Todos Los Hombres Del Rey - Robert Penn Warren

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odos los hombres del rey, la obra
cumbre de Robert Penn Warrenestá inspirada en una figura histórica: Huey Long, el que fuera autócrata gobernador de Louisiana.
El protagonista de la novela, Willie Stark, al igual que Huey Long, es u personaje de poderosa y compleja
personalidad, bigger than life orador adorado por las masas dictador sin escrúpulos que se
mantiene en el poder gracias a la corrupción y el chantaje, defenso de oprimidos, demagogo. Aunque
de hecho, la vida de Huey Long no
8/17/2019 Todos Los Hombres Del Rey - Robert Penn Warren
es más que un pretexto para una obra enteramente original centrada en el tema inagotable de conocimiento de uno mismo.
En una historia de creciente ntensidad se entrelazan lo destinos de tres hombres y una mujer. En el centro, Willie Stark, u oven abogado de origen humilde
apasionado por la política, que lleg a gobernador del estado: u hombre atrapado entre sus sueño
de justicia social y su despiadadoafán de poder. Su poderosa vitalidad arrastra hacia él a Anne Stanton, a su hermano Adam y a
Premio Pulitzer 1947
Robert Penn Warren, 1946 Traducción: Juan Rodríguez Chicago
Editor digital: Titivillus ePub base r1.2
Clay
La Divina Commedia,
I
Mason City. Para llegar a ella hay que seguir l
carretera número 58, que sale por e
ordeste de la ciudad. Es una carreterbuena y moderna. O era nueva, al menos el día que la recorrimos. A contemplarla se observa una recta larga de muchos kilómetros, que sale a nuestr encuentro, con la franja oscura que l divide en el centro, negra, lisa
reluciente como alquitrán, contra e camino de cemento. De este se eleva u resplandor que deslumbra, de maner
que solo resalta nítidamente la franj
comience a descender. Lo que n haremos, por supuesto. Entonces, u negro que estará recogiendo el algodó
a una milla de distancia, levantará l mirada para contemplar la pequeñ columna de humo negro que se eleva po
encima de los surcos verdes y e firmamento de un azul metálico vibrante, y exclamará: «¡Oh, Dios! ¡Otr
que se ha estrellado!». Y el negro desurco de al lado exclamará a su vez «¡Oh, Dios!». Después, el negro primer sonreirá apenas y el escardillo volverá
evantarse y la hoja a relucir al sol manera de heliógrafo. Algunos día después los muchachos de
Departamento de Caminos señalarán e
ugar con un pequeño cuadrado metálic pintado de blanco (sobre una barra d metal hincada en la tierra, al costado d
a superficie de cemento), en cuy blancura resaltarán la calavera y la ibias, pintadas de negro. Y
posteriormente, de entre las hierbas s elevarán las enredaderas.
Pero si nos reponemos a tiempo
nos desviamos del caminodescenderemos velozmente a través d an brillante luminosidad, y de tanto e anto, otro vehículo vendrá haci
nosotros y nos pasará produciendo u ruido tal como si el Todopoderos hubiese desgarrado con sus manos u
echo de hojalata. Allá a lo lejos, bie
sobre el horizonte, donde los campos d algodón se tornan confusos a la luz, l superficie de cemento brillará y lucir
cual si fuese agua, como si los camino se hallasen inundados. Avanzaremo veloces, cada vez más, pero el camin
siempre seguirá ante nosotros, un luga brillante, inundado, como un espejismo Dejaremos atrás los reducidos trozos d
metal pintados de blanco, con lacalaveras y las tibias en negro colocados sobre las barras incrustadas os costados. Porque esta es la región e
que la era de la máquina de combustió nterna ha florecido. Donde cad
muchacho es un Barney Oldfield y la
óvenes usan organdí y batista y encaje
en lugar de pantalones, en razón de clima, y tienen rostros bellos aterciopelados que destrozan nuestr
corazón cuando el viento originado po a velocidad del automóvil alborota lo
cabellos de sus sienes y observamos la
dulces gotitas de transpiración que e ellas anidan; y permanecen sentadas co as piernas cruzadas y altas las rodillas
encorvadas hacia el tablero, pero ndemasiado cerca, para disfrutar de fresco, si tal podría llamarse, de ventilador del vehículo. Donde s
mezclan el olor de la gasolina y la mordazas de los frenos que se queman, el mal whisky es más dulce que la mirra
Donde los «ocho cilindros» doblan la
curvas rugiendo al pie de las roja colinas y esparcen la grava cual si fues espuma. Y cuando enfilan de nuevo po
as tierras llanas y los caminos d hormigón, que Dios se apiade de lo marineros.
Más adelante, por la carreter número 58 el paisaje cambia. El paí lano y los campos sembrados d
algodón han quedado atrás, lo mismque el robledal más allá de la casona as casuchas blanqueadas, todas iguales
edificadas en hilera junto a lo
algodonales, donde las plantas crecen legan hasta el escalón de la puerta e
que se sienta el negrito que parece u
negro Billiken y se chupa el ded
mientras contempla nuestro paso. Tod eso ha quedado bien atrás. Ahora no vemos entre las colinas rojas, n
elevadas, con sus zarzas a lo largo d os setos, sus grupos de robles jóvene
al fondo y de tanto en tanto un lugar e
donde los pinos de segundo crecimient se hallan juntos, si no han sid quemados para que crezca pasto para la
ovejas, en cuyo caso sobresalen loocones negros. Los algodonales s extienden aún por las laderas de la colinas y son cortados por lo
barrancos. Las espigas de trigo s mantienen tiesas y lucen algunas faja del color del oro.
Hace mucho tiempo existían bosque
de pinos, pero han desaparecido. Lo colonos estableciéronse allá con su aserraderos, tendieron sus estrecho
caminos, se las ingeniaron para salirs con la suya y pagaron un dólar por día Y la gente afluyó en gran número desd
Dios sabe dónde, utilizando los grande carromatos en donde venían juntos e echo y la cómoda, los cinco chiquiline
acurrucados y la anciana encorvadsobre el asiento, cubierta la cabeza co un gorro y mascando tabaco. Las sierra cantaban alegremente; el empleado en l
oficina dejaba la melaza y la carne d cerdo y anotaba en su libro mayor; e dólar yanqui y la ceguera de lo
confederados colaboraban para sana
as heridas de cuatro años de luch fratricida y todo era tan alegre como l campana que toca en día de casamiento
Hasta que de repente no hubo más pinos Desmantelaron los aserraderos y e camino estrecho quedó cubierto por l
maleza. La muchedumbre destrozó la oficinas para procurarse leña. S erminó el dólar diario. Nuestro
personajes se alejaron adornados cograndes brillantes en sus dedos amplias capas sobre sus hombros. Per muchos de los otros se quedaron
observaron cómo los barrancos s ahondaban cada vez más en la roj arcilla. Y un buen puñado de ellos y su
herederos y apoderados, cuatro mi
Al entrar por la carretera 58 se pas
por la desmotadora de algodón, l central eléctrica y la hilera de casucha para los negros. Se experimenta un
fuerte sacudida al atravesar las vías de ferrocarril y recorrer una calle donde s ven algunas casitas que otrora fuero
blancas, con su triste y deslucido trabajsobre los aleros de las terrazas, su echos de hojalata, y las hojas qu
penden derechas en los árboles de
patio, en medio del calor. Por encim del rugido del motor de nuestro «ochent caballos», con válvulas a la cabeza, o l
que quiera que sea, se oye el canto de l
chicharra entre las hojas. Fue de ese modo que contempl
Mason City hace casi tres años, en e
verano de 1936. Yo iba en el prime automóvil, un Cadillac, con el jefe, e señor Duffy, la esposa del jefe y su hijo
Sugar-Boy. En el segundo vehículo — carente de nuestra serena elegancia reminiscencia del cruce entre un coch
fúnebre y un transatlántico, pero que aúno nos hacía arder las mejillas d vergüenza en el aparcamiento de Country-Club— iban algunos reportero
fotógrafos y Sadie Burke, secretari del jefe, cuya misión era ocuparse d que arribasen a destino lo bastant
sobrios para la tarea que se suponí
habrían de ejecutar. Sugar-Boy conducía el Cadillac
era un placer contemplarlo. O lo habrí
sido en el caso de poder apartar l maginación del cuadro de lo que parec
casi un par de toneladas de costos
mecanismo, luego de haber volcado tre veces a una velocidad de ochenta po hora, y poder prestar toda nuestr
atención al despliegue de coordinaciómuscular, humor satánico y precisión a segundo que era Sugar-Boy cuand pasaba velozmente junto a un carromat
cargado de heno, frente a un tanque d gasolina que venía en sentido contrario se metía por el espacio que disminuí
con rapidez, lo bastante cerca par
proporcionar un buen susto al conducto del tanque, con el guardabarros trasero rozar el hocico de una mula con e
otro. Pero al jefe le agradaba aquello Siempre iba sentado delante, junto Sugar-Boy, con la vista fija en e
acómetro y en el camino, y sonrió Sugar-Boy después de haber pasado po entre el hocico de la mula y el tanque d
gasolina. La cabeza de Sugar-Boy vibrcomo siempre que las palabras s agolpaban en su interior sin poder salir Pero al final iban saliendo poco a poco
a la manera del tartamudo, y rociand con saliva el parabrisas. Sugar-Boy er ncapaz de hablar, pero podí
expresarse una vez colocado el pi
sobre el acelerador. Habríale sid mposible ganar ningún torneo d
oratoria en la escuela superior, pero po
supuesto, nadie ardía en deseos d competir con Sugar-Boy, y menos quie o conociera y lo hubiera visto llevar
cabo hazañas con aquel 38 especial qu levaba debajo del brazo izquierd
como un tumor.
