UN HOMBRE Y UN CAMINO

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1 UN HOMBRE Y UN CAMINO Néstor Villegas Duque "Me ruborizaría si, pronunciando el nombre de Sydenham, no le alabase". Boheraave. (Comnmnis Europae sub initio hnjus saeculi magister). NOTA PRELIMINAR El que bondadosamente tome en sus manos estas páginas y pase su mirada sobre ellas muy posiblemente las encontrará excesivamente elogiosas de su personaje, el doctor Heriberto Arbeláez. Y nosotros consideraremos como natural y explicable eso, porque, por una parte, el doctor Arbeláez es persona de una modestia absoluta, que ha procurado siempre vivir a una luz que no destaque cualidades ni méritos, y porque, por otra, sus actividades y su obra no son del dominio sino de algunos pocos de sus amigos. Mas quien conozca esas actividades y esa obra convendrá, sin dificultad alguna, que su exaltación es enteramente razonable y justa. Claro es que habrá quienes que, a pesar de todo, persistirán en aquel reparo, porque hay espíritus de tendencia inevitable a la contradicción, al riguroso enjuiciamiento y aun al reproche, como hay también otros que, sin análisis, a toda opinión o concepto favorables sobre la obra o mérito del que surge o trate de surgir, oponen siempre la conjunción adversativa pero eso sí, pero...— con lo cual no hay nunca personaje totalmente digno de encomio, lo que nos distancia de la nobleza de otros pueblos, como el de Francia, que estima, elogia y defiende a todos los valores de su espíritu. En algunas de estas páginas hicimos una corta biografía de Alberto Schweitzer, porque consideramos que la vida de este eximio alsaciano es una de las más bellas conocidas en el mundo Y la hicimos como de ello formulamos la ad- vertenciano por comparar con ella la del doctor Arbeláez, sino para que sirva de punto de referencia o base para el juzgamiento de éste que ha hecho largo camino; que cuanto más ha. sido agobiada y casi abatida, tanto ha sido mayor su ánimo; que, no obstante el peso de su apuro, se ha elevado a notables y honrosas alturas; y que, por todo ello, es una de las más loables de Colombia. Y lo que también queremos consignar aquí es el entusiasmo y el goce con que hemos escrito todas estas líneas, con cumplido respeto a la verdad y palabra firme y no vacilante ni cavilosa. Hablar bien de un amigo y señalar lo so- bresaliente de sus méritos es una de las reales satisfacciones del alma. CAPITULO I Como siempre, está quieto y apacible el pueblo. Cuando surgía, por sus cuatro puntos cardinales se le entraron el espíritu y el tiempo. Este se ha quedado como inmóvil, mas aquél sí se ha mostrado activo, brillante, generoso y noble en los diversos modos. Del campanario de la torre han descendido lentos y pausados los sones del ángelus. Verticalmente cae el sol sobre los seres y las cosas y sus sombras no se alargan. Las gentes todas almuerzan. Se han silenciado el fuelle del herrero, la garlopa del

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NOTA PRELIMINAR El que bondadosamente tome en sus manos estas páginas y pase su mirada Néstor Villegas Duque (Comnmnis Europae sub initio hnjus saeculi magister). Boheraave. 1 Heriberto Arbeláez, de once años de edad, vendí leña en las calles de Marinilla. 2 3

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UN HOMBRE Y UN CAMINO Néstor Villegas Duque

"Me ruborizaría si, pronunciando el nombre de Sydenham, no le alabase". Boheraave.

(Comnmnis Europae sub initio hnjus saeculi magister).

NOTA PRELIMINAR

El que bondadosamente tome en sus manos estas páginas y pase su mirada

sobre ellas muy posiblemente las encontrará excesivamente elogiosas de su personaje, el doctor Heriberto Arbeláez. Y nosotros consideraremos como natural y explicable eso, porque, por una parte, el doctor Arbeláez es persona de una modestia absoluta, que ha procurado siempre vivir a una luz que no destaque cualidades ni méritos, y porque, por otra, sus actividades y su obra no son del dominio sino de algunos pocos de sus amigos.

Mas quien conozca esas actividades y esa obra convendrá, sin dificultad alguna, que su exaltación es enteramente razonable y justa. Claro es que habrá quienes que, a pesar de todo, persistirán en aquel reparo, porque hay espíritus de tendencia inevitable a la contradicción, al riguroso enjuiciamiento y aun al reproche, como hay también otros que, sin análisis, a toda opinión o concepto favorables sobre la obra o mérito del que surge o trate de surgir, oponen siempre la conjunción adversativa pero —eso sí, pero...— con lo cual no hay nunca personaje totalmente digno de encomio, lo que nos distancia de la nobleza de otros pueblos, como el de Francia, que estima, elogia y defiende a todos los valores de su espíritu.

En algunas de estas páginas hicimos una corta biografía de Alberto Schweitzer, porque consideramos que la vida de este eximio alsaciano es una de las más bellas conocidas en el mundo Y la hicimos —como de ello formulamos la ad-vertencia— no por comparar con ella la del doctor Arbeláez, sino para que sirva de punto de referencia o base para el juzgamiento de éste que ha hecho largo camino; que cuanto más ha. sido agobiada y casi abatida, tanto ha sido mayor su ánimo; que, no obstante el peso de su apuro, se ha elevado a notables y honrosas alturas; y que, por todo ello, es una de las más loables de Colombia.

Y lo que también queremos consignar aquí es el entusiasmo y el goce con que hemos escrito todas estas líneas, con cumplido respeto a la verdad y palabra firme y no vacilante ni cavilosa. Hablar bien de un amigo y señalar lo so-bresaliente de sus méritos es una de las reales satisfacciones del alma.

CAPITULO I

Como siempre, está quieto y apacible el pueblo. Cuando surgía, por sus cuatro puntos cardinales se le entraron el espíritu y el tiempo. Este se ha quedado como inmóvil, mas aquél sí se ha mostrado activo, brillante, generoso y noble en los diversos modos. Del campanario de la torre han descendido lentos y pausados los sones del ángelus. Verticalmente cae el sol sobre los seres y las cosas y sus sombras no se alargan. Las gentes todas almuerzan. Se han silenciado el fuelle del herrero, la garlopa del

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Heriberto Arbeláez, de once años de edad, vendí leña en las calles de Marinilla.

carpintero y el canto y los golpes secos del alpargatero y el zapatero. Un suave sopor hay en la atmósfera y una sensación como de eternidad se diluye en el ambiente. Las calles, casi solas, se alargan con paredes blanqueadas con cal nítida, entre hileras de puertas y ventanas, bajo aleros anchos. Por una acera enladrillada van de paso dos hombres, desnudo el pie y vestidos de sombrero de paja, blanca camisa, pantalones de dril, carriel colgado del hombro y ruana jerga, es decir, de tela xerga, la misma de Riofrío del Avila, que Azorín en Los Pueblos nombra. Cruzan una esquina de la plaza un labriego y un gozque; en el balcón de la alcaldía resalta una cabeza calva y lléganse despacio a la iglesia un don José, de rostro hidalgo, y una devota envuelta en su mantilla negra.

Y a esta hora, y por esas calles, que no son muchas, porque el área urbana no es extensa, pasa un adolescente rubio, de cuerpo cubierto por cuatro trapos viejos, con desgarros que, a ser mayores, descubrirían sus carnes. Con el ronsal en la diestra conduce una yegüita mansa, muy mansa, cargada con dos bultos de leña. Los ojos del animalejo son lánguidos y tristes y poco menos los de este niño, que cojea frecuentemente, pues hace días un tropezón casi le ha arrancado la uña del terroso dedo grande del pie derecho.

—¡Leña! ... ¿Compran leña? —grita la voz infantil frente a las puertas de las casas.

—¡No! —contestan desde las más—; ¡Sí! —desde otra y, en seguida, viniendo del fondo de una alcoba, asómase a la ventana la señora o dueña.

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—Esos bultos están muy chiquitos. ¿Cuánto vale la carga? —Quince centavos, señora. —¡No! Si me la da por catorce, descargúela, pero, eso sí, que esté bien seca y

me la lleva hasta la cocina.

Ha dado ya tantas vueltas esta criatura en su pregón monótono y es tanto su cansancio, que a esa cocina lleva los dos haces de leña. Pero no recibe los catorce centavos, porque es costumbre de los dueños de las casas hacer esos pagos el domingo. Su honradez es estricta. Tampoco recibe las comedidas palabras —muchas gracias—.

¿Y ahora? Sólo le resta quitar del cuello, con los dedos, los fragmentos de cortezas y las astillitas punzantes que, al cargarlos, le han dejado los palos de leña, e ir a comprarle a su madre el encargo que le hizo de dos varas de liencillo y un carrete de hilo, para remendar la ropa de él y de sus doce hermanos.

Seguidamente y a horcajadas ya en la yegüita emprende su regreso a Las Cuchillas, el campo de sus abuelos, donde también habitan los suyos. Hora y media gasta este pequeño viajero en llegarse allá.

La casa que habitan todos se levanta en la ladera de una colina alta, de paisaje grato y de monte cimero, donde don Manuel, hombre de pobreza extrema, corta la leña que él mismo vende los domingos y su hijo Heriberto cuatro días en la semana, después que ha asistido a la escuela rural y que ha tomado su almuerzo a las diez de la mañana.

Con el producto de la leña don Manuel compra en el mercado lo indispensable que no producen sus manos, y así vense sobre la enjalma de la yegüita, entre un costal, un trozo de carne, arroz, plátanos, yucas, atados de panela, hojas de tabaco, fósforos, una o dos libras de cacao, velas de sebo y una botella de petróleo.

Los abuelos heredaron ese campo y esa casa de sus antepasados descendientes de los Arbeláez de Guipúzcoa, Irán o Bidasoa y han acogido en ellos a don Manuel, porque éste, carente de todo medio económico y con tal número de hijos, moriría de hambre con todos ellos sin esa misericordia, pues la leña, que no es mucha; una pequeña siembra de maíz, que coge en agosto de cada año; y un huerto de arracachas, cebollas, coles y papas, apenas si alcanzan para el sustento exiguo de familia tan grande.

La casa es espaciosa. No es nueva. La han poseído cuatro generaciones. Hoy sus paredes están amarillentas y sus maderas, algunas alabeadas, tienen el tono oscuro que dan los años, los soles y los vientos. Por su tamaño y por sus piezas, puertas y ventanas da la impresión de que fue construida para residencia de personas de holgura. No está ahora ni sucia ni descuidada, mas sí se impone la pérdida de su primer lucimiento y esa como tristeza y reposo de las cosas que van viniendo a menos. Su frente da al ocaso, que en la vida toda la ha ornado con los encendimientos nacidos en el Cauca, y de su corredor delantero, amplio y abierto, donde hay el asiento de un largo y grueso tablón sostenido por dos grandes piedras, se domina la acuarela de la hondonada y del empinado recuesto de la colina próxima, con trochas que hacen recodos y con un arroyo que no es muy abundante, sino más bien efecto de los turbiones. Todavía guarda la casa un cerco de tapias, con tejadillo casi desaparecido por el tiempo y con portillos pequeños y grandes, obra de las aguas lluvias. Tres motivos bellos la decoran: un cedro y una palma cercanos; el jardín del patio, donde no faltan rosas, dalias y claveles; y un par de pavos reales,

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ceremoniosos y engreídos, acompañados de unas gallinas parleras y de un gallo grande, altivo, vistoso, voz primera y alta de sus amaneceres.

Habitan esta casa don Manuel, su esposa y sus trece hijos, presididos por los dos abuelos, quienes, a la usanza de los tiempos idos, reciben respeto y veneración de todos. El anciano ya camina muy poco y las más de las horas las pasa arrellenado en un sillón de madera fuerte y de cojín en el asiento, junto a una mesa antigua. La abuela sí es de actividad manifiesta y por esto y por su gracia, su simpatía y despejo es el personaje principal de la familia toda. Exhala ella un perfume casero como de lavanda en armario de ropa. Quienes la conocen la describen pequeña, delgada e inquieta; de rostro arrugado; de ojos picarescos y vivísimos, que brillan sobre unos anteojos de armadura metálica, apartados casi hasta el extremo de su nariz diminuta y respingona; y de pelo lacio, pobre y entrecano, peinado con crencha al medio y recogido atrás por hiladillo negro en trenzuelas dispuestas a modo de rodete mustio. Viste de zaraza gris, con oscuros estampados, y lleva un delantal y un pañolón sobado, que sólo le cubre los hombros y la espalda, para mayor desembarazo, pues siempre vive junto al abuelo, sentada en un taburete muy bajo, terrero, delante de una mesita moruna, donde fabrica cigarros. En ésta solo caben el mazo de tabaco, el engrudo, las tijeras, el martillo de madera y esas sus manos pequeñas, nudosas, de vejez salpicadas, que parecen títeres saltadores, mo-vidos por el artificio inagotable de su arte, de sus borbolles de risa y de sus exclamaciones y advertencias.

El bullicio y movilidad de la casa son notorios cuando rompe el día, a la hora del almuerzo y cuando cae la tarde, horas en que la gente joven sale para el trabajo, busca el alimento o regresa de la escuela o de los huertos, pero la calma en general es grande, principalmente cuando la noche se acerca, porque la familia se reúne para el rezo del rosario, después de la cena. Esa es la hora en que los abuelos toman su lecho y en que se impone el silencio con un sonido ch... ch... de la boca, cruzada por el índice, a fin de no interrumpirles el sueño. Para mejor lograrlo, todos van a la cocina, donde, a la luz de la lumbre y de una lámpara portátil de petróleo, se comentan los sucesos de las gentes vecinas, de los cultivos o de la escuela. Y allí se conversa hasta las ocho, hora de la merienda de agua de panela, tras de la cual los papas van a recogerse en su aposento, y también los mozos, en un cuarto grande, alargado, donde en cinco camas se distribuyen los trece. Viene luego el reposo profundo del campo.

Vida tan humilde de escasez tan suma, de porvenir tan aciago, de cielo tan alto y de recursos tan lejanos e imposibles, empieza a golpear fuertemente en la razón de aquel párvulo, obediente vendedor de leña. Ya va a abandonar la escuela rural, con su maestra de primeras letras, doña María de la Paz Arango, escuela a la que ha tenido que ir corriendo dos kilómetros, después de desayunar a las seis de la mañana también una agua de panela, tomada con una arepa; y ya no le quedarán como ocupación temprana sino ayudar a su padre en las faenas del campo y desyerbar, como siempre, los sembrados del huerto. Seguirán los mismos desayunos y también los mismos almuerzos y cenas de solo sopa de arracachas y mazamorra o de papas y frisóles y la invariable agua de panela, todo servido en plato de palo, con cuchara de lo mismo y del boj duro nuestro y en totuma.

Sus trece años se acercan. Acompañado de su yuegüita, una vez más se dirige al pueblo, pero en este día por el camino soplan, como vientos recios,

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voces nuevas insumisas y bajo lo que un tiempo fue sombrero y que es hoy de-teriorada gorra, saltan de su cabeza revuelta pensamientos vigorosos y rebeldes, fruto de los choques bruscos de la realidad que vive. Con una claridad progresiva empieza a comprender que la conformidad, en el mayor número de los casos, es un estado negativo del espíritu, una invalidez del ánimo, del estímulo, de la ambición, de los anhelos; que quien se resigna a las adversidades remediables es un cobarde o un débil, cuando menos. Y cada momento que pasa va viendo mejor que la tolerancia de la desventura o infortunio es casi siempre un error del alma, una flaqueza y que la inconformidad debe sustituirla, como facultad benéfica, creadora y salvadora, que fortifica el temple del hombre y lo pone a las puertas del bienestar, del éxito y del lauro.

Y así, a su regreso a la casa en esta ocasión y con un rubor melancólico del rostro, le dice a su padre, sin quejarse ni del trabajo ni de la mengua:

—Papá: ya no tengo que ir a la escuela, porque cumplí el pensum todo y quiero estudiar en el Colegio de San José del pueblo, para ver si algún día me nombran maestro de una escuela. ¿Quiere usted hacerme el desayuno todos los días y que mi cuidadosa mamá, para llevarlo, me dé el almuerzo en un talego? Yo hablaré con ella.

—Por supuesto, hijito. Todo eso es fácil. Te vas para el colegio.

Y al día siguiente hacia el colegio se encamina.

CAPITULO II

En la década primera de este siglo XX el Colegio de San José de Marinilla es un real centro de cultura. Lo regenta, como rector, don Jesús Antonio Hoyos, persona ilustrada, seria, de capacidades indiscutibles, y, como vicerrector, Eleuterio Serna, joven muy inteligente, quien posteriormente hará estudios de Derecho y alcanzará el prestigio de ser uno de los más notables jurisconsultos del país. No sobra registrar aquí que Eleuterio alcanzará también gran fama de orador, obtenida en la Asamblea de Caldas y en el Congreso Nacional. Como adolece de un defecto de vocalización, al modo de Demóstenes se propone enmendarlo, y para ello asciende todos los días y por largos meses a un sitio alto, cerca de la población, y allí con voz fuerte y haciendo los esfuerzos de corrección necesarios, se pone a recitar trozos y discursos de la obra de Chateaubriand Ensayo histórico político y moral sobre las revoluciones antiguas y modernas, consideradas en sus relaciones con la Revolución Francesa. Su voz alcanza a llegar nítida y clara a las calles del poblado

Una cosa muy valiosa y peregrina de este colegio es que lo asesoran algunos ciudadanos sobresalientes de la sociedad, quienes se han propuesto, mediante propios estudios, capacitarse en varias materias del pensum de enseñanza secundaria, como castellano, historia universal, retórica y otras, para dictar gratuitamente las clases correspondientes a ellas.

Fuera de la magnífica categoría de las cátedras, en este colegio hay un verdadero movimiento de ideas, una agitación del pensamiento, un interés especial por las cosas del espíritu, que corresponde precisamente a lo que distingue a Marinilla entre las poblaciones de Antioquia, que, por los demás aspectos, no se diferencia de ellas, pues no se puede negar que hay una fuerza biológica que les da a los hijos de la Montaña un sello especial de todos. Por una compulsión genética lo individual se tipifica, difundiéndose en la familia. Hay cierta identidad de sangre y de costumbres que singularizan a esta comarca patria. Resalta en ellos una especie de verdad de tribu o estirpe, que se concreta en un aire fisonómico y social.

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Esta diferencia espiritual obedece muy probablemente a que, siendo el valle sobre el que se asienta la población innegablemente estéril, el comercio es modesto, pues los sembrados no producen en abundancia, y entonces existe como una invitación permanente a sus moradores no tanto a trabajar, como a discurrir, a cavilar, a leer, a conversar, lo que, fomentándoles la inteligencia, la sutileza, la audacia, la atrac ción y el comedimiento, los torna, como ha sucedido siempre, en habilísimos políticos del Departamento. La firmeza de este señalamiento constituye lo que el Maestro León de Greiff ha llamado una tercera dimensión en esta dedicatoria que le escribió a Heriberto en un ejemplar de su obra poética: "Al tridimensional Heriberto Arbeláez, porque es colombiano, antioqueño y marinillo". No por calladas dejan de ser las ca-pacidades del marinillo ingeniosas, sagaces, técnicas y diligentes.

Y en este recinto de la cultura empieza nuestro mozo no sólo a enriquecer su mente, sino también a particularizar y perfilar su espíritu, lo cual va adquiriendo, tanto del contacto diario con una juventud especialmente inteligente, como pocas veces se ha visto, juiciosa además y felizmente orientada, como del trato con las gentes urbanas, entre las cuales no hay pocas notadas por su saber y virtudes.

El esfuerzo que hace Heriberto para asistir a este establecimiento educativo desde el primero hasta el quinto año de su pensum, pues no existe el funcionamiento del sexto, es palmariamente impresionable y heroico. Descalzo, porque todavía la pobreza le niega los zapatos, que nunca en propiedad ha conocido, viaja diariamente a pie hora y media de camino, preséntense o no tempestades y lluvias, trayendo en sus manos, dentro del talego que le ha pedido a su madre, el almuerzo de dos papas cocidas y un pedazo de panela y que al llegar al colegio, en campo contiguo, esconde o guarda en herbazal repuesto.

Terminando las tareas del día, nuevamente a pie tiene que caminar la legua y media que hay hasta su casa, en donde le aguardan oficios de labranza, que él, cuando le es posible remplaza con lecturas de las muy pocas obras de entretenimiento que circulan por estos despoblados.

Y en este ir y venir, en esta faena de estudios, no hay tiempo ni para enfermar, ni para padecer cansancios ni fatigas.

CAPITULO I I I

—¡Maestro! ¡Ah! ¡Qué fortuna ser maestro! Si yo alcanzara a serlo, cuántas dificultades menos tendría mi padre... —exclama Heriberto.

Terminando este quinto año de estudios secundarios, tan noble y modesto anhelo se le agranda y le posee, y así, con el permiso de su casa, resuelve en el curso de las vacaciones ir a Medellín a ver si consigue el encargo de dirigir alguna escuela en un pequeño pueblo.

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Con el poco dinero que le da su padre y que éste ha obtenido en préstamo, por vez primera compra zapatos para estrenar en la capital y con las recomendaciones escritas del rector y vicerrector del colegio, del señor cura, del coadjutor, del alcalde, del juez municipal y de al-gunos ciudadanos notables sale a pie para aquella ciudad, pasando por Rionegro, transmontando a Santa Helena y descendiendo al Valle del Aburra. Puesto a la espalda lleva un zurrón que contiene una refacción, una muda y sus zapatos.

Este camino viejo se lanza hacia la cumbre en moderada pendiente, que suavizan un poco más las curvas numerosas. Cuando el viajero encuentra algún tramo recto, cree que al fin de él va a penetrar en el cielo; de tal modo en el azul se entra. El suelo es abajo un poco pedregoso, de breña, y arriba, de solo tierra amarillenta, con anchos surcos, relejes, hondas mellas y caballones, que hablan de lodazales en épocas de lluvias. Como el paso del tiempo lo ha excavado hondamente, el talud es alto y el rastrojo más todavía, por lo que apenas los boquetes o portillos dan vista de pájaro a los árboles y sembrados de aquellas laderas empinadas.

Haciendo esta ascensión con un sol ardiente, el hambre, la fatiga no significan nada para su condición de asceta, de muchacho sufrido, como si, mucho, el pensar en su timidez, en su cortedad de ánimo frente a lo social, en tener que ir a hablar con personas que, además de importantes, le son desconocidas. No ve cómo armonizar su tendencia casi invencible a la penumbra y su necesidad de surgir, de valer más, de mejorar de vida. Estos pensamientos son su mayor tortura, haciendo este viaje a Medellín.

Y ya en la ciudad, aún acuciado por la escasez de sus blancas y aun por vez primera verse con zapatos puestos, casi le paraliza el estado contradictorio entre el ansia de cumplir su empeño y la falta de atrevimiento para solicitar, para pedir, para proponer. Solo Dios sabe el infinito esfuerzo que hace para llegarse a la Gobernación, a la oficina del Director de Instrucción y, sobre todo, para tocar a la puerta, para presentarse ante este alto empleado y exponerle su situación y necesidad. Se le ha secado la boca, le han sudado las manos y casi, casi que le han flaqueado las piernas. Es un acto de inmenso heroísmo el de este caminante que nunca tiende a dirigir sus pasos hacia afuera, hacia el exterior, hacia los demás, sino siempre hacia sí, hacia su propia intimidad.

El Director encuentra magnífica las recomendaciones que recibe y lee, como también el certificado de estudios que las acompaña, y con la buena voluntad que brota de sus favorables vinculaciones con Marinilla, considera las cir-custancias apremiantes de este solicitante casi bachiller, lo trata con benevolencia y le ofrece la dirección de alguna de las escuelas del Departamento en un futuro cercano: —Vuélvase tranquilo, que a Marinilla le enviaré su nombramiento—.

No ha transcurrido una semana cuando el nombramiento le llega de director de la escuela urbana de Salgar, y como el año siguiente ya casi principia y hay que abrir las matrículas en la escuela, apresura un poco su viaje.

De Marinilla pasa a Envigado; de ahí a Titiribí en tierras que fueron del cacique de ese nombre; luego, después de medio día de caminos con pendientes fuertes, desciende al Cauca, que atraviesa por el "Paso de los Pobres", en barca sostenida por cable de alambre, y llega a Concordia, de donde en cinco horas y en un caballejo, cuyo alquiler le cuesta ochenta centavos, alcanza el fin de su viaje en un valle muy estrecho que da asiento a la pequeña población de Salgar, nacida no hace

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todavía veinte años en terrenos regalados por don Cosme Londoño y don Epifanio Restrepo, a orillas del Barroso.

La matrícula de la escuela llega a lo sumo a cerca de cien alumnos y para la organización de ellos, de su enseñanza, de la marcha de las aulas en general, él, que lo desconoce todo, se vale de las indicaciones y consejos de Vicente A. Echeverri, su colaborador, quien ya tiene alguna experiencia en estos menesteres.

La entrada de Heriberto a la dirección de esta escuela ha implicado la salida forzosa del director anterior, quien es el auxiliar mayor y más consagrado del párroco de la población, así en lo tocante con el culto, como con lo económico y social. Esta circunstancia ha traído naturalmente un estado de enfado y resentimiento de estos dos personajes contra el Director de Instrucción Pública del Departamento y, como consecuencia natural, una aversión manifiesta, de trascendencia pública en palabras y en hechos, contra el sucesor. Para el novel maestro esta situación, que se ha ido extremando con el correr de los días, es insoportable, y así, terminado el año lectivo renuncia irrevocablemente su puesto y resuelve trasladarse a Bogotá para terminar su bachillerato e ingresar a la Escuela de Medicina.

Durante su permanencia en Salgar ha podido Heriberto ayudar a su padre con diez o quince pesos cada mes, pues ha ganado mensualidades de veintiún pesos al Departamento, de cinco pesos de sobresueldo al Municipio, concedidos por el Concejo, y de cinco pesos más a un negociante por ayudarle en compras de café todos los domingos. Sus gastos han sido de solo diez pesos mensuales para el pago de alimentación y alojamiento, lo que le ha permitido un mínimo ahorro durante el año, acrecido por los dos sueldos de sus vacaciones.

Ocurrencia muy laudable de nuestro joven maestro ha sido la de que se ha unido a Gabriel González y Eduardo Vélez Puerta, residentes también en Salgar, para leer durante las tardes el periódico "Sur América", de don Adolfo León Gómez, para leer también las obras de Dumas y para estudiar inglés y especialmente francés, auxiliados con diccionarios que les han facilitado unos vecinos de la población poseedores de muy incipiente cultura.

CAPITULO IV

Sólo un pobre y tan pobre como Heriberto podrá imaginar la emoción inmensa que éste debe sentir cuando, no muchos días después de renunciar a sus cortas funciones de maestro, el ferrocarril de Girardot, llegando a Facatativá, lo pone delante de los distantes cerros de Guadalupe y Monserrate y de los apenas percepti-bles edificios altos de la ciudad capital. Su segunda y más grande aspiración convierte esta tarde de su llegada en alba que esplende, en hora que se intensa al máximo, en cielo indescifrable que se abre. Mientras en el interior del coche que ocupa las gentes se mueven en desorden y hablan fuertemente, él, desde su asiento y en verdadera soledad, a través de la ventanilla de al lado, contempla el horizonte. Graves pensamientos desfilan por su mente ante la incierta y dura batalla que se le acerca, para la cual, de duración de años, no cuenta ni con persona, ni con medio alguno que puedan auxiliarlo. Un hatillo de soldado y cuatro monedas que lleva en el bolsillo son la totalidad de sus recursos.

Esa noche encuentra alojamiento en lo que se ha llamado la "Morada del Altísimo". Es este un viejo y medio ruinoso edificio de ladrillo, de cuatro altos y aposentos descuidados, donde viven estudiantes numerosos de varios sitios del país, de facultades universitarias distintas y pobres casi todos, pues los de posibilidades mejores viven en departamentos más cómodos e independientes.

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Los días siguientes los dedica a orillar sus problemas de alimentación y vivienda. El de su matrícula en el Colegio del Rosario, para concluir su bachillerato, se lo resuelve su profesor anterior y amigo Eleuterio Serna con el regalo de un peso. Cuando se presenta a la Rectoría del Colegio para hacerse inscribir como alumno, el Secretario, doctor José Antonio Montalvo, trata de rechazarle algunos de los certificados de estudio que le expidió el Colegio de San José de Marinilla, mas oyendo esto el Rector Monseñor Carrasquilla, le dice al Secretario: —Recíbale esos certificados, porque ese colegio es de los mejores de la República. Aquí lo han demostrado jóvenes inteligentes y bien preparados, como Eleuterio y Eduardo Serna, como Jesús Antonio Hoyos y Julio César García.

Con esta permanencia en el Colegio tiene Heriberto la oportunidad de conocer de cerca a una de las figuras más prestantes de Bogotá y de la nación, el Padre Rafael María Carrasquilla.

Docto en letras, en ciencias eclesiásticas y en filosofía, y dueño ya de gran fama de escritor y de orador sagrado, llega el Padre Carrasquilla a la rectoría del Colegio. En su persona humana lucen destacadas virtudes ciudadanas, notables apellidos y en su categoría de sacerdote cúmplense las condiciones honoríficas de ella, como vida santa, carácter templado, ilustración suficiente, ardor en el ministerio y discernimiento y buen juicio.

No es poco el éxito del Padre en los primeros tiempos de su labor docente. Señales prósperas lo rodean y hechos propicios lo favorecen. Y así ha ido creciendo su afecto por el Colegio, hasta llegar a amarlo intensamente. A él se ha entregado por entero y puede decirse que le ha dado su fisonomía, su manera de ser de dignidad, de elevación, consolidándolo como un centro de humanismo perdurable.

Una de sus preocupaciones mayores es hacer del Colegio un baluarte de las más sanas doctrinas filosóficas y, de acuerdo con su formación espiritual, implanta las tesis escolásticas de Santo Tomás, es decir, la conciliación de la filosofía humana y de la filosofía divina, la filosofía de la razón más bien que de la voluntad; y es tal su entusiasmo y empeño por esta orientación filosófica, que él mismo escribe un texto sobre Metafísica, de estudio obligado entre los claustros y de altura y prestigio entre la juventud estudiosa de la época.

Profundiza para esto el Padre en lo que ha significado y significa el escolasticismo, en lo que se sabe de los libros de Aristóteles, en las exposiciones y comentos que sobre ellos hicieron Alberto Magno y su santo discípulo para disipar los errores de su contenido y de los comentadores musulmanes y para acomodarlos a la verdad cristiana, pues aquél, versado en química, botánica, mineralogía, zoología, tendía más a la filosofía, y éste, que tenía más en mientes los sagrados dogmas, prefería el sentar clara y rectamente los principios teológicos.

¿Qué lo retiene en la rectoría de este Colegio, si es él un religioso, un ministro del altar? Lo retiene una especie de doble, no el representado por el desdoblamiento de los psicólogos, sino un personaje más profundo, más libre, eje auténtico de nuestra persona, centro último y más claro de nuestra misión total y verdadera. Lo retiene una propensión invencible de ejercer más amplia y hermosamente el ministerio de la verdad; un afán poderoso de sembrar en los espíritus, con autoridad generosa e indulgente; un ansia de entrarse en la juventud para realzarle la conciencia, la razón, la dignidad y su destino; 'un llamamiento a recoger los conocimientos fundamentales ignorados y dispersos, para compulsarlos, enlazarlos, hacerlos comprensibles u ordenarlos en sistema y camino de los entendimientos mozos; una vocación suprema, dominante, la del maestro, la pasión de enseñar, la misma que tuvieron algunos de los grandes fundadores de la República

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CAPITULO V

El mes de febrero del año siguiente, o sea de 1914, encuentra a Heriberto ya matriculado en la Escuela de Medicina, es decir, en el camino de realizar la segunda gran aspiración de su vida, la de ser algún día médico de provincia. La primera había sido la de ser un maestro de escuela, posición que acaba de dejar, porque las condiciones de este oficio no se conforman con su espíritu inquieto, inconforme, ansioso siempre de algo mejor para el servicio a los demás, que es la finalidad de su existencia. Ha escogido como objeto de sus estudios "lo más digno del corazón del hombre", como lo hizo Laennec por consejo de su tío, de quien son estas palabras. Lo incierto que tiene por delante no altera ese sentimiento, porque el encanto de la vida está en lo que ella tiene de contienda, de desconocido y misterioso.

Mas, ¡cuántas las variaciones de su espíritu! La seriedad de los estudios que empieza y el nuevo ambiente principian a ponerle delante de ciencias aplicadas y de circunstancias diferentes que descorren el panorama social, en el que resaltan las necesidades y dolores de los hombres y su situación complicada y exigente. Casi todo es desconocido para su mente joven. Tal vez la impresión más fuerte de esos meses iniciales es su primera entrada al anfiteatro. En la manzana del Hospital de San Juan de Dios y de la iglesia de su nombre, sobre la acera sur de la calle 12, entre carreras 9^ y 10, se destaca su portalón, siempre cerrado, mas siempre pronto para abrirse, mediante las manos diligentes de Cipriano, "El Tuerto", quien vigila todos los días aquel recinto de la muerte, en compañía de Froilán, el alto mocetón de piernas elefantiásicas. El zaguán de piso de ladrillos grandes y gastados y de paredes blanco-amarillentas, altas y heladas, desemboca en lo que puede llamarse el segundo patio o del fondo del viejo Hospital, circuido por una arquería de aspecto antiguo, sobre la cual reposan las salas posteriores de los enfermos. Hacia el centro de este solitario espacio yérguese el pabellón del anfiteatro.

Este pabellón, ya también vetusto, es propiamente una sala estrecha, de una sola entrada, sin puerta, de amplios ventanales abiertos y de una construcción sencillísima, melancólica y grave. En ella se ofrecen tres mesas de disección, de cemento ennegrecido, con cubierta de latón, que a sus pies tienen, sobresaliendo apenas del solado suelo, unos enrejados rectangulares de madera, angostos, destinados a aislar los zapatos del agua remanente del aseo.

Encima de las mesas hay cadáveres, dos mujeres y un hombre. Ante la desnudez de estos cuerpos sagrados, pero sucios, de anchas livideces, de orificios naturales todavía húmedos y repugnantes; de rostros, uno sereno, otro doloroso y el tercero trágico, como si hubiera contemplado con espanto el abismo de lo eterno, se estremece, se impresiona y se conmueve hasta lo más hondo de su ser. Un infinito sentimiento de piedad intensa apretadamente envuelve a su alma. Frente a su espíritu se despliega la desventura inmensa de la criatura humana y, lo que no ha hecho antes, porque el joven no sabe mucho de lástima y clemencia, empieza desde esa hora a entender mejor la caridad de Cristo y a sentirse humano y compasivo junto a la desgracia y el dolor del hombre.

Dos años después hace su primera entrada al Hospital y aquí es donde tiene la segunda grande impresión de su carrera. Traspasando la ancha puerta de este caserón de tipo "colonial, la escalera le lleva al segundo piso, donde se abren salones espaciosos y largos corredores. Andando un poco encogido e irresoluto por todos los sitios, se interna por entre las camas de más de un centenar de pacientes y presto le sorprende la variedad del dolor en los rostros. En unos permanecen inalterables una resignación y una gravedad melancólicas; otros

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presentan la fijeza de una idea persistente, tal vez un temor de algo venidero o una esperanza remota o perdida; otros, de notable quietud y palidez, son como la imagen de un estoicismo triste; otros severos, callados, contraídos, de frecuentes arrugas interciliares, denuncian las exacerbaciones de un padecimiento continuo; y otros, de lágrimas y de gestos incesantes, acompañados de quejas y de desesperados movimientos de manos y brazos, denuncian martirios insufribles y tal vez atroces. Justamente esa mañana ha conocido los tormentos, tal vez de una peritonitis, de un cólico nefrítico, de una embolia de la arteria femoral.

Tales sentimientos dolorosos frente al infortunio humano se hacen más intensos en todo el curso siguiente de sus estudios, porque éstos se realizan preferentemente en el hospital y las conclusiones humanas que saca diariamente para la conformación de su labor venidera se enriquecen con el ejemplo de los profesores que tiene en todos los años lectivos.

Pero no menos noble y escogida es la influencia que también recibe en el claustro de Santa Inés, donde varones de clara, perseverante y piadosa inteligencia se distribuyen en sus aulas para adiestrar las mentes jóvenes que quieren asumir, continuar y fortalecer la lucha entre la salud y la enfermedad y la muerte. Por los corredores de este claustro, de suelo enladri-llado y tomado por el tiempo, hay permanentemente un ambiente de dignidad, de nobleza y de benevolencia, que procede de los cursos teóricos que allí se dictan.

CAPITULO VI

Tanto San Juan de Dios como Santa Inés son atalaya altísima desde donde, como en su duración docente toda, hace sesenta años, nuestro ya estudiante de medicina tiene delante de sí para su instrucción, educación y ejemplo, uno de los conglomerados humanos y científicos más prestantes que hayan existido en Colombia \

En los diversos grupos que se presentan en la evocación y por razones de contingencias y de lugar y acomodo, que no de mérito, se adelanta uno de ellos, al que se le puede dar la representación de todos.

