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1 ¿MAESTRAS ERAN LAS DE ANTES? UNA HISTORIA PARA RECORDAR: EL CASO DE ARGENTINA 1 Andrea Alliaud * RESUMEN Como toda institución social, el magisterio argentino tiene su historia. Reconstruir la génesis y el desarrollo de la profesión docente puede contribuir a “develar” las características que en la actualidad la constituyen. En este sentido, recuperar la historia colectiva del magisterio representa un gran desafío en el momento de enfrentar procesos de transformación. Este trabajo intenta comprender, desde la historia, aquellos rasgos que hacen de la enseñanza una actividad escasamente profesionalizada. La docencia como trabajo femenino, el maestro “ejemplar” y la ideología de la vocación encuentran en este análisis una explicación social que los desmitifica y los cuestiona. Una historia para recordar Todo es historia. Todo tiene su historia. En Argentina, el magisterio como institución social tiene un origen y un devenir histórico a través del cual fueron tomando cuerpo y definiéndose muchas de las características que en la actualidad lo constituyen. El magisterio también tiene su historia. Si bien se notan a simple vista grandes diferencias en el maestro de hoy comparado con el de antaño, hay asimismo muchas similitudes que sólo podrán explicarse por la permanencia, en cada maestro, de un pasado común. Ese pasado actúa, definiendo —aunque en cierta medida— el presente y asegurando un porvenir a él ajustado. Ese pasado actúa “pre-disponiendo” las prácticas, representaciones y percepciones del maestro de hoy. ¿Cuál es la historia “del” magisterio, más allá de la historia de cada maestro particular? ¿La conocen los maestros, los alumnos, la sociedad? ¿Se reconocerán en ella los maestros de hoy? ¿Qué permanece, qué cambios se produjeron? Mientras estas preguntas permanezcan sin respuesta y mientras las respuestas se busquen obviando este tipo de interrogantes, la transformación de lo que en el presente nos preocupa se convertirá en la asignatura pendiente de un largo porvenir. La “misión” de ser educadores Desde sus orígenes, a fines del siglo pasado, el magisterio presentó una serie de rasgos particulares que hicieron de esta actividad una “misión” 1 antes que una profesión. Aunque se puede sostener que con la creación y desarrollo de las escuelas normales (instituciones especializadas para la formación docente) surge la 1 En colección: La Educación, Número (117), 1994, OEA

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¿MAESTRAS ERAN LAS DE ANTES? UNA HISTORIA PARA

RECORDAR: EL CASO DE ARGENTINA1

Andrea Alliaud *

RESUMEN

Como toda institución social, el magisterio argentino tiene su historia. Reconstruir

la génesis y el desarrollo de la profesión docente puede contribuir a “develar” las

características que en la actualidad la constituyen. En este sentido, recuperar la

historia colectiva del magisterio representa un gran desafío en el momento de

enfrentar procesos de transformación. Este trabajo intenta comprender, desde la

historia, aquellos rasgos que hacen de la enseñanza una actividad escasamente

profesionalizada. La docencia como trabajo femenino, el maestro “ejemplar” y la

ideología de la vocación encuentran en este análisis una explicación social que los

desmitifica y los cuestiona.

Una historia para recordar

Todo es historia. Todo tiene su historia. En Argentina, el magisterio como

institución social tiene un origen y un devenir histórico a través del cual fueron

tomando cuerpo y definiéndose muchas de las características que en la actualidad lo

constituyen. El magisterio también tiene su historia. Si bien se notan a simple vista

grandes diferencias en el maestro de hoy comparado con el de antaño, hay asimismo

muchas similitudes que sólo podrán explicarse por la permanencia, en cada maestro,

de un pasado común. Ese pasado actúa, definiendo —aunque en cierta medida— el

presente y asegurando un porvenir a él ajustado. Ese pasado actúa “pre-disponiendo”

las prácticas, representaciones y percepciones del maestro de hoy. ¿Cuál es la

historia “del” magisterio, más allá de la historia de cada maestro particular? ¿La

conocen los maestros, los alumnos, la sociedad? ¿Se reconocerán en ella los

maestros de hoy? ¿Qué permanece, qué cambios se produjeron? Mientras estas

preguntas permanezcan sin respuesta y mientras las respuestas se busquen obviando

este tipo de interrogantes, la transformación de lo que en el presente nos preocupa se

convertirá en la asignatura pendiente de un largo porvenir.

