Tercero de Secundaria

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VIEJO TAMBIÉN HAY UNO SOLO 1973 – 1979 Duro el oficio de adolescente. Difícil estar en alerta continua para contrarrestar el incesante "choque generacional" sobre todo con el viejo, con el que indefectiblemente colisionamos siempre cuando se trata de opinar de temas comunes, de requerir conductas inexplicables a un chico como si éste fuera un adulto y sobre todo, de establecer pautas inflexibles de relación y convivencia, pautas de desenvolvimiento cotidiano que desde el vamos son imposibles de entender y practicar, como quedarse sentado en la mesa hasta que todos terminen de comer, no quedarse a dormir hasta las 12 del mediodía, no llegar demasiado tarde, no escuchar música a todo volumen, no andar con determinados especimenes de dudosa legalidad, etc. Pero más difícil debe ser hacer de papá en esos tiempos con hijos menores de edad pero no tan menores, bancarse un sinfín de renuncios del pibe sin protestar mucho y tragando saliva, soportar que le usen y le rompan objetos propios y a veces de gran valor sentimental como si fueran menos que cascotes, bancarse una entrada violenta a la hora de la siesta haciendo un despelote bárbaro, dar consejos sabios y generosos que por supuesto el hijo no escucha ni sigue y tratando de acompañar el crecimiento brutal y cambiante tanto en lo físico como en lo mental del muchacho manteniéndose lo más equilibrado posible sin volverse totalmente loco ni abandonar el desafío. Por épocas las peleas con mi viejo eran frecuentes, y la mayoría de las veces las empezaba yo. Cualquier cosa me servía para generar una discusión acalorada en la que me adjudicaba arteramente el papel de víctima por decisiones y conceptos de mi viejo que supuestamente me perjudicaban. Y mi abuela miraba de lejos y sufría en silencio. Y mi mamá se metía poco, intentando no inclinarse para ningún bando y mantenerse imparcial. Pero papá igual insistía en hacerse amigo. A su manera buscaba la vuelta para compartir sus experiencias conmigo. De tanto en tanto me hacía ayudarle mientras fabricaba unos productos químicos para criaderos de pollos que luego vendía en Entre Ríos, y encima me pagaba unos mangos que para mí eran fortunas. De las peleas sólo me queda un vago recuerdo que hoy sirve para entender la desesperación de un adulto en tratar de encaminar a un pibe rebelde (por definición de la misma palabra pibe) como

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VIEJO TAMBIÉN HAY UNO SOLO 1973 – 1979

Duro el oficio de adolescente. Difícil estar en alerta continua para contrarrestar el incesante "choque generacional" sobre todo con el viejo, con el que indefectiblemente colisionamos siempre cuando se trata de opinar de temas comunes, de requerir conductas inexplicables a un chico como si éste fuera un adulto y sobre todo, de establecer pautas inflexibles de relación y convivencia, pautas de desenvolvimiento cotidiano que desde el vamos son imposibles de entender y practicar, como quedarse sentado en la mesa hasta que todos terminen de comer, no quedarse a dormir hasta las 12 del mediodía, no llegar demasiado tarde, no escuchar música a todo volumen, no andar con determinados especimenes de dudosa legalidad, etc.

Pero más difícil debe ser hacer de papá en esos tiempos con hijos menores de edad pero no tan menores, bancarse un sinfín de renuncios del pibe sin protestar mucho y tragando saliva, soportar que le usen y le rompan objetos propios y a veces de gran valor sentimental como si fueran menos que cascotes, bancarse una entrada violenta a la hora de la siesta haciendo un despelote bárbaro, dar consejos sabios y generosos que por supuesto el hijo no escucha ni sigue y tratando de acompañar el crecimiento brutal y cambiante tanto en lo físico como en lo mental del muchacho manteniéndose lo más equilibrado posible sin volverse totalmente loco ni abandonar el desafío.

Por épocas las peleas con mi viejo eran frecuentes, y la mayoría de las veces las empezaba yo.

