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Vicente Mezquida Serra

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Tu mirada

© Vicente Mezquida Serra

ISBN: 978–84–8454–930–7Depósito legal: A–27–2009

Edita: Editorial Club Universitario. Telf.: 96 567 61 33C/ Cottolengo, 25 – San Vicente (Alicante)www.ecu.fm

Printed in SpainImprime: Imprenta Gamma. Telf.: 965 67 19 87C/ Cottolengo, 25 – San Vicente (Alicante)[email protected]

Reservados todos los derechos. Ni la totalidad ni parte de este libro puede reproducirse o transmitirse por ningún procedimiento electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación magnética o cualquier almacenamiento de información o sistema de reproducción, sin permiso previo y por escrito de los titulares del Copyright.

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Para María, estés donde estés. Permanecerás en mi alma mientras quede en mí un suspiro.

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Ese día llovía con fuerza, el granizo caído del cielo producía la sensación de que lloraba, puede que fuese de felicidad.

Habían transcurrido algo más de cinco años desde la última vez que nos vimos. De ella todavía guardo un re-cuerdo muy íntimo, su sonrisa y, sobre todo, su mirada. Era como un idioma que sólo ella dominaba y, de vez en cuando, compartía con quien se le antojaba. Daba el pego de chica de aspecto alocado, nada más lejos de la verdad, todo era fachada, no obstante, llegar a su centro neurál-gico era una tarea prácticamente imposible. Con el reen-cuentro era evidente que físicamente habíamos cambiado. Por supuesto, sabía que se encontraba trabajando en la factoría antes de decidirme a aceptar el puesto de trabajo.Por otro lado, he de reconocer que no disponía de muchas ofertas. Sara rondaba los treinta y pocos, estatura la justa acompañada de un cuerpo bonito de suaves curvas, mele-na azabache ensortijada, con algún tinte que el sol hacía brillar de forma curiosa y, sobre todo, bonita, pero cómo no, por Dios la mirada era muy especial, con magia.

La primera vez que nos vimos fue en el despacho de personal, era la persona responsable de recursos huma-nos de la factoría. La alegría que me llevé fue indescrip-tible, le di un abrazo y un beso seguidos de un: "¿cómo estás, guapísima?". Fue todo un acontecimiento.

—Ya nos veremos mañana cuando te incorpores, sabía que venías por el informe de tu expediente.

—De acuerdo, Sara, encantado de volverte a ver. Este reencuentro trajo como consecuencia charlas

inagotables, ambos deseábamos recuperar el tiempo per-dido. Aunque, sin lugar a dudas, ambos éramos conscien-tes de lo imposible de la tarea, pasábamos horas de con-versación interminables, andaba en amores, entregada a nuevas experiencias y ardientes pasiones, me confesaba sentirse íntimamente una bomba, presta a explotar a poco que se le agitara. Yo venía de una relación fracasada, con seguridad no acabo de saber si bien por asumir el fracaso con el dolor que ello supone o por el tedio de una relación

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supuestamente muerta. Es increíble, a veces las personas somos capaces de hacer daño y decir cosas terribles. Las continuas charlas con Sara se convirtieron en una especie de psicodrama, típico de consulta de psicoanalista argen-tino, a poder ser, sin ánimo de ofender. A cada paso me iba introduciendo un poco más en el alma de mi interlocutora, vivía una relación con un joven, Humberto Coria, abo-gado con posibles económicos y excelentes perspectivas. Pero siempre existe un inconveniente, en este caso, ella le achacaba su falta de madurez por influencias familiares, que impedían la toma de decisiones, por parte del joven Romeo. Esto, según ella, minaba la relación.

Una y otra vez, de forma repetitiva, analizábamos la situación. Alguna vez me percataba de la forma en que clavaba sus ojos en mí de forma inquisidora, confieso que llegaba a ponerme incómodo. Íntimamente su mirada me fascinaba, era una especie de invitación a vivir la vida, al final más de lo mismo, le insistía en la paciencia, o bien: “deja esa relación que no te aporta nada, estás a un paso de conseguir lo que deseas, compartir con él tu tiempo, luego vendrán los cariño yo también te quiero y un poco más tarde los inconvenientes”. Estas sesiones con Sara llegaban a resultar gratificantes. A mis treinta y tantos, con experien-cias emocionales poco recomendables, me habían conver-tido en un experto de nada, cargado de resentimientos por los continuos fracasos. Todo ese bagaje iba en mis alforjas de viaje, había decidido dirigir todo mi esfuerzo en revita-lizar mi vida profesional dejando para mejores tiempos lo emocional y lúdico. No obstante, he de reconocer que sentía una fuerte atracción por Sara desde la primera época en que nos conocimos. A partir del divorcio tenía la sensación de que mi tiempo había dejado de pertenecerme. Me sentía tremendamente vacío, anímicamente roto. Las citas con el terapeuta matrimonial al que acudíamos para hablar y para que, de paso, nos sacase el dinero, se convirtieron en un motivo de discusión post sesión, era absurdo, insoste-nible, intentábamos solucionar problemas que eran irre-solubles, salvar una pareja que no era apenas nada, ni siquiera matrimonio, era lamentable, al terminar la sesión de 45 minutos vuelta a empezar con las eternas discu-siones. Lo bueno era el café y un cigarrillo. Era una rela-ción acabada, sólo quedaba ponerse de acuerdo para cer-tificar su defunción. El domicilio conyugal era de mi pro-