Acá en el propio centro y entre los próximos se ve al doctor José M^ Montoya, de dilatada sabiduría y cuidadosa diligencia, tanto en la clínica y cirugía pediátricas, como en los diversos órdenes sociales. En 1900 fue en esta capital uno de los organizadores de las ambulancias que fueron necesarias para esta región en la guerra de los mil días; en 1.902 fue uno de los fundadores de la meritísima e histórica “Sociedad de Cirugía”, cuya dirección tuvo hasta el año de 1.932 con reaparición en ella hacia 1.947; cuando la Beneficencia de Cundinamarca estableció las escuelas de enfermería, él fue uno de los fundadores; fue fundador también del Hospital de San José, en asocio de los doctores Nicolás Buendía, Zoilo Cuellar Durán, Guillermo Gómez, Hipólito Machado, Juan Evangelista Manrique, Eliseo Montaña, Isaac Rodríguez, Diego Sánchez y Julio Z. Torres; inició en el país la ortopedia y medicina infantiles, como asimismo las cátedras respectivas; y finalmente, fue uno de los mayores propulsores de la Cruz Roja Nacional. Pero como presidiendo este grupo que componen también Don Paco Montoya, Eduardo Lleras, Carlos Cuervo Márquez, Liborio Zerda e Hipólito Machado se destaca el gran maestro José María Lombana Barreneche. ¡Quién al oír este nombre, sobre todo los que fueron sus discípulos, no hace alguna manifestación de reverencia?. Porque el doctor

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Lombana es figura altísima que se ha aplomado amplia, firme y verticalmente en nuestra historia médica. De una inteligencia sola, única, original, de fulguraciones siempre nuevas, de sagacidad rara para penetrar los arcanos patológicos, seduce a las mentes que le rodean con la nitidez de su pensamiento. Posee, más que ninguna otra cosa el don de la sabiduría, pues aprecia certeramente los conocimientos y valores del mundo y del espi-

1 Algunos de los datos acerca de esos profesores nos han sido suministrados por el admirable libro Historia del Hospital San José, obra del Dr. Laurentino Muñoz.

ritu, y es un filósofo de mirador propio para la contemplación de la verdad, en lo que se diferencia de todos, con afirmaciones y negaciones inesperadas y con paradojas desconcertantes y profundas. En su cátedra, deslumbra la mayéutica de la filosofía socrática y la moral de la inteligencia. Sin que él lo diga, es discípulo de Trousseau, Dielafoy y Claudio Bernard. Del primero lo es particularmente en sus cursos de clínica médica y de terapéutica, cuyos tratados sobre ambas materias, junto con el de Manquat, hojea hasta arrugarlos, y tiene, como él en sus cátedras, el celo de enseñar, pero no el placer oratorio del mismo, sino originalidades creadoras del espíritu y agudezas o prontos sutiles y perspicaces, que saltan de su cerebro cual relámpagos deslumbrantes del razonamiento. Como el de Tours, es un gran práctico y médico de diagnóstico, mas no de técnicas de laboratorio. Aunque respeta las intimidades de los medios de cultivo y de los tubos de ensayo, prefiere y defiende para sus interpretaciones las lecciones de la experiencia y los datos fisiopatológicos del organismo.

Con Claudio Bernard piensa que el método experimental, el método científico, es el que da la libertad del pensamiento y el que lo inde-pendiza de muchas ataduras filosóficas. Es un analista. Dentro de los principios del mismo Claudio Bernard aprecia las ideas como instru-mentos intelectuales que sirven para penetrar en los fenómenos y que deben cambiarse cuando han cumplido su cometido. Por supuesto que su fuerte autonomía espiritual irrevocable lo lleva a veces a empeñarse porfiadamente en tesis demostradas como erróneas. Profesa con el famoso y prevaleciente fisiólogo que el gran principio experimental es la duda filosófica, preciosa para el investigador en medicina, lo que lo induce, hilvanando sutilezas en estas lucubraciones, a exclamar alguna vez en una de sus clases: "el error enseña más que la verdad". Y con sus contemporáneos Tomás Eastman, Nicolás Pinzón, José Herrera Olarte, José Camacho Carrizosa, Carlos Arturo Torres, Juan David Herrera, Lucas Caballero, Tancredo Nanneti, es uno de nuestros más ilustres positivistas spencerianos.

A un lado de este grupo percibimos a Luis María Rivas, el anatomista paradigmático, a Andrés Bermúdez, Elíseo Montaña, Julio Manrique, Federico Lleras Acosta y Ricardo Fajardo Vega, precedidos ellos por Luis Zea Uribe. Quien nombre a esta figura prestigiosa debe detenerse, siquiera de paso, para considerar lo que él significa, porque Zea Uribe —lo escribimos alguna vez— es en su cátedra de la Facultad "el mago de un espectáculo científico y literario que dura una hora todos los días". Y cabalmente este doble carácter es el que agrupa a los discípulos en un coro de alabanzas. Hay en él un divulgador científico, un expositor y no un investigador; un estudioso, un erudito, un scholar, agraciado con una gran capacidad artística, con una atrayente facultad estimadora de lo bello, que parece que hubiera respirado siempre el aire delgado y pronto de las Musas. Con esa habla tan suya, de tono lento, claro y agudo, hace unas exposiciones magistrales sobre lo patógeno del mundo de lo

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pequeño y las matiza de nociones e ideas universales, para darles interés y amenidad nada comunes.

Sin acrecimientos de la frase ni elevaciones altas del tono y huyendo asimismo de la severidad estricta, hace gala de una elocuencia de aticismo sobresaliente, sabiamente dirigida, holgada en la exactitud y precisión y regida por la mesura, la gracia y la delicadeza, que recuerda entre sus oyentes al ateniense Lysias, el maestro de la agradable sencillez y del movimiento elegante y suave del discurso, y también a Desault y Dieulafoy, quienes honraron e ilustraron la clínica francesa con elocuencia semejante.

La benevolencia de Zea Uribe es edificante. Siempre ha tenido el oído atento y la voluntad dispuesta ante la solicitud de un dolor o una pena. No se le han conocido durezas del corazón. Todos los seres han merecido su piedad. A este propósito cuenta Armando Solano en un escrito que, a manera de prólogo, se encuentra en el libro Producciones escogidas del ilustre médico, haberlo visto una mañana corriendo en el antiguo puente de San Francisco de esta ciudad tras de un grupo de emboladores. en defensa de un pajarillo que éstos han intentado maltratar, anécdota esta que le recuerda a uno otra del doctor Joaquín Lombana, narrada por el profesor López de Mesa en su obra Nosotros y la Esfinge. Ocupado estaba un día en su farmacia-consultorio el doctor Lombana, cuando se le entró chillando un gozque al que el tranvía de la carrera séptima le acababa de romper uno de sus remos. Com-pasivamente lo tomó el doctor y, como buen algebrista, con tablillas le curó el daño, cosa que hizo tiempo después con otro gozque que este primero le llevó, también fracturado, en una de las manifestaciones más hermosas de lo que es la psiquis de los perros. Coinciden estas bellas acciones con las del santo laico alsaciano Albert Schweitzer cuando en su labor médica entre los negros del África y atendiendo a su principio "toda vida es sagrada", se abstenía de disparar su rifle sobre las aves y los monos de Lambarene y en sus caminatas se apartaba de la senda que llevaba para recoger del polvo una lombriz reseca y colocarla a salvo en el pasto de la orilla.

Pero esta benignidad del carácter del doctor Zea no se manifiesta solamente respecto a los padecimientos corporales, sino también respecto a la rudeza de los espíritus y a la febrilidad de los caracteres. Pocos hombres se ven tan comprensivos como él de las asperezas y terquedades de los temperamentos violentos e inflexibles. Con suave transigencia, doblada de una firme dignidad, allana las mayores dificultades en el choque de las ideas y consigue siempre la victoria, mediante la tolerancia, la serenidad y el respeto. Fortalece él sus argumentos, templados por un vigilado ánimo apacible, con una vasta ilustración. Sus discípulos asisten a sus clases como a una fiesta de la inteligencia, de música cordial. Frente a sus exposiciones y normas surge limpio y obligante el concepto de lo humano, desvanecesen la insensibilidad, la in-diferencia o la tiesura y aparece la piedad. La figura del doctor Zea, tan destacada a fines del pasado siglo y en el primer tercio del presente, honra los fastos de Colombia.

Del otro lado podemos encontrar otro grupo, entre los cuales distinguimos a los doctores Carlos Esguerra, Joaquín Lombana, Gabriel Camero y Nicolás Buendía, éste, segundo de su apellido profesor de obstetricia en la Escuela, porque el primero ha sido su padre, el doctor José María, gloria de la medicina colombiana, uno de los hombres notables de su tiempo y fundador de nuestra Facultad, en asocio de Nicolás Osorio, Rafael Rocha Castilla, Antonio Vargas Vega y algunos otros. Sobresale el doctor Nicolás por la excelencia de su ma-

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gisterio, por la distinción personal y por la cortés seriedad inglesa que se ha traído de Londres, en donde, después de graduado entre nosotros y por cinco años, ha estudiado su especialidad en el Real Colegio de Cirujanos, especialidad que ilustra aún más posteriormente en centros científicos de París, Berlín, Madrid y Roma.

Pero quien parece representarlos es el doctor Esguerra, una de las estampas más acabadas y puras de lo que debe ser el médico; científico a plenitud, bondadoso hasta el desasimiento, honorable sin sospecha, serio sin tiesura, diligente sin agobio, virtuoso sin tacha, abnegado hasta el sacrificio y modesto sin degradación. Es una perseverante conciencia y de tanto decoro que no ha pisado nunca las escaleras ni de la claudicación, ni de la ventaja, ni del deshonor, ni de la intriga.

Es verdaderamente un hallazgo feliz en las vueltas de la vida encontrarse uno con una persona en quien la dignidad y la sabiduría destellan de su rostro como un resplandor, cual sucede con el del doctor Esguerra. No es ni alto ni grueso de cuerpo, su marcha es moderada y prudente, pero quien se encuentra con él en la calle, aun sin conocerlo, ante la discreta majestad de su presencia le hace la atención del saludo o al menos cédele la acera. A esta particularidad de su rostro únese otra que se descubre desde los primeros momentos de ponerse en comunicación con él y es la expresión de su bondad. Por sus ojos y ademanes se exteriorizan las excelencias de su alma.

Desde su regreso de París, en cuya Universidad ha obtenido el título de médico, empieza a ejercer su profesión, tanto en el sector particular como en el oficial o público, al cual auxilia con sus estudios sobre nuestras endemias, tales el tifo exantemático y la fiebre tifoidea. De estas actividades una de las más altas es su cátedra de Patología Interna en la Escuela de Medicina.

Pueden asegurar sus discípulos que ni en las universidades europeas ni aquí en Colombia podrá verse una hora de clase de tanto recogimiento, seriedad y silencio como las que emplea el doctor Esguerra en su enseñanza. Obedece ello a su hondura y probidad científicas, a su gran capacidad de expositor con modestia persuasiva, a su señorío y al respetuoso cariño de los estudiantes.

E impónese su calurosa cordialidad, su profunda benevolencia y su real desapego de todo provecho personal. No le ha negado a nadie, así haya sido un menesteroso, la asistencia de su corazón y de sus luces. Impresiona su sola y estricta finalidad de servir y ella y su dignidad tan callada y saliente, son la mayor lección de su ejemplo.

Contiguos también podría uno reconocer entre quienes los acompañan a Celso Jiménez López, Guillermo Gómez, y a uno que se adelanta, como señalado por ellos, el doctor Juan David Herrera. Y es que, siendo sus iguales, lo honran en cierto modo, porque el doctor Juan David es la suma de muy importantes condiciones humanas: el hombre, el médico, el profesor, el filósofo, el ciudadano. Como hombre es íntegro, total, especialmente en cuanto a la dignidad y el carácter, pues no se le han conocido debilidades, sino fortaleza; como médico ha servido con honor y celebridad a la Patología Interna y a la Quirúrgica y ha llevado su ciencia y pericia a los tribunales, precediendo en estas disciplinas al sabio y eximio Guillermo Uribe Cualla; como profesor se destaca por sus vastos conocimientos, tanto en su propia especialidad. como en ciencias naturales y sociológicas, auxiliado de una elocuencia seria, abundosa y variada

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dentro de sus peculiares predilecciones; en su carácter de ciudadano no ha habido problema público nuestro que no haya recibido la asistencia de su interés, capacidad y rectitud impaciente; y, como filósofo, pocos han asimilado tan inteligente y devotamente la Introducción al estudio de la Medicina de Claudio Bernard, calificada por Bergson de obra casi tan importante como el Discurso sobre el Método de Descartes y que aquí y en toda la América ha contribuido poderosamente al desarrollo del positivismo a fines de la centuria pasada y principios de la presente.

Mas ¿qué palidez y aristocracia de rostro y qué buen tono de apostura son los que resaltan en ángulo recatado de esta evocación, donde se identifican Luis Felipe Calderón, Rafael Ucrós, Luis Cuervo Márquez y Miguel Canales? Son los de nadie menos que los del que ha sido Secretario Perpetuo de la Academia de Medicina, el profesor Roberto Franco. Aquí sí que puede uno afirmar con énfasis que está en presencia de uno de los grandes. Roberto Franco saltó a la consideración y al ejemplo en el mundo médico, no solo nuestro sino continental también, cuando en sonado torneo entre profesionales rusos, americanos, franceses, ingleses y alemanes, obtuvo el premio del Gobierno Francés para realizar en el África Septentrional estudios nosológicos del trópico. Correspondió él así a las esperanzas de Colombia, a su preparación en nuestras salas médicas y a sus maestros Dieulafoy, Widal, Nicolle, Gilbert, Babinski, cuando perfeccionaba sus conocimientos en el exterior, por allá a fines del pasado siglo.

La obra científica de Franco en Colombia ha sido benéfica y grande y de gran devoción por lo auténtico nuestro. No solo ha educado e instruido a varias generaciones para el ejercicio recto, noble e ilustrado de una carrera que por lo benévola, desinteresada y pulquérrima, pese a la opinión de algunos, debe ser siempre un sacerdocio, sino que ha tomado a pechos como nadie antes lo ha intentado, los estudios de patología tropical con su máxima implicación del parasitismo en nuestro suelo. De valor inapreciable son sus trabajos de la fiebre amarilla, especialmente la "selvática"; del paludismo en todas sus formas; de la fiebre tifoidea y del tifo exantemático; de la amiba, la uncinaria, el necator y otros vermes; de la espiroquetosis icterohemorrágica; de la fiebre recurrente; de las anemias; de la lepra, y aun de algunas dermatosis. Qué valor tan alto el de este selectísimo espíritu grave y para lo frivolo distante, que durante los días se quema en la fiebre alta de los grandes empeños por nuestra clínica y cátedra tropicales, y que por la noche reposa sobre las páginas de Paul Bourget y Don Honorato de Balzac.

¿Y qué decir de quienes se hermanan en merecimientos, junto a los que se acaban de nombrar, que se llaman Manuel Cantillo, Juan N. Corpas, Agustín Uribe, Miguel Rueda Acosta y que le han cedido el sitio delantero a uno de estatura apenas normal, de afabilidad transparente, presidente lejano del Cabildo de Cajicá y que a pasos menudos, de pundonor y competencia sumos, se ha entrado en la historia de nuestra cirugía más gloriosa? Es como una re-dundancia decir que estas frases aluden al profesor Pompilio Martínez. Puede uno estar seguro de la dificultad que hay en encontrar, como la suya, una persona de tanta sencillez del porte y de la palabra. "Su voz no está hecha para la elocuencia batalladora de un Parlamento— hemos dicho alguna vez— o para arengar multitudes en las plazas abiertas, sino para la intimidad de una alcoba o de una sala quirúrgica. Es una voz discreta, de tono apagado, sobria

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en despliegues y efectos, sólo suficiente para ser oída de un enfermo o del círculo de alumnos que le rodea". No sabe uno qué admirar más en el doctor Pompilio, si su vasta ilustración y perspicacia clínica, de observaciones estrictas e irreprochables, o su mano de cirujano tranquila, expedita, pronta, recursiva providencialmente en las sorpresas graves; rápida y calmada unas veces, otras intrépida y prudente, en todo momento sobrada de seguridad y medios y siempre piadosamente valerosa. Finalmente, en espacio lindante y visible se yerguen para el señalamiento José Ignacio Uribe, Martín Camacho, Guillermo Márquez, Pablo García Medina y José Ignacio Barberi, agrupados junto a aquel personaje de presencia solemne y de espíritu sutil y presciente que lla móse Zoilo Cuéllar Duran. Quien lea la biografía de Dupuytran encontrará sin duda ciertas reales semejanzas entre este cirujano de L'Hotel-Die'u y nuestro ya nimbado cirujano de San Juan de Dios y del Hospital de San José. Este urólogo eminente, poseedor de una de las personalidades más definidas en el panorama médico de Colombia, procura mantenerla constan-temente en lugar de avanzada de la ciencia y el método, fortaleciendo diligentemente para ello su autoridad y sabiduría. En el fondo es sencillo y capaz de gentiles subordinaciones afectuosas, pero su prestante y acordado gesto, su parsimonia en palabras y su arrojo operatorio, tan coronado del éxito con frecuencia, le han traído rivalidades que él mira con su escepticismo habitual y con vindicativo, perceptible y silencioso desdén. Es el cirujano de los diagnósticos difíciles y de las decisiones rápidas y aventuras técnicas peligrosas, y sus grandes audacias visten la más calmada circunspección en su marcha gobernada, lenta, elegante y varonil. Es en su arte el artífice de la bizarría sin ostentación, más bien callada, y a todas horas brillante, cautelosa e inteligente. Sus manos se encuentran permanentemente aplicadas y ofrecidas tras de la seguridad y la sorpresa en salvar una vida, desconocen los afanes nerviosos inútiles y son a un tiempo sabias, irre-vocables y misericordiosas.

Pensamos que es una suerte para Heriberto haber entrado formalmente en la vida del espíritu precisamente en el primer cuarto de este siglo, cuando en la ciencia médica obran nobilísimos corazones y grandes inteligencias, algunas de las cuales vienen desde la mitad de la centuria.

Que esos años han tenido la prerrogativa de encarnar una espléndida selección del alma médica, no puede discutirse.

Y vale la pena detenerse, aunque sea de paso, ante esta espaciosa y elevada perspectiva de figuras médicas, porque es de excepción, porque explica las nobles inquietudes de la generación hipocrática que hoy se apaga, y porque ilustra bastante la conformación espiritual de Heriberto, pues de la influencia sobre él hablan su pensamiento y la excelencia de su vida profesional. Es de imprescindible oportunidad este reparo, para estimar cabalmente su tarea de facultativo

CAPITULO VII

Durante los primeros cinco años de estudio de Heriberto en Bogotá las calles de la ciudad son para él encrucijadas de tormento. No obstante la presencia de gentes, él las ve solas y además despiadadas y transita por ellas seguido de necesidades, que, como perros rabiosos, le ladran y muerden. Se le distingue en las calzadas y aceras, como también en el claustro de Santa Inés, porque siempre está vestido de un gabán raído y grasiento, que encubre unos pantalones de borde inferior gastado y por detrás rotos; y. puesto que carece de americana, chaleco y camisa, encubre asimismo una camiseta de franela antes blanca, con vieja pechera de celuloide, soporte de un cuello de pajarita, sobre el que anuda una corbata sobada y negra. La mala situación es tan de su tímido ser, que se manifiesta como algo consubstancial, como

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algo inherente a su persona. Pero, sin embargo, no desfallece. Por dentro lleva una decisión de sin igual temple, que al chocar contra las imposibilidades y carencias da el sonido de los aceros invictos. Triunfar es su inquebrantable resolución.

Entre los medios que encuentra para atender a sus apuros debe señalarse como primero el desempeño por tiempo largo del empleo de caimán en el Ministerio de Guerra. Ha consistido esta ocupación, establecida, no oficialmen-te, sino particularmente por el director de cualquiera oficina, en reemplazar al empleado subalterno que, por pereza o desidia o por otra causa, no cumple su horario de trabajo obligatorio, durante la media hora, la hora o más que tarde en llegar a su oficio. Este tiempo de incumplimiento se va sumando y al fin del mes se descuenta su valor del sueldo del empleado y se le paga al caimán. Heriberto es el caimán del encargado de copiar comunicaciones, quien es bastante perezoso, y el remplazarlo, con la anuencia de él, le produce muy pequeño, pero muy beneficioso número de pesos.

Otro de los medios es el haber conseguido con el doctor Julio Aparicio, Secretario de la Facultad y de la Academia de Medicina, que en lugar de enviar semanalmente, por el correo urbano, las notas de citación a los académicos para las sesiones, o a los profesores para exámenes y grados, se las dé con el fin de entregarlas personalmente y ganarse así el valor de las estampillas. Este valor es ínfimo, pero el doctor Aparicio, con su gran corazón, se lo aumenta callada y generosamente. Con tan escasos recursos no puede este hombre joven vivir siquiera a medias, por lo que tiene que aceptar las no muy frecuentes dádivas de sus amigos. Por meses no alcanza a pagar el importe de su habitación y entonces se ve obligado a suplicarle a alguno de sus conterráneos o condiscípulos le permita llevar su cama al cuarto de él y hacerle compañía. Tal ha sucedido, por ejemplo, con Carlos Zuluaga, quien le acoge bondadosamente en su aposento, mas en esta ocasión acontece que el dueño de la casa donde éste reside la vende y Zuluaga tiene que irse a vivir a un sitio lejano e inconveniente para Heriberto. Así las cosas, éste le pregunta al comprador qué piensa hacer con la casa y él le responde que alquilar las piezas, como lo ha hecho el dueño anterior. —Óigame, señor, le repone Heriberto, yo conozco la casa y ella tie-ne hacia atrás un cuartucho oscuro, sucio, frío y estrecho, que es el del carbón. Como yo soy un estudiante paupérrimo y Zuluaga me ha hecho la caridad de compartir conmigo el techo, lo que ya no podrá hacer, ¿quiere usted hacerme el inmenso beneficio de permitirme que yo duerma en ese cuartucho, pues allí cabe mi cama? —Si usted es capaz de dormir allí, tengo el mayor gusto de prestárselo por el tiempo que quiera. Y allí duerme Heriberto larguísimos meses.

¿Desayuno, almuerzo, cena? Estos son tres problemas diarios implacables y de solución rarísima vez fácil. Generalmente no es posible resolverlos, sino muy parcial y malamente. Eso es lo corriente en el ahogo de su vida. No come apenas. Sin embargo, un día la fortuna se le presenta en traje muy pobre, pero adorable y sonreída. Andando hacia horas del almuerzo por la carrera segunda, entre las calles doce y trece, pasa por delante de una desmantelada venta de carbón de piedra, con puerta desvencijada y ancha. Párase él porque ve que ella franquea un salón, cuyo fondo sirve de mísera hostería, y en el que saborean apetitosamente sendos platos dos agentes de policía, sentados a una mesa, cubierta de roto y desconchado mantel de hule. — A sus órdenes, señor. ¿Se le puede servir en algo? — le dice acercándosele, la ya entrada en años hostelera. — No, señora; muchas gracias. Me he detenido, porque me ha lla-mado la atención el gusto conque toman su almuerzo los dos agentes. ¿Cuánto vale la asistencia mensual de desayuno, almuerzo y comida? — Seis pesos, señor; pero, ¿para quién? — Para mí, señora. — ¿Y usted en qué trabaja? — Soy un estudiante. — Esta no es comida para personas como usted, sino para gentes

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muy humildes. — A mí me sirve, porque soy un estudiante sumamente pobre. — Pues, entonces, entre y almuerce. — Le agradezco mucho, señora; pero no tengo con qué pagar, porque (cuan diplomática mentira), por la sequía del Magdalena se me ha demorado la pensión. — Eso no importa, después me paga. Entre, yo le sirvo. Heriberto entra, almuerza una sopa de papas, un plato de mazamorra y una agua-de-panela con una mogolla y durante muchos meses esa infeliz hospedería es su restaurante. La nobilísima y bondadosa dueña, llamada Rosarito, nunca le hace una solicitud de pago y él, cuando lo puede, pone en sus manos algunos pesos. Pero esta vida de penalidades empieza a tocar a su fin. Ya en el año 1918 funciona una oficina de practicantes que se conoce con el nombre de "Medicina Operatoria". La han fundado y son sus miembros Jaime Jaramillo Arango, Nicolás Restrepo Escobar, Max Llorente, Cipriano Ríos Hoyos, Julio César Guzmán y José Antonio González, todos condiscípulos y amigos de Heriberto. Cuando a fines del año estalla la epidemia de la llamada "gripe española", los practicantes de la "Medicina Operatoria" se ven agobiados por un trabajo excesivo y uno de les arbitrios que encuentran para respiro es el de llamar a Heriberto, cuya capacidad, pobreza y necesidades conocen todos, para que atienda las solicitudes nocturnas de servicios. Esto es la "salvación" para nuestro estudiante de medicina, como él mismo lo dice. De esos momentos en adelante puede satisfacer todas sus urgencias. Entre las actividades de la noche ha habido una que él ha considerado feliz, por lo que ha mejorado su presentación física social y es la de que le ha correspondido atender al padre de uno de nuestros más eminentes médicos de la: actualidad, quien ha enfermado y muerto, victima de la gripe. La esposa de este señor, ante el pergeño triste, ante la vejez y el deterioro del vestido del representante de la "Médica-Operatoria", ha comprendido la pobreza de él y así ha resuelto decirle a la hora de la despedida: —Voy a manifestarle lo que va a oír., pero espero que usted encontrará en ello mi buena. intención y jamás el deseo de mortificarlo. Y es que, observándolo a usted, me he dado cuenta de que su cuerpo es igual al que tenía mi esposo. Entonces, como él ha dejado tres vestidos y unos zapatos, todo perfectamente nuevo, pues apenas alcanzó a estrenarlo, yo le propongo que se lleve usted esas prendas como regalo, para su uso. —Señora, sin vacilación y muy de grado le acepto ese regalo y le expreso mi más honda gratitud, porque él significa para mí un estupendo beneficio.

Frente a la acción tan bella y noble de los propietarios de la "Medicina Operatoria", qué personaje tan principal y distinguido se nos muestra el condiscípulo.

Se ha dicho siempre que un condiscípulo es un hermano y esa afirmación es exacta.

No nace la fraternidad de nuestros condiscípulos de la sangre, de los genes de unos mismos progenitores, sino que viene del espíritu.

Si en la niñez y en nuestros primeros años juveniles unos mismos aposentos nos albergaron con nuestros hermanos y dentro de ellos principiamos a conocer a Dios, a nuestro ser, a los hombres, al mundo, a las ciencias, a las artes, al bien, al mal, a la alegría, al dolor, a todo lo que es la vida del pensamiento y del corazón, de igual manera, dentro de unos mismos claustros, con nuestros condiscípulos continuamos enriqueciendo estos mismos conocimientos, no ya orientados por nuestros padres, sino por nuestros maestros, que fueron también indiscutibles padres de nuestra persona espiritual y sentimental.

De niños y aun de jóvenes dormimos con nuestros hermanos en los aposentos de nuestra casa paterna, recibimos el sustento en un mismo comedor y realizamos nuestros juegos infantiles en los mismos corredores y en el mismo patio familiar. De un modo más que semejante, con nuestros condiscípulos dormimos en el mismo salón del internado o, ya universitarios, en las mismas o parejas habitaciones arrendadas

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en humilde calle, comimos en el mismo refectorio del colegio o en el más módico hotelito de estudiantes, y fortalecimos nuestros cuerpos en el mismo campo de deportes comunitario.

Semejantes y compartidas con nuestros condiscípulos fueron nuestras primeras emociones con nuestras novias y amigas del vecindario, así como también nuestros primeros deslumbramientos de los libros y las artes. Nuestros primeros paseos fueron en su compañía, lo mismo que nuestras primeras incursiones por los campos de la cultura.

Y cuan cordiales y dulces fueron los años durante los cuales dialogamos con ellos y conllevamos juntos los estudios, participando recíprocamente de los triunfos y fracasos.

Aún más: ya lejos del colegio o de la universidad y a distancia grande las más veces, jamás los olvidamos y sus vidas, cual si fueran nuestras, están siempre con nosotros.

Cualquiera piensa que si la amistad y la fraternidad se unen resulta una como entidad bellísima del amor espiritual, un vínculo verdadero, pero si el carácter o condición de condiscípulo es el factor que produce esa unión, entonces ella será particularmente sólida y suma y constituirá el parentesco más notable y noble al lado de la fraternidad consanguínea.

La amistad ha sido estudiada minuciosamente en busca de su naturaleza y su porqué. Entre los antiguos sobresalen en ese afán Cicerón, por ejemplo, y, sobre todo, Sócrates, Platón y Aristóteles. Sócrates la hizo pasar con especial interés por sus diálogos; Platón hizo lo mismo, particularmente con el encanto y la poesía de El Fedro y El Banquete; y el Estagirita, influido visiblemente por su maestro, ahondó en sus reflexiones sobre el carácter ético y psicológico de su esencia.

Ahora, si para Sócrates un amigo supera a todos los tesoros que poseía Darío, si para Platón un amigo "es el que desea con intenso movimiento del alma la más alta perfección del amigo" y si para Aristóteles el buen amigo "es aquel que ve en su amigo un duplicado de su propia realidad individual", ¿qué significado no tendrá, pues, en grado más extremo y vivo, el enlace con nuestros condiscípulos?

Esta fraternidad es uno de los más gratos y hermosos fenómenos del espíritu, al que ha contribuido un desfile de innumerables días, cada uno de los cuales ha hecho el aporte fraternal de una asistencia, de una circunstancia amable, de un estímulo, de una atención, de un beneficio.

En la fraternidad de doble vínculo o bien consanguínea se unen, para crearla, la herencia, los más nobles elementos de la materia y de un mismo origen, sometidos a leyes naturales, así como también unas almas que entran por las mismas puertas. En la fraternidad de los claustros es lo inmaterial lo que en el acaso hace el prodigio de producirla. Tomando medios cordiales, abstractos, intangibles, el espíritu los va uniendo con poderes inefables, en un proceso largo, grato y bondadoso, en el que el amor suministra los más finos hilos del afecto. Y si la fraternidad que procede de unos mismos padres es divina, cuan divina es asimismo la que viene del espíritu. Por eso es también sagrada la fraternidad del condiscípulo.

El condiscípulo, sacando de su corazón toda tiniebla, es nuestro mejor amigo, el que con verdadera sinceridad y con un discreto dejo de ternura habla a nuestras almas. Cada condiscípulo es un tesoro de nuestro ser, una ventana distinta y bella de nuestra vida y un fuego nuevo de de nuestro corazón. ¿No nos hace permanente compañía? ¿No acude a perfeccionarnos? ¿No nos auxilia en nuestro viaje por el mundo y en nuestro completo sentir? Todos sus actos hacia nosotros son servicios y emociones de cariño, plenos de bondad.

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Por esto, todo condiscípulo debe tener un culto en nuestras almas, y es tan delicada, tan preferida, tan privilegiada su presencia en nuestro interior que nunca debemos lastimarla, así sea con el vuelo del más leve pensamiento.

CAPITULO VIII

Puede decirse que finalizando el año 18 finaliza también la epidemia de gripe en Bogotá y se extiende ella a otros puntos de la República. Una de las ciudades primeramente afectadas, y muy seriamente, es Zipaquirá, lo que da motivo a que, por la prensa de la capital, esta ciudad haga saber que se necesitan médicos para su servicio. Heriberto, quien ha concluido ya su quinto año del pensum universitario, resuelve trasladarse allá para atender a aquella necesidad y para ver de mejorar su ya relativa indigencia.

Zipaquirá lo recibe cordialísimamente y el Concejo y los representantes de la salud pública le ofrecen especiales atenciones, entre ellas la de una remuneración oficial no del todo escasa. Heriberto empieza a desarrollar una actividad suma, perfeccionada con la bondad y el acierto que le han sido tan propios. En esa actividad consigue amistades muchas y valiosas, como la del maestro y compositor Quevedo, autor de la popular pieza musical "Amapola, amapolita".

Cerca de dos meses dura la ayuda a los enfermos de la ciudad, y cuando la fuerza de la epidemia ha disminuido bastante, manifiesta nuestro médico nuevo de ocasión, su propósito de volverse a Bogotá. Entonces se reúne el Concejo Municipal y aprueba un acuerdo por el que se le agradece su labor desinteresada, muy eficaz y especialmente bondadosa, y se le condecora con una medalla de oro honorífica.

Ya se ha señalado el día de la sesión solemne del Concejo para la condecoración con la medalla, cuando Heriberto es llamado la antevíspera a atender un caso complicado de maternidad. La madre es una desdichada mujer pública. Puesto que se hace necesaria una operación quirúrgica, ordena que se lleve a la enferma al hospital, mas ocurre que la Reverenda Madre directora se opone a recibirla, basada dizque en reglas de la Comunidad. Heriberto explica que es urgente una delicada intervención de obstetricia, sin la cual perecería la criatura, pero ello no basta para que la Reverenda Madre ceda. Ante esto, Heriberto se impone y haciendo caso omiso de la prohibición, se apodera de una sala, ejecuta la intervención indicada y despeja la compleja situación. Muy desagradada la Reverenda Madre por esta conducta, la pone en conocimiento del señor cura párroco, y éste, del Presidente del Concejo; aprueban ambos la indignación de aquella religiosa, se solidarizan con ella y deciden, como consecuencia, desistir de la sesión solemne y de la entrega de la medalla, acordadas por el Concejo. Se ha hecho Heriberto indigno de ellas. Cosas del criterio estrecho de pasados tiempos.

De regreso de Zipaquirá, nuestro estudiante, cursando ahora sexto año de medicina, es nombrado ayudante del médico del Panóptico, doctor Manuel Rueda Acosta, persona octogenaria y de capacidades ya muy limitadas. En este oficio tiene ocasión de conocer y tratar a los cuatro reos más importantes de esos días: a Galarza y Carvajal, los asesinos del General Uribe; a Jiménez, el "hombre fiera", autor de más de veinte himicidios; y a Llórente, el autor del robo de la custodia de Las Nieves.

La remuneración de este empleo, que le dura hasta el fin de los estudios, es exigua, pero merced a ella y, todavía con carencias irremediables, con libros de estudio prestados y robándole tiempo a su sueño, llega este varón de dificultades a su examen de grado. Preparándolo y aguardándolo, tiene el infortunio de caer enfermo de fiebre tifoidea, diagnosticada por sus condiscípulos Aurelio Botero Isaza y Alejandro Villa Alvarez, y de tener que sufrirla en una de las salas de caridad del Hospital de San

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Juan de Dios, porque la Clínica de Marly es para él ana esperanza inimaginable tras de las rejas de .lo imposible.

Su presidente de tesis es el doctor Miguel Canales y el jurado calificador lo componen los doctores Zoilo Cuéllar Duran, Luis María Rivas y Miguel Rueda Acosta. Llegado el momento de la ceremonia, todos, contra lo acostumbrado, se presentan en traje de calle. ¿Y por qué no, en e1 traje especial que ha sido de uso inviarable? Heriberto, por su pobreza, le ha suplicado al rector, doctor Luis Felipe Calderón, que no exija en esta vez esa presentación, como tampoco la copa de champaña habitual y él se lo ha concedido. Reunidos todos en el salón de grados, el graduando cierra la puerta con llave y así, en la mayor intimidad y solo con los personajes actores del hecho, se realiza la entrada solemne y académica a la vida profesional probablemente del colombiano más heroico en sus estudios. Puede decirse que prácticamente ya está en sus manos su segundo anhelo: ser algún día médico de un pueblo.

Erguido ya en la cúspide de su carrera, Heriberto siente sobre su frente sudorosa el soplo fresco de una dulce y muy personal brisa de gloria. Una inmensa satisfacción le invade todo el ser, sin vanidad, pero sí con el sano orgullo de quien ha obtenido muy recatado, difícil y valioso triunfo. Desde esa altura contempla el largo, arduo y penoso camino de su ascensión, que ha quedado mojado con su sangre, mas no con sus lágrimas, porque nunca tuvo un momento cobarde. Ahora está profundamente alegre, no por lo que atañe a su persona, sino porque va a poder cambiar la vida dura de sus padres y hermanos. El pensar en esto es la recompensa más grande de su esfuerzo y el gusto más cierto y hondo de su vida.

Sin demora alguna emprende viaje a su pueblo. Quiere poner en manos de sus padres el título adquirido. De paso por Honda, aprovecha allí una larga demora del ferrocarril para conocer a esta ciudad en rápido vistazo en coche y ese conocimiento le da la decisión de establecerse en ella al regreso de Marinilla.

Su padre, sus hermanos y numerosas personas de la población, en animada cabálgata, salen a encontrarlo largo trecho del camino. En voces altas, que dominan el ruido de la marcha, vuelan los comentarios sobre los méritos de este vencedor del infortunio, ejemplo de la gente joven. De un momento a otro un ¡viva! atronador resuena por los aires. Es que tras de un recodo de la vía ha aparecido el triunfador de la comarca. El entusiasmo se acrecienta, los jinetes afanan su cabalgadura, suenan los látigos, chocan los estribos, estallan los gritos de saludo y en minutos se hace un hacinamiento humano que se torna en abrazos apretados y conmovidos. Mas súbitamente sobreviene un silencio total. Es el que se impone cuando Heriberto salta de su alazán para estrechar a su padre contra su pecho y poner en sus manos el diploma de médico y cirujano que le ha conferido la Universidad Nacional y diecinueve años de áspero estudio y de penalidades y luchas infinitas. En muy pocas ocasiones o tal vez en ninguna, bajo aquel cielo abierto se ha sacudido el paisaje en una emoción tan intensa y bella como la experimentada por este padre y este hijo en semejante excepcional momento.

Vuelto a Bogotá, rápidamente sale para Honda a instalar su consultorio. Heriberto encuentra esta ciudad en la forma misma como la describe Don Rufino Gutiérrez en sus Monografías. Según Don Rufino, se ha dicho que Honda ha venido a menos a consecuencia del ferrocarril, del desarrollo de Girardot, del aumento de la navegación en el bajo Magdalena, del mayor número de barcos que tocan los puertos de la Costa Atlántica, de las facilidades dadas por agentes extranjeros para el comercio de importación y exportación, de la suspensión del tráfico por la vía de Guaduas y del establecimiento del cable aéreo de Mariquita. Pero no ha habido tal. Los almacenes comerciales han aumentado, especialmente por el sector de San

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Francisco y han aparecido trilladoras, fábricas, molinos, colegios, escuelas, teatros, imprentas, alumbrado público, un puente más sobre el Gualí.

Para el nuevo médico es muy satisfactorio ejercer su profesión en una ciudad de tan buen movimiento y de relieves históricos importantes, como el establecimiento del embarcadero para la Costa, llamado "Caracoli", no lejos de los rápidos "El Negro" y "Remolino"; como la construcción del puente sobre el Magdalena por el señor Bernardo Navarro; como la construcción también de los dos puentes sobre el Gualí, uno de ellos donado por Don Pedro A. López; como el haber obtenido del gobierno español, por solicitud de sus vecinos y mediante el ofrecimiento de cinco mil pesos, el título de villa para la población. Pero relieves históricos más importantes aún, son el levantamiento de su pueblo en apoyo de la revolución de Los Comuneros; el empréstito que hizo su comercio para el pago de los champanes que usó el Libertador cuando fue a morir a Santa Marta; la proclamación de independencia de la Provincia de Mariquita, cuando la ciudad era su capital; la obra social y administrativa del Presidente del Estado de Mariquita, Don José Luis Armero, fusilado por el Pacificador Morillo; la solicitud que en 1819 hicieron cien vecinos principales de la ciudad para que se les permitiera ahorcar los retablos de Carlos IV y Fernando VII, hecho que llevan a cabo, reduciéndolos finalmente a cenizas.

