el último párrafo usando tus propias palabras. B. COMPRENSIÓN 1. ¿Qué actitud tenía el matrimonio joven hacia la vaquita? 2. De repente, ¿qué fue lo que le sucedió a la vaquita?

JEMPUE, EL PICAFLOR Y EL ORIGEN DEL FUEGO UNA LEYENDA AMAZÓNICA

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Entre las más antiguas expresiones culturales de los pueblos, encontrarnos que muchas tratan de explicar una serie de fenómenos que suceden alrededor del hombre y que, mediante el simple razonamiento, no se pueden comprender cabalmente. Es así que, mezclando sus experiencias y conocimientos con la tradición oral heredada y la fantasía imaginativa y poética, se crean historias en parte ingenuas, pero a la vez hermosas, denominadas leyendas. La palabra leyenda es el gerundio del verbo latino legere, leer. Alude indudablemente al esfuerzo que se hizo cuando se inventó la escritura por registrar de ese modo la historias fantásticas y maravillosas que se habían venido contando de boca en boca. Deslumbrados, los “escribas” las atesoraron para que las gentes, al conocerlas, junto a la natural admiración, captaran sus contenidos y enseñanza. Tal vez, exagerando un poco, diríamos que las leyendas conocidas de un pueblo vienen a ser la selección de las más ingeniosas, bellas y originales historias de su remoto pasado. La que incluimos en seguida pertenece a un pueblo de nuestra Amazonía: los aguarunas. Ha sido recogida por el estudioso José Luis Jordana. A través de la fértil imaginación de estos compatriotas podemos acercarnos al conocimiento de su particular concepción del mundo y de fenómenos fundamentales para el progreso de la vida de los hombres, como el fuego y la agricultura. Cuando los aguarunas empezaron a poblar la selva del Alto Marañón no conocían el fuego. En aquel tiempo tampoco sabían cultivar la tierra, no poseían chacras y carecían de yuca y de plátanos. Sufrían de hambre y de frío. Morían muchos niños a los pocos días de nacer porque no había cómo abrigarse y calentarles. Como no tenían fuego, los aguarunas no cocinaban la carne ni los otros alimentos. Buscaban choros y camaroncitos por las quebradas y, cuando conseguían algunos, se los metían debajo del brazo, bajo las axilas. Así los tenían un rato hasta que cambiaban levemente de color y luego se los comían. Esta era la forma de cocinar de los antiguos aguarunas. También comían el palo de balsa o topa cocinándolo por el mismo procedimiento de mantenerlo unos minutos debajo del sobaco. Un pueblo de nuestra Amazonía lleva una vida difícil a causa del desconocimiento del fuego y la agricultura. Dos animales acuden en su ayuda y, poniendo en juego sus vidas, intentan obtenerlos de quien ya los posee. No será, como veremos, un asunto tan fácil. Otra manera de cocinar consistía en colocar los choros, camarones o pescaditos sobre una estera tejida de chambira en el sol. Así los dejaban hasta que, bien soleados, se secaban. Después los comían sin sazonar, pues tampoco conocían la sal.

Iwa, el gigante que se alimentaba de gente, era el único que poseía fuego. Lo cuidaba con mucho esmero. No se lo daba a los aguarunas. Y éstos no se atrevían a quitárselo, ya que mataba a los aguarunas y se los comía. Pero, un día, Jempue y Yampits se pusieron de acuerdo para robarle el fuego al gigante Iwa. –Mientras yo agarro el fuego, tú, Yampits, aprovecha para conseguir

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toda clase de semillas que tiene Iwa para sembrar en su chacra. Así hablaba Jempue, el picaflor. Yampits, la palomita de monte, también conversaba: –De acuerdo. Tú vete por allá; yo iré por este otro lado. El picaflor se fue a una quebrada y remojó bien sus plumas. Luego se tendió en la trocha por donde habían de pasar las mujeres de Iwa al volver de la chacra. Regresaban ya las mujeres de Iwa por la trocha cuando encontraron al picaflor mojado, tumbado en el suelo y tiritando de frío. –¡Pobrecito picaflor! ¡Está muerto de frío! Vamos a llevarlo a la casa para que se caliente un poco. Así decían las mujeres de Iwa. Lo recogieron y una de las mujeres se lo metió dentro de su vestido para que fuese entrando en calor. Y llegando a la casa lo dejaron junto al fuego de la candela. Mientras tanto, otra de las mujeres de Iwa se encontró cerca de casa a Yampits, la palomita, que parecía que estuviera muerta de hambre. La mujer la cogió y la llevó también a la casa. Se preguntaba: –¿Qué comerá este pajarito? Voy a probar a ver si come semillas de maní y de maíz. La palomita de monte se las tragaba todas. Las guardaba en su buche; no las digería. La mujer, al ver que la paloma de monte comía bien las semillas, la dejó en el suelo para que siguiese comiendo sola, mientras ella se iba a preparar la yuca y los plátanos. Mientras tanto el picaflor, Jempue, cerca de la candela, poquito a poco se iba arrimando cada vez más al fuego. Así se iban secando sus plumas. Cuando ya estaban bien secas sus plumas, quiso meter su colita en el fuego. Pero Iwa lo vio y gritó: –¡El picaflor está quemándose su cola! ¡El picaflor se está quemando! Una mujer fue corriendo y lo quitó del fuego. Lo puso más lejos. Pero el picaflor seguían pensando en robar el fuego. Pasó un tiempo y los Iwas se olvidaron del picaflor. Este se acercó calladito al fuego de la candela y poniéndose de espaldas introdujo su larga colita en la saltarina llama del fogón. Se quemó y se prendieron sus plumas. El picaflor, con su colita encendida y echando abundante humo, levantó vuelo y salió de la casa del gigante Iwa. Iwa gritaba: –¡El picaflor está robando el fuego! ¡El picaflor está robando el fuego! Quisieron agarrarlo, pero no lo lograron. El picaflor escapó llevándose el fuego hacia el interior del bosque. Volaba llevando su colita envuelta en llamas. Cuando encontraba árboles secos, árboles resinosos, árboles buenos para leña, Jempue, el picaflor, golpeaba con su colita el tronco y lo encendía. Iba dejando el fuego por todas partes. Y cuando ya estaba el picaflor por abrasarse porque las llamas alcanzaban su cuerpo, se lanzó contra el agua del río Marañón y se zambulló unos segundos. La llamita se apagó. Desde aquel día, todos los picaflores tiene su colita medio blanca, del color de la ceniza. Los aguarunas salieron a recoger el fuego y lo llevaron a sus casas y desde entonces procuran que no se les apague. Yampits, la palomita, aprovechando que estaban todos los Iwas

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preocupados con la huida de Jempue llevándose el fuego, se escapó también volando. Y llegó a casa de un aguaruna y vomitó todas las semillas que había tragado en casa de Iwa. Y así obtuvieron los aguarunas las semillas del frijol, del maní y del maíz. Y a partir de entonces las empezaron a sembrar en sus chacras. Desde aquél día, los aguarunas mantienen siempre encendido el fuego de la candela, durante el día y por la noche, y de esta manera pueden cocinarse los alimentos, asarse los plátanos y las yucas, ahumar la carne para que no se pudra y calentarse los pies durante las noches frías de los días lluviosos. ACTIVIDADES Y EJERCICIOS A. ESTRUCTURA Y ELEMENTOS FORMALES 1. ¿Qué forma de composición prevalece en la leyenda? 2. Un parlamento es la parte que va precedida por un guión y que recoge lo que dice un personaje. En esta leyenda hay seis parlamentos. ¿Quiénes hablan en cada caso? 3. ¿Cuál de las aves juega un rol más sobresaliente en la historia? ¿Jempue o Yampits? ¿Por qué? 4. El párrafo final es diferente a los demás. ¿En qué y por qué? B. COMPRENSIÓN 1. ¿Cómo era la vida de los aguarunas cuando comenzaron a poblar la selva del Alto Marañón? 2. ¿De qué forma cocinaban sus alimentos? 3. ¿Quién era Iwa y qué cosas valiosa poseía? 4. ¿Qué pretendían hacer Jempue y Yampits? 5. ¿Cómo encuentran las mujeres de Iwa a Jempue y qué hacen entonces? 6. ¿Y qué pasó con Yampits? 7. ¿Qué sucedió en el primer intento de Jempue de robar el fuego? 8. Finalmente, ¿cómo lo logró? 9. ¿Qué hacía en su precipitada fuga? 10. ¿Cómo se salvó de morir quemado? 11. ¿Cómo se escapó Yampits y qué hizo al llegar a la casa de un aguaruna? 12. ¿Qué hicieron desde aquel día los aguarunas? C. APRECIACIÓN CRÍTICA Y CREATIVIDAD 1. ¿Qué piensas de las formas primitivas de cocinar de los aguarunas? 2. ¿Podrían haber tenido éxito las aves si trabajaban cada una por su cuenta? ¿Por qué?

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3. Las mujeres de Iwa se comportan humanitariamente con las aves; éstas, en cambio, tienen una segunda intención. ¿Qué piensas de eso? 4. ¿Será la vida de los aguarunas más feliz ahora? ¿Por qué? 5. En el título no se menciona a Yampits. Idea otro en que sí figure. 6. Imagina otra forma de cocinar sin recurrir al fuego.

FELIPE PARDO Y ALIAGA (1806-1868) Pardo y Aliaga fue un hijo de la aristocracia colonial española, a quien las luchas emancipadoras sorprendieron en plena adolescencia y juventud. Sus padres no estaban de acuerdo con los principios en que se sustentaba la nueva república, por lo que fue enviado a estudiar a Europa. Con gran rigor académico, hizo sus estudios en Madrid, bajo la dirección de Alberto Lista, un escritor apegado a las normas neoclásicas. Pardo volvió al Perú en 1828. Ya adaptado al sistema de vida europeo, aquí encuentra una realidad diferente; tropieza con una sociedad criolla, democrática, “desordenada”. Es fácil comprender su adhesión a las filas conservadoras, y que desde ahí se enfrente permanentemente a los liberales. Con punzante ironía se burla de los demócratas criollos. Gran enemigo político de Santa Cruz, sufre persecuciones y destierros. Como escritor, cultivó la poesía, preferentemente la satírica, y en menor grado la lírica. También se dedicó al teatro y, sobre todo, al periodismo, medio en el que da a conocer sus celebrados artículos de costumbres. De sus producción, mencionaremos Frutos de educación (1829), Una huérfana en Chorrillos (1833), La reja (1869) y Constitución política (1869). La obra de Pardo ha sido calificada como de un costumbrismo aristocrático. Ingenioso, escribe con un estilo castizo y accesible a cualquier lector.

UN VIAJE

El niño Goyito está de viaje. El niño Goyito va a cumplir cuarenta y dos años. Pero cuando salió del vientre de su madre le llamaron niño Goyito y niño Goyito le llaman hoy. Y niño Goyito le llamarán treinta años más porque hay muchas gentes que se van al panteón como salieron del vientre de su madre. Este niño Goyito, que en cualquiera otra parte sería un don Gregorión de buen tamaño, ha estado recibiendo por tres años El cuento seleccionado –en verdad un artículo de costumbres– es de un gran rigor formal y una elegancia deliberadamente artificial. Publicado en 1840 en el periódico “El espejo de mi tierra”, es una obra maestra para su época. En fluido lenguaje, pinta personajes representativos de la época y enfila sus lanzas contra costumbres todavía en boga. obligatoria

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enteros cartas de Chile, en que le avisan que es forzoso que se transporte a aquel país a arreglar ciertos negocios interesantísimos de familia, que han quedado embrollados con la muerte súbita de un deudo. Los tres años los consumió la discreción gregoriana en considerar cómo se contestarían estas cartas y cómo se efectuaría este viaje. El buen hombre no podía decidirse ni a uno ni a otro. Pero el corresponsal menudeaba sus instancias. Y ya fue preciso consultarse con el confesor, con el médico y con los amigos. Pues, señor, asunto concluido: el niño Goyito se va a Chile. La noticia corrió por toda la parentela. Dio conversación y quehaceres a todos los criados, afanes y devociones a todos los conventos y convirtió la casa en una Liorna. Busca de costureras por aquí, sastres por allá, fondista por acullá. Un hacendado de Cañete mandó tejer en Chincha cigarreras. La Madre Transverberación del Espíritu Santo se encargó en un convento de una parte de los dulces. Sor María en Gracia fabricó en otro su buena porción de ellos. La Madre Salomé, abadesa indigna, tomó a su cargo en el suyo las pastillas. Una monjita recoleta mandó de regalo un escapulario. Otra, dos estampitas. El Padre Florencia de San Pedro corrió con los sorbetes. Y se encargaron, a distintos manufactureros y comisionados, sustancias de gallina, botiquín, vinagre de los cuatro ladrones para el mareo, camisas a centenares, capingo (Don Gregorio llamaba capingo a lo que llamamos capote), chaqueta y pantalón para los días fríos, chaqueta y pantalón para los días templados, chaqueta y pantalón para los días calurosos. En suma, la expedición de Bonaparte a Egipto no tuvo más preparativos. Seis meses se consumieron en ellos, gracias a la actividad de las niñas (hablo de las hermanitas de Don Gregorio, la menor de las cuales era su madrina de bautismo), quienes sin embargo del dolor de que se hallaban atravesadas con este viaje, tomaron en un santiamén todas las providencias del caso. Vamos al buque. ¿Y quién verá si este buque es bueno o malo? ¡Válgame Dios! ¡Qué conflicto! ¿Se recurrirá al inglés Don Jorge, que vive en los altos? ¡Ni pensarlo. Las hermanitas dicen que es un bárbaro, capaz de embarcarse en un zapato. Un catalán pulpero, que ha navegado en la Esmeralda, es por fin el perito. Le costean caballo y va al Callao. Practica su reconocimiento y vuelve diciendo que el barco es bueno y que Don Goyito irá tan seguro como en un navío de la Real Armada. Con esta noticia, calma la inquietud.

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Despedidas. La calesa trajina por todo Lima. ¿Con que se nos va usted? ¿Con que se decide usted a embarcarse? ¡Buen valorazo! Don Gregorio se ofrece a la disposición de todos. Se le bañan los ojos de lágrimas a cada abrazo. Encarga que le encomienden a Dios. A él le encargan jamones, dulces, lenguas y cobranzas. Y ni a él le recomienda nadie a Dios, ni él se vuelve a acordar de los jamones, los dulces, de las lenguas, ni de las cobranzas. Llega el día de la partida. ¡Qué bulla! ¡Qué jarana! ¡Qué Babilonia! Baúles en el patio, cajones en el dormitorio, colchones en el zaguán, diluvios de canastos por todas partes. Todo sale por fin y todo se embarca, aunque con bastantes trabajos. Marcha Don Gregorio acompañado de una numerosa caterva, a la que pertenecen también, con vendones y cordón de San Francisco de Paula, las amantes hermanitas, que sólo por el buen hermano pudieran hacer el horrendo sacrificio de ir por primera vez al Callao. Las infelices no se quitan el pañuelo de los ojos. Y lo mismo sucede al viajero. Se acerca la hora del embarque y se agravan los soponcios. –¿Si nos volveremos a ver? Por fin, es forzoso partir: el bote aguarda. Va la comitiva al muelle: abrazos generales, sollozos. Los amigos separan a los hermanos. –¡Adiós, Goyito de mi corazón! El alma de mi mamá Chombita te lleve con bien. Este viaje ha sido un acontecimiento notable en la familia. Ha fijado una época de eterna recordación. Ha constituido una era, como la de la Hégira, como la de la fundación de Roma, como el diluvio universal, como la era de Nabonasar. Se pregunta en la tertulia: –¿Cuánto tiempo lleva fulana de casada?”. –Aguarde usted: Fulana se casó estando Goyito para irse a Chile.–¿Cuánto tiempo hace que murió el guardián de tal convento? –Yo le diré a usted. Al padre Guardián le estaban tocando las agonías al otro día del embarque de Goyito. Me acuerdo todavía que se las recé, estando enferma en casa, de resultas del viaje al Callao. –¿Qué edad tiene aquel jovencito? –Déjeme usted recordar. Nació en el año de... Mire usted. Este cálculo es más seguro. Son habas contadas. Cuando recibimos la primera carta de Goyito, estaba mudando dientes. Con que, saque usted la cuenta.

Así viajaban nuestros abuelos. Así viajarían, si se determinasen a viajar muchos de la generación que acaba. Y muchos de la generación actual, que conservan el tipo de los tiempos del virrey Avilés. Y ni aun así viajarían otros, por no viajar de ningún modo. Pero las revoluciones hacen del hombre, a fuerza de sacudirlo y pelotearlo, el mueble más liviano y portátil. Y los infelices que desde la infancia las han tenido por atmósfera, han sacado de ellas, en medio de mil males, el corto beneficio siquiera de una gran facilidad locomotiva. ¿La salud o los negocios, o cualesquiera otras circunstancias aconsejan un viaje? A ver los periodicos. Buques

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para Chile. –Señor Consignatario, ¿hay camarote? –Bien. – ¿Es velero el bergatín? –Magnífico. –¿Pasaje? –Tanto más cuanto. –Estamos convenidos. –Chica, acomódame una docena de camisas y un almofrez. Esta ligera apuntación al abogado; esta otra al procurador. Cuenta, no te descuides con la lavandera, porque el sábado me voy. Cuatro letras por la imprenta, diciendo adiós a los amigos. Eh: llegó el sábado. Un abrazo a la mujer un par de besos a los chicos, y agur. –Dentro de un par de meses estoy de vuelta. Así me han enseñado a viajar, mal de mi grado, y así me ausento, lectores míos, dentro de muy pocos días. Éste y no otro es el motivo de darles mi segundo número de El Espejo de mi Tierra antes que paguen sueldos. No quisiera emprender este viaje, pero es forzoso. No saben bien cuánto me cuesta el suspender con esta ausencia mis dulces coloquios con el público. Quizás no sucederá otro tanto a la mayor parte de ustedes, que corresponderán a mi amorosa despedida, exclamando: ¡Mal rayo te parta, y nunca más vuelvas a incomodarnos la paciencia! En fin, sea lo que fuere, los enemigos y enemigas: descansen de mi insoportable tarabilla. Preparen sus viajes con toda la calma que quieran. Hablen de la ópera como les acomode. Vayan a Amancaes cómo y cuándo les parezca. Bailen zamacueca, a taco tendido, a roso y velloso, a troche y moche, a banderas desplegadas a cuanta tontería les venga a las mientes. En suma, aprovechen estos dos meses. Los amigos y amigas, tengan el presente artículo por visita o tarjeta de despedida, y rueguen a Dios me dé viento fresco, capitán amable, buena mesa y pronto regreso.

ACTIVIDADES Y EJERCICIOS A. ESTRUCTURA Y ELEMENTOS FORMALES 1. El encuentro puede ser dividido en cuatro partes: I. El viaje de Goyito. II. Hechos colaterales al viaje. III. Reflexión sobre la forma en que han cambiado los viajes. IV. Despedida del escritor de sus lectores. Señálalas con los números respectivos. 2. Al final de la página se intercalan algunos parlamentos (o partes de un diálogo) con la narración, pero no se usan guiones. ¿Cómo se los destaca? 3. En el tercer párrafo se menciona, entre otros personajes, a varios religiosos. ¿Diríamos

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que las alusiones son irónicas? ¿Por qué? 4. El lenguaje de Pardo es castizo y artificialmente elegante. ¿Cómo fundamentarías tal apreciación? B. COMPRENSIÓN 1. Describe al niño Goyito. 2. ¿Qué sucede durante los tres años mencionados al inicio del cuento? 3. ¿Qué pasó con la parentela cuando se enteró que Goyito iba a viajar? 4. ¿Cómo se presenta a las hermanas de Goyito a partir del último párrafo de la página 13. 5. ¿Qué misión se le dio al catalán pulpero? ¿Cómo la realizó? 6. ¿Cómo son las despedidas de Goyito? 7. ¿Qué acontencimientos ocurren durante la partida? 8. ¿Por qué se llega a decir que el viaje fue un acontecimiento notable en la familia? ¿Cómo se lo ejemplifica? 9. ¿Qué quiere decir el autor en el párrafo en el que menciona al virrey Avilés? 10. ¿Y cómo son los viajes a Chile en la época en que vive el autor del cuento? 11. ¿¿Qué quiere decir el autor en el penúltimo breve párrafo? 12. ¿Qué expresa el autor a sus lectores al despedirse en el último párrafo? C. APRECIACIÓN CRÍTICA Y CREATIVIDAD 1. ¿Qué sensación provoca llamar “niño Goyito” a un hombre de 52 años? 2. ¿Qué indica la demora de tres años para decidir el viaje? 3. ¿Qué revela el hecho de que se alistaran tantas cosas para que llevara Goyito? 4. ¿Cuál es a tu juicio el real sentimiento de las hermanas por Goyito? 5. ¿Calificarías de cálida o ridícula la despedida? ¿Por qué? 6. ¿Qué relación real habría entre el escritor y sus lectores? 7. Ponle un título más grande y más descriptivo al cuento. 8. Describe con cinco palabras a las hermanas de Goyito. 9. Imagina y escribe los saludos con que lo recibirán dos de sus hermanas al volver de

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Chile. 10. ¿Adónde te gustaría viajar a tí? ¿Por qué?

RICARDO PALMA (1833-1919)

Ricardo Palma es uno de los más importantes escritores peruanos. En vida, era considerado la mayor gloria literaria del Perú. Su obra ha tenido siempre gran difusión en el país y es bastante conocida en el exterior. Limeño nacido en una modesta familia, Palma fue un ferviente seguidor del credo liberal en política. A veces anticlerical, es un romántico que anhela por sobre todas las cosas la libertad. Ricardo Palma es conocido fundamentalmente como creador de la tradición, subgénero literario que le dio fama universal, pero también cultivó la poesía, el teatro y la lexicografía. La tradición es una forma no rigurosa ni estrictamente seria, sino más bien amena, anecdótica y hasta “chispeante”, de contar el pasado. Lo importante es que, a través de ellas, el lector logra, con toda seguridad, una mejor comprensión que si intenta hacerlo a través de un libro convencional de Historia. Después de la guerra con Chile, Palma dirigió la Biblioteca Nacional, que había quedado en escombros. En más de veinte años, el “bibliotecario mendigo” en que se convirtió logró reconstruirla. Su extensa obra, apretadamente reseñada, abarcó varios géneros. Poesía: Poesías (1885), Armonías (1865), Pasionarias (1870) y Verbos y gerundios (1877). Historia: Anales de la Inquisición de Lima (1863). Lexicografía; Neologismos y americanismos (1895) y Papeletas lexicográficas (1903). Tradición: Tradiciones Peruanas (publicadas en varios volúmenes desde 1872 hasta 1906).

EL ALACRÁN DE FRAY GÓMEZEstaba en la mañana fray Gómez en su celda entregado a la meditación, cuando dieron a la puerta unos discretos golpecitos, y una voz de quejumbroso timbre dijo: –Deo gratias... ¡Alabado sea el Señor! –Por siempre jamás, amén. Entre, hermanito –contestó fray Gómez. Y penetró en la humildísima celda un individuo algo desarrapado, era efigie del hombre a quien acongojan pobrezas, pero en cuyo rostro se dejaba adivinar la proverbial honradez del castellano viejo. Todo el mobiliario de la celda se componía de cuatro sillones de vaqueta, una mesa mugrienta, y una tarima sin colchón, sábanas ni abrigo, y con una piedra por cabezal o almohada. Gracias a Dios RICARDO PALMA La tradición seleccionada transcurre en el ambiente colonial. El protagonista es un humilde religioso al que se le acerca un español que está viviendo una situación económica crítica. Pese a sus limitaciones, el religioso lo ayuda.

–Tome asiento, hermano, y dígame sin rodeos lo que por acá

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le trae –dijo fray Gómez. –Es el caso, padre, que soy hombre de bien a carta cabal... –Se le conoce y que persevere deseo, que así merecerá en esta vida terrena la paz de la conciencia, y en la otra la bienaventuranza. –Y es el caso que soy buhonero, que vivo cargado de familia y que mi comercio no cunde por falta de medios, que no por holgazanería y escasez de industria en mí. –Me alegro, hermano, que a quien honradamente trabaja Dios le acude. –Pero es el caso, padre, que hasta ahora Dios se me hace el sordo y en socorrerme tarda... –No desespere, hermano; no desespere. –Pues es el caso que a muchas puertas he llegado en demanda de habilitación por quinientos duros, y todas las he encontrado con cerrojo y cerrojillo. Y es el caso que anoche, en mis cavilaciones, yo mismo me dije a mí mismo: –¡Ea!, Jeromo, buen ánimo y vete a pedirle el dinero a fray Gómez, que si él lo quiere, mendicante y pobre como es, medio encontrará para sacarte del apuro. Y es el caso que aquí estoy porque he venido y a su paternidad le pido y ruego que me preste esa puchuela por seis meses, seguro que no será por mí por quien se diga: En el mundo hay devotos que un beneficio de ciertos santos; da siempre vida a ingratos la gratitud les dura desconocidos. lo que el milagro; –¿Cómo ha podido imaginarse, hijo, que en esta triste celda encontraría ese caudal? –Es el caso, padre, que no acertaría a responderle, pero tengo fe en que no me dejará ir desconsolado. –La fe lo salvará, hermano. Espere un momento. Y paseando los ojos por las desnudas y blanqueadas paredes de la celda, vio un alacrán que caminaba tranquilamente sobre el marco de la ventana. Fray Gómez arrancó una página de un libro viejo, dirigióse a la ventana, cogió con delicadeza a la sabandija, la envolvió en el papel, y tomándose hacia el castellano viejo, le dijo: –Tome, buen hombre, y empeñe esta alhajita; no olvide, si, devolvérmela dentro de seis meses. El buhonero se deshizo en frases de agradecimiento, se despidió de fray Gómez y más que de prisa se encaminó a la tienda. La joya era espléndida, verdadera alhaja de reina morisca, por decir lo menos. Era un prendedor figurando un alacrán. El cuerpo lo

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formaba una magnífica esmeralda engarzada sobre oro, y la cabeza un grueso brillante con dos rubíes por ojos. El usurero, que era hombre conocedor, vio la alhaja con codicia, y ofreció al necesitado adelantarle dos mil duros por ella; pero nuestro español se empeñó en no aceptar otro préstamo que el de quinientos duros por seis meses, y con un interés judaico se entiende. Extendiéronse y firmáronse los documentos o papeletas de estilo, acariciando el agiotista la esperanza de que a la postre el dueño de la prenda acudiría por más dinero, que con el recargo de intereses lo convertiría en propietario de joya tan valiosa por su mérito intrínseco y artístico. Y con este capitalito fuele tan prósperamente en su comercio, que a la terminación del plazo pudo desempeñar la prenda, y, envuelta en el mismo papel en que la recibiera, se la devolvió a fray Gómez. Este tomó el alacrán, lo puso sobre el alféizar de la ventana, le echó una bendición y dijo: –Animalito de Dios, sigue tu camino. Y el alacrán echó a andar libremente por las paredes de la celda.