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piedad por una herencia familiar; era un regalo inmerecido del tío Miguel; fue un ser al que quise mucho, compartí con él techo y mantel en mi época de estudiante en Madrid y luego también, al finalizar los estudios, durante el doc-torado, mi tío me permitió penetrar en su espacio vital, sin pedir nada a cambio. La casa, en vida de mi tío, la llevaba una señora llamada Carmen, una buena mujer de rasgos generosos y una excelente presencia. Tuvo la desgracia de enviudar joven y para subsistir no tuvo más camino que servir. Tía Amparo, la hermana mayor, la colocó en casa del tío Miguel en Madrid. No me cabe la menor de las sos-pechas de que siempre temió que entre ella y el tío Miguel hubiese alguna relación carnal.

Definitivamente, teníamos que llegar a un acuerdo para finiquitar el matrimonio con Pilar, a pesar de que en ese trato saldría perdiendo y lo sabía de antemano. En el contrato se especificaba que le permitía el uso de la vivienda conyugal por un tiempo de dos años, y una indemnización de 60.000 € en concepto de disolución de la sociedad de gananciales. Sólo faltaba solucionar este problema para poder incorporarme a la planta Hispano-Suiza en Cartagena, en un plazo de quince días o a lo más tardar un mes. Así pues, urgía solucionarlo. A Dios gracias, todo quedó firmado en el despacho de la abogada de Pilar. Previamente, Armando me había aconsejado sobre lo conveniente que era llegar a un acuerdo, le había mostrado el documento y, básicamente, lo aprobaba.

Llevaba sólo unas semanas incorporado al nuevo tra-bajo cuando de forma inesperada recibí una citación del juzgado de familia n.º 2 de Madrid, ello me causó una cier-ta intranquilidad. Siempre las notificaciones, sean de lo que sean, nos crean cierta incertidumbre. Intenté localizar a Armando en su despacho, no se encontraba; le dejé un aviso a su secretaria para que se pusiera en contacto conmi-go cuanto antes. No obstante, estaba enfadado porque me temía alguna jugada por parte de Pilar.

Sara acudió rápidamente a mi despacho. Al percibir mi estado de excitación me preguntó qué había sucedido. Es imposible narrar los improperios y los insultos que proferí a Pilar, aguardó con paciencia a que terminase mi discurso misógino, en el cual repasé la sexualidad de la judicatura, letradas y, por supuesto, también de Pilar.

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—¿Se puede saber qué pasa, Jorge? —preguntó. —La hija de puta de mi ex mujer me ha denunciado, ¿te

parece poco? —respondí, en un tono muy agresivo. —Yo sólo quería ayudarte —apuntó ella al tiempo que

clavaba su mirada en mí—, creo que no es necesario tu actitud machista y absurda. No es posible ayudar a alguien que no lo desea.

Con un déjame en paz por contestación de mi parte, fue más que suficiente para que su rostro se encendiera y saliera del despacho propinando un portazo de mucho cuidado.

Armando acudió a la notificación en el juzgado. Las condiciones exigidas por Pilar no eran aceptables. Finalmente, se llegó a un principio de acuerdo, le cedimos el uso del inmueble por cuatro años y todo se arregló.

Ya establecido en Cartagena decidí buscar un piso por la zona nueva del puerto. El piso era amplio con vistas al puerto, plaza de garaje. En fin, cumplía mis exigencias y me permitiría pasar una temporada hasta ver cómo evolucionaba mi nuevo trabajo.

Pasaron varias semanas sin tener noticias de Sara. Coincidíamos ocasionalmente en el comedor de personal. Un día no pude dejar de hacer lo que en el fondo deseaba, verla y aproximarme hasta donde se encontraba comiendo, le pedí permiso para acompañarla.

—¿Puedo decirte algo, Sara? Te ruego me disculpes las groserías que tuviste que soportar —no fue suficiente para conseguir ni siquiera una mirada—, el tema de mi divorcio sigue su curso y mi mujer ya no me molesta.

