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Un carcelero amargado que se dejallevar por la desgracia familiar, ununiversitario sin empleo, atrapadopor la violencia retórica de losmulás, y dos mujeres a las que larealidad condena a unadesesperada frustración, forman unfondo cuadrangular psicológico yliterario desde el que YasminaKhadra se adentra en el drama delintegrismo islámico. En elAfganistán de los talibanes, en elque ya no se oye a las golondrinassino sólo los graznidos de loscuervos y los aullidos de los lobosentre las ruinas de un Kabul lleno

de mendigos y mutilados, dosparejas nadan entre el amor y eldesamor; en parte marcado por larepresión social y religiosa, perotambién por las miserias,mezquindades, cobardías ydesencantos vitales de unos y otrosque les impide sobreponerse aldestino.Pese al marco en el que sedesarrolla la trama, Las golondrinasde Kabul es una novela con claravocación universal, que rehúye losestereotipos en los que puedeincurrir incluso alguien que, comoYasmina Khadra, ha padecido en

primera persona la irracionalidaddel integrismo islámico. Todas lascuestiones clave de la opresión sedan cita en Las golondrinas deKabul; desde la banalización delmal hasta el poder aterrador delsacrificio, pasando por la histeria delas masas, las humillaciones, lasejecuciones crueles en forma delapidación, la sombra de la muertey, sobre todo, la soledad cuandosobreviene la tragedia. Perosiempre dejando un fleco a laesperanza y al ingenio humanocapaz de utilizar los aditamentos deesa sociedad represiva paraescapar de ella. Con una hermosa

prosa descriptiva y rítmica,sacudida por latigazos literarios quefustigan la conciencia del lector,Khadra hace de Las golondrinas deKabul una novela impactante,turbadora y memorable. Nosenseña las razones y sinrazones dela vida cotidiana en una sociedadreprimida. Nos lleva a ver eserostro oculto tras el velo.

Yasmina Khadra

Las golondrinasde Kabul

ePub r1.0Titivillus 20.09.15

Título original: Les hirondelles deKaboulYasmina Khadra, 2002Traducción: María Teresa Gallego Urrutia

Editor digital: TitivillusePub base r1.2

Allá por el quinto infierno, untornado abre los volantes de su vestidoen la estrambótica danza de una bruja entrance; tanta histeria ni siquiera consiguesacudirle el polvo a las dos palmerascalcificadas que se alzan hacia el cielocomo los brazos de un martirizado. Unbochorno canicular se ha tragado lashipotéticas bocanadas de aire que lanoche había descuidado llevarseconsigo en el desorden de su retirada.Desde las últimas horas de la mañana, ni

un ave rapaz había tenido suficienteinterés para volar por encima de suspresas. Los pastores que solían conducirsus raquíticos rebaños hasta el pie delas colinas han desaparecido. Ni unalma en varias leguas a la redonda, conla excepción de los pocos centinelasagazapados en sus rudimentarios puestosde observación. Hasta donde alcanza lavista, van juntos el desamparo y unsilencio mortal.

Las tierras afganas no son sinocampos de batalla, arenales ycementerios. Las oraciones sedesmigajan entre la furia de la metralla;los lobos aúllan a la muerte todas lasnoches; y el viento, cuando se alza,

traspasa la salmodia de los mendigos algraznido de los cuervos.

Todo tiene un aspecto abrasado,fosilizado; es como si un indeciblesortilegio lo hubiera fulminado. Lacuchilla de la erosión araña,desincrusta, purga, pavimenta el suelonecrótico, levantando con totalimpunidad las estelas de su tranquilafuerza. Luego, sin previo aviso, al pie delas montañas que el aliento de laincandescencia depila rabiosamente,aparece Kabul… o lo que de ella queda;una ciudad en estado de descomposiciónavanzada.

Ya nada volverá a ser como antesparecen decir las carreteras llenas de

baches, las colinas tiñosas, el horizonteal rojo blanco y el entrechocar de lasculatas. Los escombros de lasfortificaciones han alcanzado a lasalmas. El polvo ha cubierto de tierra loshuertos, ha cegado las miradas y puestocemento a las ideas. De trecho en trecho,el zumbido de las moscas y el hedor delos animales muertos añaden a ladesolación un toque irreversible.Diríase que el mundo se está pudriendo,que su gangrena ha optado porextenderse a partir de aquí, en territoriopashtun, en tanto que la desertificaciónsigue reptando implacablemente por laconciencia de los hombres y sus formasde pensar.

Nadie cree en el milagro de laslluvias, en la magia de las primaveras, ymenos aún en las auroras de un mañanaclemente. Los hombres se han vueltolocos; se han puesto de espaldas a la luzpara darle la cara a la oscuridad. Handepuesto a los santos patronos. Losprofetas han muerto y sus fantasmasestán crucificados en la frente de losniños…

Y, no obstante, es también aquí, entreel mutismo de los pedregales y elsilencio de las tumbas, entre la sequedaddel suelo y la aridez de los corazones,donde ha nacido nuestra historia, de lamisma forma que florece el nenúfar enlas aguas putrefactas de los pantanos.

1

Atiq Shaukat golpea cuanto le rodeacon la fusta para abrirse paso entre laandrajosa muchedumbre que revoloteacomo un torbellino de hojas secas enbandada en torno a los puestos delmercado. Va con retraso, pero noconsigue andar más deprisa. Es comoestar metido en una colmena; a nadieparecen afectarle los golpes rotundosque pega. Es día de zoco y la gente está

como en trance. A Atiq le dan mareos.Los mendigos acuden desde todos lospuntos de la ciudad, en oleadas cada vezmás nutridas, rivalizando por loshipotéticos lugares libres con loscarreteros y los mirones ociosos. El olorde los descargadores y las emanacionesde los productos en mal estado colmanel aire de un espantoso tufo mientras unimplacable calor inunda la explanada.Algunas mujeres fantasmales, refrenadastras la burka pringosa, se aferran a lostranseúntes, tendiendo una manosuplicante, recibiendo, al pasar, a vecesuna moneda, a veces un reniego. Confrecuencia, si se empecinan, una correaexasperada las hace retroceder. Tras una

breve retirada, vuelven al ataque,salmodiando insufribles súplicas. Otras,cargadas con tropeles de chiquilloscuyas narices son una efervescencia demoscas, se apiñan desesperadamente entorno a los vendedores de fruta, alacecho, entre dos letanías, de unacebolla o un tomate podridos que uncliente avispado podría haberlocalizado en lo hondo de su cesta de lacompra.

—Largo de ahí —dice a voces unvendedor blandiendo con vehemenciauna larga pértiga por encima de lascabezas—, que me traéis al puesto lamala suerte y un montón de bichos.

Atiq Shaukat mira el reloj. Se le

crispan de ira las mandíbulas. Elverdugo debe de haber llegado hace yamás de diez minutos y él todavía aquí,en la calle. Sulfurado, sigue repartiendogolpes para dispersar la marea humana,se encarniza inútilmente con un grupo deancianos tan insensibles a los fustazoscomo a los sollozos de una niña perdidaentre el barullo; luego, aprovechándosede la brecha que abre un camión alpasar, consigue escurrirse hasta uncallejón menos concurrido; cojeando,apresura el paso hacia un edificio que,curiosamente, permanece en pie entrelos escombros que lo rodean. Es unantiguo dispensario fuera de uso, quesaquearon hace mucho unos espíritus

burlones y que los talibanes utilizan aveces como calabozos provisionalescuando está prevista en el barrio unaejecución pública.

—Pero, ¿dónde te habías metido? —ruge un barbudo barrigón mientras sobael kalashnikov—. Hace una hora quemandé a alguien a buscarte…

—Lo siento, Qasim Abdul Jabar —dice Atiq sin detenerse—, no estaba encasa.

Y añade luego con tono irritado:—Estaba en el hospital. He tenido

que llevar a mi mujer a urgencias.Qasim Abdul Jabar rezonga, muy

poco convencido, y, con el dedo puestoen la esfera del reloj de pulsera, le deja

claro que, por su culpa, todo el mundoestá a punto de perder la paciencia. Atiqencoge el cuello entre los hombros y seencamina hacia el edificio en que unoshombres armados lo esperan, sentadosen el suelo a ambos lados del portal.Uno se levanta, se sacude el polvo deltrasero y se dirige hacia una camionetasin toldo aparcada a unos veinte metros;se introduce de un brinco en la cabina,hace rugir el motor y se coloca, enmarcha atrás, delante de la entrada de lacárcel.

Atiq Shaukat saca un manojo dellaves de debajo del largo chaleco yentra en la celda; le van pisando lostalones dos milicianas embozadas en sus

burkas. En un rincón de la celda, en elsitio exacto en que, desde un ventanuco,cae un charco de luz, una mujer veladaestá acabando de rezar. Las dosmilicianas indican al guardia que seretire. Cuando se quedan solas, esperana que la detenida se incorpore paraacercársele y, sin miramientos, leordenan que se ponga derecha yempiezan a atarle apretadamente brazosy muslos; luego, tras haber comprobadoque los cabos de cordel están bientensos, la envuelven en un amplio sacode lienzo y la obligan a caminar delantede ellas por el corredor. Atiq, queestaba esperando en el vano del portal,indica a Qasim Abdul Jabar que ya

vienen las milicianas. Éste pide a loshombres que hay en el patio que seaparten. Intrigados, algunos transeúntesse agrupan en silencio frente al edificio.Las dos milicianas salen a la calle,cogen a la detenida por las axilas, lameten de mala manera en el asiento deatrás de la camioneta y se sientan a sulado, muy pegadas a ella.

Abdul Jabar levanta los adrales delvehículo y echa los pestillos. Tras unaúltima mirada a las milicianas y a ladetenida para asegurarse de que todoestá en orden, sube al lado del conductory pega un culatazo en el suelo para darla orden de marcha. En el acto, lacamioneta arranca; la escolta un

voluminoso 4 × 4 con una luz giratoriaen el techo, repleto de milicianosandrajosos.

Mohsen Ramat titubea largo ratoantes de decidirse a meterse entre lamuchedumbre que se agolpa en la plaza.Han anunciado la ejecución pública deuna prostituta. La van a lapidar. Pocashoras antes, unos obreros descargaronunas carretillas de piedras en el lugar dela ejecución y cavaron una zanjapequeña, de unos cincuenta centímetrosde profundidad.

Mohsen ya ha asistido a varioslinchamientos como éste. Ayer, sin irmás lejos, ahorcaron a dos hombres, uno

de los cuales apenas si había entrado enla adolescencia, de lo alto de un camióngrúa y no los descolgaron hasta que cayóla tarde. Mohsen aborrece lasejecuciones públicas. Le obligan apercatarse de su propia fragilidad,empeoran las perspectivas de su finitud;cae de pronto en la cuenta de la futilidadde las cosas y los seres, y nada queda yaque lo reconcilie con aquellascertidumbres de antaño, cuando noalzaba la vista hacia el horizonte sinopara exigirlo. La primera vez quepresenció una ejecución —un asesino alque degolló un pariente de la víctima—,se puso enfermo. Durante varias noches,visiones de pesadilla relampagueaban

en sus sueños. Se despertaba confrecuencia gritando como un poseso.Luego, a medida que el paso de los díasafianza los cadalsos e incrementa elganado expiatorio hasta el punto de quelos moradores de Kabul se angustiancuando piensan que una ejecución va aaplazarse, Mohsen dejó de soñar. Se leextinguió la conciencia. Se quedadormido nada más cerrar los ojos y noresucita hasta por la mañana, con lacabeza tan vacía como un jarro. Lamuerte no es, para él y para los demás,sino una trivialidad. Por lo demás, todoes una trivialidad. Exceptuando lasejecuciones, que reconfortan a lossupervivientes cada vez que los mulás

van a lo suyo, nada existe. Kabul se haconvertido en la antesala del más allá.Una antesala oscura en donde los puntosde referencia están falseados; uncalvario pacato; una insoportablelatencia cultivada en la más estrictaintimidad.

Mohsen no sabe adónde ir ni quéhacer con su tiempo libre. Desde por lamañana, se limita a errar ocioso por losarrabales desmantelados, con menteindecisa y cara inexpresiva. Antes, esdecir, hace varios años luz, le gustabapasear, al caer la tarde, por losbulevares de Kabul. Por aquel entonces,los escaparates de los comercios notenían gran cosa que exhibir, pero nadie

le cruzaba a uno la cara con la fusta. Lagente iba a lo suyo, lo suficientementeanimada para inventar, en sus delirios,proyectos fastuosos. Las tiendecillasestaban a rebosar; su barullo manabahacia las aceras igual que un flujo detolerante humor. Apiñados en sillas deenea, los ancianos mamaban sus pipasde agua, guiñando los ojos por culpa deun rayo de sol y con el abanicodescuidadamente colocado encima delvientre. Y las mujeres, pese a los velosde rejilla, pirueteaban entre la nube desus perfumes igual que bocanadas decalor. Los caravaneros de antaño dabanfe de que en parte alguna, durante susperegrinaciones, se habían topado con

huríes tan fascinadoras. Vestalesimpenetrables, cuyas risas eran unacanción, cuyo grácil encanto era unaobsesiva fantasía. Por eso tienen quellevar la burka, más para librarse delmal de ojo que para guardar a loshombres de desmedidos sortilegios…Qué lejos queda aquel tiempo. ¿No seráacaso sino pura fabulación? Ahora, losbulevares de Kabul ya no le resultanentretenidos a nadie. Las fachadasdescarnadas que aún quedan en pie porno se sabe qué prodigio son la prueba deque los cafetines, los figones, las casas ylos edificios se han convertido en humo.La calzada, que fue de asfalto, no es yasino caminos pisoteados que las

sandalias y los zuecos rascan de sol asol. Se han volatilizado los fumadoresde chelam. Los hombres se hanparapetado tras las sombras chinescas ylas mujeres, momificadas dentro de unossudarios del color del miedo o de lafiebre, se han vuelto totalmenteanónimas.

Mohsen tenía diez años antes de lainvasión soviética; una edad en la queno se entiende por qué de pronto ya nova nadie a los parques ni por qué losdías son tan peligrosos como las noches;una edad, sobre todo, en la que no sesabe que las desgracias ocurren sinavisar. Su padre era un prósperonegociante. Vivían en una casa grande,

en pleno centro de la ciudad, y solíanrecibir a parientes y amigos. Mohsen seacuerda poco de aquellos tiempos, perotiene la seguridad de que eracompletamente feliz, de que nadacontrariaba sus carcajadas o censurabasus caprichos de niño mimado. Y luegovino aquel despliegue ruso, con sushuestes de fin del mundo y su desmesuraconquistadora. El cielo afgano, en dondese tejían los más hermosos idilios de latierra, se cubrió de pronto de rapacesblindadas: rastros de pólvora rayaron sulimpio azul y las golondrinas,espantadas, se dispersaron entre elballet de los misiles. Había llegado laguerra y acababa de encontrar una patria

en la que instalarse…Una bocina lo arroja hacia un lado.

Se lleva instintivamente el chèche a lacara para protegerse del polvo. Lacamioneta de Abdul Jabar pasarozándolo, está a punto de atropellar aun mulero y entra a toda velocidad en laplaza; la sigue de cerca el veloz 4 × 4.Al ver llegar el cortejo, un clamorindecoroso encrespa la aglomeración enque unos adultos hirsutos pelean por losmejores puestos con unos chiquillosfaunescos. A los milicianos no les quedamás remedio que repartir golpes adiestro y siniestro para calmar losánimos.

El vehículo se detiene ante la zanja

recién cavada. Meten dentro a lapecadora mientras la increpan por todaspartes. Vuelven los remolinos a castigarlas filas y propulsan hacia atrás a losque están menos atentos.

Insensible a los empellones queintentan apartarlo, Mohsen aprovechalos huecos que la confusión abre en elgentío para colocarse en primera fila. Sepone de puntillas y ve cómo unenergúmeno colosal «planta» a la mujerimpura en la zanja y la entierra hasta losmuslos para que se quede tiesa y nopueda moverse.

Un mulá se echa los faldones de lachilaba por encima de los hombros, mirauna vez más de arriba abajo el amasijo

de velos bajo el que se dispone a morirun ser humano y dice con voz tonante:

—Hay seres que escogen revolcarseen el lodo como los cerdos. Y, noobstante, conocieron el Mensaje ysupieron las calamidades de latentación, pero no prosperó en ellos fesuficiente para resistirlas. Hay seresmíseros, ciegos y frívolos queprefirieron un momento de desenfreno,tan efímero como despreciable, a losjardines eternos. Apartaron los dedosdel agua lustral de las abluciones parahundirlos en las escurriduras, se taparonlos oídos cuando llamaba el almuédanopara no escuchar más que lasindecencias de Satán, se avinieron a

padecer la ira de Dios antes queabstenerse de caer en esas indecencias.¿Qué decirles, sino que nos apena y nosindigna?… (Tiende un brazo, como sifuera una espada, hacia la momia.) Estamujer sabía muy bien lo que estabahaciendo. La embriaguez de lafornicación la apartó de los caminos delSeñor. Hoy es el Señor quien le vuelvela espalda. No se merece ni sumisericordia ni la compasión de loscreyentes. Va a morir en la deshonra,igual que ha vivido.

Calla, para aclararse la garganta, ydesdobla una hoja de papel en medio deun ensordecedor silencio.

—¡Allahu akbar! —exclama alguien

en el denso grupo que se halla ensegunda fila.

El mulá alza una mano majestuosapara calmar al vociferador. Recitaprimero una azora y lee, después, algoque parece una sentencia; vuelve ameterse la hoja de papel en uno de losbolsillos interiores del chaleco y, trasuna breve meditación, insta a lamuchedumbre a proveerse de piedras.Es la señal. Con indescriptibleprecipitación, la gente se abalanza hacialos montones de pedruscos que, a talefecto, habían colocado en la plaza unashoras antes. En el acto, un diluvio deproyectiles cae sobre la condenada,quien, por estar amordazada, se

tambalea bajo la saña de los golpes sinun solo grito. Mohsen coge tres piedrasy las lanza contra el blanco. El frenesícircundante desvía las dos primeras;pero, al tercer intento, alcanza a lavíctima en la mismísima cabeza y ve,con insondable júbilo, que una mancharoja aparece en el sitio en que haimpactado la piedra. Al cabo de unminuto, ensangrentada y descoyuntada,la condenada se desploma y deja demoverse. Esa rigidez galvaniza a loslapidadores, que, con los ojos en blancoy echando espuma por la boca, se tornanmás y más feroces, como si pretendieranresucitarla para prolongar el suplicio.Presas de su histeria colectiva,

convencidos de que por mediación delsúcubo exorcizan a sus propiosdemonios, algunos no se dan cuenta deque el cuerpo, acribillado por todaspartes, no reacciona ya ante lasagresiones, que la mujer inmolada yacesin vida, medio enterrada, como un sacode espanto arrojado a los buitres.

2

Atiq Shaukat no se encuentra bien.La necesidad de salir a tomar el aire, detenderse encima de un murete, de cara alsol, lo trae a mal traer. No puedequedarse ni un minuto más en eseagujero de ratas, hablando solo ointentando descifrar los arabescos quese trenzan inextricablemente en lasparedes de las celdas. En la exigua casaprisión hace un fresco que le resucita las

antiguas heridas; a veces, el frío le trabala rodilla, y le cuesta doblarla. Y,simultáneamente, tiene la impresión deque le está entrando claustrofobia; noaguanta ya la penumbra, ni la estrechezde la alcoba que le hace las veces dedespacho, atestada de telarañas y decadáveres de cucarachas. Recoge elfarol, la cantimplora de piel de cabra yel cofrecillo forrado de terciopelo en elque reposa un voluminoso ejemplar delCorán; enrolla la alfombrilla de oración,la cuelga de un clavo y decide irse. Encualquier caso, si lo necesitasen paraalgo, los milicianos saben dóndeencontrarlo. El mundo carcelario se lehace muy cuesta arriba. Desde hace unas

cuantas semanas, cuanto más piensa ensu condición de carcelero menos méritole encuentra; y de grandeza para quévamos a hablar. Esta comprobación lopone continuamente de mal humor. Cadavez que cierra el portal al entrar,alejándose así de las calles y los ruidos,le parece que se está enterrando vivo.Un miedo quimérico le perturba lospensamientos. Y entonces se encoge enun rincón y se niega a reaccionar: tirarla toalla le aporta algo así como una pazinterior. ¿Será que los veinte años deguerra le están pasando factura? A loscuarenta y dos años ya está mermado yno ve ni el final del túnel ni lo que haymás allá de sus narices. Va claudicando

poco a poco, está empezando a dudar delas promesas de los mulás y, a veces, seda cuenta de que no teme las iras delcielo sino muy remotamente.

Ha adelgazado mucho. La cara se ledesmorona a retazos sobre la barba deintegrista; ha perdido la agudeza de lamirada aunque lleve los ojos pintadoscon kohol. Las paredes sombrías handado buena cuenta de su lucidez y lafalta de claridad de su cometido la llevaclavada en el alma. Cuando uno se pasalas noches velando a condenados amuerte y los días poniéndolos en manosdel verdugo, ya no espera gran cosa delos ratos de ocio. Ahora, como no sabeya bien a qué atender, Atiq es incapaz de

decir si es el silencio de las dos celdasvacías o el fantasma de la prostitutaejecutada lo que confiere a los rinconesun tufo de ultratumba.

Sale a la calle. Una bandada depillastres acosa a un perro vagabundocon disonante coro. A Atiq lo irritan losalaridos y el trajín; coge una piedra y sela tira al chiquillo que le pilla máscerca. Éste esquiva el proyectilimpasible y sigue desgañitándose paraaturrullar al perro, que está yaclaramente sin fuerzas. El grupo dediablillos no se separará hasta linchar alcuadrúpedo, iniciándose asíprecozmente en el linchamiento de sereshumanos.

Atiq se aleja, con el manojo dellaves metido debajo del chaleco, endirección al mercado infestado demendigos y descargadores. Como decostumbre, una frenética muchedumbre ala que no desalienta la canícula bulleentre los tenderetes provisionales,revolviendo en la ropa de segundamano, poniendo manga por hombro lasantiguallas, buscando no se sabe qué,dañando con los descarnados dedos lafruta pasada.

Atiq llama a un muchacho, vecinosuyo, y le entrega el melón que acaba decomprar.

—Llévamelo a casa. Y a ver si noandas callejeando —lo amenaza,

enarbolando la fusta.El chico asiente con la cabeza y, de

mala gana, coloca el melón debajo delbrazo y se encamina hacia unextravagante amasijo de casuchas.

Atiq piensa, de entrada, en ir a casade su tío, zapatero de profesión, cuyamadriguera se halla precisamente detrásde aquel montón de ruinas de allá; perocambia de opinión: su tío es uno de loscharlatanes mayores nacido en la tribu yno lo dejará marcharse hasta las tantas,repitiéndole inacabablemente lasmismas historias acerca de las botas queles hacía a los oficiales del rey y a losdignatarios del régimen anterior. Consetenta años, medio ciego y casi sordo,

el anciano Ashraf desbarra cuanto leapetece y más. Cuando sus clientes,hartos de oírlo, lo dejan plantado, no seda cuenta de que se han largado y siguehablándole a la pared hasta quedarse sinresuello. Ahora que ya nadie se hacecalzado a medida y los pocos zapatos demala muerte que le llevan están en talestado que no sabe por dónde meterlesmano, se aburre y aburre a los demásmortalmente.

Atiq se para en medio del camino ypiensa qué va a hacer durante la velada.Ni se plantea la posibilidad de volver acasa y encontrarse con la camadeshecha, los platos olvidados en elagua pestilente de los barreños y a su

mujer hecha un ovillo en un rincón delcuarto, con un pañuelo mugrientociñéndole la frente y la cara amoratada.Por su culpa ha llegado tarde por lamañana y casi pone en peligro laejecución pública de la mujer adúltera.Sin embargo, en el dispensario losenfermeros ya no se molestan enatenderla desde que el médico abrió losbrazos con ademán de impotencia. A lomejor también es por culpa de ella porlo que Atiq ha dejado de creer en laspromesas de los mulás y de temer lasiras del cielo más de lo que manda lasensatez. Todas las noches, su mujer lomantiene en vela, gimiendo y casitrastornada; y la extenuación fruto del

sufrimiento y las contorsiones no laamodorran hasta que amanece. Todos losdías tiene Atiq que pasar revista al antropestilente de los charlatanes buscandoelixires que puedan aliviarle losdolores. Ni las virtudes de lostalismanes ni las más fervientesplegarias han conseguido auxiliar a lapaciente. E incluso la hermana de Atiq,que había accedido a vivir con ellospara echarles una mano, ha buscadorefugio en la provincia de Baluchistán yno han vuelto a saber nada de ella. Atiqya sólo cuenta con sus propios medios yno sabe cómo sacar adelante unasituación que se complica más y más. Siel médico ha tirado la toalla, ¿qué queda

ya, a no ser un milagro? ¿Pero aún seproducen milagros en Kabul? A veces,con los nervios a punto de estallar, unelas trémulas manos en una fatiha y ruegaal cielo que se lleve a su mujer. En finde cuentas, ¿qué sentido tiene seguirviviendo cuando cada bocanada de aireque respiras te desfigura y horroriza atus deudos?

—¡Cuidado! —vocifera alguien—.¡Apartaos, apartaos!

A Atiq le da el tiempo justo de saltarde lado para que no lo atropelle unacarreta cuyo caballo va desbocado. Elenloquecido animal se abalanza dentrodel mercado, provocando el inicio deuna reacción aterrada, y se desvía de

pronto hacia un grupo de tiendas decampaña. El conductor sale despedido y,en vuelo rasante, cae sobre una de lastiendas. El caballo prosigue su frenéticacarrera entre los gritos agudos de losniños y los alaridos de las mujeres ydesaparece tras los escombros de unsantuario.

Atiq se levanta los faldones dellargo chaleco y se sacude a golpes elpolvo del trasero.

—Estaba convencido de que no locontabas —afirma un hombre sentado enla terraza de una tiendecilla.

Atiq reconoce a Mirza Shah, que leindica una silla.

—¿Me aceptas un té, guardia?

—Encantado —dice Atiqdesplomándose en el asiento.

—Has cerrado el negocio antes de lahora.

—Cuesta mucho ser tu propiocarcelero.

Mirza Shah alza una ceja.—No vas a decirme que ya no te

quedan inquilinos en las celdas.—Pues es la verdad. A la última la

lapidaron esta mañana.—¿A la puta? No asistí a la

ceremonia, pero me la han contado…Atiq se adosa a la pared, junta los

dedos sobre el vientre y contempla losescombros de lo que fue, en lageneración anterior, una de las avenidas

más bulliciosas de Kabul.—Te encuentro muy triste, Atiq.—¿De veras?—Pues sí, es lo primero que salta a

la vista. Nada más ponerte el ojoencima, me he dicho: Puf, el pobre Atiqno está normal.

Atiq se encoge de hombros. MirzaShah y él fueron amigos de pequeños.Crecieron en un barrio humilde, trataroncon las mismas personas y estuvieron enlos mismos sitios. Sus respectivospadres trabajaban en una fábricamodesta de objetos de vidrio. Teníandemasiadas preocupaciones para estarpendientes de ellos. Así que Mirza sealistó en el ejército con toda naturalidad

a los dieciocho años mientras que Atiqtrabajó de sustituto de un camioneroantes de probar una increíble cantidadde trabajos de poca monta que leaportaban de día lo que se le llevaba lanoche. Se perdieron de vista hasta quelos rusos invadieron el país. Mirza Shahfue uno de los primeros militares quedesertaron de su unidad para unirse a losmuyahidines. Por su valor y suimplicación no tardó en ascender a tej.Atiq se lo encontró en el frente y sirvióa sus órdenes durante una temporada,hasta que un proyectil de obús cortó enseco el brío de su yihad. Lo evacuaron aPeshawar. Mirza siguió combatiendocon extraordinaria entrega. Tras la

retirada de las fuerzas soviéticas, leofrecieron puestos de responsabilidaden la administración y no los aceptó. Lapolítica y el poder no lo entusiasmaban.Merced a sus relaciones, puso enmarcha empresas pequeñas quesirvieron de tapadera a sus inversionesparalelas, centradas sobre todo en elcontrabando y el tráfico de drogas. Lallegada al poder de los talibanes moderósus afanes pero no desmanteló suscircuitos. Renunció de buen grado aalgunos autocares y a algunas chapuzasen provecho de la causa, contribuyó a sumanera al esfuerzo bélico de losgamberros mesiánicos que luchabancontra sus ex compañeros de armas y

consiguió salvaguardar sus privilegios.Mirza sabe que a la fe de unmenesteroso le cuesta resistirse a lasganancias fáciles; en consecuencia, untaa los nuevos amos del país y, de esaforma, vive tan ricamente en medio de latormenta. Varias veces le ha propuesto asu amigo de toda la vida que trabajepara él. Atiq rehúsa sistemáticamente laoferta; prefiere pasarlo mal en una vidaefímera antes que tener que padecer todala eternidad.

Mirza hace girar el rosario con eldedo sin quitarle ojo a su amigo. Y éste,violento, hace como que se mira lasuñas.

—¿Qué es lo que va mal, guardia?

—Eso me gustaría saber a mí.—¿Por eso hablabas solo hace un

rato?—A lo mejor.—¿No encuentras a nadie para

charlar?—¿Hace falta?—Tal y como van las cosas, ¿por

qué no? Estabas tan metido en tuspreocupaciones que no oíste acercarsela carreta. Enseguida me he dicho: oAtiq se está volviendo chiflado o estátramando un golpe de estadoinminente…

—Ten cuidado con lo que dices —lointerrumpe Atiq, incómodo—. Alguienpodría creérselo de verdad.

—Si es para hacerte rabiar.—En Kabul no se puede andar con

bromas; lo sabes muy bien.Mirza le da unas palmaditas en el

dorso de la mano para calmarlo.—De pequeños éramos muy amigos.

¿Ya se te ha olvidado?—Las malas cabezas no tienen

memoria.—Nos lo contábamos todo.—Hoy ya no es posible.A Mirza se le crispa la mano.—¿Qué ha cambiado hoy, Atiq?