A. ESTRUCTURA Y ELEMENTOS FORMALES 1. La historia contada transcurre en cuatro sucesivos ambientes. El primero es la celda de fray Gómez. ¿Cuáles son los siguientes? 2. Menciona los tres personajes de esta tradición en orden de importancia. 3. Encontramos expresiones arcaicas o muy antiguas. ¿Qué efecto causan estos usos en el lector? 4. ¿Qué sentido tiene la inclusión de la estrofa poética en la tradición? 5. Al principio predominan los diálogos; luego, la narración. ¿A qué se debe esa variación de estilo? 6. Si revisamos la lista de palabra, lo primero que destaca en su extensión. Luego vemos que algunos términos se usan con significados poco comunes. Teniendo en cuenta todo eso, ¿te parece que el lenguaje de Palma en esta tradición es sencillo, complejo o de dificultad intermedia? B. COMPRENSIÓN 1. Señala algunas características del hombre que acudió a visitar a fray Gómez. 2. ¿Cuál era el mobiliario de la celda del religioso? 3. ¿Qué pasaba con el negocio del buhonero? 4. ¿Qué decidió hacer Jeromo durante su cavilación nocturna?

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5. ¿Qué compromiso adquiere ante fray Gómez el castellano viejo? 6. Agrega dos oraciones más al final del cuento. 7. ¿Qué hizo fray Gómez después de posar sus ojos en las paredes? 21 ACTIVIDADES Y EJERCICIOS 8. ¿Qué le dijo fray Gómez al castellano viejo al darle la alhaja? 9. Describe la valiosa joya. 10. ¿Qué pretendía el usurero? ¿Por qué? 11. ¿Cómo le fue en sus negocios al castellano viejo después? 12. ¿Cuál es el epílogo o final de esta tradición? C. APRECIACIÓN CRÍTICA 1. ¿Cómo definirías los milagros? A tu juicio, ¿existen? 2. ¿Te impresionó la pobreza de la celda de Fray Gómez? ¿Por qué? 3. ¿Qué perseguía al religioso usando una piedra como almohada? 4. En un principio, ¿creía el religioso que podía ayudar al castellano? ¿Cómo nos damos cuenta de eso? 5. ¿Por qué no habría acudido el buhonero antes a visitar a fray Gómez para pedirle ayuda? 6. ¿Qué opinión te merece el agiotista? D. CREATIVIDAD 1. Reescribe el primer párrafo usando tus propias palabras. 2. Invéntale un nombre graciosa al agiotista y ponle apellidos al castellano. 3. Si tú fuera el buhonero, ¿qué habrías hecho con los quinientos duros? 4. ¿Por qué circunstancias podría haber fracasado Jeromo en su negocio en esos seis meses? Claro está que eso no sucedió. 5. Sustituye la expresión final de fray Gómez por otra de tu propia creación. 6. Agrega dos oraciones más al final del cuento.

CLEMENTE PALMA (1872-1946)

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Clemente Palma nació y murió en Lima. Hijo de don Ricardo Palma, llegó a ser un importante representante del modernismo, sin cobijarse jamás bajo la sombra de su famoso padre. Compañero de estudios en la secundaria del poeta José Santos Chocano, desde muy joven mostró sus inclinaciones literarias. Doctorado en Letras en 1901, enseñó Estética y tradujo algunas obras del francés. Dada su condición de empleado de la Biblioteca Nacional y su gran capacidad de lectura, alcanzó una erudición rara en nuestro país en su tiempo. En 1912 debió renunciar a su empleo y dirigió varias revistas, entre ellas “Variedades”. En 1924 fue elegido diputado. Publicó dos libros de cuentos fantásticos, sobre temas exóticos y con una gran calidad formal: Cuentos malévolos (1904) e Historias malignas (1926). En 1935 apareció una rara novela suya: X, Y, Z. Las notas costumbristas que publicaba en revistas fueron agrupadas en el libro Crónicas de Apapucio Corrales. Alto, delgado, de grandes bigotes y parco, Clemente Palma es autor de una notable y contradictoria producción literaria. Costumbrista e irónico en algunas obras, fue imaginativo y extraño en otras. El cuento que vamos a leer es un relato que se suma a varios otros que se cuentan en una velada entre amigos. Su protagonista va enhebrando una historia de amor, intensa, extraña. La relación de los enamorados transcurre en una atmósfera misteriosa en la que las sorpresas acechan permanentemente al lector.

LOS OJOS DE LINA El teniente Jym de la Armada Inglesa era nuestro amigo. Cuando entró en la Compañía Inglesa de Vapores le veíamos cada mes y pasábamos una o dos noches con él en alegre francachela. Jym había pasado gran parte de su juventud en Noruega, y era un insigne bebedor de whisky y de ajenjo; bajo la acción de estos licores le daba por cantar con voz estentórea lindas baladas escandinavas, que después nos traducía. Una tarde fuimos a despedirnos de él a su camarote, pues al día siguiente zarpaba el vapor para San Francisco. Jym no podía cantar en su cama a voz en cuello, como tenía costumbre, por razones de disciplina naval, y resolvimos pasar la velada refiriéndonos historias y aventuras de nuestra vida, sazonando las relaciones con sendos sorbos de licor. Serían las dos de la mañana cuando terminamos los visitantes de Jym nuestras relaciones; sólo Jym faltaba y le exigimos que hiciera la suya. Jym se arrellanó en un sofá; puso una mesita próxima a una pequeña botella de ajenjo y un aparato para destilar agua; encendió un puro y comenzó a hablar del modo siguiente:

No voy a referiros una balada ni una leyenda del Norte, como en otras ocasiones; hoy se trata de una historia verídica, de un episodio de mi vida de novio. Ya sabéis que, hasta hace dos años, he vivido en Noruega; por mi madre soy noruego, pero mi padre se hizo súbdito inglés. En Noruega me casé. Mi esposa se llama Axelina o Lina, como yo la llamo, y cuando tengáis la ventolera de dar un paseo por Christhianía, id a mi casa, que mi esposa os hará con mucho gusto los honores.

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Empezaré por deciros que Lina tenía unos ojos más extrañamente endiablados del mundo. Ella tenía diez y seis años y yo estaba loco de amor por ella, pero profesaba a sus ojos el odio más rabioso que puede caber en el corazón de hombre. Cuando Lina fijaba sus ojos en los míos me desesperaba, me sentía inquieto y con los nervios crispados; me parecía que alguien me vaciaba una caja de alfileres en el cerebro y que se esparcían a lo largo de mi espina dorsal; un frío doloroso galopaba por mis arterias, y la epidermis se me erizaba, como sucede a la generalidad de las personas al salir de un baño helado, y a muchas al tocar una fruta peluda, o al ver el filo de una navaja, o al rozar con las uñas el terciopelo, o al escuchar el frufrú de la seda o al mirar una gran profundidad. Esa misma sensación experimentaba al mirar los ojos de Lina. He consultado varios médicos de mi confianza sobre este fenómeno y ninguno me ha dado la explicación; se limitaban a sonreír y a decirme que no me preocupara del asunto, que yo era un histérico y no sé que otras majaderías. Y lo peor es que yo adoraba a Lina con exasperación, con locura, a pesar del efecto desastroso que me hacían sus ojos. Y no se limitaban estos efectos a la tensión álgida de mi sistema nervioso; había algo más maravilloso aún, y es que cuando Lina tenía alguna preocupación o pasaba por ciertos estados psíquicos o fisiológicos, veía yo pasar por sus pupilas, al mirarme, en la forma vaga de pequeñas sombras fugitivas coronadas por puntitos de luz, las ideas; si señores, las ideas. Esas entidades inmateriales e invisibles que tenemos todos o casi todos, pues hay muchos que no tienen ideas en la cabeza, pasaban por las pupilas de Lina con formas inexpresables. He dicho sombras porque es la palabra que más se acerca. Salían por detrás de la esclerótica, cruzaban la pupila y al llegar a la retina destellaban, y entonces sentía yo que en el fondo de mi cerebro respondía una dolorosa vibración de las células, surgiendo a su vez una idea dentro de mí. Se me ocurría comparar los ojos de Lina al cristal de la claraboya de mi camarote, por el que veía pasar, al anochecer, a los peces azorados con la luz de mi lámpara, chocando sus estrafalarias cabezas contra el macizo cristal que, por su espesor y convexidad, hacía borrosas y deformes sus siluetas. Cada vez que veía esa parranda de ideas en los ojos de Lina, me decía yo: ¡Vaya! ¡Ya están pasando los peces! Sólo que éstos atravesaban de un modo misterioso la pupila de mi amada y formaban sus madrigueras en las cavernas oscuras de mi encéfalo. Pero ¡bah!, soy un desordenado. Os hablo del fenómeno sin haberos descrito los ojos y las bellezas de mi Lina. Lina es morena y pálida: sus cabellos undosos se rizaban en la nuca con tan adorable encanto, que jamás belleza de mujer alguna me sedujo tanto como el dorso del cuello de Lina, al sumergirse en la sedosa negrura de sus cabellos. Los labios de Lina, casi siempre entreabiertos, por cierta tirantez infantil del labio superior, eran tan rojos que parecían acostumbrados a comer fresas, a beber sangre o a depositar la de los intensos rubores; probablemente esto último, pues, cuando las mejillas de Lina se encendían, palidecían aquéllos. Bajo esos labios

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había unos dientes diminutos tan blancos, que iluminaban la faz de Lina, cuando un rayo de luz jugaba sobre ellos. Era para mí una delicia ver a Lina moder cerezas; de buena gana me hubiera dejado morder por esa deliciosa boquita, a no ser por esos ojos endemoniados que habitaban más arriba. ¡Esos ojos! Lina, repito, es morena, de cabellos, cejas y pestañas negras. Si la hubierais visto dormida alguna vez, yo os hubiera preguntado: ¿De qué color creéis que tiene Lina los ojos? –A buen seguro que, guiados por el color de su cabellera, de sus cejas y pestañas me habrías respondido: negros–. ¡Qué chasco! Pues, no señor; los ojos de Lina tenían color, es claro, pero ni todos los oculistas del mundo, ni todos los pintores habrían acertado a determinarlo ni a reproducirlo. Los ojos de Lina era de un corte perfecto, rasgados y grandes; debajo de ellos una línea azulada formaba la ojera y parecía como la tenue sombra de sus largas pestañas. Hasta aquí, como veis, nada hay de raro; estos eran los ojos de Lina cerrados o entornados; pero una vez abiertos y lucientes las pupilas, allí de mis angustias. Nadie me quitará de la cabeza que Mefistófeles tenía su gabinete de trabajo detrás de esas pupilas. Eran ellas de un color que fluctuaba entre todos los de la gama, y sus más complicadas combinaciones. A veces me parecían dos grandes esmeraldas, alumbradas por detrás por luminosos carbunclos. Las fulguraciones verdosas y rojizas que despedían se irisaban poco a poco y pasaban por mil cambiantes, como las burbujas de jabón, luego venía un color indefinible, pero uniforme, a cubrirlos todos y en medio palpitaba un puntito de luz, de lo más mortificante por los tonos felinos y diabólicos que tomaba. Los hervores de la sangre de Lina, sus tensiones nerviosas, sus irritaciones, sus placeres, los alambicamientos y juegos de su espíritu, se denunciaban por el color que adquiría ese punto de luz misteriosa.Con la continuidad de tratar a Lina llegué a traducir los brillores múltiples de sus ojos. Sus sentimentalismos de muchacha romántica eran verdes; sus alegrías, violadas; sus celos, amarillos; y rojos sus ardores de mujer apasionada. El efecto de estos ojos en mí era desastroso. Tenían sobre mí un imperio horrible, y en verdad yo sentía mi dignidad de varón humillada con esa especie de esclavitud misteriosa, ejercida sobre mi alma por esos ojos que odiaba como a personas. En vano era que tratara de resistir; los ojos de Lina me subyugaban, y sentía que me arrancaban el alma para triturarla y carbonizarla entre dos chispazos de esas miradas de Luzbel. Por último, con el alma ardiendo de amor y de ira, tenía yo que bajar la mirada, porque sentía que mi mecanismo nervioso llegaba a torsiones desgarradoras, y que mi cerebro saltaba dentro de mi cabeza, como un abejorro encerrado dentro de un horno. Lina no se daba cuenta del efecto desastroso que me hacían sus ojos. Todo Christhianía se los elogiaba por hermosos y a nadie causaban la impresión terrible que a mí: sólo yo estaba constituido para ser la víctima de ellos. Yo tenía reacciones de orgullo; a veces pensaba que Lina abusaba del poder que tenía sobre mí, y que se complacía en humillarme; entonces mi dignidad de varón se sublevaba vengativamente reclamando imaginarios fueros, y a mi vez me entretenía

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en tiranizar a mi novia, exigiéndole sacrificios y mortificándola hasta hacerla llorar. En el fondo había una intención que yo trataba de realizar disimuladamente; sí, en esa valiente sublevación contra la tiranía de esas pupilas estaba embozada mi cobardía: haciendo llorar a Lina la hacía cerrar los ojos y cerrados los ojos me sentía libre de mi cadena. Pero la pobrecilla ignoraba el arma terrible que tenía contra mí; sencilla y candorosa, la buena muchacha tenía un corazón de oro y me adoraba y me obedecía. Lo más curioso es que yo, que odiaba sus hermosos ojos, era por ellos que la quería. Aun cuando siempre salía vencido. ¡Cuántas veces las rojas fulguraciones del amor me hicieron el efecto de cien cañonazos disparados contra mis nervios! Por amor propio no quise revelar a Lina mi esclavitud. Nuestros amores debían tener una solución como la tienen todos: o me casaba con Lina o rompía con ella. Esto último era imposible, luego tenía que casarme con Lina. Lo que me aterraba, de la vida de casado, era la perturbación de esos ojos que tenían que alumbrar mi vejez. Cuando se acercaba la época en que debía pedir la mano de ella me era insoportable. De noche los veía fulgurar como ascuas en la oscuridad de mi alcoba, veía el techo y allí estaban terribles y porfiados; miraba la pared y estaban incrustados allí; cerraba los ojos y los veía adheridos sobre mis párpados con una tenacidad luminosa tal, que su fulgor iluminaba el tejido de arterias y venillas de la membrana. Al fin, rendido, dormía, y las miradas de Lina llenaban mi sueño de redes que se apretaban y me estrangulaban el alma. ¿Qué hacer? Formé mil planes; pero no sé si por orgullo, amor, o por una noción del deber muy grabada en mi espíritu, jamás pensé en renunciar a Lina. El día en que la pedí, Lina estuvo contentísima. ¡Oh, cómo brillaban sus ojos y qué endiabladamente! La estreché en mis brazos delirante de amor, y al besar sus labios sangrientos y tibios tuve que cerrar los ojos casi desvanecido. –¡Cierra los ojos, Lina mía, te lo ruego! Lina, sorprendida, los abrió más, y al verme pálido y descompuesto me preguntó asustada, cogiéndome las manos: –¿Qué tienes, Jym?... Habla. ¡Dios Santo!.... ¿Estás enfermo? Habla. –No..., perdóname; nada tengo, nada... –le respondí sin mirarla.–Mientes, algo te pasa... –Fue un vahído, Lina... ya pasará... –¿Y por qué querías que cerrara los ojos? No quieres que te mire, bien mío. No respondía y la miré medroso. ¡Oh!, allí estaban esos ojos terribles, con todos sus insoportables chisporroteos de sorpresa, de amor y de inquietud. Lina, al notar mi turbado silencio, se alarmó más. Se sentó sobre mis rodillas, cogió mi cabeza entre sus manos y me dijo con violencia: –No, Jym, tú me engañas, algo extraño pasa en ti desde hace algún tiempo: tú has hecho algo malo, pues sólo los que tienen un peso en la conciencia no se atreven a mirar de frente. Yo te conoceré

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en los ojos, mírame, mírame. Cerré los ojos y la besé en la frente. –No me beses, mírame, mírame. –¡Oh, por Dios, Lina, déjame!...

–¿Y por qué no me miras? –insistió casi llorando. Yo sentí honda pena de mortificarla y a la vez mucha vergüenza de confersarle mi necedad: –No te miro, porque tus ojos me asesinan; porque les tengo un miedo cerval, que no me explico, ni puedo reprimir–. Callé, pues, y me fui a mi casa, después que Lina dejó la habitación llorando. Al día siguiente, cuando volví a verla, me hicieron pasar a su alcoba: Lina había amanecido enferma con angina. Mi novia estaba en cama y la habitación casi a oscuras. ¡Cuánto me alegré de esto último! Me senté junto al lecho y le hablé apasionadamente de mis proyectos para el futuro. En la noche había pensado que lo mejor para que fuéramos felices, era confesarle mis ridículos sufrimientos. Quizá podríamos ponernos de acuerdo... Usando anteojos negros... quizá. Después que la referí mis dolores, Lina se quedó un momento en silencio. –¡Bah, que tontería! –fue todo lo que contestó. Durante veinte días no salió Lina de la cama y había orden del médico de que no me dejaran entrar. El día en que Lina se levantó me mandó llamar. Faltaban pocos días para nuestra boda, y ya había recibido infinidad de regalos de sus amigos y parientes. Me llamó Lina para mostrarme el vestido de azahares, que le habían traído durante su enfermedad, así como los obsequios. La habitación estaba envuelta en una oscura penumbra en la que apenas podía yo ver a Lina; se sentó en un sofá de espaldas a la entornada ventana, y comenzó a mostrarme brazaletes, sortijas, collares, vestidos, unas palomas de alabastro, dijes, zarcillos, y no sé cuanta preciosidad. Allí estaba el regalo de su padre, el viejo armador: consistía en un pequeño yate de paseo, es decir, no estaba el yate, sino el documento de propiedad; mis regalos también estaban y también el que Lina me hacía, consistente en una cajita de cristal de roca, forrada con terciopelo rojo. Lina me alcanzaba sonriente los regalos, y yo, con galantería de enamorado, le besaba la mano. Por fin, trémula, me alcanzó la cajita. –Mírala a la luz –me dijo–, son piedras preciosas, cuyo brillo conviene apreciar debidamente. Y tiró de una hoja de la ventana. Abrí la caja y se me erizaron los cabellos de espanto; debí ponerme monstruosamente pálido.

Levanté la cabeza horrorizado y vi a Lina que me miraba fijamente con unos ojos negros, vidriosos e inmóviles. Una sonrisa, entre amorosa e irónica, plegaba los labios de mi novia, hechos con zumos de fresas salvajes. Salté desesperado y cogí violentamente a Lina de la mano. –¿Qué has hecho desdichada?

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–¡Es mi regalo de boda! –respondió tranquilamente. movía increíble jugos Lina estaba ciega. Como huéspedes azorados estaban en las cuencas unos ojos de cristal, y los suyos, los de mi Lina, esos ojos extraños que me habían mortificado tanto, me miraban amenazadores y burlones desde el fondo de la caja roja, con la misma mirada endiablada de siempre. Cuando terminó Jym, quedamos todos en silencio, profundamente emocionados. En verdad que la historia era terrible. Jym tomó un vaso de ajenjo y se lo bebió de un solo trago. Luego nos miró con aire melancólico. Mis amigos miraban, pensativos, el uno la claraboya del camarote y el otro la lámpara que se bamboleaba a los balances del buque. De pronto Jym soltó una carcajada burlona, que cayó como un enorme cascabel en medio de nuestras meditaciones. –¡Hombres de Dios! ¿Creéis que haya mujer alguna capaz del sacrificio que os he referido? Si los ojos de una mujer os hacen daño, ¿sabéis como lo remediará ella? Pues arrancándolos los vuestros para que no veáis los suyos. No; amigos míos, os he referido una historia inverosímil cuyo autor tengo el honor de presentaros. Y nos mostró, levantando en alto su botellita de ajenjo, que parecía una solución concentrada de esmeraldas.

A. ESTRUCTURA Y ELEMENTOS FORMALES 1. Frente al cuerpo total del cuento, el primer párrafo resulta singular. ¿A qué se debe eso? 2. Algo similar también ocurre con los tres últimos párrafos. Explica por qué. 3. La historia en sí se desarrolla principalmente alrededor de Jym y Lina. Menciona por lo menos otros dos personajes. 4. Cuando las personas hablan emplean las formas correspondientes a 'vosotros', no a 'ustedes'. Muestra tres ejemplos. 5. Señala dos características del lenguaje de Palma en este cuento. B. COMPRENSIÓN 1. ¿Quién era el teniente Jym? 2. ¿Qué pasaba generalmente en las francachelas que compartían estos marinos? 3. ¿Qué sucede la noche anterior a la partida de Jym hacia San Francisco? 4. ¿Por qué alude Jym a Noruega? 5. ¿Cómo eran los ojos de Lina para Jym? 6. ¿Y qué efecto le causaban al teniente esos ojos? 7. ¿Qué le decían a Jym los médicos cuando

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les consultaba sobre su problema? 8. ¿Qué cosa extraña sucedía con las ideas de Lina? 9. ¿Por qué los ojos de Lina hacían pensar a Jym en los peces que veía por la claraboya de su camarote? 10. Señala tres características de Lina que no tengan que ver con sus ojos. 11. ¿Qué efecto tenían los ojos de Lina en la gente del pueblo? 29 ACTIVIDADES Y EJERCICIOS 12. ¿Qué sucede el día que Jym pide la mano de Lina? 13. ¿Y qué pasa al día siguiente? 14. ¿Qué ocurre el vigésimo día, cuando Lina se levanta y vuelve a ver a Jym? 15. ¿Cuál es el sorprendente final de la historia? C. APRECIACIÓN CRÍTICA 1. ¿Qué significado tendrá el hecho de que Jym cante baladas en ciertas circunstancias? 2. ¿Por qué sonreirían los médicos cuando Jym les contaba sus problemas? 3. ¿Podrías aceptar en general, que las ideas de una persona se reflejan en sus miradas? ¿Por qué? 4. Jym trata de precisar el color de los ojos de Lina, pero acaba atribuyéndoles colores varios. ¿Por qué tanta falta de claridad? 5. El efecto de los ojos de Lina no es el mismo para Jym que para el resto de la gente. ¿A qué atribuyes eso? 6. Para ti, ¿esta historia fue real o imaginaria? ¿Por qué? D. CREATIVIDAD 1. Menciona algo que te erizaría la piel. 2. Ponles apellidos a Lina y Jym. 3. Ponle otro título a esta historia. Asegúrate que en el mismo figure el nombre del protagonista. 4. Piensa en una real y verosímil prueba de amor. 5. Las últimas palabras de Lina son: “¡Es mi regalo de boda!” Apelando a tu ingenio, agrégale una oración más. 6. Reescribe, con tus propias palabras, las dos líneas finales del cuento.

ARTURO D. HERNÁNDEZ (1904-1970)

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Arturo Hernández es un notable escritor loretano, nacido en un apartado caserío localizado en las márgenes del Ucayali. Para continuar sus estudios se traslada a la ciudad capital: Iquitos. Ahí realiza sus estudios secundarios y luego se embarca en una aventura política. En 1921 un militar se levanta en armas y decide trasladarse a Lima para derrocar a don Augusto B. Leguía. Hernández forma parte de sus huestes, pero la revuelta es fácilmente debelada. Entonces el joven Hernández se radica en la capital. Poco después inicia sus estudios de Derecho. Abogado y luego juez, un amigo suyo lo describe con las siguientes pinceladas: “taciturno alumno, lento en el hablar, a veces balbuceante y huidizo, distraído siempre”. El reencuentro con su niñez y su Amazonía, el mundo cerrado y exuberante que él tan bien conoce, se da en sus tres novelas: Sangama (1942), Selva trágica (1954) y Rubinzana (1960). Nadie mejor calificado para escribir sobre la selva amazónica que Hernández. Sus novelas no están escritas para élites eruditas. Se hacen para que las lea y disfrute cualquier mortal. Pero esa sencillez no impide que un acertado manejo de los recursos narrativos consiga la construcción de obras notables. En este caso –contradiciendo flagrantemente el título del libro– no presentamos un cuento propiamente dicho. Lo que hemos hecho es escoger un fragmento de la primera novela de Hernández. Breve episodio, puede sin embargo ser aislado de la obra total y ofrecer una aventura plena de emoción y sapiencia. Resulta, además una elocuente presentación del protagonismo de la novela, que, ojalá, todos podamos leer íntegramente.

SANGAMA

¡Brann!... Cayó del techo, a mis pies, una serpiente que, rápida, se irguió en actitud amenazadora. Vi sus chispeantes ojillos malignos y su lengua fina moverse en todas las direcciones. Estaría, quién sabe, cazando ratones en el techo de la casita abandonada, en cuyo emponado hallábame tendido negligentemente, procurando dar descanso a mis miembros doloridos y ponerme a cubierto de los quemantes rayos del sol. Un escalofrío de terror recorrió mi cuerpo. Esperaba de un momento a otro la mortal picadura si la serpiente notaba el más leve movimiento de mi parte. El instinto me hizo quedar absolutamente quieto. Esa cabecita en forma de diamante, levantaba con insolente fiereza, fijó en mí las dos gotas de sangre de sus ojos con marcada desconfianza; pero al cabo de un momento que me pareció interminable se posó en el suelo quedando al parecer tranquila.

