Un hombre en la oscuridad - Editorial Anagrama · cha. Situar a un hombre dormido en un pozo, para...

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Paul Auster Un hombre en la oscuridad Traducción de Benito Gómez Ibáñez 5 EDITORIAL ANAGRAMA BARCELONA 001-208 Hombre 29/5/08 13:36 Página 5

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Paul Auster

Un hombre en la oscuridad

Traducción de Benito Gómez Ibáñez

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EDITORIAL ANAGRAMABARCELONA

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Título de la edición original:Man in the DarkHenry Holt and CompanyNueva York, 2008

Diseño de la colección:Julio VivasIlustración de Lisa Fyfe

Primera edición: septiembre 2008

© Paul Auster, 2008c/o Guillermo Schavelzon & Asoc., Agencia [email protected]

© EDITORIAL ANAGRAMA, S. A., 2008Pedró de la Creu, 5808034 Barcelona

ISBN: 978-84-339-7485-3Depósito Legal: B. 28658-2008

Printed in Spain

Liberdúplex, S. L. U., ctra. BV 2249, km 7,4 - Polígono Torrentfondo08791 Sant Llorenç d’Hortons

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Para David Grossmany su mujer Michalsu hijo Jonathansu hija Ruthiy a la memoria de Uri

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Estoy solo en la oscuridad, dándole vueltas almundo en la cabeza mientras paso otra noche de in-somnio, otra noche en blanco en la gran desolaciónamericana. Arriba, mi hija y mi nieta están cada unaen su habitación, también solas: mi hija única, Mi-riam, de cuarenta y siete años, que se acuesta soladesde hace cinco, y Katya, de veintitrés, única hija deMiriam, que antes dormía con un joven llamado Ti-tus Small, pero ahora Titus ha muerto, y mi nietaduerme sola con el corazón destrozado.

Luz radiante, y luego oscuridad. El sol fulguran-do por todos los rincones del cielo, seguido de la ne-grura de la noche, el silencio de las estrellas, el vientoque agita las ramas. Ésa es la monotonía diaria. Llevoviviendo más de un año en esta casa, desde que medieron de alta en el hospital. Miriam insistió en queviniera, y al principio estábamos los dos solos, juntocon la enfermera que me cuidaba durante el díacuando mi hija se iba a trabajar. Luego, tres meses

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después, a Katya se le cayó el mundo encima, y en-tonces dejó la escuela de cine en Nueva York y sevino a Vermont a vivir con su madre.

Sus padres lo llamaron como al hijo de Rem-brandt, ese pequeño de los cuadros, el niño de cabe-llos dorados y gorro escarlata, el pupilo distraído queno comprende la lección, la criatura transformada enun joven devastado por la enfermedad que murió alos veintitantos años, igual que el Titus de Katya. Esun nombre maldito, un nombre que debería retirarsepara siempre de la circulación. Pienso a menudo en elfin de Titus, la horrorosa historia de su último tran-ce, las imágenes de su agonía, las demoledoras conse-cuencias de su muerte en mi atribulada nieta, pero noquiero entrar en eso ahora, no puedo caer en ello,tengo que alejarlo lo más posible de mi pensamiento.La noche aún es joven, y sin moverme de la cama,con los ojos clavados en la oscuridad, en una tinieblatan impenetrable que no se alcanza a ver el techo, mepongo a recordar la historia que empecé anoche. Esoes lo que hago cuando no logro conciliar el sueño.Me quedo tumbado en la cama y me cuento histo-rias. Quizá no sean gran cosa, pero siempre y cuandono me salga de ellas, me evitan pensar en cosas queprefiero olvidar. La concentración, sin embargo, pue-de darme problemas, y las más de las veces mis pensa-mientos acaban derivando de la historia que pretendocontar a las cosas en las cuales no quiero pensar. Nohay nada que hacer. Fracaso una y otra vez, hay máschascos que aciertos, pero eso no quiere decir que noponga todo mi empeño.