Hasta por su historia hay que concluir que Honda es una importante ciudad.

Aunque en el principio de sus estudios lo pensó seguramente, no le ha correspondido a Heriberto ser propiamente médico rural. Del médico rural hay un concepto común, modesto, templado, sencillo y casi, casi que peyorativo. Pero en ese concepto hay una incomprensión, más que todo de su ciencia, porque la del médico de la ciudad es más brillante, no solo por su desarrollo unilateral en la generalidad de los casos, sino por los auxilios que recibe de fuentes técnicas, de otros profesionales y de una actual y constante información, en tanto que la del primero es menos aparente, menos manifiesta, menos socorrida, siempre medio oculta tras de la simplicidad y llaneza de su medio. Mas cuan suficiente y aplicada esta ciencia de confianza impetuosa, a la que concurren los conocimientos anteriores, en ciencias naturales muy especialmente, que facilitan la solución de problemas de diagnóstico y tratamiento al parecer insolubles. Es un maestro de la percusión, como su descubridor Avenbrugger, y maestro también de la auscultación con la sola oreja o con el estetoscopio o el fonendoscopio, cual su inventor Jacinto Rene Teófilo Laennec.

En cierto modo el médico rural es un autodidacto, un investigador simple, un fino espíritu observador, solitario e intuitivo, de gran poder en la atención, de espíritu sagaz y de perseverante conciencia, que posee la devoción del examen, del razonamiento y del método hacedero y expedito. A un tiempo es hombre especulativo y de acción, realista e imaginativo, de acción rápida o paciente.

¿Y qué decir de su soledad profesional? El está solo en el poblado, a distancia generalmente grande de los centros abastecidos en su arte, así de clínicos como de recursos. En este aislamiento ejerce con la impaciencia de la verdad y del acierto una medicina intrépida, para la cual necesita serenidad, tranquilidad, ánimo firme y dilatado, heroísmo e inmolación del yo.

¿Y qué decir también de su desinterés? Este médico no ambiciona ni gloria, ni fortuna, ni alabanza, ni reconocimiento. Le basta prestar, con escrupulosa probidad y diligencia, un delicado y necesario servicio social y saber que sus favorecidos le bendicen. El les pertenece a las gentes de su comarca y llega a ser tan amado de

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ellas que le consideran no solo como dispensador de la salud, sino como ser de poderes extraordinarios.

Le parece a uno que él acorta su vida, dándosela en servicio a los demás. Es forzosamente un práctico, que se ha hecho a fuerza de penetración, de reflexión, de razonamiento, de errores y de aciertos. Ha sensibilizado sus facultades de observación, sus sentidos principalmente, y les ha dado delicadeza prodigiosa. Predomina en él, por razón de la pobreza de los medios auxiliares, el ojo escrutador que se va cuerpo adentro de sus enfermos. Su biblioteca es escasísima, de volúmenes contados, pero las hojas de sus libros viven ajadas, anotadas y siempre presentes en su memoria, a fuerza de leerlas y meditarlas. Se fatiga a veces, pero no lo confiesa, porque su deber es estar en acción o siempre ofrecido para quien lo necesite.

Es frecuente en este médico que sus aforismos y verdades patológicas se alternen con versos o páginas de los clásicos, cuando va por los caminos o cuando en su lecho se dispone al descanso o al sueño reparador. Carece en el poblado de diversiones y sus distracciones únicas son las lecturas ocasionales e interrumpidas de algunos representantes de la literatura universal. Vela cuanto es posible por su cultura y ama la belleza que se guarda en los libros.

Es de lamentar que Heriberto no haya encarnado este médico rural, porque, de haberlo hecho, se hubiera podido escribir una página bella, por los dones particulares que le adornan, bien sobre su bondad o bien sobre su inventiva para mejorar o curar a sus enfermos, en el afán de ingeniarse recursos y tratamientos, ante la carencia de medios para hacerlo.

El rendimiento de sus honorarios en Honda es magnífico y en poco tiempo le compra a su padre la mejor casa de Marinilla, cercana a la iglesia, para comodidad de su piadosa madre, así como también un campo pequeño, contiguo a la población, para mantener una vaca de leche y un caballo. El caballo, desde luego enjaezado, habrá de servirle para que vaya, cuando lo desee, a mirar los cultivos que tiene en la tierra de sus padres, donde ha cortado la leña de su subsistencia. Cuando Don Manuel recibe del notario la cita para firmar la escritura de la casa no cree en tal escritura y es difícil convencerlo de ello, así como también de que no necesitará trabajar más, porque su hijo atenderá en un todo a las necesidades de su vida. Además, el espléndido producto de su profesión le permite a Heriberto ahorrar lo necesario para una larga permanencia de estudios en París, con fines de hacerse especialista en pediatría.

Uno de los recuerdos imborrables de la permanencia de Heriberto en Honda es el del encuentro que tienen una noche en el Hotel América los doctores Antonio José Restrepo, Luis Zea Uribe y José María Lombana Barreneche El primero va para "Andorra", su hacienda, situada en el municipio de Victoria; el segundo para una pequeña propiedad campestre suya er. La Dorada; y el tercero, para Medellín.

Indiscutiblemente es sumamente casual que tres hombres de tan poderosa inteligencia y de tan alta cultura lleguen a un hotel de distante población una misma tarde y que sin afanes ni solicitudes especiales puedan conversar calma-da y libremente toda una noche, sentados en acogedoras sillas, al aire libre y en ancha acera.

Esta conversación sobre muy diversos temas y en largas horas es uno de los espectáculos más interesantes y escasos que puedan verse y oírse, porque es la participación cordial y brillantísima de tres ilustraciones distintas y grandes, la inmensa, literaria, jurídica y sociológica de Antonio José, la profunda, orlada de sabiduría, en ciencias médicas, de Lombana; y la vasta también en medicina y en ciencias naturales, literatura y bellas artes de Zea. Como difieren filosóficamente, sus puntos de vista llaman mucho la atención, pues Zea es espiritista; positivista spenceriano, Lombana; y agnóstico y radical

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volteriano Antonio José. Brillan en esta noche las luces de la inteligencia, según lo que dice Heriberto, al modo, como en profusión, las exhalaciones en algunas de las noches tropicales.

CAPITULO IX

Con ser de excelentes resultados pecuniarios el ejercicio profesional de Heriberto en Honda, con todo, no constituye él el desiderátum de su vida. Es el rebelde de sí mismo. No quiere conformarse a ser el facultativo notable y amado de un pueblo. Quiere desarrollar sus actividades en una ciudad de mayor categoría, y así, para lograrlo con éxito, salta de Honda a París. con el objeto de adquirir su especialidad anhelada.

En París se matricula en la Universidad y al lado de Marfan, de Nobecourt, de Ombredanne de Allée, se consagra durante tres años al estudio de la clínica pediátrica.

Una vez que ha regresado al país y después de una corta permanencia al lado de sus padres, abre su consultorio en Medellín. Sobre el dintel de la puerta de éste se ve el letrero que lo anuncia. Pero pasa un mes y medio y allí nadie se acerca, como tampoco suena el teléfono en solicitud de sus servicios. Esto empieza. a preocuparlo y esa preocupación se hace mayor cuando al fin del segundo mes o principios del tercero la misma situación persiste. "Tendré que volverme a Honda", se ha dicho ya varias veces. Mas un día pasa por el frente de su puerta una mujercita del más bajo pueblo con una niña. A ésta, que padece una tos ferina, le sobreviene un acceso de tos que le produce una asfixia demasiado fuerte. En su angustia la madre, por el letrero, se da cuenta de que está al frente de un pediatra y de que él debe estar dentro. Así, con la niña en sus brazos, penetra al consultorio en busca de auxilio. Heriberto la atiende gratuita y bondadosamente, se da cuenta de que, a más de la tos ferina, padece la niña de una bronquitis aguda y se lo comunica a la madre. Al entregarle la fórmula y hacerle las recomendaciones del caso, le dice: "Déme su dirección, porque iré a visitarle la niña todos los días, sin que usted tenga que pagarme ni un peso. Ella necesita atención médica diaria". La mujercita le da la dirección. Vive en un barrio muy pobre y lejano, llamado "Ratón pelao", mas Heriberto visita cumplidamente a la niña. Esta mejora completamente y de ello y de la caridad del médico se da cuenta todo el vecindario. Naturalmente, esto da lugar a que las muchas madres residentes en él soliciten los magníficos servicios de este benévolo especialista, cuya fama empieza a crecer en este sitio de la ciudad.

Así las cosas, viene el acontecimiento feliz.

En el hogar de una de las familias más adineradas y linajudas de la ciudad ha nacido una nueva niña. Cuando ésta llega al cuarto día se le presentan los primeros síntomas de la enfermedad llamada "hemorragia de los recién nacidos". Llamado inmediatamente el médico que ha atendido el nacimiento, les hace a los padres este diagnóstico y les formula el pronóstico fatal de aquellos tiempos, que desconocían todavía las vitaminas. Aquella noticia en esos padres es cosa de tragedia, porque sus dos hijos anteriores han sucumbido por la misma enfermedad. La madre llora copiosamente en aflicción infinita. De todo esto se da cuenta una de las mujeres del servicio de la casa y entonces ella prontamente le dice a la afligida madre: "Llame, señora, al mejor médico de los niños que tiene Medellín. Es el doctor Heriberto, que acaba de llegar de París. En el barrio mío ha hecho milagros". Desahuciada, como ya está la enfermita, la madre llama a su esposo, le participa lo dicho por su servidora y le pide llamar a Heriberto. Esto se hace sin tardanza. Este atiende tal llamado gustosamente y, de acuerdo con la deontología médica, hace llamar también al colega

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del diagnóstico. Los dos facultativos se encuentran en la casa de la angustia y, como no hay diferencia alguna de opinión, conversan sobre el tratamiento. Acerca de esto, Heriberto le habla a su colega de! procedimiento que para estos casos han estado utilizando en París unos de los grandes profesores de la Facultad, con resultado muy eficaz en un ochenta por ciento de las veces. Consiste él en tomar de la madre 10 centímetros cúbicos de sangre e inyectarlos al niño intravenosamente por la fontanela anterior. No vacilan ambos médicos en recurrir a este medio para ver de salvar a la enfermita y Heriberto practica la pequeña operación, con la práctica ad-quirida en el hospital de sus estudios. Y aquí de la completa suerte: pocos días después la niña ya no presenta síntomas de su enfermedad y su aspecto y estado general son espléndidos. No necesita más el nuevo especialista para que un sólido e inmenso prestigio se extienda y afiance en la capital de Antioquia. Quince días después le agobia un inmenso trabajo, situación que no cambiará durante los diez años que permanece en Medellín.

Pero él es el hombre inconforme. Quiere triunfar también en la capital de la República.

C A P I T U L O X

No lo retienen en Medellín ni el ser considerado como el mejor pediatra de allá, ni el afecto encendido de las gentes, que le rodea y le dulcifica la vida, ni su cátedra de Pediatría en : Escuela de Medicina de la Universidad de Antioquia, cuya dirección ha sido solicitada espontáneamente para él por los propios estudiantes No: Bogotá es ahora la meta de sus días.

Y a Bogotá llega y en la carrera 8°A, entre calles 14 y 15, instala su consultorio. Ninguna dificultad encuentra para que desde los primeros días su profesión se ponga en marcha. LAS numerosas familias antioqueñas residentes en la ciudad, que le conocen ampliamente, con sus solicitudes y comentarios le abren el camino. Es cosa de días el que las gentes, especialmente las de la sociedad alta y adinerada, se entera de su presencia y notables condiciones y aptitudes. A la vuelta de muy pocos meses su posición científica está al lado de la de Calixto Torres, José María Montoya, Marco Iriarte. Eudoro Martínez, Guillermo Márquez.

Es tal la lamentable negligencia médica que existe entre nosotros para destacar a nuestros valores profesionales, especialmente si ya han desaparecido del mundo de los vivos, que nosotros, discípulos del profesor Calixto, no que-remos que estas páginas, nombrándolo, contribuyan al olvido de su nombre, sino que ellas lo recuerden y exalten sus merecimientos, siquiera en la breve forma que sigue, con lo cual señalaremos también la altura a que llega He-riberto en su ejercicio pediátrico en esta capital.

Cuando se abre el primer tomo de la obra La Clinique Medícale De L'Hotel Dieu encuéntrase como primera página esta dedicatoria: "A mi viejo maestro Pierre Bretonneau, eterno reconocimiento". El muy grande clínico y delicado espíritu que fue Trousseau, en lugar de consagrar este brillante y valioso esfuerzo de su vida a su mujer o a su propia hija, asido de cuya mano entró en el misterio de la muerte, prefirió hacerlo a quien le formó científico emi-nente. Velpau llamaba también a Bretonneau su "Maestro divino". Asimismo, cuando uno lee datos biográficos de Chaussier se entera de que éste se descubría cuando mencionaba a Hipócrates, al modo como lo hacía Boerhaave cuando nombraba a Dios.

Todo esto y muchísimo más que pudiera citarse, aunque bastante no lo sería nunca, no es otra cosa que el cumplimiento de uno de los votos comprendidos en el "Juramento de Hipócrates": "Yo respetaré a mis maestros, miraré como padre a

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quien me ha iniciado en la Medicina, compartiré mis haberes con él y le atenderé en cuantas necesidades tenga".

Estos ejemplos y esta promesa, que implican indeficiente gratitud, es lo que a nosotros, ahora, como miembros del cuerpo médico, nos lleva a evocar la figura de quien fue orgullo de nuestra ciencia nacional y al par maestro insigne, el profesor Calixto Torres Umaña.

Al recordar este nombre la curiosidad del que lo haga se detiene ante sus apellidos, de los cuales el materno se encuentra vinculado con el linaje de Suárez Rendón, y el paterno, a la manera del de Lleras en Cundinamarca y del de Restrepo en Antioquia, goza del prestigio de la inteligencia, pues Torres han sido muchos hombres ilustres del solar boyacense, tales el doctor Severo, galeno notable, padre del profesor Calixto; el doctor David, su abuelo, primer Presidente del Estado Soberano de Boyacá en los tiempos de la Federación; el eclesiástico José Antonio, uno de nuestros hombres de letras en los amaneceres del pasado siglo; y, sobre todo, el cimero santarrosano autor de "Idola Fori", de formación sajona, pensador heredero de Bello y de Alberdi, poeta, periodista y escritor, idealista abanderado de la cultura y de las conciencias libres de ceguedades y pasiones. ¿Y no es de agregar al laboratorista clínico Erasmo Torres y al muy eminente médico doctor Julio Z. Torres, graduado en nuestra Universidad y en el Colegio Real de Médicos y Cirujanos de Londres, uno de los diez fundadores de la histórica Sociedad de Cirugía y del Hospital de San José, cirujano experto, clínico avisado y hombre de múltiples actividades públicas?

Como a los primeros Torres y Peñas, muy probablemente ese su primer apellido le vino de Cádiz, la ciudad luminosa, abierta y risueña, asiento de gentes sanas y empeñosas, de dulce hablar y lugar de comienzo de la cultura hispánica, y con ello se enlazó en nuestra historia, pese a las distancias del tiempo y de la estirpe, con ese otro autor y benefactor de nuestra medicina, matemático y sabio botánico además, nuestro grande Don José Celestino Mutis.

Indudablemente es de valor estimable el que Torres Umaña hubiera tenido, como Malgaigne, hijo y nieto de cirujanos, un padre y un abuelo médicos, en que éstos hubieran sido personas de posición social elevada y en que el benigno medio de Tunja hubiera sido el de su infancia, porque no se pueden minorar o excluir las influencias nublosas del atavismo y las más comprensibles del ambiente geográfico y social.

No deja de ser circunstancia peregrina la de que el Profesor Calixto, persona de tan riguroso comportamiento científico, hubiera penetrado al favor y al realce público por la puerta de una aventura patriótica que realizó su Generación del Centenario, en la que aparecieron también otros de sus condiscípulos, cuales José Álzate Betancourt, Jorge Bejarano, Luis López de Mesa. Se trata del movimiento contra el General Reyes el 13 de marzo de 1909, cuando Torres Umaña era todavía aventajado estudiante de la Escuela de Medicina. Merece la pena citar aquí las frases con que recordó este episodio Jorge Bejarano en una noche de diciembre de 1956, cuando se le rendía un homenaje al mismo Profesor Calixto. "Este hecho histórico está grabado en mi memoria como una de las mejores lecciones de patriotismo y de valor civil que pudieron darnos ilustres e inolvidables maestros, como Luis Felipe Calderón, rector en 1909 de la Facultad de Medicina, Lombana Barreneche, Andrés Bermúdez,, Pompilio Martínez, Rafael Ucrós, Zoilo Cuéllar Duran, Elíseo Montaña, Manuel Cantillo, Carlos Esguerra, Guillermo Gómez, Luis María Rivas, Francisco Montoya, Ga-briel Camero, Roberto Franco y Luis Zea Uribe, a cuya inteligencia fue confiada la comisión de redactar el severo memorial de agravios, por medio del cual el profesorado de la Escuela de Medicina adhería al movimiento nacional

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que desaprobaba el tratado de Panamá y pedía al Presidente Reyes volver al cauce de la Constitución Nacional. Ninguno de los estudiantes de esa época hemos olvidado el eco de la voz de Luis Zea Uribe que leyó, con sonoridad de campana que inundó los claustros de Santa Inés, el memorial y renuncia colectiva de los profesores ... Ese cuadro, como el de la muchachada que egresó de las cárceles de Bogotá el histórico 13 de marzo de 1909, llevando en el hombro colchones y cobijas de los días de reclusión, será inmarcesible para todos los que tuvimos el privilegio de contar con aquellos maestros ejemplares por todos los aspectos ... Esos gestores de este suceso, Nicolás Esguerra, José Vicente Concha, el General Quintero Calderón, Francisco de Paula Mateus, entre otros, no hubieran logrado lo que lograron si a su gesto patriótico no se suma el de profesores y estudiantes de esa época".

La visión espiritual de magisterio que Torres Umaña tuvo en las aulas universitarias para su formación y ejemplo fue extraordinaria. Ella nos explica en mucha parte porqué éste y sus compañeros alcanzaron tan alta posición en la escuela de nuestra ciencia. Es de elemental observación que no es en vano que la juventud pueda tener delante de sí excelentes influencias. ¿Quién no deriva, como en el presente caso, provechos extraordinarios de tan óptimos valores de la virtud, del corazón y de la ciencia?

Haciendo toda su carrera, nuestro estudiante insigne desplegó vehemente consagración y fervorosa inteligencia, como puede demostrarse por sus actividades, especialmente en los últimos años de su empeño, pues fue miembro fundador de la Sociedad de Medicina que existía en los claustros y expresidente de ella; redactor de la "Gaceta Médica", revista estudiantil; ayudante del Laboratorio Municipal; miembro de la entonces llamada "Sociedad de Practicantes"; prosector de cirugía, por concurso, en 1908; interno del hospital, por concurso también, en 1910; jefe de clínica, por concurso igualmente, en 1912; y miembro del 2° Congreso Médico Nacional reunido por aquellos días.

Y con esta preparación tan sobresaliente se llegó el universitario Torres Umaña al examen de grado. Dejaba él las salas del Hospital de San Juan de Dios y, sobre todo, aquella morada de internos y jefes de clínica, a la que una escalera larga, vieja, de pasamanos de madera, conducía a su recinto abierto al anfiteatro mismo y, un poco más allá, a un corredor del hospital ocupado por enfermos. El principal salón de este recinto, de techo alto, estaba amoblado de sillas pobres y de una mesa grande de lectura y daba entrada a los dormitorios para los vencedores de los concursos. "Ya eran centenarias estas habitaciones, bastante desabrigadas, y tenían ambiente de cosa vieja. En sus oscuridades de la noche parecía que flotaban las almas de los monjes hospitalarios y que se escucharan, apenas perceptibles, sus salmodias. Los muros eran de piedra, gruesos, de los mismos que construían los españoles, y en los techos sobresalían en relieve los vigamentos, con torcidos, nudos y asperezas. Todo estaba enlucido de blanco. Por los vidrios de algunas ventanas altas, que casi siempre permanecían a medio cerrar, entraba la luz de la calle 12 y el ruido de gentes y vehículos inundaba hasta los rincones. Lo único que llegaba alegre eran las campanas paredañas y madrugadoras de San Juan de Dios" 1.

V. Néstor Villegas, Estampas Interiores.

Pocos estudiantes, puede uno afirmarlo, han comparecido a la honra y severidad académica del salón de grados para penetrar en la vida superior del cuerpo médico, con un trabajo de tanta consideración como el de este profesional nacíente. Es imposible negar que ha habido tesis importantes y meritorias para este efecto, entre las más, la que preparó el nobilísimo y superior académico Luis Patino Camargo,

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pero la elaborada por Torres Umaña en poco le quedará en zaga. Por medio de ella apuntó en la vida profesional más bien un sabio que un médico. Versó sobre el metabolismo azoado en Bogotá y la presentó en el rectorado del doctor Hipólito Machado, ante un jurado compuesto por los profesores Carlos Esguerra, Roberto Franco y Julio Manrique y con el concepto de su presidente de tesis, doctor Pablo García Medina, entonces profesor de fisiología, de que se trataba de una obra de gran trascendencia científica. Preparando y suministrándose personalmente los reactivos y las materias primas, con la comprobación de doscientas observaciones y con investigaciones de laboratorio sobre productos alimenticios y eliminación azoada, demostró Torres Umaña la deficiencia en esta altiplanicie de la utilización del ázoe por defectuosa alimentación y combustiones incompletas, debido a la falta de oxidasas y citasas que se deriva de la pobreza de la actividad celular y de las secreciones internas. Es el estudio de un complejo proceso fisiológico basado en pruebas humanas y técnicas de laboratorio y de números, en el que resaltan la imperfecta repartición individual del ázoe, su baja eliminación, la relación alterada de él y el fósforo y una hiperglobulia poco satisfactoria.

Ya médico en forma, empezó el doctor Torres Umaña su vida profesional con el propósito ordinario de mejorar a sus enfermos y aumentar sus conocimientos, pero también, dotado de una imaginación e inteligencia fértiles, con el de aprovechar sus observaciones para futuras obras científicas. De esta suerte, después de pocos años, publicó un trabajo relacionado con su tesis de grado, que llamó "La influencia de la chicha sobre el metabolismo azoado", y, posteriormente, hacia los años de 1929 a 1932, completaba dos valiosos y extensos estudios acerca de la patología de los niños de Bogotá, el uno con el nombre "La acidosis en los niños de Bogotá" y el otro con el de "Problemas de nutrición infantil".

Pocos médicos habrán analizado entre nosotros la acidosis infantil con la suficiencia y la profundidad conque lo hizo Torres Umaña, quien señaló entre las perturbaciones del equilibrio ácido-base en los niños un síndrome, de alguna frecuencia en Bogotá, que él denominó "acidosis infantil primitiva". Este punto lo se-dujo siempre, como lo ve claramente uno en las diversos libros que publicó.

Su obra Problemas de la nutrición infantil en Bogotá, aparecida en 1924, es un esmerado y largo trabajo de cinco años, con experimentos personales de bioquímica, con mucho más de doscientas observaciones clínicas y con la consulta de doscientas veinticuatro publicaciones, casi todas extranjeras. Fuera del resultado de investigaciones de laboratorio sobre la flora intestinal en condiciones patológicas, de completos comentarlos en relación con la acidosis y los estados anafilácticos frecuentes en los niños de esta altiplanicie, se ocupan estas páginas fundamentalmente de la dispepsia de las grasas y especialmente de la de los hidratos de carbono, entre los cuales, con mayor extensión e interés, por su preponderancia, de la de los alimentos amiláceos.

Y luego de hacer una parte fructuosa de su camino profesional, resolvió el doctor Torres Umaña trasladarse a los Estados Unidos, a fin de aumentar sus conocimientos, especializándose en enfermedades de los niños. En este país hizo cursos apropiados en sus universidades, recibió enseñanzas clínicas de sus famosos especialistas, entre ellos Ocar Menddrson Schloss, el gran tratadista de las infecciones intestinales, de las diarreas, de la acidosis y de muchos otros puntos importantes de la medicina infantil, y siguió las lecciones sapientísimas del gran maestro y sin igual pediatra Emmet Holt, quien moriría en cortos meses siguientes.

No mucho tiempo después alargóse al Viejo Continente y se detuvo principalmente en Francia y Alemania, donde se puso en contacto largo y estudioso con los principales sabios en enfermedades infantiles, particularmente con Filkenstein y Marfan, quienes entonces llevaban la voz en esta rama de la medicina, en el Hospital de Niños Kaiser y

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Kaiserin y en el Hospital Des Enfants Malades y el Hospice des Enfants Assistés. Concurrió además como delegado al Congreso de Pediatría reunido en París en 1925 y allí expuso sus trabajos sobre raquitismo, espasmofilia y escorbuto en Bogotá, estados patológicos que él encontró poco frecuentes, y ahí mismo en París presentó a la Sociedad de Pediatría de esa capital sus conclusiones de que la sífilis es factor importante en la etiología de la acidosis infantil primitiva y de los vómitos acetoné-micos.

Nuevamente en nuestra capital continuó Torres Umaña su actividad investigadora en su propio consultorio, en el Centro Municipal de Protección Infantil, en la sala - cuna llamada "Fenicia" y en las salas-cunas de la Cruz Roja, y así, se presentó al concurso de Profesor Agregado de la Clínica Pediátrica de la Universidad Nacional, con un opúsculo sobre la sífilis nerviosa del niño, que lo honró como dueño de un servicio en el Hospital de la Misericordia.

Este tema de la sífilis en los pequeños, del cual sólo se había ocupado Vicente Duran Restrepo en su tesis de grado, le mereció tal interés que desde el año de 1921 empezó a estudiarlo con tenacidad y penetración constantes, y después de una larga tarea publicó su libro Sífilis congénita en el niño.

Esta obra, exaltada con el "Premio Manuel Forero", de la Academia Nacional de Medicina, modestamente apreciada por el Profesor Calixto como "observaciones alrededor de un archivo de historias clínicas", exige algunas consideraciones:

En primer lugar es el resultado del estudio concienzudo y cabal, durante catorce años, de 11.199 niños enfermos, vistos en su consultorio particular y en los centros de protección infantil que hemos nombrado. Esta labor corresponde al examen de dos o tres pacientes nuevos diariamente, durante tan largo tiempo, sin perder un solo día hábil. No se puede concebir una consagración más abnegada a un trabajo científico que requiere faenas complementarias de comprobación, delicadas, largas y aun difíciles, así de laboratorio como de autopsia.

De particular interés en esta obra, que comprende 1.103 observaciones acerca de su objeto fundamental, debe apuntarse la atención prestada en su intento a algunos signos nerviosos de la sífilis congénita, a las modalidades de ésta en procesos de patogenia diversa, tales como las dispepsias infantiles o las reacciones meningo-encefálicas, y a la importancia o alcance que se debe dar a los resultados del laboratorio en sus respuestas negativa y positiva. Asimismo debe registrarse el estudio de la influencia ancestral de la sífilis, bien sobre la primera, segunda o tercera generación, o bien sobre la transmisión hereditaria de ciertas degeneraciones orgánicas consecutivas a la infección y de las cuales el Profesor Calixto, con gran acierto, constituye un grupo original que denomina parasífilis de la especie. Por otra parte son indiscutiblemente notables en este volumen las consideraciones y análisis que se encuentran sobre la fiebre de origen sifilítico; sobre las señales de certidumbre de la sífilis hereditaria; sobre los signos de presunción en el aparato digestivo, el sistema nervioso, la sangre y el aparato circulatorio, el sistema linfático y linfoide, el aparato respiratorio, las glándulas de secreción interna, los huesos, la piel y los órganos de los sentidos, y, finalmente, notables son también las consideraciones sobre el pronóstico y el tratamiento.

Para nosotros es esta una obra en gran modo sobresaliente y laudable por la hondura y perspicacia de sus reflexiones y por su valor como aporte a la literatura médica nacional, pues la medicina sólo se enriquece con hechos debidamente comprobados y analizados. Los consignados en este libro son de aquellos que, por su orden, presentación y estudio, pueden calificarse de sumamente ilustrativos. Después de treinta y cinco años de examinados y publicados la ciencia ha sufrido inmensas transformaciones, pero uno puede estar seguro de que quien lea estas páginas encontrará en ellas magníficas enseñanzas y muy útiles sugestiones. No puede ser jamás estéril la diligencia seria de la mente humana.

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Transcurridos algunos años más, durante los cuales Torres Umaña alcanzó la categoría de profesor titular de nuestra clínica pediátrica, fueron apareciendo otros trabajos científicos, como su cartilla intitulada "Nociones de puericultura", y, andando más el tiempo, en 1944, el libro laureado Sobre distrofias en el lactante; en 1946, el llamado Enteritis microbianas y parasitarias en los niños, y en 1954, su muy meritorio tratado en dos tomos Diagnóstico y semiología pediátricos.

Precede a la obra Las distrofias en el lactante, de 291 páginas, un largo análisis de las enteritis y dispepsias propias de éste y, después de un juicioso e inteligente comentario acerca de la clasificación de ellas hecha por Marfan, Filkenstein y Czerny, expone su tesis propia de que para tal clasificación "deben tenerse en cuenta las causas, relacionándolas con el proceso fisiológico de la nutrición". Sobre esta base se extiende su libro en dos partes principales: una primera que denomina "Distrofias digestivas", con estudio de las enteritis, así las altas y así las colitis, y con estudio también de las dispepsias, tanto las mecánicas como las nerviosas y, sobre todo, las químicas de proteidos, hidrocarbonados y grasas, incluyendo algunas estimaciones sobre la enfermedad celiaca; y una parte segunda consagrada a las dispepsias del metabolismo, en la que hay capítulos muy bien logrados sobre la deshidratación celular, el edema distrófico, las avitaminosis, el escorbuto, el raquitismo, la espasmofilia y particularmente la acidosis. La obra termina con una amplia parte tercera, dedicada a la alimentación materna y a la artificial, con indicaciones sobre reglas, alimentos y calorías. Para darse uno cabal idea de la importancia de esta obra basta pensar que fue escrita con la experiencia de más de veinticinco años de ejercicio profesional y con la consulta cuidadosa de trescientos treinta estudios, entre libros, opúsculos y artículos publicados en relación con su materia.

De su obra máxima, Diagnóstico y semiología pediátricos no podemos hacer mejor comentario que la transcripción de algunos renglones de su proemio: "La obra que hoy presento al público médico es el resultado de treinta años de ejercicio profesional en pediatría; ella es, pues, el fruto de mi propia experiencia. Pero como en este lapso no sería posible adquirir práctica sobre todos los cuadros patológicos presentados aquí, también hay el extracto que mi criterio ha sacado de mis estudios. No es, pues, solamente el resumen de mi experiencia, sino las síntesis de las lecturas que han influido en mi conformación intelectual pediátrica.

"Esta obra está dedicada, especialmente, al diagnóstico y a la semiología pediátricos. En ella se estudian los métodos de examen de los distintos aparatos del niño; se estudian los diagnósticos diferenciales de los síntomas prominentes de cada aparato; pero como no sería posible hacer un diagnóstico concienzudo sin el análisis detallado de los síndromes y de las enfermedades, se estudian también éstos, con su etiología y patogenia, con su sintomatología; cuando se ha considerado que la anatomía patológica es necesaria para el diagnóstico, se hace también un resumen de ella, y por último, como la terapéutica es el fin de toda investigación médica, se exponen, resumidos, algunos tratamientos.

"Esta obra es, pues, un manual, pero yo aspiro a que todo el que la lea con atención quede en capacidad de hacer la mayoría de los diagnósticos que se presentan en la práctica pediátrica".

Quienes nos hemos servido de este estupendo tratado en nuestra práctica profesional podemos decir que es uno de los esfuerzos más dignos de aprecio y admiración hechos por un médico colombiano en favor de su gremio y de su especialidad.

Fue, pues, Torres Umaña, uno de los exponentes más altos de su generación, de esa que hemos llamado "del Centenario", que nació y prosperó en una especie de alejandrinismo, anotado alguna vez por López de Mesa, un poco contemporánea de los

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cultos salones espirituales judíos de fines del siglo pasado, generación que le ha dado días de esplendor a la patria. Siguieron ellos, en lo que toca con la medicina, a los formados en la ciencia francesa, que de la centuria anterior trajeron a las dos primeras décadas de la presente las especialidades profesionales, los laboratorios clínicos y químicos, las casas de salud y notables reformas y dotaciones de los hospitales.

Los trabajos del Profesor Torres Umaña formaron airosamente al lado de los muy significativos citados por el mismo López de Mesa en su obra Escrutinio sociológico de la historia colombiana y ejecutados por Roberto Franco, Carlos Esguerra y Luis Patino Camargo, sobre tifo exantemático y fiebre tifoidea; por el Profesor Franco, también, sobre espiroquetosis icterohemorrágica y fiebre recurrente; por Patino Ca margo igualmente, Abraham Salgar y J. H. Paul, sobre rickettiasis de Tobia; por el mismo Patino Camargo y otros, sobre la brucelosis y la bartonelosis de Nariño; por Martínez Santamaría, sobre la leche de higuerón; por Daniel Brigard y Alfonso Esguerra, sobre el tratamiento de rinoescleroma con rayos X; por Uribe Piedrahita, Hernando Groot y Santiago Rengifo, sobre la tripanosomiasis; por José Antonio Concha Venegas y Adriano Perdomo, sobre el beriberi; por Peña Chavarría, sobre hongos; igualmente por Peña Chavarría, Patino Camargo y Guillermo Muñoz Rivas, sobre el pian; por Federico Lleras Acosta y Guillermo Muñoz Rivas, sobre lepra; por los mismos Patiño Camargo y Guillermo Muñoz Rivas, sobre la distomatosis humana en Colombia; por Andrés Soriano Lleras, sobre la Physaloptera Caucásica; y por otros investigadores sobre puntos no conocidos o no bien esclarecidos de nuestra patología, a quienes debemos rendir nuestra admiración, y pedirles perdón por no citar sus trabajos.

Finalmente, para terminar este alrededor de la figura del doctor Torres Umaña, debemos considerar lo que fueron en él el investigador, el profesor, el médico y el hombre.

Como investigador fue casi y caracteriológicamente un inquieto, es decir, un hombre de deseo. Tuvo siempre la aspiración de llevar adelante una obra de estudio y a este empeño consagró sus mejores energías, con severa concentración, sagacidad oportuna, inteligencia penetrante y lógica escrupulosa. Vivió siempre en la sentencia de Bacon: Ars medica tota in observationibus. Así como Claudio Bernard se encerraba en un local oscuro, húmedo, minúsculo, desconchado, cercano al cuartucho donde Ma-rat, por un requerimiento de la Comuna, había ocultado la imprenta de "El amigo del pueblo", el profesor Torres Umaña, con embriaguez de creador, se aislaba por largas horas de días y días en una pequeña y pobre sala del Hospital de La Misericordia y de nuestros servicios de Protección Infantil a jerarquizar hechos patológicos y a realizar por medios químicos y de laboratorio clínico sus científicas comprobaciones. Ahí su espíritu crítico juntaba datos y fenómenos diversos, al parecer incoherentes, y descubría su importancia y relaciones y afinidades. Se consumía en la pasión de las respuestas y los resultados, por lo que uno puede decir que su vida se hizo millonaria y útilísima entre dos signos de interrogación, así como la de otros se hace nula o al menos insignificante y pobre, entre dos paréntesis mezquinos o egoístas. Amó casi con emoción orgánica a la verdad primera, a la desnuda, a la inmaculada, a la sorprendente.

Caracterizó a Torres Umaña, como profesor, su capacidad indiscutible, su probidad científica y su altruismo generoso. Siempre enseñó con celo y liberalidad, con espíritu de regla y con palabra sencilla, sin adornos, sin efectos superfluos. En su cátedra hizo patente el impulso que con sus investigaciones le daba a nuestra pediatría y estableció firmemente el valor de las estadísticas, de la anatomía patológica, de las autopsias y de los datos técnicos del laboratorio, eso sí, sin renunciar a la primacía del razonamiento clínico.

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En su calidad de médico fue ejemplar, especialmente en cuanto concibió la profesión como un deber imperioso. Estaba siempre pronto para el servicio y era exacto en su cumplimiento. Cómo esplendía en él esa persona moral que es el médico, con su lata conciencia, su desinterés, su piedad y su esmero científico y acucioso. Al borde del lecho de sus enfermitos tenía la majestad apacible de una figura paternal, de un sabio dispensador de bienes. Debe hacerse resaltar, como hecho muy importante, como un enriquecimiento de nuestra medicina infantil, la introducción que por primera vez hizo él en su práctica profesional de la vacunación contra la difteria, la tos ferina y el tétanos, hermanándose en esto con Mutis, quien nos trajo la anti-variólica. Hecho destacado también fue la implantación establecida por él del régimen alimenticio científico y equilibrado de los lactantes y niños nuestros y el estudio y estimación de las vitaminas. No sobrará tampoco recordar que fue uno de los fundadores de la Sociedad Colombiana de Pediatría, que fue miembro de varias asociaciones científicas de Europa, Estados Unidos y América Latina y que recibió ho-nores de la medicina nacional y continental.

!Y cuánto significó el doctor Calixto como hombre! En su carácter de ciudadano exhibió las mejores cualidades y de su valor civil dio muestras varias veces, como las dio también frecuentemente de su preocupación por las necesidades públicas. Su atención a estas y sus artículos en los diarios lo atestiguan. Pero su alcance personal más auténtico radicó en su ser íntimo. ¡Qué de virtudes le adornaron! Levantó alrededor de sí un cercado de normas morales y sapientes, dentro del cual discurrió su vida inflamada por vencedoras porfías. Cual todo hombre solícito, conoció decepciones, pero nunca la flaqueza del ánimo. Fue varón íntegro y fuerte, que se hizo siervo de la sabiduría, porque, como dice El Eclesiástico, metiendo los pies en sus grillos y el cuello en su argolla, le inclinó los hombros y llevóla a cuestas. Su vida ardió en la actividad jubilosa de servir al hombre-niño, sin que conociera ni la fatiga, ni el lucro, ni la vanagloria.

Como dijimos antes, este fue el hombre cuya altura profesional alcanzó Heriberto en su labor pediátrica de esta capital.

