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Los Cuadernos Inéditos UN VIAJE ENTRE LOS MUERTOS Fernando G. Delgado U n espléndido galeón de ocho cañones, atracado en el puerto de Vestincas de la Frontera, soltó sus amarras después de que los rasteros y los tripulan- tes abandonaran las ndas y los gitos donde el jubón estremeció su cuerpo reneido al ritmo que le imponían las hembras; después de que el jubón buscara por aposentos, donde la plata enneecía por los bahídos del mar y se cuarteaban los lien- zos viejos que expendían los anticuarios, a un capitán llamado Oswdo Vera. El rostro del capi- tán pecía de cera y se recortaba en una barba rubia y rotunda que lo cubría hasta cerca de los pómulos, la mirada fija y penetrante, toda la refle- xión en los ojos, toda su brusquedad también, soltando la copa pa atender al aile que se abría paso por donde el jubón le indicaba -los ritmos de una guaracha sonando en la orquestina, las carnes desbordadas de Manuela Bristol y su grupo de baile contorneándose en el escenario y la mano del capitán entregándose a la del aile con el duro gesto que anunciaba su corpulencia. El aliento recio y turbulento -«huelo a mierda», diría al per- cibir un gesto de repudio del aile- le venía de la mezcla del aguardiente y el tabaco, toda una no- che de entrega al placer tras largos días de vie, ebrio al hablar de Lequerica sin respeto, sin que ay Benjamín Berástegui pudiera decir una sola de las pabras que pretendía, a pesar del emba- razo de la situación. El capitán Vera anunció su propósito de entre- gar padre Berástegui al obispo en las circuns- tancias prometidas -«sano y salvo quiero decir», aclaró- pero exigió al aile rtaleza y se extendió a hablar de la dureza del mar mientras miraba al hermano Miguel, más entumecido que nunca, ab- solutamente sobrecogido en aquel ambiente de perfumes intensos y jolgorios malsanos, un humo intenso despertándole toses, su pecho breve opri- mido por el miedo y el aire escaso. Después, y como de improviso, el capitán tomó consciencia de la estampa: los tímidos ailes ro- deados de putas embriagadas, los cuerpos de éstas engarzados en los de los marinos, anonadados por el regusto del sexo. El capitán Vera rió a carcaja- das, y el jubón, agrando con sus manos ásperas los pechos abundantes de una mujerzuela de pelo violáceo, rompió también a reír. Y de aquella risa se hizo estruendo y contagio. «Unas copas para los ailes», pidió Oswaldo Vera, y aquellas figuras estáticas soportaron la invitación, más inhibidos cada vez -todo el asom- bro del mundo en el rostro de Miguelillo y la sensación de estar soñando, la seguridad en el padre Berástegui de que aquel espectáculo demo- 68 níaco era cosa de Satanás en sueño- mientras elevaban la copa para brindar y Aurora Alguiso, la segunda de cuatro hermanas, trataba de acercar sus senos a los labios del novicio espantado. Toda la elocuencia de orador sagrado que en Vitria tuvo siempre ay Benjamín Berástegui se borró en un instante, como por ectos de he- chizo, mientras se repetí las copas y las gols se llevaban en volandas al novicio, bailaba el no- vicio sobre el tablado de Manuela Bristol y su grupo de baile y Aurora Alguiso anunciaba el es- pectáculo: «Con ustedes, Miguelillo de Regla». Miguelillo de Regla elevaba las puntas de los pies con maestría, hacía cabriolas con los brazos en armonía sorprendente y emitía sonidos ridícu- los que le venían de una euria nunca conocida por ay Benjamín Berástegui que lo vio caer de golpe, borracho, en medio de la danza. Fue entonces cuando el padre Berástegui, cuya cabeza iba encontrando claridades por los efectos de los megunjes diversos -«Toma menta, amor, que esto te ayuda», escuchó decir a una puta al tiempo que le oecía un líquido verde- subió al tablado en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Y los calló a todos por un instante, sobrecogidos y supersticiosos, y dijo después que su silencio no era otra cosa que un encuentro con Dios, con la mismísima Virgen de Regla. «Un anuncio me ha hecho -dijo-: un maremoto arra- sará vuestra ciudad muy pronto». Siguió luego el relato de una serie de acontecimientos catastrófi- cos en un incoherente discurso que e interrum- pido, primero por murmullos, y después por gritos y por músicas y luego por blasmias y más tarde por dos marinos rtachones que de no intervenir el capitán Vera hubieran acabado con las costillas del aile. La marquesa de Tierras Vírgenes -todo un peri- llo de sedas negras ribeteadas con pieles- pa- sea por la cubierta del bajel cudo vio apecer al capitán, subido a los hombros de su contra- maestre, y a un puñado de marinos alborotados con unas cuantas rameras. Tuvo pa esta situación una mirada distante y despectiva y se tornó com- prensiva y misericordiosa al distinguir a los ailes por sus hábitos y ver cómo aquellos rufianes mal- trataban a los que casi parecían cadáveres. «No se preocupe que son borrachos», dijeron las putas con altanería. La señora mquesa res- pondió con con un rictus de desprecio y, como si no hubiera oído a quienes sí había olido por la despreciable calidad de sus permes de prostí- bulo, se acercó a los les yacentes y también por el olor despachó a éstos con semantes ric- tus. Fray Benjamín Berástegui pudo aclararle la si- tuación a la señora marquesa cuando el galeón soltaba sus amaas: «un asunto de hechicería, brujerías del demonio que tiene poseído el puerto, los puertos». El puerto de Vestincas de la Frontera se iba duminando y el barco conducía hacia la noche en