La “misión” de ser educadores

Desde sus orígenes, a fines del siglo pasado, el magisterio presentó una serie de

rasgos particulares que hicieron de esta actividad una “misión”1 antes que una

profesión. Aunque se puede sostener que con la creación y desarrollo de las escuelas

normales (instituciones especializadas para la formación docente) surge la

1 En colección: La Educación, Número (117), 1994, OEA

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“profesión”, ésta de inmediato se desdibuja al considerar ciertas características a

partir de las cuales iba cobrando existencia un nuevo puesto: el de maestro.

En primer lugar, conviene recordar que la empresa de conformación del sistema

educativo “moderno” supone, entre otras cuestiones, la preparación de un cuerpo de

“especialistas” dedicados a la tarea de enseñar. El “título” docente, expedido por las

escuelas normales, asegurará en principio tal especialización. La exigencia de

“maestros titulados” no se plasmó de inmediato en una cualidad de la realidad

escolar nacional, pero, al menos, de ese modo quedó prescrito legalmente.2 Lo cierto

es que a partir de un momento histórico determinado, se requerirá de la

“titularización” para el ejercicio docente en las escuelas. En cuanto “credencial de

competencia”, el título garantizará la posesión de un saber especializado y común

entre quienes lo porten. Dicho saber supone formas precisas de transmisión y

apropiación.

En el momento de pleno desarrollo de la escuela pública ya no bastaba con el

maestro que enseñaba a unos pocos lo que él había aprendido alguna vez, quizás en

una escuela, quizás por su cuenta. Era necesario contar con un “cuerpo de

especialistas formados”, tales que aseguraran cumplir con éxito una tarea específica,

conforme a los fines perseguidos en la empresa de constitución y consolidación de

un sistema escolar. Desde sus orígenes la escuela pública de nivel primario se

destinó a “educar” a las clases más bajas de nuestra población. Este sector —

mayoritario por ese entonces— lo componían “nativos” e inmigrantes. De ellos se

esperaban, precisamente, transformaciones profundas, ya que serían los habitantes

de una sociedad que se iba “modernizando”. La escuela pública se desarrolla y

expande con la finalidad de formar al “hombre nuevo”, despojado de idiosincrasias,

modismos y costumbres de sus familias, regiones y/o países de procedencia. En el

marco de la política estatal, educar “al” ciudadano se convierte en un elemento

decisivo del proceso de conformación nacional.

De este modo la escuela pública, y especialmente el maestro, tenían una meta clara:

civilizar, regenerar, disciplinar, a una población que se consideraba “desajustada”,

en relación con un modelo de sociedad deseado para el futuro. Este proceso común

en regiones diversas, halla en la mayoría de los estados de América Latina notas

singulares. La consolidación nacional en nuestras sociedades tuvo lugar bajo

regímenes de dominación “excluyentes”,3 en lo que se refiere a la participación

política de las mayorías poblacionales. Se comprenderá así que el “proyecto

educativo oligárquico” contemplara la extensión y desarrollo de la instrucción

pública con vistas a obtener un “tipo” de hombre más parecido al “habitante de

ciudad” —con hábitos de trabajo, disciplina, compostura exterior, costumbres y una

particular cosmovisión—, que al “natural de un Estado con derechos y deberes

políticos que le permitan formar parte en el gobierno del mismo”. Ambas son

acepciones diferentes de un mismo término: “ciudadano”.4

Diremos entonces que, en nuestras sociedades, la escuela pública, con un

predominio bastante marcado de moralidad, se desarrolla sistemáticamente para

educar —antes que para instruir— a las clases más bajas de la población. Esta

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escuela nace, pues, para socializar antes que para transmitir conocimientos. Tal

finalidad se enuncia expresamente en las documentaciones de la época:

Nuestra escuela debe tener una misión más educadora

que instructiva, por las condiciones peculiares de

nuestra organización social, (...) y la consiguiente

imposibilidad de confiar exclusivamente esa misión a

la familia. (...) [Nuestra escuela] debe ser una reunión

de futuros ciudadanos, y el maestro, mirando a sus

alumnos a través del patriotismo, que es el más

poderoso lente inventado por la óptica de los

sentimientos, debe ver a éstos preparados por su

acción y por su ejemplo....5

A partir de tal definición la tarea específica del maestro (la instrucción, la

enseñanza) se diluye y va cobrando forma el maestro “socializador”, moralizador,

educador. Pensemos las consecuencias que esta ambigüedad funcional trae

aparejadas.

