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Texto de apoyo Lenguaje y Comunicación Nombre: _____________________________ Profesora: Andrea Sarpi Urra Segundo Medio Primer Semestre

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Texto de apoyo

Lenguaje y Comunicación

Nombre: _____________________________

Profesora: Andrea Sarpi Urra

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Unidad 1: “Narrativa”

Actividades:

“El regalo de los reyes magos”, O. Henry ...………………………………… 3

“El padre”, Olegario Lazo ……………………………...………...…. 6

“La tristeza”, Rosario Barros Peña ……………………………...………...…. 10

“Axolotl”, Julio Cortázar …………………………………………… 11

“La noche boca arriba”, Julio Cortázar …………………………………………… 15

De la narración al cine …………………………………………………… 20

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«El regalo de los Reyes Magos», O. Henry

Un dólar y ochenta y siete centavos. Eso era todo… Delia los contó tres veces. Un dólar y

ochenta y siete centavos. Y al día siguiente era Navidad. Evidentemente no había nada que

hacer fuera de echarse al miserable lecho y llorar. Y Delia lo hizo. Lo que conduce a la

reflexión moral de que la vida se compone de sollozos, lloriqueos y sonrisas, con predominio

de los lloriqueos.

Mientras la dueña de casa se va calmando, pasando de la primera a la segunda etapa,

echemos una mirada a su hogar, uno de esos departamentos de ocho dólares a la semana.

No era exactamente un lugar para alojar mendigos, pero ciertamente la policía lo habría

descrito como tal. Abajo, en la entrada, había un buzón al cual no llegaba carta alguna, Y

un timbre eléctrico al cual no se acercaría jamás un dedo mortal. También pertenecía al

departamento una tarjeta con el nombre de “Señor James Dillingham Young”.

La palabra “Dillingham” había llegado hasta allí volando en la brisa de un anterior período

de prosperidad de su dueño, cuando ganaba treinta dólares semanales. Pero ahora que

sus entradas habían bajado a veinte dólares, las letras de “Dillingham” se veían borrosas,

como si estuvieran pensando seriamente en reducirse a una modesta y humilde “D”. Pero

cuando el señor James Dillingham Young llegaba a su casa y subía a su departamento, le

decían “Jim” y era cariñosamente abrazado por la señora Delia Dillingham Young, a quien

hemos presentado al lector como Delia. Todo lo cual está muy bien.

Delia dejó de llorar y se empolvó las mejillas. Se quedó de pie junto a la ventana y miró

hacia afuera, apenada. Al día siguiente era Navidad y ella tenía solamente un dólar y

ochenta y siete centavos para comprarle un regalo a Jim. Había estado ahorrando cada

centavo, mes a mes, y éste era el resultado. Los gastos habían sido mayores de lo que

había calculado. Siempre lo eran. Sólo un dólar con ochenta y siete centavos para comprar

un regalo a Jim. Su Jim. Había pasado muchas horas felices imaginando algo bonito para

él. Algo fino y especial y de calidad para que fuera digno de pertenecer a Jim. Entre las

ventanas de la habitación había un espejo de cuerpo entero. De repente se alejó de la

ventana y se paró ante el espejo. Sus ojos brillaban intensamente, pero su rostro perdió su

color antes de veinte segundos. Soltó con urgencia sus cabellera y la dejó caer.

Los Dillingham eran dueños de dos cosas que les provocaban un inmenso orgullo. Una era

el reloj de oro que había sido del padre de Jim y antes de su abuelo. La otra era la cabellera

de Delia. La hermosa cabellera de Delia cayó sobre sus hombros y brilló. Llegó hasta más

abajo de sus rodillas y la envolvió como una vestidura. Y entonces ella la recogió de nuevo,

nerviosa y rápidamente. Por un minuto se sintió desfallecer y permaneció de pie mientras

un par de lágrimas caían a la raída alfombra roja.

Se puso su vieja y oscura chaqueta; se puso su viejo sombrero. Con un revuelo de faldas

y con el brillo todavía en los ojos, abrió nerviosamente la puerta, salió y bajó las escaleras

para salir a la calle.

Donde se detuvo se leía un cartel: “Cabellos de todas clases”. Delia subió rápidamente Y,

jadeando, trató de controlarse.

-¿Quiere comprar mi pelo? –preguntó Delia.

-Compro pelo –dijo Madame-. Sáquese el sombrero y déjeme mirar el suyo.

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La áurea cascada cayó libremente.

-Veinte dólares –dijo Madame, sopesando la masa con manos expertas.

-Démelos inmediatamente –dijo Delia.

Delia empezó a mirar los negocios en busca del regalo para Jim. Al fin lo encontró. Estaba

hecho para Jim, para nadie más. Era una cadena de reloj, de platino, de diseño sencillo y

puro. Era digna del reloj. Apenas la vio se dio cuenta de que era exactamente lo que

buscaba para Jim. Era como Jim: valioso y sin aspavientos. Pagó por ella veintiún dólares

y regresó rápidamente a casa con ochenta y siete centavos. Con esa cadena en su reloj,

Jim iba a vivir ansioso de mirar la hora en compañía de cualquiera. Porque, aunque el reloj

era estupendo, Jim se veía obligado a mirar la hora a hurtadillas a causa de la gastada

correa que usaba en vez de una cadena. Jim no se retrasaba nunca. Delia apretó la cadena

en su mano y se sentó en la punta de la mesa que quedaba cerca de la puerta por donde

Jim entraba siempre. Entonces escuchó sus pasos en el primer escalón y, por un momento,

se puso pálida, murmuró: “Dios mío, que Jim piense que sigo siendo bonita”. La puerta se

abrió, Jim entró y la cerró. Se le veía delgado y serio. Pobre muchacho, sólo tenía veintidós

años y ¡ya con una familia que mantener!

Jim permaneció inmóvil. Sus ojos se fijaron en Delia con una expresión que su mujer no

pudo interpretar, pero que la aterró. No era de enojo ni de sorpresa ni de desaprobación ni

de horror ni de ningún otro sentimiento para los que ella hubiera estado preparada. Él la

miraba con fijeza, con una expresión extraña. Delia se levantó nerviosamente y se acercó

a él. –Jim, querido –exclamó- no me mires así. Me corté el pelo y lo vendí porque no podía

pasar la Navidad sin hacerte un regalo. Crecerá de nuevo ¿no te importa, verdad? No podía

dejar de hacerlo. Mi pelo crece rápidamente. Dime “Feliz Navidad” y seamos felices. ¡No te

imaginas qué regalo, qué regalo tan lindo te tengo!

Jim sacó un paquete del bolsillo de su abrigo y lo puso sobre la mesa. –No te equivoques

conmigo, Delia –dijo-. Ningún corte de pelo haría que yo quisiera menos a mi mujercita.

