Un voluntario realista¡sicos en Español... · 2019-01-31 · Trajeron a Pepet de las montañas de...

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Episodios Nacionales Un voluntario realista Benito Pérez Galdós Obra reproducida sin responsabilidad editorial

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Episodios NacionalesUn voluntario realista

Benito Pérez Galdós

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-I-La ciudad de Solsona, que ya no es obispa-

do, ni plaza fuerte ni cosa que tal valga y hastase ha olvidado de su escudo, consistente encruz de oro, castillo y cardo de los mismos es-maltes sobre campo de gules, gozaba allá porlos turbulentos principios de nuestro siglo lapreeminencia de ser una de las más feas y tris-tes poblaciones de la cristiandad, a pesar de susformidables muros, de sus nueve esbeltos to-rreones, de su castillo romano, indicador degloriosísimo abolengo, y a pesar también de sucatedral a que daban lustre cuatro dignidades,dos canonjías, doce raciones y veinticuatro be-neficios. La que Ptolomeo llamó Setelsis, se en-soberbecía con la fábrica suntuosa de cuatroconventos que eran regocijo de las almas pías yun motivo de constante edificación para el ve-cindario. Este se elevaba a la babilónica cifra de2.056 habitantes.

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Estos 2.056 habitantes setelsinos ocupaban ¿aqué negarlo? lugar muy excelso en el mundoindustrial con sus ocho fábricas de navajas, tresde candiles y otras de menor importancia.También se dedicaban a criar mulas lechalesque traían del cercano Pirineo; cultivaban conesmero las delicadas frutas catalanas y eranmaestros en cebar aves domésticas así como encazar la muchedumbre de codornices, palomassilvestres, ánades y becadas que tanto abundanen aquellos espesos montes y placenteros ríos.No podían ser tales industrias de las menoslucrativas en tierra tan poblada de canónigos,racioneros y regulares.

En 19 de septiembre de 1810 los francesesque nada respetaban, entraron en Solsona conestrépito, y después de cometer mil desmanesse entretuvieron en quemar la catedral, concuyo siniestro desplomáronse las torres y vinie-ron al suelo las campanas. También pusieronmano en los conventos, encariñándose dema-

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siado con los de religiosas, donde cometierondesafueros que mejor están callados que referi-dos. El convento de monjas dominicas llamadoSan Salomó por ser fundación del marqués deeste nombre (1573) padeció diversos tormentosde los que no pocas memorias guardaron lasespantadas vírgenes del Señor. Tan horriblesdesmanes no eximían a las santas casas de su-frir expoliaciones y derribos, y San Salomó, queperdiera en aquel horrendo día tantos tesoros,se quedó también sin copón, sin candeleros ysin las arracadas de la Virgen. Desaparecieroncuadros y estatuas, y un trozo del ala de Po-niente fue derribado a cañonazos, quedandoreducidas a escombros seis celdas del piso altoy el refectorio que estaba en el bajo.

Este convento de San Salomó exige de noso-tros la mayor atención. Era edificio de muydiversas partes compuesto, que semejaba unavieja capa de riquísima y descolorida tela, re-mendada con innobles trapos. Allí había algo

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del hermosos género ojival que domina en elPrincipado, restos de bóvedas románicas, puer-tas churriguerescas, trozos pertenecientes a lainsulsa arquitectura del siglo pasado, paredesde ladrillo enyesado, tapias de adobes, muroshendidos, techos que se habían chafado cualsombrero; tragaluces bizcos, rodeados de unaespecie de marco palpebral hecho con blancoyeso; rejas comidas de moho, tras de las cualesestaban las podridas celosías, por cuyos huecossólo cabía el dedo meñique de las monjas; vigasque servían de puntales; tapiales modernos quese empeñaban en cubrir huecos ocasionadospor el desplome o abiertos por la bala de arti-llería; una torrecilla cuya espadaña sólo teníaun esquilón; en suma, era un adalid valerosocombatido por los formidables enemigos que sellaman tiempo y guerra; pero que se defendíabien tapándose sus heridas y remendándosesus desgarrones como Dios le daba a entender,y desafiaba orgulloso a lluvias y vientos, pro-metiéndose llegar con sus jorobas, infartos,

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bizmas y muletas a las más remotas edadesvenideras.

Estaba San Salomó en un extremo de la ciu-dad, y en el punto más desierto de ella, pordonde partía el camino de Guardiola y Pera-camps, que a corto trecho se trocaba en intran-sitable cuesta escarpada cuyas ramificaciones seperdían en las montañas. La calle de los Codos,llamada así porque formaba dos ángulos enopuesto sentido quebrándose como un biombo,limitaba el convento por Poniente. Dicha calleno era otra cosa que un hueco, foso o pasadizoque quedaba entre San Salomó y el lienzo occi-dental de la muralla de la ciudad, y los codosque daban nombre a tal vía eran ocasionadospor los ángulos estratégicos de la fortificación.Al fin de la calle se veía un torreón y un pocomás allá la puerta del Travesat.

Por Oriente con vuelta al Mediodía estaba laiglesia, en la calle de la Sombra, y no lejos de lapuerta de aquella la del torno y locutorio, que

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era un arco románico picado y bruñido por labarbarie académica del siglo anterior y pinto-rreado de azul por orden de la madre abadesa.Hacia el Norte extendíase la gran tapia de lahuerta, sin más huecos que las hendiduras pro-ducidas por el resentimiento de la fábrica. Lasrejas y celosías en la parte más alta miraban alcampo por encima de la muralla. Su estructurano permitía a los curiosos ojos monjiles ver lacalle, en lo que verdaderamente perdían muypoco, pues rara vez pasaba por las calles de losCodos o de la Sombra alguna cosa digna de servista.

A pesar de su aspecto caduco, no reinaba lamiseria en el interior de aquel silencioso retiro,como acontece en los conventos del día, quecasi casi no son otra cosa que asilos de mendi-cidad. Por el contrario, al decir de algunos cu-riosos solsoneses, imperaban allí dentro elbienestar y la abundancia. Siempre fueron lasdominicas poco inclinadas a la pobreza absolu-

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ta: su orden ha sido, por lo general aristocráti-ca, compartiendo con la del Cister la prerroga-tiva de acoger a las señoritas nobles a quienesvocación sincera, desgraciados amores o la im-posibilidad de ocupar una alta posición arroja-ban del mundo. San Salomó albergaba en laépoca de nuestra historia, veintidós señoras quehabían llegado a sus tristes puertas impulsadasrespectivamente por alguna de aquellas trescausas.

Todas eran nobles, pues no podía conveniral decoro del reino de Dios que mancomuna-damente con las hijas de marqueses y condesvivieran mujeres de baja estofa. Además de lasrentas de la casa que a todas por igual benefi-ciaban, algunas monjas, contraviniendo las re-glas más elementales de la orden, gozaban derentillas y señalamientos privados que les otor-garan el padre, el tío o el abuelo, y esto se locomían en la sagrada paz de su celda sin darparticipación a las demás. Es probable que no

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reinara dentro de San Salomó la paz más per-fecta como acontece en los claustros donde sehan relajado todas las reglas y sobre la fraterni-dad impera el egoísmo; pero también es proba-ble que los solsoneses no supiesen nada de esto,porque entonces los conventos, si habían olvi-dado muchas cosas, aún sabían guardar a ma-ravilla sus secretos.

Y sus secretos eran que se permitían hacervida separada, comiendo algunas en sus celdasy teniendo criadas para el servicio particular;que hasta diez hermanas no se hablaban ni aunpara saludarse, porque era evidente que sicambiaran dos palabras, de estas dos palabrashabía de nacer una docena de disputas, y fi-nalmente que había algunas (afortunadamenteeran las menos) que se odiaban de todo co-razón.

Por diversas cosas y motivos era célebre SanSalomó; pero aquello en que su fama se elevabahasta tocar el mismo cuerno de la luna era el

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arte culinario. Váyanse noramala cuantas confi-turas han podido labrar manos de monja entodas las órdenes habidas y por haber; váyansecon mil demonios los platos suculentos e inge-niosos de la cocina extranjera; que nada haycomparable a lo que salió en tiempos felicísi-mos de los hornos, de las sartenes y de los pe-roles de San Salomó. No hace muchos añosvivía aún uno de los testimonios más entusias-tas de aquella superioridad incontestable, elpadre Mercader, arcipreste de Ager vere nulliusque fue en su edad de oro capellán de aquellasbenditas mujeres. Viejo y enfermo parece quese rejuvenecía al referir los sabrosos regalos quele enviaban en días solemnes, con la particula-ridad de que las señoras de San Salomó hacíanplatos nunca ideados por cocinera alguna y queunían a la novedad más asombrosa el gustomás excitante y delicado. Ellas tenían las trazasmás habilidosas del mundo para preparar unacolación en la cual se saborearan bocados muyexquisitos sin faltar al ayuno. Ellas aderezaban

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una comida de vigilia con tal arte que sin faltara las reglas literales de la penitencia experimen-tase el paladar regaladas delicias. Hacían entreotras cosas un compuesto de abadejo que en laSemana Santa de cierto año produjo grandísi-mo zipizape en el cabildo catedral por los celosque de los felices gustadores de aquella am-brosía piscatoria tuvieron los que no lograroncatarla. El deán y el chantre estuvieron sieteaños sin hablarse.

Basta de cocina.

-II-Durante cuarenta años fue sacristán de San

Salomó un buen hombre verdaderamente sen-cillo y piadoso que tenía por nombre José Ar-mengol. Como sintiera que la muerte venía porél, pensó que era lamentable no dejar sucesoren la sacristía para que recayese en su linaje la

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recompensa de tantos años de servicios presta-dos a la religión con piedad y desinterés. Notenía hijos el Sr. Armengol, pues el único queDios le concediera había muerto de un lanzazoen la guerra del Rosellón; pero tenía un nietoque si bien de corta edad, podía servir paradesempeñar el cargo, mayormente si las bené-volas monjas le enderezaban a la virtudhaciéndole hombre devoto o instruyéndole entodos los oficios de la sacristanía. El señor Ar-mengol se murió tranquilo y satisfecho cuandola madre abadesa le prometió que el pequeñue-lo sería sacristán de San Salomó.

Trajeron a Pepet de las montañas de la Cer-daña en que se criaba libre y salvaje como lospájaros, familiarizado con las altas cimas piní-feras, con las soledades abruptas y rumorosas,con el estrépito de los torrentes y la sombríamajestad de la cordillera de Cadí, país propicioa las leyendas y al bandolerismo. Doce añostenía cuando se vio en poder de la madre aba-

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desa, la cual, poniendo sobre la cabeza del ra-paz su mano protectora le dijo con grave ybondadoso acento:

-Noy, el Señor te ha favorecido desde tu tier-na edad destinándote, aunque indigno, a serviren esta casa. Grande honra te cabe en esto y notodos tropiezan a tu edad con tales prebendas.Pruébanos ahora que mereces el favor de Diosy que eres capaz de sostener el buen nombre detu abuelo.

Pepet miró a la madre abadesa con espanto.No comprendía lo que aquello significaba,aunque su instinto le dio a entender que sehallaba bajo el dominio de las señoras pálidas yde fantástico aspecto, cubiertas de blancos pa-ños y de negras tocas. Quiso protestar; pero notuvo voz ni valor para ello.

La primera noche que pasó en el conventotuvo calentura y pesadillas horribles, en lascuales giraron dentro de su cerebro las pálidas

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caras de ojos mortecinos, desabrido sonreír yglacial aspecto. Aquel andar suave y vagorosopor los claustros y coro sin que se sintieran lospasos infundíale más pavor que respeto. Elsusurro de sus apagadas voces, semejante algotear de una fuente lejana, le hacía temblar.Pero los días pasaron y aquella primera impre-sión penosa se calmó, llegando el inocente niñoa ver sin miedo a las religiosas y a considerarlascomo unas señoras muy buenas, infinitamentemejores que cuantas hembras de una y otraclase había visto en su corta vida.

Pepet se adiestraba en su oficio bajo la direc-ción de un sacristán suplente traído para aquelobjeto de Nuestra Señora del Claustro, hombresesudo y riguroso, a quien llamaban por apodoFray Tinieblas. De seguro habría tratado mal alneófito por envidia de sus altos destinos sacris-taniles, si las monjas no lo impidiesen, manifes-tando al chico la protección más decidida.

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Los conocimientos y la práctica de Pepetadelantaron rápidamente, y la madre abadesa,que desde el coro atisbaba los primeros trabajosdel predestinado niño, decía para sí con gozo:

-Este tierno arbolito será digno sucesor deaquel tronco robusto que se llamaba José Ar-mengol.

A los dos meses de hallarse en San Salomó,presenció Pepet un espectáculo que produjo ensu alma sensaciones muy hondas y patéticas.Era un día de gran solemnidad. La iglesia res-plandecía como un ascua de oro, siendo tantaslas luces, que él solo recordaba haber encendi-do más de doscientas. Debía correr la estaciónprimaveral, porque los altares estaban llenos defrescas y olorosas flores que embriagaban elsentido. Llenábase la estrecha nave de fieles,que pugnaban por hallar un hueco y se estruja-ban unos contra otros. El señor obispo, acom-pañado de un mediano ejército de canónigos yracioneros, había subido al altar mayor y entra-

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do en la sacristía. Deslumbradoras ropas llenasde encajes, oro, pedrerías, cubrieron los encor-vados hombros, y sonaron melodiosos cantosde órgano combinados con la dulcísima voz delas monjas. Pepet miraba y oía con embelesosintiendo su alma en estado de arrobamiento yexaltación, porque su fantasía simpatizaba deun modo extraordinario con las cosas solemnes,ruidosas y misteriosamente bellas.

Pero el estupor del sacristán en ciernes llegóa su colmo al ver que entre la fila de monjasarrodilladas en la delantera del coro aparecióuna joven de sorprendente hermosura. Vestíalas fastuosas ropas mundanas que jamás habíavisto él en tan lóbregos sitios. Lujosas pedreríasadornaban su garganta y orejas, y sobre sushombros caían con admirable majestad y gracialos más hermosos cabellos negros que se pod-ían ver en el mundo. Su divino rostro estabatan pálido como la cera de la encendida velaque en la mano sustentaba. No alzaba del suelo

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los ojos, no movía ni las cejas ni los descolori-dos labios, ni las negras pestañas que velabansus miradas como vela el pudor a la hermosura,ni parte alguna de su cuerpo. Parecía una esta-tua, una mujer muerta; pero que acabada demorir en aquel mismo instante y se conservaraderecha y de rodillas por milagroso don.

El obispo echó muchos latines, y todos echa-ron latines, incluso Pepet que también habíaaprendido sus latines sin saber lo quequeríandecir; y el órgano seguía cantando como unaendecha tierna y dulce, semejante a canción deamores o al acordado ritmo de flautas pastori-les en las soñadas praderas de la égloga. Elpueblo gemía lleno de admiración o quizás delástima. Estaban todos en lo más serio de loslatines, de la música y de los gemidos, cuandoPepet vio que rodearon a la hermosa doncellaque parecía muerta; quitáronle sus joyas; arran-caron de su seno las flores que lo adornaban yque ni aun en el mismo tallo natal habrían es-

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tado más bien puestas, y después... Pepet sintióque la sangre ardía en sus venas... oyó el rechi-nar de unas tijeras. ¡Horrible, feroz atentado!¡Le cortaban los cabellos!... Los tijeretazos quearrancaban una tras otra guedeja, destrozaronel corazón del pobre rapaz... sintió que su almaminúscula se llenaba de una cólera sofocante,irresistible, volcánica, sintió una angustia mor-tal, y sin saber cómo, dio un salto y lanzó unterrible grito, diciendo:

-¡Brutos!... ¡pillos!

Hubo pequeña alarma, y le recogieron delsuelo, porque había perdido el conocimiento. Elobispo se echó a reír, y los demás también. Re-puesto de su desmayo, Pepet salió de la sacrist-ía donde le había metido Tinieblas. Desde aquelmomento sintió que en su espíritu entraban derondón ideas nuevas, y que su conciencia em-pezaba a sacudirse y a resquebrajarse como ungran témpano que se deshiela. Oyó con indife-rencia las palabras huecas de un canónigo que

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subiera al púlpito para suplicar a todas lasjóvenes solsonesas allí presentes que imitaran elejemplo de la gentil y noble doncella, que habíadejado el regalo de su casa y el cariño de suspadres para desposarse con Jesús, aceptando lavida de humildad y de penitencia que estoscelestiales desposorios traen consigo. La her-mosa doncella que había tomado el velo eradoña Teodora de Aransis y Peñafort, sobrinadel conde de Miralcamp.

Poco después de este suceso Pepet cayó gra-vemente enfermo de pertinaces calenturas; véa-se cómo. Las madres de San Salomó, que com-prendían cuán necesitada de esparcimiento yde solaz es la niñez, permitían a su acólito quefuese todos los días a jugar con los demás chi-cos del pueblo, los cuales tenían costumbre decongregarse al filo del Mediodía en la ribera delrío Negro, por ser este el sitio donde con máslibertad se entregaban al goce de sus diablurasy al juego de tropa que era su mayor delicia.

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Allí organizaban ejércitos con espadas de cañay sombreros de papel; allí asaltaban formida-bles plazas, defendían castillos, se destrozabana cañonazos (entiéndase pedradas) conquistan-do lauros inmortales y ganando gloriosísimascontusiones, tras de las cuales venía la zurri-bamba que en sus casas les administraban losenojados padres o el maestro de escuela.

Al poco tiempo de darse a conocer Pepet enaquella sociedad militar, donde se estimabanen su justo valer las prendas del soldado, em-pezó a desplegar las más eminentes dotes. Ten-ía el condenado muchacho ese singular don deprestigio que aparece frecuentemente en la ni-ñez como anuncio de una superioridad futura.Algunas veces desaparece, y los que de chicosfueron leones al crecer se vuelven pollinos. Pe-pet era atrevido, daba grandes porrazos, noperdonaba las faltas de disciplina, sacaba de sucabeza las más admirables invenciones encuanto a plan de batallas y pedreas, y resolvía

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gallardamente todas las disputas ya fuesen per-sonales o de antagonismo entre los distintoscuerpos de ejército. A todo atendía con pruden-cia suma, por todo velaba; era astuto en las ex-ploraciones, heroico en los encuentros, pruden-te en las retiradas, previsor en todos los casos.Si se trataba del aprovisionamiento de las pla-zas, nada se hacía sin Pepet, que al ver a susbravos soldados faltos de vituallas, dirigía ad-mirablemente el merodeo de fruta en las huer-tas del río o el saqueo de una cabaña cuandoestaban ausentes los dueños. Muchos palos ytirones de orejas ganaban todos a veces en estasguerreras trapisondas; pero las más veían re-compensadas sus fatigas con el abundante es-quilmo de las parras llenas de racimos, de losperales y de los melocotoneros.

Pepet no ascendió a general; lo fue desde elprimer momento, porque su natural intrepidezy la energía de su carácter púsole desde luegoen aquel elevado puesto, donde se habría con-

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servado con asombro y orgullo de ambas ribe-ras si no atajaran sus pasos gloriosos las calen-turas. El río Negro, con sus verdosos charcos,era un foco de miasmas palúdicos. Muchos díaspasó el chico entre la vida y la muerte; peroDios y los cuidados de las buenas madres lesalvaron.

Vivía el pobrecito general en compañía deTinieblas en la habitación sacristanesca, piezaespaciosa y abovedada que estaba debajo delaltar mayor. Había una puerta que comunicabaesta pieza con el claustro del convento, y aun-que la regla mandaba que esta puerta estuvierasiempre condenada, y bien lo decían sus grue-sos barrotes y candados, las madres la teníanabierta durante el día y por ella entraban en lavivienda de Pepet con ánimo de asistirle. Me-recía disculpa y aun perdón esta falta cometidacon fines tan caritativos. La madre abadesa ySor Teodora hacían la buena obra con solicitudy piedad.

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La convalecencia de Pepet fue muy larga ypenosa. Estaba pálido y delgado como un cirio;sus ojos se habían agrandado tanto que parecíaque ellos solos ocupaban la cara. Apenas podíaandar, y la buena Teodora de Aransis y la exce-lente Sor Ángela de San Francisco le sosteníancada cual por un brazo para que paseara unpoco por el claustro y la huerta en las horas desol. Sentábanle en un banco y allí pasaba largosratos con la mirada fija en el suelo, las manoscruzadas. Fortalecido al fin, buscaban las ma-dres algo que le entretuviese, pues nada es tannecesario a los muchachos enfermos y decaídoscomo un juguete o pasatiempo cualquiera queles distraiga y alegre los espíritus. La madreTeodora, que en lo compasiva y generosa ga-naba a todas las habitantes de San Salomó, lomismo que les superaba en gracia y belleza, ledijo un día hallándose con él en el claustro:

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-Pobre Pepet, siento mucho que no tenga-mos en la casa un mal juguete con que puedasvencer tu tristeza.

Pepet sonrió, mirándose en los hermososojos de la monja, que cual espejos negros lefascinaban:

-¿Qué deseas tú? Dímelo y veré si puedoproporcionártelo -añadió la religiosa con dulcebondad-. Tú estás muy triste... ¿qué deseas?

Pepet callaba, sin dejar de mirarla con una fi-jeza parecida al éxtasis. Interrogado de nuevo,murmuró...

-Yo deseo... sí, señora; yo deseo...

-¿Qué?

-Un tambor -repuso el chico con firmeza.

La monja se echó a reír.

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-Ya sé que eres muy guerrero -dijo- pero enesta casa no tenemos nada de eso. Sería buenoque se oyera aquí ruido de tambores... Que sete quite eso de la cabeza, pobre Pepet... ¿Quie-res que te haga un sombrero de papel y unaespada de caña para que te pasees por la huertacomo un general?

Sin esperar contestación, la de Aransis corrióa su celda con andar vivaracho, y al poco ratoregresó, trayendo un sombrero hecho de papelque usaban para poner pastas al horno, y unaespada de caña. Dando ambas prendas a Pepet,le dijo con orgullo:

-En un momento lo he hecho... ¿No es ver-dad que está bien?

Pepet no hizo movimiento alguno para cons-tituirse en propietario de aquellos enseres mar-ciales. Permitió que Sor Teodora le pusiera elgorro; pero sus ojos relampaguearon, y rechazóla espada diciendo:

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-La espada que yo deseo no es de caña, sinode hierro.

-III-Pepet se curó por completo. Pasaron años y

el muchacho crecía, y en el convento sedesarro-llaba placentera y sosegada la vida de las mon-jas. Con los años fue desplegando Armengoltan buenas aptitudes para aquel edificante ser-vicio, que al fin quedose solo y despidieroncomo inútil a su maestro fray Tinieblas, deNuestra Señora del Claustro.

Fiel a sus deberes, respetuoso con las ma-dres, puntual en las ocasiones, riguroso con losfieles, fanático por la religión, Pepet era un mo-delo de sacristanes. Su carácter adusto y recon-centrado, su trato más bien taciturno que ama-ble, la aspereza de sus palabras no eran real-mente defectos en aquel difícil puesto. Su for-

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malidad era objeto de grandes alabanzas, yhabía olvidado los ruidosos juegos de su infan-cia. Jamás se le vio en tabernas ni en sitios ma-los, ni gastó palabras en disputas, ni dinero enfrancachelas, ni el tiempo en cosas frívolas, aje-nas al cuidado y custodia de su querida iglesia.De esta manera llegó a los diez y ocho años,siendo su salud perfecta, su vida triste y metó-dica, su castidad absoluta.

Era Pepet de cuerpo más bien pequeño quemediano, de enjutas carnes, complexión acera-da y movimientos fáciles. Su rostro no teníagracia alguna, a no ser la fijeza y vivacidad dela mirada, la cual, dotada de gran potencia,distinguía los objetos más lejanos con tantaseguridad que antes parecía adivinarlos queverlos. Sus cejas eran corridas y juntas, for-mando un ceño poco apacible y que a vecesinfundía miedo. Tenía la tez terrosa, los labiosgruesos, buenos dientes, la barba rayada poruna cicatriz que ganó en río Negro, la frente

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ancha y rodeada de cabellos negros y duroscomo crines. Su cuerpo de una agilidad pasmo-sa no conocía dificultades para subir, encara-marse, deslizarse, saltar, escabullirse, doblarsey hacer los más estupendos equilibrios, comono sin susto podían observar todos los años lasseñoras monjas cuando se armaba monumento.

A los diez y ocho años ganó Armengol elnombre que puso en olvido el que le dieran enel bautismo. Fue este culminante suceso delmodo siguiente. Ya se sabe que desde aquellaferoz acometida que dieron los franceses deNapoleón al convento en 1810, perdió este mu-chas cosas preciosísimas que en diversos órde-nes atesoraba: en este número de joyas perdi-das y jamás recobradas estaban las campanas.No tenía, pues, San Salomó en tiempo de PepetArmengol más que un menguado esquilón queservía para dar los toques canónicos, llamar amisa y echar de tiempo en tiempo algún repi-queteo que era objeto de punzantes bromas en

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todo Solsona. «Ya suena el almirez de las ma-dres», decían, o bien: «Hoy tienen fiesta lasmonjas cascabeleras». Un día que pasaba Pepetpor la plaza, una mujer le dijo: «Adiós, señorTilín».

Y desde aquel día cuando el joven iba solo ymeditabundo como de costumbre por la callede la Sombra, los chicos, escondiéndose detrásde una esquina y asomando la carilla burlona,gritaban: ¡Tilín, Tilín!, y apretaban a correr enseguida para librar sus nalgas de la venganzadel ofendido.

No se sabe cuál es la misteriosa ley que di-vulga los nombres postizos y los fija y los es-culpe y les da una perpetuidad que en vanopretenden las sentencias más graves de los filó-sofos. No se sabe cómo fue; pero ello es ciertoque desde entonces Pepet Armengol no tuvootro nombre que Tilín, y Tilín se llamó toda suvida.

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No se sabe tampoco cómo penetran en losconventos las noticias, las novedades y aun lashablillas y picardihuelas del mundo; pero es locierto que penetran, sí, en aquellos santuariosde recogimiento y ascetismo, porque para laatmósfera moral como para la física no se cono-cen puertas. Una tarde detuvo a Pepet en elclaustro la madre Teodora de Aransis, a quienél tributaba desde su enfermedad culto ardentí-simo de gratitud y admiración. Sonriendo ledijo la buena religiosa:

-Tilín, dame un poco de cera para pegarunas flores. ¿Qué haces, Tilín?... ¿No oyes loque te digo?... Anda pronto, Tilín.

Desde este momento Pepet se resignó con sunuevo bautismo.

El capellán de San Salomó, hombre instruidoy amigo de las letras, había puesto particularcariño a su acólito y quiso enderezarle por elcamino de la iglesia docente. La tentativa no

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tuvo resultado y Pepet mostrose tan rebelde allatín, que Mosén Crispí de Tortellá diputó a suprotegido como el más torpe y zafio de loshombres. No obstante Tilín cobró grandísimaafición a los libros del capellán, y se pasabalargas horas en la excelente biblioteca de esteleyendo obras de historia, que eran las que so-bre todo lo escrito le enamoraban. ReprendíaleMosén Crispí por su antipatía a los poetas y alos teólogos; pero Tilín, firme en sus gustoscomo todo aquel que los tiene de veras y des-conoce el capricho, estrechaba más y más suexaltado consorcio con Plutarco, Solís, Tito Li-vio, Masdeu, Mariana y todos aquellos quehablaran mucho de guerras, trapisondas, ma-tanzas, heroicidades, asaltos y acometidas.

Durante aquel tiempo hízose su carácter mássombrío y taciturno y empezó a padecer tanlamentables distracciones que las madres ledieron quejas acerca de ciertos detalles en elservicio de la iglesia. Durante tres, cuatro o

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quizás cinco años (pues no hay gran exactituden las fechas anteriores a la presente historia)prosiguieron las horas taciturnas de Tilín, asícomo los quejumbrosos murmurios de la ma-dre abadesa y los fruncimientos de cejas de SorTeodora de Aransis a causa del mal servicio.Esta solía amonestarle suavemente en tono demadre a hijo, aunque la diferencia de edad en-tre ambos no pasaba de diez años que debíacargarse en la cuenta de la siempre hermosísi-ma monja; y un día que estalló coyuntura paradecirle cosas que ha tiempo meditaba, le hablóen la huerta de esta manera:

-Tilín, tu conducta no es la de un buen sa-cristán; no es tampoco la de un hombre agrade-cido. La madre abadesa ha dicho que si siguesdescuidándote en el servicio de la iglesia severá precisada a ponerte en la calle.

Tilín se estremeció y con muestras de espan-to repuso:

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-¡Me echará la señora!

-No lo sé... quizás no. Yo espero que te por-tarás bien.

-¡Portarme bien! -exclamó Tilín con sarcas-mo- ¿y qué llaman portarme bien?

-Hacer todas las cosas al derecho y no equi-vocarse en la misa, y tener bien limpio todo elmetal, y no dejar la mitad de las luces sin en-cender, y hacer todo como lo hacía el buen Tilínde otros tiempos, que era como un oro, cuida-doso y puntual.

-El otro Tilín... -murmuró Pepet como si es-tuviera lelo-. ¡Ay! aquel era un niño y yo soy unhombre.

-¡Un hombre! ¡Ah! ¿por qué no completas laidea? ¿Por qué no dices «un ambicioso»?

-Señora -afirmó Tilín con súbita energía queasustó a la hermosa monja-. Yo sacristán es lo

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mismo que el demonio con casulla... Se acabó,se acabó...

-¡Ah, tunante! -replicó Teodora de Aransiscon emoción-. ¿De ese modo tratas a las pobresmonjitas que te han criado? ¡Qué ingratitud!...

-Señora, yo no sé lo que digo -manifestó Pe-pet pasando la mano por su ancha frente, seme-jante a una convexa placa de bronce rodeada decrines-. Hace tiempo que me siento como loco,tonto, maniático o no sé qué... Yo no puedoolvidar lo que debo a las buenas madres... yono quiero dejar esta casa; pero yo quiero... yodeseo probar que Tilín sirve para algo más quepara sacristán de monjas.

-Tilín, tú eres un ambicioso, un alucinado,un pecador que está sediento, sí, con la abrasa-dora sed del mundo -dijo la madre tomandotanto interés en aquel tema que sus mejillas setiñeron de ligero rosicler-. Tú estás dominadopor Satanás que te quiere arrastrar al mundo, al

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pecado. Tu alma se pierde, Tilín; que se pierdetu alma... Cuidado, detente; cuidadito, hijomío... Por ser ambicioso como tú, un hermanomío a quien quise y quiero con toda mi alma,ha sido muy desgraciado. Abandonó la casa demis padres, metiose en las bullangas del mun-do y hoy le tienes emigrado, pervertido por eljacobinismo. Es al mismo tiempo el amparo y eltormento de mi anciana madre.

Cruzó las manos como si suplicara y parecíaque de sus enrojecidos ojos iban a salir lágri-mas.

-¿Qué deseas tú, qué quieres? -añadió-.¿Cuál es tu ambición? ¿Quieres ser rico?

-No.

-¿Quieres ser poderoso?

-No.

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-Si no estuvieras en esta santa casa ¿qué po-sición, qué oficio elegirías tú?

Tilín irguió su cabeza, y echando lumbre porlos ojos exclamó prontamente:

-El de soldado, el de guerrero.

-¡Ah! -exclamó burlonamente Sor Teodorade Aransis, arrancando unas hojas de sándalo yoliéndolas-. ¿Con que lo que te gusta es matargente?... ¡Bonito oficio! ¡Oh! se puede ser gue-rrero y santo al mismo tiempo. Ahí tienes a SanFernando, a San Jorge, a San Luis. En el mismocielo hay milicias angélicas de que es capitán elgloriosísimo San Miguel.

La expresión profundamente desconsoladadel rostro de Pepet indicaba que no era su de-seo figurar en las milicias del cielo, sino en lasde la tierra.

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-Yo soy un desgraciado que delira despierto-murmuró con desaliento-. Si usted me prometeno reírse, yo le contaré todo lo que pienso ysiento, cosas que ciertamente la maravillarán,haciéndole sentir por mí... no sé si diga interéso lástima.

-Quizás las dos cosas. Ya te escucho.

La monja se sentó en un banco de piedra.Pepet en una carretilla de transportar tierra.

-IV--Yo, señora -dijo Tilín- no tengo vocación

para la Iglesia ni para estar metido entre mon-jas. Desde muy niño, y cuando andaba solo porlos montes de Cadí saltando de peña en peña ydescolgándome por los precipicios y trepando alos picachos y metiéndome en las cuevas dondese esconden las bestias feroces y vadeando to-rrentes y rompiendo jaras y malezas como el

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jabalí que se abre paso con los dientes; desdeentonces, señora madre, yo no tenía más queun pensamiento... ¿cuál? pues meter ruido en elmundo. Me parecía que yo estaba destinado ahacer trastornos, a luchar... y vencer se entien-de; todas mis trapisondas habían de concluircon vencer, poniendo bajo mis pies a los pillosque no habían querido reconocer mi grandeza.

La monja sonreía.

-Ya sé que la señora se reirá de mí. Es natu-ral; ¡cosas de chiquillos! Dicen que todos loschiquillos sueñan como yo soñaba, aunque ca-da cual según sus gustos: aquel sueña con verseobispo echando bendiciones, el otro con verseen un teatro representando comedias. A mínunca me dio por tales simplezas, sino porarremeter espada en mano contra mucha gentey destrozarla y poner mi ley sobre todas lasleyes... Después he ido conociendo el mundo, ya veces me he reído un poquillo, como la señorase está riendo ahora... Pero ¡qué triste es reírse

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uno mismo de sus propias cosas, de todo aque-llo que ha soñado y visto en la niñez!... Muchascosas que eran grandes se han vuelto chicasdelante de mis ojos... Yo he crecido, yo he lle-gado a hombre y todavía sueño. No, no nací yopara estar metido entre monjas. Yo vivo condos vidas, la del sacristán y la del guerrero; conla primera enciendo velas, ayudo a misa, frego-teo plata, toco la campana; con la segundamando ejércitos, conquisto plazas, allano ciu-dades, destruyo pueblos, aplasto tronos, con-duzco a los hombres como rebaños de carneros,quito y pongo fronteras, todo esto sin dejar deser el mismo Tilín de siempre, sin enfatuarmeen mi persona, ni gastar lujo, ni probar másalimento que el de los campos de batalla, unpedazo de carne y un vaso de vino, durmiendosobre el suelo con una cureña por almohada,escribiendo mis órdenes sobre un tambor;siempre valiente, señora, y siempre sencillo,que es la manera de ser siempre grande.

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Sor Teodora de Aransis miró a Pepet de unmodo que revelaba tanta curiosidad como ad-miración. Después, expresándose maquinal-mente como el corista que repite una fórmulalitúrgica, dijo:

-Vanidad de vanidades.

-A veces he creído que estas vidas, señora,venían la una de Dios nuestro padre y, la otradel Demonio malo que inventa tantas picardíaspara perdernos. Pero no; Satanás no tiene nadaque ver en esto. Dios es el que ha puesto estefuego dentro de mí. Hay cosas que no puedenvenir más que de Dios: eso se conoce, sí, lo co-nozco en que cuando pienso en las guerras,todo mi afán de revolver y de alborotar en elmundo lleva el objeto de hacer justicia y casti-gar a los bribones, y poner sobre todas las cosasla religión, y sobre todos los hombres al mismoDios.

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La madre se quedó meditabunda con la me-jilla sostenida en la palma de la mano y balan-ceando el cuerpo hacia adelante. Ya no decía«vanidad de vanidades» sino:

-Vaya con Tilín... vaya con Tilín.

-Dios -añadió este- fue quien me llevó a labiblioteca del señor capellán, donde los librosde historia acabaron de enloquecerme, pre-sentándome escrito lo que yo había supuesto, yofreciéndome vivo lo que yo había visto soña-do. De tanto gozar, yo padecía leyendo, señora.Figurábame que era yo mismo el autor de tan-tas proezas y que las había realizado en otraépoca remota y olvidada. Yo decía: «Lo que fuepodrá volver a ser, y tan hombre soy yo comoCésar». Pero al decir esto miraba mi sotana ycaía como un pájaro a quien una bala parte elcorazón cuando va volando por el cielo... ¡Misotana! Aquí tiene usted el Demonio, señora; elverdadero Demonio mío es mi sotana.

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Tilín dio un puñetazo en el banco de piedra,con tanta fuerza cual si sus manos tuvieran laculpa de su desgracia.

-Sí, señora -añadió- yo llamo el Demonio aeste perro destino mío que me ha puesto ensituación de no poder ser nunca nada. ¡Un sa-cristán de monjas! No; en todo lo que he leídono he visto que ninguno de los grandes guerre-ros fuera en su juventud lo que yo soy. O nacie-ron en el trono o entre la nobleza, y los quenacieron en el pueblo fueron soldados desde suniñez y jamás conocieron otro oficio. Algunoshan dado saltos muy grandes pasando de unaposición a otra; pero ninguno vio delante de sídistancias como las que yo veo... ¡Sacristán demonjas!... No, no se concibe que se empiece lavida en una sacristía y se continúe en el Capito-lio, o en el campo de Mantinea o en el de Ceri-nola, o en Narwa, donde Carlos XII de Sueciacon ocho mil suecos derrotó a ochenta mil ru-sos. Todos esos hombres han demostrado des-

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de su primera edad el destino que Dios leshabía dado, y hasta sus nombres parece queson los más propios para la inmortalidad.Epaminondas, Hernán Cortés, el gran Federicono habrían sido nada si hubieran estado dondeyo estoy y se hubieran llamado como yo mellamo. ¡Ay! este nombre mío es mi muerte, miesclavitud. Paréceme que tener este nombre eslo mismo que estar encerrado dentro de un arcade hierro o debajo de una losa enorme. Dígameusted, señora madre, con toda franqueza si noes así. ¡Ay! ¿cree usted que Hernán Cortéshabría conquistado a Méjico si en vez de lla-marse Hernán Cortés se hubiese llamadoTilín?... No, yo no concibo un libro de historiaque se titule: «De la conquista de tal o cual re-ino por Tilín I», o «Relación de la batalla queganó Tilín al emperador Fulano».

Las quejas amargas del pobre Pepet revela-ban juntamente con la energía de una vocaciónentusiasta, el candor más extraordinario. Aquel

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cachorro de león que mostraba la garra, teníaaún la boca teñida con la leche de la leona ma-dre. La monja le miraba atentamente y mirán-dole revolvía en su cabeza atrevidos y desusa-dos pensamientos que rara vez, como no sea enEspaña, ocupan el amodorrado cerebro de unareligiosa. No decía nada por temor de decirdemasiado con una sola palabra.

-Y yo -continuó Tilín con acento de desespe-ración- no sólo veo en mí grandes estorbos parael cumplimiento de mi destino, sino que los veotambién fuera. Ya en el mundo no hay guerras.Todo está quieto. España quiere paz y más paz.Después que echamos a los franceses y quita-mos a los liberales, no queda nada que hacer.Ni siquiera tenemos un rey intruso a quiencombatir: no tenemos más que el legítimo, elverdadero, aquel en quien no se puede poner lamano. Nada, señora, paz y más paz es lo que seve a derecha e izquierda.

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-¿Paz? -preguntó Sor Teodora de Aransis,con graciosa ironía.

-Sí, señora, paz.

-Pues yo no la veo.

La monja irguió su hermoso cuello, movien-do la cabeza y arqueando las cejas con expre-sión enteramente mundana.

-Yo no veo sino guerra -dijo después de unapausa, durante la cual miraba delante de sí,como se mira a un espejo.

-¿En dónde está esa guerra?

-En España.

-¿En España? No hay guerra por ahora.

-Pero la habrá -afirmó Sor Teodora conaplomo.

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-¿Por qué motivo? ¿No tenemos rey? ¿Acasopodrán levantarse otra vez los liberales?

-No se levantarán. Pero los masones tienenminado el trono.

-¡El trono! -exclamó Pepet lleno de confu-sión-. Es el más seguro del mundo.

-Tal vez no.

-¿No tenemos gobierno absoluto?

-A medias; gobierno con puntas de masóni-co, que no se decide a poner la religión por en-cima de todo... Veo que no entiendes una pala-bra, Tilín. Nosotras que jamás salimos de estacasa, conocemos lo que pasa en el mundo mejorque tú. En la biblioteca del padre capellán noaprenderás sino cosas muertas y pasadas parasiempre. Voy a explicarte lo que ignoras, fiandoen tu discreción y en el respeto que me tienes.

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Has de guardarme el secreto, porque esto no losaben aún sino pocas personas.

Tilín prometió a la señora ser más reservadoque un sepulcro, y con tal declaración, ellacobró ánimos para hablar de este modo:

-Te equivocas grandemente al suponer quetendremos paz. No, hijo mío; guerra, y guerramuy empeñada y tremenda nos aguarda. Todoestá por hacer: con la derrota de los liberales nose ha conseguido casi nada; todo está, pues, delmismo modo: la Religión por los suelos, la In-quisición sin restablecer, los conventos sin ren-tas, los prelados sin autoridad. Ya no tenemosaquellos gloriosísimos días en que los confeso-res de los reyes gobernaban a las naciones; sepublican libros que no son de Religión, o le soncontrarios; en pocas materias se consulta al cle-ro, y muchas, muchísimas cosas se hacen sincontar con él para nada. ¡Qué vergüenza! Esverdad que no hay Cortes; pero hay Consejos yministros que son todos seglares y carecen de la

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divina luz de Espíritu Santo. No gobiernan losliberales, es verdad, pero ello es que, sin sabercómo, gobierna algo de su espíritu, y las sectas,las infames sectas masónicas no han sido des-truidas. El ejército, que se compone absoluta-mente de masones, no ha sido disuelto y desba-ratado, y en cambio están sin organizar los vo-luntarios realistas. Mil novedades execrableshan subsistido después de aquella horrorosatormenta, y en cambio no funcionan ya las co-misiones de purificación que habían empezadoa limpiar el reino. ¡Cuánta ignominia! Es ver-dad que se han concedido mercedes al clero;pero los primeros puestos los han atrapado losjansenistas, y están en la oscuridad hombresque pelearon con la lengua y con la espada, enel púlpito y en los campos de batalla. Andansueltos muchos, muchísimos que fueron mili-cianos nacionales y asesinos de frailes y monjas,y la masonería se extiende hasta el mismo tro-no, hasta el mismo trono, Tilín.

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Absorto, anonadado estaba el sacristánoyendo aquellas graves razones que la monjadecía con firmeza y devoción, añadiendo a suelocuencia para hacerla más seductora las gra-cias de su persona. No desplegaba sus labiosPepet y oía la voz de la dama cual si esta fueraun ángel de Dios que había bajado del cielo conun recado para los hombres.

-Ese trono que tanto ha costado -prosiguióla madre con brioso entusiasmo-, que fue preci-so defender primero de los franceses y despuésde los liberales, no satisface las aspiraciones denuestro católico reino. La Religión no ha triun-fado todavía, y es preciso que la Religión triun-fe. Santiago, nuestro glorioso patrón, no ha depermitir que sus escuadrones estén mano sobremano. Lo que se puede hacer, ¿por qué no sehace? Contra la masonería, que es el gobiernode Satanás, se levantará la Religión, que es elgobierno de Dios. Todo lo que se opone, o si nose opone estorba al triunfo de la Fe caerá, y si lo

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que estorba es un trono, caerá también. Veo quete asombras, Tilín; veo que te espantas.

-No, señora, no; Tilín no se asusta de nadaque sea caída de cosas altas y enormes, hundi-mientos y choque de unas gentes con otras,sorpresas terribles, cataclismos y erupciones dela rabia humana... Pero yo no creía, no sospe-chaba que los derechos de nuestro Rey, tan de-seado y querido, pudieran ser puestos en duda.

-Culpa será de quien no ha sabido seguir elcamino que le trazó la divina Providencia -replicó vivísimamente la exaltada monja-. ¿Túno sabes que hay un príncipe insigne, fervientecatólico, amante de su pueblo, fiel cumplidorde los preceptos de la Iglesia, y que hasta ensus menores actos demuestra que vive para laFe y por la Fe? Ese príncipe santo se rodea delos varones más sabios, de los prelados másvirtuosos, de clérigos previsores y de seglaresdevotísimos; ama la Religión sobre todas lascosas, y para él la Religión está sobre todo lo

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humano, y sobre pueblos y reinos y monarqu-ías; ese príncipe confiesa y comulga todas lassemanas, dando así una lección a todos lospríncipes de la tierra, y no se separa jamás deuna imagen de la Inmaculada Concepción, quees su dulcísima patrona y consejera... ¿Quieressaber más?... ¿Necesito decirte más?

-Sí... sí -exclamó Tilín, que ya no tenía curio-sidad, sino fiebre.

-La Religión debe triunfar, y para que triun-fe es preciso que haya quien la defienda -dijo lamonja asemejándose por su acento y su apostu-ra a la Sibila Cumana-. Tú dices que habrá paz,y yo digo que habrá guerra, guerra cruel y re-ñida... Nada te digo respecto a tu vocación ni atu destino. Tú sabrás lo que haces. Únicamentehe querido probarte que las circunstancias noson tan impropias como creías... que los tiem-pos son para cosas grandes, ruidosas y heroi-cas, que la vocación guerrera no tiene hoy nada

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de trasnochada, y que un hombre puede lla-marse Tilín y sin embargo...

Cambiando bruscamente de tono y le-vantándose, añadió:

-¡Pero si anochece!... ¡qué tarde! Tilín, corre atocar el Angelus... ¡qué dirá la madre abadesa sime ve aquí charla que charla!... Corre, hombre,corre... Parece que estás lelo.

La monja se alejó apresuradamente. Tilín,inmóvil y con la vista fija en ella la vio desapa-recer bajo la arquería del claustro, como unasombra que se difundía en la masa oscura de lanoche. Lentamente marchó a la sacristía, y em-puñando la soga del esquilón, tocó el Angelus.La campana, difundiendo su gangoso tañidopor los aires mucho más allá de Solsona, hastalos montes lejanos, parecía proclamar aquelnombre irrisorio que debía ser el nombre de unhéroe, y gritaba con insistencia: Tilín, Tilín.

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-¡Jesús, María y José! -exclamaba la madreabadesa-. ¡Vaya un modo de tocar el Angelus!Tilín se ha vuelto loco. Parece que toca a rebato.

Y los vecinos decían: «Las monjas cascabele-ras están tocando a fuego».

-V-Transcurrieron muchos días (eran los de

marzo de 1827) sin que Sor Teodora de Aransisvolviese a departir tan extensa y acaloradamen-te con el sacristán de San Salomó, y en este seacentuaron más las distracciones y los descui-dos, llegando a cometer faltas de servicio queeran escándalo de las madres y desdoro delculto. Pasaba a veces la noche entera en la ciu-dad, y su trato era por demás adusto y mi-santrópico.

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Una tarde de Abril presentáronse dos damasen el locutorio. Era una de ellas hermosa portodo extremo, ricamente ataviada, con ademánun poco altanero y edad que podía sin granseguridad suponerse entre los 35 y los 40 años.Vestía con lujo y sin remilgos, dando a enten-der que no la mortificaba ninguna cosa quediera realce a su belleza, tanto más cuanto queesta iba necesitando auxilio para que no se co-nociera demasiado su occidente. Doña JosefinaComerford, pues tal era el nombre de aquellahistórica dama, era una belleza en decadencia;mas no por esto dejaba de ser magnífica, comoes magnífica una puesta de sol. La mujer que laacompañaba parecía servidora.

Después de esperar breve rato, descorriosela cortina que tapaba la reja, y una voz dijo:

-¡Oh! Josefina... no me habían dicho que erausted... Voy a mandar que se le abra la puerta.

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-Mande usted abrir y entraré -repuso doñaJosefina mirando al través de la reja sin ver na-da.

Después dio algunos paseos por el locutoriocon impaciente desenvoltura. Miraba al suelo,como miran los hombres cuando tienen un gra-ve proyecto entre ceja y ceja.

Por fin una vieja criada del convento presen-tose a ella, cerró la puerta del locutorio quedaba a la calle, mandó a la servidora que espe-rase allí, y haciendo señas a doña Josefina paraque la siguiese, condújola por un pasadizo os-curo que iba a parar al claustro. Desde allí nonecesitó guía la de Comerford para dirigirse ala sala interior del locutorio, donde la aguarda-ban tres monjas.

Era la sala grande y no muy clara a pesar dela blancura de sus paredes. Zócalo de pintadosazulejos cubría hasta la altura de una vara laparte inferior de aquellas, y sencilla y añosa

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estera de esparto libraba los pies de la frialdadde los ladrillos. Un tríptico de relevante méritoy dos o tres cuadros oscuros y muy borrosos enque apenas se distinguían el cordero de SanJuan o el caballo de San Martín o el hábito deSan Bernardo, por ser trozos pintados con blan-co, compendiaban el interés iconográfico de lasala. En ella reinaba mortecina y difusa claridadroja producida por la transparencia de las doscortinillas encarnadas que cubrían las ventanas.Media docena de sillones y un gran banco queparecían ser las obras más ingeniosas de la In-quisición, por lo duros, incómodos y rígidos,servían para martirio de los huesos. En uno deellos se sentó la visitante después de saludar alas tres monjas una tras otra.

La claridad roja daba al rostro de doña Jose-fina el aspecto de una llamarada en figurahumana, con lo cual se avenía perfectamente elinextinguible ardor de sus palabras. Las tresmonjas, encendidas también, y asemejadas en

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cierto modo a sanguinolentos espectros ocupa-ban sus puestos con correcta simetría, haciendohonor a los sillones de nogal por la tiesura conque se sentaban en ellos. Trabose al punto viví-sima conversación en lengua catalana.

-Ayer esperábamos a usted -dijo la madreabadesa.

-No se puede, no se puede, señora -repusola de Comerford-. Van los negocios muy atra-sados. Acabo de llegar de Berga y apenas hetenido tiempo para vestirme... Debo salir estanoche misma para Manresa; el tiempo es corto.Diré en pocas palabras lo que tengo que decir yhasta otro día.

-También nosotras seremos breves -indicó lamadre abadesa moviendo un brazo-. Ante todo,díganos usted... ¿Es cierto que han sido ahorca-dos Planas y Lloret?

