Tiempo muerto
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TIEMPO MUERTO
QUEDAR AQUÍ SENTADO MIRANDO la fotografía de la calle, con el sol y sus naranjas tibios
acariciando las paredes, con la gente regresando alegre a sus hogares —sonrisas estáticas en
caras anónimas— fue un plan, un minucioso plan que empecé a elaborar desde el momento
en que noté que el tiempo había comenzado a correr más lento. Dos cosas me fueron de gran
utilidad: mi truncada carrera de físico y la lectura de las ficciones de Borges. El flujo del
tiempo, un incomprensible remolino que gira a la deriva.
Todo comenzó una mañana en que desperté sintiéndome medio extraño. Mis
movimientos eran perezosos y sentía que los segundos se arrastraban, estirándose, andando
más lento que lo habitual. Al pasar algunos días el proceso se fue agravando. En sólo un mes
los segundos pasaron a durar casi el doble de lo que duraban normalmente, todo ocurría como
en cámara lenta. Lo primero que hice fue tratar de averiguar si era algo que sólo me ocurría
a mí o si era algún extraño fenómeno universal… o algún suceso paranormal que estuviera
ocurriendo en el barrio. Pero no. Me saqué la duda en una corta charla con Edmundo, mi
amigo del bar. Es el que está ahora frente a mí en una extraña posición, muy cómica por
cierto; mejor que lo que había planeado, porque parece que justo se ha tropezado con la mesa
al darse vuelta. Su mano derecha levantada en un saludo, su rostro sonriendo, posiblemente
pronunciando mi nombre o qué haces querido o cómo estás viejo lobo o algo así. Sus pelos,
pocos por cierto (he contado la cantidad precisa, pero no viene al caso mencionarla ahora),
levantados como en un sacudón; por el tropiezo supongo. Su espalda retorcida como quien
se da vuelta rápidamente, y su pie derecho estampado torpemente contra la mesa. Una taza
de café ligeramente inclinada con café a punto de caer y unas masitas de vainilla suspendidas
junto al borde de la mesa, flotando. Lo más gracioso es la cara del que lo acompaña, que no
sé quién es; los ojos muy abiertos mirando fijo la taza de café, la boca estirada en una mueca
de sorpresa. En fin, como decía, fue a él a quien primero acudí para saber si esto me ocurría
solamente a mí o a todos. Edmundo era alguien en quien podía confiar mi problema sin correr
el riesgo de ser tomado por loco y por eso acudí a él. Por otra parte el hecho de ser tildado de
loco por él me importaba muy poco. Sin embargo no comprendió. Para él, como para la
mayoría, el tiempo no solamente no pasaba más lento sino que se aceleraba cada vez más,
que no puede ser que ya estemos en agosto, que las fiestas de fin de año fueron ayer mismo;
en fin, los segundos duraban el doble sólo para mí.
Y así las cosas fueron empeorando. En un mes más, que fue larguísimo por cierto, el
tiempo continuó deteniéndose en forma más abrupta. Según mis cálculos, ahora requería unos
seis o siete segundos de mi mente para que la aguja del segundero del reloj se moviera sólo
una vez. Tuve que renunciar al trabajo, no solamente porque resultaba siete veces más tedioso
y cada día era como trabajar una semana entera, sino porque no podía realizar mis tareas; me
empezó a costar mucho mantener una conversación prolongada con una persona,
concentrarme en lo que quería expresar, recordar lo que había dicho antes. Además, resolví
dedicarme completamente a buscar alguna solución a mi situación. Comencé consultando
con algunos viejos colegas de la facultad, a todos por escrito. La mayoría no me creyó, y los
que me creyeron no alcanzaron a entender cabalmente lo que me ocurría. Sólo uno aceptó
ayudarme. Se entusiasmó mucho con mi caso, me prometió estudiarlo y lo hizo. Encontró
incluso algo de bibliografía al respecto que envió a mi casa; pero lo único que logramos fue
describir el problema, no hallamos una solución concreta. En ese trajín transcurrió otro mes,
un mes prolongadísimo que fue para mí casi como un año.
Fue otro profesor de física, viejito ya, el que realmente resultó de cierta ayuda. Llegué a
él de casualidad en una de mis recurrentes visitas a la biblioteca de la facultad (solía ir a
consultar libros de cálculo). Le conté mi problema. No sé si me creyó o no, pero al parecer
el asunto le resultó divertido y decidió ayudarme. Fue así como logramos hacer un cálculo
que, tomando en cuenta el momento en que había comenzado el fenómeno y cuánto se había
reducido hasta ese momento la velocidad del tiempo, nos permitió desarrollar una función,
llegando a la conclusión de que el cinco de abril, el tiempo finalmente se detendría por
completo. Trabajamos cuidadosamente en la función hasta calcular incluso la hora exacta a
la que ocurriría el fenómeno: las seis y treinta y siete de la tarde, con veintidós segundos y
cuarenta centésimas.
Soluciones para evitar el problema no encontramos, claro. El flujo del tiempo es algo
determinado por una fuerza superior, omnipotente; Dios tal vez. Y todo indica que la
percepción del tiempo también, y no puede ser modificada por un insignificante ser humano,
sobre todo uno tan insignificante como yo.
