Una Aventura a Dos Ruedas_ de La Ciclovía en Un Domingo Cualquiera

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Camilo Andrés Rico Cajamarca Una aventura a dos ruedas: de la ciclovía en un domingo cualquiera. En el cielo, allá arriba, el sol arrecia, castigando inclementemente a los pobres mortales que, acá en tierra, pretendemos salir de mañana. El bloqueador cobra tremenda importancia con un cielo así, y embadurnados brazos y rostro, salimos cual mimo en traje de sport. Y no hablo de un día en tierras calientes, no. No es Cartagena ni Cali ni Girardot ni el infernal Honda. Hablo de la esquizoclimática Bogotá. ¿Y el plan? La ciclovía. Porque Bogotá no tiene mar pero tiene ciclovía, aunque más que mar parece un circuito fluvial bastante accidentado. Bermuda, gorra, camiseta de mangas cortas, tenis y carga full en el celular para escuchar música. Comienzo el recorrido con Slim Harpo y su Shake your hips, canción con la que siempre me he imaginado conduciendo un automóvil por alguna autopista gringa, esas típicas de película que cruzan desiertos o lugares desolados. Por desgracia, o mejor por rebajamiento de banda sonora, hoy a esta canción le figuró conformarse con ser la apertura de un paseo en bici.

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Crónica de ciclovía

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Camilo Andrés Rico Cajamarca

Una aventura a dos ruedas: de la ciclovía en un domingo cualquiera.

En el cielo, allá arriba, el sol arrecia, castigando inclementemente a los pobres mortales

que, acá en tierra, pretendemos salir de mañana. El bloqueador cobra tremenda importancia

con un cielo así, y embadurnados brazos y rostro, salimos cual mimo en traje de sport. Y no

hablo de un día en tierras calientes, no. No es Cartagena ni Cali ni Girardot ni el infernal

Honda. Hablo de la esquizoclimática Bogotá. ¿Y el plan? La ciclovía. Porque Bogotá no

tiene mar pero tiene ciclovía, aunque más que mar parece un circuito fluvial bastante

accidentado.

Bermuda, gorra, camiseta de mangas cortas, tenis y carga full en el celular para escuchar

música. Comienzo el recorrido con Slim Harpo y su Shake your hips, canción con la que

siempre me he imaginado conduciendo un automóvil por alguna autopista gringa, esas

típicas de película que cruzan desiertos o lugares desolados. Por desgracia, o mejor por

rebajamiento de banda sonora, hoy a esta canción le figuró conformarse con ser la apertura

de un paseo en bici.

Pero este no es un simple paseo en bici, pues luego de muchos años, tantos como para

sentir emoción, mucha emoción, vuelvo a tener bicicleta. La última vez que monté fue a

finales del 2004, cuando iba y venía del colegio en una defectuosa y maltrecha bicicleta que

me había regalado mi padre cuando yo era niño. Esas aventuras diarias cesaron cuando un

carro pasó por encima de ella, destruyéndola. Así que montar hoy no es sólo rodar, también

es recordar. Y de acá mi emoción: luego de más de 10 años estoy de nuevo sobre una

bicicleta.

Salgo de mi casa siendo las 9 am y emprendo la ruta de sur a norte por la avenida Boyacá,

tramo más largo del sistema “fluvial” de la ciclovía. Me propongo ir de la Autopista sur

hasta donde mi mal estado físico me deje llegar, sospechando que no iba a ser muy lejos.

Recién salgo a la Boyacá y ya me siento lavado en sudor, lo que me hace sospechar que mi

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paseo quedaría en ilusión: un refrigerio prematuro y luego un regreso decepcionante a casa.

Pero estar ya involucrado en el carril de la Boyacá destinado a servir de carril exclusivo

para bicicletas y ver la gente que iba y venía en sus bicis, gente caminando y trotando,

perros que a buen ritmo acompañan a sus amos en ese ir y venir, todo este paisaje me

anima, tomo aliento y me embarco en el recorrido.

