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UN CONTRASTE CRÍTICO SOBRE EL SIGNIFICADO DEL ESTADO DE DERECHO Y EL VALOR DE LA JURISDICCIÓN CONSTITUCIONAL El Doctor Alfredo Quispe Correa ha publicado en esta revista virtual un artículo intitulado: “Tribunal Constitucional: Límites”. En su artículo defiende la permanencia del Tribunal Constitucional, no obstante encontrarse últimamente incurriendo en inexplicables excesos, deplorando que la ausencia de sindéresis institucional va socavando su credibilidad ante la confianza pública. Lamento tener que discrepar con la opinión autorizada del Dr. Quispe. Y no lo hago porque esté en desacuerdo con su contenido, que no lo estoy en absoluto, sino porque creo que le está dando un espaldarazo a conceptos jurídicos que subyacen en el texto y que, desde mi punto de vista, afectan al corazón mismo del Estado de derecho. Me explico. Aquella concepción subyacente en el mencionado artículo, contradice todos los principios basilares de un auténtico Estado de derecho. A saber: la justicia, la legitimidad, la visibilidad y la transparencia del ejercicio del poder, su sujeción no sólo a la ley sino a los principios y valores constitucionales más elementales y vitales. El liberal Friedrich Hayek, ganador del premio nobel de economía, nos brinda, en su conocida obra “Camino de servidumbre”, una definición del Estado de Derecho que nos sirve perfectamente como punto de partida para sustentar nuestra argumentación: “Nada distingue con más claridad las condiciones de un país libre de las que rigen en un país bajo un gobierno arbitrario que la observancia, en aquél, de los grandes principios conocidos bajo la expresión Estado de Derecho. Despojada de todo su tecnicismo, significa que el Estado está sometido en todas sus actuaciones a normas fijas y conocidas de antemano; normas que permiten a cada uno prever con suficiente certidumbre cómo usará la autoridad en cada circunstancia sus poderes coercitivos, y disponer los propios asuntos individuales sobre la base de este conocimiento”1.

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UN CONTRASTE CRÍTICO SOBRE EL SIGNIFICADO DEL

ESTADO DE DERECHO Y EL VALOR DE LA JURISDICCIÓN CONSTITUCIONAL

El Doctor Alfredo Quispe Correa ha publicado en esta revista virtual un artículo intitulado: “Tribunal Constitucional: Límites”. En su artículo defiende la permanencia del Tribunal Constitucional, no obstante encontrarse últimamente incurriendo en inexplicables excesos, deplorando que la ausencia de sindéresis institucional va socavando su credibilidad ante la confianza pública. Lamento tener que discrepar con la opinión autorizada del Dr. Quispe. Y no lo hago porque esté en desacuerdo con su contenido, que no lo estoy en absoluto, sino porque creo que le está dando un espaldarazo a conceptos jurídicos que subyacen en el texto y que, desde mi punto de vista, afectan al corazón mismo del Estado de derecho. Me explico. Aquella concepción subyacente en el mencionado artículo, contradice todos los principios basilares de un auténtico Estado de derecho. A saber: la justicia, la legitimidad, la visibilidad y la transparencia del ejercicio del poder, su sujeción no sólo a la ley sino a los principios y valores constitucionales más elementales y vitales. El liberal Friedrich Hayek, ganador del premio nobel de economía, nos brinda, en su conocida obra “Camino de servidumbre”, una definición del Estado de Derecho que nos sirve perfectamente como punto de partida para sustentar nuestra argumentación: “Nada distingue con más claridad las condiciones de un país libre de las que rigen en un país bajo un gobierno arbitrario que la observancia, en aquél, de los grandes principios conocidos bajo la expresión Estado de Derecho. Despojada de todo su tecnicismo, significa que el Estado está sometido en todas sus actuaciones a normas fijas y conocidas de antemano; normas que permiten a cada uno prever con suficiente certidumbre cómo usará la autoridad en cada circunstancia sus poderes coercitivos, y disponer los propios asuntos individuales sobre la base de este conocimiento”1.

Este tipo de definición de Estado de Derecho resulta compatible con los sistemas autoritarios que son especialmente celosos del sometimiento a normas jurídicas previamente definidas, fijas, públicas y claras. Circunstancialmente, este tipo de Estado, fiel cumplidor de su legalidad, podría garantizar muy satisfactoriamente la disposición libre de los asuntos ideológicos que lo encarnan. Pero este tipo de Estado se queda muy corto en relación con las exigencias que adornan a un Estado Constitucional donde el derecho ha quedado plenamente constitucionalizado. La constitucionalización del derecho significa que el principio de legalidad, es decir, la supremacía de la ley propia del Estado de derecho, debe ser conjugado con el principio de legitimidad, es decir, la conformidad de la ley con los valores constitucionales. La ley no es ya, por tanto, la única fuente del derecho, sino que junto a ella (y a veces en competencia con ella) se ponen los derechos fundamentales, contenidos en las constituciones {Zagrebelsky}. La necesaria conjugación entre ley y derechos constituye la razón de la combinación entre el “procedimentalismo razonable”. Mientras la ley de por sí es el producto de la voluntad política según determinados procedimientos e ideologías, los derechos son valores ético-políticos sustraídos a la decisión política y son en parte internos y en parte externos a los procedimientos mismos. En el Estado Constitucional de derecho la autoridad política no tiene sólo los límites impuestos por el uso propio de la ley en el gobierno de las acciones humanas y considerados como la “moralidad interna del derecho” {Fuller}, sino que además tiene límites materiales, constituidos por los derechos del hombre y del ciudadano. Estos últimos no se configuran sólo como un control jurídico de la acción del poder político, sino también como objetivos y fines primarios de su ejercicio. Esto vale ya para los derechos liberales, ya para las otras categorías de derechos (derechos sociales, derechos culturales y derechos ecológicos). Desde esta óptica todo el contenido de la Constitución depende de la voluntad del poder constituyente, que da forma al cuerpo político y a sus instituciones representativas. Hoy, además, se consolidan cada vez más inclusive con los vínculos internacionales, a los cuales se someten los contenidos de las Constituciones de los Estados. Estas condiciones de admisibilidad a la comunidad internacional afectan no sólo los derechos sino asimismo a la estructura de la organización

política en la medida en que incide sobre la libertad de las personas y sobre su basilar igualdad. Asimismo, se debe tener presente que la Constitución es el resultado de la interpretación de las normas jurídicas constitucionales, del «círculo hermenéutico» entre principios conformadores de la sociedad y valoraciones de la sociedad misma; si se añade que la intervención de los jueces constitucionales se configura a menudo en términos que no son cualitativamente diferentes de los legislativos, o sea, manejando, innovando e integrando los textos legislativos {Zagrebelsky 1990}, no es difícil reconocer que las orientaciones interpretativas se mueven en un terreno fuertemente marcado en términos axiológicos y que está condicionado por el concreto desenvolverse de las comprensiones de sentido y de las relaciones entre las fuerzas sociales: hermenéutica y actuación de la Constitución se suman y se integran en un conjunto unitario. En muchos casos el juicio de legitimidad constitucional asume el problema de la adecuación al fin o a los fines constitucionalmente impuestos, con un evidente carácter crucial del aspecto teleológico y, aún más, con la imposibilidad de poder prescindir del contexto en que el texto constitucional recibe interpretación. De ese modo, en el juicio constitucional se ponen en juego no sólo las intenciones de los legisladores constituyentes y las prácticas interpretativas realizadas sobre los textos, sino también, en último análisis, la idea de derecho, de sociedad y de ética que se supone que subyace al edificio constitucional. A tal punto que a través de la interpretación constitucional penetran en el tejido del ordenamiento positivo, valores y principios históricamente acuñados {Kriele}. Por eso mismo es que en una reciente teoría de planteamiento neo-institucionalista {MacCormick} se sostiene que los problemas jurídicos más consistentes que surgen de la vida social, se los considera problemas de interpretación de las disposiciones constitucionales, admitiendo con esto, y dando así por descontado, que el consenso sobre la interpretación de la Constitución no ha de considerarse nunca como un elemento adquirido de una vez por todas, sino al contrario como objeto de continua confrontación y, en el límite, de una disputa. Con este tipo de prácticas la Constitución misma, no es vista ya en su dimensión documental y formal, sino en la dimensión que ha sido

definida como “material”, tiene un significado determinante totalmente particular {Mortati}. La Constitución lleva en sí el vínculo que la cultura jurídica impone al poder constituyente. Es cierto que el tejido normativo constitucional presenta las características específicas, constituidas por su impronta axiológica, de mayor indeterminación y debilidad estructural propias de su estilo y, en consecuencia, de reducida intensidad prescriptiva {Ruggeri}. Pero se cometería un grave error si se olvidara que la Constitución, como cualquier ley, es siempre y ante todo un acto normativo que contiene disposiciones preceptivas {Crisafulli} y que, por eso, pertenece indudablemente al ámbito del derecho. Desde este punto de vista tanto los jueces ordinarios, al resolver en base a normas constitucionales las controversias sujetas a su decisión, como los jueces constitucionales, operantes como intérpretes “autorizados” de la Constitución y como jueces de constitucionalidad de las leyes, se encuentran vinculados por los textos constitucionales en modos ciertamente menos apremiantes de lo que sucede en el caso de la interpretación de leyes ordinarias; pero de todos modos se encuentran siempre vinculados. La misma función jurisdiccional constitucional ha venido a asumir una notable relevancia en el derecho actual, en el cual los valores y principios éticos se manifiestan con singular claridad y con notable relevancia {Cheli}. Me parece que sólo de esa manera se podrán establecer las condiciones de legitimidad de la labor del juez constitucional. A este propósito es necesario alejarse de la problemática tradicional de la relación entre norma superior y norma inferior, entendida sea de forma kelseniana como delegación de poder o en el sentido del derecho natural como deducción lógica de contenidos. Eso significa que los principios y los valores constitucionales tienen un doble aspecto: por un lado, establecen derechos o intereses comunes (y en este sentido defienden contenidos jurídicos sustanciales que hay que interpretar), por otro, son utilizados como criterios de medida para la validez de ulteriores determinaciones normativas (y en este sentido son argumentos para la justificación de decisiones dotadas de autoridad). La exigencia de razonabilidad de la ley, que está en la raíz de la problemática constitucional, es una exigencia general impuesta por la conciencia de que el juicio de validez es la conclusión de un

razonamiento jurídico y no de una comprobación notarial. La ley jurídica ya no es vista sólo como la decisión de una autoridad constituida, sino también y sobre todo como la realización de finalidades preconstituidas e indisponibles en la que resulta de vital importancia su debida interpretación. En estas condiciones el juicio de validez constitucional no puede ser presentado simplemente como la correspondencia de una norma con una norma de rango superior. De hecho, cuando hablamos de conformidad con la constitución, el parámetro de referencia no es una norma singular sino una acumulación de normas y de principios que asumen su coordinación no en abstracto sino en relación al problema concreto para el que son interpeladas. Los principios que se encuentran en la base de nuestra Constitución se van a ir desarrollando con la apertura de nuevos horizontes y de nuevos problemas, y para eso la labor interpretativa de los jueces constitucionales tienen que ser continuamente puestos al día, reelaborados y recompuestos en un conjunto dotado de sentido. En relación con ese menester nuestra tarea en el plano cognoscitivo tiene que ser la de comprenderla y, en el plano práctico, la de controlarla, haciendo lo posible para reducir sus efectos perversos. ¿Será capaz el Tribunal de hacer ese esfuerzo? ¿Serán los congresistas capaces de sustraer este tema del debate político-electoral? Muchos problemas, muchas incógnitas y un solo principio: tempus regit actum.

1 Friedrich A. Hayek «Camino de servidumbre», Alianza Editorial, Madrid, 1978, trad. de Tose Vereara, pág.. 103.

UN CONTRASTE CRÍTICO SOBRE EL SIGNIFICADO DEL

ESTADO DE DERECHO Y EL VALOR DE LA JURISDICCIÓN CONSTITUCIONAL

El Doctor Alfredo Quispe Correa ha publicado en esta revista virtual un artículo intitulado: “Tribunal Constitucional: Límites”. En su artículo defiende la permanencia del Tribunal Constitucional, no obstante encontrarse últimamente incurriendo en inexplicables excesos, deplorando que la ausencia de sindéresis institucional va socavando su credibilidad ante la confianza pública. Lamento tener que discrepar con la opinión autorizada del Dr. Quispe. Y no lo hago porque esté en desacuerdo con su contenido, que no lo estoy en absoluto, sino porque creo que le está dando un espaldarazo a conceptos jurídicos que subyacen en el texto y que, desde mi punto de vista, afectan al corazón mismo del Estado de derecho. Me explico. Aquella concepción subyacente en el mencionado artículo, contradice todos los principios basilares de un auténtico Estado de derecho. A saber: la justicia, la legitimidad, la visibilidad y la transparencia del ejercicio del poder, su sujeción no sólo a la ley sino a los principios y valores constitucionales más elementales y vitales. El liberal Friedrich Hayek, ganador del premio nobel de economía, nos brinda, en su conocida obra “Camino de servidumbre”, una definición del Estado de Derecho que nos sirve perfectamente como punto de partida para sustentar nuestra argumentación: “Nada distingue con más claridad las condiciones de un país libre de las que rigen en un país bajo un gobierno arbitrario que la observancia, en aquél, de los grandes principios conocidos bajo la expresión Estado de Derecho. Despojada de todo su tecnicismo, significa que el Estado está sometido en todas sus actuaciones a normas fijas y conocidas de antemano; normas que permiten a cada uno prever con suficiente certidumbre cómo usará la autoridad en cada circunstancia sus poderes coercitivos, y disponer los propios asuntos individuales sobre la base de este conocimiento”1.

Este tipo de definición de Estado de Derecho resulta compatible con los sistemas autoritarios que son especialmente celosos del sometimiento a normas jurídicas previamente definidas, fijas, públicas y claras. Circunstancialmente, este tipo de Estado, fiel cumplidor de su legalidad, podría garantizar muy satisfactoriamente la disposición libre de los asuntos ideológicos que lo encarnan. Pero este tipo de Estado se queda muy corto en relación con las exigencias que adornan a un Estado Constitucional donde el derecho ha quedado plenamente constitucionalizado. La constitucionalización del derecho significa que el principio de legalidad, es decir, la supremacía de la ley propia del Estado de derecho, debe ser conjugado con el principio de legitimidad, es decir, la conformidad de la ley con los valores constitucionales. La ley no es ya, por tanto, la única fuente del derecho, sino que junto a ella (y a veces en competencia con ella) se ponen los derechos fundamentales, contenidos en las constituciones {Zagrebelsky}. La necesaria conjugación entre ley y derechos constituye la razón de la combinación entre el “procedimentalismo razonable”. Mientras la ley de por sí es el producto de la voluntad política según determinados procedimientos e ideologías, los derechos son valores ético-políticos sustraídos a la decisión política y son en parte internos y en parte externos a los procedimientos mismos. En el Estado Constitucional de derecho la autoridad política no tiene sólo los límites impuestos por el uso propio de la ley en el gobierno de las acciones humanas y considerados como la “moralidad interna del derecho” {Fuller}, sino que además tiene límites materiales, constituidos por los derechos del hombre y del ciudadano. Estos últimos no se configuran sólo como un control jurídico de la acción del poder político, sino también como objetivos y fines primarios de su ejercicio. Esto vale ya para los derechos liberales, ya para las otras categorías de derechos (derechos sociales, derechos culturales y derechos ecológicos). Desde esta óptica todo el contenido de la Constitución depende de la voluntad del poder constituyente, que da forma al cuerpo político y a sus instituciones representativas. Hoy, además, se consolidan cada vez más inclusive con los vínculos internacionales, a los cuales se someten los contenidos de las Constituciones de los Estados. Estas condiciones de admisibilidad a la comunidad internacional afectan no sólo los derechos sino asimismo a la estructura de la organización

política en la medida en que incide sobre la libertad de las personas y sobre su basilar igualdad. Asimismo, se debe tener presente que la Constitución es el resultado de la interpretación de las normas jurídicas constitucionales, del «círculo hermenéutico» entre principios conformadores de la sociedad y valoraciones de la sociedad misma; si se añade que la intervención de los jueces constitucionales se configura a menudo en términos que no son cualitativamente diferentes de los legislativos, o sea, manejando, innovando e integrando los textos legislativos {Zagrebelsky 1990}, no es difícil reconocer que las orientaciones interpretativas se mueven en un terreno fuertemente marcado en términos axiológicos y que está condicionado por el concreto desenvolverse de las comprensiones de sentido y de las relaciones entre las fuerzas sociales: hermenéutica y actuación de la Constitución se suman y se integran en un conjunto unitario. En muchos casos el juicio de legitimidad constitucional asume el problema de la adecuación al fin o a los fines constitucionalmente impuestos, con un evidente carácter crucial del aspecto teleológico y, aún más, con la imposibilidad de poder prescindir del contexto en que el texto constitucional recibe interpretación. De ese modo, en el juicio constitucional se ponen en juego no sólo las intenciones de los legisladores constituyentes y las prácticas interpretativas realizadas sobre los textos, sino también, en último análisis, la idea de derecho, de sociedad y de ética que se supone que subyace al edificio constitucional. A tal punto que a través de la interpretación constitucional penetran en el tejido del ordenamiento positivo, valores y principios históricamente acuñados {Kriele}. Por eso mismo es que en una reciente teoría de planteamiento neo-institucionalista {MacCormick} se sostiene que los problemas jurídicos más consistentes que surgen de la vida social, se los considera problemas de interpretación de las disposiciones constitucionales, admitiendo con esto, y dando así por descontado, que el consenso sobre la interpretación de la Constitución no ha de considerarse nunca como un elemento adquirido de una vez por todas, sino al contrario como objeto de continua confrontación y, en el límite, de una disputa. Con este tipo de prácticas la Constitución misma, no es vista ya en su dimensión documental y formal, sino en la dimensión que ha sido

definida como “material”, tiene un significado determinante totalmente particular {Mortati}. La Constitución lleva en sí el vínculo que la cultura jurídica impone al poder constituyente. Es cierto que el tejido normativo constitucional presenta las características específicas, constituidas por su impronta axiológica, de mayor indeterminación y debilidad estructural propias de su estilo y, en consecuencia, de reducida intensidad prescriptiva {Ruggeri}. Pero se cometería un grave error si se olvidara que la Constitución, como cualquier ley, es siempre y ante todo un acto normativo que contiene disposiciones preceptivas {Crisafulli} y que, por eso, pertenece indudablemente al ámbito del derecho. Desde este punto de vista tanto los jueces ordinarios, al resolver en base a normas constitucionales las controversias sujetas a su decisión, como los jueces constitucionales, operantes como intérpretes “autorizados” de la Constitución y como jueces de constitucionalidad de las leyes, se encuentran vinculados por los textos constitucionales en modos ciertamente menos apremiantes de lo que sucede en el caso de la interpretación de leyes ordinarias; pero de todos modos se encuentran siempre vinculados. La misma función jurisdiccional constitucional ha venido a asumir una notable relevancia en el derecho actual, en el cual los valores y principios éticos se manifiestan con singular claridad y con notable relevancia {Cheli}. Me parece que sólo de esa manera se podrán establecer las condiciones de legitimidad de la labor del juez constitucional. A este propósito es necesario alejarse de la problemática tradicional de la relación entre norma superior y norma inferior, entendida sea de forma kelseniana como delegación de poder o en el sentido del derecho natural como deducción lógica de contenidos. Eso significa que los principios y los valores constitucionales tienen un doble aspecto: por un lado, establecen derechos o intereses comunes (y en este sentido defienden contenidos jurídicos sustanciales que hay que interpretar), por otro, son utilizados como criterios de medida para la validez de ulteriores determinaciones normativas (y en este sentido son argumentos para la justificación de decisiones dotadas de autoridad). La exigencia de razonabilidad de la ley, que está en la raíz de la problemática constitucional, es una exigencia general impuesta por la conciencia de que el juicio de validez es la conclusión de un

razonamiento jurídico y no de una comprobación notarial. La ley jurídica ya no es vista sólo como la decisión de una autoridad constituida, sino también y sobre todo como la realización de finalidades preconstituidas e indisponibles en la que resulta de vital importancia su debida interpretación. En estas condiciones el juicio de validez constitucional no puede ser presentado simplemente como la correspondencia de una norma con una norma de rango superior. De hecho, cuando hablamos de conformidad con la constitución, el parámetro de referencia no es una norma singular sino una acumulación de normas y de principios que asumen su coordinación no en abstracto sino en relación al problema concreto para el que son interpeladas. Los principios que se encuentran en la base de nuestra Constitución se van a ir desarrollando con la apertura de nuevos horizontes y de nuevos problemas, y para eso la labor interpretativa de los jueces constitucionales tienen que ser continuamente puestos al día, reelaborados y recompuestos en un conjunto dotado de sentido. En relación con ese menester nuestra tarea en el plano cognoscitivo tiene que ser la de comprenderla y, en el plano práctico, la de controlarla, haciendo lo posible para reducir sus efectos perversos. ¿Será capaz el Tribunal de hacer ese esfuerzo? ¿Serán los congresistas capaces de sustraer este tema del debate político-electoral? Muchos problemas, muchas incógnitas y un solo principio: tempus regit actum.

1 Friedrich A. Hayek «Camino de servidumbre», Alianza Editorial, Madrid, 1978, trad. de Tose Vereara, pág.. 103.

UN CONTRASTE CRÍTICO SOBRE EL SIGNIFICADO DEL

ESTADO DE DERECHO Y EL VALOR DE LA JURISDICCIÓN CONSTITUCIONAL

El Doctor Alfredo Quispe Correa ha publicado en esta revista virtual un artículo intitulado: “Tribunal Constitucional: Límites”. En su artículo defiende la permanencia del Tribunal Constitucional, no obstante encontrarse últimamente incurriendo en inexplicables excesos, deplorando que la ausencia de sindéresis institucional va socavando su credibilidad ante la confianza pública. Lamento tener que discrepar con la opinión autorizada del Dr. Quispe. Y no lo hago porque esté en desacuerdo con su contenido, que no lo estoy en absoluto, sino porque creo que le está dando un espaldarazo a conceptos jurídicos que subyacen en el texto y que, desde mi punto de vista, afectan al corazón mismo del Estado de derecho. Me explico. Aquella concepción subyacente en el mencionado artículo, contradice todos los principios basilares de un auténtico Estado de derecho. A saber: la justicia, la legitimidad, la visibilidad y la transparencia del ejercicio del poder, su sujeción no sólo a la ley sino a los principios y valores constitucionales más elementales y vitales. El liberal Friedrich Hayek, ganador del premio nobel de economía, nos brinda, en su conocida obra “Camino de servidumbre”, una definición del Estado de Derecho que nos sirve perfectamente como punto de partida para sustentar nuestra argumentación: “Nada distingue con más claridad las condiciones de un país libre de las que rigen en un país bajo un gobierno arbitrario que la observancia, en aquél, de los grandes principios conocidos bajo la expresión Estado de Derecho. Despojada de todo su tecnicismo, significa que el Estado está sometido en todas sus actuaciones a normas fijas y conocidas de antemano; normas que permiten a cada uno prever con suficiente certidumbre cómo usará la autoridad en cada circunstancia sus poderes coercitivos, y disponer los propios asuntos individuales sobre la base de este conocimiento”1.

Este tipo de definición de Estado de Derecho resulta compatible con los sistemas autoritarios que son especialmente celosos del sometimiento a normas jurídicas previamente definidas, fijas, públicas y claras. Circunstancialmente, este tipo de Estado, fiel cumplidor de su legalidad, podría garantizar muy satisfactoriamente la disposición libre de los asuntos ideológicos que lo encarnan. Pero este tipo de Estado se queda muy corto en relación con las exigencias que adornan a un Estado Constitucional donde el derecho ha quedado plenamente constitucionalizado. La constitucionalización del derecho significa que el principio de legalidad, es decir, la supremacía de la ley propia del Estado de derecho, debe ser conjugado con el principio de legitimidad, es decir, la conformidad de la ley con los valores constitucionales. La ley no es ya, por tanto, la única fuente del derecho, sino que junto a ella (y a veces en competencia con ella) se ponen los derechos fundamentales, contenidos en las constituciones {Zagrebelsky}. La necesaria conjugación entre ley y derechos constituye la razón de la combinación entre el “procedimentalismo razonable”. Mientras la ley de por sí es el producto de la voluntad política según determinados procedimientos e ideologías, los derechos son valores ético-políticos sustraídos a la decisión política y son en parte internos y en parte externos a los procedimientos mismos. En el Estado Constitucional de derecho la autoridad política no tiene sólo los límites impuestos por el uso propio de la ley en el gobierno de las acciones humanas y considerados como la “moralidad interna del derecho” {Fuller}, sino que además tiene límites materiales, constituidos por los derechos del hombre y del ciudadano. Estos últimos no se configuran sólo como un control jurídico de la acción del poder político, sino también como objetivos y fines primarios de su ejercicio. Esto vale ya para los derechos liberales, ya para las otras categorías de derechos (derechos sociales, derechos culturales y derechos ecológicos). Desde esta óptica todo el contenido de la Constitución depende de la voluntad del poder constituyente, que da forma al cuerpo político y a sus instituciones representativas. Hoy, además, se consolidan cada vez más inclusive con los vínculos internacionales, a los cuales se someten los contenidos de las Constituciones de los Estados. Estas condiciones de admisibilidad a la comunidad internacional afectan no sólo los derechos sino asimismo a la estructura de la organización

política en la medida en que incide sobre la libertad de las personas y sobre su basilar igualdad. Asimismo, se debe tener presente que la Constitución es el resultado de la interpretación de las normas jurídicas constitucionales, del «círculo hermenéutico» entre principios conformadores de la sociedad y valoraciones de la sociedad misma; si se añade que la intervención de los jueces constitucionales se configura a menudo en términos que no son cualitativamente diferentes de los legislativos, o sea, manejando, innovando e integrando los textos legislativos {Zagrebelsky 1990}, no es difícil reconocer que las orientaciones interpretativas se mueven en un terreno fuertemente marcado en términos axiológicos y que está condicionado por el concreto desenvolverse de las comprensiones de sentido y de las relaciones entre las fuerzas sociales: hermenéutica y actuación de la Constitución se suman y se integran en un conjunto unitario. En muchos casos el juicio de legitimidad constitucional asume el problema de la adecuación al fin o a los fines constitucionalmente impuestos, con un evidente carácter crucial del aspecto teleológico y, aún más, con la imposibilidad de poder prescindir del contexto en que el texto constitucional recibe interpretación. De ese modo, en el juicio constitucional se ponen en juego no sólo las intenciones de los legisladores constituyentes y las prácticas interpretativas realizadas sobre los textos, sino también, en último análisis, la idea de derecho, de sociedad y de ética que se supone que subyace al edificio constitucional. A tal punto que a través de la interpretación constitucional penetran en el tejido del ordenamiento positivo, valores y principios históricamente acuñados {Kriele}. Por eso mismo es que en una reciente teoría de planteamiento neo-institucionalista {MacCormick} se sostiene que los problemas jurídicos más consistentes que surgen de la vida social, se los considera problemas de interpretación de las disposiciones constitucionales, admitiendo con esto, y dando así por descontado, que el consenso sobre la interpretación de la Constitución no ha de considerarse nunca como un elemento adquirido de una vez por todas, sino al contrario como objeto de continua confrontación y, en el límite, de una disputa. Con este tipo de prácticas la Constitución misma, no es vista ya en su dimensión documental y formal, sino en la dimensión que ha sido

definida como “material”, tiene un significado determinante totalmente particular {Mortati}. La Constitución lleva en sí el vínculo que la cultura jurídica impone al poder constituyente. Es cierto que el tejido normativo constitucional presenta las características específicas, constituidas por su impronta axiológica, de mayor indeterminación y debilidad estructural propias de su estilo y, en consecuencia, de reducida intensidad prescriptiva {Ruggeri}. Pero se cometería un grave error si se olvidara que la Constitución, como cualquier ley, es siempre y ante todo un acto normativo que contiene disposiciones preceptivas {Crisafulli} y que, por eso, pertenece indudablemente al ámbito del derecho. Desde este punto de vista tanto los jueces ordinarios, al resolver en base a normas constitucionales las controversias sujetas a su decisión, como los jueces constitucionales, operantes como intérpretes “autorizados” de la Constitución y como jueces de constitucionalidad de las leyes, se encuentran vinculados por los textos constitucionales en modos ciertamente menos apremiantes de lo que sucede en el caso de la interpretación de leyes ordinarias; pero de todos modos se encuentran siempre vinculados. La misma función jurisdiccional constitucional ha venido a asumir una notable relevancia en el derecho actual, en el cual los valores y principios éticos se manifiestan con singular claridad y con notable relevancia {Cheli}. Me parece que sólo de esa manera se podrán establecer las condiciones de legitimidad de la labor del juez constitucional. A este propósito es necesario alejarse de la problemática tradicional de la relación entre norma superior y norma inferior, entendida sea de forma kelseniana como delegación de poder o en el sentido del derecho natural como deducción lógica de contenidos. Eso significa que los principios y los valores constitucionales tienen un doble aspecto: por un lado, establecen derechos o intereses comunes (y en este sentido defienden contenidos jurídicos sustanciales que hay que interpretar), por otro, son utilizados como criterios de medida para la validez de ulteriores determinaciones normativas (y en este sentido son argumentos para la justificación de decisiones dotadas de autoridad). La exigencia de razonabilidad de la ley, que está en la raíz de la problemática constitucional, es una exigencia general impuesta por la conciencia de que el juicio de validez es la conclusión de un

razonamiento jurídico y no de una comprobación notarial. La ley jurídica ya no es vista sólo como la decisión de una autoridad constituida, sino también y sobre todo como la realización de finalidades preconstituidas e indisponibles en la que resulta de vital importancia su debida interpretación. En estas condiciones el juicio de validez constitucional no puede ser presentado simplemente como la correspondencia de una norma con una norma de rango superior. De hecho, cuando hablamos de conformidad con la constitución, el parámetro de referencia no es una norma singular sino una acumulación de normas y de principios que asumen su coordinación no en abstracto sino en relación al problema concreto para el que son interpeladas. Los principios que se encuentran en la base de nuestra Constitución se van a ir desarrollando con la apertura de nuevos horizontes y de nuevos problemas, y para eso la labor interpretativa de los jueces constitucionales tienen que ser continuamente puestos al día, reelaborados y recompuestos en un conjunto dotado de sentido. En relación con ese menester nuestra tarea en el plano cognoscitivo tiene que ser la de comprenderla y, en el plano práctico, la de controlarla, haciendo lo posible para reducir sus efectos perversos. ¿Será capaz el Tribunal de hacer ese esfuerzo? ¿Serán los congresistas capaces de sustraer este tema del debate político-electoral? Muchos problemas, muchas incógnitas y un solo principio: tempus regit actum.

1 Friedrich A. Hayek «Camino de servidumbre», Alianza Editorial, Madrid, 1978, trad. de Tose Vereara, pág.. 103.

UN CONTRASTE CRÍTICO SOBRE EL SIGNIFICADO DEL

ESTADO DE DERECHO Y EL VALOR DE LA JURISDICCIÓN CONSTITUCIONAL

El Doctor Alfredo Quispe Correa ha publicado en esta revista virtual un artículo intitulado: “Tribunal Constitucional: Límites”. En su artículo defiende la permanencia del Tribunal Constitucional, no obstante encontrarse últimamente incurriendo en inexplicables excesos, deplorando que la ausencia de sindéresis institucional va socavando su credibilidad ante la confianza pública. Lamento tener que discrepar con la opinión autorizada del Dr. Quispe. Y no lo hago porque esté en desacuerdo con su contenido, que no lo estoy en absoluto, sino porque creo que le está dando un espaldarazo a conceptos jurídicos que subyacen en el texto y que, desde mi punto de vista, afectan al corazón mismo del Estado de derecho. Me explico. Aquella concepción subyacente en el mencionado artículo, contradice todos los principios basilares de un auténtico Estado de derecho. A saber: la justicia, la legitimidad, la visibilidad y la transparencia del ejercicio del poder, su sujeción no sólo a la ley sino a los principios y valores constitucionales más elementales y vitales. El liberal Friedrich Hayek, ganador del premio nobel de economía, nos brinda, en su conocida obra “Camino de servidumbre”, una definición del Estado de Derecho que nos sirve perfectamente como punto de partida para sustentar nuestra argumentación: “Nada distingue con más claridad las condiciones de un país libre de las que rigen en un país bajo un gobierno arbitrario que la observancia, en aquél, de los grandes principios conocidos bajo la expresión Estado de Derecho. Despojada de todo su tecnicismo, significa que el Estado está sometido en todas sus actuaciones a normas fijas y conocidas de antemano; normas que permiten a cada uno prever con suficiente certidumbre cómo usará la autoridad en cada circunstancia sus poderes coercitivos, y disponer los propios asuntos individuales sobre la base de este conocimiento”1.