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UN VIAJE ENTRE LOS MUERTOS

Fernando G. Delgado

U n espléndido galeón de ocho cañones, atracado en el puerto de V es tincas de la Frontera, soltó sus amarras después de que los forasteros y los tripulan­

tes abandonaran las fondas y los garitos donde el jubón estremeció su cuerpo renegrido al ritmo que le imponían las hembras; después de que el jubón buscara por aposentos, donde la plata ennegrecía por los bahídos del mar y se cuarteaban los lien­zos viejos que expendían los anticuarios, a un capitán llamado Oswaldo V era. El rostro del capi­tán parecía de cera y se recortaba en una barba rubia y rotunda que lo cubría hasta cerca de los pómulos, la mirada fija y penetrante, toda la refle­xión en los ojos, toda su brusquedad también, soltando la copa para atender al fraile que se abría paso por donde el jubón le indicaba -los ritmos de una guaracha sonando en la orquestina, las carnes desbordadas de Manuela Bristol y su grupo de baile contorneándose en el escenario y la mano del capitán entregándose a la del fraile con el duro gesto que anunciaba su corpulencia. El aliento recio y turbulento -«huelo a mierda», diría al per­cibir un gesto de repudio del fraile- le venía de la mezcla del aguardiente y el tabaco, toda una no­che de entrega al placer tras largos días de viaje, ebrio al hablar de Lequerica sin respeto, sin que fray Benjamín Berástegui pudiera decir una sola de las palabras que pretendía, a pesar del emba­razo de la situación.

El capitán V era anunció su propósito de entre­gar al padre Berástegui al obispo en las circuns­tancias prometidas -«sano y salvo quiero decir», aclaró- pero exigió al fraile fortaleza y se extendió a hablar de la dureza del mar mientras miraba al hermano Miguel, más entumecido que nunca, ab­solutamente sobrecogido en aquel ambiente de perfumes intensos y jolgorios malsanos, un humo intenso despertándole toses, su pecho breve opri­mido por el miedo y el aire escaso.

Después, y como de improviso, el capitán tomó consciencia de la estampa: los tímidos frailes ro­deados de putas embriagadas, los cuerpos de éstas engarzados en los de los marinos, anonadados por el regusto del sexo. El capitán Vera rió a carcaja­das, y el jubón, agarrando con sus manos ásperas los pechos abundantes de una mujerzuela de pelo violáceo, rompió también a reír. Y de aquella risa se hizo estruendo y contagio.