Pero si abres ese paquete verás por qué me has provocado tal desconcierto en un primer

momento. Los blancos y ágiles dedos de Delia retiraron el papel y la cinta. Y entonces se

escuchó un grito de felicidad; y después, ¡ay!, un rápido cambio hacia un histérico raudal

de lágrimas, lo que requirió el inmediato despliegue de todos los poderes de consuelo del

señor del departamento. Porque allí estaban las peinetas –el juego completo de peinetas,

una al lado de otra- que Delia había estado admirando durante mucho tiempo en una vitrina

de Broadway. Eran unas peinetas muy hermosas, con sus bordes adornados con joyas y

justamente del color para lucir en la bella cabellera ahora desaparecida. Eran peinetas muy

caras, ella lo sabía, y su corazón simplemente había suspirado por ellas y las había

anhelado sin la menor esperanza de poseerlas algún día. Y ahora eran suyas, pero las

trenzas destinadas a ser adornadas con esos codiciados adornos habían desaparecido.

Pero Delia las oprimió contra su pecho y, finalmente, fue capaz de mirarlas con ojos

húmedos y con una débil sonrisa, dijo:

-¡Mi pelo crecerá muy rápido, Jim!

Y enseguida dio un salto como un gatito chamuscado y gritó:

-¡Oh, oh!

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Jim no había visto aún su hermoso regalo. Delia lo mostró con vehemencia en la abierta

palma de su mano. El precioso y opaco metal pareció brillar con la luz del brillante y ardiente

espíritu de Delia.

-¿Verdad que es maravillosa, Jim? Recorrí la ciudad entera para encontrarla. Ahora podrás

mirar la hora cien veces al día si se te antoja. Dame tu reloj. Quiero ver cómo se ve con ella

puesta.

En vez de obedecer, Jim se dejó caer en el sofá, cruzó sus manos debajo de su nuca y

sonrió.

-Delia –le dijo- olvidémonos de nuestros regalos de Navidad por ahora. Son demasiado

hermosos para usarlos en este momento. Vendí mi reloj para comprarte las peinetas.

Los Reyes Magos, como ustedes seguramente saben, eran muy sabios –maravillosamente

sabios- y llevaron regalos al Niño en el Pesebre. Ellos fueron los que inventaron los regalos

de Navidad. Y aquí les he contado, en forma muy torpe, la sencilla historia de dos jóvenes

atolondrados que vivían en un departamento y que insensatamente sacrificaron el uno al

otro los más ricos tesoros que tenían en su casa. Pero, para terminar, digamos a los sabios

de hoy en día que, de todos los que hacen regalos, ellos fueron los más sabios. De todos

los que dan y reciben regalos, los más sabios son los seres como Jim y Delia. Ellos son los

verdaderos Reyes Magos.

Actividades de comprensión y análisis Debes desarrollarlas en tu cuaderno de la asignatura, de forma ordenada y con letra

legible

Vocabulario: En el texto hay palabras ennegrecidas y subrayadas, con ayuda de un

diccionario defínelas y escribe una palabra de reemplazo, sin que esta cambie la

coherencia.

2. Describe el amor presente entre Delia y Jim, incluyendo 3 características y justificando cada una de ellas con elementos del cuento

2. ¿Cómo influye la situación económica de esta pareja en el amor entre ambos?

Explica y ejemplifica

3. ¿A qué se refiere el narrador con la última frase del cuento: “De todos los que dan

y reciben regalos, los más sabios son los seres como Jim y Delia. Ellos son los

verdaderos Reyes Magos”? Explica

Elementos: Identifica los elementos característicos del género narrativo, justificando cada

uno con citas del texto.

a) Narrador c) Tipo de mundo

b) Focalización d) Estilo narrativo

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«El padre», Olegario Lazo

Un viejecito de barba larga y blanca, bigotes enrubiecidos por la nicotina, manta roja, zapatos de taco alto, sombrero de pita y un canasto al brazo, se acercaba, se alejaba y volvía tímidamente a la puerta del cuartel. Quiso interrogar al centinela, pero el soldado le cortó la palabra en la boca, con el grito: -¡Cabo de guardia! El suboficial apareció de un salto en la puerta, como si hubiera estado en acecho. Interrogado con la vista y con un movimiento de la cabeza hacia arriba, el desconocido habló: -¿Estará mi hijo? El cabo soltó la risa. El centinela permaneció impasible, frío como una estatua de sal. -El regimiento tiene trescientos hijos; falta saber el nombre del suyo. Repuso el suboficial. -Manuel… Manuel Zapata, señor. El cabo arrugó la frente y repitió, registrando su memoria: -¿Manuel Zapata…? ¿Manuel Zapata…? Y con tono seguro: -No conozco ningún soldado de ese nombre. El paisano se irguió orgulloso sobre las gruesas suelas de sus zapatos, y sonriendo irónicamente: -¡Pero si no es soldado! Mi hijo es oficial, oficial de línea… El trompeta, que desde el cuerpo de guardia oía la conversación, se acercó, codeó al cabo, diciéndole por lo bajo: -Es el nuevo, el recién salido de la Escuela. -¡Diablos! El que nos palabrea tanto… El cabo envolvió al hombre en una mirada investigadora y, como lo encontró pobre, no se atrevió a invitarlo al casino de oficiales. Lo hizo pasar al cuerpo de guardia. El viejecito se sentó sobre un banco de madera y dejó su canasto al lado, al alcance de su mano. Los soldados se acercaron, dirigiendo miradas curiosas al campesino e interesadas al canasto. Un canasto chico, cubierto con un pedazo de saco. Por debajo de la tapa de lona empezó a picotear, primero, y a asomar la cabeza después, una gallina de cresta roja. Al verla, los soldados palmotearon y gritaron como niños: -¡Cazuela! ¡Cazuela!

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El paisano, nervioso por la idea de ver a su hijo, agitado con la vista de tantas armas, reía sin motivo y lanzaba atropelladamente sus pensamientos. -¡Ja, ja, ja!… Sí, Cazuela…, pero para mi niño. Y con su cara sombreada por una ráfaga de pesar, agregó: -¡Cinco años sin verlo…! No quería venirse a este pueblo. Mi patrón lo hizo militar. ¡Ja, ja, ja…! Uno de guardia, pesado y tieso por la bandolera, el cinturón y el sable, fue a llamar al teniente. Estaba en el picadero, frente a las tropas en descanso, entre un grupo de oficiales. Era chico, moreno, grueso, de vulgar aspecto. El soldado se cuadró, levantando tierra con sus pies al juntar los tacos de sus botas, y dijo: -Lo buscan…, mi teniente. No sé por qué fenómeno del pensamiento, la encogida figura de su padre relampagueó en su mente. Alzó la cabeza y habló fuerte, con tono despectivo, de modo que oyeran sus camaradas: -En este pueblo…, no conozco a nadie… El soldado dio detalles no pedidos: -Es un hombrecito arrugado, con manta… Viene de lejos. Trae un canastito… Rojo, mareado por el orgullo, llevó la mano a la visera: -Está bien… ¡Retírese! La malicia brilló en la cara de los oficiales. Miraron a Zapata… Y como éste no pudo soportar el peso de tantos ojos interrogativos, bajó la cabeza, tosió, encendió un cigarrillo, y empezó a rayar el suelo con la contera de su sable. A los cinco minutos vino otro de guardia. Un conscripto muy sencillo, muy recluta, que parecía caricatura de la posición de firmes. A cuatro pasos de distancia le gritó, aleteando con los brazos como un pollo: -¡Lo buscan, mi teniente! Un hombrecito del campo… dice que es el padre de su mercé… Sin corregir la falta de tratamiento del subalterno, arrojó el cigarro, lo pisó con furia, y repuso: -¡Váyase! Ya voy. Y para no entrar en explicaciones, se fue a las pesebreras.