No hay duda de que el lector habrpensado que Sugar-Boy es un negro, uzgar por el nombre. Pues no hay ta
cosa. Se trata de un irlandés, d
aproximadamente un metro cincuenta siete de estatura, camino de quedars calvo, a pesar de no contar con más d
veintisiete o veintiocho años de edad
Usa corbata roja y debajo de la mism —y de la camisa— una medall religiosa que yo deseaba ardientement
que fuese de san Cristóbal; o que est anduviese de por medio. Su nombre er O’Sheen, si bien lo llamaban Sugar-Bo
por comer azúcar [1]. Cada vez que iba un restaurante se llevaba cuanto terró de azúcar hubiese en la azucarera. Ib
por todas partes con los bolsillos llenode ellos y cada vez que sacaba uno par comérselo estaba cubierto de algo gris esa pelusa que siempre se forma en e
nterior del bolsillo, además de la partículas de tabaco de los cigarrillos Una vez que el terrón franqueaba l
barricada formada por sus dientecillo
negros y torcidos, se veía cómo la mejillas del pequeño y místico irlandé se hundían al chupar el azúcar, en cuy
oportunidad semejaba un desnutrid duendecillo.
El patrón se hallaba sentado en e
asiento delantero, observando e acómetro junto con Sugar-Boy y su hij
Tom. De dieciocho o diecinueve años d
edad, no recuerdo exactamentecreeríase que era mayor. No era mu corpulento, pero su conformació semejaba la de un hombre, sin es
apariencia delgada y alargada que tien a de un muchacho. Había sido un héro
del fútbol durante su permanencia en e
nstituto y el otoño anterior el má
brillante de los componentes del equipo Su nombre apareció en los periódico porque en realidad era bueno. Y él l
sabía. Se notaba que estaba al tanto d ella en cuanto se observaba su rostr moreno y de cutis suave, mientras la
mandíbulas trabajaban lenta nsolentemente con un trozo de chicle
sus ojos azules ocultos por los párpado
a medio entornar, contemplaban lenta nsolentemente a uno o al mundo entero Pero aquel día en que se hallaba en e asiento delantero con Willie Stark, e
efe, no me era posible contemplar s rostro. Recuerdo que pensé que s cabeza, en cuanto a su forma y a l
manera de hallarse sobre sus hombros
era exactamente como la del padre. La señora Stark —Lucy Stark
esposa del jefe—, Tiny Duffy y yo no
hallábamos en el asiento trasero; Luc Stark entre Tiny y yo. No er exactamente un grupo alegre. En prime
érmino, la temperatura no era com para incitar a la charla amena; y e segundo lugar, yo no cesaba de vigila
os posibles carros cargados de heno os tanques de gasolina. El tercer motiv era que Lucy Stark jamás se mostrab verdaderamente cordial. Tampoco Duffy
De ahí que ella permaneciera sentad entre Duffy y yo, entregada a su pensamientos. Y tenía bastante en qu
pensar. Por una parte, en lo acontecid
desde la época en que enseñaba s primer año en la escuela de Mason Cit se había casado con un joven granjer
de cuello y semblante colorados, d manos grandes y torpes y con un mechó de cabellos oscuros caídos sobre l
frente (podía observarse su retrato d casamiento, aparecido en los periódico unto con un millar de los de Willie)
una expresión de maravilla y ddevoción casi canina en sus ojos cuand a contemplaba. Mucho era aquello e
que podría pensar, sentada en el interio
del veloz Cadillac, puesto que mucho habían sido los cambios ocurridos.
Descendimos a lo largo de la call
donde estaban situadas las otror
blancas casitas y desembocamos en l plaza. Por ser tarde de sábado, el luga se hallaba lleno de gente. Los carros
os canastos veíanse sólidament agrupados alrededor de los árboles, e medio de los cuales se hallaban e
Juzgado, edificio cuadrado de ladrillo rojos, cubierto por la pátina del tiemp bien necesitado de pintura, ya que all
estaba desde antes de la guerra civilprovisto de torrecilla con una esfera e cada lado. Al mirar por segunda ve notábase que tal esfera no era auténtica
sino pintada, y que no indicaba sino la cinco, a diferencia de las ocho diecisiete minutos que marcaba
aquellos relojes grandes y pintados d
as joyerías. Disminuimos la velocida ante la muchedumbre dedicada a su ocupaciones, y Sugar-Boy se inclin
sobre la bocina, se estremeció su cabez murmuró algo, con la consiguient luvia de saliva.
Nos detuvimos delante del bar Tom abandonó el vehículo, seguido de efe, antes de que Sugar-Boy pudier
legarse hasta la portezuela. Hice lmismo y ayudé a Lucy Stark, quie abandonó las profundidades del calor de la meditación lo suficiente par
darme las gracias. Permaneció u segundo en el pavimento, arreglándos a falda sobre las caderas, que sin dud
mostraban más anchura que cuand
conquistara a Willie Stark, el granjero. El señor Duffy descendi
pesadamente del Cadillac y todo
penetramos en el bar. El jefe mantuvo l puerta abierta para permitir el paso Lucy Stark, detrás de la cual entró
seguido del resto del grupo. Mucha eran las personas que había en el local hombres vestidos con pantalones d
granjero y alineados en dirección hacidonde se despachaba soda; mujere alrededor de los mostradores chiquillos que se aferraban con un
mano a las faldas y sostenían con la otr el cucurucho de helado mientra contemplaban a los demás por encim
de sus propias y húmedas narices, co
ojos que parecían bolitas pintadas. E efe permaneció modestamente detrá
del grupo de hombres aficionados a l
soda, con el sombrero en la mano y lo cabellos caídos sobre la frente. Estuv allí por lo menos un minuto y entonce
dio la casualidad que lo vio una de la muchachas que vendía helados, la cua puso una expresión tal como si la liga s
e hubiese roto en plena iglesia; despuéde lo cual, y de haber dejado caer l cuchara para servir helados, se dirigi hacia la parte de atrás del local
moviendo con dificultad sus cadera bajo la presión de la falda de colo verde lechuga.