Al levantar la vista de nuevo me reencontré con su mirada, a pesar de que ahora me era distinta, quise pensar que con el tiempo la reencontraría de nuevo, no me quedaba más remedio. En efecto, al tiempo, que lo sabe y cura todo, reanudamos nuestras conversaciones al salir de trabajar, acudíamos al club de regatas, lugar tranquilo y con discreto encanto, nuevamente tuve la oportunidad de pedir disculpas por mi actitud grosera e impertinente. Los humanos solemos agredir al primero que se interpone entre nosotros y la necedad, probablemente, tenga mucho que ver la carga emocional que ciertas situaciones conllevan. En estas conversaciones sentía a Sara distante, con una actitud extraña, llegué a pensar que la había decepcionado, incluso puede que me hubiese tomado miedo por mi

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actitud tan agresiva, pensé que compartía estas charlas conmigo porque no tenía nada mejor que hacer. El encanto se fue diluyendo, desapareció la confianza y, finalmente, paulatinamente las citas se distanciaron.

Una mañana en la oficina, mientras repasaba unos apuntes, recibí una llamada de mi amigo Armando Soler, me había concertado un cita con D. Sergio Canales presidente de EUSPLA, una empresa de construcción civil, pionera en España. La comida sería en el Club de Regatas, hoy a las 14:30 horas.

—Por favor, Jorge —me hizo prometerle—, acudirás a la comida —insistía desde el otro lado del teléfono.

—Te doy mi palabra de honor que así será. Como siempre, gracias por tu ayuda, Armando.

Durante el trayecto desde la factoría hasta el club de regatas, estuve a punto, en varias ocasiones, de no acudir a la cita, pero temía la reacción de Armando, así pues decidí asistir a la cita con el señor Canales. A mi llegada al Club, un camarero, después de preguntar por él, me acompañó a su mesa. Don Sergio era un caballero de casi setenta años alto y de presencia envidiable. Un camarero nos rogó que lo siguiésemos hasta un pequeño comedor privado. Durante el almuerzo estuvimos hablando sobre un proyecto muy importante fuera de España.

—Usted, Sr. Serra, es uno de los candidatos pero he deseado conocerlo, con el fin de saber si está usted interesado en el proyecto.

—Por supuesto que lo estoy, señor Canales —contesté, mostrando interés.

—Muy bien, empezamos a entendernos usted y yo, señor Serra.

Al finalizar el almuerzo quedamos en vernos en Madrid dentro de unos días. Nos despedimos, él tenía más entrevistas, yo casi había finalizado la jornada. “Esta tarde no regreso a la factoría”, decidí

Armando Soler era natural de Salamanca, de familia acomodada, estudiante ejemplar, con un brillante expe-diente académico. Habíamos coincidido los dos en el mis-mo Colegio Mayor, Juan XXIII. Decidimos compartir ha-bitación y así fue hasta terminar las licenciaturas. Siem-pre fue un ser generoso conmigo, dado a compartirlo todo dentro de una camaradería digna de admirar. Vivimos los años setenta en Madrid, todo bullía, lo lamentable era que

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nosotros teníamos que estudiar mucho y teníamos poco tiempo para la vida farandulera. Al finalizar los estudios se marchó a Estados Unidos, a la Escuela de Negocios de Harvard con una beca Fullbright de gran prestigio. Yo per-manecí un tiempo en Madrid, pues tenía que presentar el proyecto fin de carrera y luego deseaba hacer el doctorado. Finalmente lo acabé con una beca para ampliación de es-tudios en Estados Unidos, concretamente en la Universi-dad de Nueva York.

Durante la época en América nos llamábamos con fre-cuencia, llegamos a pasar dos navidades juntos. Normal-mente me desplazaba yo a Boston, fue una experiencia muy enriquecedora. Armando siempre me ha ayudado desde que ambos regresamos de Estados Unidos. Nos ve-mos con mucha frecuencia, su ayuda en el asunto del divorcio de Pilar ha sido inestimable, de no ser así, Dios sabe lo que me hubiese costado. No le he conocido pareja alguna a Armando, vive por y para su trabajo, si bien es cierto que la ocupación es full time. De gimnasio diario, preferiblemente a la hora de la comida. Su residencia la tiene en una finca del barrio de Salamanca, rodeado de lujo y bien atendido por una ama de llaves, la Señora Ma-tilde. Armando es exclusivista, gran amante de la opera y navegador infatigable, posee un velero atracado en un puerto de la costa blanca, Campomanes, muy cerca de Altea, de esos que quitan el hipo, al cual se embarcaba siempre que disponía de tiempo para realizar viajes ini-maginables.

