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Los Cuadernos de Liter@ura TENDENCIAS DE LA POESIA ULTIMA José Luis García Martín E n torno a 1980 una nueva promoción poética entra en escena. Al contrario de lo que había ocurrido con los novísi- mos, su aparición tiene poco de espec- tacular: ltaron esos dos o tres libros de precoz madurez que se impusieran a críticos y lectores desde el primer momento, la antología combati- va y madrugadora, el polémico rechazo de lo an- terior. Sintomático resulta que, dejando a un la- do las numerosas antologías regionales y las aparecidas en revistas, la presentación en socie- dad de los nuevos poetas tenga lugar de la mano de uno de los más característicos representantes de la generación precedente, Luis Antonio de Villena, y bajo el significativo título de Postnoví- simos. De ahí que el calificativo de «continuis- tas» haya sido aplicado por la mayoría de los crí- ticos a los nuevos poetas. Conviene, sin embar- go, matizar tal objetivo: no hay continuismo si nos rerimos a la estética novísima según e configurada entre, por poner unas chas con- cretas, 1966 -en que aparece Arde el mar, de Gimrrer- y 1972 -en que Colinas publica Truenos y flautas en un templo-; son los autores marginados en su momento, como Juan Luis Panero, o los que comienzan a publicar después de 1975, como Andrés Sánchez Robayna o Abe- lardo Linares, los más afines a los nuevos poe- tas. A medida que pasa el tiempo, se va viendo mejor que ni los primeros libros novísimos eran tan innovadores como se quiso dar a entender ni los títulos iniciales de la generación siguiente tan epigonales como pudo parecer en un princi- pio (el epigonismo, que lo hubo, como siempre lo hay, actaba a los poetas de menor interés). La «pluralidad» ha sido otro de los rasgos que con mayor unanimidad crítica se han aplicado a la generación de los ochenta. Es una caracterís- tica que debe ser matizada, al igual que el conti- nuismo: tendencias diversas, y contradictorias en ocasiones, se dan también en las generacio- nes anteriores si se las examina en su real com- plejidad y no en el reduccionista esquema con que suelen pasar a los manuales de literatura. Lo peculiar entonces radicaría en la no conflicti- va convivencia de las distintas opciones genera- cionales, en que ninguna tendencia ha tenido erza suficiente como para marginar a las otras que enriquecen el período (al contrario de lo que ocurrió con quienes no siguieron las co- rrientes realistas en los años cuarenta y cin- cuenta). Trataremos de enumerar a continuación las principales opciones que configuran la poesía de 150

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Los Cuadernos de Literatura

TENDENCIAS DE LA

POESIA ULTIMA

José Luis García Martín

En torno a 1980 una nueva promoción poética entra en escena. Al contrario de lo que había ocurrido con los novísi­mos, su aparición tiene poco de espec­

tacular: faltaron esos dos o tres libros de precoz madurez que se impusieran a críticos y lectores desde el primer momento, la antología combati­va y madrugadora, el polémico rechazo de lo an­terior. Sintomático resulta que, dejando a un la­do las numerosas antologías regionales y las aparecidas en revistas, la presentación en socie­dad de los nuevos poetas tenga lugar de la mano de uno de los más característicos representantes de la generación precedente, Luis Antonio de Villena, y bajo el significativo título de Postnoví­simos. De ahí que el calificativo de «continuis­tas» haya sido aplicado por la mayoría de los crí­ticos a los nuevos poetas. Conviene, sin embar­go, matizar tal objetivo: no hay continuismo si nos referimos a la estética novísima según fue configurada entre, por poner unas fechas con­cretas, 1966 -en que aparece Arde el mar, de Gimferrer- y 1972 -en que Colinas publica Truenos y flautas en un templo-; son los autores marginados en su momento, como Juan Luis Panero, o los que comienzan a publicar después de 1975, como Andrés Sánchez Robayna o Abe­lardo Linares, los más afines a los nuevos poe­tas. A medida que pasa el tiempo, se va viendo mejor que ni los primeros libros novísimos eran tan innovadores como se quiso dar a entender ni los títulos iniciales de la generación siguiente tan epigonales como pudo parecer en un princi­pio (el epigonismo, que lo hubo, como siempre lo hay, afectaba a los poetas de menor interés).

La «pluralidad» ha sido otro de los rasgos que con mayor unanimidad crítica se han aplicado a la generación de los ochenta. Es una caracterís­tica que debe ser matizada, al igual que el conti­nuismo: tendencias diversas, y contradictorias en ocasiones, se dan también en las generacio­nes anteriores si se las examina en su real com­plejidad y no en el reduccionista esquema con que suelen pasar a los manuales de literatura. Lo peculiar entonces radicaría en la no conflicti­va convivencia de las distintas opciones genera­cionales, en que ninguna tendencia ha tenido fuerza suficiente como para marginar a las otras que enriquecen el período (al contrario de lo que ocurrió con quienes no siguieron las co­rrientes realistas en los años cuarenta y cin­cuenta).