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El oficial de guardia, molesto con la insistencia del viejo, insistencia que el sargento le anunciaba cada cinco minutos, fue a ver a Zapata. Mientras tanto, el padre, a quien los años habían tornado el corazón de hombre en el de niño, cada vez más nervioso, quedó con el oído atento. Al menor ruido, miraba afuera y estiraba el cuello, arrugado y rojo como cuello de pavo. Todo paso lo hacía temblar de emoción, creyendo que su hijo venía a abrazarlo, a contarle su nueva vida, a mostrarle sus armas, sus arreos, sus caballos… El oficial de guardia encontró a Zapata simulando inspeccionar las caballerizas. Le dijo, secamente, sin preámbulos: -Te buscan… Dicen que es tu padre. Zapata, desviando la mirada, no contestó. -Está en el cuerpo de guardia… No quiere moverse. Zapata golpeó el suelo con el pie, se mordió los labios con furia, y fue allá. Al entrar, un soldado gritó: -¡Atenciooón! La tropa se levantó rápida como un resorte. Y la sala se llenó con ruido de sables, movimientos de pies y golpes de taco. El viejecito, deslumbrado con los honores que le hacían a su hijo, sin acordarse del canasto y de la gallina, con los brazos extendidos, salió a su encuentro. Sonreía con su cara de piel quebrada como corteza de árbol viejo. Temblando de placer, gritó: -¡Mañungo!, ¡Mañunguito…! El oficial lo saludó fríamente. Al campesino se le cayeron los brazos. Le palpitaban los músculos de la cara. El teniente lo sacó con disimulo del cuartel. En la calle le sopló al oído: -¡Qué ocurrencia la suya…! ¡Venir a verme…! Tengo servicio… No puedo salir. Y se entró bruscamente. Y el campesino volvió a la guardia, desconcertado, tembloroso. Hizo un esfuerzo, sacó la gallina del canasto y se la dio al sargento. -Tome: para ustedes, para ustedes solos. Dijo adiós y se fue arrastrando los pies, pesados por el desengaño. Pero desde la puerta se volvió para agregar, con lágrimas en los ojos: -Al niño le gusta mucho la pechuga. ¡Denle un pedacito…!.

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Actividades de comprensión y análisis Debes desarrollarlas en tu cuaderno de la asignatura, de forma ordenada y con letra

legible

Vocabulario: En el texto hay palabras ennegrecidas y subrayadas, con ayuda de un

diccionario defínelas y escribe una palabra de reemplazo, sin que esta cambie la

coherencia.

1. Describe psicológicamente a los dos personajes principales del cuento: el padre y su hijo, justificando con citas del texto

2. ¿Por qué crees que Manuel trata de aquella forma a su padre? Justifica

Elementos: Identifica los elementos característicos del género narrativo, justificando cada

uno con citas del texto.

a) Narrador

b) Focalización

c) Tipos de personajes

d) Tipo de mundo

e) Estilo narrativo

3. ¿Cómo es el ambiente narrativo del cuento? Explica

Investiga la biografía del autor y escribe 5 hechos relevantes de su vida

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«La tristeza», Rosario Barros Peña

El profe me ha dado una nota para mi madre. La he leído. Dice que necesita hablar con ella porque yo estoy mal. Se la he puesto en la mesilla, debajo del tazón lleno de leche que le dejé por la mañana. He metido en el microondas la tortilla congelada que compré en el supermercado y me he comido la mitad. La otra mitad la puse en un plato en la mesilla, al lado del tazón de leche.

Mi madre sigue igual, con los ojos rojos que miran sin ver y el pelo, que ya no brilla, desparramado sobre la almohada. Huele a sudor la habitación, pero cuando abrí la persiana ella me gritó. Dice que si no se ve el sol es como si no corriesen los días, pero eso no es cierto. Yo sé que los días corren porque la lavadora está llena de ropa sucia y en el lavavajillas no cabe nada más, pero sobre todo lo sé por la tristeza que está encima de los muebles.

La tristeza es un polvo blanco que lo llena todo. Al principio es divertida. Se puede escribir sobre ella, “tonto el que lo lea”, pero, al día siguiente, las palabras no se ven porque hay más tristeza sobre ellas. El profesor dice que estoy mal porque en clase me distraigo y es que no puedo dejar de pensar que un día ese polvo blanco cubrirá del todo a mi madre y lo hará conmigo. Y cuando mi padre vuelva, la tristeza habrá borrado el “te quiero” que le escribo cada noche sobre la mesa del comedor.

Actividades de comprensión y análisis:

Debes desarrollarlas en tu cuaderno de la asignatura, de forma ordenada y con letra legible

1. ¿Cómo es quien narra el cuento? Describe psicológicamente

Elementos: Identifica los elementos característicos del género narrativo, justificando cada

uno con citas del texto.

c) Narrador c) Tipo de mundo

d) Focalización d) Estilo narrativo

2. ¿Cómo es el ambiente psicológico que se percibe en la narración? Explica

3. ¿Cuál es la importancia del padre en el cuento? Explica

5. ¿Alguna vez has sentido miedo a que la tristeza “lo cubra todo” en tu vida? ¿Qué

le recomendarías al narrador? Escribe una breve carta

4. ¿Crees que ese “te quiero” en la mesa del comedor es para el padre o la madre?