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Lo metí en un hoyo. Parecía un buen comienzo,una prometedora manera de poner las cosas en mar-cha. Situar a un hombre dormido en un pozo, paraluego ver lo que pasa cuando se despierte e intente sa-lir trepando. Me refiero a una profunda concavidaden el suelo, de unos tres metros de honda, excavadaen forma de círculo perfecto, con paredes verticalesde tierra sólida, muy compacta, tan dura que la su-perficie tiene una textura de arcilla modelada, de vi-drio incluso. En otras palabras, cuando el hombreabra los ojos no conseguirá salir del hoyo. A menosque disponga de una serie de aparejos de montaña–martillo y crampones, por ejemplo, o una cuerdapara echar un lazo a un árbol cercano–, pero estehombre no tiene herramientas, y una vez que recobrela conciencia, enseguida comprenderá la naturalezadel aprieto en que se encuentra.

Y así es. El hombre se despierta y descubre queestá tendido de espaldas, mirando al cielo de un atar-decer sin nubes. Se llama Owen Brick, y no tiene niidea de cómo ha ido a parar allí, no guarda recuerdoalguno de cómo ha caído en ese agujero cilíndrico,que según sus cálculos tendrá aproximadamente tresmetros y medio de diámetro. Se incorpora. Para susorpresa, va vestido con un uniforme parduzco delana áspera. Tiene la cabeza cubierta con una gorra, ylleva un par de robustas y gastadas botas de cuero ne-gro, bien atadas por encima de los tobillos con unadoble lazada. En las mangas de la chaqueta ostentados galones, lo que indica que el uniforme pertenecea un militar con el rango de cabo. Esa persona podría

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ser Owen Brick, pero el hombre del hoyo, cuyo nom-bre es Owen Brick, no recuerda haber servido en elejército ni combatido en guerra alguna en ningúnmomento de su vida.

A falta de otra explicación, supone que ha perdi-do temporalmente la memoria a consecuencia de al-gún golpe recibido en la cabeza. Sin embargo, al pa-sarse la punta de los dedos por el cuero cabelludo enbusca de rasguños o chichones, no encuentra indiciosde bultos, ni heridas ni arañazos, nada que sugiera laexistencia de ese golpe. ¿Qué ha sido, entonces? ¿Hasufrido algún trauma que le ha mermado las faculta-des, haciéndole perder el uso de gran parte del cere-bro? Tal vez. Pero a menos que le venga de pronto elrecuerdo de ese trauma, no tendrá medio de saberlo.Seguidamente, empieza a explorar la posibilidad deque esté durmiendo en la cama, en su casa, atrapadoen un sueño extrañamente lúcido, un sueño tan vero-símil y absorbente que la frontera entre lo real y loimaginario se ha difuminado hasta casi desaparecer.Si eso es cierto, entonces no tiene más que abrir losojos, levantarse de la cama y dirigirse a la cocina aprepararse el café del desayuno. Pero ¿cómo se pue-den abrir los ojos cuando ya están abiertos? Parpadeaunas cuantas veces, en un intento pueril de romper elencantamiento; pero no hay hechizo alguno, y lacama mágica no llega a materializarse.

En lo alto, una bandada de estorninos atraviesasu campo de visión durante cinco o seis segundos,desapareciendo luego hacia el crepúsculo. Brick sepone en pie para inspeccionar su entorno, y entonces

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nota que le abulta un objeto en el bolsillo delanteroizquierdo del pantalón. Resulta ser una cartera, lasuya, y además de setenta y seis dólares estadouniden-ses, contiene un carné de conducir expedido por elestado de Nueva York a un tal Owen Brick, nacido el 12 de junio de 1977. Eso confirma lo que Brick ya sabe: que es un individuo cercano a la treintenacon domicilio en Jackson Heights, en el barrio deQueens. Sabe asimismo que está casado con una mu-jer llamada Flora y que durante los últimos siete añosha trabajado como mago profesional, actuando prin-cipalmente en fiestas de aniversario infantiles portoda la ciudad con el nombre artístico del Gran Zavello. Tales hechos no hacen sino ahondar el mis-terio. Si tan seguro está de quién es, ¿cómo ha acaba-do entonces en el fondo de ese pozo, vestido con uni-forme de cabo, nada menos, sin documentos, niplaca ni identificación que acredite su condición mi-litar?