Trataremos de enumerar a continuación las principales opciones que configuran la poesía de

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los ochenta. El lector debe tener en cuenta que no se trata de compartimentos rígidos, sino de tendencias que muy a menudo se entremezclan y resultan difíciles de distinguir. Por otra parte, la complejidad de lo real escapa siempre a las re­des que cualquier clasificación tiende sobre ella. Pero sin clasificar -y sin las simplificaciones consiguientes- no podríamos entender.

LA RECUPERACION DEL REALISMO

A partir de la segunda mitad de los sesenta hay un creciente rechazo de la literatura realista y comprometida, rechazo del que participan tan­to los antiguos escritores sociales -con pocas excepciones-como los nuevos poetas. De ahí la novedad que supone la aparición en Granada de un grupo homogéneo que, bajo el magisterio de Rafael Alberti y del teórico marxista Juan Carlos Rodríguez, pretende reivindicar -sin caer en el simplismo panfletario- ese tipo de literatura. En las antologías La otra sentimentalidad (1983) y 1917 versos (1987) se reúne una muestra de la teoría y la práctica de la escuela; la revista cultu­ral Olvidos de Granada y la colección de poesía Maillot Amarillo constituyeron, en buena medi­da, sus órganos de expresión. De los diversos poetas que integran el grupo -Javier Egea, An­tonio Jiménez Millán, Alvaro Salvador- acaso sea Luis García Montero el que ha alcanzado un mayor reconocimiento. Intimismo, neorroman­ticismo y ambiente urbano son notas que carac­terizan sus dos libros más significativos, Eljardín extranjero (1983) y Diario cómplice (1987). Recrea el primero de ellos una educación senti­mental en la Granada de posguerra en un tono que recuerda al de ciertos poetas del cincuenta, especialmente Gil de Biedma; evoca el segundo una historia de amor, poniendo de relieve, fren­te a la consideración tradicional de lo poético como el lenguaje de la sinceridad, lo que la lite­ratura tiene siempre de ficción.

Benjamín Prado, con Un caso sencillo (1987), e Inmaculada Mengíbar, con Los días laborales (1988), constituyen las más recientes incorpora­ciones a esta escuela poética granadina de «la otra sentimentalidad».

Otros poetas -al margen de dicha escuela­intentan también la recuperación del realismo. El humor periódico de Jon Juaristi, patente ya en el título de sus dos libros, Diario del poeta

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cién cansado (1985) y Suma de varia intención (1987) le sirve para enfrentarse tanto con las desventuras sentimentales de su personaje poé­tico, sin caer en la falacia patética, como con la conflictividad social del país vasco, sin incurrir en el esquematismo panfletario.

LA ESCUELA DE TRIESTE

Aunque no han publicado antologías ni mani­fiestos conjuntos, al contrario que los integran­tes de «la otra sentimentalidad», un significativo grupo de los poetas dados a conocer por la co-

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lección de poesía de la Editorial Trieste presen­tan importantes características comunes que permiten hablar, sin demasiada impropiedad, de una «escuela». En ella se incluirían Andrés Tra­piello, antiguo director de la colección, en la que ha publicado Las tradiciones (1982) y La vida fá­cil (1985); Juan Manuel Bonet, autor de un úni­co libro, La patria oscura (1983); Angel Rupérez, con En otro corazón (1983) y Las hojas secas (1986); Angel Guache, también pintor, con El viento en los árboles (1986) y Vals de bruma (1987), este último título aparecido en otra co­lección de estética muy similar a la de Trieste. Tampoco publica en la colección que da nombre a la escuela su primer libro Ramón Andrés, Ima­gen de mudanza (1987), pero idéntica resulta la poética a la que responde. Predominan en estos autores, que se declaran herederos del impresionis­mo y del simbolismo, los valores pictóricos, los le­ves matices sentimentales, la creación de atmósfe­ras sugerentes con los mínimos elementos.

LA NUEVA EPICA

El término épica se ha aplicado, al referirse a la poesía última, a dos tendencias bastante disí­miles. El nombre más significativo de la primera de ellas es el de Julio Llamazares, antologado por Julio López en Poesía épica española (1982); lo épico en este autor parece estar en el intento de rescate de una memoria colectiva, de una an­cestral sabiduría campesina; en sus versos en­contramos la brumosa evocación de una edad de oro situada, al margen de la historia, en sus na­tales montañas leonesas. El versículo caracterís­tico de sus dos libros publicados hasta la fecha, La lentitud de los bueyes (1979) y Memoria de la nieve (1982) resulta de la yuxtaposición de varios versos tradicionales, al contrario del utilizado por los poetas neosurrealistas. La poesía de Ju­lio Llamazares -quien últimamente parece ha­ber encontrado mejor acomodo a su visión del mundo en la novela- ha sido continuada por Jo­sé Carlón en Así nació Tiresias (1983) y, menos numéricamente, por Juan Carlos Mestre en Antífona del otoño en el valle del Bierzo (1986).