Nada, nada en absoluto. Circulan lasmismas armas, se ven las mismas jetas,ladran los mismos perros y pasan lasmismas caravanas. Siempre hemos

vivido así. Se fue el rey y otra divinidadocupó su sitio. Es verdad que losescudos heráldicos han cambiado delogotipo, pero siguen pretendiendo losmismos abusos. No nos engañemos. Laforma de pensar sigue siendo la mismade hace siglos. Los que esperan quesurja una nueva era en el horizontepierden el tiempo. Desde que el mundoes mundo, están los que viven con lo quehay y los que se niegan a aceptarlo. Yestá claro que el sabio es quien aceptalas cosas como vienen. Ése lo entiendecomo es debido. Y tú también tienes queentenderlo. No estás bien porque nosabes lo que quieres, y punto. Y losamigos están para ayudarte a que veas

claras las cosas. Si crees que todavíasoy amigo tuyo, cuéntame algo de lo quete desespera.

Atiq suspira. Aparta la muñeca de lamano de Mirza, busca en sus ojos algunaayuda; tras titubear brevemente, serinde:

—Mi mujer está mala. El médicodice que se le descompone la sangremuy deprisa, que no hay medicinas parasu enfermedad.

Mirza se queda perplejo un instanteal ver que un hombre puede hablar de sumujer en plena calle; luego, alisándosela barba teñida con alheña, cabecea ydice:

—¿No es acaso la voluntad de Dios?

—¿Quién se atrevería a rebelarsecontra ella, Mirza? Yo no, desde luego.La acepto por completo, con infinitadevoción. Pero es que estoy solo ydesvalido. No tengo a nadie que meayude.

—Pues es muy sencillo: repúdiala.—No tiene familia —contesta

ingenuamente Atiq, sin percatarse delcreciente desprecio que le va cambiandola cara a su amigo, visiblementeespantado de tener que demorarse en untema tan denigrante—. Sus padresmurieron, sus hermanos se fueron cadacual por su lado. Y, además, no puedohacerle eso.

—¿Y por qué no?

—Acuérdate de que me salvó lavida.

Mirza echa el torso hacia atrás,como si los argumentos del carcelero locogieran por sorpresa. Adelanta loslabios, inclina la cara hacia un hombropara poder vigilar al bies a suinterlocutor.

—¡Sandeces! —exclama—. SóloDios dispone de la vida y la muerte. Tehirieron cuando combatías a mayorgloria suya. Como no podía enviar aGabriel a socorrerte, puso a esa mujeren tu camino. Te cuidó por la voluntadde Dios. Se limitó a cumplir con Suvoluntad. Tú hiciste cien veces más: tecasaste con ella. ¿Qué más podía

esperar una mujer que te lleva tres añosy era, por entonces, una solterona sinilusiones y sin atractivos? ¿Puede habergenerosidad mayor con una mujer quebrindarle techo, amparo, honra y unapellido? No le debes nada. Ella esquien tiene que reverenciar ese gestoque tuviste, Atiq, y besarte uno a uno losdedos de los pies cada vez que tedescalces. No está de más si no tenemosen cuenta lo que tú representas para ella.Sólo es una subalterna. Y, además,ningún hombre le debe nunca nada a unamujer. Las desdichas del mundo vienenprecisamente de esa mala interpretación.

De repente, frunce el entrecejo.—¿No estarás tan loco como para

quererla?—Llevamos viviendo juntos

alrededor de veinte años. No es ningunatontería.

Mirza está escandalizado; pero secontiene e intenta no tratar conbrusquedad a su amigo de la infancia.

—Vivo con cuatro mujeres, mi buenAtiq. Con la primera me casé haceveinticinco años; con la última, hacenueve meses. No me inspiran todas sinodesconfianza porque en ningún momentohe sido capaz de entender cómo lesfunciona la cabeza. Estoy convencido deque nunca me enteraré del todo de cómopiensan las mujeres. Será cosa de creerque las ideas les dan vueltas en sentido

contrario a las agujas de un reloj. Da lomismo que vivas un año o un siglo conuna concubina, con tu madre o con tupropia hija; siempre tendrás lasensación de un vacío, algo así comouna zanja traidora que te va aislandopoco a poco para dejarte más expuesto alos imprevistos de tus descuidos. Cuantomás crees que has domesticado a esascriaturas visceralmente hipócritas eimprevisibles, menos oportunidadestienes de no caer en sus maleficios.Aunque calentases a una víbora pegadaal pecho, eso no te inmunizaría contra suveneno. Y, en eso que dices de los años,su paso sólo puede apaciguar un hogaren que el amor de las mujeres traiciona

la inconsistencia de los hombres.—No se trata de amor.—Entonces, ¿qué estás esperando

para ponerla de patitas en la calle?Repúdiala y date el gusto de una virgensana y robusta, que sepa callarse yservir a su amo sin hacer ruido. Noquiero volver a verte hablando solo porla calle como un tonto. Y menos porculpa de una hembra. Es una ofensa aDios y a su profeta.

Mirza se calla de pronto. Un jovenacaba de pararse en la puerta de latiendecilla con la vista perdida y loslabios exangües. Es alto, con un rostroimberbe y agraciado que adorna laguirlanda de un delgado collar de

pelillos alborotados. La melena larga ytiesa le cae por los hombros, estrechos ydelicados como los de una muchacha.

—¿Qué quieres? —le preguntaMirza con malos modos.

El hombre se lleva un dedo a la sienpara recobrarse y ese ademán irrita aúnmás a Mirza.

—Decídete, entra o vete. ¿No vesque estamos hablando?

Mohsen Ramat se da cuenta de quelos dos individuos han cogido sus fustasy están a punto de cruzarle la cara.Andando de espaldas, se deshace endisculpas y se aleja, rumbo alcampamento.

—¿Has visto? —se indigna Mirza

—. ¡La gente tiene un descaro!Atiq asiente con la cabeza,

refunfuñando. Lo ha inquietado laintrusión. Cae en la cuenta de loindecentes que han sido sus confidenciasy se arrepiente de no haber sabidoresistir a la necesidad morbosa de sacara relucir sus trapos sucios en la terrazade un cafetucho. Entre él y su amigo dela infancia se instala un silencioabochornado. Ni siquiera se atreven ya amirarse; uno se atrinchera tras lacontemplación de las rayas de laspalmas de sus manos y el otro fingebuscar al dueño del figón.

3

Mohsen Ramat empuja la puerta desu casa con mano insegura. No hacomido nada desde por la mañana y sudeambular errático lo ha dejadoexhausto. En las tiendecillas, en elmercado, en la plaza, en todos loslugares por donde se ha aventurado seapodera en el acto de él ese inmensocansancio que arrastra aquí y allá comouna bola de presidiario. Su único amigo

y confidente murió de disentería el añopasado. No ha hecho más amistades. Ala gente le cuesta convivir con su propiasombra. El miedo se ha convertido en lavigilancia más eficaz. Lassusceptibilidades están más despiertasque nunca; cualquiera, sin más, puedeinterpretar torcidamente unaconfidencia; y los talibanes no sabenperdonar a las lenguas imprudentes.Nadie puede compartir nada que no seala desdicha y prefiere rumiar lascontrariedades en su rincón para notener que cargar con las ajenas. Como enKabul las alegrías figuran ahora en lalista de los pecados capitales, es inútilbuscar en el prójimo cualquier consuelo.

¿Qué consuelo podría aún perdurar enun mundo caótico, compuesto debrutalidad e irracionalidad y que unencadenamiento de guerrasviolentísimas ha dejado exangüe? ¿Unmundo que han abandonado sus santospatronos, que ha caído en manos deverdugos y cuervos y al que las másfervientes plegarias parecen incapacesde devolver la sensatez?

En la habitación, salvo una granestera, que hace las veces de alfombra,dos pufs viejos y despanzurrados y uncaballete carcomido en el que descansael libro de las Lecturas, no queda yanada. Mohsen ha vendido todos losmuebles, uno tras otro, para sobrevivir a

la penuria. Ahora no tiene ni paracambiar los cristales rotos. Lasventanas, de inestables postigos, estáncegadas. Cada vez que un milicianopasaba por la calle, le ordenaba quemandase poner otros nuevos sin másdemora: a algún transeúnte ociosopodría escandalizarle el rostro sin velode una mujer. Mohsen forró de tela lasventanas: desde entonces, el sol hadejado de visitarlo a domicilio.

Se descalza en la exigua escalera yse desploma.

—¿Te llevo algo de comer? —inquiere una voz femenina tras unacortina que hay al fondo de la sala.

—No tengo hambre.

—¿Un poco de agua?—Si está fresca, sí que me gustaría.Repiquetean unos tintineos en la

habitación de al lado; luego, se aparta lacortina para dejar paso a una mujerhermosa como la luz del día. Coloca unjarro ante Mohsen y se sienta en el pufque éste tiene delante. Mohsen sonríe.Siempre sonríe cuando su mujer apareceante él. Es sublime, de inalterablelozanía. Pese a las inclemenciascotidianas y el luto de una ciudad presade las obsesiones y la locura de loshombres, Zunaira no tiene ni una arruga.Cierto es que sus mejillas no muestranya el resplandor de antaño, que noretumba ya su risa en ningún sitio, pero

conserva intacta la magia de sus ojosinmensos, relucientes como lasesmeraldas.

Mohsen se lleva el jarro a la boca.Su mujer espera a que haya acabado

de beber para quitárselo de las manos.—Pareces rendido.—Hoy he andado mucho. Me arden

los pies.La mujer roza con la yema de los

dedos los pies de su marido antes deempezar a darles un suave masaje.Mohsen se echa hacia atrás, apoyado enlos codos, entregado en las manos de sumujer.

—Estuve esperándote para comer.—Se me olvidó.

—¿Se te olvidó?—No sé qué me ha pasado hoy.

Nunca había tenido antes esa sensación,ni siquiera cuando perdimos nuestracasa. Estaba como ido e ibavagabundeando a ciegas, incapaz dereconocer las calles que recorría depunta a cabo sin conseguir cruzarlas.Algo muy raro, de verdad. Estaba comodentro de una niebla y no podía niacordarme de por dónde debía ir niadónde quería llegar.

—Has debido de quedarte muchorato al sol.

—No es una insolación.Mohsen tiende de pronto la mano

hacia su mujer y la obliga a interrumpir

el masaje. Zunaira alza los radiantesojos, intrigada ante la desesperadafuerza que le aprieta la muñeca.

Mohsen titubea un momento ypregunta con voz átona:

—¿He cambiado?—¿Por qué me haces esa pregunta?—Quiero saber si he cambiado.Zunaira frunce las admirables cejas

para pensar.—No sé a qué te refieres.—Pues a mí, claro. ¿Sigo siendo el

mismo hombre, ese que preferías a todoslos demás? ¿Sigo con las mismascostumbres, con el mismocomportamiento? ¿Te parece quereacciono normalmente, que te trato con

la misma ternura?—Es verdad que a nuestro alrededor

han cambiado muchas cosas. Nosbombardearon la casa. Ya no tenemoscerca ni a la familia ni a los amigos;algunos no están ya en este mundo. Tehas quedado sin tu negocio. Me hanquitado mi trabajo. Pasamos hambre yya no hacemos proyectos. Pero estamosjuntos, Mohsen. Eso es lo que debeimportarnos. Estamos juntos paraapoyarnos. Sólo nos tenemos a nosotrospara mantener la esperanza. Algún día,Dios se acordará de nosotros. Se darácuenta de que los horrores quepadecemos a diario no han conseguidomermar nuestra fe, que no hemos

flaqueado, que merecemos sumisericordia.

Mohsen le suelta la muñeca a sumujer para acariciarle el pómulo. Es ungesto afectuoso y ella lo recibe conentrega.

—Eres el único sol que me queda,Zunaira. Sin ti, mi noche sería máshonda que las tinieblas, más fría que lastumbas. Pero, por el amor de Dios, si teparece que me porto contigo de formadiferente, que me vuelvo injusto o malo,dímelo. Tengo la impresión de que lascosas se me van de las manos, de que yano me controlo. Si me estoy volviendoloco, ayúdame a darme cuenta.Aceptaría decepcionar al mundo entero,

pero no me permitiría hacerte daño,incluso por descuido.

Zunaira percibe claramente eldesamparo de su marido. Parademostrarle que no tiene nada quereprocharse, le desliza la mejilla por lamedrosa palma de la mano.

—Estamos viviendo momentospenosos, cariño. A fuerza delamentarnos, se nos ha olvidado qué esel sosiego. Las treguas nos espantan ydesconfiamos de todo lo que supone unaamenaza.

Mohsen retira con suavidad losdedos de la mejilla de su mujer. Se lenublan los ojos; tiene que clavarlos en eltecho y luchar en su fuero interno para

contener la emoción. La nuez enloquecedentro del cuello flaco. Es tanta la penaque siente que empieza a notartemblores en los pómulos que le lleganhasta la barbilla y ascienden hasta loslabios, que se estremecen.

—He hecho algo increíble estamañana —confiesa.

Zunaira se queda quieta; lo que leeen esa mirada perdida la trastorna.Intenta volver a coger las manos deMohsen, pero éste las recoge a la alturadel pecho, como para repeler un ataque.

—No consigo creérmelo —farfulla—. ¿Cómo ha ocurrido? ¿Cómo hepodido hacerlo?

Zunaira endereza la nuca, cada vez

más intrigada.Mohsen jadea. El pecho le sube y le

baja a un ritmo inquietante. Refiere,aterrado por lo que está diciendo:

—Han lapidado a una prostituta enla plaza. No sé cómo me metí entre lahorda de degenerados que pedíansangre. Fue como si un torbellino metragase. Yo también quería estar enprimera fila y ver de cerca cómo moríala bestia inmunda. Y cuando el diluviode piedras empezó a cubrir al súcubo,me di cuenta de que yo también estabacogiendo piedras y ametrallándolo conellas. Me había vuelto loco, Zunaira.¿Cómo he sido capaz? Toda la vida hepensado que era objetor de conciencia.

Ni las amenazas de unos ni las promesasde otros me convencieron nunca paraempuñar las armas y matar. Aceptabaque tenía enemigos, pero no admitía queyo fuese el enemigo de nadie. Y estamañana, Zunaira, sólo porque el gentíovociferaba, vociferé con él; sólo porquepedía sangre, yo también la pedí. Desdeentonces, no he dejado de contemplarestas manos que ya no reconozco. Heandado por las calles para perder misombra, para dejar atrás mi gesto, y, entodas las esquinas, al rodear todos losmontones de escombros, me he vuelto adar de frente con ese momento deextravío. Tengo miedo de mí mismo,Zunaira, ya no me fío del hombre en que

me he convertido.El relato de su marido había

paralizado a Zunaira. Mohsen no es delos que lo cuentan todo. Pocas veceshabla de las cosas que lo afligen y casinunca deja que le afloren las emociones.Por eso, al percibir en lo hondo de suspupilas esa pena tan grande, se diocuenta de que no iba a poder guardárselapara él solo. Y previó un infortunio deese estilo, pero no tan tremendo.

Se pone lívida y, por primera vez, sele desorbitan los ojos, privados de loesencial de su espléndida belleza.

—¿Has lapidado a una mujer?—Creo incluso que le di una

pedrada en la cabeza.

—No puedes haber hecho eso,Mohsen. Pero si tú no eres así; tú eresun hombre culto.

—No sé qué me pasó. Sucedió todotan deprisa. Como si la masa me hubieraembrujado. No me acuerdo de cómorecogí las piedras. Sólo me acuerdo deque no podía quitármelas de encima yme entró en el brazo una rabiaincontenible… Lo que me espanta y meacongoja a un tiempo es que ni siquieraintenté resistir.

Zunaira se pone de pie. Como si sealzase tras haber sido derribada poralguien. Sin fuerzas. Incrédula, pero sinira. Tiene secos los labios, antesjugosos. Busca algo para apoyarse; no

halla sino una vigueta que asoma de lapared y se aferra a ella. Intentarecobrarse durante un buen rato, pero envano. Mohsen intenta volver a cogerle lamano; lo rehúye y se va con pasoinseguro a la cocina entre el irrealsusurro del vestido. Mohsen se dacuenta de que no habría debido contarlea su mujer algo que él mismo se niega aadmitir.

4

El sol se dispone a irse. Sus rayosno rebotan ya con la misma furia en laladera de las colinas. No obstante, losancianos entumecidos en los portales,aunque acechan la caída de la tarde conimpaciencia, saben que la noche será tantórrida como el día.

Enclaustrada en la estufa de susrocosas montañas, Kabul se asfixia.Diríase que en el cielo se ha

entreabierto un tragaluz del infierno. Losescasos espasmos del viento, en vez derefrescar o limpiar el enrarecidoambiente, se recrean dejando lapolvareda en suspenso en el vacío, paraque corroa los ojos y seque lasgargantas.

Atiq Shaukat se da cuenta de que susombra se alarga por el suelo de formadesmedida; el almuédano no tardará enllamar a los fieles para que acudan a laoración del magreb. Introduce la fusta enel cinturón y se encamina, con pasohastiado, a la mezquita del arrabal, unaamplia sala candorosamente enjalbegadacon un techo enteco y un alminarmutilado por un bombardeo.

Una jauría de talibanes gravita entorno al santuario para parar a cuantospasen por allí y obligarlos manumilitari a unirse a los fieles.

El interior del santuario zumba,sumido en un calor de boca de horno.Los que han llegado primero se hanapoderado de las alfombras ajadas quecubren el suelo, lo más cerca posibledel minbar, en el que un mulá leedoctamente un libro piadoso. A losmenos afortunados no les queda másremedio que pugnar por unos cuantosjirones de esteras que algunos toman poredredones. Los demás, tan satisfechospor poder resguardarse del sol y de lafusta de los milicianos, se conforman

con un suelo áspero que deja en eltrasero cortantes huellas.

Atiq aparta con la rodilla a unracimo de ancianos, le lanza un gruñidoal de mayor edad para que se arrimemás a la pared y se sienta contra unacolumna. Vuelve a amenazar con losenfurruñados ojos al anciano del fondo,que se esfuerza a trancas y barrancas porencogerse cuanto le sea posible.

Atiq Shaukat abomina de loshombres mayores, sobre todo de los delbarrio, que son casi todos unosintocables en estado de putrefacción quese mueren de mendicidad einsignificancia y se pasan el día enterosalmodiando funestas letanías y

desflecando con manos de espectro losfaldones de los transeúntes. Son comoaves rapaces que acechan el encarne, seagolpan por las tardes en esos lugares enque las almas caritativas dejan algunostazones de arroz para las viudas y loshuérfanos y no vacilan en dar unespectáculo en público con tal deconseguir unos cuantos bocados. Atiqlos aborrece sobre todo por eso. Cadavez que coincide con ellos en la mismafila, reza con asco. Le desagradan suslamentos cuando se prosternan y suenfermizo amodorramiento durante lossermones. Para él son sólo despojos quese ha dejado olvidados el sepulturero,repulsivos y trémulos, con esos ojos

legañosos, esas bocas desbaratadas yesa peste a animal moribundo…

—¡Astagfiru La! —se dice—.Resulta, mi infeliz Atiq, que ahora elcorazón te rebosa de hiel incluso en lacasa de Dios. Vamos, haz un esfuerzo.Deja tus antipatías en la calle y nopermitas que el Maligno te corrompa lasideas.

Se sujeta las sienes con las manos,intenta no pensar en nada e hinca, luego,la barbilla en el hueco del cuello,clavando obstinadamente la mirada en elsuelo por temor a que, si ve a losancianos, se tuerza su recogimiento.

El almuédano se dirige a su oratoriopara llamar a la oración. Los fieles se

incorporan a un tiempo, pero de formaanárquica, y empiezan a colocarse enfilas. Un individuo de corta estatura, conorejas puntiagudas y pinta de duende, letira a Atiq del chaleco para que no sesalga de la hilera. Al carcelero lo irritaese gesto; le coge la muñeca y se laretuerce discretamente, arrimándosela aun costado. El hombrecillo, sorprendidoal principio, intenta liberar la mano deesa prensa que la magulla; luego, al noconseguirlo, se encorva y el cruel dolorestá a punto de dar con él en tierra. Atiqsigue apretando durante unos segundos;cuando tiene ya la seguridad de que suvíctima está a punto de empezar adesgañitarse, la suelta. El enano, ya

dueño de la dolorida muñeca, se la metedebajo de la axila e, incapaz de admitirque un creyente pueda comportarse asíen una mezquita, se hace un hueco en lafila de delante y no vuelve a mirar haciaatrás.

—Astagfiru La —vuelve a decirseAtiq—. Pero, ¿qué me pasa? No aguantoni la penumbra ni la luz del día; ni estarsentado ni estar de pie; ni a los viejos nia los niños; ni que nadie me mire ni queme pongan la mano encima. Casi ni meaguanto a mí mismo. ¿Me estarévolviendo loco de atar?

Acabada la oración, decide esperaren la mezquita la siguiente llamada delalmuédano. De todas formas, no piensa

volver de momento a su casa yencontrarse con la cama deshecha, losplatos olvidados en el agua pestilentede los barreños y a su mujer hecha unovillo en un rincón del cuarto, con unpañuelo mugriento ciñéndole la frentey con la cara amoratada. Los fieles sedispersan; unos se marchan a sus casas;otros se reúnen en el patio para charlar.Los ancianos y los mendigos se agolpana la entrada del santuario, tendiendo yala mano. Atiq se acerca a un grupo demutilados de guerra, que se refieren losmutuos hechos de armas. El más alto,algo así como un Goliath enredado en subarba, dibuja curvas en el polvo con undedo tumefacto. Los demás, sentados

alrededor de él como faquires, locontemplan en silencio. A todos les hanamputado un brazo o una pierna. A unode ellos, que está un poco retirado, lefaltan las dos piernas. Va desmoronadoen un carretón de confección casera quele hace las veces de silla de ruedas. ElGoliath es tuerto y tiene desfigurada lamitad del rostro. Acaba el dibujo y,luego, asentándose con fuerza en elsuelo, cuenta, con voz fina que contrastadescaradamente con su hercúleacorpulencia:

—La disposición del terreno eramás o menos así. Por aquí había unamontaña, por allí un barranco, y aquímismo estas dos colinas. Más allá corría

un río que rodeaba la montaña por elnorte. Los rusos estaban en las crestas, amás altura que nosotros en toda la línea.Llevaban dos días conteniéndonos confuerza. La montaña no nos dejababatirnos en retirada. Estaba pelada y loshelicópteros nos habrían hecho pedazosde todas todas. Por ahí, el barrancoacababa en precipicio. De este lado, elrío, hondo y ancho, nos cerraba el paso.Nos quedaba sólo este paso obligado, ala altura de un vado, y los rusos nos lodejaban libre a propósito. En realidad,era como una nasa. En cuanto nosmetiéramos en ella, íbamos listos. Perono podíamos quedarnos mucho tiempoen nuestra posición. Estábamos sin

municiones y no teníamos casi nada paracomer. Además, el enemigo habíapedido refuerzos. Su artillería,reforzada, nos acosaba día y noche. Nohabía forma de pegar ojo. Daba penavernos. No podíamos ni enterrar anuestros muertos, que ya estabanempezando a soltar un hedorespantoso…

—Nuestros muertos nunca han olidomal —intervino, indignado, el hombre alque le faltaban las dos piernas—. Meacuerdo de que un proyectil de obús noscayó encima por sorpresa, matando degolpe a catorce muyahidines. Así fuecomo me quedé sin piernas. Nosotrostambién estábamos rodeados. Nos

quedamos en aquel agujero ocho días. Ynuestros muertos ni se descompusieron.Estaban tendidos en el sitio al que loslanzó la explosión. Ni tampoco olíanmal. Tenían el rostro sereno. A pesar delas heridas y de los charcos de sangre enque yacían, parecían simplementedormidos.

—Sería invierno —supuso elGoliath.

—No era invierno. Era pleno veranoy hacía tanto calor que se podían freírhuevos encima de las piedras.

—Pues serían unos santos esos quedices —dijo el Goliath, mosqueado.

—Todos los muyahidin son seres aquien el Señor ha bendecido —le

recordó el hombre sin piernas; y losdemás asintieron vigorosamente con lacabeza—. No hieden y su carne no sedescompone.

—Y entonces, ¿de dónde procedía elhedor que apestaba nuestra posición?

—De los cadáveres de las mulas.—No teníamos mulas.—Pues entonces sólo podía ser el

olor de los churavis[1]. Esos puercosapestan incluso recién bañados. Meacuerdo de que cuando cogíamosprisioneros a unos cuantos, todas lasmoscas de la comarca venían a verlosde cerca…

—¿Vas a dejarme acabar lo queestaba contando, Tamreez? —dijo el

Goliath, ya harto.—Quería dejar claro que nuestros

muertos no hieden. Y, además, por lanoche, un aroma a almizcle losembalsama hasta que amanece.

El Goliath borra con mano rabiosalos dibujos del polvo y se pone de pie.Tras lanzar una mirada torva al hombresin piernas, pasa de una zancada porencima del murete y se dirige hacia uncampamento. Los demás se quedancallados hasta que está ya lejos y, luego,se acercan febrilmente al hombre delcarretón.

—De todas formas, ya nos sabemosde memoria eso que cuenta. Cuántosrodeos para llegar a su accidente —dice

un manco famélico.—Fue un gran combatiente —le

indica el que tiene al lado.—Es cierto, pero el ojo lo perdió en

un accidente, no en una batalla. Y,además, la verdad es que, si sus muertoshedían, me pregunto de qué lado estaba.Tamreez tiene razón. Somos veteranosde guerra. Hemos perdido a cientos deamigos. Murieron en nuestros brazos odelante de nosotros: ninguno hedía…

Tamreez bulle dentro de su cajón, secoloca bien el almohadón que llevadebajo de las rodillas ceñidas con tirasde goma y mira hacia el campamentocomo si temiera el regreso del Goliath.

—Me quedé sin piernas, sin la mitad

de los dientes, sin pelo, pero la memoriasalió indemne. Me acuerdo de todos losdetalles como si fuera ayer. Estábamosen pleno verano y hacía tanto caloraquel año que los cuervos se suicidaban.Los veíamos volar muy alto antes dedejarse caer como yunques con las alaspegadas a los costados y el pico pordelante. Por el Libro Santo, es la verdadverdadera. En la ropa extendida encimade las rocas recalentadas oíamosreventar los piojos. Era el peor veranode todos los que he conocido. Habíamosaflojado la vigilancia porque estábamosseguros de que ningún culo blanco iba aarriesgarse a salir de su acantonamientocon semejante sol de justicia. Pero los

malditos rusos nos habían localizadocon un satélite o algo por el estilo. Si unhelicóptero o un avión hubiera pasadopor encima de nuestro escondrijo noshabríamos largado enseguida. Pero nohabía nada en el horizonte. Calma chichapor todas partes. Estábamos comiendoen nuestro agujero cuando cayó elproyectil de obús. Acertó en todo elblanco. En el momento oportuno y en elsitio oportuno. ¡Bum! Vi que se metragaba un géiser de fuego y de tierra, ynada más. Cuando me desperté, estabadescoyuntado debajo de una roca, conlas manos ensangrentadas y la ropahecha jirones y negra de humo. Tardé endarme cuenta. Luego, vi que a mi lado

había una pierna. Ni por un momentopensé que fuera mía. No sentía nada, nome dolía nada. Sólo estaba un pocoatontado. (De repente, se le desorbitanlos ojos, mientras vuelve la cara haciael remate del alminar. Le tiemblan loslabios y le invaden unos desenfrenadosespasmos en los pómulos. Junta lasmanos como para recoger el agua de unafuente y sigue narrando con trémolos enla voz…) Así fue como lo vi. Como osestoy viendo a vosotros Por el LibroSanto que es la verdad… Revoloteabaen el cielo azul. Con unas alas tanblancas que sus reflejos iluminaban elinterior de la cueva. Daba vueltas y másvueltas. En aquel silencio absoluto, no

oía ni los gritos de los heridos ni lasexplosiones de alrededor; sólo el rocesedoso de sus alas, que batían el airemajestuosamente… Era una visiónmágica…

—¿Bajó hasta ti? —pregunta elmanco, febrilmente.

—Sí —dice Tamreez—. Bajó hastamí. Lloraba y el rostro púrpura lebrillaba como una estrella.

—Era el ángel de la muerte —afirmasu vecino—. Sólo podía ser él. Siemprese aparece así a los valientes. ¿Te dijoalgo?

—No me acuerdo. Extendió las alasalrededor de mi cuerpo, pero lo espanté.

—Desdichado —le dicen todos, a

voces—, tenías que haber dejado quelas extendiera. El ángel te habríallevado directamente al Paraíso y ahorano estarías pudriéndote en ese carretón.

Atiq opina que ya ha oído bastante ydecide irse a otra parte a que se leaclaren las ideas. A fuerza derepeticiones y de exageraciones, cadacual según sus tendencias, los relatos delos supervivientes de la guerra se estánconvirtiendo en auténticas fantasías.Atiq piensa sinceramente que los mulásdeberían poner coto a esa costumbre. Y,ante todo, se percata de que no puedeandar dando vueltas por la calleindefinidamente. Desde hace un buenrato, está intentando eludir su realidad,

la suya propia, esa que no puede nihinchar ni contar, ni siquiera a MirzaShah, insensible y romo, siempredispuesto a echarles en cara a los demásla poca conciencia que les queda. Por lodemás, se avergüenza de haberle hechoconfidencias. Por un vaso de té que ni seha tomado. Le da vergüenza eludir susresponsabilidades, haber sido lobastante necio para pensar que la mejormanera de solucionar un problema esdarle la espalda. Su mujer está enferma;¿acaso tiene ella la culpa? ¿Es que ya nose acuerda de cómo bregó por él cuandosu pelotón, tras derrotarlo las tropascomunistas, lo dejó abandonado en unaaldea perdida? ¿Cómo lo escondió y lo

cuidó durante semanas? ¿Cómoconsiguió trasladarlo, a lomos de mula,cruzando durante días y noches unterritorio enemigo, entre tormentas denieve, hasta llegar a Peshawar? Ahoraque lo necesita, la rehúyedescaradamente y anda de un lado paraotro en pos de todo cuanto puede hacerleolvidarse de ella.