Sentí gran alivio, pues pensé que estaría alejándose, mas mi angustia se hizo mortal cuando percibí su contacto frío en uno de mis tobillos. Lo peor fue que, confundiendo la abertura inferior de mi pantalón por un hueco en que pudiera guarecerse, principió a deslizarse reptando por mi pierna. Pronto me llegó al muslo, y siguió avanzando..., forzó paso hasta mi cintura y, luego, incomodada por

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la presión de la tela, retrocedió hasta el lugar que encontró conveniente, donde se revolvía, ora con suavidad, ora frenética, tratando de hacerse espacio. Posiblemente, muy pocas veces un hombre se ha visto en trance tan desesperado. Ese día, de seguro, envejecí diez años. No sé cuánto tiempo duró esa angustia agravada ante la certidumbre de que nada ni nadie podría auxiliarme. De rato en rato, oía distante ruido de remos que pasaban por el río; pero ¿quién habría de detenerse a visitar esa choza abandonada? ¡Y esa víbora que se había metido entre mis pantalones, confundiéndolos con el madero hueco, no tenía cuándo aquietarse! Al menor movimiento que yo hiciera, me clavaría los colmillos inyectándome todo su veneno. Su inquietud me decía muy a las claras que la incomodidad iba irritándola cada vez más. Todo mi cuerpo temblaba interiormente a impulsos del vibrátil estremecimiento del reptil. –¡Joven, su canoa, mal amarrada, estuvo bajándose con la corriente! Aquél que, por extraño designio del destino, venía en mi ayuda con tanta oportunidad, hablaba desde la orilla del río. Como no le contestara, se aproximó levantando la voz: –¡Joven!... ¿Se ha quedado dormido? Oí el ruido de sus pasos que penetraban a la casucha y apareció ante mí un hombre que se detuvo a mirarme asombrado. Mis ojos debieron impresionarle por la indescriptible expresión de terror y esperanza que reflejaban. Afortunadamente, el movimiento de mis pantalones reveló mi tragedia. –¡Estése quieto! –me dijo con acento imperioso. Seguidamente, prendió un enorme cigarro y comenzó a envolverme en densas bocanadas de humo. La víbora se tranquilizó y, poco a poco, fue extendiéndose hasta quedar casi exánime. Y el hombre continuó la fumigación con más fuerza, hablando durante los intervalos en que la boca le quedaba desocupada del humo que expelía. –No tardaría en quedarse muerta. Esta es la cosa más rara e inexplicable que puede acontecer en la selva. Sin duda, se trata de una víbora enloquecida. No; debe ser viejísima y ciega por la edad. ¡Confundir los pantalones de un hombre con un tronco hueco!... ¡Inexplicable! Un momento más, quedará Ud. libre. Todavía le palpita la cola.

De repente dio un fuerte tirón. La víbora, sacada de golpe, fue a revolcarse a cierta distancia con la boca blanquecina mordiendo en el vacío. ¡Ya era tiempo! Cuando levanté, empapado de sudor frío, la cabeza me dolía terriblemente y todos los objetos, que bailaban frenéticos ante mí, tenían un pronunciado matiz rojizo. Ahí estaba la víbora revolviéndose en el emponado. Y el hombre, provisto de un palo, la remató de un certero golpe en la cabeza, mientras decía lamentándose: –Hubiera sido más fácil vencerla con la música, pues no hay cosa que guste más a estos bichos. Nada habría sido más sencillo

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que sacarla llamándola con las notas de una quena. –Ha llegado Ud. a tiempo para salvarme la vida –le dije agradecido. –La víbora tiene el color cenizo de la vejez y hasta podría asegurar que era miope –continuó calmadamente, como si no hubiera escuchado mis palabras–. Milagrosamente ha vivido hasta ahora sin ser cazada por un gavilán. ¡Es un jergón! Verdaderamente ha vuelto Ud. a nacer. –Me llamo Barcas... Abel Barcas –volví a interrumpirle. Recién en ese momento se dio cuenta el hombre de que le estaba hablando. –Mucho gusto, joven –me contestó–. Mi nombre es... Las gentes de por acá me llaman Sangama. Pero, y esto téngalo muy presente, en la selva nada vale el nombre. Algo, musculoso, el hombre revelaba virilidad hercúlea. El semblante aguileño, de grandes pupilas obscuras, y la palabra, sentenciosa y persuasiva, denotaba al profeta o al iluminado.

A. ESTRUCTURA Y ELEMENTOS FORMALES 1. ¿Quiénes son los protagonistas de la historia? 2. ¿El relato está escrito en primera o tercera persona? 3. ¿Qué finalidad cumplen los diálogos en este relato? 4. ¿Reúne este fragmento de novela las características de un cuento? B. COMPRENSIÓN 1. ¿Qué sucede después de ese ruido: “¡Brann!”? 2. ¿Por qué se hallaba el protagonista en el emponado? 3. ¿A qué se debía el terrible escalofrío de Barcas? 4. ¿Qué hizo, sin embargo, la serpiente? 5. ¿Por qué dice Barcas que ese día envejeció diez años? 6. ¿Cómo se sentía Barcas mientras la víbora recorría su cuerpo? 7. ¿Por qué razón se escucha una voz? 8. ¿Qué hace el recién llegado en un primer momento? 9. Luego, ¿cómo se enfrenta a la víbora y cómo la mata? 10. ¿Por qué se menciona a la quena? 11. ¿Qué dice de la víbora muerta Sangama? 12. ¿Cómo es Sangama? C. APRECIACIÓN CRÍTICA 1. ¿Qué papel juega el azar en este relato? 2. ¿Qué fue más importante? ¿El coraje de Sangama o la calma de Barcas?

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33 ACTIVIDADES Y EJERCICIOS 3. ¿Qué opinión tienes de la selva, su belleza y sus peligros? 4. ¿Es un acto heroico matar una culebra vieja y ciega? D. CREATIVIDAD 1. Ponle un título más expresivo a este fragmento. 2. ¿Qué consejo le darías a Barcas? 3. ¿Cómo felicitarías a Sangama? 4. ¿Qué harías tú en una situación semejante a la de Barcas?

MI CORBATA MANUEL BEINGOLEA (1875-1953)

Manuel Beingolea es un escritor nacido en Lima. Desde muy joven se inclinó por literatura, particularmente por la narrativa. Cuentos suyos aparecieron a fines del siglo pasado en la revista “La Niebla”. Era un joven alegre, alto, muy bien parecido y amante de la aventura. Eso explica que antes de los 30 años decida viajar a la Selva para vivir ahí y compenetrarse con su exótica realidad. Varios años transcurre en esa región pero parece que contrae una enfermedad que le desfigura el rostro. Al volver a Lima su carácter ha cambiado radicalmente; se ha vuelto hosco, amargado, insociable. Se traslada a vivir al barrio de los escritores y artistas, Barranco. Allí, saliendo un tanto de su reclusión, acepta el cargo de Jefe del Registro Civil. A regañadientes sigue colaborando en diversas revistas, entre ellas “Balneareos”. Un poco reacio a la publicación de sus libros, Beingolea sólo edita el primero en 1923. Se trató de una hermosa novela corta Bajo las lilas. Su segundo libro, Cuentos pretéritos (1933), reunió sus celebrados relatos. De espíritu sencillo y estilo simple y directo, Beingolea es un escritor modernista que, a pesar de la brevedad del material publicado, ocupa un lugar importante en la narrativa peruana de inicios de este siglo. Su característico humorismo, brotado de la realidad circundante, está disperso en diversos artículos de revistas que merecen ser coleccionados y publicados en forma de libro.

El cuento seleccionado narra la experiencia individual de un joven pobre y aspirante en la gran ciudad. Sus amistades juveniles son modestas y simples como él. Su vida cambia un día a partir de una experiencia que lo ridiculiza públicamente. El cambio es total, pero el protagonista no deja de reflexionar sobre el sentido de su vida, aparentemente exitosa y feliz.

MI CORBATA

Me la regaló Marta, una provincianita a quien seduje con mi aplomo y mis modales de limeño. Estaba hecha de un retazo de seda rosa, oriundo quizá, de algún vestido en receso, y sobre ella la donante

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había bordado con puntadas gordas e ingenuas multitud de florecillas azules, que no pude reconocer si eran miosotis. Me la envió encerrada en una caja de jabón de Windsor, que olía muy bien. Yo por aquel tiempo era un pobrete que me comía los codos y andaba de Ceca en Meca, galopando tras de un empleo en alguna oficina del Estado. Ser amanuense era entonces mi mayor ambición. Cincuenta soles de sueldo eran para mí, inestimable tesoro, que sólo muy escasos mortales podían poseer. ¡Oh cincuenta soles de sueldo! ¡Con esa suma asegurada hubiera yo doblado el cabo de la felicidad! ¿Que cómo? Cuando se es amado, a pesar de ser pobre, una gran confianza en el porvenir nos alienta. Y la dulce serranita me amaba. Muchos pretendientes había despachado por mi causa. Felices horteras endomingados que le hacían la rueda, mientras le vendían media vara de surah o un corte de indiana. Así como así, eran mejores que yo los tales horteras desde el punto de vista matrimonial. Tenían regulares sueldos y lo que ellos llamaban las rebuscas, cosa que, probablemente yo, me moriría sin conocer. Pero Marta los mandaba a paseo sin escucharlos siquiera. Sólo yo era el preferido. Quizá me encontraba distinto también a los jóvenes de su tierra, sentimentales y turbulentos. A mí no me disgustaba la muchacha. Tenía bonito pelo, ojos tiernos, y tocaba en el piano “Al pie del Misti” con bastante sentimiento. ¡Con ella y mis 50 soles hubiera sido feliz! Lo único que parecía apenarla era mi poca fe. Mi carencia de religión. –¿Cree usted en Dios? –me preguntaba a menudo. –Naturalmente –le respondía yo. –No es bastante, es preciso cumplir con la Iglesia, es preciso creer.La verdad es que yo no creía sino en mi pobreza. Sólo se cree en Dios a partir de cincuenta soles de sueldo. Un día fui invitado sin saber cómo a una reunión. Figúrense mi alborozo cuando recibí la siguiente esquela: “Grimanesa de Bocardo e hijas, tienen el honor de invitar a usted a su casa, Aumente 341, a tomar una taza de té la noche del martes”. Y en el reverso. “Señor Idiáquez”. ¡Canastos! ¡Una taza de té! Yo que ni siquiera había comido seriamente aquel día. Me pareació recibir una invitación celestial y me preguntaba si los filetes de oro de la esquelita no serían una insignia angélical. Bocardo... Bocardo. Nombre sonoro. ¡Qué diablo! Nombre perteneciente sin duda a algún abogado de nota de esos que llevan siempre como cola esta frase: “Lumbrera del foro peruano”. Nombre que quizá hace y deshace de millones de empleos de cincuenta soles. Me emperejillé lo mejor que pude, con un chaquet de diagonal ribeteado con trencilla, unos pantalones de esa tela de cuadritos que parece un trazado para jugar al “León y las ovejas”; un chaleco despampanante, escotado hasta el ombligo, dejando al descubierto la dudosa pechera de mi única camisa formal, donde figuraba un grueso botón de doublé y un sombrero de hongo de copa no más alta que una cáscara de nuez, de esos que puso en moda en Lima el ya olvidado

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actor Perrín. Y, en medio de todo esto, resplandeciente como un astro de primera magnitud, mi famosa corbata. Famosa, sí. ¡Voto al chápiro! La casa de Aumente N° 341 era un majestuoso prodigio de simetría. Constaba de dos ventanas de reja, una de cada lado de la puerta; dos balcones, uno sobre cada ventana. Adentro, dos departamentos, uno a cada lado del zaguán. En el fondo, una mampara de vidrieras con una ventana a cada lado. Todo allí parecía un equilibrio, repartido a ambos lados de alguna cosa, como hecho exprofeso para demostrar la ley de compensaciones. Entré. Alguien tocaba un vals al piano cuyos fragmentos se escuchaban entre un sordo murmullo. Dejé mi sombrero en una salita y penetré en el salón. Multitud de parejas bailaban atropellándose. Grupos animados conversaban en los rincones, en el hueco de las ventanas; algunos jóvenes se paseaban solos, con las manos entre los bolsillos. Vi, asimismo, niñas a quienes nadie sacaba a danzar, bien por negligencia o por ignorancia del baile. Yo hubiera querido ponerme a las órdenes de la dueña de la casa, como se estila en semejantes ocasiones, pero –la verdad– sentí embarazo. No me atreví a preguntar dónde se la podía encontrar. Una linda morena vestida de color malva, sentada en el extremo de un sofá, me cautivó desde el primer instante. Resolví bailar con ella. Cuando se lo propuse pareció sorprendida y me miró de arriba a abajo. Sin embargo, me dijo con amabilidad exquisita: –Tengo ya compromiso, caballero. Yo me senté a su lado, sin saber qué decirle al pronto. Me concreté a olerla. Y qué bien olía. ¡Voto al chápiro! ¡Qué pobre me parecío Marta con su jabón de Windsor! Esta, en cambio, embriagaba. De su seno elevado y palpitante se escapaban oleadas que me desvanecían. Indudablemente la dicha debía oler a eso. Empezaba a dirigirle la palabra, cuando un joven se acercó, le dio el brazo y desapareció dejándome lelo. Entonces me juzgué en la obligación de sacar a una esbelta rubia que mordía nerviosamente el extremo de su abanico. Miróme de hito en hito y me dijo secamente: “Estoy cansada”. Luego creí oportuno dirigirme a otra señorita, la cual me dijo, con marcado desdén, lo mismo. Volví a la carga con otra que también se despachó fulminándome con una mirada despreciativa. Recorrí las restantes, a las que acababan de bailar y a las que no habían bailado aún y todas me petrificaban con aquel terrible y descortés: “Estoy cansada”. ¡Y lo mejor es que salían con el primero que se les presentaba! Empecé a amoscarme. Me pareció notar que algo chocarrero, existente en mí, me hacía acreedor al desprecio. Entonces, sin saber qué partido tomar, rogué a un joven que discurría por allí, y que me infundía confianza que explicara el caso. Me miró con impertinencia y me dijo: “Tiene usted una corbata imposible. Lo mejor que puede usted hacer es largarse, joven” ¡Corbata imposible! Y me fijé en la de él. En efecto, era una hermosa corbata de color de vino, hecha de mano maestra, atravesada por un alfiler de oro. Salí avergonzado, sin despedirme. ¿De quién me iba a despedir? Tal como había

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entrado. Nunca he comprendido por qué me invitaron a aquella casa. Quizá por equivocación. Como es de suponerse, la sangre me hervía. Hubiera deseado aporrear, abofetear, pisotear a alguien. Maquinaba venganzas terribles contra la para mí desconocida señora Bocardo. Hubiera deseado decirla: “Venga usted para acá, grandísima tía, ¿con qué objeto me invita a su cochina taza de té, que ni siquiera he bebido? “Y en cuanto a Marta, la muy serrana, ya podía esperarme sentada. ¡Qué ridícula me pareció su corbata! Una corbata que no servía ni para ahorcarse. Que fuera allá con sus horteras. Lo que es yo... ¡Que si quieres! Desde aquél día se presentó en mi mente un mundo elegante y seductor, desconocido hasta entonces. Comprendí que en la vida había algo mejor que empleos de cincuenta soles. Me harté de las perrerías de mi existencia, de las monsergas de mi patrona, de las comidas del restaurante a diez centavos el plato, esas infames comidas con sabor a chamusquina. ¡Ah, qué mundo tan perro! ¡Qué indecencia! ¡Había que salir de él a todo trance, como se pudiera, sin reparar en los medios! Por lo pronto, era menester vestir elegante y usar corbatas atravesadas con un alfiler de oro. Haciendo acopio de todo el aplomo que me quedaba, me lancé donde el mejor sastre de Lima. Me hice confeccionar un traje de chaquet según la última moda. Di las señas de mi patrona, a quien anticipadamente anuncié un supuesto destino en la aduana con sueldo fabuloso y esperé los acontecimientos. Mi patrona era viuda de un coronel, cuyo retrato al óleo, obra del pintor Palas, se exhibía en el salón amueblado con buen gusto. ¡Cuán distinto del cuarto que me alquilaba en el interior, donde apenas cabía una cama de dobleces! La rogué, poniéndome grave, que recibiera la ropa que había mandado hacer por cuenta del Ministerio de Hacienda. Cuando oyó “Ministerio de Hacienda” abrió cada ojo la señora... ¡Voto al chápiro! ¡Jamás he mentido con más aplomo! –¿Supongo que me pagará usted lo atrasado? –me dijo con júbilo. –Con creces, mi querida señora, con creces –le respondí yo, echándome atrás.

El mejor sastre de Lima no tuvo inconveniente en dejar el traje en el salón de una señora donde se exhibía un retrato tan prócer. Cuando la criada le dijo: “El joven ha salido”, hizo la mar de reverencias.¡Oh! No había para qué molestarse, mandaría la cuenta, ¡bah! Apenas le vi torcer la esquina, me colé a la casa de mi patrona. Ya estaba allí mi traje extendido sobre un sofá. ¡Oh, qué maravilla de traje! Figuraos un chaquet redondeado correctamente, con una gracia

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mundana singular, una hilera de botones forrados en tela, unas solapas bien alisadas, con poca hombrera. Un chaquet digno del Ministro de Hacienda. Corrí a mi tugurio, lo dejé sobre mi camastro y volví donde mi patrona, desolado... –¿Qué necesita usted? –me dijo ésta, con tono cariñoso. –¡Ah, señora, usted sabe! Mi sueldo no lo recibiré hasta fines de mes... ¡necesito ahora cien soles para ciertos gastos!... –Con el mayor gusto, Idiáquez –respondióme–. Sólo le voy a pedir un favor: si usted puede colocar a mi hijo en su oficina... no es porque necesite nada, mientras yo viva... ¡usted sabe!... ¡pero! ¡Es bonito estar en la Aduana! Le ofrecí destinar a toda su familia. Entonces me dijo: “¿Gusta usted doscientos?” Puse una cara de banquero que teme comprometerse, y por fin la dije: “Bueno, vengan”. Si me hubierais visto volver una hora después, en un coche cargado de camisas, sombreros, pares de botas, bastones y cajas estupendas y lujosísimas corbatas... Pero prefiero mostrarme en Mercaderes, con mi chaquet, exhibiendo una corbata modelo, atravesada por un alfiler de oro, con una espejeante chistera. Me calcé los guantes color patito, me puse el pantalón bien planchado, cayendo sobre unos escarpines que a su vez caían sobre dos botas de charol, flamantes. Ninguna mujer me pareció bastante bonita. Ninguna tienda bastante abastecida. Ninguna corbata bastante lujosa. La calle de Mercaderes fue para mí un estrecho sitio donde no cabía mi persona. Hombres y mujeres me miraban fija y tenazmente, con envidia aquéllos, con complacencia éstas. De pronto, al salir del Guillón, encontré a la morena del baile, magníficamente ataviada, irresistible, encantadora. Estaba vestida de claro y llevaba en la mano multitud de paquetitos. Me miró con una de aquellas miradas con que las mujeres suelen decir “me gustas”. La seguí. Iba en compañía de una criada, de una persona de esas en quienes no se repara jamás. Ella volvió la cara sonriente. Parecía que quería decirme: “Atrévete”. Yo me acerqué, y después de saludarla correctamente la deslicé al oído todas aquellas frases que son del caso: “¿Tan temprano de paseo?”. “¡Con razón la mañana está tan hermosa!”. “¿Qué le parece a usted el calor?”. Contestóme con amabilidad inusitada, hízome recuerdos del baile donde “nos divertimos tanto” y luego me rogó que fuera a su casa donde sus padres tendrían gran gusto recibiéndome. Me enamoré terriblemente de la señorita en cuestión. Acudí a su casa, donde fui tratado con grandes agasajos. La despatarré con una docena de corbatas hábilmente combinadas. La pedí en matrimonio y a los cuatro meses me casaba con ella entrando en posesión de una fortuna respetable. ¡Al demontre las perrerías! Hoy soy padre de una numerosa familia que da bailes a los que concurren las mejores corbatas de Lima. Poseo casas en la Capital. Una hacienda en las afueras. Quintas en el campo. Minas en Casapalca.

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Voy jueves y domingos al Paseo Colón en un elegante carruaje, y he hecho varios viajes a Europa. Mi mujer, no contenta con hacerme rico, ha querido hacerme célebre: gracias a ella he sido diputado, senador y... lo demás. Todo sin más esfuerzo que un cambio de corbata. Pero he aquí entre nos, os confesaré que no soy feliz. Mi mujer es cariñosa, es cierto. ¡Me anuda cada corbata! Pero me parece que piensa más en sus trajes que en su marido. Mis hijos también piensan más en sus caballos que en su padre. Yo me he vuelto ambicioso y pienso más en la “cosa pública” que en mi mujer y en mis hijos. Más feliz hubiera sido con mi arequipeñita. ¡Oh! Esa que me quería arrancado y por mí mismo. Con ella y cincuenta soles hubiera vivido ignorado, sin ambiciones que me consumen, ni desengaños que me torturan. ¿Qué habrá sido de ella? A veces, cuando estoy muy triste, saco del fondo de mi gaveta la corbata que me regaló y me enternezco recordando a Marta y aspirando ese olor ya desvanecido del jabón de Windsor. Decididamente la verdadera dicha debe oler a jabón de Windsor. A. ESTRUCTURA Y ELEMENTOS FORMALES 1. El cuento podría ser dividido en dos partes. El punto donde comienza la segunda parte está en la página 46. En tu opinión, ¿cuál es? 2. En orden de importancia, aparte del narrador, enumera cuatro personajes. 3. El autor es el que narra los hechos; nos va contando su experiencia personal. A este tipo de relatos se los identifica como narración en primera persona. ¿Cómo será el relato en tercera persona? 4. Los parlamentos se presentan de dos modos. ¿Cuáles? B. COMPRENSIÓN 1. ¿Cómo era la corbata que le regaló Marta a Idiáquez? 2. ¿Cuál era la gran aspiración de Idiáquez cuando llevaba una vida de pobrete? 3. ¿Quiénes cortejaban a Marta? ¿Pero a quién amaba ella? ¿Por qué? 4. ¿Cuál era el único detalle de Idiáquez que apenaba a Marta? 5. La sorpresiva esquela le causó alborozo a Idiáquez. ¿Por qué? 6. ¿Cómo se vistió Idiáquez para ir a la reunión? 7. Describe la casa de la familia Bocado. 8. ¿Qué ocurrió con la linda morena vestida de color malva? 9. ¿Y qué pasó con las otras damas con que quiso bailar Idiáquez?

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10. Al no poder sacar a bailar a nadie, Idiáquez le pide una explicación a un joven. ¿Cuál es la respuesta que recibe. 11. En su furia, ¿qué cosas quería hacer Idiáquez? 12. ¿Cómo fue la anécdota del chaquet de última moda hecho por el mejor sastre de Lima? 13. ¿Y lo del préstamo de los cien soles? 40 ACTIVIDADES Y EJERCICIOS 14. La calle Mercaderes asume un rol especial. ¿Por qué? 15. La linda morena vuelve a aparecer. ¿Qué pasa entonces con ella? 16. ¿Qué vuelco da la vida de Idiáquez? 17. ¿Por qué, en su interior, Idiáquez no se considera feliz? 18. ¿Cómo cree el protagonista del cuento que realmente sería feliz? C. APRECIACIÓN CRÍTICA 1. Idiáquez dice que sólo se puede creer en Dios a partir de cincuenta soles. ¿Qué opinas de esa expresión? 2. Idiáquez pide cien soles; le ofrecen doscientos. La señora pide un puesto; le dice que nombrará a toda la familia. ¿Qué te parece esto? 3. Idiáquez llena de piropos a la linda morena. ¿Qué es un piropo? 4. La morena le dice a Idiáquez que en aquella fiesta se divirtieron tanto. ¿Qué revela esta distorsión de los hechos? 5. Una pregunta queda flotando: ¿A qué olerá la verdadera dicha? ¿Cuál es tu opinión? 6. Al referirse a la criada de la morena, el autor dice que es una de esas personas en la que no se repara jamás. ¿Qué te parece ese juicio? D. CREATIVIDAD 1. ¿Cómo le habrá llegado la invitación a Idiáquez? 2. ¿Qué le contestarías a alguien que te dice que tu ropa es imposible? 3. Ponle un título más largo a este cuento. 4. Imagina cómo habría olido el jabon de Windsor. 5. En dos líneas escribe lo que habría pensado Marta al enterarse de la nueva vida que llevaba Idiáquez.

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6. ¿Y cuál habrá sido el destino de la linda arequipeña?

UNA MADRE FERNANDO ROMERO (1905) Fernando Romero nació en Lima. Marino de profesión, sin embargo ha desempeñado con elevada capacidad las labores de educador y escritor. Ha viajado por todo el país, así como por varias naciones. Ya retirado de la Marina, ha desempeñado diversas responsabilidades civiles, entre otras la de rector de la Universidad de San Cristóbal de Huamanga y la de director de un centro de estudios técnicos de alto nivel. Su producción literaria incluye un ensayo: Historia del Real Felipe (1926) y varios libros de narraciones: Doce novelas de selva (1934), Mar y playa (1941) y Rosarito se despide y otros cuentos (1955). Los temas narrativos de Romero van desde la vida urbana hasta las peripecias de la vida provinciana en la Costa y Selva del Perú. Lo que le interesa al escritor es fundamentalmente presentar hechos de la vida real que ha vivido y que quiere compartir con sus lectores, sobre todo aquéllos que tienen visos trágicos. La muerte ronda frecuentemente a sus personajes. Hábil en el manejo narrativo, aquí y allá, intercala referencias y detalles que enriquecen con signos vitales el material relatado. El cuento que hemos escogido transcurre en el mundo selvático. Lenguaje, costumbres y realidad son exóticos para los pobladores de la ciudad. La situación narrada es algo cotidiana en nuestra Amazonía, pero presentada desde una perspectiva singular. Desde el ángulo del animal se muestra la lucha hombre-serpiente. Y, sin llegar a tomar partido por el animal, nos hace pensar que el derecho a la vida y el amor filial no son patrimonio exclusivo del hombre.

