VARGAS LLOSA - La Historia Secreta de Una Novela

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Mario Vargas Llosa Historia secreta de una novela

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Libro "La historia secreta de una novela", de Mario Vargas Llosa.

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    Historia secreta de una novela

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    1.a edicin en Cuadernos Marginales: 1971 1.a edicin en Fbula: octubre 2001 Mario Vargas Llosa, 1971 Diseo de la coleccin: Pierluigi Cerri Ilustracin de la cubierta: detalle de una ilustracin de ngel Jov. Reservados todos los derechos de esta edicin para Tusquets Editores, S.A. - Cesare Cantil, 8 - 08023 Barcelona www. tusquets-editores. es ISBN: 84-8310-771-6 Depsito legal: B.35.561-2001 Fotocomposicin: Foinsa - Passatge Gaiol, 13-15 - 08013 Barcelona Impresin y encuademacin: GRAFOS, S.A. Arte sobre papel Sector C, Calle D, n. 36, Zona Franca - 08040 Barcelona Impreso en Espaa Digitalizacin y correccin: Gingiol

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    A Carlos Fuentes

    Escribir una novela es una ceremonia parecida al strip-tease. Como la muchacha que, bajo impdicos reflectores, se libera de sus ropas y muestra, uno a uno, sus encantos secretos, el novelista desnuda tambin su intimidad en pblico a travs de sus novelas. Pero, claro, hay diferencias. Lo que el novelista exhibe de s mismo no son sus encantos secretos, como la desenvuelta muchacha, sino demonios que lo atormentan y obsesionan, la parte ms fea de s mismo: sus nostalgias, sus culpas, sus rencores. Otra diferencia es que en un strip-tease la muchacha est al principio vestida y al final desnuda. La trayectoria es inversa en el caso de la novela: al comienzo el novelista est desnudo y al final vestido. Las experiencias personales (vividas, soadas, odas, ledas) que fueron el estmulo primero para escribir la historia quedan tan maliciosamente disfrazadas durante el proceso de la creacin que, cuando la novela est terminada, nadie, a menudo ni el propio novelista, puede escuchar con facilidad ese corazn autobiogrfico que fatalmente late en toda ficcin. Escribir una novela es un strip-tease invertido y todos los novelistas son parablicos (en algunos casos explcitos) exhibicionistas.

    He pensado que poda ser interesante para ustedes, lectores de novelas, asistir a uno de esos strip-teases de los que resulta una ficcin. Quisiera tratar de reconstruir esta noche, en una castigada sntesis, el proceso del que naci una novela que escrib entre 1962 y 1965: La casa verde. No pretendo contarles los problemas tcnicos que tuve al escribirla, sino los hechos que fueron las races de esa novela y el curioso modo en que estas experiencias, ocurridas en distintos periodos y circunstancias, convergieron, se mezclaron, se transformaron mutuamente y, en cierta manera, se emanciparon de m en una historia verbal.

    La novela est situada en dos lugares muy diferentes de mi pas. Uno es Piura, al extremo norte de la costa, una ciudad asediada por grandes arenales. El segundo, muy lejos de Piura, al otro lado de los Andes, es una minscula factora de la regin amaznica que se llama Santa Mara de Nieva. Estos lugares representan dos mundos histricos, sociales y geogrficos completamente opuestos y se hallan aislados uno de otro, pues las comunicaciones entre ambos son interminables y arduas. Piura es el desierto, el color amarillo, el algodn, el Per espaol, la civilizacin. Santa Mara de Nieva es la selva, la exuberancia vegetal, el color verde, tribus que an no han entrado a la historia, instituciones y costumbres que parecen supervivencias medievales. En estos dos escenarios fijos sucede, principalmente, La casa verde; hay tambin otro, mvil, el ro Maran, con el que discurre un ramal de la historia.

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    El origen de esta novela en mi vida ocurri hace veintitrs aos (yo ni lo sospechaba, desde luego), en 1945, cuando mi familia lleg a Piura por primera vez. Vivimos all slo un ao, luego mi madre y yo nos marchamos a Lima. Ese ao que pas en Piura, cuando era un mocoso de nueve aos, fue decisivo para m. Las cosas que hice, la gente que conoc, las calles y las plazuelas y las iglesias y el ro y las dunas donde mis compaeros del Colegio Salesiano y yo bamos a jugar, quedaron grabados con fuego en mi memoria. Creo que ningn otro periodo, antes o despus, me ha marcado tan fuerte como esos meses en Piura. Cul fue la razn? Por qu recuerdo ese ao con tanta nitidez, con esa manitica riqueza de detalles? El asunto me intriga y he tratado varias veces de explicrmelo. Mi madre dice que la razn est, probablemente, en que ese ao vi por primera vez el mar. Hasta entonces habamos vivido en Cochabamba, una ciudad mediterrnea, y, al parecer, el descubrimiento del ocano Pacfico me excit ms que a Balboa, al extremo que durante mucho tiempo so con ser marino. O quiz fue el descubrimiento de mi pas, ya que 1945 fue el primer ao que pase en el Per (mi familia me haba llevado a Bolivia a los pocos meses de nacido). En esa poca, entre los nueve y diez aos, yo era un nacionalista fervoroso, crea que ser peruano era preferible a ser, digamos, ecuatoriano o chileno, todava no haba comprendido que la patria era una casualidad sin importancia en la vida. Pero tal vez la razn principal por la que esa temporada piurana me afect tan hondo haya sido que, ese ao, unos amigos serviciales, una tarde en que intentbamos baarnos en las aguas ya casi moribundas del ro Piura, me comunicaron algo que constituy un terremoto emocional para m: que los bebs no venan de Pars, que no era cierto que blancas cigeas los trajeran a la vida desde exticas comarcas. Supongo que hasta entonces viv convencido de haber llegado al mundo en las muelles, clidas alas de ese hermoso pjaro (que no haba visto jams), de que la cigea me haba depositado en los brazos de mi madre. Lo cierto es que qued seriamente ofendido cuando descubr que las cosas haban ocurrido de manera ms terrestre y me tom bastante tiempo resignarme al verdadero origen de los bebs. Se me ocurre que sa fue la razn: como hice el rudo descubrimiento en Piura, quiz todos los hechos relacionados en el espacio y en el tiempo con ese suceso capital se instalaron por contagio con la misma tenacidad que l en mi memoria.

    Cualquiera que fuese la razn, cuando part de Piura a Lima, en el verano de 1946, llevaba la cabeza constelada de imgenes. Algunas se fueron apagando con el tiempo, otras sobrevivieron dbiles y descoloridas, pero dos de ellas cobraron cada da ms peso y ms vida y se convirtieron en dos inseparables compaeras, en dos secretos mitos. La primera era la silueta de una casa erigida en las afueras de Piura, en la otra orilla del ro, en pleno desierto, y que poda ser vista desde el Viejo Puente, solitaria entre los mdanos de arena. La casa ejerca una atraccin fascinante sobre mis compaeros y sobre m. Era una construccin rstica, una choza ms que una casa, y haba sido enteramente pintada de verde. Todo era extrao en ella: el hecho de estar tan apartada de la ciudad, su inesperado color. La vegetacin era rara en la Piura de entonces, las casas carecan de jardines, haba pocos rboles en las calles (los algodonales estaban lejos de la ciudad, slo ralos algarrobos alborotaban el arenal de cuando en cuando), y los muros, puertas y ventanas solan ser blancos, amarillos, ocres, casi nunca verdes. Tal vez fueron su soledad y su piel hmeda lo que primero despert la curiosidad de mis amigos y la ma en torno de ella. Pero cosas ms inquietantes vinieron pronto a avivar esta curiosidad. Haba algo maligno y enigmtico, un relente diablico alrededor de esta vivienda a la que habamos bautizado la casa verde. Nos haban prohibido acercarnos a ella. Segn las personas mayores era peligroso, pecaminoso, aproximarse a ese lugar, y entrar a l era impensable, decan que hubiera sido como morir o entrar al mismo infierno. Las personas mayores se turbaban cuando les preguntbamos sobre la casa verde. Qu ocurra en su interior? Nada, cosas malas, cosas perversas, no hagan preguntas tontas, cllense, vayan a jugar ftbol. Mis amigos y yo nos sentamos desasosegados con estas advertencias, hablbamos todo el tiempo de eso, nuestra imaginacin porfiaba tratando de adivinar qu se esconda tras de tanto misterio. Yo sospechaba que haba algn vnculo entre la casa verde y la destruccin del mito de Pars y de las blancas cigeas, pero no alcanzaba a saber cul, ni cmo, ni por qu. Mis amigos y yo no nos atrevamos a acercarnos demasiado a la casa verde porque, al mismo tiempo que nos atraa, nos

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    asustaba. Pero todo el tiempo bamos a espiarla. Tenamos un formidable puesto de observacin en el Viejo Puente. Lo verdaderamente divertido era observar la casa verde de noche. Porque, durante el da, esta pequea construccin era quieta y pacfica, inofensiva, pareca un lagarto durmiendo en la arena, un rbol asolendose. Pero, al anochecer, la casa verde se converta en un ser viviente y lcido, alegre y bullicioso. Podamos ver las luces, podamos escuchar la msica: porque en las noches en la casa verde se cantaba y se bailaba. Pero desde el Viejo Puente mis compaeros y yo podamos tambin y esto era an ms excitante reconocer a los visitantes de la casa verde. Porque apenas caan las sombras sobre Piura, la casa verde empezaba a recibir muchas visitas, y, curiosamente, slo masculinas. Los acechbamos, nos disforzbamos cuando reconocamos a nuestros hermanos, a nuestros tos, a nuestros propios padres cruzando sigilosamente el Viejo Puente. Se confundan y alarmaban si nos vean aparecer frente a ellos, enloquecan de furor si nos oan gritar sus nombres. No queran que la gente supiera que frecuentaban la casa verde y, para taparnos la boca, nos sobornaban o nos castigaban. Otro deporte que yo y mis amigos practicbamos consista en reconocer a una de las seoras que vivan en la casa verde cuando vena a la ciudad de compras, a la iglesia o al cine. Porque en esa extraa vivienda un misterio ms slo haba mujeres. No recuerdo quin de nosotros, quiz yo mismo, comenz un da a llamar habitantas a las adornadas seoras de la casa verde; desde entonces slo las llamamos as. Reconocamos a una de esas elegantes, orgullosas seoras en la calle, y corramos tras ella y la rodebamos gritndole habitanta, vives en la casa verde, y entonces la seora perda los modales, enrojeca, vena a nuestro encuentro, coga piedras, nos espantaba con destempladas groseras: tampoco las habitantas queran que la gente supiera que vivan en la casa verde. Tenamos en el colegio a un profesor de religin, el padre Garca, un curita viejo y malhumorado que perda los estribos cuando se enteraba de que habamos estado espiando la casa verde o correteando a alguna habitanta. Entonces, nos rea y sancionaba. Era un apasionado coleccionista de estampillas y sus castigos consistan siempre en encargarnos alguna pieza rara para su coleccin. Bueno, sta era una de las imgenes que me llev a Lima y que perdur, llameando con obstinacin, en mi memoria.