El ejemplo enseña más que el precepto

Para el desarrollo de una tarea eminentemente socializadora, se requería que el

maestro encarnara en sí mismo, en su persona, aquellos “atributos” que se pretendía

fueran patrimonio de todos los que acudían a la escuela pública. Cobra existencia, de

este modo, el maestro “ejemplar”, transformado en modelo viviente para quienes

había que moralizar. En tal “modelo” de maestro, el maestro “modelo” debía poseer

una serie de cualidades morales. De allí que las exigencias para con el “ser” del

maestro adquieran preponderancia frente a las exigencias de saber. Analizando la

documentación de la época, encontramos el siguiente precepto, referido al maestro

de escuela primaria: entre ser buenos y sabios, lo primero es más importante.6

Consideramos relevante destacar la escasa importancia asignada al saber

“especializado” del maestro, precisamente en el momento en que la enseñanza se

profesionaliza. Esta peculiar relación entre el maestro y el saber, junto con el énfasis

puesto en la persona de los educadores, favorece el anclaje de una doctrina de

salvación que a su vez le servirá de sustento. Veamos cómo este “sello” produce una

impronta particular en el devenir de la “profesionalización” docente. En la medida

en que se depositaba en la escuela el logro de una transformación social —en el

sentido aludido—, los maestros adquirían la fisonomía de “salvadores” de una

Nación que se estaba conformando. La educación, concebida como un preciado bien,

otorga a la tarea de enseñar una grandeza cuasi sacra; a tal punto que la convierte en

una “misión” social. Tal concepción ideológica pone de manifiesto la semejanza

entre la tarea del educador y el obrar del sacerdote. Al respecto, leemos en un libro

de Pedagogía: Los deberes del maestro son escasamente menos sagrados y

delicados que los del sacerdote.7

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Aunque el maestro laico “predicaba” un mensaje basado en una moral racional —

cargado de principios, normas y preceptos—, con la propagación de dicho mensaje

se esperaba alcanzar una especie de reconversión social. Es decir, si bien el

contenido cambia, los fines no difieren respecto de la tarea religiosa. Impregnado

por esta concepción, el discurso pedagógico “moderno”, concibe la ignorancia como

un pecado y al “ignorante” como un infiel a la patria. Asimismo, tal discurso

prescribe la relación social del maestro en estos términos: Bajo varios importantes

aspectos se halla en una relación semejante (a la del sacerdote) con la sociedad: y

sus motivos y emulaciones para obrar, deben ser de la misma clase en una

considerable estensión (sic).8 Pero, además, mientras el maestro laico se

transformaba en “maestro de vida” hacia quienes su labor se destinaba, se mantenía

vivo el carácter sacro que le dio origen al oficio. En la figura originaria del maestro,

atribuible al cristianismo, éste era maestro de vida y de salvación. En una posición

social semejante el maestro “moralizador” mantiene los componentes sagrados “del”

oficio, en tanto se define como “maestro modelo” (con la fuerza de imponerse ante

otros) antes que como instructor o enseñante.9

Sólo nos resta señalar que el “modelo dominante” de maestro exigía que el maestro

“modelo” poseyera, además de ciertas cualidades morales, vocación por la

enseñanza. La vocación, entendida como “llamado interno”, no racional, promueve

consagración, entrega, sacrificio, en pro de una “gran” causa. Ser maestro por

vocación implica consagrarse a la enseñanza “por amor a...”, cualesquiera que sean

las necesidades personales y las condiciones objetivas en que ésta se desarrolle. Y

eso no es todo. Tal como el obrar del sacerdote, cuanto más sacrificada, humilde y

silenciosa sea la tarea del maestro pareciera ser más merecedora de elogio. Si bien la

ideología de la vocación se contradice con las demandas de cientificidad, propias de

una formación profesional, veremos cómo en las escuelas normales se conjugaron

ambos requerimientos.