¿Por qué? Justifica

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«Axolotl», Julio Cortázar

Hubo un tiempo en que yo pensaba mucho en los axolotl. Iba a verlos al acuario del Jardín des Plantes y me quedaba horas mirándolos, observando su inmovilidad, sus oscuros movimientos. Ahora soy un axolotl. El azar me llevó hasta ellos una mañana de primavera en que París abría su cola de pavo real después de la lenta invernada. Bajé por el bulevar de Port Royal, tomé St. Marcel y L’Hôpital, vi los verdes entre tanto gris y me acordé de los leones. Era amigo de los leones y las panteras, pero nunca había entrado en el húmedo y oscuro edificio de los acuarios. Dejé mi bicicleta contra las rejas y fui a ver los tulipanes. Los leones estaban feos y tristes y mi pantera dormía. Opté por los acuarios, soslayé peces vulgares hasta dar inesperadamente con los axolotl. Me quedé una hora mirándolos, y salí incapaz de otra cosa. En la biblioteca Saint-Geneviève consulté un diccionario y supe que los axolotl son formas larvales, provistas de branquias, de una especie de batracios del género amblistoma. Que eran mexicanos lo sabía ya por ellos mismos, por sus pequeños rostros rosados aztecas y el cartel en lo alto del acuario. Leí que se han encontrado ejemplares en África capaces de vivir en tierra durante los períodos de sequía, y que continúan su vida en el agua al llegar la estación de las lluvias. Encontré su nombre español, ajolote, la mención de que son comestibles y que su aceite se usaba (se diría que no se usa más) como el de hígado de bacalao. No quise consultar obras especializadas, pero volví al día siguiente al Jardin des Plantes. Empecé a ir todas las mañanas, a veces de mañana y de tarde. El guardián de los acuarios sonreía perplejo al recibir el billete. Me apoyaba en la barra de hierro que bordea los acuarios y me ponía a mirarlos. No hay nada de extraño en esto porque desde un primer momento comprendí que estábamos vinculados, que algo infinitamente perdido y distante seguía sin embargo uniéndonos. Me había bastado detenerme aquella primera mañana ante el cristal donde unas burbujas corrían en el agua. Los axolotl se amontonaban en el mezquino y angosto (sólo yo puedo saber cuán angosto y mezquino) piso de piedra y musgo del acuario. Había nueve ejemplares y la mayoría apoyaba la cabeza contra el cristal, mirando con sus ojos de oro a los que se acercaban. Turbado, casi avergonzado, sentí como una impudicia asomarme a esas figuras silenciosas e inmóviles aglomeradas en el fondo del acuario. Aislé mentalmente una situada a la derecha y algo separada de las otras para estudiarla mejor. Vi un cuerpecito rosado y como translúcido (pensé en las estatuillas chinas de cristal lechoso), semejante a un pequeño lagarto de quince centímetros, terminado en una cola de pez de una delicadeza extraordinaria, la parte más sensible de nuestro cuerpo. Por el lomo le corría una aleta transparente que se fusionaba con la cola, pero lo que me obsesionó fueron las patas, de una finura sutilísima, acabadas en menudos dedos, en uñas minuciosamente humanas. Y entonces descubrí sus ojos, su cara, dos orificios como cabezas de alfiler, enteramente de un oro transparente carentes de toda vida pero mirando, dejándose penetrar por mi mirada que parecía pasar a través del punto áureo y perderse en un diáfano misterio interior. Un delgadísimo halo negro rodeaba el ojo y los inscribía en la carne rosa, en la piedra rosa de la cabeza vagamente triangular pero con lados curvos e irregulares, que le daban una total semejanza con una estatuilla corroída por el tiempo. La boca estaba disimulada por el plano triangular de la cara, sólo de perfil se adivinaba su tamaño considerable; de frente una fina hendedura rasgaba apenas la piedra sin vida. A

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ambos lados de la cabeza, donde hubieran debido estar las orejas, le crecían tres ramitas rojas como de coral, las branquias supongo. Y era lo único vivo en él, cada diez o quince segundos las ramitas se enderezaban rígidamente y volvían a bajarse. A veces una pata se movía apenas, yo veía los diminutos dedos posándose con suavidad en el musgo. Es que no nos gusta movernos mucho, y el acuario es tan mezquino; apenas avanzamos un poco nos damos con la cola o la cabeza de otro de nosotros; surgen dificultades, peleas, fatiga. El tiempo se siente menos si nos estamos quietos. Fue su quietud la que me hizo inclinarme fascinado la primera vez que vi a los axolotl. Oscuramente me pareció comprender su voluntad secreta, abolir el espacio y el tiempo con una inmovilidad indiferente. Después supe mejor, la contracción de las branquias, el tanteo de las finas patas en las piedras, la repentina natación (algunos de ellos nadan con la simple ondulación del cuerpo) me probó que eran capaz de evadirse de ese sopor n el que pasaban horas enteras. Sus ojos sobre todo me obsesionaban. Al lado de ellos en los restantes acuarios, diversos peces me mostraban la simple estupidez de sus hermosos ojos semejantes a los nuestros. Los ojos de los axolotl me decían de la presencia de una vida diferente, de otra manera de mirar. Pegando mi cara al vidrio (a veces el guardián tosía inquieto) buscaba ver mejor los diminutos ojos, esa entrada al mundo infinitamente lenta y remota de las criaturas rosadas. Era inútil golpear con el dedo en el cristal, delante de sus caras no se advertía la menor reacción. Los ojos de oro seguían ardiendo con su dulce, terrible luz; seguían mirándome desde una profundidad insondable que me daba vértigo. Y sin embargo estaban cerca. Lo supe antes de esto, antes de ser un axolotl. Lo supe el día en que me acerqué a ellos por primera vez. Yo creo que era la cabeza de los axolotl, esa forma triangular rosada con los ojitos de oro. Eso miraba y sabía. Eso reclamaba. No eran animales. Parecía fácil, casi obvio, caer en la mitología. Empecé viendo en los axolotl una metamorfosis que no conseguía anular una misteriosa humanidad. Los imaginé conscientes, esclavos de su cuerpo, infinitamente condenados al silencio, a una reflexión desesperada. Su mirada ciega, el diminuto disco de oro inexpresivo y sin embargo terriblemente lúcido, me penetraba como un mensaje: «Sálvanos, sálvanos». Me sorprendía musitando palabras de consuelo, transmitiendo esperanzas. Ellos seguían mirándome inmóviles; de pronto las ramillas rosadas de las branquias se enderezaban. En ese instante yo sentía como un dolor sordo; tal vez me veían, captaban mi esfuerzo por penetrar en lo impenetrable de sus vidas. No eran seres humanos, pero en ningún animal había encontrado una relación tan profunda conmigo. Los axolotl eran como testigos de algo, y a veces como horribles jueces. Me sentía innoble frente a ellos, había una pureza tan espantosa en esos ojos transparentes. Eran larvas, pero larva quiere decir máscara y también fantasma. Detrás de esas caras aztecas inexpresivas y sin embargo de una crueldad implacable, ¿qué imagen esperaba su hora? Les temía. Creo que de no haber sentido la proximidad de otros visitantes y del guardián, no me hubiese atrevido a quedarme solo con ellos. «Usted se los come con los ojos», me decía riendo el guardián, que debía suponerme un poco desequilibrado. No se daba cuenta de que eran ellos los que me devoraban lentamente por los ojos en un canibalismo de oro. Lejos del acuario no hacía más que pensar en ellos, era como si me influyeran a distancia. Llegué a ir todos los días, y de noche los imaginaba inmóviles en la oscuridad. Los ojos de los axolotl no tienen párpados. Ahora sé que no hubo nada de extraño, que eso tenía que ocurrir. Cada mañana al inclinarme sobre el acuario el reconocimiento era mayor. Sufrían, cada fibra de mi cuerpo alcanzaba ese sufrimiento amordazado, esa tortura rígida en el fondo del agua. Espiaban