Al comprender que no encontraría una solución, decidí venir aquí el día en que el tiempo
se detuviera; el cinco de abril según nuestros cálculos. Hoy, claro. El tiempo efectivamente
se detuvo como lo habíamos calculado. Y tengo la certeza de que realmente se detuvo por
completo, porque de pronto todo quedó en silencio. El sonido, por supuesto, necesita del flujo
del tiempo para poder ser escuchado.
El tiempo que pasó para mí desde aquel día en que decidí terminar en el bar, hasta hoy,
es prácticamente incalculable. Por fortuna, durante ese tiempo aprendí a disfrutar viviendo
sencillamente en el pensamiento. A partir del momento en que me resigné a este destino
comencé a dedicarme a la contemplación y a la reflexión. Llegué a pasar tiempos
prolongadísimos (equivalentes a varios meses de cualquier persona), mirando por ejemplo
un atardecer, sólo contemplando. Ingresé en un estado cercano a la eternidad, a la que accedí
finalmente hoy, cinco de abril a las seis y treinta y siete con veintidós segundos y cuarenta
centésimas, justo el instante en el que se extinguió el sonido y quedé en un perfecto y delicado
silencio, justo en el momento en el que mi amigo golpeó la mesa al levantarse para responder
a mi calculado saludo y la taza de café se balanceó y las masitas de vainilla se elevaron
quedando suspendidas en el aire.
El cuadro es cotidiano y agradable: una apacible tarde de otoño, un atardecer tibio y
naranja, gente alegre volviendo a su hogar. No sé ya hace cuánto que estoy aquí en este
estado… o mejor dicho sí lo sé, no ha pasado ni siquiera una décima de segundo desde que
todo se congeló, pero he tenido espacio, sin embargo, de aprenderme de memoria todo lo que
está al alcance de mis ojos: la ropa que viste cada persona, sus gestos, la cantidad de arrugas
en sus rostros, las cosas que están sobre las mesas, las bebidas que hay en la barra, las tres
palomas levantando vuelo en la vereda, la cantidad de plumas en cada ala…
El viejo profesor casi llega tarde; quería estar presente para ver qué ocurría. Llegó justo
a tiempo; está precisamente abriendo la puerta del bar, alcanzó a asomar la cabeza. Su mirada
congelada parece buscarme. No sé qué habrá sentido… o mejor dicho, qué estará sintiendo.
Recuerdo que un día, entre largos mates, se nos había ocurrido una idea interesante, nos
habíamos inspirado en un relato de Bioy Casares. Pero pensé (y tuve, créanme, mucho tiempo
para hacerlo), que podía terminar siendo dañino para mí el tener a la mujer que amo frente a
mis ojos. El hecho de tenerla enfrente eternamente sin poder abrazarla, sin poder apretar su
mano, sin poder besarla y acariciarla, podría haber sido desesperante hasta la locura, una
tortura eterna. No sé cómo le habrá resultado al pobre de Morel, pero a nosotros nos pareció
mejor elegir un cuadro cotidiano, rutinario, eso que hice en realidad durante muchas de mis
tardes en los últimos años: el bar. La rutina y la eternidad son hermanas.
Seguiré pensando la solución para escapar de este idílico y estático cuadro, de este infinito
instante que, insisto, no es para nada desagradable. La solución no va a surgir de nadie que
esté aquí adentro, y nadie vendrá a rescatarme tampoco, porque si no ya hubiera llegado y ya
me hubiera rescatado antes de que el tiempo se detuviera. Ahora están todos estáticos,
congelados, y yo también, ya nadie puede avanzar ni moverse. En realidad la solución no
vendrá tampoco de mí mismo. Tiene que provenir de alguna fuerza superior, omnipotente,
que decida de pronto que mi tiempo simplemente continúe, que las masitas de vainilla se
caigan, que la taza de café se derrame, que el hombre que está con Edmundo se tome la
cabeza, que Edmundo me diga ¡viejo lobo!, ¡negro querido! o algo por el estilo y se acerque
a darme un abrazo; que yo logre moverme y todo continúe naturalmente su curso y el tiempo
vuelva a fluir a la velocidad de siempre, a un segundo por segundo. Tal vez todo esto ocurra
y yo me olvide incluso de toda esta eternidad estática. Tal vez este fenómeno haya ocurrido
ya muchas veces en mi vida y, en lugar de haberse detenido paulatinamente, el tiempo se
haya detenido otras veces en forma repentina, sin previo aviso, durante alguna noche sin
siquiera notarlo, en un sueño eterno, o en el momento de dar un salto, o en el momento de
recibir el pinchazo de una vacuna (un dolor eterno, sería terrible… o ya lo fue). En fin, no lo
sé, yo seguiré aquí detenido, estático, disfrutando de mi cuadro cotidiano con la esperanza
que, de pronto, las masitas de vainilla terminen cayendo, al fin, al piso.
FIN
Finalista en “X Concurso Literario Internacional Gonzalo Rojas Pizarro”, de la Municipalidad de Lebú, Chile, 2012.
Publicado en antología del certamen.