Pero todo termina, y el día también;la gente regresa a su casa, las personassin techo vuelven a sus madrigueras ylos esbirros suelen disparar sin previoaviso sobre las sombras sospechosas.No le queda más remedio que irse acasa él también y volver a encontrarsecon su mujer en el estado en que la dejó,

es decir, enferma y desvalida. Se internapor una calle llena de montones deescombros, se detiene junto a unasruinas, apoya el brazo en el único muroque se sostiene de pie y así se queda,con la barbilla en el hombro,descargando un poco el peso en laspantorrillas. Aquí y allá, en la oscuridadentre la que se contonean con pocosbríos algunas luces, oye llorar a niñosde pecho. Sus vagidos se le clavan en lacabeza como floretes. Una mujer serebela contra el escándalo que armansus retoños y la ensordecedora voz deun hombre no tarda en mandarla callar.Atiq endereza la nuca y, luego, laespalda; contempla los miles de

constelaciones que titilan alegremente enel cielo. Algo parecido a un sollozo leoprime la garganta. No le queda másremedio que apretar los dedos hastahacerlos sangrar para no venirse abajo.Está cansado, cansado de dar vueltas sinrumbo fijo, de perseguir volutas dehumo; cansado de esos días insípidosque lo pisotean desde por la mañanahasta bien entrada la noche. No consiguecomprender por qué ha sobrevivido dosdécadas seguidas a las emboscadas, alos ataques aéreos, a los artefactosexplosivos que destrozaban decenas decuerpos a su alrededor y de los que nose libraban ni las mujeres, ni los niños,ni los rebaños ni las aldeas, para, en fin

de cuentas, seguir vegetando en unmundo tan oscuro e ingrato, en unaciudad totalmente desfasada, cubierta decadalsos y por la que deambulan ruinashumanas caquécticas: una ciudad que lomaltrata y lo destroza inexorablementedía tras día, noche tras noche, unasveces en compañía de una muertaaplazada que espera en lo más hondo deuna celda apestosa y otras velando a unaesposa agonizante aún más mísera que sifuera carne de horca.

—¡La hawla! —suspira—. Si ésa esla prueba a la que vas a someterme,Señor, dame fuerzas para soportarla.

Pega una palmada, musita una azoray da media vuelta para regresar a su

casa.

Lo primero que le llamó la atencióna Atiq cuando abrió la puerta de su casafue que el farol estaba encendido.Normalmente, a esas horas, Musarat estáacostada y las habitaciones a oscuras.Se fija en el camastro vacío, en lasmantas primorosamente estiradas encimadel jergón, de los almohadonesapoyados en la pared, como a él legusta; aguza el oído: ninguna queja,ningún ruido. Vuelve sobre sus pasos, veque los barreños están boca abajo en elsuelo, que los platos relucen en surincón. Se queda intrigado, porquedesde hace meses Musarat no se ocupa

apenas de la casa. La enfermedad lacorroe y se pasa casi todo el tiempoquejándose y ovillándose alrededor delos dolores que le atenazan el vientre.Atiq carraspea contra el puño cerradopara hacer notar que está de vuelta. Unacortina se descorre y, al fin, apareceMusarat, con la cara marchita pero a piefirme. Sin embargo, no puede evitarapoyarse con la mano en el marco de lapuerta; se nota que lucha con toda laenergía que le queda para mantenerse depie, como si le fuera en ello la dignidad.Atiq se lleva dos dedos a la barbilla yenarca mucho una ceja, sin intentardisimular la sorpresa.

—Pensé que había vuelto mi

hermana de Baluchistán —dice.Musarat da un respingo.—Todavía no soy una inútil —

comenta.—No quería decir eso. Es que te

dejé tan mal esta mañana. Cuando hevisto que todo estaba en su sitio y enorden y el suelo barrido, enseguidapensé que había vuelto mi hermana. Sólola tenemos a ella. Tus vecinas sabencómo andas de salud, pero en ningúnmomento ha venido ninguna a ver sipodía echarte una mano.

—No las necesito.—Pero qué susceptible estás,

Musarat. ¿Por qué hay que darles lavuelta a todas las palabras para mirar lo

que hay debajo?Musarat se da cuenta de que no está

mejorando la situación entre ella y sumarido. Quita el farol de encima de lamesa y lo cuelga de una vigueta para queel cuarto esté más iluminado; luego, va abuscar una bandeja repleta de vituallas.

—He cortado el melón que memandaste y lo he puesto al fresco en laventana —dice conciliadora—. Debesde tener hambre. Te he preparado unarroz de los que te gustan.

Atiq se descalza, cuelga el tocado yla fusta de la falleba de unacontraventana y se sienta junto a labandeja de hierro abollado. Como nosabe qué decir y no se atreve a mirar a

su mujer por temor a reanimar sususceptibilidad, coge un jarro y se lolleva a los labios. El agua le chorrea dela boca y le salpica la barba; se secacon el dorso de la mano y fingeconcentrarse en una torta de cebada.

—La he hecho yo —le dice Musarat,que no le quita ojo—. Para ti.

—¿Por qué te tomas tanto trabajo?—se le escapa por fin a Atiq.

—Quiero cumplir con misobligaciones de esposa hasta el últimomomento.

—No te he exigido nada.—No es necesario.Se desploma casi en la estera que

está enfrente de él, busca sus ojos y

añade:—Me niego a abdicar, Atiq.—No es ésa la cuestión, mujer.—Ya sabes cuánto aborrezco la

humillación.Atiq clava en ella una mirada

penetrante:—¿He hecho algo que te haya

ofendido, Musarat?—La humillación no está

forzosamente en el comportamiento delos demás; a veces consiste en el hechode no asumirse uno mismo.

—¿De dónde has sacado eso, mujer?Estás enferma, y nada más. Necesitasdescansar, hacer acopio de fuerzas. Noestoy ciego. Llevamos años viviendo

juntos; nunca has hecho trampa. Niconmigo ni con nadie. No es necesarioque te pongas peor sólo parademostrarme no sé qué.

—Llevamos años viviendo juntos,Atiq, y es la primera vez que tengo laimpresión de que estoy faltando a misobligaciones de esposa: mi marido ya nome dirige la palabra.

—Es verdad que no te dirijo lapalabra, pero no estoy enfadado contigo.Lo único que pasa es que me tieneaplanado esta guerra que se eterniza y lamiseria que daña cuanto nos rodea. Nosoy más que un carcelero interino que noentiende por qué ha aceptado vigilar apobres infelices en vez de ocuparse de

su propia desdicha.—Si tienes fe en Dios, debes

considerar esta desdicha en que me heconvertido para ti como una pruebapiadosa.

—No eres mi desdicha, Musarat.Son imaginaciones tuyas. Tengo fe enDios y acepto las calamidades que meenvía para poner a prueba mi paciencia.

Musarat parte la torta y le alarga untrozo a su marido.

—Para una vez que tenemosoportunidad de charlar, vamos a intentarno pelearnos —susurra.

—De acuerdo —asiente Atiq—.Para una vez que tenemos oportunidadde charlar, vamos a evitar las palabras

ofensivas y las indirectas. Soy tumarido, Musarat. Yo también intentocumplir con mis obligacionesconyugales. El problema es que estoy unpoco desbordado. No tengo ningúnresentimiento contra ti. Es menester quelo sepas. Si estoy callado, no es que terechace; es la expresión de miimpotencia. ¿Me comprendes, mujer?

Musarat asiente con la cabeza sinconvicción.

Atiq moja un trozo de pan en unafuente. Le tiembla la mano; tanto lecuesta refrenar esa ira que nota que lebrota por dentro que le silba larespiración. Hunde el cuello entre loshombros, intenta disciplinar el aliento y,

luego, cada vez más irritado por tenerque dar explicaciones, dice:

—No me gusta justificarme. Me dala impresión de que he hecho algo malo,y no es cierto. Todo lo que quiero esdisfrutar de un poco de paz en mi casa.¿Es mucho pedir? Son imaginacionestuyas, mujer. Te hostigas y me hostigas.Parece que quisieras provocarme.

—No te provoco.—Quizá. Pero ésa es la sensación

que tengo. En cuanto te pones un pocomejor, te cansas tontamente parademostrarme que puedes tenerte de pie,que la enfermedad no va a poder contigotodavía. Dos días después, te hundes ytengo que recogerte con cucharilla.

¿Cuánto tiempo va a durar la broma?—Perdóname.Atiq suspira, unta el trozo de pan en

la salsa fría y se lo lleva a la boca sinalzar la cabeza.

Musarat se tapa los brazos con lafalda y mira comer a su marido, quehace un chapoteo desagradable al tragar.Como no consigue interceptarle lamirada, se contenta con mirarle la calva,que se ensancha en la parte de arriba dela cabeza y le deja al aire la nuca,hundida y fea.

—La otra noche en que había lunallena —cuenta con tono tristón—, abrílas contraventanas para verte dormir.Tenías ese sueño apacible de quienes no

tienen cargos de conciencia. A través dela barba se vislumbraba una sonrisita.Tu cara parecía parte de una escampada,como si todas las penalidades por lasque has pasado se hubiesen volatilizadoy el dolor no se hubiera atrevido nunca arozarte ni una arruga. Era una visión tanhermosa y apacible que deseé que nuncamás amaneciera. El sueño te amparabade todo cuanto podía contrariarte. Mesenté a la cabecera de tu cama. Estabadeseando cogerte la mano, pero me diomiedo despertarte. Así que, para no caeren la tentación, me puse a pensar en losaños que hemos compartido, para lomalo casi siempre, y me pregunté si, enlos momentos en que tuvimos

compromisos más fuertes, nos habíamosamado…

Atiq deja de comer de repente. Letiembla la muñeca cuando se limpia laboca en ella. Masculla un la hawla ymira a su mujer a la cara, con lasventanas de la nariz latiéndoleespasmódicamente.

Con fingida calma en la voz,pregunta:

—¿Qué es lo que va mal, Musarat?Te encuentro muy locuaz esta noche.

—A lo mejor es porque desde hacetiempo ya casi ni nos hablamos.

—¿Y por qué estás tan charlatanahoy?

—Porque estoy enferma. La

enfermedad es una circunstancia seria,un momento de gran sinceridad. Ya no esposible ocultar nada.

—Ya has estado mala otras veces…—Esta vez noto que la enfermedad

que me habita no se irá sin llevarmeconsigo.

Atiq aparta el plato y retrocede hastala pared.

—Por un lado, me preparas la cena;por otro, no dejas que me la coma. ¿Teparece justo?

—Perdóname.—Vas más allá de lo tolerable y,

luego, pides perdón. Como si no tuvieranada más que hacer.

Musarat se levanta y se dispone a

volver tras la cortina.—Por eso es por lo que intento no

dirigirte la palabra, Musarat. Siempreestás a la defensiva, como una loba enpeligro. Y, cuando intento razonarcontigo, te sienta mal y te marchas.

—Es verdad —admite ella—, perosólo te tengo a ti. Cuando me guardasrencor, el mundo entero me da laespalda. Daría por ti cuanto tengo. Sicometo tantas torpezas es porque intentomerecerte a toda costa. Hoy, me heprohibido disgustarte o decepcionarte.Y, sin embargo, es lo que hago sin parar.

—En tal caso, ¿por qué persistes enel error?

—Tengo miedo…

—¿De qué?—De los días que se avecinan. Me

aterran. Si por lo menos pudierashacerme más llevaderas las cosas.

—¿Cómo?—Contándome lo que te ha dicho el

médico de mi enfermedad.—¡Otra vez! —exclama Atiq fuera

de sí.Vuelca la mesa de una patada, se

pone de pie de un brinco y, recogiendoal pasar los zapatos, la fusta y elturbante, se va a la calle.

Musarat se queda sola; se sujeta lacabeza con ambas manos. Poco a poco,los hombros menudos empiezan aestremecérsele.

Unas manzanas de casas más allá,Mohsen Ramat tampoco duerme.Tendido en el jergón con las manosdebajo de la nuca, mira fijamente lavela, que suda en un recipiente de barroy proyecta en las paredes sombrastemblonas. Sobre su cabeza, el techodescarnado le informa de que una vigacombada está a punto de romperse. Lasemana anterior, se cayó un trozo detecho en la habitación de al lado y pocofaltó para que aplastase a Zunaira…

A Zunaira, que se ha refugiado en lacocina y tarda en venir a reunirse con él.

Han cenado en silencio; él, postrado;ella, ausente. No han comido nada, hanmordisqueado distraídamente un trozo

de pan que han tardado una hora entragarse. Mohsen sentía un gran apuro.Al contar la muerte de la prostituta hatrastornado su casa. Creyó que, si seconfesaba con Zunaira, podría aliviar laconciencia y recuperar el control de símismo. En ningún momento sospechóque iba a escandalizar tanto a su mujer.Ha intentado varias veces alargar lamano hacia ella, hacerle ver loconsternado que está; el brazo se negabaa obedecerle, se le quedaba pegado alcostado, como anquilosado. Zunaira nolo ayudaba. Clavaba los ojos en elsuelo, con la nuca inclinada; los dedosapenas si le rozaban el filo de la mesabaja. Tardaba más en llevarse un trozo

de pan a los labios que en morderlo.Distante, con ademanes automáticos, senegaba a volver a la superficie, adespertarse. Como en realidad ningunode los dos estaba comiendo, recogió labandeja y se retiró tras la cortina.Mohsen la estuvo esperando mucho ratoy, luego, fue a tenderse en el jergón, endonde siguió esperándola. Pero Zunairano volvió. Lleva esperándola dos horas,un poco más quizá, y Zunaira sigue sinvenir. Desde la cocina no llega ningúnruido que indique que está allí. En lavardos platos y vaciar un cestito de pan setarda un santiamén. Mohsen se sienta yaguarda unos instantes más antes dedecidirse a ir a ver qué pasa. Al apartar

la cortina, ve a Zunaira tendida en unaestera, con las rodillas pegadas alvientre y de cara a la pared. Está segurode que no duerme, pero no se atreve amolestarla. Retrocede sin ruido, se poneuna túnica y unas sandalias, apaga lavela de un soplido y sale a la calle. Uncalor húmedo invade el arrabal. Detrecho en trecho, hay hombres quecharlan en las puertas cocheras o al piede las paredes. A Mohsen no le parecenecesario alejarse de su casa. Se sientaen el escalón, cruza los brazos sobre elpecho y busca en el cielo una estrella.En ese preciso instante, un hombre pasacomo una fiera ante él y se aleja, calleabajo, con paso airado. Un rayo de luna

rebota y le ilumina la cara crispada;Mohsen reconoce al carcelero queestuvo a punto de cruzarle la cara con lafusta, hace un rato, en el umbral de latiendecilla.

5

Atiq Shaukat regresa a la mezquitapara cumplir con el rezo del ishá;cuando acaba, es el último enincorporarse. Se queda un buen rato, conlas manos abiertas en una fatiha,recitando azoras y pidiendo a los santosy a los antepasados que lo asistan en sudesdicha. Cuando sus antiguas heridasde la rodilla lo obligan a dejar deprosternarse, se mete en un rincón

repleto de libros religiosos e intentaleer. No consigue concentrarse. Lostextos se le embrollan ante los ojos yamenazan con hacerle estallar la cabeza.Pronto, el denso calor del santuario loobliga a reunirse con los grupos defieles dispersos por el patio. Losancianos y los mendigos ya se han ido,pero los mutilados de guerra todavíaandan por allí, luciendo sus lesionescomo trofeos. El hombre sin piernas estáentronizado en su carretón oyendoatentamente los relatos de suscompañeros, dispuesto a asentir o aprotestar. El Goliath ha regresado;sentado junto a un manco, escuchaobsequiosamente a un anciano que

cuenta cómo, con un puñado demuyahidines que no tenían más que unfusil ametrallador, consiguió inmovilizara una compañía de carros de combatesoviéticos.

Atiq no aguanta por mucho tiempolas extravagancias de esos hechos dearmas. Sale de la mezquita y vagabundeapor los arrabales con apariencia dehecatombe, recurriendo de vez encuando a la fusta para ahuyentar a lasmendigas más tenaces. Sin darse cuenta,llega ante la casa prisión y entra en ella.El silencio de las celdas lo apacigua.Decide pasar allí la noche. Busca elfarol a tientas, lo enciende y se echa enel catre con las manos detrás de la

cabeza y los ojos clavados en el techo.Cada vez que sus pensamientosdesembocan en Musarat da una patada alvacío, como para librarse de ella.Resurge la ira en oleadas sucesivas; lehace latir la sangre en las venas y leoprime el pecho. Está enfadado consigomismo por no haberse atrevido areventar el absceso de una vez y haberledicho lo que se merece a una esposa quedebería considerarse privilegiada alcompararse con esas hembrasdesnaturalizadas que andan vagando porlas calles de Kabul. Musarat abusa de supaciencia. Su enfermedad no es ya unacircunstancia atenuante; tiene queaprender a asumirla…

Una sombra monstruosa tiende suvelo en la pared. Atiq se sobresalta yempuña la fusta.

—Sólo soy yo, Nazish —lotranquiliza una voz temblona.

—¿No te ha enseñado nadie a llamarantes de entrar? —refunfuña Atiqfurioso.

—Llevo las manos ocupadas. Noquería asustarte.

Atiq dirige el farol hacia elvisitante. Es un hombre de unos sesentaaños, tan alto como un mástil, con loshombros encorvados, un pescuezogrotesco y un tocado informe encima delpelo hecho un torbellino. El rostrochupado se alarga hasta la barbilla, que

se prolonga en una barbita cana; y losojos de huevo duro parecen salírsele dela frente como si los impulsara un doloratroz.

Se queda de pie en el vano de lapuerta, con sonrisa indecisa, esperandouna seña del carcelero para entrar o darmedia vuelta.

—He visto luz —explica—. Y me hedicho: este bueno de Atiq no seencuentra bien, debo ir a hacerlecompañía. Pero no he venido de vacío.He traído un poco de cecina y unasbayas.

Atiq se lo piensa; luego, se encogede hombros e indica una piel de corderoque está en el suelo. Nazish, encantado

de que lo deje entrar, se acomoda en ellugar indicado, abre un hatillo ydespliega su generosidad a los pies delcarcelero.

—Me he dicho: a Atiq lo han puestonervioso en su casa. No habría venido aesta hora a la cárcel, en donde no haydetenidos, si no necesitase cambiar deaires. Yo tampoco estoy a gusto en casa.Mi padre tiene cien años, pero no quiereser formal. Ha perdido la vista y nopuede andar, pero ha conservado el malgenio. Se pasa la vida gruñendo. Antes,para que se callase, le dábamos decomer. Ahora no tenemos ya mucho quellevarnos a la boca; y la suya estádesdentada, así que nada le sujeta ya la

lengua. A veces, empieza por mandarnoscallar a todos y, luego, es él el que nopara. Hace dos días no quisodespertarse. Mis hijas lo zarandearon, lorociaron con agua; ni moverse. Le cogíla muñeca: sin pulso. Le puse la oreja enel pecho: no respiraba. Me dije: bueno,pues se ha muerto; hay que avisar a lafamilia y preparar un buen entierro. Salípara darles la noticia a los vecinos;luego fui a notificar el fallecimiento aldecano de la tribu, a los primos, a lossobrinos, a los parientes y amigos. Mepasé la mañana recibiendo pésames ydemostraciones de simpatía. Amediodía, vuelvo a casa. ¿Y a quién meencuentro en el patio metiéndose con

todo el mundo? A mi padre, en carne yhueso, tan vivo como sus insultos, con laboca de par en par, enseñando las encíasblanquecinas. Yo creo que no está deltodo bien de la cabeza. Ya no es posiblesentarse con él a la mesa ni meterse conél en la cama. En cuanto ve pasar aalguien, se le echa encima y empieza areprocharle algo. A veces yo tambiénpierdo la cabeza y me pongo a chillarle.Los vecinos intervienen. Y todo elmundo opina que ofendo a Dios al notener paciencia con mi progenitor. Parano disgustar a Dios, me paso la mayorparte del tiempo fuera. Incluso almuerzoen la calle.

Atiq mueve la cabeza. Por

desgracia, tampoco Nazish es ya elmismo. Lo conoció cuando era muftí enKabul, hace unos diez años. Nadie loadulaba, pero sus sermones del viernesatraían a cientos de fieles. Vivía en unacasa grande, con un jardín y unaportalada de hierro forjado. Y, a veces,lo invitaban a ceremonias oficiales enpie de igualdad con los notables.Mataron a sus hijos en la guerra contralos rusos y eso le ganó la estima de lasautoridades locales. No parecía tenerqueja de nada y nadie le conocíaenemigos. Vivía con bastante decencia,de la mezquita a casa y de casa a lamezquita. Leía mucho; lo respetaban porsu erudición, aunque pocas veces

recurriesen a él. Luego, sin previoaviso, se le vio una mañana caminar porlas avenidas, gesticulando con los ojosen blanco y echando espuma por laboca. Para empezar, se le diagnosticóuna posesión que los exorcistascombatieron en vano; luego, estuvointernado unos meses en un manicomio.Nunca volvió a recobrar todas susfacultades. A veces, recupera un asomode lucidez y se aísla para ocultar lavergüenza del estado al que ha llegado.Con frecuencia permanece ante supuerta, sentado bajo una sombrilladescolorida, mirando pasar los días y ala gente con la misma indiferencia.

—¿Sabes lo que voy a hacer, Atiq?

—¿Cómo voy a saberlo si nunca medices nada?

Nazish aguza el oído; luego, segurode que nadie puede oírlo, se inclinahacia el carcelero y le confía en unsusurro:

—Voy a marcharme…—¿Adónde vas a marcharte?Nazish mira hacia la puerta, contiene

el aliento y escucha. No acaba dequedarse tranquilo; se pone de pie, salea la calle para comprobar si hay alguieny vuelve con los ojos chispeantes de unjúbilo demente.

—No tengo ni la menor idea. Voy amarcharme, punto. Tengo preparados mihatillo, mi tranca y mi dinero. En cuanto

se me cure el pie derecho, les devolveréla tarjeta de racionamiento, todos lospapeles que tengo y me iré. Echaré aandar por cualquier camino, al azar, y loseguiré hasta llegar al mar. Y, cuandollegue a la orilla, me tiraré al agua. Novolveré nunca a Kabul. Es una ciudadmaldita. Ya no hay salvación en ella. Semuere demasiada gente y las calles estánllenas de viudas y de huérfanos.

—Y también de talibanes.A Nazish lo amilana el comentario

del carcelero; se vuelve con vivezahacia la puerta; luego, hace con elfamélico brazo un gesto de asco y se lealarga el cuello una pulgada cuandorefunfuña:

—Ésos ya verán lo que les va apasar un día de éstos.

Atiq asiente con la cabeza. Coge unaloncha de cecina y la mira con expresióndubitativa. Nazish engulle dos bocadospara demostrarle que no hay nada quetemer. Atiq vuelve a olisquear el trozode carne antes de dejarlo donde estaba;escoge una fruta y le hinca el diente conapetito.

—¿Cuándo se te va a curar el pie?—Dentro de una semana o dos. Y

entonces, sin decirle nada a nadie, cojoel portante y, ¡hale!, si te he visto no meacuerdo. Andaré hasta la extenuación,todo recto, sin hablar con la gente yhasta sin toparme con nadie por el

camino. Andar, andar, andar, hasta quela planta de los pies se funda con lasuela de los zapatos.

Atiq se relame, coge otra fruta, lalimpia frotándola en el chaleco y se lacome de un bocado.

—Siempre dices que vas a irte ysiempre estás en el mismo sitio.

—Tengo el pie malo.—Antes, te dolía la cadera; y antes

de la cadera, era la espalda; y antes dela espalda, los ojos. Llevas mesesdiciendo que te vas a ir y todavía estásaquí. Igual que ayer, igual que mañana.No irás a ninguna parte, Nazish.

—Sí que me iré. Y borraré lashuellas de mis pies por los caminos.

Nadie sabrá adónde me he ido; y yo nosabré por dónde he ido si me entranganas de volver a casa.

—Qué va —dice Atiq, con la claraintención de molestar, como si llevarlela contraria a ese infeliz pudieravengarlo de sus propias decepciones—;no te irás. Te quedarás plantado en plenoarrabal, como un árbol. No es que tengasraíces que te sujeten; es que la gentecomo tú no sabe ir más allá de lo que lealcanza la vista. Recurren a fantasías decomarcas lejanas, de caminosinterminables, de expedicionesextravagantes porque no podrán hacerlonunca.

—¿Y tú cómo lo sabes?

—Porque lo sé.—No puedes saber qué nos depara

el día de mañana, Atiq. Sólo Dios losabe todo.

—No hace falta consultar ningunabola de cristal para prever lo que haránmañana los mendigos. Mañana, cuandoamanezca, estarán en el mismo sitio,tendiendo la mano y soltando relinchos,igualito que ayer y que los díasanteriores.

—No soy un mendigo.—En Kabul, todos somos mendigos.

Y tú, Nazish, mañana estarás en eltranco de tu puerta, a la sombra de tujodida sombrilla rajada, esperando aque tus hijas te traigan tu asquerosa

comida que te comerás en la acera.Nazish está dolido. No entiende por

qué el carcelero se niega a creerlo capazde una iniciativa que, a fin de cuentas,suele tomar mucha gente, y no sabecómo convencerlo. Se queda callado y,al cabo de un rato, arrima a él elmenguado hatillo, considerando que elcarcelero ha dejado de merecerse sugenerosidad.

Atiq se ríe con sarcasmo y cogedescaradamente otra baya, que guarda enreserva.

—Antes, cuando hablaba, la genteme creía —dice Nazish.

—Antes no estabas mal de la cabeza—le dice el carcelero con aspereza.

—¿Y ahora piensas que estoychalado?

—Por desgracia, no soy el único quelo piensa.

Nazish sube y baja la barbilla,consternado. Con mano un tantoindecisa, recoge el hatillo y se pone depie.

—Me marcho a mi casa —dice.—Excelente idea.Anda cansinamente hasta la puerta,

mortalmente triste. Antes dedesaparecer, admite con voz átona:

—Es cierto. Todas las noches digoque voy a marcharme y todos los díassigo aquí. Me pregunto qué demonios mehace quedarme.

Tras marcharse Nazish, Atiq vuelvea tenderse en el catre y enlaza los dedostras la nuca. Como el techo del edificiono le proporciona evasión alguna,vuelve a sentarse y se cubre las mejillascon las manos. Una oleada de ira se levuelve a instalar en la mente. Crispandolos puños y las mandíbulas, se levantapara irse a casa, jurándose que si sumujer se empecina en esa actitud devíctima expiatoria no tendrá máscontemplaciones con ella.

6

Mohsen Ramat siente alivio. Alparecer, la noche ha suavizado el humoralterado de Zunaira. Esta mañana se halevantado temprano, con la serenidadrecobrada y los ojos más cautivadoresque nunca. Mohsen pensó que, a lomejor, se le había olvidado elmalentendido de la víspera, pero que seiba a volver a acordar de él e iba avolver a enfurruñarse. A Zunaira no se

le ha olvidado; pero se ha dado cuentadel desvalimiento de su marido y de quela necesita. Guardarle rencor por esegesto primario, antediluviano, repulsivoe insensato, un gesto absurdo perorepresentativo del estado del paísafgano, un gesto atroz del que searrepiente y que le está haciendopadecer como un caso de conciencia,sólo serviría para incrementar sufragilidad. En Kabul las cosas van demal en peor, y arrastrandesordenadamente consigo en su derivaa hombres y costumbres. Es el caosdentro del caos, el naufragio dentro delnaufragio; y que se anden con mucho ojolos imprudentes. Un ser aislado es un ser

irremediablemente perdido. Hace unosdías, un loco gritaba a voz en cuello enel arrabal que Dios había fallado.Estaba claro que aquel pobre diablo nosabía por dónde se andaba ni qué habíasido de su claridad mental. Inclementes,los talibanes no hallaron circunstanciasatenuantes para su locura y lo azotaronhasta la muerte en la plaza con los ojosvendados y la boca amordazada.

Zunaira no es un talibán y su maridono está loco; si ha tenido un extravíomomentáneo en el transcurso de unahisteria colectiva ha sido porque loshorrores cotidianos pueden más que laconciencia y el deterioro humano es máshondo que las fosas marinas. Mohsen se

está poniendo a la altura de los demás,se está identificando con esa vueltaatrás. Ese gesto suyo demuestra que todopuede venirse abajo sin previo aviso.

La noche ha sido larga para ambos.Mohsen se quedó sentado en el peldañode piedra hasta que sonó la voz delalmuédano, petrificado en su desamparo.Zunaira tampoco cerró los ojos ni unsegundo. Hecha un ovillo en la estera,buscó refugio en lejanos recuerdos, losde aquel tiempo en que, en vez de lashorcas que afean ahora las explanadaspolvorientas, imperaba el canto de losniños. No todos los días iba todo vientoen popa, pero ningún energúmenoclamaba que aquello era un sacrilegio

cuando las cometas revoloteaban en elaire. Cierto es que la mano de Mohsentomaba ciertas precauciones antes derozar la de su egeria, sin que esomenguase en absoluto su mutua pasión.Así eran las tradiciones y con ellashabía que vivir. En vez de disgustarlos,la discreción protegía su idilio del malde ojo y daba mayor intensidad a losescalofríos que se les desencadenabanen el pecho cada vez que sus dedosconseguían burlar las prohibiciones yllegar a un contacto mágico, extático. Sehabían conocido en la universidad. Élera hijo de burgueses; ella, de unnotable. Él estudiaba ciencias políticaspara intentar hacer carrera en la

diplomacia; ella ambicionaba un cargoen la magistratura. Él era un joven sincomplicaciones, piadoso sinexageración; ella era una musulmanailustrada; llevaba vestidos decentes y, aveces, zaragüelles; y pañuelo. Militabaactivamente en la liberación de la mujer.Su diligencia era tanta como los elogiosque se le hacían. Era una muchachabrillante cuya belleza enardecía losánimos. Los jóvenes siempre se laestaban comiendo con los ojos. Todossoñaban con casarse con ella. Pero ellaeligió a Mohsen; se enamoró de él aprimera vista. Era educado y seruborizaba más que una doncella cuandoZunaira le sonreía. Se casaron

enseguida, muy jóvenes, como sihubieran intuido que lo peor estaba ya alas puertas de la ciudad.

Mohsen no disimula su alivio.Intenta incluso mostrárselo a las claras asu mujer para que se dé cuenta de hastaqué punto la echa de menos en cuantoella da media vuelta. No soporta queesté enfadada con él; es el último lazoque lo mantiene aún unido a algo en estemundo.

Zunaira no dice nada. Pero tiene unasonrisa elocuente. No es esa ampliasonrisa que su marido estáacostumbrado a verle, pero, no obstante,lo hace sentirse más que feliz.