UNA MADRE Las crías esperan. Tiene que volver al nido. Los hombres la odian, como si ella tuviera la culpa de que sus glándulas elaboraran veneno. Porque lo sabe, comprende que arriesgará la vida si se atreve a reptar bajo los tambos ahora llenos de gente. –Yo soy el coronel... –¡No, Martín: a mí me toca! –Tatachín... chin... chin... –De frente... –¡Marchen! La jergón continúa indecisa. Enroscada en una rama e inmóvil, mira el puesto sin encontrar camino apropiado para pasar, porque los hacendados han rozado la porción de monte que quedaba entre el último tambo y la cocha. Por allí vino en la mañana, pero la situación ha cambiado: lo que al amanecer eran matas de arbustos ahora es campo despejado donde juegan los muchachos y dormitan los perros de olfato fino y de ojo avizor. Piensa en volver a la cocha y en cruzarla nadando. Mas no, ahora encuentra una solución mejor: dar la vuelta por el barranco

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que está desierto. Como la noche ha cerrado ya oscura, no la van a distinguir. Hermosa y fuerte, repta derechamente luciendo sus manchas doradas que tachonan sus escamas negras y relucientes. Su arrastre rápido y suave va dejando tras de sí una como estela de polvo ligero. Erguida la cabecita, escudriña con cuidado las sombras. Le falta poco para alcanzar el monte cuando el ruido de un sirenazo que viene del río la detiene. La señal provoca movimientos y voces en los tambos que todavía le interceptan el camino. –Crisóstomo... Crisóstomo: es la “Melita”... –¡Apúrate! Dile que sí tenemos leeeña. Dos individuos avanzan de la choza más próxima llevando faroles en las manos. La luz le permite ver que a las puertas de las casas se ha asomado mucha gente. Midiendo con la mirada la distancia que le separa de los árboles más cercanos, se dice que no tiene tiempo de pasar antes que los hombres. Tampoco se atreve a volver atrás porque oye que vienen los niños curiosos y los perros ladradores. La luz del farol se acerca. En el único sitio que puede encontrar refugio es entre las rajas de leña que quedan a su izquierda. Rápida y silenciosa se desliza entre ellas y permanece muy quieta. Más faroles y más hombres, esta vez en torno de la leña entre la cual se oculta. –Hay tres mil lajas bien contadiiitas... –Te doy veinte centavos menos por el ciento. No me parece que toda fuera capirona. –¡A pucha! Capirona todititita es... A uno diez te la daréeee, pues.–Bueno, hom... Yastá... Da Silva, Leguía, Lima, Pichuno: comiencen a cargar. De la lancha vienen varios muchachotes semidesnudos y fuertes y empiezan a llevarse al hombro la leña arreglada en el barranco, mientras unos parlotean y otros cantan. –“Chupito”: ¿qué me dices de los caimitos, de la questá con traje celeste? –¡No vaaale!... Me gusta más la vieja que está recostada en la hamaca. Los montones de leña bajan de tamaño primero; luego desaparecen. La jergón comprende el peligro, pero no puede hacer nada. Piensa en sus crías, en los hombres, en los faroles que la rodean:

Allá, en las playas del Ucayali, hay un cadáver, ¿De quién será? –¡Déjate de tristes, hom...! Cántate un tanguiño. Ese de “sandaliñas doro para dar al que nun ten”... Ahora empiezan a deshacer el montón donde está escondida. Ella comienza a huir de la muerte deslizándose entre los intersticios que dejan las rajas, cada vez más abajo, más abajo. Ya no puede avanzar más. Los leños están tan pegados uno al otro en la hilera que ha llegado, que su cuerpo no cabe por la luz que queda entre ellos. Presiente que el fin se acerca y espera. Una

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mano robusta y bermeja la coge junto con la raja de leña. Ella se vuelve y le clava la lanceta. –¡Ayayau! Víbora... Víbora... ¡Lo que me mordió! La jergón ha comenzado a huir velozmente. Dos hombres la alcanza, palo en mano. –Toma, ¡jijuna! Salta, se contrae y se queda quieta y extendida con su metro y medio, orinegra y aún temible. No está muerta, pero todo zumba extrañamente en torno a la tierra, el viento, las voces de los enemigos. –Lígale el brazo!... Ahura chúpale fuerte el mordisco. –Toma la cachaza. Anda, tómala seguido nomás... –¿Quién ha ido por la curarina? Comienza a reptar lentamente. Debe escapar. Aún tiene fuerzas. –¡Mira, la maldita! Todavía se mueve... Le destrozan la cabeza a leñazos y la arrojan al río. En el nido, las viboritas esperan a su madre.

A. ESTRUCTURA Y ELEMENTOS FORMALES 1. ¿Está escrito el relato en primera o tercera persona? 2. ¿Quién vendría a ser el personaje central de la historia? 3. Tratando de reproducir la forma de hablar de la gente, algunas palabras aparecen alargadas: leeeña, contadiiitas, darééé, vaaale. ¿Qué efecto produce este alargamiento? Señálalo después de leer esas palabras como están escritas. 4. Ahora bien, el autor trata de reflejar las formas de hablar coloquiales, populares. Hay varios casos: 'hom' por 'hombre', 'yasta' por 'ya està', 'questa' por 'que está' y 'ahura' por 'ahora'. Alguien podría decir que recoge formas incorrectas de hablar. A ti, ¿qué te parece? 5. El comienzo de una canción se intercala en la historia. ¿Qué efecto produce eso? ACTIVIDADES Y EJERCICIOS B. COMPRENSIÓN 1. ¿Por qué tenía que volver la jergón al nido? 2. ¿A qué se debía que no podía regresar por donde vino? 3. ¿Cuál cree la jergón que es el mejor camino para volver a casa? 4. ¿Qué ocurre cuando va a llegar al monte?

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5. ¿Qué era la “Melita”? 6. Al no poder avanzar la víbora, ¿qué hace? 7. ¿Cómo es la negociación entre los hombres? 8. ¿Qué hacen los muchachos con los montones de leña? 9. ¿Qué sucede cuando la jergón ya no puede avanzar más? 10. ¿Qué le pasa a la jergón? 11. ¿Cómo se atiende al muchacho? 12. ¿Qué le ocurre a la víbora en su último esfuerzo? 13. ¿Y qué sucede con las crías? C. APRECIACIÓN CRÍTICA 1. ¿Por qué habría dejado solas a sus crías la víbora? 2. Según sus formas de hablar, ¿cómo es el carácter de las personas? 3. Alguien diría que este cuento es un himno a la vida. ¿Por qué? 4. ¿Es equiparable el dolor animal al humano? ¿Por qué? D. CREATIVIDAD 1. Imagina otro título para esta historia. 2. ¿De qué otra forma pudo conservar la vida la jergón? 3. Reescribe con tus propias palabras el párrafo final.

CIRO ALEGRÍA (1909-1967) Ciro Alegría nació en Huamachuco (departamento de La Libertad). Parte de su niñez la vivió en la hacienda familiar de Marcabal Grande. Luego se trasladó a Trujillo, donde fue alumno en la primaria de César Vallejo. De vuelta en Marcabal, trabó amistad con un trabajador que era un extraordinario narrador oral. Él, de alguna manera, fue su maestro en el arte de contar historias. Vuelve a Trujillo para continuar sus estudios secundarios y superiores. Al mismo tiempo comienza a colaborar con artículos en periódicos y revistas. Igualmente, interviene en política, lo que le cuesta entre 1931 y 1933 persecuciones, prisión y, luego, el destierro en Chile. Esta circunstancia adversa se convierte, sin embargo, en la oportunidad para escribir. En el lapso de 1935 a 1941 tres novelas suyas ganan importantes concursos y le dan prestigio continental. Posteriormente, vuelve al país. Viajero por Cuba, los Estados Unidos y Puerto Rico, sigue publicando artículos y relatos. Llegó a ser diputado. Las grandes novelas de Alegría son La serpiente de oro (1935), Los perros hambrientos (1938) y El mundo es ancho y ajeno (1941). Póstumamente, se ha publicado Lázaro (1973). Los cuentos de Alegría se reunieron en Duelo de caballeros (1963). Con legítima razón se ha dicho que Ciro Alegría es el fundador de la gran novelística

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peruana. En sus obras se muestra la compleja realidad del mundo rural. Con objetividad, se pintan en ellas la explotación y miseria de que son víctimas los más humildes. El cuento seleccionado constituye la evocación que hace Remigio Garmedia de su padre, Calixto, hombre noble, generoso y justo, que hace todo lo que está a su alcance por que la justicia impere en su pueblo.

CALIXTO GARMENDIA Déjame contarte –le pidió Remigio Garmendia a Anselmo, levantando la cara–. Todos estos días, anoche, esta mañana, aún esta tarde, he recordado mucho... Hay momentos en que a uno se le agolpa la vida... Además debes aprender. La vida, corta o larga, no es de uno solamente. Sus ojos diáfanos parecían fijos en el tiempo. La voz se le fraguaba hondo y tenía un rudo timbre de emoción. Se blandían a ratos las manos encallecidas. –Yo nací arriba, en un pueblito de los Andes. Mi padre era carpintero y me mandó a la escuela. Hasta segundo año de primaria era todo lo que había. Y eso que tuve suerte de nacer en el pueblo, porque los niños del campo se quedaban sin escuela. Fuera de su carpintería, mi padre tenía un terrenito al lado del pueblo, pasando la quebrada, y lo cultivaba con la ayuda de algunos indios a los que pagaba en plata o con obritas de carpintería: que el cabo de una lampa o un hacha, que una mesita en fin... Desde un extremo del corredor de mi casa, veíamos amarillear el trigo, verdear el maíz, azulear las habas en nuestra pequeña tierra. Daba gusto. Con la comida y la carpintería, teníamos bastante, considerando nuestra pobreza. A causa de tener algo y también por su carácter, mi padre no agachaba la cabeza ante nadie. Su banco de carpintero estaba en el corredor de la casa, dando a la calle. Pasaba el alcalde. “Buenos días, señor”, decía mi padre, y se acabó. Pasaba el subprefecto. “Buenos días, señor”, y asunto concluido. Pasaba el alférez de gendarmes. “Buenos días, alférez”, y nada más. Pasaba el juez y lo mismo. Así era mi padre con los mandones. Ellos hubieran querido que les tuviera miedo o les pidiese o les debiera algo. Se acostumbran a todo eso los que mandan. Mi padre les disgustaba. Y no acababa ahí la cosa. De repente venía gente del pueblo ya sea indios, cholos o blancos pobres. De a diez, de a veinte o también en poblada llegaban. “Don Calixto, encabécenos para hacer este reclamo”. Mi padre se llamaba Calixto. Oía de lo que se trataba, si le parecía bien aceptaba y salía a la cabeza de la gente, que daba vivas y metía harta bulla, para hacer el reclamo. Hablaba con buena palabra. A veces hacía ganar a los reclamadores y otras perdía, pero el pueblo siempre le tenía confianza. Abuso que se cometía, ahí estaba mi padre para reclamar al frente de los perjudicados. Las autoridades y los ricos del pueblo, dueños de haciendas y fundos, le tenían echado el ojo para partirlo en la primera ocasión. Consideraban altanero a mi padre y no lo dejaban tranquilo. El ni se daba cuenta y vivía como si nada le pudiera pasar. Había hecho un sillón

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grande, que ponía en el corredor. Ahí solía sentarse, por las tardes, a conversar con los amigos. “Lo que necesitamos es justicia”, decía. “El día que el Perú tenga justicia, será grande”. No dudaba de que la habría y se torcía los mostachos con satisfacción, predicando: “No debemos consentir abusos”. Sucedió que vino una epidemia de tifo, y el panteón del pueblo se llenó con los muertos del propio pueblo y los que traían del campo. Entonces las autoridades echaron mano de nuestro terrenito para panteón. Mi padre protestó diciendo que tomaran tierra de los ricos, cuyas haciendas llegaban hasta la propia salida del pueblo. Dieron de pretexto que el terreno de mi padre estaba ya cercado, pusieron gendarmes y comenzó el entierro de muertos. Quedaron a darle una indemnización de setecientos soles, que era algo en esos años, pero que autorización, que requisitos, que papeleo, que no hay plata en este momento... Se la estaban cobrando a mi padre, para ejemplo de reclamadores. Un día, después de discutir con el alcalde, mi viejo se puso a afilar una cuchilla y, para ir a lo seguro, también un formón. Mi madre algo le vería en la cara y se le prendió al cogote y le lloró diciéndole que nada sacaba con ir a la cárcel y dejarnos a nosotros más desamparados. Mi padre se contuvo como quebrándose. Yo era niño entonces y me acuerdo de todo eso como si hubiera pasado esta tarde. Mi padre no era hombre que renunciara a su derecho. Comenzó a escribir cartas exponiendo la injusticia. Quería conseguir que al menos le pagaran. Un escribano le hacía las cartas y le cobraba dos soles por cada una. Mi pobre escritura no valía para eso. El escribano ponía al final: “A ruego de Calixto Garmendia, que no sabe firmar, Fulano”. El caso fue que mi padre despachó dos o tres cartas al diputado por la provincia. Silencio. Otras al senador por el departamento. Silencio. Otra al mismo Presidente de la República. Silencio. Por último, mandó cartas a los periódicos de Almagro y a los de Lima. Nada, señor. El postillón llegaba al pueblo una vez por semana, jalando una mula cargada con la valija del correo. Pasaba por la puerta de la casa y mi padre se iba detrás y esperaba en la oficina de despacho hasta que clasificaban la correspondencia. A veces, yo también iba. “¿Carta para Calixto Garmendia?”, preguntaba mi padre. El interventor, que era un viejito flaco y bonachón, tomaba las cartas que estaban en la casilla de la G, las iba viendo y al final decía: “Nada, amigo”. Mi padre salía comentando que la próxima vez habría carta. Con los años, afirmaba que al menos los periódicos responderían. Un estudiante me ha dicho que, por lo regular, los periódicos creen que asuntos como ésos carecen de interés general. Esto, en el caso de que los mismos no estén en favor del gobierno y sus autoridades y callen cuanto pueda perjudicarles. Mi padre tardó en desengañarse de reclamar lejos y estar yéndose por las alturas, varios años. Un día, a la desesperada, fue a sembrar la parte del panteón que aún no tenía cadáveres, para afirmar su propiedad. Lo tomaron preso los gendarmes, mandados por el subprefecto en persona, y estuvo dos días en la cárcel. Los trámites estaban ultimados y el

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terreno era de propiedad municipal legalmente. Cuando mi padre iba a hablar con el Síndico de Gastos del Municipio, el tipo abría el cajón del escritorio y decía como si ahí debiera estar la plata. “No hay dinero, no hay nada ahora. Cálmate, Garmendia. Con el tiempo se te pagará”. Mi padre presentó dos recursos al juez. Le costaron diez soles cada uno. El juez los declaró sin lugar. Mi padre ya no pensaba en afilar la cuchilla y el formón. “Es triste tener que hablar así –dijo una vez–, pero no me darían tiempo de matar a todos los que debía”. El dinerito que mi madre había ahorrado y estaba en una ollita escondida en el terrado de la casa, se fue en cartas y en papeleo. A los seis o siete años del despojo, mi padre se cansó hasta de cobrar. Envejeció mucho en aquellos tiempos. Lo que más le dolía era el atropello. Alguna vez pensó en irse a Almagro o a Lima a reclamar, pero no tenía dinero para eso. Y cayó también en cuenta de que, viéndolo pobre y solo, sin influencias ni nada, no le harían caso. ¿De quién y cómo podía valerse? El terrenito seguía de panteón, recibiendo muertos. Mi padre no quería ni verlo, pero cuando por casualidad llegaba a mirarlo, decía: “¡Algo mío han enterrado también ahí! ¡Crea usted en la justicia!” Siempre se había ocupado de que les hicieran justicia a los demás y, al final, no la había podido obtener ni para él mismo. Otras veces se quejaba de carecer de instrucción y siempre despotricaba contra los tiranos, gamonales, tagarotes y mandones. Yo fui creciendo en medio de esa lucha. A mi padre no le quedó otra cosa que su modesta carpintería. Apenas tuve fuerzas, me puse a ayudarlo en el trabajo. Era muy escaso. En ese pueblito sedentario, casas nuevas se levantarían una cada dos años. Las puertas de las otras duraban. Mesas y sillas casi nadie usaba. Los ricos del pueblo se enterraban en cajón, pero eran pocos y no morían con frecuencia. Los indios enterraban a sus muertos envueltos en mantas sujetas con cordel. Igual que aquí en la costa entierran a cualquier peón de caña, sea indio o no. La verdad era que cuando nos llegaba la noticia de un rico difunto y el encargo de un cajón, mi padre se ponía contento. Se alegraba de tener trabajo y también de ver irse al hoyo a uno de la pandilla que lo despojó. ¿A qué hombre, tratado así no se le daña el corazón? Mi madre creía que no estaba bueno alegrarse debido a la muerte de un cristiano y encomendaba el alma del finado rezando unos cuantos padrenuestros y avemarías. Duro le dábamos al serrucho, al cepillo, a la lija y a la clavada mi padre y yo, que un cajón de muerto debe hacerse luego. Lo hacíamos por lo común de aliso y quedaba blanco. Algunos lo querían así y otros que pintado de color caoba o negro y encima charolado. De todos modos, el muerto se iba a pudrir lo mismo bajo tierra, pero aun para eso hay gustos. Una vez hubo un acontecimiento grande en mi casa y en el pueblo. Un forastero abrió una nueva tienda, que resultó mejor que las otras cuatro que había. Mi viejo y yo trabajamos dos meses haciendo el mostrador y los andamios para los géneros y abarrotes. Se inauguró con banda de música y la gente hablaba del progreso. En mi casa hubo ropa nueva para todos. Mi padre me dio para que

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la gastara en lo que quisiera, así, en lo que quisiera, la mayor cantidad de plata que había visto en mis manos: dos soles. Con el tiempo, la tienda no hizo otra cosa que mermar el negocio de las otras cuatro, nuestra ropa envejeció y todo fue olvidado. Lo único bueno fue que yo gasté los dos soles en una muchacha llamada Eutimia, así era el nombre, que una noche se dejó correr entre los alisos de la quebrada. Eso me duró. En adelante no me cobró ya nada y si antes me recibió los dos soles, fue de pobre que era. En la carpintería las cosas siguieron como siempre. A veces hacíamos un baúl o una mesita o dos o tres sillas en un mes. Como siempre, es un decir. Mi padre trabajaba a disgusto. Antes lo había visto yo gozarse puliendo y charolando cualquier obrita y le quedaba muy vistosa. Después ya no le importó y como que salía del paso con un poco de lija. Hasta que al fin llegaba el encargo de otro cajón de muerto, que era plato fuerte. Cobrábamos generalmente diez soles. Déle otra vez a alegrarse mi padre, que solía decir: “¡Se fregó otro bandido, diez soles!” y a trabajar duro él y yo, y a rezar mi madre y a sentir alivio hasta por las virutas. Pero ahí acababa todo. ¿Eso es vida? Como muchacho que era, me disgustaba que en esa vida estuviera mezclada tanto la muerte. La cosa fue más triste cada vez. En las noches, a eso de las tres o cuatro de la madrugada, mi padre se echaba unas cuantas piedras bastante grandes a los bolsillos, se sacaba los zapatos para no hacer bulla y caminaba medio agazapado hacia la casa del alcalde. Tiraba las piedras, rápidamente, a diferentes partes del techo, rompiendo las tejas. Luego volvía a la carrera y, ya dentro de la casa, a oscuras, pues no encendía luz para evitar sospechas, se reía, se reía. Su risa parecía a ratos el graznido de un animal. A ratos era tan humana, tan desastrosamente humana, que me daba más pena todavía. Se calmaba unos cuantos días con eso. Por otra parte, en la casa del alcalde solían vigilar. Como había hecho incontables chanchadas, no sabían a quién echarle la culpa de las piedras. Cuando mi padre deducía que se habían cansado de vigilar, volvía a romper tejas. Llegó a ser un experto en la materia. Luego rompió tejas de las casas del juez, del subprefecto, del alférez de gendarmes, del Síndico de Gastos. Calculadamente, rompió las de las casas de otros notables, para que si querían deducir, se confundieran. Los ocho gendarmes del pueblo salieron en ronda muchas noches, en grupos y solos, y nunca pudieron atrapar a mi padre. Se había vuelto un artista de la rotura de tejas. De mañana salía a pasear por el pueblo para darse el gusto de ver que los sirvientes de las casas que atacaba, subían con tejas nuevas a reemplazar las rotas. Si llovía, era mejor para mi padre. Entonces atacaba la casa de quien odiaba más, el alcalde, para que el agua la dañara o, al caerles, los molestara a él y su familia. Llegó a decir que les metía el agua a los dormitorios, de lo bien que calculaba las pedradas. Era poco probable que pudiese calcular tan exactamente en la oscuridad, pero él pensaba que lo hacía, por darse el gusto de pensarlo. El alcalde murió de un momento a otro. Unos decían que de un atracón de carne de chancho y otros que de las cóleras que le daban

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sus enemigos. Mi padre fue llamado para que le hiciera el cajón y me llevó a tomar las medidas con un cordel. El cadáver era grande y gordo. Había que verle la cara a mi padre contemplando el muerto. El parecía la muerte. Cobró cincuenta soles, adelantados, uno sobre otro. Como le reclamaron el precio, dijo que el cajón tenía que ser muy grande, pues el cadáver también lo era y además gordo, lo cual demostraba que el alcalde comió bien. Hicimos el cajón a la diabla. A la hora del entierro, mi padre contemplaba desde el corredor cuando metían el cajón al hoyo, y decía: “Come la tierra que me quitaste, condenado; come, come”. Y reía con esa su risa horrible. En adelante, dio preferencia en la rotura de tejas a la casa del juez y decía que esperaba verlo entrar al hoyo también, lo mismo que a los otros mandones. Su vida era odiar y pensar en la muerte. Mi madre se consolaba rezando. Yo tomando a Eutimia en el alisar de la quebrada. Pero me dolía muy hondo que hubieran derrumbado así a mi padre. Antes de que lo despojaran, su vida era amar a su mujer y su hijo, servir a sus amigos y defender a quien lo necesitara. Quería a su patria. A fuerza de injusticia y desamparo, lo habían derrumbado. Mi madre le dio esperanza con el nuevo alcalde. Fue como si mi padre sanara de pronto. Eso duró dos días. El nuevo alcalde le dijo también que no había plata para pagarle. Además, que abusó cobrando cincuenta soles por un cajón de muerto y que era un agitador del pueblo. Como se lo quisiera tomar, esto ya no tenía ni apariencia de verdad. Hacía años que las gentes, sabiendo a mi padre en desgracia con las autoridades, no iban por la casa para que las defendiera. Con este motivo ni se asomaban. Mi padre le gritó al nuevo alcalde, se puso furioso y lo metieron quince días en la cárcel, por desacato. Cuando salió, le aconsejaron que fuera con mi madre a darle satisfacciones al alcalde, que le lloraran ambos y le suplicaran el pago. Mi padre se puso a clamar: “¡Eso nunca! ¿Por qué quieren humillarme? ¡La justicia no es limosna! ¡Pido justicia!” Al poco tiempo, mi padre murió.

A. ESTRUCTURA Y ELEMENTOS FORMALES 1. Casi todo el cuento es un largo monólogo. Es decir, la historia se narra en primera persona. Sin embargo, hay un breve párrafo escrito en tercera persona. ¿Cuál es? 2. ¿Qué hay de especial en la forma de verbos como “amarillear, verdear y azulear”? 3. En el largo monólogo que es el cuento, sin embargo, es necesario intercalar breves parlamentos y diálogos textualmente registrados. ¿Cómo se los marca formalmente en el cuento? 4. Menciona 4 personajes que, además de Calixto, tengan cierta importancia en la historia. B. COMPRENSIÓN

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1. ¿Cómo se llama el personaje que cuenta la historia y su amigo? 2. ¿Cuáles eran los dos trabajos que realizaba el padre de Remigio y cómo los desempeñaba? 3. ¿Por qué dice Remigio que su padre no agachaba la cabeza ante nadie? ¿Y qué opinión tenían de él los mandones? 4. ¿Cómo ayudaba Calixto a los pobres y qué reacción provocaba en los ricos y las autoridades su actitud? 5. ¿Qué cosas negativas le sucedieron a Calixto después de la epidemia de tifo? 6. ¿Qué se dice sobre las cartas que escribe Calixto? ¿Qué pasa con ellas, qué resultados tienen? 7. ¿Qué le pasó a Calixto cuando quiso sembrar en la parte del panteón que no tenía cadáveres? ¿Y por qué se menciona la ollita enterrada? 8. ¿Qué ideas le zumbaban en la cabeza a los seis o siete años del despojo? ACTIVIDADES Y EJERCICIOS 9. ¿Cómo les iba después en el trabajo? ¿Y qué se dice de lo que pasó con la tienda nueva? 10. ¿Qué hacía por las noches empleando piedras? 11. ¿Qué sucedió luego de la muerte del alcalde? 12. ¿Qué ocurrió con el nuevo alcalde? C. APRECIACIÓN CRÍTICA 1. La muerte de ciertas personas le causan mucha alegría a Calixto. ¿Qué te parece esa reacción? 2. La madre rezaba incesantemente. ¿Por qué? ¿Tenía sentido eso? 3. A tu juicio, ¿qué representó Eutimia para Remigio Garmendia? 4. Varias expresiones de Calixto tienen una significación especial. Comenta las que hemos seleccionado en seguida: • Algo mío han enterrado también ahí. • El día que el Perú tenga justicia, será grande. • La justicia no es limosna. D. CREATIVIDAD 1. ¿Qué habría sucedido con la existencia de Calixto si le pagaban el valor de su terreno? 2. ¿Cuál será el trabajo de Remigio Garmendia y dónde estará viviendo al momento de contar la historia? 3. ¿De qué modo más rentable pudo haber

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invertido Calixto el dinero que recibió cuando se inauguró la tienda nueva? 4. Imagina otro título para este cuento. 5. Piensa en otra forma igualmente efectiva de molestar a los mandones, aparte de tirar piedras a sus tejados.