Este tipo de definición de Estado de Derecho resulta compatible con los sistemas autoritarios que son especialmente celosos del sometimiento a normas jurídicas previamente definidas, fijas, públicas y claras. Circunstancialmente, este tipo de Estado, fiel cumplidor de su legalidad, podría garantizar muy satisfactoriamente la disposición libre de los asuntos ideológicos que lo encarnan. Pero este tipo de Estado se queda muy corto en relación con las exigencias que adornan a un Estado Constitucional donde el derecho ha quedado plenamente constitucionalizado. La constitucionalización del derecho significa que el principio de legalidad, es decir, la supremacía de la ley propia del Estado de derecho, debe ser conjugado con el principio de legitimidad, es decir, la conformidad de la ley con los valores constitucionales. La ley no es ya, por tanto, la única fuente del derecho, sino que junto a ella (y a veces en competencia con ella) se ponen los derechos fundamentales, contenidos en las constituciones {Zagrebelsky}. La necesaria conjugación entre ley y derechos constituye la razón de la combinación entre el “procedimentalismo razonable”. Mientras la ley de por sí es el producto de la voluntad política según determinados procedimientos e ideologías, los derechos son valores ético-políticos sustraídos a la decisión política y son en parte internos y en parte externos a los procedimientos mismos. En el Estado Constitucional de derecho la autoridad política no tiene sólo los límites impuestos por el uso propio de la ley en el gobierno de las acciones humanas y considerados como la “moralidad interna del derecho” {Fuller}, sino que además tiene límites materiales, constituidos por los derechos del hombre y del ciudadano. Estos últimos no se configuran sólo como un control jurídico de la acción del poder político, sino también como objetivos y fines primarios de su ejercicio. Esto vale ya para los derechos liberales, ya para las otras categorías de derechos (derechos sociales, derechos culturales y derechos ecológicos). Desde esta óptica todo el contenido de la Constitución depende de la voluntad del poder constituyente, que da forma al cuerpo político y a sus instituciones representativas. Hoy, además, se consolidan cada vez más inclusive con los vínculos internacionales, a los cuales se someten los contenidos de las Constituciones de los Estados. Estas condiciones de admisibilidad a la comunidad internacional afectan no sólo los derechos sino asimismo a la estructura de la organización

política en la medida en que incide sobre la libertad de las personas y sobre su basilar igualdad. Asimismo, se debe tener presente que la Constitución es el resultado de la interpretación de las normas jurídicas constitucionales, del «círculo hermenéutico» entre principios conformadores de la sociedad y valoraciones de la sociedad misma; si se añade que la intervención de los jueces constitucionales se configura a menudo en términos que no son cualitativamente diferentes de los legislativos, o sea, manejando, innovando e integrando los textos legislativos {Zagrebelsky 1990}, no es difícil reconocer que las orientaciones interpretativas se mueven en un terreno fuertemente marcado en términos axiológicos y que está condicionado por el concreto desenvolverse de las comprensiones de sentido y de las relaciones entre las fuerzas sociales: hermenéutica y actuación de la Constitución se suman y se integran en un conjunto unitario. En muchos casos el juicio de legitimidad constitucional asume el problema de la adecuación al fin o a los fines constitucionalmente impuestos, con un evidente carácter crucial del aspecto teleológico y, aún más, con la imposibilidad de poder prescindir del contexto en que el texto constitucional recibe interpretación. De ese modo, en el juicio constitucional se ponen en juego no sólo las intenciones de los legisladores constituyentes y las prácticas interpretativas realizadas sobre los textos, sino también, en último análisis, la idea de derecho, de sociedad y de ética que se supone que subyace al edificio constitucional. A tal punto que a través de la interpretación constitucional penetran en el tejido del ordenamiento positivo, valores y principios históricamente acuñados {Kriele}. Por eso mismo es que en una reciente teoría de planteamiento neo-institucionalista {MacCormick} se sostiene que los problemas jurídicos más consistentes que surgen de la vida social, se los considera problemas de interpretación de las disposiciones constitucionales, admitiendo con esto, y dando así por descontado, que el consenso sobre la interpretación de la Constitución no ha de considerarse nunca como un elemento adquirido de una vez por todas, sino al contrario como objeto de continua confrontación y, en el límite, de una disputa. Con este tipo de prácticas la Constitución misma, no es vista ya en su dimensión documental y formal, sino en la dimensión que ha sido

definida como “material”, tiene un significado determinante totalmente particular {Mortati}. La Constitución lleva en sí el vínculo que la cultura jurídica impone al poder constituyente. Es cierto que el tejido normativo constitucional presenta las características específicas, constituidas por su impronta axiológica, de mayor indeterminación y debilidad estructural propias de su estilo y, en consecuencia, de reducida intensidad prescriptiva {Ruggeri}. Pero se cometería un grave error si se olvidara que la Constitución, como cualquier ley, es siempre y ante todo un acto normativo que contiene disposiciones preceptivas {Crisafulli} y que, por eso, pertenece indudablemente al ámbito del derecho. Desde este punto de vista tanto los jueces ordinarios, al resolver en base a normas constitucionales las controversias sujetas a su decisión, como los jueces constitucionales, operantes como intérpretes “autorizados” de la Constitución y como jueces de constitucionalidad de las leyes, se encuentran vinculados por los textos constitucionales en modos ciertamente menos apremiantes de lo que sucede en el caso de la interpretación de leyes ordinarias; pero de todos modos se encuentran siempre vinculados. La misma función jurisdiccional constitucional ha venido a asumir una notable relevancia en el derecho actual, en el cual los valores y principios éticos se manifiestan con singular claridad y con notable relevancia {Cheli}. Me parece que sólo de esa manera se podrán establecer las condiciones de legitimidad de la labor del juez constitucional. A este propósito es necesario alejarse de la problemática tradicional de la relación entre norma superior y norma inferior, entendida sea de forma kelseniana como delegación de poder o en el sentido del derecho natural como deducción lógica de contenidos. Eso significa que los principios y los valores constitucionales tienen un doble aspecto: por un lado, establecen derechos o intereses comunes (y en este sentido defienden contenidos jurídicos sustanciales que hay que interpretar), por otro, son utilizados como criterios de medida para la validez de ulteriores determinaciones normativas (y en este sentido son argumentos para la justificación de decisiones dotadas de autoridad). La exigencia de razonabilidad de la ley, que está en la raíz de la problemática constitucional, es una exigencia general impuesta por la conciencia de que el juicio de validez es la conclusión de un

razonamiento jurídico y no de una comprobación notarial. La ley jurídica ya no es vista sólo como la decisión de una autoridad constituida, sino también y sobre todo como la realización de finalidades preconstituidas e indisponibles en la que resulta de vital importancia su debida interpretación. En estas condiciones el juicio de validez constitucional no puede ser presentado simplemente como la correspondencia de una norma con una norma de rango superior. De hecho, cuando hablamos de conformidad con la constitución, el parámetro de referencia no es una norma singular sino una acumulación de normas y de principios que asumen su coordinación no en abstracto sino en relación al problema concreto para el que son interpeladas. Los principios que se encuentran en la base de nuestra Constitución se van a ir desarrollando con la apertura de nuevos horizontes y de nuevos problemas, y para eso la labor interpretativa de los jueces constitucionales tienen que ser continuamente puestos al día, reelaborados y recompuestos en un conjunto dotado de sentido. En relación con ese menester nuestra tarea en el plano cognoscitivo tiene que ser la de comprenderla y, en el plano práctico, la de controlarla, haciendo lo posible para reducir sus efectos perversos. ¿Será capaz el Tribunal de hacer ese esfuerzo? ¿Serán los congresistas capaces de sustraer este tema del debate político-electoral? Muchos problemas, muchas incógnitas y un solo principio: tempus regit actum.

1 Friedrich A. Hayek «Camino de servidumbre», Alianza Editorial, Madrid, 1978, trad. de Tose Vereara, pág.. 103.

UN CONTRASTE CRÍTICO SOBRE EL SIGNIFICADO DEL

ESTADO DE DERECHO Y EL VALOR DE LA JURISDICCIÓN CONSTITUCIONAL

El Doctor Alfredo Quispe Correa ha publicado en esta revista virtual un artículo intitulado: “Tribunal Constitucional: Límites”. En su artículo defiende la permanencia del Tribunal Constitucional, no obstante encontrarse últimamente incurriendo en inexplicables excesos, deplorando que la ausencia de sindéresis institucional va socavando su credibilidad ante la confianza pública. Lamento tener que discrepar con la opinión autorizada del Dr. Quispe. Y no lo hago porque esté en desacuerdo con su contenido, que no lo estoy en absoluto, sino porque creo que le está dando un espaldarazo a conceptos jurídicos que subyacen en el texto y que, desde mi punto de vista, afectan al corazón mismo del Estado de derecho. Me explico. Aquella concepción subyacente en el mencionado artículo, contradice todos los principios basilares de un auténtico Estado de derecho. A saber: la justicia, la legitimidad, la visibilidad y la transparencia del ejercicio del poder, su sujeción no sólo a la ley sino a los principios y valores constitucionales más elementales y vitales. El liberal Friedrich Hayek, ganador del premio nobel de economía, nos brinda, en su conocida obra “Camino de servidumbre”, una definición del Estado de Derecho que nos sirve perfectamente como punto de partida para sustentar nuestra argumentación: “Nada distingue con más claridad las condiciones de un país libre de las que rigen en un país bajo un gobierno arbitrario que la observancia, en aquél, de los grandes principios conocidos bajo la expresión Estado de Derecho. Despojada de todo su tecnicismo, significa que el Estado está sometido en todas sus actuaciones a normas fijas y conocidas de antemano; normas que permiten a cada uno prever con suficiente certidumbre cómo usará la autoridad en cada circunstancia sus poderes coercitivos, y disponer los propios asuntos individuales sobre la base de este conocimiento”1.

Este tipo de definición de Estado de Derecho resulta compatible con los sistemas autoritarios que son especialmente celosos del sometimiento a normas jurídicas previamente definidas, fijas, públicas y claras. Circunstancialmente, este tipo de Estado, fiel cumplidor de su legalidad, podría garantizar muy satisfactoriamente la disposición libre de los asuntos ideológicos que lo encarnan. Pero este tipo de Estado se queda muy corto en relación con las exigencias que adornan a un Estado Constitucional donde el derecho ha quedado plenamente constitucionalizado. La constitucionalización del derecho significa que el principio de legalidad, es decir, la supremacía de la ley propia del Estado de derecho, debe ser conjugado con el principio de legitimidad, es decir, la conformidad de la ley con los valores constitucionales. La ley no es ya, por tanto, la única fuente del derecho, sino que junto a ella (y a veces en competencia con ella) se ponen los derechos fundamentales, contenidos en las constituciones {Zagrebelsky}. La necesaria conjugación entre ley y derechos constituye la razón de la combinación entre el “procedimentalismo razonable”. Mientras la ley de por sí es el producto de la voluntad política según determinados procedimientos e ideologías, los derechos son valores ético-políticos sustraídos a la decisión política y son en parte internos y en parte externos a los procedimientos mismos. En el Estado Constitucional de derecho la autoridad política no tiene sólo los límites impuestos por el uso propio de la ley en el gobierno de las acciones humanas y considerados como la “moralidad interna del derecho” {Fuller}, sino que además tiene límites materiales, constituidos por los derechos del hombre y del ciudadano. Estos últimos no se configuran sólo como un control jurídico de la acción del poder político, sino también como objetivos y fines primarios de su ejercicio. Esto vale ya para los derechos liberales, ya para las otras categorías de derechos (derechos sociales, derechos culturales y derechos ecológicos). Desde esta óptica todo el contenido de la Constitución depende de la voluntad del poder constituyente, que da forma al cuerpo político y a sus instituciones representativas. Hoy, además, se consolidan cada vez más inclusive con los vínculos internacionales, a los cuales se someten los contenidos de las Constituciones de los Estados. Estas condiciones de admisibilidad a la comunidad internacional afectan no sólo los derechos sino asimismo a la estructura de la organización

política en la medida en que incide sobre la libertad de las personas y sobre su basilar igualdad. Asimismo, se debe tener presente que la Constitución es el resultado de la interpretación de las normas jurídicas constitucionales, del «círculo hermenéutico» entre principios conformadores de la sociedad y valoraciones de la sociedad misma; si se añade que la intervención de los jueces constitucionales se configura a menudo en términos que no son cualitativamente diferentes de los legislativos, o sea, manejando, innovando e integrando los textos legislativos {Zagrebelsky 1990}, no es difícil reconocer que las orientaciones interpretativas se mueven en un terreno fuertemente marcado en términos axiológicos y que está condicionado por el concreto desenvolverse de las comprensiones de sentido y de las relaciones entre las fuerzas sociales: hermenéutica y actuación de la Constitución se suman y se integran en un conjunto unitario. En muchos casos el juicio de legitimidad constitucional asume el problema de la adecuación al fin o a los fines constitucionalmente impuestos, con un evidente carácter crucial del aspecto teleológico y, aún más, con la imposibilidad de poder prescindir del contexto en que el texto constitucional recibe interpretación. De ese modo, en el juicio constitucional se ponen en juego no sólo las intenciones de los legisladores constituyentes y las prácticas interpretativas realizadas sobre los textos, sino también, en último análisis, la idea de derecho, de sociedad y de ética que se supone que subyace al edificio constitucional. A tal punto que a través de la interpretación constitucional penetran en el tejido del ordenamiento positivo, valores y principios históricamente acuñados {Kriele}. Por eso mismo es que en una reciente teoría de planteamiento neo-institucionalista {MacCormick} se sostiene que los problemas jurídicos más consistentes que surgen de la vida social, se los considera problemas de interpretación de las disposiciones constitucionales, admitiendo con esto, y dando así por descontado, que el consenso sobre la interpretación de la Constitución no ha de considerarse nunca como un elemento adquirido de una vez por todas, sino al contrario como objeto de continua confrontación y, en el límite, de una disputa. Con este tipo de prácticas la Constitución misma, no es vista ya en su dimensión documental y formal, sino en la dimensión que ha sido

definida como “material”, tiene un significado determinante totalmente particular {Mortati}. La Constitución lleva en sí el vínculo que la cultura jurídica impone al poder constituyente. Es cierto que el tejido normativo constitucional presenta las características específicas, constituidas por su impronta axiológica, de mayor indeterminación y debilidad estructural propias de su estilo y, en consecuencia, de reducida intensidad prescriptiva {Ruggeri}. Pero se cometería un grave error si se olvidara que la Constitución, como cualquier ley, es siempre y ante todo un acto normativo que contiene disposiciones preceptivas {Crisafulli} y que, por eso, pertenece indudablemente al ámbito del derecho. Desde este punto de vista tanto los jueces ordinarios, al resolver en base a normas constitucionales las controversias sujetas a su decisión, como los jueces constitucionales, operantes como intérpretes “autorizados” de la Constitución y como jueces de constitucionalidad de las leyes, se encuentran vinculados por los textos constitucionales en modos ciertamente menos apremiantes de lo que sucede en el caso de la interpretación de leyes ordinarias; pero de todos modos se encuentran siempre vinculados. La misma función jurisdiccional constitucional ha venido a asumir una notable relevancia en el derecho actual, en el cual los valores y principios éticos se manifiestan con singular claridad y con notable relevancia {Cheli}. Me parece que sólo de esa manera se podrán establecer las condiciones de legitimidad de la labor del juez constitucional. A este propósito es necesario alejarse de la problemática tradicional de la relación entre norma superior y norma inferior, entendida sea de forma kelseniana como delegación de poder o en el sentido del derecho natural como deducción lógica de contenidos. Eso significa que los principios y los valores constitucionales tienen un doble aspecto: por un lado, establecen derechos o intereses comunes (y en este sentido defienden contenidos jurídicos sustanciales que hay que interpretar), por otro, son utilizados como criterios de medida para la validez de ulteriores determinaciones normativas (y en este sentido son argumentos para la justificación de decisiones dotadas de autoridad). La exigencia de razonabilidad de la ley, que está en la raíz de la problemática constitucional, es una exigencia general impuesta por la conciencia de que el juicio de validez es la conclusión de un

razonamiento jurídico y no de una comprobación notarial. La ley jurídica ya no es vista sólo como la decisión de una autoridad constituida, sino también y sobre todo como la realización de finalidades preconstituidas e indisponibles en la que resulta de vital importancia su debida interpretación. En estas condiciones el juicio de validez constitucional no puede ser presentado simplemente como la correspondencia de una norma con una norma de rango superior. De hecho, cuando hablamos de conformidad con la constitución, el parámetro de referencia no es una norma singular sino una acumulación de normas y de principios que asumen su coordinación no en abstracto sino en relación al problema concreto para el que son interpeladas. Los principios que se encuentran en la base de nuestra Constitución se van a ir desarrollando con la apertura de nuevos horizontes y de nuevos problemas, y para eso la labor interpretativa de los jueces constitucionales tienen que ser continuamente puestos al día, reelaborados y recompuestos en un conjunto dotado de sentido. En relación con ese menester nuestra tarea en el plano cognoscitivo tiene que ser la de comprenderla y, en el plano práctico, la de controlarla, haciendo lo posible para reducir sus efectos perversos. ¿Será capaz el Tribunal de hacer ese esfuerzo? ¿Serán los congresistas capaces de sustraer este tema del debate político-electoral? Muchos problemas, muchas incógnitas y un solo principio: tempus regit actum.

1 Friedrich A. Hayek «Camino de servidumbre», Alianza Editorial, Madrid, 1978, trad. de Tose Vereara, pág.. 103.

UN CONTRASTE CRÍTICO SOBRE EL SIGNIFICADO DEL

ESTADO DE DERECHO Y EL VALOR DE LA JURISDICCIÓN CONSTITUCIONAL

El Doctor Alfredo Quispe Correa ha publicado en esta revista virtual un artículo intitulado: “Tribunal Constitucional: Límites”. En su artículo defiende la permanencia del Tribunal Constitucional, no obstante encontrarse últimamente incurriendo en inexplicables excesos, deplorando que la ausencia de sindéresis institucional va socavando su credibilidad ante la confianza pública. Lamento tener que discrepar con la opinión autorizada del Dr. Quispe. Y no lo hago porque esté en desacuerdo con su contenido, que no lo estoy en absoluto, sino porque creo que le está dando un espaldarazo a conceptos jurídicos que subyacen en el texto y que, desde mi punto de vista, afectan al corazón mismo del Estado de derecho. Me explico. Aquella concepción subyacente en el mencionado artículo, contradice todos los principios basilares de un auténtico Estado de derecho. A saber: la justicia, la legitimidad, la visibilidad y la transparencia del ejercicio del poder, su sujeción no sólo a la ley sino a los principios y valores constitucionales más elementales y vitales. El liberal Friedrich Hayek, ganador del premio nobel de economía, nos brinda, en su conocida obra “Camino de servidumbre”, una definición del Estado de Derecho que nos sirve perfectamente como punto de partida para sustentar nuestra argumentación: “Nada distingue con más claridad las condiciones de un país libre de las que rigen en un país bajo un gobierno arbitrario que la observancia, en aquél, de los grandes principios conocidos bajo la expresión Estado de Derecho. Despojada de todo su tecnicismo, significa que el Estado está sometido en todas sus actuaciones a normas fijas y conocidas de antemano; normas que permiten a cada uno prever con suficiente certidumbre cómo usará la autoridad en cada circunstancia sus poderes coercitivos, y disponer los propios asuntos individuales sobre la base de este conocimiento”1.

Este tipo de definición de Estado de Derecho resulta compatible con los sistemas autoritarios que son especialmente celosos del sometimiento a normas jurídicas previamente definidas, fijas, públicas y claras. Circunstancialmente, este tipo de Estado, fiel cumplidor de su legalidad, podría garantizar muy satisfactoriamente la disposición libre de los asuntos ideológicos que lo encarnan. Pero este tipo de Estado se queda muy corto en relación con las exigencias que adornan a un Estado Constitucional donde el derecho ha quedado plenamente constitucionalizado. La constitucionalización del derecho significa que el principio de legalidad, es decir, la supremacía de la ley propia del Estado de derecho, debe ser conjugado con el principio de legitimidad, es decir, la conformidad de la ley con los valores constitucionales. La ley no es ya, por tanto, la única fuente del derecho, sino que junto a ella (y a veces en competencia con ella) se ponen los derechos fundamentales, contenidos en las constituciones {Zagrebelsky}. La necesaria conjugación entre ley y derechos constituye la razón de la combinación entre el “procedimentalismo razonable”. Mientras la ley de por sí es el producto de la voluntad política según determinados procedimientos e ideologías, los derechos son valores ético-políticos sustraídos a la decisión política y son en parte internos y en parte externos a los procedimientos mismos. En el Estado Constitucional de derecho la autoridad política no tiene sólo los límites impuestos por el uso propio de la ley en el gobierno de las acciones humanas y considerados como la “moralidad interna del derecho” {Fuller}, sino que además tiene límites materiales, constituidos por los derechos del hombre y del ciudadano. Estos últimos no se configuran sólo como un control jurídico de la acción del poder político, sino también como objetivos y fines primarios de su ejercicio. Esto vale ya para los derechos liberales, ya para las otras categorías de derechos (derechos sociales, derechos culturales y derechos ecológicos). Desde esta óptica todo el contenido de la Constitución depende de la voluntad del poder constituyente, que da forma al cuerpo político y a sus instituciones representativas. Hoy, además, se consolidan cada vez más inclusive con los vínculos internacionales, a los cuales se someten los contenidos de las Constituciones de los Estados. Estas condiciones de admisibilidad a la comunidad internacional afectan no sólo los derechos sino asimismo a la estructura de la organización

política en la medida en que incide sobre la libertad de las personas y sobre su basilar igualdad. Asimismo, se debe tener presente que la Constitución es el resultado de la interpretación de las normas jurídicas constitucionales, del «círculo hermenéutico» entre principios conformadores de la sociedad y valoraciones de la sociedad misma; si se añade que la intervención de los jueces constitucionales se configura a menudo en términos que no son cualitativamente diferentes de los legislativos, o sea, manejando, innovando e integrando los textos legislativos {Zagrebelsky 1990}, no es difícil reconocer que las orientaciones interpretativas se mueven en un terreno fuertemente marcado en términos axiológicos y que está condicionado por el concreto desenvolverse de las comprensiones de sentido y de las relaciones entre las fuerzas sociales: hermenéutica y actuación de la Constitución se suman y se integran en un conjunto unitario. En muchos casos el juicio de legitimidad constitucional asume el problema de la adecuación al fin o a los fines constitucionalmente impuestos, con un evidente carácter crucial del aspecto teleológico y, aún más, con la imposibilidad de poder prescindir del contexto en que el texto constitucional recibe interpretación. De ese modo, en el juicio constitucional se ponen en juego no sólo las intenciones de los legisladores constituyentes y las prácticas interpretativas realizadas sobre los textos, sino también, en último análisis, la idea de derecho, de sociedad y de ética que se supone que subyace al edificio constitucional. A tal punto que a través de la interpretación constitucional penetran en el tejido del ordenamiento positivo, valores y principios históricamente acuñados {Kriele}. Por eso mismo es que en una reciente teoría de planteamiento neo-institucionalista {MacCormick} se sostiene que los problemas jurídicos más consistentes que surgen de la vida social, se los considera problemas de interpretación de las disposiciones constitucionales, admitiendo con esto, y dando así por descontado, que el consenso sobre la interpretación de la Constitución no ha de considerarse nunca como un elemento adquirido de una vez por todas, sino al contrario como objeto de continua confrontación y, en el límite, de una disputa. Con este tipo de prácticas la Constitución misma, no es vista ya en su dimensión documental y formal, sino en la dimensión que ha sido

definida como “material”, tiene un significado determinante totalmente particular {Mortati}. La Constitución lleva en sí el vínculo que la cultura jurídica impone al poder constituyente. Es cierto que el tejido normativo constitucional presenta las características específicas, constituidas por su impronta axiológica, de mayor indeterminación y debilidad estructural propias de su estilo y, en consecuencia, de reducida intensidad prescriptiva {Ruggeri}. Pero se cometería un grave error si se olvidara que la Constitución, como cualquier ley, es siempre y ante todo un acto normativo que contiene disposiciones preceptivas {Crisafulli} y que, por eso, pertenece indudablemente al ámbito del derecho. Desde este punto de vista tanto los jueces ordinarios, al resolver en base a normas constitucionales las controversias sujetas a su decisión, como los jueces constitucionales, operantes como intérpretes “autorizados” de la Constitución y como jueces de constitucionalidad de las leyes, se encuentran vinculados por los textos constitucionales en modos ciertamente menos apremiantes de lo que sucede en el caso de la interpretación de leyes ordinarias; pero de todos modos se encuentran siempre vinculados. La misma función jurisdiccional constitucional ha venido a asumir una notable relevancia en el derecho actual, en el cual los valores y principios éticos se manifiestan con singular claridad y con notable relevancia {Cheli}. Me parece que sólo de esa manera se podrán establecer las condiciones de legitimidad de la labor del juez constitucional. A este propósito es necesario alejarse de la problemática tradicional de la relación entre norma superior y norma inferior, entendida sea de forma kelseniana como delegación de poder o en el sentido del derecho natural como deducción lógica de contenidos. Eso significa que los principios y los valores constitucionales tienen un doble aspecto: por un lado, establecen derechos o intereses comunes (y en este sentido defienden contenidos jurídicos sustanciales que hay que interpretar), por otro, son utilizados como criterios de medida para la validez de ulteriores determinaciones normativas (y en este sentido son argumentos para la justificación de decisiones dotadas de autoridad). La exigencia de razonabilidad de la ley, que está en la raíz de la problemática constitucional, es una exigencia general impuesta por la conciencia de que el juicio de validez es la conclusión de un

razonamiento jurídico y no de una comprobación notarial. La ley jurídica ya no es vista sólo como la decisión de una autoridad constituida, sino también y sobre todo como la realización de finalidades preconstituidas e indisponibles en la que resulta de vital importancia su debida interpretación. En estas condiciones el juicio de validez constitucional no puede ser presentado simplemente como la correspondencia de una norma con una norma de rango superior. De hecho, cuando hablamos de conformidad con la constitución, el parámetro de referencia no es una norma singular sino una acumulación de normas y de principios que asumen su coordinación no en abstracto sino en relación al problema concreto para el que son interpeladas. Los principios que se encuentran en la base de nuestra Constitución se van a ir desarrollando con la apertura de nuevos horizontes y de nuevos problemas, y para eso la labor interpretativa de los jueces constitucionales tienen que ser continuamente puestos al día, reelaborados y recompuestos en un conjunto dotado de sentido. En relación con ese menester nuestra tarea en el plano cognoscitivo tiene que ser la de comprenderla y, en el plano práctico, la de controlarla, haciendo lo posible para reducir sus efectos perversos. ¿Será capaz el Tribunal de hacer ese esfuerzo? ¿Serán los congresistas capaces de sustraer este tema del debate político-electoral? Muchos problemas, muchas incógnitas y un solo principio: tempus regit actum.

1 Friedrich A. Hayek «Camino de servidumbre», Alianza Editorial, Madrid, 1978, trad. de Tose Vereara, pág.. 103.

UN CONTRASTE CRÍTICO SOBRE EL SIGNIFICADO DEL

ESTADO DE DERECHO Y EL VALOR DE LA JURISDICCIÓN CONSTITUCIONAL

El Doctor Alfredo Quispe Correa ha publicado en esta revista virtual un artículo intitulado: “Tribunal Constitucional: Límites”. En su artículo defiende la permanencia del Tribunal Constitucional, no obstante encontrarse últimamente incurriendo en inexplicables excesos, deplorando que la ausencia de sindéresis institucional va socavando su credibilidad ante la confianza pública. Lamento tener que discrepar con la opinión autorizada del Dr. Quispe. Y no lo hago porque esté en desacuerdo con su contenido, que no lo estoy en absoluto, sino porque creo que le está dando un espaldarazo a conceptos jurídicos que subyacen en el texto y que, desde mi punto de vista, afectan al corazón mismo del Estado de derecho. Me explico. Aquella concepción subyacente en el mencionado artículo, contradice todos los principios basilares de un auténtico Estado de derecho. A saber: la justicia, la legitimidad, la visibilidad y la transparencia del ejercicio del poder, su sujeción no sólo a la ley sino a los principios y valores constitucionales más elementales y vitales. El liberal Friedrich Hayek, ganador del premio nobel de economía, nos brinda, en su conocida obra “Camino de servidumbre”, una definición del Estado de Derecho que nos sirve perfectamente como punto de partida para sustentar nuestra argumentación: “Nada distingue con más claridad las condiciones de un país libre de las que rigen en un país bajo un gobierno arbitrario que la observancia, en aquél, de los grandes principios conocidos bajo la expresión Estado de Derecho. Despojada de todo su tecnicismo, significa que el Estado está sometido en todas sus actuaciones a normas fijas y conocidas de antemano; normas que permiten a cada uno prever con suficiente certidumbre cómo usará la autoridad en cada circunstancia sus poderes coercitivos, y disponer los propios asuntos individuales sobre la base de este conocimiento”1.

Este tipo de definición de Estado de Derecho resulta compatible con los sistemas autoritarios que son especialmente celosos del sometimiento a normas jurídicas previamente definidas, fijas, públicas y claras. Circunstancialmente, este tipo de Estado, fiel cumplidor de su legalidad, podría garantizar muy satisfactoriamente la disposición libre de los asuntos ideológicos que lo encarnan. Pero este tipo de Estado se queda muy corto en relación con las exigencias que adornan a un Estado Constitucional donde el derecho ha quedado plenamente constitucionalizado. La constitucionalización del derecho significa que el principio de legalidad, es decir, la supremacía de la ley propia del Estado de derecho, debe ser conjugado con el principio de legitimidad, es decir, la conformidad de la ley con los valores constitucionales. La ley no es ya, por tanto, la única fuente del derecho, sino que junto a ella (y a veces en competencia con ella) se ponen los derechos fundamentales, contenidos en las constituciones {Zagrebelsky}. La necesaria conjugación entre ley y derechos constituye la razón de la combinación entre el “procedimentalismo razonable”. Mientras la ley de por sí es el producto de la voluntad política según determinados procedimientos e ideologías, los derechos son valores ético-políticos sustraídos a la decisión política y son en parte internos y en parte externos a los procedimientos mismos. En el Estado Constitucional de derecho la autoridad política no tiene sólo los límites impuestos por el uso propio de la ley en el gobierno de las acciones humanas y considerados como la “moralidad interna del derecho” {Fuller}, sino que además tiene límites materiales, constituidos por los derechos del hombre y del ciudadano. Estos últimos no se configuran sólo como un control jurídico de la acción del poder político, sino también como objetivos y fines primarios de su ejercicio. Esto vale ya para los derechos liberales, ya para las otras categorías de derechos (derechos sociales, derechos culturales y derechos ecológicos). Desde esta óptica todo el contenido de la Constitución depende de la voluntad del poder constituyente, que da forma al cuerpo político y a sus instituciones representativas. Hoy, además, se consolidan cada vez más inclusive con los vínculos internacionales, a los cuales se someten los contenidos de las Constituciones de los Estados. Estas condiciones de admisibilidad a la comunidad internacional afectan no sólo los derechos sino asimismo a la estructura de la organización

política en la medida en que incide sobre la libertad de las personas y sobre su basilar igualdad. Asimismo, se debe tener presente que la Constitución es el resultado de la interpretación de las normas jurídicas constitucionales, del «círculo hermenéutico» entre principios conformadores de la sociedad y valoraciones de la sociedad misma; si se añade que la intervención de los jueces constitucionales se configura a menudo en términos que no son cualitativamente diferentes de los legislativos, o sea, manejando, innovando e integrando los textos legislativos {Zagrebelsky 1990}, no es difícil reconocer que las orientaciones interpretativas se mueven en un terreno fuertemente marcado en términos axiológicos y que está condicionado por el concreto desenvolverse de las comprensiones de sentido y de las relaciones entre las fuerzas sociales: hermenéutica y actuación de la Constitución se suman y se integran en un conjunto unitario. En muchos casos el juicio de legitimidad constitucional asume el problema de la adecuación al fin o a los fines constitucionalmente impuestos, con un evidente carácter crucial del aspecto teleológico y, aún más, con la imposibilidad de poder prescindir del contexto en que el texto constitucional recibe interpretación. De ese modo, en el juicio constitucional se ponen en juego no sólo las intenciones de los legisladores constituyentes y las prácticas interpretativas realizadas sobre los textos, sino también, en último análisis, la idea de derecho, de sociedad y de ética que se supone que subyace al edificio constitucional. A tal punto que a través de la interpretación constitucional penetran en el tejido del ordenamiento positivo, valores y principios históricamente acuñados {Kriele}. Por eso mismo es que en una reciente teoría de planteamiento neo-institucionalista {MacCormick} se sostiene que los problemas jurídicos más consistentes que surgen de la vida social, se los considera problemas de interpretación de las disposiciones constitucionales, admitiendo con esto, y dando así por descontado, que el consenso sobre la interpretación de la Constitución no ha de considerarse nunca como un elemento adquirido de una vez por todas, sino al contrario como objeto de continua confrontación y, en el límite, de una disputa. Con este tipo de prácticas la Constitución misma, no es vista ya en su dimensión documental y formal, sino en la dimensión que ha sido

definida como “material”, tiene un significado determinante totalmente particular {Mortati}. La Constitución lleva en sí el vínculo que la cultura jurídica impone al poder constituyente. Es cierto que el tejido normativo constitucional presenta las características específicas, constituidas por su impronta axiológica, de mayor indeterminación y debilidad estructural propias de su estilo y, en consecuencia, de reducida intensidad prescriptiva {Ruggeri}. Pero se cometería un grave error si se olvidara que la Constitución, como cualquier ley, es siempre y ante todo un acto normativo que contiene disposiciones preceptivas {Crisafulli} y que, por eso, pertenece indudablemente al ámbito del derecho. Desde este punto de vista tanto los jueces ordinarios, al resolver en base a normas constitucionales las controversias sujetas a su decisión, como los jueces constitucionales, operantes como intérpretes “autorizados” de la Constitución y como jueces de constitucionalidad de las leyes, se encuentran vinculados por los textos constitucionales en modos ciertamente menos apremiantes de lo que sucede en el caso de la interpretación de leyes ordinarias; pero de todos modos se encuentran siempre vinculados. La misma función jurisdiccional constitucional ha venido a asumir una notable relevancia en el derecho actual, en el cual los valores y principios éticos se manifiestan con singular claridad y con notable relevancia {Cheli}. Me parece que sólo de esa manera se podrán establecer las condiciones de legitimidad de la labor del juez constitucional. A este propósito es necesario alejarse de la problemática tradicional de la relación entre norma superior y norma inferior, entendida sea de forma kelseniana como delegación de poder o en el sentido del derecho natural como deducción lógica de contenidos. Eso significa que los principios y los valores constitucionales tienen un doble aspecto: por un lado, establecen derechos o intereses comunes (y en este sentido defienden contenidos jurídicos sustanciales que hay que interpretar), por otro, son utilizados como criterios de medida para la validez de ulteriores determinaciones normativas (y en este sentido son argumentos para la justificación de decisiones dotadas de autoridad). La exigencia de razonabilidad de la ley, que está en la raíz de la problemática constitucional, es una exigencia general impuesta por la conciencia de que el juicio de validez es la conclusión de un

razonamiento jurídico y no de una comprobación notarial. La ley jurídica ya no es vista sólo como la decisión de una autoridad constituida, sino también y sobre todo como la realización de finalidades preconstituidas e indisponibles en la que resulta de vital importancia su debida interpretación. En estas condiciones el juicio de validez constitucional no puede ser presentado simplemente como la correspondencia de una norma con una norma de rango superior. De hecho, cuando hablamos de conformidad con la constitución, el parámetro de referencia no es una norma singular sino una acumulación de normas y de principios que asumen su coordinación no en abstracto sino en relación al problema concreto para el que son interpeladas. Los principios que se encuentran en la base de nuestra Constitución se van a ir desarrollando con la apertura de nuevos horizontes y de nuevos problemas, y para eso la labor interpretativa de los jueces constitucionales tienen que ser continuamente puestos al día, reelaborados y recompuestos en un conjunto dotado de sentido. En relación con ese menester nuestra tarea en el plano cognoscitivo tiene que ser la de comprenderla y, en el plano práctico, la de controlarla, haciendo lo posible para reducir sus efectos perversos. ¿Será capaz el Tribunal de hacer ese esfuerzo? ¿Serán los congresistas capaces de sustraer este tema del debate político-electoral? Muchos problemas, muchas incógnitas y un solo principio: tempus regit actum.

1 Friedrich A. Hayek «Camino de servidumbre», Alianza Editorial, Madrid, 1978, trad. de Tose Vereara, pág.. 103.

UN CONTRASTE CRÍTICO SOBRE EL SIGNIFICADO DEL

ESTADO DE DERECHO Y EL VALOR DE LA JURISDICCIÓN CONSTITUCIONAL

El Doctor Alfredo Quispe Correa ha publicado en esta revista virtual un artículo intitulado: “Tribunal Constitucional: Límites”. En su artículo defiende la permanencia del Tribunal Constitucional, no obstante encontrarse últimamente incurriendo en inexplicables excesos, deplorando que la ausencia de sindéresis institucional va socavando su credibilidad ante la confianza pública. Lamento tener que discrepar con la opinión autorizada del Dr. Quispe. Y no lo hago porque esté en desacuerdo con su contenido, que no lo estoy en absoluto, sino porque creo que le está dando un espaldarazo a conceptos jurídicos que subyacen en el texto y que, desde mi punto de vista, afectan al corazón mismo del Estado de derecho. Me explico. Aquella concepción subyacente en el mencionado artículo, contradice todos los principios basilares de un auténtico Estado de derecho. A saber: la justicia, la legitimidad, la visibilidad y la transparencia del ejercicio del poder, su sujeción no sólo a la ley sino a los principios y valores constitucionales más elementales y vitales. El liberal Friedrich Hayek, ganador del premio nobel de economía, nos brinda, en su conocida obra “Camino de servidumbre”, una definición del Estado de Derecho que nos sirve perfectamente como punto de partida para sustentar nuestra argumentación: “Nada distingue con más claridad las condiciones de un país libre de las que rigen en un país bajo un gobierno arbitrario que la observancia, en aquél, de los grandes principios conocidos bajo la expresión Estado de Derecho. Despojada de todo su tecnicismo, significa que el Estado está sometido en todas sus actuaciones a normas fijas y conocidas de antemano; normas que permiten a cada uno prever con suficiente certidumbre cómo usará la autoridad en cada circunstancia sus poderes coercitivos, y disponer los propios asuntos individuales sobre la base de este conocimiento”1.