    La otra imagen que, como la casa verde, vivi y creci conmigo era la de una barriada piurana, un sector curiossimo de la ciudad. Se llamaba la Mangachera. Viva en l gente muy pobre, y la mayora de sus casas eran frgiles cabaas de barro y caa brava, erigidas en la arena, porque la Mangachera se hallaba tambin en el desierto, exactamente en el ngulo de la ciudad opuesto al de la casa verde. Este barrio miserable era el ms alegre y el ms original de Piura. En muchas de sus chozas un asta rstica haca flamear banderillas rojas o blancas sobre los techos; es decir, eran chicheras y picanteras donde se podan beber todas las variedades de la chicha, desde el clarito hasta la ms espesa, y gustar los innumerables platos de la cocina local. Todos los conjuntos musicales, todas las orquestas piuranas haban nacido en la Mangachera. Los mejores guitarristas, los mejores arpistas, los mejores compositores de valses y tonderos y los mejores cantantes de la ciudad eran mangaches. El barrio tena una personalidad poderosa y distinta, todos los mangaches se sentan orgullosos de haber nacido y de vivir en el barrio, y eran primero mangaches y despus piuranos y despus peruanos. La rivalidad de la Mangachera con otro barrio de Piura, el de la Gallinacera, haba sido algo legendario y dado origen a combates a puo y a cuchillo, a desafos individuales y batallas colectivas, pero en ese tiempo la Gallinacera se haba disuelto ya en lo que podramos llamar, con algo de irona, la civilizacin era un barrio anodino de empleados, comerciantes y artesanos y slo la Mangachera representaba an la antigua, colorida y rechinante vida brbara de la ciudad. Una leyenda circulaba en Piura acerca de la Mangachera: que los mangaches no haban permitido jams que una patrulla de la Guardia Civil entrara de noche al barrio. Los mangaches odiaban a los policas, el hombre en uniforme que se aventuraba por el barrio era insultado, perseguido por las burlas y piedras de los chiquillos, a menudo agredido. Los mangaches odiaban a la polica, entre otras razones porque la Mangachera era, tambin, la cuna de los ladrones ms audaces, de los ms inventivos y eficaces delincuentes de Piura. En ese ao 1945 le varias novelas de Alejandro Dumas; me encantaban (me encantan todava) y las lea con esa

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    pasin tan pura y tan ardiente con que uno lee a los diez aos. Recuerdo muy bien cmo, cuando en las novelas de Dumas apareca la Corte de los Milagros, ese alucinante barrio (segn la visin que nos dieron de l los romnticos) del antiguo Pars, refugio de aventureros y criminales, yo pensaba inmediatamente en la Mangachera, vea en el acto a la Mangachera. Esta identificacin ha persistido en mi mente. No puedo or mencionar a la Corte de los Milagros sin divisar de nuevo, al instante, las chozas, las chicheras, los perros vagabundos, los burritos (les llamaban piajenos) y los ruidosos, pendencieros mangaches.

    Otra caracterstica de los mangaches era ser urristas es decir, afiliados o simpatizantes del Partido Unin Revolucionaria, fundado por el general Snchez Cerro y por Luis A. Flores, uno de los contados entusiastas que tuvo el fascismo en el Per. Los mangaches no eran urristas por adhesin a la ideologa fascista, que ignoraban, sino por devocin personal al general Snchez Cerro, el que, segn un mito falso y pertinaz, haba nacido en una choza de la Mangachera. Decan que en los aos treinta, Flores haba organizado manifestaciones urristas en las que los mangaches desfilaron con camisas y trapos negros y haciendo el saludo imperial por las calles de Piura. En 1945, la Unin Revolucionaria disimulaba a toda velocidad esos antecedentes totalitarios y se presentaba como un partido democrtico. Ya para entonces el urrismo era una curiosidad arqueolgica en el Per; slo en Piura tena cierto arraigo popular, por la lealtad pintoresca e irracional de la Mangachera a la figura de Snchez Cerro, extinta haca ya tantos aos. Tambin en un sentido poltico, Piura significaba un caso aparte en el pas: era el nico lugar donde se poda hablar de un cierto equilibrio de partidos. En tanto que en el resto del Per todo el pueblo organizado, o casi, era aprista, y los otros partidos slo reunan directivas y grupos reducidos, en Piura eran partidos de masas el urrismo, el aprismo y el Partido Socialista, este ltimo tambin por lealtad personal de buen nmero de campesinos y obreros a la admirable figura de Hildebrando Castro Pozo, un gran luchador social piurano. Ciertos barrios eran apristas, otros socialistas y la Mangachera era urrista. En todas las chozas mangaches haba fotos recortadas de peridicos y revistas, amarillentas ya, del general Snchez Cerro, y otro orgullo del barrio era no haber permitido nunca en su seno a una familia aprista. Los mangaches, en sus borracheras, si no cantaban valses y tonderos, daban vivas a Snchez Cerro y mueras al Apra, y los pugilatos polticos eran tambin, en ese ao 1945-1946 (uno de los ms democrticos y libres de toda la historia peruana), espectculo cotidiano en la ciudad. Es el otro recuerdo mayor que me rob de Piura: la Mangachera.

    En Lima entr al colegio La Salle, crec, en los aos siguientes (como ustedes podrn imaginar) me ocurrieron muchas cosas ms que los exonero de saber. Pero siete aos despus volv a Piura. Fue en 1952 y tambin esta vez, como la primera, viv un ao en esa ciudad. All termin el colegio; tena entonces diecisis aos. La casa verde estaba all, en el mismo lugar. Lo mismo la Mangachera. La coleccin de estampillas del padre Garca haba aumentado y tambin su malhumor: era un viejecito cascarrabias que, acezando, agitando el puo, persegua a los chiquillos que jugaban haciendo demasiada bulla en la Plazuela Merino. Para entonces yo haba acabado por admitir que el verdadero origen de los bebs no era tan terrible y que, incluso, la cosa tena cierta gracia. Mis compaeros de clase (en vez de al Salesiano me haba empeado en entrar al Colegio Nacional San Miguel, pero all coincid con muchos condiscpulos del 45 que tambin se haban mudado de colegio) seguan muy interesados en la casa verde y yo igual. La gente mayor insista an en que no convena acercarse a ese lugar, que era peligroso para el cuerpo y daino para el alma. Pero en esa poca ya no ramos obedientes, ya no temamos al infierno y nos atraan los peligros fsicos y espirituales. Osbamos acercarnos, entrar. As conoc la casa verde por dentro, as se despej el misterio. Confieso que tuve una cierta desilusin. La realidad se hallaba por debajo de los ritos y trficos con que la fantasa haba poblado el verde palacio de las dunas. De hecho, el palacio se vea ahora primitivo y pobrsimo, la mansin de los sueos era apenas un modestsimo burdel. Las seoras parecan menos orgullosas, menos altas, menos elegantes, ms folclricas y vulgares que siete aos atrs. Pero, pese a ser tan distinto de la imagen que de l haba forjado, haba algo hechicero y memorable en este burdel. Era una institucin subdesarrollada, nada confortable, pero verdaderamente original. Consista en una sola enorme habitacin, llena de

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    puertas que daban al desierto. Haba una orquesta de tres hombres: un viejo casi ciego que tocaba el arpa, un guitarrista y cantor que era muy joven, y una especie de gigante, levantador de pesas o luchador profesional, que manipulaba el tambor y los platillos. En una esquina del saln estaba el bar, un tabln sobre dos caballetes, que atenda una mujer sin edad, de cara agria y puritana. Y entre el bar y la orquesta estaban las habitantas, caminando de un lado a otro o fumando sentadas en toscas banquetas apoyadas contra la pared, en espera de los nocturnos visitantes. stos llegaban con las sombras, y visitantes y habitantas conversaban y bromeaban, bailaban y beban, y, luego, las parejas salan a celebrar sus ceremonias en la arena, al pie de los mdanos, bajo las fosforescentes estrellas norteas. No haba problema alguno: en Piura no llueve casi nunca, las noches son tibias y estimulantes. En esto consista, fuera de espordicas peleas de borrachitos o de alguna suntuosa encerrona financiada por un seorn que celebraba una cosecha notable, todo el misterio de la casa verde. Esta nueva imagen de ese lugar coexisti con la antigua cuando dej Piura, en los primeros meses de 1953. Desde entonces no he vuelto a esa ciudad.

    Volv a Lima, ingres a la Universidad, mi familia estaba persuadida de que deba ser abogado porque tena un fuerte espritu de contradiccin y detestaba las matemticas. Pero, consecuente con este espritu de contradiccin, cambi pronto las leyes por las humanidades. Para entonces ya llevaba algn tiempo escribiendo cuentos, poemas, y hasta haba acabado una pieza de teatro (con incas). Pero la primera cosa que cre escribir en serio, trabajando fuerte varias semanas, fue una novela corta o relato largo donde trat de construir una historia inspirada, justamente, en esos recuerdos que tena de Piura: la casa verde y la Mangachera. Recuerdo mal el relato, se me han esfumado los personajes y la ancdota. Slo s que era una especie de tragedia, inyectada de sangre y fanatismo. Me sent un pavo real cuando lo termin; pens que ya era un escritor. Lo di a leer a un amigo cuyo juicio literario respetaba, y l me abri los ojos sin contemplaciones. Prefiero el original me dijo. Tu relato se parece demasiado a La letra escarlata, de Hawthorne. Y, en efecto, me prob que mi historia repeta con fidelidad algunos detalles de La letra escarlata. Fue un golpe bastante duro. Yo era vaga, angustiosamente consciente de las huellas que Daro, Neruda, Vallejo dejaban en los poemas que escriba, pero con este relato haba tenido la certeza de escribir algo personal. No haba sospechado ni remotamente, mientras trabajaba ese texto, que repeta a Hawthorne. Y como la novela de ste, en efecto, me haba impresionado mucho, pens que tena pocas esperanzas como escritor. Furioso conmigo y con todos, hice pedazos el manuscrito y olvid la casa verde, las habitantas y los mangaches. Cre que los olvidaba. Lo cierto es que seguiran all, tercos hirientes, en el fondo de mi memoria.