Después, un sujeto bajo y calvo
ataviado con una chaquetilla blanca, qu a tendría que haber estado en e avadero, hizo su aparición desde e
fondo del almacén, agitando las manos dando empujones a los clientes gritando: «¡Pero si es Willie!». E
ndividuo corrió hasta llegar junto a efe, que a su vez avanzó un par d
pasos para recibirlo, y el hombre de l
chaquetilla blanca le asió la mano comenzó a sacudirla como si s estuviese ahogando. No estrechó l mano de Willie, al menos de acuerd
con los cánones corrientes. Simplement se aferró a ella y la torció de un lad para otro mientras pronunciaba la
sílabas de «Willie». Luego, una ve
pasado el acceso, volviose hacia l muchedumbre, que formaba un círculo respetuosa distancia, desde dond
contemplaba la escena con gran interés anunció: «¡Por Dios, muchachos, e
Willie!».
La observación era superflua. Un simple mirada a los rostros all congregados era más que suficiente par
comprender que si alguno de lociudadanos mayores de tres años n sabían quién era aquel hombre vestid con el traje de verano, debíase a que ta
ciudadano era medio tonto. En prime ugar, bastaba con levantar la mirad
hacia aquel cuadro grande colocado po
encima de la fuente de soda, cuadro una
seis veces más grande que el tamañ natural y que mostraba la misma cara os mismos ojos que en el cuadro tenía
a sugestión de una mirada soñolienta ntrospectiva (los ojos del hombre de raje no tenían ese aspecto entonces
pero yo lo he visto), con las orejas y la mejillas comenzando a hacerse y lo abios carnosos, que no se caían; pero s
uno observaba de cerca los veícolocados uno sobre otro, cual si s ratase de un par de ladrillos; y e
mechón de cabellos caído sobre l
frente no muy cuadrada. Debajo de cuadro leíase esta inscripción: «M estudio es el corazón del pueblo». Entr
comillas y firmado: Willie Stark . H
visto la misma imagen en millares d ugares, desde las salas de juego hast os palacios.
Alguien de las últimas filas de l muchedumbre gritó: «¡Eh, Willie!», y e efe levantó la mano para agitarla e
respuesta al admirador desconocido Después observó a un individuo parad al otro extremo de la fuente de soda: u
hombre alto, flaco, desgarbadoamarillento y de semblante correoso como si fuese un trozo de tasajo d ciervo, ataviado con pantalones de cot
unos bigotes que colgaban a la maner que se ve en las fotografías de lo soldados de caballería del genera
Forrest. El jefe avanzó hacia él y l
endió la mano, pero el viejo no s alteró. Quizá cambió de posición sobr as baldosas uno de sus borceguíes roto
la nuez experimentó una o do sacudidas y los ojos permaneciero vigilantes en aquella cara que parecía e
asiento de una vieja montur abandonada a los elementos del tiempo pero cuando el jefe estuvo cerca, s
mano se levantó desde el codo, como sno le perteneciese y actuase por s propia cuenta. El jefe la estrechó.
—¿Qué tal vamos, Malaquías? —
nquirió el jefe. La nuez volvió a agitarse una o do
veces y el jefe sacudió la mano que s
hallaba en el aire como si n
perteneciese a nadie. El viejo dijo qu a cosa no marchaba muy bien.
—¿Cómo está tu hijo? —preguntó e
efe. —No muy bien —aseguró el viejo. —¿Enfermo?
—No —admitió el otro—. Preso. —¡Dios mío! —exclamó el jefe—
¿Qué están haciendo aquí, metiendo e
a cárcel a los buenos muchachos? —Es un buen muchacho —asegur el viejo—. Se vio envuelto en una pele tuvo mala suerte.
—¿Cómo? —Sí, fue una lucha equilibrada
usta, pero anduvo con un poco de mal
fortuna. El adversario falleció
consecuencia de algunas puñaladas. —Mal negocio. ¿Ya tuvo lugar e
uicio?
—Todavía no. —Mal negocio —repitió el jefe. —No me quejo —dijo el viejo—
La pelea fue justa y equilibrada. —Me alegro de haberle visto
Dígale a su hijo que trate de no meters
en líos. —Él tampoco se lamenta de l sucedido —contestó el viejo.
El jefe comenzó a volverse hacia lo
que le habíamos acompañado y que después de doscientos kilómetros ravés del caluroso camino, mirábamo
hacia la fuente de soda como si s
—Willie.
—¿Qué hay? —contestó el jefe. —Aquel cuadro —dijo el viejo, qu
estiró el cuello hacia la ampliación sei
veces mayor que el tamaño natura colocado por encima de la fuente d soda—. Este cuadro —repitió—, no l
ha favorecido mucho, Willie. —Al diablo que no —dijo el jefe que observó la imagen, inclinando l cabeza hacia un lado y mirándola d
costado—; pero me hallaba en ma estado de ánimo cuando me tomaron l fotografía. Era como si hubies
padecido el cólera morbo. Que se met
un hombre a tratar de poner algo d sentido común en aquella legislatura quedará peor que después de habe
sufrido los rigores del estío. —¡A ver si consigue hacerlo y lo
destroza, Willie! —gritó alguien allá a
fondo de la multitud, cada vez má numerosa por cuanto la gente de la call rataba de penetrar en el local.
—Así lo haré —prometió Willieantes de volverse hacia el hombre de l chaquetilla blanca—. Por favor, Doc sírvanos algo de beber.
Parecía como si Doc fuese a sufri algún síncope cardíaco durante s ntento por llegar al otro lado de l
fuente de soda. La parte final y traser
de la chaquetilla blanca flotaba al vient cuando dobló la esquina y comenzó valerse de las manos a modo de garras
para pasar delante de las dos muchacha de vestido verde, a fin de servir l pedido. Primero pasó la bebida
Willie, que a su vez la transfirió a s mujer. Luego hizo lo mismo con un segunda, sin dejar de repetir que era po
cuenta de la casa. El jefe bebió lsegunda mientras Doc seguía con l misma cantinela, sirviéndole más d cinco vasos.
A esa altura el público se habí amontonado formando una mas compacta hasta el medio de la calle. Lo
rostros estaban pegados a la puerta de
abique, de la manera como se hac cuando se quiere observar el interior d un recinto oscuro. Afuera se oí
exclamar incesantemente: —¡Que hable Willie! ¡Que habl
Willie!
—¡Dios mío! —dijo el jefe, e dirección hacia Doc, colgado de uno d os caños niquelados de la fuente d
soda, observando cómo pasaba cadgota por el gaznate del jefe—. Dios mí —repetía este—, no he venido aquí par pronunciar ningún discurso, sino par
dar un paseo y ver a mi padre. —¡Que hable Willie! ¡Que habl
Willie! —seguían gritando los de afuera
El jefe abandonó su vaso sobre e
mármol. —La casa invita —volvió
exclamar Doc con voz bronca
valiéndose de la poca fuerza que l quedaba después de tanto entusiasmo.