La formación “normal”

Por su denominación “normal” las instituciones formadoras de maestros parecieran

remitir a la norma, al método, es decir, a las maneras de enseñar los contenidos al

niño. Las escuelas normales serían, desde esta perspectiva, las instancias que se

crean para transmitir ese saber especializado. El surgimiento de la Pedagogía como

ciencia de la educación se constituye en el fundamento teórico y racional de la

enseñanza. Con el afianzamiento de la ciencia, quedan definidas y fundamentadas

“maneras”, formas y métodos de enseñanza. El saber pedagógico “cambia de

estado”.10

De ser un saber “práctico”, alcanza cierto grado de objetivación y

sistematización. Desde esta “nueva” concepción la tarea de enseñar supone

aprendizajes planeados y calculados. El maestro debe “saber” enseñar y no enseñar

como le parezca. Las escuelas normales serían, en principio, las instituciones

especializadas encargadas de formar maestros capacitados en el “arte” de enseñar.

A pesar de tal especificidad desde su surgimiento como tales, las escuelas normales

parecieron hacer honor a su nombre bajo otra acepción del término, precisamente el

que remite a la normalización como disciplinamiento. La importancia asignada a la

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posesión de saber pedagógico, por parte de los maestros, no puede hacer que

perdamos de vista la exigencia prioritaria de otro tipo de cualidades: La primera

condición para ejercer el magisterio es una conducta intachable y una moralidad

probada.11

En efecto, la formación “normal” apuntaba a formar maestros

ejemplares, provistos de una serie de valores, principios y costumbres, acordes con

la tarea a desempeñar. Tales pretensiones morales para con los maestros se

enmascaraban en la medida en que la enseñanza se “profesionalizaba” y asumía una

actitud técnica mediante el uso de la ciencia.12

La educación moral se convierte, así, en un objetivo prioritario de la práctica

pedagógica y constituye la formación de base de la escuela normal. La educación

moral no era materia de enseñanza específica; se llevaba a cabo por distintos medios,

pero atravesaba toda la formación del maestro. Aún más, la enseñanza pedagógica la

contemplaba. En los programas de estudios de las escuelas normales la enseñanza

pedagógica comprendía los siguientes contenidos: “Educación física, moral e

intelectual”, “Psicología” y “Metodología de la enseñanza”. Del mismo modo, en los

libros de texto de pedagogía se destinaban capítulos al estudio de la “moral y buenas

maneras” o a las “cualidades del maestro”.

En uno de los libros de pedagogía utilizados en la escuela normal de ese entonces, en

su capítulo preliminar “Del magisterio de instrucción primaria y de las cualidades

del maestro”, encontramos el siguiente pasaje:

Para ser maestro se requiere virtud, ciencia, prudencia,

celo, perseverancia y otras cualidades análogas. El

maestro ha de consagrar los mejores años de la

juventud y de la vida entera, sin descanso y sin

perdonar cuidados, a proporcionar a sus discípulos,

que son sus hijos, el bien más precioso y esencial, cual

es la educación. (...) Para esto es preciso conocer el

carácter y las inclinaciones de los discípulos, servirles

de ejemplo, y presentarles por modelo su misma vida

como una protesta continuada contra el vicio y un

llamamiento perenne a todas las virtudes.13

Aparecen enumerados en esta cita una serie de requerimientos referidos

fundamentalmente al orden de lo moral. Sin embargo, entre las cualidades del “buen

docente”, se menciona la posesión de ciencia.

Señalado el predominio de educación moral, en las escuelas normales, nos

preguntamos por el lugar que ocupó el “saber especializado” en estas instancias de

formación profesional. Al respecto hallamos definiciones que remiten al “saber

hacer” del maestro. Desde esta concepción “práctica” de la enseñanza, el maestro

debía saber, tanto de metodología como de los contenidos de las distintas disciplinas,

lo indispensable como “para” enseñar y nunca saber por saber. “[El maestro]

necesita de una instrucción sólida y extensa, sin que se entienda por eso que debe ser

un sabio”.14

Paradójicamente, el discurso pedagógico moderno desvaloriza el

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contenido científico en sí mismo, aun en materia pedagógica. Tratándose de la

formación docente, no es tan importante la ciencia como su “digestión”, su

asimilación. La siguiente comparación, a la vez que sugerente, es clara al respecto:

El lavado y la cocina también tienen sus reglas de

química y de física, pero la lavandera y la cocinera

necesitan más la escuela de la práctica que engolfarse

en los principios de la ciencia que nunca llegan a

estudiar.15

Desde esta concepción de cientificidad, relacionada con el empirismo y el

positivismo, la formación docente se ocupaba de “problemas” prácticos. Si además

de la epistemología, propia de la formación, consideramos al maestro en su papel de

“salvador”, la ciencia no correrá mayor suerte. Como difusor de un nuevo mensaje

que llegaría a producir el “milagro” de la conversión social, el maestro, antes que

apelar a la ciencia, tendrá que creer en dicho mensaje. Al igual que el sacerdote, el

maestro laico debía creer en las posibilidades de salvación contenidas en su mensaje

y sólo saber lo mínimo, como para llevar a cabo la labor “civilizadora” de manera

efectiva.

¿Por qué “señoritas” maestras?

Llamamos “primera etapa” de fundación de las escuelas normales, al período

comprendido entre la creación de la primera escuela normal del país16

y el momento

en que se logra contar al menos con una de estas instituciones en cada capital de

provincia. Este período se extiende, aproximadamente, desde 1870 a 1885.

El cuadro 1 refleja que, durante la “primera etapa”, las escuelas que se iban creando

eran normales de “maestras”. En los años siguientes esta tendencia se revierte,

aunque de modo parcial, pese a lo cual llama la atención la referencia constante —en

el plano discursivo— a “la” mujer como educadora por excelencia. De las mujeres

se hacían resaltar ciertas cualidades consideradas “naturales” al género femenino y

acordes con la tarea de enseñar, por contraposición a las características masculinas.

Para la realización de una tarea eminentemente educadora, socializadora, resultaba

imprescindible contar con un “ejército de maestras”, dado que: “es un hecho

probado por la experiencia que las maestras, en las escuelas, si bien instruyen menos,

educan más”.17

La presencia de maestras mujeres en las escuelas aseguraba que: “ésta se encontrara

escudada por nobles sentimientos y abrigada con el manto de ternura que la mujer

sabe oponer a las violentas pasiones de los hombres”. Para la inculcación del

“patriotismo”, considerado “más un sentimiento que una convicción, porque se

siente y no se discute, la mujer parecía más apta: tendrá allí noble asilo, así como

entre la cabeza y el corazón, sitio de predilección el segundo...”.18

Estas cualidades,

relacionadas con la seguridad emocional, el cuidado de los sentimientos, fueron

tradicionalmente asignadas a la esfera femenina. Así como en el seno familiar la

mujer aparece más directamente comprometida en la educación de los hijos, en la

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esfera escolar se ocupará de tareas similares. La formación primaria, en su

dimensión socializadora, requerirá de las mujeres: “maestras que eduquen” o

“madres educadoras”,19

antes que instructoras o enseñantes. Precisamente, se destaca

de la mujer maestra: “ese gran sentimiento, fuente de toda bondad, que ellas tienen:

la maternidad”. A los hombres nos falta ese gran sentimiento, tanto es así que una

madre puede más ella que diez padres, en la educación de sus hijos.20

En alusión directa al tema que nos ocupa encontramos en el discurso de la época

“modelos de mujeres” consideradas dignas de ser imitadas. Éstas eran las mujeres

que componían la Sociedad de Beneficencia. “Es allí en su seno, y mejor aún en los

institutos de educación que sostiene, verdaderos modelos de su género, donde se

conserva con religioso cariño el verdadero tipo de la mujer argentina”.21

He aquí un

dato muy interesante si se tiene en cuenta que se debe a la Sociedad

de Beneficencia el primer tipo de ensayo de escuela normal. Las primeras maestras

se formaban en tales instituciones y aún creadas las escuelas normales, ésta siguió

siendo en muchos casos una instancia legítima de formación.

Una nueva nota remite al carácter apostólico del que queda investida la enseñanza.

En este caso, la tarea de enseñar se asemeja a una obra de caridad, por la cual hasta

parecería ilícito reclamar recompensas de cualquier tipo: “No seáis objeto de

desprecio y de desdén convirtiendo un apostolado en un medio de tráfico

económico”.22

Tal como aparece expresado en este pasaje, educar a los niños se

convierte en sinónimo de hacer el bien, desinteresadamente, en pro de una causa

grande y justa: la patria. Será precisamente la grandeza de la causa lo que

dignificará al que a ella se dedique o mejor se consagre.