Más próximo al concepto tradicional de épica se encuentra la poesía de Julio Martínez Mesan­za, autor de un único libro, Europa (1983, 1986), que va creciendo en sucesivas ediciones. En im­pecables y nítidos endecasílabos -metro único utilizado hasta la fecha por Martínez Mesanza­se evoca un mundo heroico, lleno de santos y guerreros, y se rechaza la decadencia presente. No se trata, sin embargo, de los poemas de largo aliento que solemos asociar al término de épica, sino de breves fragmentos en los que la erudi­ción histórica sirve para objetivar e ilustrar las reflexiones sobre la condición humana.

EL NEOSURREALISMO

El éxito obtenido por Blanca Andreu con su primer libro, De una niña de provincias que se vi-

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no a vivir en un Chagall (1981), en el que se des­tacaban sobre todo los valores irracionales del lenguaje, puso de moda entre los poetas jóvenes -y especialmente entre los muy jóvenes- lastécnicas surrealistas, aunque utilizadas sin nin­guna ortodoxia de escuela. Femando Beltránaúna surrealismo y poesía urbana en Aquelarreen Madrid (1983), onírica visión de la ciudad quese refleja en un decir inconexo, en una continuaruptura de los nexos sintácticos. Concentracio­nes intimistas y neorrománticas añade AmaliaIglesias al componente surrealista de su primerlibro, Un lugar para el fuego (1985). Arbitrarie­dad, feísmo, protesta, humor absurdo ( con ecosde la «beat generation» y, a veces, de las letrasde los conjuntos de rock) caracterizan los versosde poetas como Pedro Casariego Córdoba, An­gel Petisme o Luisa Castro.

El premio Adonais en estos años ochenta ha recaído, por lo general, en poetas jóvenes más o menos vagamente surrealistas. El ejemplo más reciente lo constituye Francisco Serradilla con El bosque insobornable (1988), donde las diso­nancias que propicia la escuela se liman para apropiarse a lo convencionalmente poético.

MINIMALISMO Y CONCEPTUALISMO

La palabrería excesiva y gratuita, la verborrea, constituye el riesgo al que con mayor frecuencia se encuentran abocados los poetas neosurrealis­tas. Contra ese riesgo reaccionan otros autores que pueden considerarse emparentados con la poesía pura de los años veinte. Los nombres que ha recibido esta tendencia -minimalismo, poe­sía del silencio- resultan suficientemente ex­presivos de su intención de sugerir, de ir más allá de las palabras, de dejar que el silencio diga lo que el lenguaje no es capaz de expresar.

Algunos de los poetas últimos que siguen esta tendencia, con diversos matices personales, son José Carlos Castaño, cuya práctica poética se en­cuentra próxima a la de Andrés Sánchez Robay­na, Julia Castillo, que la entremezcla con ciertos manierismos barrocos, José Luis Amaro, que aúna el intelectualismo con una cierta dosis de sensualidad ( coincide en esto con otros poetas del grupo cordobés «Antorcha de Paja»), el Se­rafín Senosiáin de La sangre (1983), puesto que su primer libro, El sur (1979), a pesar de partici­par de una similar síntesis expresiva, se in­cluía más bien en la línea de la que hemos de­nominado «escuela de Trieste», Alvaro Valver­de, etc.

También relacionado con la poesía pura, aun­que no hay en él rechazo sino estilización dis­tanciadora de la anécdota, Justo Navarro se aproxima a los minimalistas en el papel concedi­do a la inteligencia en la construcción del poe­ma. Sus libros Los nadadores (1985) y Un avia­dor prevé su muerte (1986) se caracterizan por un rigor formal que, tomando como base las estro­fas tradicionales, llega a unos resultados de sor-

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prendente originalidad, si bien el r!esgo del arti­ficioso manierismo se encuentre solo a un paso.