La ciclovía es un bello proyecto que en Bogotá cumple más de 30 años. A través de la

ciudad se distribuye todo un intrincado sistema de líneas interconectadas, que

aprovechando algunos o todos los carriles de las vías principales de la ciudad, permite

recorrerla en todas las direcciones posibles con varias mezclas de recorridos existentes.

Esta ruptura en el ritmo y morfología de la ciudad se da únicamente los domingos y los días

feriados, entre 7 am y 2 pm.

Continúo mi recorrido. Ya dejé atrás la Avenida 1° de Mayo y a lo lejos veo la Avenida de

las Américas. A estas alturas me percato del cambio en la morfología de la ciudad, en la

calidad del aire y en las personas que de lado y lado van y vienen en su plan de domingo.

De las fachadas grises de casas adosadas que sirven de talleres mecánicos y comercio se

pasa a la emergencia de la verdura de los parques, de separadores y de terrenos en los

conjuntos cerrados. De un aire pesado, producto de la industria y la congestión vehicular,

pasamos a un aire un poco más limpio, más agradable de respirar. Y de personas en ciclas

humildes e indumentaria de clima cálido pasamos a ver personas en bicis más lujosas y

ataviadas con trajes deportivos.

La oferta gastronómica, de hidratación, de mantenimiento mecánico acompaña, a los lados

de la ruta, todo el recorrido de la ciclovía. Dispuestas en casetas, de cuando en cuando del

trayecto, encontramos estos puntos de parada. La fruta, sus variaciones de colores y

presentaciones, y las bebidas de colores, la mayoría de un naranja o amarillo prendido, son

las que tienen mayor presencia. Luego vienen las golosinas, que van de los paquetes y

confituras a los sánduches y las tan populares empanadas. Hago mi primera parada, a la

altura de la Calle 13, en una caseta de estas, atraído por el rojo de un salpicón dispuesto en

una pecera:

- ¿Qué desea patrón? -me dice el dependiente del pequeño negocio.

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- ¿Cuánto el salpicón?

- Tengo de mil quinientos y de dos mil -me responde señalando los vasos donde va

cada uno de los precios. Cualquiera tiene ñapa- sentencia el vendedor con una

sonrisa que se encuentra entre la picardía y la satisfacción de haber esgrimido su

mejor arma de marketing.

- Deme uno de dos mil.

Diligentemente el vendedor me sirve el vaso de salpicón y me lo entrega. Le pago. Me da el

cambio de un billete de cinco mil, con el que pago, y me dice, sonriendo de nuevo:

- No vaya a olvidar la ñapa.

Acomodo la bicicleta en el separador y me siento en la parte con pasto. El salpicón me sabe

a gloria. En ese momento es la mejor cosa que haya probado jamás. Lo tomo lentamente, y

mientras disfruto me pongo en actitud de observar. De los audífonos de mi celular sale

When morning comes to town de la banda The field mice, canción que le agrega un mood

muy particular al sentarse y ver.

Veo a mi lado a un papá, hombre de más de 40 años, con su hijo, un pequeño quizá de 10

años, quien seguro está aprendiendo a montar en bici, lo intuyo por las ruedas de apoyo que

tiene su pequeño transporte, los dos descansando mientras toman un refresco. Más allá, en

la sección de comidas, veo una familia más numerosa, toda conformada de mujeres,

uniformadas de tenis, pantalón de sudadera, camiseta y gorra; e intuyo que son la abuela,

dos hijas y tres nietas, ninguna con bici, todas de seguro en plan de caminar; todas están

entradas en carnes, tienen los mofletes colorados y cada una tiene mapas de sudor en sus

camisetas; comen y ríen, una habla y las demás la escuchan, todas se ven muy felices. Veo

al frente, y observo a las personas que van en el torrente de la ciclovía. Identifico a una

pareja de jóvenes enamorados, él en cicla y ella en patines, que se ven, sonríen e

intercambian besos; pasa un parche de amigos, todos en bicicleta, a velocidad considerable,

ninguno supera los 18 años, unos chiflán y otros ríen a carcajadas, mientras que de un joven

que cierra el convoy se escucha un: - Espérenme piróos; veo además a un señor ya muy

anciano, rayano en los 70 años, solo, con su indumentaria deportiva de ciclista, montado en

una bici de carrera, quizá alguna gloria pasada del ciclismo o de pronto un aficionado que

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conservará su gusto hasta la muerte; y por último reparo en un joven en cicla con dos

perros, los dos de raza pitbull, uno a cada lado, de aspecto agotado, con su lengua afuera,

cansados de seguro por el recorrido y el golpe incesante del sol.