    A pesar de esta lastimosa experiencia como creador, segu escribiendo mientras estudiaba en la Universidad, pero no con la idea de llegar a ser un da un escritor. Es muy difcil pensar en ser un escritor si uno ha nacido en un pas donde casi nadie lee: los pobres porque no saben o porque no tienen los medios de hacerlo y los ricos porque no les da la gana. En una sociedad as, querer ser un escritor no es optar por una profesin sino un acto de locura. En esos aos, pues, yo no me atreva a alentar siquiera la ambicin de ser alguna vez slo un escritor: un da me deca que, despus de todo, por qu no ser abogado; al siguiente que sera profesor, al otro que tal vez lo sensato era el periodismo. Cambiaba mis decisiones y mis profesiones todo el tiempo y, a la vez, segua escribiendo, en secreto, como quien practica una vocacin vergonzosa. As pasaron cinco aos; en 1957 termin mis estudios. Haba comenzado a trabajar como auxiliar del curso de literatura peruana en la Universidad de San Marcos y todo indicaba que sera un profesor. Al ao siguiente obtuve una beca para hacer estudios de doctorado en Madrid y ya estaba preparando las maletas cuando lleg a Lima un antroplogo mexicano, el Dr. Juan Comas. Vena al Per para realizar ciertas investigaciones en las tribus de la Amazona. Entre la Universidad de San Marcos y el Instituto Lingstico de Verano le haban organizado una expedicin y, por la amistad de una de las organizadoras, Rosita Corpancho, tuve la suerte de formar parte del pequeo grupo que acompa al Dr. Comas. Estuvimos en la selva unas cuantas semanas, viajando en un escueto hidroavin y en canoa, sobre todo por la regin del Alto Maran, donde se hallan, diseminadas en un amplio territorio, las tribus aguarunas y huambisas. As fue que conoc esa pequea localidad,

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    Santa Mara de Nieva, el otro escenario de La casa verde. Este recorrido por el Per amaznico fue, tambin, una conmocin para m. Descubr un rostro de mi pas que desconoca por completo; creo que hasta entonces la selva era un mundo que slo presenta a travs de las lecturas de Tarzn y de ciertos seriales cinematogrficos. All descubr que el Per no slo era un pas del siglo veinte, con abundantes problemas, desde luego, pero que participaba, aunque fuera de manera catica y desigual, de los adelantos sociales, cientficos y tcnicos de nuestro tiempo, como puede uno creerlo si no se mueve de Lima o de la costa, sino que el Per era tambin la Edad Media y la Edad de Piedra. Descubr que en esa apartada regin (apartada por la falta de comunicaciones, pero situada a pocas horas de vuelo de Lima), la vida era para los peruanos algo retrasado y feroz, que la violencia y la injusticia eran all la ley primera de la existencia, pero no de la compleja, refinada, desarrollada manera que en Lima, sino del modo ms inmediato y descarado. Cuando el antroplogo mexicano y sus acompaantes volvimos a Lima, yo traa conmigo un pequeo lagarto embalsamado por los shapras, un arco y unas flechas shipibos, y, sobre todo, una muchedumbre de recuerdos del viaje. En los aos siguientes, de esa masa de cosas vistas y odas, tres iban a prevalecer, como las imgenes ms belicosas.

    La primera era la Misin de Santa Mara de Nieva. El pueblecito haba surgido alrededor de esa Misin, fundada en la dcada de los cuarenta, parece, por misioneras espaolas que llegaron a esa inhspita zona con el propsito de evangelizar a los huambisas y a los aguarunas. Nosotros tuvimos ocasin de conocer de cerca a las misioneras. Pudimos ver la dura vida que llevaban en ese lugar que, durante los meses de lluvias, cuando los Pongos que lo cercan se convierten en torrentes homicidas, quedaba desconectado del mundo. Pudimos ver el sacrificio enorme que exiga de ellas permanecer en Santa Mara de Nieva. Las caras gordas y rosadas de las monjitas gallegas, o las morenas de las andaluzas haban sido avenadas por los insectos y por las fiebres, y alguna de ellas, entre las ms ancianas, comenzaba a olvidar su lengua, a chapurrear el espaol empobrecido de los indgenas. Sin ninguna duda, el caso personal de estas misioneras era digno de respeto y hasta de admiracin. Pero, al mismo tiempo, pudimos ver cmo todos esos herosmos, en lugar de alcanzar la meta que los inspiraba, conseguan exactamente lo contrario, y cmo las buenas misioneras no se percataban ni remotamente de ello. Qu ocurra? Las Madres haban construido una escuela para los aguarunas. Queran ensearles a leer y a escribir, a hablar castellano, a no vivir desnudos, a adorar al verdadero Dios. El problema haba surgido poco despus de abierta la escuela: las nias aguarunas no venan a la Misin, sus padres no se daban el trabajo de mandarlas. Aunque la distancia que separa a los poblados aguarunas de Santa Mara de Nieva no es grande en kilmetros, el hecho de que el nico medio de transporte sea el ro, hace que el viaje demore horas y en ciertos casos das. sta era una de las razones por las que la Escuela Misional escaseaba de alumnas. Pero la razn principal era, probablemente, que las familias aguarunas no queran que sus hijas fueran civilizadas por las Madres. Y por qu se oponan a ello? Porque maliciaban que una vez civilizadas las nias no querran ya saber nada con sus tribus ni sus familias. ste era el motivo, sin duda, por el cual se negaban a confiar a sus hijas a las empeosas monjitas. El problema haba sido resuelto de modo expeditivo. Cada cierto tiempo un grupo de Madres sala, acompaado por una patrulla de guardias, a recolectar alumnas por los caseros del bosque. Las Madres entraban a las aldeas, elegan a las nias en edad escolar, las llevaban a la Misin de Santa Mara de Nieva y los guardias estaban all para neutralizar cualquier resistencia. En la Misin las nias permanecan dos, tres, cuatro aos, y, efectivamente, eran civilizadas. Aprendan el lenguaje de la civilizacin, las costumbres civilizadas, leer, escribir, coser, bordar, y, naturalmente, la verdadera religin. Aprendan a llevar ropas, a usar zapatos, a cortarse los cabellos, a odiar su condicin anterior, a avergonzarse de sus antiguas creencias y costumbres. Pero qu suceda una vez que estas nias haban sido debidamente preparadas para la civilizacin? El problema que se les presentaba a las Madres era enorme, porque en Santa Mara de Nieva no exista nada que se pareciera a la vida civilizada: all imperaba la barbarie. Qu podan hacer con estas nias? Devolverlas a las tribus, a sus familias? Hubiera sido absurdo y cruel regresarlas a un sistema de vida que les haban enseado, sistemticamente, a aborrecer y al que estas muchachas deban recordar ya con espanto. Ellas

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    difcilmente podran adaptarse a vivir como antes, semi-desnudas, adorando serpientes o rboles, a ser una de las dos o tres mujeres-esclavas de un cacique. Pero estas nias tampoco podan permanecer indefinidamente con las Madres, deban dejar sitio a las nuevas alumnas. Cmo resolvan las monjitas este segundo problema? Confiaban a muchas de estas nias a los representantes de la civilizacin que pasaban por Santa Mara de Nieva: oficiales de las guarniciones de frontera, comerciantes de Bagua, Contamana o Iquitos, ingenieros y tcnicos que hacan prospecciones petrolferas en la regin. Las Madres entregaban estas nias como sirvientas o empleadas, con toda clase de recomendaciones. Queran estar seguras de que las muchachas no perderan, en sus flamantes y alejados hogares, lo que haban ganado en la Misin. Se hacan prometer que en las nuevas familias las muchachas seguiran instruyndose, civilizndose. Y los oficiales, comerciantes e ingenieros hacan todos los juramentos necesarios: iran a misa cada domingo, claro que s; estaran bien vestidas y seran bien tratadas, claro que s. A veces, los representantes de la civilizacin en vez de una se llevaban dos y hasta tres aguarunas: para unos amigos, para unos parientes. As partan estas muchachas de la selva hacia las ciudades, hacia Lima, donde, previsiblemente, terminaran sus das como cocineras o nieras, en las cuevas de las barriadas o en las casas verdes. Sin quererlo ni saberlo, a costa de tremendos trabajos, las Madres de Santa Mara de Nieva estaban haciendo de proveedoras de domsticas para familias de clase media, y poblando con nuevas inquilinas el infierno de las barriadas y los prostbulos de la civilizacin. La extraordinaria ambigedad de todo esto me result casi tan impresionante como el invisible drama del que las amables monjitas de la Misin eran ciegas oficiantes.

    No quisiera darles la impresin de ser un ingenuo mantenedor de la volteriana teora del buen salvaje corrompido por la civilizacin cristiana. La vida en las tribus est lejos de ser arcdica; tengo muy presentes las imgenes de los nios de vientres inflados por los parsitos y la desnutricin, las cabelleras hirvientes de liendres, las mujeres imbecilizadas por el trabajo animal, las escalofriantes estadsticas sobre mortalidad en la Amazona, las historias de poblaciones diezmadas por un simple catarro. Estoy muy lejos, de otro lado, de compartir esa actitud temible de ciertos antroplogos que quisieran conservar a toda costa, fielmente intacta, la vida prehistrica de las tribus para (como el Lobo a Caperucita Roja) estudiarla mejor. Nada de eso: digo solamente que la solucin propuesta por las misioneras al drama aguaruna no era tal, sino una manera de aadir problemas (con abnegada ceguera) a la vida de esa maltratada humanidad.

    En la expedicin viajaba Efran Morote Best, profesor de la Universidad de Cuzco, que unos aos antes haba sido coordinador del Ministerio de Educacin en la selva. Su funcin era supervigilar y ayudar a las escuelas indgenas de la Amazona. Durante dos aos Morote haba recorrido prcticamente toda la selva en condiciones muy difciles. Acompaado a veces por un gua y a veces solo, remont en canoa los ros amaznicos, durmiendo donde lo sorprenda la noche, en medio del bosque o en las playas, y alimentndose de lo que los indgenas le ofrecan. Se vanagloriaba de haberse rasurado todos los das durante esos viajes, de no haber cedido nunca a la tentacin de adoptar una apariencia de aventurero o explorador. Morote no se haba limitado a suministrar materiales de trabajo a los maestros selvticos y a organizar escuelas en las tribus. Folclorista y socilogo, haba estudiado las condiciones de vida en los poblados, sus sistemas de trabajo, sus creencias, y recopilado leyendas y canciones. La presencia de Morote Best fue muy til para nosotros: era una fuente de informacin invalorable, y, adems, gracias a l pudimos charlar con los aguarunas, los huambisas y los shapras, que lo conocan y le tenan confianza. Si en los pocos das que dur nuestro viaje por la selva vimos tanto dolor, resultaba vertiginoso imaginar todo lo que habra visto Morote en sus dos aos amaznicos. Pequeito, ceremonioso, viciosamente perfecto en su diccin como todos los intelectuales cuzqueos, con unos ojos vivos que delataban su energa, ms que un inspector de educacin Morote haba sido en esos dos aos un cruzado de las tribus. Los Ministerios de Educacin y de Guerra y las prefecturas y sub-prefecturas de la selva haban sido bombardeadas durante esos veinticuatro meses con cartas e informes de Morote denunciando raptos, robos, abusos de autoridad, atentados contra las escuelas. Algunas veces este hombrecito tremebundo (como el hidroavin era minsculo, cada vez que bamos a despegar el Dr.