Cualquier cosa me servía para generar una discusión acalorada en la que me adjudicaba arteramente el papel de víctima por decisiones y conceptos de mi viejo que supuestamente me perjudicaban. Y mi abuela miraba de lejos y sufría en silencio. Y mi mamá se metía poco, intentando no inclinarse para ningún bando y mantenerse imparcial.

Pero papá igual insistía en hacerse amigo. A su manera buscaba la vuelta para compartir sus experiencias conmigo. De tanto en tanto me hacía ayudarle mientras fabricaba unos productos químicos para criaderos de pollos que luego vendía en Entre Ríos, y encima me pagaba unos mangos que para mí eran fortunas.

De las peleas sólo me queda un vago recuerdo que hoy sirve para entender la desesperación de un adulto en tratar de encaminar a un pibe rebelde (por definición de la misma palabra pibe) como cualquiera. Pero los que sí mantengo imborrables en mi memoria son aquellos momentos gratos pasados con el viejo en distintos momentos de mi adolescencia, momentos en que pude comprobar su envidiable estilo de vida, su predisposición constante para pasarla bien, y algunas anécdotas que lo pintan como un tipo sanamente caradura y Odón.

Siempre insistía con que lo acompañe a Entre Ríos, yo me negaba sistemáticamente pero a veces tenía que obedecer, así que salíamos con el Rambler hacia un periplo incierto por las verdes sabanas. Casi siempre recalábamos en la casa de mis abuelos maternos, en San José, o en lo de Yourdan, un tipo raro y solitario que vivía a 5 kilómetros de un poblado

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chiquitito: Barú. En lo de Yourdan me quedaba tres o cuatro días, en los que aprendía a andar a caballo, arriar las vacas (actividad para mí impensada), a caerme del caballo, a levantarme a las seis de la mañana y nadar en el arroyo.

Una vuelta en ese rancho de ladrillos quebrados y deformes mi viejo, que tenía algunos conocimientos de mecánica dental que le había transmitido un tío hace mucho en dos o tres días de clase, al ver a una viejita sin dientes, como corresponde a toda vieja de campo de años anteriores, comenta: "¿Quiere que le haga una dentadura postiza?". La vieja asiente entre dudas así que al viaje siguiente volvemos con todos los enseres de mecánica dental.

Nos instalamos en lo de Yourdan, de nuevo papá persevera en su pícara y infructuosa tarea de conseguirle novia al ermitaño. Con algunas maderas y mesitas improvisa un primitivo e ilegal consultorio dental en una piecita abandonada y llena de bolsas de papas y harina.

Manda a buscar a la viejita que aparece enseguida, le hace un molde con una masa roja de algo parecido a la plastilina pero más duro y al otro día la dentadura estaba lista.

Vuelve la señora, con sumo cuidado y solvencia le coloca la dentadura nueva. No puedo olvidar la cara de emoción de la vieja al verse al espejo con dientes nuevos y relucientes, después de más de treinta años masticando a encía limpia. La bola se corrió rapidísimo en el pueblo. En poco tiempo aparecieron innumerables clientas desdentadas que querían la mágica cirugía reparadora. No podía contener la risa cuando se referían al loco de mi viejo como el Doctor Nacher, tal como irónicamente él mismo se hacía llamar. En dos o tres viajes más ya estaba totalmente instalado el consultorio en lo de Yourdan, con asiento con respaldo movible y todo. El doctor Nacher volvía cada mes y medio o dos para tomar nuevos moldes y regresar al tiempo con los increíbles y modernos dientes postizos.

No recuerdo cuánto duró su práctica odontológica en Barú, pero sí sé que muchas doñas del campo volvieron a sonreír felices y sin vergüenza.

