Tiempo muerto

3
TIEMPO MUERTO QUEDAR AQUÍ SENTADO MIRANDO la fotografía de la calle, con el sol y sus naranjas tibios acariciando las paredes, con la gente regresando alegre a sus hogares sonrisas estáticas en caras anónimasfue un plan, un minucioso plan que empecé a elaborar desde el momento en que noté que el tiempo había comenzado a correr más lento. Dos cosas me fueron de gran utilidad: mi truncada carrera de físico y la lectura de las ficciones de Borges. El flujo del tiempo, un incomprensible remolino que gira a la deriva. Todo comenzó una mañana en que desperté sintiéndome medio extraño. Mis movimientos eran perezosos y sentía que los segundos se arrastraban, estirándose, andando más lento que lo habitual. Al pasar algunos días el proceso se fue agravando. En sólo un mes los segundos pasaron a durar casi el doble de lo que duraban normalmente, todo ocurría como en cámara lenta. Lo primero que hice fue tratar de averiguar si era algo que sólo me ocurría a mí o si era algún extraño fenómeno universal… o algún suceso paranormal que estuviera ocurriendo en el barrio. Pero no. Me saqué la duda en una corta charla con Edmundo, mi amigo del bar. Es el que está ahora frente a mí en una extraña posición, muy cómica por cierto; mejor que lo que había planeado, porque parece que justo se ha tropezado con la mesa al darse vuelta. Su mano derecha levantada en un saludo, su rostro sonriendo, posiblemente pronunciando mi nombre o qué haces querido o cómo estás viejo lobo o algo así. Sus pelos, pocos por cierto (he contado la cantidad precisa, pero no viene al caso mencionarla ahora), levantados como en un sacudón; por el tropiezo supongo. Su espalda retorcida como quien se da vuelta rápidamente, y su pie derecho estampado torpemente contra la mesa. Una taza de café ligeramente inclinada con café a punto de caer y unas masitas de vainilla suspendidas junto al borde de la mesa, flotando. Lo más gracioso es la cara del que lo acompaña, que no sé quién es; los ojos muy abiertos mirando fijo la taza de café, la boca estirada en una mueca de sorpresa. En fin, como decía, fue a él a quien primero acudí para saber si esto me ocurría solamente a mí o a todos. Edmundo era alguien en quien podía confiar mi problema sin correr el riesgo de ser tomado por loco y por eso acudí a él. Por otra parte el hecho de ser tildado de loco por él me importaba muy poco. Sin embargo no comprendió. Para él, como para la mayoría, el tiempo no solamente no pasaba más lento sino que se aceleraba cada vez más, que no puede ser que ya estemos en agosto, que las fiestas de fin de año fueron ayer mismo; en fin, los segundos duraban el doble sólo para mí. Y así las cosas fueron empeorando. En un mes más, que fue larguísimo por cierto, el tiempo continuó deteniéndose en forma más abrupta. Según mis cálculos, ahora requería unos seis o siete segundos de mi mente para que la aguja del segundero del reloj se moviera sólo una vez. Tuve que renunciar al trabajo, no solamente porque resultaba siete veces más tedioso y cada día era como trabajar una semana entera, sino porque no podía realizar mis tareas; me empezó a costar mucho mantener una conversación prolongada con una persona, concentrarme en lo que quería expresar, recordar lo que había dicho antes. Además, resolví

Transcript of Tiempo muerto

Page 1: Tiempo muerto

TIEMPO MUERTO

QUEDAR AQUÍ SENTADO MIRANDO la fotografía de la calle, con el sol y sus naranjas tibios

acariciando las paredes, con la gente regresando alegre a sus hogares —sonrisas estáticas en

caras anónimas— fue un plan, un minucioso plan que empecé a elaborar desde el momento

en que noté que el tiempo había comenzado a correr más lento. Dos cosas me fueron de gran

utilidad: mi truncada carrera de físico y la lectura de las ficciones de Borges. El flujo del

tiempo, un incomprensible remolino que gira a la deriva.