El deseo de hacer el bien, en el silencio y en el olvido, aparece definido, desde esta

concepción, como “el móvil puro y verdadero de abrazar la vocación docente”.

Motivos “elevados”, tales como el amor (a la patria, la escuela, los niños) sirven de

impulso para la carrera docente. Bajo este sustento ideológico, la mujer se

consideraba “naturalmente” dispuesta para dedicarse a la enseñanza, lo que no

sucedía con los hombres: “Para la mayor parte de éstos el magisterio es un modus

vivendi, dispuesto a abandonarlo en la primera ocasión propicia, a causa de la poca

remuneración que percibe y por la poca consideración social de que es acreedor”.23

Sobre esta explicación “natural” cabría introducir un análisis sociológico preciso, a

fin de comprender cómo es que fueron efectivamente las mayorías femeninas

las que se incorporaron a esta profesión que se estaba gestando. Para ello tendremos

que considerar la “posición” social de las mujeres en ese momento histórico. Con

menor posibilidad de acceso a las carreras universitarias, el magisterio representó

para la mujer el acceso a una profesión “calificada” y “honorable”. La carrera

docente aseguraba cierta “formación cultural” para las mujeres de sectores

sociales más elevados, mientras que para los sectores sociales más bajos era una

vía legítima de ascenso social. Muel- Dreyfus, al estudiar la historia del magisterio

francés, hace referencia al carácter liberador que representó la carrera docente para

los sectores sociales en proceso de ascensión. Esto es aún más evidente tratándose de

las mujeres. La experiencia personal de “liberación” por la escuela se utiliza, en el

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mencionado trabajo, para explicar la adhesión que obtuvo la tesis de una escuela

liberadora.24

Al considerar la posición social de la mujer en un momento histórico preciso —en

calidad de recién incluida en el campo profesional y de acuerdo con su carácter de

hija o esposa—, se comprenderá por qué fueron las mujeres quienes se ajustaron más

“modestamente” a la enseñanza. “Y así lo comprendieron muchas de esas almas

abnegadas y hermosas de mujer, que entregan al niño toda la fuerza de su juventud y

todo el amor de sus corazones sin más recompensa que la de ver florecer su alma en

cultura y belleza”.25

De este modo, en la medida en que iba cobrando existencia una

profesión escasamente remunerada y poco reconocida, las mujeres engrosaban sus

filas. De ellas se consideraba: “no pueden optar por una profesión mejor; el hombre,

en cambio, preferirá cualquier otra que le ofrezca más ventajas con menos trabajo y

menos sacrificio de su dignidad”.26

El análisis precedente permite identificar las características socialmente asignadas

según sexo. Baste por el momento con señalar las consecuencias que dichas

asignaciones aportan en la definición de un nuevo puesto: el de maestro. Intentamos

mostrar que así como las mujeres fueron “las elegidas”, en cuanto que se ajustaban

mejor a las exigencias de una nueva actividad, del mismo modo fueron las

características femeninas las que definieron de forma predominante la profesión

docente.

A modo de conclusión

La presencia mayoritaria de mujeres en el magisterio fue tanto la causa como el

efecto de las características mediante las cuales se origina y consolida la profesión

de maestro. Algunos autores hacen referencia a la “semiprofesionalidad” y tal

denominación se basa en el alejamiento de la docencia respecto de otras actividades

profesionales. Si se considera la enseñanza en su doble peculiaridad de trabajo

femenino y escasamente profesionalizado, se comprenderá la dependencia recíproca

entre ambos factores. Ya que “ha existido una decidida tendencia a garantizar el

pleno status profesional a una actividad, únicamente cuando ésta estaba dominada

por hombres”.27

Sin embargo, las características que hacen de la docencia una

cuasiprofesión y que hoy aparecen “naturalmente” ligadas a esta actividad,

fueron social e históricamente constituidas. El carácter arbitrario de estos procesos

nos impulsa a tratar de comprenderlos y explicarlos, con vistas a su modificación.