CAPITULO XI

Acabamos de decir que Heriberto ha alcanzado, durante el ejercicio de su profesión en Bogotá, la altura del profesor Calixto Torres Umaña.

¿Pero porqué? Para responder esta pregunta, consideran conveniente estas páginas dar una idea biográfica de Alberto Schweitzer, el genial alsaciano-alemán que asombró al mundo con su servicio médico a los desventurados negros de Gabón, en el África Ecuatorial.

Nacido en una pequeña población, del lado de los Vosgos, de niño y de joven tuvo la influencia de la sequedad y del sol en las primaveras, estíos y otoños y de los fríos intensos en los duros inviernos, característicos de esas colinas del Alto y Bajo Rin, en el Noreste de Francia. Estas circunstancias físicas y su origen galo-romano o alemán, de remotos antepasados suizos, le dieron una reciedumbre de cuerpo y una firme independencia, que le permitieron desarrollar durante su vida una de las actividades más ardorosas conocidas en la criatura humana. De otro lado la tierra alsaciana le concedió la franqueza. la lealtad, la porfía y el vigor que circula por sus poblados y por entre sus abetos, hayas, pinos y castaños, y la herencia de sus padres lo enriqueció de elevación, de generosidad, de nobleza, de religiosidad, de carácter, de benevolencia.

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Fortalecido de esta manera se formó como "el genio más dotado de nuestra época, probablemente", y como su "pensador más profético", según las palabras de uno de sus mejores biógrafos.

A los siete años tocaba himnos en el armonio; a los ocho, en el órgano; a los nueve, ya era un organista, y dueño de una disciplina sin debilidades y con un precoz instinto de lo esencial, en sus estudios del colegio deslumbraba, y a los dieciocho años aprendía teología, filosofía, latín, hebreo y griego. Cuando concurría a las aulas de la Universidad de Estrasburgo, la suerte le deparó para vivienda un cuarto que había sido ocupado por Goethe, durante su tiempo de alumno de ese centro de enseñanza.

En este adiestramiento universitario fue perfeccionando su personalidad eminentemente moral, científica y estética y empezó a mostrar su tendencia natural y consumada de no servirse a sí mismo sino a los demás. Por esos días ya "visitaba y socorría a las familias de los pobres y principiaba asimismo a patentizar su extraordinaria vocación artística y estética en diversos hechos y trabajos, como en el viaje que hizo de veintiún años a Beirut, con el fin de asistir a una de las representaciones de la Tetralogía de Wagner, el "Anillo de los Nibelungos", o sea las óperas el "Oro del Rin", la "Walkiria", "Sigifredo" y el "Crepúsculo de los Dioses", haciendo apenas una comida diaria, porque a lo largo de su itinerario, únicamente para ella sola alcanzaban sus medios de subsistencia.

Con el ánimo o la determinación de completar sus estudios en ciencias, filosofía, teología, música, arquitectura, construcción de órganos, se hizo también alumno de las Universidades de Berlín y París y a los treinta años resolvió después de una reflexión larga y muy consultada con su yo íntimo, hacerse inscribir en la universidad a la cual había dado lustre su enseñanza de profesor, con la resolución inquebrantable de obtener el grado de médico y cirujano.

¿Y porqué esta resolución? Como para responderla, el mismo Schweitzer da las explicaciones en su libro Ma vie et ma pensée, que son éstas, siguiendo más o menos sus palabras:

Ya hacía algún tiempo que meditaba este proyecto, cuyo origen se remontaba a sus días de estudiante. Observando que tantas gentes en su contorno eran víctimas de la aflicción y la enfermedad, le parecía inconcebible que él llevara una vida feliz. En la escuela habíase sentido conturbado, descubriendo el triste medio familiar de algunos de sus compañeros y comparándolo con la vida excelente de su casa en Günsbach. Por otra parte, le dolía pensar en el contraste existente entre la ventura y comodidad de sus estudios y el aprieto e infortunio de los otros.

En 1896, en las vacaciones de Pentecostés, al despertar en una radiosa mañana de estío, le sobrevino súbitamente la idea de que no debía aceptar su suerte feliz como una cosa espontánea o natural, sino que le era necesario dar algo en cambio de ella.

Meditó detenidamente en esta idea, en tanto que afuera cantaban las aves, y, al fin, tranquilo y antes de levantarse, llegó a la conclusión de que tenía el derecho de vivir para la ciencia y el arte hasta los treinta años, pero que en seguida debía consagrarse a un servicio puramente humano. Se había preguntado a menudo lo que para él significaban las palabras de Jesús: "Aquel que quiere guardar su vida la perderá, mas quien pierde su vida por mí y por el Evangelio la guardará". Descubría en esos momentos su sentido. A la felicidad exterior se agregaba la alegría interior.

Aún no veía en qué forma se realizaría este ideal futuro, pero estaba firmemente decidido a emprender ese servicio directamente humano. Se dejaría guiar por las circunstancias.

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Consecuentemente, primero pensó en una labor en Europa. Tuvo el pensamiento de recoger niños abandonados o torpemente tratados, cuidar de su crianza y formación, para que, a su turno, ellos ayudaran en igual forma a niños de situación semejante. Cuando en 1903 se alojó, como Director del Seminario de Filosofía, en una habitación espaciosa y soleada, se encontró en la posibilidad de realizar este proyecto y entonces ofreció sus servicios en una y otra parte, mas sin éxito alguno. Los reglamentos de la asistencia a los niños abandonados o mal tratados no autorizaban colaboración sino a lo oficial. Por ejemplo, cuando el Orfanato de Estrasburgo fue destruido por un incendio, propuso alojar a varios niños en sus aposentos personales, pero el director no le permitió llevar a cabo su ofrecimiento, y otros intentos fueron igualmente desechados.

Por un tiempo tuvo la intención de ocuparse de antiguos vagabundos y de prisioneros libertados. Y para prepararse a ello participó en un servicio organizado por el pastor Augusto Ernst en Santo Tomás. Consistió en recibir todos los días, de una a dos, a quien tuviese necesidad de un socorro o de asilo por la noche y propo-nerle, en lugar de hacerle un interrogatorio y de ofrecerle una donación módica, ir a visitarlo en el curso de la tarde a su domicilio o albergue, para comprobar su mala situación y oírle el relato de sus cuitas. En caso de merecerlo, debía dársele en seguida toda la atención y por el tiempo que fuere necesario. Qué de idas y venidas en bicicleta hacían los de tal servició por la ciudad y los arrabales sin encontrar la dirección señalada por los solicitantes. Sin embargo, una vez bien informados, pudieron en múltiples casos otorgar la ayuda esperada. Amigos queridos les ayudaban con sus medios.

De estudiante se había ocupado en actividades de beneficencia, como miembro del "Diaconado de Santo Tomás", asociación de alumnos que se reunían en el Seminario del mismo nombre. Cada uno de ellos tenía la misión de visitar todas las semanas a cierto número de familias pobres que les eran asignadas y dar cuenta de su estado. Todos recogían los dineros necesarios en las casas de viejas familias estrarburguesas, cuyas personas protegían esta obra nacida de generaciones anteriores y continuada por ellos. Dos veces por año cada uno de ellos debía hacer cierto número de visitas de recaudación o colecta. Para él, tímido y corto en sociedad, esto era un suplicio y en ello se conducía a menudo torpemente y había sacado la conclusión de que la solicitud de donativos es más eficaz hecha con tacto y reserva que empleando audacia u osadía y que en su diligencia hay que soportar los rechazos con sonrisas de comprensión y benevolencia.

En cuanto a la asistencia de vagabundos y prisioneros libertados, se dio cuenta de que no podía prestarles una ayuda eficiente, porque las personas generosas que podrían auxiliarlo, solamente harían obra útil en conexión con los or-ganismos oficiales. Además, lo que él anhelaba era una acción personal e independiente.

Bien que estuviese decidido, si era necesario, a ponerse a la disposición de cualquier organización, no perdía la esperanza de descubrir alguna actividad para entregarse a ella solo y libremente. Siempre había considerado como una gracia continuamente renovada el haber podido satisfacer este deseo ardiente.

Una mañana, en el otoño de 1904, encontró sobre su escritorio, en el Seminario de Santo Tomás, uno de esos folletos verdes en los que la Sociedad de las Misiones Evangélicas de París da cuenta cada mes de sus labores. Tenía la costumbre de pasárselos una señorita Scherdlin. Sabía que a él le interesaba particularmente esa Sociedad de Misioneros desde la impresión que en su infancia le causaron las cartas de Casalis, uno de sus primeros apóstoles, cuando su padre las leyó en el curso de una reunión religiosa en favor de las Misiones.

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Maquinalmente hojeó el folleto puesto la víspera sobre su mesa, antes de comenzar los trabajos. Su mirada cayó sobre un artículo intitulado "Las necesidades de la Misión del Congo". Estaba firmada por Alfredo Boegner, un alsaciano que dirigía la Sociedad de las Misiones en París, y en él se deploraba que la Misión careciese de personal para proseguir su obra en Gabón, al norte del Congo. El artículo expresaba la esperanza de que su llamada decidiera a "aquellos en quienes se posa la mirada del Maestro", para que se ofrecieran a esta obra urgente. Es de tales hombres responder sencillamente a la señal del Maestro: "Señor, heme aquí, que la Iglesia me necesita", decía Schweitzer.

Terminada la lectura del artículo se entregó tranquilamente a su trabajo. Sus cavilaciones quedaban satisfechas.

Algunos meses más tarde llegaba a su trigésimo aniversario como el hombre de la parábola que, "deseoso de construir una torre calcula si tendrá los medios de acabarla". Había resuelto realizar su proyecto de servir directamente a su prójimo en el África Ecuatorial Francesa. Fuera de un amigo fiel, nadie conocía sus intenciones. Cuando las revelaron las cartas que envió, tuvo que sufrir rudos embates de sus padres y amigos. Más que el nuevo designio, le reprochaban la falta de confianza en no haberlo discutido con ellos.

Sobre punto tan secundario le atormentaron fuera de medida durante penosas semanas. La protesta, venida precisamente de teólogos, le parecía tanto más absurda cuanto eran ellos los que habían pronunciado muy bellos sermones sobre las palabras del Apóstol Pablo a los Gálatas: "No consultó ni a la carne ni a la sangre antes de saber lo que hacía por Jesús".

Sus padres y amigos le expusieron el despropósito de estos nuevos estudios médicos. Era él —decían ellos— el hombre que enterraba el talento que se le había confiado y que quería cambiarlo por una moneda falsa. Era necesario aban-donar el trabajo entre los primitivos o salvajes, a quienes no echan a perder dones artísticos y conocimientos científicos. Widor, quien le amaba como a un hijo, le regañó, diciendo que se asemejaba a un general que, con fusil en mano, parte para la línea de fuego. Una dama de espíritu moderno intentó probarle que, haciendo conferencias sobre la asistencia médica a los indígenas podía obtener mayor bien que mediante la acción por él elegida. Y le agregaba:: "el aforismo del Fausto de Goethe, 'en el comienzo fue la acción', ha caducado. Es la propaganda lo que produce las realizaciones".

En el curso de las discusiones que hubo de sostener, como impugnado adversario, con los llamados cristianos, era de sorpresa el ver cómo no comprendían que el deseo de servir al amor, predicado por Jesús, pudiera orientar a un hombre por un camino nuevo. Sin embargo, conocían el precepto del Evangelio y lo encontraban justo.

Sobraba decir —comentaba él— que, a sus ojos, el íntimo conocimiento de las palabras de Jesús ha debido llevarlos a una mejor apreciación de su intento. Varias veces también, cuando él invocaba como exigido el acto de obediencia al mandato de amor de Jesús, se le acusaba de alardear suficiencia. Cuánto sufría en aquellos momentos, exclamaba, con ver a tantas gentes arrogarse el derecho de abrir las puertas y ventanas de su interior. De ordinario era inútil que, haciéndose violencia, les dejara conocer los pensamientos originarios de su decisión. Creían en la existencia de una razón oculta, sospechaban alguna decepción en su carrera, bien que no había motivo alguno para ello, puesto que, al contrario, había sido estimado desde su ju-ventud, mientras que otros no logran el reconocimiento sino después de una vida de lucha y de trabajo. También se sospechaba que podía tener una pena de amor. Encontraba verdadero alivio en las gentes que no trataban de contrariar su sensibilidad, aunque le considerasen como hombre insensato aprisionado en imagina-ciones pueriles y, por tanto, le tratasen con cierta burla amistosa.

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Parecíale natural que su familia y sus amigos le objetaran todo lo que su proyecto parecía contener de absurdo. Pero como hombre persuadido de que el idealismo exige claridad de espíritu, sabía que todo empeño en una vida que comienza implica un riesgo y no tiene sentido o posibilidad de éxito sino en algunos casos. En el suyo encontraba que el riesgo estaba justificado, porque largo tiempo lo había analizado en todos sus aspectos; pensaba que poseía salud, nervios templados, tenacidad, reflexión, carencia de necesidades y todo lo que es necesario para el logro de una idea. Creía poseer, además, suficiente fortaleza de alma para soportar el fracaso eventual de su designio.

Como era hombre de acción individual, muchas gentes que querían correr el mismo riesgo le habían pedido su opinión y consejo. Pero no quiso complacerlos ni estimularlos, como sí lo hizo en otros casos relativamente raros. A menudo observaba que el deseo de "hacer algo especial" viene de una inestabilidad de espíritu. Los interesados querían consagrarse a tareas mejores, porque las que habían emprendido no les satisfacían o provenían de circunstancias muy accesorias. Sólo aquel —se decía— que estima toda forma de trabajo y se entrega a él con toda conciencia del deber, tiene el derecho interior de escoger una tarea excepcional, en lugar de la que se le ha encomendado. Sólo el hombre que considera su propósito como natural y no extraordinario ni heroico y lo toma como ocupación emprendida con entusiasmo fervoroso es capaz de llegar a la vanguardia de los demás en el dominio espiritual y ser uno de los que necesita el mundo. No hay héroes de la acción, sino en la donación de sí y en el sufrimiento.

Lo que los amigos encontraban más irrazonable de sus intenciones era que en lugar de partir para el África como misionero quería hacerlo como médico. Es decir: esto significaba imponerse a los treinta años una faena larga y laboriosa de estudio. No dudaba un instante de que esta aspiración le exigiría un esfuerzo inmenso y contemplaba los años por venir con ansiedad. Pero las razones que le habían deter-minado a seguir esta vía escogida de médico pesaban en su balanza de tal modo que las otras consideraciones no contaban.

Quería llegar a ser médico para poder trabajar sin hablar. Durante años se había consumido en palabras. Había ejercido con alegría su papel de profesor de teología y de predicador. La nueva actividad consistiría no en hablar de la religión, sino en practicarla. Los conocimientos médicos le darían el medio de realizar su finalidad en la mejor y más completa manera posible, cualquiera que fuese el lugar a donde el servicio le condujera.

En lo que concernía al África Ecuatorial, la adquisición de estos conocimientos parecía particularmente indicada, porque en la región adonde se proponía ir la presencia de un médico respondía, según los misioneros, a la más urgente de las necesidades. Continuamente en sus comunicaciones y periódicos deploraban no poder dar la ayuda necesaria a los indígenas que les consultaban sobre sus miserias físicas. En su concepto valía la pena volverse uno estudiante de medicina para llegar a médico y poder un día aliviar o sanar a estos infortunados. Cuando los años por sacrificar le parecían muy largos recordaba que Amílcar y Aníbal habían preparado la marcha sobre Roma con la dura conquista de la España.

Otra razón parecía destinarle a la medicina y era que, según lo que sabía de la Sociedad de las Misiones de París, dudaba mucho de que le satisficiera llegar a ser uno de sus miembros misioneros.

Así las cosas, y atendiendo también a hechos artísticos, filosóficos, teológicos y de historia religiosa, que concretaba en libros, en diciembre de 1911 terminó sus estudios de medicina. Escribió su tesis de grado sobre la afirmación publicada por Leosten, William Hirsch y Binet Sanglé, acerca de una supuesta paranoia de Jesucristo, es decir, sobre un tema de psiquiatría. Un año de estudio le requirió este esfuerzo de cuarenta y seis páginas.

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Al año siguiente Schweitzer contrajo matrimonio con Hélene Breslau, hija del historiador de Estrasburgo, quien había sido su colaboradora en la obra literaria de sus años anteriores y quien poseía título de enfermera. Con ella principió a preparar el equipo para su casa en el África y especialmente para el hospital que allí había de crear, valiéndose del producto de sus recitales de órgano, de su libro sobre Bach, de su obra docente en el Colegio Teológico de Santo Tomás y, con especialidad para el hospital, de los auxilios de la Congregación de San Nicolás, de los de algunos parroquianos alsacianos y de la totalidad del valor de las entradas de un concierto dado en la Sociedad París-Bach y de otro realizado en El Havre.

Terminados todos estos preparativos, Schweitzer ofreció sus servicios y sus propios recursos a la Sociedad Misionera de París para trabajar como médico en la Misión del río Ogoué, en el territorio de Gabon. En un principio este ofrecimiento tuvo dificultades de aceptación, debido a las personales interpretaciones religiosas de su pensamiento, pero, después de diálogos aclaratorios, todo quedó arreglado. Otra dificultad que se presentó fue su condición de subdito alemán, pues solo a médicos franceses les era permitido libremente el ejercicio de la profesión en cualquier territorio francés, pero este inconveniente fue allanado con un permiso del Departamento de Colonias.

Vencidos estos tropiezos y despachadas a su destino setenta cajas que contenían drogas, elementos quirúrgicos y de hospital y algunos objetos personales, el viernes santo de 1913 y en compañía de su esposa, salió Schweitzer de su pueblo Günsbach hacia Lambarene, en el África. Dejaba la vida civilizada y de gran cultura europea y particularmente su enseñanza de teología en la Universidad de Estrasburgo, sus pre-dicaciones en la iglesia de San Nicolás y la Dirección del Colegio Teológico de Santo Tomás, cargo éste de por vida, de honorarios generosos, de independencia completa, de habitaciones cómodas, de biblioteca antigua y excelente a su servicio y de agradable compañía.

Cuando Schweitzer arribó a Lambarene, en el sitio de la Misión que había aceptado su ofrecimiento, tuvo una de las más dolorosos sorpresas de su vida: no encontró la construcción, así fuese muy sencilla, que le permitiera empezar su trabajo médico. Nada había para el efecto en aquella tierra ardiente y pantanosa. Pero, lejos de anonadarse por ello, y con entusiasmo de quien empieza una obra vehementemente acariciada, resolvió habilitar como traza de hospital su pobre y rústica vivienda, un patio abierto y un gallinero oscuro, abandonado, de techo deteriorado y lleno de goteras. En estos tres lugares estableció su consultorio, una sala de cirugía y un servicio de contadas camas. Algunos meses más tarde pudo ya disfrutar de un cober-tizo a la orilla del Ogoué, cubierto con hojas de latania, un poco espacioso para permitir el funcionamiento de una sala de operaciones, de un consultorio y de una pequeña farmacia. En sus inmediaciones y de bambú se fueron construyendo otros cobertizos para mayores comodidades y para albergar enfermos necesitados de hospitalización.

A esta penuria de medios se agregaban las inclemencias del tiempo, pues las lluvias son frecuentísimas en la tarde, y principalmente la humedad, que deshace las cosas. Y no eran menos perjudiciales v molestos los zancudos, entre ellos el anofeles; las moscas con aguijón; los bichos o sabandijas, cuales las hormigas de color castaño y negro y las llamadas blancas, destructoras de papel, libros, cortinas, ropa y alfom-bras; los tábanos; los parásitos de la piel; y varios animales, como ratas, leopardos y gatos monteses.

En estas circunstancias empezó a recetar enfermos por centenares y aun a operarlos, los cuales venían hasta de trescientos kilómetros de distancia y entre los que se encontraban todas las enfermedades europeas, menos el cáncer y la apendicitis, con predominio del paludismo, la lepra, la enfermedad del sueño, la disentería, la frambuesia, la filaría, las úlceras fagedénicas, la neumonía, las

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afecciones cardíacas y urinarias, la elefantiasis y las hernias estranguladas. De las enfermedades europeas, las peores eran las secretas, transmitidas a estos desven-turados por gentes venidas del otro lado del Mediterráneo. Los trastornos mentales fueron otros que debió atender con solicitud, pues no eran raros y los nativos trataban a sus víctimas atándoles los pies y las manos o arrojándolos al río cuando los casos eran apurados.

Y he aquí plenamente destacado al médico rural en sus fundamentales dimensiones de ciencia, aislamiento, bondad, porfía y abnegación. Esta característica solamente duró por espacio de unos cuatro años, pues en 1917, por razones de la primera guerra mundial, fue llamado a Europa por el gobierno francés, y allá permaneció hasta 1924, cuando pudo regresar a su hospital de Lambarene, cuyos servicios empezaron a ser atendidos también por otros médicos, en número creciente al par de su desarrollo. De este año de 1924 en adelante, hasta 1959, Schweitzer hizo trece viajes a los países del Viejo Continente, repartiendo su tiempo entre conciertos, conferencias y otras actividades culturales y religiosas y su amada y persistente labor médica en Gabón.

De todo este relato surge la pregunta: ¿El origen de la hermosa y edificante determinación de Schweitzer fue su religiosidad o más bien la bondad de su corazón? Estas páginas sostienen que ambas, aunque cualquiera de ellas dos puede ser su fundamento o razón. Sea cual fuere la causa, la piedad médica, tan culminante en el médico rural, es una de las más elevadas y bellas de la condición humana.

Sin duda, Schweitzer es uno de los más altos ejemplos del médico rural y uno de los que han llevado a cima mayor su categoría. Sin duda también de ello hay espejos numerosos. Pero cuan pocos han hecho el sacrificio de este alsaciano benemérito. El relato de su vida es de tal modo relevante y extraordinario que ejemplariza cual ninguno, mas al mismo tiempo, a quienes hemos ya cumplido la vida, nos enjuicia, nos censura, nos entristece, nos afrenta.

No es nuestra intención equiparar la vida de Arbeláez a la bellísima, asombrosa e infinitamente meritoria de Schweitzer, pero de su comparación se concluye que aquella sí merece ser citada, aunque a distancia de ésta, y hasta de la del señor Suárez, porque, aun siendo muy inferior, puede tildarse de semejante, en cierto modo, y de especialmente ejemplar y valiosa entre las más notables de Colombia.

Si Schweitzer dedica su vida casi toda a la asistencia médica de los negros del África Ecuatorial, renunciando a una situación espléndida, cómoda y civilizada y a crear los recursos de esa asistencia por medio de repetidos conciertos artísticos personales en Europa, Heriberto también restablece, sin sueldo alguno, el servicio del hospital de Honda, que estaba suspendido cuando llega a ejercer en esta ciudad, y solicita y consigue, para atenderla gratuitamente por años, una sala en el hospital infantil de "La Misericordia", cuando se establece en Bogotá. De otro lado, durante cerca de cuarenta años ejerce su profesión, sólo con el ánimo de ser útil a las gentes, destinando sus honorarios, que jamás fueron excesivos ni de finalidad lucrativa, al beneficio de su numerosa familia pobre. Nunca le ha negado sus servicios a nadie, menos al necesitado, a quien ha mirado siempre con particular deferencia.

Heriberto no se destierra como Schweitzer a otro continente y a un pueblo tan atrasado como Lambarene, pero en cambio hace a pie infinidad de marchas fatigosas, sufre heroicamente desnudez y hambre, al menos por dieciséis o diecisiete años, durante su formación escolar, de colegio y médica, en contraste con éste, quien para lo mismo, gozó de sobrantes medios de vida y tuvo los claustros a inmediaciones de su casa. Aún más: Schweitzer disfrutó del privilegio cultural de Estrasburgo, con su universidad y sus varias sedes del pensamiento y del arte, así como también de un esclarecido, sobrado y valioso medio familiar, en tanto que Heriberto vive su infancia, puericia y primera juventud en un hogar noble y sano, pero de sencillez

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completa, donde la dureza de la suerte no ha permitido adelantamiento alguno de lo espiritual y próspero.

Durante tan largos años de su práctica profesional siempre se ha mostrado como aquellos discretos y meritorios personajes que, por conseguir el bienestar de sus semejantes, fuerzan lo imposible hasta donde la voluntad alcanza y hasta donde los conocimientos llegan. Cada uno de los actos de su voluntad ha sido un acto progresivo de la sabiduría, de la inteligencia, de la imaginación y de la conciencia, un acto que en toda ocasión ha podido llamarse instante afortunado y pródigo para quitar o atenuar padecimientos. Y su gran fuerza ha sido la paradójica de los dos elementos más blandos, delicados y finos de la naturaleza humana, la bon-dad y la nobleza, cuya acción es suave y poderosa como una presión divina.

Cuando uno da una mirada general a la labor médica de este asclepiada hipocrático —expresión ésta de Laín Entralgo— no puede menos que recordar dos de los pequeños tratados de los escritos por los médicos griegos que forman el Corpus Hippocraticus, llamados Sobre el médico y Sobre la decencia, y sus palabras acerca de las condiciones que debe llenar este facultativo, recogidas por Laín Entralgo en su obra La relación médico - enfermo: "Vestirá con decoro y limpieza y se perfumará discretamente, porque todo esto complace a los enfermos; será honesto y regular en su vida, grave y humanitario en su trato; sin llegar a ser jocoso y sin dejar de ser justo, evitará la excesiva austeridad; quedará siempre dueño de sí". Y las páginas sobre la decencia dicen más determinadamente: "El médico ha de ser serio sin rebuscamiento, severo en los encuentros, pronto a la respuesta, difícil en la contradicción, penetrante y conversador en las concordancias, moderado para con todos, silencioso en la turbación, resuelto y firme para el silencio, bien dispuesto para aprovechar la oportunidad... y hablará declarando con su discurso, en cuanto sea posible, todo lo que ha sido demostrado, usando del buen decir... y fortificado por la buena reputación que de ello resulte". Entrando en la cámara del enfermo, el médico deberá "recordar la manera de sentarse, la continencia, el indumento, la gravedad, la brevedad en el decir, la inalterable sangre fría, la diligencia frente al paciente, el cuidado, las respuestas a las objeciones" 1.

V. Laín Entralgo, La relación médico-enfermo, pg. 58.

CAPITULO XII

Entre lo fundamental y filosófico en Heriberto respecto a su misión profesional está su muy claro, elevado y noble concepto del Acto médico. De él —estamos seguros— ha pensado lo siguiente:

Definir el Acto médico como un simple procedimiento técnico es negarle completamente su alto y eximio contenido y darle un bajo valor, a todas luces inaceptable.

El Acto médico ha sido esencialmente el mismo desde el principio de la medicina, en su doble sentido individual y social, hasta hace poco tiempo. Pero en cuanto lo individual tuvo un valimiento notorio en el curso de las edades, fue este sentido el más visible o considerado, en tanto que ahora el sentido social, con lo colectivo, aumenta en importancia, con alguna mengua del primero. De ahí que hoy aparezca como es-tricta, elemental y tal vez incompleta la definición de Duhamel de que el Acto médico es un coloquio singular entre dos hombres, o la muy bella de que "es el encuentro de una confianza con una conciencia".

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Doblado por el factor moral y por otros factores, el Acto médico es verdaderamente complejo. Es una sucesión de actos fundamentales que lo conforman y que le hicieron pensar a Renán en una oración, cuando ellos se realizan. Surge como primero y determinante la solicitud o ruego, saturado de esperanza, de un hombre víctima del dolor. Corresponde a él, en seguida, el más elevado y excelso, eminentemente cordial y humanitario, el que llamó Marañen "amor de caridad" y que Laín Entralgo, a quien seguimos bastante en estas líneas, ha denominado, con lenguaje ceñido a lo científico, "amor pretécnico". Viene luego, como fulguración de la ciencia, el acto del diagnóstico, que es propiamente la culminación del diálogo de Duhamel, y que se complementa, por derivación científica también, con el acto de ayuda técnica o tratamiento, que es parte del beneficio anhelado. Mas aquí no concluyen estas actividades, porque después apunta otra y es la que ha nombrado el mismo profesor Laín Entralgo, "amor post-técnico", que suple con afecto y consideraciones las deficiencias terapéuticas y que crea en el enfermo tolerancia y resignación para sus sufrimientos. Finalmente, como forzosa deducción o consecuencia, hay que considerar el secreto profesional, que ha sufrido un notable proceso de omisión con el concepto nosológico moderno, con el interés y desarrollo de la ciencia y con las necesidades crecientes de la higiene y la salud públicas. Esto, aparte de que se diluye en la actualidad entre los equipos médicos, entre los especialistas, entre los laboratorios, entre el inevitable número de ayudantes y enfermeros. Es posible que llegue a perderse en mucho su razón de ser, pero sin embargo, perdurará mientras existan la caridad y la nobleza, mientras la persona humana goce de miramientos y mientras no se olviden ejemplos como el del Colegio Médico Departamental del Sena, cuando la ocupación de Francia por las tropas alemanas. A la exigencia militar de violación del secreto médico, bajo la amenaza de castigos muy severos y aun de la pena capital misma, aquel valeroso Colegio ordenó a sus afiliados no someterse a semejante imposición y los heroicos profesionales galos arrostraron las consecuencias del cumplimiento de su deber, desafiando tan terribles amenazas 1.

1 V. Rene Dumesnil, L'Ame du Médicin, "Presences", P. Lom., París, 1950.

Se han señalado no pocas veces concernientes al Acto médico la materia de los emolumentos y del prestigio profesional, dentro de lo que se ha llamado el cientificismo y otra de las manifestaciones de éste, o sea la utilización del enfermo con un fin científico. Los dos primeros factores no los ha aceptado la medicina entre los elementos constitutivos del Acto médico y el tercero sólo se ha permitido con las limitaciones necesarias y con la circunspección que merece todo ser humano. Es verdad que la organización y el desenvolvimiento actual de la sociedad y sus crecientes exigencias reclaman en cierto modo que en el hecho o servicio profesio-nal, así sea el individual como el colectivo en clínicas, hospitales e instituciones de diagnóstico, se consideren los justos honorarios como cosa pertinente al acto médico. Mas, con todo, ello no debe ser así, porque él debe conservar su carácter desinteresado y ético, emanado de una "vocación de amor" y corresponder a una per-sona de quien siempre se puede decir tu quoque sacerdos, medice.

En la actual estructura social el Acto médico está sufriendo una transformación, porque, con la medicina en equipo, ya no se trata de un diálogo singular entre dos hombres, sino de uno plural entre un paciente y varios interlocutores o agentes. Por la misma razón no es "el encuentro de una confianza con una conciencia", sino con varias, con la consiguiente disminución de la responsabilidad y del "amor de caridad",

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exaltado por todos hasta este tiempo. De tal suerte que están desapareciendo dos de los elementos esenciales de aquel acto. Esto exige que el concepto del Acto médico no se modifique en su significación básica y que entre los varios médicos de una intervención propia de su oficio haya siempre uno que asuma la posesión y responsabilidad del enfermo, pues no es lo mismo que esa posesión o responsabilidad la tome una entidad de salud particular o pública.

El Acto médico debe ser un acto de generosidad y amor, según lo expresaba Marañón, quien lo entendió en su profundidad y su naturaleza más grandes. Es un acto esencialmente humano e indiscutiblemente complejo en el que predomi-nan dos caracteres necesarios, ingénitos: la piedad y la técnica. Cualquiera de los dos que falte lo desvirtúa gravemente. A su plenitud concurren simultáneamente el corazón, el amor, la benevolencia, de un lado, y del otro, la inteligencia, la "pasión por el conocimiento y gobierno de la naturaleza", cual lo dijo el mismo Marañón.

Es decir, el Acto médico tiene honduras numerosas, distintas, insospechadas, de sentimientos delicadísimos de nobleza. Hay en él misericordias y ternuras finas casi hasta el extremo de las lágrimas, como cuando se ejerce sobre los cuerpos frágiles y amados. Hay en él paternidad auténtica cuando el que lo recibe es un niño a quien se le salva la vida, a quien se le da otro nacimiento. Hay en él dolores hondos en aquellos casos en que, por resistencia de la enfer-medad, él no responde a las esperanzas. Hay en él alegrías íntimas y plenas ante el regreso de la salud y del sosiego que promueve. Le acompañan también angustias reales en aquellas veces en que no se conforman debidamente por falta de medios o por causa de la ignorancia. Hay en él sensaciones indescifrables de promesa o ilusión despertadas por las manos que palpan o por las compasivas que en la práctica quirúrgica extirpan los sufrimientos o restauran los órganos. Y hay en él consuelos milagrosos y conmovedores, como cuando se cumple con palabras afirmativas de días venideros plácidos y dulces.

Siendo el Acto médico función de dos actores, uno plenamente activo, que es el médico o grupo de médicos, y otro activo y pasivo al mismo tiempo, que es el paciente, la individualidad de éste debe ser tomada en su realidad y particular condición. No debe olvidarse que en este acto hay una inspiración, excitación o movimiento espiritual compartido entre quien lo ejecuta y quien con fe lo recibe, en una atmósfera de comprensión y caridad, y no debe olvidarse tampoco que el Acto médico debe trascender en efectos saludables posteriores a su desempeño.

Desgraciadamente el Acto médico ya ha perdido y perderá aún más su fascinante resplandor, que es la presencia bondadosa del médico, no como técnico, sino como ser de pródiga amistad. Es hoy un hecho riguroso, frío, escueto en la serie de consultorios intimidantes de una agrupación médica o en la apartada y solitaria cama del cerrado cuarto de una clínica. También ha perdido mucho de su arte, como lo anotaba Marañón, con la nueva terapéutica de específicos, en la que la fórmula magistral, convertida en una verdadera factura, es obra de los laboratorios comerciales.

CAPITULO XIII

Puesto que Heriberto ha sido un médico ejemplar y perfecto, puede decirse de él lo que se contiene en las páginas siguientes.

Es del caso afirmar que el médico pertenece a la categoría de los seres sagrados, en cuanto esta palabra significa ungido o elegido, digno de veneración y respeto, lo que confirma la conocida frase sedare dolorem opus divinum est. Entre los griegos, sobre todo si era filósofo, al médico se le tenía como a un dios.

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De los servidores públicos es el que ha escogido la mejor parte, dijo Marcel Sendrail en su obra La medicina, educadora del espíritu, y de esos servidores es el único que lleva distintivo o carácter indeleble, al modo de los consagrados con el óleo de los altares, carácter que no puede deponer totalmente, puesto que siempre que obre o piense pensará y obrará como lo que es y guardará ineludiblemente en el fondo de sí mismo la tendencia y el gusto de cuidar y curar a los enfermos. Así lo expresa Georges Duhamel en un párrafo de sus páginas llamadas Palabras de médico. No puede negarse que el auxiliar a otro es un instinto del alma del hombre. "El asclepiada hipocrático amaba su arte a través de su amor al hombre, y al hombre —al enfermo que requiere sus servicios—, a través del amor a su arte". Hoy el médico cristiano ama a su enfermo como a un hermano y ve en su técnica un instrumento al servicio de la caridad.

Y por su mismo oficio el espíritu de este gran amigo del hombre tiene poderes efectivos y su alma una peculiar riqueza de atributos, que se advierte en su lenguaje, expresión no solo de sus ideas, sino de una lógica, de un pensamiento, de una metafísica.

Tratándose de su poder en la vida, no puede uno menos que recordar, entre las cosas de mayor relieve en la personalidad de Alberto Schweitzer, su gran admiración y respeto de ella.

Viajaba un día este eximio hombre, con gran lentitud, aguas arriba del Ogoué, en el África Ecuatorial. Mientras su vista se dilataba en el paisaje primitivo de aquellas comarcas grandiosamente salvajes y hostiles, su espíritu meditaba en la vida y en la muerte, que sobre la extensión abierta luchaban implacables ante el asombro de sus ojos y que lo llevaban hacia altos pensamientos.

"¿Qué soy?" —se preguntaba— y, respondiéndose que él era una vida con designio y deseo de ser vivida, concibió la idea de que la vida debía ser ante todo veneración de ella. Caviló un poco sobre esta idea y, ahondándola, encontró gozoso en su significado todo el sentido y el valor de su camino.

Por supuesto, a este concepto de veneración, resultado de una profunda y total inteligencia de la vida, llegó él por las alturas del amor, que, al fin y al cabo, tratándose del ser que vive, es la pura piedad y el completo servir. Pero no de-bió ser de poca importancia también, para alcanzar esta interpretación, su fuerte tendencia religiosa, que le conducía al sacrificio por el prójimo.

Este criterio así de la vida prevalecía en la razón de ser de su inmensa actividad y le orientó absolutamente todos los pasos en su cumplimiento.

Bello y apasionante ejemplo para la labor médica, porque el médico es el ser que mantiene en sus manos la vida del hombre que sufre una enfermedad, o sea de uno que desempeña un oficio, que sostiene y dirige a una familia o a una comunidad, que influye en los destinos sociales, que tiene el goce de la naturaleza espiritual y física, es decir, de un hombre que, por serlo, posee una herencia genética de posibilidades y riquezas incalculables. ¡Qué responsabilidad la de estas manos que ciñen tesoros tantos!

Cuando un médico receta u opera a un niño no es capaz de calcular la posible vastedad de vida que maneja, la riqueza potencial de ese ser en probables futuras acciones trascendentales o famosas. Y lo mismo puede decirse de los pacientes adultos y aun de los viejos. Ellos pueden sorprender con inesperadas y brillantes actuaciones originadas en sus genes, genes que pueden subsistir y hasta revelar a sus dueños aun después de muertos. Ejemplo de grandes y pasmosas posibilidades que se cumplen tardíamente se encuentran muchos. De ellos citaremos uno solo, el del Papa Juan XXIII. Hasta su ascensión al trono pontificio este príncipe de la Iglesia fue una persona común entre, sus iguales de la jerarquía, sin que se distinguiera por nada extraordinario; pero, una vez elegido Padre Santo, la riqueza potencial de sus aptitudes, que pertenecía a su patrimonio genético, se tornó grandiosa y

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desconcertante obra, pues en solo tres años transformó a la Iglesia y se hizo a la admiración y al amor del mundo. Recordó los tres años de la vida pública del Sal-vador.

Aún más: esta sorpresa que produce la penetración de la ciencia en los fenómenos de la vida se experimenta mayormente desde el punto de vista de la medicina, cuando se observa que de ésta se apoderó la química y que ya va borrándose la línea de separación existente entre ella y la biología.