« Unas copas para los frailes», pidió Oswaldo V era, y aquellas figuras estáticas soportaron la invitación, más inhibidos cada vez -todo el asom­bro del mundo en el rostro de Miguelillo y la sensación de estar soñando, la seguridad en el padre Berástegui de que aquel espectáculo demo-

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níaco era cosa de Satanás en sueño- mientras elevaban la copa para brindar y Aurora Alguiso, la segunda de cuatro hermanas, trataba de acercar sus senos a los labios del novicio espantado.

Toda la elocuencia de orador sagrado que en Vitria tuvo siempre fray Benjamín Berástegui se borró en un instante, como por efectos de he­chizo, mientras se repetían las copas y las golfas se llevaban en volandas al novicio, bailaba el no­vicio sobre el tablado de Manuela Bristol y su grupo de baile y Aurora Alguiso anunciaba el es­pectáculo: «Con ustedes, Miguelillo de Regla».

Miguelillo de Regla elevaba las puntas de los pies con maestría, hacía cabriolas con los brazos en armonía sorprendente y emitía sonidos ridícu­los que le venían de una euforia nunca conocida por fray Benjamín Berástegui que lo vio caer de golpe, borracho, en medio de la danza.

Fue entonces cuando el padre Berástegui, cuya cabeza iba encontrando claridades por los efectos de los megunjes diversos -«Toma menta, amor, que esto te ayuda», escuchó decir a una puta al tiempo que le ofrecía un líquido verde- subió al tablado en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Y los calló a todos por un instante, sobrecogidos y supersticiosos, y dijo después que su silencio no era otra cosa que un encuentro con Dios, con la mismísima Virgen de Regla. «Un anuncio me ha hecho -dijo-: un maremoto arra­sará vuestra ciudad muy pronto». Siguió luego el relato de una serie de acontecimientos catastrófi­cos en un incoherente discurso que fue interrum­pido, primero por murmullos, y después por gritos y por músicas y luego por blasfemias y más tarde por dos marinos fortachones que de no intervenir el capitán Vera hubieran acabado con las costillas del fraile.

La marquesa de Tierras Vírgenes -todo un peri­follo de sedas negras ribeteadas con pieles- pa­seaba por la cubierta del bajel cuando vio aparecer al capitán, subido a los hombros de su contra­maestre, y a un puñado de marinos alborotados con unas cuantas rameras. Tuvo para esta situación una mirada distante y despectiva y se tornó com­prensiva y misericordiosa al distinguir a los frailes por sus hábitos y ver cómo aquellos rufianes mal­trataban a los que casi parecían cadáveres.

«No se preocupe que son borrachos», dijeron las putas con altanería. La señora marquesa res­pondió con con un rictus de desprecio y, como si no hubiera oído a quienes sí había olido por la despreciable calidad de sus perfumes de prostí­bulo, se acercó a los frailes yacentes y también por el olor despachó a éstos con semejantes ric­tus.

Fray Benjamín Berástegui pudo aclararle la si­tuación a la señora marquesa cuando el galeón soltaba sus amarras: «un asunto de hechicería, brujerías del demonio que tiene poseído el puerto, los puertos».

El puerto de V es tincas de la Frontera se iba difuminando y el barco conducía hacia la noche en

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un mov1m1ento creciente, prox1mas las gaviotas, el horizonte encendido en un fuego misterioso al que parecían predestinados, en su miedo inmenso, fraile y novicio, la cabeza ida y el estómago hecho una piltrafa, gimiendo de dolor y de muerte el aprendiz de religioso, su traje talar cubierto de escupitajos y vómitos.

No se hizo esperar la tormenta y una ola estuvo a punto de arrastrar al océano el cuerpo desdichado de Fray Benjamín Berástegui, crecido el miedo y cada vez más cerca del origen del miedo, más impresionado por la negrura apasionante de la no­che marina, sacudido por el temblor y la fiebre, sin tenerse en pie de la náusea, fuera toda la bilis, más escoria cada vez, ceniza, más seduci­do al tiempo por el sacrificio que Dios le exi­gía, implorando al Al­tísimo un pronto fi­nal, fuera el que fuera, quién sabe si deseando, remota­mente, ser devorado por el mar.