Con este trabajo hemos querido señalar algunos de los orígenes históricos de:

El carácter difuso que adquiere la tarea de enseñanza en el momento de su

institucionalización como tal. La pérdida de especificidad del trabajo

docente, en cuanto tarea que se afianza en su dimensión socializadora —

“maestros de vida”— en detrimento de la dimensión cognoscitiva —

“instructores o enseñantes”.

El alejamiento del conocimiento “teórico” y sistemáticamente elaborado en

las instancias encargadas de otorgar una formación profesional. Esta fue la

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realidad, propia de las escuelas normales, “a pesar de” o “gracias a” el

surgimiento de la pedagogía como ciencia de la educación.

El bajo reconocimiento social y material para con el maestro, absolutamente

desproporcionado en relación con la gran importancia asignada a la

educación como motor para el cambio social.

El escaso grado de “autonomía”. La profesión docente, a diferencia de otras,

no se originó a partir de una asociación espontánea de sus miembros. Fue el

Estado el encargado de crear y organizar instancias de formación, de definir

planes y programas de estudio, de regular formas de acceso al ejercicio.

A esta serie de rasgos vinculados entre sí debemos sumar “entrecruzadamente” la

conservación en todo el sistema de enseñanza “moderno” de la impronta religiosa

que le dio origen.

Toda semejanza entre las características mencionadas y la realidad del magisterio en

la actualidad no es mera coincidencia. Las notas que definen al maestro de hoy, y

que hacen que se lo reconozca como tal, están inscritas en la lógica del “campo

educativo” y en las “disposiciones” históricamente constituidas para y por la

pertenencia de ciertos sujetos a dicho campo.

El carácter de imbricación que presentan los rasgos aludidos y su perdurabilidad en

sujetos concretos esterilizan intentos parciales tendientes a profesionalizar la tarea

docente.

Dentro de esta compleja empresa queremos formular un primer paso. Recuperar

la historia colectiva del magisterio constituye un desafío importante en el momento

de enfrentar procesos de transformación. El análisis y reflexión de los “núcleos

constitutivos” de la docencia puede ser una contribución relevante para

desprendernos del pasado como fijación y alentar un porvenir acorde con desafíos

del presente. Para ilustrar sólo con un ejemplo, nótese que en tanto puedan revisarse

y cuestionarse los componentes que definen un “modelo de maestro” en el cual

domina, preponderantemente, el maestro ejemplar, la “tendencia a modelizar”28

propia de la práctica docente más actual— comenzará a transformarse. Es que

precisamente debido al desconocimiento del pasado colectivo de la institución

magisterial se nutre un presente cargado de estereotipos. Aunque dicho pasado

asume formas diversas y es resignificado en la práctica escolar por sujetos concretos,

planteamos el siguiente interrogante: “¿por qué el profesor de mañana sólo podrá

repetir los gestos de su profesor de ayer y, como éste no hacía más que imitar a su

propio maestro (...), de qué modo, en esta sucesión ininterrumpida de modelos que

se reproducen unos a otros, va a poder introducirse un día alguna

novedad?”29

Coincidimos con la respuesta que aparece seguidamente enunciada: El

enemigo y el antagonista de la rutina es la reflexión.

SUMMARY

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As with any social institution, in Argentina teaching has its own

history. The reconstruction of the origins and development of the

teaching profession may contribute to “unveil” the characteristics of

the profession today. In this sense, the recovery of the collective

history of teaching presently constitutes a great challenge as we face

the transformation. This paper attempts to understand—from a

historical perspective—the traits that characterize teaching as a

minimally professionalized activity. This article presents a social

explanation which demythifies and challenges the concepts of

teaching as strictly a women’s job, the “model” teacher, and the

ideology of the vocation.

RÉSUMÉ

Comme toute institution sociale, l’enseignement an Argentine a son

histoire. Reconstituer la genèse et le développement de la profession

enseignante peut contribuer à en “dévoiler” les caractéristiques

constitutives réelles. Dans cette perspective, et alors que l’on est

confronté à des processus de transformation, retrouver l’histoire de

l’enseignement constitue un véritable défi. Ce travail tente

d’appréhender, par le biais de l’histoire, les traits qui font de

l’enseignement une activité à peine professionnalisée.

L’enseignement comme travail féminin, le maître “exemplaire”,

l’idéologie de la vocation, autant d’éléments analysés ici à l’aune de

paramètres sociaux qui les démythifient et les remettent en question.