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    Comas alzaba en peso sobre su cabeza a Morote, para que la cola del aparato quedara libre) se haba enfrentado personalmente con los autores de los atropellos y, por supuesto, se haba ganado enemigos. Haba recibido amenazas, haba sido advertido que si se acercaba a ciertas regiones sera eliminado. Cuando estbamos en el pueblo aguaruna de Urakusa, lleg un hombre procedente de Santa Mara de Nieva. Al ver a Morote, dio muestras de una agitacin desconcertante, de verdadero terror. Poco despus supimos la razn. Las autoridades de ese pueblo haban hecho creer a los aguarunas y huambisas de la regin que Morote haba sido supliciado por haberse enfrentado a ellas. Haban montado toda una pantomima: hacan or a los indgenas un programa de radio de Lima, con llantos, gritos y gemidos. Oyen ustedes? Ese hombre que pide auxilio es Morote, lo estn matando por haberse metido con nosotros. Al encontrar a Morote en Urakusa, el hombre crey hallarse ante un resucitado.

    En otro pueblo aguaruna donde estuvimos una noche, conocimos a Esther Chuwik. Era una nia de unos diez o doce aos, alta, enclenque, de ojos claros y voz suave. Hablaba algo de espaol y pudimos charlar con ella, durante una fiesta que los aguarunas haban organizado en nuestro honor. Como otras nias de la selva, haba sido raptada unos aos atrs. Sus raptores la llevaron primero a Chiclayo y luego a Lima, donde la tenan de sirvienta. Morote Best, cuando era coordinador del Ministerio de Educacin en la selva, lleg un da a Chicais y el maestro de la tribu le mostr a una pareja de indios que lloraba. Eran los padres de Esther Chuwik. Morote haba seguido la pista de los raptores y consigui rescatar a la muchacha y devolverla a su pueblo. Esther no poda o no quera recordar nada de su paso por Chiclayo y por Lima, pero las cosas que le o, y su timidez y sus ojos vivos se me grabaron. Su historia no era excepcional, el rapto de nios ocurra con frecuencia en la selva. Slo en la minscula aldea de Chicais, Morote haba registrado veintinueve raptos en los ltimos aos. Los patrones, los ingenieros, los oficiales, los comerciantes, todos los embajadores de la civilizacin solan llevarse a alguna nia indgena para dedicarla a labores domsticas. Por una Esther Chuwik que haba conseguido localizar, Morote haba fracasado en decenas de otros casos. Pero, de todos modos, haba sabido ganarse la simpata y el agradecimiento de las tribus. Era conmovedor ver cmo lo reciban en las aldeas. Aguarunas, huambisas, shapras lo rodeaban, ruidosos y gesticulantes, comenzaban a darle sus quejas y a pedirle cosas, y ese espectculo duraba todo el tiempo que permanecamos en el lugar. Era divertido verlo pulcro, pigmeo, narign apuntndolo todo en una libretita y explicando a los indgenas, con una solemnidad cortesana, que, aunque ya no era coordinador, hara lo que pudiera para resolver el asunto.

    La Misin de Santa Mara, las monjitas, las nias aguarunas, Esther Chuwik seran un recuerdo tenaz de ese viaje por la selva.

    Otro, la historia de un hombre a quien conocimos en el viaje. Habamos salido de Chicais en direccin a Urakusa en canoa, porque el hidroavin no poda despegar desde las orillas del pueblo, ya que el ro tena poco fondo. Tuvimos que navegar algunas horas. No olvidar nunca el paso de los caos, delgadsimos conductos de agua cubiertos por los rboles, tneles oscuros que unen ro a ro o lago a ro, o lago a lago, que a veces tenan la anchura de la canoa y que por momentos era preciso atravesar encogidos hasta tocar con la frente las rodillas. En Urakusa, que no est lejos de Santa Mara de Nieva, conocimos la historia de Jum, el alcalde de ese pueblo aguaruna. Haba salido a recibirnos y lo vimos rapado, con la frente partida y con cicatrices en la espalda y en las axilas. La historia haba comenzado algunas semanas atrs, cuando un cabo de la guarnicin de Borja, llamado Roberto Delgado Campos, pidi a sus jefes licencia para ir a su tierra natal, Bagua. El cabo emprendi la travesa hacia Borja acompaado de siete hombres. Cuando en Urakusa se supo que se aproximaba el grupo, los aguarunas, temerosos de que se tratara de una leva de soldados, se internaron en el monte. El cabo y sus hombres pernoctaron aquella noche en la comunidad solitaria. Partieron al da siguiente y en las alforjas de Delgado Campos y los otros partieron tambin muchas provisiones y objetos de valor que haban encontrado en el pueblo. Cuando los urakusas regresaron y vieron que haban sido desvalijados, salieron en busca de los

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    ladrones. Los alcanzaron unos das despus, cuando Delgado Campos y sus hombres dorman en el bosque. El cabo y tres de los suyos fueron capturados, golpeados, regresados a Urakusa. Al llegar al pueblo los captores se encontraron con Jum, que volva de un viaje de varios das por la selva. El alcalde, que hasta ese momento ignoraba lo ocurrido, orden la libertad de Delgado Campos e incluso le prest su canoa para que retornara a Borja. Unos das ms tarde desembarcaba en Urakusa, procedente de Santa Mara de Nieva, una expedicin oficial, para tomar cuentas al pueblo por lo ocurrido. La encabezaba el teniente-gobernador de Nieva, Julio Retegui, y la integraban once hombres. Al verlos llegar a la aldea, Jum se acerc a dar la bienvenida al gobernador. ste, apenas lo tuvo a mano, le descarg la linterna en la frente. Los aguarunas echaron a correr pero, adems de Jum, fueron capturados cinco varones, dos mujeres y varios nios. El resto del pueblo desapareci en el bosque. Los seis prisioneros quedaron atados en una cabaa de Urakusa, que los vecinos nos mostraban, excitados y locuaces. All, los prisioneros fueron azotados y sacudidos a puntapis por los soldados que acompaaban al gobernador. Las dos aguarunas fueron violadas. Una de ellas, la mujer de un hombre llamado Tandm lo recuerdo desconfiado y lgubre, hermticamente silencioso, vuelvo a ver su gran vientre blando, que se encontraba amarrado con Jum, y que tambin haba sido herido en el rostro, fue ultrajada ocho veces delante del marido y de sus hijos. Al da siguiente, Jum fue transportado, solo, a Santa Mara de Nieva. Lo colgaron de un rbol en la plaza, desnudo, y fue azotado hasta que perdi el conocimiento. Le quemaron las axilas con huevos calientes (nunca he podido entender cmo lo hicieron). A la tortura sigui la humillacin: fue rapado. Presidieron el escarmiento el teniente-gobernador de Santa Mara de Nieva, Julio Retegui; el juez de paz, Arvalo Benzas; el alcalde, Manuel guila; un teniente del Batalln de Ingenieros nmero 5, Ernesto Bohrquez Rojas, la maestra del lugar, Alicia de Retegui, y un misionero jesuita. Luego de tres das de torturas Jum fue puesto en libertad y retorn a Urakusa. Hablaba castellano bastante bien y pudo contarnos la historia con detalles. Cuando vacilaba, vena en su ayuda Morote Best, que tena algunos conocimientos de aguaruna. De cuando en cuando, Jum daba un gritito histrico, sealando los rboles: paiche, paiche. Era una metfora: lo haban colgado de un rbol como en la Amazona se cuelga a los paiches, esos peces mamferos cuyas tetas hicieron creer a los primeros espaoles que bajaron por los ros de la selva que haban llegado al mitolgico reino de las Amazonas.

    El incidente con el cabo Delgado Campos no explica totalmente la violencia que debieron soportar Urakusa y Jum. La razn profunda de la brutalidad de las autoridades de Santa Mara de Nieva era econmica. Los aguarunas haban tratado, poco antes de este episodio, de organizar una cooperativa para escapar a la dominacin de los patrones, los hombres que controlaban el comercio del caucho y de las pieles en la regin. Las tribus del Alto Maran vivan entonces me temo que las cosas no hayan cambiado mucho del caucho que vendan a los patrones o intermediarios, quienes, a su vez, lo revendan a los centros industriales o al Banco de Fomento Agropecuario. El patrn compraba el kilogramo de caucho a un precio que oscilaba entre un sol veinte y cinco soles, y lo revenda en Contamana en una suma tres y cuatro veces mayor. se era slo un filn del negocio. La mayora de los aguarunas y huambisas proveedores de caucho no saban leer ni escribir, menos todava usar las balanzas en las que se pesaba la mercanca. As, al recibir el caucho era el patrn quien determinaba su peso, y, naturalmente, ste resultaba siempre inferior al real: las balanzas estaban debidamente amaadas. Ms todava: la transferencia no se haca a base de dinero sino de especies. El patrn pagaba en machetes, escopetas, vestidos cuyo precio fijaba l mismo. De este modo, al entregar el caucho el aguaruna quedaba siempre en deuda con el intermediario. El machete, la escopeta, los vveres y la ropa que reciba no llegaban nunca a ser pagados por las bolas de caucho, de modo que deba penetrar una vez ms en la maleza a fin de extraer ms caucho, que, unos meses despus, en una nueva transaccin con el intermediario, aumentara su deuda. Este sistema imperaba desde haca decenas de aos, era una supervivencia de la poca de oro de la selva (fines del siglo pasado y comienzos de ste), cuando la fiebre del caucho. Esa poca estaba ya marchita. Los patrones eran ahora pobres e incluso miserables, descalzos, semi-analfabetos, de costumbres primarias. El caucho y las pieles de la Amazona haban