«Otro día que con­tar, hermano Mi­guel» , dijo el fraile al novic io mient ras amanecía y el novicio se rascaba la entre­pierna intentando re­ponerse de un esco­zor que de ese modo se le hacía más abun­dante. El novicio se entregaba a la misión de dar lustre a la plata de los vasos sa­grados que portaban, no fuera el salitre a hacer crecer el moho en las patenas y en los cálices, en los bordes de las sacras góticas que llevaban a monseñor Juan Le­querica. Así pasaba casi todo el día. O entusiasmado con las gaviotas, sacando de la bocamanga restos de alimento que echar a aque­llas aves blancas que le fascinaban como a los niños. O corriendo de miedo por las bodegas, per­seguido por la tozudez de Juan Arado, cuyas ma­liciosas intenciones le hacían unas veces reír y otras llorar como un desvalido.

Juan Arado conocía bien el barco y sus lugares secretos y terminaba conduciendo a Miguelillo a la sentina. Fue él quien empezó a llamar Miguelillo al novicio, antes de que así le llamarala tripulación entera, primero por cariño, y quién sabe si con algo de burla y desprecio después de que le qui­tara los temblores manoseándole las nalgas, obli-

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gándole a soportar la fetidez del lugar. Miguelillo ya tenía un olor para el miedo cada vez más in­tenso y ese olor de la sentina le venía en cada hora de temores, lo mismo cuando parecía la nave par­tirse por un rayo en la inmensa tempestad de la mar lejana que cuando interrumpían su sueño, cerca del lecho de fray Benjamín Berástegui, y le arrastraban al secreto lugar donde las cuatro her­manas que embriagadas se hicieron a la mar con­vocaban a la marinería que en la noche pudo lle­varles al naufragio.

Graciela era la mayor de las cuatro -más ilus­trada en asuntos del mar que un viejo marino, cínica y desvergonzada. «Yo sólo jodo en salado», decía. Y parece que alguna razón había en lo di­cho: No lo solía hacer fuera de algún bote o fa­

lucho o a orillas de la mar si era avanzada la noche. «Pero me­jor hacia la alta mar», añadía.

Aurora , l a se ­gunda, era gorda y hermosa y le cabía un mundo entre las nal­gas. Tenía la debili­dad de enfrentar a unos con otros, sem­brar cizaña, murmu­radora ella. En las p r imeras n o c h e s amenazó a Miguelillo con comerle el sexo y el pobre novicio an­duvo, muerto de vó­mitos, espantando el miedo por las galerías y los socuchos de la nave. Rosarillo era la experta en danzas, la coreógrafa del es­pectáculo, la que con un cordoncillo ataba el pene de Migueli­llo por la entrepier­na hacia atrás, garan­tizando el escozor al muchacho, para que sobre sus muslos

aquel triángulo de vello semejara lo que no era, cuando con ritmo de palmas, ingeridos los caldos que le daban a beber y que el capitán Vera derro­chaba en la noche, Miguelillo repitiera las cabrio­las con los brazos que «no tenéis ninguna de voso­tras, hijas de puta», dijo Juan Arado, manoseán­dose el sexo, que sacaba erguido del calzón tan pronto Miguelillo se daba a la última pirueta, y sobre sus piernas, apenas pobladas de pelusa, de­jaba ver aquellas nalgas femeninas que «no tenéis ninguna de vosotras, hijas de puta», repetía em­briagado Juan Arado a fin de dar por justificada su sodomía.

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La menor de las hermanas Alguiso -Noelia­temieron todos que se fuera en ahogos, loca al despertar de la embriaguez y encontrarse en alta mar, cerrada en la bodega día y noche, dada por muerta ahora y resucitada después, aterrada con el ruido del mar, delirando en las tormentas. El capitán Vera quiso tirarla viva, pero cambió de idea ante la propuesta de sus hermanas: «las cua­tro o ninguna», dijeron. Y el capitán se detuvo un momento a pensar y eligió soportar los inconve­nientes de la tonta alucinada -fastidiado por el odio que N oelia profesaba al mar, atormentada por su sonido, sin querer verlo- antes que renun­ciar a Rosarito y a sus artes.