Este tipo de definición de Estado de Derecho resulta compatible con los sistemas autoritarios que son especialmente celosos del sometimiento a normas jurídicas previamente definidas, fijas, públicas y claras. Circunstancialmente, este tipo de Estado, fiel cumplidor de su legalidad, podría garantizar muy satisfactoriamente la disposición libre de los asuntos ideológicos que lo encarnan. Pero este tipo de Estado se queda muy corto en relación con las exigencias que adornan a un Estado Constitucional donde el derecho ha quedado plenamente constitucionalizado. La constitucionalización del derecho significa que el principio de legalidad, es decir, la supremacía de la ley propia del Estado de derecho, debe ser conjugado con el principio de legitimidad, es decir, la conformidad de la ley con los valores constitucionales. La ley no es ya, por tanto, la única fuente del derecho, sino que junto a ella (y a veces en competencia con ella) se ponen los derechos fundamentales, contenidos en las constituciones {Zagrebelsky}. La necesaria conjugación entre ley y derechos constituye la razón de la combinación entre el “procedimentalismo razonable”. Mientras la ley de por sí es el producto de la voluntad política según determinados procedimientos e ideologías, los derechos son valores ético-políticos sustraídos a la decisión política y son en parte internos y en parte externos a los procedimientos mismos. En el Estado Constitucional de derecho la autoridad política no tiene sólo los límites impuestos por el uso propio de la ley en el gobierno de las acciones humanas y considerados como la “moralidad interna del derecho” {Fuller}, sino que además tiene límites materiales, constituidos por los derechos del hombre y del ciudadano. Estos últimos no se configuran sólo como un control jurídico de la acción del poder político, sino también como objetivos y fines primarios de su ejercicio. Esto vale ya para los derechos liberales, ya para las otras categorías de derechos (derechos sociales, derechos culturales y derechos ecológicos). Desde esta óptica todo el contenido de la Constitución depende de la voluntad del poder constituyente, que da forma al cuerpo político y a sus instituciones representativas. Hoy, además, se consolidan cada vez más inclusive con los vínculos internacionales, a los cuales se someten los contenidos de las Constituciones de los Estados. Estas condiciones de admisibilidad a la comunidad internacional afectan no sólo los derechos sino asimismo a la estructura de la organización

política en la medida en que incide sobre la libertad de las personas y sobre su basilar igualdad. Asimismo, se debe tener presente que la Constitución es el resultado de la interpretación de las normas jurídicas constitucionales, del «círculo hermenéutico» entre principios conformadores de la sociedad y valoraciones de la sociedad misma; si se añade que la intervención de los jueces constitucionales se configura a menudo en términos que no son cualitativamente diferentes de los legislativos, o sea, manejando, innovando e integrando los textos legislativos {Zagrebelsky 1990}, no es difícil reconocer que las orientaciones interpretativas se mueven en un terreno fuertemente marcado en términos axiológicos y que está condicionado por el concreto desenvolverse de las comprensiones de sentido y de las relaciones entre las fuerzas sociales: hermenéutica y actuación de la Constitución se suman y se integran en un conjunto unitario. En muchos casos el juicio de legitimidad constitucional asume el problema de la adecuación al fin o a los fines constitucionalmente impuestos, con un evidente carácter crucial del aspecto teleológico y, aún más, con la imposibilidad de poder prescindir del contexto en que el texto constitucional recibe interpretación. De ese modo, en el juicio constitucional se ponen en juego no sólo las intenciones de los legisladores constituyentes y las prácticas interpretativas realizadas sobre los textos, sino también, en último análisis, la idea de derecho, de sociedad y de ética que se supone que subyace al edificio constitucional. A tal punto que a través de la interpretación constitucional penetran en el tejido del ordenamiento positivo, valores y principios históricamente acuñados {Kriele}. Por eso mismo es que en una reciente teoría de planteamiento neo-institucionalista {MacCormick} se sostiene que los problemas jurídicos más consistentes que surgen de la vida social, se los considera problemas de interpretación de las disposiciones constitucionales, admitiendo con esto, y dando así por descontado, que el consenso sobre la interpretación de la Constitución no ha de considerarse nunca como un elemento adquirido de una vez por todas, sino al contrario como objeto de continua confrontación y, en el límite, de una disputa. Con este tipo de prácticas la Constitución misma, no es vista ya en su dimensión documental y formal, sino en la dimensión que ha sido

definida como “material”, tiene un significado determinante totalmente particular {Mortati}. La Constitución lleva en sí el vínculo que la cultura jurídica impone al poder constituyente. Es cierto que el tejido normativo constitucional presenta las características específicas, constituidas por su impronta axiológica, de mayor indeterminación y debilidad estructural propias de su estilo y, en consecuencia, de reducida intensidad prescriptiva {Ruggeri}. Pero se cometería un grave error si se olvidara que la Constitución, como cualquier ley, es siempre y ante todo un acto normativo que contiene disposiciones preceptivas {Crisafulli} y que, por eso, pertenece indudablemente al ámbito del derecho. Desde este punto de vista tanto los jueces ordinarios, al resolver en base a normas constitucionales las controversias sujetas a su decisión, como los jueces constitucionales, operantes como intérpretes “autorizados” de la Constitución y como jueces de constitucionalidad de las leyes, se encuentran vinculados por los textos constitucionales en modos ciertamente menos apremiantes de lo que sucede en el caso de la interpretación de leyes ordinarias; pero de todos modos se encuentran siempre vinculados. La misma función jurisdiccional constitucional ha venido a asumir una notable relevancia en el derecho actual, en el cual los valores y principios éticos se manifiestan con singular claridad y con notable relevancia {Cheli}. Me parece que sólo de esa manera se podrán establecer las condiciones de legitimidad de la labor del juez constitucional. A este propósito es necesario alejarse de la problemática tradicional de la relación entre norma superior y norma inferior, entendida sea de forma kelseniana como delegación de poder o en el sentido del derecho natural como deducción lógica de contenidos. Eso significa que los principios y los valores constitucionales tienen un doble aspecto: por un lado, establecen derechos o intereses comunes (y en este sentido defienden contenidos jurídicos sustanciales que hay que interpretar), por otro, son utilizados como criterios de medida para la validez de ulteriores determinaciones normativas (y en este sentido son argumentos para la justificación de decisiones dotadas de autoridad). La exigencia de razonabilidad de la ley, que está en la raíz de la problemática constitucional, es una exigencia general impuesta por la conciencia de que el juicio de validez es la conclusión de un

razonamiento jurídico y no de una comprobación notarial. La ley jurídica ya no es vista sólo como la decisión de una autoridad constituida, sino también y sobre todo como la realización de finalidades preconstituidas e indisponibles en la que resulta de vital importancia su debida interpretación. En estas condiciones el juicio de validez constitucional no puede ser presentado simplemente como la correspondencia de una norma con una norma de rango superior. De hecho, cuando hablamos de conformidad con la constitución, el parámetro de referencia no es una norma singular sino una acumulación de normas y de principios que asumen su coordinación no en abstracto sino en relación al problema concreto para el que son interpeladas. Los principios que se encuentran en la base de nuestra Constitución se van a ir desarrollando con la apertura de nuevos horizontes y de nuevos problemas, y para eso la labor interpretativa de los jueces constitucionales tienen que ser continuamente puestos al día, reelaborados y recompuestos en un conjunto dotado de sentido. En relación con ese menester nuestra tarea en el plano cognoscitivo tiene que ser la de comprenderla y, en el plano práctico, la de controlarla, haciendo lo posible para reducir sus efectos perversos. ¿Será capaz el Tribunal de hacer ese esfuerzo? ¿Serán los congresistas capaces de sustraer este tema del debate político-electoral? Muchos problemas, muchas incógnitas y un solo principio: tempus regit actum.

1 Friedrich A. Hayek «Camino de servidumbre», Alianza Editorial, Madrid, 1978, trad. de Tose Vereara, pág.. 103.

UN CONTRASTE CRÍTICO SOBRE EL SIGNIFICADO DEL

ESTADO DE DERECHO Y EL VALOR DE LA JURISDICCIÓN CONSTITUCIONAL

El Doctor Alfredo Quispe Correa ha publicado en esta revista virtual un artículo intitulado: “Tribunal Constitucional: Límites”. En su artículo defiende la permanencia del Tribunal Constitucional, no obstante encontrarse últimamente incurriendo en inexplicables excesos, deplorando que la ausencia de sindéresis institucional va socavando su credibilidad ante la confianza pública. Lamento tener que discrepar con la opinión autorizada del Dr. Quispe. Y no lo hago porque esté en desacuerdo con su contenido, que no lo estoy en absoluto, sino porque creo que le está dando un espaldarazo a conceptos jurídicos que subyacen en el texto y que, desde mi punto de vista, afectan al corazón mismo del Estado de derecho. Me explico. Aquella concepción subyacente en el mencionado artículo, contradice todos los principios basilares de un auténtico Estado de derecho. A saber: la justicia, la legitimidad, la visibilidad y la transparencia del ejercicio del poder, su sujeción no sólo a la ley sino a los principios y valores constitucionales más elementales y vitales. El liberal Friedrich Hayek, ganador del premio nobel de economía, nos brinda, en su conocida obra “Camino de servidumbre”, una definición del Estado de Derecho que nos sirve perfectamente como punto de partida para sustentar nuestra argumentación: “Nada distingue con más claridad las condiciones de un país libre de las que rigen en un país bajo un gobierno arbitrario que la observancia, en aquél, de los grandes principios conocidos bajo la expresión Estado de Derecho. Despojada de todo su tecnicismo, significa que el Estado está sometido en todas sus actuaciones a normas fijas y conocidas de antemano; normas que permiten a cada uno prever con suficiente certidumbre cómo usará la autoridad en cada circunstancia sus poderes coercitivos, y disponer los propios asuntos individuales sobre la base de este conocimiento”1.

Este tipo de definición de Estado de Derecho resulta compatible con los sistemas autoritarios que son especialmente celosos del sometimiento a normas jurídicas previamente definidas, fijas, públicas y claras. Circunstancialmente, este tipo de Estado, fiel cumplidor de su legalidad, podría garantizar muy satisfactoriamente la disposición libre de los asuntos ideológicos que lo encarnan. Pero este tipo de Estado se queda muy corto en relación con las exigencias que adornan a un Estado Constitucional donde el derecho ha quedado plenamente constitucionalizado. La constitucionalización del derecho significa que el principio de legalidad, es decir, la supremacía de la ley propia del Estado de derecho, debe ser conjugado con el principio de legitimidad, es decir, la conformidad de la ley con los valores constitucionales. La ley no es ya, por tanto, la única fuente del derecho, sino que junto a ella (y a veces en competencia con ella) se ponen los derechos fundamentales, contenidos en las constituciones {Zagrebelsky}. La necesaria conjugación entre ley y derechos constituye la razón de la combinación entre el “procedimentalismo razonable”. Mientras la ley de por sí es el producto de la voluntad política según determinados procedimientos e ideologías, los derechos son valores ético-políticos sustraídos a la decisión política y son en parte internos y en parte externos a los procedimientos mismos. En el Estado Constitucional de derecho la autoridad política no tiene sólo los límites impuestos por el uso propio de la ley en el gobierno de las acciones humanas y considerados como la “moralidad interna del derecho” {Fuller}, sino que además tiene límites materiales, constituidos por los derechos del hombre y del ciudadano. Estos últimos no se configuran sólo como un control jurídico de la acción del poder político, sino también como objetivos y fines primarios de su ejercicio. Esto vale ya para los derechos liberales, ya para las otras categorías de derechos (derechos sociales, derechos culturales y derechos ecológicos). Desde esta óptica todo el contenido de la Constitución depende de la voluntad del poder constituyente, que da forma al cuerpo político y a sus instituciones representativas. Hoy, además, se consolidan cada vez más inclusive con los vínculos internacionales, a los cuales se someten los contenidos de las Constituciones de los Estados. Estas condiciones de admisibilidad a la comunidad internacional afectan no sólo los derechos sino asimismo a la estructura de la organización

política en la medida en que incide sobre la libertad de las personas y sobre su basilar igualdad. Asimismo, se debe tener presente que la Constitución es el resultado de la interpretación de las normas jurídicas constitucionales, del «círculo hermenéutico» entre principios conformadores de la sociedad y valoraciones de la sociedad misma; si se añade que la intervención de los jueces constitucionales se configura a menudo en términos que no son cualitativamente diferentes de los legislativos, o sea, manejando, innovando e integrando los textos legislativos {Zagrebelsky 1990}, no es difícil reconocer que las orientaciones interpretativas se mueven en un terreno fuertemente marcado en términos axiológicos y que está condicionado por el concreto desenvolverse de las comprensiones de sentido y de las relaciones entre las fuerzas sociales: hermenéutica y actuación de la Constitución se suman y se integran en un conjunto unitario. En muchos casos el juicio de legitimidad constitucional asume el problema de la adecuación al fin o a los fines constitucionalmente impuestos, con un evidente carácter crucial del aspecto teleológico y, aún más, con la imposibilidad de poder prescindir del contexto en que el texto constitucional recibe interpretación. De ese modo, en el juicio constitucional se ponen en juego no sólo las intenciones de los legisladores constituyentes y las prácticas interpretativas realizadas sobre los textos, sino también, en último análisis, la idea de derecho, de sociedad y de ética que se supone que subyace al edificio constitucional. A tal punto que a través de la interpretación constitucional penetran en el tejido del ordenamiento positivo, valores y principios históricamente acuñados {Kriele}. Por eso mismo es que en una reciente teoría de planteamiento neo-institucionalista {MacCormick} se sostiene que los problemas jurídicos más consistentes que surgen de la vida social, se los considera problemas de interpretación de las disposiciones constitucionales, admitiendo con esto, y dando así por descontado, que el consenso sobre la interpretación de la Constitución no ha de considerarse nunca como un elemento adquirido de una vez por todas, sino al contrario como objeto de continua confrontación y, en el límite, de una disputa. Con este tipo de prácticas la Constitución misma, no es vista ya en su dimensión documental y formal, sino en la dimensión que ha sido

definida como “material”, tiene un significado determinante totalmente particular {Mortati}. La Constitución lleva en sí el vínculo que la cultura jurídica impone al poder constituyente. Es cierto que el tejido normativo constitucional presenta las características específicas, constituidas por su impronta axiológica, de mayor indeterminación y debilidad estructural propias de su estilo y, en consecuencia, de reducida intensidad prescriptiva {Ruggeri}. Pero se cometería un grave error si se olvidara que la Constitución, como cualquier ley, es siempre y ante todo un acto normativo que contiene disposiciones preceptivas {Crisafulli} y que, por eso, pertenece indudablemente al ámbito del derecho. Desde este punto de vista tanto los jueces ordinarios, al resolver en base a normas constitucionales las controversias sujetas a su decisión, como los jueces constitucionales, operantes como intérpretes “autorizados” de la Constitución y como jueces de constitucionalidad de las leyes, se encuentran vinculados por los textos constitucionales en modos ciertamente menos apremiantes de lo que sucede en el caso de la interpretación de leyes ordinarias; pero de todos modos se encuentran siempre vinculados. La misma función jurisdiccional constitucional ha venido a asumir una notable relevancia en el derecho actual, en el cual los valores y principios éticos se manifiestan con singular claridad y con notable relevancia {Cheli}. Me parece que sólo de esa manera se podrán establecer las condiciones de legitimidad de la labor del juez constitucional. A este propósito es necesario alejarse de la problemática tradicional de la relación entre norma superior y norma inferior, entendida sea de forma kelseniana como delegación de poder o en el sentido del derecho natural como deducción lógica de contenidos. Eso significa que los principios y los valores constitucionales tienen un doble aspecto: por un lado, establecen derechos o intereses comunes (y en este sentido defienden contenidos jurídicos sustanciales que hay que interpretar), por otro, son utilizados como criterios de medida para la validez de ulteriores determinaciones normativas (y en este sentido son argumentos para la justificación de decisiones dotadas de autoridad). La exigencia de razonabilidad de la ley, que está en la raíz de la problemática constitucional, es una exigencia general impuesta por la conciencia de que el juicio de validez es la conclusión de un

razonamiento jurídico y no de una comprobación notarial. La ley jurídica ya no es vista sólo como la decisión de una autoridad constituida, sino también y sobre todo como la realización de finalidades preconstituidas e indisponibles en la que resulta de vital importancia su debida interpretación. En estas condiciones el juicio de validez constitucional no puede ser presentado simplemente como la correspondencia de una norma con una norma de rango superior. De hecho, cuando hablamos de conformidad con la constitución, el parámetro de referencia no es una norma singular sino una acumulación de normas y de principios que asumen su coordinación no en abstracto sino en relación al problema concreto para el que son interpeladas. Los principios que se encuentran en la base de nuestra Constitución se van a ir desarrollando con la apertura de nuevos horizontes y de nuevos problemas, y para eso la labor interpretativa de los jueces constitucionales tienen que ser continuamente puestos al día, reelaborados y recompuestos en un conjunto dotado de sentido. En relación con ese menester nuestra tarea en el plano cognoscitivo tiene que ser la de comprenderla y, en el plano práctico, la de controlarla, haciendo lo posible para reducir sus efectos perversos. ¿Será capaz el Tribunal de hacer ese esfuerzo? ¿Serán los congresistas capaces de sustraer este tema del debate político-electoral? Muchos problemas, muchas incógnitas y un solo principio: tempus regit actum.

1 Friedrich A. Hayek «Camino de servidumbre», Alianza Editorial, Madrid, 1978, trad. de Tose Vereara, pág.. 103.

UN CONTRASTE CRÍTICO SOBRE EL SIGNIFICADO DEL

ESTADO DE DERECHO Y EL VALOR DE LA JURISDICCIÓN CONSTITUCIONAL

El Doctor Alfredo Quispe Correa ha publicado en esta revista virtual un artículo intitulado: “Tribunal Constitucional: Límites”. En su artículo defiende la permanencia del Tribunal Constitucional, no obstante encontrarse últimamente incurriendo en inexplicables excesos, deplorando que la ausencia de sindéresis institucional va socavando su credibilidad ante la confianza pública. Lamento tener que discrepar con la opinión autorizada del Dr. Quispe. Y no lo hago porque esté en desacuerdo con su contenido, que no lo estoy en absoluto, sino porque creo que le está dando un espaldarazo a conceptos jurídicos que subyacen en el texto y que, desde mi punto de vista, afectan al corazón mismo del Estado de derecho. Me explico. Aquella concepción subyacente en el mencionado artículo, contradice todos los principios basilares de un auténtico Estado de derecho. A saber: la justicia, la legitimidad, la visibilidad y la transparencia del ejercicio del poder, su sujeción no sólo a la ley sino a los principios y valores constitucionales más elementales y vitales. El liberal Friedrich Hayek, ganador del premio nobel de economía, nos brinda, en su conocida obra “Camino de servidumbre”, una definición del Estado de Derecho que nos sirve perfectamente como punto de partida para sustentar nuestra argumentación: “Nada distingue con más claridad las condiciones de un país libre de las que rigen en un país bajo un gobierno arbitrario que la observancia, en aquél, de los grandes principios conocidos bajo la expresión Estado de Derecho. Despojada de todo su tecnicismo, significa que el Estado está sometido en todas sus actuaciones a normas fijas y conocidas de antemano; normas que permiten a cada uno prever con suficiente certidumbre cómo usará la autoridad en cada circunstancia sus poderes coercitivos, y disponer los propios asuntos individuales sobre la base de este conocimiento”1.

Este tipo de definición de Estado de Derecho resulta compatible con los sistemas autoritarios que son especialmente celosos del sometimiento a normas jurídicas previamente definidas, fijas, públicas y claras. Circunstancialmente, este tipo de Estado, fiel cumplidor de su legalidad, podría garantizar muy satisfactoriamente la disposición libre de los asuntos ideológicos que lo encarnan. Pero este tipo de Estado se queda muy corto en relación con las exigencias que adornan a un Estado Constitucional donde el derecho ha quedado plenamente constitucionalizado. La constitucionalización del derecho significa que el principio de legalidad, es decir, la supremacía de la ley propia del Estado de derecho, debe ser conjugado con el principio de legitimidad, es decir, la conformidad de la ley con los valores constitucionales. La ley no es ya, por tanto, la única fuente del derecho, sino que junto a ella (y a veces en competencia con ella) se ponen los derechos fundamentales, contenidos en las constituciones {Zagrebelsky}. La necesaria conjugación entre ley y derechos constituye la razón de la combinación entre el “procedimentalismo razonable”. Mientras la ley de por sí es el producto de la voluntad política según determinados procedimientos e ideologías, los derechos son valores ético-políticos sustraídos a la decisión política y son en parte internos y en parte externos a los procedimientos mismos. En el Estado Constitucional de derecho la autoridad política no tiene sólo los límites impuestos por el uso propio de la ley en el gobierno de las acciones humanas y considerados como la “moralidad interna del derecho” {Fuller}, sino que además tiene límites materiales, constituidos por los derechos del hombre y del ciudadano. Estos últimos no se configuran sólo como un control jurídico de la acción del poder político, sino también como objetivos y fines primarios de su ejercicio. Esto vale ya para los derechos liberales, ya para las otras categorías de derechos (derechos sociales, derechos culturales y derechos ecológicos). Desde esta óptica todo el contenido de la Constitución depende de la voluntad del poder constituyente, que da forma al cuerpo político y a sus instituciones representativas. Hoy, además, se consolidan cada vez más inclusive con los vínculos internacionales, a los cuales se someten los contenidos de las Constituciones de los Estados. Estas condiciones de admisibilidad a la comunidad internacional afectan no sólo los derechos sino asimismo a la estructura de la organización

política en la medida en que incide sobre la libertad de las personas y sobre su basilar igualdad. Asimismo, se debe tener presente que la Constitución es el resultado de la interpretación de las normas jurídicas constitucionales, del «círculo hermenéutico» entre principios conformadores de la sociedad y valoraciones de la sociedad misma; si se añade que la intervención de los jueces constitucionales se configura a menudo en términos que no son cualitativamente diferentes de los legislativos, o sea, manejando, innovando e integrando los textos legislativos {Zagrebelsky 1990}, no es difícil reconocer que las orientaciones interpretativas se mueven en un terreno fuertemente marcado en términos axiológicos y que está condicionado por el concreto desenvolverse de las comprensiones de sentido y de las relaciones entre las fuerzas sociales: hermenéutica y actuación de la Constitución se suman y se integran en un conjunto unitario. En muchos casos el juicio de legitimidad constitucional asume el problema de la adecuación al fin o a los fines constitucionalmente impuestos, con un evidente carácter crucial del aspecto teleológico y, aún más, con la imposibilidad de poder prescindir del contexto en que el texto constitucional recibe interpretación. De ese modo, en el juicio constitucional se ponen en juego no sólo las intenciones de los legisladores constituyentes y las prácticas interpretativas realizadas sobre los textos, sino también, en último análisis, la idea de derecho, de sociedad y de ética que se supone que subyace al edificio constitucional. A tal punto que a través de la interpretación constitucional penetran en el tejido del ordenamiento positivo, valores y principios históricamente acuñados {Kriele}. Por eso mismo es que en una reciente teoría de planteamiento neo-institucionalista {MacCormick} se sostiene que los problemas jurídicos más consistentes que surgen de la vida social, se los considera problemas de interpretación de las disposiciones constitucionales, admitiendo con esto, y dando así por descontado, que el consenso sobre la interpretación de la Constitución no ha de considerarse nunca como un elemento adquirido de una vez por todas, sino al contrario como objeto de continua confrontación y, en el límite, de una disputa. Con este tipo de prácticas la Constitución misma, no es vista ya en su dimensión documental y formal, sino en la dimensión que ha sido

definida como “material”, tiene un significado determinante totalmente particular {Mortati}. La Constitución lleva en sí el vínculo que la cultura jurídica impone al poder constituyente. Es cierto que el tejido normativo constitucional presenta las características específicas, constituidas por su impronta axiológica, de mayor indeterminación y debilidad estructural propias de su estilo y, en consecuencia, de reducida intensidad prescriptiva {Ruggeri}. Pero se cometería un grave error si se olvidara que la Constitución, como cualquier ley, es siempre y ante todo un acto normativo que contiene disposiciones preceptivas {Crisafulli} y que, por eso, pertenece indudablemente al ámbito del derecho. Desde este punto de vista tanto los jueces ordinarios, al resolver en base a normas constitucionales las controversias sujetas a su decisión, como los jueces constitucionales, operantes como intérpretes “autorizados” de la Constitución y como jueces de constitucionalidad de las leyes, se encuentran vinculados por los textos constitucionales en modos ciertamente menos apremiantes de lo que sucede en el caso de la interpretación de leyes ordinarias; pero de todos modos se encuentran siempre vinculados. La misma función jurisdiccional constitucional ha venido a asumir una notable relevancia en el derecho actual, en el cual los valores y principios éticos se manifiestan con singular claridad y con notable relevancia {Cheli}. Me parece que sólo de esa manera se podrán establecer las condiciones de legitimidad de la labor del juez constitucional. A este propósito es necesario alejarse de la problemática tradicional de la relación entre norma superior y norma inferior, entendida sea de forma kelseniana como delegación de poder o en el sentido del derecho natural como deducción lógica de contenidos. Eso significa que los principios y los valores constitucionales tienen un doble aspecto: por un lado, establecen derechos o intereses comunes (y en este sentido defienden contenidos jurídicos sustanciales que hay que interpretar), por otro, son utilizados como criterios de medida para la validez de ulteriores determinaciones normativas (y en este sentido son argumentos para la justificación de decisiones dotadas de autoridad). La exigencia de razonabilidad de la ley, que está en la raíz de la problemática constitucional, es una exigencia general impuesta por la conciencia de que el juicio de validez es la conclusión de un

razonamiento jurídico y no de una comprobación notarial. La ley jurídica ya no es vista sólo como la decisión de una autoridad constituida, sino también y sobre todo como la realización de finalidades preconstituidas e indisponibles en la que resulta de vital importancia su debida interpretación. En estas condiciones el juicio de validez constitucional no puede ser presentado simplemente como la correspondencia de una norma con una norma de rango superior. De hecho, cuando hablamos de conformidad con la constitución, el parámetro de referencia no es una norma singular sino una acumulación de normas y de principios que asumen su coordinación no en abstracto sino en relación al problema concreto para el que son interpeladas. Los principios que se encuentran en la base de nuestra Constitución se van a ir desarrollando con la apertura de nuevos horizontes y de nuevos problemas, y para eso la labor interpretativa de los jueces constitucionales tienen que ser continuamente puestos al día, reelaborados y recompuestos en un conjunto dotado de sentido. En relación con ese menester nuestra tarea en el plano cognoscitivo tiene que ser la de comprenderla y, en el plano práctico, la de controlarla, haciendo lo posible para reducir sus efectos perversos. ¿Será capaz el Tribunal de hacer ese esfuerzo? ¿Serán los congresistas capaces de sustraer este tema del debate político-electoral? Muchos problemas, muchas incógnitas y un solo principio: tempus regit actum.

1 Friedrich A. Hayek «Camino de servidumbre», Alianza Editorial, Madrid, 1978, trad. de Tose Vereara, pág.. 103.

UN CONTRASTE CRÍTICO SOBRE EL SIGNIFICADO DEL

ESTADO DE DERECHO Y EL VALOR DE LA JURISDICCIÓN CONSTITUCIONAL

El Doctor Alfredo Quispe Correa ha publicado en esta revista virtual un artículo intitulado: “Tribunal Constitucional: Límites”. En su artículo defiende la permanencia del Tribunal Constitucional, no obstante encontrarse últimamente incurriendo en inexplicables excesos, deplorando que la ausencia de sindéresis institucional va socavando su credibilidad ante la confianza pública. Lamento tener que discrepar con la opinión autorizada del Dr. Quispe. Y no lo hago porque esté en desacuerdo con su contenido, que no lo estoy en absoluto, sino porque creo que le está dando un espaldarazo a conceptos jurídicos que subyacen en el texto y que, desde mi punto de vista, afectan al corazón mismo del Estado de derecho. Me explico. Aquella concepción subyacente en el mencionado artículo, contradice todos los principios basilares de un auténtico Estado de derecho. A saber: la justicia, la legitimidad, la visibilidad y la transparencia del ejercicio del poder, su sujeción no sólo a la ley sino a los principios y valores constitucionales más elementales y vitales. El liberal Friedrich Hayek, ganador del premio nobel de economía, nos brinda, en su conocida obra “Camino de servidumbre”, una definición del Estado de Derecho que nos sirve perfectamente como punto de partida para sustentar nuestra argumentación: “Nada distingue con más claridad las condiciones de un país libre de las que rigen en un país bajo un gobierno arbitrario que la observancia, en aquél, de los grandes principios conocidos bajo la expresión Estado de Derecho. Despojada de todo su tecnicismo, significa que el Estado está sometido en todas sus actuaciones a normas fijas y conocidas de antemano; normas que permiten a cada uno prever con suficiente certidumbre cómo usará la autoridad en cada circunstancia sus poderes coercitivos, y disponer los propios asuntos individuales sobre la base de este conocimiento”1.

Este tipo de definición de Estado de Derecho resulta compatible con los sistemas autoritarios que son especialmente celosos del sometimiento a normas jurídicas previamente definidas, fijas, públicas y claras. Circunstancialmente, este tipo de Estado, fiel cumplidor de su legalidad, podría garantizar muy satisfactoriamente la disposición libre de los asuntos ideológicos que lo encarnan. Pero este tipo de Estado se queda muy corto en relación con las exigencias que adornan a un Estado Constitucional donde el derecho ha quedado plenamente constitucionalizado. La constitucionalización del derecho significa que el principio de legalidad, es decir, la supremacía de la ley propia del Estado de derecho, debe ser conjugado con el principio de legitimidad, es decir, la conformidad de la ley con los valores constitucionales. La ley no es ya, por tanto, la única fuente del derecho, sino que junto a ella (y a veces en competencia con ella) se ponen los derechos fundamentales, contenidos en las constituciones {Zagrebelsky}. La necesaria conjugación entre ley y derechos constituye la razón de la combinación entre el “procedimentalismo razonable”. Mientras la ley de por sí es el producto de la voluntad política según determinados procedimientos e ideologías, los derechos son valores ético-políticos sustraídos a la decisión política y son en parte internos y en parte externos a los procedimientos mismos. En el Estado Constitucional de derecho la autoridad política no tiene sólo los límites impuestos por el uso propio de la ley en el gobierno de las acciones humanas y considerados como la “moralidad interna del derecho” {Fuller}, sino que además tiene límites materiales, constituidos por los derechos del hombre y del ciudadano. Estos últimos no se configuran sólo como un control jurídico de la acción del poder político, sino también como objetivos y fines primarios de su ejercicio. Esto vale ya para los derechos liberales, ya para las otras categorías de derechos (derechos sociales, derechos culturales y derechos ecológicos). Desde esta óptica todo el contenido de la Constitución depende de la voluntad del poder constituyente, que da forma al cuerpo político y a sus instituciones representativas. Hoy, además, se consolidan cada vez más inclusive con los vínculos internacionales, a los cuales se someten los contenidos de las Constituciones de los Estados. Estas condiciones de admisibilidad a la comunidad internacional afectan no sólo los derechos sino asimismo a la estructura de la organización

política en la medida en que incide sobre la libertad de las personas y sobre su basilar igualdad. Asimismo, se debe tener presente que la Constitución es el resultado de la interpretación de las normas jurídicas constitucionales, del «círculo hermenéutico» entre principios conformadores de la sociedad y valoraciones de la sociedad misma; si se añade que la intervención de los jueces constitucionales se configura a menudo en términos que no son cualitativamente diferentes de los legislativos, o sea, manejando, innovando e integrando los textos legislativos {Zagrebelsky 1990}, no es difícil reconocer que las orientaciones interpretativas se mueven en un terreno fuertemente marcado en términos axiológicos y que está condicionado por el concreto desenvolverse de las comprensiones de sentido y de las relaciones entre las fuerzas sociales: hermenéutica y actuación de la Constitución se suman y se integran en un conjunto unitario. En muchos casos el juicio de legitimidad constitucional asume el problema de la adecuación al fin o a los fines constitucionalmente impuestos, con un evidente carácter crucial del aspecto teleológico y, aún más, con la imposibilidad de poder prescindir del contexto en que el texto constitucional recibe interpretación. De ese modo, en el juicio constitucional se ponen en juego no sólo las intenciones de los legisladores constituyentes y las prácticas interpretativas realizadas sobre los textos, sino también, en último análisis, la idea de derecho, de sociedad y de ética que se supone que subyace al edificio constitucional. A tal punto que a través de la interpretación constitucional penetran en el tejido del ordenamiento positivo, valores y principios históricamente acuñados {Kriele}. Por eso mismo es que en una reciente teoría de planteamiento neo-institucionalista {MacCormick} se sostiene que los problemas jurídicos más consistentes que surgen de la vida social, se los considera problemas de interpretación de las disposiciones constitucionales, admitiendo con esto, y dando así por descontado, que el consenso sobre la interpretación de la Constitución no ha de considerarse nunca como un elemento adquirido de una vez por todas, sino al contrario como objeto de continua confrontación y, en el límite, de una disputa. Con este tipo de prácticas la Constitución misma, no es vista ya en su dimensión documental y formal, sino en la dimensión que ha sido

definida como “material”, tiene un significado determinante totalmente particular {Mortati}. La Constitución lleva en sí el vínculo que la cultura jurídica impone al poder constituyente. Es cierto que el tejido normativo constitucional presenta las características específicas, constituidas por su impronta axiológica, de mayor indeterminación y debilidad estructural propias de su estilo y, en consecuencia, de reducida intensidad prescriptiva {Ruggeri}. Pero se cometería un grave error si se olvidara que la Constitución, como cualquier ley, es siempre y ante todo un acto normativo que contiene disposiciones preceptivas {Crisafulli} y que, por eso, pertenece indudablemente al ámbito del derecho. Desde este punto de vista tanto los jueces ordinarios, al resolver en base a normas constitucionales las controversias sujetas a su decisión, como los jueces constitucionales, operantes como intérpretes “autorizados” de la Constitución y como jueces de constitucionalidad de las leyes, se encuentran vinculados por los textos constitucionales en modos ciertamente menos apremiantes de lo que sucede en el caso de la interpretación de leyes ordinarias; pero de todos modos se encuentran siempre vinculados. La misma función jurisdiccional constitucional ha venido a asumir una notable relevancia en el derecho actual, en el cual los valores y principios éticos se manifiestan con singular claridad y con notable relevancia {Cheli}. Me parece que sólo de esa manera se podrán establecer las condiciones de legitimidad de la labor del juez constitucional. A este propósito es necesario alejarse de la problemática tradicional de la relación entre norma superior y norma inferior, entendida sea de forma kelseniana como delegación de poder o en el sentido del derecho natural como deducción lógica de contenidos. Eso significa que los principios y los valores constitucionales tienen un doble aspecto: por un lado, establecen derechos o intereses comunes (y en este sentido defienden contenidos jurídicos sustanciales que hay que interpretar), por otro, son utilizados como criterios de medida para la validez de ulteriores determinaciones normativas (y en este sentido son argumentos para la justificación de decisiones dotadas de autoridad). La exigencia de razonabilidad de la ley, que está en la raíz de la problemática constitucional, es una exigencia general impuesta por la conciencia de que el juicio de validez es la conclusión de un

razonamiento jurídico y no de una comprobación notarial. La ley jurídica ya no es vista sólo como la decisión de una autoridad constituida, sino también y sobre todo como la realización de finalidades preconstituidas e indisponibles en la que resulta de vital importancia su debida interpretación. En estas condiciones el juicio de validez constitucional no puede ser presentado simplemente como la correspondencia de una norma con una norma de rango superior. De hecho, cuando hablamos de conformidad con la constitución, el parámetro de referencia no es una norma singular sino una acumulación de normas y de principios que asumen su coordinación no en abstracto sino en relación al problema concreto para el que son interpeladas. Los principios que se encuentran en la base de nuestra Constitución se van a ir desarrollando con la apertura de nuevos horizontes y de nuevos problemas, y para eso la labor interpretativa de los jueces constitucionales tienen que ser continuamente puestos al día, reelaborados y recompuestos en un conjunto dotado de sentido. En relación con ese menester nuestra tarea en el plano cognoscitivo tiene que ser la de comprenderla y, en el plano práctico, la de controlarla, haciendo lo posible para reducir sus efectos perversos. ¿Será capaz el Tribunal de hacer ese esfuerzo? ¿Serán los congresistas capaces de sustraer este tema del debate político-electoral? Muchos problemas, muchas incógnitas y un solo principio: tempus regit actum.

1 Friedrich A. Hayek «Camino de servidumbre», Alianza Editorial, Madrid, 1978, trad. de Tose Vereara, pág.. 103.

UN CONTRASTE CRÍTICO SOBRE EL SIGNIFICADO DEL

ESTADO DE DERECHO Y EL VALOR DE LA JURISDICCIÓN CONSTITUCIONAL

El Doctor Alfredo Quispe Correa ha publicado en esta revista virtual un artículo intitulado: “Tribunal Constitucional: Límites”. En su artículo defiende la permanencia del Tribunal Constitucional, no obstante encontrarse últimamente incurriendo en inexplicables excesos, deplorando que la ausencia de sindéresis institucional va socavando su credibilidad ante la confianza pública. Lamento tener que discrepar con la opinión autorizada del Dr. Quispe. Y no lo hago porque esté en desacuerdo con su contenido, que no lo estoy en absoluto, sino porque creo que le está dando un espaldarazo a conceptos jurídicos que subyacen en el texto y que, desde mi punto de vista, afectan al corazón mismo del Estado de derecho. Me explico. Aquella concepción subyacente en el mencionado artículo, contradice todos los principios basilares de un auténtico Estado de derecho. A saber: la justicia, la legitimidad, la visibilidad y la transparencia del ejercicio del poder, su sujeción no sólo a la ley sino a los principios y valores constitucionales más elementales y vitales. El liberal Friedrich Hayek, ganador del premio nobel de economía, nos brinda, en su conocida obra “Camino de servidumbre”, una definición del Estado de Derecho que nos sirve perfectamente como punto de partida para sustentar nuestra argumentación: “Nada distingue con más claridad las condiciones de un país libre de las que rigen en un país bajo un gobierno arbitrario que la observancia, en aquél, de los grandes principios conocidos bajo la expresión Estado de Derecho. Despojada de todo su tecnicismo, significa que el Estado está sometido en todas sus actuaciones a normas fijas y conocidas de antemano; normas que permiten a cada uno prever con suficiente certidumbre cómo usará la autoridad en cada circunstancia sus poderes coercitivos, y disponer los propios asuntos individuales sobre la base de este conocimiento”1.