EL BAGRECICO FRANCISCO IZQUIERDO RÍOS (1910-1981) Nacido en Saposoa, distrito de San Martín, Izquierdo Ríos fue el típico profesor de provincias que trabaja a lo largo de su vida por las tres regiones del Perú. De eso se enorgullecía nuestro autor, reconociendo que la riqueza y variedad de su producción literaria se había nutrido de esa rica experiencia vital. Izquierdo es probablemente uno de los escritores peruanos más fecundos de este siglo. A causa de eso sólo haremos una breve relación de sus obras más importantes. En ensayo, publicó Vallejo y su tierra (1949). De sus novelas, podemos citar Gregorillo (1957) y Mateo Paiva, el maestro (1968). Sus cuentos, que son las obras que más renombre le han dado, aparecieron en Ande y selva (1939), El árbol blanco (1962) y Los cantos de Adán Torres (1965). Izquierdo es un escritor de estilo sencillo y vigoroso. Sin recurrir a los artificios técnicos en boga, va hilvanando historias de gran fuerza argumental y aguda penetración psicológica. En una reunión de escritores, entre otras muchas expresiones, dijo: “Yo soy un escritor de extracción popular. He luchado bastante para sobrevivir”. El cuento que leeremos transcurre en la Amazonía americana. Es la amena biografía de un pez, en la que posiblemente los seres humanos reconoceremos algunos de nuestras virtudes y defectos. Pero también es un buen medio para mostrarnos costumbres y características de esa riquísima región de nuestra patria: la selva. I Un viejo bagre, de barbas muy largas, decía con su voz ronca en el penumbroso remanso del riachuelo: “Yo conozco el mar. Cuando joven he viajado a él, y he vuelto”. Y en el fondo de las aguas se movía de un lado a otro contoneándose orgullosamente. Los peces niños y jóvenes le miraban y escuchaban con admiración. “¡Ese viejo conoce el mar!” Tanto oírlo, un bagrecico se le acercó una noche de luna y le dijo: “Abuelo, yo también quiero conocer el mar”. –¿Tú? –Sí, abuelo. –Bien, muchacho. Yo tenía tu edad cuando realicé la gran proeza.

Vivían en ese remanso de un riachuelo de la Selva Alta del

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Perú, un riíto con lecho de piedras menudas y delgado rumor. Palmeras y otros árboles, desde las márgenes del remanso, oscurecían las aguas. Esa noche, en un rincón de la pozuela iluminada tenuemente por la luna, el viejo bagre enseñó al bagrecico cómo debía llevar a cabo su viaje al lejano mar. Y cuando el riachuelo se estremecía con el amanecer, el bagrecico partió aguas abajo. “Tienes que volver”, le dijo, despidiéndolo, el viejo bagre, quiera era el único que sabía de aquella aventura. El bagrecico sentía pena por su madre. Ella, preocupada porque no lo había visto todo el día, anduvo buscándolo. “¿Qué te sucede?”, le preguntó el anciano bagre con la cabeza afuera de un hueco de la orilla, una de sus tantas casas. –¿Usted sabe dónde está mi hijo? –No. Pero lo que te puedo decir es que no te aflijas. El muchacho ha de volver. Seguramente ha salido a conocer el mundo. –¿Y si alguien lo pesca? –No creo. Es muy sagaz. Y tú comprendes que los hijos no deben vivir todo el tiempo en la falda de la madre. Torna a tu casa... El muchacho ha de volver. La madre del bagrecico, más o menos tranquilizada con las palabras del viejo filósofo, regresó a su casa.

II El bagrecico, mientras tanto, continuaba su viaje. Después de dos días y medio entró por la desembocadura del riachuelo en un riachuelo más grande. El nuevo riachuelo corría por entre el bosque haciendo tantos zigzags, que el bagrecico se desconcertó. “Este es el río de las mil vueltas que me indicó el abuelo”, recordó... Su cauce era de piedras y, partes, de arena, salpicado de pedrones, sobresaliendo de las aguas con plantas florecidas en el légamo de sus superficies; hondas pozas se abrían en los codos con multitud de peces de toda clase y tamaño; sonoras corrientes... El bagrecico seguía, seguía ora nadando con vigor, ora dejándose llevar por las corrientes, con las aletas y barbitas extendidas, ora descansando o durmiendo bajo el amparo de las verdes cortinas de limo... Se alimentaba lamiendo las piedras, con los gusanillos que había debajo de ellas o embocando los que flotaban en los remansos. –¡De lo que me escapé! –se dijo, temblando. En una poza casi muerde un anzuelo con carnada de lombriz... Iba a engullirlo, pero se acordó del consejo del abuelo: “Antes de comer, fíjate bien en lo que vas a comer”; así, descubrió el sedal que atravesando las aguas terminaba en la orilla, en las manos del pescador, un hombre con aludo sombrero de paja... Los riachuelos de la Selva Alta del Perú son transparentes; de ahí que los peces pueden ver el exterior. El incidente que acababa de sucederle hizo reflexionar al viajero con mayor seriedad sobre los peligros que le amenazaban en su

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larga ruta; además de los pescadores con anzuelo, las pescas con el barbasco venenoso, con dinamita y con red; la voracidad de los martín pescadores y de las garzas... también de los peces grandes... Aunque él sabía que los bagres no eran presas apetecibles para dichas aves, por sus aletas enconosas; ellas prefieren los peces blancos, con escamas... Con más cautela y los ojos más abiertos prosiguió el bagrecico su viaje al mar. III En una corriente, colmada de la luz de la mañana límpida, una vieja magra, toda arrugas, metida en las aguas hasta las rodillas, pescaba con las manos, volteando las piedras. El bagrecico se libró de las garras de la pescadora, pasando a toda velocidad... “¡La misma muerte!” se dijo, volviendo a mirar, en su carrera, a la huesuda anciana, y ésta le increpó con el puño en alto: “¡Bagrecico bandido!” Dentro del follaje de un árbol añoso, que cubría la mitad del riachuelo, cantaban un montón de pájaros. El bagrecico, con las antenas de sus barbas, percibió las melancolías de esos músicos y poetas de los bosques, y se detuvo a escucharlos. Después de una tormenta, que perturbó la selva y el riachuelo, oscureciéndose, el viajero entró en un inmenso claro lleno de sol. A través de las aguas ligeramente turbias distinguió un puente de madera por donde pasaban hombres y mujeres con paraguas: Pensó: “Estoy en la ciudad que el riachuelo de las mil vueltas divide en dos partes, como me indicó el abuelo...”. “¡Ah, mucho cuidado!”, se dijo luego ante numerosos muchachos que, desde las orillas, se afanaban en coger con anzuelos y fisgas los peces que, en apretadas manchas, se deslizaban por sobre la arena o lamían las piedras, agitando las colas. El bagrecico salvó el peligroso sector de la ciudad con bastante sigilo. En la ancha desembocadura del riachuelo de las mil vueltas, tuvo miedo; las aguas del riachuelo desaparecían, encrespadas, en un río quizá cien, doscientas veces más grande que su humilde riachuelo natal. Permaneció indeciso un rato... Luego se metió con coraje en las fauces del río. Las aguas eran turbias y corrían impetuosas... Peces gigantes, con los ojos encendidos, pasaban junto al bagrecico, asustándolo. “No tengo otro camino que seguir adelante”, se dijo, resueltamente. IV El río turbio, después de centenares de kilómetros de tupida selva, entregaba sus aguas a otro mucho más grande. El bagrecico penetró en él ya casi sin miedo. Se extrañó de escuchar un vasto y constante runrún musical. Débese a la fina arena y partículas de oro que arrastran las violentas aguas del río. En las extensas curvas de este río caudaloso hierven terribles remolinos que son prisiones no sólo para las balsas y canoas que, por descuido de los bogas, entran en ellos, sino también para los propios peces. Sin embargo, nuestro vivaz bagrecico los sorteaba manteniéndose firme a lo largo de las corrientes que pasan bordeándolos.

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Cerros de sal piedra marginan también, en ciertos trechos, este río bravo. Blancas montañas resplandecientes. Al bagrecico se le ocurrió lamer una de esas minas durante una media hora, luego reanudó su viaje con mayor impulso. Un espantoso fragor que venía de aguas abajo, le aterrorizó sobremanera. Pero él juzgó que, seguramente, procedía de los “malos pasos”, debidos al impresionante salto del río por sobre una montaña, grave riesgo del cual le habló mucho el abuelo... A medida que avanzaba el estruendo era más pavoroso... ¡Los malos pasos a la vista! Nuestro viajero temerario se preparó para vencer el peligro... Se sacudió el cuerpo, estiró las aletas y las barbitas, cerró los ojos y se lanzó al torbellino rugiente... Quince kilómetros de cascadas, peñas, aguas revueltas y espumantes, pedrones, torrentes, rocas... El bagrecico iba a merced de la furia de las aguas... Aquí chocó contra una roca, pero reaccionó en seguida; allá, un tremendo oleaje le varó sobre un pedrón, pero, con felicidad, otra ola le devolvió a las aguas. Se consideraba ya baquiano. Además había crecido. Su pecho era recio, sus barbas más largas, su color, blanco oscuro con reflejos metálicos... No podía ser de otro modo, ya que muchos soles y muchas lunas alumbraron desde que salió de su riachuelito natal, ya que había cruzado tantos ríos, sobre todo vencido los terroríficos “malos pasos”, los “malos pasos” en que mueren o encanecen muchos hombres... V Así, convencido de su fuerza y sabiduría, prosiguió el viaje... Sin embargo, no muy lejos, por poco concluye su viaje sin pena ni gloria. A la altura de un pueblo cayó en la atarraya de un pescador, entre sábalos, boquichicos, corvinas, palometas, lisas; empero, el hijo del pescador, un alegre muchacho, lo cogió de las barbas y lo arrojó desde la canoa a las aguas estimándolo sin importancia en comparación con los otros pescados. Cerrado rumor especial, que conmovía el río, llamó un caluroso anochecer la atención del viajero. Era una mijanada, avalancha de peces en migración hacia arriba, para el desove. Todo el río vibraba con los millones de peces en marcha. Algunos brincaban sobre las aguas, relampagueando, como trozos de plata en la oscuridad de la noche. El bagrecico se arrimó a una orilla fuertemente, contra el lodo, hasta que pasó el último pez.

En plena jungla, el voluminoso río desaparecía en otro más voluminoso. Así es el destino de los ríos: nacen, recorren kilómetros de kilómetros de la tierra, entregan sus aguas a otros ríos, y éstos a otros, hasta que todo acaba en el mar. El nuevo río, un coloso, se unía con otro igual, formando el Amazonas, el río más grande de la Tierra. Nuestro bagrecico entró en ese prodigio de la naturaleza a las primeras luces del día, cuando los bosques de las márgenes eran una sinfonía de cantos y gritos de animales salvajes... Allá, en el remoto riachuelo natal, el abuelo le había hablado también mucho del Rey de los Ríos.

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Por él tenía que llegar al mar, ya él no daba sus aguas a otro río... No se veía el fondo ni las orillas... Era, pues, el río más grande del mundo. “Debes tener mucho cuidado con los buques”, le había advertido el abuelo. Y el bagrecico pasaba distante de esos monstruos que circulaban por las aguas, con estrépito... Una madrugada subió a la superficie para mirar el lucero del alba, digamos mejor para admirarlo, ya que nuestro bagrecico era sensible a la belleza; el lucero del alba, casi sobre el río, parecía una victoria regia de lágrimas... Después de bañarse en su luz, el bagrecico se hundió en las aguas, produciendo un leve ruido y leve oleaje. Durante varias horas de una tarde lluviosa lo persiguió un pez de mayor tamaño que un hombre para devorarlo. El pobre bagrecico corría a toda velocidad de sus fuerzas... corría... corría... de pronto columbró un hueco en la orilla, y se ocultó en él... de donde miraba a su terrible enemigo, que iba y venía y, finalmente, desapareció. Mucho tiempo viajó por el río más grande del planeta, pasando frente a puertos, pueblos, haciendas, ciudades, hasta que una noche, con luna llena enorme, redonda, llegó a la desembocadura... El río era allí extraordinariamente ancho y penetraba retumbando más de cien leguas en el mar... “¡El Mar!”, se dijo el bagrecico, profundamente emocionado. “¡El Mar!” Lo vio esa noche de luna llena como un transparente abismo verde... VI El retorno a su riachuelo natal fue difícil... Se encontraba tan lejos... Ahora tenía que surcar los ríos, lo cual exige mayor esfuerzo... Con su heroica voluntad dominaba el desaliento... Vencía todos los peligros... Cruzó los “malos pasos” del río aprovechando una creciente, y, a veces, a saltos por sobre las rocas y pedrones que no estaban tapados por las aguas... En el riachuelo de las mil vueltas salvó de morir, por suerte. Un hombre, en la orilla pedregosa, encendía con su cigarro la mecha de un cartucho de dinamita, selva divisó medida de 5,572 m gran ruido

para arrojarlo a una poza, donde muchísimos peces, entre ellos nuestro viajero, embocaban en la superficie, con ruidos característicos, los millares de comejenes que, anticipadamente, desparramó como cebo el pescador... ¡No había escapatoria! Empero, ocurrió algo inesperado... El pescador, creyendo que el cartucho de dinamita iba a estallar en su mano, lo soltó desesperadamente y a todo correr se internó en el bosque... Las piedras saltaron hasta muy arriba con la horrenda explosión... Algunos pájaros también cayeron muertos de los ramajes. La alegría del viajero se dilató como el cielo cuando, al fin, entró en su riachuelo natal, cuando sintió sus caricias... Besó, con unción,

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las piedras de su cauce... Llovía menudamente... Los árboles de las riberas, sobre todo los almendros, estaban florecidos... Había luz solar por entre la lluvia suave y dentro del riachuelo... El bagre, loco de contento, nadaba en zigzags, de espaldas, de costado, se hundía hasta el fondo, sacaba sus barbas de las aguas, moviéndose en el aire. Sin embargo en su pueblo ya no encontró a su madre ni a su abuelo. Nadie lo conocía. Todo era nuevo en el remanso del riachuelito, ensombrecido por las palmeras y otros árboles de las márgenes. Se dio cuenta, entonces, de que era anciano... En el fondo de la pozuela, con su voz ronca solía decir, contoneándose orgullosamente: “Yo conozco el mar. Cuando joven he viajado a él, y he vuelto”. Los peces niños y jóvenes le miraban y escuchaban con admiración. Un bagrecico, tanto oírlo, se le acercó una noche de luna y le dijo: “Abuelo, yo también quiero conocer el mar”. –¿Tú? –Sí, abuelo. –Bien, muchacho. Yo tenía tu edad cuando realicé la gran proeza.

A. ESTRUCTURA Y ELEMENTOS FORMALES 1. En dos o tres líneas, sintetiza el asunto o tema contado en cada parte. 2. ¿Cómo presenta principalmente los diálogos el autor? ¿Con guiones o con comillas? 3. Parte del comienzo y del final se repite casi exactamente. Señálalas y explica qué valor especial tiene su repetición. 4. Nuestro vocabulario es relativamente largo. Pero, ¿es realmente difícil entender la historia? B. COMPRENSIÓN 1. ¿De qué se ufanaba el viejo bagre? ¿Y qué le dijo el bagrecico? 2. ¿Cómo era el río en que vivían? 3. ¿Y qué ocurrió esa noche? 4. ¿Qué hizo la madre del bagrecico al no verlo? 5. ¿Cómo la tranquilizó el viejo bagre? 6. ¿Cómo era el riachuelo al que llega el bagrecico dos días y medio después de partir? 7. ¿Cómo se alimentaba el bagrecico? 8. ¿Qué le ocurrió en la poza y cómo se salvó? 9. ¿Qué peligros amenazan a los peces de los ríos de la selva? 10. ¿Por qué los bagres no son peces apetecibles para las aves?

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11. ¿Qué ocurrió con la magra anciana? 12. ¿Cómo reaccionó el bagrecico ante el cantar de los pájaros? 13. ¿De qué se da cuenta el bagrecico al ver el puente de madera? 14. ¿Cómo era el río al que desembocaba el riachuelo de las mil vueltas? 15. ¿Qué decidió hacer finalmente el asustado bagrecico? 16. ¿Dónde desemboca el río turbio? ¿Y a qué se debía el runrún? 17. ¿Cómo sorteaba el bagrecico los remolinos? 18. ¿Qué contenían las blancas montañas y qué hizo el bagrecico?

ACTIVIDADES Y EJERCICIOS 19. ¿Cómo eran los “malos pasos” y cómo los enfrentó el bagrecico? 20. ¿Por qué se consideraba el bagrecico ya baquiano? 21. ¿Cómo cayó y cómo se salvó el bagrecico? 22. ¿Qué es una mijanada? 23. ¿Cuál era y qué característica tenía el Rey de los Ríos? 24. ¿Por qué se dice que el bagrecico era sensible a la belleza? 25. ¿Qué le ocurrió con el pez más grandes que un hombre? 26. ¿Cómo fue el retorno al riachuelito? ¿Por qué? 27. ¿Qué pasó con el hombre que encendió la dinamita? 28. ¿Cómo se sintió y qué hacía el bagrecico al ingresar a su riachuelo? 29. ¿Y cómo encontró a su pueblo? ¿Qué le había pasado a él? 30. ¿Qué tiene de particular el diálogo con que termina el cuento? C. APRECIACIÓN CRÍTICA 1. ¿Qué impresión te causa el orgullo que luce el viejo bagre al comenzar la historia? 2. ¿Por qué fueron importantes los consejos del viejo bagre y su fiel cumplimiento por el bagrecico? 3. ¿Qué opinión te merecen quienes pescan con venenos o explosivos? 4. Frente al lucero del alba, el bagrecico muestra su sensibilidad estética. ¿Qué ingrediente le agrega este hecho a la personalidad del animal?

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D. CREATIVIDAD 1. Imagina y señala cuánto tiempo real duraría esta historia. 2. Ponle un título de 5 palabras al cuento. 3. Dale dos consejos al bagrecico del final del cuento antes de su viaje. 4. Reescribe con tus propias palabras las 5 líneas finales del cuento.

EL BANQUETE JULIO RAMÓN RIBEYRO (1929-1994) Ribeyro nació en Lima. Inclinado desde muy joven a la literatura, ya aparecían en diversas revistas sus colaboraciones en 1951. Cuatro años más tarde aparece su primer libro. Diplomático de carrera, actualmente Ribeyro es nuestro representante ante la UNESCO. La obra de nuestro autor es extensa y abarca diversos géneros: narración (novela y cuento), ensayo y dramaturgia. Su cuentos aparecieron reunidos en dos volúmenes en 1973, a los que se agregó un tercero en 1977, bajo el título de La palabra del mudo. Sus novelas son Crónica de San Gabriel (1960), Los geniecillos dominicales (1965) y Cambio de guardia (1976). La obra dramática de Ribeyro fue reunida por el Instituto Nacional de Cultura en un libro que contiene 7 piezas bajo el título de Teatro (1975). También es autor de Atusparia (1981). En el campo del ensayo publicó un sorprendente y bello libro: Prosas apátridas (1975). Ribeyro es considerado, casi sin discusión, el mejor cuentista peruano. Sin rebuscamientos formales, ni complejidades estilísticas, su obra maestra al hombre de la ciudad –particularmente al de clase media y obrera– en su contexto natural, víctima de frustraciones y esclavo de sus debilidades. El narrador es un simple presentador; al que no le interesa comentar ni intelectualizar la situación. El cuento seleccionado transcurre en el mundo de la clase económica alta, con la peculiaridad de una riqueza recién adquirida. Pensando en multiplicar su poder y fortuna, el protagonista decide realizar una inversión de toda su fortuna en algo que le debe reportar jugosos dividendos. Todo marcha como estuvo planificado hasta que un detalle importante se interpone en el momento menos pensado. Con dos meses de anticipación, don Fernando Pasamano había preparado los pormenores de este magno suceso. En primer término, su residencia hubo de sufrir una transformación general. Como se trataba de un caserón antiguo, fue necesario echar abajo algunos muros, agrandar las ventanas, cambiar la madera de los pisos y pintar de nuevo todas las paredes. Esta reforma trajo consigo otras y –como estas personas que cuando se compran un par de zapatos juzgan que es necesario estrenarlos con calcetines nuevos y luego con una camisa nueva y luego con un terno nuevo y así

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sucesivamente hasta llegar al calzoncillo nuevo– don Fernando se vio obligado a renovar todo el mobiliario, desde las consolas del salón hasta el último banco de la repostería. Luego vinieron las alfombras, las lámparas, las cortinas y los cuadros para cubrir esas paredes que desde que estaban limpias parecían más grandes. Finalmente, como dentro del programa estaba previsto un concierto en el jardín, fue necesario construir un jardín. En quince días, una cuadrilla de jardineros japoneses edificaron, en lo que antes era una especie de huerta salvaje, un maravilloso jardín rococó donde había cipreses tallados, caminitos sin salida, laguna de peces rojos, una gruta para las divinidades y un puente rústico de madera, que cruzaba sobre un torrente imaginario. Lo más grave, sin embargo, fue la confección del menú. Don Fernando y su mujer, como la mayoría de la gente proveniente del interior, sólo habían asistido en su vida a comilonas provinciales, en las cuales se mezcla la chicha con el whisky y se termina devorando los cuyes con la mano. Por esta razón sus ideas acerca de lo que debía servirse en un banquete al presidente, eran confusas. La parentela, convocada a un consejo especial, no hizo sino aumentar el desconcierto. Al fin, don Fernando decidió hacer una encuesta en los principales hoteles y restaurantes de la ciudad y así pudo enterarse que existían manjares presidenciales y vinos preciosos que fue necesario encargar por avión a las viñas del mediodía. Cuando todos estos detalles quedaron ultimados, don Fernando constató con cierta angustia que en ese banquete, al cual asistirían ciento cincuenta personas, cuarenta mozos de servicio, dos orquestas, un cuerpo de ballet y un operador de cine, había invertido toda su fortuna. Pero, al fin de cuentas todo dispendio le pareció pequeño para los enormes beneficios que obtendría de esa recepción.–Con una embajada en Europa y un ferrocarril a mis tierras de la montaña rehacemos nuestra fortuna en menos de lo que canta un gallo –decía a su mujer–. Yo no pido más. Soy un hombre modesto. –Falta saber si el presidente vendrá –replicaba su mujer. En efecto, don Fernando había omitido hasta el momento hacer efectiva su invitación. Le bastaba saber que era pariente del presidente –con uno de esos parentescos serranos tan vagos como indemostrables y que, por lo general, nunca se esclarecen por el temor de encontrarles un origen adulterino– para estar plenamente seguro que aceptaría. Sin embargo, para mayor seguridad, aprovechó su primera visita a palacio para conducir al presidente a un rincón y comunicarle humildemente su proyecto. –Encantado –le contestó el presidente–. Me parece una magnífica idea. Pero por el momento me encuentro muy ocupado. Le confirmaré por escrito mi aceptación. Don Fernando se puso a esperar la confirmación. Para combatir su impaciencia, ordenó algunas reformas complementarias que le dieron a su mansión el aspecto de un palacio afectado para alguna solemne mascarada. Su última idea fue ordenar la ejecución de un retrato del presidente –que un pintor copió de una fotografía– y que él hizo colocar en la parte más visible de su salón.

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Al cabo de cuatro semanas, la confirmación llegó. Don Fernando, quien empezaba a inquietarse por la tardanza, tuvo la más grande alegría de su vida. Aquel fue un día de fiesta, una especie de anticipo del festín que se aproximaba. Antes de dormir, salió con su mujer al balcón para contemplar su jardín iluminado y cerrar con un sueño bucólico esa memorable jornada. El paisaje, sin embargo, parecía haber perdido sus propiedades sensibles, pues donde quiera que pusiera los ojos, don Fernando se veía a sí mismo, se veía en chaqué, en tarro, fumando puros, con una decoración de fondo donde –como en ciertos afiches turísticos– se confundían los monumentos de las cuatro ciudades más importantes de Europa. Más lejos, en un ángulo de su quimera, veía un ferrocarril regresando de la floresta con sus vagones cargados de oro. Y por todo sitio, movediza y transparente como una alegoría de la sensualidad, veía una figura femenina que tenía las piernas de una cocotte, el sombrero de una marquesa, los ojos de una tahitiana y absolutamente nada de su mujer.