No tarda mucho en comprender que escapar deallí es totalmente imposible. La pared circular es muyalta, y cuando le da un puntapié con la bota con ideade hacer una marca y crear una especie de punto deapoyo que le permita escalarla, sólo consigue hacersedaño en el dedo gordo. La noche cae rápidamente, yva haciendo frío, un frío húmedo de primavera que leva calando hasta los huesos, y aunque ha empezado atener miedo, de momento está más confuso que asus-tado. Sin embargo, no puede por menos de gritar pi-diendo auxilio. Hasta ahora, todo ha estado en silen-cio a su alrededor, señal de que se encuentra en algún

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lugar remoto y despoblado de la campiña, sin másruido que el ocasional grito de un pájaro y el murmu-llo del viento. Como cumpliendo una orden, sin em-bargo, como obedeciendo a cierta lógica sesgada decausa y efecto, en el momento en que grita la palabraSOCORRO, un fragor de artillería estalla a lo lejos, y eloscuro cielo se alumbra con cometas que van dejandouna estela de destrucción. Brick oye ametralladoras,granadas que explotan, y bajo todo eso, sin duda a ki-lómetros de distancia, un apagado coro de alaridoshumanos. Es la guerra, comprende entonces, y élcombate en ella, pero sin arma alguna a su disposi-ción, no podrá defenderse si lo atacan, y por primeravez desde que se despertó en el hoyo, siente verdade-ro pánico.

Las detonaciones se prolongan más de una hora,para luego disiparse poco a poco hasta que se hace elsilencio. No mucho después, Brick oye un tenue soni-do de sirenas, que atribuye a coches de bomberos queacuden velozmente a los edificios dañados durante elasalto. Luego las sirenas se apagan a su vez y la calmadesciende sobre él una vez más. Además de asustado yaterido de frío, Brick está agotado, y tras pasear entorno a los confines de su cárcel cilíndrica hasta quelas estrellas aparecen en el firmamento, se tiende en elsuelo y logra dormir al fin.

A la mañana siguiente, muy temprano, lo des-pierta una voz que lo llama desde arriba del hoyo.Brick alza la cabeza y ve el rostro de un hombre aso-mado por el borde, y como sólo puede verle la cara,supone que está tumbado boca abajo.

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Cabo, dice el desconocido. Cabo Brick, es horade marcharse.

Brick se pone en pie, y ahora que sus ojos estánsólo a un metro o metro treinta del rostro del desco-nocido, ve que se trata de un individuo de tez more-na, mandíbula cuadrada y barba de dos días, que lle-va una gorra militar idéntica a la que él tiene puestaen la cabeza. Antes de que Brick pueda protestar si-quiera para decir que por mucho que desee largarsede allí no está en condiciones de hacerlo, el rostro delhombre desaparece.

No te preocupes, le oye decir. Te sacaremos deahí en un periquete.

Unos momentos después, se oye el ruido de unmartillo o un mazo golpeando sobre un objeto metá-lico, y como el sonido se va apagando a cada golpesucesivo, Brick se pregunta si el desconocido está hin-cando una estaca de hierro en el suelo. Porque si esasí, entonces puede que dentro de poco ate a la estacauna cuerda mediante la cual él podrá trepar y salir delhoyo. Cesa el ruido metálico, pasan otros treinta ocuarenta segundos, y entonces, tal como Brick supo-nía, cae una cuerda a sus pies.

Brick practica la magia, no el culturismo, y aun-que trepar por un metro de cuerda no constituya unesfuerzo excesivamente agotador para un hombre detreinta años en buen estado de salud, a él en cambiole cuesta mucho izarse hasta arriba. La pared no lesirve de ayuda, pues la suela de las botas le resbalacontinuamente por la lisa superficie, y cuando inten-ta asegurar los pies en la cuerda, no consigue sujetarse

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bien, lo que supone que debe recurrir exclusivamentea la fuerza de los brazos, y como los suyos no son nifuertes ni musculosos, y la cuerda es de un materialáspero y por tanto le irrita la palma de las manos, esasencilla operación se convierte en una verdadera bata-lla. Cuando por fin llega al borde del pozo y el desco-nocido le da la mano derecha y tira de él hasta poner-lo a nivel del suelo, Brick está sin aliento y asqueadode sí mismo. Tras una actuación tan penosa, esperaque su ineptitud sea objeto de burla, pero por algúnmilagro el desconocido se abstiene de hacer comenta-rio vejatorio alguno.

