Texto narrativo
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Todos miran el marIván Ballesteros Rojo.
¡Huir, huir muy lejos! Ebrias aves me alejan
Entre el cielo y la espuma.
—Mallarmé
I
(1) Los pescadores más hábiles de Kino Viejo le aseguraron que no podría ir tras un
pez espada. De entrada nunca has salido a mar abierto en solitario, lo que ya representa
un gran esfuerzo para un hombre normal, ahora imagina uno de tu estatura, le dijeron.
Aunque trataron de disuadirlo de cancelar el viaje, Ramiro ya había tomado una postura
definitiva.
(2) Pargos y cabrillas eran su especialidad. En una ocasión sacó un pargo de 12 kilos,
el ejemplar más grande que se había pescado aquella semana. Fue la sensación que
experimentó esa mañana, la de luchar contra una bestia marina, la que activó en Ramiro
el deseo de ir tras una criatura más salvaje y hermosa.
(3) Un pez espada es más fuerte que un hombre, le había advertido don Luis, un viejo
y silencioso pescador que obtuvo fama en los setentas por matar un par de tiburones
ballena que tenían al puerto horrorizado (hoy se sabe que esta especie es de las más
inofensivas que habitan el mar de Cortés). Esos marlines hay que atraparlos con pura
maña, agregó.
(4) Los parroquianos de La gaviota apostaron a Ramiro, un día antes de su partida,
tres docenas de almejas, un cartón de cerveza y cinco kilos de camarón a que regresaba
la misma tarde de su travesía. Ni siquiera llegarás al Pacífico, le decían como para
desanimarlo.
(5) Desde el malecón, los parientes de Ramiro lo saludaban hasta que desapareció en
la línea de horizonte que dibujaba el amanecer.
(6) El tema de conversación aquella mañana en Kino Viejo era el embarque de
Ramiro. Había los que destripaban lisas y vaquillas a la sombra de algún árbol, al tiempo
que se burlaban del torpe, pero valiente hombrecito, que esa madrugada había salido a
mar abierto. ¿Cómo alguien de su estatura se atreve hacer algo así? Se preguntaba una
mujer hedionda a vísceras de pescado y con el cabello dorado por el sol.
(7) Los viciosos del puerto bebían licor barato y fumaban cristal. Sus ojos, inyectados
de sangre, miraban la playa como queriendo encontrar un puntito que resumiera al enano.
(8) La madre de Ramiro se puso mal hacia el mediodía de aquel sábado. Sentía que
su corazón latía en las cosas, no en su cuerpo. Sístole en las ventanas que dan al mar.
Diástole violenta que retumba en la cama, que se siente como la muerte misma tocando a
la puerta.
(9) Todos en Kino imaginaban a Ramiro calcinado por el salvaje sol de septiembre. No
había persona en el pueblo que no estuviera pendiente del mar. Entre actividades
cotidianas observaban de reojo el resoplar de las olas.
(10) Para las 16:00 horas el grueso de la población ya había comido. Sus cuerpos
hacían la digestión y sus mentes pensaban en la suerte de Ramiro. La posibilidad que no
volviera a puerto los impacientaba de tal manera que hasta ellos mismos se sorprendieron
de lo mucho que les importaba que regresara con bien.
(11) El ritmo cardíaco de la madre de Ramiro se normalizó con la caída de la tarde, al
tiempo que la marea comenzaba a violentarse escupiendo toda clase de algas marinas
sobre la playa. El sol empezó a ocultarse detrás de la isla del Tiburón.
(12) Si bien Ramiro era un tipo solitario, todos en el pueblo lo consideraban un amigo
entrañable. Inclusive había los que alardeaban por haberse emborrachado con él en un
par de ocasiones.
(13) Ya regresan los pescadores. El malecón se anima brevemente con el comercio
taciturno de marisco. Después de una hora dejan de arribar lanchas al muelle y en Kino
Viejo se sobreentiende que ha terminado otro día. La madre de Ramiro observa el mar
midiéndose con las manos la intensidad de sus latidos. Escucha la violencia con la que
rompen las olas en la playa.
(14) Los hombres piensan en el diminuto hombre que se ha propuesto atrapar un pez
espada. Algunos observan, sin poner atención, televisores que emiten luz multicolor.
(15) Las mujeres calculan la cena que deben preparar y se les filtra el rostro de Ramiro
entre sus pensamientos culinarios.
(16) Los pobladores de Kino Viejo perciben el mundo como un lugar borroso y lejano.
Los perros se olisquean en las calles sucias o lamen restos de sangre de pescado pegada
en las banquetas. Los pocos transeúntes parecen diluirse en la evanescencia de los
últimos rayos solares. El viento barre el malecón y resopla en las carpas que cubren las
lanchas.
(17) Por un momento todos en el pueblo, inclusive los niños y los imbéciles, observan
la vibración de las olas.