Otra vuelta, en  Concepción del Uruguay, nos encontramos por la calle con un tipo pelado que en cuanto lo ve se apura a abrazarlo. Era el violinista de la orquesta de tango en la que antiguamente mi papá oficiaba de anunciador. Nos fuimos a su casa y estuvieron como seis horas (almuerzo y merienda incluidos) recordando los viejos tiempos, cantando tangos lejanos de letras tristes pero que ellos entonaban riéndose. Alguna vez los había escuchado al pasar en la radio o silbados genialmente por mi viejo, que chiflando era capaz hasta de imitar el trino de varias especies de canarios. No sé como hacían para saberse las letras de esas canciones antiquísimas y pasadas de moda. De entrada me aburrí un poco pero esto cambió cuando el pelado sacó un violín y se puso a tocarlo. Por primera vez escuchaba en vivo el sonido agudo y limpio de ese instrumento, algo maravilloso e inexplicable.

¿Cómo no lo usaban en el rock?

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Con mis abuelos de Entre Ríos las visitas eran bastante seguidas. Entre plantas de plátanos del fondo de la casa se sentaban a conversar de política después del asado, con las indefectibles discusiones entre mi abuelo, antiperonista acérrimo y mi papá, en realidad un poco justicialista pero mucho más durante esas charlas en la que el objetivo era hacer calentar a mi abuelo. Yo pasaba las tardes en San José jugando a la pelota con un perro blanco que fue uno de los mejores canes futboleros que conocí en mi vida, la paraba con las dos patas, la llevaba varios metros, yo se la pateaba para adelante, él la corría y la volvía a traer. Y cómo cabeceaba con el hocico, una cosa de locos. Y mi viejo seguía las charlas con mi abuelo, blanco en canas, mientras le daba duro al intragable aperitivo Marcela y a los cigarros de hoja gigantes de los que tengo un triste recuerdo, ya que una vez, mientras dormía la siesta en el piso y mi viejo reposaba en la cama al lado mío degustando su apestoso cigarro, se queda medio dormido, suelta el cigarro que va a caer justo adentro de mi oreja. Cuando me desperté ya era un cenicero viviente que se quemaba.

Pasaban los años, y de nuevo, ya con dieciocho, estamos con el viejo en Colón, una ciudad entrerriana de casas viejas y calles arboladas. Ya por entonces me trataba casi como a un hombre grande, un par suyo, aunque todavía distaba mucho de serlo. Una noche nos vamos a un boliche. Él se pide un whisky, luego otro más y yo un séptimo regimiento. Los tragos eran interminables, te traían los vasos llenos, no como en Buenos Aires que eran bastante mezquinos. Después de un rato sentados y bebiendo hasta vaciar los vasos salimos a la calle, uno más mamado que el otro.

Jocosamente damos interminable vueltas siempre en las mismas cuatro o cinco cuadras buscando la casa donde parábamos. A pesar de que habíamos pasado varias veces por la puerta, no la reconocíamos ni de casualidad. Por ahí dice "¡Ahí está, ahí está!" Nos bajamos del auto y entramos a la casa luego de varios intentos de embocar la llave en la cerradura.

Al otro día vemos al auto cruzado a cuarenta y cinco grados arriba de la vereda a menos de un centímetro de la pared de la casa. Por poco no la tiramos abajo.

Así, entre divertidos viajes al interior y a veces amargas discusiones en Buenos Aires, pasé una adolescencia en la que mi viejo, a su modo, participó en muchas oportunidades hasta sin quererlo.

Hoy me sorprendo por momentos haciendo movimientos o ademanes que se los había visto hacer mucho tiempo atrás a mi papá, repitiendo sin querer y sin desearlo quizá las mismas decisiones suyas, hasta las mismas palabras que me decía hace veinte años y que entonces no comprendía bien y que ahora me suenan interesantes. Y como para parecerme más, ahora encuentro algunas cosas interesantes en el tango, música vil y despreciable durante la primera juventud.

Ojo, no vayan a creer que transé con mi viejo, aunque desde el cielo algunas noches desveladas trate de silbarme tangos para intentar convencerme de que es lo mejor, sigo insistiendo que no hay nada en el mundo como un rabioso rock and roll con la viola al mango y bien distorsionada.

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