—Muchas gracias, Doc —dijo e
efe, que primero volvió la cabeza haci a puerta y luego hacia atrás—. Ser
mejor que se retire al interior y vend
una buena cantidad de aspirina parcompensar el obsequio. Dicho lo cual atravesó pesadament
a puerta; la multitud retrocedió
nosotros fuimos detrás de él. El señor Duffy se puso al lado de
efe para inquirir si pronunciaría algú
discurso, sin obtener ni siquiera un
sostenida, atravesando la calle hast
mezclarse con la multitud, como si est no hubiese existido. Los rostros grande colorados, con los ojos vigilantes cua
si se tratase de algo precavido, salvaje avizor detrás de algún matorra retrocedieron y no se oyó el meno
sonido. La muchedumbre se apartaba dsu paso y nosotros lo seguíamos; tant os que habíamos viajado en el Cadilla
como los del segundo vehículo. Despué
a multitud se cerró a nuestra espalda. El jefe continuó andand
directamente, algo inclinada la cabeza
del modo que lo hace el hombre cuand
camina solo y tiene algo en s maginación. El cabello le caía sobre l
frente, pues llevaba el sombrero en l
mano. Supe que tal cosa acontecía, pue o vi una o dos veces dar una violent
sacudida en la forma acostumbrada en é
cuando iba sin sombrero y el cabello s e venía sobre los ojos: una especie d
movimiento como el ejecutado por e
caballo cuando acaban de colocarle ebocado y tiene la boca llena de pienso. Atravesó directamente la calle y l
plaza y ascendió las escaleras de
Juzgado sin que nadie lo siguiera por lo escalones, en lo alto de los cuales gir entamente para colocarse frente a l
multitud. No hizo sino contemplarla
pestañeando un poco, lo mismo que s hubiera franqueado la puerta de Juzgado sumido en la penumbra,
pestañease para acomodar sus ojos a l claridad del exterior. Y allí permaneció pestañeando, con el cabello caído sobr
a frente y las oscuras manchas d ranspiración visibles bajo cada sisa d
su americana de verano. Luego sacudi
a cabeza y sus ojos se abrieron dmanera amplia y repentina, a pesar d que la luz le daba de lleno en el rostro, fue posible advertir el fulgor qu
despedían. «Se acerca el momento», pensé. Los ojos se agrandaban de pronto d
modo tal, como si algo hubies
acontecido dentro de ellos, y allí estab ese fulgor. Se veía que algo habí acontecido en el interior y se pensaba e
a proximidad del momento. Siempr gual. Aquel agrandarse, aquel refulgir
aquella opresión en el estómago como s
alguien se hubiese apoderado de alg allí; en la oscuridad que es uno mismo con una mano fría cubierta con un guant
de goma igualmente frío. Era como enstante en que llegamos tarde a casa po a noche y vemos asomar por la puert a punta amarilla del sobre de u
elegrama. Nos inclinamos par recogerlo, pero no lo abrimos en el acto Mientras permanecemos de pie en e
vestíbulo, sobre en mano
experimentamos que hay un ojo clavad en nosotros, un ojo grande que no contempla desde muchos kilómetros,
ravés de paredes y de casas, de nuestr vestimenta y nuestra piel, y nos v encogidos. Desmenuza nuestro interio
de arriba abajo, en la oscuridad que e uno mismo, como si fuese un feto triste viscoso que uno lleva por todos lados e
su interior. Este ojo sabe lo que existdentro del sobre y está al acecho par contemplarnos cuando lo abrimos y no enteramos de su contenido. Pero el fet
riste y viscoso que llevamos en nuestr nterior levanta también su carit
melancólica y sus ojos no ven y tiembl
de frío, pues no desea saber lo que ha
dentro del sobre. Quiere permanecer e a oscuridad y en la ignorancia
abrigarse en la misma. La finalidad de
hombre es aprender, pero existe un cosa que no puede saber. No pued saber si el conocimiento constituirá s
salvación o su muerte. Morirá, muy bien pero no puede llegar a su conocimient ni su muerte se debe a lo que no h
aprendido ni tampoco qué lo habrísalvado, en caso de aprenderlo Experimentamos la sensación de frío e el estómago, pero abrimos el sobre
enemos que hacerlo, pues la finalida del hombre es el conocimiento.
El jefe permaneció tranquilo all
con los ojos dilatados y relucientes, si
que partiera el más leve ruido de l multitud. Escuchábase el chirrid desesperado y fuera de lugar de un
chicharra ubicada en lo alto de uno d os árboles de la plaza. Y al cesar e
mismo no hubo sino la espera. Fu
entonces cuando el jefe avanzó un paso enta y suavemente.
—No pronunciaré ningún discurs
—dijo sonriendo. Pero los ojos seguíamuy abiertos y en ellos lucía aque fulgor—. No he venido a eso, sino a da un paseo, ver a mi padre y asegurarm
de qué haya quedado algo e condiciones de ser ingerido en e smokehouse[2]. Le diré: «Papá, ¿qué ha
acerca de esa salchicha ahumada de qu
anto te jactabas? ¿Y qué de aquel jamó de que tanto te vanagloriabas el inviern último, y de…?». —Tal lo que decía
pero la voz era diferente, subiéndole po a garganta y saliendo monótona con es onillo que han adquirido allá entre la
colinas rojas mientras preguntaba «Papá, ¿qué hay acerca…?».
Pero los ojos seguían refulgentes
pensé que acaso se aproximaba enstante. Quizá no fuese demasiad arde. Nunca puede decirse. De repent
podría producirse.
—De manera que no voy pronunciar ningún discurso —continu diciendo con su propia voz ta
conocida. ¿Sería su misma voz? Uno s
preguntaba cuál era su verdadera vo entre las tantas que poseía. Y sigui diciendo—: Y no he venido aquí par
solicitaros que me concedáis nada, n siquiera un voto. El Buen Libro dice qu hay tres cosas que jamás se satisfacen
mejor dicho, son cuatro y ya e suficiente. —Su voz era diferente ahor —: La tumba y el útero estéril, la tierr
que no se llena de agua y el fuego. Ya esuficiente con ello. Pero Salomón pud haber agregado otro pequeño detall para de ese modo hacer la list
completa. Y es el político que no ces de pedir.
Ahora se lo veía algo echado haci
atrás, con la cabeza un poco inclinada
Sus ojos pestañeaban. Gesticuló y dijo: —Si en aquella época hubies
habido políticos, pedirían como l hacen en nuestros días. Pero en est momento no soy político. Esto
dedicando este día al descanso y n siquiera os pediré el voto. A deci verdad, no tengo que pedíroslo. Hoy a
menos. Todavía tengo cierta influencien el gran edificio con las blanca columnas que se elevan hasta el segund piso, y donde uno se desayuna co
helado de durazno. No quiero decir co ello que no exista un puñado d estadistas deseosos de arrojarme por l
ventana. Y saben —se inclinó un poc
hacia delante, como para contarles u secreto— lo singular que resulta l manera como me es imposible traba
simplemente amistad con cierta gente, n mporta lo que me esfuerce para ello. M
cortesía ha llegado hasta ese extremo
Hasta he dicho «por favor». Pero d nada me ha valido. Aunque parece com si hubieran de sufrirme un períod
mayor. Lo mismo que vosotros. Dmanera que será mejor que sonriáis engáis paciencia. Peor sería que o
saliese un forúnculo. ¿No es cierto?
Se detuvo y observó a su alrededo fijamente, moviendo la cabeza co entitud, de modo que parecía mira
directamente en la cara a un espectado
durante una fracción de segundo y lueg desviar su atención hacia otro un poc más allá. Finalmente gesticuló, pestañe
dijo: —¿Es que el gato os ha comido l
engua?
—¡Tengo un forúnculo en la posaderas! —gritó alguien en la últim fila.
—¡Al diablo! —gritó en seguidWillie—. Acuéstate boca abajo duerme. —Alguien rio—. ¡Además — siguió vociferando—, da gracias al bue
Dios, que en su infinita misericordia vi a conveniencia de dar forma a alg
dotado de pecho y de espalda con es
nsignificante porción de material qu
uvo entre sus manos en tu caso! —¡Háblales fuerte, Willie! —grit
alguien de entre la muchedumbre, qu
entonces se echó a reír. El jefe levantó la mano derecha cas
a la altura de la cabeza, delante de él
con la palma hacia abajo, y así esper hasta que se apagaron las risas y lo silbidos. Entonces dijo:
—No, no estoy aquí para pedironada, ya sea el voto u otra cosa. Cre que volveré para hacerlo. Si continú gustándome el helado de melocotón co
que me desayuno en la Cámara. Claro e que no espero que todos me votéis Dios mío, si todos fuesen a votar po
Willie! ¿Qué tópico tendrían despué
para discutir? No les quedaría sino e iempo, y ese no es motivo para votar o —agregó, con otra voz distinta d
as anteriores, suave, serena y lejana— o estoy aquí para pediros nada, hoy
Estoy dedicado al descanso y he vuelt
a mi casa. El hombre se aleja de su casa ace en lechos extraños en la oscurida el viento suena de manera distint
entre los árboles. Va por la calle y vrostros ante sus ojos; pero no ha nombres para esos rostros. Las voce que oye no son las que resonaban en su
oídos tiempo atrás al alejarse. Las qu oye ahora son fuertes. Tanto, que durant mucho tiempo queda imposibilitado d
oír aquellas otras que resonaban en su
oídos. Pero llega un momento en qu queda tranquilo y vuelve a escucharlas Distingue claramente lo que quiere
decir: «Vuelve, muchacho, vuelve», l dicen. Y regresa.