El día del banquete, los primeros en llegar fueron los soplones. Desde las cinco de la tarde estaban apostados en la esquina, esforzándose por guardar un incógnito que traicionaba sus sombreros, sus modales exageradamente distraídos y sobre todo ese terrible aire de delincuencia que adquieren a menudo los investigadores, los agentes secretos y en general todos los que desempeñan oficios clandestinos. Luego fueron llegando los automóviles. De su interior descendían ministros, parlamentarios, diplomáticos, hombres de negocios, hombres inteligentes. Un portero les abría la verja, un ujier los anunciaba, un valet recibía sus prendas y don Fernando, en medio del vestíbulo, les estrechaba la mano, murmurando frases corteses y conmovidas. Cuando todos los burgueses del vecindario se habían arremolinado delante de la mansión y la gente de los conventillos se hacía a una fiesta de fasto tan inesperado, llegó el presidente. Escoltado por sus edecanes, penetró en la casa y don Fernando, olvidándose de las reglas de etiqueta, movido por un impulso de compadre, se le echó en los brazos con tanta simpatía que le dañó una de sus charreteras. Repartidos por los salones, los pasillos, la terraza y el jardín, los invitados se bebieron discretamente, entre chistes y epigramas, los cuarenta cajones de whisky. Luego se acomodaron en las mesas que les estaban reservadas –la más grande, decorada con orquídeas, fue ocupada por el presidente y los hombres ejemplares– y se comenzó a comer y a charlar ruidosamente mientras la orquesta, en un ángulo del salón, trataba inútilmente de imponer un aire vienés. A mitad del banquete, cuando los vinos blancos del Rhin habían sido honrados y los tintos del Mediterráneo comenzaban a llenar las copas, se inició la ronda de discursos. La llegada del faisán los interrumpió y sólo al final, servido el champán, regresó la elocuencia

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y los panegíricos se prolongaron hasta el café, para ahogarse definitivamente en las copas de coñac. Don Fernando, mientras tanto, veía con inquietud que el banquete, pleno de salud ya, seguía sus propias leyes, sin que él hubiera tenido ocasión de hacerle al presidente sus confidencias. A pesar de haberse sentado, contra las reglas del protocolo, a la izquierda del agasajado, no encontraba el instante propicio para hacer un aparte. Para colmo, terminado el servicio, los comensales se levantaron para formar grupos amodorrados y digestónicos y él, en su papel de anfitrión, se vio obligado a correr de grupo en grupo para reanimarlos con copas de menta, palmaditas, puros y paradojas. Al fin, cerca de medianoche, cuando ya el ministro de gobierno, ebrio, se había visto forzado a una aparatosa retirada, don Fernando logró conducir al presidente a la salita de música y allí, sentados en uno de esos canapés que en la corte de Versalles servían para declararse a una princesa o para desbaratar una coalición, le deslizó al oído su modesta demanda. –Pero no faltaba más –replicó el presidente–. Justamente queda vacante en estos días la embajada de Roma. Mañana, en consejo de ministros, propondré su nombramiento, es decir, lo impondré. Y en lo que se refiere al ferrocarril, sé que hay en diputados una comisión que hace meses discute ese proyecto. Pasado mañana citaré a mi despacho a todos sus miembros y a usted también, para que resuelvan el asunto en la forma que más convenga. Una hora después el presidente se retiraba, luego de haber reiterado sus promesas. Lo siguieron sus ministros, el congreso, etc., en el orden preestablecido por los usos y costumbres. A las dos de la mañana quedaban todavía merodeando por el bar algunos cortesanos que no ostentaban ningún título y que esperaban aún el descorchamiento de alguna botella o la ocasión de llevarse a hurtadillas un cenicero de plata. Solamente a las tres de la mañana quedaron solos don Fernando y su mujer. Cambiando impresiones, haciendo auspiciosos proyectos, permanecieron hasta el alba entre los despojos de su inmenso festín. Por último, se fueron a dormir con el convencimiento de que nunca caballero limeño había tirado con más gloria su casa por la ventana ni arriesgado su fortuna con tanta sagacidad. A las doce del día, don Fernando fue despertado por los gritos de su mujer. Al abrir los ojos, la vio penetrar en el dormitorio con un periódico abierto entre las manos. Arrebatándoselo, leyó los titulares y, sin proferir una exclamación, se desvaneció sobre la cama. En la madrugada, aprovechándose de la recepción, un ministro había dado un golpe de estado y el presidente había sido obligado a dimitir.

A. ESTRUCTURA Y ELEMENTOS FORMALES 1. Aparecen pocos parlamentos. ¿Por qué ocurre eso? 2. El largo primer párrafo queda un poco en

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el aire. No se sabe de qué se está hablando. Sólo en el segundo párrafo se aclaran las cosas. ¿Cómo? 3. En el primer párrafo hay una expresión de casi 4 líneas entre guiones. Eso se repite, aunque con expresiones no tan extensas, otras veces. ¿Qué finalidad cumple ese material encerrado entre guiones? 4. ¿Cuál es el personaje no conocido todavía pero fundamental que aparece en el párrafo final? B. COMPRENSIÓN 1. ¿Qué reformas se hacen en el interior de la casa? 2. ¿Y qué cambios sufre el exterior de la casa? 3. ¿Por qué la confección del menú fue lo más grave? 4. ¿Cómo se resolvió ese problema del menú? 5. En relación con las personas, ¿quiénes estarían en la fiesta como invitados y servidores? 6. ¿Cómo se consolaba don Fernando cuando reparaba en que había invertido toda su fortuna en la fiesta? 7. ¿Qué grave omisión había cometido el protagonista del cuento? 8. ¿Qué relación existía entre el presidente y don Fernando? 9. ¿Qué fue lo primero que hizo don Fernando en su visita a palacio? 10. ¿Cuál fue la última idea de don Fernando antes del banquete? 11. ¿Qué ocurrió al cabo de cuatro semanas? 12. ¿Cómo fue su sueño esa noche? 13. ¿Quiénes llegaron primero a la fiesta? ¿Cómo actuaban? 14. ¿Cómo eran recibidos los invitados? 15. La recepción de don Fernando al presidente fue insólita. ¿Por qué? ACTIVIDADES Y EJERCICIOS 16. ¿Qué sucedió con las 40 cajas de whisky? 17. ¿Qué hechos se suceden durante la comida? 18. ¿A qué se debía la inquietud de don Fernando? 19. Algo importante ocurrió en la sala de música. ¿Qué fue? 20. Después de eso, ¿cómo va terminando la fiesta? 21. ¿Qué impresiones intercambian don Fernando y su mujer? 22. El despertar de don Fernando tiene algo especial. ¿Qué?

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C. APRECIACIÓN CRÍTICA 1. El apellido de don Fernando parece querer expresar algo. ¿Qué opinas? 2. ¿Cómo son las comilonas provincianas? ¿Qué te parecen a ti? 3. Los vagos e indemostrables parentescos serranos merecen una referencia de Ribeyro. ¿Qué tienen de especial? 4. ¿Qué ha querido decir Ribeyro cuando señala que es un palacio afectado por una solemne mascarada? 5. La chica del sueño no tiene nada de la mujer de don Fernando. ¿Hay alguna alusión escondida en esa expresión? 6. También se refiere al “aire de delincuencia que adquieren a menudo los investigadores”. “¿Estás de acuerdo? D. CREATIVIDAD 1. Si tú fueras don Fernando, ¿qué menú habrías ofrecido? 2. ¿Qué título le habría puesto al cuento don Fernando? 3. ¿Qué aspecto tendría un jardín rococó en tu casa? 4. Después de su fracaso, ¿qué crees que habrá hecho don Fernando? 5. Elabora un consejo que se lo darías a toda persona que se pareciera a don Fernando en sus ambiciones.

EL NIÑO DE JUNTO AL CIELO ENRIQUE CONGRAINS MARTIN (1932) Perteneciente a una familia relativamente acomodada, Congrains decide un día dejar la casa paterna y arreglárselas por sí solo. Vive en las barriadas familiarizándose con esa dura realidad compartida por miles de compatriotas que han llegado a la gran ciudad con la esperanza de cambiar para mejor sus vidas. Esa experiencia y sus lecturas literarias de modo autodidacta van convirtiendo a Congrains en uno de los más sorprendentes e importantes narradores de la década del 50. Luego ha venido un silencio casi absoluto. Viajero, se dedica a las ventas y a empresas editoriales. Sus tres libros más importantes aparecen sucesivamente: Lima, hora cero (1954), Kikuyo (1955) y No una sino muchas muertes (1957). Esta última novela recibió muchos elogios de la crítica. Vale decir, que el silencio de Congrains en el campo de la creación literaria se produce a los 25 años. Congrains es un escritor realista del ambiente urbano. Explora y escruta con ojo agudo el submundo de los alrededores de Lima y penetra profundamente en la psicología

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de sus personajes para luego darnos una pintura auténtica que podemos contrastar cotidianamente con el medio que nos rodea. Congrains no emplea recursos técnicos sofisticados, pero llega a captar con facilidad el interés de cualquier lector. Hemos escogido un cuento relativamente largo que proviene del primer libro que publicó Congrains. Los protagonistas son dos niños: uno de la ciudad y el otro recién llegado de los Andes. Sin embargo, a pesar de la diferencia de origen, parecen hacer migas y sociedad fácilmente. Las cosas marchan sobre ruedas hasta que el niño provinciano es enviado a una misión aparentemente inocente. Por alguna desconocida razón, Esteban había llegado al lugar exacto, precisamente al único lugar... Pero, ¿no sería, más bien, que “aquello” había venido hacia él? Bajó la vista y volvió a mirar. Sí, ahí seguía el billete anaranjado, junto a sus pies, junto a su vida. ¿Por qué, por qué él? Su madre se había encogido de hombros al pedirle él autorización para conocer la ciudad, pero después le advirtió que tuviera cuidado con los carros y con las gentes. Había descendido desde el

cerro hasta la carretera y, a los pocos pasos, divisó “aquello” junto al sendero que corría paralelamente a la pista. Vacilante, incrédulo, se agachó y lo tomó entre sus manos. Diez, diez, era un billete de diez soles, un billete que contenía muchísimas pesetas, innumerables reales. ¿Cuántos reales, cuántos medios exactamente? Los conocimientos de Esteban no abarcaban tales complejidades y, por otra parte, le bastaba con saber que se trataba de un papel anaranjado que decía “diez” por sus dos lados. Siguió por el sendero, rumbo a los edificios que se veían más allá de ese otro cerro cubierto de casas. Esteban caminaba unos metros, se detenía y sacaba el billete del bolsillo para comprobar su indispensable presencia. ¿Había venido el billete hacia él –se preguntaba– o era él el que había ido hacia el billete? Cruzó la pista y se internó en un terreno salpicado de basura, desperdicios de albañilería y excrementos; llegó a una calle y desde allí divisó el famoso mercado, el Mayorista, del que tanto había oído hablar. ¿Eso era Lima, Lima, Lima?... La palabra le sonaba a hueco. Recordó: su tío le había dicho que Lima era una ciudad grande, tan grande que en ella vivían un millón de personas. ¿La bestia con un millón de cabezas? Esteban había soñado hacía unos días, antes del viaje, en eso: una bestia con un millón de cabezas. Y ahora él, con cada paso que daba, iba internándose dentro de la bestia... Se detuvo, miró y meditó: la ciudad, el Mercado Mayorista, los edificios de tres y cuatro pisos, los autos, la infinidad de gentes –algunas como él, otras no como él– y el billete anaranjado, quieto, dócil en el bolsillo de su pantalón. El billete llevaba el “diez” en su rostro y en su conciencia. El “diez años” lo hacía sentirse seguro y confiado,

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pero sólo hasta cierto punto. Antes, cuando comenzaba a tener noción de las cosas y de los hechos, la meta, el horizonte había sido fijado en los diez años. ¿Y ahora? No, desgraciadamente no. Diez años no era todo. Esteban se sentía incompleto aún. Quizá si cuando tuviera doce, quizá si cuando llegara a los quince. Quizá ahora mismo, con la ayuda del billete anaranjado. Estuvo dando vueltas, atisbando dentro de la bestia, hasta que llegó a sentirse parte de ella. Un millón de cabezas y, ahora, una más. La gente se movía, se agitaba, unos iban en una dirección, otros en otra, y él, Esteban, con el billete anaranjado, quedaba siempre en el centro de todo, en el ombligo mismo. Unos muchachos de su edad jugaban en la vereda. Esteban se detuvo a unos metros de ellos y quedó observando el ir y venir de las bolas; jugaban dos y el resto hacía rueda. Bueno, había andado unas cuadras y por fin encontraba seres como él, gente que no se movía incesantemente de un lado a otro. Parecía, por lo visto, que también en la ciudad había seres humanos. mirando con cuidado Indeciso/desconfiado monedas de 20, 10 y 5 centavos penetrando

¿Cuánto tiempo estuvo contemplándonos? ¿Un cuarto de hora ? ¿Media hora? ¿Una hora, acaso dos? Todos los chicos se habían ido, todos menos uno. Esteban quedó mirándolo, mientras su mano dentro del bolsillo acariciaba el billete. –¡Hola, hombre! –Hola... –respondió Esteban, susurrando casi. El chico era más o menos de su misma edad y vestía pantalón y camisa de un mismo tono, algo que debió ser caqui en otros tiempos, pero que ahora pertenecía a esa categoría de los colores vagos e indefinibles. –¿Eres de por acá? –le preguntó a Esteban. –Sí, este... –se aturdió y no supo cómo explicar que vivía en el cerro y que estaba en viaje de exploración a través de la bestia de un millón de cabezas. –¿De dónde, ah? – se había acercado y estaba frente a Esteban. Era más alto y sus ojos, inquietos, le recorrían de arriba abajo– ¿De dónde, ah? –volvió a preguntar. –De allá, del cerro

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–y Esteban señaló en la dirección en que había venido. –¿San Cosme? Esteban meneó la cabeza negativamente. –¿Del Agustino? –¡Sí, de ahí! –exclamó sonriendo. Ese era el nombre y ahora lo recordaba. Desde hacía meses, cuando se enteró de la decisión de su tío de venir a radicarse a Lima, venía averiguando cosas de la ciudad. Fue así como supo que Lima era muy grande, demasiado grande tal vez; que había un sitio que se llamaba Callao y que ahí llegaban buques de otros países; que había lugares muy bonitos, tiendas enormes, calles larguísimas... ¡Lima!... Su tío había salido dos meses antes que ellos con el propósito de conseguir casa. Una casa. “¿En qué sitio será?”, le había preguntado a su madre. Ella tampoco sabía. Los días corrieron y después de muchas semanas llegó la carta que ordenaba partir. ¡Lima!... ¿El cerro del Agustino, Esteban? Pero él no lo llamaba así. Ese lugar tenía otro nombre. La choza que su tío había levantado quedaba en el barrio de Junto al Cielo. Y Esteban era el único que lo sabía.

–Yo no tengo casa... –dijo el chico, después de un rato. Tiró una bola contra la tierra y exclamó–: ¡Caray, no tengo! –¿Dónde vives entonces? –se animó a inquirir Esteban. El chico recogió la bola, la frotó en su mano y luego respondió: –En el mercado; cuido la fruta, duermo a ratos... –amistoso y sonriente, puso una mano sobre el hombro de Esteban y le preguntó–: ¿Cómo te llamas tú? –Esteban... –Yo me llamo Pedro –tiró la bola al aire y la recibió en la palma de su mano–. Te juego, ¿ya, Esteban? Las bolas rodaron sobre la tierra, persiguiéndose mutuamente. Pasaron los minutos, pasaron hombres y mujeres junto a ellos, pasaron autos por la calle, siguieron pasando los minutos. El juego había terminado, Esteban no tenía nada que hacer junto a la habilidad de Pedro. Las bolas al bolsillo y los pies sobre el cemento gris de la acera. ¿A dónde ahora? Empezaron a caminar juntos. Esteban se sentía más a gusto en compañía de Pedro que estando solo. Dieron algunas vueltas. Más y más edificios. Más y más gentes. Más y más autos en las calles. Y el billete anaranjado seguía en el bolsillo. Esteban lo recordó. –¡Mira lo que me encontré! –Lo tenía entre sus dedos y el viento lo hacía oscilar levemente. –¡Caray! –exclamó Pedro y lo tomó, examinándolo al detalle – ¡Diez soles, caray! ¿Dónde lo encontraste? –Junto a la pista, cerca del cerro –explicó Esteban. Pedro le devolvió el billete y se concentró un rato. Luego preguntó: –¿Qué piensas hacer, Esteban? –No sé, guardarlo, seguro... –y sonrió tímidamente. –¡Caray, yo con una libra haría negocios, palabra que sí!

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–¿Cómo? Pedro hizo un gesto impreciso que podía revelar, a un mismo tiempo, muchísimas cosas. Su gesto podía interpretarse como una total despreocupación por el asunto –los negocios– o como una gran abundancia de posibilidades y perspectivas. Esteban no comprendió. –¿Qué clase de negocios, ah? –¡Cualquier clase, hombre! –pateó una cáscara de naranja, que rodó desde la vereda hasta la pista; casi inmediatamente pasó un ómnibus que la aplastó contra el pavimento–. Negocios hay de sobra, palabra que sí. Y en unos días cada uno de nosotros podría tener otra libra en el bolsillo. –¿Una libra más? –preguntó Esteban, asombrándose. –¡Pero, claro; claro que sí...! –volvió a examinar a Esteban y le preguntó–: ¿Tú eres de Lima? mover vago desinterés billete de 10 soles

Esteban se ruborizó. No, él no había crecido al pie de las paredes grises, ni jugado sobre el cemento áspero e indiferente. Nada de eso en sus diez años, salvo lo de ese día. –No, no soy de acá, soy de Tarma; llegué ayer... –¡Ah! –exclamó Pedro, observándolo fugazmente–. ¿De Tarma, no? –Sí, de Tarma... Habían dejado atrás el mercado y estaban junto a la carretera. A medio kilómetro de distancia se alzaba el cerro del Agustino, el barrio de Junto al Cielo, según Esteban. Antes del viaje, en Tarma, se había preguntado: “¿Iremos a vivir a Miraflores, al Callao, a San Isidro, a Chorrillos; en cuál de esos barrios quedaba la casa de mi tío?” Habían tomado el ómnibus y después de varias horas de pesado y fatigante viaje arribaron a Lima. ¿Miraflores? ¿La Victoria? ¿San Isidro? ¿Callao? ¿Adónde, Esteban, adónde? Su tío había mencionado el lugar y era la primera vez que Esteban lo oía nombrar. “Debe ser algún barrio nuevo”, pensó. Tomaron un auto y cruzaron calles y más calles. Todas diferentes, pero, cosa curiosa, todas parecidas también. El auto los dejó al pie de un cerro. Casas junto al cerro, casas en mitad del cerro, casas en la cumbre del cerro. Habían subido, y una vez arriba, junto a la choza que había levantado su tío, Esteban contempló a la bestia con un millón de cabezas. La “cosa” se extendía y se desparramaba, cubriendo la tierra de casas, calles, techos, edificios, más allá de lo que su vista podía alcanzar. Entonces Esteban había levantado los ojos y se había sentido tan encima de todo –o tan abajo quizá–, que había pensado que estaba en el barrio de Junto al Cielo. –Oye, ¿quisieras entrar en algún negocio conmigo? –Pedro se había detenido y lo contemplaba, esperando respuesta. –¿Yo?... –titubeando preguntó–: ¿Qué clase de negocio? ¿Tendría

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otro billete mañana? puso rojo rápidamente

–¡Claro que sí, por supuesto! –afirmó resueltamente. La mano de Esteban acarició el billete y pensó que podría tener otro billete más, y otro más y muchos más. Muchísimos billetes más, seguramente. Entonces el “diez años” sería esa meta que siempre había soñado. –¿Qué clase de negocios se puede, ah? –preguntó Esteban. Pedro se sonrió y explicó: –Negocios hay muchos... Podríamos comprar periódicos y venderlos en Lima; podríamos comprar revistas, chistes... –hizo una pausa y escupió con vehemencia. Luego dijo, entusiasmándose–: Mira, compramos diez soles de revistas y las vendemos ahora mismo, en la tarde, y tenemos quince soles, palabra. –¿Quince soles? –¡Claro, quince soles! ¡Dos cincuenta para ti y dos cincuenta para mí! ¿Qué te parece, ah? Convinieron en reunirse al pie del cerro dentro de una hora; convinieron en que Esteban no diría nada, ni a su madre ni a su tío; convinieron en que venderían revistas y que de la libra de Esteban saldrían muchísimas cosas. Esteban había almorzado apresuradamente y le había vuelto a pedir permiso a su madre para bajar a la ciudad. Su tío no almorzaba con ellos, pues en su trabajo le daban de comer gratis, completamente gratis, como había recalcado al explicar la situación. Esteban bajó por el sendero ondulante, saltó la acequia y se detuvo al borde de la carretera, justamente en el mismo lugar en que había encontrado, en la mañana, el billete de diez soles. Al poco rato apareció Pedro y empezaron a caminar juntos, internándose dentro de la bestia de un millón de cabezas. –Vas a ver qué fácil es vender revistas, Esteban. Las ponemos en cualquier sitio, la gente las ve y, listo, las compra para sus hijos. Y si queremos nos ponemos a gritar en la calle el nombre de las revistas, y así vienen más rápido... ¡Ya vas a ver qué bueno es hacer negocios!... –¿Queda muy lejos el sitio? –preguntó Esteban, al ver que las calles seguían alargándose casi hasta el infinito. Qué lejos había quedado Tarma, qué lejos había quedado todo lo que hasta hace unos días había sido habitual para él. –No, ya no. Ahora estamos cerca del tranvía y nos vamos gorreando hasta el centro. –¿Cuánto cuesta el tranvía? –¡Nada, hombre –y se rió de buena gana–. Lo tomamos no más y le decimos al conductor que nos deje ir hasta la Plaza San Martín. Más y más cuadras. Y los autos, algunos viejos, otros increíblemente nuevos y flamantes, pasaban veloces, rumbo sabe Dios dónde.

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–¿Adónde va toda esa gente en auto? Pedro sonrió y observó a Esteban. Pero, ¿adónde iban realmente? Pedro no halló ninguna respuesta satisfactoria y se limitó a mover la cabeza de un lado a otro. Más y más cuadras. Al fin terminó la calle y llegaron a una especie de parque. –¡Corre! –gritó Pedro, de súbito. El tranvía comenzaba a ponerse en marcha. Corrieron, cruzaron en dos saltos la pista y se encaramaron al estribo. Una vez arriba, se miraron sonrientes. Esteban empezó a perder el temor y llegó a la conclusión de que seguía siendo el centro de todo. La bestia de un millón de cabezas no era tan espantosa como había soñado, y ya no le importaba estar allí siempre, aquí o allá, en el centro mismo, en el ombligo mismo de la bestia. Parecía que el tranvía se había detenido definitivamente esta vez, después de una serie de paradas. Todo el mundo se había levantado de sus asientos y Pedro lo estaba empujando. –Vamos, ¿qué esperas? –¿Aquí es? –Claro, baja. Descendieron y otra vez a rodar sobre la piel de cemento de la bestia. Esteban veía más gente y la veía marchar –sabe Dios dónde– con más prisa que antes. ¿Por qué no caminaban tranquilos, suaves, con gusto, como la gente de Tarma? –Después volvemos y por estos mismos sitios vamos a vender las revistas. –Bueno –asintió Esteban. El sitio era lo de menos, se dijo; lo importante era vender las revistas, y que la libra se convirtiera en varias más. Eso era lo importante. –¿Tú tampoco tienes papá? –le preguntó Pedro, mientras doblaban hacia una calle por la que pasaban los rieles del tranvía. subieron

–No, no tengo... –y bajó la cabeza, entristecido. Luego de un momento, Esteban preguntó–: ¿Y tú? –Tampoco, ni papá ni mamá –Pedro se encogió de hombros y apresuró el paso. Después inquirió descuidadamente–: ¿Y al que le dices “tío”? –Ah... él vive con mi mamá; ha venido a Lima de chofer... –calló, pero en seguida dijo–: Mi papá murió cuando yo era chico... –¡Ah, caray!... ¿Y tu “tío”, que tal te trata? –Bien; no se mete conmigo para nada. –¡Ah! Habían llegado al lugar. Tras un portón se veía un patio más o menos grande, puertas, ventanas y dos letreros que anunciaban revistas al por mayor. –Ven, entra –le ordenó Pedro.

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Estaban adentro. Desde el piso hasta el techo había revistas, y algunos chicos como ellos; dos mujeres y un hombre seleccionaban sus compras. Pedro se dirigió a uno de los estantes y fue acumulando revistas bajo el brazo. Las contó y volvió a revisarlas. –Paga. Esteban vaciló un momento. Desprenderse del billete anaranjado era más desagradable de lo que había supuesto. Se estaba bien teniéndolo en el bolsillo y pudiendo acariciarlo cuantas veces fuera necesario. –Paga –repitió Pedro, mostrándole las revistas a un hombre gordo que controlaba la venta. –¿Es justo una libra? –Sí, justo. Diez revistas a un sol cada una. Oprimió el billete con desesperación, pero al fin terminó por extraerlo del bolsillo. Pedro se lo quitó rápidamente de la mano y lo entregó al hombre. –Vamos –dijo, jalándolo. Se instalaron en la Plaza San Martín y alinearon las diez revistas en uno de los muros que circunda el jardín. “Revistas, revistas, revistas, señor; revistas, señora, revistas, revistas”. Cada vez que una de las revistas desaparecía con un comprador, Esteban suspiraba aliviado. Quedaban seis revistas y pronto, de seguir así las cosas, no habría de quedar ninguna. –¿Qué te parece, ah? –preguntó Pedro, sonriendo con orgullo. –Está bueno, está bueno... –y se sintió enormemente agradecido a su amigo y socio. –Revistas, revistas; ¿no quiere un chiste, señor? El hombre se detuvo y examinó las carátulas. –¿Cuánto? –Un sol cincuenta, no más... preguntó dudó

La mano del hombre quedó indecisa sobre dos revistas. ¿Cuál, cuál, llevará? Al fin se decidió. –Cóbrese. Y las monedas cayeron, tintineantes, al bolsillo de Pedro. Esteban se limitaba a observar; meditaba y sacaba sus conclusiones: una cosa era soñar, allá en Tarma, con una bestia de un millón de cabezas, y otra era estar en Lima, en el centro mismo del universo, absorbiendo y peleando con fruición la vida. Era el socio capitalista y el negocio marchaba estupendamente bien. “Revistas, revistas”, gritaba el socio industrial, y otra revista más que desaparecía en manos impacientes. “¡Apúrate con el vuelto!”, exclamaba el comprador. Y todo el mundo caminaba aprisa, rápidamente. “¿Adónde van, que se apuran tanto?”, pensaba Esteban. Bueno, bueno, la bestia era una bestia bondadosa, amigable, aunque algo difícil de comprender. Eso no importaba; seguramente, con el tiempo, se acostumbraría. Era una magnífica bestia que

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estaba permitiendo que el billete de diez soles se multiplicara. Ahora ya no quedaban más que dos revistas sobre el muro. Dos nada más y ocho desparramándose por desconocidos e ignorados rincones de la bestia. “Revistas, revistas, chistes a sol cincuenta, chistes...” Listo, ya no quedaba más que una revista y Pedro anunció que era las cuatro y media. –¡Caray, me muero de hambre, no he almorzado!... –prorrumpió luego. –¿No has almorzado? –No, no he almorzado... –observó a posibles compradores entre las personas que pasaban y después sugirió–: ¿Me podrías ir a comprar un pan o un bizcocho?