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-Cierto es que la serpiente nos ha herido ados de nuestros bravos leones -dijo la de Co-merford con vehemencia-. Pero todo no puedeser flores. Ha de haber muchas víctimas y nopocos mártires. Si no los hubiera no sería tansanta nuestra causa... Las partidas que hoy exis-ten no tienen más objeto que ir tanteando a lospueblos en los límites del Principado. Más ade-lante se verá quién es Cataluña. Ahora lo quenos importa es que la empresa no se malogrepor precipitación. De eso nos ocupamos, y si lasórdenes se cumplen bien se conseguirá el obje-to. Tenemos de nuestra parte muchas autorida-des militares que se han vendido en secreto.Algunos sospechan que nos harán traición; yono lo creo. Además, de Madrid vienen un día yotro las mayores seguridades de que tendremosapoyo en altas esferas. ¡Ay! aquella celosa Juntano se duerme en las pajas. Ha sabido unir todoslos deseos en uno solo, y hoy, amigas mías,muchos personajes de aquí y de allá que teníandistintas opiniones piensan ya de la misma

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manera. El acuerdo es perfecto, puedo asegu-rarlo a ustedes, entre el arzobispo de Tarrago-na, el Sr. Miguel, vicecancelario de Cervera, elpadre Barrí de Santo Domingo, el señor donJosé Corrons, lectoral de Vich, el domero deManresa, el guardián de Capuchinos de estaciudad y el valiente entre los valientes nuestroindomable Jep dels Estanys. Las instruccionesque ha recibido de Madrid la Junta son precisasy resuelven todas las dudas que había en pun-tos muy esenciales; los escrúpulos de algunosse han disipado; el beneplácito de la Santa Sedees ya evidente y aún se tiene por segura la pro-tección de la Rusia y de la Francia. ¿Qué tal? Enel palacio de Madrid se sabe todo lo que pasaaquí, y no se dará un paso por estas leales mon-tañas que sea hijo del acaso o del capricho, sinoque todos, chicos y grandes nos moveremoscon arreglo a un plan admirablemente concer-tado. ¡Oh! amigas mías, regocijémonos, entu-siasmémonos con la idea de que esta tierra de

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cristianos tendrá al fin el verdadero gobiernocristiano.

-¡Loado sea el Señor! -exclamó la abadesamoviendo por igual los dos brazos-. Esteacuerdo entre tales varones nos prueba que noobedecen al capricho ni a la fantasía, sino a unavoz divina que en el interior de todos ellos hasonado. La Virgen Santísima sea con ellos.Ahora bien, amiga querida, puesto que paragloria y salvación nuestra nos correspondehacer algo en la medida de nuestras escasasfuerzas, en pro de la causa del Señor, aquí es-tamos aguardando las órdenes de la junta deManresa, de la cual es usted órgano tan precio-so.

-A eso voy, amiga mía -dijo doña Josefinaacercando más su inquisitorial sillón al de lasmadres-. Primeramente, al dinerillo que uste-des tienen en depósito se unirá dentro de pocoel que se está recaudando en esta diócesis deSolsona y parte del que vendrá de Madrid. Lo

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entregará el señor deán de esta Santa IglesiaCatedral y ustedes lo darán a Jep dels Estanys,a Caragol o a Pixola, previa presentación de unvale reservado y en cifra donde se especificarála suma. También podrá usted recibir dinerodel alcalde de Solsona o dárselo. Aquí traigo laclave de la cifra y la explicaré para que nohallen dificultades en el momento preciso.

Doña Josefina sacó un papel de su ridículo(porque doña Josefina llevaba ridículo) yacercándose a las madres explicoles durantecorto rato los signos y combinaciones que aque-llas debían conocer. Después la simetría que sehabía alterado cuando se inclinaron en unamisma dirección las tres señoras volvió a resta-blecerse.

-He comprendido perfectamente -dijo melí-fluamente la abadesa-. Se hará todo como lomandan los señores. Dulcísimo es para nosotrasprestar este concurso a obra tan insigne.

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Era la madre abadesa señora muy redicha,como se habrá observado. Tenía buen fondo;pero el fanatismo le había sorbido los sesos.Lanzada por las bullidoras eminencias del paísa los torbellinos de una odiosa conspiración,había llegado a olvidar el lenguaje sencillo, dul-ce y místico de las mujeres enclaustradas, adop-tando un tonillo presuntuoso con puntas dediplomático, que era como un eco del charlarvehemente de la gran alborotadora catalanadoña Josefina Comerford, la cual solía dar a laexpresión de su fanatismo algo de la atropella-da facundia de los clubs.

-Ahora, amigas de mi alma -manifestó doñaJosefina- ahora que todo lo material está prepa-rado, falta tan sólo que se esgriman aquellasarmas sutiles contra las cuales no pueden nadalos más altos torreones ni la artillería más for-midable: hablo de las armas de la oración. Yo,como pecadora, poco puedo alcanzar con mispreces; pero ustedes, amantísimas esposas del

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que da las victorias, del que con sus batallonesde ángeles tiene a raya al Malo, pueden conse-guir mucho. El auxilio de la devoción y la pie-dad es de gran precio. El señor lectoral de Vichdijo delante de mí a las clarisas de aquella ciu-dad: «Las lágrimas suplicantes de los débilesdarán a los fuertes la victoria».

La madre abadesa se inclinó de un lado cru-zando las manos, en señal de la magnitud de suemoción, y entonces alterose por completo lasimetría del grupo. Al mismo tiempo dejose oíruna voz hueca, telarañosa, si es permitido de-cirlo así, una voz gastada y oscurecida por losaños, la cual voz provenía, según todos los in-dicios, de la carcomida laringe de la señoramonja que se sentaba a la derecha de la madreabadesa, y que hasta entonces había sido mudotestigo de la conferencia. Aquella voz dijo conlastimero tono:

-¡Oh! ¡Si pudiera conseguirse tal alto fin conlas oraciones!... Todos los lectorales de Vich y

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todos los prelados de la cristiandad no me con-vencerán de que la causa del Señor y el triunfode su Fe hayan de conquistarse con guerras,violencias, brutalidades y matanzas. Doña Jose-fina nos habla de las oraciones, como aprestosde guerras... Esos, esos solos deben ser los sa-bles, los cañones y los fusiles de los regimientosde Jesucristo.

Alzando sus brazos, a que daban majestadlas amplias mangas blancas, la monja se ani-maba. Era una mujer anciana y cadavérica, cu-yas palabras sonaban con no sé qué tono deprestigio y autoridad, como palabras salidas dela tumba.

Antes que la última sílaba de la anciana reli-giosa acabase de vibrar, oyose en la sala unaleve exclamación, una de esas ligeras inflexio-nes de voz que son como el preludio de unarisa de desdén. Provenía este bullicio de la ter-cera monja, que aún no había dicho nada y es-

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taba sentada a la izquierda de la madre abade-sa. Sonó después la risa y luego estas palabras:

-¡Qué cosas tiene la madre Montserrat!

El delicioso y fresco timbre de la voz, la gra-cia de la entonación y el festivo reír indicabanclaramente la persona por demás simpática deSor Teodora de Aransis.

-Es lo que me quedaba que oír -añadió condesenvoltura-. ¡Que las sectas y el imperio delos malos puedan derribarse con oraciones!¡Que una nación invadida por herejes sea lim-pia por rezos de monjas!... Decir eso es vivir enel Limbo. Bueno es rezar; pero cuando el malha tomado proporciones y domina arriba y aba-jo, en el trono y en la plebe, ¿de qué valen losrezos?... ¿Por qué tantos ascos a la guerra? Laguerra impulsada y sostenida por un fin santoes necesaria, y Dios mismo no la puede conde-nar. ¿Cómo ha de condenarla, si él mismo hapuesto la espada en la mano de los hombres,

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cuando ha sido menester? Nos asustamos de laguerra, y la vemos en toda la historia de nues-tra Fe, desde que hubo un pueblo elegido. ¿Nopeleó Josué, no peleó Matatías gran sacerdote,no pelearon los Macabeos y el santo rey David?Bonito papel habría hecho San Fernando si envez de arremeter espada en mano contra losmoros, se hubiera puesto a rezar, esperandovencerlos con rosarios. No es tan mala la gue-rra, cuando un apóstol de Jesucristo se dignótomar parte en ella, con su manto de peregrinoy caballero en un caballo blanco, repartiendotajos y pescozones. La guerra contra infieles yherejes es santa y noble. ¡Benditos los que mue-ren en ella, que es como morir en olor de santi-dad! En el cielo hay lugar placentero destinadoa los valientes que han sucumbido peleandopor Dios.

Sor Teodora de Aransis se agitó hablando deeste modo, y sus bellas facciones tenían el divi-no sello de la inspiración. Atendían a sus pala-

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bras con muestras de asentimiento Doña Josefi-na y la madre abadesa; pero la madre Montse-rrat, dirigiendo una mirada rencillosa a la au-daz defensora de la fuerza, rumió estas pala-bras:

-Hermana Teodora de Aransis, usted es unaniña.

-Tengo treinta y dos años -repuso con brío lade Aransis, sin dignarse mirar a su contrincan-te.

-Y yo tengo sesenta -afirmó esta-, yo he vistoguerras, y usted no. Yo he visto las horrorosascalamidades de la guerra; yo he visto este santoasilo profanado, derribadas sus paredes a ca-ñonazos y sus claustros y celdas invadidos poruna soldadesca infame. ¡Todo lo envilece, sí,todo lo envilece! Yo vi caer el ala del Poniente ydesaparecer hechas escombros tres celdas arri-ba y el refectorio abajo, quedando sólo en pie loque llamamos la Isla, donde usted vive; yo vi a

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tres hermanas degolladas y a otras injuriadashorriblemente. Los pocos cabellos que tengo seerizan todavía en mi cabeza al recordar aqueldía de Setiembre de 1810. ¡Vaya un día, SeñorDios sacramentado! ¿Cómo quieren que meentusiasme con la guerra? La aborrezco, le ten-go miedo: el ruido de un tambor me hace mo-rir... Esta buena Teodora de Aransis es una ni-ña, piensa mundanamente a pesar de llevaralgunos años dentro de esta casa, y tiene losespíritus muy levantiscos.

-No se trata ahora de soldados del infameNapoleón, señora -dijo Teodora burlándose-.Precisamente es todo lo contrario. Los soldadosde la Fe no darán sustos a la asustadiza madreMontserrat.

-Todos los soldados son iguales y todas lasguerras odiosas... Hay cabezas tan duras queno entenderán nunca.

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-Y hay personas que jamás han tenido en sumollera ni pizca de discernimiento -dijo la deAransis con tono de sofocada ira.

-Y hay jóvenes que se olvidan del hábito quevisten, renegando de la humildad y del respetoque se debe a las personas mayores -gruñó lamadre Montserrat.

-Y hay espectros tan empingorotados y tantiesos que hacen oposición a todo, y con su carade vinagre y su necio orgullo se hacen insopor-tables.

-Y hay monjillas tan casquivanas que secomponen y acicalan dentro de sus celdas,cuando nadie las ve, y no pueden olvidar queen tiempos muy desgraciados han ido a bailo-teos y teatros.

-Y hay madrazas de cara verde, del propiocolor de la envidia, que han vivido setenta años

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encolerizadas contra todo lo que valía más queellas, criticando lo que les era superior.

-Y yo sé de quien tiene la lengua muy larga...

-Y yo sé de quien la tiene llena de veneno...

-Y yo...

-Paz, paz... exclamó la abadesa, extendiendoa un lado y otro sus blancas manos.

-La madre Teodora es demasiado vehemente-dijo Doña Josefina guiñando el ojo a Sor Teo-dora-, y la madre Montserrat muy rigorista.Todo esto ha provenido de una opinión sobrelas guerras. Yo creo también que la guerra es aveces necesaria y que Dios mismo la dispone.Hay santos del combatir como hay santos delayunar. Pero no es esto motivo para que la ma-dre Montserrat se enfade.

-Ni para que se altere la armonía que en es-tas casas debe reinar -expresó la madre abadesa

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con afectada unción-. En nombre de NuestroSeñor Jesucristo, que a todos perdonó, yo ruegoa las dos hermanas que me oyen... sí, yo lesruego, como hermana y como superiora, quesofoquen al punto el rencor y se reconciliendándose el ósculo de paz.

-Mi alma es incapaz de rencor -dijo la madreMontserrat.

-Yo perdono de todo corazón -murmuró SorTeodora.

Se besaron. La vieja imprimió sus labios so-bre las hermosas mejillas de la joven, y estacontestó al beso fijando apenas sobre la secapiel ajena sus frescos labios. Aquel besuqueofue una ventosa contestada por una picadura.Doña Josefina después de repetir sus instruc-ciones, se retiró.

-VI-

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A pesar de los preparativos, cuya importan-cia se daba a conocer por la actividad bullidorade Doña Josefina Comerford, pasaron los mesesde Mayo y Junio en aparente paz. Cataluñaparecía tranquila y desarmada. Solsona conti-nuaba viviendo con aquella serenidad y mono-tonía que eran la delicia de sus canónigos. Lacompañía medio organizada de voluntariosrealistas y los pocos artilleros que prestaban elservicio militar dentro de los muros, más parec-ían figuras decorativas que soldados en lavíspera de una batalla.

Cierto día de fines de Junio vio Solsona unacosa que dio mucho que hablar. Por la calleMayor adelante iba Tilín vestido con el unifor-me de voluntario realista. Su figura no era untipo acabado de militar gallardía; pero él mar-chaba por la calle abajo con desenfado, aunquesin fanfarronería, indiferente a las hablillas quesus insólitos arreos suscitaban.

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-Mejor le sienta la sotana -decían en los co-rrillos-. ¿A dónde va ese holgazán con mediavara de cartuchera y un quintal de morrión?...Mírenlo... pues no va poco tieso... Todos losbordados del cuello y solapa, así como las cha-rreteras y los cordones del morrión se los hanhecho las monjas... Es el uniforme más guapoque hay en toda Solsona... Y diz que entra en elcuerpo con el grado de alférez... Si no hay comoser sacristán de las monjas cascabeleras parallegar pronto a general... No, mujer, no entra dealférez sino de sargento; pero como haya gue-rra, y dicen que la habrá, verás cómo sube másvivo que un águila, con el favor de las madres...Mírale, mírale, cómo pasa sin saludar a nadie...¡Condenado Tilín! ¡cómo se reirá de él la tropa!No habrá un solo voluntario que le obedezca.

Y siguieron los comentarios.

Así como la aparición de ciertas aves exóti-cas anuncia la proximidad de tempestades,aquella desusada vestimenta del sacristán de

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San Salomó anunció un acontecimiento quepuso en grande zozobra y pasmo a la ciudad deSolsona. Era la madrugada, cuando el sueño delos pacíficos moradores fue bruscamente tur-bado por estrepitoso ruido de tambores. Echá-ronse los vecinos de las camas, fueron abrierontodas las puertas y acudieron los voluntarios ala plaza, donde había ya un par de compañías,venidas, según después se supo, de Berga almando del ex-carnicero Pixola (Don NarcisoAbres). Un fraile, puesto en pie en medio de laplaza y entre la gente armada, hizo callar consolemne gesto a los tambores, y enderezó a lossolsoneses una arenga diciéndoles que Catalu-ña se lanzaba a la guerra porque el monarca nogozaba de la libertad necesaria para gobernar elreino. ¡Qué pico de oro! Sin abandonar su tonode sermón, añadió que S. M. había expedidoórdenes reservadas autorizando el pronuncia-miento e invistiendo de mandos militares aaquellos bravos y piadosísimos cabecillas, loscuales, ¡oh abnegación evangélica! abandona-

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ban sus hogares por defender la Fe de Cristo yel glorioso trono de las Españas.

Después que el fraile hubo desembuchado loque en su mollera traía, volvieron a sonar lostambores, y los pelotones de voluntarios reco-rrieron la ciudad y la muralla toda en redondocomo por fórmula de toma de posesión de laplaza y de su absoluto rendimiento a las tropasapostólicas. Los pocos soldados de línea se en-tregaron sin vacilar porque ya estaban concer-tados para ello; repicaron las campanas, decla-rose en rebelión el municipio y alguna que otrabanderola hecha por manos claustradas subióagitándose y haciendo gestos a lo alto de unpalo para anunciar a los pueblos vecinos la gra-ta nueva.

Pixola publicó en seguida un bando dispo-niendo que se entregasen todas las armas, yque todos los oficiales indefinidos domiciliadosen la ciudad y su término se presentasen inme-diatamente en esta comandancia general para

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recibir órdenes. Obedecieron algunos por mie-do o porque simpatizaban con la insurrección,o quizás porque estaban cansados de una vidaoscura; pero otros contestaron a los emisariosde Pixola con insultos y bravatas, por lo cualenfurecido el cabecilla, juró que haría una de-gollina de indefinidos si Dios no lo remediaba.El más reacio fue un coronel retirado, viejo,terco y realista por más señas, que tenía pornombre D. Pedro Guimaraens y por viviendauna casa solar a media legua de Solsona y a laopuesta orilla del río Negro.

-Di a ese desollador de carneros -contestó alportador del mensaje- que si voy a Solsona serápara arrancarle las orejas por bandido y ladrón,y que tengo aquí muchas armas, sí, muchas,para defensa del Rey y de la Religión, y que siél desea probarlas que se de un paseo por acácon toda esa cuadrilla de sacristanes y salteado-res de caminos.

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Tal como lo oyó de los labios de Guimaraensse lo dijo el emisario a D. Narciso Abres, elcual, bramando de ira se levantó de la mesadonde comía para ir en persona a castigar ta-maña afrenta.

-Sosiéguese vuecencia -le dijo con calma Pe-pet Armengol que en la misma mesa comía,juntamente con otros dos jefes y el padre ca-pellán de San Salomó, pues allí no había cate-gorías-. A ese espantajo de Guimaraens no se leconquista con amenazas. Yo le conozco bien,porque he ido muchas veces a llevarle recadosde las madres... Ya sabe usted que una hermanasuya está en San Salomó... Le conozco bien, y séque es una oveja. Déjeme vuecencia ir allá, yverá cómo sin ruido ni amenazas sino antesbien con maña y tiento, le sonsaco las armas yle obligo a reconocer la autoridad que ha dadoa vuecencia la Junta de Cataluña.

-Me parece buena idea -dijo Mosén Crispí deTortellá dando un golpe en la mesa con el vaso

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de vino después de vaciado-. Veamos el estrenode Tilín... Una hazaña, querido Abres, tendre-mos una hazaña, porque este Tilín ha leído mu-cho.

Pixola se echó a reír.

-No se tome esto a broma -añadió el ca-pellán-. Tilín es amigo de Guimaraens, el cuales el mayor y más refinado glotón que ha co-mido perdices en todo el Principado... ¡Ah! se-ñores; no sólo el pez muere por la boca; mueretambién el valiente por la misma parte. Guima-raens que en una batalla sería más bravo quecien leones, no hará jamás lo que hizo D. Ma-riano Álvarez en Gerona, porque no tiene elheroísmo del ayuno. ¿Saben ustedes cómo seconquista a ese hombre? Con la artillería de lasmonjas de San Salomó, cuyo ginovesado harendido ya muchas plazas... Dese esta empresaa Tilín, querido Abres, y verá usted qué victoriaalcanza nuestro bravo rapavelas si, como creo,consigue de las madres un par de perdices en

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adobo, o siquiera un mediano plato de esasnatillas sin igual que no deben divulgarse mu-cho para que el género humano no se corrompay enerve con las delicias de Capua.

Pixola y los demás reían a carcajadas.

-Anda, hijo, anda -dijo Tortellá a su antiguoacólito dándole un pescozón-. Dile a la madrePurificación que se esmere... se trata de unagran conquista: se trata de ganar el nuevo Za-ragoza.

-Puedes ir -indicó Abres al sacristán-soldado-. ¿Necesitas gente?

-Tres hombres escogidos por mí.

-Toma los que quieras.

-Dentro de dos horas estaré de vuelta. Co-nozco la casa. El Sr. Guimaraens estará en lahuerta fumándose un cigarro. No le faltará lacompañía de los dos artilleros viejos y de los

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dos criados, y de la señora Badoreta... Vamosallá... la casa tiene dos puertas... en la huertahay un ángulo... después se suben tres escalo-nes... ya... ya... Vamos a hacer una visita decumplimiento a casa del señor coronel.

Poco después Tilín pasaba el río por el puen-te de Llobera, acompañado de tres montañesesde la Cerdaña sin uniforme y con armas. En vezde tomar en línea recta la dirección de la casade Guimaraens, que a la distancia de un cuartode legua se destacaba sobre la verdura de unbosque espeso, caminaron a la derecha río aba-jo, y describiendo luego una gran curva, subie-ron hacia la montaña por extensa ladera deviñas y almendros. No tardaron en penetrar enel bosque, y allí con precaución y silencio seacercaron a la casa. Por espacio de un cuarto dehora estuvo Tilín cuchicheando con su gente.Subió después a un árbol, desde donde podíaexplorar la huerta, y vio a la señora Badoretatendiendo ropa en el jardinillo delantero; Va-

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lentín, el más bravo de los dos veteranos, lim-piaba el caballo y Suárez estaba regando lasjudías y poniéndoles tutores. No viendo porninguna parte a los otros dos criados, supusoque estaban dentro de la casa. Bajando delárbol, dio Tilín sus órdenes a los que le seguían,repitiéndoselas hasta tres veces para que se lesclavaran bien en la mollera; les señaló una ven-tana baja que desde allí se veía abierta; indico-les los puntos por donde podían escalar fácil-mente la tapia, y después penetró solo en lacasa.

Condújole la señora Badoreta al interior, nosin reírse de su chistosa metamorfosis, y al ver-se Tilín en presencia del Sr. Guimaraens en lasala donde este residía comúnmente, oyó unacarcajada de franca burla, seguida de estas pa-labras:

-Tilín, Tilín de todos los demonios... ¿Con-que es cierto que te has echado a militar? ¡Nohe visto en mi vida mamarracho semejante!

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¡Hombre, vuélvete de espaldas para verte pordetrás!... ¡Y tienes bayoneta!... ¿Cómo no te handado fusil esos pillos? ¡Serías capaz hasta dehacer fuego con él!... ¡Vaya con Tilín!... Hombrede Dios, pues es verdad que así, así, con esaalbarda, nadie diría que eres sacristán... ¡Quédemonio! si ayudas a misa con esa facha, te juroque he de ir a verte. ¿Y qué dicen las reveren-das?

-Las señoras no tienen novedad -repusoTilín secamente.

-¿Me traes algo de parte de ellas?... Vamos,tú nunca has venido a mi casa con las manosvacías.

El Sr. Guimaraens era un tipo militar de losde la guerra del Rosellón, viejo, sin barba nibigote, con el blanco pelo un poco largo, cual sino hubiese renunciado aún a ponerse coleta.Aunque anciano era fuerte y membrudo y teníala presencia majestuosa, la talla corpulentísima,

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el semblante agraciado y noble. Era hombremuy devoto y realista ferviente aunque no delos furibundos; y cuando Tilín se presentó a élestaba sentado en su lustroso sillón de cuero,leyendo la vida del santo del día, costumbrepiadosa a que no había faltado en treinta años.Era célibe y vivía en compañía de dos viejos,leales camaradas de sus campañas allá en lostiempos del general Ricardos y ora criados queparecían amigos. Un pinche, un mozo de cua-dra y la señora Badoreta, famosa en el cocinar yantaño criada en San Salomó, completaban lafamilia del pacífico veterano.

Vio con desconsuelo que Tilín no traía con-sigo cesta ni bandeja cubierta con la blanquísi-ma servilleta monjil, y dando un desconsoladosuspiro le dijo:

-Esas señoras reverendísimas, ocupadas dela insurrección, han dejado apagar los hornillos.¡Qué pícaras! Siéntate, Tilín, hablaremos unpoco y echarás un cigarro.

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-Gracias, señor; tengo que marcharme pron-to -dijo el voluntario dando un paso hacia él.

-¿Entonces a qué has venido?

-A traer a usted un recado.

-¿De las monjas?

-De las monjas, sí, señor.

-¿Qué quieren esas señoras mías?

-Que me entregue usted inmediatamente to-das las armas que tiene en su casa, y que sevenga conmigo para ponerse a las órdenes dePixola.

Dijo esto Tilín con tal osadía y aplomo, queGuimaraens se quedó perplejo por un momen-to; pero al punto recobrose, y tomando el caso arisa, como era natural, empezó a batir palmas.Reía con estrépito, echado el cuerpo hacia atrásy apretándose los ijares.

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-¡Bravísimo, deliciosísimo, señor sacristán! -exclamó poniéndose como la grana de tantoreír-. Di a tus amas que me he reído de la graciahasta morir... ¿Con que armas?... ¡Bendito seasDios! ¡Pobre Tilín!... Me dan ganas de abrazartepor el gusto que me das. Eres un mamarra-cho..., pero chistosísimo... y con esa casaca... yesos humos de general... ¿Conque mis armas?Pide por esa boca, monago.

Guimaraens dejó de reír, porque vio a Tilíntransformado de súbito. El rostro del voluntariorealista estaba lívido, sus ojos centelleaban, y sumano convulsa mostraba una pistola. Fiero eimponente el monago, exclamó:

-No he venido aquí a hacer reír.

-¿Miserable, qué haces? -dijo Guimaraenslevantándose y poniéndose a la defensiva.

-Saltarle a usted la tapa de los sesos si no meobedece.

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Tilín apuntó al rostro del venerable anciano,que al punto echó mano a una silla.

-Si usted se mueve -dijo Tilín intrépido yosado hasta lo sumo-, si usted da un grito pi-diendo socorro, le mato como a un perro. Ten-go cuarenta hombres en el bosque a espaldasde la casa, con encargo de arrasarla y de matara todos sus moradores si se me hace resistencia.

-¡Ratero! -gritó furioso Guimaraens- ¡qué hasde tener tú!... ¡Hola, Valentín!... ¡Suárez!

Al punto apareció despavorido un hombre,un jovenzuelo. Oyéronse dos disparos en lahuerta y los gritos de la señora Badoreta queexclamaba: ¡ladrones! El joven abalanzose a ladefensa de su amo; pero Tilín, rápido como elpensamiento guardose las espaldas apoyándo-se en un alto ropero, y disparó sobre el criadoque cayó muerto sin exhalar un grito. Guima-raens al ver desarmado a Tilín que arrojara alsuelo su pistola, arremetió a él como un león.

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Pero recibiole Pepet con un puñal, sin que poresto se acobardase el veterano. Trabáronse es-trechamente de manos, y después de una luchabreve y terrible, en la cual Armengol se esfor-zaba en defenderse de su enemigo sin herirle,apareció bañado en sangre uno de los tres mon-tañeses de Pixola.

-¡Miserables ladrones -gritó el coronel- no osvaldrá vuestra alevosía!... ¡Suárez!... ¡Valentín!

Guimaraens fue acorralado, vencido, peroaún se necesitó el concurso de otro guerrilleropara atarle los brazos por la espalda. El valientey noble anciano rugía, y de su espumante bocasalían blasfemias, como sale del volcán la hir-viente lava.

Valentín, uno de los veteranos que servían aD. Pedro, entró malherido, echando venablospor la boca, armado de tremenda espada conque acometió ciego de ira a los guerrilleros quesometían a su amo; pero como se hallaba desca-

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labrado, tuvo que someterse sin que le valierade nada su fiera intrepidez. Suárez estaba atadoal tronco de un árbol y herido también. Sor-prendidos cuando el uno se hallaba limpiandoel caballo y el otro trabajando en las hortalizas,no tuvieron tiempo ni de armarse ni de pedirauxilio a los payeses de las cercanías. El plan dePepet Armengol había tenido realización cum-plida, aunque no fácil porque uno de los guerri-lleros quedó muerto por Suárez que pudo dis-poner de la azada; otro recibió un sartenazo dela señora Badoreta, a quien el peligro dio losalientos y el rencor de una leona.

Antes de anochecer Tilín y los tres hombresde su cuadrilla, penetraron en Solsona llevandoatado como alimaña recién cogida, al respetablecoronel D. Pedro Guimaraens. A poca distanciales seguía un carro lleno de armas diversas.Inmenso gentío se agolpaba para ver al preso, aquien no compadecían muchos por ser hombrerepudiado de orgulloso, y que últimamente, a

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causa de la sospechosa templanza de su realis-mo, era acusado de jacobino.

-VII-Al día siguiente Pixola, después de encomiar

la acción de Tilín, dijo al señor capellán:

-Me parece que tenemos un hombre. Cuan-do las madres me lo recomendaron, yo le des-tiné mentalmente a ranchero, pero me pareceque ese caballero del esquilón va a picar unpoco alto. Le voy a dar el mando de una com-pañía. Ahí tiene usted un sacristán que valdrámás que cien obispos.

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Las hordas de Pixola eran un conjunto hete-rogéneo de voluntarios realistas uniformados yprocedentes de los cuerpos que se formaran el24, de soldados desertores, de payeses que searmaban con lo que podían, y de trabucaires ocontrabandistas de la Cerdaña y de los vallesde Arán y de Andorra. En el improvisado ejér-cito las jerarquías militares iban saliendo de losacontecimientos, de las hazañas individuales ytambién de las intrigas, que son fruto naturalde toda colectividad donde hierven las peque-ñas pasiones al lado de las grandes. Así es queel prestigio adquirido en un buen golpe de ma-no, y la recomendación de personas a quienesse tenía en mucho, bastaron a elevar a Tilín auna categoría semejante a la de teniente. El car-nicero le llamó aparte, y agarrándole por unbotón de la pechera, como era su costumbresiempre que hablaba con un amigo, hablole así:

-Mira, Tilín, yo voy ahora hacia Balaguer yla Conca de Tremp a recoger las tropas que se

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están organizando. Tú te vas hacia Pinós, don-de hay mucha gente que no ha querido afiliar-se. Allí se necesita una mano pesada. Te lle-varás cincuenta hombres con el encargo de quehas de reclutar doscientos. En ese país hay mu-chos caballos, no perdones ninguno... Oye otracosa -añadió reteniéndole por el botón-. Tam-bién hay mucho dinero, es preciso que recaudestodo lo que puedas. Hombres, dinero, caba-llos... Abre bien las orejas: hombres, dinero,caballos. Espero que nuestro monago sabráayudar esta misa de sangre. Después nos reuni-remos en Cardona para ir todos sobre Manresadonde nos espera el general en jefe, Jep delsEstanys... ¡Ah! se me olvidaba otra cosa; si en-cuentras tropas del gobierno te retiras a la mon-taña y las dejas pasar.

Con estas instrucciones y sus cincuentahombres partió Tilín el 8 de Julio en dirección aClariana y al río Cardoner. Asombró a todos laatinada organización que supo dar a su peque-

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ña hueste, principiando por establecer en ella lamás rigurosa disciplina. El segundo día de ex-pedición, dos individuos de malísima estofaque habían sido contratados por Pixola en laraya de Andorra no mostraron gran celo porcumplir una orden que el gran Tilín les diera.Reprendioles este con severidad, pero sin malaspalabras ni grosería, y lo mismo fue oír la vozdel jefe, rompieron ellos a reír diciéndole queharto hacían en dejarse mandar por un sa-cristán de monjas y que no se les hurgara mu-cho porque también ellos sabían repicar cam-panas. El denodado teniente les mandó fusilar;hubo un momento de vacilación; pero los de-lincuentes perecieron; y a los disparos que lescortaran la vida siguió ese silencio congojoso dela disciplina que es como el de la muerte. TeníaTilín un núcleo de diez o doce hombres ferocesque le obedecían ciegamente y sobre esta sólidabase fundó el orden y la cohesión admirablesde su pequeño ejército.

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Siempre sereno, atento a su deber, previsor,demostrando gran conocimiento del terreno yun tacto singular para dirigir la marcha, aquelprodigioso monaguillo se parecía a un grangeneral.

Antes de llegar a Cardona se internaron enla montaña buscando la sierra de Pinós. En to-dos los caseríos Tilín reclamaba los hombresútiles, y si algunos se le unían de buen grado,otros buscaban refugio en las montañas; pero élsupo encontrar en su caletre trazas muy inge-niosas para que la mayor parte no se le escapa-se. El primer pueblo donde puso en práctica suplan fue San Salvador de Torruella. Hizo que sele presentaran el alcalde y los dos o tres vecinosmás acomodados del pueblo; pidioles los mo-zos útiles desde 20 a 45 años, con más todo ca-ballo, mula o animal cuadrúpedo que sirviesepara trasportes de guerra, y por añadidura unasuma que concienzudamente fijó en treinta milreales. Alborotáronse los prohombres, a pesar

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de su férvido y jamás sospechoso realismo,jurando y perjurando que ni aun vendiéndoseal moro todos los vecinos juntarían los treintamil. En cuanto a mozos todos los del puebloestaban ya en la evangélica facción, y decuadrúpedos no había que hablar, porque allí eltrabajo de los animales lo hacían los hombres.

Hallábanse durante estas conferencias en unmesón que hay a la entrada del pueblo. Tilín,económico de palabras como todo el que espródigo en acciones, mandó al alcalde que ba-jase al patio.

-¡Perdón! -gritó el pobre hombre cayendo derodillas.

Tilín dio una orden terrible, como quien daun consejo, y el alcalde fue fusilado. Igual suer-te habrían sufrido los otros caciques si al puntono acudieran los vecinos con todo el dinero quetenían y seis caballos, presentándose ademáscatorce hombres que antes de la cruel sentencia

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y suplicio del alcalde andaban escondidos enpajares y desvanes.

En Prades tuvo mejor acogida. El alcalde sa-lió vara en mano a recibirle y denunció la exis-tencia en el pueblo de dos sargentos indefini-dos y de cuatro liberales que a todas horashablaban mal de Sus Majestades y de la Reli-gión. Sin atender a estas menudencias, Tilínpidió lo de siempre, dinero, armas, hombres,caballos. Hablósele de un rico que tenía cincohijos útiles, muchos ahorros, dos pares de mu-las, seis escopetas de caza y un pedazo decañón de los que se cogieron a los franceses enel Bruch. Tilín mandó visitar la casa del rico ypudo allegar la mitad de aquellos tesoros, des-preciando el medio cañón que era de un valorpuramente arqueológico. Los frailes salieron arecibirle en comunidad y poco faltó para quesalieran también con palio; le abrazaron, obse-quiándole con gran mesa; pero él se mostrósobrio y discreto. Por la tarde y delante de la

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misma puerta del convento arcabuceó a dosreclutas que se le habían querido escapar. EnQuadrells fueron cinco las víctimas; pero ya losmozos recogidos ascendían a ochenta, siendomenos de la mitad los recogidos por fuerza: losdemás se filiaban voluntariamente por entu-siasmo o por vagancia o por miedo. El dinerorecaudado se elevaba a diez mil duros y lasarmas formaban un arsenal respetable aunqueheterogéneo. En caballos y mulas habían junta-do lo bastante para organizar un pequeño es-cuadrón.

En Torá hubo conatos sediciosos porque al-gunos descontentos quisieron separarse de lacuadrilla incitados por un voluntario de Bergaque era al modo de alférez. Tilín cortó la cons-piración mandando arcabucear a siete, y a unbendito y chismoso lego de San Francisco quele acompañaba con hábito y sable hízole obse-quio de cincuenta palos por no haber dadocuenta de la trama que conocía desde sus prin-

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cipios. Respetado y temido, Tilín avanzaba ensu empresa y fue terror de los pueblos y brazopotente de la insurrección en aquella agrestecomarca, donde reclutaba zorros para hacer deellos leones.

Al salir de Torá sus espías le dijeron que unafuerza del ejército bajaba por la carretera deManresa. Se la había visto el día anterior enFals y parece que seguiría en dirección a Castel-fullit. Al punto ambicionó ardientemente elmonago sorprender aquella fuerza, cualquieraque fuese su importancia, y concebir un plan ydar las primeras órdenes para su inmediataejecución fue todo uno. Hermosísima noche lefavorecía. Avanzó con buenos guías delante desus tropas para hacerse cargo del terreno ypagó a peso de oro el espionaje, en lo cual lefavorecía la adhesión del país a una causa pro-pagada al calor del fanatismo religioso; apostósus tropas convenientemente después de obli-garlas a una marcha titánica en seis horas por

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sierras y vericuetos; repartió palos a los moro-sos, fusiló a los díscolos, recompensó a los va-lientes, avanzó, acechó, olfateó, inquirió el ras-tro del enemigo con ese instinto felicísimo delguerrillero que es la desesperación de la estra-tegia, y antes de que amaneciera el día 20 deJulio cayó como una lluvia de verano sobre lastropas del coronel Roda (división de Carratalá),que recorrían la carretera de Cataluña para in-timidar a los pueblos y desarmar a los volunta-rios. Tres batallones y cuarenta caballos com-ponían aquella fuerza que fue materialmentedestrozada y hecha trizas por un sacristán ávi-do de los laureles de Viriato. Había dado ordena sus guerrilleros de que no perdonaran a na-die. El estrago fue inmenso, la lucha breve ysangrienta, el gozo de Tilín delirante. Disperso-se la mitad de los soldados por la vertiente deMontserrat; muchos perecieron batiéndose conardor; cincuenta quedaron prisioneros contreinta y dos caballos y gran número de armas.

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Era aquélla la primera victoria formal deláguila que había tenido por nido una sacristía ypor plumaje una sotana. Pero él miró su triunfocomo hombre acostumbrado a saborearlos y seapresuró a tomar las medidas necesarias parahacerlo más fructífero. Sin dar descanso a sugente recorrió los pueblos de la carretera hastacerca de Cervera. Calaf, Vilamajor, Montfalcó,Rabasa le vieron dentro de sus muros y de gra-do o a regañadientes diéronle cuanto se le an-tojó pedir. Los mozos ingresaban con gusto,porque ya los frailes habían hecho su papel ytenían soliviantado al país; no así el dinero,para cuya percepción necesitaba Tilín emplearargumentos un poco fuertes y hablar con losfusiles de sus bárbaros soldados. Ovaciones yplácemes tuvo el héroe, y allí eran de ver cómole ensalzaban los frailes y le mandaban golosi-nas las monjas, y le predecían todos magníficoporvenir y fama no menos grande que la de losmás esclarecidos guerreros de la cristiandad.

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No quiso llegar a Cervera, y retrocediendovolvió a internarse en Pinós para de allí pasar ala cuenca del Cardoner y marchar a Cardonadonde esperaba recibir nuevas órdenes de Pixo-la. Había recogido doscientos hombres, más dequince mil duros, muchas armas y ochenta ca-ballos. Por el camino instruía y armaba su nue-va gente, aumentaba y organizaba un es-cuadrón. Satisfecho de tantos y tan rápidostriunfos y comprendiendo por estos y por lamagnitud de su suerte que merecía ser coronel,pensó darse a sí mismo este grado; mas la mo-destia habló en su alma, y contentose con sercomandante por el momento. Lo hizo exten-diendo un oficio en que textualmente decía:«En atención a mis eminentes servicios a la cau-sa de la Religión y del Trono absoluto, vengoen nombrarme comandante de los ejércitos dela Fe».

Revolviendo en su titánica mente estos yotros altos pensamientos, decía para sí:

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-¡Rabo y uñas de Lucifer! Si Pixola no me re-conoce el grado... le fusilaré.

-VIII-Llegó a tierra de Cardona el 1.º de agosto. El

calor era sofocante y un sol canicular abrasabay asfixiaba el país. Existe en aquel ducado unode los más admirables prodigios de la Natura-leza en Europa, y es la montaña de sal que tienemás de cien varas de altura y una legua de cir-cunferencia; inmenso cristal duro y brillante,con el cual podrían abastecerse todas las coci-nas del mundo durante siglos de siglos, si fuesesuprimido el mar. Los mágicos reflejos irisados,los cambiantes de mil colores que producen losrayos del sol al herir las vertientes de aquelpeñasco, que semeja colosal diamante caído delas arracadas del cielo, seducen y embelesan lavista. No se parece aquello a nada de cuanto enotras campiñas y montañas se ve. Sus crestas

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relampaguean, sus costados fulguran, en suscaprichosas grutas compiten los reflejos de to-das las piedras preciosas.

Al caer de la calurosa tarde, las tropas deTilín descansaban junto a una aldea y a la som-bra de espesos bosques. El jefe avanzó pasean-do por la carretera, en compañía de su segundoy del padre Maza, no el de los cincuenta palos,sino un beato mínimo de Cervera que se le hab-ía incorporado en calidad de capellán, asesormilitar, intendente, con ciertos vislumbres ypujos de jefe de Estado Mayor por su gran peri-cia topográfica en aquel país. Iba Tilín medita-bundo, con las manos a la espalda, ademánharto común de los grandes genios militares, ycontemplaba el monte de sal que con la fuerzade los rayos del sol parecía estar sudando ybrillaba de tal modo que en ciertos parajes noera posible fijar la vista en él. De pronto vieronlos paseantes que por el camino abajo venía unhombre a caballo. No se le pudo distinguir bien

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en el primer momento porque los resplandoresdel vibrante sol en la montaña cristalina le en-volvían en diabólica luz, semejante a telarañasde fuego; pero cuando estuvo cerca, advirtioseque era el caballero de buen porte y el corcel demagnífica estampa.

-He aquí un viajero que me parece sospe-choso -dijo el padre Maza-. Trae una valija a lagrupa, y yo juraría que es militar aunque vistede paisano.

-Y yo -dijo Tilín- creo que en toda Cataluñano hay un caballo como este.

Cuando estuvo a diez pasos, Tilín gritó:

-¡Alto!.. deténgase el jinete.

Este se detuvo de mal talante.

-¿A dónde va usted? -preguntole Tilín áspe-ramente.

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-¿Y a usted qué le importa?... ¿Quién es us-ted?

-Soy el comandante Armengol, que mandaun batallón de la división de Solsona -dijo elguerrillero, pareciendo muy complacido detomar en su boca aquellos sonoros términosmilitares.

-¡Ah!... ¡ya! -exclamó el jinete con cierta sor-na-. ¿Pero qué batallón y qué divisiones sonésos?... ¿Me encuentro entre la gente del célebreTilín, que estos días da tanto que hablar en elpaís?

-Ese soy yo -dijo el ex-sacristán con orgullo.

El jinete saludó.

-Muy señor mío... Lo celebro mucho. Esperoque no habrá inconveniente para seguir mi ca-mino.

-Según y conforme. ¿Quién es usted?

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-Soy hombre de paz. Realistas, liberales, ja-cobinos y apostólicos, son lo mismo para mí.

-¿De modo que usted no es nada?

-Nada.

-Grandísima falta: es preciso ser apostólico.

-Soy comerciante.

-¿Cómo se llama usted?

-Es curioso el señor militar.

-¿De dónde viene usted?

-Pesadito es el interrogatorio.

-Poco a poco -dijo Tilín tomando la brida delfogoso animal-. Usted no pasa adelante sinprobarnos que no es hombre sospechoso, unespía de Calomarde o del marqués de Campo-Sagrado. Será usted registrado; veremos si lleva

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papeles. En caso de que sea inocente le dejarémarchar quedándome con el caballo.

-No permitiré que me quiten mi caballo-afirmó el caballero con resolución y enojo-.Sabré defenderlo.

Pepet llamó a los guerrilleros que estabanmás cerca.

-Este hombre es preso -les dijo-. Llevadle alventorrillo donde está mi alojamiento. Vamosallá, padre Maza, que, o mucho me engaño, oeste encuentro ha de dar algo de sí.

Viendo el jinete que la resistencia, a más deser muy arriesgada, habría empeorado su yamalísima situación, se dejó llevar con el almainflamada de ira y maldiciendo entre dientes lahora menguada en que su mala suerte le llevarapor aquel infernal camino. En el breve trayectohasta la vivienda del jefe, esforzose en tomarcierto aire de dignidad y confianza, porque

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mostrarse débil y receloso entre semejante gen-te, habría sido excitarla más y más a la barbarie.Si le tomaban por un personaje de posiciónelevada, de ésos que con sus amistades y rela-ciones se sobreponen a todos los obstáculos,incluso a los de la justicia, fácil sería que no lehicieran daño. Así cuando se apeó junto al tin-glado del ventorrillo entre un círculo de solda-dos y guerrilleros que admiraban la soberbiaestampa del caballo, entregó este al mismo quele había conducido y en tono de amo le dijo:

-Dale un pienso y agua. Cuídalo bien siquieres una buena propina. Si en vez de la pro-pina quieres tres palos míos y una reprimendadel Sr. Tilín, trátamelo mal.

Dando dos palmadas de cariño al generosoanimal, entró en el alojamiento, que consistía endos fementidas piezas comunicadas entre sí, yambas horriblemente sucias y desmanteladas,sin más muebles que las cojas mesas y los ban-cos de figón manchados de polvo y vino. El

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caballero hizo que entraran su valija, y despuésse paseó por la estancia sin dignarse mirar a losguerrilleros que allí había, dormitando unos ybebiendo o jugando los otros.

Era el preso un hombre como de treinta ycuatro años, de gallarda figura y hermoso sem-blante. Su fisonomía, como sus modales y suvestir, revelaban esa hidalguía que antes seconsideraba principalmente vinculada en laalcurnia, pero que ha tiempo ha pasado al pa-trimonio de todas las clases, aunque siempreviene desde la cuna. Su mirar tenía severidad yaltivez en la precisa dosis que cabe dentro de lacortesía. Era bastante moreno, con hermosopelo y bigotes negros: calzaba botas polacas, ysu traje tenía un corte especial que a distanciaindicaba la mano de sastre extranjero. Su som-brero, que llevaba con gracia, no tenía entoncesprecedente en las modas españolas, pues erauno de esos blancos platos de lana que después

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se usaron mucho llevando el nombre de boinas.Este no era aún un nombre fatídico.

No hacía diez minutos que el caballero esta-ba allí cuando entró Armengol, acompañado desu segundo y del padre Maza. Antes que ledirigiera la palabra, el preso dijo:

-Conviene que estemos un rato solos, señorbrigadier.

Y él mismo señaló con un gesto la puerta alos guerrilleros. El padre Maza, juzgando que laorden de despejo no rezaba con él, acomodabasu crasa humanidad en un banco, cuando elcaballero le dijo sonriendo:

-Si hoy necesito confesión religiosa, llamaréal padre mínimo. Por ahora únicamente tengoque hablar con el señor brigadier.

Quedáronse solos, y Tilín le dijo:

-Ha de saber usted que yo no soy brigadier.

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-¿No? Yo creí que sí... Como en Cardona oíhablar tanto de usted, y se decía que había so-metido toda la provincia de Lérida, juzgué queun caudillo de tanto valor no podía menos detener un grado muy alto en los ejércitos de laFe.

-Soy comandante -afirmó secamente Tilín.

-Me habían dicho que era usted muy joven-dijo el caballero observándole con curiosidad yadmiración- pero nunca creí que fuera tanta sumocedad. Usted llegará a los primeros puestos,aunque es preciso contar con la envidia queintentará estorbar su carrera. Los jefes procu-rarán oscurecer sus triunfos, le rebajarán, lecalumniarán tal vez... Hoy mismo, cuando sontan evidentes los servicios de Tilín, he oído cen-surarle por excesivamente atrevido, y hasta mehan dicho que Pixola piensa quitarle el mandode esta fuerza... Amigo mío, no contaba ustedcon la envidia, que en nuestro país por desgra-cia, ennegrece todas las cosas...

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-¡Destituirme!... ¡quitarme el mando!-exclamó Tilín con ira-. Falta que yo lo permita.¿Dicen eso en Cardona?

-Lo oí decir a dos frailes de San Franciscoque ayer mismo comieron con Pixola en Claria-na.

-¿Está Pixola en Clariana?

-Sí, señor... Ahora empieza usted su vida mi-litar. Por lo mismo que la ha empezado glo-riosísimamente, verá que todos esos figuronesineptos, todos esos holgazanes llenos de vani-dad tratarán de oscurecer su mérito y de apro-piarse su fama.

-Mi mérito y mi fama -dijo Tilín gravemente-si es que los tengo o los puedo tener, saldránpor encima de todo.

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-Así lo creo... Pero vamos a nuestro asunto.Es preciso que usted me deje partir inmediata-mente.

-A eso vamos -replicó Pepet-. ¿Y quién es us-ted? Juraría que no es comerciante.

-Así es, en efecto -dijo el caballero sonriendocon amable franqueza-. Pero la compañía deusted al interrogarme no me permitía decir laverdad. Había allí un fraile, y los frailes sonindiscretos y parlanchines. Ahora que estamossolos, diré mi nombre y la razón de mi viaje.Me llamo D. Jaime Servet y vengo de Barcelona.

-¿Y a dónde va usted?

-A Cervera.

-¿Y qué objeto lleva usted? Eso es lo princi-pal, eso -afirmó el guerrillero con buenos mo-dos-. Si usted va como amigo de nuestra causay me lo prueba mostrándome sus despachos, le

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dejaré seguir. Si usted va como particular anegocios propios y me lo prueba, le dejaré se-guir también quedándome con el caballo. Siusted es espía o comisionado de Calomarde odel marqués de Campo-Sagrado, entonces lefusilaré... Vamos, no hay más que hablar. Aho-ra responda el Sr. D. Jaime Servet.

Sin vacilar Servet respondió:

-Voy a Cervera a llevar órdenes de la Juntade Barcelona.

-Muéstreme usted los pliegos -dijo Tilín sinmirar a su interlocutor.

-Mi comisión es de índole tan reservada, quenada llevo escrito. Las órdenes que llevo lasdaré verbalmente.

Sonrisa de duda y mofa contrajo los enormeslabios de Tilín.

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-En ese caso, la Junta daría a usted salvo-conducto para que libremente atravesara el paíssublevado.

-No tengo salvoconducto ni cosa que lo val-ga -repuso el caballero sin perder la serenidad-.Lo tenía; pero por un descuido que pago muycaro, dejé ese papel en manos de Jep dels Esta-nys cuando me presenté a él en Vich.

-¡Qué casualidad!... Bueno, pues dígame us-ted esas órdenes verbales que va a llevar a Cer-vera.

-Si usted se llamara fray Agustín Barrí,guardián de Capuchinos de Cervera, lo haríade buen grado. Mi deber es morir cien vecesantes que revelar una palabra sola.

-¿Tan reservadas son esas órdenes?

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-Lo son tanto y de tal gravedad para Catalu-ña, para España, para el mundo todo, que sóloel pensarlo espanta.

Guardó silencio Tilín durante un minuto,acariciándose la barba, y después miró a suprisionero, y con calma flemática le dijo:

-Usted es un impostor, usted es espía de Ca-lomarde. Voy a mandar que le fusilen inmedia-tamente.

El caballero tembló; mas dominando la furi-bunda ira que hervía en su alma, se expresó deeste modo:

-Sea, pues. Solo e indefenso no puedo pro-testar de ese horrible crimen, sino ante Dios.Pero no sólo la justicia divina, sino la humana,ha de vengarme algún día, y usted que enso-berbecido con sus triunfos, encubre con la ban-dera de la Fe el asesinato de un servidor de supropia causa, dará cuenta pronto, muy pronto,

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de mi muerte, y en toda su vida, por larga quesea, no aplacará sus remordimientos.