Este tipo de definición de Estado de Derecho resulta compatible con los sistemas autoritarios que son especialmente celosos del sometimiento a normas jurídicas previamente definidas, fijas, públicas y claras. Circunstancialmente, este tipo de Estado, fiel cumplidor de su legalidad, podría garantizar muy satisfactoriamente la disposición libre de los asuntos ideológicos que lo encarnan. Pero este tipo de Estado se queda muy corto en relación con las exigencias que adornan a un Estado Constitucional donde el derecho ha quedado plenamente constitucionalizado. La constitucionalización del derecho significa que el principio de legalidad, es decir, la supremacía de la ley propia del Estado de derecho, debe ser conjugado con el principio de legitimidad, es decir, la conformidad de la ley con los valores constitucionales. La ley no es ya, por tanto, la única fuente del derecho, sino que junto a ella (y a veces en competencia con ella) se ponen los derechos fundamentales, contenidos en las constituciones {Zagrebelsky}. La necesaria conjugación entre ley y derechos constituye la razón de la combinación entre el “procedimentalismo razonable”. Mientras la ley de por sí es el producto de la voluntad política según determinados procedimientos e ideologías, los derechos son valores ético-políticos sustraídos a la decisión política y son en parte internos y en parte externos a los procedimientos mismos. En el Estado Constitucional de derecho la autoridad política no tiene sólo los límites impuestos por el uso propio de la ley en el gobierno de las acciones humanas y considerados como la “moralidad interna del derecho” {Fuller}, sino que además tiene límites materiales, constituidos por los derechos del hombre y del ciudadano. Estos últimos no se configuran sólo como un control jurídico de la acción del poder político, sino también como objetivos y fines primarios de su ejercicio. Esto vale ya para los derechos liberales, ya para las otras categorías de derechos (derechos sociales, derechos culturales y derechos ecológicos). Desde esta óptica todo el contenido de la Constitución depende de la voluntad del poder constituyente, que da forma al cuerpo político y a sus instituciones representativas. Hoy, además, se consolidan cada vez más inclusive con los vínculos internacionales, a los cuales se someten los contenidos de las Constituciones de los Estados. Estas condiciones de admisibilidad a la comunidad internacional afectan no sólo los derechos sino asimismo a la estructura de la organización

política en la medida en que incide sobre la libertad de las personas y sobre su basilar igualdad. Asimismo, se debe tener presente que la Constitución es el resultado de la interpretación de las normas jurídicas constitucionales, del «círculo hermenéutico» entre principios conformadores de la sociedad y valoraciones de la sociedad misma; si se añade que la intervención de los jueces constitucionales se configura a menudo en términos que no son cualitativamente diferentes de los legislativos, o sea, manejando, innovando e integrando los textos legislativos {Zagrebelsky 1990}, no es difícil reconocer que las orientaciones interpretativas se mueven en un terreno fuertemente marcado en términos axiológicos y que está condicionado por el concreto desenvolverse de las comprensiones de sentido y de las relaciones entre las fuerzas sociales: hermenéutica y actuación de la Constitución se suman y se integran en un conjunto unitario. En muchos casos el juicio de legitimidad constitucional asume el problema de la adecuación al fin o a los fines constitucionalmente impuestos, con un evidente carácter crucial del aspecto teleológico y, aún más, con la imposibilidad de poder prescindir del contexto en que el texto constitucional recibe interpretación. De ese modo, en el juicio constitucional se ponen en juego no sólo las intenciones de los legisladores constituyentes y las prácticas interpretativas realizadas sobre los textos, sino también, en último análisis, la idea de derecho, de sociedad y de ética que se supone que subyace al edificio constitucional. A tal punto que a través de la interpretación constitucional penetran en el tejido del ordenamiento positivo, valores y principios históricamente acuñados {Kriele}. Por eso mismo es que en una reciente teoría de planteamiento neo-institucionalista {MacCormick} se sostiene que los problemas jurídicos más consistentes que surgen de la vida social, se los considera problemas de interpretación de las disposiciones constitucionales, admitiendo con esto, y dando así por descontado, que el consenso sobre la interpretación de la Constitución no ha de considerarse nunca como un elemento adquirido de una vez por todas, sino al contrario como objeto de continua confrontación y, en el límite, de una disputa. Con este tipo de prácticas la Constitución misma, no es vista ya en su dimensión documental y formal, sino en la dimensión que ha sido

definida como “material”, tiene un significado determinante totalmente particular {Mortati}. La Constitución lleva en sí el vínculo que la cultura jurídica impone al poder constituyente. Es cierto que el tejido normativo constitucional presenta las características específicas, constituidas por su impronta axiológica, de mayor indeterminación y debilidad estructural propias de su estilo y, en consecuencia, de reducida intensidad prescriptiva {Ruggeri}. Pero se cometería un grave error si se olvidara que la Constitución, como cualquier ley, es siempre y ante todo un acto normativo que contiene disposiciones preceptivas {Crisafulli} y que, por eso, pertenece indudablemente al ámbito del derecho. Desde este punto de vista tanto los jueces ordinarios, al resolver en base a normas constitucionales las controversias sujetas a su decisión, como los jueces constitucionales, operantes como intérpretes “autorizados” de la Constitución y como jueces de constitucionalidad de las leyes, se encuentran vinculados por los textos constitucionales en modos ciertamente menos apremiantes de lo que sucede en el caso de la interpretación de leyes ordinarias; pero de todos modos se encuentran siempre vinculados. La misma función jurisdiccional constitucional ha venido a asumir una notable relevancia en el derecho actual, en el cual los valores y principios éticos se manifiestan con singular claridad y con notable relevancia {Cheli}. Me parece que sólo de esa manera se podrán establecer las condiciones de legitimidad de la labor del juez constitucional. A este propósito es necesario alejarse de la problemática tradicional de la relación entre norma superior y norma inferior, entendida sea de forma kelseniana como delegación de poder o en el sentido del derecho natural como deducción lógica de contenidos. Eso significa que los principios y los valores constitucionales tienen un doble aspecto: por un lado, establecen derechos o intereses comunes (y en este sentido defienden contenidos jurídicos sustanciales que hay que interpretar), por otro, son utilizados como criterios de medida para la validez de ulteriores determinaciones normativas (y en este sentido son argumentos para la justificación de decisiones dotadas de autoridad). La exigencia de razonabilidad de la ley, que está en la raíz de la problemática constitucional, es una exigencia general impuesta por la conciencia de que el juicio de validez es la conclusión de un

razonamiento jurídico y no de una comprobación notarial. La ley jurídica ya no es vista sólo como la decisión de una autoridad constituida, sino también y sobre todo como la realización de finalidades preconstituidas e indisponibles en la que resulta de vital importancia su debida interpretación. En estas condiciones el juicio de validez constitucional no puede ser presentado simplemente como la correspondencia de una norma con una norma de rango superior. De hecho, cuando hablamos de conformidad con la constitución, el parámetro de referencia no es una norma singular sino una acumulación de normas y de principios que asumen su coordinación no en abstracto sino en relación al problema concreto para el que son interpeladas. Los principios que se encuentran en la base de nuestra Constitución se van a ir desarrollando con la apertura de nuevos horizontes y de nuevos problemas, y para eso la labor interpretativa de los jueces constitucionales tienen que ser continuamente puestos al día, reelaborados y recompuestos en un conjunto dotado de sentido. En relación con ese menester nuestra tarea en el plano cognoscitivo tiene que ser la de comprenderla y, en el plano práctico, la de controlarla, haciendo lo posible para reducir sus efectos perversos. ¿Será capaz el Tribunal de hacer ese esfuerzo? ¿Serán los congresistas capaces de sustraer este tema del debate político-electoral? Muchos problemas, muchas incógnitas y un solo principio: tempus regit actum.

1 Friedrich A. Hayek «Camino de servidumbre», Alianza Editorial, Madrid, 1978, trad. de Tose Vereara, pág.. 103.

UN CONTRASTE CRÍTICO SOBRE EL SIGNIFICADO DEL

ESTADO DE DERECHO Y EL VALOR DE LA JURISDICCIÓN CONSTITUCIONAL

El Doctor Alfredo Quispe Correa ha publicado en esta revista virtual un artículo intitulado: “Tribunal Constitucional: Límites”. En su artículo defiende la permanencia del Tribunal Constitucional, no obstante encontrarse últimamente incurriendo en inexplicables excesos, deplorando que la ausencia de sindéresis institucional va socavando su credibilidad ante la confianza pública. Lamento tener que discrepar con la opinión autorizada del Dr. Quispe. Y no lo hago porque esté en desacuerdo con su contenido, que no lo estoy en absoluto, sino porque creo que le está dando un espaldarazo a conceptos jurídicos que subyacen en el texto y que, desde mi punto de vista, afectan al corazón mismo del Estado de derecho. Me explico. Aquella concepción subyacente en el mencionado artículo, contradice todos los principios basilares de un auténtico Estado de derecho. A saber: la justicia, la legitimidad, la visibilidad y la transparencia del ejercicio del poder, su sujeción no sólo a la ley sino a los principios y valores constitucionales más elementales y vitales. El liberal Friedrich Hayek, ganador del premio nobel de economía, nos brinda, en su conocida obra “Camino de servidumbre”, una definición del Estado de Derecho que nos sirve perfectamente como punto de partida para sustentar nuestra argumentación: “Nada distingue con más claridad las condiciones de un país libre de las que rigen en un país bajo un gobierno arbitrario que la observancia, en aquél, de los grandes principios conocidos bajo la expresión Estado de Derecho. Despojada de todo su tecnicismo, significa que el Estado está sometido en todas sus actuaciones a normas fijas y conocidas de antemano; normas que permiten a cada uno prever con suficiente certidumbre cómo usará la autoridad en cada circunstancia sus poderes coercitivos, y disponer los propios asuntos individuales sobre la base de este conocimiento”1.

Este tipo de definición de Estado de Derecho resulta compatible con los sistemas autoritarios que son especialmente celosos del sometimiento a normas jurídicas previamente definidas, fijas, públicas y claras. Circunstancialmente, este tipo de Estado, fiel cumplidor de su legalidad, podría garantizar muy satisfactoriamente la disposición libre de los asuntos ideológicos que lo encarnan. Pero este tipo de Estado se queda muy corto en relación con las exigencias que adornan a un Estado Constitucional donde el derecho ha quedado plenamente constitucionalizado. La constitucionalización del derecho significa que el principio de legalidad, es decir, la supremacía de la ley propia del Estado de derecho, debe ser conjugado con el principio de legitimidad, es decir, la conformidad de la ley con los valores constitucionales. La ley no es ya, por tanto, la única fuente del derecho, sino que junto a ella (y a veces en competencia con ella) se ponen los derechos fundamentales, contenidos en las constituciones {Zagrebelsky}. La necesaria conjugación entre ley y derechos constituye la razón de la combinación entre el “procedimentalismo razonable”. Mientras la ley de por sí es el producto de la voluntad política según determinados procedimientos e ideologías, los derechos son valores ético-políticos sustraídos a la decisión política y son en parte internos y en parte externos a los procedimientos mismos. En el Estado Constitucional de derecho la autoridad política no tiene sólo los límites impuestos por el uso propio de la ley en el gobierno de las acciones humanas y considerados como la “moralidad interna del derecho” {Fuller}, sino que además tiene límites materiales, constituidos por los derechos del hombre y del ciudadano. Estos últimos no se configuran sólo como un control jurídico de la acción del poder político, sino también como objetivos y fines primarios de su ejercicio. Esto vale ya para los derechos liberales, ya para las otras categorías de derechos (derechos sociales, derechos culturales y derechos ecológicos). Desde esta óptica todo el contenido de la Constitución depende de la voluntad del poder constituyente, que da forma al cuerpo político y a sus instituciones representativas. Hoy, además, se consolidan cada vez más inclusive con los vínculos internacionales, a los cuales se someten los contenidos de las Constituciones de los Estados. Estas condiciones de admisibilidad a la comunidad internacional afectan no sólo los derechos sino asimismo a la estructura de la organización

política en la medida en que incide sobre la libertad de las personas y sobre su basilar igualdad. Asimismo, se debe tener presente que la Constitución es el resultado de la interpretación de las normas jurídicas constitucionales, del «círculo hermenéutico» entre principios conformadores de la sociedad y valoraciones de la sociedad misma; si se añade que la intervención de los jueces constitucionales se configura a menudo en términos que no son cualitativamente diferentes de los legislativos, o sea, manejando, innovando e integrando los textos legislativos {Zagrebelsky 1990}, no es difícil reconocer que las orientaciones interpretativas se mueven en un terreno fuertemente marcado en términos axiológicos y que está condicionado por el concreto desenvolverse de las comprensiones de sentido y de las relaciones entre las fuerzas sociales: hermenéutica y actuación de la Constitución se suman y se integran en un conjunto unitario. En muchos casos el juicio de legitimidad constitucional asume el problema de la adecuación al fin o a los fines constitucionalmente impuestos, con un evidente carácter crucial del aspecto teleológico y, aún más, con la imposibilidad de poder prescindir del contexto en que el texto constitucional recibe interpretación. De ese modo, en el juicio constitucional se ponen en juego no sólo las intenciones de los legisladores constituyentes y las prácticas interpretativas realizadas sobre los textos, sino también, en último análisis, la idea de derecho, de sociedad y de ética que se supone que subyace al edificio constitucional. A tal punto que a través de la interpretación constitucional penetran en el tejido del ordenamiento positivo, valores y principios históricamente acuñados {Kriele}. Por eso mismo es que en una reciente teoría de planteamiento neo-institucionalista {MacCormick} se sostiene que los problemas jurídicos más consistentes que surgen de la vida social, se los considera problemas de interpretación de las disposiciones constitucionales, admitiendo con esto, y dando así por descontado, que el consenso sobre la interpretación de la Constitución no ha de considerarse nunca como un elemento adquirido de una vez por todas, sino al contrario como objeto de continua confrontación y, en el límite, de una disputa. Con este tipo de prácticas la Constitución misma, no es vista ya en su dimensión documental y formal, sino en la dimensión que ha sido

definida como “material”, tiene un significado determinante totalmente particular {Mortati}. La Constitución lleva en sí el vínculo que la cultura jurídica impone al poder constituyente. Es cierto que el tejido normativo constitucional presenta las características específicas, constituidas por su impronta axiológica, de mayor indeterminación y debilidad estructural propias de su estilo y, en consecuencia, de reducida intensidad prescriptiva {Ruggeri}. Pero se cometería un grave error si se olvidara que la Constitución, como cualquier ley, es siempre y ante todo un acto normativo que contiene disposiciones preceptivas {Crisafulli} y que, por eso, pertenece indudablemente al ámbito del derecho. Desde este punto de vista tanto los jueces ordinarios, al resolver en base a normas constitucionales las controversias sujetas a su decisión, como los jueces constitucionales, operantes como intérpretes “autorizados” de la Constitución y como jueces de constitucionalidad de las leyes, se encuentran vinculados por los textos constitucionales en modos ciertamente menos apremiantes de lo que sucede en el caso de la interpretación de leyes ordinarias; pero de todos modos se encuentran siempre vinculados. La misma función jurisdiccional constitucional ha venido a asumir una notable relevancia en el derecho actual, en el cual los valores y principios éticos se manifiestan con singular claridad y con notable relevancia {Cheli}. Me parece que sólo de esa manera se podrán establecer las condiciones de legitimidad de la labor del juez constitucional. A este propósito es necesario alejarse de la problemática tradicional de la relación entre norma superior y norma inferior, entendida sea de forma kelseniana como delegación de poder o en el sentido del derecho natural como deducción lógica de contenidos. Eso significa que los principios y los valores constitucionales tienen un doble aspecto: por un lado, establecen derechos o intereses comunes (y en este sentido defienden contenidos jurídicos sustanciales que hay que interpretar), por otro, son utilizados como criterios de medida para la validez de ulteriores determinaciones normativas (y en este sentido son argumentos para la justificación de decisiones dotadas de autoridad). La exigencia de razonabilidad de la ley, que está en la raíz de la problemática constitucional, es una exigencia general impuesta por la conciencia de que el juicio de validez es la conclusión de un

razonamiento jurídico y no de una comprobación notarial. La ley jurídica ya no es vista sólo como la decisión de una autoridad constituida, sino también y sobre todo como la realización de finalidades preconstituidas e indisponibles en la que resulta de vital importancia su debida interpretación. En estas condiciones el juicio de validez constitucional no puede ser presentado simplemente como la correspondencia de una norma con una norma de rango superior. De hecho, cuando hablamos de conformidad con la constitución, el parámetro de referencia no es una norma singular sino una acumulación de normas y de principios que asumen su coordinación no en abstracto sino en relación al problema concreto para el que son interpeladas. Los principios que se encuentran en la base de nuestra Constitución se van a ir desarrollando con la apertura de nuevos horizontes y de nuevos problemas, y para eso la labor interpretativa de los jueces constitucionales tienen que ser continuamente puestos al día, reelaborados y recompuestos en un conjunto dotado de sentido. En relación con ese menester nuestra tarea en el plano cognoscitivo tiene que ser la de comprenderla y, en el plano práctico, la de controlarla, haciendo lo posible para reducir sus efectos perversos. ¿Será capaz el Tribunal de hacer ese esfuerzo? ¿Serán los congresistas capaces de sustraer este tema del debate político-electoral? Muchos problemas, muchas incógnitas y un solo principio: tempus regit actum.

1 Friedrich A. Hayek «Camino de servidumbre», Alianza Editorial, Madrid, 1978, trad. de Tose Vereara, pág.. 103.

UN CONTRASTE CRÍTICO SOBRE EL SIGNIFICADO DEL

ESTADO DE DERECHO Y EL VALOR DE LA JURISDICCIÓN CONSTITUCIONAL

El Doctor Alfredo Quispe Correa ha publicado en esta revista virtual un artículo intitulado: “Tribunal Constitucional: Límites”. En su artículo defiende la permanencia del Tribunal Constitucional, no obstante encontrarse últimamente incurriendo en inexplicables excesos, deplorando que la ausencia de sindéresis institucional va socavando su credibilidad ante la confianza pública. Lamento tener que discrepar con la opinión autorizada del Dr. Quispe. Y no lo hago porque esté en desacuerdo con su contenido, que no lo estoy en absoluto, sino porque creo que le está dando un espaldarazo a conceptos jurídicos que subyacen en el texto y que, desde mi punto de vista, afectan al corazón mismo del Estado de derecho. Me explico. Aquella concepción subyacente en el mencionado artículo, contradice todos los principios basilares de un auténtico Estado de derecho. A saber: la justicia, la legitimidad, la visibilidad y la transparencia del ejercicio del poder, su sujeción no sólo a la ley sino a los principios y valores constitucionales más elementales y vitales. El liberal Friedrich Hayek, ganador del premio nobel de economía, nos brinda, en su conocida obra “Camino de servidumbre”, una definición del Estado de Derecho que nos sirve perfectamente como punto de partida para sustentar nuestra argumentación: “Nada distingue con más claridad las condiciones de un país libre de las que rigen en un país bajo un gobierno arbitrario que la observancia, en aquél, de los grandes principios conocidos bajo la expresión Estado de Derecho. Despojada de todo su tecnicismo, significa que el Estado está sometido en todas sus actuaciones a normas fijas y conocidas de antemano; normas que permiten a cada uno prever con suficiente certidumbre cómo usará la autoridad en cada circunstancia sus poderes coercitivos, y disponer los propios asuntos individuales sobre la base de este conocimiento”1.

Este tipo de definición de Estado de Derecho resulta compatible con los sistemas autoritarios que son especialmente celosos del sometimiento a normas jurídicas previamente definidas, fijas, públicas y claras. Circunstancialmente, este tipo de Estado, fiel cumplidor de su legalidad, podría garantizar muy satisfactoriamente la disposición libre de los asuntos ideológicos que lo encarnan. Pero este tipo de Estado se queda muy corto en relación con las exigencias que adornan a un Estado Constitucional donde el derecho ha quedado plenamente constitucionalizado. La constitucionalización del derecho significa que el principio de legalidad, es decir, la supremacía de la ley propia del Estado de derecho, debe ser conjugado con el principio de legitimidad, es decir, la conformidad de la ley con los valores constitucionales. La ley no es ya, por tanto, la única fuente del derecho, sino que junto a ella (y a veces en competencia con ella) se ponen los derechos fundamentales, contenidos en las constituciones {Zagrebelsky}. La necesaria conjugación entre ley y derechos constituye la razón de la combinación entre el “procedimentalismo razonable”. Mientras la ley de por sí es el producto de la voluntad política según determinados procedimientos e ideologías, los derechos son valores ético-políticos sustraídos a la decisión política y son en parte internos y en parte externos a los procedimientos mismos. En el Estado Constitucional de derecho la autoridad política no tiene sólo los límites impuestos por el uso propio de la ley en el gobierno de las acciones humanas y considerados como la “moralidad interna del derecho” {Fuller}, sino que además tiene límites materiales, constituidos por los derechos del hombre y del ciudadano. Estos últimos no se configuran sólo como un control jurídico de la acción del poder político, sino también como objetivos y fines primarios de su ejercicio. Esto vale ya para los derechos liberales, ya para las otras categorías de derechos (derechos sociales, derechos culturales y derechos ecológicos). Desde esta óptica todo el contenido de la Constitución depende de la voluntad del poder constituyente, que da forma al cuerpo político y a sus instituciones representativas. Hoy, además, se consolidan cada vez más inclusive con los vínculos internacionales, a los cuales se someten los contenidos de las Constituciones de los Estados. Estas condiciones de admisibilidad a la comunidad internacional afectan no sólo los derechos sino asimismo a la estructura de la organización

política en la medida en que incide sobre la libertad de las personas y sobre su basilar igualdad. Asimismo, se debe tener presente que la Constitución es el resultado de la interpretación de las normas jurídicas constitucionales, del «círculo hermenéutico» entre principios conformadores de la sociedad y valoraciones de la sociedad misma; si se añade que la intervención de los jueces constitucionales se configura a menudo en términos que no son cualitativamente diferentes de los legislativos, o sea, manejando, innovando e integrando los textos legislativos {Zagrebelsky 1990}, no es difícil reconocer que las orientaciones interpretativas se mueven en un terreno fuertemente marcado en términos axiológicos y que está condicionado por el concreto desenvolverse de las comprensiones de sentido y de las relaciones entre las fuerzas sociales: hermenéutica y actuación de la Constitución se suman y se integran en un conjunto unitario. En muchos casos el juicio de legitimidad constitucional asume el problema de la adecuación al fin o a los fines constitucionalmente impuestos, con un evidente carácter crucial del aspecto teleológico y, aún más, con la imposibilidad de poder prescindir del contexto en que el texto constitucional recibe interpretación. De ese modo, en el juicio constitucional se ponen en juego no sólo las intenciones de los legisladores constituyentes y las prácticas interpretativas realizadas sobre los textos, sino también, en último análisis, la idea de derecho, de sociedad y de ética que se supone que subyace al edificio constitucional. A tal punto que a través de la interpretación constitucional penetran en el tejido del ordenamiento positivo, valores y principios históricamente acuñados {Kriele}. Por eso mismo es que en una reciente teoría de planteamiento neo-institucionalista {MacCormick} se sostiene que los problemas jurídicos más consistentes que surgen de la vida social, se los considera problemas de interpretación de las disposiciones constitucionales, admitiendo con esto, y dando así por descontado, que el consenso sobre la interpretación de la Constitución no ha de considerarse nunca como un elemento adquirido de una vez por todas, sino al contrario como objeto de continua confrontación y, en el límite, de una disputa. Con este tipo de prácticas la Constitución misma, no es vista ya en su dimensión documental y formal, sino en la dimensión que ha sido

definida como “material”, tiene un significado determinante totalmente particular {Mortati}. La Constitución lleva en sí el vínculo que la cultura jurídica impone al poder constituyente. Es cierto que el tejido normativo constitucional presenta las características específicas, constituidas por su impronta axiológica, de mayor indeterminación y debilidad estructural propias de su estilo y, en consecuencia, de reducida intensidad prescriptiva {Ruggeri}. Pero se cometería un grave error si se olvidara que la Constitución, como cualquier ley, es siempre y ante todo un acto normativo que contiene disposiciones preceptivas {Crisafulli} y que, por eso, pertenece indudablemente al ámbito del derecho. Desde este punto de vista tanto los jueces ordinarios, al resolver en base a normas constitucionales las controversias sujetas a su decisión, como los jueces constitucionales, operantes como intérpretes “autorizados” de la Constitución y como jueces de constitucionalidad de las leyes, se encuentran vinculados por los textos constitucionales en modos ciertamente menos apremiantes de lo que sucede en el caso de la interpretación de leyes ordinarias; pero de todos modos se encuentran siempre vinculados. La misma función jurisdiccional constitucional ha venido a asumir una notable relevancia en el derecho actual, en el cual los valores y principios éticos se manifiestan con singular claridad y con notable relevancia {Cheli}. Me parece que sólo de esa manera se podrán establecer las condiciones de legitimidad de la labor del juez constitucional. A este propósito es necesario alejarse de la problemática tradicional de la relación entre norma superior y norma inferior, entendida sea de forma kelseniana como delegación de poder o en el sentido del derecho natural como deducción lógica de contenidos. Eso significa que los principios y los valores constitucionales tienen un doble aspecto: por un lado, establecen derechos o intereses comunes (y en este sentido defienden contenidos jurídicos sustanciales que hay que interpretar), por otro, son utilizados como criterios de medida para la validez de ulteriores determinaciones normativas (y en este sentido son argumentos para la justificación de decisiones dotadas de autoridad). La exigencia de razonabilidad de la ley, que está en la raíz de la problemática constitucional, es una exigencia general impuesta por la conciencia de que el juicio de validez es la conclusión de un

razonamiento jurídico y no de una comprobación notarial. La ley jurídica ya no es vista sólo como la decisión de una autoridad constituida, sino también y sobre todo como la realización de finalidades preconstituidas e indisponibles en la que resulta de vital importancia su debida interpretación. En estas condiciones el juicio de validez constitucional no puede ser presentado simplemente como la correspondencia de una norma con una norma de rango superior. De hecho, cuando hablamos de conformidad con la constitución, el parámetro de referencia no es una norma singular sino una acumulación de normas y de principios que asumen su coordinación no en abstracto sino en relación al problema concreto para el que son interpeladas. Los principios que se encuentran en la base de nuestra Constitución se van a ir desarrollando con la apertura de nuevos horizontes y de nuevos problemas, y para eso la labor interpretativa de los jueces constitucionales tienen que ser continuamente puestos al día, reelaborados y recompuestos en un conjunto dotado de sentido. En relación con ese menester nuestra tarea en el plano cognoscitivo tiene que ser la de comprenderla y, en el plano práctico, la de controlarla, haciendo lo posible para reducir sus efectos perversos. ¿Será capaz el Tribunal de hacer ese esfuerzo? ¿Serán los congresistas capaces de sustraer este tema del debate político-electoral? Muchos problemas, muchas incógnitas y un solo principio: tempus regit actum.

1 Friedrich A. Hayek «Camino de servidumbre», Alianza Editorial, Madrid, 1978, trad. de Tose Vereara, pág.. 103.

UN CONTRASTE CRÍTICO SOBRE EL SIGNIFICADO DEL

ESTADO DE DERECHO Y EL VALOR DE LA JURISDICCIÓN CONSTITUCIONAL

El Doctor Alfredo Quispe Correa ha publicado en esta revista virtual un artículo intitulado: “Tribunal Constitucional: Límites”. En su artículo defiende la permanencia del Tribunal Constitucional, no obstante encontrarse últimamente incurriendo en inexplicables excesos, deplorando que la ausencia de sindéresis institucional va socavando su credibilidad ante la confianza pública. Lamento tener que discrepar con la opinión autorizada del Dr. Quispe. Y no lo hago porque esté en desacuerdo con su contenido, que no lo estoy en absoluto, sino porque creo que le está dando un espaldarazo a conceptos jurídicos que subyacen en el texto y que, desde mi punto de vista, afectan al corazón mismo del Estado de derecho. Me explico. Aquella concepción subyacente en el mencionado artículo, contradice todos los principios basilares de un auténtico Estado de derecho. A saber: la justicia, la legitimidad, la visibilidad y la transparencia del ejercicio del poder, su sujeción no sólo a la ley sino a los principios y valores constitucionales más elementales y vitales. El liberal Friedrich Hayek, ganador del premio nobel de economía, nos brinda, en su conocida obra “Camino de servidumbre”, una definición del Estado de Derecho que nos sirve perfectamente como punto de partida para sustentar nuestra argumentación: “Nada distingue con más claridad las condiciones de un país libre de las que rigen en un país bajo un gobierno arbitrario que la observancia, en aquél, de los grandes principios conocidos bajo la expresión Estado de Derecho. Despojada de todo su tecnicismo, significa que el Estado está sometido en todas sus actuaciones a normas fijas y conocidas de antemano; normas que permiten a cada uno prever con suficiente certidumbre cómo usará la autoridad en cada circunstancia sus poderes coercitivos, y disponer los propios asuntos individuales sobre la base de este conocimiento”1.

Este tipo de definición de Estado de Derecho resulta compatible con los sistemas autoritarios que son especialmente celosos del sometimiento a normas jurídicas previamente definidas, fijas, públicas y claras. Circunstancialmente, este tipo de Estado, fiel cumplidor de su legalidad, podría garantizar muy satisfactoriamente la disposición libre de los asuntos ideológicos que lo encarnan. Pero este tipo de Estado se queda muy corto en relación con las exigencias que adornan a un Estado Constitucional donde el derecho ha quedado plenamente constitucionalizado. La constitucionalización del derecho significa que el principio de legalidad, es decir, la supremacía de la ley propia del Estado de derecho, debe ser conjugado con el principio de legitimidad, es decir, la conformidad de la ley con los valores constitucionales. La ley no es ya, por tanto, la única fuente del derecho, sino que junto a ella (y a veces en competencia con ella) se ponen los derechos fundamentales, contenidos en las constituciones {Zagrebelsky}. La necesaria conjugación entre ley y derechos constituye la razón de la combinación entre el “procedimentalismo razonable”. Mientras la ley de por sí es el producto de la voluntad política según determinados procedimientos e ideologías, los derechos son valores ético-políticos sustraídos a la decisión política y son en parte internos y en parte externos a los procedimientos mismos. En el Estado Constitucional de derecho la autoridad política no tiene sólo los límites impuestos por el uso propio de la ley en el gobierno de las acciones humanas y considerados como la “moralidad interna del derecho” {Fuller}, sino que además tiene límites materiales, constituidos por los derechos del hombre y del ciudadano. Estos últimos no se configuran sólo como un control jurídico de la acción del poder político, sino también como objetivos y fines primarios de su ejercicio. Esto vale ya para los derechos liberales, ya para las otras categorías de derechos (derechos sociales, derechos culturales y derechos ecológicos). Desde esta óptica todo el contenido de la Constitución depende de la voluntad del poder constituyente, que da forma al cuerpo político y a sus instituciones representativas. Hoy, además, se consolidan cada vez más inclusive con los vínculos internacionales, a los cuales se someten los contenidos de las Constituciones de los Estados. Estas condiciones de admisibilidad a la comunidad internacional afectan no sólo los derechos sino asimismo a la estructura de la organización

política en la medida en que incide sobre la libertad de las personas y sobre su basilar igualdad. Asimismo, se debe tener presente que la Constitución es el resultado de la interpretación de las normas jurídicas constitucionales, del «círculo hermenéutico» entre principios conformadores de la sociedad y valoraciones de la sociedad misma; si se añade que la intervención de los jueces constitucionales se configura a menudo en términos que no son cualitativamente diferentes de los legislativos, o sea, manejando, innovando e integrando los textos legislativos {Zagrebelsky 1990}, no es difícil reconocer que las orientaciones interpretativas se mueven en un terreno fuertemente marcado en términos axiológicos y que está condicionado por el concreto desenvolverse de las comprensiones de sentido y de las relaciones entre las fuerzas sociales: hermenéutica y actuación de la Constitución se suman y se integran en un conjunto unitario. En muchos casos el juicio de legitimidad constitucional asume el problema de la adecuación al fin o a los fines constitucionalmente impuestos, con un evidente carácter crucial del aspecto teleológico y, aún más, con la imposibilidad de poder prescindir del contexto en que el texto constitucional recibe interpretación. De ese modo, en el juicio constitucional se ponen en juego no sólo las intenciones de los legisladores constituyentes y las prácticas interpretativas realizadas sobre los textos, sino también, en último análisis, la idea de derecho, de sociedad y de ética que se supone que subyace al edificio constitucional. A tal punto que a través de la interpretación constitucional penetran en el tejido del ordenamiento positivo, valores y principios históricamente acuñados {Kriele}. Por eso mismo es que en una reciente teoría de planteamiento neo-institucionalista {MacCormick} se sostiene que los problemas jurídicos más consistentes que surgen de la vida social, se los considera problemas de interpretación de las disposiciones constitucionales, admitiendo con esto, y dando así por descontado, que el consenso sobre la interpretación de la Constitución no ha de considerarse nunca como un elemento adquirido de una vez por todas, sino al contrario como objeto de continua confrontación y, en el límite, de una disputa. Con este tipo de prácticas la Constitución misma, no es vista ya en su dimensión documental y formal, sino en la dimensión que ha sido

definida como “material”, tiene un significado determinante totalmente particular {Mortati}. La Constitución lleva en sí el vínculo que la cultura jurídica impone al poder constituyente. Es cierto que el tejido normativo constitucional presenta las características específicas, constituidas por su impronta axiológica, de mayor indeterminación y debilidad estructural propias de su estilo y, en consecuencia, de reducida intensidad prescriptiva {Ruggeri}. Pero se cometería un grave error si se olvidara que la Constitución, como cualquier ley, es siempre y ante todo un acto normativo que contiene disposiciones preceptivas {Crisafulli} y que, por eso, pertenece indudablemente al ámbito del derecho. Desde este punto de vista tanto los jueces ordinarios, al resolver en base a normas constitucionales las controversias sujetas a su decisión, como los jueces constitucionales, operantes como intérpretes “autorizados” de la Constitución y como jueces de constitucionalidad de las leyes, se encuentran vinculados por los textos constitucionales en modos ciertamente menos apremiantes de lo que sucede en el caso de la interpretación de leyes ordinarias; pero de todos modos se encuentran siempre vinculados. La misma función jurisdiccional constitucional ha venido a asumir una notable relevancia en el derecho actual, en el cual los valores y principios éticos se manifiestan con singular claridad y con notable relevancia {Cheli}. Me parece que sólo de esa manera se podrán establecer las condiciones de legitimidad de la labor del juez constitucional. A este propósito es necesario alejarse de la problemática tradicional de la relación entre norma superior y norma inferior, entendida sea de forma kelseniana como delegación de poder o en el sentido del derecho natural como deducción lógica de contenidos. Eso significa que los principios y los valores constitucionales tienen un doble aspecto: por un lado, establecen derechos o intereses comunes (y en este sentido defienden contenidos jurídicos sustanciales que hay que interpretar), por otro, son utilizados como criterios de medida para la validez de ulteriores determinaciones normativas (y en este sentido son argumentos para la justificación de decisiones dotadas de autoridad). La exigencia de razonabilidad de la ley, que está en la raíz de la problemática constitucional, es una exigencia general impuesta por la conciencia de que el juicio de validez es la conclusión de un

razonamiento jurídico y no de una comprobación notarial. La ley jurídica ya no es vista sólo como la decisión de una autoridad constituida, sino también y sobre todo como la realización de finalidades preconstituidas e indisponibles en la que resulta de vital importancia su debida interpretación. En estas condiciones el juicio de validez constitucional no puede ser presentado simplemente como la correspondencia de una norma con una norma de rango superior. De hecho, cuando hablamos de conformidad con la constitución, el parámetro de referencia no es una norma singular sino una acumulación de normas y de principios que asumen su coordinación no en abstracto sino en relación al problema concreto para el que son interpeladas. Los principios que se encuentran en la base de nuestra Constitución se van a ir desarrollando con la apertura de nuevos horizontes y de nuevos problemas, y para eso la labor interpretativa de los jueces constitucionales tienen que ser continuamente puestos al día, reelaborados y recompuestos en un conjunto dotado de sentido. En relación con ese menester nuestra tarea en el plano cognoscitivo tiene que ser la de comprenderla y, en el plano práctico, la de controlarla, haciendo lo posible para reducir sus efectos perversos. ¿Será capaz el Tribunal de hacer ese esfuerzo? ¿Serán los congresistas capaces de sustraer este tema del debate político-electoral? Muchos problemas, muchas incógnitas y un solo principio: tempus regit actum.