Su voz se cortó en seco. No poco
poco como la que va apagándose Durante un segundo permaneció en e aire, notando en la tranquilidad qu
nvadía la atmósfera, y la multitud de lplaza frente al Juzgado, resaltada por e chirriar de la chicharra en lo alto de lo dos árboles que se elevaban por encim
de las cabezas del auditorio congregad sobre el césped. La voz flotó all palabra tras palabra, y de repente s
desvaneció. No quedó sino el canto d
a chicharra, que parece metérsenos e a cabeza cual si fuese el chirrido de lo
resortes y los engranajes que somo
nosotros mismos y que no cesará, n mporta lo que digamos, hasta que s
encuentren en debida forma.
El jefe permaneció allí durant medio minuto, sin decir una palabra n moverse. Ni siquiera parecía ver l
multitud a sus pies. De repente pareciadvertirla e hizo un gesto. —De manera que regresa —
prosiguió sin dejar de gesticular—
Cuando le queda un día libre. Y dice Hola, muchachos, ¿qué tal os va?
Y eso es lo que yo os digo.
Eso fue lo que dijo. Miró haci
abajo, siempre haciendo gestos volviendo la cabeza mientras sus ojo recorrían la muchedumbre, pareciend
como si se posasen en un rostro y lueg se moviesen para volver a posarse e otro.
Después comenzó a descender lo escalones cual si acabase de salir d aquel sombrío corredor detrás de la
puertas a su espalda. Bajaba loescalones solo, sin nadie frente a él y si que ningunos ojos lo contemplasen. Fu directamente hacia donde su
acompañantes lo aguardaban, Lucy Star los demás. Al pasar ante nosotros, no
hizo un ademán, como si pasase
nuestro lado por la calle y no no
conociese muy bien, y prosiguió s marcha hacia la multitud como si esta n existiera. El auditorio se hizo un poc
atrás para dejarle paso, con la mirad fija en él. Nosotros lo seguimos y l muchedumbre se cerró detrás d
nosotros. La gente aplaudía y gritaba. Habí
alguien que no cesaba de exclamar:
—¡Bravo, Willie!El jefe atravesó directamente l calzada y subió de nuevo al Cadillac Hicimos lo mismo y el fotógrafo y lo
demás ocuparon su automóvil: Sugar Boy puso el motor en marcha y sacó l cabeza por la ventanilla. La multitud n
se desviaba muy aprisa, de tan apiñad
que estaba. Cuando asomamos la narices por la ventanilla, el auditorio s veía alrededor del vehículo a no más d
un palmo de distancia. Los rostros no contemplaban bien de cerca. Pero ahor fuera y nosotros dentro. Los ojos de lo
semblantes rojos y de piel satinada no contemplaban junto con los de pie morena y arrugada.
Sugar-Boy no dejaba de hacer sonaa bocina. Las palabras se amontonaba en su interior. Sus labios comenzaron moverse, cosa que era muy fácil adverti
por el retrovisor. Pero apenas pud emitir sonido y lo inundó todo de saliva
El jefe se había concentrado en s
mismo.
Sugar-Boy hizo sonar la bocina doblamos hacia una calle latera desierta. Al pasar por delante de
edificio de ladrillos que era la escuela en los arrabales de la ciudad, íbamos sesenta y cinco kilómetros por hora. A
ver dicho edificio recordé mi prime encuentro con Willie, alrededor d catorce años atrás, en 1922, cuando é
no era sino tesorero del distrito dMason y vino a la ciudad con motivo d a emisión de bonos para la construcció
de la escuela. Vino a mi memoria cóm
o había conocido, en la habitación de fondo del establecimiento de juegos d Slade, donde este vendía cerveza
Estábamos sentados ante uno de eso
veladores con tapa de mármol y pie d hierro, de los que solía haber en lo bares cuando éramos chicos
levábamos a nuestra novia del institut os sábados por la noche para come
aquel «banana split» con chocolate
rozarnos las piernas por debajo de l mesa, para lo cual nos estorbaba e dichoso pie de hierro.
Éramos cuatro. Tiny Duffy, quentonces era casi tan fornido com ahora. No se necesitaba ninguna seña para saber lo que era. Se sabía que er
un perezoso empleado de l Municipalidad, aun antes de divisar l blanco de sus ojos. Era panzón
ranspiraba a través de la camisa, po
encima del cinturón; su semblante er untuoso y amarillento y en medio de mismo divisábamos una abertura qu
mostraba su dentadura de oro. Er asesor de impuestos y llevaba u sombrero de paja, duro y aplastado
echado hacia atrás. El sombrero lucí una cinta de colores.
También estaba Alex Miche
muchacho de la parte alta del distrito dMason, que aprendía con rapidez. A menos lo suficiente para ser delegad del sheriff aunque no por mucho tiempo
o llegó a nada, pues fue víctima de un puñalada en el vientre, por parte de u pianista en un garito al que acudier
para cobrarse algo a cuenta de l
protección al establecimiento. Como h dicho, Alex procedía de la parte alta de distrito.
Duffy y yo estábamos en l habitación del fondo del establecimient de Slade esperando a Alex, con quien y
enía esperanza de realizar un pequeñ negocio. Me dedicaba al periodismo Alex estaba en posesión de alguno
datos que eran de mi interés. Lo habícitado allí Duffy, que era amigo mío Cuando menos sabía que yo trabajab para el Chronicle, dedicado po
entonces a apoyar a Joe Harrison y a lo suyos. Joe era gobernador y Duffy un de sus colaboradores.
Y por eso me encontraba sentado e
el negocio de Slade una caluros mañana de junio o julio, allá por el añ 1922, a la espera de la llegada de Ale
Michel, en la silenciosa habitación de fondo. Un depósito funerario medianoche es algo ensordecedo
comparado con el efecto que se obtien a media mañana en un lugar como es aposento de Slade cuando se llega ante
que ningún otro visitante. Se tomasiento y se piensa qué acogedor era l noche antes, con el efluvio de lo cuerpos de los contertulios y e
murmullo de las conversaciones, y s contempla el suelo en que se advierte razos de serrín húmedo dejados por l
escoba vieja esa mañana cuando e
negro, viejo y poco entusiasta, procedi a realizar la limpieza.
La impresión general es que no
hallamos a solas con el Único y a Él l oca disponer. En consecuenci
permanecía sentado en silencio (Duff
amás se mostraba locuaz sino despué de haber ingerido dos o tres copas escuchando cómo mis tejidos s
distendían y cómo explotaban de manerdelicada las gotas de transpiración po os conductos embutidos en la ampli
humanidad de mi acompañante.