Termino mi salpicón y renuevo marcha. Continúo por la Boyacá, en el cruce con la

Avenida Esperanza. Allá arriba en el cielo empiezan a aparecer nubes, que de vez en

cuando, atravesándosele al sol, dan refugio del fuerte rayo de luz. Empiezo a sentir el

cansancio muscular, sé que debo estar rubicundo, siento las gotas de sudor en su recorrido

desde frente, sienes, cachetes y mentón. Ya veo desfallecer mi ímpetu deportista.

Llego al cruce de la Avenida ElDorado y soy consciente de mi cansancio, pero de lo que

más soy consciente es de tener que devolverme en bici, agotado, cansado, asoleado y con

un leve dolor de cabeza. Mal panorama.

Logro el cruce de la Calle 53 con Boyacá. Paro. Gente va y viene, la mismas escenas

infinitamente repetida, con diferentes personajes y modificaciones sutiles pero en esencia

familias, amigos, personas solas, grupos, perros, bicis, patines, mofletes rojos, sonrisas,

bebidas, frutas, papás, mamás, hijos, gafas oscuras, pantalonetas, sudor, parejas, besos,

risas…momento de epifanía!! Me doy cuenta de lo significativo de un espacio así en la

ciudad, pues este se figura como un lugar de libertad, de suspensión del ritmo cotidiano de

la vida que, sin darnos cuenta, nos consume en el sinsentido del día a día productivo, del

engrane que mueve al mundo quién sabe adónde. Los ciclovístas –palabra que invento para

englobar a todos, pues no todos van en cicla- agarran su momento, lo abrazan y le sacan

todo el jugo de felicidad posible, pues saben que mañana será lunes y que inicia una vez

más la semana, y que el próximo domingo está lejos. Seguramente me he visto muy

chistoso: montado en mi bici, detenido, viendo a los lejos, a todos y a cada uno en la

ciclovía, sudado y colorado, con una sonrisa en el rostro, la sonrisa de ternura y compasión

que despierta el haber descubierto una de esas pequeñas estrategias para hacer la vida en

este mundo, en esta ciudad, un poco más llevadera.

Doy media vuelta, recobro las fuerzas, pongo la canción Scream…violent world de

Antischism en mi celular, y me propongo pedalear a tope hasta mi casa. Inicio el recorrido

de vuelta, paso los mismos cruces, veo la caseta donde compré el salpicón y recuerdo que

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no reclamé mi ñapa, ubico al dependiente, y veo que sonríe mientras atiende a otra persona,

seguramente acaba de decir ñapa. El cielo se va tiñendo de nubes con toda la escala de

grises, ya es poco el azul que se ve y los rayos del sol se refugian allende del entramado

nubloso. Hago repaso de los cruces que transité: ElDorado, Esperanza, 13, Américas, 1° de

Mayo. Mis piernas ya no dan más. Estoy lleno de sudor, siento la ropa húmeda y el nuevo

clima, sin sol y con aire, me hace sentir las telas húmedas muy frías.

Me queda un muy corto trayecto. Veo de nuevo las casas adosadas con los comercios

cerrados, el aire se pone pesado una vez más. Suena Alone Together de Chet Baker a través

de mis audífonos. Relentizo mi ritmo, y lo acomodo a la melodía de la trompeta y la

batería. Ya no doy más. Me sé cerca de casa y eso hace que mi cuerpo esté entre la

rendición y la esperanza del descanso. Entrando al barrio empiezan a caer “goterones

cuajados y duros”. Va a llover!!! Paro, me pongo la chaqueta y siento mis brazos ardiendo:

están rojos. No fue suficiente el bloqueador. Por fin llego a casa, me bajo de la bici para

abrir la puerta y no siento mis piernas. Entro, acomodo la bici, busco mi habitación y me

dejo morir en la cama.

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