Mientras se pone trabajosamente en pie, Brickobserva que el uniforme de su salvador es igual que elsuyo, con la única excepción de que lleva tres galonesen la manga, y no dos. Hay una espesa niebla en elambiente, y le resulta difícil hacerse una idea de dón-de se encuentra. En algún sitio solitario del campo,tal como suponía, pero la ciudad o el pueblo queanoche fue víctima del ataque no se ve por parte al-guna. Lo único que distingue con claridad es la estacade metal con la cuerda atada y un jeep lleno de barroestacionado a unos tres metros del hoyo.

Cabo, dice el desconocido, tendiendo la mano aBrick y estrechándosela con un apretón firme y entu-siasta. Soy tu sargento, Serge Tobak. Pero me suelenllamar Sarge Serge.

Brick baja la cabeza y mira al desconocido, quepor lo menos es quince centímetros más bajo que él,y repite con voz queda: Sarge Serge.

Ya lo sé, dice Tobak. Muy gracioso. Pero me que-

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dé con ese mote, y no hay nada que hacer. Si no pue-des con el enemigo, únete a él, ¿no?

¿Qué estoy haciendo aquí?, pregunta Brick, tra-tando de disimular la angustia de su voz.

Tranquilo, muchacho. Estás combatiendo en unaguerra. ¿Qué creías que era esto? ¿Una excursión alparque de atracciones?

¿Qué guerra? ¿Significa eso que estamos en Irak?¿Irak? ¿A quién le importa Irak?Estados Unidos está librando una guerra en Irak.

Todo el mundo lo sabe.Que le den por culo a Irak. Esto es Norteamérica,

y Norteamérica está luchando contra Norteamérica.Pero ¿de qué habla?De guerra civil, Brick. ¿Es que no te has enterado

de nada? Éste es el cuarto año. Pero ahora que hasaparecido, todo se acabará enseguida. Tú eres quienva a decidir el curso de los acontecimientos.

¿Cómo sabe mi nombre?Estás en mi pelotón, atontado.¿Y qué me dice del hoyo? ¿Qué hacía yo ahí abajo?Procedimiento normal. Todos los nuevos reclu-

tas se nos presentan así.Pero yo no me he alistado. No me han reclutado.Pues claro que no. Nadie se alista. Pero así son

las cosas. Resulta que estás viviendo tu vida, y depronto te encuentras metido en la guerra.

Brick está tan confuso por las informaciones deTobak que no sabe qué decir.

La cosa es así, insiste el sargento. Tú eres el imbé-cil que han elegido para la gran tarea. No me pregun-

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tes por qué, pero el estado mayor considera que eresel más indicado para la misión. A lo mejor es porquenadie te conoce, o quizá porque tienes un aire de,¿cómo decir...?, una cara de soso que a nadie se leocurriría pensar que eres un asesino.

¿Asesino?Eso es, asesino. Pero yo prefiero utilizar el térmi-

no liberador. O artífice de la paz. Llámese como sequiera, sin ti nunca acabará la guerra.

A Brick le encantaría echar a correr en ese mismomomento, pero como está desarmado, no se le ocurreotra cosa que seguirle la corriente.

¿Y a quién tengo que eliminar?, pregunta.Más bien sería qué en vez de a quién, contesta

enigmáticamente el sargento. Ni siquiera conocemossu nombre. Podría ser Blake. Quizá sea Black. Puedeque Bloch. Pero sabemos su dirección, y si todavía sigue allí, no creo que tengas problema alguno. Teproporcionaremos un contacto en la ciudad, pasarás ala clandestinidad, y en unos cuantos días todo habráacabado.

¿Y por qué merece morir ese hombre?Porque la guerra es cosa suya. Es un producto de

su imaginación, y todo lo que ocurre o está a puntode ocurrir se encuentra en su cabeza. Si se elimina esacabeza, cesará la guerra. Así de sencillo.

¿Sencillo? Según lo describe usted, parece Dios.No es Dios, cabo, sólo un hombre. Se pasa el día

entero sentado en una habitación, escribiéndolo todo,y cualquier cosa que escribe se convierte en realidad.Los informes del servicio secreto dicen que vive ator-

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mentado por la culpa, pero que no lo puede remediar.Si ese cabrón tuviera cojones para volarse la tapa delos sesos, no estaríamos hablando de esto ahora.