Alex arribó con otro individuo supe que mi breve conversación no er promisoria. Mi misión era alg
delicada, no apta para el oído de u
extraño. Me imaginé que esa sería l razón de que Alex llevase u acompañante a la rastra. Y acaso estuv
en lo cierto, pues Alex experimentab emor de ser engañado fácilmente. D
cualquier modo, el jefe se hallaba co
él. Solo que no era el jefe
Metafísicamente lo era, pero ¿cómo ib
a saberlo yo? Alguien franquea eumbral. Mide un metro ochenta de alto es algo robusto de pecho, con pierna algo cortas, lleva un traje de sirsaca de
setenta y cinco, demasiado largo d pierna. Los bajos le caen sobre lo zapatos negros, a los que no vendría ma
una lustrada. Lleva también un cuell
duro y alto, cual si se tratase de superintendente de una escuel dominical; y una corbata azul a raya
que se conoce fue un regalo de su muje a Navidad última y ha permanecid
guardada en su envoltorio de papel d
seda con la bendita tarjeta que decía «Feliz Navidad para mi querido Willie Así le desea su amante esposa»; hast
que se acicaló para acudir a la ciudad.por último un sombrero de fieltro gris ravés de cuya cinta asoman las mancha
de sudor. Hizo su entrada de esa manera
vaya uno a saber. Va detrás de Ale Michel, que mide, o medía antes de encuentro con el pianista, un metr
ochenta y ocho centímetros de huesos
carne, hermosamente articulados, con u semblante duro y magro que parec cocido, y dos ojillos oscuros y ágile
que no se dicen con semejante rostr encima de un torso tan clásico y que va de un lado para otro como si se tratas
de dos fríjoles mejicanos que no deja de saltar. Sigue modestamente los paso de Alex Michel, quien se aproxima a l
mesa con un aire de autoridad que nadie engaña. Alex dijo al estrecharme la mano: —¡Hola, compañero! —y m
palmeó con fuerza suficiente par aplastar una nuez, después de lo cua prestó la debida atención al señor Duffy
que le había tendido la mano si
evantarse. Luego, como si lo pensar mejor, Alex señaló con el dedo a compañero que le seguía—: Señores
este es Willie Stark. Somos de Maso City y hemos ido juntos a la escuela. S Willie era un ratón de biblioteca, e
favorito de la maestra. ¿No es verdad Willie? —Dicho lo cual relinchó com un potrillo en apreciación de su propi
humor, no sin golpear en las costillas amimado de la maestra. Finalment añadió, después de haberse dominad —: Y continúa siendo favorito de l
maestra, ¿verdad, Willie? —Y, vuelt hacia Duffy y hacia mí explicó, antes d que la alegría se apoderase de él y l
habitación trasera de Slade s
estremeciese con la alegre nota de l dehesa—: ¡Willie se ha casado con un maestra!
La idea le pareció enormement divertida a Alex. Entretanto Willie ncapaz de completar la amenidad de l
situación, se inclinó ante la racha permaneció con el sombrero de fieltro viejo y gris, entre las manos. El sudo
asomaba a través de la cinta. Esemblante grande de Willie permaneci mpasible por encima del cuello alto
duro.
—¡Sí, sí, se ha casado con un maestra! —repitió Alex sin dar señale de que su satisfacción hubies
disminuido.
—Bien —dijo el señor Duffy, cuy experiencia y tacto se hallaban a l altura de cualquier situación—, me ha
dicho que las maestras también tienen s corazoncito. —El orador levantó e abio para dejar al descubierto el oro d
a dentadura, pero no hizo ningún sonid porque, como hombre de mundo lleno d confianza, su costumbre era pronuncia
una frase y dejar que la misma sabriese paso por su valor intrínseco dejando el aplauso a cargo de auditorio.
Y Alex lo proveyó en buena medida Yo, por mi parte, no hice sino un gesto que debió parecer mortal en m
semblante. Y Willie ni se inmutó.
—¡Dios! —exclamó Alex una ve recuperado el aliento—. ¡Señor Duffy es usted colosal, vaya si lo es! —Y
golpeó por segunda vez con fuerza a favorito de la maestra en las costilla con el fin de excitar su humor, que n
parecía muy grato en verdad. Como n obtuviese resultado, repitió los golpes y finalmente, inquirió si el señor Duffy n
era colosal. —Sí —contestó Willie, que observ al señor Duffy de una manera inocente grave, sin el menor apasionamiento—
Sí, ya lo creo que lo es. Y puesto que había sido hech
semejante admisión, si bien algo tarde
con cierta ambigüedad de inflexión, l
pequeña nube acumulada en la frente de señor Duffy desapareció sin dejar e menor rastro.
Willie aprovechó la calm momentánea para dar término al ritua de la presentación, interrumpida por e
buen humor de Alex. Transferido s sombrero gris viejo a la mano izquierda avanzó dos pasos, que era lo necesari
para aproximarse a la mesa, y me tendia mano gravemente. Tanta era el agu que había corrido por debajo de lo puentes desde que Alex señalara con e
dedo al extraño y dijera: «Este es Willi Stark», que ya casi me había olvidad de haberlo conocido en mi vida. De ah
que no interpretase en el acto su idea d
enderme la mano y estrechar la mía. E consecuencia debí de habe contemplado su mano tendida de maner
nquisitiva y haberle lanzado una mirad nexpresiva; entonces me mostraría s
cráneo y seguiría con la mano tendida
Al recobrar mis sentidos es seguro que para no ser sobrepasado en cortesía po a vieja escuela, eché hacia atrás m
silla, me erguí cuanto pude y le así lmano, que era bastante grande. A estrecharla por primera vez parec advertirse que se hace por la part
blanda, y algo húmeda, que ya supon algo que uno no se siente inclinado hacer con un semejante en cierta
actitudes; más tarde se descubre que s
rata de una estructura sólida. Era com a mano de un granjero que ha dejado e
arado, si bien en fecha no demasiad
reciente, a cambio de alguna tarea en e almacén del cruce de caminos. La man de Willie me dio tres sacudidas y e
hombre dijo: «Me alegro de conocerlo señor Burden» como si se tratase d algo grabado en su memoria. Despué
uraría que me hizo un guiño, pero por emomento no estaba muy seguro de ello Doce años más tarde, aproximadamente en una época en que la personalidad d
Willie ocupaba de manera má mperiosa mis escasas horas d
especulación, le pregunté:
nos encontramos, allá en aquel aposent del fondo del negocio de Slade?
Dijo que sí, cosa nada notable, pue
era como el elefante del circo, que nad olvida, ya sea el individuo que le d cacahuetes como el que le pone rapé e
a trompa. —¿Recuerda cuando nos dimos l
mano? —inquirí.
—Sí —contestó. —Bien, jefe, ¿me guiñó o no? —Muchacho —dijo mientras jugab
con el vaso de whisky y soda y hundía e
alón de uno de sus zapatos a la medida de treinta dólares, sucios, de corte nad atrevido, en la mejor colcha capaz d
ser proporcionada por el Hotel St. Regi
—. Muchacho —repitió mientra sonreía paternalmente por encima de s vaso—, eso es un misterio.
—¿No recuerda? —dije. —Pues claro que recuerdo. —¿Y bien? —insistí.
—Supón que tenía algo en el ojo — dijo.
—Bueno, al diablo si tenía algo e
el ojo —contesté. —Pues supón que no tenía nada. —En tal caso guiñó quizá porque s
maginó que teníamos algo en comú
acerca del tono de la reunión. —Es posible —convino—. No e
ningún secreto que mi condiscípulo Ale
no tenía nada de listo. Tampoco que Tin
Duffy es un pollino tan grande y ta leno de grasa como el que jamás hay
hecho rechinar los resortes de un silló
giratorio. —Ya lo creo —aseguré. —Sin duda —contestó el jefe, má
animado—, pero se trata de u ciudadano útil si se sabe manejarlo.
—Claro. Y figurémonos que cre
que sabe cómo manejarlo. Y lo hacvicegobernador. (Eso ocurrió durante e último mandato del jefe, cuando Tiny fu su sobresaliente).
—Naturalmente. Alguien tiene qu ser vicegobernador.
—Sí. Tiny Duffy.
del caso es que nadie puede confiar e él y todos lo saben. Uno encuentra alguien en quien puede confiar y se pas
as noches meditando si uno es es alguien. Pero si ese hombre es Tiny, y se puede dormir tranquilo. Todo lo qu
se necesita es mantenerle la orina exent de albúmina.
—Jefe, ¿me guiñó aquella vez all
en casa de Slade? —Muchacho, si te lo dijera n endrías nada en qué pensar.
Y por eso jamás lo supe.
Pero aquella mañana vi que Willi estrechaba la mano de Tiny Duffy si pestañear. Limitose a permanecer de pi
frente al señor Duffy y cuando e
grandote, sin levantarse, le tendió l mano finalmente, con el aire reservad de un papa que ofrece el dedo del pi
para ser besado por un peregrino, Willi a tomó y le dio las tres sacudidas qu
parecían de rigor en Mason City.
Alex tomó asiento junto a la mesa Willie permaneció de pie, como s esperase que lo invitaran, hasta que e
primero aproximó la cuarta silla unocentímetros, valiéndose del pie, y dijo: —Tome asiento, Willie. Willie obedeció y dejó su sombrer
de fieltro gris frente a él, sobre la mes de mármol. Los bordes del ala s arrugaban y ondulaban alrededor de l
apa de mármol igual que la masa de
pastel antes de que la abuela l preparase. Se limitó a permanece sentado detrás del sombrero y de s
corbata azul a rayas, regalo de Navidad esperando con las manos cruzadas sobr el regazo.