Le sirve el desayuno y se sienta en el

puf, con las manos cruzadas en lasrodillas. Sus ojos de hurí siguenfijamente el recorrido de una voluta dehumo antes de optar por clavarse en losde su marido.

—Has madrugado mucho —le dice.Él se sobresalta; lo sorprende que le

hable como si no hubiera pasado nada.Tiene la voz dulce, casi maternal;Mohsen llega a la conclusión de que hapasado la página.

Se traga deprisa y corriendo el trozode pan, casi se atraganta. Se limpia laboca con un pañuelo y explica:

—Había ido a la mezquita.Ella frunce las hermosas cejas:—¿A las tres de la mañana?

Mohsen vuelve a tragar, paraaclararse la voz; busca un argumentoplausible y hace un intento:

—No tenía sueño, así que salí a lapuerta para tomar el fresco.

—Ha hecho mucho calor esta noche,es verdad.

Los dos coinciden en declarar queen estos últimos días el bochorno y losmosquitos son especialmente molestos.Mohsen añade que la mayoría de losvecinos había salido a la calle huyendodel calor de horno de sus chamizos yque algunos no se metieron en casa hastalas claras del alba. La conversación giraen torno a los rigores de la estación, lasequía pertinaz que padece desde hace

años Afganistán y las enfermedades quese abaten sobre las familias comohalcones rabiosos. Hablan de todo y denada, sin aludir en ningún momento alaltercado de la víspera ni a lasejecuciones públicas que se vanvolviendo habituales.

—¿Y si fuéramos a dar una vuelta almercado? —propone Mohsen.

—No tenemos ni una perra.—No hay por qué comprar nada.

Nos contentaremos con echarles unaojeada al montón de antiguallas quepretenden hacer pasar por antigüedades.

—¿Y qué adelantamos con eso?—Pues no gran cosa; pero así

hacemos ejercicio.

Zunaira se ríe bajito, divertida anteel patético sentido del humor de sumarido.

—¿No estás bien aquí?Mohsen se huele la trampa. Se rasca

con mano embarazada los pelillosalborotados de las mejillas y esboza unpuchero.

—Eso no tiene nada que ver. Tengoganas de salir contigo. Como en losbuenos tiempos.

—Los tiempos han cambiado.—Nosotros no.—¿Y quiénes somos nosotros?Mohsen apoya la espalda en la pared

y cruza los brazos sobre el pecho.Intenta pensar detenidamente en la

pregunta de su mujer y le pareceexcesiva:

—¿Por qué dices bobadas?—Porque es la verdad. Ya no somos

nada. No supimos proteger lo quehabíamos conseguido. Y los aprendicesde mulá nos lo quitaron. Claro que megustaría salir contigo todos los días,todas las noches, cogerme de tu brazo ycaminar a tu paso. Sería maravilloso, túy yo, de pie, juntos, delante de unescaparate o sentados a una mesa,charlando y edificando proyectosfantásticos. Pero ahora ya no es posible.Siempre se presentará un espantapájarosapestoso y armado hasta los dientes parallamarnos al orden y prohibirnos que

hablemos en plena calle. Antes quesoportar esa afrenta, prefieroemparedarme en casa. Aquí, por lomenos, cuando el espejo me devuelve mireflejo, no tengo que cubrirme con losbrazos.

Mohsen no está de acuerdo. Acentúael mohín, insiste en la pobreza de lahabitación, las cortinas raídas que tapanlas contraventanas en estado deputrefacción, las paredes condesconchones y las vigas ruinosasencima de sus cabezas.

—Ésta no es nuestra casa, Zunaira.Nuestra casa, en la que habíamos creadonuestro mundo, se la llevó por delanteun proyectil de obús. Esto no es más que

un refugio. Y lo que deseo es que no seconvierta en nuestra tumba. Hemosperdido nuestra fortuna; no perdamosnuestros buenos modales. La únicaforma de lucha que nos queda pararechazar la arbitrariedad y la barbariees no renunciar a nuestra educación. Noseducaron como a seres humanos, dandoa Dios lo que era de Dios sin renunciara lo que corresponde a los mortalescomo nosotros; hemos visto suficientesarañas en las casas y faroles en lascalles para no creernos que no existemás luz que la de las velas, hemosdisfrutado de los placeres de la vida ynos parecieron tan buenos como losplaceres de la eternidad. No podemos

aceptar que nos traten como ganado.—¿No es en eso en lo que nos hemos

convertido?—No estoy seguro. Los talibanes

aprovecharon un momento dedesconcierto para asestar un golpeterrible a los vencidos. Pero no un tirode gracia. Nuestro deber es estarconvencidos de ello.

—¿Y cómo?—Desafiando sus imposiciones.

Vamos a salir. Tú y yo. Claro que noiremos cogidos de la mano, pero no haynada que nos impida caminar juntos.

Zunaira niega con la cabeza:—No quiero volver con el corazón

apesadumbrado, Mohsen. Las cosas de

la calle me amargarían el díainútilmente. Soy incapaz de pasardelante de algo espantoso y de hacercomo si no hubiera visto nada. Y,además, me niego a ponerme la burka.De todas las albardas que nos imponen,ésa es la más envilecedora. La túnica deNeso no dañaría más mi dignidad queese atuendo nefasto que me convierte enun objeto, dejándome sin cara yrobándome la identidad. Aquí, por lomenos, soy yo, Zunaira, la mujer deMohsen Ramat, de treinta y dos años,magistrada a la que el oscurantismodespidió sin juicio ni indemnización,pero con suficiente presencia de ánimopara peinarme todos los días y cuidar de

lo que me pongo como de las niñas demis ojos. Con ese velo maldito no soy niun ser humano ni un animal; sólo soy unaafrenta o un oprobio que hay que ocultarcomo una tara. Cuesta demasiadoasumirlo. Sobre todo a una ex abogadamilitante de la causa femenina. Porfavor, no pienses que me ando conmelindres. Bien que me gustaría, pero,por desgracia, ya no me quedan ánimos.No me pidas que renuncie a mi nombre,a mis rasgos, al color de mis ojos ni a laforma de mis labios por un paseo entrela miseria y la desolación; no me pidasque sea menos que una sombra, un rocede tela anónimo suelto por una galeríahostil. Ya sabes lo susceptible que soy,

Mohsen; no me perdonaría el noperdonarte cuando lo único que intentases hacer algo que me agrade.

Mohsen alza las manos. A Zunaira leda de pronto pena ese hombre que noconsigue ya hallar un lugar en unasociedad manga por hombro. Ya antes delos talibanes andaba corto deinspiración y prefería ver mermar sufortuna en vez de entregarse en cuerpo yalma a algún proyecto exigente. No eraperezoso; aborrecía las dificultades y nose complicaba gran cosa la vida. Era unrentista que no cometía excesos, unmarido excelente, cariñoso y atento. Nola privaba de nada, no le negaba nada ycedía con tal facilidad a sus peticiones

que a veces a ella le parecía queabusaba de su gentileza. Así eraMohsen; llevaba el corazón en la mano yse le daba mejor decir que sí quehacerse preguntas. La conmoción totalque trajeron consigo los talibanes lodesestabilizó por completo. Se quedósin puntos de referencia y sin fuerzaspara inventarse otros. Perdió sus bienes,sus privilegios, a sus parientes y a susamigos. Lo han rebajado a la categoríade intocable y vegeta día y nochedejando siempre para el día siguiente lapromesa de hacer un esfuerzo paravolver a su ser.

—Bueno —accede Zunaira—; deacuerdo. Saldremos. Prefiero correr mil

peligros antes que verte tan aplanado.—No estoy aplanado, Zunaira. Si

quieres quedarte en casa, estupendo. Teaseguro que no te guardo rencor. Tienesrazón. Las calles de Kabul son odiosas.Nunca se sabe qué nos espera.

Zunaira sonríe al oírle a su maridoesas palabras que contrastan tanclaramente con su aspecto deconsternación.

—Voy a buscar la burka —dice.

7

Atiq Shaukat hace visera con lamano. A la canícula le quedan aúnmuchos días por delante. Todavía no sonlas nueve y el sol implacable martilleacomo un herrero en todo cuando semueve. Las carretas y los furgones seencaminan hacia el mercado central dela ciudad; aquéllas van cargadas concajones medio vacíos u hortalizasajadas; los segundos, con pasajeros

apretados como sardinas en lata. Lagente va cojeando por los callejones,arrastrando las sandalias por el suelopolvoriento. Raquíticos rebaños demujeres de velos opacos y pasosonámbulo caminan pegadas a lasparedes bajo la estrecha vigilancia deunos cuantos varones apurados. Y, portodas partes, en la plaza, en lascalzadas, entre los coches o en torno alos cafetines, hay chiquillos, cientos dechiquillos con las ventanas de la narizverdosas y las pupilas incisivas, dequienes nadie se ocupa, alarmantesdesde que aprenden a andar; trenzan ensilencio esa cuerda de cáñamo con laque, un día no muy lejano, ahorcarán

bien ahorcada la última esperanza desalvación del país. Atiq nota siempre unhondo malestar cuando ve cómo seapoderan inexorablemente de la ciudad,semejantes a esas hordas de perros queacuden de no se sabe dónde y, yendo delos cubos de la basura a los vertederos,acaban por colonizar la ciudad ymantener a raya a sus moradores. Lasincontables madrasas que crecen comohongos en todas las esquinas no bastanya para sujetarlos. Cada día son más, ymayor es su amenaza; y a nadie parecepreocuparle Kabul. Atiq se ha pasado lavida lamentándose de que el cielo no lehubiera dado hijos, pero, desde que lascalles andan atestadas de niños, se

alegra de no haberlos tenido. ¿Por quécargarse de prole para ver cómo sepudre poco a poco o cómo acaba siendocarne de cañón de un sistema que serecrea en una guerra interminable con laque se identifica?

Convencido de que esa esterilidadsuya es una bendición, Atiq restalla lafusta contra la pierna y se encamina alos barrios del centro.

Nazish dormita bajo la sombrillacon el cuello torcido. Es posible quehaya pasado la noche allí, en el umbralde su puerta, sentado en el suelo comoun faquir. Al ver llegar a Atiq finge queestá profundamente dormido. Atiq pasapor delante de él sin decir palabra. Tras

dar unas treinta zancadas, se detiene,sopesa los pros y los contras y da mediavuelta. Nazish, que lo espiaba con elrabillo del ojo, aprieta los puños y sehunde más en su rincón. Atiq se le plantadelante, con los brazos cruzados sobreel pecho; se sienta luego a lo sastre y,con la yema del dedo, se pone a dibujarformas geométricas en el polvo.

—Anoche fui muy malo —admite.Nazish aprieta los labios y dice con

su expresión de perro apaleado:—Pues yo no te había hecho nada.—Perdona.—¡Bah!—Sí, en serio. Me porté muy mal

contigo, Nazish. Fui malvado, injusto y

estúpido.—No, hombre. Sólo fuiste un poco

desagradable.—Me lo reprocho.—No hace falta.—¿Me perdonas?—Pues claro. Y, además,

sinceramente, me lo merecía. Tendríaque haber pensado las cosas un pocoantes de ir a molestarte. Te habías ido auna cárcel vacía para estar un poco enpaz y pensar en tus problemas con lacabeza despejada. Y me presento yo sinavisar y te cuento cosas que no teimportan. Fue culpa mía. No tenía quehaberte molestado.

—Es verdad que necesitaba estar

solo.—Pues entonces eres tú quien debe

perdonarme.Atiq alarga la mano. Nazish se

apresura a cogerla y la estrecha durantemucho rato. Sin soltarla, lanza unaojeada circular para asegurarse de quenadie puede oírlo, carraspea y dice convoz temblona y tan emocionada que casies inaudible:

—¿Tú crees que algún día podráoírse música en Kabul?

—¡Quién sabe!El anciano aprieta más la mano y su

descarnado cuerpo se tensa paraprolongar la queja:

—Tengo ganas de oír una canción.

No te puedes ni imaginar qué ganastengo. Una canción con música y con unavoz que me conmueva de arriba abajo.¿Tú crees que podremos algún díaencender la radio y oír una orquesta trasotra hasta que nos dé un patatús?

—Sólo Dios lo sabe todo.Los ojos del anciano, turbios durante

unos momentos, empiezan a centellearcon un resplandor doliente que parecesubirle de lo más hondo. Y dice:

—La música es el verdadero alientode la ciudad. Comemos para nomorirnos de hambre. Cantamos paradarnos cuenta de que estamos vivos. ¿Tedas cuenta, Atiq?

—Ahora mismo no tengo muy claras

mis ideas.—Cuando era pequeño, muchas

veces no tenía qué llevarme a la boca.No me importaba. Me bastaba consentarme en una rama y soplar mi flautapara no oír el ruido de las tripas. Ycuando cantaba, no te lo creas si noquieres, estaba a gusto.

Los dos hombres se miran. Tienen lacara tensa como un calambre. Por fin,Atiq aparta la mano para ponerse de pie.

—Adiós, Nazish.El anciano asiente con la cabeza.

Cuando el carcelero está a punto deechar a andar, lo sujeta por el faldón dela camisa.

—¿Ayer eras sincero, Atiq? ¿Crees

que no me iré, que me quedaré plantadocomo un árbol y nunca veré el mar ni lascomarcas lejanas ni el pie del horizonte?

—Me preguntas demasiado.—Quiero que me lo digas a la cara.

No eres hipócrita y no te importa lasusceptibilidad de la gente cuando lesdices claramente las verdades. No tengomiedo y no te guardaré rencor. Tengoque saberlo de una vez: ¿crees quealguna vez me iré de esta ciudad?

—Sí… con los pies por delante lomás seguro.

Dicho lo cual, se aleja, restallandola fusta contra un costado.

Habría podido ahorrarle el disgustoal viejo, se dice. Dejarle creer que,

aunque sea algo imposible, la esperanzano está prohibida. No entiende qué le hapasado; por qué, de pronto, la malévolasatisfacción de atizar el desesperadodesaliento del pobre infeliz haprevalecido sobre todo lo demás. Sinembargo, esa irresistible necesidad defrustrar con dos palabras lo que el otroimplora en ciento lo preocupa, como unacomezón; aunque se rascase hastahacerse sangre, no querría librarse deella… La víspera, al regresar a su casa,encontró a Musarat traspuesta. Sin saberpor qué, dejó caer a propósito untaburete, cerró de golpe lascontraventanas y no se metió en la camahasta que hubo recitado en voz alta

largas azoras. Por la mañana, cayó en lacuenta de que se había comportadocomo una mala persona. Y, sin embargo,piensa que si esta noche vuelve aencontrarse a su mujer dormida volveráa hacer lo mismo.

Atiq no era así antes. Cierto es queno tenía fama de afable, pero tampocoera malo. Demasiado pobre para sergeneroso, se abstenía con discreción dedar algo con la manifiesta intención deno esperar contrapartida alguna. Así, alno pedirle nada a nadie, no se sentía nien deuda ni con obligaciones. En un paísen que el tamaño de los cementerioshace la competencia al de los solares, enque los cortejos fúnebres van pisándoles

los talones a los convoyes militares, laguerra le ha enseñado a no apegarsedemasiado a los seres que un simplecambio de humor podría arrebatarle.Atiq se había encerradodeliberadamente en su concha, pararesguardarse de penas inútiles.Consideraba que bastantes tenía ya élpara compadecerse de la suerte delprójimo, desconfiaba de su sensibleríacomo de la peste y reducía el dolor delmundo a su propio sufrimiento. Sinembargo, en los últimos tiempos, no selimita a no hacer caso a quienes lorodean. Se había jurado meterse nadamás en sus cosas, pero ahora aprovechalos infortunios de los demás para

amoldarse a los suyos. Sin darse cuenta,ha desarrollado una extraña agresividad,tan imperiosa como insondable, queparece encajar perfectamente con susestados de ánimo. Ya no quiereenfrentarse solo a la adversidad; es más,intenta demostrarse que si maltrata a losotros, el peso de los propios infortuniosse le hará más llevadero. Es plenamenteconsciente del daño que le hace aNazish; pero, lejos de sentirlo, losaborea como si fuese una hazaña. ¿Seráeso lo que llaman «malicia»? Qué másda; le sienta bien e, incluso aunque no levaya exactamente como anillo al dedo,tiene la sensación de que alguna ventajasaca. Es como si se tomase la revancha

de algo que nunca consigue concretar.Desde que Musarat cayó enferma, tieneel íntimo convencimiento de que lo hanestafado, de que sus sacrificios, susrenuncias, sus plegarias no han validopara nada, de que su destino nunca,nunca, nunca será más clemente.

—Deberías consultar a unconjurador —le dice una voz sonora.

Atiq se da la vuelta. Mirza Shah estásentado en la misma mesa que lavíspera, en la terraza de la tiendecilla,pasando las cuentas del rosario. Se echahacia atrás el turbante y frunce las cejas.

—No eres normal, Atiq. Te tengodicho que no quiero verte hablando solopor la calle. La gente no está ciega. Te

van a tomar por un chiflado y azuzaráncontra ti a su prole.

—Todavía no he empezado arasgarme las vestiduras —refunfuñaAtiq.

—A este paso, ya debe de faltartepoco.

Atiq se encoge de hombros y siguesu camino.

Mirza Shah se sujeta la barbilla conlos dedos y mueve la cabeza. Mira alcarcelero mientras éste se aleja; estáseguro de que antes de llegar al final dela calle ya habrá reanudado suspantomimas.

Atiq está rabioso. Tiene laimpresión de que los ojos de la ciudad

lo espían, que Mirza Shah lo persigue.Alarga el paso para alejarse lo másdeprisa posible, convencido de que elhombre sentado en la terraza que hadejado atrás lo está vigilando, dispuestoa soltarle comentarios ofensivos. Estátan airado que, al llegar a la esquina, setopa con una pareja; choca primero conla mujer y, luego, tropieza con suacompañante que tiene que agarrarse ala pared para no caerse de espaldas.

Atiq recoge la fusta, da un empujónal hombre que intenta levantarse y sealeja.

—Vaya grosero —masculla MohsenRamat sacudiéndose el polvo.

Zunaira se da palmadas en la parte

de abajo de la burka.—Ni siquiera se ha disculpado —

dice, divertida por la cara que pone sumarido.

—¿Te ha hecho daño?—No, sólo me ha dado un susto sin

importancia.—Pues menos mal.Se ajustan la ropa, él con ademán

irritado, ella riendo tras la máscara.Mohsen oye la risa ahogada de su mujer.Refunfuña un poco más y, luego, localma el buen humor de Zunaira y sueltala carcajada a su vez. En el acto ungarrote le golpea el hombro.

—¿Es que os creéis que estáis en elcirco? —le grita un talibán,

desorbitando los ojos blanquecinos en lacara curtida por las canículas.

Mohsen intenta protestar. El garrotevoltea en el aire y lo golpea en el rostro.

—No se ríe uno por la calle —insiste el esbirro—. Si os queda unmínimo de decoro, marchaos a casa yencerraos con llave.

Mohsen tiembla de ira, con unamano en la mejilla.

—¿Qué pasa? —le provoca eltalibán—. ¿Me quieres sacar los ojos?¡Venga, a ver de qué eres capaz, cara dechica!

—Vámonos —suplica Zunairatirando del brazo de su marido.

—Tú no lo toques; pórtate como es

debido —vocifera el esbirro,fustigándole la cadera—. Y no hablesdelante de un extraño.

Al oír el altercado, un grupo deesbirros se acerca enarbolando lasfustas. El más alto se atusa la barba conexpresión socarrona y pregunta a sucolega:

—¿Algún problema?—Éstos, que se creen que están en el

circo.El alto mira de hito en hito a

Mohsen.—¿Quién es ésa?—Mi mujer.—Pues pórtate como un hombre.

Enséñale a quedarse aparte cuando

hablas con otra persona. ¿Se puedesaber adónde vas?

—Llevo a mi mujer a casa de suspadres —miente Mohsen.

El esbirro lo mira fijamente. Zunairasiente que se le doblan las piernas. Leinvade un miedo atroz. En su fuerointerno, suplica a su marido que nopierda la sangre fría.

—Ya la llevarás luego —decide elesbirro—. De momento, vas a ir con losfieles que están en esa mezquita de allí.Falta menos de un cuarto de hora paraque eche un sermón el mulá Bashir.

—Os digo que tengo queacompañarla…

Dos fustas lo interrumpen. Le

golpean el hombro, las dos a un tiempo.—Y yo te digo que el mulá Bashir va

a echar un sermón dentro de diezminutos… y me hablas de acompañar atu mujer a casa de sus padres. Pero, ¿túqué tienes en la cabeza? ¿Debo entenderque le das más importancia a una visitaa la familia que al sermón de uno denuestros eruditos más eminentes?

Con el mango del látigo le alza labarbilla para obligarlo a que lo mire alos ojos y lo empuja hacia atrás condesdén.

—Tu mujer te esperará aquí, bienarrimada a esta pared. Ya laacompañarás más tarde.

Mohsen alza las manos en señal de

capitulación y, tras lanzarle a su mujeruna ojeada furtiva, se encamina aledificio pintado de verde y blanco encuyas inmediaciones otros milicianosparan a los transeúntes para obligarlos aasistir a la intervención del mulá Bashir.

8

—No hay duda alguna —dice elmulá Bashir. La voz le brota por encimadel bocio.

Con dedo de ogro hurga el aire comocon un sable.

Tira del almohadón para ponersemás cómodo; se retuerce, entre loscrujidos de la tarima que le hace lasveces de tribuna; es elefantesco yvampirizador y le asoma la cara ancha

entre la barba fibrosa.Con los avispados ojos recorre la

asistencia; resplandece en ellos unainteligencia aguda e intimidante.

—En esto no cabe duda alguna,hermanos. Es tan cierto como que el solsale por oriente. He consultado a lasmontañas, he preguntado a las señalescelestes, al agua de los ríos y del mar, alas ramas en los árboles y a los bachesen las roderas en los caminos; todos mehan asegurado que ya está aquí la Horaesperada. Bastará con que agucéis eloído, y oiréis que todas las cosas de latierra, todas las criaturas, todos losmurmullos os dicen que el momento degloria está al alcance de la mano, que el

imán El Mehdi está entre nosotros, quenuestros caminos están iluminados.Quienes duden de ello un solo segundono son de los nuestros. El Demoniomora en ellos y el Infierno hallará en suscarnes alimento inextinguible. Los oiréistoda la eternidad lamentarse de no habersabido aprovechar la oportunidad queles brindamos en bandeja de plata: laoportunidad de alistarse en nuestrasfilas, de hallar un lugar definitivo bajolas alas del Señor.

Da en el entarimado golpes secoscon el dedo. Una vez más su incendiariamirada acorrala a la asistenciapetrificada en un silencio sideral:

—Ésos podrán suplicarnos durante

millones de años; seremos sordos a sussúplicas como lo son ellos hoy a susalvación.

Mohsen Ramat aprovecha un revueloen las primeras filas para echar unaojeada por encima del hombro. Ve aZunaira sentada en los peldañosdelanteros de una casa en ruinas, delantede la mezquita. Lo está esperando. Unesbirro se le acerca con el fusil enbandolera. Ella se pone de pie y señalala mezquita con mano medrosa. Elesbirro mira en la dirección indicada,asiente con la cabeza y se va.

El mulá tabalea en el entarimadopara exigir una atención extremada:

—No queda ya pues duda. La

Palabra justa retumba por las cuatroesquinas del mundo. Los pueblosmusulmanes hacen acopio de sus fuerzasy de sus convicciones más íntimas.Dentro de poco, no habrá sino unalengua en la tierra, una ley, un orden:¡esto! —vocea enarbolando un Corán—.Occidente ha muerto; ya no existe. Hafallado el modelo que proponía a losincautos. ¿En qué consiste ese modelo?¿Qué es exactamente lo que considerauna emancipación, una modernidad?¿Esas sociedades sin moral que halevantado, en las que es primordial laganancia, en que importan un bledo losescrúpulos, la devoción, la caridad, enque los valores no son más que

financieros, en que los ricos se vuelvenunos tiranos y los asalariados unosgaleotes, en que la empresa ocupa ellugar de la familia para aislar a losindividuos y, de esa forma,domesticarlos, y despedirlos luego sinmás contemplaciones, en que la mujer secomplace en su estado de vicio, en quelos hombres se casan entre sí, en que senegocia con la carne a la vista de todossin que nadie reaccione ni poco nimucho, en que generaciones enterasestán encerradas en existenciasrudimentarias hechas de exclusión yempobrecimiento? ¿Ése es el modelodel que tan orgullosas están y en quebasan su éxito? No, mis queridos

creyentes, no se construyen monumentossobre arenas movedizas. Occidente seacabó, ya ha reventado sin remisión y suhedor ahoga la capa de ozono. Es ununiverso embaucador. Lo que creéis veren él no es sino un engaño, un fantasmaridículo que se ha desplomado sobre losescombros de su falta de consistencia.Occidente es una superchería, una farsadescomunal que se está viniendo abajo.Su pseudo progreso es una huida haciadelante. Su fachada de gigante es unamascarada. En su tesón se advierte elpánico. Está acosado, cogido en latrampa, perdido por completo. Al perderla fe, perdió el alma, y no pensamosayudarle a recuperar ninguna de las dos

cosas. Cree que su economía puedeprotegerlo; cree que nos impresiona consu tecnología punta y que interceptanuestras plegarias con sus satélites; creeque nos disuade con sus portaaviones ysus ejércitos de pacotilla… y se leolvida que es imposible impresionar aquienes han elegido morir a mayorgloria del Señor; y, aunque los radaresno consigan localizar sus bombarderosinvisibles, nada escapa a la mirada deDios.

Da un puñetazo rabioso.—¿Y quién se atrevería a habérselas

con la ira del Señor?Una sonrisa voraz le abre los labios.

Se seca con los dedos la espuma que se

le ha depositado en una comisura. Niegadespacio con la cabeza y, luego, vuelvea picar con el dedo en el entarimadocomo si quisiera atravesarlo.

—Somos los soldados de Dios,hermanos. Nuestra vocación es lavictoria y nuestro caravasar el Paraíso.Si uno de nosotros sucumbe a susheridas, ¿no espera acaso ya pararecibirlo un contingente de huríes máshermosas que mil soles? No penséis quequienes se sacrificaron por la causadel Señor han perecido; viven junto asu Maestro, que los colma de susfavores… En cambio, los mártires deellos no dejarán el calvario de estemundo sino para ir a la gehena de

siempre. Igual que carroñas, suscadáveres se pudrirán en los campos debatalla y en el recuerdo de lossupervivientes. No tendrán ni lamisericordia del Señor ni nuestracompasión. Y nada nos impedirá purgarla tierra de los muminin, para queretumben desde Yakarta hasta Jericó,desde Dakar hasta México, desde Jartúnhasta São Paulo y desde Túnez hastaChicago los clamores triunfales delalminar…

—¡Allahu akbar! —profiere unacompañante del mulá.

—¡Allahu akbar! —arranca a gritarla asistencia.

Zunaira se sobresalta ante el tonante

clamor de la mezquita. Cree que haacabado la sesión, se recoge los vuelosde la burka y espera a que asomen losfieles. Ninguna silueta sale delsantuario; antes bien, los esbirros siguenparando a los transeúntes yencaminándolos a latigazos al edificiopintado de blanco y verde. La voz delgurú vuelve a alzarse aún más alto,galvanizándose con sus propiaspalabras. Alza tanto el tono a veces quea los talibanes, subyugados, se lesolvida controlar a los ociosos quepasan. Incluso los niños andrajosos ydesencajados se quedan escuchando elsermón antes de salir corriendo entrechilliditos hacia las callejuelas repletas

de gente.Deben de ser las diez y el sol ya no

tiene freno. El aire está cargado depolvo. Envuelta en el velo como unamomia, Zunaira se asfixia. La ira leoprime el vientre y le anuda la garganta.La ponen aún más nerviosa unos deseoslocos de alzar el capuchón buscando unahipotética bocanada de aire fresco. Perono se atreve ni a enjugarse con un picode la burka el sudor que le chorrea porla cara. Igual que una loca atrapada enuna camisa de fuerza, se quedadesplomada en la escalera,derritiéndose de calor y oyendo cómo sele acelera el aliento y le late la sangreen las venas. De repente, la inunda el

rencor contra sí misma por estar ahí,sentada al sol entre unas ruinas igual queun hatillo olvidado, atrayendo, a veces,los ojos intrigados de las transeúntes, yotras, las miradas despectivas de lostalibanes. Se siente como un objetosospechoso expuesto a todo tipo depreguntas, y eso la atormenta. Lavergüenza se apodera de ella. Tieneclavada en el pensamiento la necesidadde salir huyendo, de volver en el acto asu casa, de meterse en ella dando unportazo y no volver a salir más. ¿Porqué accedió a acompañar a su marido?¿Qué esperaba encontrar en las calles deKabul que no fueran miseria y afrentas?¿Cómo ha podido aceptar ponerse este

atuendo monstruoso que la reduce a lanada, esta tienda de campaña ambulanteque supone para ella una destitución y uncalabozo, con esa careta de rejilla quese le estampa en la cara como celosíasmicroscópicas, esos guantes que leimpiden reconocer las cosas al tacto yese peso que es el de los abusos? Y, sinembargo, ha sucedido lo que ella setemía. Sabía que su temeridad laexponía a lo que más aborrece, a lo querechaza incluso dormida: ladegradación. Es una herida incurable,una invalidez a la que es imposibleacostumbrarse, un traumatismo que noaplacan ni las reeducaciones ni lasterapias y no puede admitirse sin

naufragar en el asco propio. Y ese ascoZunaira lo percibe con toda claridad;fermenta dentro de ella, le consume lasentrañas y amenaza con inmolarla. Notacómo le crece en lo más hondo del alma,igual que la hoguera de un condenado.Puede que sea por eso por lo que estáempapada y se asfixia dentro de la burkay por lo que la garganta seca parecederramarle un olor a quemado en elpaladar. Una irreprimible rabia leoprime el pecho, le fustiga el corazón yle hincha las venas del cuello. Se lenublan los ojos: está a punto de romperen sollozos. Haciendo un esfuerzoinaudito, empieza por apretar los puñospara que dejen de temblarle, endereza la

espalda y se esfuerza por controlar larespiración. Poco a poco va ahogando laira, paso a paso deja de pensar. Tieneque aguantar el padecimiento conpaciencia y esperar hasta que regreseMohsen. Bastará una torpeza o una quejapara que se exponga inútilmente alceloso enardecimiento de los talibanes.