La entereza y el tono de solemnidad con queel forastero se había expresado confundieronmomentáneamente al voluntario realista. Cla-vando su mirada profunda y sagaz cual ningu-na en el rostro del prisionero, díjole así:

-¡Uñas y rabo de Satanás! Si no es usted trai-dor, que me fusilen a mí. Jamás me equivoco...Pero observo que ha traído usted consigo unamaleta. Deme usted la llave.

El extranjero sacó una llave, y arrojándola enel suelo a los pies de Armengol, volvió la es-palda, y después de llevarse la mano a la frente,se puso a pasear. Tilín abrió la valija, y al regis-trar, sus manos parecían las insaciables y vilesmanos de un aduanero.

-Ropa -dijo sacando varias piezas- dinero...¿Qué es esto?

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Mostraba un pliego. El llamado Servettembló al ver aquel pliego en manos del volun-tario realista. Sin poder dominar su coraje, ex-clamó:

-Un papel, asesino. Léalo el que pueda.

Tilín fijaba sus ojos con atención en tres le-tras misteriosas trazadas sobre la cubierta delpliego.

-Esto parece masónico -dijo sonriendodiabólicamente-. ¿Qué significan estas letras F.P. D.? ¡Uñas y rabo!... Por mi vida, que recuer-do haber oído hablar de estas tres letras aMosén Crispí de Tortellá.

-Esas tres letras -dijo Servet acariciando unaidea feliz- quieren decir Ferdinandum pedibusdestrue.

-¡Ah!... yo había oído aquello de Lilia pedi-bus..., «pisotea las flores de lis».

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-Aquí no se pisotea más que a Fernando.Aquel era un lema jacobino, éste es un lema...

-Un lema... -dijo Tilín con ansiedad-. Peroleeremos lo que dice este papel.

-Un lema apostólico -afirmó prontamente elllamado D. Jaime.

Abrió el papel para leerlo; pero al punto ex-clamó con desconsuelo:

-Si está en latín...

En el semblante del prisionero brilló un rayode esperanza. Inmutose como la cara del reoque vislumbra su salvación.

-Llamaré al padre Maza para que me lo tra-duzca -dijo Pepet.

El semblante de Servet se nubló segundavez. Por dicha suya, antes de apartarse de la

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maleta, Tilín vio otro pliego. Tomándolo, leyóel sobre-escrito, que decía:

A la señora madre abadesa de San Salomó en Sol-sona.

Tilín, estupefacto, no apartaba sus ojos deaquellas letras.

-Lea usted -dijo el caballero animándoseconsiderablemente- si es que en las costumbresde los guerrilleros entra también el sorprenderlos secretos de las damas.

-Esta carta es...

-De doña Josefina Comerford -replicó conimperturbable audacia y gravedad el caballero.

Tilín que ya había empezado a desplegar laoblea con su grosero dedo, se detuvo. El caba-llero firme en su difícil papel de osadía y desca-ro, que era el único conveniente en tales cir-cunstancias, prosiguió así:

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-Concluyamos. Me repugna esta escena deInquisición. Si he de ser arcabuceado que sea deuna vez. Necesito un confesor, como católicocristiano. Caiga mi sangre sobre la cabeza de miasesino. Una sola disposición me cumple hacer.

-¿Cuál?

-Que lleve usted esos paquetes de oro y esacarta a donde dice el sobre.

-¿A las monjas?

-Sí. El resto de mi comisión no puedo reve-larlo. El secreto se va conmigo y con usted laresponsabilidad de este crimen.

Tilín puso la carta en la valija, y acompa-ñando sus palabras de un gesto desenfadado ycomo generoso, exclamó:

-Caballero, es usted libre. Puede usted se-guir su camino.

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Mientras el caballero daba interiormentegracias a Dios por el buen término de aquellapeligrosa aventura, el terrible soldado colocabael dinero y las ropas en su sitio.

-Un favor espero de usted, caballero -dijo alconcluir.

-Estoy a sus órdenes.

-Que lleve usted una carta mía a San Sa-lomó. Es para Sor Teodora de Aransis.

Tilín sacó del pecho una carta que había es-crito aquel día y después de mirarla con ciertaexpresión afectuosa, la entregó al mensajero.

-IX-Recobrados el caballo y las armas, puesta en

orden la valija y apurado un vaso de vino con

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que le obsequiara el jefe de la partida, púsose elcaballero de nuevo en marcha sin querer dete-nerse, a pesar de los ruegos de Tilín y del padreMaza que le incitaban a descansar aguardandola frescura de media noche para seguir su viaje.Él les dijo muy cortesmente que de buen gradopasaría unas horas en tan grata compañía; peroque la premura y gravedad de las órdenes quellevaba no le permitían reposo alguno. La ver-dadera causa de su precipitación era un deseovehementísimo de ponerse a gran distancia desemejantes pájaros y no dar tiempo a que elbravo Tilín se arrepintiera de su generosidad.Metió espuelas para alejarse todo lo posible,temeroso de que fueran en su seguimiento, ycuando se creyó seguro dejose ir con lentitudpara meditar sobre el grave suceso pasado ydar gracias a Dios. La noche era oscura y elcamino solitario; pero el alma del caballero es-taba alegre.

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-Otra vez mi buena estrella -decía- o mejor,la Divina Providencia me ha sacado sano y sal-vo de un grave peligro. ¡Bendito sea Dios queme ha salvado una vez más, y sírvame este su-ceso de aviso y lección para no meterme enaventuras tan arriesgadas como poco prove-chosas! Maldita fue la hora en que discurrí pa-sar de Barcelona a Zaragoza, y según voy vien-do más corto será el camino de la Meca. Salgo ylas partidas me impiden llegar a Manresa; tomoel camino de Berga y las partidas me echansobre Cardona; ahora creo que voy en direcciónde Solsona, pero no me asombrará verme a laspuertas de Pekín si sigo tropezando con bandi-dos y sacristanes. Me he metido en un país en-cantador que está saboreando las delicias de laguerra civil más bestial, más soez y repugnanteque imaginarse puede... ¡Ah! señores míos, se-ñores míos (al decir esto parecía dirigirse a al-guien que podía escucharle) no conocen uste-des la tierra que desean reformar. Esto no tieneenmienda por ahora ni hay alquimia que de

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esta basura haga oro puro. Lo que he pensado ysostenido varias veces lo veo y lo palpo ahora...Un puñado de hombres refugiados en Inglate-rra se empeñan en librar a su país del despo-tismo y mientras ellos sueñan allá, ese mismopaís se subleva, se pone en armas con fiereza yentusiasmo, no porque le mortifique el despo-tismo, sino porque el despotismo existente leparece poco y quiere aún más esclavitud, máscadenas, más miseria, más golpes, más abyec-ción.

Había soltado las riendas como D. Quijotecuando le hervían en la cabeza los pensamien-tos, y mecido por el lento paso del animal quetambién parecía cavilar sesudamente en la va-nidad de las glorias caballares, dejábase llevarpor sus recuerdos y sus reflexiones a distintasesferas.

-¿Y a qué voy yo a Zaragoza? -prosiguió-. ¿Aqué? Mis pasos por este país son tan insensatoscomo los del caballero andante más loco, más

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ridículo y más extraviado que hizo disparatesen el mundo. ¿A dónde voy yo?... ¿La principalmisión que me encargaron no la he desempe-ñado ya? ¿No me dijeron: «explora y examinacómo está el país, tómale el pulso y observa siestá dispuesto a apoyar una sublevación libe-ral»? Pues bien, yo he venido, yo he examina-do, yo he tomado el pulso y he visto ¡mala pes-te nos de Dios! la horrible fiebre del absolutis-mo más abrasadora que nunca... ¡Señores mine-ros, vengan todos acá y verán qué divina patriatenemos! ¡Da gozo viajar por estas amenas pro-vincias, pobladas de frailes y guerrilleros ham-brientos de esclavitud como la hiena de carnemuerta!... ¿Qué tengo yo que hacer aquí? Nada:ya he visto demasiado. La lección es buena ysuficiente, el peligro que mi pellejo corre extra-ordinario. Vámonos a la frontera. Patria queri-da, me repugnas.

Arrendando a su caballo miró al horizontehacia el Norte. Expresión de desdén y amargu-

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ra nubló su rostro, cuando apartando su corceldel camino real, se metió por una senda que amano derecha partía en dirección al monte.Pasó junto a las tapias del cementerio de unaaldea, pasó junto a la misma aldea que era unmontón de ruinas gloriosas del tiempo de laguerra con los franceses, y al poco trecho sedetuvo. Sus pensamientos habían dado unabrusca vuelta como la veleta atormentada porel viento.

-No -dijo hundiendo en el pecho la barbadespués de mirar al cielo-. Es preciso ir a Zara-goza. ¿Qué me detiene? ¿el peligro? ¿Tendré yomenos valor que el pobre Valdés, héroe ymártir en Tarifa; que los hermanos Bazán sacri-ficados en Alicante? ¿Y por qué he de ser tandesgraciado como ellos? Sí, aventurero, déjatede subterfugios y ve a Zaragoza... No hay quefiar demasiado en las apariencias. Ni todo elpaís está tan fanatizado como Cataluña ni todaCataluña está compuesta de frailes, ni todos los

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frailes son guerrilleros. En Barcelona hay libera-lismo y cultura suficientes para compensar estesalvajismo de la sublevación apostólica. No hayque desconfiar todavía. Las poblaciones podránarrancar a las aldeas su barbarie si hay empeñoen ello. No, no será tanta la abyección de estepedazo de tierra europea que disponga de susuerte media docena de monjas y otros tantoscanónigos. Los tenebrosos intrigantes del ÁngelExterminador no prevalecerán aunque lo mandeel Papa y aunque se devanen los sesos todas laseminencias de cal y canto que farolean en elcuarto del infante D. Carlos.

Espoleando a su caballo volvió al camino re-al.

-¿No es lastimoso que me vuelva sin desem-peñar la mitad de mi comisión? ¿Si salí en biende la primera mitad, por qué no he de salir enbien de la segunda? Dios me ha favorecidosiempre, a pesar de ser yo tan gran pecador,aunque no empedernido. Adelante, adelante y

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salga el sol por... Zaragoza. Si ahora vuelves alextranjero y te preguntan: «¿Qué has hecho?»,¿podrás responder algo? Algo sí, pero no lobastante. Los barceloneses responden de reunirdos mil paisanos armados, y aseguran que losvoluntarios realistas de aquella ciudad son po-co temibles. Es verdad,; Cataluña sublevadapor el absolutismo delirante, no es el mejor te-rreno para una tentativa; pero lo que es impo-sible en Cataluña, ¿no será hacedero en Aragón,donde el clero tiene mucho menos poder?Además, este infame levantamiento clerical queaquí es un obstáculo enorme, ¿no puede ser unauxiliar en otra parte? Calomarde acudirá contodas sus fuerzas a Cataluña, y el corazón deEspaña quedará desamparado por el absolu-tismo. ¡Ah! cómo paga el infame absolutismosu culpa. Este asqueroso tumor que le ha salidodará con su podrida existencia en tierra... Aven-turero, marcha.

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Después de distraerse pensando en otras co-sas que no interesan al lector, volvió a dar en sumisma idea y dijo:

-Veamos; ¿qué has hecho tú? ¿qué has hechopara justificar tu vuelta al extranjero? ¿Has da-do a conocer la noble idea que hoy agita a lomás selecto de los emigrados? Apenas la mani-festé en Barcelona, todos la creyeron irrealiza-ble. Es una ilusión, un disparate, un cuento deviejas. Pero ¡ay! ¡hemos visto tantos disparatesconvertidos en realidad de la noche a la maña-na! ¿Quién pudo creer que España resistiera aNapoleón? Nadie, y sin embargo... Hoy todoliberal español a quien se dice que nuestra sal-vación estriba en cambiar de dinastía, poniendoen el trono a D. Pedro de Braganza, se ríe y du-da. ¿No aspiran los apostólicos a cambiar derey? Poco a poco la idea de un cambio de fami-lia dejará de causar espanto... ¡Ah!... ¡D. Pedro,D. Pedro!... Verdaderamente es un disparate;pero un disparate seductor que se presta a ser

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propagado. Adelante, pues. No me voy a Fran-cia sin arrojar esta idea en el surco. Anda, aven-turero, anda. Todavía tienes afecciones en estepaís. Tu patria te llama con voces distintas; tellama con la voz cariñosa de una mujer; te lla-ma con la voz grave del interés. Aventurero,eres pobre, pero vas a ser rico: has heredado.Un tío que ha vuelto de América te ha dejadoalgunos miles, que es preciso recoger. Sí; no sevive sólo de ideas, se vive también de pan. Yaque sigues adelante, aventurero, sé prudente,toma precauciones. Llevas papeles que te com-prometen. ¡Fuera toda esa carga inútil, por siviene el naufragio!

Diciendo esto se apartó del camino, ató sucorcel al tronco de un árbol y poniendo la valijaen el suelo apresurose a hacer prolijo escrutiniode lo que en ella había.

-Este papelote en latín de nada me sirve ya -dijo rasgándolo-. Con la autorización escrita ycifrada que me dio la Junta de Barcelona para la

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de Zaragoza, me bastará. Explicaré verbalmen-te las ideas que traigo de Londres. La carta deTorrijos podría servirme, pero la sacrifico tam-bién. La de Chapalangarra es inútil, porquetengo amigos en Navarra. Esta otra de Palareaestá tan bien imaginada y encubre tan bien elobjeto con el artificio de la recomendación paracomprar harinas, que la conservaré. Romperé lade D. Alejandro O'Donnell que no encubre bienla comisión, porque esto de que vaya a venderreliquias un comerciante de harinas, no enga-ñará más que a los tontos. Esta lista de personasdada por Mendizábal, tampoco conduce a nadanuevo: en tierra con ella. ¡Ah! aquí sale mi sal-vación; la esquela para las monjitas de San Sa-lomó... muy señoras mías... Si aquella buenamujer que me alojó en Cardona no me hubieradado este papel, que creo es una especie dememorial pidiendo chocolate, a estas horasquizás estaría ya delante del Padre Eterno, nopidiendo chocolate, sino dándole cuenta de misculpas. También guardaré la carta de Tilín para

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la monja. ¡Benditos sean los amigos que meenteraron de las intrigas de doña Josefina Co-merford y de las madrecitas de San Salomó! Sinestos preciosos datos, ¡pobre de mí!... Todo estábien; vuelva la valija a la grupa, el hombre alcaballo, el caballo al camino, y Dios por delan-te.

Ningún encuentro digno de ser mencionadotuvo aquella noche. Al divisar los muros deSolsona encomendose a Dios para que no ledeparase ninguna desventura en la históricaciudad episcopal; pero sin duda el Autor detodas las cosas, o le creyó indigno de miseri-cordia por la magnitud de sus pecados, o quisosometerle a sufrimientos muy amargos paraprobar el temple de su espíritu, porque no bienpisó el caballo blanco los guijarros que pavi-mentaban las calles de Solsona, cuando cayeronsobre el caballero tantas desventuras, que tuvopor dichoso el encuentro con Tilín y las demástrapisondas y padecimientos de su trabajada

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existencia. Dejémosle ahora lamentando sutriste suerte en las mazmorras del Ayuntamien-to de Solsona, y antes de ocuparnos de los reve-ses de este aventurero desconocido, veamos loque aconteció al bravo Tilín y el giro que toma-ron sus asombrosas y nunca vistas proezas.

-X-Había corrido próximamente un mes desde

la gloriosa salida del voluntario realista a civili-zar los pueblos de la sierra, cuando recibió or-den de Pixola mandándole que al punto se tras-ladase a Solsona. Maravilló a Tilín esta premu-ra y la sequedad del despacho; pero muchomayor fue su sorpresa cuando al entrar en Sol-sona con su ya numerosa partida, vio que Pixo-la en vez de recibirle con los brazos abiertos yencomiar el éxito de la expedición, recibíaleásperamente, sin mostrar ni un ápice de entu-siasmo por tan descomunales servicios, ni me-

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nos alabar su heroico valor. Aquel primer ara-ñazo dado por la horrible arpía, enemiga de lashumanas grandezas, hizo manar sangre delardiente corazón de Pepet Armengol.

Gran condescendencia fue que el carniceroreconociese y otorgase al héroe los grados queeste mismo se había dado por un procedimien-to novísimo en los fastos de las improvisacionespersonales; mas con esto el díscolo guerrillerodemostraba que no sólo aborrecía a Pepet, sinotambién que le tenía un tantico de miedo. Ni lamuchedumbre de mozos útiles, ni las armas, niel dinero, bastaron a modificar la opinión dePixola sobre los merecimientos de su subalter-no, la cual como se asentaba en la ruin envidia,más desfavorable era cuanto mayores motivoshabía para que no lo fuese. Pero el punto enque más insistió, por ser aquel en que se encon-traba más fuerte, fue el de la protección queTilín había dado a un pícaro sectario y jacobinoque andaba por el país malquistando a los re-

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alistas unos con otros, y metiendo cizaña yhaciéndoles desconfiar de sus jefes y dándolesdinero para que atropellasen e hicieran atroci-dades.

Perplejo se quedó el sacristán al oír esto; pe-ro contestó que ni él había protegido a ningúnperro sectario, y que si dio libre paso a un des-conocido, fue por creerle enviado de la Junta deBarcelona.

-Ya, ya veo que tienes buenas tragaderas -ledijo Pixola gozoso de humillarle delante de lasnotables personas, canónigos, frailes, honradoscontrabandistas y trabucaires que presentes a lasazón estaban-. Valiente papamoscas tenemosaquí... No basta un poco de valor, Sr. Tilín, paramandar tropa en una guerra como esta; es pre-ciso tener mucha astucia y cierto pesquis yciencia del mundo, que no se aprenden en lasacristía de las reverendísimas. Ya me figurabayo que el jacobino te engañaría, como engaña-mos a un pobre pez cuando le arrojamos el an-

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zuelo. ¡Ves cómo no me engañó a mí! Desdeque le eché el ojo, dije: «ese hombre no me gus-ta; que lo pongan a la sombra». ¡Oh! ya conozcoyo a mi gente masónica. Sus farsas no me con-vencieron, ni la carta que traía para las monjaspidiendo chocolate, ni la que tú le diste, po-niendo tus acciones en las mismas nubes, ypintándolas como iguales a las de HernánCortés en la Nueva España.

Las risas y chacota que acogieron estas ob-servaciones, hicieron temblar el corazón sober-bio y fogoso de Tilín, y las llamaradas de suenojo, de su despecho, de su ofendido amorpropio salieron a su bronceado rostro, ponién-dolo sanguinoso.

-¿Quieres saber las consecuencias de tu fal-ta? -añadió el cruel Pixola-. Pues ya dicen porahí que los jacobinos te han ganado... Podrá noser verdad; yo creo que es mentira; pero ello esque maldita la confianza que puedo tener en ti.

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Tilín se puso rojo, después amarillo y tem-bloroso. Dando una patada que hizo estremecerla casa, exclamó con salvaje furia:

-¡Por el rabo del Malo! El que sostenga queyo me he vendido a los jacobinos, venga delan-te de mí, dígamelo en mi cara, y le sacaré lasentrañas.

-¡Oh! fuertecillo estás -dijo el carnicero rien-do de su triunfo y de la cólera de Tilín-. No seprueba la honradez sacando entrañas; se prue-ba con la conducta... En fin, gracias que hasdado con un hombre como yo decidido a pro-tegerte. Mira si seré bueno, que no pienso qui-tarte el mando.

Tilín, mirando fijamente a su jefe, dijo parasí, sin despegar los amoratados labios:

-Y si me le quitaras, perro ladrón, yo lo vol-vería a tomar.

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Los importantes varones que presentes esta-ban llevaron la conversación a otro terreno, ydurante una hora larga se habló del proyecto detomar a Manresa para fundar en aquella exce-lente plaza el gobierno central de la ideaapostólica.

-Jep ha salido ya de Berga -dijo Pixola-. Ca-ragol debe de haber salido también de Vich, yyo me pongo en marcha mañana. Nos juntare-mos, y allá para la semana que viene a más tar-dar, Manresa será nuestra.

No se ocuparon más aquel día el guerrilleroy su pequeña corte de la importante persona deTilín; pero al siguiente recibió el héroe la esto-cada mortal de la envidia con la orden de per-manecer en Solsona, mientras las demás tropasy somatenes iban sobre Manresa. Esta elimina-ción en la jornada de más peligro y lucimientopuso al sacristán en el último grado de la rabia.Era evidente ya que se deseaba oscurecerle ypostergarle; pero él guardó su rabia en el pecho

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aparentando resignación y conformidad con susuerte. El veneno y las llamas que devoraban sualma, fueron celosamente guardados como elpuñal de que se piensa hacer uso en momentooportuno. Se le vio silencioso mas no irritado,en el momento de salir la gente de Pixola y lasuya para tan notable empresa, y dijo adiós asus compañeros sin mostrarse envidioso. Paracolmo de humillaciones, ni siquiera quedaba alfrente de la guarnición de la ciudad, sino comosubalterno de un tal Mañas, nombrado jefe dela plaza, el cual era un viejo borracho que pasa-ba la mitad del tiempo durmiendo y la otramitad jugando a las cartas.

Los partidarios que quedaban en Solsona notenían más consigna que vigilar a los presossepultados en las mazmorras del Ayuntamien-to, entre los cuales hallábanse Guimaraens y elaventurero D. Jaime Servet, y defender la ciu-dad en caso de un ataque, muy poco probablepor cierto, de las tropas del Rey. Tilín, viéndose

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condenado a forzosa holganza, vagaba sincompañía por la solitaria muralla de la ciudado bien por las tristes riberas del río Negro, tes-tigo de los juegos de su infancia, terminandosiempre su paseo en la puerta del Travesat jun-to a San Salomó.

Por las mañanas visitaba la sacristía, ayuda-ba algunas misas, y si se lo permitían, pasaba aver a las madres y a departir con ellas acerca delos negocios de la causa apostólica, que ibanmal según unas y a pedir de boca según otras.Aquella preferencia que desde su edad mástierna había mostrado Pepet por la bella y afa-ble Sor Teodora de Aransis mostrábase ahoracon más claridad, bien porque la desgracia avi-vase los afectos de su corazón, o bien porque lasituación desventajosa en que se encontraba,relativamente a su antigua jerarquía sacrista-nesca, le autorizase a dejar traslucir lo que an-tes ocultaba. La corta pero accidentada vidamilitar había gastado dos principalísimas pro-

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tuberancias, digámoslo así, del carácter deTilín, la timidez y el respeto a ciertas cosas ypersonas, bien así como la piedra puntiaguda yangulosa se pule y redondea al ser arrastradapor los torrentes.

Todos los días pasaba largas horas en el mo-nasterio sin quitarse el uniforme, y aunque lamadre abadesa no gustaba de ver allí los arreosmarciales, inclinose al fin a tolerarlos por losingular de las circunstancias. Rogole dichaseñora que ayudase al sacristán su sustituto enlos servicios de limpieza dentro de la sacristía;pero Tilín se negó a degradar su uniforme enfaena tan impropia de un militar de grandesalientos. Fuele dicho entonces que se quitase lacasaca, espada y chacó, con cuya advertenciarecibió nuestro héroe tanta pena como si lehubieran dado cien bofetadas; pero como habr-ía sido más grande aún su dolor si le privarande entrar en el convento durante aquellos díasde tristeza, desgracia y descanso, consintió al

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cabo en degradarse. No creyendo decente estaren mangas de camisa, se puso su antigua sota-na, con lo cual se vio realizada una metamorfo-sis de que no creemos pueda haber ejemplo enotro país del mundo. Así cambiaba de aparien-cia aquel extraordinario mozo pasando de gue-rrero a sacristán lo mismo que había pasado dela oscuridad de la sacristía al esplendor y es-truendo de los campos de batalla.

Casualmente había a la sazón en el conventouna obra que exigía buenas manos, y el sustitu-to de Tilín, si las tenía excelentes para robarcera, carecía de fuerzas para trabajos mayores.Estaban arreglando un flamante y lindo altarpara la Virgen de Setiembre y era necesario elconcurso de un hombre de buenos puños. Tilíndespachó esta obra de romanos en dos días, ydespués quiso arreglar la huerta que se hallabaen malísimo estado por enfermedad del horte-lano.

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Asistiendo, como auxiliares o como merasespectadoras, a estas santas tareas, algunasmonjas se regocijaban oyendo a Tilín la relaciónde sus proezas, siendo de observar que el héroede ellas, antes de aminorarlas con la modestialas acrecía con el frecuente uso de la hipérbole,presentándolas con tal grandor que las buenasseñoras se quedaban embobadas ante tantamaravilla creyendo ver resucitado el tiempo dela caballería andante. Como eran caritativas ybondadosas, Tilín hacía caso omiso de los fusi-lamientos que había ordenado y todo era bata-llas y más batallas en las cuales había salidovictorioso.

La que ponía más atención a estos homéricosrelatos era Sor Teodora de Aransis, que seguíacon interés febril el giro de los sucesos apostóli-cos, teniendo siempre en tortura su imagina-ción y sobreexcitados sus nervios.

Lejos de extinguirse en el rudo corazón deTilín, madriguera de impetuosas pasiones, el

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profundo afecto hacia ella, aquel sentimientohabía ido tomando cuerpo con los años, va-riando de naturaleza conforme al giro deltiempo y a las mudanzas del carácter. Era paraél la de Aransis objeto de un respeto que rayabaen supersticioso culto, y de tal modo se apode-raron de su ánimo la memoria y la imagen de laesposa de Cristo, que ni un instante se aparta-ron ambas de su cerebro durante la campaña.Sin embargo mientras fue soldado la pureza desus pensamientos era tal y tan grande la fuerzadel respeto, que sus afectos parecían más bienun apasionado fervor místico que afición ordi-naria entre dos seres humanos.

-XI-Pero después que volvió de la campaña y se

puso de nuevo, aunque no por razón de oficio,la malhadada sotana de su niñez, Tilín no era elmismo, al menos en la forma. Ya hemos dicho

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que había perdido su timidez; mas con ellaperdió la delicadeza y aquellas formas de res-petuoso culto con que antaño solía expresar suspasiones o velarlas, dándoles apariencia dulcey simpática, y ahora despuntaba en él una bru-talidad desapacible, una expresión ruda y des-entonada, cual si desapareciese todo lo que danla educación, el trato, el tiempo, los lugares yno quedase más que la obra pura y tosca de laNaturaleza.

Es preciso considerar que aquel hombre depasiones ardientes, criado dentro de un con-vento de monjas, amoldado en el hueco de unasacristía tan violentamente como podría amol-darse una espada dentro de un cáliz, había rotosu clausura, había ido a los campos de batalla,frecuentando el trato de soldados, hombres demundo y bandidos; que había vivido en la in-dependencia del guerrillero y del salvaje con-sumando diariamente actos de valor, ensober-beciéndose con un éxito constante, y apren-

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diendo a practicar la vida de las pasiones libresy sin artificio, porque el guerrillero es atrevido,brutal, cruel; pero es verdadero en sus senti-mientos, lleva su corazón desnudo como suespada, no engaña a nadie más que al enemigo,porque así lo reclama su oficio, y es un tipo deladalid de las primitivas sociedades, luchandopor un pedazo de suelo. Considerando esto, secomprenderá que Tilín guerrero, no podía serel mismo Tilín de marras.

En efecto; Sor Teodora notó que no la mirabacomo antes; que no le hablaba en el mismo tonoque antes; que sus pensamientos eran más au-daces; que se expresaba con más desenfado.Había en todo él cierta claridad deslumbradoray relampagueante, que hacía daño a la vista; unno sé qué de franqueza y desembozo que cau-saba miedo. Pero Sor Teodora, fanatizada porla guerra, a que atendía con tanto interés, noalcanzaba a penetrar la razón de esta soltura deTilín. Si alguna vez paró mientes en ello, consi-

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derolo como la desenvoltura propia de un sol-dado de Cristo, y pensó que aun perteneciendoa las milicias cristianas, han de ser los guerrerosmuy distintos de los monaguillos.

Tilín trabajaba un día en la huerta. Sor Teo-dora se acercó y le dijo:

-No se sabe nada de Manresa, Tilín. ¿Quépiensas tú de esto?

-Yo no pienso nada, señora -dijo el volunta-rio realista, haciendo un movimiento homicidacon el cuchillo de jardinero que en la mano ten-ía-. ¿Acaso yo puedo dar razón de la guerra?¿No han creído que todo puede hacerse sin mí?

-Ha sido una injusticia. Ya te he dicho que lamadre abadesa piensa escribirle dos letras so-bre esto a Jep dels Estanys, y yo le he escrito yasobre el particular a doña Josefina Comerford.

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-Poco me importan a mí Jep y doña Josefina-replicó Tilín, poniéndose ceñudo- pues estoydecidido a hacerme justicia. ¿Piensa la señoraque voy a volver a la sacristía de San Salomó?

-No, eso no; no faltaría más. Tu vocación ytu ardor guerrero te llevan a ser general, y loserás, sí; ya la historia se ocupará de generalTilín.

-General o no, yo me vengaré -dijo Pepet confiereza.

-La venganza es cosa mala, Tilín, muy mala.

Esto decía con unción la monja que tanto seentusiasmaba con batallas y guerras.

-Será cierto; pero yo necesito vengarme. Elhombre bueno se volverá malo tal vez; pero¿quién tiene la culpa?

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-No hables de maldades. Es preciso que túseas siempre bueno. Algunos guerreros hansido santos.

-Yo no seré santo, señora, yo no seré santo,no quiero ser santo -afirmó Tilín con ruda fran-queza-. Aunque quisiera serlo no podría.

-¿Por qué? -preguntó la monja disponiéndo-se a dar a su protegido una lección de teología.

-Porque cada uno nace para lo que nace.¡Santo yo! -dijo Tilín dando un gran suspiro ysentándose con muestras de cansancio-. Micorazón arde como una hoguera que no sepuede de ningún modo apagar. Quise ser sol-dado y apenas empecé a serlo me ataron lasmanos. Es fuerza que este volcán estalle poralguna parte y no hay duda que estallará.

Luego acercose a Sor Teodora y con acentoterrible, le dijo sin alzar los ojos:

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-Señora, yo no lo puedo remediar; yo harébarbaridades, haré estragos y quizás mi memo-ria sea maldita.

-¿Por qué? ¡Pepet, estoy aterrada!... Explíca-me eso -dijo la religiosa poniéndose pálida yjuntando las manos.

-¿Por qué?... porque ambiciono mucho, y to-do lo que ambiciono es imposible. Me faltanalas, me sobra espacio.

-Pues no ambiciones tanto.

-No puedo, no puedo.

Su acento era el de la desesperación.

-¡Qué locura!

-¡Todo es imposible! ¿Cree la señora que mesatisface esa guerra mezquina, guerra de estú-pidos y de salteadores?... No; yo no quieromandar somatenes, sino ejércitos. Yo adoro el

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estruendo, las grandes marchas, la fatiga, elpolvo de los campos, el calor horrible, las ham-bres, la gloria de las grandes jornadas, los in-mensos peligros, la embriaguez de la matanza,las astucias, las sorpresas, las banderas alzadassobre los montones de muertos...

-¡Qué horror! -exclamó la monja cubriéndoseel rostro con las manos.

-Yo adoro todo eso... ¿Qué puedo esperar deesta guerra que no tiene más objeto que el robo,ni más móvil que la envidia? Bien lo decía yo:mi época ha pasado. ¡Ay de mí! Me atrasé en elnacer; todo lo posible es ridículo, y todo logrande, señora, es tan imposible para mí comoponer en el cielo mis manos de barro miserable.

Diciendo esto, se llevó el puño a la cabeza yse hubiera arrancado un mechón de cabellos, sisu cabello cortado a lo militar tuviera mecho-nes.

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-Después de esta guerra vendrá otra másgrande -dijo la religiosa tomando el tono sibili-no que tan grande impulso había dado a la vo-cación de Tilín- vendrán cosas estupendas, ypasarás de esta esfera mezquina de los somate-nes a la esfera de las grandes acciones de gue-rra.

-No, no, no -gritó Tilín, y cada no parecía ensu boca como un golpe de maza; tal era laenergía con que los pronunciaba.

-Vendrá...

-No vendrá nada... Delante de este sacristándestituido no hay más que imposibles, imposi-bles, imposibles. No es sólo el de la guerra.

-¿Cuál otro?

-Otro.

Tilín volvió su rostro, y Sor Teodora se echóa reír.

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-Me causan risa tus ardores, Tilín -le dijo-.Apostamos a que al fin y al cabo, después detanto delirio, acabas por renunciar a las gloriasdel mundo y te consagras a servir a Dios en lasacristía de las pobrecitas monjas cascabeleras.

-Eso no, eso no, eso no -exclamó Tilín, sol-tando sus palabras como gemidos de agonía-.Jamás, señora; yo no puedo continuar en SanSalomó.

-¡Ya no nos quieres, pícaro!

-¡Oh!... no es eso... -dijo Tilín, enternecidosúbitamente-. Yo no puedo seguir aquí; soymuy malo y no me puedo vencer. El valiente escobarde consigo mismo. ¡Yo en esta casa, en lacasa de Dios y de la religión!...

Pepet hundió su cabeza, mirando tan de cer-ca un hoyo que delante de él estaba abierto, queparecía querer enterrarse vivo. Arrojó de su

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pecho varios suspiros cual si quisiera expulsarde su cuerpo la vida.

-Adiós, Tilín -dijo la madre dando algunospasos hacia el claustro.

La monja se separó de él. Tilín la vio alejarsey no le dijo nada. Después abandonó lasherramientas del jardín para ir a la sacristía,ponerse su uniforme y salir a la calle. Largorato estuvo platicando de cosas indiferentes conel sacristán sustituto. Cuando salió, vestido yasu gallardo uniforme, era casi de noche. Lasmonjas se retiraban a sus celdas y veíanse som-bras blancas que se perdían en el claustro, yoíase rumor de perezosos rezos. Tilín quisohablar a la abadesa y dirigiose al vestíbulo dedonde partía la escalera. Todo estaba oscuro.Vio delante una figura que entraba del claustropara pasar al coro. Tilín la detuvo; Sor Teodoralanzó una exclamación de sorpresa, y antes quepudiese decir una palabra, cayó de rodillas anteella el sacristán guerrillero, y como un reo que

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pide perdón, exclamó con voz profunda y sofo-cada:

-¡Madre, mujer, Sor Teodora...! por Dios,quiéreme.

La hermosa dama se quedó estática y muda;tanto le sorprendieron el tono y la voz del sa-cristán soldado.

-¡Tilín!... ¡Jesús!... -murmuró.

Y Tilín repitió con loco ardor.

-¡Quiéreme, quiéreme!

Su voz temblaba. Después se levantó y ten-diendo sus brazos sin atreverse a tocarla, acercósu boca al oído de Sor Teodora y a media vozdijo estas palabras:

-Monja, yo te amo.

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-¡Jesús Crucificado, ampárame! -gritó la es-posa de Cristo llevándose las manos a la cabe-za-. ¡Satanás, perro maldito, vete!...

Quiso huir. Sintió que sujetaban su hábito.Dio un nuevo grito. Oyéronse pasos y una vozque decía: «¿Quién está ahí?».

Dos monjas que llegaron vieron a Sor Teo-dora acongojada y trémula. ¿Había tenido unavisión? Sensiblemente turbada parecía; perocon un vaso de agua la volvieron a su prístinoser. Tilín había desaparecido.

-XII-Largo rato estuvo la madre sin volver de su

espanto, aterrada y sobrecogida, sintiendo so-bre su alma un peso colosal y una opresión tanangustiosa en su pecho que apenas podía respi-rar, y todo lo veía negro y rojo, como si sehallara bajo las pavorosas bóvedas del Infierno.

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La inaudita revelación, tan sacrílega como in-fame, había producido en su espíritu una sacu-dida espantosa como la que produciría un re-clamo verbal del mismo Satanás, reclutandogente para sus calderas. No obstante el espíritude la buena religiosa estaba absolutamentelimpio de pecado en aquel negocio, y ni confugaz idea, ni con vano pensamiento eracómplice de la execrable pasión de Armengol.Por el contrario el atrevido sacristán repre-sentósele desde aquel instante como un seraborrecible, digno de los más crueles castigos.

El primer cuidado de la dama aquella nochedespués que se retiró a su celda fue rezar, im-plorando la misericordia de Dios, no en pro deella misma, que en aquel caso no la necesitaba,sino en pro del miserable extraviado que consus livianos pensamientos y deseos faltabahorriblemente a la ley divina y profanaba elsanto asilo de las castas esposas de Jesucristo.Aun se puede tener por seguro que Sor Teodo-

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ra de Aransis se dio una buena tanda de azotesy se puso silicio, mortificaciones ambas quehabrían caído mejor en el cuerpo del bárbarocriminal que en el de la mujer inocente. La cau-sa de esta severidad con sus propias carnes eraque se creía culpable por otro concepto, y comoculpable, digna de castigo. Veamos la opiniónque formó de sí misma.

Dos o tres horas llevaba de oración y reco-gimiento después del tremendo suceso, cuandoocurriole de súbito una idea que le pareció sor-prendente por lo juiciosa y atinada. En efecto,aquella idea encerraba una lógica profunda.Según esta, lo que había pasado a Sor Teodora,las infernales palabras que había oído, aquelbrutal hombre que delante de sí había visto,horrorizándola con su delirio, no eran otra cosaque un castigo providencial por su detestableafición a las guerras religiosas. La noble con-ciencia de la dama iluminose con esta idea, ycomprendió que era contrario a la religión, a la

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severidad monástica y a las leyes más elemen-tales del amor de Dios su afán por las luchas delos hombres y aquel su deseo de ver triunfar alson de trompetas, cajas, cañonazos y gemidosde moribundos la mansa Fe católica.

Sí, castigo era por haber olvidado la ley deDios y la santidad de la orden, contribuyendo ainflamar las pasiones de los hombres. ¿Qué eraTilín sino la personificación monstruosa deaquella misma guerra salvaje, de aquel bandoosado, violento, sedicioso, rebelde a toda ley?Sí, ella había consagrado a la infame hidra lavehemencia, el interés, las simpatías y aun elamor que debía a su esposo, y en castigo deesta infidelidad, el ofendido consorte habíapermitido que la infame hidra se volviese con-tra ella y la hiriera con una de sus más ponzo-ñosas garras. Bien, muy bien, la lógica de esterazonamiento irradiaba en la conciencia de lanoble mujer como un reflejo de verdad divina.

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Consecuencia inmediata de tal lógica fueronlos azotes que la religiosa se administró, mal-tratando tan sin piedad sus hermosos hombrosy espaldas, que si alguien la viera se habríaapresurado a impedir tal desafuero contra labelleza y contra una de las más seductorasobras del Autor de todas las cosas y carnes.Parte de la noche estuvo en vela la madre,orando con fervor, y al día siguiente púsolotodo en conocimiento de su confesor, de quienrecibió absolución completa y los más saluda-bles consuelos.

Más tranquila después del acto religioso, SorTeodora rogó a la madre abadesa que la impu-siera una tarea cualquiera aunque fuese de lasmás penosas. La madre abadesa mandole quebarriese todo el claustro, y apenas cogiera SorTeodora la escoba para dar principio a su obra,vio aparecer a Tilín, que de la sacristía salió conuna espuerta de herramientas y algunos peda-zos de madera. Pareciole tan horrible y repug-

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nante, que bien pudo conocer Pepet el espantoque causaba en el ánimo de la señora. Quisoesta retirarse pero él le dijo:

-Una palabra, señora, pues va en ello la sal-vación de mi alma.

¡La salvación de su alma! Esto era motivobastante para no huir. A veces una palabra bas-ta a llenar de gracia un corazón y salvar un al-ma. Si ella podía decir esa palabra, ¿por qué nodecirla? La de Aransis no era gazmoña.

-La madre abadesa me ha mandado que cla-ve estas tablas en la puerta -dijo Tilín-. Dios medepara por un instante la compañía de la per-sona que más amo en el mundo. Señora, si us-ted no me oye y se va...

Al decir esto, Tilín fijó sus ojos de fuego enel semblante de la asustada monja, y al mismotiempo mostró un cuchillo enorme que con lasotras herramientas tenía.

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-¿Qué?... -murmuró ella.

-Si usted se va y no me oye, ahora mismo meparto el corazón con este cuchillo y acabo parasiempre.

Diciéndolo mostraba el filo del arma.

Sor Teodora tembló de espanto y no se atre-vió a moverse. Veía a Tilín en las agonías de lamuerte; veía el convento manchado por la san-gre de un suicida, y el horrible escándalo quehabía de seguir a este hecho. Más muerta queviva tomó su escoba y se puso a barrer a pocospasos del dragón.

-Señora -dijo este tomando un martillo-. Yoharé por vencerme; pero es precisa condiciónque usted no huya de mí.

-Malvado -exclamó la monja, recobrando depronto su energía- si no temiera ofender a Dios,aquí mismo te rompía la cabeza con este palo.

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¿Quién te inspiró tan infames ideas? ¿De esemodo pagas los beneficios que has recibido enesta casa? Sin duda estás dominado por Sa-tanás. Arderás en los infiernos si no te detienesa tiempo.

Y diciendo esto barría.

-Arderé con gusto si ardemos juntos -replicóTilín, que lanzado por los despeñaderos delsacrilegio, no podía detenerse-. Yo no soy comoningún otro, señora. Veneno y fuego corren yapor mis venas.

-Maldito, para todos hay misericordia; píde-la y se te dará.

-No la quiero sin usted... ¿Por qué soy mal-dito? Porque amo. ¿Quién ha hecho los corazo-nes sino Dios? Si usted estuviera fuera de estacasa, ¿qué mal habría en que correspondiera ami cariño?... Mi cariño es ahora salvaje y loco...pero sería dulce y tranquilo si no hallara tantas

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espinas cuando se acerca a su objeto. Todo elmal consiste en que es usted monja, en que vis-te un hábito, en que hizo votos... ¡Ay, señora!hace doce años, cuando le cortaron a usted elcabello... yo era niño y usted era ya una mujerque podía haberse casado con cualquier hom-bre... Pues digo que cuando le cortaron a ustedel cabello sentí que una espada fría me atrave-saba el corazón. Desde aquel instante la quieroa usted y la adoro más que si estuviera en losaltares.

Sor Teodora iba a contestar, pero no pudo ysiguió barriendo.

-Eso de ser monja -añadió Tilín, clavando unclavo- es lo que me atormenta. Yo digo que aveces es Satanás quien hace los conventos. Estepor lo menos obra suya es... No me hable ustedde Dios, ni me llame irreligioso, ni sacrílego...todo eso será verdad, será verdad; pero noquiero oírlo... Demasiado me atruena la tem-pestad que zumba en mis oídos... Hay un me-

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dio de cortar este mal, señora -añadió suspen-diendo su obra y mirando a la monja con fijezay una especie de éxtasis deleitoso, que le hacíaponer los ojos en blanco-; hay un medio. Ustedque es tan santa, usted que conseguirá de Dioscuanto le pida, pídale que le arranque esa sobe-rana hermosura, que le apague la luz de esosojos divinos, que le quite esa gracia y ese encan-to hechicero prestado por los ángeles del cielo,que le prive de ese noble continente y de esemodo de mirar, el cual parece que va repar-tiendo dones donde quiera que vuelve los ojos,pídale usted esto, y entonces... no entoncestampoco dejaré de quererla, tampoco entonces.

Sor Teodora volvió el rostro. Creía sentirseestrangulada por una serpiente que se enrosca-ba en su cuello.

-Este miserable no tiene salvación -pensó-.Abandonémosle.

Y dio algunos pasos para alejarse.

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-Señora -gritó Tilín lleno de despecho- nosveremos, nos veremos cuando usted menos lopiense.

Esta audaz despedida, que era una amenaza,despertó tal cólera en el ánimo de la de Aransis,que se volvió y dijo:

-¿Pues qué, menguado y vil hombrecillo, to-davía esperas que he de tolerar una vez más tusgroserías? Yo te juro que es hoy el último díaque pondrás los pies en esta casa.

-Eso dicen, señora. Ya me ha mandado lamadre abadesa que no vuelva más, porque elcapellán se ha quejado de mis entradas aquí.

-¿Lo ves, lo ves, execrable víbora?

-Sí; ya me han prohibido la entrada, y encuanto clave esta puerta adiós para siempreSan Salomó, mi querido San Salomó, dondeestá mi vida toda... Pero volveré, señora, yo

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juro a usted que me verá cuando y donde me-nos lo piense. Esto no se puede dejar.

La monja sintió que su terror se aumentaba.La imagen detestable de Tilín se le representólo mismo que el terrible individuo que está alos pies de San Miguel.

-Volveré -repitió Tilín levantándose y reco-giendo las herramientas-. Hasta luego, señora...No se digna mirar al pobre condenado. Seño-ra...

La monja se alejaba rápidamente. Huía comose huye del monstruo más horrendo.

-Sí... me condenaré... -murmuró Tilín-. Ya es-toy condenado... Sí, ya lo estoy; si ya no puedosalvarme.

El sacristán guerrero estaba tan absorto ensus pensamientos que no vio a la madre abade-sa que hacia él venía.

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-Tilinillo -le dijo la señora- antes que te va-yas arregla el emparrado de la huerta. Ya vesque con el peso de los racimos y lo mucho queha crecido la vid amenaza caerse uno de lospalos y rompernos la crisma el día menos pen-sado. Ponle un par de clavos y nada más.

-Ya había pensado en ello, señora. Voy a tra-er la escalera grande que hay en la iglesia.Compondré el emparrado y también daré unamano de cal a las tejas del palomar que se estáncayendo.

-Bien, hombre, bien, todo se te ocurre -dijo lamadre entusiasmada con la previsión del sa-cristán soldado-. Yo no tendría inconvenienteen que siguieras entrando aquí. ¿Qué importa?Tú eres bueno; te hemos criado desde niño...sabes respetarnos y nos quieres mucho... peroel señor capellán me ha dicho hoy que esto nopuede consentirse...tiene razón... no puede con-sentirse... y hoy te despedirás de nosotras. Pero

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vendrás a vernos por el locutorio, ¿no es ver-dad?

-Sí, señora; volveré por el locutorio.

-Espero que otra vez tomarás parte en lacampaña. ¡Qué injusto ha sido contigo esebribón de Pixola! Ya le he escrito a Jep... Por lasespinas de Cristo que es un dolor ver oscureci-do a militar tan valiente. Es lástima que nohayas ido a Manresa.

-Aún es tiempo: iré.

-¿Con la gente de aquí?

-Con la gente de aquí o conmigo solo.

Y sin más razones fue a buscar la escalera.Viósele después sobre el emparrado, sobre elpalomar y andando por el filo de la gran tapia.Parecía el gato de San Salomó recorriendo susdominios. Después se encerró largo rato en laleñera, sala baja que antes de la embestida de

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los franceses fue refectorio y pasando a trasteraestaba completamente atestada de restos demadera y de retama para los hornos de bollos.Allí estuvo Pepet revolviendo todo en busca deno sabemos qué materiales para la obra magnaque pensaba hacer en el palomar. Grande fuesu tarea; pero al anochecer dio todo por con-cluido, y puesto el uniforme y despidiéndosede las monjas, salió del convento.

-XIII-Había decidido poner fin a aquel estado de

destierro y vergonzosa inacción en que le teníael envidioso Abres y correr a compartir las fati-gas y las glorias del ejército apostólico junto alos muros de Manresa. ¿Qué le importaba ladesaprobación de su jefe inmediato? Él hallaríamodo de congraciarse con Jep dels Estanys, y sino lo lograba obraría por cuenta propia organi-zando un somatén libre que levantara una ban-

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dera enfrente de todas las banderas habidas ypor haber; y si no conseguía esto tampoco sesometería al fallo de la Junta Suprema para quele fusilase, le quemase, le descuartizase o hicie-ra con él todo lo que una Junta Suprema puedehacer con un oficial rebelde.

Su osadía no reparaba en consideración al-guna, y tanto desprecio le inspiraba la discipli-na como el peligro.

Concertose aquella misma tarde con dos do-cenas de amigos, gente que nada tenía que per-der, de esa que lo mismo sirve para lancesheroicos que para las empresas más desalma-das, y al cerrar la noche salieron todos de Sol-sona, sin dar cuenta a nadie, resueltos a no pa-rar hasta Manresa.

Deseaba Tilín acometer con los suyos unaempresa grande y terriblemente difícil, cosa enverdad más posible en pensamiento que enrealidad, por no ser aquellos tiempos propios

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para ninguna especie de grandezas como nofueran las grandezas de la vulgaridad. Hallán-dose su alma empapada, digámoslo así, en tansublime idea forzó la marcha para llegar pron-to, y después de andar sin descanso por espaciode una noche y un día, apartándose de los ca-minos más frecuentados, llegó a San Mateo deBagés, donde supo que las tropas y somatenesde la causa apostólica estaban sobre Manresa,aguardando el momento de la entrada, el cualno iba a depender de sangrientas peleas ni deempeñados asaltos, sino del soborno de laguarnición de la plaza. Decir cuánto enfrió estanoticia el ánimo de Tilín fuera inútil conocién-dose sus bríos indomables y su natural violentoy despótico para quien el empleo de la fuerzaera una necesidad, una delicia y la única razóny lógica posibles.

Resolvió ante todo presentarse al general enjefe a quien había escrito una carta muy expre-siva la madre abadesa, y manifestarle que no

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podía servir a las órdenes de Pixola, porquePixola era un hombre rastrero, vil, envidioso.Después pensaba pedirle el puesto de más peli-gro en los próximos combates, para borrar conun comportamiento heroico sus faltas de disci-plina.

En San Fructuoso de Bagés halló Tilín al co-mandante general de los sublevados, el hombrede confianza de la Junta, el brazo de aquellainmensa intriga de canónigos inquietos, de in-quisidores cesantes y de seglares sin empleoque tenía su centro en Madrid, no se sabe si enla sociedad del Ángel Exterminador (cuya exis-tencia no está históricamente demostrada) o enel misterioso cuarto del infante D. Carlos.