—¿Cerveza? —inquiri acónicamente Slade, llegando desde e
frente del negocio.
—Para todos —ordenó Duffy. —Menos para mí. Se lo agradezc cordialmente —dijo Willie.
—Para todos —volvió a ordenar e
señor Duffy con un movimiento de l mano que lucía el anillo de diamantes.
—Menos para mí. Se lo agradezc
cordialmente —insistió Willie.
Sin ninguna traza de placer pero s con cierta sorpresa, el señor Duff volvió su mirada hacia Willie
aparentemente inadvertido de l mportancia del acontecimiento y bie
erguido en su asiento, detrás de
sombrero y de la corbata. Luego e señor Duffy miró a Slade, a quien dijo a iempo que señalaba a Willie:
—Un poco de cerveza para éambién. —No, gracias —dijo Willie sin má
emoción de la que podría ponerse a
recitar la tabla de multiplicar. —¿Es demasiado fuerte para usted
—inquirió el señor Duffy.
—A lo mejor la maestra no l permite beber nada —insinuó Alex.
—A Lucy no le gusta la bebida, e
verdad —dijo Willie tranquilamente. —Ojos que no ven, corazón que n
siente —dijo el señor Duffy.
—Sírvele una cerveza —indic Alex a Slade.
—Para todos —repitió el seño
Duffy con el aire de quien da poerminado un asunto. Slade fue mirando sucesivamente
Alex, al señor Duffy y a Willie. Golpe
con poca fuerza, con su rodilla, a un mosca que cruzaba y dijo:
—Vendo cerveza a quien la desea
Pero no obligo a nadie a que la beba.
Quizá fue ese el instante en qu Slade hizo su fortuna. Qué extraña variable resulta la vida; y cómo s
encuentra el cristal en el acero a punt de quebrarse, cómo el sapo luce un alhaja en la frente y cómo el significad
de un momento pasa cual la brisa qu apenas agita la hoja del sauce.
Bien, de todos modos, cuando lleg
a derogación y los lecheros hubieron dutilizar los camiones «Mack» par levar los pedidos de licencia a l
Municipalidad, Slade obtuvo la suya. Y
en el acto. Y consiguió una espléndid ubicación. Y tuvo la habilidad d nstalar unos sillones de cuero bastant
cómodos y un bar circular. Y nuestr
hombre, que jamás tuviera un centav después de haber pagado alquiler «protección», ahora permanecía com
entre sombras bajo los frescos qu representaban damas desnudas y e medio del resplandor de los espejo
cromados y pintados, ataviado con u raje azul de americana cruzada, bie
aplastado lo que restaba de sus cabello
sobre el cráneo, con un ojo avizor sobros negros con chaquetilla blanca qu servían el veneno y el otro sobre l rubia de la caja registradora que sabí
que su misión no había terminado a la dos de la madrugada cuando s apagaban las luces y las estrofas de u
erceto de cuerda aplacaban los nervio
anta rapidez? ¿Cómo llegó a consegui
que le arrendasen el local cuando l mitad de los magnates del gremi andaban a la pesca de tan codiciad
esquina? ¿Cómo lo hizo para proveers de las sillas de cuero y demá elementos? Nunca confió en mí, per
creo que consiguió su recompensa poser un hombre honesto. De todos modos, la enunciación d
sus principios acerca de la cuestió
cervecera fue lo que puso el broche a asunto esa mañana. Tiny Duffy levantó e rostro hacia Slade con esa expresión qu
adopta el novillo cuando se le aplica e
mazazo; luego, a medida que e sentimiento iba volviendo, se refugió e su dignidad. Alex permitiose una ironí
al decir: —Bien, puede que tenga algun
naranjada para él.
—Creo que sí, si la desea — concluyó el dueño del negocio a desaparecer el último vestigio de la ris
del otro. —Sí, creo que la beberé —dij Willie.
Llevó la cerveza, así como la botell
de gaseosa con naranja, acompañada d dos pajitas. Willie levantó ambas mano del regazo sobre el que estuviera
decorosamente apoyadas durante l
conversación anterior y tomó la botell entre ellas. Inclinada la botella hacia él sin levantarla de la mesa, aplicó su
abios a las pajas. Eran carnosos, per no lasos. De ninguna manera, aunque a contemplarlos por primera vez uno l
creyese así. Creeríase que su boca er como la de un muchacho, no del tod conformada, y así parecía en aque
momento, inclinado sobre la botella, coas pajas entre los labios fruncidos. Per si uno permanecía allí un poco más veí algo diferente; que colgaban juntos, es
es, como si fuesen carnosos. S semblante no era enjuto tampoco, per el cutis era fino y cubierto de pecas. Lo
ojos, grandes y oscuros y la mirad
franca, que nos contemplaba desde e centro de ese rostro casi gordinflón (a principio creíase que era gordinfló
pero después se cambiaba de modo d pensar); los cabellos, abundantes oscuros, caíanle revueltos sobre l
frente no muy ancha, y eran alg húmedos. Tal era el pequeño Willie, e primo Willie del campo, residente en l
parte alta de Mason City, con su corbatregalo de Navidad. Y acaso uno sintier deseos de sacarlo a dar un paseo por e parque para mostrarle los cisnes.
—Willie anda metido en política — dijo Alex, que se había inclinad confidencialmente hacia Duffy.
Sus facciones reflejaron el mínim
nterés, que se disipó en la vast blancura oleaginosa que era e semblante del hombre en reposo. N
siquiera miró a Willie. —Sí, en política. Allá en Maso
City.
La cabeza del señor Duffy gir pesadamente un cuarto de vuelta e dirección a Willie y los ojos de colo
azul pálido lo enfocaron a distancia. Nes que la mención del nombre de Maso City se calculara que produjese gra mpresión en el señor Duffy, pero e
hecho de que Willie anduviese metid en política, aunque solo fuera en es ciudad donde sin duda los cerdos s
rascaban contra los puntales inferiore
de la oficina de Correos, originab ciertos problemas merecedores d pasajera atención. Y por eso el seño
Duffy dedicó su atención a Willie resolvió el problema. ¿Cómo Decidiendo que no existía ningú
problema. Willie no se hallaba metid en política ni en Mason City ni en ningú otro lugar, Alex Michel era u
mentiroso, incapaz de decir una verdadBastaba mirar a Willie para llegar a l conclusión de que jamás estuvo n estaría politiqueando. Duffy era capa
de mirar a Willie y decidir que n andaba en política. En consecuenci contestó con un «¿de verdad?» lleno d
gran ironía, y con la incredulida
evidentemente reflejada en el semblante No es que censure mucho a Duffy. S
semblante hallábase frente a frente de
margen del misterio donde todo nuestros cálculos se derrumban, dond a corriente del tiempo disminuye hast
convertirse en las arenas de l eternidad, donde la fórmula fracasa en e ubo de ensayo, donde el caos y la noch
reinan y oímos la risa bajo los efectodel éter. Pero nuestro hombre no l sabía y de ahí su exclamación.
—De veras —repitió Alex, aunqu
sin ironía y agregó: Allá en Mason City. —Sí —aseguró el interpelado—
esorero del distrito.
el aire del hombre que descubre que h edificado sobre arenas movedizas vivido en un ambiente completament
ficticio. —Sí —insistió Alex—, y Willie h
venido hasta aquí para realizar cierta
gestiones en favor del distrito de Mason ¿Verdad, Willie?
Este asintió.
—Acerca de una emisión de bono—prosiguió Alex—. Van a construir un escuela y hay una emisión de bonos.
Duffy movió los labios y fue dad
advertir el fulgor del puente de oro en s dentadura, si bien no fue pronunciad una palabra. El momento era demasiad
grande para emitir ningún sonido ni par
echar espuma por la boca. Pero eso era cierto. Willie er
esorero del distrito y estuvo allí durant
oda la jornada ocupado con la emisió de bonos para la escuela.