El mulá Bashir está muy inspirado,piensa Mohsen Ramat. Llevado por elimpulso de sus diatribas, sólointerrumpe sus arrebatos para golpear elentarimado o acercarse un jarro a losabrasados labios. Lleva hablando doshoras, vehemente, gesticulando, con lasaliva tan blanquecina como los ojos. Su

aliento de búfalo, que palpita en elrecinto, recuerda una sacudida telúrica.En las primeras filas, los fieles tocadoscon turbantes no acusan el calor dehorno. Los tiene literalmente subyugadosla prolijidad del gurú y atienden,boquiabiertos, para no perderse nada dela oleada de palabras refrescantes quecaen sobre ellos como una cascada. Másatrás, hay opiniones para todos losgustos: están los que se instruyen y losque se aburren. A muchos los contraríatener que estar ahí en vez de dedicarse asus cosas. Ésos no paran de bullir y detriturarse los dedos. Un anciano se haamodorrado y un talibán lo zarandea conla punta del garrote. El pobre infeliz,

medio dormido, parpadea como si nosupiera dónde está y se seca la cara conla mano; luego, tras dar un bostezo, elcuello de pájaro se le vuelve a aflojar yse queda dormido otra vez. Mohsen hacemucho que ha perdido el hilo delsermón. Ya no oye las palabras delmulá. Se vuelve sin cesar, intranquilo,para ver a Zunaira, que está al otro ladode la calle, inmóvil en la escalera. Sabeque, debajo de esa cortina, la estánhaciendo sufrir el sol y el hecho de tenerque quedarse ahí, como algo anómalo,entre los mirones, precisamente ella, aquien le horroriza dar el espectáculo. Lamira con la esperanza de que lo diviseentre ese amasijo de individuos de cara

seria y silencios absurdos; quizá se dacuenta de cuánto lamenta Mohsen el giroque ha tomado un simple paseo por unaciudad en que todo se muevefebrilmente, pero, en realidad, noavanza. Intuye que Zunaira está enfadadacon él. Tiene una rigidez agazapadacomo la de una tigresa herida forzada aatacar…

Una fusta silba a la altura de su sien.—Donde hay que mirar es delante

—le recuerda el talibán.Mohsen asiente y vuelve la espalda

a su mujer. Pesaroso.Acaba el sermón; los creyentes de

las primeras filas se levantan conademán eufórico y se le echan encima al

gurú para besarle la mano o una puntadel turbante. A Mohsen no le queda másremedio que esperar pacientemente aque los talibanes permitan a los fielessalir de la mezquita. Cuando consiguepor fin librarse de los empujones, el solha dejado ya atontada a Zunaira. Tienela impresión de que el mundo se haoscurecido, de que los ruidos dealrededor brincan a cámara lenta, y lecuesta trabajo levantarse.

—¿Te sientes mal? —le preguntaMohsen.

Tan absurda le parece a Zunaira lapregunta que ni se digna responder.

—Quiero irme a casa —dice.Intenta recobrarse, apoyada contra la

puerta cochera; luego, sin decir nada,echa a andar tambaleándose, con lamirada insegura y la cabeza enebullición. Mohsen intenta sostenerla yella lo rechaza sin contemplaciones.

—No me toques —le grita con vozdolorida.

Mohsen recibe el grito de su mujercon el mismo dolor que había notadodos horas antes, cuando las dos fustas legolpearon al mismo tiempo en elhombro.

9

El conductor gira bruscamente elvolante para evitar un enorme pedruscode la carretera y va a parar de malamanera al arcén. Los frenos en malestado no consiguen reducir la marchadel voluminoso 4 × 4 que, con unensordecedor chasquido de losamortiguadores, rebota en una zanjaantes de detenerse milagrosamente alborde del barranco.

Imperturbable, Qasim Abdul Jabarse limita a mover la cabeza.

—¿Tú es que quieres que nosmatemos o qué?

El conductor traga saliva al darsecuenta de que una de las ruedas está amenos de diez centímetros delprecipicio. Se seca el sudor con unapunta del turbante, masculla unencantamiento, mete la marcha atrás yhace retroceder el coche.

—¿De dónde ha caído esa jodidaroca?

—A lo mejor es un meteorito —diceQasim con tono irónico.

El conductor busca a su alrededor unlugar que pueda proporcionarle una

explicación de cómo el pedrusco hapodido llegar hasta la carretera. Al alzarlos ojos hacia la cresta más cercana,divisa a un anciano que trepa por laladera de la colina. Frunce las cejas:

—¿No es Nazish ese de ahí arriba?—Me extrañaría.El conductor guiña los ojos para

concentrarse en el despojo humano queescala arriesgadamente la colina.

—Si no es Nazish, debe de ser suhermano gemelo.

—Déjalo en paz e intenta llevarmeentero a casa.

El conductor asiente con la cabeza e,incorregible, lanza a toda velocidad al 4× 4 por la accidentada pista. Antes de

desaparecer tras un cerro, lanza unaúltima ojeada al retrovisor, convencidode que el anciano de antes no puede serotro que ese bobo que de vez en cuandoronda la casa prisión en la que sueleestar Atiq Shaukat.

Agotado, con la garganta abrasada ylas pantorrillas taladradas, Nazish sedesploma en la cumbre de la colina. Acuatro patas, intenta recobrar el aliento;luego, se tiende de espaldas y deja quelo invada el vértigo. El cielo, al alcancede la mano, le procura una sensaciónpeculiar de ingravidez; le parece que seestá abriendo como una crisálida y se vaescurriendo, voluta a voluta, entre lasmallas fláccidas de su cuerpo. Así se

queda, tendido en el suelo, con el pechopalpitante y los brazos en cruz. Cuandose le va disciplinando el ritmo de larespiración, se sienta y se lleva lacantimplora a la boca. Ahora que haconquistado la montaña, nada leimpediría enfrentarse al horizonte. Sesiente capaz de caminar hasta el fin delmundo. Orgulloso de su hazaña,impensable en un hombre de su edad,alza el puño al cielo y deja volar unamirada de revancha por encima deKabul, esa vieja nigrománticaobstinadamente encerrada en sustormentos que yace a sus pies dislocadae hirsuta, boca abajo, con lasmandíbulas quebradas a fuerza de

morder el polvo. Hubo un tiempo en quesu leyenda rivalizaba con la deSamarcanda o con la de Bagdad, en quelos reyes recién subidos al tronosoñaban en el acto con imperios másamplios que el firmamento… Esostiempos se acabaron, piensa Nazishdespechado; es la última vez que le davueltas al recuerdo. Porque a Kabul lehorrorizan los recuerdos. Ha mandadoajusticiar su historia en la plaza pública;ha inmolado el nombre de sus calles enterroríficos autos de fe; ha hecho añicossus monumentos con dinamita yrescindido los juramentos que susfundadores firmaron con sangreenemiga. Hoy, los enemigos de Kabul

son sus propios retoños. Han renegadode sus antepasados y se han desfiguradopara no parecerse a nadie, y, menos quea nadie, a esos seres sometidos quevagan como espectros entre el despreciode los talibanes y el anatema de losgurúes.

A un tiro de piedra, un varano estáentronizado en una roca; junto a él, sularga cola, semejante a un sable. Estávisto que, entre predadores, la tregua noestá nada clara. En tierra de afganos, dalo mismo pertenecer a las tribus o a lafauna, da igual ser nómada que guardiánde un templo, sólo se siente uno vivocuando se tiene un arma cerca. El varanorey está, pues, de centinela; olfatea el

aire, atento a las asechanzas. Peroocurre que Nazish no quiere ya oírhablar ni de batallas, ni de asedios, nide sables o de fusiles; no quiere yafiarse de la mirada vindicativa de loschiquillos. Ha decidido darle la espaldaal clamor de las metrallas, irse ameditar a las playas salvajes y ver elocéano más de cerca. Quiere ir a esacomarca que ha sacado de lo más hondode sus utopías y construido con lossuspiros y las oraciones y los votos quele son más caros; un lugar en que losárboles no se mueran de hastío, en quelos senderos viajen como viajan lasaves, en que nadie ponga en entredichosu determinación de recorrer las

comarcas inmutables de las que nuncaregresará. Recoge siete piedras. Desafíacon la mirada durante un buen rato esaciudad en donde no hay punto dereferencia alguno que le interese. Depronto, se le dispara el brazo y lanzamuy lejos los proyectiles para conjurarla suerte y lapidar al Maligno si seinterpone en su camino.

El 4 × 4 cabecea como un loco porla imprevisible pista. El patinazo deantes no ha infundido sensatez alconductor. Qasim Abdul Jabar se aferraa la puerta y asume el contratiempo conpaciencia. Desde que salieron de laaldea tribal, el joven chófer sólo hahecho lo que le ha dado la gana.

Aprendió a conducir una vez alistado,como la mayoría de los combatientes, yno se percata de los daños que causa alvehículo. Lo trata hasta cierto puntocomo a un caballejo: la docilidad delvehículo se mide por la velocidad quese le puede sacar de las tripas. Qasim seagarra con fuerza al asiento e intenta nopreocuparse demasiado, pues tiene laseguridad de que ningún argumento haríamella en la obcecación del muchacho.Piensa en la tribu, menguada por laguerra; en las viudas y los huérfanos,cuyo número ha rebasado los límites delo tolerable; en el ganado, diezmado porla inclemencia de las estaciones; en laaldea destartalada, en la que no le ha

parecido necesario pasar más tiempo. Sipor él fuera, no volvería a pisarla en lavida. Pero su madre acaba de morirse.La han enterrado la víspera. Ha llegadodemasiado tarde para las honrasfúnebres y se ha contentado con orarsobre su tumba. Unos pocos minutos desilencio y una azora han bastado. Le hametido luego discretamente a su padreun fajo de billetes de banco debajo delchaleco y ha ordenado al conductor quele volviera a llevar a Kabul.

—Nos podíamos haber quedadohasta mañana —dice el chófer, como sile leyese el pensamiento.

—¿Por qué?—Toma, pues para descansar. Ni

siquiera hemos comido.—No se nos había perdido nada allí.—Estabas con los tuyos.—¿Y qué?—Pues no sé… Yo que tú me lo

habría tomado con más calma. ¿Cuántassemanas hacía que no volvías a laaldea? Meses y meses, o incluso años.

—No me siento a gusto en la aldea.El conductor asiente, no muy

convencido. Vigila al pasajero con elrabillo del ojo y juzga sucomportamiento extraño en alguien queacaba de perder a su madre. Antes deseguir con el tema, espera a tomar unacurva.

—Un primo tuyo me ha contado que

tu madre era una santa.—Era una mujer como es debido.—¿La echarás de menos?—Seguramente, aunque no veo

cómo. Era sordomuda. La verdad es queme quedará de ella poca cosa. Además,me marché muy joven. A los doce añosya me andaba buscando el cuenco dearroz de una frontera a otra y volvíapocas veces al redil. Un ramadán decada tres. Así que no conocía a ladifunta como debería haberla conocido.Para mí, era la mujer que me habíaechado al mundo. Y punto. Yo fui elsexto de sus catorce críos, y el menosinteresante de todos. Hosco, intratable,más dado al puño que al grito; me

parecía que en el cuchitril aquel habíademasiada gente. Y demasiada pocaambición. Además, la difunta era de unadiscreción desconcertante. Al viejo legustaba decir que se había casado conella para que no le discutiese lasórdenes. Y se reía a carcajadas. La marde chistoso, el viejo. Poco espabilado,pero ni pizca de exigente o de malapersona. No tenía motivos. Las pocasbroncas conyugales transcurrían ensilencio y más que sacarlo de suscasillas le hacían gracia…

Los recuerdos inundan su mirada deun remoto espejeo. Hace un mohín ycalla. No está triste; más biendecepcionado, como si los recuerdos lo

molestasen. Tras un prolongado silencio,carraspea y añade, volviéndose de golpehacia la derecha:

—A lo mejor era una santa. Bienpensado, ¿por qué no? Ni oía ni decíanada malo.

—Una bienaventurada, vamos.—No diría yo tanto. Era una mujer

tranquila, sin jaleos y sin enemistades.Para mí, era la encarnación de susonrisa, siempre igual, amplia cuandoestaba contenta, pequeña cuando lacontrariaban. Seguramente por eso mefui tan joven. Con ella, me parecía queestaba tratando con una pared.

El conductor saca la cabeza paraescupir. Su saliva piruetea en el polvo

antes de caerle en la barba. Se la limpiacon el revés de la mano y dice, con tonocuriosamente dicharachero:

—No conocí a mi madre. Se murióal traerme al mundo. Tenía catorce años.El viejo había llevado el rebaño apastar a dos pasos. Apenas si estaba enla pubertad. Cuando mi madre empezó aquejarse, no se amedrentó. En vez de ira buscar a los vecinos, quisoapañárselas solo, como un hombrecito.Las cosas se pusieron feas enseguida. Élse empecinó. Y pasó lo que pasó. Nosabe cómo pude sobrevivir; y, lo que espeor, no entiende por qué mi madre se lequedó entre las manos. Todavía le siguedando vueltas, después de tantos años y

de cuatro matrimonios. Mi madre sufriómucho antes de entregar el alma. No laconocí, pero siempre la llevo a mi lado.Te aseguro que hay veces en que noto sualiento en la cara. Me he casado tresveces en menos de un año.

—¿Por culpa de tu madre?—No, mis dos primeras mujeres

eran levantiscas. No eran hacendosas yhacían demasiadas preguntas.

Qasim no ve la relación. Recuesta lanuca en el respaldo y clava la mirada enla luz del techo. Al salir de una curva¡Kabul!… acurrucada entre susbulevares hechos jirones, como unatrágica farsa; y, algo retirada, como unave rapaz a la espera del encarne, la

tétrica cárcel de Pul-e Charki. A Qasimle enciende los ojos un fulgor singular.Si no pierde ocasión alguna deacompañar a los desdichados hasta elpie del cadalso es, precisamente, paraque los mulás se fijen en él. Fue uncombatiente magnífico. Su reputacióncomo miliciano es encomiable. Algúndía, a fuerza de perseverancia y entrega,acabará por conseguir que los quemandan lo nombren director de esafortaleza, es decir, de la mayorpenitenciaría del país. Podrá asíintegrarse en las filas de los notables,entablar relaciones y lanzarse al mundode los negocios. Sólo entoncesdisfrutará del reposo del guerrero.

—A estas horas debe de estar ya enel paraíso.

—¿Quién? —pregunta Qasim, dandoun respingo.

—Tu madre.Qasim mira de hito en hito al

conductor, que no parece estar muy biende la cabeza. Éste le sonríe mientrasmaniobra desmañadamente entre una redde zanjas. En ese preciso instante, lacurva vuelve la espalda a la ciudad y lafortaleza de Pul-e Charki desaparecetras una cantera de arenisca.

Más abajo, mucho más abajo, dondenaufraga la línea del valle en las falacesaguas del espejismo, un tropel decamellos sube la cuesta. Aún más abajo,

de pie en el centro de un cementerio,Mohsen Ramat mira la montaña por laque avanza el centellero de un 4 × 4 degran tamaño. Todas las mañanas vieneaquí, a contemplar las cimas taciturnas,aunque sin atreverse a escalarlas. Desdeque Zunaira se ha refugiado tras unagobiante mutismo, ya no soporta lapromiscuidad. En cuanto sale de casa, seapresura hacia el viejo cementerio y seaísla así durante horas, al abrigo de losbazares plagados de pregones y celososmilicianos. Sabe, no obstante, que nadade provecho saldrá de esa ascesis. Nohay nada que ver, salvo el desamparo, ninada que esperar. A su alrededor, laaridez se supera a sí misma. Diríase que

no se desnuda sino para aumentar eldesesperado desconcierto de loshombres atrapados entre las rocas y lacanícula. Las escasas franjas devegetación que se dignan crecer enalgunas zonas no son promesa deeclosiones; sus achicharradas yerbas sedesmenuzan al mínimo estremecimiento.Los ríos, como gigantescas hidrasdeshidratadas, languidecen en susdesordenados lechos y no puedenbrindar a los dioses de la insolaciónsino la ofrenda de sus vísceraspetrificadas. ¿Qué viene a buscarMohsen entre estas grotescas tumbas, alpie de estas montañas taciturnas?…

El pesado 4 × 4 entra en el

cementerio arrastrando tras sí unaimpresionante polvareda. Qasim lanzauna ojeada al abatido joven quedeambula entre los muertos. Es el mismoindividuo que atisbó por la mañana,cuando iba a su aldea natal. Lo mira dearriba abajo durante un rato,preguntándose por qué se pasará todo eldía en un cementerio desierto y bajo unsol de justicia.

El conductor se relaja y levanta elpie del acelerador al entrar por lasprimeras callejas de la ciudad. Se animaal ver los racimos de ancianos apiñadosa la sombra de las empalizadas y lascuadrillas de chiquillos. Se alegra devolver a casa.

—Menudo paseíto que nos hemosdado —comenta mientras saluda con lamano a un conocido, entre el gentío—.Las horas muertas destrozándonos lasvértebras en los baches y tragandomontones de guarrerías.

—Deja de quejarte —refunfuñaQasim.

—No hasta que pare el motor —seempecina el chófer, haciendo cómicasmuecas—. ¿Qué hacemos? ¿Te dejo entu casa?

—Dentro de un rato. Necesitopensar en otra cosa. Ya que no paras dedar la lata con tu ayuno forzado, ¿qué teparece si vamos a donde Jorsan atomarnos unas brochetas?

—Te aviso de que como por cuatro.—Mira cómo tiemblo.—Eres muy legal, jefe. Gracias a ti,

me voy a poner las botas.El cafetucho de Jorsan está en la

esquina de una glorieta destrozada,enfrente de una parada de autocares. Loshumos de la barbacoa pugnan con lostornados que, al pasar, levantan loscoches por la posesión de las escasasbocanadas de aire de la exigua plaza.Algunos clientes, entre ellos Atiq elcarcelero, ocupan las toscas mesaspegadas unas a otras bajo una cúpula decáñamo, indiferentes al sol y a lasescuadrillas de moscas; sólo reaccionanpara ahuyentar a la hambrienta

chiquillería enardecida por el olor de lacarne a la parrilla. Con la panzacayéndole hasta las rodillas, y la barbahasta el ombligo, Jorsan aviva lasbrasas con un soplillo. Con la otramano, da la vuelta a los trozos de carney se relame cuando comprueba que yaestán bien hechos. No se distrae cuandose le para delante el 4 × 4. Se limita aabanicar con el soplillo la polvaredaque acaba de envolverlo, sin apartar lavista de sus chisporroteantes chuletas.Qasim levanta cuatro dedos mientras sesienta en un banco carcomido; Jorsanasiente con la cabeza para tomar notadel pedido y sigue aplicadamente con suritual.

Atiq mira el reloj. Su impaciencia esevidente, pero lo que le ha puesto másnervioso ha sido la llegada de QasimAbdul Jabar. ¿Qué va a pensar alsorprenderlo aquí, en un cafetucho,sabiendo que vive a dos pasos? Hundeel cuello entre los hombros y seembosca tras una mano hasta que unmozo le trae un bocadillo enormeenvuelto en papel de estraza. Atiq lomete en una bolsa de plástico, deja unosbilletes encima de la mesa e inicia laretirada sin esperar el cambio. Cuandocree que ya ha salido del paso, la manode Qasim lo alcanza:

—¿Es a mí a quien quieres daresquinazo, Atiq?

El carcelero se finge sorprendido.—¿Ya has vuelto?—¿Por qué te largas así? ¿Tienes

algo que reprocharme?—No sé qué me quieres decir.Qasim mueve la cabeza,

desengañado:—¿Quieres que te diga una cosa,

Atiq? No está bien lo que haces. No, porfavor, no vale la pena que te pongasgallito. De verdad que no hace falta. Note estoy echando un sermón. Pero, claro,es que te noto muy cambiadoúltimamente y no me gusta. La verdad esque no es cosa mía y deberíaimportarme un pijo, pero no lo consigo.Debe de ser por todos esos años que

hemos pasado juntos, a veces muy bien,y casi siempre mal. No quiero metermeen camisa de once varas, pero nada meimpide comentarte que, a fuerza deencerrarte con llave en tuspreocupaciones, acabarás por no poderya salir de ellas.

—No pasa nada grave. Es que aratos las ideas negras me nublan laperspectiva. Y nada más…

Qasim no se lo cree, y no lodisimula. Se arrima a él.

—¿Necesitas dinero?—No sé gastarlo.El miliciano se rasca la cabeza para

pensar. Propone:—¿Por qué no te vienes con nosotros

esta noche donde Haji Palwan? Sóloentre amigos. Tomamos té, charlamos,hablamos de las tropas y de lasescaramuzas y nos reímos de lasdesgracias de hace tiempo. Te sentarábien, de verdad. Estaremos entrecompañeros, muy a gusto. Si tienesproyectos, hablaremos de ellos parabuscar socios y poner manos a la obraenseguida. Montar un negocio no es nadadel otro mundo. Un poco deimaginación, un asomo de motivación yya está la locomotora en marcha. Si notienes ni cinco, te adelantamos el dineroy, luego, nos lo devuelves.

—No se trata de dinero —dice Atiqcon hastío—. Ése es un resplandor que

no me ciega.—Ni tampoco te ilumina, por lo que

veo.—La oscuridad no me molesta.—Eso habría que verlo. Yo, por mi

parte, lo que te quiero decir es que nohay por qué avergonzarse de ir a buscar,de vez en cuando, a un amigo cuando nose encuentra uno demasiado a gustoconsigo mismo.

—¿Te ha mandado Mirza Shah?—¿Ves? Te equivocas de medio a

medio. No necesito para nada a MirzaShah para echarle una mano a un colegaal que tengo aprecio.

Atiq mira su bolsa; se le marcan loshuesos de la nuca. Con la punta del pie

desentierra un guijarro y empieza ahacer un agujero en el polvo.

—¿Puedo irme? —pregunta con voztensa.

—¡Pues claro! ¡Vaya pregunta!Atiq da las gracias con la cabeza y

se retira.—Había un erudito en Jalalabad —

empieza a contarle de repente Qasim,yéndole a la zaga—, un sabio fenomenalque tenía respuesta para todo. No lefallaba ni una referencia literaria. Sesabía de memoria los hadices y losacontecimientos importantes que fuerondecisivos para la historia del Islam,desde Oriente hasta lo más remoto deOccidente. Era un hombre alucinante. Si

hubiera llegado a nuestros tiempos, creoque habría acabado colgando de unacuerda y decapitado, porque susabiduría iba más allá delentendimiento. Y un día, cuando estabacon sus discípulos, alguien se acercó acuchichearle algo. El ilustre erudito sepuso gris de pronto. Se le cayó elrosario de los dedos. Se levantó, sin unapalabra, y salió de la estancia. Nuncamás se lo volvió a ver.

Atiq alza una ceja:—¿Y qué fue eso que le dijeron al

oído? —pregunta, en guardia.—La historia no lo cuenta.—¿Y cuál es la moraleja de la

historia?

—Que se puede saber todo acercade la vida y de los hombres, pero que enrealidad no sabemos nada de nosotros.Atiq, muchacho, no intentes complicartedemasiado la existencia. Nunca podrásadivinar qué te tiene reservado. Deja deatiborrarte la cabeza de ideas falsas, depreguntas irresolubles y derazonamientos inútiles. El hecho detener respuesta para todo no te libra delo que oculta el mañana. El erudito sabíamuchas cosas, pero ignoraba lo esencial.Vivir es, ante todo, estar preparado paraque a uno se le desplome el mundoencima. Si partes del principio de que laexistencia no es sino una prueba, estásbien preparado para administrar sus

penas y sus sorpresas. Si te empeñas enesperar de ella lo que no puede darte,eso demuestra que no has entendidonada. Acepta las cosas como vienen, nolas conviertas en un drama ni te lastomes por la tremenda; tu barca no lagobiernas tú, sino el flujo de tu destino.Ayer perdí a mi madre. Hoy he ido aorar sobre su tumba. Ahora estoy en elcafé de Jorsan para tomar un tentempié.Esta noche, pienso ir a donde HajiPalwan, para ver cómo les va a losamigos. Si entretanto ha pasado algomalo, tampoco se va a acabar el mundopor eso. No hay peor amor que lasmiradas que se cruzan en una estacióncuando dos trenes salen en dirección

contraria.Atiq se detiene, sin enderezar la

nuca. Medita un momento y, luego,alzando la barbilla, pregunta:

—¿Tanto se nota que no estoy nadabien?

—Si quieres saber mi opinión, esalgo que salta a la vista.

Atiq cabecea antes de alejarse.Qasim, apenado, lo mira irse; luego

se rasca la cabeza por debajo delturbante y vuelve al cafetucho a reunirsecon su chófer.

La vida no es más que un desgasteinexorable, piensa Musarat. Da igualcuidarse que descuidarse. Lo propio de

todo nacimiento es estar abocado a unfinal; es la norma. Si el cuerpo pudierahacer lo que quisiera, los hombresvivirían mil años. Pero la voluntad nosiempre tiene recursos para cumplir consus propósitos y la lucidez del ancianono puede controlarle las rodillas. Latragedia básica de los hombres consisteen que nadie puede sobrevivir a susvotos más fervorosos, que son, además,el motivo esencial de su infortunio. ¿Noes el mundo el fracaso de los mortales,la prueba monstruosa de suinestabilidad? Musarat ha decidido noeludir lo evidente. De nada sirve taparselos ojos. Ha luchado contra laenfermedad que la consume, se ha

negado a rendirse. Ahora ha llegado elmomento de no abusar de sus fuerzas, desometerse a la fatalidad, puesto que, decuanto ha intentado, es todo lo que lequeda. Lo único que siente es tener queresignarse aunque tenga esa edad en queaún pueden domesticarse las quimeras.A los cuarenta y cinco años, todavía setiene la vida por delante, más matizada,más templada; los sueños son menosengañosos; los impulsos son serenos, yel cuerpo, cuando las garras del deseolo arrancan a su indolencia, se turba condiscernimiento tal que lo que pierdensus juegos en juvenil espontaneidad loganan en intensidad. La década de loscuarenta es la edad de la razón, una baza

de primer orden para enfrentarse a losdesafíos. La certidumbre es demasiadorecia para dudar ni por un segundo de suconsumación. Musarat no duda. Pero sucertidumbre no se consumará. No habrámilagro alguno. Y eso la entristece.Aunque no en demasía: sería inútil; casigrotesco; en cualquier caso, blasfemo.Claro que le habría gustado arreglarse,ponerse rímel en las pestañas y abrir depar en par los ojos para no perderse niun destello de los de Atiq. Pero eso seacabó ya para ella. A los cuarenta ycinco años, cuesta hacerse a la idea.Desgraciadamente, esforzarse no leahorra a una las penas. El reflejo que veen el espejito desportillado no tiene

vuelta de hoja: Musarat se estádescomponiendo a más velocidad quesus plegarias. El rostro no es ya sino unacalavera descarnada, de mejillasconsumidas y labios fruncidos. Lamirada tiene ya un fulgor de ultratumba,vidrioso, glacial, como si le hubieraincrustado un trozo roto de vidrio en lohondo de las pupilas. Y las manos, ¡Diosmío, qué manos!: huesudas, cubiertas deuna piel fina y opaca, arrugadas como elpapel, torpes para reconocer las cosasal tacto. Esta mañana, cuando estabaacabando de peinarse, se le quedó unpuñado de pelos entre los dedos. ¿Cómopuede caerse tanto pelo en tan pocotiempo? Lo enroscó en una astilla y lo

metió en una grieta de la pared; luego, sedejó caer al suelo, con la cabeza entrelas manos, y esperó a que una lágrima ladespabilase. Al ver que no ocurría nada,se arrastró hasta el jergón a gatas. Y,sentada como un faquir en una manta, sequedó una hora de cara a la pared.Habría seguido de espaldas al patiotodo el día si no le hubieran fallado lasfuerzas. Agotada por suempecinamiento, se tendió en el suelo yse quedó dormida en el acto, con la bocaabierta en un prolongado gemido.

Al encontrarla así tirada, Atiqsupone en el acto lo peor. Curiosamente,no deja caer la bolsa ni se le altera elaliento. Permanece en pie en el vano de

la puerta, arqueando una ceja, y se cuidade no hacer ruido. Vigila largo rato esecuerpo que tiene las manos vueltas haciael techo, los dedos doblados, la bocaabierta y el pecho yerto, acechando unindicio de vida. No percibe en Musaratni un mínimo estremecimiento. Parecemuerta y bien muerta. Atiq deja la bolsaencima de una mesa baja; luego,tragando saliva, se acerca al cuerpoinerte de su mujer. Se arrodilla conprecaución; cuando se inclina hacia lalívida muñeca para tomarle el pulso, unsuspiro lo echa hacia atrás. Se le muevela nuez rabiosamente. Aguza el oído, porsi se tratase de un mero temblor, acercala oreja al rostro sellado. Un tenue soplo

vuelve a rozarle la mejilla. Aprieta loslabios para ahogar la ira, endereza elbusto y, con los puños cerrados,retrocede hasta la pared y se sienta. Conlas mandíbulas apretadas y los brazoscruzados con fuerza contra el vientre,clava la vista en el cuerpo tendido a suspies como si quisiera atravesarlo departe a parte con la mirada.

10

Mohsen Ramat ya no puede más. Losdías interminables que pasa en elcementerio no hacen sino aumentar sudesamparo. Por mucho que caminaerrabundo entre las tumbas, no consigueordenar las ideas. Las cosas se leescurren a velocidad vertiginosa; nosabe ya dónde tiene las marcas. Lejos deayudarlo a concentrarse, el aislamientolo torna frágil y le atiza el malestar. A

ratos, lo inundan, como una ola querompe, unos deseos ciegos de coger unabarra de hierro y destrozar cuanto lorodea; curiosamente, en cuanto se sujetala cabeza con ambas manos, la rabiadeja paso a un irresistible deseo deestallar en sollozos; y cede, así, a lapostración, con los dientes prietos y lospárpados fuertemente cerrados.