Me está diciendo que es un relato, que alguienestá escribiendo una historia de la que todos forma-mos parte.

Algo así.Y cuando muera, ¿qué ocurrirá? Terminará la

guerra, pero ¿qué nos pasará a nosotros?Todo volverá a la normalidad.O a lo mejor nos esfumamos.Puede. Pero es un riesgo que tenemos que correr.

Mata o muere, hijo. Más de trece millones han muer-to ya. Si las cosas siguen más tiempo así, la mitad dela población habrá desaparecido antes de que nos de-mos cuenta.

Brick no tiene intención de matar a nadie, ycuanto más escucha a Tobak, más se convence de queel sargento está loco de atar. De momento, sin em-bargo, no le queda otro remedio que hacer que lo en-tiende, actuar como si estuviera impaciente por llevara cabo la misión.

Sarge Serge se dirige al jeep, coge una abultadabolsa de plástico de la parte de atrás y se la entrega aBrick.

Tu nueva indumentaria, le dice, y allí mismo, alaire libre, ordena al mago que se quite el uniformemilitar y se ponga la ropa de civil que contiene la bol-sa: vaqueros negros, camisa azul oscuro, jersey rojocon cuello de pico, cinturón, cazadora de piel ma-rrón, y zapatos de cuero negros. Seguidamente le da

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una mochila de nailon verde con más prendas, uten-silios para afeitarse, cepillo y pasta de dientes, cepillopara el pelo, un revólver calibre treinta y ocho, y unacaja de balas. Por último, Brick recibe un sobre conveinte billetes de cincuenta dólares y un papel con elnombre y la dirección de su contacto.

Lou Frisk, dice el sargento. Buen tipo. Ve a verloen cuanto llegues a la ciudad, y él te dirá todo lo quenecesitas saber.

¿De qué ciudad estamos hablando?, preguntaBrick. No tengo ni idea de dónde estoy.

De Wellington, le informa Tobak, dando mediavuelta a la derecha y apuntando con el dedo a la den-sa niebla matinal. A unos veinte kilómetros hacia elnorte. No tienes más que seguir por esta carretera, yestarás allí a media tarde.

¿Es que tengo que ir andando?Lo siento. Te llevaría en el coche, pero es que

voy en la otra dirección. Mis hombres me esperan.¿Y el desayuno? Veinte kilómetros con el estóma-

go vacío...Eso también lo siento. Tenía que traerte un

sándwich de huevo y un termo de café, pero se me haolvidado.

Antes de marcharse para reunirse con sus hom-bres, Sarge Serge tira de la cuerda y la saca del hoyo,arranca la estaca metálica del suelo y tira ambas cosasa la parte de atrás del jeep. Se sube luego al coche, sepone al volante y arranca el motor. Dirigiendo aBrick un saludo de despedida, dice:

Aguanta firme, soldado. En mi opinión no tienes

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mucha pinta de asesino, pero ¿yo qué sé? Nuncaacierto en nada.

Sin una palabra más, Tobak pisa el acelerador ydesaparece de pronto, perdiéndose entre la niebla encuestión de segundos. Brick no se mueve. Está ham-briento y con frío, tan inquieto como asustado, y du-rante más de un minuto permanece inmóvil en me-dio de la carretera, preguntándose qué va a hacerahora. Finalmente, empieza a tiritar bajo el frío gla-cial. Eso es lo que decide la situación. Ha de moverse,entrar en calor, y así, sin la menor idea de lo que leespera, da media vuelta, mete las manos en los bolsi-llos, y emprende la caminata hacia la ciudad.