Y fueron lanzados los bonos
construida la escuela y más de un docena de años después el Cadillac grande y pintado de negro, pasó raud
ante ella, llevando al jefe; y Sugar-Boapretó el acelerador y nosotro avanzamos a lo largo del todavía cas nuevo pavimento de la carretera númer
58. Habríamos andado ya un par d
kilómetros aproximadamente sin que s
hubiese pronunciado una palabra
cuando el jefe se volvió hacia mí y dijo —Jack, tome nota para averigua
algo acerca del hijo de Malaquías y d
esta muerte. —¿Cómo se llama? —pregunté. —Diablo, no sé, pero es bue
muchacho. —Quiero decir cuál es el apellid
de Malaquías.
—Malaquías Wynn se llama ehombre —dijo el jefe. Extraje el cuaderno de notas y anoté
sin olvidar la palabra «puñaladas».
—Averigüe la fecha del juicio haga que vaya un abogado. Que se bueno. Fíjese bien; uno que sea bueno
sepa manejar el caso y que se percate d
que tiene que defenderlo bien y n imitarse solamente a que salga s
nombre en los periódicos.
—Es de los que usan aceite para e
cabello —aseguró el jefe—, y se l echan para atrás hasta que lo alto de l cabeza parece una bola negra sobre l
mesa de billar. Consiga otro que nparezca como si fuese a cantar a compás de la orquesta. ¿Está perdiend a imaginación?
—Muy bien —contesté, y anoté en e cuaderno «Tipo Abe Lincoln».
No era necesario que escribies
nada sobre el particular para acordarme
bien podrían ser esos cuadernillos d apa negra. Los cuadernillos negro acen en una caja y la labor de nuestro
días y nuestras manos repos ranquilamente en la oscuridad de l
cajita mientras gira el gran eje de
mundo. —Lo elige —advirtió el jefe— y s
mantiene alejado. Que lo vigile uno d
sus compañeros; pero selecciónelcuidadosamente. —Comprendido —contesté, pues e
realidad era así.
El jefe hallábase a punto de volvers dividir su atención entre el camino y e acómetro de Sugar-Boy cuando Duff
carraspeó y dijo:
—Jefe… —¿Qué hay? —inquirió este. —¿Sabe quién recibió la puñalad
en el vientre? —No —fue la respuesta del jefe
que se preparó para volverse—. Y n
me interesa, aunque se trate de l virginal y santa doncella del apóstol sa Pablo.
El señor Duffy volvió a toser, en lforma que hacía en los últimos años cuando se encontraba bajo el peso de l flema y de alguna idea.
—Casualmente lo leí en u periódico —comenzó—. Posteriorment volví a leer algunas noticias más. S
rata del hijo de un médico de l
vecindad. No recuerdo su nombre, per era médico. Así lo decía el periódico —El señor Duffy seguía hablando detrá
del jefe sin que este le hubiese prestad a menor atención al parecer—. D
manera que a mi modo de ver —e
orador volvió a aclarar la garganta— podría resultar que ese doctor fues algún personaje en esta zona. Ya sabe l
que representa un médico en el campoLa gente cree que no es un cualquiera. Y a lo mejor trasciende que usted intent poner en libertad a ese muchacho Wyn
ello no le causa ningún beneficio. Y sabe lo que es la política —explicó.
El jefe volvió la cabeza para mira
al señor Duffy en forma tan súbita qu
no se advirtió sino una mancha. Er como si sus ojos grandes y abultado mirasen desde la cabeza, a través de lo
cabellos, saliendo todo borroso. Esto e algo hiperbólico pero el lecto comprenderá sin duda lo que quier
decir. El jefe era así. Daba la impresión al mirarlo, de ser hombre lerdo deliberado; tenía un modo de sentars
sueltamente como si se hundiese en spropio interior, y sus ojos pestañeaba como los de un búho dentro de una jaula Pero de pronto efectuaba un movimiento
Quizá no fuese con otro fin que tratar d agarrar alguna mosca que lo molestab con su vuelo, como vi hacer en un
oportunidad a un boxeador viejo
arruinado que rondaba por los cafés Apostaba que era capaz de agarrar un mosca al vuelo con los dedos. Y l
hacía. También el jefe era capaz de eso Y volvía la cabeza bruscamente haci uno cuando se hablaba algo que a
parecer no escuchaba. Esta vez volvió la cabez
rápidamente hacia Duffy, a quie
contempló durante un instante antes dexclamar lisa y llanamente: —¡Jesús! —Después prosiguió—
Maldito lo que sabe, Tiny. He conocid
oda la vida a Malaquías Wynn y su hij es un buen muchacho y no me importa quién apuñaló. En segundo lugar fue un
pelea equilibrada y tuvo mala suerte. Y
cuando llega el momento del juici odos van en contra del que ocupa e
banquillo de los acusados, cuando no h
enido la mala fortuna de que el otr falleciera. En tercer lugar, si se hubies impiado los oídos, me habría oíd
cuando dije a Jack que se entendiese co un abogado a través de un compañero que consiguiese uno no interesado en l
publicidad. De acuerdo con lo que esabogado, o cualquier otra persona sepa habrá sido enviado por el papa. Y tod o que deseará saber es si el benefici
que obtenga con la defensa merece l pena. ¿Está todo bien claro ahora desea que le pinte un cuadro de l
situación?
—Ya comprendo —dijo el seño Duffy, que se humedeció los labios.
Pero el jefe no escuchaba ya, vuelt
de nuevo hacia el tacómetro y hacia l carretera y diciendo a Sugar-Boy:
—¡Por amor de Dios! ¿Crees qu
enemos interés en admirar el paisaje Ya se nos ha hecho tarde.
Entonces advertimos que Sugar-Bo
aceleró la marcha.Pero no duró la cosa mucho tiempo Aproximadamente al cabo de u kilómetro alcanzamos la curva. Sugar
Boy se desvió contra el casquillo y no deslizamos mientras las piedras crujía saltaban y golpeaban la parte inferio
del guardabarros como si fuese grasa e
una sartén, dejando una nube de polv en donde sumergirse el otro vehículo.
Entonces vimos la casa.
Se hallaba emplazada en un pequeña elevación, era más bien grande de dos pisos, rectangular, gris y falta d
pintura, con el techo de hojalata gualmente falto de pintura
despidiendo destellos a la luz del sol
pues era nuevo y la herrumbre todavíno lo había cubierto. Una gran chimene se destacaba en cada extremo. No detuvimos delante de la puerta. La cas
se hallaba edificada junto al camino, co un buen cerco de alambre de pú alrededor del patio, no muy grande,
algunos mirtos con flores del color de
helado de frambuesa. El rincón del pati parecía fresco. Había un roble, nada d que vanagloriarse, por supuesto, medi
seco, a un costado, delante de la casa, un par de magnolios al otro, con ojo como de estaño oxidado. No se veí
mucho verde en el lugar y una medi docena de gallinas se revolcaban agitaban las alas y cacareaban en e
suelo, debajo de los magnolios. Uperro blanco, grande y peludo, como d pastor, yacía en el porche delanter reducido y de un solo piso, que parecí
ncrustado en la casa, como si hubies sido colocado con posteridad a s edificación.
Parecía como esas granjas de
campo por cuyo lado pasamos a medi arde, con las aves debajo de los árbole el perro durmiendo y cuyo únic
habitante sabemos que es la mujer qu acaba de dar fin al lavado de platos, h barrido la cocina y subido las escalera
para acostarse una media hor despojándose del vestido y también mediante una sacudida de la pierna, d
os zapatos, y que yace tendida en eecho, boca arriba, en la habitació sumida en la penumbra y con una trenz de sus cabellos aplastada sobre la frent
a causa del sudor. Escucha las mosca zumbar al cruzar el aposento; más tard el motor que ruge con gran fuerza en e
camino y que poco a poco v
apagándose a la distancia, y por últim nuevamente a las moscas. A esa clas pertenecía la casa.

Todos Los Hombres Del Rey - Robert Penn Warren

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