Transcurridos apenas dos o tres días de la comida con don Sergio Canales, recibí un sobre por mensajería. Presentía que contenía una nueva oferta de trabajo de la empresa EUSPLA, además, al lado había una nota de Sara para vernos en una de las terrazas del puerto, el Wilson. Al pasar por su despacho observé algo en su mirada, que no supe interpretar. Más tarde tendría la oportunidad de reconocer el auténtico lenguaje de su mirada, en la actualidad me resultaba complicado.

La llamada de Armando no se hizo esperar. —Por favor, Jorge, abre el sobre —por el tono de su voz,

casi era una orden, insistió—, ábrelo y firma el contrato. La oferta es muy buena, me he preocupado personalmente de discutir las condiciones con Sergio Canales, 180.000 € anuales en doce mensualidades, el contrato es por dos

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años, incluye todo lo que precises durante la estancia en Dawai, Emiratos Árabes. Cabe una ampliación de un año más si interesa a las dos partes, incluso te regalan cuatro viajes de siete días al año. Es una oferta muy buena, te va haciendo falta cambiar de aires.

—Tienes razón, Armando —acepté, como siempre, una vez más—, eres como mi hermano mayor, tan formal y bueno.

Sólo alcancé a oír: —Vete a la mierda, Jorge, estoy en Cartagena, pasaré

por la factoría a recoger el contrato, prefiero llevármelo a Madrid, de paso nos vemos y nos damos un abrazo.

Por un momento pensé ir corriendo al despacho de Sara y gritarle, fuguémonos, vamos a dar la vuelta al mundo, donde quieras, pero ven conmigo. No tuve tiempo para más. La patada de Armando a la puerta del despacho me sacó del sueño de fuga, tembló hasta la última de mis neuronas. Se despachó de inmediato como un volcán en erupción, realmente estaba furioso.

—Niñato estúpido, te has creído que soy tu niñera, qué carajo te pasa, por qué no firmas el mejor contrato de tu vida, de nuevo la testosterona te puede —de repente tomó asiento, me pidió una botella de agua, se tranquilizó—, ahora por favor, dime, Jorge, por qué no firmas, saca el contrato de la basura, es de suponer que lo habrás arrojado a la papelera, ¿o me equivoco?

—Tienes razón —tomé la papelera y saqué el sobre que contenía el contrato, no obstante, no se quedó callado.

—Dime las razones que tienes para rechazarlo —me recriminó.

Por mi parte no pude comentar nada, ni siquiera lo había leído, preferí permanecer en silencio nuevamente, seguro que caería otro rapapolvo.

—Estoy harto de ti, no sé por qué me complico la vida por ti.

Contemplé un brillo especial en su mirada, no pude, sin embargo, interpretarlo. La vida me enseñaría con el devenir a comprender ciertas miradas, a veces una mirada expresa más que mil palabras.

De repente, se levantó de la butaca, se compuso los gemelos, las mangas de la camisa, para finalmente retocar el nudo de la corbata. Entonces, dirigiéndose a mí, dijo en tono afable:

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—Por favor, firma de una vez el contrato, tengo prisa, esta noche ceno con Sergio Canales, en persona le entregaré el contrato. Por cierto, en tu correo electrónico recibirás la fecha de presentación en la sede de la empresa en Madrid para una serie de charlas y pruebas.

Me disponía a salir del despacho sin destino definido, tomar unas copas y luego a casa. Últimamente duermo poco, las pesadillas me impedían conciliar el sueño, me despertaba empapado en sudor casi a diario, me encon-traba un poco perdido, los hábitos gratificantes casi no los recordaba, lectura, largos paseos, senderismo.

Afortunadamente, alcancé a ver la nota de Sara, lo había olvidado, quedamos en vernos en Wilson sobre las siete de la tarde, estupendo. La pena era mi estado de ánimo, no daba para mucho juego, mi brillantez se tornaba una vulgaridad, precisaba con urgencia una charla con el psiquiatra, no creo que fuese el momento indicado para decirle a Sara que dejaba la empresa. La vi cómo se acercaba acompañada de un joven, mientras tanto, yo apuraba mi copa y daba caladas perdidas al cigarrillo. Después de las presentaciones, Sara confesó que próximamente pensaban irse a vivir juntos, a mí qué carajo me importa, pensé, podéis hacer lo que queráis. Afortunadamente sólo fue un pensamiento. Luego vinieron las felicitaciones por la decisión, incluso les brindé ánimos, si era un deseo mutuo.

Para terminar la velada les invité a cenar, aceptaron con gusto. Cenamos en el club de regatas. Durante la velada Sara participó poco en la conversación, estaba como ida. Era tarde cuando nos despedimos. Como iba un poco pasado de copas, decidí tomar un taxi, pues no recordaba dónde había dejado la moto. La melodía del teléfono móvil me anunció un mensaje, era de Sara: “Eres un cobarde, te espero en tu casa”. De sobra sabía que me esperaría hasta la hora que fuese. Como el día había transcurrido de bronca en bronca, decidí a última hora subir al taxi, consciente de que me dirigía al paredón de fusilamiento.