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    dejado de ser un buen negocio. En el Alto Maran la explotacin del hombre por el hombre alcanzaba unos lmites de violencia bestial, pero los beneficiarios de ese horror no obtenan de l la riqueza, ni siquiera el bienestar: slo una sombra supervivencia. La pobreza de la regin, el anacronismo de esa sociedad hacan que la explotacin se llevara a cabo a un nivel larval. Dentro del Plan de Educacin para la selva, se haba ideado en esos aos un sistema que consista en llevar a los hombres ms despiertos y animosos de las tribus a seguir un curso de unos meses en Yarinacocha (cerca de Pucallpa), donde est la central del Instituto Lingstico de Verano, para que luego volvieran a sus tribus y abrieran escuelas. Jum haba recibido ese entrenamiento en Yarinacocha. No s si esa temporada en la civilizacin hizo del grupo de aguarunas buenos maestros. Pero a algunos les abri los ojos sobre un problema muy concreto: comprendieron, al averiguar el verdadero valor del dinero y de las cosas, el abuso de que eran vctimas por obra de los patrones. Descubrieron que si en vez de vender las bolas de caucho y las pieles a los intermediarios las vendan directamente en las ciudades, obtendran beneficios muchsimo mayores; y, tambin, que los objetos que reciban de los patrones a cambio del caucho, les costaran mucho menos comprndolos en las tiendas. As haba nacido la idea de formar una cooperativa aguaruna, y Jum haba sido uno de los promotores de la idea. Se haba celebrado en Chicais una reunin de alcaldes de los diez o doce poblados en que estn dispersos los aguarunas por el Alto Maran, y all Jum y los otros maestros haban convencido a su gente que dejara de comerciar con los patrones, reuniera el caucho y las pieles de todos los pueblos en Chicais para, una vez al ao, hacer una expedicin hasta Iquitos a fin de venderlos directamente a los industriales. Haban construido una gran cabaa, que deba servir de depsito. Nosotros la conocimos, en ella levantamos los mosquiteros y nos desvelamos (por el feo olor de las bolas de caucho y las pieles de tapir, jaguar y caimn) la noche que estuvimos en Chicais. El proyecto de cooperativa aguaruna era una sentencia de muerte para el negocio de los patrones. Era esto lo que en el fondo haban castigado en Urakusa y en Jum las autoridades de Santa Mara de Nieva los patrones de la regin con el pretexto del incidente del cabo Delgado Campos. Se lo haban dicho a Jum mientras lo torturaban y cuando le permitieron regresar a su aldea: que los aguarunas se olviden de ir a vender ellos mismos a la ciudad. Cuando nosotros pasamos por Urakusa y conocimos la historia no podamos saber que el escarmiento ejemplar contra ese aguaruna y su pueblo dara exactamente los resultados previstos por los verdugos. La cara, la historia de Jum seran uno de los ms acrrimos recuerdos del viaje por la selva.

    Otro, fue un hombre tambin, pero al que nunca vi. Conoc su historia (mejor dicho, su leyenda) de odas. Todo el mundo lo nombraba, era la figura ms popular, el centro de las habladuras y los chismes en todos los pueblos y aldeas del Alto Maran donde paramos. Sus hazaas eran mitos que en cada lugar se contaban con rebajas y aadidos de la fantasa local. Todos decan que era un demonio, pero lo decan con inocultable admiracin. Quin era este hombre, cul era su historia? Reconstruyo como puedo un remolino de datos contradictorios que fuimos recogiendo aqu y all. Haba sido visto, muchos aos atrs, remontando el Maran y en los lugares donde se detena anunciaba su propsito de ir ro Santiago arriba, por donde se hallan disgregados los huambisas. Nadie saba de dnde vena ni por qu haba elegido esa intrincada comarca para instalarse. Era un japons, se llamaba Tusha. Como durante la segunda guerra mundial los japoneses fueron hostilizados en el Per, Tusha vena huyendo de esa persecucin, segn unos, o de delitos cometidos por l en Iquitos, segn otros. La gente haba tratado de disuadirlo de continuar hacia esa regin inhospitalaria y distante. En ese tiempo los huambisas casi no tenan contacto con el mundo civilizado, y en torno de ellos, como de todas las tribus jbaras peruanas y ecuatorianas, corran leyendas de ferocidad y sangre. No vaya all, no sea loco, los huambisas son peligrosos le decan a Tusha los "cristianos" de los pueblos que cruzaba. Se lo van a comer, lo van a matar. El misterioso japons no escuch los consejos, se intern en el ro Santiago y se instal en una pequea isla en la parte ms espesa de la regin, ya muy cerca de la frontera con el Ecuador, donde permanecera hasta su muerte. Este extraordinario personaje se convirti en pocos aos en un turbio seor feudal, en un hroe macabro de novela de aventuras. Los

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    huambisas no lo mataron, pero fue un verdadero milagro que l no matara a todos los huambisas. Tusha form un pequeo ejrcito personal, con aguarunas y huambisas descastados, hombres que por alguna razn haban sido expulsados de las tribus, con soldados desertores de las guarniciones de frontera y con otros cristianos aventureros como l. Tusha y su banda asaltaban peridicamente las tribus aguarunas y huambisas en las pocas en que saban que el caucho y las pieles estaban reunidos para ser entregados a los patrones. Luego, a travs de terceros (era evidente que entre sus cmplices figuraban algunos patrones) venda su mercanca en las ciudades. Tusha y su banda no slo se llevaban el caucho y las pieles. Se llevaban tambin a las muchachas. Era esto, sobre todo, la causa de su popularidad en la regin, del envidioso culto que mereca: las nias que haba robado. Se hablaba mticamente del harn de Tusha, unos decan que tena diez nias, otros veinte y ms: cada varn poblaba el harn con el nmero que le habra gustado para el suyo. Cuando estuvimos en Chicais, una de las mujeres de Tusha en realidad una chiquilla de doce aos, a la que Morote Best haba conocido acababa de pasar por all. Haba huido de la isla del rijoso japons y retornaba a su pueblo. Varios aos despus, en un segundo viaje a la selva, escuch en el poblado de Nazareth el testimonio de un hombre que haba conocido a Tusha y lo haba visto actuar cuando invada una tribu con su banda. Era una ceremonia barroca y sensual, algo ms complejo y artstico que un simple pillaje. Ocupado el pueblo, vencida la resistencia de los indgenas, Tusha se vesta de aguaruna, se pintaba la cara y el cuerpo con achiote y rupia como los nativos y presida una gran fiesta en la que danzaba y se emborrachaba con masato hasta caer innime. Haba aprendido aguaruna y huambisa a la perfeccin y le gustaba danzar, cantar y embriagarse con aquellos a quienes arrebataba el caucho y la mujer. Esta historia no perteneca al pasado; estaba ocurriendo al mismo tiempo que nos la contaban. Se repeta desde haca aos, en la ms absoluta impunidad, casi ante nuestros ojos. La rojiza Misin de Santa Mara de Nieva, el castigo de Jum, la leyenda de Tusha son las tres imgenes en que cuaj para m ese recorrido por la selva. Mis sentimientos eran encontrados. Ahora lo entiendo mejor, pero hace algunos aos me avergonzaba confesarlo. De un lado, toda esa barbarie me enfureca: haca patente el atraso, la injusticia y la incultura de mi pas. De otro, me fascinaba: qu formidable material para contar. Por ese tiempo empec a descubrir esta spera verdad: la materia prima de la literatura no es la felicidad sino la infelicidad humana, y los escritores, como los buitres, se alimentan preferentemente de carroa.

    Desde el principio pens escribir algo sobre todo eso y conserv un cuaderno lleno de notas tomadas en el viaje. Estuve unas semanas en Lima y luego part hacia Europa, va Brasil. Recuerdo haber malgastado un par de das en la esplendorosa Ro de Janeiro, encerrado en un cuarto de hotel, escribiendo una crnica del viaje a la selva que me haba pedido Jos Flores Araoz, otro integrante de la expedicin, para la revista Cultura Peruana. Ese tonto artculo y la novedad de Europa, enfriaron temporalmente la decisin de escribir algo a partir de la corta pero honda experiencia amaznica. Al llegar a Madrid me haba olvidado (crea que) de Santa Mara de Nieva, de Jum y de Tusha. Sin embargo, fue all, en Madrid, mientras segua con cierto desgano los cursillos del doctorado en la Facultad de Letras y lea galopantes novelas de caballeras en la Biblioteca Nacional (haba contrado el vicio desde que le Tirant lo Blanc, en Lima) que me plante por primera vez la ambicin de ser un escritor y nada ms que un escritor. Llegu a esta conclusin por el mtodo eliminatorio, luego de haber descubierto que tampoco quera ensear. Ni abogado, ni periodista, ni maestro: lo nico que me importaba era escribir y tena la certidumbre de que si intentaba dedicarme a otra cosa sera siempre un infeliz. Que nadie deduzca de esto que la literatura garantiza la felicidad: trato de decir que quien renuncia a su vocacin por razones prcticas, comete la ms imprctica idiotez. Adems de la racin normal de desdicha que le corresponda en la vida como ser humano, tendr la suplementaria de la mala conciencia y la duda. As, hacia finales de 1958, en una pensin de la calle del Doctor Castelo, no lejos del Retiro, qued perpetrado el acto de locura: voy a tratar de ser un escritor. Todo lo que haba escrito hasta entonces una obrita de teatro, un puado de poemas, algunos cuentos, copiosos artculos era muy malo. Decid que la razn de esa mediocridad eran mi indecisin y cobarda anteriores, no haber asumido la literatura

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    como lo primordial. Haba terminado un libro de cuentos, que encontr un editor en Barcelona (misteriosamente, esta ciudad sera la cuna de publicacin de todos mis libros), y el resultado era ms bien deprimente. Los haba escrito casi todos en Lima, en los resquicios de tiempo libre que me dejaban mltiples y fastidiosos trabajos alimenticios. Justifiqu as ese fracaso: slo se poda ser escritor si uno organizaba su vida en funcin de la literatura; si uno pretenda como haba hecho yo hasta entonces organizar la literatura en funcin de una vida consagrada a otros amos, el resultado era la catstrofe. Complet esas justificaciones con una teora voluntarista: la inspiracin no exista. Era algo que, tal vez, guiaba las manos de escultores y pintores y dictaba imgenes y notas a los odos de poetas y msicos, pero al novelista no lo visitaba jams: era el desairado de las musas y estaba condenado a sustituir esa negada colaboracin con terquedad, trabajo y paciencia. No me quedaba otra alternativa: si la inspiracin exista para los novelistas, nunca sera uno de ellos. Sobre m no caa jams esa fuerza divina: a m cada slaba escrita me costaba un esfuerzo brutal. Sartre, a quien lea por esos aos con agresivo fervor (Luis Loayza se burlaba: el sastrecillo valiente) fue una ayuda preciosa en ese momento: nadie naca novelista, uno se haca escritor, tambin en literatura uno elega lo que iba a ser.