1 Friedrich A. Hayek «Camino de servidumbre», Alianza Editorial, Madrid, 1978, trad. de Tose Vereara, pág.. 103.

UN CONTRASTE CRÍTICO SOBRE EL SIGNIFICADO DEL

ESTADO DE DERECHO Y EL VALOR DE LA JURISDICCIÓN CONSTITUCIONAL

El Doctor Alfredo Quispe Correa ha publicado en esta revista virtual un artículo intitulado: “Tribunal Constitucional: Límites”. En su artículo defiende la permanencia del Tribunal Constitucional, no obstante encontrarse últimamente incurriendo en inexplicables excesos, deplorando que la ausencia de sindéresis institucional va socavando su credibilidad ante la confianza pública. Lamento tener que discrepar con la opinión autorizada del Dr. Quispe. Y no lo hago porque esté en desacuerdo con su contenido, que no lo estoy en absoluto, sino porque creo que le está dando un espaldarazo a conceptos jurídicos que subyacen en el texto y que, desde mi punto de vista, afectan al corazón mismo del Estado de derecho. Me explico. Aquella concepción subyacente en el mencionado artículo, contradice todos los principios basilares de un auténtico Estado de derecho. A saber: la justicia, la legitimidad, la visibilidad y la transparencia del ejercicio del poder, su sujeción no sólo a la ley sino a los principios y valores constitucionales más elementales y vitales. El liberal Friedrich Hayek, ganador del premio nobel de economía, nos brinda, en su conocida obra “Camino de servidumbre”, una definición del Estado de Derecho que nos sirve perfectamente como punto de partida para sustentar nuestra argumentación: “Nada distingue con más claridad las condiciones de un país libre de las que rigen en un país bajo un gobierno arbitrario que la observancia, en aquél, de los grandes principios conocidos bajo la expresión Estado de Derecho. Despojada de todo su tecnicismo, significa que el Estado está sometido en todas sus actuaciones a normas fijas y conocidas de antemano; normas que permiten a cada uno prever con suficiente certidumbre cómo usará la autoridad en cada circunstancia sus poderes coercitivos, y disponer los propios asuntos individuales sobre la base de este conocimiento”1.

Este tipo de definición de Estado de Derecho resulta compatible con los sistemas autoritarios que son especialmente celosos del sometimiento a normas jurídicas previamente definidas, fijas, públicas y claras. Circunstancialmente, este tipo de Estado, fiel cumplidor de su legalidad, podría garantizar muy satisfactoriamente la disposición libre de los asuntos ideológicos que lo encarnan. Pero este tipo de Estado se queda muy corto en relación con las exigencias que adornan a un Estado Constitucional donde el derecho ha quedado plenamente constitucionalizado. La constitucionalización del derecho significa que el principio de legalidad, es decir, la supremacía de la ley propia del Estado de derecho, debe ser conjugado con el principio de legitimidad, es decir, la conformidad de la ley con los valores constitucionales. La ley no es ya, por tanto, la única fuente del derecho, sino que junto a ella (y a veces en competencia con ella) se ponen los derechos fundamentales, contenidos en las constituciones {Zagrebelsky}. La necesaria conjugación entre ley y derechos constituye la razón de la combinación entre el “procedimentalismo razonable”. Mientras la ley de por sí es el producto de la voluntad política según determinados procedimientos e ideologías, los derechos son valores ético-políticos sustraídos a la decisión política y son en parte internos y en parte externos a los procedimientos mismos. En el Estado Constitucional de derecho la autoridad política no tiene sólo los límites impuestos por el uso propio de la ley en el gobierno de las acciones humanas y considerados como la “moralidad interna del derecho” {Fuller}, sino que además tiene límites materiales, constituidos por los derechos del hombre y del ciudadano. Estos últimos no se configuran sólo como un control jurídico de la acción del poder político, sino también como objetivos y fines primarios de su ejercicio. Esto vale ya para los derechos liberales, ya para las otras categorías de derechos (derechos sociales, derechos culturales y derechos ecológicos). Desde esta óptica todo el contenido de la Constitución depende de la voluntad del poder constituyente, que da forma al cuerpo político y a sus instituciones representativas. Hoy, además, se consolidan cada vez más inclusive con los vínculos internacionales, a los cuales se someten los contenidos de las Constituciones de los Estados. Estas condiciones de admisibilidad a la comunidad internacional afectan no sólo los derechos sino asimismo a la estructura de la organización

política en la medida en que incide sobre la libertad de las personas y sobre su basilar igualdad. Asimismo, se debe tener presente que la Constitución es el resultado de la interpretación de las normas jurídicas constitucionales, del «círculo hermenéutico» entre principios conformadores de la sociedad y valoraciones de la sociedad misma; si se añade que la intervención de los jueces constitucionales se configura a menudo en términos que no son cualitativamente diferentes de los legislativos, o sea, manejando, innovando e integrando los textos legislativos {Zagrebelsky 1990}, no es difícil reconocer que las orientaciones interpretativas se mueven en un terreno fuertemente marcado en términos axiológicos y que está condicionado por el concreto desenvolverse de las comprensiones de sentido y de las relaciones entre las fuerzas sociales: hermenéutica y actuación de la Constitución se suman y se integran en un conjunto unitario. En muchos casos el juicio de legitimidad constitucional asume el problema de la adecuación al fin o a los fines constitucionalmente impuestos, con un evidente carácter crucial del aspecto teleológico y, aún más, con la imposibilidad de poder prescindir del contexto en que el texto constitucional recibe interpretación. De ese modo, en el juicio constitucional se ponen en juego no sólo las intenciones de los legisladores constituyentes y las prácticas interpretativas realizadas sobre los textos, sino también, en último análisis, la idea de derecho, de sociedad y de ética que se supone que subyace al edificio constitucional. A tal punto que a través de la interpretación constitucional penetran en el tejido del ordenamiento positivo, valores y principios históricamente acuñados {Kriele}. Por eso mismo es que en una reciente teoría de planteamiento neo-institucionalista {MacCormick} se sostiene que los problemas jurídicos más consistentes que surgen de la vida social, se los considera problemas de interpretación de las disposiciones constitucionales, admitiendo con esto, y dando así por descontado, que el consenso sobre la interpretación de la Constitución no ha de considerarse nunca como un elemento adquirido de una vez por todas, sino al contrario como objeto de continua confrontación y, en el límite, de una disputa. Con este tipo de prácticas la Constitución misma, no es vista ya en su dimensión documental y formal, sino en la dimensión que ha sido

definida como “material”, tiene un significado determinante totalmente particular {Mortati}. La Constitución lleva en sí el vínculo que la cultura jurídica impone al poder constituyente. Es cierto que el tejido normativo constitucional presenta las características específicas, constituidas por su impronta axiológica, de mayor indeterminación y debilidad estructural propias de su estilo y, en consecuencia, de reducida intensidad prescriptiva {Ruggeri}. Pero se cometería un grave error si se olvidara que la Constitución, como cualquier ley, es siempre y ante todo un acto normativo que contiene disposiciones preceptivas {Crisafulli} y que, por eso, pertenece indudablemente al ámbito del derecho. Desde este punto de vista tanto los jueces ordinarios, al resolver en base a normas constitucionales las controversias sujetas a su decisión, como los jueces constitucionales, operantes como intérpretes “autorizados” de la Constitución y como jueces de constitucionalidad de las leyes, se encuentran vinculados por los textos constitucionales en modos ciertamente menos apremiantes de lo que sucede en el caso de la interpretación de leyes ordinarias; pero de todos modos se encuentran siempre vinculados. La misma función jurisdiccional constitucional ha venido a asumir una notable relevancia en el derecho actual, en el cual los valores y principios éticos se manifiestan con singular claridad y con notable relevancia {Cheli}. Me parece que sólo de esa manera se podrán establecer las condiciones de legitimidad de la labor del juez constitucional. A este propósito es necesario alejarse de la problemática tradicional de la relación entre norma superior y norma inferior, entendida sea de forma kelseniana como delegación de poder o en el sentido del derecho natural como deducción lógica de contenidos. Eso significa que los principios y los valores constitucionales tienen un doble aspecto: por un lado, establecen derechos o intereses comunes (y en este sentido defienden contenidos jurídicos sustanciales que hay que interpretar), por otro, son utilizados como criterios de medida para la validez de ulteriores determinaciones normativas (y en este sentido son argumentos para la justificación de decisiones dotadas de autoridad). La exigencia de razonabilidad de la ley, que está en la raíz de la problemática constitucional, es una exigencia general impuesta por la conciencia de que el juicio de validez es la conclusión de un

razonamiento jurídico y no de una comprobación notarial. La ley jurídica ya no es vista sólo como la decisión de una autoridad constituida, sino también y sobre todo como la realización de finalidades preconstituidas e indisponibles en la que resulta de vital importancia su debida interpretación. En estas condiciones el juicio de validez constitucional no puede ser presentado simplemente como la correspondencia de una norma con una norma de rango superior. De hecho, cuando hablamos de conformidad con la constitución, el parámetro de referencia no es una norma singular sino una acumulación de normas y de principios que asumen su coordinación no en abstracto sino en relación al problema concreto para el que son interpeladas. Los principios que se encuentran en la base de nuestra Constitución se van a ir desarrollando con la apertura de nuevos horizontes y de nuevos problemas, y para eso la labor interpretativa de los jueces constitucionales tienen que ser continuamente puestos al día, reelaborados y recompuestos en un conjunto dotado de sentido. En relación con ese menester nuestra tarea en el plano cognoscitivo tiene que ser la de comprenderla y, en el plano práctico, la de controlarla, haciendo lo posible para reducir sus efectos perversos. ¿Será capaz el Tribunal de hacer ese esfuerzo? ¿Serán los congresistas capaces de sustraer este tema del debate político-electoral? Muchos problemas, muchas incógnitas y un solo principio: tempus regit actum.

1 Friedrich A. Hayek «Camino de servidumbre», Alianza Editorial, Madrid, 1978, trad. de Tose Vereara, pág.. 103.

UN CONTRASTE CRÍTICO SOBRE EL SIGNIFICADO DEL

ESTADO DE DERECHO Y EL VALOR DE LA JURISDICCIÓN CONSTITUCIONAL

El Doctor Alfredo Quispe Correa ha publicado en esta revista virtual un artículo intitulado: “Tribunal Constitucional: Límites”. En su artículo defiende la permanencia del Tribunal Constitucional, no obstante encontrarse últimamente incurriendo en inexplicables excesos, deplorando que la ausencia de sindéresis institucional va socavando su credibilidad ante la confianza pública. Lamento tener que discrepar con la opinión autorizada del Dr. Quispe. Y no lo hago porque esté en desacuerdo con su contenido, que no lo estoy en absoluto, sino porque creo que le está dando un espaldarazo a conceptos jurídicos que subyacen en el texto y que, desde mi punto de vista, afectan al corazón mismo del Estado de derecho. Me explico. Aquella concepción subyacente en el mencionado artículo, contradice todos los principios basilares de un auténtico Estado de derecho. A saber: la justicia, la legitimidad, la visibilidad y la transparencia del ejercicio del poder, su sujeción no sólo a la ley sino a los principios y valores constitucionales más elementales y vitales. El liberal Friedrich Hayek, ganador del premio nobel de economía, nos brinda, en su conocida obra “Camino de servidumbre”, una definición del Estado de Derecho que nos sirve perfectamente como punto de partida para sustentar nuestra argumentación: “Nada distingue con más claridad las condiciones de un país libre de las que rigen en un país bajo un gobierno arbitrario que la observancia, en aquél, de los grandes principios conocidos bajo la expresión Estado de Derecho. Despojada de todo su tecnicismo, significa que el Estado está sometido en todas sus actuaciones a normas fijas y conocidas de antemano; normas que permiten a cada uno prever con suficiente certidumbre cómo usará la autoridad en cada circunstancia sus poderes coercitivos, y disponer los propios asuntos individuales sobre la base de este conocimiento”1.

Este tipo de definición de Estado de Derecho resulta compatible con los sistemas autoritarios que son especialmente celosos del sometimiento a normas jurídicas previamente definidas, fijas, públicas y claras. Circunstancialmente, este tipo de Estado, fiel cumplidor de su legalidad, podría garantizar muy satisfactoriamente la disposición libre de los asuntos ideológicos que lo encarnan. Pero este tipo de Estado se queda muy corto en relación con las exigencias que adornan a un Estado Constitucional donde el derecho ha quedado plenamente constitucionalizado. La constitucionalización del derecho significa que el principio de legalidad, es decir, la supremacía de la ley propia del Estado de derecho, debe ser conjugado con el principio de legitimidad, es decir, la conformidad de la ley con los valores constitucionales. La ley no es ya, por tanto, la única fuente del derecho, sino que junto a ella (y a veces en competencia con ella) se ponen los derechos fundamentales, contenidos en las constituciones {Zagrebelsky}. La necesaria conjugación entre ley y derechos constituye la razón de la combinación entre el “procedimentalismo razonable”. Mientras la ley de por sí es el producto de la voluntad política según determinados procedimientos e ideologías, los derechos son valores ético-políticos sustraídos a la decisión política y son en parte internos y en parte externos a los procedimientos mismos. En el Estado Constitucional de derecho la autoridad política no tiene sólo los límites impuestos por el uso propio de la ley en el gobierno de las acciones humanas y considerados como la “moralidad interna del derecho” {Fuller}, sino que además tiene límites materiales, constituidos por los derechos del hombre y del ciudadano. Estos últimos no se configuran sólo como un control jurídico de la acción del poder político, sino también como objetivos y fines primarios de su ejercicio. Esto vale ya para los derechos liberales, ya para las otras categorías de derechos (derechos sociales, derechos culturales y derechos ecológicos). Desde esta óptica todo el contenido de la Constitución depende de la voluntad del poder constituyente, que da forma al cuerpo político y a sus instituciones representativas. Hoy, además, se consolidan cada vez más inclusive con los vínculos internacionales, a los cuales se someten los contenidos de las Constituciones de los Estados. Estas condiciones de admisibilidad a la comunidad internacional afectan no sólo los derechos sino asimismo a la estructura de la organización

política en la medida en que incide sobre la libertad de las personas y sobre su basilar igualdad. Asimismo, se debe tener presente que la Constitución es el resultado de la interpretación de las normas jurídicas constitucionales, del «círculo hermenéutico» entre principios conformadores de la sociedad y valoraciones de la sociedad misma; si se añade que la intervención de los jueces constitucionales se configura a menudo en términos que no son cualitativamente diferentes de los legislativos, o sea, manejando, innovando e integrando los textos legislativos {Zagrebelsky 1990}, no es difícil reconocer que las orientaciones interpretativas se mueven en un terreno fuertemente marcado en términos axiológicos y que está condicionado por el concreto desenvolverse de las comprensiones de sentido y de las relaciones entre las fuerzas sociales: hermenéutica y actuación de la Constitución se suman y se integran en un conjunto unitario. En muchos casos el juicio de legitimidad constitucional asume el problema de la adecuación al fin o a los fines constitucionalmente impuestos, con un evidente carácter crucial del aspecto teleológico y, aún más, con la imposibilidad de poder prescindir del contexto en que el texto constitucional recibe interpretación. De ese modo, en el juicio constitucional se ponen en juego no sólo las intenciones de los legisladores constituyentes y las prácticas interpretativas realizadas sobre los textos, sino también, en último análisis, la idea de derecho, de sociedad y de ética que se supone que subyace al edificio constitucional. A tal punto que a través de la interpretación constitucional penetran en el tejido del ordenamiento positivo, valores y principios históricamente acuñados {Kriele}. Por eso mismo es que en una reciente teoría de planteamiento neo-institucionalista {MacCormick} se sostiene que los problemas jurídicos más consistentes que surgen de la vida social, se los considera problemas de interpretación de las disposiciones constitucionales, admitiendo con esto, y dando así por descontado, que el consenso sobre la interpretación de la Constitución no ha de considerarse nunca como un elemento adquirido de una vez por todas, sino al contrario como objeto de continua confrontación y, en el límite, de una disputa. Con este tipo de prácticas la Constitución misma, no es vista ya en su dimensión documental y formal, sino en la dimensión que ha sido

definida como “material”, tiene un significado determinante totalmente particular {Mortati}. La Constitución lleva en sí el vínculo que la cultura jurídica impone al poder constituyente. Es cierto que el tejido normativo constitucional presenta las características específicas, constituidas por su impronta axiológica, de mayor indeterminación y debilidad estructural propias de su estilo y, en consecuencia, de reducida intensidad prescriptiva {Ruggeri}. Pero se cometería un grave error si se olvidara que la Constitución, como cualquier ley, es siempre y ante todo un acto normativo que contiene disposiciones preceptivas {Crisafulli} y que, por eso, pertenece indudablemente al ámbito del derecho. Desde este punto de vista tanto los jueces ordinarios, al resolver en base a normas constitucionales las controversias sujetas a su decisión, como los jueces constitucionales, operantes como intérpretes “autorizados” de la Constitución y como jueces de constitucionalidad de las leyes, se encuentran vinculados por los textos constitucionales en modos ciertamente menos apremiantes de lo que sucede en el caso de la interpretación de leyes ordinarias; pero de todos modos se encuentran siempre vinculados. La misma función jurisdiccional constitucional ha venido a asumir una notable relevancia en el derecho actual, en el cual los valores y principios éticos se manifiestan con singular claridad y con notable relevancia {Cheli}. Me parece que sólo de esa manera se podrán establecer las condiciones de legitimidad de la labor del juez constitucional. A este propósito es necesario alejarse de la problemática tradicional de la relación entre norma superior y norma inferior, entendida sea de forma kelseniana como delegación de poder o en el sentido del derecho natural como deducción lógica de contenidos. Eso significa que los principios y los valores constitucionales tienen un doble aspecto: por un lado, establecen derechos o intereses comunes (y en este sentido defienden contenidos jurídicos sustanciales que hay que interpretar), por otro, son utilizados como criterios de medida para la validez de ulteriores determinaciones normativas (y en este sentido son argumentos para la justificación de decisiones dotadas de autoridad). La exigencia de razonabilidad de la ley, que está en la raíz de la problemática constitucional, es una exigencia general impuesta por la conciencia de que el juicio de validez es la conclusión de un

razonamiento jurídico y no de una comprobación notarial. La ley jurídica ya no es vista sólo como la decisión de una autoridad constituida, sino también y sobre todo como la realización de finalidades preconstituidas e indisponibles en la que resulta de vital importancia su debida interpretación. En estas condiciones el juicio de validez constitucional no puede ser presentado simplemente como la correspondencia de una norma con una norma de rango superior. De hecho, cuando hablamos de conformidad con la constitución, el parámetro de referencia no es una norma singular sino una acumulación de normas y de principios que asumen su coordinación no en abstracto sino en relación al problema concreto para el que son interpeladas. Los principios que se encuentran en la base de nuestra Constitución se van a ir desarrollando con la apertura de nuevos horizontes y de nuevos problemas, y para eso la labor interpretativa de los jueces constitucionales tienen que ser continuamente puestos al día, reelaborados y recompuestos en un conjunto dotado de sentido. En relación con ese menester nuestra tarea en el plano cognoscitivo tiene que ser la de comprenderla y, en el plano práctico, la de controlarla, haciendo lo posible para reducir sus efectos perversos. ¿Será capaz el Tribunal de hacer ese esfuerzo? ¿Serán los congresistas capaces de sustraer este tema del debate político-electoral? Muchos problemas, muchas incógnitas y un solo principio: tempus regit actum.

1 Friedrich A. Hayek «Camino de servidumbre», Alianza Editorial, Madrid, 1978, trad. de Tose Vereara, pág.. 103.

UN CONTRASTE CRÍTICO SOBRE EL SIGNIFICADO DEL

ESTADO DE DERECHO Y EL VALOR DE LA JURISDICCIÓN CONSTITUCIONAL

El Doctor Alfredo Quispe Correa ha publicado en esta revista virtual un artículo intitulado: “Tribunal Constitucional: Límites”. En su artículo defiende la permanencia del Tribunal Constitucional, no obstante encontrarse últimamente incurriendo en inexplicables excesos, deplorando que la ausencia de sindéresis institucional va socavando su credibilidad ante la confianza pública. Lamento tener que discrepar con la opinión autorizada del Dr. Quispe. Y no lo hago porque esté en desacuerdo con su contenido, que no lo estoy en absoluto, sino porque creo que le está dando un espaldarazo a conceptos jurídicos que subyacen en el texto y que, desde mi punto de vista, afectan al corazón mismo del Estado de derecho. Me explico. Aquella concepción subyacente en el mencionado artículo, contradice todos los principios basilares de un auténtico Estado de derecho. A saber: la justicia, la legitimidad, la visibilidad y la transparencia del ejercicio del poder, su sujeción no sólo a la ley sino a los principios y valores constitucionales más elementales y vitales. El liberal Friedrich Hayek, ganador del premio nobel de economía, nos brinda, en su conocida obra “Camino de servidumbre”, una definición del Estado de Derecho que nos sirve perfectamente como punto de partida para sustentar nuestra argumentación: “Nada distingue con más claridad las condiciones de un país libre de las que rigen en un país bajo un gobierno arbitrario que la observancia, en aquél, de los grandes principios conocidos bajo la expresión Estado de Derecho. Despojada de todo su tecnicismo, significa que el Estado está sometido en todas sus actuaciones a normas fijas y conocidas de antemano; normas que permiten a cada uno prever con suficiente certidumbre cómo usará la autoridad en cada circunstancia sus poderes coercitivos, y disponer los propios asuntos individuales sobre la base de este conocimiento”1.

Este tipo de definición de Estado de Derecho resulta compatible con los sistemas autoritarios que son especialmente celosos del sometimiento a normas jurídicas previamente definidas, fijas, públicas y claras. Circunstancialmente, este tipo de Estado, fiel cumplidor de su legalidad, podría garantizar muy satisfactoriamente la disposición libre de los asuntos ideológicos que lo encarnan. Pero este tipo de Estado se queda muy corto en relación con las exigencias que adornan a un Estado Constitucional donde el derecho ha quedado plenamente constitucionalizado. La constitucionalización del derecho significa que el principio de legalidad, es decir, la supremacía de la ley propia del Estado de derecho, debe ser conjugado con el principio de legitimidad, es decir, la conformidad de la ley con los valores constitucionales. La ley no es ya, por tanto, la única fuente del derecho, sino que junto a ella (y a veces en competencia con ella) se ponen los derechos fundamentales, contenidos en las constituciones {Zagrebelsky}. La necesaria conjugación entre ley y derechos constituye la razón de la combinación entre el “procedimentalismo razonable”. Mientras la ley de por sí es el producto de la voluntad política según determinados procedimientos e ideologías, los derechos son valores ético-políticos sustraídos a la decisión política y son en parte internos y en parte externos a los procedimientos mismos. En el Estado Constitucional de derecho la autoridad política no tiene sólo los límites impuestos por el uso propio de la ley en el gobierno de las acciones humanas y considerados como la “moralidad interna del derecho” {Fuller}, sino que además tiene límites materiales, constituidos por los derechos del hombre y del ciudadano. Estos últimos no se configuran sólo como un control jurídico de la acción del poder político, sino también como objetivos y fines primarios de su ejercicio. Esto vale ya para los derechos liberales, ya para las otras categorías de derechos (derechos sociales, derechos culturales y derechos ecológicos). Desde esta óptica todo el contenido de la Constitución depende de la voluntad del poder constituyente, que da forma al cuerpo político y a sus instituciones representativas. Hoy, además, se consolidan cada vez más inclusive con los vínculos internacionales, a los cuales se someten los contenidos de las Constituciones de los Estados. Estas condiciones de admisibilidad a la comunidad internacional afectan no sólo los derechos sino asimismo a la estructura de la organización

política en la medida en que incide sobre la libertad de las personas y sobre su basilar igualdad. Asimismo, se debe tener presente que la Constitución es el resultado de la interpretación de las normas jurídicas constitucionales, del «círculo hermenéutico» entre principios conformadores de la sociedad y valoraciones de la sociedad misma; si se añade que la intervención de los jueces constitucionales se configura a menudo en términos que no son cualitativamente diferentes de los legislativos, o sea, manejando, innovando e integrando los textos legislativos {Zagrebelsky 1990}, no es difícil reconocer que las orientaciones interpretativas se mueven en un terreno fuertemente marcado en términos axiológicos y que está condicionado por el concreto desenvolverse de las comprensiones de sentido y de las relaciones entre las fuerzas sociales: hermenéutica y actuación de la Constitución se suman y se integran en un conjunto unitario. En muchos casos el juicio de legitimidad constitucional asume el problema de la adecuación al fin o a los fines constitucionalmente impuestos, con un evidente carácter crucial del aspecto teleológico y, aún más, con la imposibilidad de poder prescindir del contexto en que el texto constitucional recibe interpretación. De ese modo, en el juicio constitucional se ponen en juego no sólo las intenciones de los legisladores constituyentes y las prácticas interpretativas realizadas sobre los textos, sino también, en último análisis, la idea de derecho, de sociedad y de ética que se supone que subyace al edificio constitucional. A tal punto que a través de la interpretación constitucional penetran en el tejido del ordenamiento positivo, valores y principios históricamente acuñados {Kriele}. Por eso mismo es que en una reciente teoría de planteamiento neo-institucionalista {MacCormick} se sostiene que los problemas jurídicos más consistentes que surgen de la vida social, se los considera problemas de interpretación de las disposiciones constitucionales, admitiendo con esto, y dando así por descontado, que el consenso sobre la interpretación de la Constitución no ha de considerarse nunca como un elemento adquirido de una vez por todas, sino al contrario como objeto de continua confrontación y, en el límite, de una disputa. Con este tipo de prácticas la Constitución misma, no es vista ya en su dimensión documental y formal, sino en la dimensión que ha sido

definida como “material”, tiene un significado determinante totalmente particular {Mortati}. La Constitución lleva en sí el vínculo que la cultura jurídica impone al poder constituyente. Es cierto que el tejido normativo constitucional presenta las características específicas, constituidas por su impronta axiológica, de mayor indeterminación y debilidad estructural propias de su estilo y, en consecuencia, de reducida intensidad prescriptiva {Ruggeri}. Pero se cometería un grave error si se olvidara que la Constitución, como cualquier ley, es siempre y ante todo un acto normativo que contiene disposiciones preceptivas {Crisafulli} y que, por eso, pertenece indudablemente al ámbito del derecho. Desde este punto de vista tanto los jueces ordinarios, al resolver en base a normas constitucionales las controversias sujetas a su decisión, como los jueces constitucionales, operantes como intérpretes “autorizados” de la Constitución y como jueces de constitucionalidad de las leyes, se encuentran vinculados por los textos constitucionales en modos ciertamente menos apremiantes de lo que sucede en el caso de la interpretación de leyes ordinarias; pero de todos modos se encuentran siempre vinculados. La misma función jurisdiccional constitucional ha venido a asumir una notable relevancia en el derecho actual, en el cual los valores y principios éticos se manifiestan con singular claridad y con notable relevancia {Cheli}. Me parece que sólo de esa manera se podrán establecer las condiciones de legitimidad de la labor del juez constitucional. A este propósito es necesario alejarse de la problemática tradicional de la relación entre norma superior y norma inferior, entendida sea de forma kelseniana como delegación de poder o en el sentido del derecho natural como deducción lógica de contenidos. Eso significa que los principios y los valores constitucionales tienen un doble aspecto: por un lado, establecen derechos o intereses comunes (y en este sentido defienden contenidos jurídicos sustanciales que hay que interpretar), por otro, son utilizados como criterios de medida para la validez de ulteriores determinaciones normativas (y en este sentido son argumentos para la justificación de decisiones dotadas de autoridad). La exigencia de razonabilidad de la ley, que está en la raíz de la problemática constitucional, es una exigencia general impuesta por la conciencia de que el juicio de validez es la conclusión de un

razonamiento jurídico y no de una comprobación notarial. La ley jurídica ya no es vista sólo como la decisión de una autoridad constituida, sino también y sobre todo como la realización de finalidades preconstituidas e indisponibles en la que resulta de vital importancia su debida interpretación. En estas condiciones el juicio de validez constitucional no puede ser presentado simplemente como la correspondencia de una norma con una norma de rango superior. De hecho, cuando hablamos de conformidad con la constitución, el parámetro de referencia no es una norma singular sino una acumulación de normas y de principios que asumen su coordinación no en abstracto sino en relación al problema concreto para el que son interpeladas. Los principios que se encuentran en la base de nuestra Constitución se van a ir desarrollando con la apertura de nuevos horizontes y de nuevos problemas, y para eso la labor interpretativa de los jueces constitucionales tienen que ser continuamente puestos al día, reelaborados y recompuestos en un conjunto dotado de sentido. En relación con ese menester nuestra tarea en el plano cognoscitivo tiene que ser la de comprenderla y, en el plano práctico, la de controlarla, haciendo lo posible para reducir sus efectos perversos. ¿Será capaz el Tribunal de hacer ese esfuerzo? ¿Serán los congresistas capaces de sustraer este tema del debate político-electoral? Muchos problemas, muchas incógnitas y un solo principio: tempus regit actum.

1 Friedrich A. Hayek «Camino de servidumbre», Alianza Editorial, Madrid, 1978, trad. de Tose Vereara, pág.. 103.

UN CONTRASTE CRÍTICO SOBRE EL SIGNIFICADO DEL

ESTADO DE DERECHO Y EL VALOR DE LA JURISDICCIÓN CONSTITUCIONAL

El Doctor Alfredo Quispe Correa ha publicado en esta revista virtual un artículo intitulado: “Tribunal Constitucional: Límites”. En su artículo defiende la permanencia del Tribunal Constitucional, no obstante encontrarse últimamente incurriendo en inexplicables excesos, deplorando que la ausencia de sindéresis institucional va socavando su credibilidad ante la confianza pública. Lamento tener que discrepar con la opinión autorizada del Dr. Quispe. Y no lo hago porque esté en desacuerdo con su contenido, que no lo estoy en absoluto, sino porque creo que le está dando un espaldarazo a conceptos jurídicos que subyacen en el texto y que, desde mi punto de vista, afectan al corazón mismo del Estado de derecho. Me explico. Aquella concepción subyacente en el mencionado artículo, contradice todos los principios basilares de un auténtico Estado de derecho. A saber: la justicia, la legitimidad, la visibilidad y la transparencia del ejercicio del poder, su sujeción no sólo a la ley sino a los principios y valores constitucionales más elementales y vitales. El liberal Friedrich Hayek, ganador del premio nobel de economía, nos brinda, en su conocida obra “Camino de servidumbre”, una definición del Estado de Derecho que nos sirve perfectamente como punto de partida para sustentar nuestra argumentación: “Nada distingue con más claridad las condiciones de un país libre de las que rigen en un país bajo un gobierno arbitrario que la observancia, en aquél, de los grandes principios conocidos bajo la expresión Estado de Derecho. Despojada de todo su tecnicismo, significa que el Estado está sometido en todas sus actuaciones a normas fijas y conocidas de antemano; normas que permiten a cada uno prever con suficiente certidumbre cómo usará la autoridad en cada circunstancia sus poderes coercitivos, y disponer los propios asuntos individuales sobre la base de este conocimiento”1.

Este tipo de definición de Estado de Derecho resulta compatible con los sistemas autoritarios que son especialmente celosos del sometimiento a normas jurídicas previamente definidas, fijas, públicas y claras. Circunstancialmente, este tipo de Estado, fiel cumplidor de su legalidad, podría garantizar muy satisfactoriamente la disposición libre de los asuntos ideológicos que lo encarnan. Pero este tipo de Estado se queda muy corto en relación con las exigencias que adornan a un Estado Constitucional donde el derecho ha quedado plenamente constitucionalizado. La constitucionalización del derecho significa que el principio de legalidad, es decir, la supremacía de la ley propia del Estado de derecho, debe ser conjugado con el principio de legitimidad, es decir, la conformidad de la ley con los valores constitucionales. La ley no es ya, por tanto, la única fuente del derecho, sino que junto a ella (y a veces en competencia con ella) se ponen los derechos fundamentales, contenidos en las constituciones {Zagrebelsky}. La necesaria conjugación entre ley y derechos constituye la razón de la combinación entre el “procedimentalismo razonable”. Mientras la ley de por sí es el producto de la voluntad política según determinados procedimientos e ideologías, los derechos son valores ético-políticos sustraídos a la decisión política y son en parte internos y en parte externos a los procedimientos mismos. En el Estado Constitucional de derecho la autoridad política no tiene sólo los límites impuestos por el uso propio de la ley en el gobierno de las acciones humanas y considerados como la “moralidad interna del derecho” {Fuller}, sino que además tiene límites materiales, constituidos por los derechos del hombre y del ciudadano. Estos últimos no se configuran sólo como un control jurídico de la acción del poder político, sino también como objetivos y fines primarios de su ejercicio. Esto vale ya para los derechos liberales, ya para las otras categorías de derechos (derechos sociales, derechos culturales y derechos ecológicos). Desde esta óptica todo el contenido de la Constitución depende de la voluntad del poder constituyente, que da forma al cuerpo político y a sus instituciones representativas. Hoy, además, se consolidan cada vez más inclusive con los vínculos internacionales, a los cuales se someten los contenidos de las Constituciones de los Estados. Estas condiciones de admisibilidad a la comunidad internacional afectan no sólo los derechos sino asimismo a la estructura de la organización

política en la medida en que incide sobre la libertad de las personas y sobre su basilar igualdad. Asimismo, se debe tener presente que la Constitución es el resultado de la interpretación de las normas jurídicas constitucionales, del «círculo hermenéutico» entre principios conformadores de la sociedad y valoraciones de la sociedad misma; si se añade que la intervención de los jueces constitucionales se configura a menudo en términos que no son cualitativamente diferentes de los legislativos, o sea, manejando, innovando e integrando los textos legislativos {Zagrebelsky 1990}, no es difícil reconocer que las orientaciones interpretativas se mueven en un terreno fuertemente marcado en términos axiológicos y que está condicionado por el concreto desenvolverse de las comprensiones de sentido y de las relaciones entre las fuerzas sociales: hermenéutica y actuación de la Constitución se suman y se integran en un conjunto unitario. En muchos casos el juicio de legitimidad constitucional asume el problema de la adecuación al fin o a los fines constitucionalmente impuestos, con un evidente carácter crucial del aspecto teleológico y, aún más, con la imposibilidad de poder prescindir del contexto en que el texto constitucional recibe interpretación. De ese modo, en el juicio constitucional se ponen en juego no sólo las intenciones de los legisladores constituyentes y las prácticas interpretativas realizadas sobre los textos, sino también, en último análisis, la idea de derecho, de sociedad y de ética que se supone que subyace al edificio constitucional. A tal punto que a través de la interpretación constitucional penetran en el tejido del ordenamiento positivo, valores y principios históricamente acuñados {Kriele}. Por eso mismo es que en una reciente teoría de planteamiento neo-institucionalista {MacCormick} se sostiene que los problemas jurídicos más consistentes que surgen de la vida social, se los considera problemas de interpretación de las disposiciones constitucionales, admitiendo con esto, y dando así por descontado, que el consenso sobre la interpretación de la Constitución no ha de considerarse nunca como un elemento adquirido de una vez por todas, sino al contrario como objeto de continua confrontación y, en el límite, de una disputa. Con este tipo de prácticas la Constitución misma, no es vista ya en su dimensión documental y formal, sino en la dimensión que ha sido

definida como “material”, tiene un significado determinante totalmente particular {Mortati}. La Constitución lleva en sí el vínculo que la cultura jurídica impone al poder constituyente. Es cierto que el tejido normativo constitucional presenta las características específicas, constituidas por su impronta axiológica, de mayor indeterminación y debilidad estructural propias de su estilo y, en consecuencia, de reducida intensidad prescriptiva {Ruggeri}. Pero se cometería un grave error si se olvidara que la Constitución, como cualquier ley, es siempre y ante todo un acto normativo que contiene disposiciones preceptivas {Crisafulli} y que, por eso, pertenece indudablemente al ámbito del derecho. Desde este punto de vista tanto los jueces ordinarios, al resolver en base a normas constitucionales las controversias sujetas a su decisión, como los jueces constitucionales, operantes como intérpretes “autorizados” de la Constitución y como jueces de constitucionalidad de las leyes, se encuentran vinculados por los textos constitucionales en modos ciertamente menos apremiantes de lo que sucede en el caso de la interpretación de leyes ordinarias; pero de todos modos se encuentran siempre vinculados. La misma función jurisdiccional constitucional ha venido a asumir una notable relevancia en el derecho actual, en el cual los valores y principios éticos se manifiestan con singular claridad y con notable relevancia {Cheli}. Me parece que sólo de esa manera se podrán establecer las condiciones de legitimidad de la labor del juez constitucional. A este propósito es necesario alejarse de la problemática tradicional de la relación entre norma superior y norma inferior, entendida sea de forma kelseniana como delegación de poder o en el sentido del derecho natural como deducción lógica de contenidos. Eso significa que los principios y los valores constitucionales tienen un doble aspecto: por un lado, establecen derechos o intereses comunes (y en este sentido defienden contenidos jurídicos sustanciales que hay que interpretar), por otro, son utilizados como criterios de medida para la validez de ulteriores determinaciones normativas (y en este sentido son argumentos para la justificación de decisiones dotadas de autoridad). La exigencia de razonabilidad de la ley, que está en la raíz de la problemática constitucional, es una exigencia general impuesta por la conciencia de que el juicio de validez es la conclusión de un

razonamiento jurídico y no de una comprobación notarial. La ley jurídica ya no es vista sólo como la decisión de una autoridad constituida, sino también y sobre todo como la realización de finalidades preconstituidas e indisponibles en la que resulta de vital importancia su debida interpretación. En estas condiciones el juicio de validez constitucional no puede ser presentado simplemente como la correspondencia de una norma con una norma de rango superior. De hecho, cuando hablamos de conformidad con la constitución, el parámetro de referencia no es una norma singular sino una acumulación de normas y de principios que asumen su coordinación no en abstracto sino en relación al problema concreto para el que son interpeladas. Los principios que se encuentran en la base de nuestra Constitución se van a ir desarrollando con la apertura de nuevos horizontes y de nuevos problemas, y para eso la labor interpretativa de los jueces constitucionales tienen que ser continuamente puestos al día, reelaborados y recompuestos en un conjunto dotado de sentido. En relación con ese menester nuestra tarea en el plano cognoscitivo tiene que ser la de comprenderla y, en el plano práctico, la de controlarla, haciendo lo posible para reducir sus efectos perversos. ¿Será capaz el Tribunal de hacer ese esfuerzo? ¿Serán los congresistas capaces de sustraer este tema del debate político-electoral? Muchos problemas, muchas incógnitas y un solo principio: tempus regit actum.