Noelia no se repuso jamás de su odio al mar, recogida siempre en los habitáculos del bajel pero se adies­tró pronto en los ma­nejos del lecho y si al principio era reacia a hacer con la boca lo que le pedían y en cualquier momento de exaltación pagaba la brutalidad de los tripulantes con un mordisco en el glan­des aprendería a gol­pes a ser amorosa en esos menesteres.

Juan Arado con­taba que «en una de esas que tuve que de­sahogar mi hombría por donde pude lo hice con el pobre Mi­guelillo y viéndonos Noelia aprovechó que el fraile se encon­t rar a s in calzón, pues Miguelillo era su debilidad, y le comió hasta donde no había y le produjo un cosquilleo que fue para bien de él y para bien mío, que luego, tantas veces como lo repetimos Miguelillo y yo, llamamos a la tonta de la Noelia para que nos ayudara en aquel menester» .

Fray Benjamín Berástegui no abandonó el miedo ni las horas de sueño, imperturbable pero fatigoso, inquieto siempre por las nuevas tormentas que pre­sagiaba a lo lejos, contemplando con desconfianza las mareas de la mar enemiga, con una sensación que ignoraba compartir con Noelia Alguiso.

Fray Benjamín Berástegui miraba con descon­suelo la esmirriada figura del hermano Miguel, más desnutrido cada día con la apariencia del há­bito, los ojos enrojecidos de quien no duerme, aum_entado el temor que siempre tuvo, no ya a la

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mar. Fray Benjamín estaba seguro de que era el miedo del alma, obsesiones espirituales las que

aquejaban al dolorido novicio. La noche anterior, su miedo se había desaho­

gado en un grito estertóreo que pudo haberse oído

hasta en las orillas, un grito profundo que no en­

volvieron las mareas: volvió a correr dolorido por

la nave queriendo librarse del cuerpo enfebrecido

de Juan Arado, se decidió a acabar con su vida en

las mareas antes de volver a traicionar su promesa

de castidad de la manera vil en que lo hacía y las manos del marino le sostuvieron frente al abismo, cuando una ola alta le llamaba desde su arrebato.

Reconocía Miguelillo que aquellas manos podero­sas de Juan Arado, que arañaban la piel de su cuerpo en las caricias, fueron entonces las más amo­

rosas manos que al­canzaron su cuerpo nunca. Y acabó en la sentina. Su cuerpo contra el de Juan Arado, poseído, do­minado, humillado -recordaba llorandoel hermano Miguel.Pero ninguna de estassituaciones originó elgrito más hondo y te­rrible que saliera deaquel cuerpecillo entoda su vida. Ni lapresencia de AuroraAlguiso cuando elcuerpo breve del no­vicio se enlazaba enel del marino, bur­lona y despectiva,llamando maricón aJuan Arado. El ma­rino la arrastró por lospelos hasta la cu­bierta, después deamordazarla, y gimióy suplicó el frailecillosintiendo el dolor dela mujerzuela en suspropias entrañas;Luego vino el grito,

sí, cuando Juan Arado volcó el cuerpo de Aurora Alguiso desde la cubierta y Miguelillo sintió todo el terror del mar en una voz de auxilio que se apagó pronto entre las mareas.

Entonces gritó creyéndose resueltamente loco, envidiando el destino de aquella desgraciada. Mientras gritaba el frailecillo y se oían los últimos desesperos de la ahogada, Juan Arado aferraba sus manos a sus oídos en busca de un silencio que lo aislara de aquella pesadilla, una íntima tormenta nublándole la vista, Miguelillo visto como un es­pantapájaros frailuno, su hábito sin cíngulo, un pájaro herido que se convierte de pronto en fiero animal. Juan Arado temió su zarpazo y dudó un

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momento en dar igual destino a Miguelillo. El novicio advirtió la duda en la mirada, en el gesto de Juan Arado, amenazante, ojos de embriagado extraño, un aliento de vinagre expandiéndose por la cubierta del galeón.