Todo comenzó una mañana en que desperté sintiéndome medio extraño. Mis

movimientos eran perezosos y sentía que los segundos se arrastraban, estirándose, andando

más lento que lo habitual. Al pasar algunos días el proceso se fue agravando. En sólo un mes

los segundos pasaron a durar casi el doble de lo que duraban normalmente, todo ocurría como

en cámara lenta. Lo primero que hice fue tratar de averiguar si era algo que sólo me ocurría

a mí o si era algún extraño fenómeno universal… o algún suceso paranormal que estuviera

ocurriendo en el barrio. Pero no. Me saqué la duda en una corta charla con Edmundo, mi

amigo del bar. Es el que está ahora frente a mí en una extraña posición, muy cómica por

cierto; mejor que lo que había planeado, porque parece que justo se ha tropezado con la mesa

al darse vuelta. Su mano derecha levantada en un saludo, su rostro sonriendo, posiblemente

pronunciando mi nombre o qué haces querido o cómo estás viejo lobo o algo así. Sus pelos,

pocos por cierto (he contado la cantidad precisa, pero no viene al caso mencionarla ahora),

levantados como en un sacudón; por el tropiezo supongo. Su espalda retorcida como quien

se da vuelta rápidamente, y su pie derecho estampado torpemente contra la mesa. Una taza

de café ligeramente inclinada con café a punto de caer y unas masitas de vainilla suspendidas

junto al borde de la mesa, flotando. Lo más gracioso es la cara del que lo acompaña, que no

sé quién es; los ojos muy abiertos mirando fijo la taza de café, la boca estirada en una mueca

de sorpresa. En fin, como decía, fue a él a quien primero acudí para saber si esto me ocurría

solamente a mí o a todos. Edmundo era alguien en quien podía confiar mi problema sin correr

el riesgo de ser tomado por loco y por eso acudí a él. Por otra parte el hecho de ser tildado de

loco por él me importaba muy poco. Sin embargo no comprendió. Para él, como para la

mayoría, el tiempo no solamente no pasaba más lento sino que se aceleraba cada vez más,

que no puede ser que ya estemos en agosto, que las fiestas de fin de año fueron ayer mismo;

en fin, los segundos duraban el doble sólo para mí.

Y así las cosas fueron empeorando. En un mes más, que fue larguísimo por cierto, el

tiempo continuó deteniéndose en forma más abrupta. Según mis cálculos, ahora requería unos

seis o siete segundos de mi mente para que la aguja del segundero del reloj se moviera sólo

una vez. Tuve que renunciar al trabajo, no solamente porque resultaba siete veces más tedioso

y cada día era como trabajar una semana entera, sino porque no podía realizar mis tareas; me

empezó a costar mucho mantener una conversación prolongada con una persona,

concentrarme en lo que quería expresar, recordar lo que había dicho antes. Además, resolví

Page 2: Tiempo muerto

dedicarme completamente a buscar alguna solución a mi situación. Comencé consultando

con algunos viejos colegas de la facultad, a todos por escrito. La mayoría no me creyó, y los

que me creyeron no alcanzaron a entender cabalmente lo que me ocurría. Sólo uno aceptó

ayudarme. Se entusiasmó mucho con mi caso, me prometió estudiarlo y lo hizo. Encontró

incluso algo de bibliografía al respecto que envió a mi casa; pero lo único que logramos fue

describir el problema, no hallamos una solución concreta. En ese trajín transcurrió otro mes,

un mes prolongadísimo que fue para mí casi como un año.

Fue otro profesor de física, viejito ya, el que realmente resultó de cierta ayuda. Llegué a

él de casualidad en una de mis recurrentes visitas a la biblioteca de la facultad (solía ir a

consultar libros de cálculo). Le conté mi problema. No sé si me creyó o no, pero al parecer

el asunto le resultó divertido y decidió ayudarme. Fue así como logramos hacer un cálculo

que, tomando en cuenta el momento en que había comenzado el fenómeno y cuánto se había

reducido hasta ese momento la velocidad del tiempo, nos permitió desarrollar una función,

llegando a la conclusión de que el cinco de abril, el tiempo finalmente se detendría por

completo. Trabajamos cuidadosamente en la función hasta calcular incluso la hora exacta a

la que ocurriría el fenómeno: las seis y treinta y siete de la tarde, con veintidós segundos y

cuarenta centésimas.

Soluciones para evitar el problema no encontramos, claro. El flujo del tiempo es algo

determinado por una fuerza superior, omnipotente; Dios tal vez. Y todo indica que la

percepción del tiempo también, y no puede ser modificada por un insignificante ser humano,

sobre todo uno tan insignificante como yo.

Al comprender que no encontraría una solución, decidí venir aquí el día en que el tiempo

se detuviera; el cinco de abril según nuestros cálculos. Hoy, claro. El tiempo efectivamente

se detuvo como lo habíamos calculado. Y tengo la certeza de que realmente se detuvo por

completo, porque de pronto todo quedó en silencio. El sonido, por supuesto, necesita del flujo

del tiempo para poder ser escuchado.