1 Friedrich A. Hayek «Camino de servidumbre», Alianza Editorial, Madrid, 1978, trad. de Tose Vereara, pág.. 103.

UN CONTRASTE CRÍTICO SOBRE EL SIGNIFICADO DEL

ESTADO DE DERECHO Y EL VALOR DE LA JURISDICCIÓN CONSTITUCIONAL

El Doctor Alfredo Quispe Correa ha publicado en esta revista virtual un artículo intitulado: “Tribunal Constitucional: Límites”. En su artículo defiende la permanencia del Tribunal Constitucional, no obstante encontrarse últimamente incurriendo en inexplicables excesos, deplorando que la ausencia de sindéresis institucional va socavando su credibilidad ante la confianza pública. Lamento tener que discrepar con la opinión autorizada del Dr. Quispe. Y no lo hago porque esté en desacuerdo con su contenido, que no lo estoy en absoluto, sino porque creo que le está dando un espaldarazo a conceptos jurídicos que subyacen en el texto y que, desde mi punto de vista, afectan al corazón mismo del Estado de derecho. Me explico. Aquella concepción subyacente en el mencionado artículo, contradice todos los principios basilares de un auténtico Estado de derecho. A saber: la justicia, la legitimidad, la visibilidad y la transparencia del ejercicio del poder, su sujeción no sólo a la ley sino a los principios y valores constitucionales más elementales y vitales. El liberal Friedrich Hayek, ganador del premio nobel de economía, nos brinda, en su conocida obra “Camino de servidumbre”, una definición del Estado de Derecho que nos sirve perfectamente como punto de partida para sustentar nuestra argumentación: “Nada distingue con más claridad las condiciones de un país libre de las que rigen en un país bajo un gobierno arbitrario que la observancia, en aquél, de los grandes principios conocidos bajo la expresión Estado de Derecho. Despojada de todo su tecnicismo, significa que el Estado está sometido en todas sus actuaciones a normas fijas y conocidas de antemano; normas que permiten a cada uno prever con suficiente certidumbre cómo usará la autoridad en cada circunstancia sus poderes coercitivos, y disponer los propios asuntos individuales sobre la base de este conocimiento”1.

Este tipo de definición de Estado de Derecho resulta compatible con los sistemas autoritarios que son especialmente celosos del sometimiento a normas jurídicas previamente definidas, fijas, públicas y claras. Circunstancialmente, este tipo de Estado, fiel cumplidor de su legalidad, podría garantizar muy satisfactoriamente la disposición libre de los asuntos ideológicos que lo encarnan. Pero este tipo de Estado se queda muy corto en relación con las exigencias que adornan a un Estado Constitucional donde el derecho ha quedado plenamente constitucionalizado. La constitucionalización del derecho significa que el principio de legalidad, es decir, la supremacía de la ley propia del Estado de derecho, debe ser conjugado con el principio de legitimidad, es decir, la conformidad de la ley con los valores constitucionales. La ley no es ya, por tanto, la única fuente del derecho, sino que junto a ella (y a veces en competencia con ella) se ponen los derechos fundamentales, contenidos en las constituciones {Zagrebelsky}. La necesaria conjugación entre ley y derechos constituye la razón de la combinación entre el “procedimentalismo razonable”. Mientras la ley de por sí es el producto de la voluntad política según determinados procedimientos e ideologías, los derechos son valores ético-políticos sustraídos a la decisión política y son en parte internos y en parte externos a los procedimientos mismos. En el Estado Constitucional de derecho la autoridad política no tiene sólo los límites impuestos por el uso propio de la ley en el gobierno de las acciones humanas y considerados como la “moralidad interna del derecho” {Fuller}, sino que además tiene límites materiales, constituidos por los derechos del hombre y del ciudadano. Estos últimos no se configuran sólo como un control jurídico de la acción del poder político, sino también como objetivos y fines primarios de su ejercicio. Esto vale ya para los derechos liberales, ya para las otras categorías de derechos (derechos sociales, derechos culturales y derechos ecológicos). Desde esta óptica todo el contenido de la Constitución depende de la voluntad del poder constituyente, que da forma al cuerpo político y a sus instituciones representativas. Hoy, además, se consolidan cada vez más inclusive con los vínculos internacionales, a los cuales se someten los contenidos de las Constituciones de los Estados. Estas condiciones de admisibilidad a la comunidad internacional afectan no sólo los derechos sino asimismo a la estructura de la organización

política en la medida en que incide sobre la libertad de las personas y sobre su basilar igualdad. Asimismo, se debe tener presente que la Constitución es el resultado de la interpretación de las normas jurídicas constitucionales, del «círculo hermenéutico» entre principios conformadores de la sociedad y valoraciones de la sociedad misma; si se añade que la intervención de los jueces constitucionales se configura a menudo en términos que no son cualitativamente diferentes de los legislativos, o sea, manejando, innovando e integrando los textos legislativos {Zagrebelsky 1990}, no es difícil reconocer que las orientaciones interpretativas se mueven en un terreno fuertemente marcado en términos axiológicos y que está condicionado por el concreto desenvolverse de las comprensiones de sentido y de las relaciones entre las fuerzas sociales: hermenéutica y actuación de la Constitución se suman y se integran en un conjunto unitario. En muchos casos el juicio de legitimidad constitucional asume el problema de la adecuación al fin o a los fines constitucionalmente impuestos, con un evidente carácter crucial del aspecto teleológico y, aún más, con la imposibilidad de poder prescindir del contexto en que el texto constitucional recibe interpretación. De ese modo, en el juicio constitucional se ponen en juego no sólo las intenciones de los legisladores constituyentes y las prácticas interpretativas realizadas sobre los textos, sino también, en último análisis, la idea de derecho, de sociedad y de ética que se supone que subyace al edificio constitucional. A tal punto que a través de la interpretación constitucional penetran en el tejido del ordenamiento positivo, valores y principios históricamente acuñados {Kriele}. Por eso mismo es que en una reciente teoría de planteamiento neo-institucionalista {MacCormick} se sostiene que los problemas jurídicos más consistentes que surgen de la vida social, se los considera problemas de interpretación de las disposiciones constitucionales, admitiendo con esto, y dando así por descontado, que el consenso sobre la interpretación de la Constitución no ha de considerarse nunca como un elemento adquirido de una vez por todas, sino al contrario como objeto de continua confrontación y, en el límite, de una disputa. Con este tipo de prácticas la Constitución misma, no es vista ya en su dimensión documental y formal, sino en la dimensión que ha sido

definida como “material”, tiene un significado determinante totalmente particular {Mortati}. La Constitución lleva en sí el vínculo que la cultura jurídica impone al poder constituyente. Es cierto que el tejido normativo constitucional presenta las características específicas, constituidas por su impronta axiológica, de mayor indeterminación y debilidad estructural propias de su estilo y, en consecuencia, de reducida intensidad prescriptiva {Ruggeri}. Pero se cometería un grave error si se olvidara que la Constitución, como cualquier ley, es siempre y ante todo un acto normativo que contiene disposiciones preceptivas {Crisafulli} y que, por eso, pertenece indudablemente al ámbito del derecho. Desde este punto de vista tanto los jueces ordinarios, al resolver en base a normas constitucionales las controversias sujetas a su decisión, como los jueces constitucionales, operantes como intérpretes “autorizados” de la Constitución y como jueces de constitucionalidad de las leyes, se encuentran vinculados por los textos constitucionales en modos ciertamente menos apremiantes de lo que sucede en el caso de la interpretación de leyes ordinarias; pero de todos modos se encuentran siempre vinculados. La misma función jurisdiccional constitucional ha venido a asumir una notable relevancia en el derecho actual, en el cual los valores y principios éticos se manifiestan con singular claridad y con notable relevancia {Cheli}. Me parece que sólo de esa manera se podrán establecer las condiciones de legitimidad de la labor del juez constitucional. A este propósito es necesario alejarse de la problemática tradicional de la relación entre norma superior y norma inferior, entendida sea de forma kelseniana como delegación de poder o en el sentido del derecho natural como deducción lógica de contenidos. Eso significa que los principios y los valores constitucionales tienen un doble aspecto: por un lado, establecen derechos o intereses comunes (y en este sentido defienden contenidos jurídicos sustanciales que hay que interpretar), por otro, son utilizados como criterios de medida para la validez de ulteriores determinaciones normativas (y en este sentido son argumentos para la justificación de decisiones dotadas de autoridad). La exigencia de razonabilidad de la ley, que está en la raíz de la problemática constitucional, es una exigencia general impuesta por la conciencia de que el juicio de validez es la conclusión de un

razonamiento jurídico y no de una comprobación notarial. La ley jurídica ya no es vista sólo como la decisión de una autoridad constituida, sino también y sobre todo como la realización de finalidades preconstituidas e indisponibles en la que resulta de vital importancia su debida interpretación. En estas condiciones el juicio de validez constitucional no puede ser presentado simplemente como la correspondencia de una norma con una norma de rango superior. De hecho, cuando hablamos de conformidad con la constitución, el parámetro de referencia no es una norma singular sino una acumulación de normas y de principios que asumen su coordinación no en abstracto sino en relación al problema concreto para el que son interpeladas. Los principios que se encuentran en la base de nuestra Constitución se van a ir desarrollando con la apertura de nuevos horizontes y de nuevos problemas, y para eso la labor interpretativa de los jueces constitucionales tienen que ser continuamente puestos al día, reelaborados y recompuestos en un conjunto dotado de sentido. En relación con ese menester nuestra tarea en el plano cognoscitivo tiene que ser la de comprenderla y, en el plano práctico, la de controlarla, haciendo lo posible para reducir sus efectos perversos. ¿Será capaz el Tribunal de hacer ese esfuerzo? ¿Serán los congresistas capaces de sustraer este tema del debate político-electoral? Muchos problemas, muchas incógnitas y un solo principio: tempus regit actum.

1 Friedrich A. Hayek «Camino de servidumbre», Alianza Editorial, Madrid, 1978, trad. de Tose Vereara, pág.. 103.

UN CONTRASTE CRÍTICO SOBRE EL SIGNIFICADO DEL

ESTADO DE DERECHO Y EL VALOR DE LA JURISDICCIÓN CONSTITUCIONAL

El Doctor Alfredo Quispe Correa ha publicado en esta revista virtual un artículo intitulado: “Tribunal Constitucional: Límites”. En su artículo defiende la permanencia del Tribunal Constitucional, no obstante encontrarse últimamente incurriendo en inexplicables excesos, deplorando que la ausencia de sindéresis institucional va socavando su credibilidad ante la confianza pública. Lamento tener que discrepar con la opinión autorizada del Dr. Quispe. Y no lo hago porque esté en desacuerdo con su contenido, que no lo estoy en absoluto, sino porque creo que le está dando un espaldarazo a conceptos jurídicos que subyacen en el texto y que, desde mi punto de vista, afectan al corazón mismo del Estado de derecho. Me explico. Aquella concepción subyacente en el mencionado artículo, contradice todos los principios basilares de un auténtico Estado de derecho. A saber: la justicia, la legitimidad, la visibilidad y la transparencia del ejercicio del poder, su sujeción no sólo a la ley sino a los principios y valores constitucionales más elementales y vitales. El liberal Friedrich Hayek, ganador del premio nobel de economía, nos brinda, en su conocida obra “Camino de servidumbre”, una definición del Estado de Derecho que nos sirve perfectamente como punto de partida para sustentar nuestra argumentación: “Nada distingue con más claridad las condiciones de un país libre de las que rigen en un país bajo un gobierno arbitrario que la observancia, en aquél, de los grandes principios conocidos bajo la expresión Estado de Derecho. Despojada de todo su tecnicismo, significa que el Estado está sometido en todas sus actuaciones a normas fijas y conocidas de antemano; normas que permiten a cada uno prever con suficiente certidumbre cómo usará la autoridad en cada circunstancia sus poderes coercitivos, y disponer los propios asuntos individuales sobre la base de este conocimiento”1.

Este tipo de definición de Estado de Derecho resulta compatible con los sistemas autoritarios que son especialmente celosos del sometimiento a normas jurídicas previamente definidas, fijas, públicas y claras. Circunstancialmente, este tipo de Estado, fiel cumplidor de su legalidad, podría garantizar muy satisfactoriamente la disposición libre de los asuntos ideológicos que lo encarnan. Pero este tipo de Estado se queda muy corto en relación con las exigencias que adornan a un Estado Constitucional donde el derecho ha quedado plenamente constitucionalizado. La constitucionalización del derecho significa que el principio de legalidad, es decir, la supremacía de la ley propia del Estado de derecho, debe ser conjugado con el principio de legitimidad, es decir, la conformidad de la ley con los valores constitucionales. La ley no es ya, por tanto, la única fuente del derecho, sino que junto a ella (y a veces en competencia con ella) se ponen los derechos fundamentales, contenidos en las constituciones {Zagrebelsky}. La necesaria conjugación entre ley y derechos constituye la razón de la combinación entre el “procedimentalismo razonable”. Mientras la ley de por sí es el producto de la voluntad política según determinados procedimientos e ideologías, los derechos son valores ético-políticos sustraídos a la decisión política y son en parte internos y en parte externos a los procedimientos mismos. En el Estado Constitucional de derecho la autoridad política no tiene sólo los límites impuestos por el uso propio de la ley en el gobierno de las acciones humanas y considerados como la “moralidad interna del derecho” {Fuller}, sino que además tiene límites materiales, constituidos por los derechos del hombre y del ciudadano. Estos últimos no se configuran sólo como un control jurídico de la acción del poder político, sino también como objetivos y fines primarios de su ejercicio. Esto vale ya para los derechos liberales, ya para las otras categorías de derechos (derechos sociales, derechos culturales y derechos ecológicos). Desde esta óptica todo el contenido de la Constitución depende de la voluntad del poder constituyente, que da forma al cuerpo político y a sus instituciones representativas. Hoy, además, se consolidan cada vez más inclusive con los vínculos internacionales, a los cuales se someten los contenidos de las Constituciones de los Estados. Estas condiciones de admisibilidad a la comunidad internacional afectan no sólo los derechos sino asimismo a la estructura de la organización

política en la medida en que incide sobre la libertad de las personas y sobre su basilar igualdad. Asimismo, se debe tener presente que la Constitución es el resultado de la interpretación de las normas jurídicas constitucionales, del «círculo hermenéutico» entre principios conformadores de la sociedad y valoraciones de la sociedad misma; si se añade que la intervención de los jueces constitucionales se configura a menudo en términos que no son cualitativamente diferentes de los legislativos, o sea, manejando, innovando e integrando los textos legislativos {Zagrebelsky 1990}, no es difícil reconocer que las orientaciones interpretativas se mueven en un terreno fuertemente marcado en términos axiológicos y que está condicionado por el concreto desenvolverse de las comprensiones de sentido y de las relaciones entre las fuerzas sociales: hermenéutica y actuación de la Constitución se suman y se integran en un conjunto unitario. En muchos casos el juicio de legitimidad constitucional asume el problema de la adecuación al fin o a los fines constitucionalmente impuestos, con un evidente carácter crucial del aspecto teleológico y, aún más, con la imposibilidad de poder prescindir del contexto en que el texto constitucional recibe interpretación. De ese modo, en el juicio constitucional se ponen en juego no sólo las intenciones de los legisladores constituyentes y las prácticas interpretativas realizadas sobre los textos, sino también, en último análisis, la idea de derecho, de sociedad y de ética que se supone que subyace al edificio constitucional. A tal punto que a través de la interpretación constitucional penetran en el tejido del ordenamiento positivo, valores y principios históricamente acuñados {Kriele}. Por eso mismo es que en una reciente teoría de planteamiento neo-institucionalista {MacCormick} se sostiene que los problemas jurídicos más consistentes que surgen de la vida social, se los considera problemas de interpretación de las disposiciones constitucionales, admitiendo con esto, y dando así por descontado, que el consenso sobre la interpretación de la Constitución no ha de considerarse nunca como un elemento adquirido de una vez por todas, sino al contrario como objeto de continua confrontación y, en el límite, de una disputa. Con este tipo de prácticas la Constitución misma, no es vista ya en su dimensión documental y formal, sino en la dimensión que ha sido

definida como “material”, tiene un significado determinante totalmente particular {Mortati}. La Constitución lleva en sí el vínculo que la cultura jurídica impone al poder constituyente. Es cierto que el tejido normativo constitucional presenta las características específicas, constituidas por su impronta axiológica, de mayor indeterminación y debilidad estructural propias de su estilo y, en consecuencia, de reducida intensidad prescriptiva {Ruggeri}. Pero se cometería un grave error si se olvidara que la Constitución, como cualquier ley, es siempre y ante todo un acto normativo que contiene disposiciones preceptivas {Crisafulli} y que, por eso, pertenece indudablemente al ámbito del derecho. Desde este punto de vista tanto los jueces ordinarios, al resolver en base a normas constitucionales las controversias sujetas a su decisión, como los jueces constitucionales, operantes como intérpretes “autorizados” de la Constitución y como jueces de constitucionalidad de las leyes, se encuentran vinculados por los textos constitucionales en modos ciertamente menos apremiantes de lo que sucede en el caso de la interpretación de leyes ordinarias; pero de todos modos se encuentran siempre vinculados. La misma función jurisdiccional constitucional ha venido a asumir una notable relevancia en el derecho actual, en el cual los valores y principios éticos se manifiestan con singular claridad y con notable relevancia {Cheli}. Me parece que sólo de esa manera se podrán establecer las condiciones de legitimidad de la labor del juez constitucional. A este propósito es necesario alejarse de la problemática tradicional de la relación entre norma superior y norma inferior, entendida sea de forma kelseniana como delegación de poder o en el sentido del derecho natural como deducción lógica de contenidos. Eso significa que los principios y los valores constitucionales tienen un doble aspecto: por un lado, establecen derechos o intereses comunes (y en este sentido defienden contenidos jurídicos sustanciales que hay que interpretar), por otro, son utilizados como criterios de medida para la validez de ulteriores determinaciones normativas (y en este sentido son argumentos para la justificación de decisiones dotadas de autoridad). La exigencia de razonabilidad de la ley, que está en la raíz de la problemática constitucional, es una exigencia general impuesta por la conciencia de que el juicio de validez es la conclusión de un

razonamiento jurídico y no de una comprobación notarial. La ley jurídica ya no es vista sólo como la decisión de una autoridad constituida, sino también y sobre todo como la realización de finalidades preconstituidas e indisponibles en la que resulta de vital importancia su debida interpretación. En estas condiciones el juicio de validez constitucional no puede ser presentado simplemente como la correspondencia de una norma con una norma de rango superior. De hecho, cuando hablamos de conformidad con la constitución, el parámetro de referencia no es una norma singular sino una acumulación de normas y de principios que asumen su coordinación no en abstracto sino en relación al problema concreto para el que son interpeladas. Los principios que se encuentran en la base de nuestra Constitución se van a ir desarrollando con la apertura de nuevos horizontes y de nuevos problemas, y para eso la labor interpretativa de los jueces constitucionales tienen que ser continuamente puestos al día, reelaborados y recompuestos en un conjunto dotado de sentido. En relación con ese menester nuestra tarea en el plano cognoscitivo tiene que ser la de comprenderla y, en el plano práctico, la de controlarla, haciendo lo posible para reducir sus efectos perversos. ¿Será capaz el Tribunal de hacer ese esfuerzo? ¿Serán los congresistas capaces de sustraer este tema del debate político-electoral? Muchos problemas, muchas incógnitas y un solo principio: tempus regit actum.

1 Friedrich A. Hayek «Camino de servidumbre», Alianza Editorial, Madrid, 1978, trad. de Tose Vereara, pág.. 103.

UN CONTRASTE CRÍTICO SOBRE EL SIGNIFICADO DEL

ESTADO DE DERECHO Y EL VALOR DE LA JURISDICCIÓN CONSTITUCIONAL

El Doctor Alfredo Quispe Correa ha publicado en esta revista virtual un artículo intitulado: “Tribunal Constitucional: Límites”. En su artículo defiende la permanencia del Tribunal Constitucional, no obstante encontrarse últimamente incurriendo en inexplicables excesos, deplorando que la ausencia de sindéresis institucional va socavando su credibilidad ante la confianza pública. Lamento tener que discrepar con la opinión autorizada del Dr. Quispe. Y no lo hago porque esté en desacuerdo con su contenido, que no lo estoy en absoluto, sino porque creo que le está dando un espaldarazo a conceptos jurídicos que subyacen en el texto y que, desde mi punto de vista, afectan al corazón mismo del Estado de derecho. Me explico. Aquella concepción subyacente en el mencionado artículo, contradice todos los principios basilares de un auténtico Estado de derecho. A saber: la justicia, la legitimidad, la visibilidad y la transparencia del ejercicio del poder, su sujeción no sólo a la ley sino a los principios y valores constitucionales más elementales y vitales. El liberal Friedrich Hayek, ganador del premio nobel de economía, nos brinda, en su conocida obra “Camino de servidumbre”, una definición del Estado de Derecho que nos sirve perfectamente como punto de partida para sustentar nuestra argumentación: “Nada distingue con más claridad las condiciones de un país libre de las que rigen en un país bajo un gobierno arbitrario que la observancia, en aquél, de los grandes principios conocidos bajo la expresión Estado de Derecho. Despojada de todo su tecnicismo, significa que el Estado está sometido en todas sus actuaciones a normas fijas y conocidas de antemano; normas que permiten a cada uno prever con suficiente certidumbre cómo usará la autoridad en cada circunstancia sus poderes coercitivos, y disponer los propios asuntos individuales sobre la base de este conocimiento”1.

Este tipo de definición de Estado de Derecho resulta compatible con los sistemas autoritarios que son especialmente celosos del sometimiento a normas jurídicas previamente definidas, fijas, públicas y claras. Circunstancialmente, este tipo de Estado, fiel cumplidor de su legalidad, podría garantizar muy satisfactoriamente la disposición libre de los asuntos ideológicos que lo encarnan. Pero este tipo de Estado se queda muy corto en relación con las exigencias que adornan a un Estado Constitucional donde el derecho ha quedado plenamente constitucionalizado. La constitucionalización del derecho significa que el principio de legalidad, es decir, la supremacía de la ley propia del Estado de derecho, debe ser conjugado con el principio de legitimidad, es decir, la conformidad de la ley con los valores constitucionales. La ley no es ya, por tanto, la única fuente del derecho, sino que junto a ella (y a veces en competencia con ella) se ponen los derechos fundamentales, contenidos en las constituciones {Zagrebelsky}. La necesaria conjugación entre ley y derechos constituye la razón de la combinación entre el “procedimentalismo razonable”. Mientras la ley de por sí es el producto de la voluntad política según determinados procedimientos e ideologías, los derechos son valores ético-políticos sustraídos a la decisión política y son en parte internos y en parte externos a los procedimientos mismos. En el Estado Constitucional de derecho la autoridad política no tiene sólo los límites impuestos por el uso propio de la ley en el gobierno de las acciones humanas y considerados como la “moralidad interna del derecho” {Fuller}, sino que además tiene límites materiales, constituidos por los derechos del hombre y del ciudadano. Estos últimos no se configuran sólo como un control jurídico de la acción del poder político, sino también como objetivos y fines primarios de su ejercicio. Esto vale ya para los derechos liberales, ya para las otras categorías de derechos (derechos sociales, derechos culturales y derechos ecológicos). Desde esta óptica todo el contenido de la Constitución depende de la voluntad del poder constituyente, que da forma al cuerpo político y a sus instituciones representativas. Hoy, además, se consolidan cada vez más inclusive con los vínculos internacionales, a los cuales se someten los contenidos de las Constituciones de los Estados. Estas condiciones de admisibilidad a la comunidad internacional afectan no sólo los derechos sino asimismo a la estructura de la organización

política en la medida en que incide sobre la libertad de las personas y sobre su basilar igualdad. Asimismo, se debe tener presente que la Constitución es el resultado de la interpretación de las normas jurídicas constitucionales, del «círculo hermenéutico» entre principios conformadores de la sociedad y valoraciones de la sociedad misma; si se añade que la intervención de los jueces constitucionales se configura a menudo en términos que no son cualitativamente diferentes de los legislativos, o sea, manejando, innovando e integrando los textos legislativos {Zagrebelsky 1990}, no es difícil reconocer que las orientaciones interpretativas se mueven en un terreno fuertemente marcado en términos axiológicos y que está condicionado por el concreto desenvolverse de las comprensiones de sentido y de las relaciones entre las fuerzas sociales: hermenéutica y actuación de la Constitución se suman y se integran en un conjunto unitario. En muchos casos el juicio de legitimidad constitucional asume el problema de la adecuación al fin o a los fines constitucionalmente impuestos, con un evidente carácter crucial del aspecto teleológico y, aún más, con la imposibilidad de poder prescindir del contexto en que el texto constitucional recibe interpretación. De ese modo, en el juicio constitucional se ponen en juego no sólo las intenciones de los legisladores constituyentes y las prácticas interpretativas realizadas sobre los textos, sino también, en último análisis, la idea de derecho, de sociedad y de ética que se supone que subyace al edificio constitucional. A tal punto que a través de la interpretación constitucional penetran en el tejido del ordenamiento positivo, valores y principios históricamente acuñados {Kriele}. Por eso mismo es que en una reciente teoría de planteamiento neo-institucionalista {MacCormick} se sostiene que los problemas jurídicos más consistentes que surgen de la vida social, se los considera problemas de interpretación de las disposiciones constitucionales, admitiendo con esto, y dando así por descontado, que el consenso sobre la interpretación de la Constitución no ha de considerarse nunca como un elemento adquirido de una vez por todas, sino al contrario como objeto de continua confrontación y, en el límite, de una disputa. Con este tipo de prácticas la Constitución misma, no es vista ya en su dimensión documental y formal, sino en la dimensión que ha sido

definida como “material”, tiene un significado determinante totalmente particular {Mortati}. La Constitución lleva en sí el vínculo que la cultura jurídica impone al poder constituyente. Es cierto que el tejido normativo constitucional presenta las características específicas, constituidas por su impronta axiológica, de mayor indeterminación y debilidad estructural propias de su estilo y, en consecuencia, de reducida intensidad prescriptiva {Ruggeri}. Pero se cometería un grave error si se olvidara que la Constitución, como cualquier ley, es siempre y ante todo un acto normativo que contiene disposiciones preceptivas {Crisafulli} y que, por eso, pertenece indudablemente al ámbito del derecho. Desde este punto de vista tanto los jueces ordinarios, al resolver en base a normas constitucionales las controversias sujetas a su decisión, como los jueces constitucionales, operantes como intérpretes “autorizados” de la Constitución y como jueces de constitucionalidad de las leyes, se encuentran vinculados por los textos constitucionales en modos ciertamente menos apremiantes de lo que sucede en el caso de la interpretación de leyes ordinarias; pero de todos modos se encuentran siempre vinculados. La misma función jurisdiccional constitucional ha venido a asumir una notable relevancia en el derecho actual, en el cual los valores y principios éticos se manifiestan con singular claridad y con notable relevancia {Cheli}. Me parece que sólo de esa manera se podrán establecer las condiciones de legitimidad de la labor del juez constitucional. A este propósito es necesario alejarse de la problemática tradicional de la relación entre norma superior y norma inferior, entendida sea de forma kelseniana como delegación de poder o en el sentido del derecho natural como deducción lógica de contenidos. Eso significa que los principios y los valores constitucionales tienen un doble aspecto: por un lado, establecen derechos o intereses comunes (y en este sentido defienden contenidos jurídicos sustanciales que hay que interpretar), por otro, son utilizados como criterios de medida para la validez de ulteriores determinaciones normativas (y en este sentido son argumentos para la justificación de decisiones dotadas de autoridad). La exigencia de razonabilidad de la ley, que está en la raíz de la problemática constitucional, es una exigencia general impuesta por la conciencia de que el juicio de validez es la conclusión de un

razonamiento jurídico y no de una comprobación notarial. La ley jurídica ya no es vista sólo como la decisión de una autoridad constituida, sino también y sobre todo como la realización de finalidades preconstituidas e indisponibles en la que resulta de vital importancia su debida interpretación. En estas condiciones el juicio de validez constitucional no puede ser presentado simplemente como la correspondencia de una norma con una norma de rango superior. De hecho, cuando hablamos de conformidad con la constitución, el parámetro de referencia no es una norma singular sino una acumulación de normas y de principios que asumen su coordinación no en abstracto sino en relación al problema concreto para el que son interpeladas. Los principios que se encuentran en la base de nuestra Constitución se van a ir desarrollando con la apertura de nuevos horizontes y de nuevos problemas, y para eso la labor interpretativa de los jueces constitucionales tienen que ser continuamente puestos al día, reelaborados y recompuestos en un conjunto dotado de sentido. En relación con ese menester nuestra tarea en el plano cognoscitivo tiene que ser la de comprenderla y, en el plano práctico, la de controlarla, haciendo lo posible para reducir sus efectos perversos. ¿Será capaz el Tribunal de hacer ese esfuerzo? ¿Serán los congresistas capaces de sustraer este tema del debate político-electoral? Muchos problemas, muchas incógnitas y un solo principio: tempus regit actum.

1 Friedrich A. Hayek «Camino de servidumbre», Alianza Editorial, Madrid, 1978, trad. de Tose Vereara, pág.. 103.

UN CONTRASTE CRÍTICO SOBRE EL SIGNIFICADO DEL

ESTADO DE DERECHO Y EL VALOR DE LA JURISDICCIÓN CONSTITUCIONAL

El Doctor Alfredo Quispe Correa ha publicado en esta revista virtual un artículo intitulado: “Tribunal Constitucional: Límites”. En su artículo defiende la permanencia del Tribunal Constitucional, no obstante encontrarse últimamente incurriendo en inexplicables excesos, deplorando que la ausencia de sindéresis institucional va socavando su credibilidad ante la confianza pública. Lamento tener que discrepar con la opinión autorizada del Dr. Quispe. Y no lo hago porque esté en desacuerdo con su contenido, que no lo estoy en absoluto, sino porque creo que le está dando un espaldarazo a conceptos jurídicos que subyacen en el texto y que, desde mi punto de vista, afectan al corazón mismo del Estado de derecho. Me explico. Aquella concepción subyacente en el mencionado artículo, contradice todos los principios basilares de un auténtico Estado de derecho. A saber: la justicia, la legitimidad, la visibilidad y la transparencia del ejercicio del poder, su sujeción no sólo a la ley sino a los principios y valores constitucionales más elementales y vitales. El liberal Friedrich Hayek, ganador del premio nobel de economía, nos brinda, en su conocida obra “Camino de servidumbre”, una definición del Estado de Derecho que nos sirve perfectamente como punto de partida para sustentar nuestra argumentación: “Nada distingue con más claridad las condiciones de un país libre de las que rigen en un país bajo un gobierno arbitrario que la observancia, en aquél, de los grandes principios conocidos bajo la expresión Estado de Derecho. Despojada de todo su tecnicismo, significa que el Estado está sometido en todas sus actuaciones a normas fijas y conocidas de antemano; normas que permiten a cada uno prever con suficiente certidumbre cómo usará la autoridad en cada circunstancia sus poderes coercitivos, y disponer los propios asuntos individuales sobre la base de este conocimiento”1.