RESUMO

Como todas as instituições sociais, o magistério Argentino tem sua

história. Reconstruir a gênese e desenvolvimento da profissão

docente, pode contribuir a um “desvio” das características que em

realidade a constituem. Nesse sentido, recuperar a história coletiva

do magistério representa um grande desafio no momento de

enfrentar os processos de transformação. Este trabalho procura

compreender, do ponto de vista histórico, aqueles aspectos que fazem

do ensino uma atividade pouco profissionalizada. A docência como

trabalho feminino, o professor “exemplar”, a ideologia da vocação,

encontram nesta análise uma explicação social que os discute e

desmitifica.

* Licenciada en Ciencias de la Educación, Universidad de Buenos Aires (UBA) y

Master en Sociología y Educación (FLACSO). Es miembro del Instituto de

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Investigaciones en Ciencias de la Educación y ejerce la docencia universitaria en el

Departamento de Ciencias de la Educación de la Facultad de Filosofía y Letras

(UBA). Este trabajo presenta algunas de las ideas desarrolladas en Los maestros y

su historia. Un estudio socio-histórico sobre los orígenes del magisterio argentino,

Tesis de Maestría, FLACSO/ ICE/UBA, 1992.

NOTAS

1. Misión: Serie de predicaciones para la instrucción de los infieles y la

conversión de los pecadores. Diccionario Español Larousse. Ed. 1986.

2. Ley 1420, de Educación Común. Sancionada en 1884, prescribe el carácter

obligatorio, gratuito y laico del nivel primario de enseñanza.

3. La referencia a los Estados oligárquicos en su doble calidad de “capturados y

excluyentes”, se desarrolla en el trabajo de: M. Cavarozzi, “Elementos para una

caracterización del capitalismo oligárquico”, Revista Mexicana de Sociología 4

(1978).

4. Diccionario Español Larousse, op. cit.

5. Memoria del Ministerio de Justicia, Culto e Instrucción Pública (Escuelas

Normales, 1892): 524.

6. Memoria (Educación Común, 1882): 33.

7. J. P. Varela, La educación del pueblo (Montevideo: Tipografía de la

Democracia: 1874).

8. Varela, op. cit.

9. Ver: C. Lerena, “El oficio de maestro (posición y papel del profesorado de

primera enseñanza en España)”, Educación y Sociología en España (Madrid: Akal,

1987).

10. Ver: E. Tenti, El arte del buen maestro (México: Pax, 1988).

11. Memoria, 1882, op. cit.

12. Ver: T. Popkewitz, “Ideología y formación social en la formación del

profesorado. Profesionalización e intereses sociales”, Revista de Educación 285

(1988). (Madrid)

13. J. Avedaño y M. Carderer, Curso elemental de pedagogía (Madrid: Hernando,

1985).

14. Memoria, 1882, op. cit.

15. Memoria, 1883, 34.

16. La primera escuela normal de Argentina fue la fundada en la ciudad de Paraná

por la Ley del 6 de octubre de 1869.

17. “Conferencia Doctrinal Maestros de la Capital”, Instituto de Didáctica,

Folletos, 1898.

18. “Discurso de Graduación. Escuela Normal de la Capital”, Memoria, 1892,

527-28.

19. Para profundizar el análisis sobre la configuración de la enseñanza como

“trabajo femenino”, ver: G. Morgade, La feminización de la escuela primaria.

Políticas educativas y significación del trabajo (1870-1930) (Buenos Aires:

ICE/CONICET, 1991).

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20. “Conferencia ...”, op. cit.

21. Memoria, 1892, 530.

22. “Discurso de...”, op. cit.

23. “Conferencia...”, op. cit.

24. Ver: F. Muel-Dreyfus, Le métier d’éducateur (Paris: Minuit, 1893).

25. “Discurso de...”, op. cit.

26. Monitor de Educación Común, 1888.

27. En: M. Apple, Maestros y textos (Madrid: Paidós/MEC, 1989) 53.

28. Ver: C. Carrizales Retamoza, La experiencia docente (México: Línea, 1986).

29. En: E. Durkheim, Historia de la educación y de las doctrinas pedagógicas. La

evolución pedagógica en Francia (Madrid: La Piqueta, 1982) 30.