–Bueno –aceptó Esteban inmediatamente. Pedro sacó un sol del bolsillo y explicó: –Este es de los dos cincuenta de mi ganancia, ¿ya? –Sí, ya sé. –¿Ves ese cine? –preguntó Pedro, señalando a uno que quedaba en la esquina. Esteban asintió–. Bueno, sigues por esa calle y a mitad de cuadra hay una tiendecita de japoneses. Anda y cómprame un pan con jamón o tráeme un plátano y galletas, cualquier cosa, ¿ya, Esteban? –Ya. Recibió el sol, cruzó la pista, pasó por entre dos autos estacionados y tomó la calle que le había indicado Pedro. Sí, ahí estaba la tienda. Entró. –Deme un pan con jamón –pidió a la muchacha que atendía. Sacó un pan de la vitrina, lo envolvió en un papel y se lo entregó. Esteban puso la moneda sobre el mostrador. –Vale un sol veinte –advirtió la muchacha. –¡Un sol veinte!... –devolvió el pan y quedó indeciso un instante. Luego se decidió–: Déme un sol de galletas entonces. Tenía el paquete de galletas en la mano y andaba lentamente. Pasó junto al cine y se detuvo a contemplar los atrayentes avisos. Miró a su gusto y, luego, prosiguió caminando. ¿Habría vendido Pedro la revista que le quedaba? Más tarde, cuando regresara a Junto al Cielo, lo haría feliz, absolutamente feliz. Pensó en ello, apresuró el paso, atravesó la calle, esperó que pasaran unos automóviles y llegó a la vereda. Veinte o treinta metros más allá había quedado Pedro. ¿O se había confundido? Porque ya Pedro no estaba en ese lugar ni en ningún otro. Llegó al sitio preciso y nada, ni Pedro ni revista, ni quince soles, no... ¿Cómo había podido perderse o desorientarse? Pero, ¿no era ahí donde habían estado vendiendo las revistas? ¿Era o no era? Miró a su alrededor. Sí, en el jardín de atrás seguía la envoltura de un chocolate. El papel era amarillo con letras rojas y negras, y él lo había notado cuando se instalaron, hacía más de dos horas. Entonces, ¿no se había confundido? ¿Y Pedro, y los quince soles, y la revista?

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Bueno no era necesario asustarse, pensó. Seguramente se había demorado y Pedro lo estaba buscando. Eso tenía que haber sucedido obligadamente. Pasaron los minutos. No, Pedro no había ido a buscarlo: ya estaría de regreso de ser así. Tal vez había ido con un comprador a conseguir cambio. Más y más minutos fueron quedando a sus espaldas. No, Pedro no había ido a buscar sencillo: ya estaría de regreso de ser así. ¿Entonces?... –Señor. ¿Tiene hora? –le preguntó a un joven que pasaba. –Sí, las cinco en punto. mirar necesariamente monedas sueltas

Esteban bajó la vista, hundiéndola en la piel de la bestia, y prefirió no pensar. Comprendió que, de hacerlo, terminaría llorando y eso no podía ser. El ya tenía diez años, y diez años no era ni ocho ni nueve. ¡Eran diez años! –¿Tiene hora, señorita? –Sí, –sonrió y dijo con voz linda–: Las seis y diez –y se alejó presurosa. ¿Y Pedro, y los quince soles, y la revista?... ¿Dónde estaban, en qué lugar de la bestia con un millón de cabezas estaban?... Desgraciadamente no lo sabía y sólo quedaba la posibilidad de esperar y seguir esperando... –¿Tiene hora, señor? –Un cuarto para las siete... –Gracias... ¿Entonces?... Entonces, ¿ya Pedro no iba a regresar?... ¿Ni Pedro, ni los quince soles, ni la revista iban a regresar entonces?... Decenas de letreros luminosos se habían encendido. Letreros luminosos que se apagaban y se volvían a encender, y más y más gente sobre la piel de la bestia. Y la gente caminaba más aprisa ahora. Rápido, rápido, apúrense, más rápido aún, más, más, hay que apurarse muchísimo más, apúrense más... Y Esteban permanecía inmóvil, recostado en el muro, con el paquete de galletas en la mano y con las esperanzas en el bolsillo de Pedro... Inmóvil, dominándose para no terminar en pleno llanto. Entonces, ¿Pedro lo había engañado?... ¿Pedro, su amigo, le había robado el billete anaranjado?... ¿O no sería, más bien, la bestia con un millón de cabezas la causa de todo?... Y ¿acaso no era Pedro parte integrante de la bestia?... Sí y no. Pero ya nada importaba. Dejó el muro, mordisqueó una galleta y, desolado, se dirigió a tomar el tranvía. triste, apenado apurada

A. ESTRUCTURA Y ELEMENTOS FORMALES 1. ¿Cuál de los dos personajes principales te parece más prominente? ¿Por qué?

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2. Aparte de ellos, menciona dos personajes de alguna importancia. 3. En el cuarto párrafo, después de la primera oración que termina con la palabra “manos”, viene una serie de oraciones que registran lo que Esteban está pensando. Es lo que se conoce técnicamente como un monólogo interior. En la página 147 hay varias oraciones que constituyen monólogos interiores. Señala algunas de ellas. 4. El párrafo final de la página 140 comienza en el presente, pero en una técnica de evocación del pasado –o “flashback”– se produce una ruptura temporal. Señala las oraciones de ese párrafo que constituirá un flashback. B. COMPRENSIÓN 1. ¿Qué fue “aquello” encontrado por Esteban? 2. Al salir de casa, ¿qué le había advertido su madre? 3. ¿Qué reflexiones provocaba el billete en la mente de Esteban? 4. ¿Qué le había dicho el tío a Esteban sobre Lima? 5. ¿Por qué se dice en el cuento que el billete se parecía a Esteban? 6. ¿Qué se encontraban haciendo los muchachos a los que se acercó Esteban? 7. ¿Cómo termina el juego de bolas entre Esteban y Pedro? 8. ¿De qué hablan Pedro y Esteban mientras caminan juntos? 9. ¿Cómo había sido el vieja de Esteban a Lima, qué pensamientos pasaban por su mente respecto al lugar donde le tocaría vivir y cómo fue la llegada a su nueva casa? 10. ¿A qué acuerdo llegan Pedro y Esteban? 11. ¿Cómo fue el viaje hacia el centro de la ciudad? ACTIVIDADES Y EJERCICIOS 12. ¿Qué sentía Esteban cuando sacaba el billete con el que tenía que pagar las revistas? 13. ¿Cómo realizaban las ventas y qué resultados obtenían en su negocio? 14. ¿Qué le pidió Pedro a Esteban cuando quedaba una sola revista? 15. ¿Cómo le fue a Esteban al tratar de cumplir el encargo que le había dado Pedro? 16. Finalmente, ¿cómo termina todo? C. APRECIACIÓN CRÍTICA 1. ¿Qué significará hoy para un niño pobre

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poseer el billete de más alta denominación actual? 2. Los valores del billete anaranjado, la peseta, el real y el medio parecen hoy insignificantes. ¿Por qué? 3. Esteban toca y palpa repetidamente su billete. ¿A qué se deberá esta acción reiterada? 4. ¿Por qué se aludirá a Lima como la “bestia con un millón de cabezas? ¿Cómo la tendríamos que llamar hoy? ¿Por qué? 5. La gente camina con prisa, con mucha prisa, cada vez con mayor prisa. ¿Por qué? 6. ¿Qué significación encierra el penúltimo párrafo? D. CREATIVIDAD 1. Ponle al cuento otro título, pero que también tenga 6 palabras. 2. Imagina los apellidos de Pedro y Esteban. 3. ¿Qué edad es la meta soñada a la que quieres llegar? ¿Por qué? 4. Si te propusieran una sociedad comercial como ésta, ¿aceptarías? ¿Por qué? 5. Para Esteban, Lima era la bestia con un millón de cabezas. ¿Qué es para tí? ¿Cómo calificarías tú a una gran ciudad? 6. Agrega dos oraciones de tu creación al final del cuento.

ESA VEZ DEL HUAICO ELEODORO VARGAS VICUÑA (1924-1997)

Nacido en Arequipa, Vargas Vicuña es un caso especial de escritor en el que se conjugan la poesía y la narración. Su labor como profesor la ha complementado con una animada participación en la vida cultural del país. Su obra es breve y comprende los siguientes títulos: Nahuín (1955), Taita Cristo (1964), Zora, imagen de la poesía (1964) y Ñahuín (edición ampliada de los primeros cuentos, 1978). Los temas referidos en los cuentos de Vargas Vicuña están localizados en el ambiente rural andino. Nos cuenta las peripecias de la gente modesta y simple, pero con un respeto muy grande por sus creencias ancestrales y su singular sicología. Este mundo es presentado a través de un lenguaje aparentemente sencillo y claro. Sin embargo, el lector percibe que la construcción verbal va mucho más allá de esa apreciación inicial. Se trata más bien de una prosa poética en la que el extraño orden que a veces tienen las palabras y la brevedad de la frase sólo transparentan un meticuloso y fino trabajo de elaboración lingüística. El cuento escogido tiene como tema central la dura y destructiva realidad andina, en la que los

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castigos de la naturaleza afectan tremendamente a nuestros pueblos. En ese marco se pinta también la vida de un pueblo, sus costumbres, sus alegrías y sus penas, que finalmente no son sino el fiel reflejo de lo que la naturaleza nos depara. Como siempre, en el hombre peruano del Ande, el medio geográfico y su propia existencia guardan una estrechísima relación. I Alrededor de don Teófilo Navarro no queda sino contagiador aire entristecido. Su casa, pura pampa quedó después del huaico –agua de mala entraña– que lo tumbó todo. Los vecinos están medio que están nomás. La mitad se les fue tratando de levantar pared con la mirada y la otra mitad para consolarlo:–Con un poco de voluntad, podrá usted levantarse de nuevo. El caso fue así: Todas las veces de susto le decían: –Don Tofe, haga usted construir muro de piedra a su casa, no sea que el huaico... Pero él se reía con suficiencia, y para decir algo por contestar, repetía:

–Que venga el huaico. Que me lleve. De resbaladera acabará la pena. Lo decía por decir porque en el pueblo, con penas y todo, siempre somos felices. Después que levantó su casa, en que hubo apurado trajín para terminar, luego del techado, en que hubo demorado canto de no acabar con música y zapateo para afirmar el suelo, se hizo tranquilidad. Y como él lo dijo desafiador: –Hasta que otro guapo se atreva, pared y techo contra viento y noche que revienten de impotencia. Fabricaba y componía sombreros. A la puerta de su casa, aguja en mano, sombrero en horma, silbido y canto para rellenar hueco de tarde nostalgiosa, lo veíamos cumplir. En el invierno paz, no en el verano. Medio que se quisquillaba don Tofe mirando temeroso el agua que crecía hasta engrosar el río. Decía: –¡Esto es costumbre! ¿Habrá por qué temer? Muchas veces la campana madrina de la iglesia, en talantalanes de peligro, anuncia la desbordera, y ton Tofe, creído, corría que corría para ver. Allí estaba intactita la casa a la orilla del cauce. La noche en que sucedió no podía ser, aunque se hubiese roto el brazo el sacristán o hubiera podido más y rompiera las campanas avisando. Era cumpleaños de doña Adelaida Suárez. No se podía creer. Y más cuando la fiesta había sido con música y la agasajada era persona que estaba bien con Dios. Don Tofe decía: –Beber, beber, que la vida se ha de acabar. Verlo era un gusto, alegre como estaba, a pesar de que la Grimalda, su mujer, con su tremenda barriga, sentada en un rincón

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censuraba. Primero fue un rumor creciente que llegó, junto con el grito de Julián Mayta que salía corriendo de la huerta: –¡Está entrando agua! ¡Está trayendo piedras! Muy pocos lo oyeron. En ese instante entró el agua hasta el patio. No debía ser grave la cosa... El agua avanzaba rápidamente, como buscando algo. Entonces sí que reaccionamos, aunque gran trabajo larga fiesta endurecer incapacidad tiempo triste ponía nervioso campanadas inundación lecho de río

de primera intención no se tomó ninguna iniciativa. En la sala de la derecha, ebrios los músicos, sin darse cuenta, bromeaban todavía. Yo comencé a correr sin saber a dónde. Un golpe fuerte en la sala de la izquierda que da al cauce, comprendiendo el peligro, nos puso con la cara seria. Y cuando ya lampón y pico los hombres se disponían, se inundaron las salas y los cuartos. La cocina con sus viejas era un grito de rezos. El agua furiosa sabía de memoria su trabajo, lo que hacía. En un santiamén todo estuvo inundado sobre la altura de los cimientos. En el momento en que los animales salían al escape, las paredes empezaron a ceder. Las mujeres (doña Eulalia Espinoza principalmente) gritaban, clamaban al cielo. Y los hombres lisureaban dándose coraje. No se podía. Era torrente de fuerza. Las paredes del corral, vencidas, se cayeron. Don Antonio Ebúsquez era el único de carácter que se dejaba oír: –¡Rompan la puerta falsa que da al cauce para desatorar! Pero la lluvia lo atoraba a él, porque era como río que bajaba. En la tiniebla éramos gente oscurecida, loca, como la entraña de esa noche de rayos y de truenos. Al relámpago, apurado seguía bajando el aluvión. Desde el corral, por el patio, al camino, y luego al

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río bajaba. De la puerta del zaguán quedaban astillas. Vimos a la Grimalda. Subida sobre un batán lloraba a más no poder. Pensaba en Dios con todos sus dolores.

II De agua, de noche, de viento, fue la tumbadera de la casa de Don Tofe. Con gritos de parto también, pues la Grimalda, ayudada por Roque Barrera y subida sobre una mesita que a la vez la contenía contra la pared sobre el poyo, comenzó a descuartizarse. Doña Toribia estuvo, felizmente, atendiéndola como pudo. Roque a duras penas contenía la mesa y sostenía también a la Grimalda. Doña Toribia, con las manos de agua terrosa, remangándose el brazo, la asistía. Grimalda se animaba casi quebrándole el brazo al Roque con el esfuerzo: –¡Ayude usted! ¡Ayude usted, mamá Tulli! –Sin embargo, fue como una lucha el nacimiento, mientras el agua amenazaba con derribarnos. Luego doña Toribia, serena como siempre, descorchetándose el monillo, cobijó a la criatura que ya gritaba, junto a sus lacios senos. Otro grito fuerte fue como una protesta, pero con el llanto del niño nos renació el valor. A su mamá hubiera podido también reanimarla; no, ella había fallecido antes de oírlo. Total, todo se apagó. Solamente cuando la pena arreciaba, mirando los cimientos lavados que quedaban, pasó la lluvia. El huaico bajó su correntada o habría bajado antes: oíamos un rumor entre violento y tranquilo. En adelante se comenzó a buscar: –¡Don Macshi! ¡Mamá Brígida! ¡Lázaro! Oía su nombre cada cual y cada cual contestaba animándose. Don Tofe, sin haberse enterado todavía, buscaba a su Grimalda. Media puerta del zaguán, inservible, había ido a parar a la chacra de enfrente. Las sillas y ventanas desparramadas. Dice Demetrio López que un cerco había varado cerca de Vilcabamba. Los muros y cimientos quedaron débiles. Algunos baúles amarrados al manzano estaban astillados. Allí quedaba también el batán de don Jacinto Navarro, centenaria piedra donde molieron los abuelos. Lo demás y más fuerte se supo cuando don Tofe llegó hasta nosotros, con su mujer muerta en brazos. Detrás doña Toribia con

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el recién nacido. Esas dos caras fueron para nosotros un ¡golpe! que nunca habíamos sentido. En el velorio, en casa de don Nicolás Arosemena, no se rió por primera vez de los chistes de Roque.

En un ángulo de la sala, don Teófilo se quejaba. Parecía que el aire de esa mala noche se le había secado en la cara. Eran como furia vencida las huellas de su rostro. Repetía: –¡Quién lo hubiera dicho...! ¡Quién lo hubiera dicho! En fin, la velada fue de razonar pesimista, con ese café consolador apenas. ¡Cómo se recordó la muerte! ¡Cuántos nombres! Eladio Amaro, Fortunato Rojas, Pedro Tintush. ¡Pero nunca desgraciados! –¡Ah, ya se fueron! Se sintió la muerte a muerte. Adentro, hasta los tuétanos como antustia; afuera, en los miembros ateridos, como temblor desconocido.Ni coca ni aguardiente pudieron esa noche. Desde entonces don Tofe, medio vivo, medio fantasma, allí está. –Zurcidor de sombreros –dicen. Mientras, verdeciendo, retoña el valle de la gente que habla por hablar: –¡Caído, con la cara en el suelo! –¡Zurcidor de sombreros viejos! Pero nadie sabe lo de nadie. De repente, un día...

A. ESTRUCTURA Y ELEMENTOS FORMALES 1. El relato comienza con una breve referencia al presente para luego contar una historia pasada. ¿Dónde se localiza el punto de ruptura temporal? 2. Aquí hemos juntado los nombres de varios de los personajes mencionados. Señala los cinco más importantes y describe brevemente el papel que cumplen en el relato: Teófilo Navarro (don Tofe), sacristán, Adelaida Suárez, Grimalda, Julián Mayta, Eulalia Espinoza, Antonio Ebúsquez, Roque Barrera, Toribia, Jacinto Navarro, Nicolás Arosemena. 3. ¿Quién es la mamá Tulli? 4. ¿Qué tiene de especial el lenguaje de Vargas Vicuña? B. COMPRENSIÓN

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1. ¿Qué le recomendaban a don Tofe cada vez de susto? 2. ¿Qué respondía don Teófilo Navarro a esas recomendaciones? 3. ¿Cómo fue la construcción de la casa de don Tofe? 4. ¿A qué se dedicaba don Teófilo Navarro? 5. ¿Cuándo y para qué se hacía sonar la campana madrina de la iglesia? 6. ¿Qué celebración se producía la noche trágica? 7. ¿Cómo transcurría la fiesta? 8. ¿Qué sucedió cuando llegó gritando Julián Mayta? 9. ¿Qué más pasó luego? 10. ¿Qué se da a entender en el último párrafo de la parte I? 11. ¿Qué estaba ocurriendo en la derruida casa de don Tofe entre Grimalda, Roque y Toribia? 12. ¿Qué había ocurrido cuando el autor dice: “todo se apagó”? 13. ¿Cuáles fueron los efectos del huaico? 14. ¿Qué fue, sin embargo, lo más fuerte y grave de ese desastre? ACTIVIDADES Y EJERCICIOS 15. ¿Cómo fue el velorio? 16. Después de todo eso, ¿cómo fue la vida de don Tofe? C. APRECIACIÓN CRÍTICA 1. Intenta explicar el sentido contextual de las siguientes expresiones entresacadas del cuento: • Los vecinos están medio que están nomás. • De resbaladera acabará la pena. • El agua furiosa sabía de memoria su trabajo, lo que hacía. • Esas dos caras fueron un ¡golpe! que nunca habíamos sentido. • Se sintió la muerte a muerte. • ¡Caído, con la cara en el suelo! 2. Mientras don Tofe se divertía a lo grande en la fiesta, la Grimalda lo censuraba. ¿Por qué? ¿Qué piensas de ambas actitudes? 3. La personalidad de don Teófilo Navarro sufre un vuelco radical en el relato. ¿Cuál es? ¿Se dan hechos como ese frecuentemente en la vida? 4. ¿Cómo podrías describir a las fuerzas de la naturaleza en el Perú?

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D. CREATIVIDAD 1. Ponle otro título a esta dramática historia. 2. ¿Qué habría pasado si don Tofe hubiera obedecido las recomendaciones que sus amigos le daban? 3. Reescribe, usando tus propias palabras, el último párrafo de la parte I. 4. A Teófilo Navarro al final una persona le dice: “Zurcidor de sombreros”. Otro añade: “¡Zurcidor de sombreros viejos!” ¿Qué dirías tú? 5. Agrégale dos oraciones más a las palabras finales del cuento. 6. ¿Qué harías tú en caso de que te sorprenda un huaico?

UNA MANO EN LAS CUERDAS ENRIQUE BRYCE ECHENIQUE (1939)

Nacido en Lima, Alfredo Bryce es descendiente de un financista inglés que vino al Perú el siglo pasado y trabajó en la construcción de ferrocarriles y de una familia de gran abolengo republicano. En su ancestro hay un presidente de la República, un vicepresidente y un connotado militar. Estudió Derecho en la Universidad Católica y se graduó en Literatura en la Universidad de San Marcos. La mayor parte de su tarea de escritor la ha realizado en Europa, entre Francia y España, con ocasionales visitas a su patria. Narrador esencial, entre las novelas de Bryce se pueden mencionar Un mundo para Julius (1970), Tantas veces Pedro (1978), La vida exagerada de Martín Romaña (1981), El hombre que hablaba de Octavia de Cádiz (1985), No me esperen en abril (1995) y El huerto de mi amada (2003). Sus cuentos aparecen reunidos en Huerto cerrado (1968) y La felicidad ja ja (1974). Podría decirse que Bryce es el escritor que mejor narra la peripecia vital de la burguesía decadente. Dueña del poder político y económico en el pasado, descendiente de los grandes apellidos españoles, esta clase ve cómo va siendo desplazada lenta pero inexorablemente por nuevos grupos de poder. Desde esa perspectiva, con ácido humor y extraordinaria calidad narrativa, Bryce nos va develando una compleja realidad nacional, en la que las pocas alegrías se ven opacadas por grandes sinsabores y un desesperanzado escepticismo. Narrador que no recurre a grandes artificios técnicos, posee, sin embargo, la singular capacidad de escribir como si estuviera hablando, como si estuviera contándonos al oído, y entre socarronas sonrisas, anécdotas que nunca parecen terminar.

El cuento que hemos seleccionado narra las peripecias amorosas de un estudiante. El escribe en un diario las cosas que le van ocurriendo. Se notará que, además de lo que el protagonista escribe,

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el autor intercala algunas observaciones que aclaran y complementan circunstancias. En cierto modo, podemos decir que la técnica empleada es la de presentar los hechos a través de dos medios: el autor del relato y el sujeto principal del mismo. (Páginas de un diario) El Country Club es uno de los hoteles más elegantes de Lima, y dicen que tiene más de cien habitaciones. Está situado en San Isidro, barrio residencial, a unos veinte minutos en automóvil del centro de Lima, y rodeado de hermosos jardines. Durante el verano, mucha gente viene a bañarse en las piscinas del club, y a jugar tennis. Para los muchachos en vacaciones escolares, o universitarias, es un entretenido centro de reunión.