Este tipo de definición de Estado de Derecho resulta compatible con los sistemas autoritarios que son especialmente celosos del sometimiento a normas jurídicas previamente definidas, fijas, públicas y claras. Circunstancialmente, este tipo de Estado, fiel cumplidor de su legalidad, podría garantizar muy satisfactoriamente la disposición libre de los asuntos ideológicos que lo encarnan. Pero este tipo de Estado se queda muy corto en relación con las exigencias que adornan a un Estado Constitucional donde el derecho ha quedado plenamente constitucionalizado. La constitucionalización del derecho significa que el principio de legalidad, es decir, la supremacía de la ley propia del Estado de derecho, debe ser conjugado con el principio de legitimidad, es decir, la conformidad de la ley con los valores constitucionales. La ley no es ya, por tanto, la única fuente del derecho, sino que junto a ella (y a veces en competencia con ella) se ponen los derechos fundamentales, contenidos en las constituciones {Zagrebelsky}. La necesaria conjugación entre ley y derechos constituye la razón de la combinación entre el “procedimentalismo razonable”. Mientras la ley de por sí es el producto de la voluntad política según determinados procedimientos e ideologías, los derechos son valores ético-políticos sustraídos a la decisión política y son en parte internos y en parte externos a los procedimientos mismos. En el Estado Constitucional de derecho la autoridad política no tiene sólo los límites impuestos por el uso propio de la ley en el gobierno de las acciones humanas y considerados como la “moralidad interna del derecho” {Fuller}, sino que además tiene límites materiales, constituidos por los derechos del hombre y del ciudadano. Estos últimos no se configuran sólo como un control jurídico de la acción del poder político, sino también como objetivos y fines primarios de su ejercicio. Esto vale ya para los derechos liberales, ya para las otras categorías de derechos (derechos sociales, derechos culturales y derechos ecológicos). Desde esta óptica todo el contenido de la Constitución depende de la voluntad del poder constituyente, que da forma al cuerpo político y a sus instituciones representativas. Hoy, además, se consolidan cada vez más inclusive con los vínculos internacionales, a los cuales se someten los contenidos de las Constituciones de los Estados. Estas condiciones de admisibilidad a la comunidad internacional afectan no sólo los derechos sino asimismo a la estructura de la organización

política en la medida en que incide sobre la libertad de las personas y sobre su basilar igualdad. Asimismo, se debe tener presente que la Constitución es el resultado de la interpretación de las normas jurídicas constitucionales, del «círculo hermenéutico» entre principios conformadores de la sociedad y valoraciones de la sociedad misma; si se añade que la intervención de los jueces constitucionales se configura a menudo en términos que no son cualitativamente diferentes de los legislativos, o sea, manejando, innovando e integrando los textos legislativos {Zagrebelsky 1990}, no es difícil reconocer que las orientaciones interpretativas se mueven en un terreno fuertemente marcado en términos axiológicos y que está condicionado por el concreto desenvolverse de las comprensiones de sentido y de las relaciones entre las fuerzas sociales: hermenéutica y actuación de la Constitución se suman y se integran en un conjunto unitario. En muchos casos el juicio de legitimidad constitucional asume el problema de la adecuación al fin o a los fines constitucionalmente impuestos, con un evidente carácter crucial del aspecto teleológico y, aún más, con la imposibilidad de poder prescindir del contexto en que el texto constitucional recibe interpretación. De ese modo, en el juicio constitucional se ponen en juego no sólo las intenciones de los legisladores constituyentes y las prácticas interpretativas realizadas sobre los textos, sino también, en último análisis, la idea de derecho, de sociedad y de ética que se supone que subyace al edificio constitucional. A tal punto que a través de la interpretación constitucional penetran en el tejido del ordenamiento positivo, valores y principios históricamente acuñados {Kriele}. Por eso mismo es que en una reciente teoría de planteamiento neo-institucionalista {MacCormick} se sostiene que los problemas jurídicos más consistentes que surgen de la vida social, se los considera problemas de interpretación de las disposiciones constitucionales, admitiendo con esto, y dando así por descontado, que el consenso sobre la interpretación de la Constitución no ha de considerarse nunca como un elemento adquirido de una vez por todas, sino al contrario como objeto de continua confrontación y, en el límite, de una disputa. Con este tipo de prácticas la Constitución misma, no es vista ya en su dimensión documental y formal, sino en la dimensión que ha sido

definida como “material”, tiene un significado determinante totalmente particular {Mortati}. La Constitución lleva en sí el vínculo que la cultura jurídica impone al poder constituyente. Es cierto que el tejido normativo constitucional presenta las características específicas, constituidas por su impronta axiológica, de mayor indeterminación y debilidad estructural propias de su estilo y, en consecuencia, de reducida intensidad prescriptiva {Ruggeri}. Pero se cometería un grave error si se olvidara que la Constitución, como cualquier ley, es siempre y ante todo un acto normativo que contiene disposiciones preceptivas {Crisafulli} y que, por eso, pertenece indudablemente al ámbito del derecho. Desde este punto de vista tanto los jueces ordinarios, al resolver en base a normas constitucionales las controversias sujetas a su decisión, como los jueces constitucionales, operantes como intérpretes “autorizados” de la Constitución y como jueces de constitucionalidad de las leyes, se encuentran vinculados por los textos constitucionales en modos ciertamente menos apremiantes de lo que sucede en el caso de la interpretación de leyes ordinarias; pero de todos modos se encuentran siempre vinculados. La misma función jurisdiccional constitucional ha venido a asumir una notable relevancia en el derecho actual, en el cual los valores y principios éticos se manifiestan con singular claridad y con notable relevancia {Cheli}. Me parece que sólo de esa manera se podrán establecer las condiciones de legitimidad de la labor del juez constitucional. A este propósito es necesario alejarse de la problemática tradicional de la relación entre norma superior y norma inferior, entendida sea de forma kelseniana como delegación de poder o en el sentido del derecho natural como deducción lógica de contenidos. Eso significa que los principios y los valores constitucionales tienen un doble aspecto: por un lado, establecen derechos o intereses comunes (y en este sentido defienden contenidos jurídicos sustanciales que hay que interpretar), por otro, son utilizados como criterios de medida para la validez de ulteriores determinaciones normativas (y en este sentido son argumentos para la justificación de decisiones dotadas de autoridad). La exigencia de razonabilidad de la ley, que está en la raíz de la problemática constitucional, es una exigencia general impuesta por la conciencia de que el juicio de validez es la conclusión de un

razonamiento jurídico y no de una comprobación notarial. La ley jurídica ya no es vista sólo como la decisión de una autoridad constituida, sino también y sobre todo como la realización de finalidades preconstituidas e indisponibles en la que resulta de vital importancia su debida interpretación. En estas condiciones el juicio de validez constitucional no puede ser presentado simplemente como la correspondencia de una norma con una norma de rango superior. De hecho, cuando hablamos de conformidad con la constitución, el parámetro de referencia no es una norma singular sino una acumulación de normas y de principios que asumen su coordinación no en abstracto sino en relación al problema concreto para el que son interpeladas. Los principios que se encuentran en la base de nuestra Constitución se van a ir desarrollando con la apertura de nuevos horizontes y de nuevos problemas, y para eso la labor interpretativa de los jueces constitucionales tienen que ser continuamente puestos al día, reelaborados y recompuestos en un conjunto dotado de sentido. En relación con ese menester nuestra tarea en el plano cognoscitivo tiene que ser la de comprenderla y, en el plano práctico, la de controlarla, haciendo lo posible para reducir sus efectos perversos. ¿Será capaz el Tribunal de hacer ese esfuerzo? ¿Serán los congresistas capaces de sustraer este tema del debate político-electoral? Muchos problemas, muchas incógnitas y un solo principio: tempus regit actum.

1 Friedrich A. Hayek «Camino de servidumbre», Alianza Editorial, Madrid, 1978, trad. de Tose Vereara, pág.. 103.

UN CONTRASTE CRÍTICO SOBRE EL SIGNIFICADO DEL

ESTADO DE DERECHO Y EL VALOR DE LA JURISDICCIÓN CONSTITUCIONAL

El Doctor Alfredo Quispe Correa ha publicado en esta revista virtual un artículo intitulado: “Tribunal Constitucional: Límites”. En su artículo defiende la permanencia del Tribunal Constitucional, no obstante encontrarse últimamente incurriendo en inexplicables excesos, deplorando que la ausencia de sindéresis institucional va socavando su credibilidad ante la confianza pública. Lamento tener que discrepar con la opinión autorizada del Dr. Quispe. Y no lo hago porque esté en desacuerdo con su contenido, que no lo estoy en absoluto, sino porque creo que le está dando un espaldarazo a conceptos jurídicos que subyacen en el texto y que, desde mi punto de vista, afectan al corazón mismo del Estado de derecho. Me explico. Aquella concepción subyacente en el mencionado artículo, contradice todos los principios basilares de un auténtico Estado de derecho. A saber: la justicia, la legitimidad, la visibilidad y la transparencia del ejercicio del poder, su sujeción no sólo a la ley sino a los principios y valores constitucionales más elementales y vitales. El liberal Friedrich Hayek, ganador del premio nobel de economía, nos brinda, en su conocida obra “Camino de servidumbre”, una definición del Estado de Derecho que nos sirve perfectamente como punto de partida para sustentar nuestra argumentación: “Nada distingue con más claridad las condiciones de un país libre de las que rigen en un país bajo un gobierno arbitrario que la observancia, en aquél, de los grandes principios conocidos bajo la expresión Estado de Derecho. Despojada de todo su tecnicismo, significa que el Estado está sometido en todas sus actuaciones a normas fijas y conocidas de antemano; normas que permiten a cada uno prever con suficiente certidumbre cómo usará la autoridad en cada circunstancia sus poderes coercitivos, y disponer los propios asuntos individuales sobre la base de este conocimiento”1.

Este tipo de definición de Estado de Derecho resulta compatible con los sistemas autoritarios que son especialmente celosos del sometimiento a normas jurídicas previamente definidas, fijas, públicas y claras. Circunstancialmente, este tipo de Estado, fiel cumplidor de su legalidad, podría garantizar muy satisfactoriamente la disposición libre de los asuntos ideológicos que lo encarnan. Pero este tipo de Estado se queda muy corto en relación con las exigencias que adornan a un Estado Constitucional donde el derecho ha quedado plenamente constitucionalizado. La constitucionalización del derecho significa que el principio de legalidad, es decir, la supremacía de la ley propia del Estado de derecho, debe ser conjugado con el principio de legitimidad, es decir, la conformidad de la ley con los valores constitucionales. La ley no es ya, por tanto, la única fuente del derecho, sino que junto a ella (y a veces en competencia con ella) se ponen los derechos fundamentales, contenidos en las constituciones {Zagrebelsky}. La necesaria conjugación entre ley y derechos constituye la razón de la combinación entre el “procedimentalismo razonable”. Mientras la ley de por sí es el producto de la voluntad política según determinados procedimientos e ideologías, los derechos son valores ético-políticos sustraídos a la decisión política y son en parte internos y en parte externos a los procedimientos mismos. En el Estado Constitucional de derecho la autoridad política no tiene sólo los límites impuestos por el uso propio de la ley en el gobierno de las acciones humanas y considerados como la “moralidad interna del derecho” {Fuller}, sino que además tiene límites materiales, constituidos por los derechos del hombre y del ciudadano. Estos últimos no se configuran sólo como un control jurídico de la acción del poder político, sino también como objetivos y fines primarios de su ejercicio. Esto vale ya para los derechos liberales, ya para las otras categorías de derechos (derechos sociales, derechos culturales y derechos ecológicos). Desde esta óptica todo el contenido de la Constitución depende de la voluntad del poder constituyente, que da forma al cuerpo político y a sus instituciones representativas. Hoy, además, se consolidan cada vez más inclusive con los vínculos internacionales, a los cuales se someten los contenidos de las Constituciones de los Estados. Estas condiciones de admisibilidad a la comunidad internacional afectan no sólo los derechos sino asimismo a la estructura de la organización

política en la medida en que incide sobre la libertad de las personas y sobre su basilar igualdad. Asimismo, se debe tener presente que la Constitución es el resultado de la interpretación de las normas jurídicas constitucionales, del «círculo hermenéutico» entre principios conformadores de la sociedad y valoraciones de la sociedad misma; si se añade que la intervención de los jueces constitucionales se configura a menudo en términos que no son cualitativamente diferentes de los legislativos, o sea, manejando, innovando e integrando los textos legislativos {Zagrebelsky 1990}, no es difícil reconocer que las orientaciones interpretativas se mueven en un terreno fuertemente marcado en términos axiológicos y que está condicionado por el concreto desenvolverse de las comprensiones de sentido y de las relaciones entre las fuerzas sociales: hermenéutica y actuación de la Constitución se suman y se integran en un conjunto unitario. En muchos casos el juicio de legitimidad constitucional asume el problema de la adecuación al fin o a los fines constitucionalmente impuestos, con un evidente carácter crucial del aspecto teleológico y, aún más, con la imposibilidad de poder prescindir del contexto en que el texto constitucional recibe interpretación. De ese modo, en el juicio constitucional se ponen en juego no sólo las intenciones de los legisladores constituyentes y las prácticas interpretativas realizadas sobre los textos, sino también, en último análisis, la idea de derecho, de sociedad y de ética que se supone que subyace al edificio constitucional. A tal punto que a través de la interpretación constitucional penetran en el tejido del ordenamiento positivo, valores y principios históricamente acuñados {Kriele}. Por eso mismo es que en una reciente teoría de planteamiento neo-institucionalista {MacCormick} se sostiene que los problemas jurídicos más consistentes que surgen de la vida social, se los considera problemas de interpretación de las disposiciones constitucionales, admitiendo con esto, y dando así por descontado, que el consenso sobre la interpretación de la Constitución no ha de considerarse nunca como un elemento adquirido de una vez por todas, sino al contrario como objeto de continua confrontación y, en el límite, de una disputa. Con este tipo de prácticas la Constitución misma, no es vista ya en su dimensión documental y formal, sino en la dimensión que ha sido

definida como “material”, tiene un significado determinante totalmente particular {Mortati}. La Constitución lleva en sí el vínculo que la cultura jurídica impone al poder constituyente. Es cierto que el tejido normativo constitucional presenta las características específicas, constituidas por su impronta axiológica, de mayor indeterminación y debilidad estructural propias de su estilo y, en consecuencia, de reducida intensidad prescriptiva {Ruggeri}. Pero se cometería un grave error si se olvidara que la Constitución, como cualquier ley, es siempre y ante todo un acto normativo que contiene disposiciones preceptivas {Crisafulli} y que, por eso, pertenece indudablemente al ámbito del derecho. Desde este punto de vista tanto los jueces ordinarios, al resolver en base a normas constitucionales las controversias sujetas a su decisión, como los jueces constitucionales, operantes como intérpretes “autorizados” de la Constitución y como jueces de constitucionalidad de las leyes, se encuentran vinculados por los textos constitucionales en modos ciertamente menos apremiantes de lo que sucede en el caso de la interpretación de leyes ordinarias; pero de todos modos se encuentran siempre vinculados. La misma función jurisdiccional constitucional ha venido a asumir una notable relevancia en el derecho actual, en el cual los valores y principios éticos se manifiestan con singular claridad y con notable relevancia {Cheli}. Me parece que sólo de esa manera se podrán establecer las condiciones de legitimidad de la labor del juez constitucional. A este propósito es necesario alejarse de la problemática tradicional de la relación entre norma superior y norma inferior, entendida sea de forma kelseniana como delegación de poder o en el sentido del derecho natural como deducción lógica de contenidos. Eso significa que los principios y los valores constitucionales tienen un doble aspecto: por un lado, establecen derechos o intereses comunes (y en este sentido defienden contenidos jurídicos sustanciales que hay que interpretar), por otro, son utilizados como criterios de medida para la validez de ulteriores determinaciones normativas (y en este sentido son argumentos para la justificación de decisiones dotadas de autoridad). La exigencia de razonabilidad de la ley, que está en la raíz de la problemática constitucional, es una exigencia general impuesta por la conciencia de que el juicio de validez es la conclusión de un

razonamiento jurídico y no de una comprobación notarial. La ley jurídica ya no es vista sólo como la decisión de una autoridad constituida, sino también y sobre todo como la realización de finalidades preconstituidas e indisponibles en la que resulta de vital importancia su debida interpretación. En estas condiciones el juicio de validez constitucional no puede ser presentado simplemente como la correspondencia de una norma con una norma de rango superior. De hecho, cuando hablamos de conformidad con la constitución, el parámetro de referencia no es una norma singular sino una acumulación de normas y de principios que asumen su coordinación no en abstracto sino en relación al problema concreto para el que son interpeladas. Los principios que se encuentran en la base de nuestra Constitución se van a ir desarrollando con la apertura de nuevos horizontes y de nuevos problemas, y para eso la labor interpretativa de los jueces constitucionales tienen que ser continuamente puestos al día, reelaborados y recompuestos en un conjunto dotado de sentido. En relación con ese menester nuestra tarea en el plano cognoscitivo tiene que ser la de comprenderla y, en el plano práctico, la de controlarla, haciendo lo posible para reducir sus efectos perversos. ¿Será capaz el Tribunal de hacer ese esfuerzo? ¿Serán los congresistas capaces de sustraer este tema del debate político-electoral? Muchos problemas, muchas incógnitas y un solo principio: tempus regit actum.

1 Friedrich A. Hayek «Camino de servidumbre», Alianza Editorial, Madrid, 1978, trad. de Tose Vereara, pág.. 103.

UN CONTRASTE CRÍTICO SOBRE EL SIGNIFICADO DEL

ESTADO DE DERECHO Y EL VALOR DE LA JURISDICCIÓN CONSTITUCIONAL

El Doctor Alfredo Quispe Correa ha publicado en esta revista virtual un artículo intitulado: “Tribunal Constitucional: Límites”. En su artículo defiende la permanencia del Tribunal Constitucional, no obstante encontrarse últimamente incurriendo en inexplicables excesos, deplorando que la ausencia de sindéresis institucional va socavando su credibilidad ante la confianza pública. Lamento tener que discrepar con la opinión autorizada del Dr. Quispe. Y no lo hago porque esté en desacuerdo con su contenido, que no lo estoy en absoluto, sino porque creo que le está dando un espaldarazo a conceptos jurídicos que subyacen en el texto y que, desde mi punto de vista, afectan al corazón mismo del Estado de derecho. Me explico. Aquella concepción subyacente en el mencionado artículo, contradice todos los principios basilares de un auténtico Estado de derecho. A saber: la justicia, la legitimidad, la visibilidad y la transparencia del ejercicio del poder, su sujeción no sólo a la ley sino a los principios y valores constitucionales más elementales y vitales. El liberal Friedrich Hayek, ganador del premio nobel de economía, nos brinda, en su conocida obra “Camino de servidumbre”, una definición del Estado de Derecho que nos sirve perfectamente como punto de partida para sustentar nuestra argumentación: “Nada distingue con más claridad las condiciones de un país libre de las que rigen en un país bajo un gobierno arbitrario que la observancia, en aquél, de los grandes principios conocidos bajo la expresión Estado de Derecho. Despojada de todo su tecnicismo, significa que el Estado está sometido en todas sus actuaciones a normas fijas y conocidas de antemano; normas que permiten a cada uno prever con suficiente certidumbre cómo usará la autoridad en cada circunstancia sus poderes coercitivos, y disponer los propios asuntos individuales sobre la base de este conocimiento”1.

Este tipo de definición de Estado de Derecho resulta compatible con los sistemas autoritarios que son especialmente celosos del sometimiento a normas jurídicas previamente definidas, fijas, públicas y claras. Circunstancialmente, este tipo de Estado, fiel cumplidor de su legalidad, podría garantizar muy satisfactoriamente la disposición libre de los asuntos ideológicos que lo encarnan. Pero este tipo de Estado se queda muy corto en relación con las exigencias que adornan a un Estado Constitucional donde el derecho ha quedado plenamente constitucionalizado. La constitucionalización del derecho significa que el principio de legalidad, es decir, la supremacía de la ley propia del Estado de derecho, debe ser conjugado con el principio de legitimidad, es decir, la conformidad de la ley con los valores constitucionales. La ley no es ya, por tanto, la única fuente del derecho, sino que junto a ella (y a veces en competencia con ella) se ponen los derechos fundamentales, contenidos en las constituciones {Zagrebelsky}. La necesaria conjugación entre ley y derechos constituye la razón de la combinación entre el “procedimentalismo razonable”. Mientras la ley de por sí es el producto de la voluntad política según determinados procedimientos e ideologías, los derechos son valores ético-políticos sustraídos a la decisión política y son en parte internos y en parte externos a los procedimientos mismos. En el Estado Constitucional de derecho la autoridad política no tiene sólo los límites impuestos por el uso propio de la ley en el gobierno de las acciones humanas y considerados como la “moralidad interna del derecho” {Fuller}, sino que además tiene límites materiales, constituidos por los derechos del hombre y del ciudadano. Estos últimos no se configuran sólo como un control jurídico de la acción del poder político, sino también como objetivos y fines primarios de su ejercicio. Esto vale ya para los derechos liberales, ya para las otras categorías de derechos (derechos sociales, derechos culturales y derechos ecológicos). Desde esta óptica todo el contenido de la Constitución depende de la voluntad del poder constituyente, que da forma al cuerpo político y a sus instituciones representativas. Hoy, además, se consolidan cada vez más inclusive con los vínculos internacionales, a los cuales se someten los contenidos de las Constituciones de los Estados. Estas condiciones de admisibilidad a la comunidad internacional afectan no sólo los derechos sino asimismo a la estructura de la organización

política en la medida en que incide sobre la libertad de las personas y sobre su basilar igualdad. Asimismo, se debe tener presente que la Constitución es el resultado de la interpretación de las normas jurídicas constitucionales, del «círculo hermenéutico» entre principios conformadores de la sociedad y valoraciones de la sociedad misma; si se añade que la intervención de los jueces constitucionales se configura a menudo en términos que no son cualitativamente diferentes de los legislativos, o sea, manejando, innovando e integrando los textos legislativos {Zagrebelsky 1990}, no es difícil reconocer que las orientaciones interpretativas se mueven en un terreno fuertemente marcado en términos axiológicos y que está condicionado por el concreto desenvolverse de las comprensiones de sentido y de las relaciones entre las fuerzas sociales: hermenéutica y actuación de la Constitución se suman y se integran en un conjunto unitario. En muchos casos el juicio de legitimidad constitucional asume el problema de la adecuación al fin o a los fines constitucionalmente impuestos, con un evidente carácter crucial del aspecto teleológico y, aún más, con la imposibilidad de poder prescindir del contexto en que el texto constitucional recibe interpretación. De ese modo, en el juicio constitucional se ponen en juego no sólo las intenciones de los legisladores constituyentes y las prácticas interpretativas realizadas sobre los textos, sino también, en último análisis, la idea de derecho, de sociedad y de ética que se supone que subyace al edificio constitucional. A tal punto que a través de la interpretación constitucional penetran en el tejido del ordenamiento positivo, valores y principios históricamente acuñados {Kriele}. Por eso mismo es que en una reciente teoría de planteamiento neo-institucionalista {MacCormick} se sostiene que los problemas jurídicos más consistentes que surgen de la vida social, se los considera problemas de interpretación de las disposiciones constitucionales, admitiendo con esto, y dando así por descontado, que el consenso sobre la interpretación de la Constitución no ha de considerarse nunca como un elemento adquirido de una vez por todas, sino al contrario como objeto de continua confrontación y, en el límite, de una disputa. Con este tipo de prácticas la Constitución misma, no es vista ya en su dimensión documental y formal, sino en la dimensión que ha sido

definida como “material”, tiene un significado determinante totalmente particular {Mortati}. La Constitución lleva en sí el vínculo que la cultura jurídica impone al poder constituyente. Es cierto que el tejido normativo constitucional presenta las características específicas, constituidas por su impronta axiológica, de mayor indeterminación y debilidad estructural propias de su estilo y, en consecuencia, de reducida intensidad prescriptiva {Ruggeri}. Pero se cometería un grave error si se olvidara que la Constitución, como cualquier ley, es siempre y ante todo un acto normativo que contiene disposiciones preceptivas {Crisafulli} y que, por eso, pertenece indudablemente al ámbito del derecho. Desde este punto de vista tanto los jueces ordinarios, al resolver en base a normas constitucionales las controversias sujetas a su decisión, como los jueces constitucionales, operantes como intérpretes “autorizados” de la Constitución y como jueces de constitucionalidad de las leyes, se encuentran vinculados por los textos constitucionales en modos ciertamente menos apremiantes de lo que sucede en el caso de la interpretación de leyes ordinarias; pero de todos modos se encuentran siempre vinculados. La misma función jurisdiccional constitucional ha venido a asumir una notable relevancia en el derecho actual, en el cual los valores y principios éticos se manifiestan con singular claridad y con notable relevancia {Cheli}. Me parece que sólo de esa manera se podrán establecer las condiciones de legitimidad de la labor del juez constitucional. A este propósito es necesario alejarse de la problemática tradicional de la relación entre norma superior y norma inferior, entendida sea de forma kelseniana como delegación de poder o en el sentido del derecho natural como deducción lógica de contenidos. Eso significa que los principios y los valores constitucionales tienen un doble aspecto: por un lado, establecen derechos o intereses comunes (y en este sentido defienden contenidos jurídicos sustanciales que hay que interpretar), por otro, son utilizados como criterios de medida para la validez de ulteriores determinaciones normativas (y en este sentido son argumentos para la justificación de decisiones dotadas de autoridad). La exigencia de razonabilidad de la ley, que está en la raíz de la problemática constitucional, es una exigencia general impuesta por la conciencia de que el juicio de validez es la conclusión de un

razonamiento jurídico y no de una comprobación notarial. La ley jurídica ya no es vista sólo como la decisión de una autoridad constituida, sino también y sobre todo como la realización de finalidades preconstituidas e indisponibles en la que resulta de vital importancia su debida interpretación. En estas condiciones el juicio de validez constitucional no puede ser presentado simplemente como la correspondencia de una norma con una norma de rango superior. De hecho, cuando hablamos de conformidad con la constitución, el parámetro de referencia no es una norma singular sino una acumulación de normas y de principios que asumen su coordinación no en abstracto sino en relación al problema concreto para el que son interpeladas. Los principios que se encuentran en la base de nuestra Constitución se van a ir desarrollando con la apertura de nuevos horizontes y de nuevos problemas, y para eso la labor interpretativa de los jueces constitucionales tienen que ser continuamente puestos al día, reelaborados y recompuestos en un conjunto dotado de sentido. En relación con ese menester nuestra tarea en el plano cognoscitivo tiene que ser la de comprenderla y, en el plano práctico, la de controlarla, haciendo lo posible para reducir sus efectos perversos. ¿Será capaz el Tribunal de hacer ese esfuerzo? ¿Serán los congresistas capaces de sustraer este tema del debate político-electoral? Muchos problemas, muchas incógnitas y un solo principio: tempus regit actum.

1 Friedrich A. Hayek «Camino de servidumbre», Alianza Editorial, Madrid, 1978, trad. de Tose Vereara, pág.. 103.

UN CONTRASTE CRÍTICO SOBRE EL SIGNIFICADO DEL

ESTADO DE DERECHO Y EL VALOR DE LA JURISDICCIÓN CONSTITUCIONAL

El Doctor Alfredo Quispe Correa ha publicado en esta revista virtual un artículo intitulado: “Tribunal Constitucional: Límites”. En su artículo defiende la permanencia del Tribunal Constitucional, no obstante encontrarse últimamente incurriendo en inexplicables excesos, deplorando que la ausencia de sindéresis institucional va socavando su credibilidad ante la confianza pública. Lamento tener que discrepar con la opinión autorizada del Dr. Quispe. Y no lo hago porque esté en desacuerdo con su contenido, que no lo estoy en absoluto, sino porque creo que le está dando un espaldarazo a conceptos jurídicos que subyacen en el texto y que, desde mi punto de vista, afectan al corazón mismo del Estado de derecho. Me explico. Aquella concepción subyacente en el mencionado artículo, contradice todos los principios basilares de un auténtico Estado de derecho. A saber: la justicia, la legitimidad, la visibilidad y la transparencia del ejercicio del poder, su sujeción no sólo a la ley sino a los principios y valores constitucionales más elementales y vitales. El liberal Friedrich Hayek, ganador del premio nobel de economía, nos brinda, en su conocida obra “Camino de servidumbre”, una definición del Estado de Derecho que nos sirve perfectamente como punto de partida para sustentar nuestra argumentación: “Nada distingue con más claridad las condiciones de un país libre de las que rigen en un país bajo un gobierno arbitrario que la observancia, en aquél, de los grandes principios conocidos bajo la expresión Estado de Derecho. Despojada de todo su tecnicismo, significa que el Estado está sometido en todas sus actuaciones a normas fijas y conocidas de antemano; normas que permiten a cada uno prever con suficiente certidumbre cómo usará la autoridad en cada circunstancia sus poderes coercitivos, y disponer los propios asuntos individuales sobre la base de este conocimiento”1.

Este tipo de definición de Estado de Derecho resulta compatible con los sistemas autoritarios que son especialmente celosos del sometimiento a normas jurídicas previamente definidas, fijas, públicas y claras. Circunstancialmente, este tipo de Estado, fiel cumplidor de su legalidad, podría garantizar muy satisfactoriamente la disposición libre de los asuntos ideológicos que lo encarnan. Pero este tipo de Estado se queda muy corto en relación con las exigencias que adornan a un Estado Constitucional donde el derecho ha quedado plenamente constitucionalizado. La constitucionalización del derecho significa que el principio de legalidad, es decir, la supremacía de la ley propia del Estado de derecho, debe ser conjugado con el principio de legitimidad, es decir, la conformidad de la ley con los valores constitucionales. La ley no es ya, por tanto, la única fuente del derecho, sino que junto a ella (y a veces en competencia con ella) se ponen los derechos fundamentales, contenidos en las constituciones {Zagrebelsky}. La necesaria conjugación entre ley y derechos constituye la razón de la combinación entre el “procedimentalismo razonable”. Mientras la ley de por sí es el producto de la voluntad política según determinados procedimientos e ideologías, los derechos son valores ético-políticos sustraídos a la decisión política y son en parte internos y en parte externos a los procedimientos mismos. En el Estado Constitucional de derecho la autoridad política no tiene sólo los límites impuestos por el uso propio de la ley en el gobierno de las acciones humanas y considerados como la “moralidad interna del derecho” {Fuller}, sino que además tiene límites materiales, constituidos por los derechos del hombre y del ciudadano. Estos últimos no se configuran sólo como un control jurídico de la acción del poder político, sino también como objetivos y fines primarios de su ejercicio. Esto vale ya para los derechos liberales, ya para las otras categorías de derechos (derechos sociales, derechos culturales y derechos ecológicos). Desde esta óptica todo el contenido de la Constitución depende de la voluntad del poder constituyente, que da forma al cuerpo político y a sus instituciones representativas. Hoy, además, se consolidan cada vez más inclusive con los vínculos internacionales, a los cuales se someten los contenidos de las Constituciones de los Estados. Estas condiciones de admisibilidad a la comunidad internacional afectan no sólo los derechos sino asimismo a la estructura de la organización

política en la medida en que incide sobre la libertad de las personas y sobre su basilar igualdad. Asimismo, se debe tener presente que la Constitución es el resultado de la interpretación de las normas jurídicas constitucionales, del «círculo hermenéutico» entre principios conformadores de la sociedad y valoraciones de la sociedad misma; si se añade que la intervención de los jueces constitucionales se configura a menudo en términos que no son cualitativamente diferentes de los legislativos, o sea, manejando, innovando e integrando los textos legislativos {Zagrebelsky 1990}, no es difícil reconocer que las orientaciones interpretativas se mueven en un terreno fuertemente marcado en términos axiológicos y que está condicionado por el concreto desenvolverse de las comprensiones de sentido y de las relaciones entre las fuerzas sociales: hermenéutica y actuación de la Constitución se suman y se integran en un conjunto unitario. En muchos casos el juicio de legitimidad constitucional asume el problema de la adecuación al fin o a los fines constitucionalmente impuestos, con un evidente carácter crucial del aspecto teleológico y, aún más, con la imposibilidad de poder prescindir del contexto en que el texto constitucional recibe interpretación. De ese modo, en el juicio constitucional se ponen en juego no sólo las intenciones de los legisladores constituyentes y las prácticas interpretativas realizadas sobre los textos, sino también, en último análisis, la idea de derecho, de sociedad y de ética que se supone que subyace al edificio constitucional. A tal punto que a través de la interpretación constitucional penetran en el tejido del ordenamiento positivo, valores y principios históricamente acuñados {Kriele}. Por eso mismo es que en una reciente teoría de planteamiento neo-institucionalista {MacCormick} se sostiene que los problemas jurídicos más consistentes que surgen de la vida social, se los considera problemas de interpretación de las disposiciones constitucionales, admitiendo con esto, y dando así por descontado, que el consenso sobre la interpretación de la Constitución no ha de considerarse nunca como un elemento adquirido de una vez por todas, sino al contrario como objeto de continua confrontación y, en el límite, de una disputa. Con este tipo de prácticas la Constitución misma, no es vista ya en su dimensión documental y formal, sino en la dimensión que ha sido

definida como “material”, tiene un significado determinante totalmente particular {Mortati}. La Constitución lleva en sí el vínculo que la cultura jurídica impone al poder constituyente. Es cierto que el tejido normativo constitucional presenta las características específicas, constituidas por su impronta axiológica, de mayor indeterminación y debilidad estructural propias de su estilo y, en consecuencia, de reducida intensidad prescriptiva {Ruggeri}. Pero se cometería un grave error si se olvidara que la Constitución, como cualquier ley, es siempre y ante todo un acto normativo que contiene disposiciones preceptivas {Crisafulli} y que, por eso, pertenece indudablemente al ámbito del derecho. Desde este punto de vista tanto los jueces ordinarios, al resolver en base a normas constitucionales las controversias sujetas a su decisión, como los jueces constitucionales, operantes como intérpretes “autorizados” de la Constitución y como jueces de constitucionalidad de las leyes, se encuentran vinculados por los textos constitucionales en modos ciertamente menos apremiantes de lo que sucede en el caso de la interpretación de leyes ordinarias; pero de todos modos se encuentran siempre vinculados. La misma función jurisdiccional constitucional ha venido a asumir una notable relevancia en el derecho actual, en el cual los valores y principios éticos se manifiestan con singular claridad y con notable relevancia {Cheli}. Me parece que sólo de esa manera se podrán establecer las condiciones de legitimidad de la labor del juez constitucional. A este propósito es necesario alejarse de la problemática tradicional de la relación entre norma superior y norma inferior, entendida sea de forma kelseniana como delegación de poder o en el sentido del derecho natural como deducción lógica de contenidos. Eso significa que los principios y los valores constitucionales tienen un doble aspecto: por un lado, establecen derechos o intereses comunes (y en este sentido defienden contenidos jurídicos sustanciales que hay que interpretar), por otro, son utilizados como criterios de medida para la validez de ulteriores determinaciones normativas (y en este sentido son argumentos para la justificación de decisiones dotadas de autoridad). La exigencia de razonabilidad de la ley, que está en la raíz de la problemática constitucional, es una exigencia general impuesta por la conciencia de que el juicio de validez es la conclusión de un

razonamiento jurídico y no de una comprobación notarial. La ley jurídica ya no es vista sólo como la decisión de una autoridad constituida, sino también y sobre todo como la realización de finalidades preconstituidas e indisponibles en la que resulta de vital importancia su debida interpretación. En estas condiciones el juicio de validez constitucional no puede ser presentado simplemente como la correspondencia de una norma con una norma de rango superior. De hecho, cuando hablamos de conformidad con la constitución, el parámetro de referencia no es una norma singular sino una acumulación de normas y de principios que asumen su coordinación no en abstracto sino en relación al problema concreto para el que son interpeladas. Los principios que se encuentran en la base de nuestra Constitución se van a ir desarrollando con la apertura de nuevos horizontes y de nuevos problemas, y para eso la labor interpretativa de los jueces constitucionales tienen que ser continuamente puestos al día, reelaborados y recompuestos en un conjunto dotado de sentido. En relación con ese menester nuestra tarea en el plano cognoscitivo tiene que ser la de comprenderla y, en el plano práctico, la de controlarla, haciendo lo posible para reducir sus efectos perversos. ¿Será capaz el Tribunal de hacer ese esfuerzo? ¿Serán los congresistas capaces de sustraer este tema del debate político-electoral? Muchos problemas, muchas incógnitas y un solo principio: tempus regit actum.

1 Friedrich A. Hayek «Camino de servidumbre», Alianza Editorial, Madrid, 1978, trad. de Tose Vereara, pág.. 103.

UN CONTRASTE CRÍTICO SOBRE EL SIGNIFICADO DEL

ESTADO DE DERECHO Y EL VALOR DE LA JURISDICCIÓN CONSTITUCIONAL

El Doctor Alfredo Quispe Correa ha publicado en esta revista virtual un artículo intitulado: “Tribunal Constitucional: Límites”. En su artículo defiende la permanencia del Tribunal Constitucional, no obstante encontrarse últimamente incurriendo en inexplicables excesos, deplorando que la ausencia de sindéresis institucional va socavando su credibilidad ante la confianza pública. Lamento tener que discrepar con la opinión autorizada del Dr. Quispe. Y no lo hago porque esté en desacuerdo con su contenido, que no lo estoy en absoluto, sino porque creo que le está dando un espaldarazo a conceptos jurídicos que subyacen en el texto y que, desde mi punto de vista, afectan al corazón mismo del Estado de derecho. Me explico. Aquella concepción subyacente en el mencionado artículo, contradice todos los principios basilares de un auténtico Estado de derecho. A saber: la justicia, la legitimidad, la visibilidad y la transparencia del ejercicio del poder, su sujeción no sólo a la ley sino a los principios y valores constitucionales más elementales y vitales. El liberal Friedrich Hayek, ganador del premio nobel de economía, nos brinda, en su conocida obra “Camino de servidumbre”, una definición del Estado de Derecho que nos sirve perfectamente como punto de partida para sustentar nuestra argumentación: “Nada distingue con más claridad las condiciones de un país libre de las que rigen en un país bajo un gobierno arbitrario que la observancia, en aquél, de los grandes principios conocidos bajo la expresión Estado de Derecho. Despojada de todo su tecnicismo, significa que el Estado está sometido en todas sus actuaciones a normas fijas y conocidas de antemano; normas que permiten a cada uno prever con suficiente certidumbre cómo usará la autoridad en cada circunstancia sus poderes coercitivos, y disponer los propios asuntos individuales sobre la base de este conocimiento”1.