    Para probar esta teora, escrib una novela sin inspiracin, a base de puro empeo y sudor. La teora funcionaba, uno llegaba a un rendimiento literario decoroso, pero el precio era alto. Demor cerca de tres aos en acabar ese libro. Deb reescribirlo varias veces, y, sobre todo al principio, me costaba lo indecible respetar los horarios de oficina que me impona, permanecer tantas horas ante la mquina aun cuando no escribiera una lnea. El nico momento de alivio vena cada tarde cuando iba al Jute, una tasca en la esquina de Doctor Castelo y Menndez y Pelayo, a revisar lo escrito. Un camarero bizco, cuyo nombre he olvidado, me sobresaltaba acercndose de puntillas a leer sobre mi hombro; a veces me infliga una palmada: Qu, cmo va ese librillo?. Cuando termin esa primera novela me sent enfermo, disgustado de la literatura. Conceb entonces el proyecto curiosa teraputica de escribir dos novelas simultneamente. Supona que escribir dos sera menos angustioso que una sola, porque pasar de una a otra resultara refrescante, rejuvenecedor. Gravsima equivocacin: era al revs. En vez de disminuir, los dolores de cabeza, los problemas, la ansiedad se duplicaban. Yo viva en Pars en aquella poca y me ganaba la vida bella irona como periodista y como profesor.

    Bueno, as fue como en 1962, en un departamentito crujiente y glorioso (porque en los bajos haba vivido Grard Philippe) de la rue de Tournon, esos recuerdos de Piura la casa verde, la Mangachera y de la selva la Misin de Santa Mara de Nieva, Jum, Tusha tornaron a mi memoria. Haba pensado rara vez en ellos durante los aos anteriores, pero ahora esas imgenes volvieron y de manera impetuosa y punzante. Haba decidido escribir dos novelas, ya se lo dije: una situada en Piura, a partir de mis recuerdos de esa ciudad, y otra en Santa Mara de Nieva, aprovechando como material de trabajo lo que rememoraba de las misioneras, de Urakusa y de Tusha. Comenc a trabajar segn un plan bastante rgido: un da una novela, al siguiente la otra. Avanc algunas semanas (o quiz meses) con las historias paralelas. Muy pronto el trabajo empez a ser penoso; a medida que el mundo de cada novela se iba desplegando y cobrando forma, era preciso un esfuerzo mayor para tener a cada cual separado y soberano en mi mente.

    En realidad, no lo consegu. Cada da (cada noche) tena que enfrentarme a una tremenda confusin. Absurdamente, mi esfuerzo mayor consista en mantener a cada personaje en su sitio. Los piuranos invadan Santa Mara de Nieva, los selvticos pugnaban tambin por deslizarse en la casa verde. Cada vez era ms arduo sujetar a cada cual en su mundo respectivo. Un da despertaba seguro de que Bonifacia (un personaje de la historia de la selva dibujado vagamente sobre Esther Chuwik, la nia aguaruna rescatada por Morote Best) era una de las habitantas de la casa verde; otro, de que uno de los guardias de Santa Mara de Nieva era mangache. Estaba escribiendo la historia de Piura y, de pronto, me sorprenda reconstruyendo trabajosamente la perspectiva que ofreca el pueblo desde lo alto de la Misin; estaba escribiendo la novela de la selva y de pronto la cabeza se me llenaba de arena, algarrobos y burritos. Al fin sobrevino una especie de caos: el

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    desierto y la selva, las habitantas de la casa verde y las monjitas de la Misin, el arpista ciego y el aguaruna Jum, el padre Garca y Tusha, los arenales y la espesura cruzada de caos se confundieron en un sueo raro y contrastado en el que no era fcil saber dnde estaba cada cual, quin era quin, dnde terminaba un mundo y dnde empezaba el otro. Era demasiado fatigoso seguir luchando por apartarlos. Decid, entonces, no hacerlo ms: fundir esos dos mundos, escribir una sola novela que aprovechara toda esa masa de recuerdos. Me cost otros tres aos y abundantes tribulaciones ordenar semejante desorden.

    Conservaba dos imgenes distintas de la casa verde. La primera, ese maravilloso palacio de los mdanos que yo haba visto slo de fuera y de lejos, y ms con la imaginacin que con los ojos, cuando era un nio de nueve aos, ese objeto insinuante que azuzaba nuestra fantasa y nuestros primeros deseos y que estaba prestigiado por los rumores enigmticos y los comentarios maliciosos de la gente mayor. La segunda, un burdel pobretn a donde bamos, siete aos ms tarde, los sbados de buenas propinas, los alumnos del quinto ao de media del Colegio San Miguel. Estas dos imgenes se convirtieron en dos casas verdes en la novela, dos casas separadas en el espacio y en el tiempo, y erigidas, adems, en diferentes planos de realidad. La primera, la casa verde fabulosa, se proyect en un remoto y legendario prostbulo cuya sangrienta historia sera conocida nicamente a travs de los recuerdos, las fantasas, los chismes y las mentiras de la gente de la Mangachera. La segunda sera algo real y objetivo, algo as como la otra cara, el reverso pedestre e inmediato de la mtica, dudosa institucin: un burdel de precios mdicos donde los mangaches iban a emborracharse, a charlar y a comprar el amor. Recordaba bastante bien las caras y (aunque de esto no estoy ahora totalmente seguro) los nombres de los tres componentes de la orquesta: Anselmo, el arpista viejo y ciego; el joven Alejandro, guitarrista y cantor, y Bolas, el musculoso tocador del bombo y los platillos. Conserv esas caras y nombres en la novela pero tuve que aadir a esas elusivas siluetas unas biografas repletas de ancdotas. El joven Alejandro tena nombre y rasgos romnticos: le invent una historia de amor sensiblera, como las que refieren los valses que l cantaba. El fsico imponente del Bolas me sugiri de inmediato a un personaje clsico convencional: el gigante de corazn tierno y bondadoso, como el Porthos de Los tres mosqueteros o el Lotario de Mandrake el mago. En Anselmo resucit un personaje caro a todo entusiasta de novelas de caballeras y de pelculas de aventuras (sobre todo westerns): el forastero que llega a una ciudad y la conquista. Siempre haba tenido debilidad por los melodramas mexicanos; para humanizar un poco al desconocido solitario, aad a la historia de Anselmo un episodio sentimental resueltamente truculento. Para ello aprovech el recuerdo de una novela de Paul Bowles, El cielo protector. En un momento de esa novela un hombre dice (de verdad o en sueos) a una mujer algo as como: Me gustara que fueras ciega, para asustarte, amarte por sorpresa, jugar contigo. Desde que la le haba sentido la perversa necesidad de escribir alguna vez una historia de amor cuya protagonista fuera ciega. Para hacer todava ms tenebrosa la pasin de Anselmo decid que Antonia, la muchacha de la que se enamora, adems de ciega, sera muda. Recordaba que en Piura los raptos matrimoniales eran frecuentes; a veces con el consentimiento discreto de las respectivas familias, el novio se llevaba a la novia a una hacienda, los amigos despedan a la pareja en la carretera, y un mes despus se formalizaba la boda con todas las de la ley. Anselmo raptara a Antonia y se la llevara a vivir a la casa verde donde la muchacha morira: eso, adems, tena resonancias faulknerianas y Faulkner era para m el paradigma del novelista (todava lo es). Me result muy difcil narrar los amores de Anselmo y Antonia: el asunto era tan excesivo que resultaba poco creble. Intent narrarlo desde el punto de vista de Anselmo, desde el de Antonia, desde el indirecto de un grupo de mangaches que evocaban el episodio en la mesa de un bar, pero ninguno resultaba convincente. Un da, ya no recuerdo cmo, encontr la frmula que me pareci adecuada para encarnar en palabras ese romance terrible. La idea era sta: la historia de Anselmo y Antonia sera narrada no como efectivamente sucedi (eso nunca se sabra) sino como los mangaches suponan o queran que hubiera sucedido. La existencia de esta aventura sentimental tendra en la novela el mismo carcter vacilante y subjetivo que el de la primera casa verde. Se me ocurri entonces en realidad, fue despus de tirar al canasto muchos borradores que esta

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    forma tom cuerpo introducir una voz, distinta de la del narrador, que representara la conciencia o el alma de la Mangachera y que ira literalmente ordenando, mediante imperativos, los amores de Anselmo y Toita. Todo esto deba ser cuidadosamente ambiguo, la voz estara tan cerca de la del propio Anselmo que a ratos parecera mezclarse con la de l, ser la de l. Pero, al mismo tiempo, tendra una suerte de liquidez, una cierta intemporalidad, un sospechoso tono solemne que denotaran de algn modo la estirpe mtica de esta historia. Estos tres episodios de la novela son los que menos me disgustan de todo el libro, quiz por ese masoquismo que nos lleva a preferir siempre aquello que nos cuesta ms. Yo estaba muy contento con el punto de vista desde el cual se narraban estos amores; me pareca original. El hecho es que pas inadvertido a los crticos, quienes atribuyeron la voz de esos tres episodios al propio Anselmo y los leyeron como monlogos tradicionales.

    Castigu a mi antiguo profesor de religin por su mal carcter y por todas las estampillas que aad a su coleccin, convirtindolo en un incendiario, que haba amotinado a las mujeres de la ciudad y las haba hecho quemar la casa verde, y que era odiado por eso en la Mangachera. El padre Garca iba a ser uno de los hroes negativos de la novela, un personaje que servira para zaherir y dibujar con rasgos caricaturales el espritu dogmtico y clerical. Pero, como ya me haba ocurrido antes, cuando escriba La ciudad y los perros un personaje, el teniente Gamboa, concebido como uno de los ms odiables del libro result uno de los ms simpticos, comprob otra vez que una cosa es la novela proyectada y otra la novela realizada. Fue por esta poca que descubr que las novelas se escriban principalmente con obsesiones y no con convicciones, que la contribucin de lo irracional era, por lo menos, tan importante como la de lo racional en la hechura de una ficcin. Mientras escriba el libro, el fantico incendiario se fue transformando, poquito a poco, inexplicablemente, en un golpeado y lastimoso ser humano, tambin en una vctima, a quien atormentaban los chiquillos en las calles de Piura llamndolo quemador, un viejecito un poco renegn pero todava capaz de despertar un sentimiento de solidaridad. En el quinto ao de media del San Miguel haba sido bastante amigo de dos hermanos que llamaremos los Len: vivan en la Mangachera, eran unos incorregibles y precoces jaranistas, de una alegra desbordante e inagotable. Saban bailar, cantar, tocar la guitarra, nadie los ganaba inventando locuras. Ellos me hicieron conocer el barrio y su gente: fueron el modelo que me sirvi para crear a ese cuarteto que se llaman a s mismos en la novela los inconquistables. Pero, en realidad, el nombre fue usurpado de otro grupo cuatro o cinco, que haba conocido en Piura slo de lejos: los verdaderos inconquistables eran una pandilla de jvenes de familias ms o menos acaudaladas, que se haban hecho clebres en la ciudad por sus farras y escndalos. A los muchachos de mi edad nos los ponan siempre de malos ejemplos y, claro, eso haca que los admirsemos ms.