Nota que se está volviendo loco.Desde aquel altercado callejero en

Kabul ya no distingue el día de la noche.Algo irreversible puso su sello enaquella maldita salida ¡Si le hubierahecho caso a su mujer! ¿Cómo pudocreer que los enamorados podían aúnpasear por una ciudad que parece un

moridero, plagada de energúmenosrepugnantes que llevan en la mirada laperversa oscuridad de la noche de lostiempos? ¿Cómo pudo olvidarse de loshorrores que jalonan la vida cotidianade una nación tan humillada que la fustase ha convertido en otra lengua oficial?No habría debido hacerse halagüeñasilusiones. Esta vez, Zunaira se niega apasar la esponja. Le guarda rencor, nosoporta verlo; y aún menos oírlo. Él lesuplicó: «Por el amor de Dios, nocompliques las cosas entre nosotros». YZunaira lo miró de arriba abajo, conojos torvos, desde detrás de las mallasde la careta. Se le alzó el pecho movidopor una resaca de indignación. Buscó

palabras, las más duras, las másperversas, para decirle cuánto la hacesufrir lo que Mohsen representa ahorapara ella, cómo no consiguediferenciarlo de los esbirros conturbante que han convertido las calles encombates de fieras y los días en agonía,cuánto le repugna y la abruma al tiempola presencia de un hombre. Al no darcon palabras lo bastante virulentas paraexpresar su hiel y su aflicción, seencerró en una habitación y se puso alanzar clamores de loca. Mohsen,aterrado ante los alaridosensordecedores de su mujer, salió a todaprisa de casa. A la carrera. Si se hubieraabierto la tierra a sus pies, no habría

vacilado en dejar que se lo tragase. Eraespantoso. Los gritos de Zunaira seextendían por el barrio, revolucionabana los vecinos, lo acosaban como unanube de rapaces desenfrenadas. Le dabavueltas la cabeza. Parecía el fin delmundo.

Zunaira no es ya la mujer de antes,esa mujer valiente y vivaz que loayudaba a resistir, a volver a levantarsecada vez que le fallaban las fuerzas. Eseser, que ha decidido no desembarazarseya nunca de la burka, se ha hundidodeliberadamente en un mundoabominable del que no parece que vayaa volver a salir de momento. Desde porla mañana hasta entrada la noche,

deambula por la casa tenazmenteenvuelta en el maldito velo, que no sequita ni para dormir. «Tu cara es elúltimo sol que me queda. No me lorobes», le confesó él. Y ella repuso,ajustándose significativamente elcapuchón: «No hay sol que puedaresistir a la oscuridad». No se ha vueltoa quitar la burka desde la vejación deaquel día. Se ha convertido en sufortaleza y su deserción, en su estandartey su retractación. Para Mohsen es unaauténtica barrera que se alza entreambos, el símbolo de la dolorosaruptura que amenaza con descoyuntarlos.Al rehusar la mirada de Mohsen,Zunaira rehúye el mundo de éste, reniega

de él por completo. Ese comportamientoextremo lo desestabiliza. Ha intentadoentenderlo, pero no hay nada queentender. ¿Es consciente Zunaira detamañas exageraciones? Pareceasumirlas, en cualquier caso, congrotesco fervor. Cuando Mohsen intentaacercarse a ella, retrocede, extendiendolos brazos para mantenerlo a distancia.Mohsen no insiste. Alza a su vez lasmanos, para indicar que desiste, y se vaa la calle, encorvando la espalda bajouna carga mortal.

¡Diez días!Hace diez días que el malentendido

consolida sus bastiones.Lleva diez días viviendo en un

delirio ubuesco, en una invalidezabsoluta.

«Esto no puede seguir así», se diceMohsen cada vez que vuelve a casa. ¿Aquién decírselo? Zunaira no ceja ni poconi mucho, no alza la capa ni una pizca.No la enternece la pena de su marido; esmás, le parece exasperante. Ya nosoporta su mirada de perro apaleado, nisu voz salmodiadora. En cuantoreconoce su paso en el patio, deja lo queesté haciendo y se mete corriendo en lahabitación de al lado. Mohsen crispa lasmandíbulas para contener los envites dela ira; luego, pega una palmada y damedia vuelta.

Esta noche, la acogida es idéntica.Apenas empuja la puerta del patio, vecómo ella cruza la sala y desaparecetras la cortina del dormitorio, tan furtivacomo una alucinación. Se estremecetodo su ser por unos instantes; no piensavolver a marcharse dando un portazo.Nada ha adelantado con susintempestivas salidas. Antes bien, hanahondado más el foso que lo separa desu mujer. Ya es hora de llegar al fondodel problema, piensa. Teme esemomento, porque Zunaira es tenaz,expeditiva e imprevisible, pero nopuede consentir que dure más tiempouna situación que no para dedeteriorarse.

Respira hondo y entra en eldormitorio, en busca de su mujer.

Zunaira está sentada en un jergón,muy erguida. Puede intuirse que estácomprimida como un resorte, prestapara ponerse en pie de un brinco.Mohsen nunca la había visto ensemejante estado. Su mutismo estápreñado de tempestades. CuandoZunaira se calla así, es imposibleacorralarla y cualquier intento deaproximación es aleatorio, por no decirpeligroso. Mohsen está asustado. Muyasustado. Es como un artificiero que vaa desactivar una bomba y tiene laseguridad de que su futuro sólo pende deun hilo. Zunaira siempre ha sido de trato

arduo. Es una persona lastimada, queaborrece sufrir y pocas veces perdona.Quizá por eso la teme Mohsen y pierdela sangre fría en cuanto ella frunce lascejas. El momento es de capitalimportancia. Mohsen tiembla, pero notiene elección. Acecha alguna señal,alguna señal mínima que puedainsuflarle una pizca de confianza. Nada.Zunaira no se inmuta. Nota que, tras sucompostura de esfinge, está sorda, comosi en lo más hondo le estuvierafermentando una lava, a la espera debrotar sin previo aviso, tan violentacomo un géiser. Aunque el velo le tapala cara, Mohsen tiene la seguridad deque lo está mirando con odio.

—¿Qué me reprochas en concreto?—exclama, exhausto—. ¿Que no meenfrentase con aquel animal de talibán?¿Qué podía yo contra él? Ellos hacen laley. Tienen derecho de vida y muertesobre cuanto se mueve. ¿Crees que medan igual todas las cosas que hacen? Sihasta una acémila se indignaría. Cuandopienso que ese perro de miliciano no esdigno ni de besar el polvo que pisas…Soy muy consciente de esta abyecciónque mina los escasos atisbos de orgulloque no consigo exteriorizar. Pero, por eldescanso de nuestros muertos, Zunaira,dime ¿qué podía hacer yo?

Se arrodilla ante ella, febril,desvalido, e intenta cogerle una mano.

Ella se echa hacia atrás y se encogedentro del sudario.

—Es ridículo —reniega Mohsen—.Completamente ridículo. Me tratas comosi fuera un apestado… No me des laespalda, Zunaira. Tengo la impresión deque todo el universo está enojadoconmigo. Sólo te tengo a ti. Mira cómote imploran mis manos, mira quéperdido estoy sin ti. Eres la únicaamarra que me liga a algo en estemundo.

Las lágrimas le hinchan lospárpados. No entiende cómo hanconseguido pillarlo desprevenido yrodarle por las mejillas en presencia deZunaira… Zunaira aborrece ver llorar a

los hombres.—Estoy muy mal —se disculpa—.

De repente, me atemorizan las cosas quepienso. Tengo que recobrarme, Zunaira.Tu actitud es una pesadilla. No sé quéhacer con mis días ni con mis noches.Eres mi única razón de vivir, en elsupuesto de que vivir tenga aún sentidoen este país.

Vuelve a intentar tomarle unamuñeca.

Zunaira lanza un grito y se pone depie, jadeante.

—Ya te he dicho cien veces que nome toques.

—Pero, ¿qué historia es ésa? Soy tumarido…

—Demuéstralo.—Esto no tiene ni pies ni cabeza.

¿Dónde quieres ir a parar?Zunaira se aparta violentamente de

la pared para enfrentarse con él y casi loroza con la punta de la nariz. Está tanairada que el velo se estremece con sudesatada respiración.

—¡No quiero volver a verte,Mohsen Ramat!

Una deflagración no lo habríatrastornado tanto. Las palabras de sumujer dejan aturdido a Mohsen.Incrédulo al principio, tarda unosinstantes en entender lo que acaba deoír. La nuez se le descontrola en lagarganta. Da palmadas y gira sobre sí

mismo. En el dormitorio, dos alientospugnan con sobrenatural zumbido. Depronto, Mohsen lanza un estertor extrañoy pega un puñetazo en la contraventana,con tanta fuerza que se le abre lamuñeca.

Desfigurado de dolor, vuelve aenfrentarse con su mujer y la amenaza:

—Te prohíbo que me hables en esetono, Zunaira. No tienes derecho. ¿Meestás oyendo? —vocifera, agarrándolapor el cuello y zarandeándola—. Te loprohíbo categóricamente.

Zunaira, imperturbable, aparta losdedos que le trituran la garganta.

—No quiero volver a verte, MohsenRamat —remacha, silabeando.

El pánico embarga a Mohsen, que seseca en los costados las manos húmedasde sudor, como para borrar los rastrosde su brutalidad; mira en torno y, luego,dándose cuenta de que la situación se vadeteriorando, se coge las sienes con lasmanos e intenta calmarse.

—De acuerdo —admite—. Creo queesta tarde he vuelto a casa demasiadopronto. Me voy por donde he venido. Siquieres, puedo pasar la noche fuera. Esindispensable dar una oportunidad a lareconciliación… Zunaira, te quiero. Esoes lo que hay, no tengo palabras mássensatas. Lo que acabas de decir es,desde luego, la declaración más atrozque haya oído en la vida. En tus labios,

tiene la violencia de una enormeblasfemia. Me doy cuenta de que loimportante ahora es que te deje en paz.Volveré mañana, o dentro de dos días.No sé cómo me las apañaré paraaguantar hasta entonces, pero loconseguiré. Para salvar nuestra pareja,estoy dispuesto a lo que sea. Intentahacer tú lo mismo. Te quiero. Deseo atoda costa que lo sepas, pase lo quepase. Es importantísimo. No hay nadamás importante.

Zunaira no se ablanda. Mueve loslabios peligrosamente tras el velo.Mohsen le pone la mano en la boca.

—Ni una palabra más. Ya has dichobastante por hoy. Déjame la esperanza

de pensar que se trata sólo de un malmomento, de que mañana todo volverá aser como antes.

Zunaira retrocede para librarse de lamano de su marido.

—Creo que no me has entendidobien —dice—. No quiero volver averte, Mohsen. No lo he dicho a laligera; y no voy a decir nada más suaveen los días venideros. Vas a salir de mivida y no volver a esta casa. Y, si no, meiré yo.

—Pero, ¿por qué? —se revuelveMohsen, desgarrándose con ademánáspero la camisa y dejando al aire unpecho famélico de enfermiza blancura—. ¡Dime qué culpa tan grave he

cometido para merecer esta suerte quese encarniza conmigo!

—Se acabó, Mohsen… Es tansencillo: entre nosotros ya no hay nada.Todo cuanto deseo a partir de ahora esque te vayas para siempre.

Mohsen niega con la cabeza.—No es cierto. Me niego a

admitirlo.—Lo siento.Se dispone a retirarse. Él la sujeta

por el brazo y la atrae violentamentehacia sí.

—¡Todavía soy tu marido, ZunairaRamat! No me había parecido necesariorecordártelo, pero, ya que te empeñas,no pienso andarme con rodeos. Aquí el

que manda soy yo. No entra en nuestrastradiciones que una mujer repudie a sumarido. Nunca se ha visto nada así. Y nolo voy a permitir. Llevo diez díasintentando contenerme y esperando a querecapacites. Pero, al parecer, no quieresrecapacitar; y yo ya estoy harto.

Zunaira se zafa de sus manos de unasacudida.

Él vuelve a asirla, le retuerce lamuñeca y la obliga a mirarlo cara acara.

—Lo primero que vas a hacer esquitarte esa maldita burka.

—Ni hablar. Es obligatorio según lacharia de este país.

—Te la vas a quitar. Y ahora mismo.

—Pídeles permiso primero a lostalibanes. Anda, a ver qué llevas dentro.Vete a verlos y exígeles que retiren suley; y yo te prometo que me quitaré elvelo al minuto siguiente. ¿Qué hacesaquí, molestándome, tú, un tipo tan duro,en vez de ir a amonestarlos a ellos hastaque oigan claramente la voz del Señor?Si eres mi marido, ve a ver al miserablebastardo que se atrevió a ponerle lamano encima a tu mujer y córtale lamuñeca. ¿Quieres verme la cara, eseúltimo sol que te queda? Demuéstrameprimero que ya es de día, que la nocheinfamante no ha sido sino un mal sueñoque nace de un recuerdo lejano.

Mohsen arruga el velo y se esfuerza

en levantarlo. Zunaira se retuerce aderecha e izquierda para impedirlo. Seenfrentan en una pugna encarnizada. Traslos jadeos, vienen los gemidos y lasmaldiciones. Zunaira se aferra a laburka, pese al dolor de esa multitud degarras frenéticas que la atenazan. Comosu marido no cede, le muerde el hombro,el brazo, el pecho, sin conseguirdesalentarlo. En el colmo de ladesesperación, le araña ferozmente lacara. Mohsen, sorprendido, retrocedeante el arañazo que acaba de rajarle elpómulo. Una oleada de dolor se le subea las pupilas y lo ciega; le palpitan derabia las ventanas de la nariz. Su mano,descontrolada, describe una curva

fulgurante y cae sobre la mejilla de sumujer, que se desploma, aturdida.

Mohsen se mira la mano, espantadopor ese gesto. ¿Cómo se ha atrevido? Norecuerda haberle levantado nunca ni eldedo meñique, ni una sola vez. Nuncaimaginó que pudiera ser capaz deincreparla o de reprocharle algo. Semira la mano, con cara de no haberlavisto en la vida. «¿Qué nos estápasando?», farfulla. Completamentetrastornado, se acurruca, temblandocomo una hoja, ante su mujer.

—Perdóname. No quería…Zunaira lo rechaza, consigue ponerse

de pie y se dirige, titubeante, hacia lasala.

Él la sigue, suplicante.—No eres más que un vulgar patán y

no vales más que esos locos de atar quese pavonean por la calle.

—Perdóname.—No podría aunque quisiera.La coge del brazo. Ella se vuelve de

golpe, hace acopio de las fuerzas que lequedan y lo catapulta contra la pared.Mohsen tropieza con un jarro y cae deespaldas. Golpea con la cabeza en unsaliente de la pared antes de caerviolentamente al suelo.

Al recobrarse, Zunaira se da cuentade que su marido no se mueve. Yace entierra, con la nuca curiosamente ladeada,los ojos como platos y la boca abierta.

En el rostro lívido se ha instalado unaextraña serenidad, que el hilillo desangre que le mana de un lado de lanariz apenas altera.

—¡Ay, Dios mío! —exclamaZunaira.

11

—Qasim Abdul Jabar quiere quehoy no dejes tu puesto —dice elmiliciano—. Va a haber un ingreso.

Atiq, sentado en un taburete a laentrada de la casa prisión, se encoge dehombros sin apartar la vista de loscamiones cargados de guerreros quesalen de la ciudad con indescriptiblefrenesí. Las voces destempladas de losconductores y sus bocinazos hienden la

muchedumbre como un rompehielos,mientras unos pilluelos, a los quedivierte el barullo que provoca elconvoy, corren de un lado para otrodesgañitándose. Ha llegado la noticiaesta mañana: las tropas del comandanteMasud han caído en una emboscada yKabul envía refuerzos para aniquilarlas.

También el miliciano mira cómo losvehículos militares cruzan el barriocomo una tromba; una tormenta de polvolos sigue. Tritura instintivamente con lamano negruzca de cicatrices la culatadel fusil. Escupe de lado y refunfuña:

—Esta vez las cosas se van a ponerserias. Por lo visto, hemos perdidomuchos hombres; pero ese renegado de

Masud va listo. No volverá a ver sumaldito Panj Shir.

Atiq coge un vaso de té que andabapor el suelo, a sus pies, y se lo lleva a laboca. El sol le hace guiñar un ojo; mirafijamente al miliciano antes de rezongar:

—Espero que Qasim no me tengatodo el día aquí de plantón. Tengomucho que hacer.

—No me ha dicho ninguna hora. Yoen tu lugar no me movería. Ya sabescómo es.

—Ni sé cómo es ni quiero saberlo.El miliciano frunce la frente, ancha y

abombada. Mira al carcelero conexpresión de contrariedad:

—No andas muy bien esta mañana.

Atiq Shaukat deja el vaso, con loslabios colgantes. La presencia delmiliciano lo exaspera. No entiende porqué no se marcha ahora que ya ha dadoel recado. Se queda unos momentosmirándolo; y le parece que tiene unperfil repulsivo, con esa barba revuelta,esa nariz chata y esos ojos pitañosos demirada inexpresiva.

—Si quieres, me marcho —dice elmiliciano, como si leyese lospensamientos del guardia—. No megusta molestar.

Atiq contiene un suspiro y desvía elrostro. Ya han pasado los últimosvehículos militares. Durante unoscuantos minutos, se los oye roncar detrás

de las ruinas; luego, el silencio se hacemás denso y atenúa la bulla de lachiquillería. La polvareda sigue flotandoen el aire, velando un trozo del cielo enque se ha afincado un rebaño de nubesdesalentadoramente blancas. A lo lejos,tras las montañas, parece que se oyenunas cuantas deflagraciones que el ecofalsifica a placer. Desde hace dos días,esporádicos disparos eructan entre laindiferencia general. En Kabul, sobretodo en el mercado y en los bazares, elbullicio de las especulaciones podríaahogar el coro de las más cruentasbatallas. Se subastan los fajos debilletes de banco, se hacen y deshacenfortunas al albur de un cambio de humor,

la gente sólo tiene ojos para la gananciay la inversión; en cuanto a las noticiasdel frente, se tienen en cuenta ensordina, como para meterles marcha alos negocios. A Atiq esas cosas lo ponenenfermo. Ahora le toca a él empezar apreguntarse muy en serio si no va aseguir los pasos de Zanish. El pobreinfeliz acabó por decidirse: una buenamañana se lió la manta a la cabeza ydesapareció sin avisar ni por lo másremoto a sus hijos, que lo estuvieronbuscando una semana. Unos pastoresaseguraron que habían visto al ancianoen las montañas, pero nadie los tomó enserio. Zanish, con la edad que tiene,sería incapaz de habérselas con la

menos elevada de las colinas de losalrededores, sobre todo con semejantecalor. No obstante, Atiq está convencidode que el anciano mulá se ha aventurado,efectivamente, por las montañas sólopara demostrarle a él, el carcelero cruely sardónico, que estaba en un errorcuando pretendía enterrarlo ya.

El miliciano se sienta de pronto enel suelo para coger el vaso del guardia.

—Eres un tipo simpático —dice—.No sé qué te pasa últimamente, pero daigual. Si me echas, no te lo tendré encuenta.

—No te echo —suspira Atiq,mirando con asco cómo bebe de su vaso—. Eres tú el que dice que se va.

El miliciano asiente. Apoya laespalda en la pared, en cuclillas, yvuelve a sobar el kalashnikov.

—¿Qué ha sido de Qaab? —lepregunta Atiq, tras un prolongadosilencio—. Hace siglos que no lo veo.

—¿Qué Qaab? ¿El de los blindados?—Qaab no hay más que uno.El miliciano se vuelve hacia el

guardia, enarcando las cejas.—¿No vas a decirme que no estás

enterado?—¿Enterado de qué?—Pues de que Qaab se murió hace

más de dos años.—¿Se murió?—Ya está bien, Atiq. Estuvimos

todos en el entierro.El guardia esboza una mueca, se

rasca una sien y, luego, como sigue enlas mismas, sacude la barba en señal deapuro.

—¿Y cómo es que se me haolvidado?

El miliciano lo vigila con el rabillodel ojo, cada vez más intrigado.

—¿No lo recuerdas?—No.—Qué curioso.Atiq rescata su vaso y se da cuenta

de que está vacío. Lo mira conexpresión pensativa y lo deja bajo eltaburete.

—¿Cómo murió?

—¿No me estarás tomando el pelo,Atiq Shaukat?

—De verdad que te lo pregunto enserio.

—Explotó el carro de combate enque iba durante unas prácticas de tiro. Elproyectil estaba en mal estado. En vezde cumplir con las medidas de seguridady esperar el minuto de observaciónreglamentario, lanzó el proyectilinmediatamente y estalló dentro de latorreta. Los trozos del carro salierondisparados hasta un radio de cincuentametros.

—¿Encontraron el cuerpo de Qaab?El miliciano da un culatazo en el

suelo y se pone de pie, convencido de

que el guardia se está riendo de él.—Tú no estás bien hoy. No estás

pero nada bien, francamente.Dicho lo cual, escupe en el suelo y

se aleja mascullando imprecaciones.

Ya bien entrada la tarde, llega QasimAbdul Jabar en un furgón destartalado.Las dos milicianas que lo acompañanagarran a la prisionera y la meten aempellones en el edificio. Atiq encierracon dos vueltas de llave a su nuevahuésped en una celda pequeña ymaloliente, en el extremo del pasillo.Con la cabeza en otra parte y ademanesautomáticos, no parece darse cuenta delo que sucede a su alrededor. Qasim lo

observa en silencio, cruzado de brazos,con intensa mirada, desde su elevadaestatura de luchador. Cuando las dosmilicianas regresan al furgón, le espeta:

—Así, al menos, estarásacompañado.

—¡Pues qué bien!—¿No quieres saber qué ha hecho?—¿Y qué adelanto con saberlo?—Ha matado a su marido.—Son cosas que pasan.Qasim nota el creciente asco del

guardia. Lo exaspera al máximo, pero nocae en la tentación de ponerlo en ellugar que le corresponde. Se atusa labarba con cara absorta y, volviéndosehacia el fondo del pasillo, añade:

—Se va a quedar algo más detiempo que las otras.

—¿Por qué? —pregunta Atiq,irritado.

—Porque el viernes va a haber unmitin muy importante en el estadio. Seespera a convidados de campanillas.Las autoridades han decidido realizarunas diez ejecuciones públicas paracrear ambiente. Tu huésped forma partedel lote. De entrada, los qazi queríanpasarla por las armas inmediatamente.Luego, como no había ninguna mujerprogramada para el viernes, hanaplazado la ejecución cinco días.

Atiq asiente con la cabeza, sinconvicción.

Qasim le pone la mano en elhombro.

—Te estuvimos esperando la otranoche en el local de Haji Palwan.

—Me surgió un imprevisto.—Y las noches siguientes también.Atiq opta por la retirada. Se va al

cuchitril que le hace las veces dedespacho. Qasim titubea un instanteantes de seguirlo de cerca.

—¿Has pensado en lo que tepropuse?

Atiq lanza una risilla breve ynerviosa.

—Necesitaría tener la cabeza encondiciones de pensar en algo.

—Eres tú quien se niega a llevarla

bien alta. Las cosas están claras. Bastacon mirarlas de frente.

—Por favor, Qasim, no me apetecevolver sobre el tema.

—Está bien —se disculpa AbdulJabar, alzando ambas manos a la alturadel pecho—, retiro lo que acabo dedecir. Pero, por el amor del cielo, nosgustaría dejar de verte pronto esa carade pocos amigos que se te ha puesto.

12

Atiq Shaukat ha tardado en caer enla cuenta. Algo así como un resorte leazuza por dentro; y le atraviesa elcuerpo, de pies a cabeza, una bocanadade aire paralizadora, como si le hubieracaído encima una ducha helada. Sueltala cazuela que tiene en las manos, que seestampa en el suelo, esparciendo lasalbóndigas de arroz por el polvo.Durante tres o cuatro segundos, piensa

que es presa de una alucinación.Aturdido por la aparición que acaba deazotarlo de plano, se retira al cuchitrilpara intentar recobrar los sentidos. Laluz de la ventana lo hiere, el vocerío delos niños, que juegan, fuera, a la guerra,le hacen perder el rumbo; se deja caeren el catre y, con los dedos en lassienes, maldice varias veces al Malignopara alejar las influencias maléficas.

—¡La hawla!Tras haber recuperado en parte la

lucidez, vuelve al pasillo para coger lacazuela, buscar la tapa, que ha rodadomás lejos, y recoger los racimos dearroz dispersos por el suelo. Mientraslimpia el suelo, alza con precaución la

vista hacia los barrotes, cerrados concandado, hacia el tragaluz que anida enlo alto del alvéolo como un pájaro demal agüero, la detiene en la bombillaanémica que languidece en el techo;luego, sacando fuerzas de flaqueza,vuelve a mirar dentro de la celda; ¡yallí, en el centro de la jaula, está lavisión encantada!… La prisionera se haquitado la burka. Reza, sentada con laspiernas cruzadas, con los codos en lasrodillas y las manos juntas bajo labarbilla. Atiq está pasmado. Nuncahabía visto antes tamaño esplendor. Laprisionera es de inaudita belleza; tieneun perfil de diosa, la larga cabellera lecae por la espalda, y sus ojos enormes

parecen dos horizontes. Diríase queamanece una aurora en el centro de esecalabozo infecto, sórdido, aciago.

Dejando de lado el de su mujer, Atiqlleva años sin ver un rostro femenino.Ha aprendido incluso a prescindir deello. Para él, salvo Musarat, no existensino fantasmas sin voz ni encantos, quecruzan por las calles sin rozar laimaginación; bandadas de golondrinasdecrépitas, azules o amarillentas,descoloridas muchas veces, que llevanvarias estaciones de retraso y emiten untaciturno sonido cuando pasan cerca delos hombres.

Y, de pronto, cae un velo y surge deél una maravilla. Atiq no sale de su

asombro. ¿Tiene ante sí a una mujercompleta, consistente; un rostro de mujerauténtico, tangible, completo también?Increíble. Hace tanto que se divorció deuna realidad así que la creía proscritade las mentes. Cuando era más joven, alsalir de la adolescencia, a vecesprofanaba el refugio de algunas primaspara mirarlas de lejos, a escondidas,pendiente de sus risas, de su venustez yde la flexibilidad de sus movimientos.Estuvo, incluso, enamorado de unamaestra uzbeca, que le llevaba diez añosy tenía, merced a sus interminablestrenzas, unos andares tan hipnotizadorescomo una danza mística. Estabaconvencido, en aquellos años de

disponibilidad en que las leyendasoponen una resistencia patética a losfundamentos de los prejuicios y lastradiciones, de que le bastaba con soñarcon una muchacha para columbrar unade las alas del paraíso. No era, desdeluego, el camino más seguro para llegara él, pero sí el menos inhumano… Y,luego, nada. El mundo de las audaciasexquisitas se disloca y se desintegra.Los sueños velan sus rostros. Uncapuchón de rejilla cae y lo confiscatodo, las risas, las sonrisas, las miradas,el hoyuelo de las mejillas, el sedosoroce de las pestañas…

Al día siguiente, Atiq cae en lacuenta de que ha estado en vela toda la

noche, sentado en el pasillo, frente a laprisionera, de que no ha apartado lavista de ella ni un momento. Se sientemuy raro, con la cabeza liviana y lagarganta dolorida. Le parece que seacaba de despertar dentro del pellejo deotro. Algo se ha adueñado de él, comoen una fulminante posesión, hasta en losmás íntimos recovecos; le obsesiona elpensamiento, le martillea el pulso, lepone cadencia al aliento, da vida almenor de sus estremecimientos, orajunco rígido y firme, ora yedra reptil quese le enreda por todo el ser. Atiq nisiquiera intenta entenderlo. Soporta, sinpadecerla, una sensación vertiginosa eimplacable, una embriaguez extática que

vulnera sus defensas hasta tal punto quese le olvidan las abluciones. Parece unsortilegio, pero no lo es. Atiq esconsciente de la gravedad de suimpudicia, pero no le importa. Cede, enalguna zona de su ser, muy remota y tanpróxima; se queda escuchando sus másimperceptibles pulsaciones, sordo a lasmás perentorias llamadas al orden.

—¿Algo no va bien? —le preguntaMusarat—. Te has puesto cinco vecessal en el arroz y no lo has probado; y nodejas de llevarte la taza de agua a loslabios, pero no bebes ni un trago.

Atiq mira a su mujer con expresiónausente. Es como si no entendiera elsentido de las palabras. Le tiemblan las

manos, se le desboca el pecho y, a ratos,le falta el aliento, igual que si seahogase. No se acuerda de cómo harecorrido el barrio, con las pantorrillasflojas y la cabeza vacía; no se acuerdade si se ha cruzado con alguien por lascalles en que, normalmente, no puedeaventurarse sin que lo llame o lo saludealgún conocido. Nunca en la vida habíasabido cómo era este estado que lo tienemermado desde la víspera. No tienehambre, no tiene sed, el mundo que lorodea ni siquiera lo roza; está viviendoalgo prodigioso y aterrador a la vez,pero por todo el oro del mundo noquerría prescindir de ello: se sientebien.

—¿Qué te pasa, Atiq?—¿Decías algo?—Alabado sea Dios; oyes cuando se

te dirige la palabra. Creía que te habíasvuelto sordomudo.

—Pero, ¿se puede saber de qué estáshablando?

—De nada —se resigna Musarat.Atiq deja la taza en el suelo, coge un

pellizco de sal de una diminuta terrina yvuelve a espolvorear mecánicamente suración de arroz. Musarat se lleva lamano a la boca para ocultar una sonrisa.Admite que el estado de distracción desu marido la divierte y la preocupa; elresplandor que tiene en la cara es undescanso. Pocas veces lo ha visto tan

enternecedoramente torpe. Parece unniño que vuelve de un espectáculo detíteres. Le chispea en los ojos undeslumbramiento interior; y tantafebrilidad apenas si parece posible enun hombre que sólo se estremecía deindignación, a menos que estuvieraamenazando con aniquilar cuanto sehallase al alcance de su ira.

—Come —le indica.Atiq se pone en tensión. Frunce la

frente hasta que no se le ven las cejas.Se pone en pie de un brinco, dándoseuna palmada en los muslos.

—¡Dios mío! —exclama, corriendohacia el manojo de llaves, que cuelga deun clavo—. No tengo perdón.

Musarat intenta incorporarse. Se ledoblan los descarnados brazos y vuelvea caer sobre el camastro. Exhausta trasel esfuerzo, apoya la espalda en la paredy mira fijamente a su marido.