Arriba acaba de abrirse una puerta, y oigo ruidode pasos que cruzan el pasillo. Miriam o Katya, no sécuál de las dos será. La puerta del cuarto de baño seabre y se cierra; débil, muy tenuemente, detecto lamúsica familiar de la orina cayendo en el agua, perola que esté meando es lo bastante considerada comopara no tirar de la cadena y correr el riesgo de desper-tar a toda la familia, aunque dos tercios de sus miem-bros ya estén despiertos. Entonces se abre la puertadel baño, se oyen de nuevo las cuidadosas pisadas porel pasillo y se cierra la puerta de una habitación. Situviera que decidirme, diría que era Katya. La pobre,afligida Katya, tan resistente al sueño como su inváli-do abuelo. Me encantaría estar en condiciones de su-bir las escaleras, entrar en su dormitorio y charlar unrato con ella. Contarle alguno de mis chistes malos,

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quizá, o si no pasarle simplemente la mano por la ca-beza hasta que cerrara los ojos y se quedara dormida.Pero en silla de ruedas no se puede subir la escalera,¿verdad? Y si cogiera la muleta, lo más probable esque me cayera en la oscuridad. Maldita sea esta pier-na idiota. La única solución sería que me crecieranalas, un par de alas gigantescas del más suave y blancoplumón. Entonces subiría como una flecha.

Desde hace un par de meses, Katya y yo nos pa-samos el día viendo películas. Sentados uno al ladodel otro en el sofá de la sala de estar, sin quitar la vis-ta del televisor, tragándonos dos, tres y hasta cuatropelículas seguidas, haciendo luego un descanso paracenar con Miriam, y una vez terminada la cena, devuelta al sofá a ver una o dos más antes de irnos a lacama. Debería estar trabajando en mi libro, las me-morias que prometí escribir a Miriam cuando me ju-bilé hace tres años, la historia de mi vida, los analesde la familia, la crónica de un mundo desaparecido,pero lo cierto es que prefiero estar sentado en el sofácon Katya, su mano en la mía, su cabeza en mi hom-bro, sintiendo cómo se me entumece el cerebro conla interminable procesión de imágenes que desfila porla pantalla. Trabajé en él durante más de un año,acumulando un considerable montón de páginas, lamitad de la historia, calculo, puede que algo más,pero por lo visto se me han quitado las ganas. Tal vezfue cuando murió Sonia, no sé, el final de la vida decasado, el abandono, la puta soledad de estar sin ella,aunque el hecho de estrellarme luego con aquel cochealquilado, destrozándome la pierna y estando en un

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tris de haberme matado, puede que influyera tam-bién: la indiferencia, la impresión de que al cabo desetenta y dos años en este mundo, ¿a quién le impor-ta que yo me ponga a escribir sobre mi vida? Nuncafue algo que suscitara mi interés, ni siquiera cuandoera joven, y desde luego jamás he tenido aspiracionesliterarias. Me gustaba leer, eso sí, leer libros y escribirluego algún comentario, pero siempre he sido un ve-locista, nunca un corredor de fondo, un galgo quetrabajó cuarenta años contra reloj, un experto redac-tando artículos de setecientas palabras, crónicas dequinientas, columnas bisemanales o encargos ocasio-nales para alguna revista, y ni sé los miles de recensio-nes que habré vomitado. Decenios de gacetillas,montañas de papel de periódico quemado y recicla-do, y a diferencia de la mayoría de mis colegas, nuncahe sentido inclinación por coleccionar las buenas, su-poniendo que hubiera alguna, para volver a publicar-las en forma de libros que ninguna persona en susano juicio se molestaría en leer. Dejemos que mismemorias a medio terminar acumulen un poco depolvo, de momento. A punto de acabar su biografíade Rose Hawthorne, Miriam trabaja con afán, roban-do horas al sueño, dedicándole los fines de semana,los días en que no tiene que coger el coche para ir aHampton a sus cursos, y de momento quizá sea sufi-ciente con una escritora en la casa.

¿Dónde estaba? Con Owen Brick... Owen Brickcaminando por la carretera hacia la ciudad. El airefrío, la confusión, una segunda guerra civil en Norte-américa. Un preludio de algo, pero antes de que re-