Estaba sentada en un banco, frente a mi apartamento, al llegar la saludé e intenté darle un beso, sólo obtuve rechazo.

—Quiero que escuches bien —sentenció—, no eres un hombre porque te faltan los atributos, sólo eres un cobarde.

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—Bueno vale —intenté tranquilizarla—, por favor no me gustan los espectáculos —me costaba creer que tuviese tantos “reaños” la chavala, insistí—, Sara te estás pasando, modera tu vocabulario.

De nuevo tomó la iniciativa. —Resulta que te marchas como un perro con el rabo

entre las piernas. —Por favor, Sara —le rogué—, ¿por qué no subimos a

casa? Te tomas algo. Su respuesta no se hizo esperar. —Yo contigo no tengo nada de que hablar —replicó—,

insisto en que eres un cobarde, no te atreves a darte una oportunidad y descubrir de nuevo el amor, te hubiese dado la vida, si la hubieses pedido, a cambio de nada,tienes miedo a que te quiera. Buen viaje, por mí no te preocupes, ya se pasará.

Sólo tuve tiempo de ver cómo se alejaba, me mantuve en silencio, pasados los años pude comprender que la diosa fortuna había pasado por delante de mí, lo malo era que yo estaba en la estación contraria, ni la percibí, ni supe apreciarlo, en esto tiene mucho que ver el destino, supongo.

Tomé una buena ducha. Sobre las ocho tenía la reunión con Mario Cortés, era uno de los responsables de personal, llevaba los asuntos que tenían que ver con temas laborales, era un buen abogado en la factoría. Quería comentarle mi salida de la empresa para que se encargase de los legalismos. Muy amable, Mario me propuso dejar para el lunes todo el tema del contrato, después de agradecerme la confianza. A cambio me rogó que hablase con el Sr. Espejo, director general, para recomendarlo en mi puesto de producción.

—Todo se debe a que no me centro —le comenté en plan de confesión—, chico, con el divorcio estoy desanimado, tengo que cambiar de aires.

Era un tipo que, en principio, me caía mal, acosaba con frecuencia a Sara, ella me pidió que me mantuviese al margen.

—Me lo comeré enterito cuando llegue su momento —decía con convicción.

Pero lamentándolo mucho, para esta ocasión me venía que ni pintado.

Después de desayunar quedamos para el lunes.

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—Tengo que presentar la carta de despido. —No te preocupes por el asunto de los quince días, eso

tiene fácil solución, se cambia la fecha de la carta y se acabó. Sólo hay que hablar con el director general, vamos con Espejo y todo solucionado.

El fin de semana fue duro, pensé varias veces en Sara, surgían dudas sobre lo que había hecho, lo único seguro era que había metido la pata hasta la ingle. Cerraba un capítulo de mi vida sin apenas escribir cuatro líneas, sabe Dios que me dolía no haber intentado conocerla un poco más, aunque no sirva como atenuante, supongo que estos fantasmas nos acompañan a lo largo de nuestra vida y de vez en cuando suben al consciente y nos hacen sufrir. Quizá sea el pago que hay que hacer para que los fantasmas sigan existiendo guardados entre nuestros pensamientos.

Me tomó tiempo repasar los presupuestos de las empresas de mudanzas y guardamuebles, probable-mente en ello tenía mucho que ver el no estar conven-cido totalmente por la oferta elegida. He hablado ya con Pilar para guardar en casa de tío Miguel las cajas reple-tas de libros, aparte de otras cosas que no voy a utili-zar en mi próximo trabajo. Comencé con un ejercicio de auto convencimiento, simplemente es cuestión de higiene mental, necesito cambiar de aires, luego, con el tiempo, casi todo se cura y, de no ser así, se entierra y santas pascuas.

Puntuales como ingleses, los empleados de la mudanza a las 8:00 aporreaban el portero eléctrico, permanecí con ellos durante todo el proceso de empaquetado de los libros y demás objetos, apenas sentía interés por libros, la verdad es que todo me importaba bien poco. En el interior de uno de los tomos de las obras completas de Unamuno, hallé una poesía de imborrables recuerdos, “Bendita tu luz”, era la letra de una canción, estaba íntimamente ligada a una mujer, Beatriz. La conocí durante la época que permanecí en Nueva York por motivos de estudios, una pena de relación por falta de madurez o quizás una edad inadecuada para entender el amor. Nos cabía todo el amor del mundo, pero no supimos disfrutarlo, es una pena, luego pasamos el resto de la vida buscando. En apenas dos días todo estaba debidamente empaquetado. Este fin de semana marcharé hacia Madrid si no surge

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ningún inconveniente. Me propuse buscar alojamiento, sólo cabían dos posibilidades, Armando, pero la deseché, estoy seguro de que le daría un disgusto imperdonable por muy amigo que fuera; la otra era llamar a Pilar, al fin y al cabo, estaba en mi casa. Ni corto ni perezoso me puse en contacto con Remedios Alarcón, su abogada. En principio lo típico, al otro lado del hilo telefónico la secretaria me comunicaba que estaba reunida.