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algo, un tiempo de libertad en que el mundo había sido de los axolotl. No era posible que una expresión tan terrible que alcanzaba a vencer la inexpresividad forzada de sus rostros de piedra, no portara un mensaje de dolor. Inútilmente quería probarme que mi propia sensibilidad proyectaba en los axolotl una conciencia inexistente. Ellos y yo sabíamos. Por eso no hubo nada de extraño en lo que ocurrió. Mi cara estaba pegada al vidrio del acuario, mis ojos trataban una vez más de penetrar el misterio de esos ojos de oro sin iris y sin pupila. Veía de muy cerca la cara de un axolotl inmóvil junto al vidrio. Sin transición, sin sorpresa, vi mi cara contra el vidrio, en vez del axolotl vi mi cara contra el vidrio, la vi fuera del acuario, la vi del otro lado del vidrio. Entonces mi cara se apartó y yo comprendí. Sólo una cosa era extraña: seguir pensando como antes, saber. Darme cuenta de eso fue en el primer momento como el horror del enterrado vivo que despierta a su destino. Afuera mi cara volvía a acercarse al vidrio, veía mi boca de labios apretados por el esfuerzo de comprender a los axolotl. Yo era un axolotl y sabía ahora instantáneamente que ninguna comprensión era posible. Él estaba fuera del acuario, su pensamiento era un pensamiento fuera del acuario. Conociéndolo, siendo él mismo, yo era un axolotl y estaba en mi mundo. El horror venía -lo supe en el mismo momento- de creerme prisionero en un cuerpo de axolotl, enterrado vivo en un axolotl con mis pensamientos de hombre, condenado a moverme lúcidamente entre criaturas insensibles. Pero aquello cesó cuando una pata vino a rozarme la cara, cuando moviéndome apenas a un lado vi a un axolotl junto a mí que me miraba, y supe que también él sabía, sin comunicación posible pero tan claramente. O yo estaba también en él, o todos nosotros pensábamos como un hombre, incapaces de expresión, limitados al resplandor dorado de nuestros ojos que miraban la cara del hombre pegada al acuario. Él volvió muchas veces, pero viene menos ahora. Pasa semanas sin asomarse. Ayer lo vi, me miró largo rato y se fue bruscamente. Me pareció que no se interesaba tanto por nosotros, que obedecía a una costumbre. Como lo único que hago es pensar, pude pensar mucho en él. Se me ocurre que al principio continuamos comunicados, que él se sentía más que nunca unido al misterio que lo obsesionaba. Pero los puentes están cortados entre él

y yo porque lo que era su obsesión es ahora un axolotl, ajeno a su vida de hombre. Creo que al principio yo era capaz de volver en cierto modo a él -ah, sólo en cierto modo-, y mantener alerta su deseo de conocernos mejor. Ahora soy definitivamente un axolotl, y si pienso como un hombre es sólo porque todo axolotl piensa como un hombre dentro de su imagen de piedra rosa. Me parece que de todo esto alcancé a comunicarle algo en los primeros días, cuando yo era todavía él. Y en esta soledad final, a la que él ya no vuelve, me consuela pensar que acaso va a escribir sobre nosotros, creyendo imaginar un cuento va a escribir todo esto sobre los axolotl.

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Actividades de comprensión y análisis Debes desarrollarlas en tu cuaderno de la asignatura, de forma ordenada y con letra

legible

Vocabulario: En el cuento hay palabras ennegrecidas y subrayadas, con ayuda de un

diccionario defínelas y escribe una palabra de reemplazo, sin que esta cambie la

coherencia.

1. Resume en máximo 5 líneas el cuento, enfatizando en el desenlace de este.

2. ¿Por qué el protagonista decide visitar el acuario? ¿Por qué comienza a observar

a los axolotl?

3. ¿Por qué se obsesiona tanto con estos peces? ¿Qué siente?

4. ¿Qué importancia tienen los ojos de los axolotl en el cuento? Explica

5. ¿Qué elementos de los mundos descabellados se presentan en el cuento?

Describe

6. ¿Qué sensaciones te provocó este cuento? Describe y explica

7. ¿Qué sucede en el desenlace con el hombre? ¿Qué siente el axolotl?

Elementos: Identifica los elementos característicos del género narrativo, justificando cada

uno con citas del texto.

a) Narrador c) Tipo de mundo

b) Focalización d) Estilo narrativo

Investiga la biografía del autor y escribe 5 hechos relevantes de su vida

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«La noche boca arriba», Julio Cortázar

Y salían en ciertas épocas a cazar enemigos; le llamaban la guerra florida.

A mitad del largo zaguán del hotel pensó que debía ser tarde y se apuró a salir a la calle y sacar la motocicleta del rincón donde el portero de al lado le permitía guardarla. En la joyería de la esquina vio que eran las nueve menos diez; llegaría con tiempo sobrado adonde iba. El sol se filtraba entre los altos edificios del centro, y él -porque para sí mismo, para ir pensando, no tenía nombre- montó en la máquina saboreando el paseo. La moto ronroneaba entre sus piernas, y un viento fresco le chicoteaba los pantalones.

Dejó pasar los ministerios (el rosa, el blanco) y la serie de comercios con brillantes vitrinas de la calle Central. Ahora entraba en la parte más agradable del trayecto, el verdadero paseo: una calle larga, bordeada de árboles, con poco tráfico y amplias villas que dejaban venir los jardines hasta las aceras, apenas demarcadas por setos bajos. Quizá algo distraído, pero corriendo por la derecha como correspondía, se dejó llevar por la tersura, por la leve crispación de ese día apenas empezado. Tal vez su involuntario relajamiento le impidió prevenir el accidente. Cuando vio que la mujer parada en la esquina se lanzaba a la calzada a pesar de las luces verdes, ya era tarde para las soluciones fáciles. Frenó con el pie y con la mano, desviándose a la izquierda; oyó el grito de la mujer, y junto con el choque perdió la visión. Fue como dormirse de golpe.

Volvió bruscamente del desmayo. Cuatro o cinco hombres jóvenes lo estaban sacando de debajo de la moto. Sentía gusto a sal y sangre, le dolía una rodilla y cuando lo alzaron gritó, porque no podía soportar la presión en el brazo derecho. Voces que no parecían pertenecer a las caras suspendidas sobre él, lo alentaban con bromas y seguridades. Su único alivio fue oír la confirmación de que había estado en su derecho al cruzar la esquina. Preguntó por la mujer, tratando de dominar la náusea que le ganaba la garganta. Mientras lo llevaban boca arriba hasta una farmacia próxima, supo que la causante del accidente no tenía más que rasguños en la piernas. “Usté la agarró apenas, pero el golpe le hizo saltar la máquina de costado…”; Opiniones, recuerdos, despacio, éntrenlo de espaldas, así va bien, y alguien con guardapolvo dándole de beber un trago que lo alivió en la penumbra de una pequeña farmacia de barrio.

La ambulancia policial llegó a los cinco minutos, y lo subieron a una camilla blanda donde pudo tenderse a gusto. Con toda lucidez, pero sabiendo que estaba bajo los efectos de un shock terrible, dio sus señas al policía que lo acompañaba. El brazo casi no le dolía; de una cortadura en la ceja goteaba sangre por toda la cara. Una o dos veces se lamió los labios para beberla. Se sentía bien, era un accidente, mala suerte; unas semanas quieto y nada más. El vigilante le dijo que la motocicleta no parecía muy estropeada. “Natural”, dijo él. “Como que me la ligué encima…” Los dos rieron y el vigilante le dio la mano al llegar al hospital y le deseó buena suerte. Ya la náusea volvía poco a poco; mientras lo llevaban en una camilla de ruedas hasta un pabellón del fondo, pasando bajo árboles llenos de pájaros, cerró los ojos y deseó estar dormido o cloroformado. Pero lo tuvieron largo rato en una pieza con olor a hospital, llenando una ficha, quitándole la ropa y vistiéndolo con una camisa grisácea y dura. Le movían cuidadosamente el brazo, sin que le doliera. Las enfermeras bromeaban todo el tiempo, y si no hubiera sido por las contracciones del estómago se habría sentido muy bien, casi contento.