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suelva qué hacer con mi aturdido mago, necesitounos momentos para reflexionar sobre Katya y las pe-lículas, puesto que aún estoy por decidir si es buena omala cosa. Cuando empezó a encargar los DVD porInternet, lo consideré una señal de progreso, un pe-queño paso hacia delante. Aunque no fuera más queeso, me indicaba que estaba dispuesta a distraerse, apensar en algo distinto de su Titus muerto. Estudiacinematografía, al fin y al cabo, se está preparandopara ser montadora, y cuando la avalancha de DVDempezó a inundar la casa, me pregunté si estaría pen-sando en volver a la escuela o, en todo caso, a prose-guir su formación por sí sola. Al cabo de un tiempo,sin embargo, empecé a considerar esa verdadera obse-sión de ver películas como una forma de automedica-ción, un remedio homeopático para anestesiarse con-tra la necesidad de pensar en su futuro. No es lomismo evadirse en una película que en un libro. Loslibros obligan a dar algo a cambio, a utilizar la inteli-gencia y la imaginación, mientras que una películapuede verse –e incluso disfrutarse– en un estado deirreflexiva pasividad. Dicho lo cual, no pretendo su-gerir que Katya se haya hecho de piedra. Sonríe y aveces hasta emite una risita durante las escenas gra-ciosas de las comedias, y sus conductos lacrimales sehan activado con frecuencia ante las escenas emotivasde los dramas. Tiene algo más que ver con la postura,creo yo, con la manera en que se recuesta en el sofácon las piernas estiradas sobre la mesa auxiliar, sinmoverse durante horas y horas, sin molestarse siquie-ra en coger el teléfono, apenas dando señales de vida

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salvo cuando la abrazo o le cojo la mano. Probable-mente sea culpa mía. La he animado a llevar esa exis-tencia apagada, y puede que deba ponerle fin; aunquedudo que me escuche si lo intento.

Por otro lado, hay días mejores que otros. Siem-pre que terminamos una película, charlamos un pocosobre ella antes de que Katya ponga la siguiente.Normalmente me gusta discutir la historia y la cali-dad de la interpretación, pero sus observaciones tien-den a centrarse en los aspectos técnicos de la película:la posición de la cámara, el montaje, la iluminación,el sonido, y esas cosas. Sólo que esta noche, sin em-bargo, después de ver tres películas extranjeras segui-das –La gran ilusión, Ladrón de bicicletas y El mundode Apu–, Katya ha hecho unos comentarios sagaces eincisivos, esbozando una teoría de la realización cine-matográfica que me ha impresionado por su perspica-cia y originalidad.

Objetos inanimados, enunció.¿Qué pasa con ellos?, pregunté yo.Objetos inanimados como medio de expresar

emociones humanas. En eso consiste el lenguaje cine-matográfico. Sólo los buenos directores saben cómohacerlo, pero Renoir, De Sica, y Ray son tres de losmejores, ¿verdad?

Sin duda.Piensa en las primeras escenas de Ladrón de bici-

cletas. El protagonista encuentra trabajo, pero parallevarlo a cabo necesita desempeñar la bicicleta. Se vaa casa sintiendo lástima de sí mismo. Y allí está sumujer, en la calle, cargando con dos pesados cubos de

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agua. Toda su pobreza, todos los esfuerzos de esa mu-jer y su familia están contenidos en esos cubos. Elmarido está tan enfrascado en sus propios problemas,que ni se molesta en ayudarla hasta que casi estándentro de la casa. E incluso entonces, sólo le coge uncubo, dejando que ella cargue con el otro. Todo loque nos hace falta saber sobre su matrimonio se nosmuestra en esos pocos segundos. Luego suben las es-caleras hasta su piso, y a la mujer se le ocurre la ideade empeñar la ropa de cama para recuperar la bicicle-ta. Recuerda la violencia con que da una patada alcubo en la cocina, la agresividad con que abre el ca-jón de la mesa. Objetos inanimados, emociones hu-manas. Luego pasamos a la casa de empeños, que noes una casa, realmente, sino un sitio enorme, una es-pecie de almacén de objetos superfluos. La mujervende las sábanas, y seguidamente vemos a uno de losempleados que lleva el pequeño paquete a los estantesdonde se depositan los artículos empeñados. Al prin-cipio, las estanterías no parecen muy altas, pero en-tonces la cámara retrocede, y mientras el empleadoempieza a subir, vemos que se alargan hacia arribacada vez más, hasta llegar al techo, y cada estante ycasillero rebosa de paquetes idénticos al que ahoraestá guardando, y de pronto parece que todas las fa-milias de Roma han vendido la ropa de cama, quetoda la ciudad se encuentra en la misma situación demiseria que el protagonista y su mujer. En una solatoma, abuelo. En una sola toma se nos ofrece el re-trato de toda una sociedad que vive al borde del de-sastre.

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