—Déjeme un teléfono y se pondrá en contacto con usted.

En efecto, sólo pasaron treinta minutos y Remedios se encontraba al otro lado del teléfono, era una mujer que rozaba los cuarenta, de aspecto envidiable, vamos una tía buena, en pocas palabras, sólo un pero en tanta perfección, su condición sexual, esto último era información de Armando, me causaba sorpresa lo bien informado que estaba siempre el amigo, la vida se encargaría de explicármelo con detalle.

—¿Qué tal, Remedios? Soy Jorge Serra. —Hola —respondió ella un poco seca—, dime en qué te

puedo ayudar —añadió. —Preciso utilizar mi casa de Madrid por un tiempo,

dado que tú eres la abogada de Pilar, te rogaría que se lo comuniques con el fin de evitar malos entendidos. Pienso salir el próximo domingo, comprendo que no puedas contestar, espero tu llamada a lo largo del día. Gracias, Remedios —instintivamente colgué el teléfono sin esperar respuesta.

Todo estaba prácticamente solucionado. Pilar no me podía negar estar en mi casa, recordé que esa mañana debía acudir a las oficinas de la Factoría para reunirme con Mario y firmar los documentos de finalización del contrato y la liquidación de haberes. Quise despedirme de los administrativos, en especial de María, un ser encantador.

—Bueno, María, ya no la molesto más, hoy me marcho —en lugar de darle la mano, me atreví a darle dos besos. De paso le pregunté por Sara.

—Está disfrutando de unos días de permiso, señor Serra —contestó.

—¿Le entregará este sobre cuando vuelva? —Claro que lo haré —respondió. Contenía unas letras que me atreví a escribirle:

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Querida Sara:

Me queda poco tiempo de estar en Cartagena, sólo deseaba decirte adiós o hasta pronto. Entiendo que no desees verme, en caso de que necesites algo de mí te dejo el teléfono de un buen amigo, Armado Soler, él te ayudará en lo que precises, 902345876, de Madrid.

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Al dejar la factoría me envolvía la tristeza. En los últimos años todo era un empezar y terminar, el desorden de mi vida afectiva lo marcaba todo, comenzaba a sentir la soledad y, lo peor de todo, detesto estar solo, no hay quien lo entienda.

Comencé a sentir cambios en mi interior motivados por esa soledad no elegida, la cual, sin lugar a dudas, me acompañaría durante mucho tiempo. En principio estaba obligado a reflexionar y, posteriormente, a admitir, después de racionalizar los sucesos, que mi vida en la actualidad era un desastre, el divorcio de Pilar me había hecho tocar fondo. Esto, en definitiva, había contribuido a acrecentar la angustia vital que a diario arrastraba. Desde la muerte de mi madre las visitas al psiquiatra se hicieron frecuentes, puede que, efectivamente, fuese una tragedia.

La madre de Jorge había regresado en el verano del sesenta, después de dieciocho años de estancia en Argentina. Había permanecido en aquellas hermosas tierras junto a su marido y a sus hijos. Para ella representó un gran sacrificio. Al partir dejaba atrás sus afectos que luego la vida se encargaría de arrebatárselos.

Durante su estancia, la vida le ofreció la alegría de ver crecer a sus hijos, incluso el ver incrementada su familia con un nacimiento. También fueron años horribles por los costes. Su madre y su muy querido hermano fallecieron, todavía recuerdo el gran dolor de la buena mujer ante la terrible noticia, sigo sintiendo el mismo dolor ahora que el día que te marchaste, fuiste un ser muy querido, idolatrado y admirado hasta lo más profundo de mi ser, sirva esto como recordatorio y principio de fe, espero que estés donde estés disfrutes del descanso eterno merecido.