Lo llevaron a la sala de radio, y veinte minutos después, con la placa todavía húmeda puesta sobre el pecho como una lápida negra, pasó a la sala de operaciones. Alguien de blanco, alto y delgado, se le acercó y se puso a mirar la radiografía. Manos de mujer le acomodaban la cabeza, sintió que lo pasaban de una camilla a otra. El hombre de blanco se le acercó

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otra vez, sonriendo, con algo que le brillaba en la mano derecha. Le palmeó la mejilla e hizo una seña a alguien parado atrás.

Como sueño era curioso porque estaba lleno de olores y él nunca soñaba olores. Primero un olor a pantano, ya que a la izquierda de la calzada empezaban las marismas, los tembladerales de donde no volvía nadie. Pero el olor cesó, y en cambio vino una fragancia compuesta y oscura como la noche en que se movía huyendo de los aztecas. Y todo era tan natural, tenía que huir de los aztecas que andaban a caza de hombre, y su única probabilidad era la de esconderse en lo más denso de la selva, cuidando de no apartarse de la estrecha calzada que sólo ellos, los motecas, conocían.

Lo que más lo torturaba era el olor, como si aun en la absoluta aceptación del sueño algo se revelara contra eso que no era habitual, que hasta entonces no había participado del juego. “Huele a guerra”, pensó, tocando instintivamente el puñal de piedra atravesado en su ceñidor de lana tejida. Un sonido inesperado lo hizo agacharse y quedar inmóvil, temblando. Tener miedo no era extraño, en sus sueños abundaba el miedo. Esperó, tapado por las ramas de un arbusto y la noche sin estrellas. Muy lejos, probablemente del otro lado del gran lago, debían estar ardiendo fuegos de vivac; un resplandor rojizo teñía esa parte del cielo. El sonido no se repitió. Había sido como una rama quebrada. Tal vez un animal que escapaba como él del olor a guerra. Se enderezó despacio, venteando. No se oía nada, pero el miedo seguía allí como el olor, ese incienso dulzón de la guerra florida. Había que seguir, llegar al corazón de la selva evitando las ciénagas. A tientas, agachándose a cada instante para tocar el suelo más duro de la calzada, dio algunos pasos. Hubiera querido echar a correr, pero los tembladerales palpitaban a su lado. En el sendero en tinieblas, buscó el rumbo. Entonces sintió una bocanada del olor que más temía, y saltó desesperado hacia adelante.

-Se va a caer de la cama -dijo el enfermo de la cama de al lado-. No brinque tanto, amigazo.

Abrió los ojos y era de tarde, con el sol ya bajo en los ventanales de la larga sala. Mientras trataba de sonreír a su vecino, se despegó casi físicamente de la última visión de la pesadilla. El brazo, enyesado, colgaba de un aparato con pesas y poleas. Sintió sed, como si hubiera estado corriendo kilómetros, pero no querían darle mucha agua, apenas para mojarse los labios y hacer un buche. La fiebre lo iba ganando despacio y hubiera podido dormirse otra vez, pero saboreaba el placer de quedarse despierto, entornados los ojos, escuchando el diálogo de los otros enfermos, respondiendo de cuando en cuando a alguna pregunta. Vio llegar un carrito blanco que pusieron al lado de su cama, una enfermera rubia le frotó con alcohol la cara anterior del muslo, y le clavó una gruesa aguja conectada con un tubo que subía hasta un frasco lleno de líquido opalino. Un médico joven vino con un aparato de metal y cuero que le ajustó al brazo sano para verificar alguna cosa. Caía la noche, y la fiebre lo iba arrastrando blandamente a un estado donde las cosas tenían un relieve como de gemelos de teatro, eran reales y dulces y a la vez ligeramente repugnantes; como estar viendo una película aburrida y pensar que sin embargo en la calle es peor; y quedarse.

Vino una taza de maravilloso caldo de oro oliendo a puerro, a apio, a perejil. Un trozito de pan, más precioso que todo un banquete, se fue desmigajando poco a poco. El brazo no le dolía nada y solamente en la ceja, donde lo habían suturado, chirriaba a veces una punzada caliente y rápida. Cuando los ventanales de enfrente viraron a manchas de un azul oscuro, pensó que no iba a ser difícil dormirse. Un poco incómodo, de espaldas, pero al pasarse la lengua por los labios resecos y calientes sintió el sabor del caldo, y suspiró de felicidad, abandonándose.

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Primero fue una confusión, un atraer hacia sí todas las sensaciones por un instante embotadas o confundidas. Comprendía que estaba corriendo en plena oscuridad, aunque arriba el cielo cruzado de copas de árboles era menos negro que el resto. “La calzada”, pensó. “Me salí de la calzada.” Sus pies se hundían en un colchón de hojas y barro, y ya no podía dar un paso sin que las ramas de los arbustos le azotaran el torso y las piernas. Jadeante, sabiéndose acorralado a pesar de la oscuridad y el silencio, se agachó para escuchar. Tal vez la calzada estaba cerca, con la primera luz del día iba a verla otra vez. Nada podía ayudarlo ahora a encontrarla. La mano que sin saberlo él aferraba el mango del puñal, subió como un escorpión de los pantanos hasta su cuello, donde colgaba el amuleto protector. Moviendo apenas los labios musitó la plegaria del maíz que trae las lunas felices, y la súplica a la Muy Alta, a la dispensadora de los bienes motecas. Pero sentía al mismo tiempo que los tobillos se le estaban hundiendo despacio en el barro, y la espera en la oscuridad del chaparral desconocido se le hacía insoportable. La guerra florida había empezado con la luna y llevaba ya tres días y tres noches. Si conseguía refugiarse en lo profundo de la selva, abandonando la calzada más allá de la región de las ciénagas, quizá los guerreros no le siguieran el rastro. Pensó en la cantidad de prisioneros que ya habrían hecho. Pero la cantidad no contaba, sino el tiempo sagrado. La caza continuaría hasta que los sacerdotes dieran la señal del regreso. Todo tenía su número y su fin, y él estaba dentro del tiempo sagrado, del otro lado de los cazadores.

Oyó los gritos y se enderezó de un salto, puñal en mano. Como si el cielo se incendiara en el horizonte, vio antorchas moviéndose entre las ramas, muy cerca. El olor a guerra era insoportable, y cuando el primer enemigo le saltó al cuello casi sintió placer en hundirle la hoja de piedra en pleno pecho. Ya lo rodeaban las luces y los gritos alegres. Alcanzó a cortar el aire una o dos veces, y entonces una soga lo atrapó desde atrás.