Este tipo de definición de Estado de Derecho resulta compatible con los sistemas autoritarios que son especialmente celosos del sometimiento a normas jurídicas previamente definidas, fijas, públicas y claras. Circunstancialmente, este tipo de Estado, fiel cumplidor de su legalidad, podría garantizar muy satisfactoriamente la disposición libre de los asuntos ideológicos que lo encarnan. Pero este tipo de Estado se queda muy corto en relación con las exigencias que adornan a un Estado Constitucional donde el derecho ha quedado plenamente constitucionalizado. La constitucionalización del derecho significa que el principio de legalidad, es decir, la supremacía de la ley propia del Estado de derecho, debe ser conjugado con el principio de legitimidad, es decir, la conformidad de la ley con los valores constitucionales. La ley no es ya, por tanto, la única fuente del derecho, sino que junto a ella (y a veces en competencia con ella) se ponen los derechos fundamentales, contenidos en las constituciones {Zagrebelsky}. La necesaria conjugación entre ley y derechos constituye la razón de la combinación entre el “procedimentalismo razonable”. Mientras la ley de por sí es el producto de la voluntad política según determinados procedimientos e ideologías, los derechos son valores ético-políticos sustraídos a la decisión política y son en parte internos y en parte externos a los procedimientos mismos. En el Estado Constitucional de derecho la autoridad política no tiene sólo los límites impuestos por el uso propio de la ley en el gobierno de las acciones humanas y considerados como la “moralidad interna del derecho” {Fuller}, sino que además tiene límites materiales, constituidos por los derechos del hombre y del ciudadano. Estos últimos no se configuran sólo como un control jurídico de la acción del poder político, sino también como objetivos y fines primarios de su ejercicio. Esto vale ya para los derechos liberales, ya para las otras categorías de derechos (derechos sociales, derechos culturales y derechos ecológicos). Desde esta óptica todo el contenido de la Constitución depende de la voluntad del poder constituyente, que da forma al cuerpo político y a sus instituciones representativas. Hoy, además, se consolidan cada vez más inclusive con los vínculos internacionales, a los cuales se someten los contenidos de las Constituciones de los Estados. Estas condiciones de admisibilidad a la comunidad internacional afectan no sólo los derechos sino asimismo a la estructura de la organización

política en la medida en que incide sobre la libertad de las personas y sobre su basilar igualdad. Asimismo, se debe tener presente que la Constitución es el resultado de la interpretación de las normas jurídicas constitucionales, del «círculo hermenéutico» entre principios conformadores de la sociedad y valoraciones de la sociedad misma; si se añade que la intervención de los jueces constitucionales se configura a menudo en términos que no son cualitativamente diferentes de los legislativos, o sea, manejando, innovando e integrando los textos legislativos {Zagrebelsky 1990}, no es difícil reconocer que las orientaciones interpretativas se mueven en un terreno fuertemente marcado en términos axiológicos y que está condicionado por el concreto desenvolverse de las comprensiones de sentido y de las relaciones entre las fuerzas sociales: hermenéutica y actuación de la Constitución se suman y se integran en un conjunto unitario. En muchos casos el juicio de legitimidad constitucional asume el problema de la adecuación al fin o a los fines constitucionalmente impuestos, con un evidente carácter crucial del aspecto teleológico y, aún más, con la imposibilidad de poder prescindir del contexto en que el texto constitucional recibe interpretación. De ese modo, en el juicio constitucional se ponen en juego no sólo las intenciones de los legisladores constituyentes y las prácticas interpretativas realizadas sobre los textos, sino también, en último análisis, la idea de derecho, de sociedad y de ética que se supone que subyace al edificio constitucional. A tal punto que a través de la interpretación constitucional penetran en el tejido del ordenamiento positivo, valores y principios históricamente acuñados {Kriele}. Por eso mismo es que en una reciente teoría de planteamiento neo-institucionalista {MacCormick} se sostiene que los problemas jurídicos más consistentes que surgen de la vida social, se los considera problemas de interpretación de las disposiciones constitucionales, admitiendo con esto, y dando así por descontado, que el consenso sobre la interpretación de la Constitución no ha de considerarse nunca como un elemento adquirido de una vez por todas, sino al contrario como objeto de continua confrontación y, en el límite, de una disputa. Con este tipo de prácticas la Constitución misma, no es vista ya en su dimensión documental y formal, sino en la dimensión que ha sido

definida como “material”, tiene un significado determinante totalmente particular {Mortati}. La Constitución lleva en sí el vínculo que la cultura jurídica impone al poder constituyente. Es cierto que el tejido normativo constitucional presenta las características específicas, constituidas por su impronta axiológica, de mayor indeterminación y debilidad estructural propias de su estilo y, en consecuencia, de reducida intensidad prescriptiva {Ruggeri}. Pero se cometería un grave error si se olvidara que la Constitución, como cualquier ley, es siempre y ante todo un acto normativo que contiene disposiciones preceptivas {Crisafulli} y que, por eso, pertenece indudablemente al ámbito del derecho. Desde este punto de vista tanto los jueces ordinarios, al resolver en base a normas constitucionales las controversias sujetas a su decisión, como los jueces constitucionales, operantes como intérpretes “autorizados” de la Constitución y como jueces de constitucionalidad de las leyes, se encuentran vinculados por los textos constitucionales en modos ciertamente menos apremiantes de lo que sucede en el caso de la interpretación de leyes ordinarias; pero de todos modos se encuentran siempre vinculados. La misma función jurisdiccional constitucional ha venido a asumir una notable relevancia en el derecho actual, en el cual los valores y principios éticos se manifiestan con singular claridad y con notable relevancia {Cheli}. Me parece que sólo de esa manera se podrán establecer las condiciones de legitimidad de la labor del juez constitucional. A este propósito es necesario alejarse de la problemática tradicional de la relación entre norma superior y norma inferior, entendida sea de forma kelseniana como delegación de poder o en el sentido del derecho natural como deducción lógica de contenidos. Eso significa que los principios y los valores constitucionales tienen un doble aspecto: por un lado, establecen derechos o intereses comunes (y en este sentido defienden contenidos jurídicos sustanciales que hay que interpretar), por otro, son utilizados como criterios de medida para la validez de ulteriores determinaciones normativas (y en este sentido son argumentos para la justificación de decisiones dotadas de autoridad). La exigencia de razonabilidad de la ley, que está en la raíz de la problemática constitucional, es una exigencia general impuesta por la conciencia de que el juicio de validez es la conclusión de un

razonamiento jurídico y no de una comprobación notarial. La ley jurídica ya no es vista sólo como la decisión de una autoridad constituida, sino también y sobre todo como la realización de finalidades preconstituidas e indisponibles en la que resulta de vital importancia su debida interpretación. En estas condiciones el juicio de validez constitucional no puede ser presentado simplemente como la correspondencia de una norma con una norma de rango superior. De hecho, cuando hablamos de conformidad con la constitución, el parámetro de referencia no es una norma singular sino una acumulación de normas y de principios que asumen su coordinación no en abstracto sino en relación al problema concreto para el que son interpeladas. Los principios que se encuentran en la base de nuestra Constitución se van a ir desarrollando con la apertura de nuevos horizontes y de nuevos problemas, y para eso la labor interpretativa de los jueces constitucionales tienen que ser continuamente puestos al día, reelaborados y recompuestos en un conjunto dotado de sentido. En relación con ese menester nuestra tarea en el plano cognoscitivo tiene que ser la de comprenderla y, en el plano práctico, la de controlarla, haciendo lo posible para reducir sus efectos perversos. ¿Será capaz el Tribunal de hacer ese esfuerzo? ¿Serán los congresistas capaces de sustraer este tema del debate político-electoral? Muchos problemas, muchas incógnitas y un solo principio: tempus regit actum.

1 Friedrich A. Hayek «Camino de servidumbre», Alianza Editorial, Madrid, 1978, trad. de Tose Vereara, pág.. 103.

UN CONTRASTE CRÍTICO SOBRE EL SIGNIFICADO DEL

ESTADO DE DERECHO Y EL VALOR DE LA JURISDICCIÓN CONSTITUCIONAL

El Doctor Alfredo Quispe Correa ha publicado en esta revista virtual un artículo intitulado: “Tribunal Constitucional: Límites”. En su artículo defiende la permanencia del Tribunal Constitucional, no obstante encontrarse últimamente incurriendo en inexplicables excesos, deplorando que la ausencia de sindéresis institucional va socavando su credibilidad ante la confianza pública. Lamento tener que discrepar con la opinión autorizada del Dr. Quispe. Y no lo hago porque esté en desacuerdo con su contenido, que no lo estoy en absoluto, sino porque creo que le está dando un espaldarazo a conceptos jurídicos que subyacen en el texto y que, desde mi punto de vista, afectan al corazón mismo del Estado de derecho. Me explico. Aquella concepción subyacente en el mencionado artículo, contradice todos los principios basilares de un auténtico Estado de derecho. A saber: la justicia, la legitimidad, la visibilidad y la transparencia del ejercicio del poder, su sujeción no sólo a la ley sino a los principios y valores constitucionales más elementales y vitales. El liberal Friedrich Hayek, ganador del premio nobel de economía, nos brinda, en su conocida obra “Camino de servidumbre”, una definición del Estado de Derecho que nos sirve perfectamente como punto de partida para sustentar nuestra argumentación: “Nada distingue con más claridad las condiciones de un país libre de las que rigen en un país bajo un gobierno arbitrario que la observancia, en aquél, de los grandes principios conocidos bajo la expresión Estado de Derecho. Despojada de todo su tecnicismo, significa que el Estado está sometido en todas sus actuaciones a normas fijas y conocidas de antemano; normas que permiten a cada uno prever con suficiente certidumbre cómo usará la autoridad en cada circunstancia sus poderes coercitivos, y disponer los propios asuntos individuales sobre la base de este conocimiento”1.

Este tipo de definición de Estado de Derecho resulta compatible con los sistemas autoritarios que son especialmente celosos del sometimiento a normas jurídicas previamente definidas, fijas, públicas y claras. Circunstancialmente, este tipo de Estado, fiel cumplidor de su legalidad, podría garantizar muy satisfactoriamente la disposición libre de los asuntos ideológicos que lo encarnan. Pero este tipo de Estado se queda muy corto en relación con las exigencias que adornan a un Estado Constitucional donde el derecho ha quedado plenamente constitucionalizado. La constitucionalización del derecho significa que el principio de legalidad, es decir, la supremacía de la ley propia del Estado de derecho, debe ser conjugado con el principio de legitimidad, es decir, la conformidad de la ley con los valores constitucionales. La ley no es ya, por tanto, la única fuente del derecho, sino que junto a ella (y a veces en competencia con ella) se ponen los derechos fundamentales, contenidos en las constituciones {Zagrebelsky}. La necesaria conjugación entre ley y derechos constituye la razón de la combinación entre el “procedimentalismo razonable”. Mientras la ley de por sí es el producto de la voluntad política según determinados procedimientos e ideologías, los derechos son valores ético-políticos sustraídos a la decisión política y son en parte internos y en parte externos a los procedimientos mismos. En el Estado Constitucional de derecho la autoridad política no tiene sólo los límites impuestos por el uso propio de la ley en el gobierno de las acciones humanas y considerados como la “moralidad interna del derecho” {Fuller}, sino que además tiene límites materiales, constituidos por los derechos del hombre y del ciudadano. Estos últimos no se configuran sólo como un control jurídico de la acción del poder político, sino también como objetivos y fines primarios de su ejercicio. Esto vale ya para los derechos liberales, ya para las otras categorías de derechos (derechos sociales, derechos culturales y derechos ecológicos). Desde esta óptica todo el contenido de la Constitución depende de la voluntad del poder constituyente, que da forma al cuerpo político y a sus instituciones representativas. Hoy, además, se consolidan cada vez más inclusive con los vínculos internacionales, a los cuales se someten los contenidos de las Constituciones de los Estados. Estas condiciones de admisibilidad a la comunidad internacional afectan no sólo los derechos sino asimismo a la estructura de la organización

política en la medida en que incide sobre la libertad de las personas y sobre su basilar igualdad. Asimismo, se debe tener presente que la Constitución es el resultado de la interpretación de las normas jurídicas constitucionales, del «círculo hermenéutico» entre principios conformadores de la sociedad y valoraciones de la sociedad misma; si se añade que la intervención de los jueces constitucionales se configura a menudo en términos que no son cualitativamente diferentes de los legislativos, o sea, manejando, innovando e integrando los textos legislativos {Zagrebelsky 1990}, no es difícil reconocer que las orientaciones interpretativas se mueven en un terreno fuertemente marcado en términos axiológicos y que está condicionado por el concreto desenvolverse de las comprensiones de sentido y de las relaciones entre las fuerzas sociales: hermenéutica y actuación de la Constitución se suman y se integran en un conjunto unitario. En muchos casos el juicio de legitimidad constitucional asume el problema de la adecuación al fin o a los fines constitucionalmente impuestos, con un evidente carácter crucial del aspecto teleológico y, aún más, con la imposibilidad de poder prescindir del contexto en que el texto constitucional recibe interpretación. De ese modo, en el juicio constitucional se ponen en juego no sólo las intenciones de los legisladores constituyentes y las prácticas interpretativas realizadas sobre los textos, sino también, en último análisis, la idea de derecho, de sociedad y de ética que se supone que subyace al edificio constitucional. A tal punto que a través de la interpretación constitucional penetran en el tejido del ordenamiento positivo, valores y principios históricamente acuñados {Kriele}. Por eso mismo es que en una reciente teoría de planteamiento neo-institucionalista {MacCormick} se sostiene que los problemas jurídicos más consistentes que surgen de la vida social, se los considera problemas de interpretación de las disposiciones constitucionales, admitiendo con esto, y dando así por descontado, que el consenso sobre la interpretación de la Constitución no ha de considerarse nunca como un elemento adquirido de una vez por todas, sino al contrario como objeto de continua confrontación y, en el límite, de una disputa. Con este tipo de prácticas la Constitución misma, no es vista ya en su dimensión documental y formal, sino en la dimensión que ha sido

definida como “material”, tiene un significado determinante totalmente particular {Mortati}. La Constitución lleva en sí el vínculo que la cultura jurídica impone al poder constituyente. Es cierto que el tejido normativo constitucional presenta las características específicas, constituidas por su impronta axiológica, de mayor indeterminación y debilidad estructural propias de su estilo y, en consecuencia, de reducida intensidad prescriptiva {Ruggeri}. Pero se cometería un grave error si se olvidara que la Constitución, como cualquier ley, es siempre y ante todo un acto normativo que contiene disposiciones preceptivas {Crisafulli} y que, por eso, pertenece indudablemente al ámbito del derecho. Desde este punto de vista tanto los jueces ordinarios, al resolver en base a normas constitucionales las controversias sujetas a su decisión, como los jueces constitucionales, operantes como intérpretes “autorizados” de la Constitución y como jueces de constitucionalidad de las leyes, se encuentran vinculados por los textos constitucionales en modos ciertamente menos apremiantes de lo que sucede en el caso de la interpretación de leyes ordinarias; pero de todos modos se encuentran siempre vinculados. La misma función jurisdiccional constitucional ha venido a asumir una notable relevancia en el derecho actual, en el cual los valores y principios éticos se manifiestan con singular claridad y con notable relevancia {Cheli}. Me parece que sólo de esa manera se podrán establecer las condiciones de legitimidad de la labor del juez constitucional. A este propósito es necesario alejarse de la problemática tradicional de la relación entre norma superior y norma inferior, entendida sea de forma kelseniana como delegación de poder o en el sentido del derecho natural como deducción lógica de contenidos. Eso significa que los principios y los valores constitucionales tienen un doble aspecto: por un lado, establecen derechos o intereses comunes (y en este sentido defienden contenidos jurídicos sustanciales que hay que interpretar), por otro, son utilizados como criterios de medida para la validez de ulteriores determinaciones normativas (y en este sentido son argumentos para la justificación de decisiones dotadas de autoridad). La exigencia de razonabilidad de la ley, que está en la raíz de la problemática constitucional, es una exigencia general impuesta por la conciencia de que el juicio de validez es la conclusión de un

razonamiento jurídico y no de una comprobación notarial. La ley jurídica ya no es vista sólo como la decisión de una autoridad constituida, sino también y sobre todo como la realización de finalidades preconstituidas e indisponibles en la que resulta de vital importancia su debida interpretación. En estas condiciones el juicio de validez constitucional no puede ser presentado simplemente como la correspondencia de una norma con una norma de rango superior. De hecho, cuando hablamos de conformidad con la constitución, el parámetro de referencia no es una norma singular sino una acumulación de normas y de principios que asumen su coordinación no en abstracto sino en relación al problema concreto para el que son interpeladas. Los principios que se encuentran en la base de nuestra Constitución se van a ir desarrollando con la apertura de nuevos horizontes y de nuevos problemas, y para eso la labor interpretativa de los jueces constitucionales tienen que ser continuamente puestos al día, reelaborados y recompuestos en un conjunto dotado de sentido. En relación con ese menester nuestra tarea en el plano cognoscitivo tiene que ser la de comprenderla y, en el plano práctico, la de controlarla, haciendo lo posible para reducir sus efectos perversos. ¿Será capaz el Tribunal de hacer ese esfuerzo? ¿Serán los congresistas capaces de sustraer este tema del debate político-electoral? Muchos problemas, muchas incógnitas y un solo principio: tempus regit actum.

1 Friedrich A. Hayek «Camino de servidumbre», Alianza Editorial, Madrid, 1978, trad. de Tose Vereara, pág.. 103.

UN CONTRASTE CRÍTICO SOBRE EL SIGNIFICADO DEL

ESTADO DE DERECHO Y EL VALOR DE LA JURISDICCIÓN CONSTITUCIONAL

El Doctor Alfredo Quispe Correa ha publicado en esta revista virtual un artículo intitulado: “Tribunal Constitucional: Límites”. En su artículo defiende la permanencia del Tribunal Constitucional, no obstante encontrarse últimamente incurriendo en inexplicables excesos, deplorando que la ausencia de sindéresis institucional va socavando su credibilidad ante la confianza pública. Lamento tener que discrepar con la opinión autorizada del Dr. Quispe. Y no lo hago porque esté en desacuerdo con su contenido, que no lo estoy en absoluto, sino porque creo que le está dando un espaldarazo a conceptos jurídicos que subyacen en el texto y que, desde mi punto de vista, afectan al corazón mismo del Estado de derecho. Me explico. Aquella concepción subyacente en el mencionado artículo, contradice todos los principios basilares de un auténtico Estado de derecho. A saber: la justicia, la legitimidad, la visibilidad y la transparencia del ejercicio del poder, su sujeción no sólo a la ley sino a los principios y valores constitucionales más elementales y vitales. El liberal Friedrich Hayek, ganador del premio nobel de economía, nos brinda, en su conocida obra “Camino de servidumbre”, una definición del Estado de Derecho que nos sirve perfectamente como punto de partida para sustentar nuestra argumentación: “Nada distingue con más claridad las condiciones de un país libre de las que rigen en un país bajo un gobierno arbitrario que la observancia, en aquél, de los grandes principios conocidos bajo la expresión Estado de Derecho. Despojada de todo su tecnicismo, significa que el Estado está sometido en todas sus actuaciones a normas fijas y conocidas de antemano; normas que permiten a cada uno prever con suficiente certidumbre cómo usará la autoridad en cada circunstancia sus poderes coercitivos, y disponer los propios asuntos individuales sobre la base de este conocimiento”1.

Este tipo de definición de Estado de Derecho resulta compatible con los sistemas autoritarios que son especialmente celosos del sometimiento a normas jurídicas previamente definidas, fijas, públicas y claras. Circunstancialmente, este tipo de Estado, fiel cumplidor de su legalidad, podría garantizar muy satisfactoriamente la disposición libre de los asuntos ideológicos que lo encarnan. Pero este tipo de Estado se queda muy corto en relación con las exigencias que adornan a un Estado Constitucional donde el derecho ha quedado plenamente constitucionalizado. La constitucionalización del derecho significa que el principio de legalidad, es decir, la supremacía de la ley propia del Estado de derecho, debe ser conjugado con el principio de legitimidad, es decir, la conformidad de la ley con los valores constitucionales. La ley no es ya, por tanto, la única fuente del derecho, sino que junto a ella (y a veces en competencia con ella) se ponen los derechos fundamentales, contenidos en las constituciones {Zagrebelsky}. La necesaria conjugación entre ley y derechos constituye la razón de la combinación entre el “procedimentalismo razonable”. Mientras la ley de por sí es el producto de la voluntad política según determinados procedimientos e ideologías, los derechos son valores ético-políticos sustraídos a la decisión política y son en parte internos y en parte externos a los procedimientos mismos. En el Estado Constitucional de derecho la autoridad política no tiene sólo los límites impuestos por el uso propio de la ley en el gobierno de las acciones humanas y considerados como la “moralidad interna del derecho” {Fuller}, sino que además tiene límites materiales, constituidos por los derechos del hombre y del ciudadano. Estos últimos no se configuran sólo como un control jurídico de la acción del poder político, sino también como objetivos y fines primarios de su ejercicio. Esto vale ya para los derechos liberales, ya para las otras categorías de derechos (derechos sociales, derechos culturales y derechos ecológicos). Desde esta óptica todo el contenido de la Constitución depende de la voluntad del poder constituyente, que da forma al cuerpo político y a sus instituciones representativas. Hoy, además, se consolidan cada vez más inclusive con los vínculos internacionales, a los cuales se someten los contenidos de las Constituciones de los Estados. Estas condiciones de admisibilidad a la comunidad internacional afectan no sólo los derechos sino asimismo a la estructura de la organización

política en la medida en que incide sobre la libertad de las personas y sobre su basilar igualdad. Asimismo, se debe tener presente que la Constitución es el resultado de la interpretación de las normas jurídicas constitucionales, del «círculo hermenéutico» entre principios conformadores de la sociedad y valoraciones de la sociedad misma; si se añade que la intervención de los jueces constitucionales se configura a menudo en términos que no son cualitativamente diferentes de los legislativos, o sea, manejando, innovando e integrando los textos legislativos {Zagrebelsky 1990}, no es difícil reconocer que las orientaciones interpretativas se mueven en un terreno fuertemente marcado en términos axiológicos y que está condicionado por el concreto desenvolverse de las comprensiones de sentido y de las relaciones entre las fuerzas sociales: hermenéutica y actuación de la Constitución se suman y se integran en un conjunto unitario. En muchos casos el juicio de legitimidad constitucional asume el problema de la adecuación al fin o a los fines constitucionalmente impuestos, con un evidente carácter crucial del aspecto teleológico y, aún más, con la imposibilidad de poder prescindir del contexto en que el texto constitucional recibe interpretación. De ese modo, en el juicio constitucional se ponen en juego no sólo las intenciones de los legisladores constituyentes y las prácticas interpretativas realizadas sobre los textos, sino también, en último análisis, la idea de derecho, de sociedad y de ética que se supone que subyace al edificio constitucional. A tal punto que a través de la interpretación constitucional penetran en el tejido del ordenamiento positivo, valores y principios históricamente acuñados {Kriele}. Por eso mismo es que en una reciente teoría de planteamiento neo-institucionalista {MacCormick} se sostiene que los problemas jurídicos más consistentes que surgen de la vida social, se los considera problemas de interpretación de las disposiciones constitucionales, admitiendo con esto, y dando así por descontado, que el consenso sobre la interpretación de la Constitución no ha de considerarse nunca como un elemento adquirido de una vez por todas, sino al contrario como objeto de continua confrontación y, en el límite, de una disputa. Con este tipo de prácticas la Constitución misma, no es vista ya en su dimensión documental y formal, sino en la dimensión que ha sido

definida como “material”, tiene un significado determinante totalmente particular {Mortati}. La Constitución lleva en sí el vínculo que la cultura jurídica impone al poder constituyente. Es cierto que el tejido normativo constitucional presenta las características específicas, constituidas por su impronta axiológica, de mayor indeterminación y debilidad estructural propias de su estilo y, en consecuencia, de reducida intensidad prescriptiva {Ruggeri}. Pero se cometería un grave error si se olvidara que la Constitución, como cualquier ley, es siempre y ante todo un acto normativo que contiene disposiciones preceptivas {Crisafulli} y que, por eso, pertenece indudablemente al ámbito del derecho. Desde este punto de vista tanto los jueces ordinarios, al resolver en base a normas constitucionales las controversias sujetas a su decisión, como los jueces constitucionales, operantes como intérpretes “autorizados” de la Constitución y como jueces de constitucionalidad de las leyes, se encuentran vinculados por los textos constitucionales en modos ciertamente menos apremiantes de lo que sucede en el caso de la interpretación de leyes ordinarias; pero de todos modos se encuentran siempre vinculados. La misma función jurisdiccional constitucional ha venido a asumir una notable relevancia en el derecho actual, en el cual los valores y principios éticos se manifiestan con singular claridad y con notable relevancia {Cheli}. Me parece que sólo de esa manera se podrán establecer las condiciones de legitimidad de la labor del juez constitucional. A este propósito es necesario alejarse de la problemática tradicional de la relación entre norma superior y norma inferior, entendida sea de forma kelseniana como delegación de poder o en el sentido del derecho natural como deducción lógica de contenidos. Eso significa que los principios y los valores constitucionales tienen un doble aspecto: por un lado, establecen derechos o intereses comunes (y en este sentido defienden contenidos jurídicos sustanciales que hay que interpretar), por otro, son utilizados como criterios de medida para la validez de ulteriores determinaciones normativas (y en este sentido son argumentos para la justificación de decisiones dotadas de autoridad). La exigencia de razonabilidad de la ley, que está en la raíz de la problemática constitucional, es una exigencia general impuesta por la conciencia de que el juicio de validez es la conclusión de un

razonamiento jurídico y no de una comprobación notarial. La ley jurídica ya no es vista sólo como la decisión de una autoridad constituida, sino también y sobre todo como la realización de finalidades preconstituidas e indisponibles en la que resulta de vital importancia su debida interpretación. En estas condiciones el juicio de validez constitucional no puede ser presentado simplemente como la correspondencia de una norma con una norma de rango superior. De hecho, cuando hablamos de conformidad con la constitución, el parámetro de referencia no es una norma singular sino una acumulación de normas y de principios que asumen su coordinación no en abstracto sino en relación al problema concreto para el que son interpeladas. Los principios que se encuentran en la base de nuestra Constitución se van a ir desarrollando con la apertura de nuevos horizontes y de nuevos problemas, y para eso la labor interpretativa de los jueces constitucionales tienen que ser continuamente puestos al día, reelaborados y recompuestos en un conjunto dotado de sentido. En relación con ese menester nuestra tarea en el plano cognoscitivo tiene que ser la de comprenderla y, en el plano práctico, la de controlarla, haciendo lo posible para reducir sus efectos perversos. ¿Será capaz el Tribunal de hacer ese esfuerzo? ¿Serán los congresistas capaces de sustraer este tema del debate político-electoral? Muchos problemas, muchas incógnitas y un solo principio: tempus regit actum.

1 Friedrich A. Hayek «Camino de servidumbre», Alianza Editorial, Madrid, 1978, trad. de Tose Vereara, pág.. 103.

UN CONTRASTE CRÍTICO SOBRE EL SIGNIFICADO DEL

ESTADO DE DERECHO Y EL VALOR DE LA JURISDICCIÓN CONSTITUCIONAL

El Doctor Alfredo Quispe Correa ha publicado en esta revista virtual un artículo intitulado: “Tribunal Constitucional: Límites”. En su artículo defiende la permanencia del Tribunal Constitucional, no obstante encontrarse últimamente incurriendo en inexplicables excesos, deplorando que la ausencia de sindéresis institucional va socavando su credibilidad ante la confianza pública. Lamento tener que discrepar con la opinión autorizada del Dr. Quispe. Y no lo hago porque esté en desacuerdo con su contenido, que no lo estoy en absoluto, sino porque creo que le está dando un espaldarazo a conceptos jurídicos que subyacen en el texto y que, desde mi punto de vista, afectan al corazón mismo del Estado de derecho. Me explico. Aquella concepción subyacente en el mencionado artículo, contradice todos los principios basilares de un auténtico Estado de derecho. A saber: la justicia, la legitimidad, la visibilidad y la transparencia del ejercicio del poder, su sujeción no sólo a la ley sino a los principios y valores constitucionales más elementales y vitales. El liberal Friedrich Hayek, ganador del premio nobel de economía, nos brinda, en su conocida obra “Camino de servidumbre”, una definición del Estado de Derecho que nos sirve perfectamente como punto de partida para sustentar nuestra argumentación: “Nada distingue con más claridad las condiciones de un país libre de las que rigen en un país bajo un gobierno arbitrario que la observancia, en aquél, de los grandes principios conocidos bajo la expresión Estado de Derecho. Despojada de todo su tecnicismo, significa que el Estado está sometido en todas sus actuaciones a normas fijas y conocidas de antemano; normas que permiten a cada uno prever con suficiente certidumbre cómo usará la autoridad en cada circunstancia sus poderes coercitivos, y disponer los propios asuntos individuales sobre la base de este conocimiento”1.

Este tipo de definición de Estado de Derecho resulta compatible con los sistemas autoritarios que son especialmente celosos del sometimiento a normas jurídicas previamente definidas, fijas, públicas y claras. Circunstancialmente, este tipo de Estado, fiel cumplidor de su legalidad, podría garantizar muy satisfactoriamente la disposición libre de los asuntos ideológicos que lo encarnan. Pero este tipo de Estado se queda muy corto en relación con las exigencias que adornan a un Estado Constitucional donde el derecho ha quedado plenamente constitucionalizado. La constitucionalización del derecho significa que el principio de legalidad, es decir, la supremacía de la ley propia del Estado de derecho, debe ser conjugado con el principio de legitimidad, es decir, la conformidad de la ley con los valores constitucionales. La ley no es ya, por tanto, la única fuente del derecho, sino que junto a ella (y a veces en competencia con ella) se ponen los derechos fundamentales, contenidos en las constituciones {Zagrebelsky}. La necesaria conjugación entre ley y derechos constituye la razón de la combinación entre el “procedimentalismo razonable”. Mientras la ley de por sí es el producto de la voluntad política según determinados procedimientos e ideologías, los derechos son valores ético-políticos sustraídos a la decisión política y son en parte internos y en parte externos a los procedimientos mismos. En el Estado Constitucional de derecho la autoridad política no tiene sólo los límites impuestos por el uso propio de la ley en el gobierno de las acciones humanas y considerados como la “moralidad interna del derecho” {Fuller}, sino que además tiene límites materiales, constituidos por los derechos del hombre y del ciudadano. Estos últimos no se configuran sólo como un control jurídico de la acción del poder político, sino también como objetivos y fines primarios de su ejercicio. Esto vale ya para los derechos liberales, ya para las otras categorías de derechos (derechos sociales, derechos culturales y derechos ecológicos). Desde esta óptica todo el contenido de la Constitución depende de la voluntad del poder constituyente, que da forma al cuerpo político y a sus instituciones representativas. Hoy, además, se consolidan cada vez más inclusive con los vínculos internacionales, a los cuales se someten los contenidos de las Constituciones de los Estados. Estas condiciones de admisibilidad a la comunidad internacional afectan no sólo los derechos sino asimismo a la estructura de la organización

política en la medida en que incide sobre la libertad de las personas y sobre su basilar igualdad. Asimismo, se debe tener presente que la Constitución es el resultado de la interpretación de las normas jurídicas constitucionales, del «círculo hermenéutico» entre principios conformadores de la sociedad y valoraciones de la sociedad misma; si se añade que la intervención de los jueces constitucionales se configura a menudo en términos que no son cualitativamente diferentes de los legislativos, o sea, manejando, innovando e integrando los textos legislativos {Zagrebelsky 1990}, no es difícil reconocer que las orientaciones interpretativas se mueven en un terreno fuertemente marcado en términos axiológicos y que está condicionado por el concreto desenvolverse de las comprensiones de sentido y de las relaciones entre las fuerzas sociales: hermenéutica y actuación de la Constitución se suman y se integran en un conjunto unitario. En muchos casos el juicio de legitimidad constitucional asume el problema de la adecuación al fin o a los fines constitucionalmente impuestos, con un evidente carácter crucial del aspecto teleológico y, aún más, con la imposibilidad de poder prescindir del contexto en que el texto constitucional recibe interpretación. De ese modo, en el juicio constitucional se ponen en juego no sólo las intenciones de los legisladores constituyentes y las prácticas interpretativas realizadas sobre los textos, sino también, en último análisis, la idea de derecho, de sociedad y de ética que se supone que subyace al edificio constitucional. A tal punto que a través de la interpretación constitucional penetran en el tejido del ordenamiento positivo, valores y principios históricamente acuñados {Kriele}. Por eso mismo es que en una reciente teoría de planteamiento neo-institucionalista {MacCormick} se sostiene que los problemas jurídicos más consistentes que surgen de la vida social, se los considera problemas de interpretación de las disposiciones constitucionales, admitiendo con esto, y dando así por descontado, que el consenso sobre la interpretación de la Constitución no ha de considerarse nunca como un elemento adquirido de una vez por todas, sino al contrario como objeto de continua confrontación y, en el límite, de una disputa. Con este tipo de prácticas la Constitución misma, no es vista ya en su dimensión documental y formal, sino en la dimensión que ha sido

definida como “material”, tiene un significado determinante totalmente particular {Mortati}. La Constitución lleva en sí el vínculo que la cultura jurídica impone al poder constituyente. Es cierto que el tejido normativo constitucional presenta las características específicas, constituidas por su impronta axiológica, de mayor indeterminación y debilidad estructural propias de su estilo y, en consecuencia, de reducida intensidad prescriptiva {Ruggeri}. Pero se cometería un grave error si se olvidara que la Constitución, como cualquier ley, es siempre y ante todo un acto normativo que contiene disposiciones preceptivas {Crisafulli} y que, por eso, pertenece indudablemente al ámbito del derecho. Desde este punto de vista tanto los jueces ordinarios, al resolver en base a normas constitucionales las controversias sujetas a su decisión, como los jueces constitucionales, operantes como intérpretes “autorizados” de la Constitución y como jueces de constitucionalidad de las leyes, se encuentran vinculados por los textos constitucionales en modos ciertamente menos apremiantes de lo que sucede en el caso de la interpretación de leyes ordinarias; pero de todos modos se encuentran siempre vinculados. La misma función jurisdiccional constitucional ha venido a asumir una notable relevancia en el derecho actual, en el cual los valores y principios éticos se manifiestan con singular claridad y con notable relevancia {Cheli}. Me parece que sólo de esa manera se podrán establecer las condiciones de legitimidad de la labor del juez constitucional. A este propósito es necesario alejarse de la problemática tradicional de la relación entre norma superior y norma inferior, entendida sea de forma kelseniana como delegación de poder o en el sentido del derecho natural como deducción lógica de contenidos. Eso significa que los principios y los valores constitucionales tienen un doble aspecto: por un lado, establecen derechos o intereses comunes (y en este sentido defienden contenidos jurídicos sustanciales que hay que interpretar), por otro, son utilizados como criterios de medida para la validez de ulteriores determinaciones normativas (y en este sentido son argumentos para la justificación de decisiones dotadas de autoridad). La exigencia de razonabilidad de la ley, que está en la raíz de la problemática constitucional, es una exigencia general impuesta por la conciencia de que el juicio de validez es la conclusión de un

razonamiento jurídico y no de una comprobación notarial. La ley jurídica ya no es vista sólo como la decisión de una autoridad constituida, sino también y sobre todo como la realización de finalidades preconstituidas e indisponibles en la que resulta de vital importancia su debida interpretación. En estas condiciones el juicio de validez constitucional no puede ser presentado simplemente como la correspondencia de una norma con una norma de rango superior. De hecho, cuando hablamos de conformidad con la constitución, el parámetro de referencia no es una norma singular sino una acumulación de normas y de principios que asumen su coordinación no en abstracto sino en relación al problema concreto para el que son interpeladas. Los principios que se encuentran en la base de nuestra Constitución se van a ir desarrollando con la apertura de nuevos horizontes y de nuevos problemas, y para eso la labor interpretativa de los jueces constitucionales tienen que ser continuamente puestos al día, reelaborados y recompuestos en un conjunto dotado de sentido. En relación con ese menester nuestra tarea en el plano cognoscitivo tiene que ser la de comprenderla y, en el plano práctico, la de controlarla, haciendo lo posible para reducir sus efectos perversos. ¿Será capaz el Tribunal de hacer ese esfuerzo? ¿Serán los congresistas capaces de sustraer este tema del debate político-electoral? Muchos problemas, muchas incógnitas y un solo principio: tempus regit actum.

1 Friedrich A. Hayek «Camino de servidumbre», Alianza Editorial, Madrid, 1978, trad. de Tose Vereara, pág.. 103.