Había nacido en un pueblo pequeño de La Alcarria, era la pequeña de tres hermanos, con una diferencia de edad considerable, se llevaba dieciocho años con su hermano mayor. Provenía de una familia trabajadora, albañiles de profesión y trabajadores de jornal. De muy pequeña, apenas tenía 11 años, faltó su padre y con este desastre se iniciaron las tragedias de su vida. Abandonar la casa y buscar otra, dejar la escuela y tener que trabajar. Son piezas de su breve historial laboral. Para completar, sufrió como tantos otros la guerra, todo ello le hizo ver la vida de una forma especial, sin dramatismos, pero muy real. Tenía un humor y forma de ver las cosas que la convertían en una buena persona, con una enorme sabiduría y saber

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estar. Decía que la guerra sólo había servido para sacar a los señoritos de sus casas para colocarse los milicianos, añadía que los cerdos están para vivir en los chiqueros, es una filosofía. Nunca conversamos de política, bien es cierto que yo era demasiado joven, la política nunca me interesó, por supuesto que los políticos menos, sin entrar en la frase manida, son unos chorizos.

Transcurrieron los años, contrajo matrimonio y em-prendió la aventura de la vida, con todo el gasto emo-cional que comportaba, curiosamente con estas letras pretendo recordar a otras tantas mujeres que acometie-ron la misma epopeya. Una madrugada de abril del 58, con la compañía de sus hijos pequeños y una maleta de cartón, partió rumbo a América, con la excusa de buscar el bienestar. Cargando las alforjas de sueños y tristezas y el anhelo de volver pronto, al puerto de Bar-celona, a bordo del Satústregui, cuya proa encaró hacia el Nuevo Mundo. Atrás quedaban días de incertidumbre y muchos pesares. La historia de la emigración espa-ñola constituye el acontecimiento demográfico más im-portante de los siglos XIX y XX. Mientras viva estaré en deuda con todos aquellos que en su momento lo dejaron todo por nada.

Digo fenómeno, porque en definitiva los millones de españoles que emigraron, a base de esfuerzo y de enviar divisas, se convirtieron en el Plan Marshall B, permitiendo que este hermoso país fuese emergiendo de entre las cenizas que entre unos y otros habían provocado. Finalmente, con los años, unos pudieron regresar, pero ineludiblemente como la canción de Alberto Cortés, se encontraron con aquello de “no soy de aquí, no soy de allá, no tengo edad ni porvenir. A todos aquellos que quedaron en el olvido o en la nada, mi recuerdo desde lo más profundo de mi ser”.

La noche antes de emprender el regreso a Madrid decidí quedarme en el hotel. Estuve toda la tarde intentando localizar a Sara, era evidente que le había hecho daño. Por lo menos lo intenté. Me causó sorpresa una llamada de Pilar, me decía que me podía quedar todo el tiempo que hiciese falta, al menos algo conseguí que marchase bien, estupendo. Conociéndola estaba seguro de alguna escenita tipo, tenemos que ser amigos, desayunos con su pareja en la terraza y cuanta tontería se le ocurra,

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Tu mirada

supongo que era cuestión de paciencia, sólo sería unos días y luego se acabó. Después de desayunar café con leche, media tostada con aceite y zumo de naranja, una ducha reconfortante y salida para Madrid. Antes de subir a la moto llamé a Armando.

—¿Amigo, cómo estás?—Bien —contestó. —Quería decirte que Pilar ha accedido a dejarme

dormir en casa de tío Miguel. —Me parece normal —añadió—, debes cuidar tus

atributos cuando duermas por las noches —a continuación soltó un carcajada tremenda.

—No sé si al final me tocará ir a tu casa, Armando —apunté.

Ni un segundo tardó en contestar. —Te vas al pueblo con tía Amparo, seguramente se

alegrará de verte.Tardé un instante en pagar el hotel, meter la mochila

en el maletero lateral de la moto, colocarme el casco y finalmente, emprendí el viaje. Enfilé el paseo del puerto, luego por la avenida Alfonso XIII y por la autovía dirección Murcia, y luego Madrid parada y fonda. El día amanecía soleado y no se percibían amenazas de lluvia, con lo cual me propuse disfrutar del paseo. La primera parada la hice en la Roda, repostar gasolina, un cigarrillo, el tiempo suficiente para desentumecer los brazos. Es increíble, viajar en moto proporciona una tranquilidad que ningún otro medio es capaz de brindar, como es necesario mantener un nivel de concentración para llevar la máquina, esto te garantiza olvidarte por unos instantes de los problemas. Nunca he sentido libertad, ni historias similares al conducir en moto, simplemente lo hago porque me gusta. Afortunadamente, en Morata de Tajuña, al repostar pude hablar con Pilar, quedamos en casa, me esperaría para darme las llaves y así poder dejar la moto en el garaje de casa.

—Quiero decirte —anticipó— que estoy acompañada por mi nueva pareja, se lama Pedro.

—Muchas gracias, Pilar, por tu sinceridad —añadí para finalizar.

Confieso que me causó sorpresa, no se movió un ápice de sentimiento, supongo que una vez en casa, tendremos que comentar algunas cosas sólo para una convivencia cordial, por mi parte no espero más, no albergo sentimiento alguno

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Vicente Mezquida Serra

de culpa, ni de revancha, bastante daño nos hicimos en su momento.