El homo naturalis va cediendo el terreno al homo biologicus, cuyo nacimiento contemplamos, y el médico y el biólogo van cambiando el rostro humano, según expresión de uno de los científicos actuales.

Quienes intervienen en estas revoluciones y mudanzas de la vida, todos manifiestan su preocupación por ellas. El doctor W. H. Thorpe, científico experto en las costumbres animales y profesor de la Universidad de Cambridge, es-cribió hace poco: "Los problemas morales creados por la explosión demográfica y la inseminación artificial, por la genética y la neurofisiología, así como por las ciencias sociales y mentales son tan graves, al menos, como los que se derivan de la energía atómica, la bomba H, los viajes al espacio, los vuelos supersónicos, las telecomunicaciones, los ordenadores y la automaticidad. Se duda de que algunos de estos últimos progresos marcarán asimismo el principio de una era en la vida humana, como los que los han precedido. Yo les atribuyo una im-portancia al menos tan elevada, si no más elevada, como el descubrimiento del fuego, de la agricultura, de la imprenta, de la rueda".

Pero, separándonos un poco de esta agitación biológica en la que el médico tiene que actuar por razón de necesidad, de estudio y de natural inclinación, observamos la manera tan razonada y entusiasta como él ama la vida y el valor conque la defiende de la enfermedad y de la muerte, en cuya lucha su ser adquiere satisfacción y gloria. Porque la muerte es la que descorre la significación de la vida, como de la obra de quien contiende por ella. Para él la vida y la muerte son dos fases de una misma realidad. La medicina no puede suponerse separada de la vida universal, porque ambas se confunden. Esta, en lo humano, es de aquélla su estadio. El médico favorece a la vida con pasión intensa y no hay sentimiento, ni preocupación, ni paso de sus horas que no estén regidos por ella, la que a su vez le va confiando sus secretos y le va auxiliando con sus medios en reciprocidad benéfica. El médico, dice Paracelso, es señor de la naturaleza, descubridor y gobernador de las ilimitadas posibilidades terapéuticas del mundo natural. Le da él a la vida un gran sentido, como también a su arte la mayor extensión, estrechándolos y confundiéndolos en un solo valor fundamental, cuyas palabras representativas son para su entendimiento las más sagradas y primeras. Y puesto que la vida es la aventura más notable conocida, ella le concede a la obra del médico categoría eminente y única.

Pero si es de relieve la acción del médico en la vida, no lo es menos el conjunto de singularidades de su corazón y de su espíritu, de las cuales no sería superfluo el apunte de unas pocas, como se dijo antes.

Aunque se ha repetido, tal vez no bastante, lo primero que resalta y debe resaltar en este personaje social son su conmiseración y su benevolencia. El médico debe dilatar su corazón ante su enfermo y entregárselo. Quien vive en el dolor real o posible del hombre no puede carecer de estas cualidades. El médico Geoffroy se compenetraba tanto y tan bondadosamente con sus enfermos que tomaba con ellos un aire triste y afligido, de real preocupación. El sentido más profundo de la ética médica de Grecia "consistió en aceptar, interpretar y potenciar técnicamente el instinto de auxiliar al semejante enfermo", dice Laín Entralgo1 .

1 V. Laín Entralgo, La relación médico-enfermo, págs. 95 y 96.

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De esta bella cualidad ha habido muchos espejos en el mundo, tales como Schweitzer, a quien se acaba de nombrar, como el casto Paracelso, quien decía que el fundamento de la medicina es el amor; como Boherhaave, el que en su hospital de doce camas e imbuido de misericordia, formó en su tiempo a la mitad de los médicos de Europa; como el venezolano José Gregorio Hernández, quien llegó hasta los umbrales de la canonización por su caridad; como gran número de nuestros profesionales, especialmente los de aldeas y campos, de quienes han podido decir nuestros labradores lo que de Benassis los del cantón Balzaciano, que sus trigos germinaban mejor cuando éste, por las mañanas, cruzaba por sus sembrados.

Cuenta Henri Mondor, de la Academia Francesa, a propósito de Bretonneau, que un día fue llamado éste a ver a un enfermo en la región de Turena. Atendió él la llamada y mientras examinaba al paciente, los miembros de la familia se ocuparon en reunir los mil francos que eran el valor del viaje profesional, cosa no fácil, porque en aquel pequeño país a los billetes se les tenía en poca estima y porque el oro se mostraba muy esquivo. Sin embargo, al fin. tanto en billetes, como en oro, en plata y aun en bronce se logró completar la suma. Brentonneau se disponía ya a su regreso, cuando un pobre hombre que había sabido de su presencia en Saint-Florent, llegó a suplicarle que, de paso, se detuviera en su vivienda, donde su mujer se moría de tisis. Brentonneau lo hizo así, con la alegría de todos los parientes. El caso era desesperado, por lo que el médico se limitó a recomendar para la enferma una alimentación especialmente buena, como carnes rojas y vinos generosos. Mas diciendo esto, observó él que en aquella vivienda predominaba la miseria y que sus palabras venían a ser como una irrisión. Entonces, sin que nadie lo percibiese, sacó de su bolsillo el valor de los honorarios que había recibido y lo deslizó bajo la almohada de la enferma.

Aun en los médicos de los mismos centros supercivilizados, cuyo espíritu, sujeto a solicitudes numerosas, presenta muy diversos matices y cierta templanza emocional, se observa esta delicadeza del corazón. La nombra Flaubert en estos renglones, que recuerdan a su padre, según lo anota Rene Dumesnil en su libro que hemos citado:

"Pertenecía a la gran escuela quirúrgica salida del delantal de Bichat, a esta generación de prácticos filósofos que, queriendo a su arte con un amor fanático, lo ejercían con exaltación y sagacidad. Desdeñoso de las cruces, de los títulos y de las academias, hospitalario, liberal, paternal con los pobres y practicante de la virtud sin creer en ella, hubiera pasado casi como un santo si la agudeza de su espíritu no le hubiera hecho temer como a un demonio. Su mirada, más cortante que sus bisturíes, penetraba rectamente en el alma y desarticulaba toda mentira a través de disculpas y temores. Marchaba así, lleno de esa majestad tranquila que dan la conciencia de un gran talento, de una fortuna y de cuarenta años de existencia laboriosa e irreprochable".

Con una alegría que pudiera llamarse mística vive en el reino del obsequio, a modo de un idealista, en función sacerdotal; y con aquella bondad sensible que era para Beethoven la máxima superioridad humana, despliega su existencia, siervo de la razón, en una como nueva juventud después de su grado y en una progresiva espiritualización de su tarea, para buscar y restablecer la armonía de la naturaleza y del espíritu.

Al lado de la piedad que es y que debe ser tan suya, la conciencia pura es otra elevación que comúnmente mantiene el profesional médico. Nace ella con las raíces mismas de su vocación, porque no se puede suponer una tendencia natural tan noble como servir al enfermo, sino como manifestación de un fuero interno sano, vigilado y sometido a regla.

También puede decirse que el médico es un hombre esencialmente religioso, porque su ideario y su fe son una religión que justifica su vida de benefactor abnegado, austero y diligente.

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El objeto de su filosofía es el ser del hombre en cuanto se relaciona con la salud y con la enfermedad y a él consagra lo más de su inteligencia. Contribuye al éxito de su afán una sensibilidad exquisita privativa o propia, sobre la que obran influencias físicas y espirituales, naturales y adquiridas, y también un sometimiento heroico de todos sus impulsos a la severidad de una norma de fines morales y estéticos, que rechazan frivolidades y vulgares apetitos.

El médico es el hombre del lenguaje propicio y de la palabra amable, porque su inclinación natural se los dio oportunos y piadosos. Su cuerpo permanece listo; su alma, en entrega; sus facultades, prontas; y sus sentidos, abiertos y despejados para percibir el conocimiento. Por lo que es uno de los hombres en quien se ve más el valor acumulativo de la experiencia. Cada día que pasa le deja a su espíritu y a su memoria enseñanzas de su práctica, que son un acervo de ideas, de datos, de claves, de informaciones, de documentos y que ordenados, analizados y evaluados constituyen la más reputada sabiduría clínica.

No menos especial del médico es la dignidad. Ella está en el ámbito de su pensamiento, como quería Pascal, y también en el de sus pacientes, a quienes se la respeta y debe respetársela en su condición de personas. Entendida como respeto a lo esencial de sí mismo, le es claramente propia; y entendida como respeto a su manera de ser, le es asimismo natural, pues es exigencia de la profesión y resultado de una formación científica y de una disciplina de la razón y del sentimiento.

Igualmente acompaña a este defensor de la salud la imaginación, puesto que el diagnóstico o el acto quirúrgico no son operaciones de exactitudes matemáticas, sino obra de arte, de reflexión, de inspiración, en la que el acierto lo dan la sabiduría, o el dominio de uno o varios detalles, o un signo preciso y determinante que salta en el correr de las posibilidades y figuraciones, o sea en el camino de la duda, que es el que lleva a la verdad.

Sobresale mucho en la actividad espiritual del médico su curiosidad intelectual y su dominio de los pormenores. Como cada conocimiento puede ser de gran provecho en los casos múltiples de su oficio, este facultativo, ansioso de sabiduría siempre, no menosprecia enseñanza ni información de cosa alguna que desconozca. Todo lo que enriquezca su mente lo busca y lo hace propio. Y en cuanto a los pormenores, su observación es uno de los caminos más socorridos en busca de la certeza. La experiencia le ha demostrado que un detalle increíble, pequeño, imprevisto puede ser el rayo de luz que ilumine el fondo misterioso de un problema clínico.

Al lado de estas peculiaridades y no para su profesión, existe en el médico cierto escepticismo, que no es ni el de Pitágoras, ni el de Gorgias, ni el de Pirron de Elis, sino uno suave, templado, sonreído, de las preeminencias, categorías y creencias sociales, el que nace en el práctico que está en contacto diario con la más cruda realidad, que está más cerca de la ciencia aplicada que de la metafísica, que vive más en lo objetivo que en lo subjetivo, que estudia los fenómenos en sí mismos e independientemente de los modos de pensar y de sentir, que conoce la vida en su más decepcionante intimidad y al hombre en sus dolores y miserias. Qui zas este escepticismo es un efecto de la sabiduría, como lo sugiere André Gide.

Otro de sus perfiles muy salientes es el que adquiere en la realización de su obra infatigable y fervorosa al no definir ni querer definir el punto donde termina lo posible. Por eso puede decirse que el médico es el hombre que no llega nunca, pues, de un lado, su labor es de solicitud constante y cuando cree que ella ha terminado ve que apenas está en su comienzo. Es un Sísifo heroico y benévolo que, no por con-denación, sino por voluntad libre, magnánima y piadosa, lleva sobre sus hombros el dolor humano. No trabaja para lo eterno, lo definitivo, lo permanente, sino para lo mudable y transitorio. Es un ser que tiene que vivir en lo pasajero y no en lo

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perpetuo, en lo posible y no en lo seguro, más en la duda que en la certidumbre, en lo relativo y no en lo absoluto, en lo incompleto y no en lo acabado, en el movimiento continuo y no en el reposo. Es un hombre que marcha entre las luces de la incertidumbre y uno de los que necesitan más del auxilio de los errores para poder llegar a la verdad, Clarius per obscurius. Contrastando con todo esto hay en él una fuerza central, una realidad profunda de providencia que no se agota, que no se acaba.

Es también particularidad suya muy innegable que, siendo su oficio sobresalientemente social y entendiéndose diariamente con un grupo más o menos grande de personas, puede decirse que su espíritu es de los más solitarios conocidos y uno de los más familiarizados con el silencio. En su mirada se percibe una soledad. Sale de sí y se pone en comunicación con los demás, pero en lo que hace relación con su trabajo. Porque en tratándose de sus sentimientos, de su pensar trascendental, de su yo íntimo, la estancia interior que los alberga es de lo más repuesto y escondido. Una de las causas para ello es que, en su afán de servicio, vive él lo más del tiempo en las habitaciones ajenas, donde está su razón de ser, donde se despersonaliza y se vuelve un medio divino, tal vez un instrumento, quizás un intermediario. Su destino individual se confunde con el destino común y, aunque se le vea acompañado, va solo en el mundo. A esa estancia interior suya entran muy pocos y de ellos no todos la comprenden. Probablemente por eso las gentes dicen que la medicina es fría, siendo así que ella es tarea de emociones y aun de angustias, como las que se padecen con las urgencias y la excesiva gravedad de algunos pacientes, con los silencios de la mente ante un oscuro y complejo cuadro patológico.

No debe omitirse tampoco señalar en el médico como perfil delicado y como muestra de su distinción la finura en sus relaciones sociales y de preferencia con sus enfermos, para quienes acostumbra tacto y suavidad en sus maneras, en su voz, en sus observaciones, en sus manos mismas y principalmente en el miramiento como trata sus asuntos difíciles, ingratos o embarazosos.

Y es un hombre de fe en su tarea. Así como en la teología moral figuran en señalado puesto las tres virtudes de la

fe, la esperanza y la caridad, ellas mismas, con su lógica diferencia, son. de alta importancia en la profesión médica por su poder, su valor y su dignidad.

Sea formal o informal la fe del médico, ella, como la teologal, tiene su estructura ontológica y obra en todos los casos mediante los conocimientos científicos, auxiliados en los creyentes por la Providencia misma y por la invencible esperanza.

La fe, que eleva la inteligencia y la fortifica y anima, como mueve también la voluntad, suministra su objeto al Acto médico, merced a estas dos potencias y a la no menos importante, que es la piedad, con cuya contribución recibe estímulo y orientación aquella virtud y se crea el vínculo cordial entre el paciente y quien le asiste y cura. La fe y la piedad suprimen las distancias entre estos dos seres, sirviéndose de la voluntad.

En la luz de la piedad se destaca la fe como crédito y logro de la labor médica y como creadora de la fe también del enfermo, sin cuyo concurso esta labor no se procura y perfecciona. Por esta fe, el médico, como el padre, como la madre, alivia cada vez que se le nombra.

La fe informal implica estrechez de posibilidades y recursos y su deficiencia no favorece el acercamiento, la unidad que debe existir entre médico y paciente.

La fe requiere fidelidad, paciencia y encendimiento y así alcanza el restablecimiento del cuerpo deteriorado y perturbado del enfermo, como asimismo que ella sea halago e incentivo de la obra médica.

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Finalmente, vale la pena el siguiente comentario: En su estupenda obra El otoño de la Edad Media dice Huizinga que hacia el siglo XV

no había mal que sobresaliera en forma semejante a la codicia. Según él, la soberbia fue el pecado del período feudal y jerárquico, pero a ésta, gran pecado en la estimación de los espíritus, la fue desalojando la codicia, que carece del señalamiento teológico y social de aquélla y que es de categoría inferior por ser de vuelo rastrero y originada en un sentimiento innoble. El protestantismo y el Renacimiento miraron este pecado como un incentivo del buen vivir de las gentes y era "una operación de aritmética" la apreciación de lo que significaba una persona.

Leyendo uno estas apuntaciones ve muy a las claras que un tiempo semejante a aquel de la Edad Media es el que están viviendo hoy todos los países de la tierra. Hacía mucho que no se veía una avidez tan desbordada de dinero o de riqueza. No existe ahora ninguna actividad individual o social que se encuentre libre de este desordenado apetito. El mismo cuerpo médico mundial ha incurrido en tan impropio deslustre o menoscabo.

Desde hace ya algunos años Marañón, Gregorio el Magno, como lo llamó Pérez de Ayala, habló sobre este punto en su libro Vocación y ética, y posteriormente en el titulado La medicina y nuestro tiempo. Dándole el nombre de profesionalismo, comentó aquel insigne hombre de ciencia este descamino o despropósito con palabras así: "Consiste el profesionalismo en el intento, deliberado o no, de convertir en lucrativa, en fuente de riqueza, una profesión que, aunque legítimamente remunerada, debe siempre tener sobre su escudo el penacho del altruismo. El médico ha de vivir de su profesión y, según el criterio liberal, la remuneración justa será mayor o menor con arreglo a su capacidad de trabajo y a su buen arte para curar; pero siempre en límites de continencia. Lo esencial es que el médico no haga nada, jamás, pensando en el dinero que lo que hace le pueda valer"1.

1 V. Marañón La Medicina y nuestro tiempo, pg. 24

CAPITULO XIV

Entre las primeras actividades de Heriberto cuando se establece en Bogotá está la de buscar a Rosarito la caritativa hostelera y vendedora de carbón de piedra, que ya bastantes años atrás, en el pobre, destartalado y oscuro rincón, donde dos agentes de la policía saboreaban sendos platos de mazamorra, le proporcionó por largo tiempo su exigua manutención.

Llegado al sitio mismo de la venta del carbón, en la carrera 2°, entre calles 12 y 13, pregunta en las vecindades por ella y al fin da con una de sus sobrinas, quien le informa que Rosarito vive en el "Paseo Bolívar". Heriberto la compromete a que le acompañe hasta allá y le facilite el encuentro. No hay dificultad para éste, pues ella trabaja duramente en un caserón de los llamados "inquilinatos", donde es la encargada del aseo. Al ver a su antiguo comensal y favorecido lo reconoce inmediatamente y la cara se le ilumina de alegría. Pero esta iluminación no alcanza a disipar los estragos que el tiempo, los sufrimientos y la pobreza han hecho en su rostro, pues ahora está muy envejecida y su aspecto es de debilidad y vencimiento. La voz misma se ha apagado y vuelto melancólica. Es ya una ruina la pobre viejecita.

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Después de un amable, vivo y corto diálogo, en el que ella le habla, sobre todo, de su ocupación penosa e insufrible, Heriberto le pregunta: —¿Hay por aquí algún edificio o casa mejor que ésta, en donde alquilen piezas también mejores que las que veo? —¡Cómo no! Sí la hay y está cerca —respondieron tía y sobrina. —Pues vayamos ya los tres allá, que yo necesito una habitación. —Pero yo no puedo ir —dice Rosa-rito— porque la 'Patrona' no me deja salir. —Vayamos a hablar con ella —contesta Heriberto. Así lo hacen y éste logra que a la anciana se le conceda el permiso. Los tres parten y efectivamente en el "Paseo" y en una casa buena hallan, para alquilar, una pieza de muy aceptables condiciones. Heriberto la toma en arrendamiento y paga dos meses anticipados. Ya en la calle, éste le dice a Rosarito: —Aquí tiene usted la llave de la pieza, recíbamela, porque ella será su habitación. Todos los meses yo le pagaré el arrendamiento. Hoy mismo o mañana muy temprano se mudará usted y, óigamelo muy bien, desde hoy mismo también usted dejará su oficio en el "inquilinato" y no trabajará más, porque yo la sostendré del todo, porque de hoy en adelante velaré por usted. Y, tomando de su bolsillo la cartera, le agregó: —guarde usted este dinero para que compre sus alimentos y haga sus gastos por un mes, y guarde asimismo esta tarjeta mía, ella tiene la dirección de mi consultorio, donde usted me encontrará cuando alguna cosa necesite. Sépalo bien, Rosarito: de hoy hasta su muerte su vida correrá por cuenta mía. Mañana vengo a visitarla en su nueva habitación. Y ojalá esta sobrina suya quiera quedarse a vivir con usted.

Rosarito oye todo esto en un silencio conmovido hasta lo máximo y torrentes de lágrimas ruedan por su rostro. Ante esto Heriberto, no queriendo alargar más esta escena tan patética, se despide con un abrazo de su noble favorecedora.

Al día siguiente, cumpliendo lo ofrecido, va a visitar a Rosarito y la encuentra llena de felicidad en su nueva habitación. El diálogo que entablan en esta hora sí es fácil, largo y suficiente en explicaciones.

Religiosamente lleva Heriberto a cabo sus ofrecimientos a Rosarito. Ve esmeradamente por ella hasta que le sobreviene la enfermedad de su muerte. Durante ésta, él es su médico, la visita diariamente; se asesora de Jaime Jaramillo Arango, su condiscípulo, para que la atención médica sea más completa y, cuando fallece, él mismo la entierra en el cementerio central de la ciudad.

Otra de las bellas ocurrencias de Heriberto en los primeros meses de su instalación en Bogotá es la de buscar a Mercedes. Pero, ¿quién es Mercedes? Ella es la que por muy largo tiempo ha lavado la ropa de gran número de estudiantes de provincia en Bogotá. Cuando se encarga de la ropa de Heriberto se da cuenta de la pobreza inmensa de éste y entonces, con suma frecuencia, le incluye medias, pañuelos y aun camisas en magnífico estado, entre las rotas y mal remendadas piezas de su uso. Mercedes no hurta estas prendas para su hijo único, quien trabaja en la cervecería de Fenicia, pero sí para hacerle la caridad a Heriberto. Cuando éste le pregunta cómo es que ella puede hacerle tales regalos, la responde:

—Es que los estudiantes ricos cambian a menudo de barrio y de lavandera y en su descuido no reclaman sus ropas. Y como yo no sé adonde se van a vivir y mi hijo no se pone esas piezas usadas, pues yo se las regalo a usted, que bien pobre es.

Heriberto le ha averiguado, desde que la conoce, por el lugar de su residencia, y ahora, recordándola, va a buscarla y la encuentra. Como Rosarito, también ya está enferma y de muchos años. A ella igualmente le empieza a pagar el arrendamiento de su habitación, le auxilia para su diario sostenimiento, cuando necesita de médico él personalmente la atiende y cuando le llega la muerte, él asimismo hace los gastos del entierro.

CAPITULO XV

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¿Pero qué es esto? ¿Qué es lo que ha pasado en esta una de la tarde? Súbitamente la ciudad se trastorna, se enloquece. En momentos la vida ordinaria se torna convulsa. Las gentes todas corren hacia el centro. Se suceden los gritos: ¡Gaitán asesinado! ¡A la quince! ¡A la catorce! ¡A la Avenida Jiménez! El desconcierto es general y una ola de ira, de miedo, de terror se extiende por todos los puntos cardinales. Graves acontecimientos empiezan. Las multitudes llenan las calles y se aprietan en la carrera séptima, especialmente entre la plaza de Bolívar y el Palacio de la Carrera, residencia del Presidente. Muy pocas horas han transcurrido, cuando el populacho, en su desenfreno, rompe escaparates y puertas de almacenes para robar artículos de toda clase, especialmente los domésticos y ropas, así como armas y licores y en plena embriaguez se entrega a toda clase de depravaciones. En estas circunstancias Heriberto se ve en la ineludible obligación de ir a atender a una distinguida dama de la sociedad, quien se halla gravemente enferma. La distancia que debe recorrer es larga, pues va de la calle 20 a la esquina de la calle 7° con la carrera 5°, precisamente el trayecto por donde es mayor la aglomeración de gentes, la ebriedad, el robo y el saqueo. Los mandobles de las armas blancas no son escasos, como tampoco los disparos de las armas de fuego, entre las que figuran las de la policía, que se ha unido a los vandálicos. Mas Heriberto con su intrepidez de siempre no vacila en cumplir con su deber de médico. En un acto de valor indiscutible se lanza a la calle y, mezclándose con la plebe, gritando "¡Viva Gaitán! ¡Viva el Partido Liberal!" y ad-hiriéndose como una estampilla a las puertas de casas y edificios cuando el abaleo se torna intenso, llega a la residencia de su enferma, la atiende y luego, presa de miedo y con particular cuidado, como en el viaje de ida, regresa hasta su casa.

Pero no es esto solo. La media noche de este día acaba de pasar cuando suena el teléfono de la casa. Necesitan a Heriberto en edificio cercano, porque a un ilustre antioqueño le ha sobrevenido un fuerte infarto cardíaco. Sin tardanza y sin pensarlo dos veces Heriberto se bota del lecho, toma la calle y, caminando por entre disparos, tiene que esquivar ya las llamas de dos de los incendios que las turbas han provocado en la ciudad. Como el estado de este enfermo es muy delicado, nuestro heroico médico tiene que permanecer junto a él el resto de la noche, hasta la mañana del día siguiente, cuando ya puede conseguirse un especialista para su atención.

Este 9 de abril del año 48 es acontecimiento de tal trascendencia que quien escribe estas páginas no resiste el impulso de incorporar en ellas, a modo de digresión, la carta que un colega provinciano de Heriberto recibió de uno de sus condiscípulos de la capital. La carta dice así:

"Te escribo entre la fatiga y el terror, que, como dos paredones venidos sobre mí, me comprimen el pecho. No te supones lo que han sido este 9 de abril de 1948 y los días posteriores. Y como cada persona ha tenido su 9 de abril, un poco igual en cuanto a cataclismo, pero diferente en cuanto a desgracias, horrores y circunstancias, voy a referirte el mío, tan ligado a tu corazón.

"Eran las doce meridiano de este trágico viernes cuando llegué a mi casa. Allí encontré a Juanita, una cuñada mía, junto con su chicuela de un año. Juanita iba a almorzar con nosotros. Por la conversación no se prendió el receptor de la radio. A las doce y media nos sentamos a la mesa y a la una y cuarto nos levan-tamos. Al interior de la casa no llegaba ni un ruido extraño. Como yo tenía el compromiso de visitar a tres enfermitos antes de la hora de consulta, salí a ello a la una y media. No había avanzado muchos pasos cuando me sorprendió profundamente el ver que las gentes, por todas las calles, corrían hacia el centro. Desconcertado y ansioso, medio detuve a un joven para preguntarle qué pasaba. "¡Asesinaron a Gaitán", fue su respuesta rápida y continuó corriendo. Velozmente y en gran estupor regresé a la casa, di la noticia y le propuse a Juanita: "Si usted quiere volver a su casa con su niñita, venga, conmigo, yo la llevo. Ha empezado una revolución". Apresuradamente salimos y, acercándonos al garaje de mi servició, le dije: —No saquemos mi coche, porque probablemente

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me lo dañan; tomemos un taxi—. Anduvimos una cuadra y cuando le rogaba al conductor de uno que nos llevara a Chapinero casi, casi que me ataca entre denuestos. Tal era el estado de ánimo de esas gentes. Regresamos al garaje, saqué mi automóvil y emprendimos la marcha. Cuando pasábamos por la cercanía del Colegio del Sagrado Corazón advertimos que debíamos recoger a tu niña Clara y a las dos chiquillas que allí tenía Juanita, lo que por la turbación no habíamos pensado. La confusión dentro de los claustros era inmensa. Ya estaban llenos de papas y mamas. Todos clamaban, gritos dolorosos subían, inmumerables nombres volaban, corrían las Madres, daban voces y lloraban las niñas. Por suerte, Clarita y las dos colegialas de Juanita asomaron pronto y las tomamos con nosotros. Precipitadamente salimos del colegio y seguimos. Como uno de mis enfermitos necesitaba de mi visita con urgencia, nos detuvimos en su casa y veinte minutos después reanudamos la marcha. A poco dejé en su residencia a Juanita y a sus niñas e inmediatamente, sin perder momento, emprendí el regreso hacia mi casa. Clarita quedó en el asiento de atrás, porque no hubo tiempo de pasarla a mi lado ni de pensarlo siquiera. Intenté tomar la carrera 7° pero hube de desistir por el gran número de automóviles que corrían despavoridos hacia el norte. Lo mismo me ocurrió en las carreras 13 y 14. Tuve que utilizar la carrera 17, por donde era menos la legión veloz y enloquecida de los coches. Hurtando y torciendo a cada paso mi vehículo, con sumas dificultades y cuidados, llegué a la calle 26. Subí con intenciones de volar por la carrera 14, única vía que me quedaba, debido a la interposición del cementerio, y en donde se sentía una gran gritería, pero al desembocar en ella tropecé con la multitud que en esos momentos se tomaba la Radiodifusora Na-cional. Inmediatamente me vi rodeado de sediciosos y fascinerosos, de mirada .torva. Cuando esto contempló Clarita, en instantes hundió las clavijas de seguridad de las puertas y se tendió en el piso. Entre tanto empezaron los golpes de los machetes sobre la delantera del coche. Sin vacilar y presa de inmenso terror por la suerte de la niña y de nuestras vidas, que me turbó profundamente y me aturdió, con gran peligro de ser herido o decapitado, saqué la cabeza por la ventanilla, lancé un fuerte grito de "¡Viva el Partido Liberal!" y peroré por dos o tres minutos, sin conciencia de lo que dije. Y esto fue la salvación. La gente más cercana me escuchó y me aplaudió. Entonces me dirigí al más pró-ximo portador de un trapo rojo puesto en un palo a modo de bandera, y le grité: "¡Présteme esa bandera que la necesito aquí adelante!" Y tal sería mi gesto de Córdoba, que el hombre se acercó como un autómata y me hizo entrega de ella. Simultáneamente un obrero de rostro girondino ordenaba en voz alta: "Paso al doctor! ¡Paso al doctor!". Con el banderín izado por mi mano izquierda fuera del coche, empecé a forzar la marcha por entre el grupo más apartado de la entrada de la Radiodifusora y momentos después, ebrio de felicidad, corría por la Caracas. Instintivamente llegué al garaje, no sin haber hecho saltar a mucha gente, sobre la que me lanzaba como un irresponsable, sin temor de atropellarla, y ahí volví a recobrar un relativo dominio de mí mismo. Con el trapo rojo siempre en alto y con Clarita de mi mano, logré entrar en mi casa. Mi mujer estaba atribulada, deshecha, consumida, sin saber de nosotros. Instantáneamente prendí el receptor de la radio y por numerosas radiodifusoras sus locutores habituales y otros extraños, en la mayor locura criminal que uno haya oído, incitaban al populacho para que asaltara los almacenes, especialmente las ferreterías, se armara y se entregara al pillaje, lo que desde hacía rato estaba ocurriendo, pues ya empezaban a pasar por las calles, llenas de sediciosos y revolucionarios, grupos de asaltantes que llevaban consigo mercancías de todas clases. Este pillaje continuó aumentando rápidamente y en proporciones incalculables, hasta el punto de que no es exagerado decir que en este día, en su noche y en el siguiente, las calles de Bogotá eran ríos de los más diversos artículos robados al comercio, que tomaban ]a vía de los barrios de los cuatro puntos cardinales o que eran escondidos y aun enterrados en

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numerosas residencias del centro. Eso era lo que, asomándose uno a la ventana, veía en el paisaje gris y oscuro de llovizna y de neblina, fuera de muchos tranvías y automóviles incendiados y de los medrosos movimientos de criminales y bandidos que cruzaban por todas partes, embriagados y armados de rifles, cuchillos y machetes. Como no había casi ejército en Bogotá y la policía se entregó al motín con armas y todo, la ciudad quedó sin autoridad alguna, a merced de las turbas, mientras los corazones padecían el tormento de la amenaza y del pavor en forma inenarrable. Hedía el aire por la maldad y la vileza removidas. Dentro de las casas reinaban el frío, la inseguridad, el desasosiego y el desamparo. Procurábamos estar lejos de las ventanas y paredes que dan a la calle, por temor de una bala perdida, y el comedor, sitio el más guardado, lo convertimos en dormitorio, no propiamente para conciliar el sueño, sino para descansar. Esa primera noche la pasamos en vela, y en una de sus altas horas nos fue posible adquirir algunos comestibles en una bizcochería del frente, que permanecía cerrada y que solo se abría de cuando en cuando, por instantes, y a hurtadillas. Habíamos entrado en esta catástrofe sin víveres y casi sin dinero.

Esa primera noche también fuimos sorprendidos por la información de que crecían los asesinatos, de que la borrachera ya era general y de que habían estallado muchos incendios, cuyos resplandores se proyectaban a nuestra vista sobre la carrera 7° y La Capuchina, con el terrible agravante de que a los cuerpos de bomberos el populacho no les permitía extinguirlos. Al día siguiente, frío y de llovizna como el anterior, el saqueo por todas partes era el espectáculo de todos y, para colmo de zozobra, se generalizó la creencia de que empezaría el ataque a las residencias. Nosotros, desde temprano, hicimos dos maletas para salir huyendo cuando se nos acercaran los ataques o cuando nos llegara el fuego, pues el cielo empezaba a enrojecerse sobre nuestro patio, que ya iba cubriéndose de ceniza, así como el tejado. Los incendios se veían a trechos como el aliento infernal del crimen y de tiempo en tiempo botaban sus bocanadas de chispas y humaredas. En busca de almuerzo nos llegó un joven mani-zaleño, de gran valor y simpatía, que nos dio estos informes horrendos: el asesino de Gaitán fue Roa Sierra, un hombre del pueblo. Luego, luego que Gaitán cayó víctima del alevoso ataque, la gente se amotinó y, al grito de "Mátenlo! ¡Mátenlo! ¡Maten al asesino!" tomaron a ese hombre a golpes por todo el cuerpo, y en vilo comenzaron su traslado al Palacio de la Carrera. En el camino de horror le fueron rematando y despojando de la chaqueta, de la ca-misa y de los pantalones, los cuales fueron izados en un palo. Entre gritos y vociferaciones la multitud arrojó el cadáver frente al Palacio, cuyas ventanas y puertas estaban cerradas, y empezó la lluvia de piedras sobre ellas. Los vidrios saltaban, así como las lámparas de la vía pública. A seguida surgió por la calle 7° un grupo de soldados del "Batallón Guardia Presidencial" y entonces el pueblo empezó a retroceder hacia el Capitolio Nacional, en cuyo interior penetró para destruir las oficinas del primer piso. Simultáneamente, en el trayecto, caían algunos muertos, y por todas las calles centrales, como te lo he dicho antes, a los gritos de "A los almacenes, a los cafés, a los restaurantes!" y estimulado por las radiodifusoras desenfrenadas y homicidas, el populacho destruía vitrinas y se entregaba al saqueo de toda clase de mercancías, y licores. La furia destructora no tardó en desencadenarse y así, como te lo anoté atrás también, fueron viéndose los incendios del Palacio de San Carlos, la Cancillería, el Ministerio de Gobierno, la Nunciatura Apostólica, el Palacio Arzobispal, la Universidad Femenina Javeriana, los conventos de las Dominicanas, de las monjas de Santa Inés y de la Inmaculada Concepción, el Palacio de Justicia, el Ministerio de Justicia, la Procuraduría General de la Nación, el Ministerio de Educación, toda la manzana del Hospicio y su iglesia, la Gobernación de Cundinamarca, la casa cural de la Veracruz, el Hotel Regina, la primera calle real y el Hotel Atlántico, las joyerías de la calle 12, la "Editorial Cromos", la

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Plaza Grande de Mercado, el edificio del Detectivismo e Identificación Electoral, las rotativas y el edificio del periódico "El Siglo", casas y almacenes entre las calles 16 y 22 de la carrera 7°.

"Supimos también que los tres mil presos de las cárceles de "La Picota", "La Modelo", "El Buen Pastor" y "La Penitenciaría Central" se habían quedado sin guardianes y que se habían lanzado a la calle a cometer toda clase de crímenes y depravaciones. Asimismo nuestro joven informante, por haber estado presente, nos dijo que la Casa de los Padres Lazaristas había sido también tomada el sábado 10 por la División de la Policía Nacional del barrio y que ellos y los seminaristas estaban presos. Parece que una viejecita logró hacerles saber muy poco antes lo que les sucedería y que por eso pudieron esconder el dinero que tenían en caja para su subsistencia, así como la provisión de vino de consagrar. En saliendo, la Comunidad fue obligada a detenerse en formación en una de las aceras contiguas. El Padre Tulio Botero Salazar, Maestro de Novicios, logró sacar de la capilla a Nuestro Amo y lo llevaba en sus manos. Centenares de curiosos y de revolucionarios contemplaban esto y oíanse voces de agresión. Algunos de los estudiantes recibieron golpes de culata. Ante lo que pasaba en toda la ciudad no vacilaron estos pobres religiosos prisioneros en pensar que, a pocos momentos, se daría la orden de fusilarlos. Era esa su creencia. Corto rato después recibieron el mandato de marchar hacia el cuartel cercano de la Policía y, fuertemente custodiados, llegaron allí y ocuparon un salón. El Jefe de la División, Coronel San Miguel, no los recibió mal y le concedió al Padre Botero un armario del piso superior para guardar a Nuestro Amo. Por espacio de cuarenta y ocho horas estuvo en prisión la Comunidad Lazarista, y fue en calidad de rehenes como la detuvieron, pues el Gobierno pensaba reducir por la fuerza ese cuartel, que se contaba entre los insubordinados. No pocas veces volaron aviones militares sobre el edificio, con intenciones de bombardearlo. Y en verdad que por la presencia de los Lazaristas no se verificó el bombardeo y la División de Policía logró un ventajoso tratado de rendición, que era lo que buscaba.

"Una de las cosas que nos trajo mayor aflicción fue la falsa noticia divulgada, aun por gentes del ejército, de que el agua de los tanques del acueducto de la ciudad había sido envenenada. Por raciocinio propio yo salí pronto de este engaño, pero la mayor parte de las familias sufrieron indeciblemente con esto hasta que la verdad se restableció.

"Como último incendio debo anotarte el del Instituto de La Salle, uno de los más dolorosos y salvajes, porque con él desapareció el valiosísimo museo zoológico, riqueza del Continente, obra del sabio Hermano Apolinar María.

"El ejército fue la única autoridad que deficientemente comenzó a hacerse sentir desde las primeras horas, especialmente en el Palacio de la Carrera, en la Central de Teléfonos y en la Radiodifusora Nacional. Esta acción fue aumentando paulatinamente con refuerzos llegados de Tunja y hoy ya se ha restablecido un poco el orden. La ley marcial fue decretada el domingo 11 y la ciudad está bajo el "toque de queda", desde las siete de la noche hasta las seis de la mañana, con las consiguientes dificultades para lo urgente, como enfermedades súbitas, casos de maternidad y accidentes. La llovizna ha seguido mezclándose a la neblina y cayendo en mil alfilerazos sobré el solitario pavimento; las casas han estado presentando un aspecto medroso y de misterio, y en sus alcobas las almas se han semejado a plantas mustias y exóticas, encerradas en sombríos invernáculos. Una soledad fantasmal ha estado rondando por todas las distancias y uno ha tenido la sensación de que la vida está agonizando tras de paredones de silencio. Todos estos días ha habido "francotiradores" apostados en lo alto de numerosos edificios, en las torres de algunos templos, tales Santa Bárbara y Las Nieves, y en las laderas de los cerros, y el ejército ha estado dedicado a la difícil labor de eliminarlos. La mayor parte de los

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muertos no han podido ser sepultados individualmente en los cementerios, sino en grandes zanjas para numerosos grupos, y aún se han sepultado también en las calles, como en Las Cruces y en la llamada "Plaza Grande". Todavía hay fetidez cadavérica en las ruinas del centro, proveniente de empleados de almacenes y oficinas, que perecieron entre los escombros.