«Tú verás si te conviene contarlo, maricón. Te doy una prueba de confianza. Si tu lengua de pajarillo desmayado contara lo que aquí no ha pasado -puso énfasis Juan Arado- ya sabes que desde entonces te quedan unas horas de vida».

«¿Qué diremos cuando pregunten por ella ... ?» «¿Cómo te van a preguntar a tí por una

puta desgraciado? Pensarán todos que esa maledi­cente, aburrida, se ha tirado a la mar. Los peces estarán disfrutando de su lengua», concluyó Juan Arado.

Fray Benjamín Be­rástegui, como si hu­biera perdido el tino, recorría toda la cu­bierta con pasos sigi­losos, acudía al coro­namiento con gesto arrogante, y a cada poco anunciaba tierra. En una de estas el ca­pitán V era coincidió con la visión del fraile y le vino buen con­tento -extendidas sus cartas sin que aquella tierra coincidiera con ninguna tierra cono­cida- porque Rosarito, cuya preñez todos ig­noraban, se les iba en sangre. Sin que Ga­briela Alguiso -ador­mecida desde que de­sapareciera Aurora­«cabrones me la ha­béis matado, cabro­nes» -pudiera hacer nada por ella. Sin que N oelia Alguiso se ocupara de otra co­sa que de cuidar la fiebre del miedo, los temblores y las visiones celestiales de Migueli­llo, empeorado con los paños de agua bendita que en su frente aplicaba fray Benjamín, contento con la tierra -«hermano Miguel, ya está a la vista»- y el novicio abrazando la muerte, en puro estertor, con el ronquido de la agonía, ahora, y después recuperando la palabra para anunciar una embar­cación próxima que conduce el Angel de la Guarda, Santa María de Regla abrigándolo en su manto, el nombre de Aurora en sus labios como una obsesión sospechosa.

Noelia Alguiso que estuvo condenada a ser de­vorada por el mar sabía bien que no podía apar­tarse de su novicio, intuía que aquel desvarío de

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su Miguelillo escondía un secreto y que era una fiebre de miedo y secreto reciente la que se acu­mulaba sobre los otros miedos y los otros secretos de aquella criatura enigmática más que simple.

« Ya ve usted, hermano Miguel -dijo el fraile­los demás se van a Vitria a morir y usted se nos muere ahora que hemos salido de una ciudad ben­decida para eso».

El capitán Vera seguía viendo la tierra próxi­ma, junto al cuerpo de Graciela Alguiso, tendida en la crujía de la. nave, apagados los pechos, re­seca la piel de sus muslos ensalitrados, aperga­minado el rostro sin afeites. Tomó en los brazos el cuerpo de la anciana prematura, insomne, lo desnudó en su camarote y, sin dejar de ver los ver­geles que le anunciaba el fraile, hablando solo, re­

conciliado con el mar tan pronto divisó la tierra, Oswaldo Vera desnudó el cuerpo de la mayor mientras agonizaba Rosarito, ésta descansando ya de perversiones in­numerables, y se dio a fornicar con júbilo tapando con sus ma­nos el rostro de la a b u e l a e s t á t i c a . Mientras por el ojo de buey del camarote la tierra era más clara, la frotación del sexo en el rígido cu­bículo que le traía el gozo al capitán acla­raba la visión de lo que parecía un pa­raíso.

El fraile canturreaba por la borda un reper­torio de estrofas infan­tiles que le vinieron de pronto a la memoria, la madre esperando en los puertos, la alegría desbordada del padre tan pronto fondeaba

la nave y le acercaban los botes a la orilla. Pero aquella orilla estaba cada vez más lejos y

más próxima en una inquietante prolongación del coito del capitán V era y la luz de la tarde atrave­saba el cristal y otorgaba el color de la muerte, como otro espejismo -«otro engaño, coño»- al rostro cadavérico de Graciela Alguiso, acabado en un orgasmo, recuperado del sueño el capitán Vera, vista la tierra inexistente como un hechizo de fraile, la muerte de Rosarito y de Graciela al tiempo, como una maldición de cuantas pronunció sobre el tablado de Manuela Bristol y su grupo de baile. Fragmento de «Entre los muertos», título provisio­nal de una novela en preparación.

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