D. José Bussons, llamado vulgarmente Jepdels Estanys, era un guerrillero anciano, seco,pequeño, pero fuerte y ágil todavía, de carácterviolento y agrio. Hablaba poco, reía menos yera el hombre más blasfemo de Cataluña, y aunpuede decirse de toda la cristiandad; pero esto

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no era obstáculo para que los píos autores de larebelión hicieran de él el Josué de la guerraapostólica, por aquello de operibus credite nonverbis. Y las obras de Jep eran las más propiaspara despertar entusiasmo entre la genta oscuray envidiosa que rumiaba su descontento enclaustros, sacristías y camarillas episcopales,porque poseía el instinto de la organizaciónbélica y había establecido la práctica de que lasgavillas de la Fe rezasen el rosario entre batallay batalla. De la conciencia privada, digámosloasí, de Jep dels Estanys puede juzgarse por elhecho inaudito de recibir a bofetadas a los sa-cerdotes que quisieron prestarle los auxiliosespirituales cuando fue condenado a muerte enel sangriento epílogo de aquella campaña.

Según declaró en su último instante, habíaestado diez y ocho veces en la cárcel por dife-rentes crímenes, aunque los principales, dichosea en disculpa suya, eran delitos de contra-bando. Su educación guerrera la hizo en las

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gloriosas peleas contra el fisco, y sus primeroslaureles los ganó pasando géneros prohibidos.De esta escuela pasó a la de la guerra de la In-dependencia, saltando de contrabandista a co-ronel. Guerreó más tarde contra los constitu-cionales, ganando una pensión vitalicia deveinte mil reales con que el Rey quiso premiarméritos tan sobresalientes. Detestaba la vidapacífica y normal de las ciudades y el nobletrabajo de la industria. Su más grata mansiónera el campo, su descanso el cansancio, su camalas duras peñas; tan bien vivía bajo un sol abra-sador como sobre nieves y hielos, con tal queno le faltase un pedazo de pan y un tomatecrudo para desayunarse. Cuando no había gue-rra era preciso, según él, inventarla, con-formándose en esto con el pensamiento de Vol-taire respecto a Dios.

No era ambicioso de riquezas; inquietábaleun afán insaciable, que según unos era el afánde hacer daño. Despreciaba las penalidades y

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sabía cómo se conciliaba el sueño en los calabo-zos, lugares de comodidad y regalo para quienhabía aprendido a dormir a caballo o en la ra-ma de un árbol. Tenía la audacia y la prestezadel cernícalo, así como su crueldad. Su cara eraseca, áspera y arrugada como un pedazo deleña vieja.

Cuando se ofrece a la contemplación denuestros lectores, vestía uniforme de voluntariorealista sin cruces ni insignias, no llevando elingente chacó con que se decoraban los indivi-duos de aquel cuerpo, sino la montera catalanadoblada hacia adelante, como la usaban la ma-yor parte de las tropas. A estas las trataba ca-prichosamente, siendo unas veces severo conlas faltas, y otras muy tolerante, según estabade humor. La buena estrella de Tilín quiso queeste fuese bueno aquel día, y así después deobservarle de pies a cabeza, le dijo el general:

-¡Ah! eres tú el que se ha criado en las faldasde las monjas... Bien, bien. Ya sé que eres va-

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liente. A mí me gustan los hombres valientessobre todo. A mí también me criaron monjas.Mi madre era criada de las madres del monteOlivete en Tortosa... Pero esto no hace al caso.

-Lo que pido a vuecencia -dijo Tilín con en-tereza- es que me conceda el puesto de mayorpeligro en la toma de Manresa. De este modolavaré mi falta.

-¿Qué falta? -preguntó Jep con asombro.

-La de no haber obedecido a Pixola. Yo quer-ía tomar parte en la guerra y no estar manosobre mano en Solsona.

-¡Ah!... Ya sé que Pixola es un bruto. ¿Quiénhace caso de Pixola? Has hecho perfectamenteen venir aquí... ¿Y qué grado tienes?... ¿Nadamenos que comandante?... Cuando esto se aca-be rectificaremos todos los grados, y el Rey,cualquiera que sea, dará los premios que cadacual merezca... Mira, chico, ya que estás aquí,

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puedes prestarme un servicio. Estos brutos nosirven para nada. Todavía están mis botas sinlimpiar... Hace dos horas que están arreglandolos arneses de los caballos... Mira, Tilín,límpiame esas botas que están llenas de barro.

El comandante general, calzado con alparga-tas y sentado junto a una mesa sobre la cualgarrapateaba un oficio, señaló sus botas queestaban arrojadas en un rincón de la sala juntoa un montón de ropa sucia. Viéndolas parecíaque se veían los pies de un borracho. De unmorral sacó Jep un cepillo y lo tiró al otro ex-tremo de la sala.

-Ya tienes lo necesario -dijo tomando lapluma con no poca dificultad-. ¿Conque túquieres un puesto de peligro? Lo mismo fui yoen mi mocedad. ¡Un puesto de peligro! Eso es,o ser soldado o no serlo. Lo demás se deja paralas damas. El inconveniente, chiquillo, es queahora no habrá puestos de peligro. Como noso-tros guerreamos por órdenes que vienen de

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muy alto; como a nosotros nos apoya parte dela corte si no toda ella, y hay un manejo secretoque hace inútiles las bayonetas, la guarniciónde Manresa se rendirá. Allá dentro hay unosnenes de sotana que harán más que todos losgenerales... Sin embargo, puede que tengasdonde lucirte. Has subido mucho, monago; veoque aquí cada uno se da a sí mismo los gradosque le acomodan.

Echose mano al bolsillo y sacando los trebe-jos de fumar, dijo:

-Mira Tilín, toma dos cuartos y vete acomprármelos de yesca. Doblas la esquina deesta casa, y enfrente ves la lonja del Alfarrás.Tráemela pronto, que quiero fumar... prontodigo: me gusta la gente de piernas ligeras.

El soñador Tilín, cuyo cerebro hervía con elmovimiento y bullicio de gloriosas batallas,sintió su corazón atravesado por una aguja dehielo y una sensación de caída semejante a la

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que tenemos cuando en sueños nos despeña-mos de una alta cima sobre abismos sin fondo.Arrojó el cepillo con desdén, y tomados los doscuartos, salió diciendo para sí:

-¡El Demonio me lleve! Ni esto es guerra, niestos son soldados, ni esto es causa apostólica,ni esto es decencia, ni esto es valor, sino unafarsa inmunda.

-XIV-Los intrigantes que dentro de Manresa tra-

taban de ganar a la tropa de línea no pudieronconvencer a algunos oficiales de la ventaja queobtendrían en su carrera, pasándose a la insu-rrección. Estos oficiales eran hombres de honorque no se vendían por dinero, ni tampoco porlas promesas de salvación eterna. Pero losconspiradores lograron sobornar a algunos y acasi todos los sargentos del regimiento de la

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Reina, empleando entre otros argumentos el deque la Junta de Cataluña tenía poderes secretosdel Rey para sublevarse contra el mismo Rey.Al leer esta pestilente página de nuestra histo-ria es preciso tener mucha lástima de un sobe-rano contra quien se sublevaba una parte delreino, tomando su nombre. Pero la doblez yaproverbial del hijo de Carlos IV autorizaba esteprocedimiento.

Manresa tiene buena situación para una de-fensa. Rodéala en gran parte de su circuito elrío Cardoner, y su planta es enriscada, agria ytortuosa, y pendientes sus calles. Una guarni-ción pundonorosa la habría defendido contratodas las bandas y somatenes que pueden erup-tar las cavernas del Bruch, los bosques del Am-purdán y las grietas de la Cerdaña. Pero laguarnición, salvo la oficialidad y un puñado desoldados, sucumbió a las intrigas, no al plomoni al fuego, y se dejó vencer por la astuta labiadel padre Vinader, religioso mínimo, y del re-

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verendo doctor D. José Quinquer, domero ma-yor de la Colegiata.

En la noche del 27 al 28 de Agosto penetra-ron de improviso las hordas apostólicas capita-neadas por Jep dels Estanys, Caragol y Pixola.

Al grito de ¡Viva la religión! ¡Mueran los ne-gros! Que es el grito que servía entonces para laconsumación de todas las hazañas populares,fueron asaltadas muchas casas y ultrajadasmultitud de personas que no eran todas libera-les: la mayor parte habían incurrido en el des-agrado apostólico por la tolerancia de su rea-lismo y la suavidad de su celo religioso. La ciu-dad fue al punto dominada por los payeses,voluntarios realistas y guerrilleros, que uníansus berridos a los de la plebe manresana yasobornada para dar a aquel acto de civilizacióntodo el esplendor posible.

Los pocos soldados y los veinticinco oficialesleales se resistieron en el Ayuntamiento, dando

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ocasión a una refriega en la cual ambas partesse batieron valerosamente. Los leales hacíanfuego desde los balcones, y los insurrectos in-tentaron varias veces el asalto. Dios sabe a quéextremo de encarnizamiento habrían llegadoaquellos hombres si el comandante de la plazano hubiera mandado a los suyos que se rindie-ran. Todo iba bien para los frailes, admirable-mente; y con pocos heridos y menos muertosposeían una situación estratégica de grandísi-mo precio para dominar la montaña y tener enjaque a Barcelona.

Tilín y su gente sostuvieron el fuego en elAyuntamiento al lado de la guardia negra deJep dels Estanys, que mandaba la acción desdeun callejón cercano. En lo más recio de ella,Tilín vio a Pixola que se metía entre el tumulto.

-¿Cómo estás aquí, sacristanillo? -preguntóel carnicero con asombro.

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-Ladrón, estoy porque he venido -replicó eljoven indicándole con un gesto que se apartara.

-¿Por qué saliste de Solsona?

-Porque me dio la gana, borracho.

El furor bélico de Tilín daba a sus palabrasextraordinario brío. Si Pixola en aquel instantese pusiera delante en ademán hostil, de segurole partiera en dos, como hacían los caballerosandantes con los endriagos y monstruos fabu-losos.

Pepet habría deseado que el Ayuntamientode Manresa fuera altísimo castillo con formida-bles torres y baluartes, para acometerlo y asal-tarlo, despreciando el ardor de los defensores, yhacer allí uno de esos admirables desatinos queson pasmo de los siglos: pero cuando más sub-limado estaba su espíritu con esta idea y cuan-do sentía en su grado más alto el delirio de lamatanza y el espeluznamiento de la embria-

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guez marcial, viose que los sitiados no se de-fendían; un pañuelo blanco se agitó en la ven-tana, acudieron parlamentarios, entró y salióun fraile llevando recados, y todo acabó.

-Cuando yo digo -murmuró Tilín hiriendo elsuelo con furibundo pie- que ni aquí hay gue-rra, ni plan, ni soldados, ni idea ninguna, nidecencia, ni valor, sino una comedia indecen-te...

Los oficiales y soldados del Rey fueron alpunto desarmados, y Jep, tomando posesión dela casa municipal, procedió a la formación de laindispensable Junta. Mientras se nombraba, losfrailes y canónigos se confundían en las salasdel edificio con los guerrilleros y jefes de so-matén. Parecía aquello un mercado de infamesambiciones en que la vanidad cotizaba los ser-vicios de cada sujeto en las campañas de la in-triga. Un lenguaje soez compuesto de los voca-blos más populares sobresalía entre aquel tu-multo como el espumarajo que corona las olas

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agitadas del mar. Sobre aquel espumarajo dedicterios, de voces de venganza, de insultos yde blasfemias, se destacaron al fin los nombresde los elegidos para componer la Junta, el pa-dre Vinader, de la orden de mínimos; el canó-nigo Quinquer, el guerrillero Caragol, el médi-co D. Magín Pallás y el regidor San Martín.

Durante la elección unos cuantos desalma-dos de la horda de Pixola invadieron la casa delgobernador; arrastraron, sacándola del lechodonde estaba enferma, a su esposa, y ya lestenían a ambos en medio de la plaza con losojos vendados para fusilarles, cuando D. JoséSaperes (Caragol) que era el más humano delos junteros acudió y pudo impedir un horriblecrimen. Los demás atropellos no fueron de con-sideración. Pero gran parte del vecindarioabandonó la ciudad en la mañana siguientebuscando refugio en Barcelona.

Inútil es decir que el primer cuidado de lapaternal Junta fue publicar una proclama y dar

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las consabidas órdenes para que todos los ofi-ciales se presentasen, sin que se olvidara la co-branza de un año de contribución y el recluta-miento de los quintos del último reemplazo. Latradición revolucionaria fue escrupulosamentecumplida, probándose que no en vano había-mos tenido en nuestra historia cursos comple-tos de motines. La santa causa del Trono y delAltar, como decía la proclama de Manresa, quepoco después fue quemada por la mano delverdugo, como lo fuera años antes la Constitu-ción del 12, plagiaba ramplonamente a los de-magogos de las Cabezas de San Juan.

El día después de la toma de la ciudad, Jepdels Estanys trató a Tilín con desvío, no demos-trando admiración de sus dotes militares, ydespués de preguntarle si tenía buena letra lepuso a escribir oficios. Mucho disgustó a nues-tro héroe verse en la triste condición de escri-biente; pero no quiso manifestar su cólera. El

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mismo Jep debió conocer cuánto le mortificabala inacción.

-Mira, Tilín -le dijo al día siguiente-, me hahecho notar el Sr. Pallás, individuo de la Juntay médico de la ciudad, que las calles están lle-nas de inmundicias y que esto puede ser causade enfermedades. No es natural que nuestrosbravos chicos se ocupen en limpiar las calles,¿verdad?

-Tiene razón vuecencia -repuso Tilín decidi-do a dejarse fusilar antes que envilecer su per-sona con el oficio de barrendero.

-Pues mira, Tilín, vas a hacer lo siguiente: yasabes que la cárcel está llena de presos. Son losliberales y toda la gentuza negra de Manresa...conozco a algunos. Esos son los que van a po-ner a nuestra ciudad como el mismo oro. Lléva-te un par de docenas de hombres armados, en-tra en la primera tienda donde encuentres es-cobas y cubos para agua y toma tantos como

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sean los presos... me parece que estos pasaránde veinte. Luego vas a la cárcel, sacas a los ne-gros y a cada uno le pones en la mano su esco-ba y su cubo. Ellos limpiarán y tus soldados lesvigilarán. Al primero que se niegue al trabajo, omurmure de nosotros, o pronuncie algún voca-blo contra el Altar y el Trono me le dejas en elsitio. No te digo más.

Ni él necesitaba más. Aquella tarde se hizotodo como lo había mandado el jefe y las callesquedaron limpias de inmundicia. No así el co-razón de los apostólicos que cada vez se enfan-gaba más.

El héroe de San Salomó había de tener otrosempleos y ocupaciones durante su residenciade cerca de dos meses al lado de la Excelentí-sima Junta Superior. Un fraile que acompañabaa Jep en calidad de jefe de división y que teníala audacia de escribir furibundos libelos con lahorrible firma de El Padre Puñal, quiso tomar aTilín por ayudante. Negose este y un día se

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trabaron de palabras. Cada cual sacó a relucirsu jerarquía militar. De las palabras vinieron alas acciones y Tilín tuvo la suerte de poder pa-searse sobre las costillas de su enemigo, a quienno dejó hueso sano. El escándalo fue grande yPepet pasó a un calabozo, de donde le sacó díasdespués otro fraile que le tenía gran afición.Viose luego maltratado por Jep dels Estanys yfavorecido por Caragol; pero fue víctima de lashablillas, y una mañana Caragol le llamó sim-ple.

Su carácter impetuoso, su afán por sobresaliry su indómita soberbia, diéronle fama de dísco-lo y revoltoso, y nadie hacía buenas migas conél. Sus mejores amigos le abandonaban, y sihubiera intentado echarse al campo con un so-matén de su propia pertenencia, no habría en-contrado quince hombres que le siguieran.Aquella esfera de vulgaridad y de bajeza eramuy impropia para el desarrollo de su carácterdespótico y soberbio, que necesitaba acción

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incesante y vasto campo para ejercer su domi-nio. Aquella guerra no era guerra, era unacampaña de rencillas, de insultos, de miserias,de contiendas pequeñas semejantes a las dispu-tas de las verduleras. Una revolución grande yatrevida, una de esas revoluciones descaradasque atacan lo más firme en nombre de cual-quier idea fija y van derechas a su objeto hastaque vencen o se estrellan, hubiérale sobrepues-to a la multitud, personificando en su ruda fi-gura todas las violencias disfrazadas de justicia,la firmeza heroica y quizás todas las maldadesy excesos de la pasión humana; pero en aquellasentina de intrigas frailescas tenía que hundirsenecesaria y fatalmente. Era inepto para todaintriga. Capaz de los más febriles arrebatos delvalor y de la audacia, en la ociosidad de la pla-za ganada no era más que un pobre monagui-llo.

El fraile que ya a fines de Setiembre le habíasacado de la cárcel le demostraba siempre mu-

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cho cariño. Regalábale frutas y dulces de mon-jas; pero con confites no se conquistaba el co-razón inmenso del voluntario realista. Un día elpadre Bernardino de Chirlot le dijo:

-Querido Armengol, si hubiera muchoshombres como tú, fácil sería dar al traste conese fantasmón orgulloso que tiene formahumana y se llama Caragol. Yo sé que muchosreligiosos verían con gusto que la actual Juntaera disuelta a puntapiés y nombrada en su lu-gar otra de verdaderos católicos... A todas par-tes llega el francmasonismo.

-Padre Chirlot -dijo Tilín, ebrio de cólera- tancanalla sería una Junta como otra, y tan bestiaes Caragol como todos los demás. ¿Quiere us-ted sobornarme para una sedición?

-Todo sería que te dieran medios para ello-,replicó el fraile, acariciándose la luenga barbaroja semejante a la cola de un caballo.

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-¿Me darían dinero?

-Tal vez -dijo el capuchino con malicia.

-¿Y hombres?

-Tú los buscarías. Con dinero convertirás laspiedras en hombres.

-¿Y el objeto?... ¿el fin?... ¡Ah! ¡padre Chirlotde todos los demonios, para farsa asquerosabasta ya! Váyase usted con Barrabás.

Y se retiró dejando al fraile medianamentecorrido.

Al llegar al alojamiento del general en jefe,vio a este en la puerta con las manos metidas enla faja, paseando de largo a largo.

-¡Monago! -gritó Jep dels Estanys.

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Este nombre causaba a Tilín enojo violentí-simo, que no se atrevía a manifestar por temorde hacerse más ridículo.

-¿Qué manda vuecencia? -dijo.

-¿Por qué estás tan pálido?... ¿Te pasa algo?El Demonio cargue contigo... Mira, monago,lleva mi caballo al río y dale un baño.

Pepet Armengol tomó el caballo, lo sacó dela ciudad, y al llegar al camino montó en él enpelo, y oprimiéndole los ijares con sus talonessin espuelas, lo lanzó a la carrera por el caminode Solsona. Su alma sentía inefables delicias enaquella carrera, semejante al loco desborda-miento de su fantasía. Estaba solo, corría, eralibre.

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-XV-Llegó de noche a la ciudad y se apeó en casa

de Mosén Crispí. Al día siguiente los pocoshombres de armas que guarnecían la ciudad lerecibieron con simpatía, mostrándose dispues-tos a obedecer al sedicioso, por cierta inclina-ción instintiva que tenían todos ellos a la anar-quía.

-¿Qué órdenes tenéis? -les dijo.

-Nada más que vigilar a los pocos presosque están en el Ayuntamiento y alojar a las fac-ciones de Aragón y Navarra que llegarán de-ntro de dos días.

-Pues es preciso hacer todo lo contrario-afirmó Pepet gozando extremadamente en larebeldía-, es preciso soltar a los presos y nopreparar alojamiento alguno a esa nueva cana-lla que ha de venir.

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En la mañana del 30 de Setiembre fueronpuestos en libertad los presos, siendo los pri-meros que vieron la luz del día D. Pedro Gui-maraens y D. Jaime Servet. En cuanto al borra-cho de Mañas que tenía en Solsona una sombrade autoridad, harto beneficio le hacían en noahorcarle. El vino acabaría con él.

Llenos de alarma y susto estaban los solso-neses al ver que nadie mandaba en la ciudad,porque Tilín no se dejaba ver en sitios públicos,ni cuidaba de nada, ni impedía que unos cuan-tos desalmados cometiesen desafueros y mal-dades. También las monjas se asustaron, ycuando Tilín fue a visitar a la madre abadesa enel locutorio, esta le echó un sermón por su malaconducta. El antiguo sacristán estuvo luego tresdías sin repetir su visita, y rara vez se le veía enlas calles de la ciudad.

Excusado es decir que Sor Teodora de Aran-sis que había sentido vivísimo contento por la

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ausencia del dragón, se asustó mucho cuandotuvo conocimiento de su llegada.

Puesto que esta ilustre señora nos ha deocupar bastante en el curso de la historia pre-sente, convendrá que como complemento de lasamplias noticias que se han de dar, de su vida yde su carácter, mencionemos también lo que larodeaban. De los objetos materiales que acom-pañan a la persona, sirviéndole como de marco,el que siempre ofrece más interés es la vivien-da; y la vivienda de Sor Teodora es digna depreferente atención.

Desde aquel infausto día de Setiembre de1810, cuyo recuerdo, a pesar del lento paso delos años, no se había borrado aún de la memo-ria de la madre Montserrat, la casa de San Sa-lomó horriblemente profanada por los france-ses, había recibido varias reparaciones; pero elala occidental del claustro continuaba en el sue-lo. En la parte alta de dicha ala, formada poruna fila de doce celdas, había una gran solución

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de continuidad debida a la desaparición decuatro celdas, de modo que quedaban cincounidas al cuerpo central del edificio y tres ais-ladas en el extremo de la crujía. En la soluciónde continuidad subsistía parte de las paredes, eltecho era nulo, las puertas estaban tapiadas, lagalería de unión estaba reparada y era perfec-tamente practicable. Disputas y cuestiones en-tre las monjas sobre los fondos del conventohabían impedido reedificar la parte demolida, ytan sólo se habían hecho las obras de albañileríanecesarias para que la destrucción no fuese amayores. A las tres celdas que habían quedadosolas al extremo del ala, dieron las madres unnombre muy propio; las llamaban la Isla, y enellas moraban dos religiosas. La tercera celda,muy pequeña y casi inhabitable, servía de des-pensa a entrambas señoras. Una de las monjasque habitaban la Isla era Sor Teodora de Aran-sis. En la época de nuestra historia era la única,porque su compañera había muerto.

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El monasterio constaba: de un cuerpo de edi-ficio pegado a la iglesia, y de dos alas paralelasque partían en ángulo recto y en dirección deSur a Norte. Separábalas el rectángulo delclaustro. El centro y ala de Oriente hallábanseintactos. El ala de Occidente era la que tenía lasolución de continuidad y la Isla. El claustroque resultaba de estas tres construcciones, esta-ba cerrado al Norte por el piso inferior que con-tenía el refectorio nuevo: en el superior hallába-se abierto y un gran tejado servía de punto deunión impracticable a los extremos de las alas.

Diferentes veces dijo la madre abadesa a SorTeodora de Aransis que mudase de habitación,para que no viviera sola en aquel apartado si-tio; pero ella sin rechazar la idea, hizo propósi-to de permanecer allí durante el estío, porrazón de la frescura que en aquella parte delconvento se disfrutaba. La celda tenía su puertahacia la galería del claustro, una pequeña reja alPoniente y otra grande al Norte, sobre la huer-

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ta, cuya frondosidad embelesaba el sentido ennoches de verano. Desde aquellas rejas quedistaban poco de la gran tapia del convento, seveían las murallas de la ciudad, sólo separadasde este por la tortuosa calle de los Codos, lapuerta del Travesat y parte de la campiña y delas montañas.

Interiormente era la celda un lugar sosegadoy delicioso por el dulce silencio que en él rein-aba a causa de su alejamiento del centro deledificio. Perfecto orden reinaba allí, así como lapulcritud más refinada, no siendo la austeridadtan excesiva que convidase al ascetismo, ni tan-ta la pobreza que inspirase un vivo anhelo deser santo. Por el contrario, Sor Teodora tenía ensu morada varios objetos primorosos que habíatraído de su casa, entre los cuales descollabanalgunos vasos y jarros de plata, una alacena detalla que habría honrado a cualquier museo yun tapiz, obra de sus hábiles manos, que hubie-ra caído maravillosamente en el gabinete de

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una dama del siglo. Dos o tres pinturas del me-jor gusto, algunas imágenes de madera que nolo eran tanto, tres docenas de libros, muchísi-mas flores contrahechas que casi competían conlas verdaderas, completaban el ajuar.

Como la regla mandaba que las monjas notuvieran cama sino un solo colchón puesto so-bre el suelo, el lecho de Sor Teodora, como el detodas las monjas de San Salomó y el de muchasmonjas que hoy existen en Madrid y provin-cias, era un inmenso colchón de tres pies dealto. Véase aquí cómo interpretando la reglapor la manera más ingeniosa y burlándola enrealidad, convertían las monjas la mortificaciónen comodidad, y la pobreza en el refinamientodel bienestar.

Ciertamente convidaba a una vida regaladay tranquila, tal como pueden desearla los egoís-tas más empedernidos, aquel dulce retiro quetenía las ventajas del aislamiento, del silencio,de la calma unidas a las comodidades de una

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dorada medianía. Pocos habrá que no tengan laabnegación de ser pobres, austeros y recogidosen una cueva de tal naturaleza, donde no pue-de llamarse virtud el apartamiento del mundo.Había allí cierta elegancia unida al aseo másgrato; había delicado olor de flores, que no sa-bemos si es parecido al que los beatos llamanolor de santidad.

Recogiose Sor Teodora en su apacible nidodespués de cerrar la puerta, no con llave ni ce-rrojo, porque las celdas de los conventos notenían entonces aquellas seguridades, reputa-das inútiles, sino simplemente con un picaporteque lo mismo podría abrirse por fuera que pordentro. Encendió su lámpara, tomó un libro yse puso a leer.

Después de leer tranquilamente por espaciode media hora, se puso de rodillas y rezó confervor y recogimiento. Ya se llevaba las manosa la cabeza para quitarse las tocas, primera delas operaciones precursoras del acostarse,

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cuando sintió ruido en la puerta. Volviose so-bresaltada por no ser costumbre que ningunamonja la visitara de noche, y vio con espanto...¡Jesús Sacramentado!... parecía un sueño increí-ble, pero era realidad innegable...,vio a Tilín enpersona, con su cuerpo uniformado, su caramorena, sus gruesos labios, sus ojos de fuego,su frente de bronce, sus cabellos duros. El sa-cristán guerrero mantúvose en la puerta conuna especie de timidez feroz, como si ni aun sucolosal osadía tuviese la fuerza suficiente paratraspasar aquel umbral sagrado. Había atrope-llado la ley de Dios, abolido su propia concien-cia y no obstante se detenía tembloroso ante elpudor y la hermosura, cuyo imponente presti-gio llenaba de confusión al miserable.

Sor Teodora no pudo gritar: cayó desfalleci-da en una silla, cerró los ojos y sus brazos seestiraron trémulos como para apartar un objetoterrible.

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-Señora -balbució Tilín dando un paso y ce-rrando la puerta tras sí- no hay que temer nadade este miserable... no vengo más que a pedirperdón, señora... este miserable...

Procurando dominarse la monja se levantópara salir y pedir socorro. Tilín la detuvo conmano de hierro, y precipitadamente le dijo:

-Si usted llama, vendrán y seré descubierto,y habrá escándalo; mientras que si se calma yme oye un instante, nada más que un instante,me marcharé pronto, la dejaré tranquila parasiempre, señora, para siempre.

-No quiero -dijo Sor Teodora, intentandodesasirse-. Voy a llamar.

-Por Dios y la Virgen María que a mí me handesamparado, señora, óigame usted. Si ustedgrita me marcho, y si me voy no sabrá una cosaque le interesa mucho.

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-Nada tuyo puede interesarme -exclamó ellaardiendo en ira-. Malvado, te aborrezco.

-Eso al menos es algo -murmuró Tilín consarcástico gozo-. Yo no vengo sino a pedirperdón y a ver por última vez, por última vez aquien me aborrece.

Se dejó caer de rodillas y besó el suelo.

-Antes de privarme para siempre de ver laluz de mi vida -exclamó con voz ahogada-, hequerido besar estos ladrillos. Era un deseo ar-diente; no quiero morirme sin satisfacerlo. ¡Be-sar estos ladrillos! Es lo único que puedo alcan-zar. Con poco se contenta el malvado aborreci-do.

Absorta y petrificada, la de Aransis perma-neció en medio de la celda con los ojos fijos enPepet y las manos cruzadas. Los elegantes plie-gues de su hábito blanco daban a aquella im-ponente figura belleza y majestad.

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-Aquí está el hombre más infeliz del mundo-dijo Tilín, tocando los ladrillos con su frente-aquí está el polvo más vil que Dios tiene en elmundo con forma de hombre. Vilipendiado,aborrecido de todo el mundo, sin gloria, sinhonra, sin porvenir, sin ilusión alguna, estemiserable no ve ya más que tinieblas y ruinasdelante de sí... ruinas y tinieblas.

Miró después a la señora y le pareció másaplacada en su violento enojo.

-¿Y ni siquiera ha de merecer un ligero con-suelo en su corazón? ¡Esto es horrible, señora!Los perros son más felices que yo. Soy criminal;pero ya que no puedo verme amado, quierotener el único placer que me es lícito, el deverme perdonado.

-Sal de aquí al instante -dijo la madre conbrío- y te perdono.

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-Saldré, señora, saldré -replicó Tilín sin le-vantarse del suelo-. Mi vida es el infierno. Paracomprender mi estado, no imagine usted lasllamas y las calderas hirvientes de que hablanlos predicadores; eso no basta, eso es frío y des-colorido; imagine usted la falta absoluta deesperanzas y de ilusiones, la ruina completa detodo lo que edifica el espíritu... Ese es el infier-no en que vivo yo. Mi único alivio será queusted me mire un rato sin ira, que me permitaestar aquí y hable conmigo... y me diga, mediga: «Tilín...».

-¡Ni un instante! Malvado sacrílego... dema-siadas pruebas te doy de mi bondad, pues quete escucho.

-Un momento pequeño señora; muy poco,muy poco tiempo...

-Nada.

-¡Estoy condenado!

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-Condénate cien veces.

-¡Condenado por usted! ¡por usted! ¡por us-ted!

Y levantando la faz lívida hacia ella, añadiócon voz ronca:

-Condenado por ti, monja, que pareceshechicera.

Y se cogió su propia cabeza por los cabellos,como cogería el verdugo la del recién degolladopara mostrarla al pueblo.

-¡Condenado por ti! ¡por ti! -repitió ella- portu execrable maldad y sacrilegio.

-Pues bien, señora, perdón, perdón, yo pidoa usted perdón. Pero démelo sin ira, sin enfado,sin repugnancia, con aquella voz dulce y ange-lical con que me hablaba en mi niñez, con aquelmirar tiernísimo y aquel trato seductor que erami encanto en tiempos mejores.

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-Te perdono, márchate, y no vuelvas másaquí... Huye de mí, demonio del infierno.

La religiosa se cubrió el rostro con muestrasde horror, y estremecimientos nerviosos sacu-dieron su cuerpo.

-¡Ni un momento siquiera! -murmuró Tilínapretándose el corazón.

Miró a la monja y la monja le miró a él.Grande fue la sorpresa de Sor Teodora al verlágrimas en las atezadas mejillas de aquel hom-bre que tanto se parecía a un volcán por tener elcentro de fuego y el exterior de piedra.

-Te perdono -dijo la madre con lástima, perosiempre con el mismo terror-. Vete, vete, te di-go que te vayas. Infame bandido que has esca-lado los muros de la santa casa, huye de aquí,¿no temes la maldición de Dios?

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-¡Dios!... ¡Dios!... ¿Para qué hablar tanto deél? Mi Dios es otro. Si usted me permite estarun poco más, y contemplarla y referirle mispenas... mis penas que son grandes, atroces...

-No permito nada.

Tilín dio un suspiro y se levantó. Su sem-blante desconcertado y contraído parecía elsemblante de un reo de muerte momentos an-tes de subir al patíbulo.

-¡Mal rayo! -exclamó con desesperación-¡que el mundo sea así y no de otro modo! ¡Queexistan estas paredes, y estos votos, y estas rejashorribles!

Con fiereza revolvió los ojos por la estancia.

-Adiós, señora -dijo en tono y con ademanesde loco.

Sor Teodora le señaló la puerta.

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Acercose Tilín a la monja, retrocedió ella.Acercándose él más y bajando la voz le dijo:

-Antes de llegar los dos al otro mundo, nosveremos. Adiós.

Cuando él salió de la celda, Sor Teodora dioalgunos pasos para observar por dónde iba;pero faltáronle las fuerzas consumidas en aquelcuarto de hora de angustias infinitas, y sintién-dose acometida de un desmayo se dejó caer dehinojos, apoyó la frente en la silla y perdió porun instante el conocimiento y el uso de sus cla-ros sentidos.

-XVI-Poco duró el síncope a la ilustre dama, y al

reponerse, su primer cuidado fue correr a ob-servar qué camino tomaba el dragón. Pero nipor la puerta de la celda, ni por la reja abierta alSur sobre el emparrado y frente al palomar

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divisó forma humana. Teodora al dar por ter-minadas inútilmente sus observaciones, supusoque Tilín había entrado por la sacristía.

-Ese bribón -pensó- se ha quedado esta tardedentro de la iglesia, o en algún rincón de lasacristía. Al avanzar la noche salió de su aguje-ro, como los ratones que van a hacer sus co-rrerías y ahora se ha metido en él otra vez...Pero yo he de descubrir el escondite y he dearmar una ratonera para enseñar a ese desal-mado a jugar con el honor de respetables muje-res consagradas a Dios.

Como la puerta no tenía cerrojo puso trasella todos los muebles que pudo cargar; mas niaun con tal barricada quedó la señora tranquila,y rebeldes sus ojos al sueño, no podían apartarde sí la imagen fiera del voluntario realista.Acostose rendida, y no logrando hallar sosiegoni calmar la fiebre que el insomnio le producía,levantose y se puso a leer. Pronto advirtió quesu atención se distraía del piadoso asunto del

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libro, corriendo hacia otros pensamientos, yatormentándose con un descarriado giro alre-dedor de las pasiones humanas. Para esto co-nocía Sor Teodora un remedio preciosísimo queguardaba en la gaveta más alta del armario. Alpunto abrió la gaveta para sacar su preciosoespecífico. Era un manojo de cuerdas con nu-dos.

Largo rato duraron los azotes, cuyo términofue cuando la viveza de los dolores anunció a labuena religiosa que un golpe más haría traspa-sar los límites de la penitencia para entrar enlos de la barbarie. Sin embargo, como testigospresenciales, podemos asegurar que los ins-trumentos de mortificación usados por la ma-dre Teodora de Aransis no eran de los más des-tructores y que cualquiera podría hacerse santocon ellos sin riesgo de perder la vida temporal.

Abandonadas las disciplinas, pensó la damaque pues las oraciones no tranquilizaban suánimo ni tampoco el cruento vapuleo, lo mejor

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sería ponerse al trabajo, y al punto tomó unaobra de bordar que empezado había dos sema-nas antes.

Dábale a la aguja arriba y abajo, y cada vezque sentía algún ruido exterior o bullicio de lashojas de los árboles se estremecía y sobresalta-ba. Así pasó la noche hasta la hora en que lacampana del convento la llamó a maitines. Nosolía madrugar para asistir al coro, contribu-yendo con su pereza, fundada casi siempre endolores de cabeza o en cualquier desazón iluso-ria, a la relajación de la disciplina; pero aqueldía fue diligente y asistió al coro.

En el coro la madre Montserrat le dijo:

-Ya sé que ha estado usted enferma anoche.

-Yo... yo no, señora -repuso con turbación lade Aransis.

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-Ha estado usted en vela toda la noche-afirmó la vieja moviendo su apergaminadacabeza como un martillo-. Me pareció que viluz.

-Entonces también usted ha estado en vela-dijo Teodora.

-También... Pero yo estuve rezando -replicócon malicia la madre Montserrat.

Trazó una grandísima cruz desde su frente asu cintura y de hombro a hombro, y volviendola vista al altar tomó parte en el rezo general.

Sor Teodora no tenía criada, no ciertamentepor alarde de pobreza, sino porque en su sentirlas criadas dentro de los conventos no compen-saban con sus servicios las molestias que oca-sionaban ni los enredos que se traen chismo-rreando de celda en celda y ocasionando ene-mistades y sinsabores. Ella misma, pues, sehizo su chocolate y se preparó su comida pri-

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vada, porque en San Salomó, como en muchosconventos modernos, aunque había refectorio yyantar común cada celda tenía sus festinillos aque asistían dos, tres, cuatro monjas, o másgeneralmente una sola. Sor Teodora disponíade una pequeña cocina en la tercera de las pie-zas que componían la Isla y allí, ayudada deuna fámula de las que servían indistintamentea todas las monjas, se aderezaba alguna vezplatos de su gusto. Aquel día, quizás con moti-vo del largo insomnio, sintió la buena madreinusitado apetito y antojos de comer golosinas.Felizmente no carecía de elementos. Además delos riquísimos fiambres que se hacían en la grancocina del monasterio, la hermosa dama recibíade su familia jamones y carnes mechadas quehabrían tentado a un cenobita. En la alacena detalla que ocupaba lugar muy principal en sucelda había manjares diversos que con un pocode lumbre serían de exquisito gusto.

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Bastante tiempo empleó la señora en dispo-ner algunas chucherías para su propio regalopero cuando llegó la hora de comer apenasprobó un poco de cada cosa. Su apetito, que lahabía incitado a trabajar con tanto celo en lacocina, había desaparecido. Guardó todo paradedicarse a su labor de aguja. Mientras trabaja-ba sintió deseos vivísimos de pasearse por lahuerta y bajó; pero el aburrimiento obligola asubir de nuevo, y después de pasearse en sucelda discurriendo lo que podría hacer paramatar el tiempo consideró que lo mejor seríaescribir a su familia. Casualmente no había con-testado a la última carta de su hermano.

Después de escribir por espacio de un cuartode hora tomó de nuevo el trabajo para bordarun ala de mariposa. Dedicose luego a deshacerun ramo de flores naturales que en un búcarotenía y hacerlo de nuevo, operación en quetardó media hora. Corría lentamente la tardepesada, calorosa y larga, y Sor Teodora pensó

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que era conveniente para su alma rezar un po-co. Bajó al coro, estuvo rezando largo rato, su-bió después a la cocina, descendió a la huertacuando ya había aflojado el calor, y se paseóbajo el emparrado mirando alternativamente alsuelo y al cielo.

Para que el lector comprenda bien a SorTeodora de Aransis le diremos que aquel desa-sosiego, aquel constante mudar de ocupación,aquella caprichosa inconstancia en los empleosque había de dar a su fantasía y a sus manoseran fenómenos que se repetían invariablemen-te todos los días desde algún tiempo.

No nos es difícil inquirir la causa de este de-sasosiego ni nos importa nada decirla, porqueno es depresiva para la noble señora. Ya hemosdicho a su tiempo que Teodora de Aransis con-sideró como un pecado digno de los más acer-bos castigos poner toda su atención y sus pen-samientos y sus afectos todos en las cosas de laguerra y de la intriga apostólica. Así desde que

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consideró pecaminoso aquel desvarío bélico ypolítico, la buena madre hubo de intentar arro-jarlo de sí y limpiar su espíritu de tan infamemaleza. En efecto, no volvió a informarse deninguna particularidad relativa a la guerra, nileyó las cartas de Doña Josefina Comerford, ysiempre que venían a su pensamiento ideas debatallas ganadas o por ganar, de reyes caídos,de príncipes elevados o de trapisondas por laFe, echaba prontamente sobre ello otras ideas eimaginaciones, como se echa tierra sobre elcadáver recién enterrado en el hoyo. El efectode este sistema fue, como es fácil suponer, unestado de atolondramiento y vaguedad cons-tante en el espíritu de la ilustre religiosa, que alhallarse apartado de su ocupación predilecta,pugnaba por tomar a ella, rechazando todas lasdistracciones que se le ofrecían para apartarlede su tema. En suma, Sor Teodora de Aransisse aburría lindamente en San Salomó, aunqueella misma no lo conocía y daba otro nombre a

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aquel su estado de constante zozobra, diciendo:-¡Ay, Dios mío, qué maniática me he vuelto!

Ya sabemos de ella que su religiosidad noera extraordinaria. La más preciada joya de sucorona de monja era su conformidad con aque-lla vida y con la irremediable reclusión en queestaba sin saber fijamente por qué. Y no es fue-ra de propósito decir algo acerca de las causasdel monjío de Sor Teodora de Aransis. Sus pa-dres que ricos y nobles murieron temprana-mente, dejándola en la orfandad con otras doshermanas de menos edad que ella, y un herma-no mayor. Por desvío de su madre, fue criadapor unos tíos que la fiaron a las Ursulinas deLérida para su educación, la cual fue desempe-ñada tan cumplidamente en el orden religiosoque a los diez y ocho años de su edad, Teodora,catequizada por las madres y por un capellánanciano que era un águila para el confesonario,no pensó más que en ser monja. Ninguna per-sona de su familia trató de contrariar esta voca-

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ción juvenil que por lo precoz debió haber sidosujeta a observación; antes bien los nobles tíosde Teodora y su madre, que en Francia residía,encendieron más y más en su alma el celo reli-gioso, y avivaron la llama de su devoción, con-venciéndola de que era una felicidad para ellaabandonar el mundo y sus picardías. ¡Y quépoco le alabaron de palabra y por cartas su afi-ción, y qué mal le pintaron las vanidades delmundo y la dificultad de salvarse fuera de losclaustros!... La pobre joven, cuya acaloradaimaginación necesitaba poco para tomar vuelo,abrazó la vida mística con deleite y entusiasmo,mientras allá en el perverso mundo sus herma-nas menores se casaban con sus primos, y suhermano mayor derrochaba la fortuna paternay metía ruido y escandalizaba y emigraba y sehacía jacobino.

En los primeros años ¡Ave María Purísima!la religiosidad y unción de Teodora fueron elasombro de San Salomó. Parecía que iba a

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eclipsar con su celo y piedad a las Teresas, Cla-ras, Ritas y Rosas. No había culto que ella nopracticase, ni mortificación que no se impusie-se, ni sutileza mística que no discurriera paramás elevar su alma. El amor divino la pusodelicada y enferma, juntamente con las increí-bles penitencias que se imponía en castigo depecados que no había cometido, y para aplacartentaciones que no había tenido. Pero así comose desvanece poco a poco la ilusión de un amorprimero, tanto menos sólido cuanto mayor essu aparente vehemencia, así se fue disipando laseráfica exaltación de Teodora de Aransis a lamanera que van apagándose las memorias yoscureciéndose la imagen del novio ausente.Así como las evoluciones de la vida física pare-ce que sustituyen un ser con otro al verificarseel paso más importante de la edad, así el almade la señorita de Aransis, mudó de aficiones yde ideas. Su vocación había sido, dicho sea sinirreverencia, como esos amoríos juveniles tanparecidos a los fuegos artificiales que se desva-

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necen después de haber sonreído y estallado enla oscuridad, y no dejan tras sí más que ceniza,humo, sombras.

Creeríase que Sor Teodora había estado has-ta poco antes en la edad de los juguetes, y queentraba en la edad de las personas, en aquellaedad en que los muñecos son arrinconados yentran a desempeñar su papel los hombres. Ala seriedad afectada que tan mal le sentaba,sucedió una seriedad verdadera. Adquirió en-tonces un desarrollo físico que la hacía parecermás linda, y su interesante hermosura mostrosecon todo el esplendor de una risueña primave-ra. En el recinto triste y sombrío de San Salomó,aquella belleza de un carácter gracioso, seduc-tor, mundano y ligeramente maligno parecía,según la expresión de Mosén Crispí de Tortellá,la imagen del sol de Mediodía reflejada en elfondo de un pozo.

Sor Teodora debió conocer que era hermosa,extraordinariamente hermosa, porque el con-

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vento, a pesar de la disciplina y de todas lasreglas estaba lleno de pícaros espejos. Ignora-mos lo que pensó la ilustre dama acerca de suimpremeditado casorio con Jesucristo; pero laidea del honor y del deber estaba muy profun-damente arraigada en su alma, y tenía por sítanta fuerza que sustituyó a la vocación. Nopudo ser esto sin tormento interior; pues nohay, no puede haber sacrificio placentero, y alconsiderarse sepultada en vida y al conformar-se a ello, Teodora ponía sobre sus sienes unacorona quizás de más precio que aquella deimaginarias espinas, con que soñaba en la épo-ca de místico delirio.

La devoción externa amenguó tanto en ella,que hubo de causar algo de escándalo. Esto laobligó a hacer esfuerzos para no parecer menosmonja que sus compañeras. Pero al mismotiempo la hermosa dama necesitaba apacentarcon algo su espíritu, y diose a la lectura. Poralgún tiempo leyó obras diversas tanto sagra-

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das como profanas, aunque estas últimas eranautorizadas por la Iglesia. Más tarde se dedicóa criar pájaros. Después abandonó los pájarosregalándolos juntamente con los libros al padrecapellán, y su alto espíritu y esclarecida inteli-gencia se apacentaron, se cebaron mejor dichoen aquel negocio delirante de las guerras. Nadahay más que decir, sino que al desechar de sítoda aquella maleza pecaminosa, se quedó talcual tuvimos el honor de pintarla al comienzode este capítulo, inquieta, desasosegada, capri-chosa. Era una niña de treinta y dos años queno podía estarse quieta.

Y como en un convento, por más que se dis-curra, no se pueden inventar ocupaciones va-riadas y que interesen profundamente; como elcontinuo rezar no podía satisfacer aquellasconstantes ansias de actividad, Sor Teodorahabía caído en el más grande tedio. Nada de loque hacía era en ella más que una fórmula. Re-zaba por fórmula, y se azotaba por hacer algo.

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Cocinaba por capricho y trabajaba por meca-nismo. El trabajo material no podía satisfacersino parcialmente a su entendimiento superior.¡Oh! si no hubiera tenido el contrapeso de ungran sentimiento del deber, aquel espíritu pre-claro, de cuya exaltación fanática hemos vistoalguna muestra en las expresiones y discursosde marras, habría hecho perder a Nuestro Se-ñor una de sus esposas más guapas, aunque noes la hermosura la cualidad que más estima él.

Aquel día (y entiéndase que después de estaexplicación retrospectiva, volvemos a aquel día,es decir, al que siguió a la nocturna diabólicaaparición de Tilín) Sor Teodora tenía en quépensar. Su terror era tan fuerte y de tal modo lerepugnaban la pasión y más que la pasión lapersona del desgraciado Armengol, que nocesaba en discurrir medios para impedir quevolviese a poner los pies en el convento.

Pensó referir todo a la madre abadesa; peroluego desistió de este pensamiento por no dar

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motivo de escándalo en la comunidad y degrandísimo regocijo a la madre Montserrat, suterrible alguacil y enemiga. ¡Ah! ¡infame vieja!Ella fue la que por primera vez dijo que SorTeodora de Aransis ¡horrible calumnia! se aci-calaba a escondidas en su celda, adobándose elrostro, perfumándose el cabello y refinando suhermosura con afeites y profanidades delmundo. ¡Ella la que constantemente le clavabalas aceradas uñas de su aleve ironía; ella la quedesde su celda, situada en el extremo del alaoriental del convento, atisbaba noche y día lade Sor Teodora, situada en la Isla, observandocon vigilante saña a qué horas de la noche apa-gaba la luz, a qué horas del día bajaba a la huer-ta!

No, no, lo mejor era callar aquel horrible se-creto, tomando precauciones para que no serepitiera el suceso en las noches siguientes. Encaso de reincidencia, revelaría todo, aunque elconvento se hundiese, y con él la reputación

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intachable de casa tan noble, tan santa y vene-rable.

Firme en su idea de que Tilín se había ocul-tado en la sacristía, examinó aquella tarde lapuerta de esta y viola clavada, como estabadesde que el voluntario realista saliera paraManresa. Grande fue entonces la confusión dela dama, y sin dar cuenta a nadie de su sobre-salto, observó la reja del locutorio y la puertainterior de este; mas nada pudo hallar que indi-case fractura reciente. Al anochecer retirose asu celda, muy descontenta de sus observacio-nes, y estuvo más de una hora pasando mentalrevista a todos los escondrijos y agujeros de SanSalomó, representándose en su imaginación lainforme y heterogénea masa del edificio consus muros hendidos, sus techos abollados, susaltas tapias absolutamente inaccesibles desdefuera.

No tenía sueño ni esperaba tenerlo en todala noche. La temperatura era buena, aunque ya

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avanzaba Octubre. Sor Teodora salió a la galer-ía, y apoyando sus brazos en el barandal, estu-vo largo rato aspirando la frescura de la huertay recreándose con un ligero vientecillo que aratos venía del Norte y que le besaba el rostro.La noche era oscurísima y en el cielo brillabanalgunas estrellas con tan vivo fulgor, que parec-ían haber descendido, según la observación deSor Teodora, a contemplar desde cerca la tierra.Cansada de fresco y de astronomía, entró en sucelda y entornó las maderas de la ventana enre-jada. Después encendió la luz. El reló de la ca-tedral dio las diez.

La idea del desamparo en que estaba y de laescasa seguridad de su celda volvió a mortifi-carla. Una barricada de muebles podía no serobstáculo bastante para el monstruo. ¡Oh!¡cuánto sintió en aquella hora no haber referidoel inaudito caso a la madre abadesa!... ¿Quédebía hacer? Lo mejor era quedarse en velatoda la noche, sin perjuicio de arrastrar todos

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los muebles hacinándolos junto a la puerta.Sobrecogida y espantada, miró a la puerta, cre-yendo sentir ruido fuera.

Sor Teodora dio algunos pasos para reforzarel picaporte con algún objeto que le sujetara, yantes de llegar quedose yerta y muda de terror.Su corazón dio un vuelco terrible cual si serompiera en pedazos. Helose su sangre.

En la puerta que ligeramente se abría, apare-ció un bulto, un hombre... ¡el dragón!

-XVII-Conviene apartar los ojos por ahora de los

sustos y congojas de aquella noble mujer, some-tida por el pícaro Enemigo Malo a duras prue-bas, para fijarlos en los pasos cada vez máserrados y torpes, del infelicísimo voluntariorealista, el cual parecía no ya sometido a prue-bas o escrúpulos, sino arrastrado al mismo in-

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fierno por Satanás, atizador infame de lashumanas pasiones y perturbador de aquellasalmas que encuentra organizadas con alientosgrandes, mas sin el sostén de un sentido moralmuy puro.