—¿Qué has hecho ahora?Y Atiq, contrariadísimo, responde:—Se me ha olvidado dar de comer a

la prisionera.Da media vuelta y desaparece.Musarat se queda pensativa. Su

marido se ha ido dejándose olvidados elturbante, el chaleco y la fusta. Pocasveces le ha pasado algo así. Se quedaesperando a que vuelva a buscarlos.Atiq no vuelve. Musarat llega a laconclusión de que su marido, el

carcelero provisional, empieza a estarmal de la cabeza.

Dormida bajo una manta raída,Zunaira parece una ofrenda. A sualrededor, la celda tiembla con la luzdel farol; aceradas salpicadurasasaetean los rincones. Se oye el zumbidode la oscuridad, densa y pringosa, sinhondura real. Atiq deja en el suelo unabandeja repleta de brochetas que hapagado de su bolsillo; hay también unatorta y unas cuantas bayas. En cuclillas,alarga la mano hacia la prisionera paradespertarla. Se le quedan los dedos enel aire sobre el hombro redondo. Tieneque recobrar fuerzas, se dice. Las

palabras no consiguen apurar el gesto; lamano sigue en el vacío, aturdida.Retrocede de espaldas, hasta adosarse ala pared; y cruza los brazos en torno alas piernas, hinca el mentón entre ambasrodillas y no vuelve a moverse, con losojos clavados en el cuerpo de la mujer,cuya sombra, que la blancura cegadoradel farol esculpe, traza un paisaje deensueño en la pared que le hace lasveces de lienzo. A Atiq lo fascina laserenidad de la detenida; piensa que enningún lugar puede evidenciarse mejorla quietud que en este rostro límpido yhermoso como agua de manantial. Y enesos cabellos negros, lisos y elásticos,que el más tímido de los soplos alzaría

por el aire con tanta facilidad como unacometa. Y en esas manos de hurí,transparentes y finas, que se intuyensuaves como una caricia. Y en esa bocapequeña y redonda… La hawla, serecobra Atiq. No tengo derecho a abusarde su sueño. Tengo que volver a mi casay dejarla en paz. Atiq piensa, pero noactúa en consecuencia. Sigue acurrucadoen su rincón, apresando las piernas conlos brazos y con los ojos más abiertosque la conciencia.

—Es muy sencillo —confiesa Atiq—; no hay palabras para describirla.

—¿Tan guapa es? —preguntaMusarat, dubitativa.

—¿Guapa? La palabra me parecevulgar, casi trivial. Esa mujer que seestá pudriendo en mi calabozo es muchomás que guapa. Todavía estoytemblando. Me he pasado la nochevelándole el sueño, tan deslumbrado porsu esplendor que no he visto llegar elalba.

—Espero que no se te haya olvidadorezar.

Atiq baja la cabeza.—Pues eso mismo es lo que me ha

pasado.—¿Se te ha olvidado cumplir con el

salat?—Sí.Musarat suelta una risa cuyos

cascabeles prolonga en el acto unaletanía de toses. Atiq frunce elentrecejo. No entiende por qué se burlade él su mujer, pero no se lo toma encuenta. Pocas veces la oye reír; y esealborozo inusual torna casi acogedora lapenumbra del tugurio. Musarat se secalos ojos, sin aliento, pero encantada; secoloca bien el almohadón tras la espalday se apoya en él.

—¿Te hace gracia?—Muchísima.—Te parezco ridículo.—Me pareces fabuloso, Atiq.

¿Cómo has podido ocultarme palabrastan generosas? Más de veinte años dematrimonio, y hasta ahora has estado

ocultando a ese poeta que llevabasagazapado dentro. No puedes dartecuenta de lo feliz que me hace saber queeres capaz de decir las cosas con elcorazón, en vez de limitarte a apartarlascomo si fueran vómitos. ¿Atiq, el eternohuraño que pasaba junto a una monedade oro sin verla, tiene buenossentimientos? No es que me divierta, esque me resucita. Me dan ganas de ir abesarle los pies a esa mujer que, en unasola noche, ha despertado en ti tantasensibilidad. Debe de ser una santa. Oun hada.

—Eso fue lo que me dije la primeravez que la vi.

—Entonces, ¿por qué la han

condenado a muerte?Atiq se sobresalta. Está claro que no

se lo había preguntado. Cabecea ymasculla:

—Me niego a creer que sea capaz deactos reprensibles. No tiene aspecto deeso. Debe de haber un error.

—¿Y ella qué dice?—No le he dirigido la palabra.—¿Por qué?—Porque eso no se hace. He

hospedado a bastantes condenadas. Yalgunas se quedaron unos cuantos días.No cruzamos ni una mala palabra. Eracomo si cada cual estuviera solo y a losuyo; hacíamos caso omiso del otro.Ellas en su celda y yo en mi agujero. Ni

siquiera las lágrimas valen para algocuando ya está decidida una penacapital. En esos casos, no hay nadamejor que la cárcel para meditar y rezar.Así que nadie dice nada. Sobre todo lavíspera de una ejecución.

Musarat le coge una mano a sumarido y se la aprieta contra el pecho.Curiosamente, el carcelero se lopermite. Quizá no se da cuenta. Tiene lamirada perdida y la respiración intensa.

—Hoy estoy en forma —dice,mejorada al verle esos colores en lacara a su marido—. Si quieres, puedoprepararle algo de comer.

—¿Harías eso por ella?—Haría lo que fuera por ti.

13

La detenida aparta la bandeja y selimpia delicadamente la boca con eljirón de un trapo. La forma de pasárselopor la comisura de los labios denota unacategoría social ya desaparecida; tieneclase y, seguramente, instrucción. Atiq lamira detenidamente mientras hace comoque se examina las rayas de la mano. Noquiere perderse ni uno de sus ademanes,de sus expresiones, de su forma de

comer, de beber, de coger y volver adejar los objetos que la rodean. No lecabe duda de que esta mujer ha sido ricay distinguida, ha lucido sedas y joyas, seha rodeado del incienso de perfumesfabulosos y ha maltratado el corazón deincontables pretendientes; su rostro haresplandecido en idilios fulminantes y susonrisa ha aplacado muchos infortunios.¿Cómo ha llegado hasta aquí? ¿Quéviento miserable la ha llevado aempellones hasta este calabozo,precisamente a ella que parece sometercon sus pupilas las luces del mundoentero?

Alza los ojos hacia él. Y él desvíaen el acto la mirada, mientras le asedian

el pecho opresiones insondables.Cuando vuelve a fijarla en ella, lasorprende examinándolo con unasonrisita enigmática en los labios. Parasobreponerse al apuro que lo invade, lepregunta si se ha quedado con hambre.Ella dice que no con la cabeza. Atiq seacuerda de las bayas que hay en sudespacho y no se atreve a ir a buscarlas.La verdad es que no quiere alejarse niun segundo. Se encuentra bien dondeestá, del otro lado de los barrotes y, altiempo, tan cerca de ella que le pareceescuchar los latidos de su pulso.

La sonrisa de la mujer no ceja. Flotaante su rostro como el esbozo de unsueño. ¿Está sonriendo de verdad o es

que él divaga? No ha pronunciado ni unapalabra desde que la encerraron. Serecluye en su destierro, silenciosa ydigna, y no da muestras ni de angustia nide aflicción. Es como si estuvieraesperando que se alzara el día para irsecon él, sin ruido. El fatal vencimientodel plazo, que planea sobre susoraciones con la perseverancia de unacuchilla de guillotina, no alarga susombra perniciosa hasta suspensamientos. Dentro de su martirio,parece inexpugnable.

—La comida te la ha preparado mimujer —dice Atiq.

—Tienes mucha suerte.¡Qué voz! Atiq traga saliva al oírla.

Tiene la esperanza de que la mujer seextienda sobre ese tema, que cuente algodel drama que la consume por dentro. Envano.

Tras un prolongado silencio, Atiq seoye refunfuñar a sí mismo:

—Ese hombre merecía la muerte.Luego, con mayor devoción:—Pondría la mano en el fuego. A

alguien que no se da cuenta de la suerteque tiene no se le puede tener ningunasimpatía.

La nuez le raspa la garganta cuandoañade:

—Estoy seguro de que era unsalvaje. De los peores. Un fatuo. Nopodía ser de otra forma. Cuando uno no

se da cuenta de la suerte que tiene, esque no se la merece, seguro.

A la mujer se le crispan loshombros.

Atiq va subiendo el tono a medidaque encadena las frases.

—Te maltrataba, ¿verdad que sí? Ala primera de cambio, se remangaba y tezurraba.

Ella alza la cabeza. Tiene unos ojoscomo joyas; se le ha acentuado lasonrisa, triste y sublime a la vez.

—No pudiste más, ¿a que no? Sehabía vuelto insoportable…

—Era maravilloso —dice ella convoz serena—. Yo era quien no me dabacuenta de la suerte que tenía.

Atiq está nerviosísimo. No se puedeestar quieto. Ha vuelto a casa antes de lonormal y no deja de dar paseos por elpatio, de alzar la vista al cielo y dehablar solo.

Sentada en el jergón, Musarat locontempla sin decir nada. Esta historiaempieza a preocuparle. Atiq no es ya elde siempre desde que tiene bajo sucustodia a esa detenida.

—¿Qué pasa? —le vocifera él—.¿Por qué me miras así?

Musarat no juzga prudente contestar;y, menos aún, intentar tranquilizarlo.Parece como si Atiq lo estuvieraesperando para echársele encima. Tiene

la mirada centelleante, y lasarticulaciones de los puños, blancas.

Se acerca a ella con una secreciónlechosa en las comisuras de la boca.

—¿Has dicho algo?Musarat niega con la cabeza.Él se pone en jarras y, luego, mira

hacia el patio con muecas rabiosas, pegaun puñetazo en la pared y dice en unrugido:

—Fue un accidente estúpido. Puedeocurrirle a cualquiera. Es algoimprevisible, que pilla de improvisto.Su marido tropezó con un jarro y se dioen la cabeza un golpe mortal contra elsuelo. Así de sencillo. Es verdad que esdramático, pero fue un accidente. La

pobre no tuvo la culpa. Los qazi tienenque darse cuenta de que se hanequivocado y han condenado a unavíctima. No se puede despachar a uninocente sólo porque ha tenido unpercance. Esa mujer no ha matado a sumarido. No ha matado a nadie.

Musarat asiente con la cabeza.Medrosamente. Sumido en susresentimientos, Atiq ni se entera.

—Tengo que decirle dos palabras deesto a Qasim —dice, tras un largomonólogo—. Tiene buenos contactos yamigos influyentes. Le harán caso. No escosa de poner a una inocente en manosdel verdugo por un malentendido.

—Pero, ¿qué me estás contando? —se indigna Qasim Abdul Jabar, a quienno le ha gustado nada que venga alguiena molestarlo a su casa por una simplezaasí—. A esa perra rabiosa la hanjuzgado y la han condenado. Laejecutarán dentro de tres días, en elestadio, delante de invitados decategoría. Es la única mujer programadapara la ceremonia. Nadie puede hacernada por ella, ni aunque fuera inocente.Y, encima, es culpable.

—Es inocente…—¿Y tú qué sabes?—Me lo ha dicho ella.—Y te lo has creído.—¿Por qué no?

—Porque te ha mentido. No es másque una redomada embustera, Atiq. Seaprovecha de tu afabilidad. No andesdefendiendo a una asesina de la que nosabes casi nada. Ya tienes bastantespreocupaciones.

—No ha matado a nadie…—Sus vecinos han declarado en

contra de ella. Han sido tajantes. Esafurcia le daba una vida horrible a sumarido. Se pasaba la vida echándolo decasa. Los qazi no tuvieron ni quedeliberar… (Lo agarra por los hombrosy lo mira fijamente a los ojos.) Atiq,muchacho, si no haces un esfuerzocuanto antes acabarás por no saber ya nivolver a casa. Olvídate de esa bruja.

Dentro de tres días, irá a reunirse conlas que pasaron por ese calabozo antesque ella; y otra ocupará su lugar. No sécómo se las ha apañado para liarte, peroyo, en tu lugar, intentaría noequivocarme de persona. A ti es a quienhay que atender, y no a ella. Ya te aviséel otro día. Te encierras demasiado entus acritudes, Atiq, te lo dije: ándate conojo porque luego ya no vas a poder darmarcha atrás. Y no me hiciste caso.Total, que cada vez estás más flojo y habastado con que una perra apestosa selamentase para que se te partiera elcorazón. Te aseguro que está donde tieneque estar. Bien pensado, no es más queuna mujer.

Atiq está fuera de sí. Ha caído en untorbellino y no sabe a qué atender ni quéhacer con las manos cuando sesorprende a sí mismo renegando encontra del mundo entero. No entiendenada de nada. Es otra persona, alguienque lo tiene desbordado, que lo rebasa ylo mortifica y sin quien se sentiríainválido. ¿Qué decir de las tiriteras quele entran en horas de canícula y de lossudores que lo refrescan al minutosiguiente? ¿Qué decir de la audacia quese adueña de él cada vez que se atreve arehusar el hecho consumado, él queantes no movía un dedo ante un dramaque habría podido eliminarse con unasimple toba? ¿Qué decir de esa resaca

impetuosa que lo saca de quicio cuandose topa su mirada con la de la detenida?Nunca se creyó capaz de compartir eldesvalimiento de otra persona. Toda suvida estaba centrada en la siguienteambición: pasar ante un ejecutado sindarle importancia, volver de uncementerio sin renegar de susdecisiones. Y de pronto hace suya lasuerte de una detenida de quien nadiepuede apartar la sombra del patíbulo.Atiq no entiende por qué late por otroser su corazón; cómo, de la noche a lamañana, ha admitido que ya nada iba aser como antes. Tenía la esperanza dehallar en Qasim Abdul Jabar algúnsíntoma de indulgencia que pudiera

servirle de ayuda para ir a ver a los qaziy convencerlos de que revisasen lasentencia. Qasim lo ha decepcionado.Imperdonable. Atiq lo aborrece de piesa cabeza. Han terminado para siempre.No hay sermón ni gurú que puedareconciliarlos. Qasim es un animal.Tiene tanto corazón como unacachiporra y tanta compasión como unaserpiente. Peor para él. Ya las pagarátodas juntas. Las pagarán todos, sinexcepción. Los qazi agazapados en suvenerable monstruosidad. Losenergúmenos vociferantes de obscenascalenturas que ya se están preparandopara tomar por asalto el estadio elviernes. Los invitados de categoría que

van a relamerse con las ejecucionespúblicas, saludando la aplicación de lacharia con la misma mano con queespantan las moscas y apartando de sílos cadáveres con el mismo ademán quebendice el grotesco celo de losverdugos. Todos. Y también la malditaKabul, que aprende a diario a matar y adesvivir, porque en esta tierra las fiestasson ahora tan atroces como loslinchamientos.

—No consentiré que la asesinen —se encrespa mientras vuelve a casa.

—¿Por qué te pones así? —loamonesta Musarat—. No es ni laprimera ni la última. Tu actitud estotalmente insensata. Debes reaccionar.

—No quiero reaccionar.—Te estás haciendo un daño inútil.

Mírate. Parece que te vas a volver loco.Atiq la amenaza con el dedo:—Te prohíbo que me llames loco.—Pues reacciona ahora mismo —

protesta Musarat—. Te portas como siya no supieras por dónde andas. Y lopeor es que cuando alguien intentahacerte entrar en razón te pones todavíamás agresivo.

Atiq la agarra por el pescuezo y laestruja contra la pared.

—Deja de cotorrear, harpía vieja.Ya no soporto el sonido de tu voz nicómo te huele el cuerpo…

La suelta.

Sorprendida por la violencia de sumarido y anonadada por sus palabras,Musarat se desmorona en el suelo,llevándose las manos al cuello doloridoy con los ojos desorbitados deincredulidad.

Atiq esboza un gesto de hastío, cogeel turbante y la fusta y se va.

En la mezquita hay muchísima gente;los mendigos y los mutilados de guerrase disputan agriamente los rincones delsantuario. A Atiq le da tanto asco elespectáculo que escupe por encima delhombro y decide cumplir con susdevociones en otro sitio. Algo más allá,se encuentra con Mirza Shah, quecamina deprisa para sumarse a los fieles

antes de la llamada del almuédano. Pasapor delante de él sin hacerle caso. MirzaShah se detiene, se vuelve para seguircon la vista a su antiguo amigo y serasca mucho rato la cabeza, bajo elturbante, antes de seguir andando. Atiqva en línea recta, con los ojos guiñadosy el paso agresivo. Cruza las calles sinmirar ni a derecha ni a izquierda,indiferente a las bocinas y a los gritosde los carreteros. Alguien lo llamadesde un cafetín; no lo oye. Atiq no oiríani una tormenta que le tronase encima dela cabeza. Sólo atiende a la sangre quele golpea las sienes, sólo ve losmeandros de su furia y las tenebrosassecreciones que ésta vierte en su

pensamiento: Qasim, a quien no leimporta su desasosiego; Musarat, que noadivina su aflicción; el cielo, que sevela el rostro; las ruinas, que le dan laespalda; los mirones ociosos, que sepreparan a asaltar el estadio; lostalibanes, que se dan pisto por las víaspúblicas; los mulás, que arengan a lasmultitudes con dedo tan mortífero comoun sable…

Al cerrar tras sí, de golpe, la puertade la cárcel, los rumores que lopersiguen se aplacan. De repente, ahíestá el abismo; y el silencio, tan hondocomo una caída. ¿Qué le sucede? ¿Porqué no vuelve a abrir la puerta paradejar que lo alcancen los ruidos, las

luces crepusculares, los olores, elpolvo? Encorvado y jadeante, recorrearriba y abajo el pasillo. Se le cae lafusta; no la recoge. Anda y anda, con labarba metida entre el cuello y el pecho ylas manos a la espalda. De pronto, seabalanza hacia la puerta de la celda y laabre con saña.

Zunaira se ampara tras los brazos,temerosa de la violencia del carcelero.

—Vete —le dice éste—. Dentro depoco será de noche. Aprovecha parasalir corriendo y alejarte cuanto puedasde esta ciudad de chiflados. Correcuanto puedas y, sobre todo, no miresatrás pase lo que pase, porque, en casocontrario, te pasará lo mismo que a la

mujer de Lot.Zunaira no ve adónde quiere ir a

parar el guardia. Se acurruca bajo lamanta, creyendo que ya ha llegado suhora.

—Vete —le suplica Atiq—. Venga,no te quedes ahí. Les diré que la culpaes mía, que seguramente cerré mal elcandado. Soy pashtun, como ellos. Mepondrán verde, pero no me harán nadamalo.

—¿Qué sucede?—No me mires así. Coge la burka y

vete…—¿Y adónde voy a ir?—A cualquier parte, pero no te

quedes ahí.

La mujer mueve la cabeza. Lasmanos buscan, muy dentro, bajo lamanta, algo que no han de revelar.

—No —dice—. Ya he malogrado unhogar. No pienso estropear otros.

—Lo peor que podría pasarme seríaque me quitasen este trabajo. Y es lo quemenos me importa en la vida. Márchateya.

—No tengo adónde ir. Los míos hanmuerto o desaparecido. El último lazoque me quedaba lo he perdido por miculpa. Era un rescoldo. Lo avivé condemasiada fuerza para convertirlo enhachón y lo apagué. Ya nada me retiene.Estoy deseando irme, pero no como mepropones.

—No dejaré que te maten.—Nos han matado a todos. Hace

tanto tiempo que ya se nos ha olvidado.

14

Pasan los días, como paquidermosindolentes. Atiq fluctúa entre laincompletud y la eternidad. Las horas sedesvanecen más deprisa que laspavesas; las noches se revelan taninfinitas como los suplicios. En el aire,entre esos dos compases, sólo aspira adescoyuntarse, tan desdichado quepiensa que va a volverse loco. Enningún sitio halla cabida. Se lo ve vagar

por las calles, con los ojosdesencajados y en la frente los hondossurcos de implacables roderas. En lacárcel, como ya no se atreve aaventurarse por el pasillo, se encierra ensu garita y se atrinchera tras el Corán.Al cabo de unos cuantos capítulos,asfixiándose y molido, sale al aire librepara cruzar entre el gentío como unespectro entre las tinieblas. Musarat nosabe qué hacer para ayudarlo. En cuantovuelve a casa, se retira al dormitorio, endonde, sentado ante un atril pequeño,masculla azoras monótonamente y sinparar. Cuando Musarat va a ver quéhace, se lo encuentra sumido en sutormento, con las manos en los oídos y

la voz temblona, al borde del desmayo.Se sienta enfrente de él y, con la fatihavuelta hacia arriba, reza. En cuanto Atiqse da cuenta de su presencia, cierradesabridamente el Libro Santo y se vaotra vez a la calle. Y vuelve algo mástarde, con el rostro amoratado y elresuello a punto de naufragar. Ya casi nocome, no pega ojo en toda la noche,dividido entre la cárcel, en la quepermanece poco rato, y su cuarto, delque deserta antes siquiera de entrar enél. A Musarat le tiene tan consternada elestado de su marido que se olvida de laenfermedad que la corroe. Cuando Atiqse retrasa, la asaltan espantosas ideas.Algo le dice que el carcelero no está

muy bien de la cabeza y que lasdesgracias ocurren cuando menos seespera.

Una noche, entra en la habitación, learrebata casi el atril, para que nada seinterponga entre ellos, y, con firmeza, locoge por las muñecas y lo zarandea.

—Atiq, reacciona.Y Atiq, atontado, dice:—Le abrí la puerta de par en par y

le dije que se fuera. Y se negó a salir dela celda.

—Porque ella sabe lo que no sabestú: que es imposible escapar al propiodestino. Ha aceptado su suerte y seconforma con ella. Eres tú quien seniega a mirar las cosas cara a cara.

—No ha matado a nadie, Musarat.No quiero que pague por una falta queno ha cometido.

—Antes que a ella, ya has vistomorir a otras.

—Ésa es la prueba de que no puedeuno acostumbrarse a todo. Estoy enojadoconmigo y enojado con el universo.¿Cómo puede aceptarse la muerte dealguien sólo porque lo hayan decididounos qazi muy expeditivos? Es absurdo.Ella no tendrá ya fuerzas para luchar,pero yo no estoy dispuesto a quedarmede brazos caídos. Es tan joven y tanhermosa… tan radiante de vida. ¿Porqué no se fue cuando le abrí la puerta depar en par?

Musarat le alza la barbilla conternura y deja que su mano hurgue en labarba despeinada.

—Y tú, honradamente —mírame, porfavor, y contesta—, con el corazón en lamano, ¿habrías dejado que se fuera?

Atiq se estremece. Le chisporroteaen los ojos un sufrimiento insoportable.

—¿No te estoy diciendo que le abríla puerta de par en par?

—Ya te he oído. Pero, ¿tú la habríasdejado marcharse?

—Pues claro…—¿Habrías mirado cómo se alejaba

en la oscuridad sin salir corriendodetrás de ella? ¿Habrías aceptado quedesapareciese para siempre y no volver

a verla nunca más?Atiq cede: su mujer siente en la

insegura palma de la mano la densapesadez de su barba y sigueacariciándole la mejilla.

—Yo creo que no —le dice.—Pues explícamelo entonces —se

lamenta él—. Por el amor del profeta,dime qué me pasa.

—Lo mejor que puede pasarle aalguien.

Atiq alza la cabeza con tanta fuerzaque se le estremecen los hombros:

—Pero, ¿qué, con exactitud?Musarat, quiero entenderlo.

Ella le toma el rostro con ambasmanos. Lo que lee en sus ojos acaba

definitivamente con ella. La recorre depies a cabeza un escalofrío. Intentaluchar en vano: dos gruesas lágrimas leasoman a los párpados; le ruedan, luego,por la cara y llegan hasta la barbilla sinque le dé tiempo a contenerlas.

—Creo que al fin has encontrado tucamino, Atiq, marido mío. Estáamaneciendo dentro de ti. Eso que tepasa te lo envidiarían los reyes y lossantos. Tu corazón está renaciendo. Nopuedo explicártelo. Y, además, más valeasí. Esta clase de fenómeno hay quevivirlo sin explicarlo. Porque nada hayque temer de él.

—¿Qué tengo que hacer?—Vuelve a su lado. Antes de abrirle

la puerta, ábrele tu corazón y deja que lehable. Y ella lo escuchará. Y te seguirá.Tómala de la mano y marchaos los doslo más lejos posible sin mirar atrás.

—¿Y eres tú, Musarat, quien me diceque me vaya?

—Me echaría a tus pies paraconvencerte. Nadie tiene derecho amalograr lo mejor que puede sucederle auna persona, ni aunque tenga quepadecer por ello cuanto le queda devida. Son instantes tan poco frecuentesque se vuelven sagrados.

—No te abandonaré.—Estoy segura de ello. Pero no es

ésa la cuestión. Esa mujer te necesita. Suvida depende de que lo que tú decidas.

Desde que la viste, te resplandecen losojos. Te ilumina por dentro. Otro que nofueras tú estaría cantando a voz encuello por los tejados. Y si tú no cantas,Atiq, es porque nadie te ha enseñado acantar. Eres feliz, pero no lo sabes. Esadicha tuya te supera y no sabes cómoregocijarte de ella. Te has pasado lavida escuchando a los demás: tusmaestros y tus gurúes, tus jefes y tusdemonios, que te hablaban de guerra, dehiel, de afrentas. Se te sale todo eso porlas orejas y te entran temblores demanos. Y por eso te da ahora miedoescuchar lo que te dice el corazón yaprovechar la suerte, que al fin te sonríe.Bajo otro cielo, tu desamparo

enternecería a toda la ciudad. PeroKabul no entiende gran cosa de esaclase de desamparos. Y si nada le salebien, ni las alegrías ni las penas, esporque ha renunciado a ello… Atiq,marido mío, hombre mío, ha caído sobreti una bendición. Escucha tu corazón. Esel único que te habla de ti mismo, elúnico que posee la verdad verdadera. Surazón es más fuerte que todas lasrazones del mundo. Fíate de él, deja queguíe tus pasos. Y, sobre todo, no temas.Porque, de entre todos los hombres, estanoche, tú eres el que AMA…

Atiq empieza a temblar.Musarat vuelve a tomarle la cara

entre las manos y le suplica:

—Vuelve con ella. Todavía estás atiempo. Con un poco de suerte, antes deque amanezca estaréis al otro lado de lamontaña.

—Llevo dándole vueltas dos días ydos noches. No estoy seguro de que seauna buena idea. Nos alcanzarán ymandarán que nos lapiden. No tengoderecho a ofrecerle falsas esperanzas.Es tan desdichada y tan frágil. Doyvueltas por las calles, rumiando mi plande fuga. Pero en cuanto la veo, serena ensu rincón, toda mi seguridad sedesmorona. Entonces, me voy a seguirdeambulando por el barrio, y vuelvoaquí, con mis proyectos pisándome lostalones; y cuando recupero las fuerzas,

se tambalean mis certidumbres. Estoytotalmente perdido, Musarat, no quieroque me la roben, ¿te das cuenta? Les hedado mis mejores años, mis sueños másinsensatos, mi carne y mi mente…

Y, para mayor pasmo de su mujer,Atiq se parapeta tras las rodillas con loshombros estremecidos de sollozos.

Atiq tiene que prepararse. Mañana,Qasim Abdul Jabar vendrá a buscar a laprisionera para conducirla a ese lugarpor el que no se aventuran ni los diosesni los ángeles. Se cambia de ropa en sucuarto, se enrolla con firmeza elturbante. Los certeros ademanescontrastan con la fijeza de la mirada. En

la otra punta de la habitación, Musaratlo observa, con media cara en lapenumbra. No dice nada cuando él pasaa su lado, no se mueve cuando lo oyelevantar la falleba y salir a la calle.

Hay luna llena. Se ve con claridad ya lo lejos. Racimos de insomnesatiborran los umbrales de los tugurios;su galimatías exacerba el zumbido de lanoche. Tras las paredes, llora un niñopequeño: su vocecita se alza despaciohacia el cielo en que millones deestrellas se llaman entre sí.

La prisión está sumida en suspropias obsesiones. Atiq aguza el oído yno percibe sino el crujido de las vigasabrumadas de calor. Enciende el farol;

su sombra se proyecta, deforme, en eltecho. Se sienta en el catre, de cara alpasillo de la muerte, y se coge la cabezacon ambas manos. Durante una fracciónde segundo lo atenaza la necesidad de ira ver cómo está la detenida; resiste y sequeda sentado. Le late el corazón comosi se le fuera a romper. El sudor le surcael rostro y le chorrea por la espalda; nose mueve. La voz de Musarat le cruzapor el pensamiento: Estás viviendo losúnicos momentos que merece la penavivir… En el amor, hasta las fieras sevuelven divinas… Atiq se ovillaalrededor de su pena, intenta contenerla.Enseguida vuelven a estremecérsele loshombros y un prolongado gemido lo

obliga a arrodillarse en el suelo. Seprosterna, con la frente en el polvo, yempieza a recitar cuantas oraciones lepasan por la cabeza.

—Atiq…Se despierta, con la cara pegada al

suelo. Se ha quedado dormido mientrasrezaba. A su espalda, se reflejan en laventana las primeras reverberaciones dela aurora.

Tiene ante sí una mujer con burka.—¿Cómo? ¿Ya están aquí las

milicianas?La mujer se alza el capuchón de

rejilla.Es Musarat.Atiq se incorpora de un brinco y

mira alrededor.—¿Cómo has entrado?—Me he encontrado la puerta

abierta.—¡Dios mío! ¿Dónde tenía yo la

cabeza? (Luego, recobrando lossentidos:) ¿Qué haces aquí? ¿Quéquieres?

Ella le dice:—Ha ocurrido un milagro esta

noche. Mis plegarias y las tuyas sejuntaron y el Señor las escuchó. Creoque tus deseos te serán concedidos.

—¿De qué milagro hablas?—He visto cómo te brotaban

lágrimas de los ojos. Y pensé: si lo queestoy viendo es cierto, entonces es que

nada está del todo perdido. ¿Túllorando? Ni cuando te saqué la metralladel cuerpo conseguí arrancarte un grito.Durante mucho tiempo he estado hecha ala idea de que se te había fosilizado elcorazón, que nada podría ya conseguirque se te estremeciera el alma, o quesoñases. Te he ido viendo, día a día,convertirte en la sombra de ti mismo, taninsensible ante tus reveses como unaroca ante la erosión que la desmenuza.La guerra es una monstruosidad y sushijos tienen a quién parecerse. Porqueasí son las cosas, accedí a compartir lavida con alguien que sólo aspiraba acortejar a la muerte. Así, por lo menos,tenía motivos para creer que mi fracaso

no era cosa mía. Y, luego, esta noche hevisto con mis propios ojos cómo esehombre que ya creía irrecuperable secogía la cabeza entre las manos ylloraba. Y me he dicho: eso demuestraque aún queda en él un rescoldo dehumanidad. He venido a avivarlo hastaque se haga mayor que la luz del día.