"A pesar de los peligros existentes, muchas gentes ya van caminando por las calles y el restablecimiento de la vida comercial, en lo concerniente a artículos alimenticios, se ha ido organizando lentamente. Pero no te supones los rostros. ¡Qué dolor y sorpresa la que manifiestan!

"A cada momento se forman corrillos y ellos, por falta de periódicos desde el mismo 9, obedecen a la llegada de una nueva noticia a la ciudad, como el asesinato del Padre Ramírez en Armero, o a revelaciones de lo ocurrido aquí mismo, cual la manera de haberse salvado Monseñor Beltrami, Nuncio de Su Santidad, que huyó en piyama y bata de baño de la Nunciatura, cuando la incendiaron, pues él ya se había recogido en su lecho, y el modo como pasó pri-mero al convento de los Padres Agustinos de La Candelaria y luego, horas después, a la casa de Pedro Navas, de donde fue trasladado en un tanque de guerra a la embajada de Italia. Otra de las revelaciones fue la manera como el doctor Jorge E. Rodríguez logró sacar a las monjas de la Concepción de su convento en llamas, pues se encontraban reunidas orando en la capilla y aguardando a que el fuego las abrasara, porque no veían, dentro de sus reglas, medio de lanzarse a las calles llena de ladrones y bandidos. No resisto el deseo de hacerte este relato impresionante:

"Como a las cinco de la tarde del viernes empiezan a observar las monjitas que su convento se ilumina; después, que lo cercan las llamas. Son las del vecino incendio del Palacio Arzobispal, de la Nunciatura Apostólica y de la Javeriana Femenina. Esto y el vocerío y los gritos del populacho en la calle las sorprende y las lleva a informarse de lo que ocurre. Corto tiempo pasa y ven que arde su convento. El pavor y la confusión las invaden. Hacia las nueve de la noche la catástrofe está en pleno. Siéntense el furor de las llamas y el estrépito de ventanas y puertas que arden y caen. Ante esta situación dantesca la Madre Superiora, ya dueña de sí misma reúne a la aterrada comunidad en la capilla para que reanuden sus votos y les trasmite su valor y fortaleza. Luego abre el Sagrario, toma el copón con las sagradas formas, así como también el viril de la custodia y se dirige con ellos al salón de la comunidad en procesión sin precedentes. Ya allí, al ver que van a entrar en un Horno, que el edificio principia a desplomarse, resuelve huir con sus hijas al refectorio, en donde, en un acto sumo, reverente y trágico, sin igual y hermoso, comulga ella y les distribuye la comunión a todas. Lo que sigue es una oración he-roica, saturada de santidad y de martirio, en la que fulgura firme y grandiosa la resolución de perecer entre las llamas antes que caer en manos homicidas y sacrilegas. Aguardan la muerte estoicas. No se mueven. De un momento a otro, hacia las dos de la mañana, cruje la puerta principal y cae al suelo. Un hombre, revólver en mano y con rostro demudado, penetra y les ordena la salida. La Madre se opone. Además, no le conoce. Pero es el doctor Rodríguez el que habla. Sus argumentos se precipitan, se tornan convincentes, poderosos y apremiantes, y al fin la religiosa cede. La comunidad se forma, toma la calle y váse a la residencia de este hombre que en su marcha las protege y que en su propio hogar las salva.

"Y para terminar esta larga misiva te agrego: "En estos momentos se estudia por las autoridades el modo de hacer el entierro de

Gaitán, por el temor de graves desórdenes cuando se realice. "En cuanto a los agitadores de este tremendo cataclismo, ellos han huido como

ratas y corren noticias muy contradictorias sobre su paradero.

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"Clarita ha estado muy valerosa y diligente. Nos ha ayudado mucho en todos los oficios de la casa y en la atención a los que han buscado algún favor entre nosotros.

"Yo he salido muy poco. Pero, como el valor es un miedo que no corre, el lunes 12 salí a ver a una enfermita a Chapinero y el señor dueño del automóvil y yo nos escapamos de una bala venida de los cerros, porque dio en la chapa de una de las puertas, que le cambió la dirección.

"Desde el lunes quise llamarte por teléfono, pero ello era imposible por los millares de gentes que estaban solicitando este servicio, así como el de las radiodifusoras, para informar a sus familiares de las distintas partes del país. Además no sabía si el teléfono de allá está en funcionamiento".

Hasta aquí la carta.

CAPITULO XVI

Hay palabras venerables y sabias que transmiten los días y hasta los siglos, procedentes de la generosa, omniscia boca de nuestros padres y que, sin embargo, desconocemos y aún menospreciamos. Tal sucede con el "Juramento de Hipócrates" y la "Oración de Maimónides". Nosotros estamos seguros de que hay médicos que no han leído el "Juramento" y de que muchos otros ignoran la existencia de aquella "Oración", a causa de que ella sólo se publica muy de tarde en tarde. Esto y el hecho de que siempre han sido estímulo y norma de Heriberto explican el porqué traemos tales documentos a estas páginas.

He aquí el texto:

Juramento de Hipócrates

"Juro por Apolo, el médico, y por Esculapio, y por Higeia y Panacea, y por todos los dioses y diosas, poniéndolos de jueces, que este mi juramento será cumplido hasta donde tengo poder y discernimiento. A aquel que me enseñó este arte le estimaré lo mismo que a mis padres; él participará de mi mantenimiento y, si lo desea, participará de mis bienes. Consideraré su descendencia como mis hermanos, enseñándoles este arte sin cobrarles nada, si ellos desean aprenderlo.

"Instruiré por precepto, por discurso y en todas las otras formas a mis hijos, y a los hijos del que me enseñó a mí y a los discípulos unidos por juramento y estipulación, de acuerdo con la ley médica, y no a otras personas.

"Llevaré adelante ese régimen, el cual, de acuerdo con mi poder y discernimiento, será en beneficio dé los enfermos y les apartaré del prejuicio y el error. A nadie daré una droga mortal, aun cuando me sea solicitada, ni daré consejo con este fin. De la misma manera, no daré a ninguna mujer supositorios destructores; mantendré mi vida y mi arte alejados de la culpa.

"No operaré a nadie por cálculos, dejando el camino a los que trabajan en esa práctica. A cualquier casa que entre iré por el beneficio de los enfermos, absteniéndome de todo error voluntario y corrupción, y de lascivia con las mujeres u hombres libres o esclavos.

"Guardaré silencio sobre todo aquello que en mi profesión o fuera de ella oiga o vea en la vida de los hombres que no deba ser público, manteniendo estas cosas de modo que no se pueda hablar de ellas.

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"Ahora, si cumplo este juramento y no lo quebranto, que los frutos de la vida y del arte sean míos, que sea siempre honrado por todos los hombres, y que lo contrario me ocurra si lo quebranto y soy perjuro".

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Apenas corridos uno o dos lustros después del primer cuarto de este siglo, Rene Dumesnil, el autor del bello libro L´ Ame du medicin, que nombraremos adelante, se encontraba entre los discípulos de alguno de los profesores de Clínica Interna, en uno de los hospitales de París, y cuenta él que una mañana, ya terminada la visita de los enfermos, este profesor hizo la siguiente pregunta: —¿Cuál de vosotros ha leído el "Juramento de Hipócrates?" —Yo—, contestó el interno. —Esta pregunta no es para usted, sino para estos estudiantes—, respondió el profesor, señalándoles. Y se hizo un silencio absoluto. Ante este resultado y con fingido gesto de indignación continuó: —Para disculpa de vosotros debo deciros que la vergüenza de este silencio ha sido también la de vuestros predecesores. Y bien: yo os recomiendo, como lo he hecho en años precedentes, leer este "Juramento", pero con ojos modernos, porque las palabras, con el tiempo, cambian un poco o mucho de significado o toman otro.

Mas, sin embargo, doliéndose de que en la Escuela de Medicina no hubiera cátedra de deontología, subrayó la permanencia de los postulados de Hipócrates, tratando de formar la conciencia de sus alumnos y aún su juicio, saliéndose por minutos del tema, lo que no es raro, pues en los hospitales la enseñanza suele extenderse a lo que se ha llamado las "humanidades".

Dice Dumesnil, comentando las renovaciones y mudanzas científicas de gran significación ocurridas después de aparecido el "Juramento", que el rechazo de la injusticia, el buscar siempre el bien de los enfermos, la conducta intachable para con la mujer que cruza por la práctica médica, el secreto profesional, la caridad, la honestidad, la modestia, la honradez, la generosidad, el menosprecio del lucro, son prescripciones del viejo Maestro de Cos, que nunca perderán su valor y fuerza.

Hace más de dos mil trescientos años, agrega, que Hipócrates escribió su "Juramento" y, por entre el sinnúmero de vaivenes sufridos por el mundo, desde entonces la doctrina de este decálogo médico perdura incólume y per-durará siempre, mientras haya conciencia y ley de las costumbres. La significación de él ha sido mayor desde que el médico dejó de ser el intermediario entre el enfermo y los dioses y desde que quedó reducido al solo carácter de servidor —muy eminente sí— que sólo vale por su ciencia y por el cúmulo de cualidades personales que posea.

¿Por qué —se pregunta uno— esta página tan sencilla y tan breve, que por tantos siglos ha sido leída en el mundo, persiste fresca y actual, sin haber sufrido detrimento alguno? E inmediatamente surge la respuesta: porque cuando se escribió fue un nuevo brillo del alma médica, porque es resplandeciente su pureza y porque son edificantes su intención humana y sus nobles sentimientos. Su valor es inapreciable no sólo por su doctrina moral estricta, sino por su bondad manifiesta y porque por su medio un número infinito de guardianes de la salud del hombre han tenido y tendrán influjos fundamentales de orientación y consejo.

Sin embargo, vale la pena esta anotación: Dice Laín Entralgo en su libro El Médico y el Enfermo que L. Edelstein ha demostrado que ni siquiera el más venerado y central de los documentos de la ética hipocrática, el "Juramento", fue aceptado como dogma intocable por todos los médicos de la Antigüedad clásica y que considera tal

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documento como un manifiesto pitagórico y no como la expresión de un canon absoluto de la conducta del médico.

La oración de Maimónides

"Asísteme Todopoderoso para que tenga éxito en esta grande empresa, pues sin tu ayuda el hombre no logrará ni lo más pequeño.

"Que me inspire el amor al arte y a tus criaturas. Que en mi afán no se mezcle la ansiedad de dinero, ni el anhelo de gloria o fama, pues éstos son enemigos de la verdad y del amor al hombre y me podrían también llevar a errar en la gran tarea de hacer el bien a tus criaturas.

"Conserva las fuerzas de mi cuerpo y de mi alma para que siempre y sin desmayo esté dispuesto a auxiliar y asistir al rico y al pobre, al bueno y al malo, al enemigo y al amigo. En el que sufre hazme ver solamente al hombre.

"Alumbra mi inteligencia para que perciba lo existente y palpe lo escondido e invisible. Que no descienda y entienda mal lo visible y que tampoco me envanezca, porque entonces podría ver lo que en verdad no existe. Porque sutil y apenas perceptible es el límite en el gran arte de preservar la vida y la salud de las criaturas.

"Haz que mi espíritu esté siempre alerta, que junto a la cama del enfermo ninguna cosa extraña turbe su atención, que nada lo altere durante sus trabajos silenciosos, porque grandes y sagradas son las indagaciones para con-servar la vida y la salud de tus criaturas. Que mis pacientes confíen en mí y en mi arte; que obedezcan mis precripciones e indicaciones. Arroja de su lecho a todos los curanderos y a la multitud de parientes aconsejadores y "sabios" enfermeros, porque se trata de personas crueles que con su palabrerío anulan las mejores posibilidades del arte y a menudo traen la muerte a tus criaturas.

"Cuando artistas más inteligentes quieran aconsejarme, perfeccionarme y enseñarme, haz que mi espíritu les agradezca y obedezca; grande es el dominio del arte. Pero cuando tontos pretensiosos me acusen, haz que el amor al arte fortifique plenamente mi espíritu, para que con obstinación sirva a la verdad, sin atender a los años, a la gloria y a la fama, porque el hacer concesiones traería muerte y enfermedad a tus criaturas.

"Que mi espíritu sea benigno y suave cuando camaradas mas viejos, haciendo mérito de su mayor edad, me desplacen y befen y, befándome, me hagan mejor. Haz que también esto se convierta en mi beneficio.

"Hazme humilde en todo, pero no en el gran arte. No dejes despertar en mí el pensamiento de que ya sé lo suficiente, sino dame fuerza, tiempo y voluntad para ensanchar siempre mis conocimientos y adquirir otros nuevos. El arte es grande, pero también la inteligencia del hombre cava cada vez más hondo.

"Todopoderoso: en tu gran bondad me elegiste para velar sobre la vida y muerte de tus criaturas. Ahora me dispongo a cumplir las tareas de mi profesión. Asísteme para que tenga éxito en esta gran empresa, pues sin tu ayuda el hombre no logra ni lo más pequeño"

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Ocho siglos han corrido desde que esta voz médica filial y deprecante se oye por la tierra. Nació ella en el alma de un israelita, la rabínica más célebre de la Edad Media, que sabía dirigirse a Dios, con espíritu crítico y filosófico, en el lenguaje

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grave y emocionado de cortos paralelismos, que le sirven a la Biblia para hacer sentir su verdad y religiosidad profunda. Leyendo lo que dice esta voz, recuerda uno la oración en que el Sabio pide a Dios la Sabiduría, que se encuentra en El Eclesiástico, escrito verosímilmente, como lo dice el Gran Libro, por un judío alejandrino, con reminiscencias salomónicas. Las súplicas que contiene coinciden con aquella plegaria en la humildad del hombre flaco y poco idóneo que, para su oficio, al Eterno pide guía, protección y acierto.

Ahí en esa voz está al desnudo la inteligencia alta, que, por ser así, reconoce su insuficiencia; lo mismo el alma, que confiesa sus desalientos, y lo mismo, igualmente, el corazón, que teme desvíos y frialdades.

Poseído de la responsabilidad de velar a todas horas por la salud delicada y débil del hombre, como por una escalera de fervor ascendió este teólogo y filósofo, hijo de Galeno, en esa oración que perdura, hasta el asiento mismo del Padre, para pedirle condiciones esenciales: amor a las criaturas y a su arte; desinterés por el provecho pecuniario, por la fama y por la gloria; fuerza suficiente del cuerpo y del espíritu; atención pareja e igualdad en el servicio al potentado y al mendigo; penetración de la mente en las oscuridades patológicas; despejo y libertad en el diario menester; ardoroso afán de mayores conocimientos; obediencia, resignación y confianza de sus pacientes; gratitud para quienes le hicieren el beneficio de darle una luz o una idea nueva; firmeza ante los enemigos, e indulgencia y comprensión para con el daño causado por los compañeros de su oficio.

Esta oración siempre será atractiva y de valor para cualquier médico que la lea. El tiempo, en lugar de desvanecerla y deteriorarla, la afirma, la repuja y la abrillanta.

No hay para qué expresar si en lo ordinario el médico se va hacia Dios, con motivo de sus enfermos; si pocos o muchos lo imploran, como Maimónides. Lo que sí puede asegurarse es que todos, con excepciones raras, lo invocan en las grandes angustias de su práctica, en aquellas ocasiones en que la esperanza se disipa como niebla leve; en aquellas horas en que está para escaparse de nuestras manos, en peligro indecible, la vida de un ser, y mucho más si es para nosotros de excepcional importancia, así por el deber, por el afecto, por nuestro compromiso o por nuestro prestigio.

Un amigo de Heriberto ha referido:

"Yo sufrí una de esas ansiedades infinitas en una mañana inolvidable y por eso así hablo. Una familia de mi más alta estimación y de singular notoriedad y cultura veraneaba no hace mucho en Girardot. Súbita y gravemente enfermó la única chicuela de sus hijos, una hermosa niña de once años. El médico de este puerto lla-mado a verla encontró la posibilidad de una apendicitis, como causa, concepto que coincidió con el de la madre de la niña, señora graduada en enfermería, con práctica larga en el manejo de enfermos y con alguna experiencia en aquella enfermedad. Por consejo del médico y sin pérdida de tiempo, regresó la familia a esta capital en un atardecer. Inmediatamente se me pidió telefónicamente el servicio de visitar a la niña y en las primeras horas de la noche me trasladé a su casa. El cuadro que ella presentaba no era propiamente inquietante, aunque sí de cuidado, por la fiebre, un leve dolor abdominal, el vómito y el sufrimiento del organismo visible en el rostro/Sobra decir que yo examiné a esta enfermita con el mayor esmero. Mi conclusión fue la de que no evolucionaba una apendicitis, sino, probablemente, una fiebre entérica, una infección intestinal. Con todo, a más de la medicación necesaria, ordené dos exámenes de laboratorio, uno de ellos en relación con aquella eventualidad quirúrgica, y me retiré con el anuncio a la señora madre de que yo la llamaría por teléfono cuatro horas después, hacia las once, para saber del curso de la enfermedad. Efectivamente a esa hora hice la llamada y recibí la noticia de que la niña había

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reaccionado ligeramente y de que, por razones que conocería después, se habían pospuesto los exámenes de laboratorio para el día siguiente. Terminó esta comunicación con mi ruego de que de cualquiera novedad se me diera aviso en el curso de la noche. Eran las seis de la nueva mañana cuando me despertó el repique del teléfono. "Vuele, doctor, que se muere la niña. El apéndice se perforó y estalló la peritonitis". Estas fueron las palabras de la madre, presa de un afán y dolor desmedidos. "Inmediatamente salgo, señora, pero llame en seguida también a un cirujano,_de su confianza, para que nos encontremos allá", fue mi respuesta. Con gran rapidez salí a la calle, tomé mi automóvil y a la velocidad mayor posible me fui al barrio residencial. Desde que empecé la marcha, al susto opresor de la urgente llamada, me sucedieron una aflicción y un abatimiento infinitos, que me envolvieron todo el ser y que me tornaron la brillante mañana en lóbrega noche. Velozmente perforaba yo las tinieblas en una ansiedad sin límites, y en mi interior me gritaba una voz: "Te equivocaste, desgraciado". Las paredes de mi vehículo formaban un estrecho recinto en el que el pensamiento de mi error, causante de la agonía de tan preciosa chiquilla, me prensaba con la fuerza y el peso de la tierra sobre el cuerpo yacente en una tumba. Quemábase mi frente de tribulación y de vergüenza y entre el acelerador y el freno del coche mis pies sentían desacreditada y vuelta añicos mi profesión amada. La angustia y el anonadamiento llegaron al má-ximo y en el vacío interior y ruina de mi suerte surgió Dios. En mi oscuridad brotó su luz. Entonces, con el aliento y vehemencia que da el dolor intenso, mi alma se llegó a El y con un fervor sin semejanza le pedí que a la niña y a mí nos salvara. Fue una oración arrebatada, ardiente y conmovida, por la que, por instantes, pasaba el recuerdo de Maimónides.

"De un momento a otro y llevado por el subconsciente me encontré en la puerta de la casa. Allí me aguardaba el padre de la niña. "¡Qué descanso, doctor, su llegada! Esta situación está gravísima". Tal fue su saludo. "¿Ya llegó el cirujano?", fue mi respuesta. "No, pero no tarda. Yo lo aguardo aquí. Puede usted subir. En el cuarto está mi mujer". Rápidamente subí la escalera que conduce al segundo piso y pe-netré en la alcoba. "¡Ay, doctor, se me muere la niña!", fueron las palabras de la madre al verme y estalló en llanto. Yo tomé una silla y me senté al borde del lecho de la enfermita. Casi fuera de mí estaba. Mi mirada se clavó indagadora en el pequeño rostro y afanoso tomé la manecita que estaba al lado de las mantas para darme cuenta del pulso. Entre tanto, observaba también el cuerpo de la niña y su respiración. Luego le hablé cariñosamente, le acaricié con mi mano la carita y tomé el cuerpecito entre mis brazos para colocarlo en perfecto decúbito dorsal. Después de ponerle el termómetro rectal descubrí el abdomen. Lo miré y remiré pausadamente y en seguida extendí sobre él mi diestra escrutadora en una palpación minuciosa y estricta, estimulada por un anhelo apremiante. Entre tanto los ojos de la madre me seguían con atención nunca vista. Poco a poco fui sintiendo algo extraordinario: me iba invadiendo una tranquilidad y una dulzura como jamás las había sentido. Entonces mire a mi interior y me encontré con Dios. Era su presencia que empezaba a asistirme y a confortarme y en mi mente iba creciendo la verdad de que no había perforación apendicular y, por tanto, de que no había una peritonitis.

"Me volví inmediatamente hacia la madre y le dije: "Tranquilícese, señora, no hay nada de lo que usted ha pensado. Continúo en mi impresión y concepto de anoche". Pronunciando estas palabras oí que el cirujano era saludado por el atribulado padre. Descendí rápidamente a saludarlo y a hacerle la corta historia de la enfermedad que nos juntaba. Hecho esto lo invité a qué subiera a ver a la niña y a conversar con su madre. Mientras tanto yo aguardaba en la sala de entrada. Poco rato después bajó él y luego de cambiar algunas ideas, me dijo: "Estoy de acuerdo con usted. Este no es caso quirúrgico sino de medicina interna, es decir, de su competencia. Su diagnóstico me parece acertado". Así las cosas, con alegría y satisfacción de mi parte, llamamos a los dos papas y se les dio la información que esperaban. Está por demás decir que

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en aquella casa se hizo una calma bien apreciable y que después de algunos días de diligente tratamiento mío la niña entró en franca convalescencia".

Y, volviendo al principio de estas líneas, ve uno con cuánta razón Ambrosio Paré, uno de los grandes cirujanos del mundo, expresó, refiriéndose a "uno de sus pacientes: "Yo le curé, Dios le sanó".

C A P I T U LO X V I I

Daniel Rops, uno de los más inteligentes y finos escritores franceses de estos tiempos últimos, escribió un hermoso prefacio, a propósito de la publicación de unos cuadernos excelentes, llamado "Los Testigos del Espíritu", que él presidió, y quizás también a propósito de otra publicación que, con el nombre de "Presencias", dirigió él mismo. De ese prefacio son estas líneas :

"Hay una Potencia que nos rodea, semejante a la atmósfera, en el seno de la cual una lira inmóvil esa suspendida, y que, cuando le place, visita con su soplo nuestras cuerdas silenciosas". "¿Cómo no citar esta sugestiva frase de Shelley en el momento de abrir esta colección nueva que Rene Julliard me pide presentar aquí? Porque si las obras de "Los testigos del espíritu", fuera de toda preocupación de escuela, deben tener un sentido y una presentación y ligarse secretamente unas a otras por un lazo fundamental, ello no podría ser sino buscando todas el paso de esta invisible Potencia y entrándose en la onda misma del soplo que hace vibrar nuestra lira interior...

"Esta potencia que 'visita con su soplo nuestras cuerdas silenciosas' es, en el sentido propio del término, el Espíritu. No es en vano que en hebreo y en griego la palabra misma que significa el soplo, el viento que pasa, el aliento vital del hombre, la respiración del mundo —ruach en una lengua, pneuma en la otra—, haya acabado por designar al Espíritu en el sentido teológico del término, es decir, la potencia misma que despierta lo real de la existencia, lo ordena y le impone su significación. San Juan también, en su evangelio, compara el alma nacida del Espíritu a la fuerza libre del viento que pasa y que sopla donde quiere".

Perteneciente a estas "Presencias" es el bello libro L'Ame du Medicín, que hemos citado, cuyo autor, Rene Dumesnil, miembro de la Academia Goncourt, no solo posee un criterio eminentemente ilustrado y sensato, sino que es dueño de una prosa exquisita.

Cuando llegó a las librerías de Bogotá, vino este libro a manos de quien produce estas páginas y quien encontró en él al alma misma de Heriberto. Dumesnil ahonda en el alma del médico y sobre sus diversos tipos hace muy propias reflexiones.

Sus observaciones sobre el médico rural o del campo francés coinciden en el fondo con las del nuestro. Eso sí, este nuestro no ha andado a pie con un bastón o en pequeño coche o diligencia, sino montado en un caballejo o mulo, de movimientos duros y penosos. De él tal vez también puede decirse parte de lo que del de Bretaña escribió Eduardo Ganche en su libro Mon debut dans la Medicine, citado por Dumesnil: "De carácter silencioso y áspero, en su vida doméstica era involuntariamente rudo de maneras. Fumaba, bebía vino puro, era indiferente al dinero y no tenía sino una cualidad saliente, la de ser un práctico calificado por su especial aptitud para la medicina y su notable seguridad en los diagnósticos. Su reputación de médico sobrepasó pronto la comarca y los enfermos venían a verlo o le llamaban en treinta kilómetros a la redonda".

Los procedimientos terapéuticos y quirúrgicos de este médico sí han sido iguales, a juzgar por la traqueotomía que hizo Trousseau con su navaja de bolsillo en un campo y en uno de los actos más auténticos de medicina rural.

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Sobre estos procedimientos vale la pena relatar dos de la práctica de un colega, amigo de Heriberto, y dos de la del doctor Jaime Mejía, médico de Pereira, primero, y posteriormente, de Salamina.

El médico amigo de Heriberto los cuenta así: "Cabalgando un desmirriado caballejo y a unos cinco kilómetros de mi pueblo, iba yo una tarde a ver a un enfermo. Me acompañaba uno de sus hijos y ya casi llegábamos a su casa, pues estábamos a pocos metros de ella. Súbita y apresuradamente surgió de la próxima vuelta del camino un hombre que venía de lejos, conduciendo un hermoso caballo de cabestro. Al verme, con rostro preocupado y voz de afán, me dijo: —Doctor, iba urgentemente por usted. Don Antonio, el dueño de "Bellavista", le manda esta boleta—. Tomé el pedazo de papel y leí lo escrito: "Ahí le mando ese caballo, mátelo, si es necesario, pero véngase volando, que mi mujer dio a luz y se muere de una hemorragia". —Hombre, muy bien. Voy a entrar unos minutos a la casita que vemos para recetar a un señor y, mientras tanto, desensille este animalejo y pásemele el galápago y los aperos a ese caballo—. Pronto salí de la vivienda del paciente con mis alforjas en la mano, donde guardaba instrumentos y medicamentos de urgencia, tomé el alazán y a paso tan apurado cuanto pude, me fui a "Bellavista". Realmente la señora de Don Antonio era víctima de una hemorragia fuerte y ya larga post partum. Su palidez era grande y mayor su hipotensión y desfallecimiento. Había una retención placentaria. Rápidamente preparé el campo operatorio, me desinfecté, y con relativa facilidad hice la extracción manual de la placenta. Mas urgentísimo era inyectar suero fisiológico. Era necesario restablecer la masa sanguínea perdida y levantar la tensión. Además, se debía facilitar la actividad circulatoria de los elementos de la sangre y procurar una segura hemostasis.

“Pero, ¿y el suero? No lo había ni en el poblado y la capital del Departamento estaba a dos días de camino. ¿Qué hacer entonces? Atribulado en demasía ante esta situación, empecé a pasearme por el patio de la casa, pidiéndole a mi cerebro, con apremio anhelante, cualquier providencia. De un momento a otro se hizo en él la luz de ella, la examiné y la meditíe unos minutos y llamé en seguida ala suegra de Don Antonio: —Señora: ¿hay aquí unas tres botellas vacías?—. —Sí, doctor, las hay—. —Tenga la bondad de traérmelas—, le agregué. Acto seguido me fui a un ángulo del patio, donde caía a un pozo un chorro de agua cristalina. Con esmero lavé las botellas y luego, sacándolos de un paquete esterilizado, tomé unos tapones de algodón y los introduje en cada uno de los golletes, hundiéndolos suficientemente y dejando que sobresalieran algunos centímetros. Esta parte exterior la extendí o esparcí hacia abajo sobre el cuello, cubriéndolo, y la até con un hilo. En seguida hice llenar de agua pura una olla grande de aluminio, coloqué en ella las tres botellas y ordené que se la pusiera en el fogón a llama muy viva para que pronto hirviera el agua. El calor desalojaría el aire contenido en las botellas, pensaba, y el agua ocuparía el vacío dejado, filtrándose a través de los tapones de algodón. Corto rato después, con alegre sorpresa, vi cumplida mi esperanza: las tres botellas estaban casi totalmente llenas. Sabiendo que cada una tiene una capacidad de setecientos cincuenta centímetros cúbicos y que el suero fisiológico es propiamente una solución acuosa de cloruro de sodio al siete por mil, vacié todo el agua de ellas a una vasija esterilizada a la llama del alcohol, tomé con unas pinzas una cucharadita dulcera, la llené de sal, calculando el título del suero, y después de esterilizarla también a la llama del alcohol, se la agregué al agua de la vasija, donde prontamente se di-solvió. Sin tardanza le inyecté a la enferma trescientos centímetros, por vía subcutánea; dos horas después hice lo mismo y tres horas más tarde repetí igual inyección. Cada una de éstas era seguida de fomentos calientes por media hora para acelerar su absorción. Cinco horas más tarde, mediante este tratamiento y, fuera del alimento, y unas cucharadas de vino de quina con algunas gotas de tintura de nuez vómica, la señora de Don Antonio se encontraba en estado muy satisfactorio. Y quiso la suerte que la intervención manual no le trajera en los días siguientes ninguna infección puerperal.

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"El otro caso fue el de una vez que tuve que quedarme a almorzar en casa de un paciente a quien había ido a visitar un poco lejos del poblado. Servida la mesa nos sentamos a ella su madre, ya anciana, su esposa, uno de los hijos y yo. Mientras gustábamos el primer plato no observé nada en ninguna de estas tres personas de la casa, mas cuando sirvieron el segundo, muy sabroso, por cierto, la anciana hizo, al probarlo, un gesto doloroso y llevó su mano a un lado de la parte superior del cuello. Insistió ella bastante en seguir comiendo, pero de cierto momento en adelante no volvió a intentarlo.

—¿Qué le ocurre, señora? ¿Por qué ha suspendido un almuerzo tan exquisito?—, le pregunté. —Porque desde ayer, me respondió, cuando me siento a la mesa, a pesar de mi apetito, no me permite alimentarme un dolor que me viene debajo del maxilar, acompañado de una hinchazón ahí mismo, todo transitorio, sí, pues el dolor dura muy poco rato y un rato después desaparece la tumefacción—. —Señora, voy a enterarme bien de lo que le pasa—. Diciendo esto, me levanté y me acerqué a ella para confirmar, tocando, lo que ya había supuesto: una glándula sublingual crecida por interrupción calculosa del flujo salivar.

"Volviendo a mi puesto, le dije: —Señora, lo que le molesta a usted es un cálculo muy pequeño que tiene en el canal de Wharton, canal que conduce la saliva de la glándula submaxilar hasta su desembocadura debajo de la lengua, en el sitio que llamamos el frenillo. Cuando usted se sienta a comer se produce la saliva dentro de la glándula, y, como el cálculo obstruye su salida, entonces ésta se colma, se repleta, hasta el punto de que se dilata dolorosamente. Esa no es novedad grave, aunque, descuidada, puede exigir alguna intervención qui-rúrgica. Y es muy mortificante, porque no deja tomar los alimentos, especialmente los sólidos, y lo deplorable para usted es que como carezco de la delgada sonda que se usa para retirar ese pequeño cálculo y como seguramente tampoco hay quien lo tenga en nuestra capital del Departamento, va a tener que ir usted a Bogotá en busca de un especialista de órganos de los sentidos para salir del paso.

"—Qué noticia tan mala me ha dado usted, porque un viaje a Bogotá, es para mí casi un verdadero imposible. Son varias las circunstancias que me lo impiden. ¡Qué de sacrificios tendría que hacer para realizarlo! Me ha dejado usted confundida.

"Yo me quedé lamentado mucho la situación de esta señora, sobre todo por mi incapacidad de servirla, y, una vez concluido el almuerzo, salimos todos al corredor, desde cuyo piso alto se domina la fresca verdura de un prado. De un momento a otro mis ojos se detuvieron en un sitio repuesto, donde abundaban los espartillos y de improviso se me vino la idea de que uno de los tallos de esta gramínea, siendo tan elástico, resistente, delgado y de superficie tan pulida, pudiera servir de sonda para desalojar el cálculo salivar de la anciana. Me bajé inmediatamente, escogí entre los muchos espartillos los tres tallos que me parecieron más apropiados, los corté con la navaja y regresé al corredor.

"—Señora; tenga la bondad y me permite la botella con alcohol que tiene aquí—. Inmediatamente la puso en mis manos y dentro de ella introduje los tallos, cuyos extremos había revisado cuidadosamente. Mientras pasaban algu-nos minutos le dije a ella: —Juzgo que uno de estos tallos de espartillo me puede servir de sonda para libertarla a usted de su cálculo. No creo que haya nada tan suave, tan terso y al mismo tiempo tan seguro de no romperse. Sién-tese en esta silla y abra la boca—. Cogí un tallo y tanteando con su extremidad el sitio del frenillo donde yo sabía que desembocaba el canal de Wharton, de un momento a otro sentí y vi que se introdujo en el orificio. Mañosísimamente

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lo fui hundiendo hasta que consideré que había llegado con él a la glándula y luego lo fui retirando. Al sacarlo, brotó en delgado chorro la saliva.

"—Señora, exclamé, no tiene que viajar usted a Bogotá. Está usted curada. Venga conmigo al comedor, almuerce y déme el gusto de que yo la acompañe".

Uno de los hechos del Doctor Mejía, fue el siguiente: Estando en Pereira, llegóse a él, en solicitud de sus servicios, el enviado de

un pobre campesino de Salento, a quien se le había enclavado un cuerpo extraño en el esófago y quien, después de tres días, ya estaba en inanición, porque los alimentos sólidos no franqueaban el obstáculo, y los líquidos, que sí pasaban lentamente, le producían un dolor indecible.

Refería el campesino que, a distancia de su choza estaba un día haciendo un trabajo en el campo. Cuando le llevaron el almuerzo, empezó a tomarse lo primero, que era un sancocho de "guagua", con el gran apetito que da el la-boreo. De un momento a otro sintió que algo se le había incrustado en el esófago y que lo imposibilitaba totalmente para continuar su plato y para ingerir cualquiera otra cosa, por líquida que fuera. Desde ese momento su sufri-miento fue muy grande. Prefería morir, decía, a seguir con esa tortura.

Cavilando y cavilando sobre lo que se podía hacer, el Doctor resolvió aplicarle primero al paciente una inyección de morfina y, una vez obtenido su efecto, le rogó que tragase las bolitas de algodón bien apretadas que él empezó a hacer y que mojaba en glicerina. Como éstas no le ocasionaban dolor, pudo ingerir gran número. Aguardó entonces el Doctor una hora, para dar tiempo a que el algodón se esponjara, y entonces le hizo tragar otras más que llevaban en suspensión un gramo de ipeca. Con el temor natural de una posible perforación del esófago, aguardaba el Doctor el efecto emetizante, y como éste se tardara, le hizo tomar un poco de agua tibia. El resultado no se hizo esperar: el enfermo se contrajo, enrojeció hasta lo más, los ojos se le brotaron y enrojecieron también, el esfuerzo le puso el rostro trágico y el sudor le apareció en la frente, pero, después de unas cuantas violentas arcadas, expulsó una masa blanca de algodón, dentro de la cual se halló un hueso en forma de araña, de centímetro y medio de diámetro, con peligrosas aristas. El pobre campesino estaba a salvo.

El otro hecho del Doctor Mejía se refiere a una fractura del maxilar inferior, sufrida por un joven, a consecuencia de la caída de un caballo. A la palpación se sentía la separación y movilidad de los fragmentos, lo que producía impotencia funcional y dificultad completa para articular palabras.

Así la situación, resolvió el Doctor colocarle a su paciente una férula de Schlender, que un talabartero le ayudó a construir, consistente en un casco de lona provisto de correas que se unían o ajustaban debajo del mentón, para sos-tener el afrontamiento de los segmentos. Pero esta fronda resultó un completo fracaso, porque el joven no fue capaz de soportarla. Entonces ideó el Doctor otro aparato, que haría con el concurso del dentista y del mecánico de la po-blación. Al mecánico le encomendó que, con la medida de la arcada dentaria, forjara una gotera de hierro donde cupiese la hilera de dientes, al modo de la usada por los dentistas para las impresiones, y que a esa gotera, en la línea media, le soldara un asa, también de hierro, cuya curva llegara debajo del mentón, llevando adherida una plancha pequeña, perforada y pegada a una tuerca que diera paso a un tornillo, todo a semejanza de la abrazadera de una máquina de moler carne. Al dentista le pidió que, con godiva, tomara la impresión dentaria de los fragmentos, para ponerlos a un mismo nivel. Una tablita de pino y de la misma forma del piso de la mandíbula, sería la férula de la contrapresión. Dispuestas las cosas, colocó el Doctor el aparato y, con algunas vueltas del tornillo, se le logró afirmar, de manera que él y el maxilar formaran un solo bloque, con total alivio del enfermo. Tres dientes que es-

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taban como sueltos cerca a la línea de fractura se afirmaron en el curso de los días y un mes después, quitado el aparato, se observó que el maxilar y la arcada dentaria estaban en las mismas condiciones de antes deí accidente1.

1 V. Historias médicas de una vida y de una región, 0bra del Dr. Jaime Mejía.

Como los jóvenes y los alejados de Caldas, no conocen —de ello puede uno estar seguro— el nombre del Doctor Mejía, es para el autor de estas páginas un gran placer decir apenas dos palabras sobre él.

Fue oriundo de Salamina, la población de privilegio espiritual en el norte de Caldas. Hizo sus estudios secundarios en la Universidad de Antioquia, donde tuvo profesores cuales el Doctor Manuel Uribe Angel y el General Rafael Uribe Uribe. Pasó luego a Bogotá , a la Escuela de Medicina de la Universidad Nacional y allí coronó sus estudios profesionales bajo la enseñanza de maestros tan eminentes como Juan David Herrera, Josué Gómez, Juan Evangelista Manrique, Nicolás Buendía y Oscar Noguera-

Ejerció su oficio primero en Pereirá, que entonces tenía un área propiamente de cuatro manzanas construidas, pero con un radio de acción que abarcaba la Hoya toda del Quindío, y poco tiempo después se radicó definitivamente en su tierra natal, de sólo diez mil habitantes cuando llegó a ella. Tanto en aquella población como en ésta fue el médico rural, en la más amplia acepción de las palabras.