Por noticias de muy fiel origen sabemos queTilín, luego que salió de la celda de Sor Teodorade Aransis, dejando a esta sin habla ni sentido,montó a horcajadas sobre el barandal de made-ra, y sin esfuerzo alguno, inclinándose de unlado, puso el pie en los palos horizontales delemparrado. No era preciso ser gran equilibristapara andar por allí, a causa de la robustez delos maderos. Andando a gatas y cuidando deevitar los huecos ocultos por el follaje, se podíarecorrer aquel camino aéreo, especie de puenteechado desde la galería hasta el palomar queestaba en el mismo borde de la tapia, puntodonde acababa el convento y empezaba elmundo. El palomar tenía un reborde por el cualse podía andar fácilmente agarrándose a los

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ladrillos de las frágiles paredes que lo forma-ban; pero al llegar a la tapia, que en aquel sitioformaba un ángulo entrante casi recto, cesabatodo camino y era preciso volar para salir delconvento. La pared era en lo exterior lisa, per-fectamente vertical, y su altura de doce varashacía ilusoria toda tentativa de escalamientopara entrar o de salto para salir. Tilín miróhacia abajo y vio que todo era tinieblas en elcallejón oscuro formado por las tapias de SanSalomó y las murallas de la ciudad. Parecíaaquello un abismo sin fondo, propio para queun desesperado arrojase en él la enojosísimacarga de la vida.

Pero no era ésta la intención del joven realis-ta. Ya sabía él por dónde andaba. En lo alto dela tapia y asegurado entre los ladrillos delángulo que esta formaba con la pared del pa-lomar, había un fortísimo clavo, del cual pendíahacia fuera una soga. La hábil colocación deesta y la firmeza del hierro que la sostenía indi-

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caban no ser aquel un trabajo del momentoimprovisado por la pasión o el capricho, sinomás bien obra de premeditación hecha con es-tudio y en sazón oportuna. El lector, si tienememoria, comprenderá cuándo fue hecha estaobra. Tilín confió su cuerpo a la cuerda y echo-se fuera descendiendo lentamente con los pu-ños, y al llegar a distancia como de tres varasdel suelo buscó con el pie un objeto en la super-ficie de la pared. Hallado al fin aquel objeto queera un segundo clavo tan sólido como el dearriba y apoyando en él su pie, dejó la cuerda,agarrose con los acerados dedos a los huequeci-tos de los ladrillos y desde allí se arrojó al sue-lo.

En el momento de caer, una voz sonó a sulado, y manos nada blandas le tocaron loshombros. La voz dijo riendo:

-Date preso, seductor de monjas.

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-¡Quién va! -gritó Tilín desasiéndose deaquellas manos y arremetiendo a su descubri-dor con amenazadores puños.

-Alto, alto, señor Tilín -dijo este agarrotandolas muñecas del sacristán con mano vigorosa-.Soy amigo. No tema usted nada de un pobreprisionero. Jamás he sido protector de monjas,y si lo fuera, callaría este caso, porque tampocosoy delator...

-¿Quién es usted?

-¿Tan desfigurado estoy que no me conoce?-dijo acercando su rostro al de Pepet.

-¡Ah! es el Sr. Servet si no me engaño.

-El mismo, y si por carácter no fuera discretoseríalo ahora por tratarse de un hombre a quieneternamente debo gratitud por la libertad queme ha dado.

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-El demonio cargue con usted y con su grati-tud -replicó Tilín, cuyo enojo no podía aplacar-se con las corteses manifestaciones del que entan mala ocasión le había sorprendido.

-Y con el mal humor de usted -añadió elllamado Servet-. En ninguna parte está mejorun secreto que en el pecho de un hombre agra-decido. Si en vez de ser yo quien pasaba poraquí hubiera sido otro, el Sr. Tilín habría tenidoun disgusto. Mañana sabría toda la ciudad quelas monjas de San Salomó...

-¡Por las patas y el rabo de Satanás! -gritóTilín con ira- que si usted habla mal de las se-ñoras o las ultraja, aquí mismo le arranco elcorazón. Tengo ganas de matar a alguien.

-Hombre, ¡qué capricho!... Pues a mí me pa-sa lo mismo -dijo Servet flemáticamente-. Aquítengo dos pistolas y un cuchillo de monte queme ha dado el señor de Guimaraens.

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-Pues vamos -gritó Tilín como un insensatodando algunos pasos hacia la puerta del Trave-sat.

-¿A dónde?

-A matarnos.

Si la noche hubiera estado clara se habríavisto en los ojos de Pepet Armengol el brillosiniestro de la locura.

-Eso debe meditarse antes -dijo el caballeroD. Jaime con gravedad no exenta de burla-. Mivida actual no es precisamente de las que mere-cen el nombre de deliciosas; pero ¡qué demo-nio! es preciso llevarla a cuestas y la llevare-mos; no faltará un cabecilla que nos alivie deese peso.

-¡Déjeme usted... déjeme usted solo!-exclamó Tilín apoyando su cuerpo en la mura-

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lla de la ciudad y hundiendo la barba en el pe-cho.

-Pues adiós, adiós. Nunca me ha gustado serimportuno.

El caballero dio algunos pasos para alejarse.Con violento ademán se abalanzó Tilín hacia ély deteniéndole por un brazo, acercó el marti-lludo puño a su rostro y le dijo:

-Si usted deja escapar una palabra, una pa-labra sola que ofenda la honra, la fama y la san-tidad de las señoras de San Salomó, encomién-dese usted a Dios. ¿Está entendido?

-Entendido. Yo no he visto nada. Puede vol-ver a subir si gusta.

-No subiré más, no. No subiré más -bramó elvoluntario moviendo la cabeza con desespera-ción-. Y si subo o no subo, a usted poco le im-porta. Las madres de San Salomó son honradas.

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No hay ninguna que no lo sea. Yo soy el crimi-nal, ellas no.

Servet encogió los hombros y volvió a reti-rarse.

-No, no se vaya usted -dijo Tilín deteniéndo-le primero y siguiéndole después.

-Pronto cambiamos de parecer, amigo.

-Yo no tengo amigos. ¡Ay! si tuviera algunole pediría un consejo.

-Pues cuente usted que yo soy ese amigo yábrame su corazón.

-No, no, no. Mi corazón no se abre, no sepuede abrir, está ya soldado con plomo derre-tido.

-¡Qué exaltación, señor Tilín! Vámonos deaquí. Entraremos en la taberna de Mogarull o

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de Guasp, y beberemos un poco para que albuen guerrillero se le despeje la cabeza.

Tilín se dejó llevar como un idiota.

-Yo siento haber sorprendido un secreto tandelicado como el que acaba de descubrirme lacasualidad -añadió el caballero mientras se in-ternaban en la ciudad-. Pero no es culpa míasino de la Providencia. Yo entré por la puertadel Travesat. Venía de casa del señor de Gui-maraens que, entre paréntesis, si debe a ustedla libertad, no puede olvidar que le debe tam-bién la prisión, y aguarda una coyuntura paradesollarle vivo. Mi Sr. D. Pedro, luego que sa-limos de la cárcel me llevó a su casa, diome decomer y de vestir, obsequiándome con tantafinura que no sé cómo pagarle. Todo cuanto henecesitado lo ha puesto a mi disposición menosuna cosa que me hace suma falta; un caballo,un caballo, señor Tilín, que me lleve a la fronte-ra antes que estos benditos apostólicos vuelvana prenderme.

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-¡Un caballo! -repitió maquinalmente Tilínsin atender a la narración de Servet.

-El Sr. de Guimaraens, que salió anteayerpara Cervera a ponerse a las órdenes del condede España... ¿no sabe usted que tenemos enci-ma las tropas reales?... se despidió de mí congrandísima pena y me dijo: «Querido Servet,siento no poder darte un caballo; pero te ofrez-co mi tartana, que es la mejor pieza que ruedaen Cataluña». ¡Donoso regalo! Heme aquí, Tilínamigo, dueño de un coche que de nada me sir-ve y que daría por la pezuña de un caballo.

-¿Un coche? -dijo Tilín vivamente con mues-tras de gran interés.

-Sí, esa preciosa alhaja la tengo en una caba-ña que está a cien varas de la puerta del Trave-sat. Esta tarde he traído mi vehículo gallarda-mente tirado por un asno, sobre cuyos lomos heroto medio fresno sin conseguir hacerle salir deun pasillo morigerado y tímido que me quema-

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ba la sangre. Mi ánimo es buscar un caballo enSolsona, empresa difícil porque carezco deamistades en esta generosa ciudad de mis en-trañas. Pero confío en Dios, que ya me ha dadopruebas de su protección deparándome unamigo al dar mi primer paso dentro de estosbenditos muros... ¿Benditos dije?... ¡si yo osviera hechos polvo juntamente con toda la ca-terva apostólica!... En suma, señor Tilín amigo,yo considero harto feliz nuestro encuentro,acaecido del modo más extraño. Entraba yo porla calle de los Codos, pensando en el coche quetengo y en el caballo que no tengo, cuando pa-reciome sentir ruido en lo alto de la tapia deSan Salomó. Miré y no vi nada. Detúveme...

-No quiero que nombre usted a San Salomó.

-Detúveme y al fin vi un bulto que descendíapor una cuerda.

-Basta.

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-Era un hábil trabajo de volatinero que me-recía verse, mayormente cuando se veía gratis.El bulto se desprendió arrojándose al suelo.Hay un clavo a la altura de la mano, señorTilín. La idea es ingeniosa.

-Digo que basta.

-No se hable más del asunto. Lo principal esque realmente yo soy aquí el que cuelga, el quepende, no digo de una soga sino de un cabello,y bajo mis pies miro, no la deleitosa calle de losCodos, sino el insondable abismo de mi perdi-ción.

-¿Necesita usted un caballo?...

-Sí; un caballo a quien confiar mi pobre per-sona para que la ponga en la frontera sana ysalva. Si estoy aquí un día más, señor guerrille-ro, me expongo a perder otra vez mi libertad.En el caso de que los señores apostólicos quehay en la ciudad y los que pronto vendrán fue-

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ran misericordiosos conmigo, ¿cuál sería misuerte el día que entrase en Solsona el conde deEspaña, vencedor y vengativo? Y ese día noestá lejos, amigo Tilín; ya se han visto tropasdel Rey a dos leguas de aquí. Guimaraens reci-bió anteayer órdenes fechadas en Cervera.

-¿Y teme usted al conde de España? ¿Puesno es usted espía de Calomarde?

-¡Espía yo!

-Entonces no hay duda de que es usted sec-tario y jacobino. Tenía razón Pixola.

-Tampoco soy jacobino.

-A mí no me importa que sea usted el mismoLucifer, capitán del Infierno -dijo Tilín-. Nadame asusta. No tengo ya afición a ninguna causapolítica; todas me son indiferentes, mejor dicho,todas me interesan con tal que destruyan.

-¡Destruir!

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-Sí, destruir. Dígame usted ¿no está la corteminada por los masones? ¿Es cierto, como aquínos han dicho, que si los masones triunfan,destruirán todo, y no dejarán en pie nada de loque hoy existe?

-Los masones no triunfarán.

-¿Qué bando hará tabla rasa de todo?

-El de ustedes si triunfara, pero tampocotriunfará.

-¿Y Calomarde pegará fuego a toda Catalu-ña?

-No lo creo; pero fusilará a todos los cabeci-llas que coja.

-Pregunto si pegará fuego a toda Cataluña.

-No lo sé.

-¿Y no demolerá las ciudades?

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-Mucho es eso.

-Entonces ¿quién volverá el mundo delrevés?

-Tampoco lo sé; pero de seguro habrá al-guien que lo haga.

-¿Y quién lo hará?

-Uno que puede mucho.

-¿Es fuerte?

-Más fuerte que todos los tronos, que todoslos partidos, que todos los hombres.

-¿Quién es?

-El tiempo.

-¡El tiempo! ¿dónde está ese tiempo que noviene?

-Ya vendrá.

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-¡Oh! tarda.

-Es propio del tiempo tardar.

Tilín calló después profundamente. Seguíanandando y de pronto detúvose el guerrillero ymirando al cielo con espantados ojos y hacien-do un gesto convulsivo como si al mismo cieloamenazara, exclamó:

-¡Me aborrece!

-¿Quién?

-¡Necia pregunta! -dijo Tilín apretando fuer-temente el brazo del caballero-. No tengo ami-gos; yo no confiaré a nadie lo que me pasa...Señor Servet...

-¿Qué?

-Míreme usted.

-Ya miro.

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Los dos hombres se contemplaron lúgubre-mente en la oscuridad de la noche.

-Señor Servet -prosiguió Tilín acercando mássu rostro al de su improvisado amigo-. ¿Es cier-to que yo soy horrible?

D. Jaime no supo contestar.

-No, ciertamente. Un corazón generoso, unafigura tosca, aunque enérgica y simpática, nopueden ser horribles.

-¿Entonces no es cierto que yo sea un mons-truo?

-¿Un monstruo?

-Sí lo seré; pero de maldad, de... no sé dequé.

Después estuvo meditando largo rato, apo-yado en un poste de las arquerías de la plaza deSan Juan.

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Delante de él Servet contemplaba su fazsombría alumbrada a ratos por la mirada, y sufuerte y áspera cabellera que parecía tormento-sa nube pesando sobre un horizonte inflamadoen ciertos momentos por la sulfúrea luz delrelámpago. El caballero cortó el silencio dicien-do:

-Usted se ha malquistado con sus jefes. Esindudable que si le cogen los cabecillas apostó-licos le fusilarán, y si cae en las manos del con-de de España, le fusilará también. La comúndesgracia nos hará amigos y compañeros.Ayudémonos mutuamente, y huyamos juntos.

-¡Huir! -murmuró Tilín con sordo gemido-.Yo también huiré.

-Iremos juntos.

-No, yo tengo que hacer algo en Solsona.

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Miró al cielo hacia la parte donde estaba SanSalomó.

-Lo que más importa es no perder el tiempo,porque mañana, quizás dentro de algunashoras no habrá remedio para nosotros. Ya sabeusted que las facciones de Aragón y Navarra,en la imposibilidad de hacer cosa de provechoen aquellas provincias, vienen a reforzar las deCataluña.

-Yo no sé nada.

-Se dice que pronto llegarán a Solsona. Yotemo volver a visitar los aposentos subterráne-os del ayuntamiento, y usted no debe vivir muytranquilo puesto que ya está declarado rebeldey pronto se le declarará vendido a Calomarde.Sé lo que son revoluciones y sé cómo se trata enellas a los que después de haberlas servido lasabandonan.

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Tilín no atendía a las razones harto discretasdel forastero. Abstraído en otros pensamientosdijo de súbito:

-Yo tengo una casa en Cadí... allá en los bos-ques de la Cerdaña, donde apenas hay razahumana... ¡Qué soledad, qué soledad tan gran-de aquella!

-¡Ah! -dijo Servet-. ¡un buen guerrillero, can-sado del mundo y herido en el corazón por losdesengaños se retira a hacer vida de anacoretaen su casa solar! Muy bien. Me gusta esa ideaque responde a dos necesidades urgentes, la dedescansar de las fatigas de la guerra o de lossobresaltos amorosos y la de ponerse a veinteleguas del conde de España, cuya compañíadebe evitar quien estime en algo la vida. Y elconde de España está en Cataluña... lo queequivale a decir que nuestras cabezas y las ca-bezas de todos los guerrilleros apostólicos estánsobre el tajo. En mal hora vendrán esos valien-

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tes navarros y aragoneses, como no vengan,según se ha dicho, a someterse.

-El locutorio -dijo Pepet de súbito- está al la-do del camarín, donde están el altar viejo y laspiezas del monumento.

Pasmado se quedó el forastero al oír razonestan incoherentes y que tan mal respondían alasunto de que se trataba. Continuó hablando dela necesidad de huir, de la absoluta perdiciónde la causa apostólica, y cuando pidió a Pepetsu parecer sobre tan importante opinión, res-pondiole el irritado voluntario:

-De aquí a mi casa de la Cerdaña... cuatrojornadas y cuatro descansos, uno en ReginaCœli, otro en Vilaplana, otro en Nargo, otro enQuerforadat.

Oyendo tan desconcertadas razones, Servetpensó que aquel hombre había perdido el jui-cio.

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-Cree usted -dijo Tilín echándose las manosa la espalda y dando algunos pasos en contrariosentido- ¿cree usted, Sr. Servet, que el vientoSur me será favorable?

-Si piensa usted ir en buque...

-No es eso, digo que será favorable... ¡Oh!no, mejor será el viento Nordeste.

Y miró al cielo para ver la dirección que lle-vaban las nubes.

-Norte fijo- afirmó Servet mirando también yriendo de los despropósitos de su nuevo ami-go-. Cataluña necesita un poco de fresco paralimpiar su atmósfera de lo que le viene del Sur.También tenemos al Rey D. Fernando en cami-no de esta tierra, y según todas las noticias yadebe de estar cerca de Tarragona. Ese solícito ypaternal monarca ha querido venir por sí mis-mo a aplacar la insurrección... ¿Sabe usted, se-

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ñor Tilín, que más me huele a cáñamo que apólvora?

El voluntario no contestó sino después depasado un rato.

-Todo podrá quedar hecho en una hora -dijomirando con extravío a D. Jaime-, y se hará, sehará.

Al decir esto oyose lejano y ronco el ruido delos tambores de guerra, y algunos hombrespasaron presurosos por la plaza disputando.Reuniose bastante gente, y entre el rumor de lashablillas oyose que decían:

-Las facciones de Aragón... ahí están.

-Ahí tenemos ya a la canalla que faltaba -dijoServet-. Ya vengan a pelear, ya vengan a some-terse, conviene evitar su compañía. Buenas no-ches, Sr. Tilín.

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El voluntario le estrechó la mano, diciéndo-le:

-Tendrá usted el caballo que desea, pero espreciso que me dé su coche.

-Con la mejor voluntad del mundo -replicóel otro lleno de gozo-. Es un mueble que no meparece mío sino por lo que me estorba.

-Pues yo lo necesito: es para mí de grandísi-ma utilidad.

-Como el caballo para mí. Bendito sea elmomento en que, entrando por la calle de losCodos, vi descolgarse de la tapia...

-Basta. Usted no ha visto nada.

-Es verdad, amigo y protector mío: nada hevisto.

Estipularon en seguida de un modo formal ydefinitivo el cambio que habían indicado. Ser-

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vet daría su tartana a Tilín a trueque de un ca-ballo. Mas como el guerrillero no tenía por elmomento más que el suyo, o sea el de Jep delsEstanys, hizo solemne promesa de buscar elque Servet necesitaba, y de tenerlo a su disposi-ción en todo el día siguiente.

No pudo fijar Tilín punto determinado paraverse ambos amigos en el curso de las veinti-cuatro horas siguientes, «porque -decía- misquehaceres serán muchos mañana, y no se mepodrá ver por ninguna parte».

Al fin quedó concertado que Servet entre-garía al día siguiente su coche y fuera al caer dela tarde a la posada de José Guasp, dondehallaría a un amigo de Tilín y con este el desea-do caballo. Dándose afectuosos apretones demanos, despidiéronse cuando ya entraban en laplaza los grupos de guerrilleros aragoneses ynavarros que acababan de llegar.

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-¿Podremos hacer el viaje juntos? -dijo Ser-vet al voluntario.

-De ningún modo -repuso este-. ¿Sale ustedmañana?

-Contando con el caballo, mañana.

Tilín clavó sus ojos en el cielo. Ceñudo y fos-co parecía leer en la tierra misteriosos anunciosdel destino.

-Entonces...

Y dijo una frase que uno y otro ¡ay! habríande recordar más tarde.

Aquella frase era:

-Quizás nos encontremos en el camino.

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-XVIII-El caballero D. Jaime Servet (de quien hemos

de ocuparnos ahora con algún detenimiento) seretiró al campo y a la casa de Guimaraens,donde estuvo solo todo el siguiente día siguien-te. Impaciente y sin sosiego, esperaba la tardepara ir a la ciudad y tomar el caballo prometi-do: así cuando comenzó a oscurecer quiso des-pedirse de la señora Badoreta, que por ordende su amo le había prestado ropa y algunosdineros para el viaje; pero la señora Badoretano estaba en la casa, y el caballero tuvo quemarcharse sin despedirse de ella, y lo que esmás sensible, sin comer. Partió hacia la ciudad.En la cabaña situada fuera de la puerta del Tra-vesat halló a Pepet que puntual había ido atomar posesión de la tartana. Estaba el guerri-llero en compañía de seis hombres cuyo aspec-to pareció a Servet harto sospechoso, y aun elmismo Tilín figurósele más sombrío, más ce-ñudo, más hipocondriaco que de ordinario.

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Pocas palabras cambiaron. Tilín anunció a suamigo que el caballo le esperaba en la posadade Guasp.

-¿No entra usted en Solsona? -le dijo Servet.

-No: está atestada de navarros y aragoneses.Me repugna esa gente.

Despidiose de su amigo, y como el día ante-rior le dijo:

-Quizás nos encontremos en el camino.

Servet entró en la ciudad. Vestía un trajeambiguo que de la cintura abajo era de caballe-ro, y de medio cuerpo arriba de payés, termi-nando el atavío con la gorra catalana. Su cha-quetón pardo con vueltas encarnadas dejabaver el pecho donde se cruzaban los curvosmangos de dos pistolas, cuyos cañones desapa-recían entre la seda de una faja morada. El pan-talón de pana oscura era ajustado y desaparecía

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en la rodilla, bajo el borde de cuero de sus botasnegras con espuelas de plata. A pesar de lasuavidad de la estación, no había olvidado lamanta necesaria en las altitudes de los puertosdel Pirineo.

Sin detenerse más que en comprar avíos pa-ra cargar sus armas, encaminose a la posada deGuasp, punto de mucha concurrencia, por serla parada de todos los carros y caballerías, yademás porque el despacho de vino y comidasreunía en la oscura y fétida sala baja a todos losholgazanes de Solsona y sus cercanías. Aquellanoche el figón rebosaba de gente, y por suenorme puerta chata y gibosa salía un bullicioronco y un vaho inmundo semejantes a las blas-femias y al vinoso hálito que salen de la bocadel borracho. El humo de los cigarros envolvíael enjambre de bebedores en una nube que hac-ía palidecer las luces. Componíase tan nobleconcurrencia de guerrilleros navarros y arago-neses, y estaban discutiendo si seguirían hacia

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Manresa o se volverían a su país, pues ya laguerra se tenía por abortada. Cuando D. Jaimeentró, oyó que decían: «Nos han engañado...nos han tendido un lazo. Esto es una farsa...Volvámonos a nuestra tierra». Algunos habla-ban la jerga indefinible en la cual los éuscaroshallan gran belleza eufónica, y que la tendrárealmente cuando sea bello el ruido de una sie-rra.

Servet buscó al posadero, a quien conocíadesde antes de su prisión, y hallado aquel in-signe hombre, cuya semejanza con un tonelsostenido en dos patas de oso era perfecta, lepreguntó por el caballo que había dejado Tilín.El posadero le contestó que el caballo estaba enla cuadra. Grande era la prisa de Servet, perosu hambre era mayor, y así, resuelto a acallartan fiero enemigo, pidió un poco de carne asa-da y vino. Procuraba buscar los sitios más oscu-ros y huir de los grupos más bullangueros; peroen todas partes había gente. Dirigíase a un

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rincón que era sin duda el más ahumado, elmás tenebroso y el más fétido del local, cuandoviose frente a frente de un hombre alto y proce-roso que clavó en él sus ojos con asombro. Parafigurarse aquel hombre, es preciso que el lectorse figure antes una zalea bermeja cuyos abun-dantes vellones apenas dejan ver unos pómulosrojos, dos ojos azules y una nariz mediana. Lazalea era la barba, lo demás la cara de tal indi-viduo, que apenas tenía frente, y esta desapa-recía bajo el borde redondo de una gorra blan-ca.

Servet le miró también y se estremeció de te-rror; mas disimulándolo, siguió adelante. Oyóque el coloso barbado decía a otro de poca talla,regordete y moreno:

-Oricaín, mira esa cara.

Y señaló al forastero que quería confundirseentre la multitud. El pequeño dijo al grande:

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-Zugarramundi, ¿estás seguro de que es él?

Servet salió al patio que era grande y teníaen uno de sus costados un gran tinglado a cuyoamparo pensaban gravemente mulas y caba-llos. Púsose a examinar los animales buscandoel suyo, y afectando no ocuparse de los que leseguían; pero estaba muy intranquilo, y en vezde caballos y mulas veía los inmensos peligrosque tan a deshora le habían salido al camino.

De pronto oyó tras de sí la voz del gigantebarbudo que gritaba:

-Carlos, Carlos, baja.

Y después la voz de otro que dijo:

-Señor coronel Navarro, baje usted.

Ya no quedó al forastero duda alguna res-pecto al grandísimo aprieto en que se vería;pero como era hombre de mucho temple, pensóque la precipitación y azoramiento podían per-

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derle. Afortunadamente pasó el mesonero conuna cesta de paja, y Servet, formando un planal instante con la rápida inspiración que infun-de el peligro, le dijo:

-Señor Guasp, me siento indispuesto y quie-ro pasar aquí la noche. Deme usted un cuarto.

-¡Un cuarto! -gruñó jovialmente el tonel conforma y alma humana-. ¿Y de dónde voy yo asacar un cuarto? Como no quiera usted uno delos cuatro míos.

-¿No hay ninguno? ¿Ni siquiera aquel dondedormían los volatineros hace dos meses?

-¡Ah!... aquel, sí... libre está, y si usted loquiere, saque la llave de mi bolsillo. No puedovalerme de las manos.

-Gracias... Aquí está la llave -dijo Servet, re-tirando su mano de los bolsillos del señorGuasp.

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-¿Sabe usted cuál es el cuarto?

-Ya, ya sé -dijo el caballero dirigiéndose sinprecipitación al otro extremo del patio dondehabía una puerta que más bien de pocilga quede habitación para hombres parecía.

Mientras abría la puerta, observó a los que leobservaban. Eran el individuo de las espesasbarbas, su compañero y un tercer personaje conuniforme militar. No distinguió Servet su cara,pero la reconocía en la oscuridad de la noche yla reconociera en medio de las tinieblas absolu-tas.

El caballero entró en su vivienda y cerró pordentro.

-Ahora -pensó- que venga a buscarme.

Y se ocupó en cargar sus pistolas. Hecho es-to, aplicó el oído a la puerta.

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-Ya viene -dijo- y por el ruido que hace pare-ce que trae un regimiento para cazarme... Bien,señor Garrote, tu cobardía no se ha de desmen-tir un momento. Traes cien perros contra unsolo hombre. ¡Oh! Maldita sea cien veces misuerte -exclamó hiriendo furiosamente el suelocon su pie-. Me cazará como a una liebre.

Llevó su mano a la frente y se dio un golpecon ella, como para que del choque brotase unaidea. La idea brotó.

-No, no, no seré tan necio que les espereaquí. ¿De qué me valdría una defensa desespe-rada? ¡Ah! malvado asesino; no sospechaba quefueras jefe de estos bandidos de Aragón y Na-varra. Debí sospecharlo, porque allí donde haybandoleros has de estar tú para mandarlos.

Volvió a escuchar. Bulliciosa gente se acer-caba por la parte exterior.

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-¡Ah! ¡cobarde sayón! -murmuró Servet co-rriendo a la ventana y abriéndola-. Por esta vezse te escapa la pieza... ¡Maldito seas de Dios!

Mientras sonaban golpes en la puerta, él mi-dió la altura de la ventana sobre el suelo. Noera mucha, y aunque lo fuera, no vacilara enarrojarse. Saltó y hallose en un corral. Felizmen-te había un gran portalón a poca distancia yentrose en él sin saber a dónde iba. No habíadado diez pasos por aquel recinto acotado,cuando se vio acometido por dos enormes pe-rros, de los cuales a pesar de su brío, no pudodefenderse. Le magullaron atrozmente un bra-zo y una mano. Un mozo apareció armado degarrote; mas sin darle tiempo a que le acome-tiera, fue derecho a él Servet y apuntándole conuna pistola, le dijo: -Si al instante no me abrescamino para salir a la calle, te mato. Sujeta esosperros o si no, te mato también.

Sin duda el joven (pues era un joven horte-lano de pocos alientos) creyó que se las había

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con algún personaje de campanillas y no conladrón o ratero de gallinas como al principiopensara, porque temblando de miedo, le dijo:-No me mate usted, señor, y le enseñaré pordónde se va a la calle.

Los perros contenidos por el muchacho deja-ron de acometer al fugitivo.

-¿Es usted...? -balbució el joven.

-Déjate de preguntas... guía pronto y sácamede aquí, porque te mato.

-Venga usted, señor, y guarde esa pistola,por amor de Dios.

Y le condujo a una puerta, que abrió. Al ver-se en un callejón oscuro y estrecho, el caballerodijo: -¿Qué calle es esta?

-El callejón del Cristo.

-¿A dónde va?

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-Por la izquierda a la plazuela de las Tablas,por la derecha a la calle de los Codos.

-¿Y a dónde sale la plazuela de las Tablas?

-A la muralla y a la cuesta de Peramola,donde están las veinte casas arruinadas.

Servet miró a un lado y otro como el hombreque viendo dos muertes iguales a derecha eizquierda, no sabe cuál preferir. Pero era preci-so decidirse y se decidió. Sin decir adiós al mu-chacho, tomó hacia la izquierda.

Iba despacio, pegado a las casas para ocul-tarse más en la sombra. Antes de llegar a laplazuela de las Tablas, sintió ruido de muchaspisadas de hombres que parecían brutos y unavoz que claramente lanzó al negro espacio estaspalabras:

-Por aquí ha de salir, por aquí... No puedeescaparse.

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Volviendo atrás y corrió a escape en direc-ción contraria. Era aquel más que callejón untubo, sin salida lateral alguna. No vio puertaabierta, ni ángulo, ni resquicio. Andaba por allícomo la bala por el ánima del cañón. Su fugaera semejante a la que emprendemos en sueños,cuando nos vemos perseguidos por horriblemonstruo y no tenemos más escape que correrpor larguísima galería que no se acaba nunca,nunca. El monstruo nos sigue, nos alcanza y lagalería, ¡oh angustia de las angustias! no tienefin.

Salió por fin a una calle que era la de los Co-dos. Siguiola en dirección a la puerta del Trave-sat, porque hubiera sido temeridad tomar la víacontraria en dirección al corazón de la ciudad.Sus perseguidores le seguían: eran muchos,veinte o treinta lo menos, a juzgar por las pata-das y los gritos. Decían: «Ahí va, ahí va».

La calle de los Codos era como una zanjaformada por la muralla de la ciudad y la tapia

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de San Salomó. Tres ángulos agudos y contra-rios, determinados por los baluartes, hacían deesta zanja un zic-zac. Servet apretó el paso.Llegó a un punto en que sus perseguidores nopodían verle porque la noche era oscura y por-que además le protegía la pared saliente de SanSalomó. Allí, detrás de aquel gran pliegue delmuro se detuvo para respirar. Pero no habíatiempo de tomar aliento, porque los sabuesosvenían y sus infames ladridos sonaban cerca.

Con rapidez inapreciable Servet pensó quesu única salida era la puerta del Travesat; peroen la puerta había guardia y era más fácil co-gerle. ¿Se arrojaría por la muralla? No, porquesería milagro que no se estrellase.

-¡Ah! -exclamó con súbito gozo-. Dios esconmigo.

Alzando su mano la extendió por la paredde San Salomó hasta tropezar con un grueso yfuerte clavo. Se agarró a él y su cuerpo trepó...

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Al punto buscaron sus manos una soga, lahallaron y haciendo un esfuerzo desesperadosubió como un marinero. ¡Arriba! Subía con elcorazón, con el impulso de su sangre hirviente,con el empuje elástico de sus músculos de ace-ro, con su pensamiento atrevido, con su almatoda.

Una vez arriba prestó atención. La jauría pa-saba. Oyó después disputar en la puerta delTravesat. La guardia sostenía que por allí nohabía salido nadie. Los infames cazadores re-trocedían para reconocer la muralla, dondehabía lienzos destruidos por donde un hombrepodía escabullirse y bajar aunque difícilmenteal campo. No parecían sospechar de San Sa-lomó, y recorrieron la calle de los Codos y des-pués salieron al campo, y volvieron a entrar, ytornaron a salir metiendo tanta bulla que noparecía sino que en Solsona andaba suelto eldemonio.

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-XIX-La idea de su triunfo regocijó de tal modo a

Servet, mejor dicho, le enloqueció tanto queestuvo a punto de gritar: «¡Galgos del infierno,no me cogeréis aquí!».

No pudo reprimir la risa que le inspiraba elinútil furor y la confusión de sus perseguidores.Se reía con toda su alma inundada de unacomplacencia delirante. Creía sentir bajo sucuerpo la trepidación del convento y del pueblotodo lo que era como la prolongación de sucarcajada.

Siguió observando y vio que sus persegui-dores se detenían al pie del muro, y uno deellos señalaba a lo alto. Uno había sospechado,y la idea no había parecido a sus compañerosabsurda. Les oyó discutir: después mirarontodos hacia arriba, como si un secreto instinto uolfato de sabueso les indicase que allí estaba el

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rastro del hombre perdido. Servet tuvo cuidadode retirar la cuerda. Ellos seguían mirando: alfin retiráronse todos y quedaron algunos comode guardia.

-Esos salvajes -pensó Servet- serán capacesde registrar el convento.

Comprendiendo que allí era grande tambiénel peligro si no tomaba resolución pronta, Ser-vet exploró el lugar adonde su buena o su malaestrella le había llevado, y vio confusamente lasnegras alas del convento, el emparrado tendidocomo un puente de verdes pámpanos entre elmuro y el edificio, y por último una luz en lareja más cercana. Entre tanto, un dolor agudí-simo en el brazo recordole que había sido mor-dido poco antes y que su herida ensañada porel esfuerzo últimamente hecho y por el roce delos ladrillos iba a tomar carácter de gravedad.Su debilidad recordole también que no habíacomido nada en todo el día y que era urgenteacudir a la restauración de fuerzas tan bien

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empleadas hasta allí y tan necesarias aún siDios no se ponía de su parte.

Pronto comprendió nuestro fugitivo que nopodía haber dado con su pobre cuerpo en sitiomenos a propósito. ¡Un convento de monjas!¡Buen genio tendrían las madres para recibir adeshora huéspedes llovidos! La extraordinariasantidad de aquel lugar hacíalo ¡cosa horrible!casi tan inhospitalario como el Infierno. Pero niestas consideraciones, que habrían bastado pa-ra dar en tierra con el corazón más esforzado,abatieron el de Servet que confiaba mucho enlas soluciones providenciales e inesperadas, enlos bruscos cambios de la suerte, o si se quieredecir más clara y cristianamente, en la miseri-cordia de Dios.

Encomendose a él con todo su corazón ydeslizose por el emparrado adelante, poniendopies y manos donde parecía haber resistencia.Andaba como un gusano, y su situación, conser tan deplorable, le hacía sonreír. Cerca de él

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brillaba la claridad de una luz que parecía ar-der en el recatado y honesto recinto de una cel-da. La reja estaba entreabierta. ¡Oh, Dios pode-roso! En el interior una hermosa monja leía.

El caballero pensó lo siguiente:

-Necesito ahora de toda la audacia, de todoel descaro, de toda la sangre fría que puedetener un desesperado.

Entre los peligros, mejor dicho, la muertesegura que había fuera de aquellos muros y lasdesconocidas soluciones que podría ofrecerleaquella casa, no debía existir vacilación. La ins-piración divina que le llevó desde la calle de losCodos a deslizarse como un reptil por entre lospámpanos, podría sugerirle dentro de San Sa-lomó recursos salvadores. Era preciso tenermucho arrojo, firmeza grande en la acción yrapidez suma, lo mismo que cuando se va a daruna gran batalla.

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Concibió su plan y con aquella prontitudaquilífera que es la cualidad primera del genioestratégico lo empezó a ponerlo en ejecución.Saltó a la galería, empujó primero suavementela puerta de la celda y viendo que cedía la abriócon fuerza... entró.

Súbitamente cerró tras sí y dirigiéndose a lamonja y poniéndole su puñal al pecho, le dijo:

-Si usted da un grito de alarma, si usted lla-ma, si usted denuncia de algún modo a la co-munidad mi entrada en el convento, me veréprecisado a matarla, y la mataré con sentimien-to; pero sin vacilar un instante. El peligro meobliga a ser despiadado.

Ya dijimos que Sor Teodora de Aransishabía creído ver un bulto, un hombre, eldragón. Su sorpresa y terror fueron mayores alver que no era Tilín el que entraba: era un des-conocido.

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El miedo, el estupor, la vista del arma terri-ble cuya punta tocaba su pecho, quitáronle to-do movimiento y paralizaron el curso de susangre y hasta de sus pensamientos, y detuvie-ron en su garganta la palabra. Sólo pudoexhalar un débil gemido, como la corderapróxima a morir, y balbució estas palabras:«Hombre, no me mates, no me mates».

Había cruzado sus hermosas manos blancasy con suplicantes ojos más que con palabraspedía misericordia al aventurero intruso.

-Señora -dijo este, amenazando siempre consu arma-. No soy un ladrón, no soy un asesino,soy un desgraciado caballero víctima de lasdiscordias civiles y de una miserable venganza.He entrado aquí al azar huyendo de un inmen-so peligro; no vengo a llevarme nada ni a faltaral respeto; sólo pido amparo por poco tiempo,un hueco, un escondite. Elija usted entre lamuerte y otorgarme lo que le pido, comprome-tiéndose a ocultarme en sitio seguro, si, como

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creo, es registrado esta noche el convento parabuscarme.

Sor Teodora no podía decir nada. Convul-sión violenta agitaba su cuerpo y sus ojos des-encajados se fijaban en el aparecido como enespectro aterrador. El intruso tuvo una idea.Volviéndose rápidamente cerró la puerta, ytomando una silla sentose delante de ella.

-Señora -dijo gravemente bajando la voz-, misituación en esta celda es sumamente desagra-dable para mí. Mi brusca entrada en esta casade paz y santidad, la audacia con que he profa-nado esta celda honesta y venerable, presenta-ranme a los ojos de usted como un ser aborre-cible, espantoso. No podré con palabras hacerque se forme de mi una opinión mejor, no: elpeligro en que me veo me ha obligado a ame-nazar a usted con esta arma que sólo usan losmalvados... Pero no, yo intentaré... yo intentaré,convencer a usted de que no soy un criminal,sino un desgraciado, el más desgraciado de los

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hombres. Me he hallado solo en la ciudad, fren-te a centenares de enemigos... ¿No es legítimami defensa? ¡Ah! señora. Mientras yo tengasangre en mis venas, mientras mi mano puedaempuñar un arma y mi cuerpo pueda sostener-se, no entregaré mi vida a la ferocidad de esagente, no mil veces... He luchado contra inmen-sos obstáculos. A punto de caer en manos demis verdugos, un milagro me ha salvado, lamano de Dios me ha levantado y me ha puestoaquí... Es preciso que yo me salve, no porqueestime en mucho mi vida que poco vale, sinopara no dar a esos miserables el regocijo de lavictoria... Señora -añadió con noble acento-perdone usted la violencia de mis palabras ymis crueles amenazas. Han sido recurso im-puesto por la necesidad, superior a mi carácter,a mi respeto, a todo, por el peligro que convier-te en fieras a los seres más pacíficos.

Sor Teodora empezó a recobrar el uso de suspensamientos, de sus palabras, de su acción.

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-Váyase usted de mi celda -dijo con torpe yangustiosa voz- salga pronto de aquí, y acójaseen cualquier parte del convento. Yo no le de-nunciaré... yo no.

-¡En cualquier parte del convento!... No co-nozco el edificio. Si le registran esta noche parabuscarme...

-¿Y quién, quién se atreverá a registrar a SanSalomó?

-Quien se ha atrevido a cosas mayores, seño-ra.

-Salga usted al instante de mi celda -repitióSor Teodora restableciéndose prodigiosamenteen el ejercicio de sus facultades intelectuales yvocales-. No puedo tolerar esta profanaciónhorrible. Salga Vd. y ocúltese... no diré nada. Siusted no se va, gritaré y llamaré a las hermanas.Por pronto y bien que usted me mate, no mefaltará un aliento para pedir auxilio.

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-¡Oh! no -exclamó el caballero-. Me arrepien-to de mi primer arrebato. No pondré la manoen quien ya me ha prometido un poco de am-paro permitiéndome que me oculte en cual-quier parte del convento. Ya he encontrado unagenerosidad que no esperaba, y esto me muevea abandonar el papel odioso que, a pesar mío,he hecho al entrar aquí. Señora...

El intruso se levantó.

-¿Qué?

-Señora, si yo pudiera mover a compasión elespíritu elevado y piadoso de usted me tendríaesta noche por el más feliz de los hombres. Heentrado aquí inspirando miedo. Prefiero cual-quier beneficio otorgado por la caridad a lasmayores ventajas concedidas por el miedo.

-Bien, bien -dijo Sor Teodora deseando po-ner fin a aquella escena que aún le parecía es-pantosa pesadilla-. Váyase usted, ¡por las llagas

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de Jesucristo!... váyase usted... escóndase encualquier parte... Yo haré que no sé nada... Es loúnico, lo único que puedo hacer.

-Yo saldré, saldré -dijo Servet- pero si ustedme lo permite...

-No admito réplica... Fuera, fuera de aquí -prosiguió la monja adquiriendo al fin dominiosobre sí misma y acercándose con paso seguroy ademán imponente al intruso.

-¡Oh! ¡señora!... cómo me atreveré a pedir austed un poco más de compasión, un poco, casinada.

-No oigo una palabra más. Salga usted... yano temo sus armas, las desprecio, porque mideber se sobrepone a todo y al miedo de morir.

-Señora...

El caballero dio un gran suspiro, apoyose enla silla, después dejó caer su cabeza sobre el

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pecho, y sus brazos desfallecidos extendiéronsea un lado y otro. Volvió hacia la ilustre religiosasu semblante pálido, y con dolorido acento ledijo:

-Estoy herido.

Sor Teodora se quedó cortada y parecía me-ditar. El forastero caía rápidamente en profun-do marasmo. Mortal palidez cubrió su rostro ysu voz sonó cavernosa como la del que agoniza.

-¡Herido! -repitió la monja, mirando el brazoensangrentado-. Es verdad.

-Si la caridad, señora -murmuró el caballero-no se sobrepone en el ánimo de usted al rencorque le he inspirado, al sentimiento de la profa-nación de esta casa por mi entrada importuna,a su recato y a su escrupulosidad de monja,declárome abandonado no sólo de los hombressino de Dios, y me resigno a morir. No puedomás.

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Cerró los ojos y su abatimiento fue más visi-ble.

-Mis escrúpulos -indicó Sor Teodora con en-tereza- no me impedirán dar a usted algunosauxilios. ¿Esa herida es grave?

-Es la mordedura de un perro; siento doloreshorribles. Después he tenido que trepar por latapia de San Salomó y me he magullado horri-blemente el brazo herido.

-Mi conciencia -pensó la religiosa- no me di-ce nada contra la idea de curarle esa herida, yvendarle el brazo.

Y dirigiose a la alacena para sacar de ella lonecesario.

-¡Oh, señora! -dijo el intruso con fervor-. Yaveo que Dios no me abandona. Perdón, perdónpor mis amenazas al entrar aquí, por mi len-guaje descortés. Creí entrar en la caverna de un

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enemigo y me encuentro en la morada de unángel.

Sor Teodora echó vino en un vaso. Parecíamuy atenta a preparar la medicina, pero susemblante estaba ceñudo y no indicaba grantranquilidad en su alma.

-Señora y venerable madre -añadió el herido,tomando su puñal y sus pistolas y poniéndolossobre la mesa-. Ahí tiene usted las armas que lehan inspirado tanto miedo. En presencia de unángel de bondad me desarmo. Me entrego austed en cuerpo y alma y estoy dispuesto aobedecerla. Me someto a su autoridad, y si mibienhechora se arrepiente de serlo y me denun-cia, hágalo en buena hora. ¡Infeliz de mí! Anteslo fiaba todo a mi audacia y al arrojo que meinfundía el peligro; ahora lo fío todo a la noble-za y a la caridad de esta dama tan santa comohermosa, que tiene pintada en su semblante labondad de los ángeles.¡Bendito sea Dios queme ha traído aquí!

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La de Aransis dejó un momento su obra pa-ra recoger las armas y ponerlas en otro sitio.

-Soy de usted -dijo el herido con sumisión-.Mi libertad, mi vida, están en sus divinas ma-nos.

-XX-Poco después los blancos y finísimos dedos

de Teodora se acercaban temblando a la heriday tocaban sus bordes doloridos. El semblantede la religiosa era todo compasión, y el delaventurero gratitud.

-Esto debe lavarse -dijo ella.

Sin detenerse echó agua en una jofaina deplata, añadiéndole gotas de una esencia aromá-tica que perfumó la celda. Después de lavar laherida aplicó sobre ella el vino que había batidocon aceite y la vendó al fin cuidadosamente.

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Clavando sus negros ojos en el herido, se-ñaló la puerta y le dijo:

-Ahora...

-Ahora, sí -repuso él de mala gana sin mo-verse de su silla-. Si yo me atreviera a decir a laseñora una cosa...

Hablaba en el tono más humilde.

-¿Qué cosa? -preguntó Sor Teodora con se-veridad.

-Que me muero de hambre, señora.

Al decir esto parecía que sus fuerzas se ex-tinguían y que iba a perder el conocimiento. Lamonja miró al suelo, luego al intruso, después ala rica alacena de talla que guardaba tantostesoros.

-Las inmensas fatigas del día de hoy -añadióServet con profunda lástima de sí mismo- no

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me han permitido llevar un pedazo de pan a laboca. El hambre y el cansancio me agobian detal modo, señora, que si usted me arroja de aquíen este triste estado, no podré dar un paso.

La venerable madre volvió a fruncir el ceño.Parecía vacilar. Después dirigiose a la alacena ysacó de ella un objeto que despidió olores gratí-simos al olfato: era una gallina asada. Su dora-da pechuga, sus gordos muslos medio achicha-rrados por el fuego, convidaban a la gastro-nomía. El hambriento se reanimó sólo con lavista de tan hermosa pieza, honra de las cocinasde San Salomó.

Sin decir una palabra, la monja tendió sobrela mesa un mantel, blanco y limpio como elcuello de un cisne, puso en él la fuente con lagallina, un pan entero y una botella de vinoblanco que en el subido color de oro y delicadí-simo aroma indicaba sus muchos años. Hechoesto, sin olvidar el cubierto y un vaso de plata,se apartó de la mesa, y tomando una silla sen-

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tose en ella, volviendo la espalda al intruso quehabía caído ya sobre la cena. Sor Teodora noacompañó con una sola palabra su acción, nitampoco con una sola mirada. Tomando sulibro de oraciones, se puso a leer.

-Si mil años viviera -dijo el hambriento, des-pués de los primeros bocados- no tendría tiem-po bastante para agradecer a usted lo que hahecho por mí esta noche, venerable madre.

Hubo una pausa durante la cual nada se oíamás que el ruido del comer. La de Aransis miróde reojo y viendo que el intruso, después dehacer desaparecer media pechuga y un ala, sedetenía, levantose y volviendo a la alacena,sacó unas lonjas de jamón adornadas con esafiligrana de cocina que llaman huevos hilados yes tan agradable al paladar como a la vista.

-Gracias, señora -murmuró D. Jaime-. Mihambre ha sido satisfecha y me basta.

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La monja sacó también un plato de confitu-ras y se lo puso delante. Sin mirarle, ni cambiarcon él palabra alguna, volvió a su asiento ytomó su libro. ¡Qué ganas de rezar la habíanentrado! Sin duda quería desagraviar a Dios delgrandísimo desacato y profanación que la en-trada de aquel hombre en su celda representa-ba. Pero el aventurero se cansó del largo silen-cio, y deseoso de romperlo, habló de este modo:

-Bien sé, reverenda madre, que el hombreque ha entrado aquí como un ladrón amena-zando y aterrando, no merece ser tratado conmiramiento ni consideración. Lo más que sepuede hacer por él es darle una limosna, peronada más, nada más.

Sor Teodora no pronunció sílaba ni moviópestaña. Parecía una de esas estatuas en que elarte ha representado a un grave personajehistórico leyendo sobre su sepulcro.

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-Bien sé que este hombre no merece conside-ración -añadió el caballero-. Si se le conocierabien, quizás la tendría; pero no se le conoce, noes más que como un saltador de tapias. ¡Ah! sise conocieran sus inmensas desgracias, losmóviles que le han traído aquí, quizás, quizásno tendría el sentimiento de ver apartados de sílos ojos de su bienhechora. Permítame usted -añadió dirigiéndose a ella- que me duela estedesvío. No estoy acostumbrado a él. He tenidola suerte de encontrar hasta hoy simpatías, afec-to, amistad en todas partes. Bien sé que pediresto en el caso presente sería mucho pedir... Herecibido mucho más de lo que podía esperar ymi gratitud será eterna.

Inclinose profundamente con el mayor res-peto.

-Demasiado favor es -dijo Sor Teodora sinmirarle- auxiliar a un hombre desconocido queha entrado aquí como entran los ladrones sacrí-legos.

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Entonces le miró y con súbito enojo le dijo:

-¿Pero no se marcha todavía?...

-Espero las órdenes de mi dueño -replicó elintruso inclinando su cabeza.

-Váyase usted.

-¿A dónde, señora?

-Al Infierno... ¿qué sé yo?

-No puedo salir de San Salomó mientrasestén en Solsona las guerrillas de Navarra. Mees imposible, señora. Si salgo mi muerte es se-gura: entre mis cazadores hay uno que jamásperdona.

-¿Y qué me importa eso? -dijo la monja al-zando bruscamente los hombros y cerrando ellibro.

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-Yo he puesto mi vida en manos de usted,señora, en esas manos que han nacido para sergenerosas y que lo serán, aunque usted mismano quiera. He entregado a usted mis armas.Estoy indefenso. Si usted no quiere completarsu acción caritativa ocultándome en el conventopor esta noche, abra esa puerta, llame a lasbuenas madres que duermen, alborote la casa,toque la campana de alarma, llame a las autori-dades de la ciudad y entrégueme a ellas. Si us-ted lo hace lo acepto, recibiré mi perdición y mimuerte como si vinieran de Dios.

-¿De modo que insiste usted en quedarseaquí? -dijo la de Aransis confusa y asombrada.

-Por mi voluntad sí, señora, porque nadie vavoluntariamente a su ruina. Si usted en con-ciencia cree que debo ser arrojado de este asiloque me deparó la Providencia, arrójeme enbuen hora.

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-¿Hase visto un descaro igual?... ¡Un hombreen mi celda!... ¡Jesús y María Santísima de mialma!

La madre se llevó las manos a su preciosacabeza cubierta con las blancas tocas.