-Es la fiebre -dijo el de la cama de al lado-. A mí me pasaba igual cuando me operé del duodeno. Tome agua y va a ver que duerme bien.

Al lado de la noche de donde volvía, la penumbra tibia de la sala le pareció deliciosa. Una lámpara violeta velaba en lo alto de la pared del fondo como un ojo protector. Se oía toser, respirar fuerte, a veces un diálogo en voz baja. Todo era grato y seguro, sin acoso, sin… Pero no quería seguir pensando en la pesadilla. Había tantas cosas en qué entretenerse. Se puso a mirar el yeso del brazo, las poleas que tan cómodamente se lo sostenían en el aire. Le habían puesto una botella de agua mineral en la mesa de noche. Bebió del gollete, golosamente. Distinguía ahora las formas de la sala, las treinta camas, los armarios con vitrinas. Ya no debía tener tanta fiebre, sentía fresca la cara. La ceja le dolía apenas, como un recuerdo. Se vio otra vez saliendo del hotel, sacando la moto. ¿Quién hubiera pensado que la cosa iba a acabar así? Trataba de fijar el momento del accidente, y le dio rabia advertir que había ahí como un hueco, un vacío que no alcanzaba a rellenar. Entre el choque y el momento en que lo habían levantado del suelo, un desmayo o lo que fuera no le dejaba ver nada. Y al mismo tiempo tenía la sensación de que ese hueco, esa nada, había durado una eternidad. No, ni siquiera tiempo, más bien como si en ese hueco él hubiera pasado a través de algo o recorrido distancias inmensas. El choque, el golpe brutal contra el pavimento. De todas maneras al salir del pozo negro había sentido casi un alivio mientras los hombres lo alzaban del suelo. Con el dolor del brazo roto, la sangre de la ceja partida, la contusión en la rodilla; con todo eso, un alivio al volver al día y sentirse sostenido y auxiliado. Y era raro. Le preguntaría alguna vez al médico de la oficina. Ahora volvía a ganarlo el sueño, a tirarlo despacio hacia abajo. La almohada era tan blanda, y en su garganta afiebrada la frescura del agua mineral. Quizá pudiera descansar de veras, sin las malditas pesadillas. La luz violeta de la lámpara en lo alto se iba apagando poco a poco.

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Como dormía de espaldas, no lo sorprendió la posición en que volvía a reconocerse, pero en cambio el olor a humedad, a piedra rezumante de filtraciones, le cerró la garganta y lo obligó a comprender. Inútil abrir los ojos y mirar en todas direcciones; lo envolvía una oscuridad absoluta. Quiso enderezarse y sintió las sogas en las muñecas y los tobillos. Estaba estaqueado en el piso, en un suelo de lajas helado y húmedo. El frío le ganaba la espalda desnuda, las piernas. Con el mentón buscó torpemente el contacto con su amuleto, y supo que se lo habían arrancado. Ahora estaba perdido, ninguna plegaria podía salvarlo del final. Lejanamente, como filtrándose entre las piedras del calabozo, oyó los atabales de la fiesta. Lo habían traído al teocalli, estaba en las mazmorras del templo a la espera de su turno.

Oyó gritar, un grito ronco que rebotaba en las paredes. Otro grito, acabando en un quejido. Era él que gritaba en las tinieblas, gritaba porque estaba vivo, todo su cuerpo se defendía con el grito de lo que iba a venir, del final inevitable. Pensó en sus compañeros que llenarían otras mazmorras, y en los que ascendían ya los peldaños del sacrificio. Gritó de nuevo sofocadamente, casi no podía abrir la boca, tenía las mandíbulas agarrotadas y a la vez como si fueran de goma y se abrieran lentamente, con un esfuerzo interminable. El chirriar de los cerrojos lo sacudió como un látigo. Convulso, retorciéndose, luchó por zafarse de las cuerdas que se le hundían en la carne. Su brazo derecho, el más fuerte, tiraba hasta que el dolor se hizo intolerable y hubo que ceder. Vio abrirse la doble puerta, y el olor de las antorchas le llegó antes que la luz. Apenas ceñidos con el taparrabos de la ceremonia, los acólitos de los sacerdotes se le acercaron mirándolo con desprecio. Las luces se reflejaban en los torsos sudados, en el pelo negro lleno de plumas. Cedieron las sogas, y en su lugar lo aferraron manos calientes, duras como el bronce; se sintió alzado, siempre boca arriba, tironeado por los cuatro acólitos que lo llevaban por el pasadizo. Los portadores de antorchas iban adelante, alumbrando vagamente el corredor de paredes mojadas y techo tan bajo que los acólitos debían agachar la cabeza. Ahora lo llevaban, lo llevaban, era el final. Boca arriba, a un metro del techo de roca viva que por momentos se iluminaba con un reflejo de antorcha. Cuando en vez del techo nacieran las estrellas y se alzara ante él la escalinata incendiada de gritos y danzas, sería el fin. El pasadizo no acababa nunca, pero ya iba a acabar, de repente olería el aire libre lleno de estrellas, pero todavía no, andaban llevándolo sin fin en la penumbra roja, tironeándolo brutalmente, y él no quería, pero cómo impedirlo si le habían arrancado el amuleto que era su verdadero corazón, el centro de la vida.

Salió de un brinco a la noche del hospital, al alto cielo raso dulce, a la sombra blanda que lo rodeaba. Pensó que debía haber gritado, pero sus vecinos dormían callados. En la mesa de noche, la botella de agua tenía algo de burbuja, de imagen traslúcida contra la sombra azulada de los ventanales. Jadeó buscando el alivio de los pulmones, el olvido de esas imágenes que seguían pegadas a sus párpados. Cada vez que cerraba los ojos las veía formarse instantáneamente, y se enderezaba aterrado pero gozando a la vez del saber que ahora estaba despierto, que la vigilia lo protegía, que pronto iba a amanecer, con el buen sueño profundo que se tiene a esa hora, sin imágenes, sin nada… Le costaba mantener los ojos abiertos, la modorra era más fuerte que él. Hizo un último esfuerzo, con la mano sana esbozó un gesto hacia la botella de agua; no llegó a tomarla, sus dedos se cerraron en un vacío otra vez negro, y el pasadizo seguía interminable, roca tras roca, con súbitas fulguraciones rojizas, y él boca arriba gimió apagadamente porque el techo iba a acabarse, subía, abriéndose como una boca de sombra, y los acólitos se enderezaban y de la altura una luna menguante le cayó en la cara donde los ojos no querían verla, desesperadamente se cerraban y abrían buscando pasar al otro lado, descubrir de nuevo el cielo raso protector de la sala. Y cada vez que se abrían era la noche y la luna mientras lo subían por la escalinata, ahora con la cabeza colgando hacia abajo, y en lo alto estaban las hogueras, las rojas columnas de rojo perfumado, y de golpe vio la piedra roja, brillante de sangre que

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chorreaba, y el vaivén de los pies del sacrificado, que arrastraban para tirarlo rodando por las escalinatas del norte. Con una última esperanza apretó los párpados, gimiendo por despertar. Durante un segundo creyó que lo lograría, porque estaba otra vez inmóvil en la cama, a salvo del balanceo cabeza abajo. Pero olía a muerte y cuando abrió los ojos vio la figura ensangrentada del sacrificador que venía hacia él con el cuchillo de piedra en la mano. Alcanzó a cerrar otra vez los párpados, aunque ahora sabía que no iba a despertarse, que estaba despierto, que el sueño maravilloso había sido el otro, absurdo como todos los sueños; un sueño en el que había andado por extrañas avenidas de una ciudad asombrosa, con luces verdes y rojas que ardían sin llama ni humo, con un enorme insecto de metal que zumbaba bajo sus piernas. En la mentira infinita de ese sueño también lo habían alzado del suelo, también alguien se le había acercado con un cuchillo en la mano, a él tendido boca arriba, a él boca arriba con los ojos cerrados entre las hogueras.