Apenas tomé la M-40, en diez minutos estaba en casa. Al detener la moto frente a la entrada al garaje para llamar a Pilar, pensé en tío Miguel, ¡madre mía si pudiese vernos, desde donde esté!, los pelos se le pondrán verdes al ver la situación de su palacete. Inmediatamente Pilar acudió a mi encuentro en compañía de su pareja. Después de las presentaciones correspondientes, me dispuse a guardar la moto en el garaje, Pilar me había dado las llaves para que pudiese subir directamente desde el sótano al piso, ambos me esperaban en la entrada del piso, para conversar.

El aspecto de Pilar era agradable, estaba más relaja-da, había engordado unos kilos; es cierto que durante el divorcio había perdido mucho peso; que a decir verdad le sentaban estupendamente. Sus hermosos ojos brillaban intensamente, todo guardaba estrecha relación con su nueva pareja, algo tendría que ver, digo yo, la tan traída felicidad en todo esto. Después de estrecharnos la mano, su nueva pareja y yo estuvimos hablando unos minutos sobre cosas triviales.

—Supongo que te apetecerá quedarte en el apartado de tu tío —dijo Pilar.

Era como un pequeño apartamento independiente den-tro de la casa; no lo frecuenté durante nuestra conviven-cia.

—Me encantaría —contesté. —Pues ya está, no se hable más. Lo tienes todo prepa-

rado, espero que esté todo a tu gusto. —Muchas gracias, Pilar, eres un sol. Nos despedimos, ellos iban a salir y a mí me apetecía

reencontrarme con los recuerdos, hacía ya dos años que la dejé. Por un instante creo que llegué a emocionarme con los recuerdos; todo estaba casi como él lo había dejado, el retrato de Madelein y algunos detalles personales perma-necían intactos. Las comidas de los domingos en casa de tío Miguel; cuando Armando y yo éramos unos chavales con muchos sueños. La reunión nos permitía disfrutar de la amena conversación de tío Miguel, le encantaba hablar de arte con Armando, disfrutaban comentando cuadros, incluso quedaban para visitar El Prado, a veces acudían al Convento de las Carmelitas en Moratalaz, claro cómo no, lo sublime era una representación de Ópera en el Teatro

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Real, anualmente acudíamos al estreno de La Bohème de Puccini, una de sus óperas preferidas. Seguramente le re-cordaría su época de París, algo bohemia. De igual forma guardaba similitud su drama personal y amoroso, con los personajes Rodolfo y Mimi del drama musical,

Pasaron varias horas, puede incluso que perdiese la noción del tiempo mientras estuve sentado en el saloncito de estar, los libros, fotografías, todo permanecía igual, tuve la sensación de que el tiempo no había trascurrido por aquel lugar de recuerdos, permanecí mirando fijamente el retrato de Madelein durante varios minutos, o siglos. Había perdido la noción del tiempo, en el fondo deseaba que en cualquier momento apareciese el tío Miguel. Siempre lamentaré mientras viva no haberme despedido de él o, lo que hubiese sido mejor, decirle cuánto lo quería. Una llamada a Nueva York en plena madrugada en la soledad de mi apartamento, no auguraba nada bueno por definición. En efecto, al otro lado tía Amparo, áspera como un membrillo sin madurar.

—Lamento despertarte, sé bien la hora que es. Tío Miguel está ingresado en el Hospital Ruber, me gustaría que vinieses cuanto antes mejor. Entonces hasta más ver.

Luego se produjo un silencio y, finalmente, colgó. Por Dios qué crueldad, me sentí perdido y tardé unos segundos en recuperarme. “No voy a tener tiempo de verlo”, pensé. Decidí ir a la aventura a uno de los tres aeropuertos para intentar buscar un vuelo a Madrid. En este país todo es posible. Cogí una bolsa de viaje, metí unos calzoncillos, calcetines y algún vaquero, la bolsa de aseo y raudo como el sonido, fui en busca de la fortuna de un billete de avión urgente. En el aeropuerto Internacional J.F. Kennedy, inmenso como la oscuridad de una noche sin luna, no me fueron mal las cosas, conseguí un billete en Bussines, para las 7:15 hora local, en el teléfono móvil comprobé la hora, apenas las 3:00 horas. La empleada de Iberia, una morena encantadora, sugirió la posibilidad de esperar en la sala VIP, simplemente por comodidad, hasta la hora de embarcar, le agradecí el detalle, aguardé en la sala hasta el aviso de embarque. En la sala de fumadores recuperé la serenidad y decidí llamar a Beatriz para comentarle lo sucedido. Después de varios intentos, me contestó, con una llamada.