-No pretendo que usted me oculte aquí, sinoen cualquier otro sitio donde esté seguro. Lopido como se piden los favores, no con amena-zas ni con armas; usted hará lo que su concien-cia le dicte, señora, o entregarme a mis enemi-gos o salvarme.

-¿Cómo he de salvar a quien no conozco,cómo? No es virtud sino pecado ocultar al cri-minal y ponerle a cubierto de la justicia.

-Yo no soy criminal, ni nunca, nunca lo hesido, señora -declaró el intruso con acento paté-tico y conmovido.

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Su acento tenía la admirable entonación delhonor verdadero que no puede confundirse conninguna otra. Los histriones más hábiles apenaspueden fingirla. Sor Teodora que tenía su almafácilmente abierta a la convicción, principió aexperimentar hacia Servet las agradables sensa-ciones que producen los movimientos de bene-volencia en el corazón humano.

-Por el que está en esa cruz -dijo el heridoextendiendo su mano hacia el crucifijo- juroque no soy criminal, que no lo he sido nunca,que esta cacería que ahora sufro no es motivadapor ningún hecho deshonroso.

-¿El cazador de usted quién es?

El caballero vaciló un instante. Compren-diendo que la verdad le salvaría dijo:

-Es un celoso.

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-¡Un celoso! -repitió Sor Teodora sintiendosu cerebro cargado de ideas que repentinamen-te entraron en él.

-Un celoso y además un fanático. Si yo lecontara a usted esa historia, usted que es buenay noble dejaría de ver en mí un criminal atrevi-do, y si en el curso de ella aparecían faltas yfaltas graves, seguro estoy de que me las per-donaría.

-Tal vez no -replicó ella que había empezadoa sentir abrasadora curiosidad sin poder preci-sar de qué ni por qué.

-Y pongo por testigo a Dios de que la protec-ción que usted se digne concederme esta nocheno será mal empleada ni recaerá en personaindigna de ella. No es vanidad, señora, lo quevoy a decir; si usted, faltando a todas las leyesde la caridad, diera la voz de alarma y me en-tregase a mis enemigos, cometería un crimen

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abominable, porque crimen es entregar al ver-dugo un inocente.

Sor Teodora replicó frunciendo el ceño:

-Eso podrá ser verdad y podrá no serlo.

-Sí, podrá ser verdad y podrá no serlo. Peroesto no lo ha de decidir el discernimiento fríode un juez, sino el corazón noble y generoso deuna dama, de una religiosa, de una santa. Elijausted, señora.

Sor Teodora dio un gran suspiro indicio cier-to del grave compromiso en que estaba su al-ma, fluctuando entre el rigor de los deberesmonásticos y la bondad de su corazón. Nosiempre va este en perfecto acuerdo con lastocas.

-No me será muy difícil creer -dijo despuésde una larga pausa- que no estoy delante de unladrón, bandolero, o asesino. Bien veo por su

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lenguaje que no pertenece usted a esa pobreclase plebeya de la cual salen todos los malva-dos. Hasta llegaré a creer que pertenece usted ala clase más alta de nuestra sociedad. Ciertosmodales y lenguaje no se adquieren sinohabiendo nacido a larga distancia del popula-cho... Pero hay muchas especies de criminalesdesde que la política ha trastornado la socie-dad, y quizás usted, sin ser precisamente reo deesos feos delitos propios de la baja plebe hayacometido otros que me vedarían en absolutoampararle.

-Señora, no comprendo a usted.

-Desde que me entregó sus armas, desde queusted me habló de esa terrible persecución quesufre, formé un juicio que creo ha de resultarcierto. A ver si me engaño: el afán con que us-ted huye de los guerrilleros de Navarra, es por-que sin duda algún celoso defensor del Altar ydel Trono ha visto en usted a un enemigo deesta causa sagrada. Usted es espía de Calomar-

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de y de las tropas del Rey que ya están sobreCervera. ¡Oh! señor mío, no creo en la farsa deesa cacería por celos, no: tanta inquina en ellos,tanto recelo en usted, me prueban que anda pormedio la pasión de las pasiones... la política. ¿Ysiendo usted amigo de esos hombres corrom-pidos que vienen a sofocar esta santa insurrec-ción por la Fe, se atreve a buscar asilo dentro delos muros sagrados de San Salomó?... ¡Qué au-dacia!

-¡Oh, señora! -exclamó el caballero, cruzandolas manos-. Nada podré ocultar a usted. Diosha dispuesto que me revele a mi bienhechoratal como soy... Me he fiado a su generosidad ysu generosidad no puede faltarme. Hallo enusted un carácter que despierta en mí grandí-sima afición y simpatía, y no puedo dejar decorresponder a ese carácter, mostrando la parteprincipal del mío, que es el amor a la verdad. Elcorazón me dice que de tan noble y hermosadama, que de tan ejemplar religiosa no he de

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recibir más que beneficios. Señora, me presen-taré a usted con mi verdadera forma, y así meharé más acreedor a su amparo... Yo no soyespía de Calomarde.

-Entonces...

-Los defensores de la llamada causa apostó-lica y los realistas de Madrid son igualmenteextraños a mis ideas y a mis acciones. Habién-dome impuesto ahora el deber de decir a ustedla verdad pura, creyendo que así ha de tomarmás interés por mí, le diré... Salga lo que salie-re, señora, digo a usted que soy liberal.

Sor Teodora sofocó un grito y se puso páli-da.

-Y repito ahora lo que antes dije -manifestóel intruso arrodillándose ante la monja en laactitud más respetuosa-. Reverenda madre,disponga usted de mi suerte. Entrégueme usted

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a mis enemigos o salve esta pobre vida, segúnlo que su conciencia le dicte.

-¡Jacobino! -murmuró Sor Teodora santi-guándose.

-Así nos llaman -dijo festivamente permane-ciendo de hinojos y alzando los ojos para con-templar la soberana hermosura de la monja-.Así nos llaman... De modo que tiene usted derodillas a sus pies al mismo Demonio.

-Levántese usted -dijo la de Aransis brusca-mente.

-No me levanto hasta no oír mi sentencia deesos labios -repuso galantemente el caballero-.¿Será posible que mi franqueza no despierte enusted la piedad? A un hombre que muestra asíel más grave de sus secretos ¿se le puede negaramparo?

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Sor Teodora había llegado al más alto gradode confusión. Bien lo comprendía Servet, elcual, conocedor del corazón humano había vis-to en la ilustre dama uno de esos caracteres quese conquistan más fácilmente con la verdad y lafranqueza, que con la violencia y la amenaza.La de Aransis era en efecto como él creía. Paraconquistar su benevolencia era preciso confiár-sele resueltamente, someterse a ella sin rodeos.El desconfiado, el artificioso, el astuto no seríansus amigos; pero el franco, el leal y el verdade-ro sí.

-Lo que usted me ha dicho -indicó mirandotan fijamente al caballero que parecía quererpenetrar sus más íntimos pensamientos- memueve a tratarle como el mayor enemigo deesta casa. Yo no puedo dar asilo a un jacobino,enemigo de los Reyes y de la Fe.

Servet inclinó su cabeza en señal de resigna-ción.

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-Por consiguiente -añadió ella alzando lamano y estirando el dedo índice como un pre-dicador- voy a dar aviso a la comunidad paraque llame a las autoridades de Solsona.

El caballero se inclinó otra vez. Las miradasy el tono de Sor Teodora no parecían indicarsentimientos tan crueles como los que sus pala-bras expresaban.

-Sin embargo -añadió- prometo ocultarle yfavorecerle, si me revela el objeto de su venidaa Solsona y las conspiraciones de jacobinos queentre manos trae... porque usted ha venido sinduda con algún fin contrario a esta porfíaapostólica que hay ahora.

-Si yo comprara a ese precio el favor de us-ted, señora -dijo el caballero con entereza- seríaun miserable. Yo creí que usted no me tendríapor un miserable. ¡Revelar lo que se nos ha con-fiado como un secreto! No, señora. En lo queusted me pide, acaba la franqueza y empieza la

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deshonra. La reverenda madre no sabrá nadade mis labios. Yo no soy traidor a mis amigos yfavorecedores. ¿Esperaba usted mi contestaciónpara dar la voz de alarma a la comunidad?pues ya la tiene... He dicho antes que me so-metía en cuerpo y alma a mi bienhechora.Desarmado estoy... puede perderme si gusta;salga usted... no tema que lo impida violenta-mente.

Corriendo a la puerta, puso su mano en elpicaporte.

-Quieto -dijo vivísimamente Teodora co-rriendo a impedir aquel movimiento.

-Es que no puedo acceder a la traición que seme exige.

-No importa... yo no quiero que nadie seadesleal -replicó la monja, acompañando su vozde un ademán tranquilizador-. Me he acordadode mi pobre hermano, que como usted tiene la

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desgracia de ser jacobino. ¡Pobre hermano mío!A su recuerdo debe usted mi piedad.

-¿Entonces me favorece usted, se decide aampararme?

-Sí -repuso ella sonriendo ligeramente.

Pareciole a Servet, al ver aquella sonrisa,]que veía, como vulgarmente decimos, el cieloabierto.

-¡Oh! ¡gracias, gracias, señora! -exclamóacercándose a ella con intención evidente debesarle las manos.

-Por Dios, hable usted más bajo, más bajo-dijo Sor Teodora retirándose y poniéndose eldedo en la boca.

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-XXI--En la otra celda de la Isla... en el cuarto de la

leña... en la sacristía... no, mejor será en la igle-sia... no, en la iglesia no... En la covacha delhortelano... no, en la torre... ¿por qué no en laiglesia?... dentro de uno de los altares...

Estas palabras dichas por Sor Teodora deAransis, con la voz apagada, los ojos fijos en elsuelo y un dedo sobre el labio inferior, demos-traban la gran vacilación de su alma. Iba nom-brando los distintos lugares donde el caballeropodía esconderse, pero tan pronto como losnombraba los desechaba, por no ofrecer la se-guridad absoluta que el caso requería. El pro-blema era dificilísimo; pero la dama se aplicabaa él con la constancia y el ardor de un buenmatemático. Después de indicar varios sitiosapuntando en seguida sus inconvenientes, miróal caballero y le dijo:

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-Verdaderamente no hay en la casa parajealguno donde no pueda usted ser descubierto.Si no se tratara más que de la noche, fácilsería... pero usted quiere estar oculto toda lanoche y todo el día de mañana...

-Hasta que se vayan esos salvajes de Nava-rra.

La venerable madre, demostrando un interésque contrastaba un tanto con su anteriordesvío, volvió a enumerar los distintos rinconesde San Salomó.

-Hay aquí al lado una celda que no tiene uso-dijo-. Nadie entra en ella... pero la madre prio-ra guarda la llave... y si se le antoja entrar... lamadre priora tiene el don de hacer las cosascuando menos falta hacen... Suele venir a micocina que está entre las dos celdas, y si sienteruido... o si se le antoja... porque tiene unosantojos muy ridículos...

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-Y recibo la visita de esa respetable señora...En tal caso procuraré que no tenga quejas de micortesía.

-Quite usted allá, hombre de Dios -exclamóla dama mostrando por segunda vez al caballe-ro su linda dentadura-. De todos modos es pre-ciso que usted me deje sola lo más pronto posi-ble... Bien podría suceder que cualquier herma-na pasase por aquí y viese un hombre en micelda... En tal caso resultaría muy mal recom-pensada mi generosidad.

-No pasará eso, señora. Las buenas madresduermen. Dios vela su sueño y los ángeles de laguarda impedirán que este acto caritativo seadescubierto y mal interpretado por la malicia.

-Mucho confío en el amparo de los ángelesde la guarda y en la bondad de Dios -dijo laseñora- pero lo mejor es que salga usted deaquí.

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Estaban sentados los dos el uno frente alotro junto a la mesa central de la celda, y la luzde la lámpara iluminaba de lleno ambos ros-tros.

-Nadie que esto viera -añadió la monja con-templando a su huésped con curiosa fijeza-podría interpretarlo como lo que es realmente,como un acto caritativo... ¡Cuántos juicios equi-vocados se forman en el mundo! ¡Cuántas per-sonas inocentes son víctimas de la maledicen-cia!...

-Pero hay un juez que todo lo sabe, y quenunca se equivoca en sus sentencias. A ese hayque apelar despreciando los vanos juicios de loshombres, inspirados siempre en el odio o laenvidia... Pero no quiero mortificar por mástiempo a mi bienhechora, permaneciendo aquí.

Se levantó.

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-Estaba pensando -dijo la madre- que pu-diendo trepar por una ventanilla que está sobrela puerta de la sacristía, podría usted ocultarsefácilmente en el camarín. Hay allí mil objetos...Pero no: el sacristán ha dado ahora en la maníade arreglar aquello y todo el día está revolvien-do trastos... ¿Dónde, Jesús Sacramentado,dónde?... Déjeme usted pensar.

Apoyó la frente en la palma de la mano. Elcaballero se sentó de nuevo y esperó las deci-siones de su ángel bienhechor. Después de lar-go rato el caballero no oyó más que un suspiro.

-¿No halla usted mi salvación, reverendamadre? -dijo al fin Servet.

-¿Qué? -exclamó bruscamente ella como sifuera arrancada de una meditación profunda.

-Lo mejor será que no se mortifique ustedmás por este desgraciado. Si Dios ha decididoampararme esta noche nadie lo podrá impedir.

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El caballero volvió a levantarse.

-Yo creo -dijo Teodora en tono de lástima ymelancolía- que Dios no le abandonará a ustedsi son ciertas, como creo, esas cristianas ideasque ha manifestado. El que confía en Diosnuestro Señor y amantísimo padre, será salvo.

-Tantas, tantísimas veces me ha librado deinmensos peligros, que he llegado a creermeinvulnerable, y siento un valor muy grandepara acometer los trances difíciles y arriesga-dos. Mi secreta confianza en Dios me ha soste-nido durante mi juventud, la más borrascosaque puede imaginarse, por las pasiones, lostrabajos, las sorpresas, los compromisos, laspenalidades, los triunfos y las caídas que en ellaha habido, y es tal mi vida, reverenda madre,que yo mismo me recreo echando una ojeadahacia atrás y mirando esas turbulentas páginasya pasadas.

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La idea de una vida agitada, fatigosa, llenade pasiones y sobresaltos, de dolores y alegríascontrastaba de tal modo con la idea que SorTeodora tenía de su propia juventud, la másmonótona, la más solitaria, la más desabrida detodas las juventudes posibles, que la dama ilus-tre sintió vivo interés ante aquella existenciaque se le presentaba como un drama vivo. Sudiscreción era tanta que pudo disimular aquelinterés y curiosidad ansiosa, diciendo:

-La juventud del día vive en locos afanes. Nodudo que la de usted habrá sido y será de lasmás desasosegadas.

El huésped se sentó.

-La mayor desgracia de mi vida -dijo- ha si-do siempre no poseer lo que amo y amar todolo que no puedo poseer, corriendo siempredetrás de cosas imposibles.

-Ese mal parece muy común.

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El caballero dio su opinión sobre esto, y SorTeodora se admiró de observar en sí cierta cosainexplicable, así como un deseo de saber toda lavida del intruso hasta en sus más escondidosrepliegues. Despertaba en ella interés semejanteal de una novela de la cual se han leído algunaspáginas que anuncian escenas conmovedoras.Después de doce años de convento había senti-do la reverenda madre un brusco llamamientode la vida exterior y mundana, de toda aquellavida que había puesto juntamente con susmagníficos cabellos, a los pies del Esposo. Ellase asombraba de no estar todo lo horrorizadaque debía estar en presencia de un extraño, y seadmiraba de oír con agrado, más que con agra-do, con simpatía la conversación del caballerodesconocido.

Pero lo escandaloso de su situación revelóse-le después de un momento de tristeza medita-bunda en que se creyó libre, sin tocas, en el si-glo, rodeada de afectos nobles, en consorcio

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honrado y cariñoso con toda clase de personas.Fue una visión breve y risueña, y tras la visiónvino un sobresalto y un grito de la concienciasemejante al alarido del centinela que da el«quién vive».

Levantándose bruscamente, dijo:

-Esto no puede seguir. Salga usted y escón-dase donde pueda... ¡No parece sino que estoytonta!

El caballero se dispuso a obedecer. El reló dela ciudad dio la una.

Sor Teodora abrió cautelosamente la puertay examinó la galería y el claustro para ver sireinaba soledad absoluta. Sus sentidos experi-mentaron impresión extraña. Tuvo miedo,lanzó una ligera exclamación. Servet acercose aella y vio que aspiraba el aire fuertemente, cualsi no bastándole sus ojos y oídos, quisiera ex-plorar con el olfato.

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-XXII-Por la parte exterior de la celda corría poco

antes algo que merece ser referido. La soledady apartamiento de la Isla no eran tan grandesque estuviese a salvo de la curiosidad monjilaquella interesante parte del convento, y asícomo no hay bien que no tenga su sombra demal, así la independencia que gozaba la deAransis, tenía por enemigo el afán inquisitorialde una madre que habitaba en el ala opuestadel convento, frente a frente, claustro por me-dio, de la celda de Sor Teodora. Grandísima erala inclinación de la madre Montserrat a saber loque hacían o dejaban de hacer las otras monjas,y ya corrompiendo con mimos y regalitos ladiscreción de las criadas, ya valiéndose de suspropios ojos, había logrado ser un archivohumano lleno de cuantos datos pudiera apete-cer el autor que tuviese el capricho de escribirla historia íntima de aquella antigua casa. Hacíacon tal disimulo sus pesquisas, y observaba con

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tal delicadeza y finura, que la mayor parte delas madres apenas notaban la presencia deaquel diligente alguacil aposentado en el ex-tremo Norte del ala de Oriente.

Pero a ninguna de sus compañeras vigilabacon tanta gana y celo tan vivo como a Sor Teo-dora, la cual por su hermosura, por su orgullo ypor antiguas rivalidades tenía cierto derechodivino a la fiscalización de la madre Montse-rrat, según opinión de esta misma. Bien puedeafirmarse que los pasos de la de Aransis, susentradas en la celda y en la cocina, sus paseospor la huerta, sus visitas al coro, ocupaban lastres cuartas partes del tiempo y del espíritu delalguacil de enfrente. Ponía este especial aten-ción en la hora a que apagaba su luz la monjade la Isla; y cuando a las altas horas de la nocheestaba la lámpara encendida, la Montserratsalía paso a paso de su celda, recorría la galeríadel ala de Oriente, pasaba después por el granpasillo del cuerpo central del edificio, y reco-

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rriendo la galería del ala de Poniente se acerca-ba con pasos ligerísimos a la celda de su ene-miga, y por un agujero, que allí habían hecholos ángeles sin duda, introducía su alma todapuesta en una mirada. Miraba como quien cla-va una aguja.

Algunas veces al retirarse después de estainspección decía:

-Lo que yo me figuraba... Está leyendo nove-las.

Otra noche al retirarse, se santiguó tres ocuatro veces, y poniendo cara de espanto, ex-clamó para sí:

-Nuestra Señora de Montserrat nos valga...Está con las tocas quitadas poniéndose flores enla cabeza y mirándose al espejo.

La atisbadora iba a su celda por el mismocamino. Sus pasos no se sentían: calzaba sus

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venerandos pies con alpargatas que parecían deplumas.

Aquella noche (nos referimos a la noche delcaballero hambriento, que fue noche muy céle-bre en San Salomó) la de Montserrat hizo suviaje de inspección porque era cerca de la una yla celda de su víctima estaba iluminada. Erapreciso tomar acta de este peregrino caso.

La monja aplicó su oreja a la puerta, y en-tonces... ¡por los sagrados clavos y las divinasllagas de Jesucristo!... Se quedó helada de es-panto. No daba crédito a aquel su sentido acús-tico tan bien ejercitado y tan experto. El agujeri-llo de vigilancia parecía que se había agranda-do. Adaptó la monja su ojo vidrioso... Miró,estuvo mirando un largo rato. ¡Cómo miraba!Creyó al principio que era alucinación; pero no,era realidad, realidad.

Echó a correr tambaleándose, porque suscaducas piernas vacilaban, cual si no pudieran

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sostener el formidable peso de su indignación.Se santiguó repetidas veces, elevó las flacasmanos al cielo, movió la cabeza tan semejante auna calavera, y murmuró:

-Ya me esperaba yo esto... En esto habían deparar las locuras de esa mujer. ¡Piedad, Señor!

Dicen que la reverendísima estuvo a puntode dar en tierra con su esqueleto, tal era el pa-vor que sentía; pero ella sacó de su demacra-ción senil las fuerzas que necesitaba para poderllegar hasta la madre abadesa y referirle uncaso tan horroroso. Los minutos que tardó enllegar a la celda de la superiora, le parecieronsiglos de infamia, de vilipendio para la ordende Santo Domingo.

La abadesa no estaba en su celda. Aquellabuena señora que era la más rezona de las habi-tantes de la casa, acostumbraba dejar por lasnoches su angosto lecho y bajar al coro, dondeestaba en oración largas horas, de rodillas sobre

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el mármol duro y frío, apoyando sus brazos enuna silla que le servía de reclinatorio y sumidoel espíritu en las honduras mareantes de lamística. Algunas monjas la imitaban en estasanta costumbre.

Entró la vieja en el coro, y a la luz incierta dela lámpara que alumbraba al Cristo, vio a lamadre abadesa de rodillas. Acercose y le tocóen el hombro.

-¿Quién es? -dijo la abadesa con voz soño-lienta.

La de Montserrat se arrodilló a su lado y sepersignó con precipitación.

-Soy yo -repuso- que vengo a poner en cono-cimiento de...

-Ya... ya me lo figuro -dijo la madre abadesaincorporándose-. Yo también empezaba a alar-marme.

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-¿Sabe usted lo que voy a decirle?...

-Sí... que se siente olor a madera quemada.

-No, no es eso.

-Hace un rato que sentí ese olor -afirmó lamadre abadesa husmeando el aire-. ¿No sienteusted?

-Fuego hay en el convento, pero es un fuegoque no se ve.

-¿Qué me dice usted, señora?

-Dentro del convento ha entrado esta nocheun hombre.

-Usted sueña, hermana... Pues no me quedaduda... ¿No siente usted olor a quemado?

-Será que en las murallas han encendido al-guna hoguera... Cuando pasan cosas graves,cuando el convento está profanado, deshonra-

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do por la infamia y el sacrilegio, no convienepensar en fruslerías.

La abadesa se levantó.

-¡Un hombre! Eso no puede ser -dijo con es-panto.

Y al punto se puso a temblar.

-Un hombre, sí. ¿No sé yo lo que es un hom-bre?

-¿En dónde?

-En la celda de una religiosa.

La abadesa cesó de temblar y empezó a reír.El caso le parecía tan absurdo, tan inverosímil;estaba además tan acostumbrada a los ridículosterrores de Sor María Montserrat, que no pudopermanecer seria.

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-Si a la abadesa de esta comunidad -dijo ladelatora- le falta valor para llamar a la puertade la celda donde se está consumando elhorrendo sacrilegio, yo lo haré. No temo nada,no me importa que un asesino...

La monja no pudo continuar porque fueacometida de una tos muy fuerte.

-¡Oh!... sí, parece que hay humo aquí -dijo entono de alarma.

Las dos monjas se acercaron a la reja quedaba al altar mayor de la iglesia.

-¡Humo, humo!

Esta exclamación brotó a su tiempo de una yotra garganta. A la indecisa luz de la lámparaveíase una como niebla espesa que envolvía losabigarrados oropeles del altar churrigueresco.

Las dos monjas corrieron de aquella reja aotra que al claustro daba.

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-¡Jesús de mi alma! -gritó la madre Montse-rrat llevándose las manos a la cabeza-. ¿Qué esesto?... Un hombre... dos hombres, tres hom-bres... les he visto correr por el claustro hacia lasacristía...

La abadesa se quedó tan aterrada que nopudo ni hablar ni moverse. Volvieron a aso-marse a la reja de la iglesia. Una claridad tenuey rojiza llenaba el recinto sagrado permitiendover las imágenes, las colgaduras, los altares: eraun aspecto siniestro y horripilante.

Las dos monjas corrieron hacia el claustro.Oyéronse los pasos precipitados de tres herma-nas que bajaban. En el patio había también algode humo. Corrieron todas a la puerta de la sa-cristía, la empujaron; estaba abierta. Cuando lapuerta cedió las cinco madres lanzaron espan-toso grito y retrocedieron de un salto. Por lapuerta salió una bocanada, un chorro, unamanga formidable de humo negro, espeso, re-sinoso y en el fondo del centro oscuro vieron

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las llamas que brillaban y extendían sus rojaslenguas por las paredes.

Todo San Salomó no tuvo más que una vozpara gritar:

-¡Fuego!... ¡Fuego!

-XXIII-Propagose con fulminante rapidez, siendo

de notar que parecía haber comenzado por dospuntos distintos; por la sacristía y por las habi-taciones ruinosas llenas de retama y trastosviejos que estaban debajo de la Isla. Es difícildistinguir los incendios de casualidad de los deintención. La primera sabe remedar a la segun-da, y esta tiene a veces bastante destreza paradisfrazarse de inocencia... Pero no puedenhacerse consideraciones dentro de un conventoque se quema y en presencia de veintiséis po-brecitas mujeres, contando religiosas y sirvien-

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tes, aprisionadas entre llamas y que por ningu-na parte hallarán salida si no las favorece elvecindario.

Las llamas entraron en la iglesia y agarrandola primera cortina que hallaron a mano junto alaltar escalaron la pared. Como bocas hambrien-tas que hallan pan, clavaron sus voraces dientesen la vieja madera de los altares; de un soplodevoraron el apolillado tisú y las secas floresque adornaban las imágenes; subieron más cu-lebreando; de una manotada hicieron estallartodos los vidrios, entraron fuertes corrientes deaire, y entonces engordando súbitamente loshorribles dragones de fuego estrecharon en susmil brazos ondulantes las vigas de la techum-bre.

Por otra parte, la sacristía que era centro yraíz principal del incendio, enviaba llamas porel pasillo que conducía al locutorio, mientras elfuego que salía de las crujías bajas del ala iz-quierda trepaba a las galerías incendiando las

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celdas altas. Felizmente la escalera estaba librey, aunque muy cargada de humo, permitía a lasmonjas bajar al claustro. La invasión de la sa-cristía por el fuego no permitía tocar la campa-na; pero los vecinos de Solsona vieron prontoaquella claridad horrible y la columna de humoque coronaba a San Salomó como una aureolainfernal. Todas las campanas de la ciudad sedesgañitaban y se levantaron los habitantestodos, para correr en auxilio de las madres do-minicas.

El incendio era de esos que no habrían cedi-do ante los aparatos modernos, formidable arti-llería de agua que servida por los bomberossuele abatir baluartes de fuego en las ciudadesde hoy. ¿Qué podrían hacer contra aquel in-fierno los diligentes vecinos y los guerrillerosnavarros llevando cubos de agua? Pronto seconoció que serían inútiles todos los esfuerzospara salvar la fundación del señor marqués de

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San Salomó y no hubo más que un pensamien-to: salvar a las pobres madres.

No se sabe por dónde entraron los primerosque fueron a auxiliar a la comunidad; lo ciertoes que cuando algunos vecinos rompieron ahachazos la puerta del locutorio y entraron enel claustro, vieron que dentro del convento hab-ía ya gente ocupada en salvar lo que se podía.Sin duda aquellos hombres habían entrado an-tes que el fuego imposibilitase el paso de lasacristía al claustro.

El aspecto de este y del patio era espantoso.Bajaban llorando las pobres monjas, y no hubosanto alguno que no fuera invocado entre gri-tos, lamentos, congojas, interjecciones dehorror. Veíanse las blanquinegras figuras co-rriendo y bajando al claustro, como rebaño deovejas acosadas por el lobo. Algunas habíansalido de sus celdas sin acabar de vestirse, por-que el fuego no les había dado tiempo paramás. Ponían otras gran empeño en salvar su

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ajuar, y hacían subir a los vecinos o tratabanellas mismas de arrostrar la atmósfera de humopara sacar algunos objetos. Otras más filosófi-cas, creían que después de perdida la casa, na-da merecía ser salvado.

Los hombres a quienes la catástrofe habíaabierto las puertas del sagrado asilo, sacaron delas celdas lo que se podía salvar y lo arrojabandesde la galería alta. Las llamas avanzaban y nofue posible continuar en aquella tarea. Un calorhorroroso, suficiente a dar idea perfecta de laspenas del Infierno, impedía a todo ser vivopermanecer más tiempo en el claustro y aun enla huerta. Era preciso salir, abandonar parasiempre aquellos benditos muros que el Demo-nio había tomado para sí expulsando a las es-posas de Jesucristo. Había monja a quien estaidea afligía más que el peligro de morir asada.Dos de aquellas infelices que estaban enfermasen cama fueron sacadas en brazos y en una de

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ellas pudo tanto el miedo que expiró en elclaustro.

La confusión crecía. Había allí hombres di-versos, paisanos y militares, yendo y viniendosin entenderse. Todos mandaban, nadie obe-decía. Cada cual obraba según su valor, su ge-nerosidad o su iniciativa. Hubo quien se echó acuestas a dos monjas y quiso salir con ellascuando aún no habían bajado todas. Huboquien propuso un premio al que entrara en laiglesia para salvar de las llamas el símbolo de laEucaristía, sin que apareciese un héroe decidi-do a afrontar la muerte por empresa tan santa.Hubo quien intentó salir por la puerta del locu-torio; pero esto era imposible. Las llamas sehabían extendido ya por el pasillo y el humoera tan denso que no había medio de dar unpaso en el locutorio.

Las monjas se llamaban unas a otras comopara reconocerse y recontarse.

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-Madre Transfiguración, ¿está usted ahí?

-Sí, el Señor me ha dejado vivir, ¿y Sor Meli-tona de San Francisco?

-La he visto hace un momento... ¿Se ha sal-vado la Madre Rosa de San Pedro Regalado?...

-Sí, ahí está...

-Sor Ana, ¿está usted aquí?... Sor Ana.

-Allá está... Se ha empeñado en salvar suscolchones, y por tales pingajos han estado apunto de perecer dos hombres.

-Hay personas muy imprudentes.

-¿Y la madre Montserrat?

-Aquí estoy, hija, más muerta que viva-repuso la voz cavernosa que salía al parecer deuna calavera-. Por más que me vuelvo loca no

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puedo averiguar dónde está Sor Teodora deAransis.

La flaca monja entraba y salía de grupo engrupo, como una serpiente que culebrea resba-lando entre la yerba.

-¿Está Sor Teodora de Aransis?

-Repito que no lo sé... No está aquí, ni allí, niallá.

-¡Jesús Sacramentado! ¿Si se habrá quedadoen su celda...?

-¡Calle usted, tonta!... ¡por las sagradas lla-gas!... ¡Si hemos subido y hemos encontrado lacelda vacía!... y los restos de un festín. ¡Es parti-cular!... ¡Y el incendio ha sido intencionado!¡Aquel hombre!... no me queda duda de que él,él...

-¡Sor Teodora! ¡Sor Teodora!...

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-Es preciso salir al momento, no puede per-derse un minuto. A fuera, señoras -gritó unhombre moreno, bien plantado, con uniformemilitar, el cual había logrado a fuerza de gol-pes, bramidos y empellones imponer su volun-tad en medio del gran tumulto.

¡Gracias a Dios, al fin había alguien quemandara en aquel desconcierto!

-¡Que se cae la pared del claustro! -gritó unavoz terrible y de agonía.

-¡A fuera, a fuera!

Fue preciso abrir con grandísimo trabajo unboquete en la tapia de la huerta, con espaciosuficiente para dar salida a la comunidad,siempre que esto se hiciera con orden. El hom-bre moreno, coronel de ejército y jefe de losvoluntarios navarros y aragoneses, designó unplazo para aquella operación y la hizo ejecutara sablazos. Trabajaban con ardorosa fiebre pico-

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teando el ladrillo con azadones, palas, barras,clavos; con cuanto había. No había concluido laobra importante, cuando el coronel sintió que lesacudían fuertemente el brazo. Volviose y viouna monja que no parecía sino la estampa de lamuerte.

-Señor coronel -dijo el espectro-. Señor coro-nel, el incendio ha sido intencionado. Yo séquién es el perverso que ha hecho esta granbellaquería.

-¿Quién?... ¿Dónde está?

El espectro extendió su brazo blanco que pa-recía un bastón metido en la funda de una al-mohada y señaló a un hombre vestido de payésy con un brazo vendado, el cual en aquel ins-tante arrojaba una herramienta de las que hab-ían servido para abrir el boquete y se deslizabapor él, ávido de poner sus pies en la calle.

Dando un rugido, Carlos Navarro gritó:

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-¡A ese... ese... que se escapa!... ¡Zugarra-mundi... ahí va... cuidado... es él!...

La roja claridad que iluminaba las caras, da-ba a esta escena un aspecto de extraordinariopavor.

La gritería que fuera sonaba no permitió co-nocer lo que pasó; pero sin duda los deseos deljefe quedaron satisfechos, porque se abalanzó ala tronera y retirose después diciendo:

-Muy bien, compañeros... No pensé que Diosme lo depararía esta noche... Bien decía yo quese había metido aquí... ¿Con que también in-cendiario? ¡Horrible conjunto de crímenes!...Ahora, señoras, salgamos. Mucho orden... digoque mucho orden... Esta noche le voy a romperla cabeza a uno.

Colocó un grupo fuera de la tronera y otrogrupo dentro. No eran como dos ejércitos, sinocomo dos partidas de juego de pelota. Los de

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dentro cogían en brazos una dominica y por elboquete la entregaban en los brazos de los queestaban fuera. Parecía que echaban niños en eltorno de una casa de expósitos. Nunca falta unbufón en las más terribles escenas de la vida, yallí hubo uno que al echar fuera una monja,decía: «Ahí va otra carta al correo».

Pocas hubo que hicieran dengues y repulgosal verse entre brazos de hombres; pero el susto,el horror, el peligro, no permitieron a las másde ellas entretenerse en gazmoñerías. Cuandotodas estuvieron fuera, se reunieron en apreta-do grupo; no sabían andar, no sabían a dóndeir. La más tranquila era la muerta, a quien echa-ron fuera como un saco. Aunque se incendiaseel mundo todo, aquella nada podría decir. Unasse arrojaban sin aliento en el suelo; otras llora-ban a lágrima viva, otras hablaban todas a untiempo, haciéndose preguntas, expresando conuna observación breve, con un vocablo suelto,

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con una articulación indefinible el pánico, elazoramiento, la turbación de aquel instante.

-¿Estamos todas?

-Una, dos, tres, cuatro...

-¿Y a mí no me cuentan? También estoyaquí.

-Tengo una mano abrasada... ¡Jesús mío, quédolor tan vivo!

-Mirad cómo está mi hábito; y gracias que laSantísima Virgen me libró de morir achicharra-da.

-Estuvo en un tris que me quedase en la es-calera hecha carbón.

-Ya sabéis que no gusto de enredos. Por lasalvación de mi alma, que cuando subimoshabía en la celda restos de un festín... pero deun festín opíparo.

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-Contemos otra vez... dos, tres...

-Pues sí que falta una.

-Su celda estaba vacía, vacía, vacía... La luzapagada... Yo le había visto antes, y su cara seme quedó en la memoria ¡qué terror! Tenía elbrazo vendado y la manga subida.

-El único zapato que pude ponerme se meperdió en la huerta...

-Yo dormía profundamente, cuando sentí unruido infernal, abrí los ojos, vi la claridad... ¡Eldivino Jesús nos valga!

-Ya no queda duda. Con la muerta somosveintiuna; con las cuatro criadas veinte y cinco.

-¡Falta una, falta una!

-¿Sería yo capaz de decir una cosa porotra?... Un hombre, un hombre. ¡Horripilante

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suceso! ¿Por qué nos quemaría nuestra casa esemalvado?

-Yo también digo que el convento ha sidoincendiado por una mano alevosa.

-¡Falta una!

-¡Qué horrible aspecto presenta nuestra ca-sa!... Adiós, San Salomó, vivienda querida, vi-vienda adorada, adiós para siempre.

-Adiós, San Salomó. Señor, Padre Nuestro,pues tú lo has querido, sea. Pobres debemos sery pobres seremos.

-¡Bendito sea el poder de Dios!

-No puedo mirar a San Salomó... Me muerode aflicción.

-Ánimo, hermanas mías. El Señor lo ha que-rido así; tengamos resignación.

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-Yo le vi, yo le vi.

-¿A dónde vamos?

-¿Estamos todas?

-No, no, que falta una.

-Falta una.

-Una.

-XXIV-El concertado desarrollo de esta narración

que es menos novela de lo que creerán muchos,exige que no digamos ahora una palabra másde las buenas madres de San Salomó, dejándo-las entregadas a su dolor y en camino del al-bergue provisional que les preparó el obispo deSolsona. Otros personajes nos llaman en lugarno apartado del siniestro, allá donde suena la

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bronca trompeta de la historia anunciando lossucesos que se escriben en unos libros muyserios y que también han de tener su huecoimportante en este que lo son de entretenimien-to.

A la mañana siguiente, cuando aún echabahumo y chispas el cadáver tostado de San Sa-lomó, D. Carlos Garrote (y jamás pudo en sugloriosa vida de insurrecciones por la Fe qui-tarse nombre tan duro) estaba en su alojamien-to de la calle de San Francisco acometido de unmal que con frecuencia padecía, y que en losúltimos años se le había recrudecido bastante:este mal era la cólera. Mostraba su dolenciahiriendo el suelo con el pie, golpeando con lamano una mesa harto desvencijada, y que contales caricias iba en camino de no servir másque para leña, y finalmente, soltando de su bo-ca en nutrida descarga, venablo tras venablo.

Mientras él expresaba su enojo andando deun testero a otro y llevando de la cabeza a los

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bolsillos sus manos, un segundo personaje sen-tado junto a una segunda mesa donde habíabutifarra, pasteles y vino, parecía encargado derepresentar con su sensual abandono, sus ojosmedio chispos y su semblante epicúreo, la antí-tesis del exaltado y ardiente Garrote. Aquelviejo borracho era Mañas, guerrillero estúpidoque los caudillos habían arrinconado por noservir más que de estorbo.

Un tercer personaje agrandaba el cuadro: eraun capitán de lanceros, joven, bien parecido yque por su cortesanía y aspecto hidalgo con-trastaba con la rudeza de los dos soldadosapostólicos. Aún falta mencionar otro indivi-duo; pero en este basta la mención: era el ca-pellán de San Salomó Mosén Crispí de Tortellá.Lo único que la escrupulosidad histórica nosobliga a decir es que parecía inclinarse más acompartir con Mañas la butifarra, los pasteles yel vino, que con Garrote la ira, las manotadas ylos vocablos picantes. Menos Navarro, todos

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estaban sentados y a excepción de Mañas todosmuy serios.

Lástima que no estuviéramos allí desde elprincipio del consejo. El primero a quien oímosfue a Garrote, que repitiendo una idea expresa-da sin duda muchas veces antes de nuestrallegada, dijo con la boca, con las manos y conlos pies:

-Yo no me someto.

A esta aseveración semejante a un disparo,sucedió un silencio profundo. Garrote, luegoque dio varias vueltas en una órbita cuyo cen-tro era Mañas, se paró delante del oficial delanceros y le echó a boca de jarro estas palabras:

-Si los demás quieren someterse, yo no mesometo. Dígalo usted así al conde de Españaque le ha enviado.

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-Ya esta guerra no tiene razón de ser, señorcoronel -dijo con energía el oficial-. Su Majestadha llegado ya a Cataluña y ha mandado dejarlas armas a los que se habían alzado en sunombre.

-Yo no me he levantado en su nombre.

-¿Pues en nombre de quién?

-En nombre de otro... No vengamos aquí conmistificaciones... Se nos dijo una cosa y ahoraresulta otra... Este es un juego indecente, unjuego indecente.

-Pero señor coronel de mis pecados -dijoMosén Crispí apretándose el vientre y tratandode dar a su rostro expresión de bondad-. Si SuMajestad declara que es libre, que no hay taljacobinismo en palacio, que pondrá la Fe católi-ca por encima de todo... ¿qué hemos de hacernosotros? No seamos más realistas que el Rey,por amor de Dios.

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-Señor Tortellá de mil demonios -dijo Garro-te encarándose con él e increpándole con des-abrimiento-. No venga usted a empastelarnoscon sus distingos y sus boberías de canónigoharto. Bastante nos han engañado ya; ¿y quiénnos ha metido en este berenjenal? Usted y suscolegas los de hábito negro y pardo. ¿Por quéantes nos decían una cosa y ahora otra? ¿Quéinmunda farsa es esta? ¿Qué comedia ridícula ynauseabunda quieren ustedes representar? ¿Mehan tomado por títere? A mí me gustan las co-sas claras, y las palabras concretas, ¡señor Tor-tellá de mil rábanos! Ustedes nos han engaña-do; nos hicieron tomar las armas, y ahora nosmandan soltarlas. ¿Cuál fue la razón de aque-llo? ¿Cuál fue la razón de esto?

-Nosotros... -balbució el capellán muy ato-londrado.

-Ustedes, sí -declaró Garrote furioso comoun león.

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Estaba junto a la mesa desvencijada, y a cadados o tres palabras, daba con la palma de lamano un golpe que sonaba como un pistoleta-zo.

-Sí, ustedes... Nos dijeron que se iba a em-prender una guerra grande, gloriosa..., ¡pum!una guerra por la Religión. Nos dijeron que elRey ¡pum! estaba entregado a los masones, yque la Cámara real era una logia, una zahúrdade jacobinos... ¡pum! que Calomarde eramasón, que el Rey era masón... ¡pum! Nos dije-ron, y esto es lo más grave, que la guerra seharía alzando la bandera de la Religión y pro-clamando... ¡pum! el nombre del infante donCarlos como futuro Rey de España en sustitu-ción de Fernando VII... Nos dijeron que en Ma-drid estaba todo hecho para quitar del trono aun hermano el cual estaba vendido a los maso-nes, y poner... ¡pum! a otro hermano que oyemisa todos los días... Nos dijeron que cuando selevantase Cataluña, toda España respondería, y

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que el reinado de la Fe y la destrucción del libe-ralismo vendrían fácilmente... Nos dijeron quehabía un breve secreto del Papa, ordenando elalzamiento, y que Francia, Austria y Rusia loapoyaban... ¡pum! Nos engañaron pintándonosla Junta Apostólica de Madrid como un centropoderoso, y ahora veo que no es más que unareunión de mentecatos, de algunos consejeroscesantes que quieren volver al Consejo, de al-gunos canónigos que quieren ser obispos y dealgunos brigadieres que quieren ser generales...¡pum, pum, pum!

La mano del guerrillero rebotaba como unapelota de goma y tenía la palma roja, casi san-grienta. Mosén Crispí no se atrevió a contestary miraba a la butifarra, a Mañas, al oficial, a lamesa golpeada, por ver si alguno de estos tresobjetos le sugería una idea.

-Y ahora -prosiguió Garrote apartándose dela mesa que había quedado casi llorando-, aho-ra nos dicen que todo ha sido una broma, que

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dejemos las armas, que el proyecto de poner aD. Carlos en el trono es prematuro, impractica-ble, tonto, cosa de monjas, y no sé qué más...Esto es jugar con hombres formales. Ha bastadoque el Rey haya venido a Cataluña para quetodo se desvanezca como el humo; los más va-lientes se vuelven cobardes, muchos bravos sonsacrificados, y los curas se meten en sus iglesiasa decir: pésame, Señor... ¡Mil rábanos! No ha pa-sado nada... con tal que conserven sus empleos,sus canonjías y sus prebendas esos señores quenos han hostigado. El Rey llegará y hará unpicadillo masónico con la carne de todos losque se han batido en Cataluña por la causa san-ta, divina, inmortal, de la Fe y de la Monarquía.

-No -dijo bruscamente el oficial- lo primeroque ha dicho Su Majestad es que perdonará atodo el mundo.

-Eso se dice para que soltemos las armas, pa-ra que nos entreguemos como corderos...¡Perdón, perdonar! ¡Qué horrible ironía! Linda

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cosa es el perdón masónico. Los mismos quedesde Madrid y desde Barcelona dirigieron estatrama, serán los primeros que aconsejen al Reycastigos terribles, para que callen las bocas quepudieran revelar secretos graves... ¡Rábano,rábano! La mía, si no me la cierra el verdugo,será la primera que grite: «Esos que hoy se aco-gen al manto real y reciben en triunfo a D. Fer-nando, fueron los que nos hostigaron a quitarledel trono para poner en su lugar al infante D.Carlos que oye misa todos los días».

Mañas que comprendió la necesidad de de-cir algo, murmuró algunas palabras torpes yoscuras que salieron de su boca como un vaporvinoso. Mosén Crispí le mandó callar, tocándo-se la sien con el dedo índice y guiñando el ojo.Su mímica quiso decir:

-Ese hombre de los rábanos está loco: nohagamos caso de él.

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-Sus deberes de militar, sus gloriosos ante-cedentes, señor coronel -dijo el oficial- el uni-forme que viste, el bien del país, y la suerte demuchos hombres inocentes exigen de usted quese someta a la voluntad del Rey. El Rey ha pe-dido a todos prudencia y cordura, y es precisoque todos respondamos a la voz de nuestro Reylegítimo.

-Yo no me someto, yo no me someto -afirmóGarrote con voz de trueno-. Si Jep dels Estanys,Caragol, Pixola, Rafi y los demás quieren some-terse, háganlo en buen hora: ellos se entenderáncon su conciencia. Al hacerlo habrán visto de-lante de sí la balanza que tiene en uno de susplatos el ascenso y en otro el verdugo. ¡Maldemonio harto de rábanos! a mí no me sobor-nan las charreteras ni me asusta la horca...Cuando mi conciencia me acuse me fusilaré yomismo. Yo no me someto... Aquí hay mucha,pero muchísima inmundicia... Esto da náuseas.

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-Somos militares y debemos obediencia alRey -dijo el oficial con brío.

Garrote clavó en él una mirada centelleante;apretó los dientes: la piel verdosa de sus sienesy de su cara vibró como si los tendones y venasfueran alambres sacudidos por la descarga eléc-trica.

-¡Obediencia! -exclamó sacando de su volcá-nico pecho palabras como rugidos-. ¿A quién?...¡Ah! señor oficial... yo no obedezco más que aDios que fortalece mi brazo y afila mi espadapara que defienda su religión santa contra losjacobinos. Yo no obedezco más que a mi con-ciencia que me manda no reconocer dueño al-guno mientras no se siente en el trono de SanFernando el príncipe elegido por Dios pararestablecer los santos principios del gobiernocristiano... Veo que mira usted mis charrete-ras... ¡Ah! desde hoy las considero como unadeshonra... No puedo servir a dos señores...Fuera de mí, insignias de vilipendio que me

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parecéis diabólicos emblemas de un ordenmasónico.

Y se arrancó con salvaje fuerza las charrete-ras. Su mano como una garra tiró tan violenta-mente que rasgó el paño de la levita y mostró lacamisa en los hombros. Después arrojó contrala pared las insignias, gritando:

-¡Fuera de mí!... No quiero pertenecer a esterebaño de miserables... Desde hoy soy libre,combatiré solo, combatiré por la Fe y por elverdadero Trono allá en mis benditas montañasdonde jamás se conoció la traición.

El oficial se levantó.

-Nada tengo que hacer aquí -manifestó condesabrimiento afirmándose el chacó en la cabe-za-. Por fortuna los jefes principales del movi-miento conocen lo descabellado y ridículo desostenerlo más tiempo, y ya han dicho que de-pondrán las armas.

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-Cada cual -dijo Garrote mirando al oficialcon desdén- es dueño de meterse en lodo hastael cuello.

El oficial hizo una profunda reverencia y seretiró. El ruido de sus pasos no se había extin-guido en la escalera, cuando Garrote se acercó ala puerta y gritó: -¡Zugarramundi!

El hombre velludo tan parecido a un oso pi-renaico, apareció en la puerta: era desde antañoferoz satélite y ayudante del furibundo coronel.En las guerras de partidas era su jefe de EstadoMayor.

-Nos vamos en seguida -le dijo el jefe.

-¿A dónde?

-A nuestra tierra; los aragoneses puedenquedarse en la suya.

-Está bien: ¿y cuándo salimos?

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-Dentro de una hora. Paga las cuentas delmesón, dispón los caballos... Si algún catalán delos que están conmigo quiere someterse le dejasir en paz... Pero antes...

Zugarramundi que ya se retiraba volvió.

-Pero antes -añadió el coronel- le mandasdar veinticinco palos.

-Está bien... ¿Y qué dispones del prisionero?

-¡Ah... el prisionero! no me acordaba en estemomento. Pues al prisionero...

Se puso a meditar acariciándose la barba.

-Le llevaremos con nosotros. ¿Cuántos ca-rros tenemos?

-Cinco.

-Destina uno para él si no puede andar.

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-No puede; la herida que ayer le hicimoscuando quería escaparse por la gatera de SanSalomó le tiene un poco marchito. ¿No dijisteque había que fusilarle? Pues dejémosle aquí.

-¿Muerto?

-O vivo. El señor Mañas se encargará decumplir la sentencia.

-Sí; para que me lo suelten otra vez. ¡Rába-nos! No; le llevaremos, le llevaremos, y en elcamino daremos cuenta de él. ¿Va algún ca-pellán con nosotros?

-Ninguno.

-Bueno; no faltará un cura que le auxilie...Dale bien de comer... no quiero que padezcahambre... Es paisano nuestro, Zugarramundi,es alavés.

Está bien.

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Después que se retiró el oso, quien primerorompió el silencio fue Mosén Crispí de Tortellá,y gozoso de tener un tema de conversacióndistinto de aquel en que había merecido losapóstrofes del coronel, habló de este modo:

-Por mis pecados, Sr. D. Carlos Navarro, queha sido usted demasiado benigno con ese de-monio de hombre. Yo le hubiera mandado fusi-lar delante de las tapias humeantes de esa santacasa vilmente incendiada. ¡Oh! ¡Señor don Car-los, horripila ver la enorme dosis de perversi-dad que Lucifer ha depositado en el alma dealgunos hombres!.

Carlos sólo contestó con un gruñido.

-No puede quedar duda de que ese embaja-dor de los jacobinos fue quien puso fuego a lacasa del Señor, sin duda con el salvaje intentode reducir a carbón a las inocentes vírgenes...No puedo hablar de esto sin que se me parta elcorazón.

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En el mismo instante Mañas partía la butifa-rra.

-No obstante -añadió el venerable tomandola ruedecilla que Mañas le ofrecía- yo procurar-ía indagar... Indudablemente aquí hay un mis-terio... Ese hombre...

-Mosén Crispí -dijo Navarro interrumpién-dole bruscamente-. Aquí no hemos venido ahablar de ese hombre.