    Fue por esta poca, sumergido en pleno trabajo de La casa verde, que le L'ducation sentimentale, de Flaubert. Ya tena una gran admiracin por l, y algunos amigos me tomaban el pelo porque afirmaba, golpeando con el puo, en la mesa: Tambin Salambo es una obra maestra. Pero L'ducation sentimentale me provoc un entusiasmo infinitamente mayor que todos sus otros libros. Es todava la novela que me llevara a la isla desierta si me permitieran una sola. Quizs el secreto ltimo de esa devocin fue lo conmovedor que me result leer, al final del libro, cuando Frdrique y su amigo Deslauriers pasan revista a su pasado, y encuentran que uno de los recuerdos comunes ms ricos que conservan de su juventud es la maison de la Turque, un prostbulo con los postigos pintados de verde, que iban a espiar ansiosamente en las noches: Ce lieu deperdition projetait dans tout l'arrondissement un clat fantastique. On le designait par de priphrases: l'endroit que vous savez une certaine rue au bas des ponts. Les fermires des alentours en tremblaient pour leurs maris, les bourgeoises le redoutaient pour leurs bonnes, parce que la cuisinire de M. le

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    sous-Prefect y avait t surprise; et c'tait, bien entendu, l'obsession secrtre de tous les adolescents1

    Trabajaba de una manera disciplinada y con un entusiasmo que nunca decay. Mi quehacer alimenticio, la Radio-Televisin Francesa, me ocupaba las noches, pero tena todo el da para m. Me levantaba a las doce y, apenas sala de la ducha, me sentaba a la mquina de escribir hasta las siete u ocho de la noche. No tena la menor dificultad en evocar Piura. Me bastaba cerrar los ojos para ver sus calles angostas, sus veredas altas, sus casas de anchas ventanas enrejadas, y para or el cantito tan saltarn y pegajoso, algo parecido al de los mexicanos, de su gente. Recordaba los dichos, mi cuarto se llenaba de churres, de piajenos, de gus, y de esos inolvidables superlativos: grandisissimo, traba-jadorssimo, mariconssimo. Todo estaba all, en mi memoria, palpitando indemne. Pero evocar Santa Mara de Nieva y la Amazona me exiga un esfuerzo extenuante: eran apenas unos cuantos hechos, ciertas situaciones, algunos rostros y un puado de ancdotas, el material con el que deba tratar de recobrar esa inmensidad. Me atormentaba mucho mi ignorancia del medio: no saba nada de rboles ni de animales, casi nada de los usos y costumbres locales. Durante un ao entero slo le libros relativos a la Amazona, todos los que pude hallar en las libreras y bibliotecas de Pars, sin discriminacin alguna. Puedo decir sin orgullo que he ledo la peor, la ms absurda literatura del mundo: crnicas de frailes espaoles del siglo XVII afirmando que vieron con sus propios ojos a las Amazonas ensayando sus flechas a orillas del ro al que dieron nombre, un voluminoso e inextricable tratado de Len Pinelo demostrando con caudalosas citas bblicas que el Paraso Terrenal estuvo situado en la selva peruana, un libro de un extravagante explorador belga (era tambin marqus) que presentaba a los tmidos aguarunas como feroces cazadores de cabezas y comedores de carne humana. Recuerdo un folleto de un ambicioso coronel de polica que propona civilizar a los selvcolas de las tribus incorporndolos al Ejrcito, y recuerdo tambin una densa tesis de geografa, con la que un sacerdote se haba doctorado en la Universidad de San Marcos, en la que se describan en trminos engoladamente cientficos, animales selvticos que slo existen en leyendas y relatos fantsticos. Recuerdo sobre todo las increbles novelas amaznicas, con sus faunas y flores demaggicas: mariposas del tamao de las guilas, rboles canbales, serpientes acuticas largas como serpentinas. Pens en un momento escribir un ensayo sobre esa literatura amaznica, casi desconocida, poco interesante desde un punto de vista literario, pero curiosa como smbolo de los vicios ms comunes a cierta narrativa latinoamericana, pues haba logrado asimilarlos todos: predominio del orden natural sobre el social, pintoresquismo, dialectismo, frenes descriptivo, truculencia. Pero luego desist porque no me senta con fuerzas para bucear de nuevo en esa feria de horrores literarios amaznica. Una vez por semana iba al Jardin des Plantes a ver rboles y flores de la Amazona y alguno de los guardianes me tomara tal vez por un aplicado estudiante de botnica. En realidad, las lecturas amaznicas me vacunaron contra el vicio descriptivo y, al final, en mi libro slo describira un rbol que nunca pude ver en Pars, la lupuna, enorme y con jorobas, que aparece en los cuentos selvticos como residencia de espritus malignos. Iba tambin de vez en cuando a ver animales de la selva al Zoolgico del Bois de Vincennes, y recordaba, cada vez que divisaba al puma o a la vicua, lo que contaba otro escritor peruano que haba vivido tambin muchos aos en Pars, Ventura Garca Caldern: que al pasar ante el corral de la llama, los ojos del animal se humedecan de melancola al reconocer a un compatriota.

    Troqu la variable leyenda de Tusha que haba conocido por una historia ms srdida y concreta: un pattico aventurero obsesionado con la idea de llegar a ser rico, que perpetra a lo largo de su vida las peores atrocidades para alcanzar esa meta, pero fracasa en todas sus empresas y termina sus das en el lazareto de San Pablo, una perdida colonia a orillas del ro Amazonas, ya

    1 Ese lugar de perdicin proyectaba en todo el barrio un brillo fantstico. Se le designaba mediante perfrasis:

    "El lugar que usted sabe -cierta calle bajo los puentes". Las granjeras de los alrededores temblaban por sus maridos, las burguesas teman por sus sirvientas, pues la cocinera del sub-prefecto haba sido sorprendida all; y era, por supuesto, la obsesin secreta de todos los adolescentes.

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    cerca de la frontera brasilea. Mi intencin era conservar el nombre verdadero del modelo en la novela, pero, en un momento dado, misteriosamente, la T de su apellido se convirti en una F y pas a llamarse Fusha. Cuando viajaba de Lima a Ro de Janeiro, en 1958, el avioncito en el que iba (de las Fuerzas Areas Brasileas) se vio obligado a aterrizar en Campo Grande, la capital de Mato Grosso, y tuvimos que permanecer all dos das. Guardaba un flojo recuerdo de ese lugar; haba visto una interminable procesin, pero, sobre todo, me acordaba de los mosquitos que me haban devorado de pies a cabeza. Decid que Fusha comenzara su trayectoria de bandido en Campo Grande. De chico, en Cochabamba, haba odo contar, con reticencias y reprimido bochorno de la familia, la historia de un to que durante la segunda guerra mundial gan dinero contrabandeando caucho y otros materiales estratgicos entre Bolivia y Argentina. Injert esta historia a la vida de Fusha, quien result, en sus aos mozos, contrabandista de caucho y de tabaco entre Per y Brasil. Eleg que fuera leproso porque esa enfermedad todava era posible en la Amazona y por unas espeluznantes pginas del diario de Flaubert de su viaje al Oriente, donde narra con prolijidad su intempestivo encuentro, en un callejn egipcio, con una banda de leprosos. No haba visto nunca un leproso; mi trabajo de periodista en la ORTF me permiti entrar al pabelln de leprosos del hospital Saint Paul de Pars, donde, con el pretexto de hacer un reportaje, consegu que un doctor joven y amable me hiciera ver algunos enfermos y me diera unas cuantas explicaciones tcnicas sobre la enfermedad. sta era un tpico en todas las novelas situadas en la Amazona y tena, por su rica tradicin literaria, una aureola demasiado tremendista. Para amortiguar un poco ese peligro decid no mencionar la palabra lepra en la novela ni una sola vez. Recuerdo mucho que el momento en el que me conmov ms, mientras escriba el libro, fue cuando trabajaba ese episodio final en el que Fusha, ya un escombro humano, charla con el viejo Aquilino que ha venido a visitarlo despus de mucho tiempo y, sin duda, por ltima vez. Nunca he sentido tanta ternura por un personaje como en ese episodio. Alguna vez tuve que levantarme de la mquina, descompuesto por la emocin; Fusha es, adems, uno de los pocos personajes que he visto en sueos.

    Me haba propuesto contar en La casa verde, con la mxima fidelidad, la historia de Jum, de la cooperativa aguaruna, del escarmiento que infligieron a Urakusa. En el plan inicial y en el primer borrador de la novela, Jum apareca como uno de los personajes centrales, tal vez el principal. Fui incapaz de poner en prctica este propsito. Trat muchas veces de reconstruir lo que hubiera podido ser la vida de Jum, desde que fue arrojado al mundo en pleno bosque o en la playa de un ro, hasta que lo colgaron de un rbol como un paiche, y, destruyendo incontables cuartillas, intent contar desde su propio punto de vista el trgico episodio de su vida que conoc. Cada vez me ocurri lo mismo: esas pginas siempre resultaban artificiales, falsas, torpemente folclricas. Ya lo sospechaba, pero entonces lo supe de manera flagrante y carnal: la verdad real es una cosa y la verdad literaria otra y no hay nada tan difcil como querer que ambas coincidan. Por fin, me resign a la evidencia: no tena capacidad suficiente para presentar el mundo, las abyectas injusticias, los otros hombres, con los ojos y la conciencia de este hombre cuyo idioma, costumbres y creencias ignoraba. Me resign a reducir la importancia de Jum en la novela, y fractur su historia en varios episodios cortos que seran narrados, no desde su punto de vista, sino desde la perspectiva de intermediarios y testigos a quienes poda concebir mejor.

    Los puntos de contacto entre Piura y Santa Mara de Nieva eran, segn el proyecto del libro, el sargento Lituma, un piurano mangache destacado por un tiempo a un puesto de polica en la selva y trado luego de nuevo a Piura, y Bonifacia, una nia aguaruna educada por las monjitas de Santa Mara de Nieva, ms tarde mujer del sargento Lituma, que terminaba de habitanta de la casa verde con el nombre de guerra de la Selvtica. Pero de pronto, cuando estaba dando los ltimos retoques al manuscrito, descubr que haba otro vnculo, menos evidente pero quiz ms profundo, y en todo caso imprevisto, entre esos dos mundos. Don Anselmo haba sorprendido siempre a los piuranos con su predileccin por el color verde: as haba pintado el prostbulo, as su arpa. De otro lado, no haba desconcertado tanto, al principio, su manera de hablar a los piuranos que nunca lograron identificar ese acento suyo que no era costeo ni serrano? Fue uno de esos impactos

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    mgicos que sobrevienen de cuando en cuando durante la construccin de una novela y que a uno lo dejan atontado y feliz: no haba duda, don Anselmo amaba el color verde porque era el de su tierra, los piuranos no haban podido reconocer su manera de hablar porque a Piura no llegaba jams gente de la selva.