3 de enero. Esta mañana he ido al Country Club por primera vez en estas vacaciones. Encontré, como siempre, a muchos amigos. Todos fuman, y me parece que Enrique fuma demasiado. Enrique me ha presentado a su enamorada. Es muy bonita, pero cuando me mira parece que se burlara de mí. Se besan todo el tiempo, y es muy incómodo estar con ellos. Yo sé que a Enrique le gusta estar conmigo, pero si siguen así, no voy a poder acercarme. Enrique no hace más que fumar y besar a Carmen. Carlos también tiene enamorada, pero creo que lo hace por pasar el verano bien acompañado. No es ni bonita ni inteligente. Es fea. Los demás no tenemos enamorada. Este verano empieza bien. Hay muchas chicas nuevas y algunas mocosas del año pasado se han puesto muy bonitas. Veremos. Regresé como siempre a almorzar a mi casa... 11 de enero. Hoy he visto a la chica más maravillosa del mundo. Es la primera vez que viene a la piscina, y nadie la conoce. Llegó cuando ya iban a cerrar la puerta. Sólo vino a recoger a un chiquillo que debe ser su hermano. Me ha encantado. ¿Qué puedo hacer? No me atreví a seguirla. ¿Quién será? Todo sucedió tan rápido que no tuve tiempo para nada. Me puse demasiado nervioso. Hacía rato que estaba sentado en esa banca, sin saber que ella estaba detrás de mí. No sé cómo se me ocurrió voltear. Se ha dado cuenta de que la he mirado mucho, pero no nos hemos atrevido a mirarnos al mismo tiempo. Si no regresa, estoy perdido. Tengo que ir a la piscina todos los días, por la mañana y por la tarde. Tengo que... 15 de enero. Parece que seguirá viniendo todos los días. Nadie la conoce, y tengo miedo de pedirle ayuda a Carlos o a Enrique. Serían capaces de tomarlo a la broma... 16 de enero. La he seguido. No se ha dado cuenta de que la he seguido. Vive cerca de mi casa. No me explico cómo no la he visto antes. Tal vez sea nueva por aquí... ¡Qué miedo me dio seguirla! Ya sé donde vive. Tengo que conocerla. Mañana... 20 de enero. ¡Se llama Cecilia! No sé que pensar de Piltrafa. Todos dicen que es un ladrón, que es maricón, y que es un hipócrita. No sé que pensar, porque a mí me ha hecho el más grande favor que se me podía hacer. Me la ha presentado. Y, sin embargo, tango ganas de matarlo. Me cobró un sol. Yo hubiera pagado mil. Fue la forma en que me la presentó, lo que me da ganas de matarlo. Me traicionó. Le dijo que

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yo le había pagado un sol para que me la presentara. Ella se rió, y yo no sabía qué cara poner. Se ha dado cuenta de que me gusta. La quiero mucho, pero me molesta que lo sepa. Mis amigos dicen que eso me ayudará. No sé... 30 de enero. ¡La adoro! La veo todos los días. Viene a la piscina por las mañanas y por las tardes. Tenemos nuestra banca, como Enrique y como Carlos. Los mocosos

son una pesadilla. Nos miran y se ríen de nosotros. Ella tiene miedo de que su hermano nos vea. Se la he presentado a Carlos y a Enrique. Dicen que es muy bonita, pero no me gusta cuando Carlos dice que tiene muy buenos brazos. Lo dice en broma, pero no me gusta. Carmen, la enamorada de Enrique, me ha prometido hacerme el bajo. Ella es mayor y entiende de esas cosas. ¡Qué complicado es todo! Ahora me dicen que disimule; que no la deje entender que estoy templado. ¡Qué difícil! Además ella ya lo sabe. Mañana voy a decirle para acompañarla hasta su casa... 31 de enero. Hoy la acompañé hasta su casa. Nadie sabe cuánto la quiero. Salieron. Habían estado toda la mañana sentados en su banca, y por la tarde, se habían bañado juntos. Ahora, él la acompañaba hasta su casa por primera vez. Cecilia se moría de miedo de que su hermano le acusara a su mamá. Manolo también tenía miedo. “Ese mocoso es una pesadilla”, pensaba, pero al mismo tiempo se sentía feliz de acompañarla. ¡Cuánto la quería mientras caminaba a su lado! La veía con su traje blanco y sus zapatos blancos, y eso de que fuera hija de austriacos le parecía la cosa más exótica del mundo. La adoraba mientras la miraba de perfil y comprobaba que su nariz era muy respingona, y que tenía las manos muy blancas y limpias. Adoraba el movimiento de sus pies al caminar. “Es linda. Debe ser buenísima. Parece un pato”. Y desde entonces la llamó “pato”, y a ella no le molestaba porque le gustaban los patos, y le gustaban las bromas. La adoraba cuando se reía, y se le arrugaba la nariz: “es tan linda”. Al llegar a una esquina, Cecilia le señaló su casa, y le dijo que era mejor que se despidieran allí. Manolo le confesó que ya conocía la casa, y que la había seguido un día. Ella sonrió, y le dijo que mañana también iría a la piscina. 7 de febrero. La acompañó todos los días hasta la puerta de su casa. Su mamá nos ha visto, pero se hace la que no se da cuenta, y no se molesta. Creo que es buena gente. ¡Cecilia no sabe cuánto la quiero! Es tan difícil decir todo lo que uno siente. Hoy, por ejemplo, cuando regresábamos de la piscina, ella me dijo que sus padres la habían amenazado con ponerla interna porque sus notas no habían sido muy buenas. Me di cuenta de que eso la preocupaba mucho. Hubiera querido

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abrazarla. Hubiera querido decirle que yo era capaz de hablar con sus padres. Además, quise decirle que si la mandaban interna, yo iría a verla todos los días por la ventana del colegio (no sé cómo, porque yo también soy interno). Quise decirle tantas cosas, y sólo me atreví a decir que no se preocupara, que todos los padres dicen lo mismo. Es terrible lo poco que uno dice, y lo mucho que siente. La quiero tanto. 10 de febrero. Podría morirme. Ayer Cecilia no vino a la piscina porque una compañera de clase la había invitado. La extrañé mucho. Carlos y Enrique se burlaban. Hoy la he visto nuevamente. ¡Qué maravilloso fue verla entrar! Parecía un pato. Ya todos mis amigos la llaman “pato”, y yo le he regalado una figura de un pato que hizo uno de mis hermanos. Pero Cecilia me ha contado algo terrible. Ayer, en casa de su amiga, estuvo con César. César es el don Juan de mi colegio. Es el mayor de todo el colegio un matón. No puedo tolerarlo. Me parece que me voy a volver loco encerrado aquí, en mi cuarto. ¿Cómo hacer para que no regrese donde esa amiga? Tengo que hablar con Carmen. No debo escribir más. Esto no es de hombre. Pero podría morirme... 12 de febrero. Hoy Cecilia y yo casi nos hemos muerto de vergüenza. Estábamos regresando a su casa. No sé por qué me sentía tan decidido. Me parecía que de un momento a otro me iba a declarar. ¡Si no hubiera sido por esos malditos perros! Casi nos hemos muerto de vergüenza. Estaba uno montado sobre el otro. Yo los vi desde que entramos a esa calle, pero no sabía qué hacer. Quería regresar, pero cómo le explicaba a Cecilia. No podía pensar, y cuando traté de hablar ya ella estaba más colorada que yo. Los perros seguían. Estaban... No pudimos hablar hasta que llegamos a su casa. Pero, “no hay mal que por bien no venga”, porque Cecilia me presentó a su mamá y con lo confundido que estaba casi no me importó. Creo que la señora... 15 de febrero. Y ahora tengo que invitar a Cecilia al cine. Mis amigos están preparando todo. En el cine, tengo que pasarle el brazo un rato después de que empiece la película. Si no protesta, debo tratar de acariciarle el hombro. En la fila de atrás, estarán Enrique con Carmen, y Carlos con Vicky. Ellos se encargarán de darme valor. Pepe y el Chino se sentarán, uno a cada lado nuestro, y hacia la mitad de la película cambiarán de asiento alegando no ver bien. Así podré actuar sin que los vecinos me molesten. Ellos llegarán antes que yo, para coger asiento. Todo esto me parece imposible. Si Cecilia se da cuenta podría molestarse. Hasta cuándo durará todo esto. Sería tan fácil que la llamara por teléfono en este instante y le dijera cuánto la quiero. ¡Qué manera de complicarme la vida! Si todo terminara en el cine; pero no: por la noche iremos al Parque Salazar, y allí tengo que declararme. 16 de febrero ¡Estoy feliz! Estoy muy nervioso. Cecilia ha aceptado mi invitación. Iremos todos al cine Orrantia. Sus padres la llevarán, y yo debo esperarla en la puerta a las 3.30 de la tarde. Mis amigos entrarán un rato antes para coger los asientos.

Dice Cecilia que después irá a tomar el té a la casa de una amiga, en Miraflores, y que luego irán al Parque Salazar juntas. Creo que la primera parte ha salido bien. Estoy muy nervioso, pero estoy contento.

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17 de febrero Soy el hombre más feliz de la tierra. ¡Cecilia! No puedo escribir. No podré dormir. ¡No importa! No se hizo esperar. A las 3.30, en punto. Manolo la vio descender del automóvil de sus padres, en la puerta del cine. ¡Qué linda! ¡Qué bien le quedaba aquel traje verde! Era la primera vez que la veía con tacón alto. Más alta, más bonita, más graciosa. Parecía un pato en una revista para niños, una revista en colores para niños. –Cecilia. –Hola, Manolo. ¿Y tus amigos? –Nos esperan adentro. Están guardándonos sitio. Yo tengo las entradas. –Gracias. Manolo sabía dónde estaban sus amigos. Avanzó hacia ellos, y esperó de pie, mientras Cecilia los saludaba. Se sentía incapaz de hacer lo que tenía que hacer, pues temía que ella se diera cuenta que todo aquello estaba planeado. Sin embargo, Cecilia, muy tranquila y sonriente, parecía ignorar lo que estaba pasando. Se sentaron. –No se vayan –le decía Manolo al Chino, que estaba a su izquierda. Pero el Chino no le hacía caso–. No te vayas, Pepe. –No te muñequees, Manolo –dijo Pepe, en voz baja, para que Cecilia no lo escuchara. Las luces se apagaron, y empezó la función. Manolo sentía que alguien golpeaba su butaca por detrás: “es Carlos”. Cecilia miraba tranquilamente hacia

el ecran, y no parecía darse cuenta de nada. Estaban pasando un corto de dibujos animados. Faltaba aún el noticiario, y luego el intermedio. Manolo no sabía cómo se llamaba la película que iban a ver. Había enmudecido. Durante el intermedio, Cecilia volteó a conversar con Carmen y Vicky, sentadas ambas en la fila de atrás. Manolo, por su parte, conversaba con Carlos y Enrique. Le parecía que todo eso era un complot contra Cecilia, y se ponía muy nervioso al pensar que podía descubrirlo. Miró a Carmen, y ella le guiñó el ojo como si quisiera decirle que las cosas marchaban bien. Cecilia, muy tranquila, parecía no darse cuenta de lo que estaba pasando. De vez en cuando, miraba a Manolo y sonreía. Las luces se apagaron por segunda vez, y Manolo se cogió fuertemente de los brazos de su asiento. No podía voltear a mirarla. Sentía que el cuello se le había endurecido, y le era imposible apartar la mirada del ecran. Era una película de guerra y ante sus ojos volaban casas, puentes y tanques. Había un bulla infernal, y sin embargo, todo aquello parecía muy lejano. No lograba comprender muy bien lo que estaba ocurriendo, y por más que trataba de concentrarse, le era casi imposible seguir el hilo de la acción. Recordó que Pepe y el Chino se iban a marchar pronto, y sintió verdadero terror. Cecilia se iba a dar cuenta. Se iba a molestar. Todo se iba a arruinar. En el ecran, un soldado y una mujer se besaban cinematográficamente en una habitación a oscuras. –No veo nada –dijo Pepe–. Voy a cambiarme de asiento. –Yo también –agregó el Chino, pidiendo permiso para salir. “Se tiene que haber dado cuenta. Debe estar furiosa”, pensó Manolo, atreviéndose a mirarla de reojo: sonriente, Cecilia miraba al soldado, que continuaba

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besando a la mujer en el ecran. “Parece que no se ha dado cuenta”, pensó mientras sentía que sus amigos, atrás, empezaban nuevamente a golpear su butaca. “Tengo que mirarla”. Volteó: en la oscuridad, Cecilia era la mujer más hermosa del mundo. “No pateen, desgraciados”. Pero sus amigos continuaban. Continuaron hasta que vieron que el brazo derecho de Manolo se alzaba lentamente. Lenta y temblorosamente. “¿Por qué no patean ahora?”, se preguntaba suplicante. Se le había paralizado el brazo. No podía hacerlo descender. Se le había quedado así, vertical, como el asta de una bandera. Alguien pateó su butaca por detrás, y el brazo empezó a descender torpemente, y sin dirección. Manolo lo sintió resbalar por la parte posterior del asiento que ocupaba Cecilia, hasta posarse sobre algo suave y blando: “la pierna de Vicky”, se dijo aterrorizado. Pero en ese instante, sintió que alguien lo levantaba y lo colocaba sobre el hombro de Cecilia. La miró: sonriente, la mirada fija en el ecran, Cecilia parecía no haberse dado cuenta de todo lo que había ocurrido.

La moda: formidable solución para nuestra falta de originalidad. El Parque Salazar estaba tan de moda en esos días, que no faltaba quienes hablaban de él como del “parquecito”. Hacía años que muchachos y muchachas de todas las edades, venían sábados y domingos en busca de su futuro amor, de su actual amor, o de su antiguo amor. Lo importante era venir, y si uno vivía en el centro de Lima y tenía una novia en Chucuito, la iba a buscar hasta allá, para traerla hasta Miraflores, hasta el “parquecito” Salazar. Incomodidades de la moda; comodidades para nuestra falta de imaginación. Esta limeñísima institución cobró tal auge (creo que así diría don Ricardo Palma), que fue preciso que las autoridades intervinieran. Se decidió ampliar y embellecer el Parque. Lo ampliaron, lo embellecieron, y los muchachos se fueron a buscar el amor a otra parte. Manolo no comprendía muy bien eso de ir al Parque Salazar. Le incomodaba verse rodeado de gente que hacía exactamente lo mismo que él, pero no le quedaba más remedio que someterse a las reglas del juego. Y dar vueltas al Parque, con Cecilia, hasta marearse, era parte del juego. No podía hablarle, y tenía que hablarle antes que se enfriara todo lo del cine. “Esperaré unos minutos más, y luego le diré para regresar a casa de su amiga”, pensó. Era la mejor solución. Ella no se opondría, pues allí la iban a recoger sus padres, y en cuanto a la amiga, lo único que le interesaba era estar a solas con su enamorado. Tampoco se opondría. Sus amigos habían decidido dejarlo en paz esa noche. Les había prometido declararse, y estaba dispuesto a hacerlo. Caminaban hacia la quebrada de Armendáriz. Cecilia había aceptado regresar a casa de su amiga, y pasarían aún dos horas antes de que vinieran a recogerla. Tendrían tiempo para estar solos y conversar. Manolo sabía que había llegado el momento de declararse, pero no sabía cómo empezar, y todo era cosa de empezar. Después, sería fácil.

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–Llegamos –dijo Cecilia. –Podremos quedarnos aquí, afuera. Era una casa de cualquier estilo, o como muchas en Lima, de todos los estilos. Un muro bastante bajo separaba el jardín exterior de la vereda. Al centro del muro, entre dos pilares, una pequeña puerta de madera daba acceso al jardín. Manolo y Cecilia se habían sentado sobre el muro, y permanecían en silencio mientras él buscaba las palabras apropiadas para declararse, y ella estudiaba su respuesta. Una extraña idea rondaba la mente de Manolo. –Cecilia. ¿Me permites hacer una locura? –Todo depende de lo que sea. –Di que sí. Es una tontería. –Bueno, pero dime de qué se trata. –¿Lo harás? –Sí, pero dímelo. –¿Podrías subirte un momento sobre este pilar? –Bueno, pero estás chiflado. La amaba mientras subía al muro, y le parecía que era un muchacha maravillosa porque había aceptado subir. Desde la vereda, Manolo la contemplaba mientras se llevaba ambas manos a las rodillas, cubriéndolas con su falda para que no le viera las piernas.–Ya, Manolo. Apúrate. Nos van a ver, y van a pensar que estamos locos. –Te quiero, Cecilia. Tienes que ser mi enamorada. –¿Para eso me has hecho subirme aquí? Cecilia dio un salto, y cayó pesadamente sobre la vereda como una estatua que cae de su pedestal. Lo miró sonriente, pero luego recordó que debía ponerse muy seria. –Cecilia... –Manolo –dijo Cecilia, en voz muy baja, y mirando hacia el suelo–. Mis amigas me han dicho que cuando un muchacho se te declara, debes hacerlo esperar. Dicen que tienes que asegurarte primero. Pero yo soy distinta, Manolo. No pudo mentir. Hace tiempo que tú también me gustas y te mentiría si te dijera que... Tú también me gustas, Manolo... A las nueve de la noche, los padres de Cecilia vinieron a recogerla, Manolo la vio partir, y luego corrió a contarles a sus amigos, por qué esa noche era la noche más feliz de su vida. 2 de marzo. Nos vemos todos los días, mañana y tarde, en la piscina. Tenemos nuestra

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banca, y ahora tenemos derecho a permanecer largo rato con Carmen y con Enrique, con Carlos y Vicky. Hoy le he cogido la mano por primera vez. Sentí que uno de los más viejos sueños de mi vida se estaba realizando. Sin embargo, después sentí un inmenso vacío. Era como si hubiera despertado de un sueño. Creo que es mejor soñar. Me gustaría que las cosas vinieran con más naturalidad. Todavía me falta besarla. Según Carlos, debo besarla primero disimuladamente, mientras estamos en nuestra banca. Después tendré que llevarla a pasear por los jardines, entre los árboles. ¿Hasta cuándo no podré quererla en paz? La adoro. Tenemos nuestra banca. Tenemos nuestro cine, pero nada es tan importante como la calle y el muro que tenemos en Miraflores... 6 de marzo. Hoy llevé a Cecilia por los jardines. Nos escondimos entre unos árboles, y la besé muchas veces. Nos abrazábamos con mucha fuerza. Ella me dijo que era el

quien viniera. Cecilia no quería irse. Un jardinero nos descubrió y fue terrible. Nos miraba sin decir nada, y nosotros no sabíamos qué hacer. Regresamos corriendo hasta la piscina. Todo esto tiene algo de ridículo. Cecilia se quedó muy asustada, y me dijo que teníamos que ir a misa juntos y confesarnos... 7 de marzo. Hoy nos hemos confesado. No sabía qué decirle al padre. Enrique dice que no es pecado, pero Cecilia tenía cada vez más miedo. A mi me provocaba besarla de nuevo para ver si era pecado. No me atreví. Gracias a Dios, ella se confesó primero. Yo la seguí y creo que el padre se dio cuenta de que era su enamorado. Me preguntó si besaba a mi enamorada, antes de que yo le dijera nada. Al final de la misa nos vio salir juntos y se sonrió. Cecilia me ha pedido que vayamos a misa juntos todos los domingos. Me parece una buena idea. Iremos a misa de once, y de esa manera podré verla también los domingos por la mañana. Además, estaba tan bonita en la iglesia. Se cubre la cabeza con un pañuelo de seda blanco, y su nariz respingada resalta. Se pone linda cuando reza, y a mí me gusta mirarla de reojo. Tiene un misal negro, inmenso, y muy viejo. Dice que se lo regaló una tía que es monja, cuando hizo su primera comunión. Lo tiene lleno de estampas y entre las estampas hay una foto mía. Me ha confesado que le gusta mirarla cuando reza. Cecilia es muy buena... 14 de marzo. No me gusta tener que escribir esto, pero creo que no me queda más remedio que hacerlo. Dejar de decir una cosa que es verdad, es casi como mentir. primer hombre que la besaba. Yo seguí los consejos de Enrique, y le dije que ya había besado a otras chicas antes. Enrique dice que uno nunca debe decirle a una mujer que es la primera vez que besa, o cualquier otra cosa. Me dio pena mentirle. Hacía mucho rato que nos estábamos besando, y yo tenía miedo de que al- Nunca dejaré que lean esto. Sólo sé que ahora odio a César más que nunca. Lo odio. Si Cecilia la conociera mejor, también lo odiaría. La estaba esperando en la puerta del cine Orrantia (nuestro cine). Todo marchaba muy bien hasta que pasó el imbécil de César. Me preguntó si estaba esperando a Cecilia. Le contesté que sí. Se rió como si se estuviera burlando de mí, y me preguntó si alguna vez me había imaginado a Cecilia cagando. Luego se largó muerto de risa. No sé cómo explicar lo que sentí. Esa grosería. La asquerosidad de ese imbécil. Me parecía ver imágenes. Rechazaba todo lo que se me venía a la imaginación. Sólo sé que cuando Cecilia llegó, me costaba

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trabajo mirarla. Le digo que la adoro y siento casi un escalofrío. Pero la voy a querer toda mi vida. La amaba porque era un muchacho de quince años, y porque ella era una muchacha de quince años. Cuando hablaba de Cecilia, Manolo hablaba siempre de su nariz respingada y de sus ojos negros; de sus pecas que le quedaban tan graciosas y de sus zapatos blancos. Hablaba de las faldas escocesas de Cecilia, de sus ocurrencias y de sus bromas. Le cogía la mano, la besaba, pero todo eso tenía para él algo de lección difícil de aprender. De esas lecciones que hay que repasar, de vez en cuando, para no olvidarlas. No prestaba mucha atención cuando sus amigos le decían que Cecilia tenía bonitos brazos y bonitas piernas. Su amor era su amor. El lo había creado y quería conservarlo como a él le gustaba. Cecilia tenía más de pato, de ángel, y de colegiala, que de mujer. Cuando le cogía la mano era para acariciarla. Le hablaba para que ella contestara, y así poder escuchar su voz. Cuando la abrazaba, era para protegerla. (Casi nunca la abrazaba de día). No conocía otra manera de amar. ¿Había, siquiera, otra manera de amar? No conocía aún el amor de esa madre que, sonriente, sostenía con una mano la frente de su hijo enfermo, y con la otra, la palangana en que rebalsaba el vómito. Sonreía porque sabía que vomitar lo aliviaría. Manolo no tenía la culpa. Cecilia era su amor. 18 de marzo. Hoy castigaron a Cecilia, pero ella es muy viva, y no sé que pretexto inventó para ir a casa de una amiga. Yo la recogí, y nos escapamos hasta Chaclacayo.

95 Somos unos bárbaros, pero ya pasó el susto, y creo que ha sido un día maravilloso. Llegamos a la hora del almuerzo. Comimos anticuchos, choclos, y picarones, en una chingana. Yo tomé una cerveza, y ella una gaseosa. Por la radio, escuchamos una serie de canciones de moda. Dice Cecilia que cuando empiece el colegio, nos van a invitar a muchas fiestas, y que tenemos que escoger nuestra canción. La chingana estaba llena de camioneros, y a mí me daba vergüenza cuando decían lisuras, pero Cecilia se reía y no les tenía miedo. Ellos también se rieron con nosotros. Nos alcanzó la plata con las justas, pero pudimos guardar lo suficiente para el regreso. Al salir, caminamos hasta Santa Inés. Es un lugar muy bonito, y el sol hace que todo parezca maravilloso. Nos paseamos un rato largo, y luego decidimos bajar hasta el río. Allí nos quitamos los zapatos y las medias, y nos remangamos los pantalones, nos metimos al río, hicimos una verdadera batalla de agua. Somos unos locos. Salimos empapados, pero nos quedamos sentados al borde del río, y nuestra ropa empezó a secarse. Cazamos algunos renacuajos, pero nos dio pena, y los devolvimos al río antes de que se muriera. Debe haber sido en ese momento que la empecé a besar. Estaba echada de espaldas, sobre la hierba. Sentía su respiración en mi pecho. Cecilia estaba muy colorada. Hacía un calor bárbaro. Nos besamos hasta que el sol empezó a irse. Nos besamos hasta que nos dio mucho miedo. Nos quedamos mudos un rato largo. Cecilia fue la primera en hablar. Me dijo que nuestra ropa ya se había secado. Era de noche cuando regresamos a Lima. Nadie sabrá nunca cuánto nos queríamos en el ómnibus. Nos dio mucha risa cuando ella encontró un pedazo de pasto seco entre sus cabellos. La quiero muchísimo. Volveremos a Chaclacayo y a Santa Inés.

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25 de marzo. Detesto esas tías que vienen de vez en cuando a la casa, y me dicen que he crecido mucho. Sin embargo, parece que esta vez es verdad. Cecilia y yo hemos crecido. Hoy tuvimos que ir, ella donde la costurera, y yo donde el sastre, para que le bajen la basta a nuestros uniformes de colegio. La adoraba mientras me probaba el uniforme, y me imaginaba lo graciosa que quedaría ella con el suyo. Le he comprado una insignia de mi colegio, y se la voy a regalar para que la lleve siempre en su maleta. Estoy seguro de que ella también pensaba en mí mientras se probaba su uniforme. 11 de abril Es nuestro último año de colegio. Vamos a terminar los dos de dieciséis años, pero yo los cumplo tres meses antes que ella. Estoy nuevamente interno. Es terrible. No nos han dejado salir el primer fin de semana. Dicen que tenemos que acostumbrarnos al internado. Recién la veré el sábado. Tengo que hacerme amigo de uno de los externos para que nos sirva de correo. Estoy triste y preocupado. Estaba leyendo unos cuentos de Chejov, y he encontrado una frase que dice: “Porque, en el amor, aquél que más ama es el más débil”. Me gustaría ver a Cecilia. UNA MANO EN LAS CUERDAS

A. ESTRUCTURA Y ELEMENTOS FORMALES 1. La historia está narrada en forma de diario. Por lo tanto, el estilo predominante es la narración en primera persona. Sin embargo, en tres momentos, el autor se ve precisado a gobernar la historia contándola en tercera persona. Ubícalos. Te vamos a ayudar señalándote las páginas en que eso sucede. El primer caso es en la página 89; el segundo, en la página 90; entre las páginas 91 y 92 está el tercero. 2. Caracteriza a los siguientes personajes: Enrique, Carlos, Carmen y Vicky. 3. Menciona dos personajes más de alguna importancia. 4. Notarás que hemos hecho un vocabulario y sintagmario de pocos términos. Vale decir que el lenguaje de Bryce no apela a palabras rebuscadas. ¿De qué modo influye eso en el estilo de Bryce? 5. ¿Qué hay de singular en escribir un cuento como un diario? B. COMPRENSIÓN 1. Menciona algunas de las características del Country Club. 2. ¿Cómo es la relación existente entre Enrique y Carmen? ¿Cuál es la reacción del protagonista de la historia?

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3. ¿Qué cosas ocurren el primer día que se ven Cecilia y Manolo? 4. ¿Cómo fue el episodio de Piltrafa que se cuenta en la historia? 5. ¿Qué le dicen a Manolo sus amigos Carlos, Enrique y Carmen cuando les presenta a Cecilia? 6. ¿Qué ideas pasan por la mente de Manolo el primer día que acompaña a Cecilia a su casa? 7. ¿Cuál es el hecho que angustia a Manolo el 7 de febrero? 8. ¿Qué era lo terrible que había sucedido el 96 ACTIVIDADES Y EJERCICIOS día que Cecilia no fue a la piscina porque una compañera de clase la había invitado a su casa? 9. ¿Cómo reaccionan ambos ante la escena de los perros? 10. Los amigos de Manolo planifican lo que ocurrirá en el cine. ¿Cómo? 11. ¿Qué pasa durante el intermedio en el cine? 12. Explica cómo se lleva a cabo el plan que habían elaborado para ejecutarse durante la exhibición de la película. 13. ¿Qué se nos quiere decir cuando se alude a la moda como una formidable solución para nuestra falta de originalidad? 14. ¿Qué sucede en el camino hacia el Parque Salazar? 15. El 2 de marzo se cumple un viejo sueño y luego viene un inmenso vacío. ¿Por qué? 16. ¿Por qué sugiere Cecilia ir a misa y confesarse? 17. ¿Qué ocurrió durante las confesiones? 18. ¿Cuál fue la grosera burla de César? 19. ¿Qué sucedió en el paseo a Chaclacayo y Santa Inés? 20. ¿Qué se dice sobre el crecimiento físico experimentado por los dos quinceañeros? 21. ¿Cómo se siente Manolo los primeros días de clases? ¿Por qué? 22. ¿Por qué se muestra triste y preocupado Manolo al final del cuento? C. APRECIACIÓN CRÍTICA 1. ¿Cuál es el día más grato y el más ingrato de la historia? ¿Por qué? 2. ¿Qué piensas de la frase de Chejov? D. CREATIVIDAD 1. Lee atentamente la página del 16 de febrero

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y luego trata de reescribirla con tus propias palabras. 2. Escribe la probable página del 18 de abril en aproximadamente 12 líneas.