-Aquí hemos venido... -murmuró Mañas contorpe lengua, demostrando que si los demáshabían ido allí con algún objeto, él no había idosino a comer cerdo y a beber vino.

-Sí, ya lo sé -replicó el capellán algo turbado-. Hemos venido a convenir cómo se ha de arre-glar esto de soltar las armas... Es caso grave,porque la ciudad de Solsona no quiere malquis-tarse con el Rey; la ciudad de Solsona no quiereque la horca se alce en su plaza de San Juan, ni

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que las tropas del conde de España entren aquítocando los clarines de la venganza.

-Pues usted dirá... Ya sabe usted que yo mevoy.

-Pues... el ayuntamiento, que me delegó paratratar con usted de la paz, desea que todo searregle, que la ciudad de Solsona aparezcaamiga de Su Majestad.

-Yo me voy...

-No sometiéndose, eso es lo mejor para latranquilidad de la ciudad. Ahora falta verquién recoge el mando de las pocas fuerzasapostólicas que hay por aquí.

-Por mi voluntad entregaría el mando a D.Pedro Guimaraens, la única persona decenteque conozco en esta tierra.

-D. Pedro marchó al cuartel general, y dicenque el conde de España le ha dado un batallón

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para que recorra el país, y apoye a los que quie-ran someterse, que son los más. Puede que estéen Regina Cœli. A falta de don Pedro Guimara-ens, yo pondría la autoridad en la cabeza deTilín.

-¿En dónde está ese Tilín?

-Pues mire usted que no lo sé, y me da quépensar su desaparición. Hoy le he buscado todoel día y no he podido encontrarle. Anoche seportó heroicamente; fue el primero que entró asalvar a las pobres monjas... Después no se levio más.

-¿En dónde está?

-¿No le he dicho a usted que no lo sé? Esesacristán tiene unas rarezas... Suele escondersecuando se le necesita y presentarse cuando nohace falta.

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-Bien -dijo Garrote-. Pues ha de quedar en ladivisión apostólica de Solsona una sombra deautoridad; pues es preciso que esta farsa] as-querosa que llaman la paz... yo la llamaría laignominia... se haga con visos de convenio, yodelego mi autoridad...

Miró con desprecio a Mañas que con su ma-no temblorosa vaciaba el turbio residuo de laúltima botella.

-Sí -añadió el fogoso guerrillero-. El bandoapostólico de Solsona es digno de tener por jefea un borracho. Viejo Mañas, te confiero el man-do. Toma ese bastón, animal.

Y cogiendo una butifarra y haciendoademán de metérsela por la boca, y dándoledespués dos golpes con ella en la cabeza, laarrojó violentamente sobre la mesa y salió de lasala.

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-XXV-Desde que los cocheros de palacio, los mar-

mitones, los lacayos y algunos soldados vendi-dos a los cortesanos inauguraron el 19 de mar-zo de 1808 en Aranjuez la serie de bajas rapso-dias revolucionarias que componen nuestraepopeya motinesca, el más repugnante movi-miento ha sido la sublevación apostólica de1827. Es además de repugnante, oscuro, porquesu origen, como el de los monstruos que de-gradan con su fealdad a la raza humana, notuvo nunca explicación cabal y satisfactoria.Acabó misteriosamente, lo mismo que habíaempezado, como esas tragedias reales en quepor una secreta confabulación de testigos, ase-sinos y jueces, queda todo indeterminado yconfuso, no existiendo la evidencia más que enla muerte de la víctima. No hubo lógica ni planen la sublevación, como no hubo justicia en loscastigos. Creeríase que eran autores de aquellaintriga sangrienta los mismos contra quienes

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parecía dirigida, y que la propia mano heridapor el filo, acariciaba la empuñadura de aquellaespada que se forjó en las agrestes ferrerías delas montañas catalanas y se templó en los con-ventos. En todo lo relativo a los orígenes de talguerra, hay algo de las poéticas vaguedades dela leyenda: la historia no ha podido esclarecercon su luz las lobregueces de este hecho quesólo puede compararse a las tenebrosas demen-cias del suicidio.

Durante largo tiempo se consideró que laguerra apostólica había sido engendrada por lasociedad secreta del absolutismo llamada ElÁngel Exterminador, y compuesta de obisposambiciosos, consejeros cesantes e inquisidoressin trabajo. Aunque el absolutismo ha tenidotambién su masonería, y de las más chuscas,aun sin el uso de mandiles, ningún historiadorha probado la existencia de El Ángel Extermina-dor. Quién decía que su centro estaba en Roma,quién que estaba en el cuarto del infante D.

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Carlos. Pero si la sociedad no es cosa evidente,lo es sí la existencia de una intriga formidable ysubterránea, de la cual eran activos trabajado-res muchos próceres y magnates, diestros en lasartes del topo. La posterior guerra de los sieteaños probó que desde 1825 el absolutismo ra-bioso, anhelando cambiar de ídolo porque elexistente no satisfacía por completo su sed depersecuciones y de venganzas, había empezadoa preparar el terreno.

Si alguien pudo esclarecer los orígenes de lasublevación apostólica fueron los cabecillascatalanes; sin duda ellos pensaban decir algo;pero antes que pudieran ser indiscretos, Calo-marde y el conde de España les fusilaron a to-dos. El Rey les prometió el perdón para que sesometieran, y después de sometidos les fusilópara que no hablaran. Es una diplomacia comootra cualquiera.

¿Fue Calomarde instigador de la guerra? En-tonces resultaría Fernando VII juguete de su

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ministro, y esto no era así. Calomarde, que sinduda hubiera sido capaz de venderse a quien lequisiera comprar, sirvió bien a Fernando hastael cuarto casamiento de este, y en 1827 todavíaera no más que instrumento harto sumiso delas pasiones y del brutal egoísmo de su señor.

Si Calomarde no fue autor de la guerra, losverdaderos autores de ella se le sometieron alver el mal éxito que aquella tenía, aspirando asacar de la paz el partido que no habían podidosacar de la guerra. Es indudable que los tene-brosos congregacionistas del Ángel Extermina-dor (y es forzoso dar este nombre a la pandillapor no tener otro) salieron muy bien libradosde aquella sangrienta aventura; pero también loes que los infelices que habían sacado las casta-ñas del fuego para satisfacer las hinchadas am-biciones y las envidias de la corte, pagaron consu vida el crimen propio y el ajeno.

Grave cosa fue aquella sublevación cuandoFernando se dispuso a sofocarla por sí mismo.

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Salió del Escorial el 22 de Setiembre, siendodespedido por los célebres versos de la bonda-dosa Reina Amalia, que al componerlos de-mostró tener más comercio con los ángeles quecon las musas. Al Rey acompañaba Calomarde.Había gran prisa, y el déspota y su Sancho Pan-za recorrieron el camino con una rapidez quehabrían envidiado quizás algunos de nuestrostrenes mixtos. Pero delante del Rey habían sali-do los correos reservados llevando órdenesapremiantes para que cesara todo. Por eso ape-nas puso el pie en tierra de Lérida el egregioconde de España con su ejército, principió ladesbandada. Las pequeñas partidas se presen-taban, y las grandes se ponían en movimientopara sacar algún jugo del país antes de disol-verse. La sublevación cayó como un espantajode trapo y caña puesto en medio de los sem-brados, y al cual quitan de pronto la vara que losustenta. Los facciosos del Panadés y de Tarra-gona fueron los más solícitos para presentarse aindulto. En cambio Jep dels Estanys, Caragol y

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la gente furibunda de Manresa se mostraronmuy rebeldes. Sin atreverse a hacer frente alconde de España, resistiéronse a terminar tantonta y desabridamente una guerra a que losdel Ángel Exterminador les habían lanzado, ofre-ciéndoles la cooperación de Rusia con 40.000hombres y 6.000 caballos, el apoyo de Francia ylas simpatías del Papa.

Dejando guarnecida a Manresa salieron: Jepse dirigió a Berga que era su madriguera prefe-rida, y Caragol fingió una marcha sobre Barce-lona, unos dicen que con objeto de acercarse ala frontera y otros que con el fin puramenteapostólico de merodear. No tenían las manosatadas aquellos benditos arcángeles de fusil ycartuchera, porque Jep dels Estanys cuandotuvo que salir de Berga perseguido por el condede España sacó de allí diez y ocho cargas de di-nero que eran la cosecha de unos cuantos mesesde trabajo en la viña del Altar y el Trono.

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Ya veremos la suerte que les cupo a estosandantes cosecheros, a quienes Fernandohablaba en su proclama el lenguaje de la clemen-cia, abriéndoles sus brazos de padre amoroso. Unaobservación haremos que será la última pince-lada en el cuadro de aquella guerra, y es quetodas las reyertas entre los absolutistas de unoy otro bando, así como todas sus reconciliacio-nes terminaban con un porrazo a los liberales.Estos infelices, pocos en número, acobardadosy oscurecidos, pagaban el furor de los subleva-dos y de los perseguidores de los sublevados.Los rebeldes, al huir delante del conde de Es-paña, gritaban de pueblo en pueblo: «¡muerte alos negros!» y el feroz España solía decir: «esosmalvados negros tienen la culpa de todo». Asíes que se llevaba con paciencia la fuga e impu-nidad de los apostólicos con tal que hubiesenegros que sacrificar. Un observador de puracasta absolutista, como Mosén Crispí, habríacreído que aquellos pobres fueron puestos enEspaña por Dios para impedir que los defenso-

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res de este se destrozaran mucho al engrescarseentre sí.

Es preciso ser de bronce o de berroqueña pa-ra no sentir la más viva lástima de tales desdi-chados. ¿Vencían los apostólicos?... pues ¡muer-te a los negros! ¿Iban bien los absolutistas?...pues ¡duro en los negros! Que las cosas iban malen el campo de Jep... pues ¡a ellos, que tienen laculpa de todo! Que salía chasqueado el conde yse desesperaba por no poder alcanzar a Pixola...pues ¡viva la religión y mueran los masones! Sínte-sis de este hecho y resumen de él fueron lashorrorosas hecatombes de Barcelona a princi-pios del año siguiente, cuando los envenenadosodios y disputas que desgarraban el seno de lafamilia realista parecían no poder aplacarsesino engolosinando a uno y otro partido concarne de liberales.

Explicada la situación de la guerra, noscumple despedirnos de esa bienaventuradaciudad de Solsona, donde han ocurrido los

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principales sucesos de esta historia, para buscarel término y solución lógica de ellos en otropueblo menos ilustre, pues carece de escudo dearmas, de abolengo romano y de murallas; peroque merecería tener todas estas cosas y aunotras, sólo por haber sido teatro de los verídicossucedidos que vamos a referir.

-XXVI-Al anochecer del día que siguió a la catástro-

fe de San Salomó, un cochecillo de dos ruedascorría por el detestable camino que desde Sol-sona se dirige a la Conca de Tremp. Era uno deesos vehículos puramente españoles que pare-cen hechos para realizar el ideal de la incomo-didad, y cuyo nombre respondería perfecta-mente a su cruel instituto si en vez de tartanafuera quebranta-huesos. El que ocupa hoy nues-tra atención era cerrado, formando una especie

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de cajón alto con portezuela en la parte poste-rior y en la delantera una ventanucha pequeñasin vidrio destinada a dar aire a la víctima, paraque no la asfixiara el calor antes de tener loshuesos bien rotos y las carnes bien molidas.Tiraba de él un brioso caballo que parecía máshecho al noble oficio de la silla que al del arras-tre, a juzgar por el desorden de su marcha y losbrincos con que amenazaba volcar el vehículo.Guiábalo un joven sentado en media cuarta detabla adherida a la limonera de la derecha. Pa-recía tener el cochero un delirante anhelo dellegar pronto a su destino, según aporreaba alanimal con la vara. El interior lo ocupaba sinduda persona a quien el de fuera estimaba enmucho porque entre golpe y golpe descargadosobre la bestia, volvía su rostro, y mirando alinterior del quebranta-huesos por la ventanilladelantera decía algunas palabras enderezadas adulcificar la molestia de transporte tan inquisi-torial. El camino, que más era de herradura quede ruedas, estaba alfombrado de guijarros que

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en algunos sitios eran verdaderos peñones,ofreciendo en otros hoyos profundos. Caballo ycamino jugaban con el coche como un titiriterocon las bolas haciéndole dar graciosas piruetas.Viendo aquello, tendría corazón de broncequien no compadeciera a la persona que ibadentro. Si tal persona además de ir allí, iba con-tra su voluntad, entonces era tan digna delástima como quien va al patíbulo en la fatalcarreta.

La noche era oscura y serena; pero el hori-zonte se inflamaba a ratos con vivos relámpa-gos, indicio de tormenta próxima, y algunasráfagas de aire fresco venían del lado de lamontaña, levantando polvo y haciendo mur-murar el ramaje de los árboles.

Ni un alma se hallaba en tal hora por aquelcamino solitario y agreste, y las pocas casas quese veían al paso estaban cerradas y silenciosas.Creeríase que la superstición había alejado atodos los habitantes de aquella tierra y que sólo

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quedaban los duendes para obligar a huir tam-bién a los que después viniesen.

Pero el quebranta-huesos pasó al fin a regu-lar distancia de una casa, en cuya ventana bri-llaba una luz. Entonces del lóbrego cajón inqui-sitorial salió una voz angustiosa que dijo:

-¡Socorro!

El que guiaba castigó fieramente a la cabal-gadura para que acelerase el paso, y cuandoquedó a distancia mayor la casa iluminada, elhombre volviose hacia dentro y dijo:

-No... no vale pedir socorro, señora. Nadieoye, nadie ve.

-¡Socorro! ¡Socorro! -repitió la voz interior yaenronquecida y furiosa.

Después varió de tono y acompañada al pa-recer de lágrimas, dijo suplicante y dolorida:

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-Por la salvación de tu alma, Pepet, por lamemoria de tu madre; déjame, suéltame, déja-me en medio del camino y vete solo con tu en-diablado coche... Te lo agradeceré, te lo agrade-ceré con toda mi alma... no te guardaré rencor,Tilín... no te tendré miedo; me acordaré de ti enmis oraciones; pediré a Dios por ti... Sé buenoconmigo, ten piedad de mí... suéltame, déjamey así podrás librarte del castigo que te esperapor tu maldad... Piensa un instante siquiera enDios.

El hombre no pensaba en Dios. Pálido y hos-co, cejijunto, balbuciente como el asesino en elmomento de clavar el puñal en la víctima dor-mida, marchaba derecho a su bárbaro objeto;no reparaba en consideración alguna, no seacordaba de Dios, no era cristiano; era incapazde toda idea piadosa; no veía tampoco obstácu-los, no veía más que la fiebre ardiente que ledevoraba y aquel objeto criminal que le atraíafascinando su alma irritada, objeto que, fijo en

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su cerebro, le enloquecía con el deleite deltriunfo y le quemaba con el fuego de la impa-ciencia.

Oyó que su víctima lloraba dentro del coche.Entonces se volvió adentro y dijo:

-Es verdad que soy un malvado, que mecondenaré, que arderé en el Infierno... ¿pero dequién es la culpa?

-Tuya, infame ladrón, incendiario, tuya,monstruo emparentado con todos los demoniosdel Infierno -exclamó la voz del coche, volvien-do a ser colérica-. Mucho más humano seríasconmigo si me mataras... ¡Ay! te lo agradeceríacon toda mi alma. Viva o muerta, infame ban-dido, no arderé como tú en los infiernos... es-tarás solo, y padecerás eternamente, siempre,quemándote en tus sacrílegas pasiones, sin sa-tisfacer en toda la eternidad la sed rabiosa de tualma.

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Tilín hizo crujir sus dientes, tan fuertementelos apretaba, y hablando consigo mismo, dijo:

-¡El Infierno!... pues poco que me gusta a míel Infierno... Ya sé que he de ir a él... ya lo sé...Si de todos modos he de ir a él, que sea...

Y azotaba al caballo, porque aunque estecorría mucho, a él siempre le parecía que anda-ba poco; tan anheloso estaba de ganar terreno.Habría deseado las alas negras que había vistopintadas en el ángel de las tinieblas, para cru-zar con ellas el cielo tempestuoso hasta llegarcon su presa a las cavernas donde se traman enjuntas diabólicas las tentaciones que luego seesparcen por la tierra. Era firme creyente y creíaen las potestades del Báratro tal como las pintala doctrina cristiana. Hacía el mal conociendo loque hacía y las consecuencias de él. No era ma-lo por carencia de sentido moral, como los ado-cenados criminales que pueblan diariamentelos presidios y dan trabajo al verdugo, sino porun extravío que arrancaba de la exacerbación

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de sus violentas pasiones. Su corazón precipi-tado en aquel rumbo perverso, podía torcersede improviso tomando otro camino. Esto loconocía Sor Teodora de Aransis. Dando a ratostregua a su violenta ira, no creía fácil conseguirnada por la violencia y trataba de someter a suterrible enemigo, tocándole hábilmente al co-razón. Por eso intentaba dar suavidad a su vozy mágico encanto a sus palabras. Sofocando sucólera, dejaba que hablase la conmovedora pie-dad. Diríase de ella que intentaba enternecer ycristianizar al Demonio con las súplicas que sedirigen a los santos. Sus manos aparecieroncruzadas en el ventanillo.

-Tilín, Tilín -le dijo-. Yo te juro por Dios quees mi padre y por nuestro glorioso patriarcaSanto Domingo, que si me dejas y te vas, no teguardaré rencor, no tendré de ti malos recuer-dos... al contrario los tendré buenos, muy bue-nos... A nadie diré que pegaste fuego a San Sa-lomó; a nadie diré que en la confusión del pri-

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mer momento y cuando bajé huyendo de lasllamas, me cogiste, me amordazaste y me sacas-te por la puerta del locutorio, cuando el fuego yel humo permitían aún pasar por allí. A nadiediré que me ocultaste después en una casuchaque hay fuera de la puerta del Travesat, dondetú y otros bandidos como tú, digo mal, bandi-dos no, sino alucinados, me tenían preparado elsuplicio de este coche. A nadie diré que luegome has traído a este viaje horrible que no sédónde terminará; no diré nada... tendré buenosrecuerdos de ti, me acordaré de tu amistad, detus buenos servicios; todos los días, todos,cuando me arrodille delante del Señor Sacra-mentado para pedirle por los pecadores, pediréa Dios que te quite esos malos pensamientos yte de otros buenos y cristianos que lleven tualma al cielo, donde me volverás a ver... sí mevolverás a ver.

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Esta idea debió parecer eficaz a la dominica,porque la repitió después de una pausa, aña-diendo:

-Me volverás a ver, me estarás viendo portoda una eternidad.

Tilín no dijo nada. De pronto detuvo el co-che. El corazón de Sor Teodora, al sentir aquellapausa en su tormento físico, palpitó de emocióny esperanza.

Pero Tilín se había detenido para prestaratención a un rumor lejano que a su espaldahabía creído sentir, y quiso cerciorarse de él.

-Sí -pensó después de un minuto de aten-ción-. Viene gente a caballo, y no debe de serpoca según el ruido que hace.

El sacristán diablo pareció un momento tur-bado; pero al punto halló en su grande ánimo

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la iniciativa y la prontitud de ejecución que ledistinguía en los lances de difíciles.

-Tilín -añadió la señora- ¿no oyes lo que tehe dicho? Ten compasión de mí, acuérdate deaquellos días en que asistiéndote en tu enfer-medad, te salvé esa vida que ahora vuelvescontra mí. Tú eras entonces un niño, yo unajoven. Ahora soy una vieja. ¿Qué quieres demí? Por Dios y por tu madre, hijo mío, ¿adónde me llevas? ¿Qué horrible viaje es este?

-En la Cerdaña -dijo Tilín con nerviosa agita-ción- en lo más alto, en lo más enriscado, en lomás solitario, en lo más montuoso, allí dondeestán libres los osos, y donde nacen los torren-tes, tengo yo una casa...

-¡Y allá me quieres llevar, bandido! -exclamóla dama con desesperación, no pudiendo re-primir la cólera-. No, yo gritaré y alguien meoirá... Esto no puede seguir. ¿No hay almascaritativas aquí? ¿Se ha acabado el mundo? ¿Es

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posible que no me favorezca Dios? ¡Dios, Diosmío!... ¿Tantos son mis pecados que merezcaeste horrible infierno en vida?

Tilín, muy temeroso por aquel ruido de tro-pa que había sentido, volvió a azotar al caballo,y desviándose del camino por una colina pela-da que a la derecha había, dijo para sí:

-Me ocultaré en el monte hasta que pase esatropa. Por aquí está si no me engaño, el conven-to arruinado de Regina Cœli donde sólo vivendos clérigos pobres que piden limosna. Nosería malo intentar congraciarme con ellos...Necesito un sitio seguro donde pasar el día demañana. ¿Qué hora es? próximamente las doce.Este maldito coche es el estorbo de los estorbos.Si pudiera llevarla a caballo... Necesito cuatrojornadas que es preciso hacer de noche y tresdescansos por el día, uno aquí o en Vilaplana,otro en Nargo, otro en Querforadat, para de allísubir a mi casa. ¡Maldito coche!... Alas, alas eslo que yo quisiera. Sólo mi fuerza de voluntad

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que jamás se acobarda es capaz de intentar esteviaje con tales obstáculos... Si triunfo, Lucifertendrá que darme tratamiento de ExcelentísimoSeñor.

El coche avanzaba lentamente, porque elcamino era casi impracticable en la oscuridadde la noche. De pronto oyose un estallido metá-lico, seco, y el coche se hundió cayendo sobreun costado. Sor Teodora dio un grito, y Tilínlanzó un apóstrofe que habría hecho estremecerde espanto a cielo y tierra, si la tierra y el cielose afectaran por las vanas palabras del hombre.El eje del coche se había roto.

-¿Lo ves, lo ves? -dijo Sor Teodora esforzán-dose en reprimir su alegría-. ¿Qué quiere deciresto, Tilín? ¿No ves claros y patentes los desig-nios de Dios? ¿No ves la mano que te ataja entu infame camino? Tú tienes buen corazón, tútienes conciencia, aunque ahora está muy per-turbada. Considera, hijo; reflexiona...

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Al mismo tiempo que esto decía dulcifican-do su voz, temblaba interiormente de miedo,pensando que aquella contrariedad exasperaríaal malvado inspirándole quizás alguna violen-cia horrible. También ella oyó entonces el ruidode hombres a caballo y puso atención invocan-do mentalmente a Dios para que en tan apreta-da ocasión la amparase. Tilín que oía tambiéncon toda su alma, rugió así:

-¡Por las uñas y rabo del Otro! Es la partidade Garrote que salió esta tarde de Solsona.

Después miró su coche que yacía en tierracomo un buque recién naufragado. Abriendo laportezuela, ayudó a salir a Sor Teodora, cuyosmolidos huesos apenas le permitían moverse.La dama dio algunos pasos para probar si fun-cionaban después del atroz suplicio del cochelos tendones y músculos de sus piernas. Tilíndijo sombríamente:

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-Esto puede remediarse. A una legua escasade aquí está el herrero Gasparó Cort que tieneejes de coche. Si tiene ejes, iré, traeré uno antesdel día, y seguiremos nuestro camino.

-¡Y yo, insigne mentecato -gritó Sor Teodoraviendo que su situación mejoraba extraordina-riamente- te esperaré aquí tan tranquila como siestuviera en la celda de mi convento! A fe queeres simple. Esto ha concluido. Déjame en paz.

Tilín comprendió lo descabellado de su planen lo relativo a buscar un nuevo eje, como no loforjara con un hueso de su cuerpo en la fraguade su corazón. No había más remedio que darpor concluido el viaje, pensando cristianamenteen la intervención de la Providencia para salvara la digna señora del riesgo en que estaba. PeroTilín, enérgicamente apasionado y delirante,antes que en Dios pensaba en los demonios queguiaban sus pasos y silbaban en sus oídos pala-bras enloquecedoras y le ponían delante de los

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ojos fantasmas y espectáculos de gran atractivopara él.

-No, no, señora -exclamó de súbito, asiendola mano de su víctima con extraño vigor-. Estono ha concluido. Un hombre como yo no sedeja vencer por un eje roto.

Sor Teodora al sentir la mano de hierro quela sujetaba como las tenazas de Satanás sujetar-ían al precito sobre la caldera hirviente, enco-mendó su alma al Señor. La oscuridad y silen-cio del bosque cercano diéronle grandísimopavor; pero evocando las fuerzas todas de sualma, decidió hacer frente a los mayores peli-gros, desplegando los recursos de su voluntad,de su astucia y aun de su vigor físico, que noera despreciable a pesar de ser mujer y monja.

-Tilín -dijo con grave acento-. Por malvado ypervertido que seas, no podrás desconocer quela voz de Dios acaba de hablarte, que su manote ha detenido en tu criminal carrera.

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El criminal no decía nada; pero apretabamás la mano preciosa, como el avaro oprime sutesoro temiendo que se le escape. Fijaba susojos con terrible expresión de duda en el suelo.

-¡Tilín, Tilín! -añadió la monja, que habíacomenzado a comprender la posibilidad deablandar aquel bronce-. ¿No me oyes? ¿Piensasen Dios, en tu crimen, estás mirando a tu horri-ble conciencia? Por Dios y su Santa Madre,déjame y sálvate, sálvate, hijo mío, de la conde-nación eterna.

Cuando esto decía oyose el tañido de un es-quilón que sonaba muy cerca, en el bosque.

-¿Qué campana es esta?

-La de Regina Cœli, la de Regina Cœli -gritóTilín hiriendo el suelo furiosamente con el pie.

-¡Es un convento, un asilo! -dijo ella-. ¡Diosmío, has venido en mi ayuda!

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Y la monja empezó a rezar. Pero Tilín leapretaba aún la mano.

Oyose entonces a muy poca distancia el rui-do de gente a caballo que poco antes obligara aPepet a apartarse del camino.

-¡Gente de armas! -balbució Sor Teodora deAransis inundada de gozo-. ¡Me he salvado!

-El Demonio, sí, el Demonio es quien me hajugado esta mala partida.

-Suéltame, ladrón -dijo la dominica reco-brando su entereza y dueña ya de la situación-,suéltame.

Sacudió la mano gritando: -¡Socorro!

-Basta, basta -gruñó Pepet soltando la mano.

La monja dio algunos pasos hacia donde so-naba el esquilón, y Tilín corrió hacia ella.

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-Es usted libre -le dijo-. Pida usted hospitali-dad a los frailes de Regina Cœli... Me confiesovencido. El Demonio se ha reído de mí.

-No me sigas, malvado, no me sigas.

-¿Qué pensarán de una religiosa que se pre-senta sola, a estas horas, pidiendo asilo en unconvento de frailes?

La monja se detuvo.

-¿Qué importa? -dijo-. Todo antes de estar entu poder, monstruo. No me sigas.

-Yo también quiero pedir hospedaje en Re-gina Cœli, yo también: estoy cansado.

Pero Teodora había adelantado y no le oía.Corriendo entre los árboles, perdiose por unmomento; pero al fin pudo salir a donde se veíala oscura mole de Regina Cœli. El esquilón se-guía tocando. La dama vio una puerta y en lapuerta luz, y esta luz iluminaba una figura, un

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hombre, un fraile, cualquier cosa... Sin vacilarcorrió hacia él.

-XXVII-

-¡Una monja! -exclamó con asombro el queestaba en la puerta, que era un viejecillo tem-bloroso y caduco, empaquetado dentro de unasotana, y que ni aun parecía tener fuerzas parasostener la linterna con que se alumbraba, ycuyos rayos caían principalmente sobre la pe-chera encarnada de un segundo personaje ves-tido con uniforme militar.

-¡Una monja! -repitió este, antes de que la deAransis tuviera tiempo de exponer el objeto desu peregrina visita.

-Sí, una monja -dijo ella- una pobre monja deSan Salomó, que se ve obligada a pedir auxilioa los religiosos, caballeros, militares o quienes

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quiera que sean los habitantes de esta casa...Pero si no me engaño estoy hablando con el Sr.D. Pedro Guimaraens.

-El mismo, señora -repuso el bravo coronelquitándose galantemente el sombrero y diri-giendo hacia el semblante de la religiosa lospálidos rayos de la linterna-. Me parece queestoy viendo a Sor Teodora de Aransis.

-Esa soy yo... Usted no comprenderá mi pre-sencia aquí -dijo muy turbada la dama, comoquien aún no ha inventado bien la mentira queva a decir-. Ya sabe usted que anoche nos que-maron el convento... Yo iba a casa de mis tíos, aBalaguer, porque me encuentro muy enferma...¡cosa tremenda!... el coche en que iba se ha ro-to... roto el eje... me vi sola en medio del cami-no... sola no... con el criado de mis tíos.

-No se necesitan más explicaciones para daralojamiento a la buena madre -declaró Guima-raens menos atento a las cuitas de Sor Teodora

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que al ruido de caballos que cerca se sentía-. Yoestoy aquí cumpliendo un deber militar porencargo del conde de España... ¿Sabe usted?...Este sitio es el mejor para cortar la comunica-ción de los valles del Cardoner con la Conca deTremp... Estoy aquí con un pequeño destaca-mento esperando las fuerzas que han de llegara la madrugada...

Y volviéndose al frailecillo, añadió:

-Nuestro bendito padre Martín de la Con-cepción se ha cansado de tocar la campanilla, yes preciso que no cese de tañer en todo momen-to para que la brigada pueda dirigirse aquí sinequivocarse, porque esos niños de Madrid noconocen estas tierras... Que toque, que siga to-cando... Pues sí, señora mía, aquí podrá ustedreposar hasta mañana. No hay comodidades deninguna especie, ¿verdad Padre Juanico?

-No importa -dijo la dominica entrando en elatrio-. Me basta con hallarme en lugar seguro.

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-Y dispénseme la reverendísima madre-indicó D. Pedro haciéndole otra cortesía som-brero en mano- que no la acompañe en estemomento, porque siento ruido de caballerías ysi al principio me parecía tropel de arrieros queiban al mercado de Castellnou, ahora me pare-ce una partida fugitiva que pasa.

-Vaya su excelencia -dijo el frailecillo-. Yoacompañaré a la reverendísima madre a la úni-ca habitación que tenemos para cuando se nospresenta algún forastero... ¿No ha traído la se-ñora la servidumbre? ¿No ha venido con laseñora alguna otra madre, o un par de madres,o media docena de madres?

Incapaz de responder a estas preguntas, lamonja calló, dejándose guiar por el padre Jua-nico. En el ruinoso patio sintió rumor de solda-dos que jugaban o cantaban coplas tendidos enel suelo. Tan aturdida estaba la buena madre,que no había formado aún juicio alguno sobresu nueva situación, si bien se veía segura y sal-

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va por el respeto que entonces infundía a lagente armada el hábito religioso. Érale sí forzo-so desplegar un poco de ingenio para explicarsu presencia en Regina Cœli sin ocasionar in-terpretaciones malignas, y para hacerse trasla-dar a Solsona sin peligro de caer de nuevo enlos terribles brazos del dragón que la perseguía.

D. Pedro salió a toda prisa acompañado dealgunos soldados, mientras el padre Juanicoguiaba a Sor Teodora por un claustro medioderruido, siendo preciso mucho cuidado parano tropezar en las piedras que obstruían el pa-so.

-Esta casa, señora -dijo el caduco fraile- estáasí desde la acometida de los franceses el año10. Regina Cœli era una casa de clérigos regula-res. ¡Ah! entonces éramos treinta y cinco, ya nosomos más que dos, el padre Martín de la Con-cepción y un servidor de Vuestra Maternidadreverendísima... Creo que ha sido horrible esode San Salomó.

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El padre Juanico se detenía a cada seis pasospara contemplar el rostro de la señora, y alzan-do no sin esfuerzo su cabecilla flaca y colgante,obsequiaba a la monja con una sonrisa senilharto grotesca.

-Sólo dos, señora -añadió alumbrando el pi-so lleno de piedra-. Vivimos de limosna... vivi-mos tranquilos, esperando la muerte que ha deasemejamos a estos escombros, a estas piedras,a este cadáver descompuesto de Regina Cœli.Lo poco que aún vive de Regina Cœli será pol-vo también... Pues como decía a la señora, losdos hermanos vivimos aquí tranquilamente, esdecir, vivíamos tranquilamente hasta esta no-che a las diez, hora menguada en que se nosmetió por las puertas el señor D. Pedro Guima-raens con sesenta soldados de Su Majestad...¡Linda noche nos ha dado!... Al pobre Martínde la Concepción lo tiene desde hace dos horastocando la esquila... y no quiere que se canse elbuen hombre, sino que toque y toque... Estos

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demonches de militares son muy déspotas, se-ñora... Cuidado no tropiece usted en la losa deese sepulcro... Por aquí, señora, por aquí... yaún falta lo mejor. Esos toques de la esquila sonpara avisar a una brigada entera, a una brigadade demonios uniformados que vienen a tomarposesión del convento... Estamos lucidos... ¡Ve-nir a turbar a dos pobres religiosos moribundosque esperamos por instantes la última hora!...En fin, paciencia nos de Dios. Aceptemos estecáliz no tan amargo como el que supo apurarSu Divina Majestad en la noche de su pasión...El pobre hermano Martín se ha cansado otravez de tocar... En fin, señora, esta es la únicahabitación que podemos ofrecerle a VuestraMaternidad reverendísima para que pase lanoche... Iré a ver si han llegado los de la servi-dumbre de Vuestra Maternidad reverendísima.

-¡Esta es la habitación!... -exclamó llena deasombro la madre Teodora de Aransis contem-plando las desnudas paredes de una sala in-

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mensa, helada, vacía, con el techo agujereado yel piso hecho de escombros.

-No tenemos otra. En cuanto a lecho paradormir no espere Vuestra Maternidad que se loofrezcamos, porque no lo tenemos. Martín de laConcepción y yo dormimos en el suelo.

La madre volvió a mirar no menos espanta-da que la vez primera el antro en que se halla-ba. Un pedazo de altar y un rimero de tablascarcomidas eran los únicos asientos. Algunaspiedras sepulcrales llenas de escudos e inscrip-ciones formaban apiladas como una especie demesa.

Aterrada en el primer momento, Sor Teodo-ra se serenó pronto comprendiendo que noestaba en el caso de pedir gollerías.

-Está bien, reverendo hermano -dijo-. Démeusted una luz y ayúdeme a cerrar estas venta-nas.

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-Estas dos ventanas no se pueden cerrar -dijo el frailecillo con burlona sonrisa-. Tampocose cierra la puerta, en una palabra, madre reve-rendísima, aquí no se cierra nada. En ReginaCœli no hay llaves, ni cerrojos, ni trancas, nicandados. Puede vuestra maternidad entornarlas puertas y afianzarlas con un palo. Como nohay viento no se abrirán... Traeré la luz al mo-mento.

Largo rato estuvo sola y a oscuras la buenamonja embebida en hondas reflexiones sobre susituación, y ya se impacientaba de la oscuridadcuando volvió el padre Juanico tan apresuradocomo sus piernas medio muertas se lo permit-ían. Puso una lámpara de cobre sobre elmontón de piedras sepulcrales que hacían lasveces de mesa, y dejándose caer sobre un ma-dero, dijo suspirando:

-Déjeme Vuestra Maternidad que descanseun ratito... no puedo tenerme... Este renegadode Guimaraens va a quitarnos la poca vida que

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nos queda... ¿Oye usted? todavía repica el des-venturadísimo Martín de la Concepción... ¡Ay!cómo me canso, señora, con estas idas y veni-das. A estas horas estaríamos el hermano y yoroncando riquísimamente sobre nuestras tablassi esos Barrabases no se nos hubieran metidoaquí... Y lo que falta, pues, y lo que falta.

-Paciencia, hermano -dijo la dominicasentándose también.

-Pues como iba contando -prosiguió el frailedemostrando menos cansancio de lengua quede piernas-, esos hombres a caballo que ibanpor el camino eran los de la partida de Garroteque hace días pasó para Solsona y ahora sevuelve a su país. El señor de Guimaraens les haquitado algunas armas y les ha dejado seguir.Llevaban consigo un prisionero, un hombremalvado de esa infame ralea de jacobinos. Es,según dicen, el que pegó fuego a San Salomó.

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Sor Teodora suspendió tan bruscamente susreflexiones que se la habría creído picada por elaguijón de una víbora. Clavó los negros ojos enel rostro excesivamente maduro y pasado delpadre Juanico que alentado por la atención quea sus palabras se prestaba, añadió:

-Garrote que va en retirada y sin armas hadejado aquí al prisionero para que el señor deGuimaraens haga un poco de justicia. ¡Hacetanta falta en estos tiempos!... Le van a fusilar.

Sor Teodora se levantó. Un lúgubre rumorque en el patio se oía llamó vivamente su aten-ción. Miró por la ventana que al patio daba.

-Ahí le llevan -dijo el fraile señalando al pa-tio donde se distinguían grupos moviéndosecon algazara-. Le van a meter en la cueva, en loque era panteón y ahora nos sirve de leñera.

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Sor Teodora no vio más que sombras, perocomprendió lo que pasaba. El corazón se lesalía del pecho latiendo con desusada violencia.

-Adiós, señora, que pase Vuestra Materni-dad reverendísima buena noche -dijo el padreJuanico tomando su linterna-. ¡Ah! me olvidabade advertir a Vuestra Maternidad que el Sr. deGuimaraens pasará a verla. Me lo ha dicho. Sinembargo estará muy ocupado en toda la noche.Parece que ya llega la brigada que esperaban...¡Gracias a Dios que descansa el pobre Martín!...Buenas noches... He visto entrar a varios paisa-nos... la servidumbre de Vuestra Maternidadreverendísima.

-Yo no tengo servidumbre -dijo Sor Teodorabruscamente.

-¿Ha venido Vuestra Maternidad sola?-exclamó el padre Juanico desplegando toda lapiel de los ojos.

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-Sola, sí, sola -afirmó la dama con energía sinpensar en su reputación.

El padre Juanico iba a persignarse, pero nose persignó. Creyó que debía marcharse... y semarchó.

La de Aransis dio algunos pasos hacia lapuerta, después retrocedió... Llevose las manosa la cabeza, cruzolas después. Puede afirmarseque en los treinta y dos años de su existencia nohabía conocido su alma un afán tan grande.Tan grande era, que la última aventura de Tilínle parecía cosa lejana, indigna de fijar su aten-ción, y en verdad aquel drama terrible, pura-mente externo y que en nada afectaba a sussentimientos, le parecía muy menguada cosa encomparación de la íntima sacudida que orasentía en su alma.

Tan absorta estaba, tan atenta a sí misma,que no observó que era espiada. Fuera de laventana abierta a un segundo patio lleno de

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ruinas, un espantajo negro la vigilaba. Ella noveía el brillo verdoso de los ojos del búho ace-chando su presa.

-XXVIII-Sí, aquel tenaz guerrillero D. Carlos Garrote,

cuya cólera hirviente, cuyas palabras amena-zantes encerraban un gran fondo de rectitud,porque anunciaban su odio a las intrigas y a lastransacciones indecorosas, tuvo que abandonarparte de sus armas en Regina Cœli. Habría sidopetulancia sostener un combate. Él no se somet-ía; pero se retiraba de la lucha. No disparaba untiro en contra de la causa apostólica; pero tam-poco en pro del Rey, cuya doblez conocía comonadie. Deferente y cortés con D. Pedro Guima-raens a quien por sus altas cualidades aprecia-ba, no sólo le entregó algunas armas, sino tam-bién un valioso prisionero, y después de reco-

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mendarlo al señor coronel con la mayor efica-cia, siguió adelante, para buscar por la Concade Tremp el camino de Aragón.

No estaba a cien varas de Regina Cœli cuan-do su pequeño ejército inerme fue detenido porotro armado y relativamente grande. Era labrigada que esperaba Guimaraens, y que habíasido mandada por el conde de España paraocupar Regina Cœli. Guimaraens a quien Espa-ña dio el día anterior pequeñas comisiones, fueencargado de ocupar previamente a ReginaCœli, en la previsión de que alguna pequeñapartida se apoderase de punto tan conveniente,y de esperar allí a la brigada. El aviso de lacampana fue cosa convenida entre el jefe deesta y Guimaraens.

Garrote sabía que probablemente encontra-ría aquella tropa, sabía también quién la man-daba, y así con la esperanza de refrescar cordia-les y antiguas amistades, luego que las avanza-das le detuvieron, preguntó:

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-¿En dónde está el jefe? ¿En dónde está miamigo queridísimo el Sr. D. Francisco Cha-perón?

Fuele respondido que no lejos venía, y pocodespués el valiente soldado navarro y el anti-guo presidente de la Comisión Militar Ejecutivase daban estrechísimo abrazo en mitad del ca-mino, alargando cada cual el cuerpo sobre elcaballo, de modo que por un instante parecie-ron un solo hombre sobre dos brutos.

-Por vida del Santísimo Sacramento -dijo elbrigadier que no creí tener sorpresa tan agra-dable. Sabía que andaba usted por estos ba-rrios... ¿Y a dónde se va? Supongo que en reti-rada.

-Me voy a mis montañas, me voy sin armas,sin ilusiones, sin esperanza por ahora... Hanquerido meterme en intrigas, y enlodarme conestos inmundos arreglos, y... me voy, me voy.

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¡Esto es una farsa, Sr. D. Francisco; pero quéfarsa!

-Hombre, ¡qué diantres! ya sabemos que enel mundo, todo es farsa... Pero ¿a qué conducíaesta guerra? Francamente, hablemos comohombres formales... más adelante, no digo queno; pero ahora... ¡Vaya con las diabluras catala-nas! Es preciso sofocar esto, echarle tierra atodo trance, antes que tome vuelo, porque si nose aprovecharán de ello los liberales. Es lo queyo digo: divídase el partido del orden y ten-dremos a los masones tirándonos de la nariz...

-Los liberales tienen poco que ver en estenegocio.

-¡Qué error! Por dondequiera que vamos re-cibimos la noticia de tramas horribles. Ellos sonlos que con halagos y promesas inclinan a losguerrilleros a no someterse. Yo le digo al condede España: «Señor conde, mientras quede unode esos, no tendremos paz en el reino», y el

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conde es de mi opinión. A veces me dice:«Chaperoncillo, aquí hay que amenazar a unlado y dar a otro», y yo soy también de esa opi-nión. Estoy contento de haber enviudado deaquella endiablada Comisión que me dio tantosdisgustos, y de haberme casado con esta gue-rra. Me gustan los campamentos más que lasoficinas, y nuestro jefe me agrada mucho. Esriguroso, y hace cumplir la ordenanza concrueldad; pero eso es bueno, eso es bueno.También sabe premiar a los que sirven con celoy a los que ejecutan sus órdenes con prontitudy sin vacilaciones... Con que, amigo mío... Porvida del Santísimo Sacramento, estoy por decir-le a usted que vuelva grupas y me acompañe aRegina Cœli, que ya debe de estar cerca... allíecharemos una copa y fumaremos un cigarro.

-No puedo, Sr. D. Francisco... Regina Cœliestá a dos pasos: allí descansará usted. Por cier-to que le he dejado a usted allí un buen regalo.

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-¿Algo de cena? -dijo D. Francisco haciendocon su mano en las inmediaciones de la fieraboca, el gesto vulgarísimo que denota buenapetito.

-Nada de eso.

-¿Pues qué?

-Un liberal.

-¿Y para qué quiero yo un liberal, como nosea para fusilarlo?

-Precisamente para eso.

-¿Sí? Por vida del... ¿Y quién es?

-Un gran delincuente. Anoche le cogimos infraganti. Había pegado fuego al convento deSan Salomó en Solsona.

-Hombre, ¡qué alhaja! Para encontrar estosprimores no hay otro como usted.

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-Vino a España enviado por los de Londrespara tejer una de tantas conspiraciones. Es pája-ro de cuenta: le conozco hace tiempo. Es de losque figuraron cuando las Cabezas... Despuésanduvo en masonerías y comunismo.

-¡Preciosísimo!

-Es paisano mío. Se llama Salvador Monsa-lud.

-Yo he oído ese nombre, lo he oído.

-Le han oído todos los que en Madrid asis-tieron a los infames escándalos de los tres años.

-¿Y está allí, en Regina Cœli?

-La verdad, no quise dejarle en Solsona por-que no tengo confianza en la gentuza que que-da allá. Es probable que le dejaran escapar.Después tuve intención de fusilarle en el cami-no; pero Sr. D. Francisco, yo soy buen católico yno me atrevo a matar a un hombre cuando no

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puedo darle los auxilios religiosos... Mis creen-cias no me permiten quitar a un hombre, pormalvado que sea, la probabilidad de redención,y aunque este sea de los que merecen morircomo perros, yo... no quiero cuestiones con miconciencia... ¿He hecho bien?

-Perfectamente: si es usted al mismo tiempoun bravo soldado y un doctor de la Iglesia. Paracasos como este tengo yo mis capellanes, quedespabilan un par de reos en diez minutos.

-Hay dos curas en Regina Cœli.

-El negocio corre de mi cuenta -dijo donFrancisco demostrando gran impaciencia.

-¿Confío en que usted castigará al mayor delos criminales?...

-¡Hombre, qué idea! Pues si así no lo hicie-ra... Además de que me gusta arrancar la malayerba que encuentro en mi camino, soy hombre

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que no está dispuesto a recibir reprensiones delgeneral en jefe, y le juro a usted que si el condesupiera que yo después de tener en mi manoun pájaro del plumaje de ese caballero masón lehabía de dejar escapar... vamos, no quiero pen-sarlo. Yo creo que me mandaría dar palos comoa un recluta. Usted no conoce bien a ese insignedefensor de la Monarquía. ¡La ordenanza, elexterminio de la gente negra! Estos son los po-los sobre que gira el grande espíritu del condede España... Dicen que Su Excelencia está loco:yo no le tengo por tal, sino por muy cuerdo, ycon media docena como él bastaba para arre-glar el mundo.

-Es hombre que no perdona una falta ni aCristo Sacramentado.

-Ni a la Santísima Trinidad. Hombre más in-exorable no se ha visto ni se verá. Cuando suhijo no se levanta temprano, el conde mandauna banda de tambores a la alcoba... entrandespacito, se colocan junto a la cama y de re-

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pente... ¡purrum! rompen generala, y así el mu-chacho se despabila y salta hasta el techo. Puesdigo, cuando D. Carlos encarga a su hija algúntrabajo de aguja, ya puede andar lista y acabar-lo para cuando su padre le ha dicho, porque sino me la pone de centinela en el balcón con laescoba al hombro dos, tres, cuatro horas, segúnel caso. No tiene consideración ni con su señorala condesa... Ya podía descuidarse un día enponerle tal o cual plato que le gusta. La mandaarrestada y la tiene cinco o seis días sin salir delcuarto con un oficial de guardia a la puerta.

-Eso me parece extravagante.

-Pues yo no opino lo mismo, es preciso queel hombre del día sea muy enérgico. Los lazosdel poder se van aflojando mucho y llegará díaen que no haya disciplina ni autoridad, y héte-me aquí a la sociedad desquiciada por comple-to. En España hacen falta hombres así,desengáñese usted, Carlos... ¡Si no, a dóndevamos a parar! Dicen que el conde está loco. Ya

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quisieran más de cuatro tener su juicio. ¡Porvida del Santísimo!... Lo que tiene es muchasagallas. Es el único hombre a quien veo concapacidad bastante para acabar con el bandoliberal. Y no se para en pelillos mi señor conde.Marchando despacito con su ejército va ba-rriendo el país; lo va barriendo, sí, a fusilazos.Como nos dejen no quedará uno para mues-tra... Figúrese usted que él llega a un pueblo,sale a pasear por las calles y a todo el que en-cuentra le detiene y le dice: «enséñame el rosa-rio». Como no se lo enseñe va derecho a lacárcel. ¡Ay de los que sean conocidos por susopiniones! Esos no van a la cárcel: van a otraparte de donde no se vuelve... Yo no soy de losque opinan que España es un hombre cruel ysanguinario... no, señor, todo es relativo. Hayque ver cómo está nuestro país, podrido demalas ideas. Es preciso que esta guerra corte yampute y despedace y descuartice. ¿No creeusted lo mismo?

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-Lo mismo.

-¡Cruel y sanguinario! Pues yo sostengo quees un hombre de bonísimos sentimientos, muypío y temeroso de Dios. Me consta que confiesay comulga todas las semanas. ¡Con qué mira-mientos trata a los señores clérigos y frailes! Yole he visto en la iglesia dándose golpes de pe-cho como el mayor pecador del mundo. Me handicho que tiene éxtasis y que usa cilicio... Perole estoy deteniendo a usted demasiado con micharla... Es tarde.

-Sí, Sr. D. Francisco, y quiero llegar mañanaa la Conca. Mucho me place la compañía; peroes preciso que nos separemos.

-Hombre -dijo Chaperón con acento campe-chano-. Yo creo que algún día nos hemos de verpeleando juntos por una misma causa.

-También lo creo.

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-Venga un abrazo.

Los dos hombres se acercaron el uno al otro,y dos corazones de tigre latieron juntos unidospor un abrazo. Al separarse, Chaperón le dijo:

-Gracias por el regalo.

-Me olvidaba de una advertencia -indicó Ga-rrote deteniendo un instante su caballo-. Ese Sr.D. Pedro Guimaraens que está en Regina Cœlime parece un poco débil y amigo de contem-placiones.

-¿Sí?... ya le arreglaré yo.

-Puede que le hable a usted de perdonar alreo. Es hombre de mimos y blanduras.

-¿Sí? a buena parte viene. Ya le leeremos ladoctrina a ese señor.

Los caballos se encabritaron, emprendiose lamarcha y Garrote gritó desde lejos:

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-Es preciso ser inexorable.

Chaperón se echó a reír, y su carcajada con-fundíase con el piafar de los caballos. Más lejosya, el furibundo cabecilla repitió:

-Inexorable.

Después se oyó el tumulto de las voces demando, y la tierra trepidaba con el violentopisar de hombres y brutos. El murmullo delejército en marcha se oía a larga distancia, comoel zumbido de un gran enjambre invasor queiba conquistando lentamente el espacio oscuro.El tañido de una esquila les guiaba llamándoleshasta que dieron en el portalón de Regina Cœli.