    Cuando termin la novela, en 1964, me sent inseguro, lleno de zozobra respecto al libro. Desconfiaba principalmente de los captulos situados en Santa Mara de Nieva. Mi intencin no haba sido, desde luego, escribir un documento sociolgico, un ensayo disfrazado de novela. Pero tena la molesta sensacin de, a pesar de mis esfuerzos, haber idealizado (para bien y para mal) el ambiente y la vida de la regin amaznica. Tom la determinacin de no publicar el libro mientras no hubiera retornado a la selva. Ese ao volv a Lima. Esta vez no fue tan fcil llegar a Santa Mara de Nieva, por la falta de comunicaciones. Seis aos antes haba viajado por la selva muy cmodamente, en el hidroavin-renacuajo del Instituto Lingstico de Verano. Esta vez viaj por mi cuenta y acompaado de un amigo, el antroplogo Jos Matos Mar, que haba formado parte de la expedicin la primera vez. Nuestro plan era ir de Lima a Pucallpa en avin y all pedir ayuda al Instituto Lingstico de Verano para alcanzar el Alto Maran. Pero las dificultades comenzaron aun antes de salir de Lima. Por dos o tres das consecutivos fuimos al aeropuerto en vano una vez nos regresaron luego de media hora de vuelopues el mal tiempo impeda a los aviones cruzar la Cordillera. Acordamos ir por tierra hasta Chiclayo, creyendo ingenuamente que la carretera Olmos-Ro Maran, que figuraba en los mapas, funcionaba de veras y que podramos conseguir algn mnibus o camin que nos llevara hasta Bagua. En Chiclayo descubrimos que la famosa carretera al Maran estaba todava sin terminar, que cesaba en un punto situado a veinte kilmetros del ro, y que no haba ningn servicio de mnibus ni de camiones de Lambayeque a Bagua. En Chiclayo nos explicaron que la nica manera sensata de llegar al Alto Maran era con la ayuda del Ejrcito. Mi primera novela, situada en un colegio militar, haba tenido problemas y dos oficiales (el general Jos del Carmen Marn y el general Felipe de la Barra) la haban acusado pblicamente de viciosa y antipatritica, de modo que era improbable que yo recibiera ayuda militar y precisamente para otra novela. Discutimos el asunto y, por fin, decidimos convertirnos en dos ingenieros comisionados por el presidente de la Repblica para estudiar las posibilidades agropecuarias en la regin del Alto Maran. Nos presentamos en la Comandancia General del Ejrcito, en Chiclayo, y el oficial que nos atendi qued impresionado con nuestras explicaciones. Dispuso de inmediato que nos prestaran un jeep y un chofer para que nos llevara hasta Bagua y, luego, al campamento militar de Montenegro que era hasta donde haba llegado la carretera, cuya construccin, por lo dems, corra a cargo del Ejrcito. Nos ofreci, tambin, anunciar por radio nuestra venida al campamento, a fin de que nos proporcionaran un gua y vveres para poder continuar hasta el Maran. Efectivamente, en un jeep conducido por un sargento locuaz, cruzamos la Cordillera y llegamos a Bagua, donde pasamos la noche. Al da siguiente en la maana entrbamos al campamento militar de Montenegro del Batalln de Ingeniera de Construccin Morro Solar nmero 1. Estuvimos all veinticuatro horas, representando lo mejor que pudimos nuestro papel de ingenieros en viaje profesional por el Alto Maran. El coronel jefe del campamento tuvo la gentileza de preparar una anticuchada en nuestro honor. Lo ms difcil fue una sesin de trabajo, en el comedor, en la que por espacio de dos o tres horas debimos responder a las preguntas de los oficiales sobre los planes del gobierno para el Alto Maran y sobre cuestiones tcnicas de nuestra especialidad. Recuerdo muy bien el infinito alivio, al meterme en la cama esa noche, despus de semejante prueba. A la maana siguiente, iniciamos muy temprano con un gua la marcha hacia el Maran, por una delgada trocha que zigzagueaba por el bosque, nos precipitaba a ratos en lodazales, suba y bajaba, se torca, nos resbalaba y araaba, a tal extremo que en algn momento estuvimos a punto de rendirnos. Al atardecer, por fin, llegamos a orillas del Maran. El gua nos despidi all, en un hospitalario casero aguaruna, al que entramos exhaustos y acribillados de picaduras. Al da siguiente nos llevaron en canoa hacia Nazareth, otro pueblo aguaruna, y, finalmente, dos o tres das despus, desembarcamos en Santa Mara de Nieva. Habamos tardado una semana en llegar.

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    A primera vista, casi nada haba cambiado en esos seis aos, el tiempo no pareca haber corrido. Las autoridades, los misioneros, las Madres, los problemas eran los mismos. El negocio del caucho y de las pieles deba ser an ms mediocre que antes, pues los patrones, los mismos que haban torturado a Jum y escarmentado a Urakusa, vivan medio muertos de hambre, casi en el mismo desamparo y miseria que los aguarunas. Nos alojaron en la Misin y vimos que, al menos en lo que se refera al sistema de recoleccin de alumnas, algunas cosas haban cambiado: el problema de la Misin era ahora su falta de espacio y de maestras, el local no tena capacidad para recibir a todas las nias que llegaban de las tribus. Aparentemente, la desconfianza y hostilidad de los nativos hacia la Misin haba terminado, y ahora se empeaban en que sus hijos se cristianizaran. Pero el problema con las ex alumnas era el mismo: o regresaban a morirse de hambre en el bosque o partan a la civilizacin de sirvientas de los cristianos. Recuerdo como algo fantasmagrico la noche que pasamos Matos y yo en la cabaa de uno de los patrones del lugar, no recuerdo si la de Arvalo Benzas o la de Julio Retegui, bebiendo cerveza tibia y escuchando a estos pobres diablos contarnos, como una divertida ancdota del pasado, la historia de Jum. Matos y yo habamos ido llevando la conversacin, con infinitas precauciones, hacia ese tema, pero nuestra prudencia era intil. Con la mayor naturalidad, muy amables, quitndose la palabra unos a otros, nos refirieron todo lo que quisimos saber. Su versin no era diferente de la que habamos odo seis aos atrs en Urakusa. No mentan, no trataban de ocultar lo ocurrido ni de justificarse. La nica diferencia era que para ese puado de hombres no haba nada condenable en lo sucedido: las cosas eran as, la vida era as. Jum segua siendo alcalde del pueblecito de Urakusa y no haba forma de hacerle recordar ese episodio negro del pasado; nos dio la impresin, incluso, de que se senta avergonzado y culpable de lo que le haba ocurrido. Para l y para los suyos la vida haba recobrado su atroz normalidad. Todava recogan pieles y caucho en el bosque para los mismos patrones, y sus relaciones con stos eran seguramente buenas. Pero Tusha acababa de morir en su isla remota del ro Santiago. Algunas semanas antes de su muerte, haba enviado una carta con uno de sus hombres a la Misin de Santa Mara de Nieva, que un jesuita nos mostr. Sent una extraordinaria emocin mientras trataba de descifrar esa carta demencial, garabateada en un lenguaje casi incomprensible, en la que Tusha, sintindose morir, peda a las Madres que lo confesaran. Explicaba que se senta mal, que no estaba en condiciones de desplazarse hasta la Misin; haca una especie de examen de conciencia, se declaraba pecador, reclamaba la absolucin por correspondencia. Quera, adems, que tambin lo casaran por carta, y la parte ms memorable de ese testamento era aqulla en la que trataba de describir a la nia o mujer de su isla con la que quera ser casado, para evitar toda confusin. En mi novela, Fusha mora de lepra. Tusha haba muerto de algo por lo menos tan espectacular: viruela negra. Los mitos y las leyendas en la selva son como sus rboles y flores: nacen veloces, cobran en un abrir y cerrar de ojos una escandalosa vitalidad y con la misma rapidez se pudren y desaparecen para dejar el sitio a otros. Hace un par de aos, Luis Alfonso Diez, un ex alumno del King's College de la Universidad de Londres, que preparaba una tesis, recorri la regin del Alto Maran y me cont que haba encontrado poca gente que se acordara de Tusha, y que los pocos que no lo haban olvidado, hablaban de l como de un oscuro personaje sin historia. Tambin estuvo en Urakusa y charl con Jum, que segua siendo alcalde del pueblo.

    Al regresar a Pars hice todava algunos cambios, menos de los que haba temido, y el libro sali publicado a mediados de 1966. Yo estaba nuevamente en Lima cuando apareci la edicin, tratando una vez ms de escribir otra novela. Un da vi, con sorpresa, que el diario La Prensa publicaba una foto de la casa verde; no el libro sino la verdadera casa verde que la periodista Elsa Arana Freyre haba fotografiado haca poco. Ya no era la rstica casita solitaria que yo recordaba. Haba crecido, era ahora una mansin moderna y funcional, de dos pisos, con un prspero jardn, y ya no se hallaba en el desierto. La ciudad se haba extendido y la casa verde no estaba ahora cercada por mdanos sino por otras casas. No mucho despus recib una invitacin para ir a Piura. Unos compaeros de promocin haban organizado un nutrido programa: una conferencia, una visita al Colegio San Miguel, y, naturalmente, una cena conmemorativa en la casa verde. Pero no llegu a ir. Ya con los pasajes en el bolsillo, decid sbitamente cancelar el viaje.

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    Desde entonces en un par de ocasiones ms he estado a punto de viajar a Piura y cada vez he desistido en el ltimo minuto. Me pondran en un aprieto si me pidieran que les explicara la razn. En todo caso, lo cierto es que no me he librado de esa ciudad, ni de su gente, ni de sus arenales. Si por casualidad cualquiera de ustedes llega un da a Piura, y recorre la Mangachera y entra a la casa verde, dganles, por favor, a los mangaches y a las habitantas que no he conseguido olvidarlos. Dganles que pas tres lentos aos empeado en escribir sobre ellos y que ahora voy por el mundo hacindoles publicidad, que todava siguen invictos en mi corazn.

    Lluch Alcaire, Mallorca, junio de 1971