Dotado de claro y magnífico sentido común, de un realismo contenido y valioso, de una imaginación viva y de una inteligencia expansiva y despierta, el Doctor Mejía fue serio sin acrimonia, honorable hasta la esplendidez, juicioso hasta la perfección, estricto sin aspereza y probo hasta el escrúpulo. Recordaba a Trousseau en cuanto no fue médico de bibliotecas y laboratorios, ni un teórico, sino un médico práctico, sensato e ingenioso, de diagnóstico y tratamiento con raro y feliz acierto.

Su designio dominante, imperioso, fanático fue mejorar a sus enfermos y por eso su terapéutica comprendía no solamente las drogas, sino los elementos espirituales, los físicos, los silvestres, los caseros, los que encontraba a su alrededor, los que estaban a la mano. Era un buscador de las propiedades vitales y las estimulaba y aprovechaba cuanto podía, sin despreciar los pequeños medios.

¡Siendo de gran ilustración y cultura, se distinguió como hombre sencillo, que marchaba sin imponencia, que desdeñaba la ceremonia doctoral y la ponderación y pontificado del personaje sobresaliente. No le sedujeron ni el brillo de la palabra, ni el fausto de la escena, ni el eco de las resonancias. Era silencioso, aplicado, paciente y, por sobre todo, era un ser interiormente gobernado.

De esta manera ascendió a ser uno de los mejores médicos de su tiempo en Colombia y de mayor notoriedad, que vivió luchando entre la hipótesis y lo cierto, entre el enigma y la claridad, frente a la patología extensa de su comarca, que le exigía atención, análisis, comprensión, cordura, autoridad y benevolencia.

CAPITULO X V I I I

Pero más importantes que estos hechos de medicina rural que acabamos de anotar, son los dos siguientes, realizados por el doctor José Álzate Betancur, uno en Manzanares, entre muchos de inferior valor, y otro en Manizales.

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Consistió el de Manzanares en que un buen día fue solicitado el doctor Álzate para que visitara, como médico, a una dama de la población. Del atento examen que hizo él de la enferma sacó la conclusión segura de que el caso patológico era el de una hemorragia grave por ruptura de un embarazo extrauterino. La urgencia de la intervención quirúrgica necesaria era grande. Como aún no existía hospital en el poblado, el doctor tuvo que practicar tal intervención en una pequeña sala de la casa de la enferma, auxiliado de un vecino, con prontitud aleccionado para dar el cloroformo, y de uno de sus amigos, a quien rápidamente enseñó a hacer nudos de cirujano y a manejar algunas pinzas. El éxito fue completo.

El caso de Manizales, fue en cierto modo rural, porque se trató de una transfusión sanguínea en un operado de úlcera gástrica. No se había hecho por primera vez una transfusión en el Departamento de Caldas por el año de 1922 y la realizó en esta ocasión el doctor Álzate. Con ese motivo, el doctor se preocupó por ofrecerle a la ciudad este servicio, con el pensamiento de Francesco Polli, quien en 1654 lo inició en el mundo; de Blundell, quien en 1818 utilizó aparatos especiales para él; del argentino Luis Agote, quien introdujo el uso del citrato de soda para evitar el fenómeno de la coagulación; de Juan David Herrera, quien en el siglo pasado lo prestó por dos ocasiones en Bogotá, con sangre que le dieron los doctores Avelino Saldarriaga y Juan Evangelista Manrique; de Gil J. Gil, quien para facilitarlo usó primero en Colombia la sangre citratada; de José J. Escobar, quien en Cali y en 1940 estableció el primer banco de sangre del País; y del Profesor Jorge Cavelier, quien dotó a Bogotá de tal banco, en el Hospital de La Samaritana y en el año de 1942.

Del mismo modo que al doctor Jaime Mejía, es muy posible que también al doctor José Álzate Betancur lo desconozca la gente joven y la de los otros Departamentos distintos del de Caldas. Esto nos lleva a dar en las líneas si-guientes una breve noticia de su valiosa personalidad.

Pertenece el doctor Álzate a esa pléyade de médicos famosos que ha tenido Salamina en sus últimos tiempos y que se han llamado Emilio Robledo, Julio Zuloaga, Jaime Mejía, Pablo Emilio, Emiliano, Pablo Elíseo y Apolinar Gutiérrez, Gustavo y Bernardo Mejía Jaramillo, Hernando Álzate López, Jesús María Eche-verri, Cristóbal Duque Macías, Carlos Emilio Londoño, Hernando Duque Maya, Rafael Marulanda Villegas, Eduardo, Enrique y Jaime Isazas.

Cuando uno se detiene a contemplar su imagen de servidor público resaltan en ella sobre todo dos cosas: el hombre y el médico.

Como hombre lo ha distinguido principalmente la firmeza de su carácter, de la cual ha dado muestras desde sus días de estudiante hasta sus horas de hoy. Otro de sus atributos varoniles es el valor, que le vino como don heredado de sus antepasados. Lo demostró el 13 de marzo de 1909, cuando, siendo estudiante de medicina, entró en el movimiento contra el General Reyes, en compañía de algunos de sus condiscípulos, como Calixto Torres Umaña, Luis López de Mesa y Jorge Bejarano, hecho que hemos nombrado en alguna de estas páginas. Torres Umaña y él pasaron la noche de aquel día en una celda helada, de piso de cemento, en la Estación Central de la Policía, acostados sobre la hoja de una puerta que allí se encontraba.

Sus otras cualidades humanas también son muy salientes: la honorabilidad, en la cual no se le ha visto la más leve sombra; el señorío, de gravedad, dignidad y mesura, siempre constantes; la cordialidad, que le ha dado el cariño de las gentes y que le ha hecho uno de los más leales amigos; y la animosidad, que le ha Permitido darles nobleza, tenacidad y esfuerzo a todos sus empeños. ¿Y qué decir de su gene-rosidad, tan profunda como callada, que le ha llevado a efectuar bellos actos de civismo, humanidad y benevolencia?

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Como médico, se puede y se debe decir que lo ha sido totalmente, es decir, que ha sido un cirujano y un clínico.

En su condición de clínico ha sido de ilustración notable; de despejo absoluto; claro, acucioso sin falla, sagaz, prudente y benévolo hasta la piedad cumplida. Así lo vieron darse a sus enfermos en Manzanares, Salamina y Manizales.

Para mantener su capacidad, su prestigio y su autoridad ha sido sin descanso un gran estudioso. Para ello no solamente lo han sorprendido las altas horas de sus noches sobre los tratados científicos, sino que, ya profesional, realizó un viaje a Europa, con larga permanencia en sus Universidades, en busca de mayores conocimientos, como también realizó otro viaje a Suramérica, con miras de obtener informaciones médicas asimismo.

Formóse el doctor Álzate como científico en las dos primeras décadas de este siglo, cuando todavía predominaban los grandes clínicos de fines del siglo XIX y cuando el laboratorio empezaba a penetrar dominante en el campo médico. Esta última circunstancia quizás explique mejor el porqué se despertó en él un interés muy especial por la bacteriología y la química biológica, interés que le hizo entregarse bastante a esos estudios, tanto en nuestra Facultad de Medicina como en la de París, y utilizarlos muy particularmente en la ciudad de Manizales, donde fue el precursor del laboratorio clínico, donde prestó servicios muy apreciables y donde, con la ayuda de esos mismos conocimientos, practicó la primera transfusión sanguínea en lo que se llamaba, hasta hace algún tiempo, el Departamento de Caldas, in-forme que ya dimos en páginas anteriores.

Por supuesto, debemos anotar que nunca pospuso la clínica al laboratorio, cuando analizaba las relaciones entre ambos. Siguiendo a Lombana Barreneche, a todo nuestro profesorado de su época, y a Tousseau, Dielafoy, Laennec y demás grandes clínicos franceses del mismo tiempo, supo ver en los rayos X, en el microscopio, en las centrífugas, en las estufas, en los aparatos de dosificación, en las gráficas, auxiliares importantes de la clínica, pero sólo auxiliares.

Mas probablemente su mayor atracción fue la cirugía, que ejerció devotamente en Manzanares, y Salamina, más amplia y por mayor tiempo en esta última ciudad. Conocedor a fondo de la anatomía, la fisiología, la anatomía patológica y las técnicas quirúrgicas, operaba con destreza y seguridad encomiables, teniendo siempre presente el valor de la vida del enfermo. En esos menesteres sus manos fueron siempre sabias, silenciosas, videntes, compasivas y milagrosas.

Característica suya como cirujano fue la intrepidez. Informándose uno de su actividad quirúrgica, recuerda las palabras de uno de los grandes profesionales argentinos, Osvaldo Loudet: "Yo creo que entre la prudencia estéril, por excesiva o pusilánime, y la audacia temeraria, cuando existe una sola posibilidad para salvar una vida, aunque pueda hacer naufragar una reputación, hay que estar con la audacia temeraria". Uno de los momentos de coraje que tuvo el doctor Álzate fue la ligadura de la carótida interna del lado izquierdo en uno de sus pacientes, con estupendo resultado, por cierto.

Su experiencia en el largo ejercicio profesional que tuvo es una de las de mayor extensión y densidad conocidas, por lo que ha podido considerarse como un maestro. Desempeñó en Caldas algunas comisiones oficiales y en sus días de estudiante fue director y sostenedor de la importante revista Gaceta Médica.

Puede, pues, concluirse que el doctor Álzate es una de las figuras médicas más altas de Caldas y de toda Colombia.

***

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Lo que expresa Dumesnil en sus párrafos sobre el médico de familia concuerda enteramente con el que hemos tenido en Colombia. De tales párrafos son estas palabras:

"No solamente el médico es un confesor, sino que es aún un confidente. Ser el confesor es el carácter solemne, es el aspecto serio, algunas veces trágico, del ministerio; ser el confidente es el otro lado del oficio, más trivial, más bajo, a menudo cómico también; pero si algunas veces se requiere grandeza de alma para ejercer dignamente el ministerio, entonces son necesarias la finura y toda una cantidad de cualidades menores —que no son menos cualidades— para practicar el oficio.

"Y qué servicios puede prestar el médico en centenares de ocasiones que, no por faltarles gravedad, carecen de importancia. Menudos consejos, cuyas consecuencias escapan a quien los solicita, pero que pueden ser grandemente útiles y fructuosos; palabras dichas en tono familiar, mas de resonancia profunda cuando se logra hacer comprender su valor. El médico puede y debe tener en la vida de sus enfermos este papel de amigo que no solicita confidencias, pero que, recibiéndolas bondadosamente, sabe dar acerca de ellas una opinión, o bien mostrar el peligro de una aventura o evitar lo irreparable. Papel moral, que dobla casi constantemente el acto médico; papel que se parece mucho al del "director", que dobla al sacerdote, al confesor, y prolonga su acción. Porque sucede que el médico, junto a aquellos que excluyen al sacerdote, tiene que intervenir como lo haría un director, y tanto más, cuanto en muchos casos el problema fisiológico o patológico que el médico debe resolver, se complica de un problema moral".

A nuestro entender, quien representa mejor la personalidad del médico es éste, encarnado principalmente por Heriberto, que va desapareciendo casi por entero y que ya no goza de la misma confianza y fidelidad de los pasados tiempos.

Su nombre ha sido de indiscutible altura, porque para que un grupo más o menos grande de familias de una ciudad haya solicitado preferentemente sus servicios, ha sido preciso que él haya alcanzado fama de competencia profesional, estimación cierta de su probidad, rectitud, consagración, benevolencia y señorío y aprecio de sus virtudes y capacidades ciudadanas.

Es mucho lo que ha valido este estilo de médico. Ha poseído la historia de su comarca, su tradición y, con especialidad, la historia genealógica y patológica de las familias en todos sus apellidos. Ha conocido las intimidades del vivir del común de las personas, la fortaleza o debilidad de sus organismos, sus diferencias fisiológicas, sus reacciones, sus padecimientos, así pasajeros como crónicos o hereditarios. De ahí que, de cada enfermo, haya tenido un campo amplísimo de noticias y datos, que no solamente le han facilitado los diagnósticos y tratamientos, sino también los consejos y observaciones que han sido necesarios o convenientes. Por otra parte, el sitio de honor que ha ocupado entre los personajes principales de su lugar le ha exigido, separándose accidentalmente de las actividades de su tarea, intervenir como orientador en los asuntos públicos y aún en los políticos, no habiendo sido hombre de prácticas y celo partidistas en la generalidad de los casos.

Por todo esto su posición ha sido destacadísima y su autoridad reconocida y evidente. Seguramente ninguno le ha superado ni en la obra social, ni en el civismo sentido, ni en la compasión, ni en el desapego de su yo.

C A P I T U L O X I X

De todas estas particularidades del médico, la de Heriberto para alcanzar la muy alta posición de su oficio ha sido el buen corazón. Difícilmente encuéntrase otro que le iguale

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en la bondad y la diligencia con que ha atendido al necesitado de su auxilio. Tanto es crecida su bondad que por ella es señalado y tenido por escogido. No ha ascendido él a su elevada categoría por los caminos de la investigación científica, sino por los de la sabiduría y competencia y por los cordiales del cariño y del afecto. Aquellos tienen el frío de la inteligencia, en tanto que éstos, el fuego de una forma del amor. Y tal vez socialmente y en muchos casos no vale más la ofrenda de una técnica avanzada, cuanto la efusión de un alma munífica y magnánima.

La acción bondadosa procede en algunas veces y en algunas personas de un acto reflexivo, de una operación de la razón, que la señala, la aconseja o la exige; mas otras veces procede espontáneamente del alma, instintivamente, por propensión natural, en los seres esencialmente benévolos.

Este caso último es el de Heriberto. La bondad de él es un carisma, un don del espíritu, una determinación ingénita y estable de su voluntad, que lo lleva, sin buscarse nunca a sí mismo, a polarizar gozosamente su afectividad al servicio de los demás. Una fuerza intensa, cordial, le ha movido toda la vida. Pudiera uno decir que perfuma de bondad a quien lo requiere, tal como el sándalo aromatiza al que se le acerca para tomar un fragmento de su corteza o de su tallo.

En tratándose de la bondad, Heriberto le recuerda a uno, entre no pocos, a dos médicos de su misma inclinación: al doctor Ricardo Jaramillo Arango, de Manizales, y al doctor Daniel Brigard, de Bogotá.

El doctor Ricardo, como sin sus apellidos se le nombraba en Manizales, fue paradigma del humanitarismo y la piedad. No una, sino varias veces, cuando nuestro oficio nos retenía fuera del hogar hasta las horas de la madrugada, lo vimos, al pasar frente a su casa, asomado a uno de los balcones, apenas medio cubierto su vestido interior de una bata de baño, dándole a cualquier humilde vecino, situado en la calle, instrucciones sobre lo que debía hacerle al enfermo de los suyos, que pedía urgentemente sus servicios a esas horas, mientras él iba a visitarlo. Y no pocas veces también lo encontramos cruzando la ciudad, caballero en el rocín de sus andanzas por los barrios dé los ricos y los pobres, con una jarra de leche en la mano libre de las riendas, destinada a alguno de sus pacientes menesterosos que carecía de ella.

Mas otra cosa se veía en este hombre bueno: cuando regresaba a su casa de alguna de sus visitas por campos y pueblos cercanos, no era raro que, al quitarse la ruana del viajero, se observara que llegaba con la sola camiseta de franela, porque en el camino había regalado a algún necesitado la camisa, junto con el chaleco y la americana.

Dos estructuras, como dos órdenes notables y señaladas, formaban el espíritu del doctor Ricardo: uno, que pudiéramos llamar social, de aspecto exterior, eminentemente galénico o facultativo, ingenioso, regocijado, epigramático, agudo y juglaresco, y otro interno o profundo, que era solo piedad e inexhausta benevolencia. Quizás esto le permitió vivir una larga vida, pensando siempre en los demás y nunca en sí mismo.

Además fueron muy manifiestas en el doctor Ricardo la naturalidad, la sencillez y la reserva, tan características del hombre bondadoso y humano. Puede decirse que su pensamiento era elemental, puesto que solo se concentraba en sus enfermos y muy raras veces en sí mismo. Atendía diligentemente a las necesidades de los demás, sin pensar en las suyas. Era un ser completamente abierto, escueto, estricto y no se le conoció complicación ninguna ni en su discurrir, ni en el modo de expresarse y aparecer entre las gentes. No se sabe que hablara de sus sentimientos, como tampoco de preocupaciones íntimas. No se ocupaba de sí para nada. Parecía un organismo humano que vivía en su pueblo y su comarca no una vida propia, sino, con caridad grandísima, múltiples y dolientes episodios o pedazos de vidas ajenas.

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Fue un clínico original y extraño, de ilustración guardada y de gran intuición y experiencia. Estas dos cualidades fueron el secreto de su éxito. Tenía penetraciones sorprendentes por lo fulgurantes y certeras. No le seducían las novedades médicas, sino sus conclusiones propias, las verdades deducidas de su labor diaria. Los miles de enfermos que pasaron por su inteligencia, sus ojos y sus manos le dieron una sagaci-dad y pericia desconcertantes.

Pero lo más admirable de él fue la exactitud de sus pronósticos clínicos. En esto era un vidente. Dotado de una rara y especial adivinación del curso de las enfermedades y de la resistencia de los pacientes, sus vaticinios se cumplían en la mayor parte de los casos. Dentro del más absoluto secreto y prudencia, "este será uno de los muertos de este año", decía con frecuencia ante algún conocido suyo que pasara por la acera de enfrente. Y la predicción se cumplía.

¿Y qué decir de Daniel Brigard?

Lo acompañamos solo una vez a la atención médica de un enfermo ya desahuciado y en nuestra vida habíamos visto en un médico bondad semejante. Era tan delicada, tan completa y tan penetrante la suya, que nosotros, con haber hecho cuanto pudimos en nuestros años por ser de esa índole especial, nos sentimos como avergonzados de nosotros mismos, y, en todo caso, muy inferiores a él. Ni tampoco habíamos visto ni hemos vuelto a ver algo aproximado o parecido en persona de nuestro oficio. Y es que la bondad de Daniel se vestía impresionablemente de afecto y de ternura. Su mirada era cordial, blanda, consoladora; su voz, dulce, entrañable, y persuasiva de esperanza; y sus manos, leves, expresivas y de una compasión tan ardiente y protectora que podía hasta confundirse con el mimo o la caricia.

Dos hechos bellos, entre muchos seguramente, acreditan nuestras palabras. El primero es el haber viajado de Bogotá a Medellín, sin la más leve insinuación de Heriberto, cuando éste le informó que don Manuel, su padre, se hallaba enfermo, posiblemente de un cáncer, cuya naturaleza no era todavía clara ni fácil de definir. —Mañana mismo nos vamos a verlo —fue la respuesta de Daniel a este informe. Heriberto agradeció infinitamente este gesto, pues Daniel era en aquel tiempo la primera autoridad científica colombiana en cancerología.

El segundo es el haber desistido él y su esposa de un paseo por varios países de Europa, porque al llegar a París encontraron hospitalizado a Heriberto en una clínica. Decidieron ambos más bien acompañarles a él y a doña Helenita hasta que se presentara la convalecencia, iniciada la cual regresaron a Colombia.

No conoció como dice Seaver de Schweitzer, la cobardía moral de ser considerado sentimental; buscó la sabiduría en su propio corazón, cual el Santo de Asís lo requería; y era patente que tenía como una gracia o privilegio el habérsele concedido trabajar al servicio de los enfermos.

Y puesto que Daniel era un cristiano entero, de fervor religioso edificante y desembarazado, siempre hemos pensado que cuando a este hombre de caridad tan honda y de nobleza tan bella, se le entraba el alba a su aposento, debía ponerse delante de Cristo y decirle: "Señor, es este otro día de mi oficio. Cerca de mí perma-nece y donde exista el dolor suminístrame el sedante; donde haya congoja, la esperanza; donde desgarre el martirio, la dulzura; donde la desesperación arrebate, el sosiego; donde las heridas aflijan, el bálsamo; donde torture la angustia, la calma”.

CAPITULO XIX

No mucho tiempo después de establecido en Bogotá realiza Heriberto el acto más importante de su existencia, o sea su matrimonio con una de las damas más prestantes de esta capital, doña Helenita Bermúdez, hija del Doctor Andrés, notable profesor de la Escuela de Medicina, fundador de la más antigua Gota de Leche de la

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capital y persona de muy meritorios servicios públicos. El hombre del esfuerzo largo, heroico y de éxito completo llega a la cima mayor de sus aspiraciones y a la más deseada de sus recompensas. De este hecho en adelante sus horas empezarán a ser felices. Aquel día es para él el de su verdad, el de su eterna verdad.

Sin embargo, andando el tiempo, la salud de doña Helenita se quebranta, se torna delicada y llégase un momento en que ese estado vuélvese grave. Por tales circunstancias una junta médica se ha reunido en su casa, a fin de resolver lo más conveniente para ella y esa junta determina que definitivamente debe abandonar la ciudad y trasladarse a vivir en una costanera o de poca altura sobre el nivel del mar. Para Heriberto esta determinación es de importancia suma, tanto por lo que tiene de infortunio para su hogar, cuanto porque tendrá que renunciar al magnífico puesto que ha alcanzado como profesional en esta ciudad y porque deberá re organizarse en un sitio extraño, donde no le conocen. En la tarde de este día tiene necesidad de ir a uno de los hoteles más centrales y en la vía se encuentra con el doctor Cipriano Restrepo Jaramillo, su muy dilecto amigo, quien le advierte en el rostro gran preocupación.

—¿Qué te pasa? ¿Estás enfermo? Heriberto le responde con la participación de lo que ocurre con la salud de su

esposa y de las graves consecuencias que sufrirá su profesión en otra tierra. —¿Y por qué no te vas a vivir en Europa? —No me es posible, porque carezco de dinero. Tú sabes que yo he debido atender a

muchas necesidades de los míos y ello no me ha permitido ahorro alguno. —Óyeme: yo voy ahora a hablar con el Presidente Ospina Pérez, quien me aguarda,

para resolver algo de trascendencia sobre política petrolera y le diré que no empecemos a conversar sobre el asunto hasta que dicte un decreto para emplearte en una de las embajadas mejores de Europa. ¿Aceptarías esta solución de tu pro-blema?

—Estupenda cosa sería esta y voy a agradecértela infinitamente. Al día siguiente el Ministro de Relaciones Exteriores, Eduardo Zuleta Ángel, le

comunica el nombramiento de Secretario de la Legación de Colombia en París. Y sin tardanza sale Heriberto para Francia.

En una de las venidas de Heriberto al país con su señora conversan con ésta, en su casa y dentro de la amistad que las une, las muy distinguidas damas doña Paulina Rueda de Jaramillo, doña Isabel Lleras de Ospina y doña Teresa Robledo de Jaramillo. En uno de los virajes de la conversación dice doña Helenita:

—Aunque Heriberto no es amigo de festejar cumpleaños, me provoca celebrarle el suyo, que es mañana, con un almuerzo al que asistan ustedes, pues él las estima en manera especial y grande.

—La idea es estupenda, exclaman las tres. Por supuesto, vendremos. Y doña Paulina agrega: —Yo me encargaré del almuerzo. —Y yo te ayudaré, le

añade a ésta doña Teresa. —Y yo me ingeniaré el número "sorpresa", termina doña Isabel.

Y al día siguiente, por unos minutos, se guarda silencio entre los sentados a la mesa para oír a doña Isabel, quien lee las siguientes décimas:

En un cuatro de febrero, El año no lo sé yo, En Marinilla nació En un hogar sin dinero Un hombre que fue primero

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Un modesto y estudioso Maestro, luego un famoso Médico, un gran profesor, Un perfecto Embajador Y un marido portentoso. Envidia no ha conocido Ignora lo que es rencor, Es amigo encantador Y caballero cumplido, Favores no ha pretendido, Honores no necesita, Y como tiene a Elenita, ¿qué más puede ambicionar? Dios lo ha querido premiar Por eso no se la quita. Diciembre en la cabellera, Pero en lo demás abril, Su corazón juvenil Vive en plena primavera; Yo se lo juego a cualquiera De los que en el mundo están, Ni siquiera Abderramán, El de los grandes quereres, Contó con tantas mujeres- Es el último sultán. En nombre de los presentes Mil cosas quiero expresar, Pero no he podido hallar Consonantes suficientes. Ya veo en todas las mentes El deseo de brindar Por volvernos a juntar En los venideros años A celebrar el cumpleaños En este mismo lugar. Isabel Lleras de Ospína

El valor de estas décimas está, por encima de todo, en el afecto que las enciende y en la exactitud de sus apreciaciones sobre Heriberto, quien queda eternamente agradecido de su autora. Y no es para menos, pues ella es poetisa de renombre en nuestro parnaso. Sus perfectos sonetos sobre nuestra riqueza colonial y sus muchas otras composiciones son lujo de nuestras letras.

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CAPITULO XX

Si la actividad diplomática de Heriberto en la Embajada de Colombia en París es grande, no lo es menos la de sus servicios a los compatriotas residentes en la ciudad o que llegan allí, de paso, en viaje de turismo por el Continente. Porque esos servicios son de su agrado, los presta con gran facilidad y diligencia. Y qué favores no hace en sus diversas posiciones de Secretario de la Embajada, Consejero de la misma, Ministro Consejero y Cónsul General Central, como también cuando en Nueva York desempeña el cargo de Embajador en la Asamblea Ordinaria de las Naciones Unidas. Entre los muchos, los siguientes casos pueden relatarse:

Es el primero el de un joven chocoano. En su segunda niñez, en una aldea no lejos del San Juan y en medio de pobreza extrema, sufre este joven un fuerte ataque de poliomielitis. Su recuperación se hace muy lentamente, mas no completa. Parálisis musculares definitivas de ambas piernas no le permiten sino una marcha muy difícil y defectuosa. En esas condiciones y para procurarle a su hijo un porvenir menos desdichado, su desvalida madre logra llevarlo a Quibdó, en condiciones de subsistencia difíciles, para que ingrese al colegio y allí haga sus estudios de bachillerato. Logrado este, precisamente cuando es creado el Departamento del Chocó y cuando, por ese motivo, se ofrecen dos becas para estudiar en Francia, una de arquitectura y otra de idiomas, con la valiosa intervención de Diego Luis Córdoba y de Adán Amaga Andrade, se le concede a nuestro joven la beca de idiomas. La merece, porque ha demostrado juicio y aptitudes intelectuales excelentes.

Sale él para París y al llegar allá, lo primero que hace es ponerse en comunicación con Heriberto, yendo a la Embajada. Este le facilita lo que le es posible y aquel comienza sus estudios en La Sorbona.

Más tarde, andando trabajosamente con una muleta por una acera del Boulevard Saint Michel, intempestivamente ve que a su lado un automóvil se detiene y oye que apremiantemente le llaman. El se detiene, mientras que del automóvil sale un hombre distinguido y se dirige a él.

—Joven amigo: por su aspecto y cuadernos, que casi no le caben en el bolsillo, creo que usted es un estudiante pobre; y, por su marcha tan difícil veo que usted sufrió una poliomielitis; mas veo al mismo tiempo que su incapacidad puede tener mucho remedio. Yo soy cirujano especializado en operar casos como el suyo y le ofrezco mis servicios gratuitamente. Tome usted mi tarjeta y vaya cuando quiera a mi consultorio para que hablemos. —La tarjeta es del profesor L'Coeur, de la Universidad de París.

Sin tardanza el estudiante se traslada a la Embajada de Colombia para participarle el hecho a Heriberto, quien le promete su ayuda. Lo primero que hace éste es informarse de la personalidad del profesor L'Coeur, a quien luego llama por teléfono para obtener una cita en su consultorio. Allá llega Heriberto, conviene con el cirujano la naturaleza y condiciones de la operación y se informa de los dineros que hay que sufragar con motivo del cuarto del hospital, de la sala de cirugía, de la alimentación, de la enfermera.

Decidido como está el indigente joven chocoano a someterse a tal intervención, Heriberto consigue personalmente con los colombianos que viven en la ciudad auxilios suficientes para pagar todos los gastos de ella. Hecho esto, y previo un examen riguroso del cirujano a su paciente, se señalan el día y la hora del acto quirúrgico. Heriberto asiste a él y en algunos de los días siguientes visita a su favorecido, quien ha tenido la

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suerte de que se le hagan acertados y habilísimos trasplantes tendinosos. Poco más de un mes y medio después, el personal de la Embajada tiene el gusto de ver entrar a sus salas al feliz estudiante, caminando bastante bien y sin la mediación de muleta o bastón alguno.

¿Y quien no conoce a Rafael Puyana, el eximio artista colombiano, que es una de nuestras voces más altas y honrosas en el mundo? Está ahora en París.

Pues bien: a Rafael Puyana también sírvele «Heriberto. Un día, mientras baja por la escalera de su habitación, leyendo una carta, sufre la caída del primer piso al rez-de-chaussée, con la consecuencia de la fractura del radio y el cubito derechos. Para este virtuoso del clavicordio esto equivale a una catástrofe, y en el mayor dolor y confusión llama por teléfono a Heriberto. Inmediatamente sale éste en su socorro, lo recoge en su automóvil y lo conduce al Hospital Cochin en busca de los servicios del doctor Merle D'Aubigné, afamado jefe de ortopedia. No lo encuentra, pero sí al subjefe quien, conocedor de la categoría del eminente artista colombiano, lo atiende en la mejor manera posible y con resultados plenamente satisfactorios.

Mas no es esto solo. Llega Puyana en cierta ocasión a París con el ánimo de dar un concierto y le pide su ayuda a la Embajada. Con toda solicitud se la concede Heriberto, consigue para ello la Salle Pleyel, de tres mil lunetas, y para lograr no solo una concurrencia numerosa, sino de categoría, distribuye invitaciones a todo el Cuerpo Diplomático y, con especialidad, a las Embajadas de la América Latina, con lo cual el concierto tiene un éxito estupendo.

Igual intervención le ofrece Heriberto al maestro Puyana en otra ocasión, cuando éste da un concierto en un congreso médico reunido en la ciudad, ocasión en la cual se obtiene también un éxito muy satisfactorio, mediante cordial llamamiento que se hace a los agregados culturales de Suramérica.

Otro servicio muy importante de Heriberto en la Embajada es el que les presta a los estudiantes.

Reciben éstos sus pensiones del ICETEX y de sus familias en Colombia por medio de la Embajada, para lo cual hay un empleado encargado de reclamarlas y entregarlas. Mas sucede que este empleado empieza a disponer abusiva y hábilmente de tales pensiones para su beneficio, con la consecuencia de que los estudiantes ya no pueden atender a su manutención ni al pago cumplido del arrendamiento de sus vi-viendas. La cuantía de este abuso ya es considerable cuando Heriberto tiene noticia de él e inmediatamente destituye al empleado y personalmente empieza a pedirles un auxilio pecuniario a las personas colombianas adineradas residentes en la ciudad para resarcirles a los perjudicados la totalidad de los dineros perdidos. No deja nada que desear el éxito de esta diligencia.

Pero el más inesperado, delicado y cordial servicio se lo presta Heriberto a la inspirada poetisa doña Isabel Lleras de Ospina. Le aparece a doña Isabel su última enfermedad en Francia y, después de exámenes numerosos, la desahucian los médicos parisienses. Cuando ya no puede estar en su morada, busca hospitalización en una clínica. La muerte tardará en llegar y ella se consume lentamente en relativa soledad. Sintiéndose ya muy vencida y entre gentes extrañas, le viene el ansia de estar con los suyos en Bogotá, de pasar los últimos días rodeada de ellos, de sus amigos, de las fieles personas de su servicio. Cuando le manifiesta este a su esposo ya está muy debilitada y él considera imprudente hacer el viaje en la forma que fuere. A Heriberto, quien la visita frecuentemente, le expresa también este intenso anhelo. Así la situación, llega de Colombia a la ciudad su hermano Carlos. Heriberto sale a recibirlo en el aeropuerto y en su conversación éste le informa el grave estado de salud

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de su señora hermana. Convienen entonces ir a visitarla en la mañana siguiente. En la sala de espera de la clínica los aguarda el esposo de Doña Isabel. Rápidamente el doctor Carlos se separa para ir a saludar a la ilustre enferma y cuando regresa a la sala les habla del vehemente deseo de ella. En el cambio de ideas sobre esta solicitud se contempla y afirma su imposibilidad. Entonces Heriberto le dice al doctor Carlos: —Óigame, doctor: es tal la an-gustia de Doña Isabel por no estar en Bogotá, que yo, como médico, les ofrezco llevarla en avión, si usted me consigue con el Presidente Valencia un permiso para separarme de la Embajada por unos tres o cuatro días—. Sin pér-dida de tiempo consigue el doctor ese permiso y sin demora alguna también Heriberto y ella emprenden el viaje hasta su casa en las inmediaciones de Suba.

CAPITULO XXI

Una de las ocurrencias mejores de Heriberto en la Embajada es la de invitar a algunos sabios, intelectuales y artistas franceses o de otras naciones a las celebraciones que se hacen en ella de nuestras fiestas patrias. Dos de ellos han sido Jean Rostand y Georges Duhamel. Para un país tan desconocido en el Exterior, como Colombia, tiene algún valor que los pocos que la nombran sean personalidades salientes de la cultura.

Cuentan que cuando Rostand entra a la Embajada alguien le pregunta, con el ánimo de hacerle una atención, lo que tantas veces ha oído: —¿Cómo van vuestras ranas?—. Y otro, con igual propósito, le dice: —Yo viajaré pronto al Extranjero. ¿Desearíais que de regreso os trajera de regalo unas bellas ranas?—.

De las ranas y en su mérito ha dicho graciosamente Rostand que ellas han sido comprimidas, aplastadas, estiradas, puncionadas, picadas, agujereadas, remendadas, inoculadas, centrifugadas, electrocutadas, electrizadas, tatuadas, fraccionadas, mutiladas, calentadas, enfriadas, desecadas, iluminadas, irradiadas, ionizadas, asfixiadas, intoxicadas, sobremaduradas.

Y es que entre Rostand y la rana ha existido una unión tan estrecha y tan absoluta que ella será ornamento en el monumento a su memoria. Le confirma a uno esto la lectura de la hermosa alocución presidencial que él leyó en la Sociedad Zoológica de Francia por el año de 1963, de la cual son estas palabras:

"La rana no es solamente para mí un precioso material de estudio y la posibilidad única de obtener una migaja de nueva verdad. No es solamente el único objeto en el cual puedo saciar el instinto de curiosidad que, según Dar-chen, se esboza ya en el instinto de exploración de los insectos. Es también un fragmento privilegiado del mundo vivo, un símbolo sensible, un tema familiar que, desde tantos años, me acompaña, y en el que las imágenes, las emociones, los recuerdos, componen un misterioso entretenimiento de naturaleza y tiempo bello. Y qué interesantes han sido para mí las posturas gelatinosas que, flotando en la superficie de una charca vascuence, han cautivado mis ojos de niño y se han vinculado con el misterio de las jaleas originales; los renacuajos de alegre agitación, amigos del escolar; los primeros acuarios hechos con bocales o tarros de conserva; las primeras miradas por un microscopio, merced al cual una pequeña cola translúcida muestra el prodigioso espectáculo de la circulación de la sangre; la primera disección, con auxilio bondadoso de un profesor de historia natural, que termina con la toma de un pequeño corazón rosado, obstinado en palpitar solo sobre un vidrio de reloj; los tranquilos estanques de Chaville, en los que, entre los nenúfares calentados por el

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sol, pequeñas cabezas temerosas exhiben sus grandes ojos de oro; la sosegante monotonía de un largo croar, anuncio ronco del estío".

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Duhamel es un amigo de la Embajada de Colombia y amigo personal de Heriberto.

Su fama es mundial y ha sido justa y vastamente elogiado por sus obras de poesía, teatro, crítica y novela —más de setenta—, pero entre nosotros no se ha tenido en cuenta uno de sus actos más meritorios, que fue su incorporación voluntaria al ejército francés, en su calidad de médico, cuando la guerra europea del 14 al 18. No es fácil apreciar este acto en lo que él significa como deber, espíritu de sacrificio y real heroísmo.

Cuando suenan los clarines, cuando se moviliza en batallones la juventud de Francia, cuando empiezan a encenderse por millares las preces y los cirios en las iglesias católicas, cuando en los templos protestantes se oyen las voces patrióticas de los pastores, cuando en las sinagogas resuenan cánticos de dolor y de esperanza, este parisiense eximio vuela a prestar sus servicios en los puestos de socorro, a donde llega pálido, ascético, pronunciados los rasgos de su rostro en emoción intensa, como llega también, haciéndole hazañosa compañía, el sacerdote con el Cuerpo de Cristo bajo el capote.

De su acción profesional en el frente escribe dos libros, sobre todo, Civilización (premio Goncourt) y Vida de los Mártires.

Pero no es él solo quien procede de esta manera. El doctor Paúl Voivenel hace lo mismo. Desde que se rompen las hostilidades en esta guerra, se alista en uno de los ejércitos y desempeña sus funciones médicas en el Marne, Hauts de Mensé, Verdun, Bois de Le Pretre, Chemin des Dames, Champagne, Oise, y de los recuerdos de sus actividades, como Duhamel, escribe asimismo un libro que titula Con la 67° División de Reserva.

Para Duhamel el médico militar es, por sobre todo, un cirujano, mas también un internista. El sitio de su diligencia es un puesto de socorro al lado de los combates o batallas o bien en el hospital de una ciudad o de un pueblo, adaptado a tan aflictivas y particulares circunstancias. Tal vez la principal de sus características es la de ser el médico del apremio, de la urgencia, de la intensidad, del trabajo excesivo, de las conmociones dolorosas, de la fatiga y de la resistencia heroica. Otra de sus peculiaridades es que, hundido en su clamante oficio y entre pacientes numerosos, solamente puede disponer de consultas rápidas, de recursos de laboratorio presurosos, mas nunca de libros y menos de otras informaciones y auxilios. Es un científico solitario que tiene que bastarse a sí mismo y crear o imaginar, en meditaciones cortas o al acaso, la solución de sus problemas.

Mas, a quien deseara informarse bien de la tarea penosísima y heroica de este médico MIlitar tan desconocido, ojalá le fuera posible leer el relato que sobre ella escribió Rene Dumesnil en el precioso libro que hemos nombrado, El Alma del Médico, hoy agotado y muy alejado de nosotros en el espacio y hasta en el tiempo. Sin embargo, para comprobación del mérito de Duhamel y para beneficio de nuestros posibles lectores, hemos incluido en las páginas siguientes un resumen de ese relato, en el que hemos procurado la fidelidad al autor, aún sirviéndonos a veces de sus propias palabras. El relato de Dumesnil es extraordinario por la viveza de su prosa, por la imaginación que lo ilumina y por la emoción que lo enaltece.