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«De la narración al cine»

Desde hace años, gran cantidad de narraciones literarias han sido adaptadas al mundo

cinematográfico.

Selecciona una narración transformada al cine y completa las siguientes fichas:

Libro: ________________________________________________________

Año de publicación: _____________________

Autor/a: ______________________________________________________

Personajes principales: ____________________________________________

Resumen: ______________________________________________________

_______________________________________________________________

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_______________________________________________________________

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Película: ________________________________________________________

Año de estreno: _____________________

Director/a: ______________________________________________________

Personajes principales: ____________________________________________

Resumen: ______________________________________________________

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Diferencias entre ambos:

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Actividades:

“Antología: Pablo Neruda” ………………………………………………..…. 22

Selección poética …………………………………………………… 23

“El hombre imaginario”, Nicanor Parra …………………………………………… 24

Cancionero natural ……………………………………………………. 25

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«Antología: Pablo Neruda»

Ya se fue la ciudad

Cómo marcha el reloj sin darse prisa con tal seguridad que se come los años: los días son pequeñas y pasajeras uvas,

los meses se destiñen descolgados del tiempo.

Se va, se va el minuto hacia atrás, disparado por la más inmutable artillería

y de pronto nos queda sólo un año para irnos, un mes, un día, y llega la muerte al calendario.

Nadie pudo parar el agua que huye,

no se detuvo con amor ni pensamiento, siguió, siguió corriendo entre el sol y los seres,

y nos mató su estrofa pasajera.

Hasta que al fin caemos en el tiempo, tendidos, y nos lleva, y ya nos fuimos, muertos,

arrastrados sin ser, hasta no ser ni sombra, ni polvo, ni palabra, y allí se queda todo

y en la ciudad en donde no viviremos más se quedaron vacíos los trajes y el orgullo.

Siempre

Aunque los pasos toquen mil años este sitio,

no borrarán la sangre de los que aquí cayeron.

Y no se extinguirá la hora en que caísteis,

aunque miles de voces crucen este silencio.

La lluvia empapará las piedras de la plaza,

pero no apagará vuestros nombres de fuego.

Mil noches caerán con sus alas oscuras,

sin destruir el día que esperan estos muertos.

El día que esperamos a lo largo del mundo

tantos hombres, el día final del sufrimiento.

Un día de justicia conquistada en la lucha,

y vosotros, hermanos caídos, en silencio,

estaréis con nosotros en ese vasto día

de la lucha final, en ese día inmenso.

Investiga la biografía del autor y escribe 5 hechos relevantes de su vida

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Selección poética

Recorta las siguientes estrofas, pégalas en tu cuaderno, léelas comprensivamente

y reconoce los elementos solicitados

“Yo, para ti.

Tú, para mí.

Siempre al lado mío,

siempre junto a mí

compartiendo mi silencio,

mi soledad y existir.”

"Atrás quedaron las armas

ensangrentadas,

en los campos de batalla.

El guerrero hoy descansa

mientras canta su amor

a la bella cortesana"

“Anoche soñé que nos amábamos

y que me aceptabas.

Anoche soñé lo que nunca será.”

“Me esforzaré por ganar el cielo

para no perderte nunca más.

Mientras tanto, guía mis pasos.

Ilumina mi senda, enséñame el camino”

“Madre, acaricie a sus niños.

Padre, abrácelos firmemente.

Permita que ellos sepan que los aman

por la mañana, al mediodía, y por la

noche.”

“Que no hayas existido,

que no existas, que no hayas de existir

jamás,

nada importa;

nunca sabré perderte.”

“Fui un loco enamorado,

pero un día atendí a razones

y ahora soy

la sombra airada

que recorre mi desconsuelo.”

“Prometo llenar de ti mis pensamientos,

Dedicarte cada minuto de vigilia

Y, cuando el sueño me visite,

Prometo amarte…

mientras duermo.”

Elementos: Identifica los elementos característicos del género lírico en cada estrofa

- Hablante lírico (¿Quién es?, ¿Cómo es?, ¿Qué expresa?)

- Actitud lírica

- Objeto lírico

- Motivo lírico

- Temple de ánimo

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«El hombre imaginario», Nicanor Parra

El hombre imaginario

vive en una mansión imaginaria

rodeada de árboles imaginarios

a la orilla de un río imaginario

De los muros que son imaginarios

penden antiguos cuadros imaginarios

irreparables grietas imaginarias

que representan hechos imaginarios

ocurridos en mundos imaginarios

en lugares y tiempos imaginarios

Todas las tardes imaginarias

sube las escaleras imaginarias

y se asoma al balcón imaginario

a mirar el paisaje imaginario

que consiste en un valle imaginario

circundado de cerros imaginarios

Sombras imaginarias

vienen por el camino imaginario

entonando canciones imaginarias

a la muerte del sol imaginario

Y en las noches de luna imaginaria

sueña con la mujer imaginaria

que le brindó su amor imaginario

vuelve a sentir ese mismo dolor

ese mismo placer imaginario

y vuelve a palpitar

el corazón del hombre imaginario

1. ¿Cuál es la rutina del hombre imaginario? Explica

Elementos: Identifica los elementos característicos del género lírico, justificando cada uno

con citas del poema.

- Hablante lírico - Actitud lírica

- Objeto lírico - Motivo lírico

- Temple de ánimo - Tipo de rima

2. ¿Qué elemento descrito en el poema no es imaginario? ¿Por qué?

3. ¿Qué simbolizan los pálpitos del corazón del hombre imaginario? ¿Qué los causa?

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«Cancionero natural»

Selecciona y escribe dos estrofas de canciones que incluyan referencias a la

naturaleza, pégalas en tu cuaderno y luego reconoce los elementos solicitados

Canción: __________________________ Autor: ____________________________

Canción: __________________________ Autor: ____________________________

Elementos: Identifica los elementos

característicos del género lírico, justificando

cada uno con citas de las canciones.

- Hablante lírico

- Actitud lírica

- Objeto lírico

- Motivo lírico

- Temple de ánimo

¿Con qué finalidad se presenta la naturaleza en cada canción? ¿Qué se destaca de ella?

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