El tiempo que pasó para mí desde aquel día en que decidí terminar en el bar, hasta hoy,

es prácticamente incalculable. Por fortuna, durante ese tiempo aprendí a disfrutar viviendo

sencillamente en el pensamiento. A partir del momento en que me resigné a este destino

comencé a dedicarme a la contemplación y a la reflexión. Llegué a pasar tiempos

prolongadísimos (equivalentes a varios meses de cualquier persona), mirando por ejemplo

un atardecer, sólo contemplando. Ingresé en un estado cercano a la eternidad, a la que accedí

finalmente hoy, cinco de abril a las seis y treinta y siete con veintidós segundos y cuarenta

centésimas, justo el instante en el que se extinguió el sonido y quedé en un perfecto y delicado

silencio, justo en el momento en el que mi amigo golpeó la mesa al levantarse para responder

a mi calculado saludo y la taza de café se balanceó y las masitas de vainilla se elevaron

quedando suspendidas en el aire.

El cuadro es cotidiano y agradable: una apacible tarde de otoño, un atardecer tibio y

naranja, gente alegre volviendo a su hogar. No sé ya hace cuánto que estoy aquí en este

estado… o mejor dicho sí lo sé, no ha pasado ni siquiera una décima de segundo desde que

todo se congeló, pero he tenido espacio, sin embargo, de aprenderme de memoria todo lo que

está al alcance de mis ojos: la ropa que viste cada persona, sus gestos, la cantidad de arrugas

en sus rostros, las cosas que están sobre las mesas, las bebidas que hay en la barra, las tres

Page 3: Tiempo muerto

palomas levantando vuelo en la vereda, la cantidad de plumas en cada ala…

El viejo profesor casi llega tarde; quería estar presente para ver qué ocurría. Llegó justo

a tiempo; está precisamente abriendo la puerta del bar, alcanzó a asomar la cabeza. Su mirada

congelada parece buscarme. No sé qué habrá sentido… o mejor dicho, qué estará sintiendo.

Recuerdo que un día, entre largos mates, se nos había ocurrido una idea interesante, nos

habíamos inspirado en un relato de Bioy Casares. Pero pensé (y tuve, créanme, mucho tiempo

para hacerlo), que podía terminar siendo dañino para mí el tener a la mujer que amo frente a

mis ojos. El hecho de tenerla enfrente eternamente sin poder abrazarla, sin poder apretar su

mano, sin poder besarla y acariciarla, podría haber sido desesperante hasta la locura, una

tortura eterna. No sé cómo le habrá resultado al pobre de Morel, pero a nosotros nos pareció

mejor elegir un cuadro cotidiano, rutinario, eso que hice en realidad durante muchas de mis

tardes en los últimos años: el bar. La rutina y la eternidad son hermanas.

Seguiré pensando la solución para escapar de este idílico y estático cuadro, de este infinito

instante que, insisto, no es para nada desagradable. La solución no va a surgir de nadie que

esté aquí adentro, y nadie vendrá a rescatarme tampoco, porque si no ya hubiera llegado y ya

me hubiera rescatado antes de que el tiempo se detuviera. Ahora están todos estáticos,

congelados, y yo también, ya nadie puede avanzar ni moverse. En realidad la solución no

vendrá tampoco de mí mismo. Tiene que provenir de alguna fuerza superior, omnipotente,

que decida de pronto que mi tiempo simplemente continúe, que las masitas de vainilla se

caigan, que la taza de café se derrame, que el hombre que está con Edmundo se tome la

cabeza, que Edmundo me diga ¡viejo lobo!, ¡negro querido! o algo por el estilo y se acerque

a darme un abrazo; que yo logre moverme y todo continúe naturalmente su curso y el tiempo

vuelva a fluir a la velocidad de siempre, a un segundo por segundo. Tal vez todo esto ocurra

y yo me olvide incluso de toda esta eternidad estática. Tal vez este fenómeno haya ocurrido

ya muchas veces en mi vida y, en lugar de haberse detenido paulatinamente, el tiempo se

haya detenido otras veces en forma repentina, sin previo aviso, durante alguna noche sin

siquiera notarlo, en un sueño eterno, o en el momento de dar un salto, o en el momento de

recibir el pinchazo de una vacuna (un dolor eterno, sería terrible… o ya lo fue). En fin, no lo

sé, yo seguiré aquí detenido, estático, disfrutando de mi cuadro cotidiano con la esperanza

que, de pronto, las masitas de vainilla terminen cayendo, al fin, al piso.

FIN

Finalista en “X Concurso Literario Internacional Gonzalo Rojas Pizarro”, de la Municipalidad de Lebú, Chile, 2012.

Publicado en antología del certamen.