Refiere Rene Dumesnil que, principiando el mes de agosto de 1914, ya se encontraba él como uno de los médicos del Ejército Francés en la Guerra Europea. Mientras

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pasaba por territorio de su patria y de Bélgica, por la Champaña y las Ardenas, sus ocupaciones eran relativamente pocas y grande el aislamiento de la marcha, sin correo, sin diarios, sin noticias, fuera de las verbales, lo que le llevaba a pensar en la familia, en la muerte, en la extraordinaria máquina militar que se movía, que se extendía regularmente por burgos y caminos. Mas las cosas cambiaron cuando se desató el empuje de la invasión enemiga. Entonces ocurrió la huida precipitada de las gentes de las poblaciones pequeñas y, sobre todo, de los campos, para la que utilizaron todo medio de transporte, especialmente caballos cargados de enseres y animales pequeños. Por todas las vías se alargaban las filas de fugitivos y de ganados y a las orillas de ellas caían desfallecidos los enfermos y los ancianos, como también mujeres y niños hambreados, a quienes médicos y oficiales tenían que ofrecerles el escaso pan que se les daba. Habían principiado sus horas de tormento, que no era tan grande como el de sus compatriotas en huida.

En esta retirada llegó él con sus compañeros médicos de la. 11° Ambulancia del Tercer Cuerpo del Ejército de Foch al pequeño poblado de Romilly-sur-Seine, después de haber alcanzado desde Bélgica, yendo hacia el sur, la confluencia del Aube en el Sena, y luego de una pausa por la batalla de Guise. Esta ambulancia, improvisada el 19 de agosto, con materiales y servicios prestados a las reservas de sus vecinos, recibió allí la siguiente orden: instalarse en la Estación de Sezanne y funcionar como hospi-tal de evacuación.

En obedecimiento a esa orden, el 6 de septiembre, antes del amanecer, los encargados de esa Ambulancia partieron para Sezanne, después que a todo uniformado de Francia se le había hecho saber que el momento no era para mirar hacia atrás y que tropa que no avanzara tenía que guardar a toda costa el terreno conquistado, prefiriendo morir antes que retroceder. Morir en el puesto, morir o matar, era el sentido escueto de la orden.

Colocado el médico entre la sangre y el cañón y la metralla era muy natural que por la mente de Dumesnil pasaran pensamientos diversos, unos de servir valerosamente, otros de rebeldía a sus obligaciones, otros de aceptación de ellas y aún de la muerte misma y otros nobilísimos y dignos, de temor a la cobardía, de miedo de llegar a ser inferior a su posición elevada y de confianza, como solía acontecer, según informes conocidos de pasados episodios. Y sentía envidia de los fuertes, de los decididos, de los que no establecen diferencias entre situaciones y deberes, para disminuir el apremio de la responsabilidad.

A Sezanne llegaron el 6 de septiembre, examinaron cuidadosamente el sitio de su instalación y se pusieron en comunicación con los colegas que les aguardaban y quienes, como ellos, también cumplían una misión sobrehumana. La entrevista más importante la tuvo con el médico jefe del Hospicio que allí funcionaba, a fin de tomar las más aconsejables resoluciones. Las circunstancias de esta Estación eran tremendas. Las acciones de guerra no estaban demasiado distantes; los heridos afluían constantemente; el patio del Hospicio estaba lleno de camillas; los tres médicos que allí trabajaban estaban extenuados y por todas partes surgían necesidades de distinta índole. Por el momento lo más necesario era despejar un poco el patio del Hospicio y entonces se resolvió no recibir en este instituto más que a los morituri y a los heridos de primera urgencia y a los hombres en posibilidad de ser transportados. Por otra parte el servicio de trenes era sumamente activo, pues tenían que abastecer

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las baterías vecinas, más en esas horas de urgencias inaplazables, porque un combate se libraba cerca.

No obstante la intensa actividad que allí se desplegaba, la confusión de la guerra, el fragor de los cañones y de la artillería que alcanzaba a percibirse y el ruido de los aviones que cruzaban el espacio, las gentes conservaban su juicio, un orden muy aceptable y no había gritos ni manifestaciones nerviosas desbordadas. Sin embargo, el apretado corazón de días tan duros, de tan angustiosos momentos, sangraba cuando extraños convoyes llegaban llenos de heridos, de los cuales algunos difícilmente podían caminar, mientras que otros, sobre el suelo de los vagones de carga, medio cubiertos de paja, yacían en gravísimo estado o agoni-zantes, cuando no ya tomados por la muerte.

Como no había suficiente número de trenes para el transporte de los heridos, esta falta era suplida con los de municiones a su regreso, cuyos vagones de piso tosco se humanizaban con un manto de paja para recibir a los hora-dados y destrozados cuerpos. Además, del frente llegaban

vehículos de toda clase, todos los que podían rodar por los caminos con camillas. Coches de entrega conseguidos quién sabe dónde —algunos con direcciones de comerciantes belgas—, carriolas de granjas, carretillas portacamillas reglamentarias, arcenes de artille ría que regresaban del abastecimiento, automóviles de turismo, todos descargaban a sus extraños ocupantes, de uniformes distintos.

Y era tal la cantidad de estos vehículos que les era difícil acercarse a la Estación, y, mientras esto se lograba poco a poco, el trabajo médico se preparaba y se iba realizando: corrían los hombres a asear los trenes de municiones y de bestias que debían transportar a los heridos hacia ciudades aún lejanas y a proveerlos de paja, y en instantes se procedía a las curaciones, a los vendajes, a las tablillas, a las inyec-ciones, al suministro de todos los posibles cuidados. Poco más de metro y medio de un suelo de sacudidas bruscas y disparejo o tal vez una litera pobre era lo que podían tener estos las-timados cuerpos para su viaje, posiblemente corto, pero también posiblemente muy largo, a través de casi toda Francia, durante el cual la gangrena era el furriel de la muerte. De los compañeros que los veían alejarse, unos tenían el valor de hacer comentarios serenos y otros lloraban.

El gran número de heridos que llegaban a este patio, que lo llenaban, que invadían hasta el suelo mismo de la oficina del Jefe de Estación situada al lado, aguardaban impacientes que se les decidiera su suerte. Eran víctimas de los dolores, de la debilidad, de la invalidez, del no saber qué sería de ellos. Algunos se acercaban a Dumesnil para preguntarle porqué el tren no se movía, deseando tanto que saliera y se los llevara. Y Dumesnil los tranquilizaba, asegurándoles que ello iba a ser así, que los vagones se estaban alistando para embarcarlos. En esta tristeza inmensa algunas mujeres com-pasivas los alentaban, les daban bebidas y alimentos calientes, pero furtivamente se bañaban en lágrimas.

Y en realidad, los pocos trenes trabajaban continuamente: unos salían para el frente con municiones y regresaban con heridos, y otros, que transportaban a éstos a otras ciudades, volvían con pertrechos.

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Por espacios largos el cañoneo disminuía. ¿Sería por falta de municiones o por economía de ellas para emplearlas en horas más propicias, como al amanecer, cuando arreciaban los ataques? Con todo, al jadeo de las locomotoras que había en la Estación se agregaban las explosiones y por instantes se iluminaba el cielo. Cuando llegaban las noches las lámparas, las linternas, los mecheros de acetileno proyectaban sombras numerosas, como fantasmas.

Y dice Dumesnil que estos pobres heridos preguntaban como niños y que como a tales había que contestarles, para tranquilizarlos y en atención a que empleaban cierto tono de reclamo, pues ya habían cumplido con el deber de ofrendar su sangre. Y tenían razón, puesto que algunas veces los trenes para ellos sufrían demoras, en tanto que urgían los dolores, las heridas, las hemorragias, las amenazas de muerte. La improvisación que ellos comprendían y de la que eran testigos' había que explicarla. Había que mostrarles que los acontecimientos sobrepasaban las previsiones humanas. Y agrega Dumesnil que, por otra parte, había que admitirles la crítica de ciertas fallas, como la del material de guerra viejo e insuficiente, y que había que insistirles también en que la guerra es la guerra y en que si el comandante decidía acelerar la salida de un tren de municiones con preferencia a la de uno de sanidad, procedía como el capitán de un barco, que no lo detiene en medio de una tempestad, poniendo en peligro a todos sus pasajeros, para buscar y recoger a un hombre arrebatado por las olas.

En las marchas que hacía Dumesnil por la estación y sus alrededores debía atender a muchos y distintos ruegos de los heridos, como que les escribiera algunas líneas para sus familias, que les hiciera enviar al correo las cartas que ya tenían listas, que les consiguiera cubiertas para otras, pues estaban absolutamente convencidos de que él disponía de poderes y facilidades ante el Ejército y las autoridades para satisfacerlos.

Entre los cuidados encomendados a Dumesnil se encontraban estos: velar por la desinfección de los trenes que debían conducir heridos hacia otras ciudades; hacer recubrir de paja el suelo de los vagones; ordenar a los camilleros el transporte a estos vagones de quienes estuviesen postrados y acomodarlos en la mejor manera posible; y formar con la paja lechos, a modo de cojines, para recibir sus miembros lesionados, con el fin de que los movimientos bruscos de la marcha no les lastimaran y dieran ocasión a gritos y lamentos.

Pero tal vez la más delicada de las funciones de Dumesnil era la de inspeccionar a los grupos de heridos en espera de embarque, para apreciar sus curaciones y su estado general, pues debía retener a aquellos cuya gravedad no les permitía llegar al fin del viaje.

Por estos exámenes y en una de estas noches debió Dumesnil negar la salida a dos heridos que parecía iban a morir antes de la primera parada del tren. El uno estaba medio consciente y el otro, desgraciadamente, desorientado. La mirada que éste le dirigió a Dumesnil se le asentó en el alma, por la infinita expresión que tenía de desgracia y de súplica desesperada. El quiso esquivarla prontamente, pero tuvo que volver a afrontarla ante sus insistentes y angustiados ruegos.

Tranquilizarlo y convencerlo de que debía quedarse, de que el viaje en esa noche y en sus condiciones le sería muy duro, de que la fiebre que le quemaba sería muy poca al otro día, todo, todo fue empeño vano del médico, quien, además, le ofreció rehacerle la curación, administrarle los medicamentos posibles y enviarlo con seguridad absoluta, llegando la mañana. Era demasiado obstinada la imploración de este ser desolado, que suplicaba con dolor profundo, que le daba a su voz inflexiones desga-rradoras y que ponía en sus ojos aflicción inmensa. En la memoria de Dumesnil se gravó este rostro con expresión que nunca más olvidaría, como si la hubieran reforzado los pinceles de Van Dyck o del Greco. Concurría a hacerla más trágica la iluminación estremecida de un farol que temblaba en aquellas manos todavía

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ensangrentadas. A esa luz podían apreciársele la distinción, la edad casi de niño y la crecida barba de varios días.

Este ruego tan insistente, conmovido y largo fue desvaneciéndose poco a poco en un delirio con visiones del enemigo que se acercaba amenazante, poderoso y cruel, delirio que solamente presenció Dumesnil corto tiempo, porque lo llamaron.

Y así, confundido y delirante se llevaron al Hospicio a este joven soldado, cazador del Batallón enviado a Villeneuveles, irguiéndose y casi levantándose sobre su camilla. Mientras tanto el tren salía con su melancólica carga. ¿Volvería alguno de estos desfallecidos y lacerados hombres? Mientras tanto también aumentaba el fragor del combate no lejano.

Pero lo terrible de este amargo velar no se suspendía. Casi al mismo tiempo que entraba a la Estación un tren de aprovisionamiento, los arcones de regreso traían más heridos. Coches y coches surgían en la sombra, como también caballos. Las herraduras sonaban en el suelo. Entre esta confusión de heridos y de gentes, de vehículos y de animales, una noche, sobresalía al extremo de una caña un farol de papel y se oían voces que llamaban al médico. Sostenía el farol un hombre viejo, que con la otra mano empuñaba la rienda de un caballo al cual es taba uncida todavía una carriola. En ésta yacían dos cuerpos: uno, el de un fusilero, cuyos miembros inferiores eran solo una masa sanguinolenta; el otro, el de un alemán, que apenas tenía alientos para gemir débilmente, porque una explosión le había arrancado el brazo derecho por el hombro. Aquel ya estaba muerto y éste no alcanzó a llegar vivo al Hospicio. El horror de este cuadro impresionó a Dumesnil hondamente.

En tan terribles circunstancias Dumesnil hizo buscar un ayudante e hizo despertar a todo el personal. Cuando el médico jefe vino, el patio estaba lleno. Parecía que en un instante se hubiera poblado de fantasmas.

En qué de numerosas ocasiones este indulgente héroe de la Ambulancia, por disposición superior, destruía las ilusiones de quienes ansiaban ser trasladados a hospitales de cerca o de lejos para curar de sus heridas y estar más separados de la guerra y más cerca de los suyos. En qué de casos aparecía él como responsable de llantos, de abatimientos sin límite, del brusco y cruel desvanecimiento de sueños de alivio. Cuántas veces sus miradas tropezaban con las de indecible sorpresa y súbita aflicción de aquellos que recibían un no a su mayor ambición de esa hora. Cuántas súplicas rendidas apagaba la autoridad de su voz.

Mas el hombre, esencialmente bueno, maldecía de encargo tan despiadado y riguroso, de deber tan inexorable, que tornaba cruel e insensible el fondo compasivo de su corazón.

Muchas veces se detuvo y volvió sobre sí mismo para preguntarse: ¿y esto realmente es mi deber? Y no tenía más remedio que responderse: "sí, esto es mi deber". Y ese deber era claro: no permitir el embarque de aquellos que no podían resistir un viaje, largo quizás y en todo caso para cumplirse en condiciones muy desfavorables sobre la paja de los vagones para bestias ... Por otra parte no era humano darles a los que viajaban la compañía de los que iban a morir en minutos o en pocas horas, pues la agonía de éstos significaba el aumento de sus penas. Y como el Hospicio estaba también muy lleno, había necesidad de ordenar que a él sólo fuesen llevados los heridos necesitados de una intervención quirúrgica inmediata y de pronóstico bueno. Y todavía se hacía necesaria otra determinación, otra selección más estrecha: evitar que a la sala de cirugía del Hospicio se enviaran hombres cuyas heridas fuesen muy graves y de muy limitadas esperanzas, porque ello equivalía a quitarles a los que no estaban en esas condiciones la posibilidad de recibir cuidados y tratamientos de éxito. ¿Pero cómo —se preguntaba Dumesnil— cómo hacer esta escogencia menos inhumana, cómo abstenerse de este juicio sin apelación, de esta condena sin proceso, sin defensa?

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Dumesnil estaba forzado a servirle a una entidad fría, desalmada, sin sentimientos, la cual estaba integrada por millones de vidas juveniles que le habían hecho la ofrenda de lo mejor de ellas, el Ejército, y no parecía justo que a tan gran número de jóvenes se les aumentaran sus sufrimientos, negándoles sus súplicas, cuando se encontraban heridos, desangrados, desfallecientes por su sacrificio en defensa de la patria. Era una crueldad indecible agregar un dolor de decepción y desamparo a las torturas físicas del cuerpo descaecido y destrozado.

"¡Médico!, volvía a exclamarse Dumesnil. —¿Soy yo médico y verdugo juntamente? ¿Es mi deber tornar a mi alma más dura que el acero de las armas de la muerte?".

Y entraba en seguida en dolorosas consideraciones que lo patentizaban convertido en un bárbaro brutal, poseedor de un poder severo e inapelable. Y en el análisis moral y humano de su conducta se interrogaba sobre la seguridad de sus diagnósticos, de las apreciaciones físicas, fisiológicas y patológicas que necesitaba hacer apresuradamente, sin mayor reflexión, porque estaba medido el tiempo para atender a una multitud de otros heridos que aguardaban, que tenían torniquetes, que requerían limpieza, que necesitaban el cambio de curaciones sucias, y para muchos otros también que imploraban, que gemían, que tenían derecho a cuidados inmediatos y a alivio sin demora, cuidados y alivio que perderían en caso de tar-danza o vacilación de él.

En estas noches ese patio de la Estación se estremecía de lamentos, de frases suplicantes, de silencios, de reclamos y dolores contenidos o apagados, que, bajo la luz lúgubre de los faroles, brotaban de un sinnúmero de héroes caídos, agonizantes, febricitantes, sudorosos o temblorosos y cubiertos de alguna manta arrojada sobre sus cuerpos abatidos en el suelo.

"Dumesnil: seleccionad": Esta era la orden invariable. Y Dumesnil seleccionaba con una decisión que era "imagen irrisoria del juicio

divino: los réprobos a su izquierda, los elegidos a su derecha". Pero, sobre aquel a quien condenaba a la izquierda y de quien resistía miradas de reproche, pero no de enternecimiento ni de desespero, sobre él se inclinaba a la altura de su rostro, le tomaba la mano con afecto, le decía palabras de caritativas mentiras y le inyectaba la morfina apaciguadora de sus penas.

Y cuando el herido a quien le había suministrado el opio misericordioso parecía adormecido, Dumesnil, presa de inmenso dolor, le decía interiormente estas palabras:

"Hermano mío: si tú me ves, si sabes que estoy cerca de tí, perdóname el rechazo que antes he debido oponer a tu deseo inexpresado, tu último deseo. Yo no soy un monstruo. Soy un hombre, un pobre hombre semejante a tí y sufro porque comparto tu tormento. Ciertamente no he sufrido tu martirio. Cerca de tí puede tenérseme por feliz. Mi cuerpo está sano y se mueve en la plenitud de la vida, mientras que ya tus ojos se oscurecen y que a tu razón llegan las tinieblas. Pero es de lógica que esta noche sea mi tortura este triste poder, del cual has creído tú ser la inocente víctima, lo que me anonada. Ese poder no viene de mí. Anteriormente, cuando me iniciaba en el arte de aliviar el dolor, no pensaba que vendría un día en que este saber, duramente adquirido, sería mi tormento por sus límites y su impotencia. Yo querría estar seguro de que he sido para tí esta noche, tu última noche, un poco más que el médico del cuerpo y que he sabido mitigar tu tragedia moral, como he calmado tu carne desgarrada. Querría que hubieses sentido cerca de mí, a falta de la ternura materna que implorabas, la ternura fraterna que te ofrecí. Tú lo has comprendido, ¿no es verdad? Y tú te llevas, cerrando los ojos para siempre, la imagen de un amigo inclinado sobre tí, un amigo a quien no conocías, pero que en el momento solemne en que la muerte te ha librado de toda mentira, él te ha dado sinceramente lo que tenía de mejor en sí".

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De esas ocupaciones tan múltiples y apremiantes, que lo habían llevado a una fatiga extrema y a titubear como un ebrio, le quedó a Dumesnil un recuerdo imborrable, al que pertenecen estas páginas últimas de su relato y que hemos traducido, a fin de no estropear ni la belleza de su forma, ni la altura de sus sen-timientos:

"Hay instantes tan llenos de actos o de pensamientos, que admiran. Parece entonces imposible que tantas cosas hayan podido caber en tan pequeño espacio. Así, en Sezanne, en este patio de su Estación, había obrado, había concentrado toda mi atención sobre mis actos y voluntariamente había retirado de mi espíritu todo lo que no era indispensable para mi necesidad inmediata. Me había reprimido en mis sentimientos para no enternecerme, para guardar mis fuerzas y conservar mi resistencia. Yo veía y seguiré viendo hasta mi último día el aparato de este trágico espectáculo. Volveré a ver, como si los años no borraran ningún detalle, los episodios que viví. Todo ha quedado preciso en mi memoria: colores, ruidos, olores. Mis sentidos registraron para siempre el horror de esos primeros días de septiembre y oiré aún las inflexiones de ciertas llamadas. Sin embargo, médico de batallón, médico jefe de un regimiento de infantería y luego, de un regimiento de caballería, vi otros horrores y la guerra se me mostró en su realidad fétida. Pero nada podrá nunca atenuar el recuerdo de las lágrimas y los gritos del fusilero que se llevó la noche.

"Ser inflexible. Dominar los nervios, como se dice. Pero no hasta la exageración que, suprimiendo toda sensibilidad, hace del hombre una máquina para resolver todas las cosas, obrar, razonar, según rígidos principios e inmutables leyes, con una disciplina en la que el corazón no cuenta. Reprimirse, pero no hasta la sequedad.

"El deber manda. Se obedece, no se discute, nada se infringe. Las ruedas del organismo inmenso, en el que cada uno de nosotros es una pieza ínfima, nos exigen que funcionen con facilidad. Los heridos, los enfermos, aguardan de nosotros no solamente los cuidados materiales, que reparan en lo posible sus heridas y males corporales, sino otra cosa más que los reglamentos no pueden definir y que se reducen a una palabra: humanidad.

"Ellos consideran al médico, primero con terror, porque saben que, muy a menudo, la curación de los males no se obtiene sino con aumento de las penas. Al traumatismo, al choque de la herida, se agrega la aprehensión al tratamiento. En los simples y sencillos esto se traduce inmediatamente por desconfianza, por un repliegue de todo el ser, cuya calma hay que lograr primero. Obtener la confianza es el primer cuidado, el primer deber y es un deber esencial, como también una recompensa. Honora medicum propter necesitatem; el simple procede como lo dice El Eclesiástico: por necesidad honra al arte del médico, pero temiéndolo. Es necesario esforzarse porque la proximidad del médico parezca menos temible a este hombre que, durante largos días, va a sufrirla, y varias veces cada día. Es necesario que ella sea deseada, esperada, que llegue a ser, ella sola, un primer alivio moral de sus males.

"¿No es difícil esto? No. Bastan a menudo algunas palabras, algunos gestos. De su oportunidad, de su dulzura dependen en gran parte las relaciones ulteriores del enfermo y del médico.

"La represión profesional es una necesidad, sin duda. Pero es para tí mismo, médico, para quien debes ser inflexible. Velarás porque esta coraza que te protegerá se conserve sin falla, a fin de que te mantengas bien erguido, que te preserve de los desfallecimientos y que te permita atravesar las pestilencias físicas y morales que afrontares y sofocarían a otros menos armados.

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"Sin embargo, el alma del médico guarda su frescura por la fuente siempre abundante de la caridad. No temas que ella se agote; no te eximas de aprovecharla; muy al contrario, mientras más le pidas, más te dará. Solo abandonándola se seca.

"Me acuerdo de que en los momentos de la llegada de nuevos heridos y enfermos al patio, dudaba de poder cumplir solo la tarea que se me había confiado.

"La escena de que había sido testigo se había renovado varias veces. Había vuelto a ver ojos suplicantes, había vuelto a oír palabras de desespero y me era necesario proseguir en mi oficio y pronunciar juicios que eran como llamadas a la muerte.

"Había entre los enfermos un sacerdote, cura de una parroquia cercana a Etampes. El cumplimiento de su misión no le impedía interesarse por los otros. Estaba cerca de mí.

"¿Adivinó él mi angustia, mis dudas delante de mi ciencia pobre, de mi espíritu débil? Lo cierto es que me dijo para mi satisfacción infinita:

"Tu quoque sacerdos, medice. Deus docet manus tuas".

CAPITULO x x I I

Hemos dicho que en su actividad diplomática en nombre de Colombia desempeña Heriberto los siguientes cargos: en París, durante diecinueve años, los de Secretario de la Embajada, Consejero y Ministro Consejero de ella y Cónsul General Central; y en Nueva York, por espacio de tres, el de Embajador en la Asamblea General de las Naciones Unidas.

Estando en estas funciones últimas, la salud de su esposa descaece en forma seria, que preocupa, y entonces se ve obligado a renunciar su misión oficial y a trasladarse a Cali, en busca de medio y clima mejores para su querida enferma. Mas la mejoría anhelada no se presenta, sino que la situación se agrava progresiva e in-conteniblemente y en el mes de agosto de 1972 fallece doña Helenita. No hay palabras para calificar este luctuoso suceso. Para Heriberto es la catástrofe de su existencia.

Las exequias se realizan en Bogotá, donde Heriberto se radica definitivamente, y desde entonces es el habitante solitario de un departamento en el norte de la ciudad.

A excepción de sus padres, a quienes, venerándolos, les dedicó el más hondo y puro de sus afectos, tres han sido los amores de este batallador recio y de corazón inmenso: su esposa, su profesión y la ciudad de París.

Doña Helenita le ha dado felicidad y gloria. Felicidad, porque lo ha amado entrañablemente, porque lo ha comprendido hasta en su intimidad más honda y porque inagotablemente la ha ofrecido sus mejores dones de bondad y de ternura. Gloria, porque ha contribuido muy eficazmente a su prestigio en toda la sociedad bogotana y porque le ha prevenido y le ha dado su asistencia inteligente y valiosa en las posiciones destacadas que ha ocupado en Colombia, Estados Unidos y Europa.

En cuanto a su profesión, ella ha sido su obra, el fruto de sudores incontables y de esfuerzos sin medida. En ella ha fundido su ser abnegada y heroicamente.

Respecto a París, esta ciudad ha sido centro trascendental de sus estudios y sitio de dichas y de numerosos deslumbramientos espirituales. La ha vivido intensamente en las ciencias médicas, en la música, la pintura, la escultura y el teatro, en las manifestaciones más diversas de la cultura. Además, para gozar de ella, ha tenido por largos años la holgura y las ventajas de su categoría oficial.

¿Y qué existe hoy de todo esto?

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Sobre Heriberto ha caído la tarde de la vida y en él se han cumplido las leyes naturales, inexorables, duras y exactas del tránsito humano. Sus alegrías, sus triunfos, sus honores han pasado a la historia. Pero este crepúsculo es de una policromía espiritual nada común: su obra se ha desplegado en su perspectiva con tonos vivos de honra, decoro y enaltecimiento.

Triste, profundamente triste es para él el fenecimiento de todo lo que más ha amado, de lo que con tanta lucha ha conseguido, de lo que ha sido su recompensa y éxito, y el verse hoy reducido a vivir, después de haber gozado de la amplitud de un mundo, en un recinto estrecho, helado, repuesto y solo, de desolación irremediable.

Cuando los primeros amigos, a su llegada, han ido a visitarlo en su habitación, casi, casi que al verlo le han desconocido, como a Job, Elifaz, Baldad y Sofar, y casi también como ellos han rasgado su manto y esparcido polvo por el aire sobre sus cabezas. Así es su tribulación de extrema. Quien esto escribe, cuando va a verlo encuéntralo sentado en viejo asiento, junto a un rimero de periódicos, entre dos radiadores eléctricos y como envuelto en esa sombra discreta e inmaterial con que el dolor envuelve a los seres, eso sí, siempre cerradamente callado, como queriendo ser imperturbable estoico, de honda congoja con serena apariencia.

Su soledad impresiona. Le hace recordar a uno el monasterio del Cister: "O beata solitudo! O sola beatitudo!". Diariamente llegan parientes y amigos a distraerle, pero ellos no alcanzan a traspasar el cerco de su pena, donde el aislamiento y el silencio reinan. A esa soledad no llegan ni personas ni empeños, pues éstos, cual si fueran seres, también entretienen, interesan y acompañan. En las mañanas, al abrir los ojos a la luz del alba, nadie aparece, nadie se oye y nada para emprender se ofrece. Infinita es la tabla rasa de su existencia.

Pero no: en esta aflicción hay algo que surge. El pensamiento no admite parálisis, aunque discurra tardo, y en las noches y en los largos silencios su desdichado mundo interior se puebla de fantasmas y de pasados hechos.

Trozos de la dulce vida con su esposa, encendidos por la memoria y la imaginación, cobran pasajera y nueva vida para el regusto doloroso y ya distante.

La profesión se viste también por minutos cortos o largos, de su pasada vivencia, y entonces vuelve a sentir las satisfacciones de los éxitos, de los certeros y difíciles diagnósticos, de las circunstancias embarazosas, de las ingratitudes y de los agradecimientos.

Se ha dicho que todos llevamos en el corazón el sitio donde nacimos. Por eso debe ser un regalo sentimental para él, triste sí, volver con la evocación a su pueblo y contemplar a sus gentes patriarcales; la torre de la iglesia; el sonoro campanario de las horas litúrgicas; la plaza bulliciosa en los días de mercado y tranquila en los otros; las calles sencillas y buenas, como sus pocos y lentos transeúntes; los tejados grises, de acogedores aleros; los soles esplendorosos de las mañanas brillantes, como de los dorados atardeceres. Y así mismo recor-dará también que fue en la casa de sus padres, en la escuela y el colegio, en el pensar y sentir de la comunidad, donde su mente empezó a conocer las cosas esenciales de la vida, la existencia de los diversos caminos espirituales, el desigual valor de los hombres.

¿Y París? Con esta ciudad le sucederá casi siempre lo que cuenta Francis Careo en su emocionado libro Nostalgia de París: "Me acuerdo —dice él— de una empleada de bar, que poseía un anillo robado a uno de los clientes. De mie-do de ser detenida, si intentaba venderlo, lo ocultaba en su cuarto y se lo ponía para dormir. Cada noche, cuando regresaba a su morada, su primer cuidado era colocárselo en el dedo y a menudo, en el curso del sueño, despertándose la desventurada, encendía su pobre lámpara y, haciendo centellear el brillante que a sus ojos representaba una fortuna, se sentía consolada de las miserias de la vida".

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Qué número de veces no se recitará, como Henri Massis y Brasillac lo hacían desde la altura de Montmartre, los versículos de Péguy, en una contemplación de la ciudad, según el libro del primero: A lo largo de una vida: "Ciudad de más orden y de más desorden; del más grande orden y del más grande desorden, ciudad de lo solo fecundo, de la fecundidad única. Ciudad de la inquietud, de una inquietud incurable, de las vicisitudes, de las tribulaciones, de la esencial tribulación. —: Ciudad la más pagana, la más cristiana. Ciertamente la más católica. — Capital de la lujuria, de la oración. Capital de la fe, capital de la caridad, capital de todo".

Cuántas veces también no le vendrán a la memoria las otras palabras de Péguy sobre esta ciudad: "ella sola es una provincia; ella sola es un pueblo; ella sola es un reino; ella sola es un mundo; ella sola no solamente es capital de un reino, sino la capital del mundo". Y su mente la ocupará esa ciudad de la cultura, donde el pensamiento arde y conmueve el sentimiento; esa ciudad del cielo gris y de la luz suave, propicia para pensar, para meditar, para contemplar, para amar, para orar, que les da un brillo templado a las cúpulas, a las torres, a los campanarios, a los techos, como también al agua de su Sena y al asfalto de sus calzadas; esa ciudad de las sutiles correspondencias y del espíritu concentrado y disperso aún en sus más apartados rincones; esa ciudad que nos cautiva con sus mil pormenores, como los enumerados nostálgicamente por el mismo Careo: el nombre de una calle, de una estación, del autobús o del metro; la dirección de un camarada; el número del teléfono de una amiga de varios años o de solo una noche; la belleza de los castaños en flor; las terrazas de los cafés; la marcha despaciosa de un noctámbulo por la acera; el rodar de los vehículos de aprovisionamiento al alba; el ruido del último coche; el chirrido del primer tranvía; el hallazgo de un libro antiguo y deseado en el quai Voltaire y en el cajón o tabanco de un buquinista; la melancolía romántica de una pendiente de Montmartre, con sus casas antañosas, de muros escuetos, con bordes altos, tal vez semiderruídos, por donde se asoman las ramas de sus árboles.

Y qué número de veces no hace él evocaciones del Hopital des Enfants Malades y del Hospice des Enfants Assistés, con sus maestros Marfan, Nobécourt y Ombrédanne, y también, con gran sentimiento, como Murger, de sus tiempos de estudiante en el Barrio Latino. Pasa así mismo por su memoria aquel islote de la ciudad, uno de los lugares más preciados de la tierra, porque en él ha soplado el espíritu, donde, con el concurso de los sabios del Observatorio, el mundo de los estudiantes se ha unido en amistad con el de los escritores; donde la Sociedad de Gentes de Letras ha alcanzado la orilla izquierda, sino a juntar las Facultades al menos a acercarlas; donde el discípulo de la Sorbona y el novelista incipiente respiran la misma atmósfera; donde circulan sombras de emocionante bohemia y gloria como las de Villón, Baudelaire, Verlaine.

Notablemente vivos son también sus recuerdos de los cabarets, de los cafés literarios, hoy lamentablemente sustitídos por el bar, por el comptoir, tales, entre los cabarets, el Lapin Agile, que han hecho célebre Caco, Apollinaire, Mac Ollan, Valadon, Utrillo, Max Jacob, Modigliani, Picasso; y, entre los cafés, el de Les Deux Magots; el Soufflet, donde, en su destierro se veía a Don Miguel de Unamuno con-versando y haciendo muñecos con migas de pan; el Flore, sitio de reunión casi diaria de Sartre con sus oyentes y Simonne de Beauvoir, cual lo era antes de otros muchos, entre ellos Maureas, Remy de Gourmont y sus amigos; y el París, donde resaltaba frecuentemente la impresionante figura gala de Herriot, con el pequeño periódico L'Oeuvre en el bolsillo, pues le interesaban mucho los artículos del político italiano Pietro Neni, que esta hoja publicaba.

Pero más notablemente vivos son sus recuerdos del día en que fue condecorado con la "Legión de Honor" y de las grandes solemnidades, recepciones y fiestas en el Palacio del Elíseo, en el de Relaciones Exteriores y en el Hotel de Ville,

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particularmente en el tiempo del General De Gaulle, quien le volvió a dar a la diplo-macia francesa el brillo de la época de Luis XIV.

¿Y cómo callar los teatros, en los que figuraban en tiempos ya lejanos los esposos Pitoeff y más recientemente Jouvet? ¿Y los conciertos Lamoureux y Pasdeloup?

Muy larga sería la enumeración de todos estos recuerdos en vida tan variada, pues él puede decir como Baudelaire: J'ai plus de souvenirs que si j'avais mille ans.

Indudablemente sus horas de ir adoleciendo y apagándose están hoy dedicadas, en su mayor parte, a viajar por sus caminos interiores e ir por los oasis: del pasado, a contarse a sí mismo historias de lejanos días, a rehacer su alma, a evadirse de la prisión de los años y las penas.

Mas esta soledad no es solamente de ahora, debe señalarse que Heriberto, no obstante su acción tan social, en el fondo ha llevado en sí la soledad y en mucho se ha consagrado a ella.

En verdad, ha amado la soledad. Mas debe aclararse que no se trata de la soledad externa, la cual no hubiera sido posible para la actividad de su vida, sino de la interna, en la cual sólo han podido penetrar sus seres queridos con facilidad y holgura.

Como un verdadero self made man ha rechazado la frivolidad y las pasiones y todo lo que puede coartar la libertad. Armado de su pobreza, de su austeridad, de su devoción del deber, de sus vigiladas virtudes, ha conservado independencia absoluta para obrar, para decidir del modo y del fin de sus actos, lo que vale decir que ha sido todo un hombre. Siempre ha comprendido que toda obra meritoria debe realizarse valiéndose de la soledad, porque ella despeja los propósitos, esclarece y fija las res-ponsabilidades y porque es celda apartada, donde la creación esplende, donde los problemas se resuelven, donde las incertidumbres se disipan y donde los yerros se descubren y enmiendan.

En el proceso y análisis de sus decisiones ha querido siempre no encontrarse con nadie cuando penetra en su interior. Detesta las presiones y las influencias. Por eso ha conocido el beneficio, la pureza y la real imagen de la soledad.

A diferencia de los que se incorporan en las muchedumbres que marchan en una atmósfera de ideas y tendencias múltiples, comunes y gregarias, él ha procurado mantener su autonomía, por lo que nunca se ha extraviado y se ha hallado siempre a sí mismo. Firme ha sido su pensamiento de que el hombre verdadero es el que penetra en la soledad para saber el porqué y el cómo de sus acciones.

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He aquí el hombre de todos estos apartes, quien recibe la vida como un bloque informe de naturaleza privilegiada y excelsa. Cuando su razón amanece tiene la intuición de que se le ha dado un tesoro y va dándose cuenta de que debe labrarlo y darle particular figura. Para ello, desde su adolescencia y hasta desde la infancia misma, empieza a buscar los cinceles apropiados, los que ha ido encontrando y seleccionando en el curso de su juventud, de su edad madura y aún de esta senectud que vive. Imaginar, idear, precisar esa fisonomía ha sido tarea ardua en un principio, y más todavía, en los tiempos siguientes, revelar sus peculiares rasgos. En cada día que ha pasado ha debido rebajar aún levemente una superficie o cam-biar la sensible dirección de una línea. Y con trabajo de tanto celo, cuidado y esmero, ha llegado a realizar su obra. La perfección que ha alcanzado en ella ha sido la ambicionada y lo ha sido asimismo su belleza. Esta ostenta realces superiores y hasta algunos extraños brillos, pero ello, más que todo, ha sido debido a merecidos honores dispensados y exaltaciones concedidas, porque la belleza esencial de esa obra es su larga, meritoria y heroica vida médica cumplida, pues es la belleza incomparable del bien.

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Y es que ha sido el médico verdadero, aquel que se complace en dar y en servir; aquel cuyo bien es para alguien, para varios, para muchos, sin que nunca lo reserve, como tampoco se le agote, y cuyo ser tiene por norma generosa ofrecer más bien que pedir; aquel, cuyo servicio es desinteresado, animoso, presto y abnegado; aquel que aposenta en su corazón al enfermo, que le alivia el dolor, que le acrecienta la fe y le esfuerza la esperanza; que, velando por él, no es negligente ni fácil para el ocio, y que, como dice el místico, durmiendo no se duerme ni fatigado se aparta y se sienta; aquel de quien se puede hablar de la multitud de su misericordia, porque la caridad está en su alma "como en fuente".

Y de su personalidad, nada mejor puede expresarse, como punto final de estas páginas, que transcribir la siguiente dedicatoria que le escribió el Expresidente Eduardo Santos al regalarle uno de sus propios libros:

"A Heriberto Arbeláez, con el deseo de que todos los colombianos fuesen como él".

Doctor Heriberto Arbelaez, de 62 años de edad y Jefe de la Misión Diplomática de Colombia en Francia, conversa con el Presidente, General De Gaulle, después de ser

condecorado con la "Legión de Honor". ___________________________________________________________________