—Pero, ¿qué estás diciendo?—Que mi fracaso sí que era cosa

mía. Eras desgraciado porque no supedarle un sentido a tu vida. Si tus ojos noconseguían que tus sonrisas fueransinceras, la culpa la tenía yo. No te di nihijos ni nada que te consolase de esaausencia. Cuando me estrechabas, tusbrazos buscaban a alguien a quien nunca

encontraron. Cuando me mirabas, teasaltaban recuerdos tristes. Yo me dabacuenta perfectamente de que no era sinouna sombra que tomaba el lugar de latuya, y me avergonzaba de ello siempreque te desviabas de mí. No era la mujerque tú habías amado, sino la enfermeraque te cuidó y te puso a salvo y con laque te casaste por agradecimiento.

—La enfermedad te ha trastornado,Musarat. Y, ahora, vuelve a casa.

—Intenté ser hermosa y deseablepara ti. Sufría por no poder conseguirlo.Soy de carne y de sangre, Atiq; cada unode tus suspiros me azota de plano.Cuántas veces me he sorprendidoaspirando el olor de tu ropa, como una

oveja huele el rastro de su cordero, quese ha alejado algo del rebaño y tarda enregresar; cuántas veces he pecado al noreconocer en la suerte la voluntad deDios. Me preguntaba por qué te habíapasado eso a ti, por qué me habíapasado a mí, y nunca por qué nos habíapasado a nosotros.

—¿Qué es lo que quieresexactamente?

—Que suceda un milagro. Cuando vique te brotaban las lágrimas de los ojos,creí ver abrirse el cielo sobre lo máshermoso que pueda haber. Y me dije quela mujer capaz de causar una conmociónasí no debe morir. Cuando te fuiste,palpé el sitio en que habías estado,

buscando una lágrima olvidada. Queríabañarme en ella. Lavarme de misaflicciones de este mundo. Fui aún másallá en ese lavatorio, Atiq.

—No te entiendo.—¿Por qué intentar entender algo

que es, en sí, una perplejidad? Lo queganan los hombres lo hacen endetrimento de lo que pierden. No haynada malo en tolerar lo que es imposibleimpedir; la desgracia y la salvación nodependen de nosotros. Lo que quierodecir es sencillo y doloroso, pero noqueda más remedio que admitirlo: ¿quées la vida y qué es la muerte? Ambasson equivalentes y ambas se anulan entresí.

Atiq retrocede cuando se le acercaMusarat. Ella intenta tomarle las manos,y él se las pone a la espalda. La luz delalba ilumina el rostro de la mujer.Musarat he recobrado la serenidad;nunca su rostro fue tan hermoso.

—En esta tierra de errores sinarrepentimiento, el indulto o laejecución no son el desenlace de unadeliberación, sino la manifestación deun cambio de humor. Dile que le hashablado de su caso a un mulá influyente.Sin entrar en detalles. No tiene por quésaber qué ha sucedido. Dentro de unrato, cuando vengan a buscarla,enciérrala en tu despacho. Yo me meteréen la celda disimuladamente. Total, una

burka en vez de otra. Nadie se va amolestar en comprobar la identidad dela persona que va dentro. Ya verás cómotodo sale bien.

—Estás completamente loca.—De todas formas, ya estoy

condenada. Dentro de unos días, comomucho dentro de unas semanas, el malque me consume acabará conmigo. Nome gustaría que mi agonía se prolongaseinútilmente.

Atiq está espantado. Rechaza a sumujer y, alargando ambas manos, lesuplica que se quede en donde está.

—Eso que dices no tiene ni pies nicabeza.

—Sé muy bien que tengo razón. Es

el Señor quien me inspira: esa mujer nova a morir. Será todo lo que yo no hepodido darte. No puedes darte cuenta delo feliz que soy esta mañana. Voy a sermás útil muerta que viva. Te lo ruego, nodesbarates lo que la suerte está por findispuesta a darte. Hazme caso por unavez…

15

El 4 × 4 de Qasim Abdul Jabar frenacon un rugido ante la casa prisión; losigue de cerca un microbús atestado demujeres y niños, que prefiere aparcarjunto a la acera de enfrente, como parasalvaguardarse de los sortilegios quegravitan en torno del maléfico edificio.Atiq Shaukat se desliza por el pasillo ypega la espalda a la pared, oprimiendocon las nalgas las temblorosas manos y

clavando la vista en el suelo para norevelar la intensidad de sus emociones.Siente miedo y frío. Tiene los intestinoshechos un nudo tenso, y le suenan sinparar; y unos calambres lacerantes,voraces a veces, le martirizan laspiernas. Le palpitan sordamente en lassienes los latidos de la sangre, queparecen mazazos en galeríassubterráneas. Aprieta las mandíbulas ycontiene el aliento, cada vez máscaótico, para no sucumbir al pánico.

Qasim se aclara la garganta en lacalle. Es su forma de anunciarse. Estamañana, su carraspera tiene un toquemonstruoso. Se oyen ruidos de chatarray, luego, de personas que descienden de

un vehículo. Se mueven sombras por elsuelo, en el que rebota una luz violenta.Dos milicianas entran en el edificiosumido en una oscuridad malsana,helada y húmeda pese a la naciente yachicharradora bocanada del día. Pasanpor delante del carcelero, sin decirpalabra, con aspecto marcial, y sedirigen a la celda del fondo. Aparece acontinuación Qasim. El vano de lapuerta enmarca sus anchuras de coloso,aumentando la penumbra. Mueve lacabeza de derecha a izquierda, con losbrazos en jarras; se acerca conexageradas contorsiones, haciendo comoque inspecciona una grieta del techo.

—Levanta la cabeza, guerrero. Se te

va a atascar la nuca y, luego, no podrásya nunca mirarte al espejo como esdebido.

Atiq asiente, pero no obedece.Vuelven las milicianas, caminando

tras la prisionera. Los dos hombres seapartan para dejarlas pasar. Qasim, quevigila a su amigo con el rabillo del ojo,tose discretamente tapándose la bocacon el puño.

—Ya pasó todo —insinúa.Atiq hunde un poco más el cuello

entre los hombros; mil escalofríos lerecorren el cuerpo.

—Tienes que venirte conmigo —insiste Qasim—. Tenemos asuntos quearreglar.

—No puedo.—¿Por qué no puedes?Como el carcelero prefiere callarse,

Qasim echa una ojeada en torno y leparece vislumbrar una silueta agazapadaen una esquina de la garita.

—Hay alguien en tu despacho.Atiq nota que se le encoge el pecho,

dejándolo sin respiración.—Mi mujer.—Apuesto a que quiere ir al estadio.—Sí, eso mismo… eso es lo que

pasa.—Mis mujeres y mis hermanas

también. Me han obligado a requisar elmicrobús que está fuera. Bueno, puesmuy bien. Dile que vaya con ellas.

Luego os encontráis a la salida delestadio. Y ahora te vienes conmigo.Tengo que explicarte enseguida unproyecto que me interesa mucho.

Atiq se aturulla. Intenta pensardeprisa, pero el vozarrón de Qasim leimpide concentrarse.

—¿Qué pasa? ¿Estás molestoconmigo?

—No estoy molesto.—¿Pues entonces?Pillado de improvisto, Atiq se dirige

de mala gana a su despacho, con losojos guiñados para intentar ordenar lasideas. Los acontecimientos seprecipitan, lo superan, lo atropellan.Había previsto otro giro y nada ha

salido como pensaba. Nunca le habíaparecido la mirada de Qasim tan certeray avispada. Le entran sudores por todoel cuerpo. Un incipiente mareo le acortael resuello y le atenaza las pantorrillas.Se detiene en el hueco de la puerta,reflexiona un momento y cierra la puertaal entrar. La mujer sentada en el catre lomira. No puede verle los ojos, perocrece su apuro al verla tan tiesa.

—¿Lo ves? —dice—. El cielo nosha escuchado: estás libre. El hombre queespera fuera acaba de confirmarlo. Noha prosperado ningún cargo contra ti.Puedes volver a tu casa hoy mismo.

—¿Quiénes son esas mujeres que hevisto pasar?

—Ésta es una cárcel de mujeres. Vany vienen muchas por aquí.

—¿Han traído a otra detenida?—Eso ya no es cosa tuya. Se ha

cerrado la ventana de ayer, vamos aabrir la de mañana. Estás libre, eso es loque importa.

—¿Puedo irme ahora?—Claro. Pero antes voy a llevarte

con otras mujeres, a un microbús que seestá impacientando en la calle. No tienespor qué decirles quién eres ni de dóndevienes. Que no sepan nada… Elmicrobús os dejará en el estadio, endonde se están celebrando unasceremonias oficiales.

—Quiero irme a mi casa.

—Ssshhh… Habla en voz baja.—No quiero ir al estadio.—No queda más remedio… No

durará mucho. Al final del mitin, teesperaré a la salida y te pondré a buenrecaudo.

En el pasillo, Qasim carraspea paraindicar al carcelero que ya es hora deirse.

Zunaira se levanta. Atiq la conduceal autocar y va a sentarse junto a Qasimen el 4 × 4. No ha mirado ni una solavez a las dos milicianas y a la detenidaque va con ellas en la parte trasera delvehículo.

Las diatribas de los mulás, que

transmiten muchos altavoces, retumbanentre las ruinas de los alrededores. Devez en cuando, ovaciones y clamoreshistéricos estremecen el estadio. Elgentío sigue llegando desde los cuatropuntos cardinales de la ciudad. Pese aque se han reforzado los cordones delservicio de orden, un desbocado barullocrece en los alrededores del recinto. Loprimero que hace Qasim es encaminar elmicrobús hacia una puerta másdespejada; manda bajar a las mujeres ylas pone en manos de unas milicianaspara que las acomoden en la tribuna. Yatranquilo, vuelve a subirse al 4 × 4 parallegar al césped, en donde unostalibanes armados se afanan con

inmoderado entusiasmo. Unos cuantoscuerpos colgados de unas cuerdas dan fede que han comenzado las ejecucionespúblicas. En las gradas abarrotadas, lagente se da recios codazos. Muchos hanvenido para evitar complicaciones ypresencian los horrores sin dejartraslucir nada. Otros, que han decididoinstalarse lo más cerca posible de latribuna en que se exhiben, muellementeinstalados, los dignatarios delapocalipsis, hacen cuanto pueden parallamar la atención; su regocijoexageradísimo, e incluso morboso, y susgritos desapacibles tienen asqueadoshasta a los propios gurúes. Atiq se bajade un salto y se queda clavado ante el

vehículo; no aparta los ojos del lugarreservado a las mujeres, creyendoreconocer a Zunaira en todas y cada una.Aislado en lo más hondo de su delirio,con el vientre tan embrollado como lacabeza, no oye ni los aplausos ni lossermones de los mulás. Tampoco parecever a los miles de espectadores quepueblan las gradas con un fierocontingente de jetas aún más insanas quesus barbas. Con ardiente mirada, intentaadivinar dónde está su protegida, dandode lado por completo al resto delmundo. Hay de pronto un jaleo, en un aladel recinto, que provoca unos cuantosalaridos fatídicos. Unos esbirrosconducen a empellones a un «maldito»

hacia su punto de destino, en donde loestá esperando un hombre con uncuchillo en la mano. La sesión se rematacon unos pocos gestos. Arrodillan alhombre atado. Lanza un destello elcuchillo antes de degollarlo. En lasgradas, aplausos esporádicos celebranla buena maña del verdugo. Arrojan elcuerpo ensangrentado a una camilla; ¡elsiguiente! Atiq está tan concentrado enlas hileras de burkas, que se alzan sobresu cabeza como una muralla azul, que nove cómo las milicianas traen a suprisionera. Ésta se encamina al centrodel césped y, luego, con dos hombresescoltándola, se sitúa en el lugar que lecorresponde. Una voz perentoria le

ordena que se arrodille. Obedece y,alzando los ojos por última vez, tras lacareta de rejilla, divisa a Atiq que, adistancia, junto al 4 × 4, le da laespalda. Cuando nota que el cañón delfusil le roza la nuca, implora al cielopara que el carcelero no se dé la vuelta.El disparo llega de inmediato, hurtandocon su blasfemia una oración truncada.

Atiq no sabe si las ceremonias handurado unas horas o toda una eternidad.Los camilleros están acabando deamontonar los cadáveres en el remolquede un tractor. Un sermón especialmenterotundo pone el broche final a la«festividad». En el acto, los fielesinvaden el césped para la plegaria

colectiva. Un mulá con pinta de sultándirige el rito, mientras unos esbirrosferoces hostigan a los rezagados. Encuanto se marchan los invitados decategoría, las hordas hormigueantes seconvierten en resacas salvajes antes deagolparse en las salidas. Se atropellande forma tan inaudita que el servicio deorden tiene que retroceder. Cuando lasburkas empiezan a dejar las gradas, Atiqse reúne con el tropel de hombres queespera fuera. Allí está Qasim, en jarras,visiblemente satisfecho de los serviciosque ha prestado. Tiene la convicción deque su participación en el buendesarrollo de las ejecuciones públicasno les ha pasado inadvertida a los

gurúes. Ya se ve al frente de la cárcelmayor del país.

Empiezan a salir del estadio lasprimeras mujeres, que sus hombresrecogen en el acto. Se alejan, en grupitosmás o menos desordenados; algunas vancargadas con la prole. El barullodisminuye a medida que las hordas vandespejando los alrededores. El gentío seesfuma entre la polvareda, camino de laciudad, mientras lo hienden loscamiones de los talibanes, que sepersiguen en caótico carrusel.

Qasim localiza a su harén entre lamuchedumbre; con la cabeza, le indicael microbús, que espera bajo un árbol.

—Si quieres, puedo dejaros en casa

al pasar a tu mujer y a ti.—No merece la pena —le contesta

Atiq.—No me cuesta nada.—Tengo cosas que hacer en el

centro.—Bueno, está bien. Espero que te

pienses lo que te he propuesto.—Claro que sí…Qasim se despide y se apresura a

dar alcance a las mujeres.Atiq sigue esperando a la suya. A su

alrededor, la aglomeración se encogecomo una piel de zapa. Pronto, sóloqueda un exiguo racimo de individuoshirsutos, que desaparecen, a su vez,pocos minutos después, arrastrando en

pos de ellos el susurro de las burkas.Cuando Atiq vuelve en sí, se da cuentade que ya no queda nadie en la plaza.Salvo el cielo cubierto de polvo y laspuertas del estadio abiertas de par enpar, sólo hay silencio; un silenciodesventurado, hondo como un abismo.Atiq mira en torno, totalmentedesorientado; está solo, no cabe duda.Lo invade el pánico y se abalanza dentrodel recinto. No hay nadie ni en elcésped, ni en las gradas, ni en la tribuna.Negándose a admitirlo, corre hacia ellugar en que estaban las mujeres. Salvolos asientos de piedra,desconsoladoramente desnudos, nadie.Vuelve al césped y corre como un

demente. Se ondula el suelo bajo suszancadas. Las gradas abandonadasempiezan a girar, vacías, vacías, vacías.Por un momento, el mareo lo obliga adetenerse. Pero enseguida prosigue ladesesperada carrera, mientras elzumbido de su respiración amenaza concubrir el estadio, la ciudad, el paísentero. Aturdido, aterrado, a punto deechar el corazón por la boca, vuelve alcentro del césped, en el lugar preciso enque se ha coagulado un charco desangre; y, con la cabeza entre las manos,explora obstinadamente con la vista lastribunas, una tras otra. De pronto, al caeren la cuenta de cuán grande es elsilencio, se le doblan las pantorrillas y

cae arrodillado. Su grito de animalherido se vuelca sobre el recinto, tanespantoso como el desmoronamiento deun titán: ¡Zunaira!

En el cielo lívido, rayado por losprimeros trazos de la noche, éstos vanborrando con aplicación los últimosfocos del crepúsculo. Los fulgoresdiurnos ya se van retrayendo, uno trasotro, a la parte alta de las gradas,mientras las sombras solapadas ytentaculares tienden por el suelo suschales para recibir la noche. A lo lejos,se aplacan los rumores de la ciudad. Yen el estadio, que una brisa ahíta defantasmas se dispone a recorrer como un

embrujo, las losas se agazapan tras unmutismo sepulcral. Atiq, que ha orado yesperado como nunca lo había hechoantes, se resuelve por fin a alzar lacabeza. La atribuladora miseria delrecinto lo llama al orden; ya no le quedanada por hacer entre esos murosmacilentos. Se alza, apoyando una manoen el suelo. Le titubean las piernas,inseguras. Se arriesga a dar un paso;luego, otro: y, a trancas y barrancas,consigue llegar a la puerta. Fuera, lanoche congrega sus tinieblas al pie delas ruinas. Asoman de sus agujeros unosmendigos, con voz tan soñolienta que sucantinela resulta convincente. Algo másallá, unos chiquillos, armados con

espadas y escopetas de madera,perpetúan las ceremonias de por lamañana; han atado a unos cuantoscompañeros en una glorieta lúgubre y sedisponen a ejecutarlos. Unos mirones yamaduros los contemplan, sonrientes; losdivierte y los enternece la fidelidad delas reconstrucciones. Atiq va donde loconducen sus pasos. Le parece quecamina pisando nubes. Un único nombrele vuelve a la boca seca —Zunaira—,inaudible, pero obsesivo. Pasa ante lacasa prisión; luego, ante la casa deZanish. La oscuridad le da alcance en lohondo de una callejuela jalonada deescombros, por la que cruzan siluetasevanescentes. Cuando llega a su casa,

vuelven a fallarle las piernas y sedesploma en el patio.

Tendido boca arriba, Atiq contemplala luna. Esta noche, su redondez esperfecta. Parece una manzana de platacolgada en el aire. Cuando era pequeño,se pasaba muchos ratos mirándola.Sentado en el suelo, lejos de la casuchafamiliar, intentaba entender cómo unastro tan pesado podía flotar en elespacio y se preguntaba si personascomo las de su aldea cultivaban allícampos y apacentaban cabras. Una vez,su padre vino a hacerle compañía. Y asífue cómo le contó el misterio de la luna.Es sólo el sol, le dijo, que, después dehaber andado presumiendo de día, se

empeñó en profanar los secretos de lanoche. Y lo que vio era tan insoportableque se le pasaron todos los ardores.

Atiq tardó mucho en dejar de creeresa historia.

Incluso hoy la sigue creyendo, no lopuede remediar. ¿Qué habrá, del otrolado de la noche, tan tremendo que el solpierde del todo sus colores?

Haciendo acopio de las fuerzas quele quedan, entra a rastras en la casa.Palpando a ciegas con un brazo, vuelcael farol. No lo enciende. Sabe quecualquier luz le perforaría los ojos. Leresbalan los dedos por la pared hastallegar al marco de la puerta del cuartoen que dormía su mujer. Busca el jergón,

se deja caer en él y, allí, con la gargantarebosante de sollozos, coge la manta yse abraza a ella hasta la asfixia:

—Musarat, mi pobre Musarat, ¿quénos has hecho?

Se tiende en el jergón, encoge lasrodillas hasta el vientre y se hacepequeño, muy pequeño…

—Atiq…Da un respingo.Una mujer está de pie en medio de la

habitación. La burka opalescentecentellea en la oscuridad. Atiq se quedaestupefacto. Se frota los ojos con fuerza.La mujer no desaparece. Sigue en elmismo sitio, flotando entre sus

imprecisos resplandores.—Creí que te habías ido de verdad,

que nunca volvería a verte —balbucea,intentado levantarse.

—Estabas equivocado…—¿Dónde te habías metido? Te he

buscado por todas partes…—Estaba cerca… me había

escondido.—Estaba a punto de volverme loco.—Pues ya estoy aquí.Atiq se agarra a la pared para

incorporarse. Tiembla como una hoja.La mujer abre los brazos.

—Ven —le dice.Corre a acurrucarse contra ella.

Como un niño que vuelve a su madre.

—Ay, Zunaira, Zunaira, ¿qué habríasido de mí sin ti?

—Ya no hay ni que pensar en ello.—He tenido tanto miedo.—Es por lo oscuro que está esto.—No he encendido a propósito. Ni

quiero encender. Tu rostro me iluminaríamás que mil candelabros. Quítate elcapuchón, por favor, y deja que te sueñe.

La mujer retrocede un paso y selevanta la parte de arriba de la burka.Atiq lanza un grito de espanto,echándose hacia atrás. Ya no es Zunaira,sino Musarat. Y un disparo de fusil se leha llevado la mitad de la cara.

Atiq se despierta lanzando alaridos,con las manos tendidas hacia delante

para apartar ese horror. Con los ojosdesorbitados y el cuerpo cubierto desudor, necesita un rato para darse cuentade que ha sido una pesadilla.

Fuera, amanece, y amanecen tambiénlas penas del mundo.

Un Atiq en estado fantasmal llega aduras penas al cementerio de la ciudad.Sin turbante y sin fusta. Con lospantalones caídos, que apenas le sujetanun cinturón mal puesto. En realidad nocamina, sino que se arrastra, con losojos en blanco y andares agobiados. Loscordones de los zapatos de mala muertevan dejando en el polvo arabescos dereptil; el derecho boquea, mostrando a

la luz del sol un dedo gordo informe,con la uña rota y la aureola de unamancha de sangre. Ha debido de caerseen algún sitio, porque lleva manchadode barro el costado derecho y el cododesollado. Parece borracho y no sabeadónde va. De trecho en trecho, sedetiene para apoyarse en una pared, conla espalda encorvada y las manospuestas de plano en las rodillas,titubeando entre las ganas de vomitar yla necesidad de recuperar el aliento. Surostro, taciturno y ensombrecido por unabarba revuelta, está arrugado como unmembrillo pocho, con surcos en la frentey párpados tumefactos. Salta a la vistaque es infeliz; está muy deteriorado. Los

pocos transeúntes ociosos que pasanjunto a él lo miran medrosos; algunosdan grandes rodeos para esquivarlo; ylos chiquillos que juegan aquí y allá lovigilan de cerca. Atiq no tieneconciencia del temor que despierta.Lleva la cabeza hundida entre loshombros y hace ademanes incoherentes;lo desorienta el embrollado laberinto delas calles. Lleva tres días sin comer. Elayuno y la pena lo han dejadoinsensible. Una saliva lechosa se le haquedado seca en las comisuras de laboca; se limpia los mocos continuamenteen la muñeca. Necesita darse impulsovarias veces con la cintura paradespegarse de la pared y seguir

andando. Le tiritan las pantorrillas bajoel armazón desfondado. Ya lo hadetenido dos veces un grupo detalibanes, sospechando un estado deebriedad; alguien incluso lo hagolpeado, increpándolo para quevolviese a su casa sin demora. Atiq ni seha enterado. En cuanto lo han soltado, haencaminado sus pasos al cementerio,como si lo guiase una llamadadesconocida.

Una familia, compuesta de mujeresharapientas y niños con las caritastiznadas de rastros de mugre, reza entorno a una tumba reciente. Algo másallá, un mulero intenta reparar la ruedade su carreta, que, al parecer, un

pedrusco ha sacado del eje. Unoscuantos perros flacos husmean lasveredas, con el hocico lleno de tierra ylas orejas al acecho. Atiq se tambaleaentre los montones de tierra que abultanel solar con resquebrajadas equimosissin losa sepulcral ni epitafio; sólo fosascubiertas de polvo y de grava, cavadasde mala manera en un alarmantedesbarajuste que confiere un toque detragedia a la melancolía del lugar. Atiqse detiene un rato ante las descarnadastumbas, se pone a veces en cuclillaspara palparlas con la yema de los dedos;pasa, luego, por encima, de una zancada,o tropieza en ellas, rezongando. Tras daruna vuelta, cae en la cuenta de que es

incapaz de localizar la postrera moradade Musarat, ya que ni siquiera sabe pordónde cae. Divisa a un sepulturero, quele está hincando el diente a un trozo dececina, en la otra punta del recintocuadrado, y se le acerca parapreguntarle en dónde está enterrada lamujer a quien ejecutaron públicamenteel día anterior en el estadio. Elsepulturero le indica un montón depolvo, a un tiro de piedra, y siguecomiendo con apetito.

Atiq se desploma ante la tumba de sumujer. Se coge la cabeza con ambasmanos. Y así se queda hasta bien entradala tarde. Sin decir nada. Sin una queja.Sin una oración. Intrigado, el sepulturero

se acerca para comprobar si el curiosovisitante se ha quedado dormido. Leadvierte que el sol pega con fuerza yque, si no se pone a cubierto, hayprobabilidades de que tenga quelamentarlo. Atiq no entiende por qué loreprenden. Sigue con la vista clavada enla tumba de su mujer, sin inmutarse.Luego, con un zumbido en la cabeza,medio ciego, se incorpora y sale delcementerio sin mirar atrás. Apoyándosecon la mano a veces en una pared, aveces en un arbusto, anda errante al azarde las callejuelas. Y entonces una mujerque sale de un desván lo devuelve casi ala realidad. Lleva una burkadescolorida, de faldones rotos, y unos

zapatos raídos. Atiq se planta en mediode la calleja para cortarle el paso. Lamujer se desvía hacia un lado; Atiq laagarra por el brazo e intenta retenerla.Ella se libra de la mano del hombre conuna sacudida y huye… Zunaira, le diceél, Zunaira… La mujer se detiene en elextremo de la callejuela, lo mira concuriosidad y desaparece. Atiq apresurael paso para alcanzarla, con el brazoextendido como si intentase atrapar unavoluta de humo. En otra calleja,sorprende a otra mujer en el umbral deuna casa en ruinas. Al verlo llegar, semete dentro y cierra la puerta. Atiq sevuelve y ve una burka amarilladeslizarse hacia la plaza del barrio. Va

detrás, con la mano tendida, como antes.Zunaira, Zunaira… Los niños seapartan a su paso; les da miedo esehombre desgreñado, con los ojos fuerade las órbitas y los labios azules, queparece ir en pos de su propia demencia.La burka amarilla se detiene junto a unacasa. Atiq se abalanza sobre ella y laalcanza en el preciso instante en que seabre una puerta… ¿Dónde te habíasmetido? Te estuve esperando a lasalida del estadio, como habíamosquedado, y no viniste… La burkaamarilla intenta escapar de las garrasque la hieren… Estás loco. Suéltame ogrito… —Esta vez no volveré a dejartesola, Zunaira. Ya que eres incapaz de

localizarme, no volveré a obligarte abuscarme… —No soy Zunaira. Vete,desgraciado, si no van a matarte mishermanos… —Quítate el capuchón.Quiero verte la cara, esa preciosa caratuya de hurí… La burka se resigna a quese le desgarre un pico de un costado y seesfuma. Unos chiquillos, que hanpresenciado la escena, cogen piedras yempiezan a ametrallar al loco hasta queéste da media vuelta. Con la sien abiertapor un proyectil y la sangrechorreándole por la oreja, Atiq echa acorrer, primero a pasos cortos; luego,según se va acercando a la plaza, azancadas mayores, con la respiraciónronca, los mocos saliéndosele, la boca

efervescente de espuma. Zunaira,Zunaira, balbucea empujando a losmirones en busca de burkas. De repente,frenético, empieza a perseguir a lasmujeres y —¡sacrilegio!— a levantarlesel velo, dejándoles la cara al aire.Zunaira, sé que estás aquí. Sal dedonde te escondas. No tienes nada quetemer. Nadie te hará daño. Lo hearreglado todo. No dejaré que nadie temoleste… Se alzan gritos deindignación. No los oye. Sus manos tirande los velos, los arrancan con saña,derribando a veces a las mujeres a lasque alcanza. Cuando algunas se leresisten, las arroja al suelo, las arrastrapor el polvo y no las suelta hasta

haberse asegurado de que no son la queél está buscando. Un primer trancazo loalcanza en la nuca. No se inmuta. Aimpulsos de una fuerza sobrenatural,prosigue su arrebatada carrera. No tardaen desplegarse, para detenerlo, un gentíoescandalizado. Las mujeres sedispersan, vociferando; Atiq consigueasir a algunas, les rompe la ropa, leslevanta la cabeza tirándoles del pelo.Tras la tranca, vienen los látigos; luego,los puñetazos y las patadas. Loshombres «deshonrados» pisotean a susmujeres para arrojarse sobre el loco…¡Íncubo! ¡Siervo de Satanás!… Atiqtiene la imprecisa sensación de que loarrastra un alud. Mil zapatos se le

vienen encima, mil bastones, mil fustas.¡Degenerado! ¡Maldito! Lamuchedumbre lo muele; se desploma.Las jaurías rabiosas se abalanzan sobreél para lincharlo. Sólo le da tiempo apercatarse de que se ha quedado sin lacamisa —unos dedos devastadores se lahan destrozado—, de que la sangre lecorre a chorros por el pecho y por losbrazos, de que las cejas rotas le impidencalibrar la ira irreversible que lo tienecercado. Algunas voces destempladas sesuman a los incontables golpes, paraclavarlo en el suelo… Hay quecolgarlo; hay que crucificarlo; hay quequemarlo vivo… De repente, le estallala cabeza y cuanto le rodea se sume en

la oscuridad. Viene, luego, un silencio,adusto e intenso. Al cerrar los ojos, Atiqsuplica a sus antepasados que su sueñosea tan impenetrable como los secretosde la noche.

YASMINA KHADRA es el seudónimofemenino que utiliza el ex comandantedel Ejército argelino MohamedMoulessehoul. Durante diez años tuvoque esconder su identidad tras estenombre de mujer para no levantarsospechas y poder denunciar a través desus novelas el drama que padece su

país, desde la corrupción de los círculosde poder a la irracionalidad sangrientade los fundamentalistas islámicos. Suobra ha sido traducida a las principaleslenguas con notable éxito. Hoy reside enFrancia. Anteriormente fueronpublicadas sus obras Lo que sueñan loslobos, El escritor y Los corderos delSeñor.

Notas

[1] Calificativo aplicado por los afganosa los rusos. <<