Fue recibido el señor brigadier por D. PedroGuimaraens, que le condujo adentro, mientraslos subalternos daban órdenes para alojar yracionar a las tropas. Mostrose muy seco y dis-ciplinario Chaperón, el cual cuando se vio en sudormitorio dijo al coronel que él no había veni-

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do a Cataluña a hacer niñerías, que él pensabaen todo y por todo inspirarse en las ideas delgeneral en jefe D. Carlos España, y que prohibíaabsolutamente al D. Pedro hablar de clemenciay enternecerse como una cómica que representael drama sentimental. Dicho esto se paseó porla desmantelada sala y dijo que no habiendocamas dormiría en una silla, pues hombres co-mo él no necesitaban finuras. Mandó que letrajesen un jarro de vino, un pan y la carnefiambre que traía en su valija, y puesto el man-tel sobre un arca vieja, invitó a Guimaraens aque le acompañase con otros dos coroneles ensu frugal cena. Hízolo D. Pedro, aunque notenía gana, y Chaperón engullendo y bebiendocon apetito, no daba paz a la lengua. Era preci-so convencerse de que él era inexorable, absolu-tamente inexorable, de que estaba decidido acorresponder a los deseos del conde de España,su jefe y amigo. A los apostólicos que se some-tieran, les perdonaría: eran alucinados y nocriminales; a los jacobinos y masones les aplas-

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taría sin piedad. Ya sabía él que en Regina Cœliestaba un gran criminal que debía terminar susdías en la mañana próxima, y como él era abso-lutamente inexorable contra los enemigos de lasociedad, prohibía al Sr. Guimaraens que lehablase de compasión, porque hombres comoél no se ablandaban con suspirillos. Aunque D.Pedro respondía a todo afirmativamente, aúnno parecía satisfecho el ogro, y ponía por testi-go al Santísimo Sacramento de su decidido en-tusiasmo por lo absolutamente inexorable.

Asomose después al balcón que daba al granpatio o explanada de ruinas, y al retirarse dijo:

-¡Qué negro está todo! Señor coronel Guima-raens...

D. Pedro se puso a sus órdenes.

-Mañana a las seis en punto, forma usted elcuadro en ese patio y me fusila usted al jacobi-no. A las seis en punto. Yo quiero verlo desde

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este balcón; sí, quiero verlo con mis propiosojos.

Diciendo esto acercaba dos de sus dedos alos ojos y se estiraba los párpados inferiores,mostrando redondas y saltonas las córneas,bordadas de un cerco sanguinolento; despuésse sentó en una silla, estiró las piernas, apoyan-do el brazo derecho en el respaldo y la cabezaen la palma de la mano.

-Voy a dormir un rato. Son las tres. Que mellamen a las seis menos cuarto.

Retiráronse todos y el ogro quedó roncando.Guimaraens fue a dar órdenes, y después depasar largo rato en las cuadras bajas hablandocon los oficiales que estaban a sus órdenes, re-cordó que Sor Teodora de Aransis le habíamandado llamar poco antes. Gozoso de ser útila tan insigne señora, corrió a la caverna dondeestaba y por espacio de media hora larga confe-

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renció con ella. Lo que hablaron no lo sabemos;pero quizás lo adivine el que siga leyendo.

-XXIX-D. Pedro salió muy cabizbajo. Cuando la se-

ñora se quedó sola, sentose sobre las piedrassepulcrales y apoyando el codo en una tabla yla frente en las coyunturas de su mano cerradacual si empuñara un arma, estuvo largo ratoinmergida en profunda meditación. Su almasentía una ansiedad hasta entonces desconoci-da, como no tuviera su semejante en las vagasansiedades de aquel amor místico que la in-flamó durante los primeros días de su vida enel convento. Se preguntaba qué razón habíapara aquel interés por cosa que tan poco debíaimportarle: pero no podía darse respuesta satis-factoria. Trató de vencer aquel afán; pero contraeste enemigo terrible eran débiles las armas dela razón, que hiriéndole sin matarle, le irritaban

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más. El enemigo se asentaba al mismo tiempoen su imaginación y en su corazón, aunque másparte ocupaba de aquella que de este.

En su mente había una idea, inmutable, ate-rradoramente fija y clara, la cual le ponía delan-te como la mayor de las desgracias y de las in-justicias posibles, el sacrificio del hombre ence-rrado en las mazmorras de Regina Cœli. Nopodía de ningún modo asentir a que perecieseaquella figura airosa y gallarda, aquel semblan-te varonil, aquel mirar dulce y penetrante,aquella discreción y urbanidad de lenguaje,aquella nobleza que en toda su persona res-plandecía, aquel misterio de su vida y de suentrada en el convento, la violencia misma desu aparición seguida de manifestaciones hidal-gas, aquel no sé qué de semejante hombre quehabía despertado súbitamente un interés muyvivo en el alma de Sor Teodora de Aransis. Ellaprotestaba contra la calumnia de que fuera in-

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cendiario de San Salomó. Tan grande injusticiaponíala furiosa.

No tenía serenidad suficiente para conside-rar lo anómalo de sus sentimientos. Después dedoce años de claustro, de calma y de tibia yrutinaria devoción, Teodora de Aransis perdíatoda su entereza y su paz espiritual por la pre-sencia de un desconocido. Quizás era ella me-nos monja de lo que parecían indicar sus docelargos y monótonos años de claustro; quizásaquel período lento y pesado como un sueño deembriaguez, había sido tan sólo un verdaderosueño, un sueño estúpido del cual la desperta-ba la voz de un hombre; tal vez la verdaderajuventud de la hermosa dama comenzaba enaquel instante, y quizás, quizás el grito de te-rror proferido al ver profanada su casta celdapor el aventurero, fue la última palabra de suniñez.

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Contra esta idea desfavorable protestó larazón de la virgen del Señor, diciéndose: -No,es lástima, nada más que lástima lo que siento.

Pero una lástima profunda, abrasadora, unalástima que le hacía olvidar los sucesos de lasúltimas horas, las llamas de San Salomó, surapto, el viaje con Tilín, y le hacía olvidar tam-bién sus doce años de claustro. Creeríase quetodos los deseos, todas las ilusiones, todos loscaprichos, todas las afecciones arrinconadasdurante los doce años habían renacido súbita-mente, y se juntaban para hacer de aquellalástima un sentimiento sublimemente cariñoso.De mil cachivaches olvidados y perdidos en losrepliegues de una vida oscura y pasiva, lacompasión hacía su acopio en un día para fun-dir con ellos un afecto poderoso. El filo de estaarma iba derecho contra el propio corazón de lamonja, el cual se partía y se hacía pedazos, pen-sando en la muerte injusta de un desconocido.

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Mientras meditaba no vio que en la ventanaaparecía un rostro oscuro, después un busto, yque el ágil cuerpo de Tilín saltaba sobre el an-tepecho y se acercaba pausadamente a ella. Elviento entraba en la sala, y la luz de la lámparaoscilaba como la llama de una antorcha, produ-ciendo intervalos de claridad y sombra. Teodo-ra no vio al dragón hasta que no estuvo delantede ella, con las manos cruzadas, inclinado elrostro. Ligera exclamación de sorpresa salió delos labios de la señora; pero nada más. La pre-sencia de su enemigo ya no le causaba temorsin duda.

Sorprendiose Tilín de no ser recibido comoesperaba, con exclamaciones de horror. Él dabapor perdida ya su causa. Había entrado en Re-gina Cœli con el tumulto de tropa y paisanos, yse había deslizado entre las sombras del patioen ruinas para ver de lejos la presa que se lehabía escapado. No creía ya en su éxito; no ten-ía ilusión alguna. Sabía que su víctima estaba

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ya en seguridad contra él, y que un grito, unavoz sola, le bastarían para defenderse, si nue-vamente fuera perseguida. A pesar de esto,esperaba oír en boca de la señora recriminacio-nes y apóstrofes. En vez de esto Tilín halló unsilencio de sepulcro y una impasibilidadsombría y taciturna.

-Soy yo, señora -dijo Pepet en voz baja- soyyo, que aun aquí, donde está la monja más se-gura, vengo sin temor a nada, ni a la mismamuerte.

La religiosa no contestó. Parecía que másenojaba a Tilín el silencio que las recriminacio-nes, porque alzando la voz con violencia, aña-dió:

-Soy yo, señora, que si supiera que no habíade salir de aquí sino hecho pedazos, no dejaríade entrar. Vengo, porque quiero decir la últimapalabra.

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Nuevo silencio.

-La última palabra, señora -prosiguió el vo-luntario realista-. He perdido la partida. Porprimera vez dejo de creer en el buen éxito demi osadía, de mi fuerza y de mi astucia. Misdiablos me han desamparado..., vencido soy. Elángel que a usted la protegía me destrozó enmitad del camino.

Tilín creía con ciega fe en esta idea de Satánabandonándole y del ángel que le acuchillaba.

-Un recurso me queda -añadió sordamente-el recurso mío, el que me gusta más.

Sor Teodora le miró. Parecía que de impro-viso oía con interés las palabras de Tilín. Suatención indicaba un cambio brusco en sus ide-as, algo como esperanza, o presentimiento deuna solución posible.

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-Me queda -dijo él, animado por aquella mi-rada- el recurso de la muerte, que es ya mi úni-co consuelo.

Pepet se detuvo, y la monja, mirándole conmayor interés, le dijo:

-Sigue, Tilín; ya ves que te escucho sin enfa-do.

-El mundo se acabó para mí. Ninguna de lasambiciones de mi alma he podido satisfacer enél. Lo miro como un lodazal de hielo en el cualno nace ni una yerbecilla... Huir de él es lo quedeseo. Dos objetos han llenado mi alma y ca-balgando en ella parece que la han espoleado:ambos han sido un esfuerzo estéril y dolorosocomo las convulsiones del loco. Ni soldado niamante, ni la gloria ni el amor... ¡Todo perdido!¡Los deseos no satisfechos que son como ascuasque no puedo trocar en llamas ni tampoco encenizas, me piden mi sangre, señora, mi sangremalvada!

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Ronco por la violencia de su expresión ytrémulo con las convulsiones del despecho, seclavó las dos manos en el seno. Después cayóde rodillas e hiriendo el suelo con su frente, dijocon voz angustiosa:

-Monja, dime que me perdonas y morirécontento.

La llama de la lámpara que poco antes pa-recía extinguida, inundó de claridad la sala. Elrostro de la monja se tiñó de leve púrpura; susojos brillaron; no de otro modo brillan en elsemblante humano las llamas de la inspiración.Sor Teodora tuvo una inspiración.

-¡Perdonarte! -dijo-. ¿Y has podido dudar demi perdón, siendo sincero tu arrepentimiento?¿Reconoces tu sacrilegio, tu infame conducta?

-Yo no reconozco nada -repuso Tilín con de-sesperación-. No reconozco sino que amo, queadoro, y que por esto sólo merezco misericor-

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dia. Mis maldades no son maldades, son miscaricias, caricias a mi modo, porque no me espermitido hacerlas de otro modo. ¡El sacrilegio!El Diablo me lleve si entiendo esta palabra. Nosé más sino que mi alma se abrasa, que pongosobre todo el Universo a una sola persona; queesa persona me aborrece, y que no quiero vi-vir... Esto es lo que sé... ¡Perdón, perdón! Pidoperdón, porque es lo único que espero me pue-den dar; lo pido por poder decir: «Me arrojóuna palabra dulce y dejó caer una lágrima depiedad sobre mi corazón envenenado». Por estopido perdón.

-Y yo te lo doy -dijo la monja poniendo sudedo sobre la cabeza del hombre terrible.

-Esto me regocijará en la otra vida. Señora,adiós; me voy a matar.

Apartose algunos pasos, y metiéndose lamano en el pecho sacó un cuchillo. Corrió haciaél prontamente la monja, diciéndole:

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-Aguarda.

Tilín extendió la mano armada, y apartandocon ella la de Aransis, dijo:

-Usted que me aborrece, no podrá impedir-me que me mate.

-Yo no lo impido.

-¿Se opone usted a mi muerte?

-No; no me opongo, no.

-¿Por qué?

-Porque la mereces.

-Bien, señora. Todo ha concluido -dijo Tilínapartándose, resuelto a consumar el últimocrimen-. El Infierno me llama; voy al Infierno.

La monja se abalanzó a él denodada y sinmiedo al arma ni a la descompuesta cara de

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Tilín, cuyos ojos inyectados de sangre causabanhorror. Le puso ambas manos en el pecho, lemiró con ternura y en tono dulce y persuasivole dijo:

-¿Y por qué no al Cielo?

El tono y la mirada fascinaron de tal modo aldragón, que quedó extático, embelesado.

-¡Al Cielo! -murmuró.

Soltó el cuchillo. La monja volvió con apa-riencia tranquila a su asiento, e indicó a Tilíncon una seña que se sentara también.

-Ya no hay Cielo para mí, ni puede haberlo -dijo el dragón.

-¿Por qué?

-Porque soy un malvado, porque amo lo im-posible, lo que Dios prohíbe, lo que es suyo, yno puedo dejar de amarlo... ¡Oh! Mi Cielo no es

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el Cielo de los demás; mi Cielo sería que ustedme amase y usted no me puede amar, usted meaborrece.

-¿Y si dejase de aborrecerte?

Pepet sintió en su alma un consuelo inefable.

-¿Y si te amase? -añadió la monja con anima-ción, pero sin dejar su acento y su expresión demelancolía.

La sensación que experimentó Tilín era co-mo si unas manos de querubines le suspendie-ran en el aire.

-XXX--¡Oh señora! -exclamó- no juegue usted con

mi corazón. ¿Y cómo ha de poder ser que ustedme ame?

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-Mereciéndolo.

-¿Cómo?

-¿De qué nace el amor sino de la admiracióny de la gratitud? Cuando no nace de esto esfútil capricho que se va tan pronto como viene.

-¡Admiración! -dijo Tilín meditabundo-. ¡Oh!sí, es verdad. Por eso yo soñaba con ser unhéroe, con realizar hazañas grandes y extendermi fama por todo el mundo, para que ad-mirándome usted me amase.

-Pero más que de la admiración nace el amorde la gratitud -dijo la monja firme ya en su pa-pel-, nace de la placentera dicha que nos pro-duce la contemplación de las virtudes y de lossacrificios de otra persona. Un acto de abnega-ción sublime, uno de esos actos que ponen demanifiesto la superioridad de un alma, basta aencender el amor en el corazón más frío. El míono puede ser conquistado de otra manera, Tilín;

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pero conquistado así, su posesión será eternapor los siglos de los siglos.

El bárbaro guerrero contemplaba embebeci-do y trastornado el rostro de la dama, que teníaen aquel momento una expresión sobrehuma-na. De sus ojos veía Tilín que emanaba y caíasobre él una luz divina.

-¡Ay! -exclamó- si eso fuera verdad, si elmundo no fuera un centro de vulgaridad, siexistiera la posibilidad de esos actos sublimes...¿Qué no haría yo por merecer esa vida que an-helo?... Pero no, lo que me puede acercar a us-ted no existe.

-Sí puede existir -dijo con entereza la monja.

Después cambió de tono repentinamente.Dijo algunas palabras con desfallecido acento yalgunas lágrimas brotaron de sus bellos ojos. Laluz se amortiguó dejando en sombra la sala.

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-¿Llora usted?

-Sí lloro... ¿No comprendes que hay en míalgo extraordinario?... ¿No me ves cambiada,no me ves muy otra de lo que fui hasta hacealgunas horas?

-Sí, y nada comprendo -dijo Tilín acercandosu rostro para ver mejor el de ella.

-¡Qué has de comprender!... Mi angustia nopuede comprenderse si yo no la explico... Enpocas horas mi situación ha cambiado brusca-mente... tengo que ocuparme de lo que antes nome inquietaba, y he tenido que olvidar misdesgracias porque he caído en desgracias ma-yores.

Lloraba amargamente. Armengol estabaperplejo.

-Escúchame -dijo la monja secando suslágrimas- y tendrás lástima, mucha lástima de

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mí. Si entraste en Regina Cœli poco despuésque yo, verías que los guerrilleros dejaron aquía un pobre preso a quien acusan de jacobino yde incendiario de San Salomó.

-Falsedad, porque el incendiario del conven-to soy yo.

-Verdad; pero en lo de jacobino tienen razón,no puedo menos de confesarlo.

-¿D. Jaime Servet? Le conozco.

-Pero no sabes que han decidido fusilarle yque mañana, es decir, hoy al romper el día secumplirá esa horrible sentencia.

-Me lo figuraba.

-Pues bien -dijo la monja con brío-. Tilín, esehombre, ese a quien tú llamas D. Jaime Servetes mi hermano.

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Al decir esto, la monja sintió que por sus la-bios pasaban unas ascuas. Aquella fue la pri-mera mentira grave que Sor Teodora de Aran-sis había dicho en su vida.

-¡Oh, señora! ¡qué horrible caso! -exclamóTilín ocultando su cabeza entre las manos.

-Mi hermano, sí, mi infeliz hermano -añadióla monja volviendo a llorar- mi pobre hermano,a quien amo entrañablemente a pesar de susideas jacobinas, y que tuvo la loca idea de dejarsu emigración y venir a España con nombresupuesto a no sé qué, Tilín, a locuras y des-propósitos...

-¡Su hermano! -murmuró Tilín-. Puede ustedcreerme que esta idea pasó por mi cabezacuando sorprendí a ese hombre en Cardona yvi la carta que llevaba para la abadesa de SanSalomó.

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-¿Comprendes ahora mi desesperación, miagonía? ¡Ver a mi hermano, el único consuelo yamparo de mi anciana madre, verlo, como loestoy viendo, con las manos atadas a la espal-da!... ¡Oh! esto es espantoso... Dios de fuerzas ami espíritu... yo moriré, moriré sin remedio... ¡Yestoy bajo el mismo techo que él! Si me pareceque oigo los latidos de su corazón... Pepet, Pe-pet, ten compasión de mí.

Diciendo esto dejó caer su afligida cabezasobre el hombro del guerrillero.

-Los ruegos y las lágrimas de una religiosa -dijo Pepet- ¿no ablandarán al coronel?

-¡Ah! ¿no sabes tú que ha entrado en ReginaCœli un hombre terrible, un tigre, el célebre D.Francisco Chaperón que jamás ha perdonado?Ese infame hombre hará fusilar dos veces a mipobre hermano si hay quien implore misericor-dia por él. Guimaraens me ha dicho que no hayremedio, que no puede haberlo. Chaperón ha

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fijado la hora del amanecer para el suplicio, hadado a Guimaraens órdenes que no tienenréplica, determinando que el acto se verifiqueen su presencia. El feroz verdugo se asomará albalcón de su alojamiento que cae a ese patio.

-¿No hay remedio?... ¿Y es seguro que nohabrá remedio? -preguntó Tilín haciendoademán de horadarse la frente con el puño.

Después de una pausa, la monja suspiró ydijo:

-Sí hay remedio, sí lo hay. Chaperón no co-noce a mi hermano, no le ha visto nunca.

Hubo una pausa larga y lúgubre, durante lacual no se oía voz ni suspiro. Al fin Tilín alzó lacara y dijo:

-Para salvarle bastará que otro muera en sulugar. D. Pedro Guimaraens no tendrá incon-veniente en la sustitución si el sustituto...

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Se detuvo para tomar aliento. Parecía que seahogaba.

-Si el sustituto -dijo acabando la frase- soyyo, que le ofendí y le llevé con los codos atadosa Solsona.

Una segunda pausa siguió a estas palabras.

-Pero los soldados conocerán el engaño-murmuró Tilín.

-Los de Chaperón no, porque no conocen ami hermano -dijo Sor Teodora-. Los de Guima-raens tampoco... Mi pobre hermano ha entradode noche. D. Pedro me responde de que seatreverá a engañar de este modo a Chaperón.Hablemos de esto. Yo pensaba en ti, que eres elverdadero criminal... La sustitución, además deser justa, es fácil.

-¡Oh! morir así, morir a sangre fría -exclamócon fiereza Tilín sintiendo que el instinto se

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sublevaba en él con impetuosa voz-. ¡Y todo encambio de un amor, de un premio que reci-biré... en la eternidad!

La monja se levantó bruscamente. Tilín lamiró con estupor porque parecía una encarna-ción divina, un ángel de castigo que fulminabarayos, una personificación extraordinariamentebella y terrible, tal como él la soñaba en sushoras de delirio amoroso y de ardor guerrero.Su actitud majestuosa, su ademán colérico, suvoz grave dejaron suspenso y sobrecogido alsacristán soldado. La monja le dijo:

-¡Y vacilas, hombre pequeño y miserable! ¡Ytiemblas, cobarde! ¡No eres capaz de ningúnacto sublime y generoso, gusano despreciable,y te has atrevido a poner los ojos en mí. ¡Noeres capaz del sacrificio y has osado mirarmecon amor, como si yo, mujer noble, hermosa yconsagrada a Dios, pudiera acogerte sin mere-cimientos grandes, tan grandes como la inmen-sa escala que he de recorrer descendiendo des-

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de mi altura a tu pequeñez!... Quítate de mipresencia, reptil despreciable; juzgué posible noaborrecerte, juzgué posible amarte; pero esto nopuede ser, no, no puede alterarse la ley queprohibió a los sapos brillar como las estrellasdel cielo. Quítate de mi presencia... ¿En dóndeestá ese corazón tuyo que llamas grande y esincapaz de un sentimiento de sublime piedad yabnegación? No tienes más que los estúpidosardores de la bestia, y a eso llamas amor, mise-rable. Llamas amor a ese instinto de manchar,que es propio de los más bajos seres... y te hasatrevido a mirarme, a mirarme a mí, que vivode lo ideal, de los sentimientos puros, de lasideas castas y nobles... ¡Ves morir con ignomi-nia a un inocente, acusado de un crimen come-tido por ti, y no sientes piedad!... ¡Dices que meamas y no eres capaz de morir por mí! ¿Quéamor es ése que se atreve a llamarse tal sin co-nocer el sacrificio?... Me causas horror; vete,mátate cien veces; te aborrezco, no tendrás demí ni aun la compasión que inspira el pobre

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insecto en el momento en que lo aplastamoscon el pie; vete, te digo que te vayas, ¡maldito!

Dio algunos pasos, inclinose, recogió delsuelo el puñal que poco antes soltara Tilín, yarrojándoselo a los pies le dijo:

-Toma tu cuchillo, puedes matarte de despe-cho por no haber poseído el tesoro que robaste,ladrón. Necio, estúpido, ¡cómo pudiste creerque Dios permitiría a la paloma casta y hermo-sa caer en el nido del murciélago asqueroso?...Puedes matarte delante de mí, aplacando contu sangre el ardor de tus sentidos; no te tendrélástima y miraré tu agonía con asco, no conlástima... y bajarás volando al Infierno, dondearderás más y más, y estarás viéndome eterna-mente, y deseándome eternamente, y pade-ciendo los más horribles tormentos, siempre,siempre, sin poderme alcanzarme nunca, sinpoder llegar a tocar mi hermosura con tus de-dos inmundos... y con una eternidad de supli-cios expiarás la inmensidad de tu sacrilegio.

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Dicho esto, en cuyo efecto creía, dejose caersin aliento sobre las piedras sepulcrales. Supecho palpitaba como no había palpitado nun-ca. Tilín estaba como un idiota. No hallaba pa-labras para dar salida al volcán de su pecho.Por fin soltó atropelladamente estas:

-¡Que yo no soy grande! ¡que yo no soy ca-paz de un acto heroico de abnegación y genero-sidad! ¡que yo no soy capaz de elevarme de unsalto hasta los últimos cielos!... ¡que soy un in-secto!... ¡que no sé amar sino como las bestias!...¡que no tengo sentimientos nobles, ni la idea dela justicia!... ¡Oh! señora, no me conoce quiental dice. Todo lo que es humanamente posiblelo haré yo. Tan hombre soy como cualquiersanto... ¡Sacrificio! No hay quien sepa calcularla extensión de lo que yo puedo hacer, si en unahora de angustia y de sacudimiento como estame lleno de esa luz que a veces me relampa-guea dentro. ¡Ah! me he oído llamar malditosin protestar, maldito, cuando mi corazón acep-

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taba quizás el sacrificio que se le imponía...¿Sabe usted quién soy yo? ¿lo sabe usted?

Al decir esto se acercó a la monja, y con subrutal mano le tocó la barba para levantarle elrostro que ella inclinaba mirando al suelo.

-¿Sabe usted quién soy yo? -añadió-. Pues yosoy el hombre de corazón más grande que hanacido de madre. La paloma no lo cree... ¡Ah!ella con su nobleza, con su hermosura, con sucastidad, con sus virtudes, con su santidad noes capaz de hacer esa cosa extraordinariamenterara y grandiosa que haré yo. Ella tan justamen-te orgullosa no será nunca capaz de elevarsecomo se va a elevar ahora el reptil, el gusano, elmiserable, el maldito. ¡Abnegación, sacrificio,justicia! ¿Y si yo dijera que todo eso me es fami-liar en un momento dado, que es mi centro, mielemento, como lo es al pájaro la altura? ¿Quédiría a esto la dama ilustre que se siente man-chada sólo con una mirada de mis pobres ojos?¿Qué diría a esto?

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La dama no dijo nada.

Haciendo con el brazo derecho un movi-miento semejante al de un hombre que arroja lavida con tanto desprecio como se arrojaría lacáscara de una fruta que se va a comer, Tilíndijo:

-Señora, si Guimaraens sabe arreglar esto, suhermano de usted está salvo.

Teodora le miró. Estaba pálida, y una turba-ción piadosa había borrado de su rostro la ex-presión colérica. La dominica se acercó albárbaro y le puso ambas manos sobre los hom-bros. Si antes le había abrumado con su ira, consu orgullo, con su violencia increpación, ahorale embelesaba con su piedad, con su gratitud,con lágrimas que a él le parecieron resbalar porel mismo trono de Dios para caer sobre su co-razón.

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La caprichosa monja jugaba con los senti-mientos del pobre Tilín como juega el diestrocon la fiereza pujante pero ciega del toro.

-No es sólo sacrificio -le dijo-. Es tambiénjusticia. Mi hermano es inocente.

-Y yo culpable, lo sé; el orden natural melleva a perecer en lugar suyo. Acepto. Pero loque me arrastra a este sacrificio antes es amorque justicia. Así lo confesaré ante Dios.

-Pues bien -le dijo ella con dulcísimo tono-todo eso que has deseado, todo eso que hassoñado...

-¿Qué?

-Ya lo mereces.

Tilín sintió su alma llena de congoja y desfa-llecimiento. Dejose caer en el asiento y escon-diendo su rostro entre los brazos, exclamó gi-miendo:

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-¡Pero cuándo... pero cuándo!

Teodora se acercó a él, puso la mano sobresu cabeza, y le dijo:

-¿Ciego, es la tierra el centro de las almas?¿Nuestra vida no ha de tener complementoglorioso más allá de la muerte? ¿Qué vale estepaso doloroso por la tierra al lado de la eternadicha, donde los afectos duran eternamente, sinhastío, y donde los corazones alimentan con eleterno fuego sus ansias que aquí no son jamássatisfechas?... Perdóname, si te ofendí, creyén-dote incapaz de un acto generoso. ¡Oh! Pepet,con una palabra has establecido entre tu alma yla mía esa relación, esa cadena de oro que enla-za pensamiento, corazón, voluntad, y de dosseres no hace más que uno solo. Te has transfi-gurado a mis ojos; ya no eres Tilín, eres un seradornado de esa belleza sublime que emana delas grandes acciones. Una idea sola, un senti-miento diferencian al monstruo del ángel.¡Cuán admirables giros hace la obra predilecta

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de Dios, que es el alma! Has cautivado mi co-razón de improviso, por la virtud de tu sacrifi-cio. No hablan a mi corazón los sentidos, leshabla la idea superior. Yo la he escuchado y teacojo con afecto y orgullo.

La monja le estrechó en sus brazos. Al hacer-lo y al decirle lo último que le dijo, sintió quepor sus labios pasaban aquellas mismas ascuasque pasaran antes, y sintió también como unatrepidación honda, un sacudimiento cual si sedesquiciaran las esferas celestiales. Tuvo miedode sí misma, porque en sí misma estaba el ori-gen de aquel desquiciamiento.

-¡La eternidad! -murmuró Tilín, besando condelirante ardor las manos de la virgen del Se-ñor-. ¡Qué lejos está eso! ¡Dios mío, qué lejos!

-Toda la existencia terrenal es un soplo-repuso la monja con expresión mística-. Eltiempo todo es un segundo. Considera cuándistinta es tu muerte de lo que habría sido

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dándotela tú mismo con desesperación. Ahoramorirás cristianamente, y tu abnegación porsalvar a otro hombre, tu generoso y sublimerasgo de caridad, tu espíritu de justicia te lle-varán derecho al Cielo... al Cielo, donde go-zarás de Dios eternamente, y donde las amoro-sas ansias que en vida han sido tu tormento,serán para ti manantial perdurable de delicias.

-Pero solo...

-Solo no. Pronto verás pasar junto a ti unasombra bella y cariñosa... Seré yo, yo, a quiendejas aquí inundada de gratitud y de admira-ción. En el cielo hay dulce compañía, y el grato,el inefable arrimo de todas las personas quehemos amado en el mundo. Los lazos tiernos,castos, nobles que las almas establecieron en elmundo, permanecerán por los siglos de los si-glos. Ningún ser que haya amado puede com-prender la gloria de otro modo.

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-¡Ah! sí, sí -exclamó Tilín, que creyentefirmísimo en el dogma del Cielo y del Infierno,aceptaba aquella idea con júbilo y con entu-siasmo.

-Desde el instante de tu tránsito -añadió SorTeodora haciendo un esfuerzo- serás feliz; metendrás por los siglos de los siglos.

Como para anticipar aquella posesión de si-glos de siglos, Tilín asía con fuerte mano losbrazos de la monja.

-Sí, sí -balbució- seré feliz contigo.

Sentíase ya ebrio, enloquecido, y su alma secernía entre el amor y el misticismo. A su tur-bado entendimiento se presentaba la motada delos justos, como un lugar que sin dejar de serdivino tenía algo de humano por albergar pare-jas felices y tiernos desposorios.

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El tiempo volaba. Sor Tedora se apartó de él,y le dijo:

-¿Sostienes lo que has ofrecido?

-Yo no digo las cosas más que una vez.

-¿Insistes en un sacrificio que te hará grandea los ojos de Dios y a los míos?

-Sí -contestó Tilín inundado de amor, quetomaba un tinte de devoción abrasadora.

-Pues yo te bendigo.

La monja extendió sus manos sobre él.

-En vez de decirme: «yo te bendigo», dime«yo te amo» -declaró Tilín con el cerebro ente-ramente trastornado.

-¡Pobre espíritu vacilante! -dijo ella-.¿Noserás capaz de desprenderte de las miseriashumanas y elevar tu corazón a aquellas esferas

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de luz donde reside el amor puro, el amor ide-al, aquel amor que no se envilece con los senti-dos? Hombre pequeño, que aspiras a ser gran-de y a ceñir la corona de los mártires, reconocetu error, no me pidas un amor impropio de miestado religioso, de mi nobleza, de mi digni-dad, pídeme, sí, el que a uno y otro correspon-de, aquel dulce fuego del corazón, más vivocuanto más casto, porque es el verdadero amorde...

A Sor Teodora se le atravesó algo en la gar-ganta.

-El verdadero amor de los ángeles -dijo con-cluyendo la frase.

-¡El amor de los ángeles! -exclamó Tilín cru-zando las manos y dejándose caer en una espe-cie de éxtasis.

¡Infeliz alucinado! Como el toro arremeteciego al lienzo rojo, así se abalanza su espíritu

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hacia la idea de los celestiales desposoriosprometidos.

Sor Teodora miró al cielo.

-Ya va a amanecer.

-Ya llega mi hora -dijo él estremeciéndose.

-Para mí viene la aurora de un día triste co-mo todos los días, para ti amanece ya el díainfinito, Tilín.

Y haciendo un esfuerzo, el último, el másgrande, exclamó con exaltación:

-Hombre generoso, espíritu elevado, estoyllena de admiración por ti. Ya no eres el incen-diario de San Salomó, eres el redentor de lainocencia, porque salvas a mi hermano de lapena impuesta por un delito que no ha cometi-do; eres el realizador de la justicia, porque lahaces recaer sobre el verdadero autor de aquel

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delito, que eres tú, y así quedas lavado, puro,sin mancha.

-¿Es su hermano, su hermano?... -murmuróTilín cayendo en súbito abatimiento.

Parecía que un relámpago de duda y des-confianza surcaba por su cerebro.

-¿Dudas, amigo, dudas de mí? -dijo Teodorahaciendo un esfuerzo mayor aún.

-No -replicó él alzando la cabeza y sacu-diéndola como para echar de ella una malaidea-. No he dudado jamás.

La dominica comprendió que era preciso re-animar aquel entusiasmo que parecía enfriarsey echar leña a la hoguera que oscilaba.

-Pepet -exclamó dando a su voz un tonoarrebatador- te aborrecí sacrílego; pero verdugode ti mismo, por la salvación de mi infeliz her-mano, te admiro y te amo.

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-Y yo -dijo Pepet con acento de hombre deviva fe- yo que he sido perverso, que he sidoarrastrado al crimen por mi despecho y misbárbaras pasiones, consiento gozoso en realizarun sacrificio por salvar a otro hombre y agradara la persona por quien he vivido y por quien hedeseado morir. Ese sacrificio cuadra a mi alma,le viene bien y a medida, como un traje biencortado. Donde hubo aquella fiebre intensa yaquel sacrilegio y las ideas de destruir una obrade siglos para sacar de ella lo que reputaba mío,donde aquellos delirios hubo, señora, aquí, enmi alma no puede haber ya sino esta soluciónterrible, única que por la grandeza del supliciocorresponde a la fealdad de mis pecados. Y yopuedo decir: «¡Le devuelvo a su hermano, ledoy, después de una gran amargura, la mayoralegría que puede recibirse. Conquisto con unsolo hecho la benevolencia de su corazón, ymuriendo, gano el inefable bien de vivir en surecuerdo. Conquisto lo que vale más que unaposesión pasajera; conquisto su memoria en la

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tierra, y en el Cielo su compañía». Nada máshay que decir, señora. La hora se acerca.

-Aguarda -dijo la de Aransis-. No te muevasde aquí.

Salió precipitadamente sin añadir nada más.Pepet la vio salir y dirigirse por el patio adelan-te hasta desaparecer por una puerta que en elextremo opuesto había. Esperó un rato entre-gado a meditaciones, o mejor dicho, a los deli-rios calenturientos de un idealismo desenfre-nado. Su mente arrebatada navegó entre milideas, como nave a quien las olas llevan de pe-ñasco en peñasco y aquí se estrella, allí se hun-de, más allá se levanta, y nunca acaba de nau-fragar ni acaba de salvarse. No supo él cuántotiempo duró este tormento, pero al fin abriosela puerta dando paso a la dominica.

Sin decirle nada se acercó a él, y poniéndolela mano izquierda en el pecho, elevó al cielo laderecha. Estaba pálida y profundamente des-

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concertada; temblaban sus labios y sus ojosintranquilos y perturbados parecían recibir laimpresión de imágenes aterradoras. Miró aPepet, y aunque sus ojos no hablaban más len-guaje que el de un desasosiego difícil de com-prender, el infeliz reo vio en aquella miradadiscursos más elocuentes y conmovedores quecuantos pronuncian los ángeles en la concienciadel justo cuando acaba de hacer un gran bien;vio y leyó en aquella mirada todo cuanto lareligión y el amor pueden idear de más cariño-so y de más místico. El pobre Pepet perdió ental instante lo que aún quedaba en su alma deterrenal y de egoísta; era todo espíritu, todoidea, y se perdía en las esferas nebulosas pordonde ha corrido sin freno el pensamiento delos soñadores místicos y de los enamoradoscaballerescos, que vienen a ser una misma castade personas.

Él iba a decir algo; pero había llegado a unasituación en que la lengua no sabía nada y los

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signos vocales no podían ser más que ruidosdesapacibles. Se arrodilló, tomó las manos deTeodora para derramar sobre ellas besos ylágrimas, hasta que se entreabrió la puerta paradar paso a la voz y a la cara de D. Pedro Gui-maraens, el cual dijo: -Es tarde.

Pepet salió mirando hasta el último instantela figura majestuosa, sublime, soberana de SorTeodora de Aransis, que con una mano puestasobre su corazón y la otra alzada para señalar elcielo, le despedía en el centro de la sala.

-XXXI-La dominica, al quedarse sola, estuvo un

momento sin poder pensar ni sentir nada. Lepasaba algo semejante a una congelación,digámoslo así, de sus claras facultades, o unacomo catalepsia moral. De repente vio un es-pectro que la llenó de mortal espanto. No es

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justo decir que lo vio, sino que lo sintió dentrode sí levantándose y saliendo majestuosamentede su corazón como de una tumba, paramostrársele por entero en su imponente gran-dor, pues abrazaba toda la extensión sensible:era su conciencia.

Causole tanto miedo, que corrió velozmentede un lugar a otro de la estancia, huyendo de símisma. ¿Pero cómo separarse de aquella som-bra interior, proyectada por la íntima luz delalma? La sombra la seguía diciéndole:

-¡Impostora!...

La monja se dejó caer de rodillas y llamó ensu auxilio con fuertes voces del alma... ¿aquién? a su razón, para que le diera argumen-tos, distingos, sutilezas, armas cortantes y pun-zantes contra aquel fantasma. Pero la razón nole dio más que un alfiler.

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-No, no -dijo Sor Teodora esgrimiendo con-tra la sombra el arma pueril- no soy tan culpa-ble como parece. Lo que me ha impulsado arepresentar esta farsa horrible no ha sido unaliviandad, un capricho del corazón propenso arepentinas simpatías, ha sido lástima, caridad,compasión, amor al prójimo.

-¡Mentira, mentira! -gritó la sombra proyec-tada por la luz íntima del alma, y que cada vezparecía crecer más.

El alfiler de la razón se torció en las manosde la dominica. Ella quería una espada cortantey bien templada. Pero la razón le ofreció unpedazo de alambre.

-Pues si no ha sido la compasión mi móvil,ha sido otro más grande, la justicia. Ese hombrees inocente de la destrucción de San Salomó.Pues si es inocente y Pepet culpable ¿qué cosamás santa que inducir al culpable a la muertepara salvar al inocente?

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-¡Impostora! A ti no te toca enmendar las in-justicias de los hombres. No te entrometas en laobra incógnita de Dios. ¡Justicia! ¿Qué entien-des tú de eso, mujer caprichosa? Has obedecidoa un afecto nacido bruscamente en tu pecho.

-No, no -gritó ella con desesperación.

-Voy a decirte la verdad -declaró la sombra-voy a decírtela, palabra por palabra, letra porletra, clara, como el pensamiento divino quemueve mi lengua. Voy a decírtela.

-No, no -exclamó angustiada la dominicapidiendo otra vez a la razón con furibundo an-helo espadas, flechas, catapultas, arietes y losmás tremendos ingenios de guerra.

-Yo no puedo callar. El divino aliento sopladentro de mí y sin quererlo yo, habla. Soy lavoz de Dios que no puede mentir. Voy a decirtela verdad.

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-Y yo no quiero oírla, no quiero -dijo horro-rizada la de Aransis.

-Ese hombre te agrada, te agrada munda-namente -murmuró la sombra quedamente,teniendo la consideración de hablar bajo paraque cosa tan grave no escandalizara demasiadoa la buena madre.

-No, no puede ser. Te parecerá así y no serácierto. Es una alucinación, un error, una per-versa ficción producida por el Demonio.

-Ese hombre te agrada, te ha inspirado unailusión cariñosa -repitió la sombra alzando lavoz al ver pasado el temor del primer momen-to-, y tu repentino afecto a un hombre descono-cido debe espantarte, y de seguro espantaría almismo que es objeto de él. Ninguna mujer quevive en el siglo, en comercio constante con losdemás seres humanos, podría concebir esa in-clinación inesperada y vehemente hacia undesconocido, que se entra como los ladrones en

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su habitación y con el cual apenas habla mediahora. No hay hombre alguno aunque sea el máshermoso, el más gallardo, el más discreto y elmás valiente de todos, que pueda jactarse de untriunfo semejante con tal rapidez alcanzado.Esto que es absurdo en el mundo libre y activo,deja de serlo en la solitaria estrechura y en elaislamiento holgazán de una celda, de aquelnido donde por espacio de doce años han dor-mido tus afectos y tus pasiones, tu vanidad dehermosa, tu presunción, tu exuberante pujanzamoral, tu ternura de doncella enamorada y tuspresentimientos de esposa y de madre. Ese ab-surdo del siglo es natural y humano en ti, mon-ja indigna que has vivido doce años en ese se-pulcro, ocupándote en profanidades y alimen-tando sin cesar con tu imaginación las ansias detu pecho, honradas y nobles fuera de aquellacasa.

-No, eso es mentira, conciencia -pensó laatribulada dominica, sintiéndose abandonada

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por la razón-. Yo me avergonzaría de mí mis-ma, si me viera encendida de amores por unhombre que entró en mi celda como un ladrón,y me pidió pan y asilo... No, eso no puede ser,eso es vergonzoso.

-Eso es verdad, monja alucinada. No leamaste cuando le viste; desde hace doce añosestás alimentando la idea de él en tu fantasíaexaltada por la soledad, por el bienestar mate-rial y la holgazanería; hace doce años que leamas, y es el mismo, el mismo. Poco importaque en algún rasgo discreparan sus faccionesde las que tú veías con los ojos cerrados; pero esel mismo. Confiesa una cosa, confiésala, malamonja. Cuando aquel hombre se presentó en tucelda; cuando, pasado el primer momento deterror, le sacaste de comer y conversaste con élte asombrabas interiormente de ver en formahumana al mismo compañero imaginario de lassoporíferas soledades de San Salomó. En tualma se elevaba un estupor angustioso viendo

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aquella figura real, que era él mismo, era eltuyo, aquel que en tu fantasía y en tu corazónno tuvo más rival que el detestable interés porlas guerras. Era él, era el mismo cuyas faccio-nes, cuyas miradas y palabras ha estado tejien-do y destejiendo tu aburrido pensamiento díatras día, año tras año... En el trabajo de esta telainvisible transcurren lentas y tristes muchasvidas bajo una máscara de mortecina santidad.¡Ay pobre de ti! En el siglo hubieras sido unadoncella honesta, una esposa amante, una ma-dre ejemplar; enclaustrada sin vocación haspodido perder tu alma en un instante.

Sor Teodora se sintió más abatida. No sabíaqué contestar. Con gran espanto vio que al ladode aquella sombra habladora se alzaba otra: erasu razón que después de combatir un instantecon ella se había pasado al enemigo. Viéndosetan sola, volviose a la Fe, a Dios, y pidió armasa la oración; pero si la razón no le había dadomás que alfileres y alambres, aquélla no le dio

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más que unos pedacitos de caña que para nadaservían.

Las dos sombras le dijeron:

-No, Dios no te puede perdonar. Has queri-do engañarle, disfrazando de piedad y de justi-cia tus criminales afectos de monja soñadora.

-¡Misericordia, Dios mío! -exclamó Teodorabañado el rostro en frío sudor.

-No la hay para ti, porque has sido imposto-ra.

-He sido impostora por lástima, por pie-dad...

-Mentira. Has abusado de tu influjo sobrePepet y del loco amor que te tenía para hacerlemorir por otro.

-¡Ha sido justicia! -exclamó Teodora concierta locura.

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-Mentira.

-He sacrificado al culpable para salvar alinocente.

-Mientes, monja embustera -gritó la sombraproyectada por la luz íntima del alma-. Sacrifi-caste al feo para salvar al hermoso.

-¡Misericordia, Dios mío! ¡Misericordia!

Sacáronla de aquel estado de congoja losruidos de humanas voces y de tambores quellegaron hasta ella. Había amanecido: la salaestaba llena de claridad.

Olvidada al punto de aquel coloquio y de lareciente disputa que había encrespado las po-tencias de su alma, corrió a la ventana, diciendopara sí:

-Si me habrá engañado Pepet, si me habráengañado Guimaraens.

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Grandísima pena sintió al ver la tropa dis-puesta para el fúnebre acto; al ver al espantosobrigadier asomado en el balcón con toda sucomitiva; al ver al reo que con la cabeza descu-bierta y las manos atadas se volvía hacia Cha-perón y decía en voz alta su nombre y procla-maba la justicia de su muerte.

Sor Teodora se apartó horrorizada, y al re-fugiarse en el opuesto extremo de la sala oyó elestrépito a un trueno.

Entonces la sombra volvió a levantarse de-lante de ella y le dijo:

-¡Impostora!... ¡homicida!

-¡Ha sido justicia, justicia! -exclamó ella conagonía de moribunda-. El uno, criminal, el otroinocente... ¡Misericordia, Señor!

-¡Caprichosa!... ¡embustera!

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Más tarde, ella no sabía a qué hora, entró elpadre Juanico a traerle un poco de alimento.

-Es lo único que han dejado esos pillos -le di-jo-. Afortunadamente se van dentro de mediahora.

Más tarde (tampoco supo ella a qué hora),sintió bullicio de tropas. Era Chaperón que sal-ía para seguir desempeñando su papel de mi-sionero realista en la extirpación de liberales.Después reinó un gran silencio.

Mucho más tarde (a ella le pareció que seríaal anochecer), dos hombres entraron en la sala.Sintió al verles turbación tan honda que estuvoa punto de desmayarse. Eran Guimaraens yServet. Hablaron los tres un momento y des-pués el coronel realista salió.

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-Sin comprender la causa -dijo Servet- de lasustitución milagrosa a que debo la vida, sé quehe tenido un ángel tutelar. Hay aquí un miste-rio; yo no trato de penetrarlo, porque no se pe-netra lo divino. Mi ángel ha sido usted, reve-renda madre.

-¡Yo! -dijo ella tratando de fingir sorpresa,sin conseguir otra cosa que revelar más su con-fusión.

-Sí, usted, reverenda y santa mujer. A usteddebo la vida. Permítaseme arrodillarme delantede esa noble figura, cuya belleza proclama susantidad, y besar esas manos que tan bien sa-ben arrancar víctimas a la muerte.

Se arrodilló delante de ella como si fuerauna imagen santa. Sor Teodora que había vuel-to el rostro, le miró y, mal que le pesara a lasombra, hubo de confesarse a sí misma queveía hecho carne delante de sí el ideal de la

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belleza varonil, de la gallardía, de la discrecióny de la caballerosidad.

-Ofendería a usted -añadió el llamado Ser-vet- si hablase el lenguaje vulgar de los afectoshumanos. No, si yo hablara de amistad, deamor, rebajaría la grandiosa personificación dela caridad cristiana que veo delante de mí. Unamemoria sagrada como la de mi madre, unaveneración pura como la que nos inspirase elDios que a todos nos hizo y la Virgen que atodos nos ampara, vivirán eternamente en micorazón.

Se levantó. Sor Teodora invocó a Dios, yhaciendo un esfuerzo desesperado, pudo poneren su rostro algo de expresión seráfica y en suboca estas palabras:

-Yo no sé nada de lo que usted habla... ¡Quéerror! Ni yo me he interesado en salvarle, nipodía hacerlo por quien no conozco, por quiensólo he visto una sola vez... ¿Quién es usted?

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Un aventurero, un desconocido. ¿Qué tiene decomún usted conmigo? El amparo que le dianoche antes de aquella horrenda catástrofe... Afe que los sucesos que vinieron después hansido tales que debían hacerme olvidar su entra-da en el convento... Santo Domingo mi patrónme ampare... Yo no sé quién es usted... yo no leconozco... déjeme usted.

-Compañera de la caridad es la modestia-dijo Servet disponiéndose a retirarse-. Noquiero importunar con mi agradecimiento a unalma superior, que a las pocas horas de haberhecho un inmenso bien ya no se acuerda de él.Usted es una santa, yo un pecador. La enormediferencia que hay entre los dos, usted, madrereverendísima, la agrandará con su vida deconstante sacrificio, de oración, de paz espiri-tual y de comunicación con Dios. A mí me es-peran las luchas del mundo, las turbulentaspasiones, las penas incesantes, las dolorosasvictorias o tristes caídas, a usted la paz del con-

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vento, la devoción sublime, los puros éxtasisdel alma, aspirando siempre a volver a su ori-gen, y el noble privilegio de alcanzar de Dioscon oraciones y penitencias y el perdón de losmalos. ¡Cuán distinto destino el nuestro y quéabismo tan grande nos separa!... Adiós, señora:una memoria en sus oraciones es lo que pideeste miserable y el permiso para besar la cruzdel rosario que pende de la cintura de una san-ta.

Servet besó la cruz, y haciendo una gran re-verencia se retiró para unirse a D. Pedro Gui-maraens que había preparado el negocio de sumarcha.

Sor Teodora sintió, no ya una voz, sino milvoces en su alma, y un horroroso sacudimientoy estallido, como si parte muy principal de ellafuese arrancada por violenta mano. Viose caídaen un negro abismo; pero en medio de su con-goja y espanto, pudo alzar la voz a su Padreespiritual y gritar:

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-¡Confesión!... ¡Un confesor!

Pero ni el padre Martín de la Concepción niel padre Juanico pudieron acudir a ella porqueestaban abriendo un hoyo en el patio.

-XXXII-El aventurero emprendió de noche su cami-

no. Iba solo, bien montado, algo molesto a cau-sa de sus heridas, pero contento, apercibido dearmas y pasaporte, con el mismo traje de paisa-no que usara Tilín en su postrera noche. Noapartaba su pensamiento en las peripecias desu insensato viaje por el campo de aquella ex-traña guerra, tan parecida a los sangrientosdesórdenes y rebeldías de la Edad Media. Éltenía del historiógrafo el discernimiento queclasifica y juzga los hechos, y del poeta la fan-tasía que los agranda y embellece; tambiéntenía la vista larga y penetrante del profeta.

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Claramente vio que aquella guerra no era másque el prólogo, o hablando musicalmente, lasinfonía de otra guerra mayor.

Pero la mayor parte de sus pensamientos laabsorbían los chistosos o trágicos lances de sucorrería por Cataluña, y principalmente la mi-lagrosa sustitución que le había salvado de lamuerte. Quiso penetrar en aquel misterio y nopudo. El mismo Guimaraens no lo sabía másque a medias. Tilín, declarándose culpable, ymuriendo con heroica paciencia, sereno, grave,con más aire de convicción que de sufrimiento;Guimaraens sacándole de la prisión, despuésde hacerle cambiar de vestido, y por último, lahermosa monja que en dos momentos críticos lehabía salvado la vida, confundían su mentellevándole a forjar mil explicaciones quiméricasy a revestir de formas exageradamente dramá-ticas los hechos más sencillos.

Iba al extranjero, y en su triple calidad dehistoriógrafo, de poeta y de profeta, aportaría

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sin duda alguna idea, alguna forma nueva a lasregiones donde ya se estaba elaborando el ro-manticismo.

FIN DE UN VOLUNTARIO REALISTA

MADRID.

Febrero-Marzo de 1878.