TRADICIONALISMO

La reivindicación de la métrica clásica caracte­riza a buena parte de los poetas de los ochenta frente a la generación anterior. En algunos ?ªS?S se llega incluso a propugnar un nuevo mamen�­mo que tome como modelo a los poet�s del si­glo de oro. Así lo hace Fernando de Villena en el prólogo a Pensil de rimas celestes (1980), con­junto de poemas escritos a la manera de l�s au­tores clásicos; tratará luego de emular a Gongo­ra en las Soledades tercera y cuarta (1981), para seguir un camino menos m!métic� -�ero igual­mente arcaizante- en los hbros sigmentes. Un empeño semejante, aunque con_ mayor�s dosis de ironía encontramos en Lms Martmez de Merlo, q�ien da a sus últimos libros títulos tan significativos como Fábula 1e F�etonte 09?2) Y Orphencia Lyra (1985). La iroma se acrecienta -hasta el punto de que el pastiche se convierteya decididamente en parodia- en par�e . de laobra de Luis García Montero y Jon Juanstl, poe­tas a los que ya nos hemos referido anterior­mente. David Pujante, en La propia vida (1986),alterna la recreación de mitos en sonetos neo­clásicos con una más desenfadada aproximación al mundo grecolatino (ya un tanto tópico en la poesía contemporánea).

Con sólo dos libros publicados, Breve esplen­dor de mal distinta lumbre (1986) y El decorado yla naturaleza (1987), Francisco Castaño se ha convertido en el primer artífice de la métrica clá­sica que usa con sorprendente rigor y maestría y si� incurrir en arcaísmos inútiles; su dominio técnico sólo es comparable al de un poeta de la generación precedente, Antonio Carvajal.

Otros autores, Manuel Sánchez Chamorro es acaso el nombre más significativo, buscan su modelo en épocas menos lejanas que los siglos áureos. En Tres poemas (1983) mimetiza Sá�­chez Chamorro la dicción del Cernuda del exi­lio· en El pétalo invisible (1986), Pablo García Ba�na, Juan Luis Panero o Sandro Penna son modelos muy próximos -y confesados- de al­gunos de los textos.

LA POESIA ELEGIACA Y METAFISICA

A medio camino entre el decadentismo y la poesía de la meditación, José 9-utiérrez, quien publica muy precozmente sus hbros ·entre 1976(Ofrenda en la memoria) y 1980 (La q,rmadura de sal), ejemplifica otra de las tendencias de la ge­neración más reciente: la que adopta un prema­turo tono de desengaño, de elegíaco lamento por la fugacidad de la juventud y la bell�za, de obsesiva preocupación por el paso �el _tlemp?·

Un cuidado tono menor, una musicahdad sm estridencias, un culturalismo vivido . (nada que ver con el exhibicionismo de promociones ante­riores) caracteriza Muro contra la muerte (1982) e

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Interiores (1986), los dos libros publicados hasta la fecha por Juan Lamillar. . Más brillante en la misma línea, resulta Feh­pe Benítez Reyes. «Autor de_ for�ación es�n­cialmente modernista», como el mismo ha sena­lado, Benítez Reyes presenta también claros ecos de Borges ( el gusto por los poemas a base de enumeraciones, podría servir de ejemplo) y Cernuda (el afectado tono coloquial). Una cierta proclividad hacia lo convencionalmente P?é!ico muestra Paraíso manuscrito (1982); en su ultima obra Los vanos mundos (1985), el distancia­mie�to irónico ayuda a compensar tal inclina­ción.

A distinto nivel se encuentra otro de los ras­gos que caracteriza a la poesía más j_oven: la abundancia de poetis.as, que ha llevado mclu�o a crear ghettos -pintorescas antologías, n�tridas colecciones- dedicados a ellas con exclusividad. Un desenfadado erotismo caracteriza a muchas de estas nuevas poetisas, entre las que destacan Isla Correyero, Almudena Guzmán o. �na Ro�­setti (cronológicamente de la g�neracion de _Yi­llena o Siles, pero que no comienza a pubhcar hasta los ochenta). Naturalmente, desde un punto de vista literario no hay razón para sepa­rar la buena poesía escrita por hombres de la es­crita por mujeres: la poesía, como ha declar�d? recientemente José Angel Valente, es andro�i­na. El motivo de este párrafo -ya en los anterio­res nos hemos referido a otras poetisas de inte­rés- es sólo destacar un hecho sociológico.

No se ha pretendido, en este recuento de ten: dencias establecer una nómina generacional; si así fuer�, no podrían quedar sin m�ncion�r poe­tas como Vicente Gallego, ruptunsta e irreve­rente en Santuario (1986) y peligrosamente pró­ximo al decir de Francisco Brines en Los ojos delextraño (1988), José Angel Ciller�elo, en qu_ie!1 la temática portuguesa es algo mas qu� u_n _to_p1-co de moda Carlos Marzal, acaso el mas iromco y el más di�ertido de los nuevos poetas, José A. Mesa Toré cuyas mínimas entregas no venales, En viento y' en agua huidiza (1985), Jóvenes en eldaguerrotipo (1987) y La dirección del mar (1988),muestran el progresivo dominio de una o dicción personal de rara exactitud, con-cisión y belleza.